F. NIETZSCHE: SOBRE VERDAD Y MENTIRA EN SENTIDO EXTRAMORAL En 1871 Nietzsche publica El origen de la tragedia en el espíritu de la música, obra aparentemente filológica (aunque fue muy mal recibida por los filólogos, lo que condiconaría definitivamente su futuro como profesor de filología griega en Basilea), pero que contiene ya en germen su “propuesta filosófica” futura: la crítica de la cultura europea. Nietzsche, algo más que filólogo en sus intereses (algo menos, a ojos de sus colegas contemporáneos), se resiste a dar por bueno el modo en el que se presentaba el mundo griego en la enseñanza y en la cultura de la época: un mero objeto de estudio en el que se subrayaban únicamente elementos como el orden, la armonía, la perfección, la medida, la belleza (todo lo que él resume en lo apolíneo). Tal presentación es interpretada por Nietzsche como una tergiversación, como una traición a la Grecia “homérica”, que él considera la real en cuanto prototipo de la “existencia tragica”, única existencia digna para el hombre. En la medida, además, en que tal traición se produjo en la Atenas del siglo V, y allí tuvo su origen lo que denominamos “civilización occidental”, allí se encuentra la razón de que ésta no sea sino el desarrollo de una decadencia, de un error. En la tragedia clásica (al menos en Esquilo y Sófocles) se contenían tanto el problema de la existencia humana cuanto su “solución”. El problema, es decir, la dificilísima relación entre los dos aspectos esenciales del ser humano y de su cultura: por un lado, lo instintivo, lo vital, el espanto y el gozo, el caos y la embriaguez (lo dionisíaco, ejemplificado en el verso de Píndaro “llega a ser el que eres”); por otro, lo racional, lo mesurado, lo equilibrado, lo armónico, lo contenido (lo apolíneo y su lema “conócete a ti mismo”). La solución, que consiste en que el aspecto dionisíaco, caótico y terrible, encuentre su lenitivo, algo mediante lo que pueda resultar soportable, en lo apolíneo. Ambos, pues, son complementarios como principios de la vida humana: las fuerzas incontroladas del primero, su devenir incesante , son transformadas por el segundo (en los dioses del Olimpo, en la medida y proporción de las estatuas y de los templos griegos, en la música sobre todo) en belleza efímera, pues, como afirmaba Heráclito, el devenir es el Todo. Nietzsche cree que ésta es la imagen auténtica de Grecia, y no la deformada y muerta que se da en las Academias y Universidades. Ésta es la auténtica vida humana y la única cultura digna de tal nombre: el arte, representado en la tragedia, como modo de resolver, aunque sea ficticia y transitoriamente, esa escisión y complementariedad entre lo dionisíaco y lo apolíneo. ¿Qué ocurrió para que esta “existencia trágica” se perdiera, dando lugar a la “civilización” occidental? Según Nietzsche, que Eurípides “llevó al espectador al escenario”, convirtiendo en actores a la conciencia, la reflexión, la razón, es decir, a los “personajes” que Sócrates, desgajando lo apolíneo de su necesario subsuelo dionisíaco y erigiéndolo en único constitutivo de lo humano, había encumbrado. Platón y el cristianismo completaron esta tarea de destrucción. Esta primera obra nietzscheana deja abiertas algunas cuestiones: ¿cómo ha de pensarse un renacimiento de la “cultura trágica”? Que “el arte domine la vida” ¿es en verdad una restauración de la existencia “homérica”? Tal existencia, ¿no supondría un regreso a un estado en el que la existencia humana presentara únicamente su cara más insegura, sin su “calmante” apolíneo? Estas cuestiones son las que, en el fondo, reaparecen en el escrito inacabado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, redactado por Nietzsche poco después de publicarse El origen de la tragedia. En su Introducción a Nietzsche el filósofo italiano Gianni Vattimo resume así el contenido de este escrito: 1 “Nietzsche dice que el lenguaje socialmente establecido, con sus reglas y su función cognoscitiva, nació sólo como cristalización arbitraria (unido, con todo, también, al menos en la perspectiva