CANCIONES DIBUJADAS EN LOS VIDRIOS Por Luis Neira (*) UN FLACO MUÑECO El personaje de esta historia ya es un muchacho grande, pero sigue siendo un flaco con un plumerito rubio en la cabeza. Cuando era chico, muy chico, dormía en una cama de mimbre, con altas barandas pintadas de blanco. Tenía un muñeco de trapo, también largo y flaco como él y una alcachofa de cardo amarilla en la cabeza. Un Día de Reyes se despertó temprano, le habían regalado un camioncito de madera. Cuando lo vio, saltó de la cama y dijo “me meto”. Era un pequeño camioncito para arrastrar tirado por un hilo, pero se le sentó arriba y, acompañado del muñeco de trapo se fue a recorrer la casa. Chocaban contra las patas de las mesas, volteaban sillas, tiraban un florero, un plato o algún vaso. Después de comer dormían la siesta y luego, al despertar, volvían a realizar los viajes por las casas. Un día entraron a la cocina, el muñeco iba al volante. El camión chocó contra el armario, cayeron varios tarros y zas... el flaco muñeco quedó metido en el tarro de harina... Después de estos desastres venían los rezongos y siempre las culpas las llevaba el muñeco de trapo. El flaco muñeco De trapo Camina Se sube a la cama De mimbre Y duerme La siesta Se mira al espejo Y peina Amarilla Alcachofa Cabeza De cardo. El flaco muñeco de trapo camina. Viajando en camión de madera se va a la cocina y zás...! se cae en el tarro de harina. DOÑA JUANITA LOMBRIZ Aquella casita donde vivíamos, tenía un jardín muy chico. En el jardín había sólo un rosal, una violeta, un malvón, una boca de sapo, una planta de perejil que nunca supe como había llegado allí... y muchos yuyos. Cuando los días se ponían soleados, muy temprano, cuando todavía los pastos conservan las gotas de rocío, me sentaba a tomar mate en el silencioso jardín. A esa hora podía ver y oír cosas que en otro momento no llegaría a percibir. Las hormigas empezaban a movilizarse con sus largas cargas, los caracoles se deslizaban silenciosos y los bichitos de la humedad, muy tímidos, se hacían bolitas al menor ruido para rodar por la canaleta mojada. Un sapo malhumorado se iba croando por entre los yuyos, apenas el sol empezaba a calentar. A veces había problemas en el jardín, los grillos alborotaban con sus guitarras finitas y las chicharras hacían oír sus ruidos estridentes entre los árboles de la calle. Un día dimos vuelta la tierra con una pala, para poner una planta nueva, y apareció una lombriz. Sorprendida por aquel terremoto anduvo un rato buscando dónde esconderse, en eso la sorprendió el sol que ya calentaba bastante hasta que finalmente pudo refugiarse bajo el frescor de la planta de perejil. Pero, como todos sabemos, el sol le hace mucho daño a las lombrices y doña Juanita, que así la habíamos llamado, se desmayó. Los sapos, los grillos y las chicharras armaron gran alboroto. Los sapos decían que le había hecho mal el sol, los caracoles decían que lo que le había afectado era el perejil que estaba muy duro y picante. Y mientras todos hablaban sin hacer nada positivo, las chicharras se hicieron oír desde lo alto de un árbol. Doña Juanita lombriz La más vieja del jardín Cayó enferma el otro día Porque comió perejil. El médico que la vio Le recomendó comer Tierra negra cien por cien, Darse tres baños por día Para cuidarse la piel Y que al salir a pasear, Para guardarse del sol, Y bastón. ESTAMPA INVERNAL Había llovido ese día, las nubes grises se recortaban todavía sobre el cielo azul. En la clase hablábamos del invierno, se oía el zumbido del viento que llevaba el humo de las fábricas y jugueteaba con las nubes en lo alto. El chirriar de una bisagra oxidada raspaba, raspaba la tarde junto al golpeteo de una ventana. Con el correr de la tarde, las nubes se apretaban cada vez más contra el cielo. El cielo caía invertido, igual que las casas y los árboles, sobre los charcos temblorosos de la calle. Una niña de tercero dijo: “la tarde está pintada en la calle...” Afuera volaba un pájaro, pasaba un auto, ladraba un perro detrás de un carro y la tarde ni cuenta que se daba. Detrás de la ventana, un niño dibujaba con el dedo sobre el vidrio. El recuerdo de esa tarde, esa niña, ese dedo sobre el vidrio, quedaron en el poema. Los veo siempre en las nubes de los días fríos, en el humo de las chimeneas y en los rulitos dibujados en los vidrios. El viento pasa con humo Sobre los techos mojados. Las nubes acurrucadas Están temblando de frío. La calle tiene a la tarde Sobre sus charcos pintada. Detrás de un vidrio empañado el niño dibuja ahora, Su casita de dos aguas Y un firulete de humo QUIERO UNA COMETA La primavera venía, como todos los años, con viento, con cometas, con flores y pájaros. Ya estaban las bocas de sapo floreciendo sobre las tejas de los techos bajos. Y como todos los años, los niños querían tener su cometa, azul, blanca, roja, amarilla... de cualquier color, pero que volara. Los niños más grandes remontaban estrellas y barriletes por encima de los techos, junto a las gaviotas y al humo de las fábricas. Los niños más chicos corrían contra el viento de la calle haciendo volar un papelito de panadería en el extremo de un piolín. Una niña muy chica, muy chica iba sola caminando, miraba jugar a los otros niños y como no tenía qué remontar cantaba “quiero una cometa para volar... en