Alejandra Zina Hay hombres que quieren sin besar De Barajas, Editoria Plaza & Janés, Buenos Aires, 2011. Nosotros somos una familia unida. O lo fuimos mientras éramos chicos. Después empezaron las peleas por quién pagaba los estudios médicos de la abuela Martha, los llamados del tío Omar a mitad de la noche con un pedo que se olía en el auricular, las avivadas del tío Rubén. Hablo de los Blanco porque del lado de mamá, los Goldstein, ya no queda nadie. Mamá era hija única. Por el lado de papá, tengo tres primos: Maxi, Pablo y Américo. Con Pablo y Tate (nunca le dijimos Américo) casi no nos veíamos. Unos años vivieron en La Cumbre, después se fueron a Comodoro Rivadavia, hasta que se instalaron en Mar del Plata. Mi tío Rubén era crupié en el casino. Ahora está jubilado pero la timba no la deja ni loco. La tía Ema dice que se va a morir con el mazo de póquer en la mano. ¡Y saltando la banca!, remata el tío Rubén, como si su muerte fuese una cosa graciosa, un gag preparado para televisión. Mi primo Maxi tenía tres años más que yo. Y los debe seguir teniendo, aunque ya no nos vemos. Hoy tres años no es nada, pero a mis once era la diferencia entre pasar un sábado a la noche en un piyama party y salir con amigos a jugar al pool. Un 24 de diciembre el tío Omar llamó a casa para saludar, no se hablaban con papá desde la muerte de la abuela Martha. El tío contó que Maxi estaba trabajando en una agencia de viajes en Rosario. Mamá se sorprendió por la coincidencia de que yo trabajara como azafata, mirá a nuestros hijos viajeros, dijo, juntándonos de nuevo, uniendo nuestros destinos separados hacía tanto. Después Omar se quedó callado, como si de pronto hubiese perdido la fuerza que lo llevó a marcar el número de casa. Mamá se sintió incómoda y le pasó el tubo a papá. Los hermanos hablaron poco. Según mamá, Omar necesitaba plata pero no se animó a pedirla y, en verdad, fue lo más sensato porque después de haber corrido tanta agua bajo el puente lo mejor era que cada uno siguiera tranquilito su camino. Antes de cortar, el tío Omar deseó a todos Feliz Navidad y prometió una visita que nunca hizo. Maxi era su único hijo, por eso lo consentía mamá, porque ella sabía bien lo que era escuchar horas y horas los problemas de la gente grande. Por eso y porque mi tía Elvira murió de leucemia cuando Maxi tenía dos años. Una tarde, mientras girábamos adentro de Las Tazas del Italpark, le pregunté a mi primo cómo era ser huérfano. Maxi bajó los labios hacia el mentón, levantó los hombros y me dijo: no sé. En ese momento, me sentí confundida. Entonces perder una mamá no era tan grave como yo me imaginaba, o por ahí vivir solo con tu papá tenía sus ventajas. Me dio alivio que mi primo no se pusiera triste ni molesto, al final fue como preguntarle por una calle que no le sonaba. Seguimos en silencio, metido cada uno en lo suyo. El movimiento me producía un mareo agradable. A veces, los vuelos me hacen acordar a esa sensación de estar girando adentro de la taza. De estar sentada con los ojos cerrados y dejarme llevar, liviana como un panadero. Cuando la vuelta terminó, Maxi saltó de la taza al plato y me dio la mano para ayudarme a salir. —¿Qué pasa, primita, estás boleada? —Nada que ver —dije mientras caminaba cruzando un pie delante del otro. Unos minutos antes tenía la cabeza llena de preguntas, pero cuando bajamos de la plataforma lo único importante era decidir cuál sería nuestro próximo juego. Estábamos cebados y no pensábamos parar hasta que llegara la hora de irnos. Maxi me dijo que en el Samba las chicas se morían de miedo, yo le dije que no todas las chicas y empecé a