de la Genealogía de la moral, a formas de las relaciones de dominio) de cierto sistema de metáforas que, inventado libremente como cualquier otro sistema de metáforas, se impuso luego como el único modo públicamente válido de describir el mundo; cada lenguaje, en su origen, es metáfora, indicación de cosas mediante sonidos que no tienen nada que ver con las cosas mismas. La sociedad surge cuando un sistema metafórico se impone sobre los otros, se convierte en el modo públicamente prescrito y aceptado de señalar metafóricamente las cosas (es decir, de mentir). Desde ese momento, los distintos sistemas metafóricos, tanto pasados como futuros, quedan reducidos al nivel de la “poesía”, o sea al nivel de mentiras reconocidas como tales. Esta descripción “genética”, aunque sea ideal, del lenguaje, no da lugar, sin embargo, en Nietzsche, a una idealización de la condición de la libre inventiva metafórica, que en el caso de la canonización de un solo sistema de metáforas se habría perdido (lo que dice Vattimo es que Nietzsche no considera una pérdida o un agravio esta imposición de un sistema de metáforas sobre el resto). Por el contrario, sólo a través de la construcción de ese “conceptual juego de dados que se llama por otra parte 'verdad' ”, es decir, a través del establecimiento de un orden jerárquico de conceptos abstractos, alejados no sólo de las cosas sino también de las impresiones intuitivas inemediatas de los individuos, el hombre se distingue del animal, absolutamente sumergido en el fluir de las imágenes. Para edificar la propia humanidad racional, fundada en la capacidad de “mentir en un estilo vinculante para todos”, el hombre debe olvidarse “a sí mismo en cuanto sujeto, y precisamente en cuanto sujeto artísticamente creativo”. En terminolgía más accesible (por más familiar) para nosotros, lo que Nietzsche afirma es que en la proliferación de “metáforas individuales” (mitos) y ante la inseguridad que ello provocaba para la existencia humana, una “metáfora triunfante” (filosofía y sus “productos”) se convirtió en “verdad”, es decir, en utilidad., apareciendo entonces la inutilidad, la peligrosidad del resto de metáforas, como mentira, ambos conceptos impregnados de una connotación también moral y no sólo cognoscitiva. Nada tiene que ver todo esto, según Nietzsche, con un presunto interés humano por el conocimiento puro, objetivo. No es amor al “saber”, sino necesidad de “ser” (de seguir siendo). Para desarrollar estas ideas, Nietzsche desgrana una serie de argumentos, cuyo resumen sería más o menos el siguiente: ¿Qué relación hay entre lenguaje y verdad, entre lenguaje y realidad? La palabra no es sino la reproducción en sonido de un impulso nervioso. Desde una base tan pobre inferimos falsamente la existencia de una causa exterior y, además, pretendemos conocerla, puesto que “la decimos”. Con este nulo fundamento, organizamos jerárquicamente el mundo, lo dividimos en géneros, etc. Al hacerlo, olvidamos que el creador del lenguaje, de esa “metáfora triunfante”, es un artista desinteresado por la “cosa en sí” que sólo expone metáforas antropomórficas, no esencias de cosas. El mismo erróneo proceso da lugar a la formación de los conceptos: de la experiencia particular de algo, origen “real” del concepto, pasamos a su generalización a otros casos que, hablando con rigor, son puramente diferentes (en el texto Nietzsche ejemplifica esta idea mediante el concepto “hoja”, concluyéndolo con una severa crítica a Platón -a la versión tradicional de la “teoría de las ideas”-). El origen del concepto, pues, no es otro que la omisión de lo individual de nuestra experiencia, es decir, del hecho de que nuestra experiencia sólo nos pone en contacto con lo individual. El concepto no nos lleva al camino de la verdad, pues ésta no es sino “una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza 2 sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas ya como monedas, sino como metal”, tal como afirma Nietzsche en el texto. Todo esto pone de manifiesto el origen utilitario y social de la verdad: no