enumerar las cosas arriesgadas que había hecho en mi vida, es cierto que metí unos cuantos bolazos como la fruta venenosa que vomité a tiempo y la vez que salté de un coche andando. Al final, Maxi aceptó subirme con tal de que me callara. Y me callé. Tampoco volví a preguntarle por la muerte de su mamá. Yo creo que en el Samba no me cagué encima porque Dios es grande y se apiada de las nenas boconas. De verdad pensé que esa cosa no pararía nunca, que me iba a morir sin ver a mi mamá, mi papá y mi hermana. Si mamá me estuviera escuchando ahora diría que este año voy a ganar el Oscar a la mejor actriz dramática, me pregunto si ella se da cuenta de cuánto nos parecemos. La vida está llena de parecidos. Si cuando bajé del Samba me hubiesen dicho que de grande iba a trabajar en un lugar que dos por tres se sacudía tanto o más que ese juego, me daba ahí mismo otro ataque de pánico. Maxi y yo estábamos entre los últimos para subir, así que no pudimos elegir el mejor lugar. La parte alta se mueve más, se lamentó mi primo mientras nos sentábamos en la parte baja, al lado de una chica y un chico que se pellizcaban los brazos tentados de risa. Los novios no pararon de reír hasta el final. Ni cuando ella resbaló, cayó de culo y empezó a lustrar el piso con su espalda. Ni cuando él se levantó a socorrerla y cayó de culo también. Nunca entendí dónde estaba lo divertido en todo eso. Maxi me sentó a su derecha. Con una mano se agarró de la baranda que estaba por encima de nuestras cabezas, y con la otra me apretó contra su torso largo y chato de catorce años. Cuando escuché la voz familiar de Michael Jackson y empezamos a girar suavemente, me sentí tranquila con el desafío. Esto es una papa, dije lo suficientemente alto como para que me oyeran mis vecinos. Pero bastó decirlo para que el Samba se detuviera y empezara a girar en sentido contrario. La gente acompañaba cada rotación con un ¡ooooole!, como si estuviésemos provocando a un toro con el paño rojo. Y en verdad no era muy distinto, sólo que nosotros estábamos arriba del toro y no enfrente. De pronto, el piso cedió haciendo un pitido que parecía un escape de gas, y tuve la premonición más obvia: que todo lo que baja tiene que subir y que eso iba a ocurrir muy pronto. Un resorte se estaba comprimiendo para que la fuerza neumática nos expulsara hacia arriba. Cuando tocamos el tope del resorte, salimos eyectados al ritmo de Thriller. Los aullidos me asustaron más que la sorpresa de que mi culo se elevara diez centímetros del asiento. Todo lo que estaba pasando era horrible, pero que la banda de sonido fuese Thriller me hirió especialmente. ¿Cómo una canción que yo adoraba y que había bailado en el acto de la primavera podía hacerme sentir tan mal? ¡Ooooole! El Samba bajó y subió dos veces más. ¡Ooooole! Cállense, ¿no ven que nos va a matar a todos?, pensé. Como si de verdad estuviésemos montados sobre un animal peligroso. Obviamente, el juego recién empezaba. Me pareció oír que Maxi me preguntaba si estaba bien, pero su voz se perdía en el griterío histérico y la música de los parlantes. Aunque hubiese querido, no podía articular dos palabras seguidas. Sólo atinaba a clavarle las uñas en las costillas. Después del subibaja, empezamos a rebotar como una pelota gigante. Un chico se soltó de la baranda, alzó los brazos para demostrar que podía sostenerse solo, y se puso a bailar moviendo las caderas como una odalisca. La gente lo festejaba con más aullidos y zapateos en el lugar. —Mirá cómo se cae... —me dijo Maxi al oído. El chico tambaleó y se desplomó sobre una rubia que se lo sacó de encima con un empujón de pelvis. Aunque