es sino un compromiso que la sociedad establece para poder vivir, aunque si llamáramos a las cosas por su nombre, deberíamos decir que la sociedad, para existir, adquiere el compromiso de mentir, si bien tal mentira es inconsciente para ella, pues ha olvidado el origen de lo que ahora considera verdad. De este olvido, de esta inconsciencia surge precisamente el sentimiento de la verdad: si nos comprometemos todos a designar a las cosas con el mismo nombre, aquél que no lo hace será considerado como mentiroso, como dañino para la sociedad por tanto, surgiendo así la valoración moral de la verdad (bueno) y la descalificación moral de la mentira (malo); hay que entender: de una verdad que es mentira y de una mentira que es verdad individual, no colectiva como la verdadmentira. ¿Hay que lamentar, se lamenta Nietzsche de esta situación y de sus consecuencias, que son la creación de una sociedad también, como el sistema de conceptos, “jerarquizada, estratificada, de un mundo de leyes, privilegios, subordinaciones y limitaciones” que eliminan la posibilidad, por nociva socialmente, de la “metáforas privadas”, de las intuiciones primitivas individuales? Nietzsche no se pronuncia definitivamente sobre esta cuestión. Afirma que todo el edificio de la civilización se levanta sobre unos cimientos inestables, edifica “sobre agua en movimiento una catedral de conceptos”, lo que hace del hombre un “genio de la arquitectura”, pero no es el amor a la verdad lo que le mueve a ello, sino la utilidad del orden (falso) creado, la seguridad que proporciona a la existencia humana, basada en una especie de “truco”: el hombre “humaniza” el mundo, pone en él lo que desea y luego se admira de encontrarlo, llamándolo conocimiento (aunque podría parecer que Nietzsche no hace aquí sino repetir la idea de Kant de que 'del mundo no conocemos sino lo que ponemos en él', no se trata de lo mismo: Kant admite que la 'cosa en sí' existe y es la causa de nuestras impresiones sensibles, que no llegan a ser tales para nosotros si no son estructuradas por las intuiciones puras de espacio y tiempo; Nietzsche subraya el papel absolutamente creador del sujeto. Por otro lado, Nietzsche critica también aquí la idea de Protágoras según la cual 'el hombre es la medida de todas las cosas': su error consiste en creer que esas cosas están ahí, ante él, como 'objetos puros', olvidando que no son sino metáforas). El mismo planteamiento hace Nietzsche acerca de la ciencia, ese “nuevo dios” del siglo XIX: sus leyes, su precisión matemática, no son más que antropomorfismos, proyecciones humanas que pasan por ser entidades objetivas que el hombre cree conocer y dominar. Solamente si el hombre reconociera su olvido (al que llama verdad), un olvido que alcanza incluso a su realidad como “sujeto artísticamente creador” (de metáforas individuales), desaparecería de él la “conciencia de sí mismo” (esa de la que Descartes estaba tan seguro que la tomó por la primera verdad indubitable de su sistema y fundamento de todo conocimiento posterior). Surge de nuevo la misma pregunta: ¿qué significaría para el hombre “recuperar la memoria”, regresar a la creación individual de metáforas, volver a la “existencia trágica”? Significaría, dice Nietzsche, perder la seguridad, renunciar a vivir “con cierta calma”, regresar a la “guerra de todos contra todos” (bellum omnium contra omnes), como había afirmado en el texto. La creencia, manifestada en El origen de la tragedia, de que la recuperación necesaria de una “existencia trágica” sólo podría venir de la mano del arte comienza aquí a convertirse en la premonición de que el artista no es el instrumento, sino que se hace necesaria una “crítica de la cultura” (será su posterior “filosofía del martillo”), premonición que continuará en las Consideraciones intempestivas, último esrito de este periodo “estético-metafísico” y culminará en Humano, demasiado humano (1878), primer texto de la segunda etapa, en el que la decepción que le produjo Wagner ejemplifica su duda sobre el papel que antes había otorgado al arte. 3