se mandaba la parte, me dio pena que terminara así. Pero la pena se me fue enseguida cuando el piso se inclinó y el chico llegó dando tumbos adonde estábamos nosotros. No sé si dar tirones de tobillos formaba parte del juego o si lo hizo de resentido por el empujón de la rubia. O si el tobillo de mi primo era lo que tenía más a mano. Cuestión que lo agarró y tiró de él como si fuera la cadena del baño. Ahí sí me salieron las palabras. La palabra: SOLTALO. Se lo pedí en un aullido que me dejó aterrorizada como si no hubiese salido de mí. Maxi tironeaba desesperado hacia arriba y hacia abajo hasta que logró zafarse con un sacudón violento de la pierna. El ex bailarín nos gritó cagones y se llevó un trofeo: la Topper del pie izquierdo de Maxi. Lo había sentido en pesadillas pero ese día conocí lo que era sentir pánico estando despierta. Las lágrimas me corrían por el cuello y se enfriaban con el viento. El Samba empezó a girar de forma enloquecida hacia la derecha. Maxi seguía agarrado a la baranda con el torso tenso, aguantando mi peso y la fuerza centrífuga que nos chupaba hacia adentro. Los dos abrazados y en posición horizontal, parecíamos una pareja acostada en una cama invisible. ¿Viste cómo volamos?, me dijo después. Volar era una manera romántica de decirlo. En realidad nos estábamos yendo a la mierda, y si no nos caímos fue gracias al gordo con la remera de Superman que cazó a mi primo del pantalón. —¡¡¡Aguantá, nene, que ya termina!!! —gritó el gordo trayéndolo de nuevo al asiento, y con él a mí, que venía adherida a su costado derecho. —Gracias... —jadeó Maxi, mientras mi cabeza repetía la misma frase sin parar: ya termina, ya termina, ya termina, ya termina, ya termina. Cuando el Samba por fin dejó de moverse, la gente se puso a aplaudir y a pedir más de lo mismo. La parte superior de mi cabeza seguía encajada debajo de la barbilla de mi primo. Podía sentir su corazón latiendo descontrolado contra mi cara. —Mi zapatilla —dijo Maxi con la respiración entrecortada. Vigilamos la multitud que hacía la cola para bajar. Queríamos estar seguros de que no nos íbamos a cruzar con el ex bailarín. Recién nos paramos cuando lo vimos alejarse hacia los baños, iba tambaleando, con la ropa mugrienta y los codos enrojecidos, a mí me pareció verle dos redondeles de sangre en la remera. Nos separamos para acelerar la búsqueda. Maxi saltaba sobre el pie calzado como si estuviera jugando a la rayuela. Yo descubrí la Topper en un rincón. Lástima que no llegué a rescatarla antes de que la bota tejana le pasara por encima, y dejara tatuada una lengua negrusca en el empeine. —Vení, bajemos —dijo Maxi mordiendo bronca, mientras se calzaba la zapatilla y se dejaba los cordones sueltos. Aunque lo peor había pasado volví a abrazarme a su cintura. Maxi, en vez de alejarme, pasó el brazo derecho sobre mi hombro y me apretó un poco más contra su cuerpo. Casi casi nos queremos casi casi nos amamos y si no fuera por tu padre casi casi nos casamos. Todavía nos quedaba plata pero yo no pensaba subir a ningún juego más. Me dolían los brazos, las piernas, el estómago, hasta las caries me dolían. Maxi, haciéndose el superado, propuso comprarnos algo para tomar y descansar un rato. —¿Y, primita? —¿Qué? —¿Volvemos al Samba? —me preguntó antes de dar un sorbo ruidoso a su latita de Pepsi. —Si querés volvemos, pero mirá que Superman ya se fue a su casa. —Hacete la graciosa vos. Yo me puse seria, como hacía cada vez que estaba por contar un chiste. En esa época sabía muchos, me los enseñaba Guillermo Crespo en la escuela. Me gustaba contar chistes. Me gustaba hacer reír a la gente. —¿Cómo se dice beso en árabe? Maxi bajó los labios hacia el mentón en un gesto entre ignorancia y desinterés. —Mójame la jeta. Mi primo puso los ojos en blanco y abrió las aletas de la nariz, era la calificación más baja que podía dar. Pero no me rendí. —¿Qué le dijo la cuchara al plato? Esperame que voy a la boca y vuelvo —lo dije todo de un tirón como para darle otro efecto al chiste. Maxi me dedicó una sonrisa tibia. —La vida es un vómito. Firma: El exorcista. Mi primo soltó un ¡JA! que le levantó los hombros hasta el cuello. —Ese estuvo bueno —dijo, y de un trago se terminó la Pepsi. —En el año 2061 no cometa errores. Cometa Halley —dije agrandada por el éxito anterior. Mi primo me miró inexpresivo. Con cara de vaca pastando, diría mamá. Yo hice fuerza para mantenerme seria pero no pude y me salió una carcajada explosiva y nerviosa. —¡Chancha, me escupiste! —se quejó Maxi estirando el logo de los Cazafantasmas salpicado de saliva. —Perdón, se me escapó —dije mientras le pasaba una mano por la remera y lo tocaba de nuevo. Aunque no fue lo mismo. En el Samba me moría de miedo, como todas las chicas que él había conocido. Ahora lo tocaba porque sí, porque quería hacerlo. —Ya está —dijo apretándome los dedos. —Bueno —dije, y esperé a que él me sacara la mano. Maxi cerró un ojo y apuntó con la lata de Pepsi a un tacho de basura. —¿Qué decís? ¿La emboco o no la emboco? Yo miré el tacho, miré su mano, miré su perfil, miré el lunar que tenía en la oreja y me olvidé de contestar. —¿Y? —La embocás —dije sin pensar. El brazo de Maxi giró dos veces en la articulación de su hombro y lanzó con fuerza a su blanco. La latita voló por encima del tacho, golpeó contra un poste de luz y cayó al suelo. Una mujer que pasaba empujando un carrito de bebé, vio la lata golpeando en el poste y a mi primo con la mano en el aire. Se paró donde estaba, a varios metros de nosotros, y sin soltar el manubrio del cochecito levantó la voz. —Querido, ¿no estás grandote para jugar a esas cosas? Maxi bajó el brazo y la miró perplejo. —Tuviste mucha suerte de no lastimar a nadie. La mujer se quedó callada mientras traía y alejaba el cochecito de su panza, como dándole envión para soltarlo contra nosotros. Estoy segura de que esperaba una respuesta insolente, había encontrado una nueva víctima con quien desquitarse y no pensaba soltarla tan rápido. Como le decía a Laura en el baño de Ezeiza, el mundo está lleno de conchudas, viejas y jóvenes. El secreto es dejarlas pasar y agarrar para otro lado. Maxi me codeó el brazo, dio media vuelta y empezó a caminar solo en dirección al cohete. Los que te besan y dicen que te quieren nunca creas que dicen la verdad. Porque hay hombres que te besan sin quererte y otros que te quieren sin besar. —No hay cosa más aburrida que el cohete —dijo Maxi cuando pasamos delante de la nave. —¿Por? —Porque no pasa nada. Se mueve para un lado y para el otro mientras ponen una película del espacio malísima. —¿Te gustan las películas del espacio? —La guerra de las galaxias es la mejor —dijo Maxi abriendo la boca de forma exagerada. Recién ahí me di cuenta de que estaba mascando un chicle y no me había convidado. —¿Y te gusta el Increíble Hulk? —A veces. —¿Por qué a veces? —No sé, hay capítulos donde el doctor Banner está medio pelotudo. Yo me lo quedé mirando con la boca entreabierta. Nunca había dicho "pelotudo" estando conmigo, tampoco lo había visto tan seguro hablando de cine y de televisión. Yo era fanática del Increíble Hulk y el doctor Banner no me parecía ningún pelotudo, al contrario, me daba pena verlo siempre con esa cara de sufrimiento. Me daba pena cuando al final se iba solo con el bolsito al hombro y una muda de ropa. Muchas veces me veo como él, rajándome sola con mi bolsito al hombro. Creo que Maxi esperaba alguna respuesta pero no me animé a decirle lo que pensaba y seguí con las preguntas. —¿Qué preferís Los autos locos o Scooby Doo? —Scooby Doo. —¿Qué preferís El agente 86 o Los tres chiflados? Maxi se tomó su tiempo para hacer un globo con el chicle, explotárselo sobre la boca y despegarlo con los dientes para volver a mascarlo. —Max es un genio —dijo fanfarroneando con el juego de nombres—. ¿Querés ver mi zapatófono? Yo sonreí y asentí con la cabeza. Mi primo se sacó la zapatilla que llevaba desatada, apoyó los ojales contra la oreja y habló en voz baja, mirando a todos lados por el rabillo del ojo. —¿Hola? ¿13? Decile al jefe que estamos en el Italpark y no hay nadie de Kaos a la vista. ¿Cómo? Sí, la 99 está acá, al lado mío. Maxi me pasó la Topper y me hizo un gesto con las cejas para que siguiera la conversación. —¿Hola? ¿13? Sí, soy yo, la 99. Con Max fuimos al Samba y a Las Tazas pero no vimos nada raro —fruncí la nariz y alejé la zapatilla de mi cara—. ¿13? Te hablo de lejos porque el zapatófono tiene un olor asqueroso. Maxi me manoteó la zapatilla y yo lancé otra de mis risas explosivas. —Tonta. Intenté decirle que no se enojara, que había sido un chiste, pero lo único que me salía era un cacareo sin sentido. —Se terminó el juego. Game Over —me dijo Maxi mientras se calzaba la Topper. Su inglés era divino, lo hubiese provocado cien veces para escucharlo decir Game Over. De golpe, su mirada cambió completamente. Se le frunció el ceño y toda su cara quedó congelada en un gesto que me hizo acordar a mi tío Omar, como si lo estuviese imitando sin querer. Pero no era algo mío lo que lo transformó. Maxi estaba en otro lugar, en otro tiempo y yo no era yo. —¿Qué pasa? —pregunté preocupada. Como no me contestaba, giré ciento ochenta grados buscando alguna respuesta a la vista. —¿Estás bien? —Nada, nada —me respondió a destiempo y de forma automática como si regresara de un estado de hipnosis. —¿Estás enojado? —¿Por qué? Por haberme reído de tu olor a pata. Por los chistes malos que te conté. Por haber tenido miedo en el Samba. Por haberte preguntado por tu mamá muerta. Porque soy tu prima y tengo ganas de darte un beso en la boca. Todo eso pensé pero por supuesto no se lo dije. —Tenés cara de estar enojado. Mi primo bajó los labios hacia el mentón, levantó los hombros y me dijo: no sé. Por 1 beso de tu boca 2 abrazos te daría 3 besos que demuestran 4 veces mi alegría y en la 5 sinfonía de los 6 besos que anhelo 7 veces te diría 8 letras de un TE QUIERO y si 9 veces por ti vivo 10 veces por ti muero Detrás de la Montaña Rusa se veían triángulos de cielo que iban del celeste lavado al fucsia solar. Mis viejos ya nos estarían buscando. Habíamos quedado a las siete en la entrada del Tren Fantasma. No nos podíamos perder. Maxi se miró el reloj negro sumergible, grande como su muñeca, flexionó la rodilla derecha y se ató los cordones de la zapatilla que habíamos usado de zapatófono. —¿Vamos? —preguntó mi primo, y su cara volvió a ser la misma de antes. Con una sonrisa que inspiraba confianza me mostró la mano derecha invitándome a que la agarrara. Mis dedos encajaron perfectos entre los suyos. Y nuestras palmas, sucias y transpiradas, se pegaron. ¿Qué van a decir mamá y papá cuando nos vean llegar de la mano? Quizás, al principio, se sorprendan un poco, pero después se van a poner contentos viendo lo unidos que somos y la suerte que tenemos. Él, hijo único. Y ella, que no tiene hermanos varones.