el viento de la calle...” La canción iba en el viento, y el viento que la escuchaba sólo sabía repetir: “en el vientooooo... en el vientoooo... en el vientoooo....” Quiero una cometa para volar en el viento de la calle sobre el verde nuevo de los sauces. volar sobre los techos de zinc Y las glicinas Volar Como el humo de las fábricas Y saludar desde lo alto las bocas de sapo en los tejados. DUERMEN LOS VELEROS Ir a pescar con el abuelo al puertito del Buceo tenía el encanto de mirar, durante horas, a los barquitos balanceándose en su hamaca de agua. Pero también tenía el encanto de todo una mañana de preparación y expectativa. Debajo de la higuera se preparaba la ceba. En un braserito se hervían cabezas de pescado con pan y afrechillo. Ese tufo penetrante era el anuncio tempranero. Mientras el abuelo remendaba su mediomundo, empatillaba anzuelos y acondicionaba las líneas yo revoloteaba por el patio esperando la invitación. La invitación venía con la obligación de ir a comprar hígado de pollo y pajarilla para carnada de pejerrey. Después de la siesta salíamos caminando por la avenida Larrañaga, con las cañas y el mediomundo al hombro, las bolsas y los tarros. También llevábamos pan, salame y cocoa. Eran largas y dulces tardes de ola tras ola, viento y sol. Los veleros entraban y salían al puertito, otros amarrados, con los mástiles desnudos se mecían continuamente. Con el caer de la tarde las olas se aquietaban y los veleros silenciosos dormitaban en su blanda cuna de agua. Más lejos, en la playa, las gaviotas también aquietaban sus vuelos para irse a dormir. Cuando volvíamos caminando por Larrañaga, en los ranchos de la costa, los pescadores encendían los faroles. Todo quedaba en silencio, sólo se oía de vez en cuando el grito de una gaviota y el ligero arrullo del agua. Duermen Los veleros en el agua Mansa Del puertito del Buceo. Los mecen las olas De su blanda cama de agua Duermen Las gaviotas en la orilla Quieta De la playa silenciosa Y en el borde Oscuro de los ranchos Bajo un crespón amarillo el pescador remienda redes. EL OSO ARETUM Cuando era un niño me divertía mucho con los osos de carnaval. Antes del atardecer se les veía por los barrios haciendo piruetas, bailando al compás de un pandero, llevados por el domador con una cadena. Recorrían las calles como suelen hacerlo ahora algunos muchachos con los tamboriles. Cuando se oía la pandereta, las canciones o el cencerro que llevaba el oso, niños y adultos salíamos a festejar sus bailes de movimientos pesados y lentos. Había muchos osos de carnaval, venían con sus disfraz de bolsa arpillera cubierto con barba de palo o corteza de palmera, amagando atropellas al público con su simulada fiereza. En mi pueblo era famoso el oso Pindú. En la vida real, Pindú era un muchacho moreno y macizo, dicharachero y alegre que vendía diarios en las calles, del pueblo. Pindú era el sobrenombre de aquel muchacho, pero después del carnaval era siempre el oso Pindú, aunque anduviera sin disfraz. Pasé muchos años sin verlo, hasta que lo volvía a encontrar en Montevideo, iba en un ómnibus por 8 de octubre. Más gordo, más viejo y algo blanco su pelo enrulado. Conservaba aún de aquel adolescente que se disfrazaba de oso, la blancura y simpatía de su sonrisa a flor de labios y un montón de diarios bajo el brazo. Ese encuentro trajo estos recuerdos y... recuerdo va, recuerdo viene llegaron a la memoria otros osos de carnaval. Y así llegó a la memoria ese oso Aretum que recorría los barrios montevideanos con su pegadiza canción. “Are aretum aretum aretum aretela...” Ya viene el oso Aretum con su aretum aretum aretum aretela. Salgamos todos a ver ya viene el oso Aretum al compás de una pandera. Ya viene el oso Aretum ya se va por la vereda. Ya se va el oso Aretum con su cadena con su pandera con su traje de arpillera. Ya se va el oso Aretum con su aretum aretum aretela. ANOCHE EL INVIERNO Un día tuve que comentar una lámina para llenar una página de la revista. Mostraba un paisaje de invierno con árboles secos, la luna y un espantapájaros. Me acordé ver esa blancura del campo, a pesar del frío, era algo mágico para mí. Desde la ventanilla del tren veía el paisaje. Los árboles sin hojas, las humildes casitas con ese humito azul recortado en la palidez del cielo. Junto a los ranchos se alineaban pequeñas quintas, añosos árboles y algún viejo espantapájaros. Era muy lindo contemplar el campo blanco y silencioso, los árboles de invierno y ese espantapájaros, de aspecto terrorífico, que tal vez los niños habían disfrazado para divertirse. Desde mi ventanilla, en el silencio de las horas tempranas, aquello sólo podía ser obra de un mago de había puesto allí su fantasía. Anoche el invierno con mano de mago su blanco pañuelo tendió sobre el campo. Un espantapájaros viejo y olvidado miraba la luna tal vez asombrado. Con larga bufanda, con saco y sombrero, recuerda sembrados de enero y febrero. Un árbol añoso gigante noctámbulo susurra dormido como los sonámbulos. Sin aves ni hojas el viejo leñoso que el viento lo estruja recuerda leyendas de ogros y brujas. CANCIÓN DE RUEDAS A Tito Pirincho se le oye desde muy lejos. La yanta del carro en el hormigón, el repiqueteo de los cascos del caballo y el tintinear de los cascabeles junto al brillo de los arreos, ponen una extraña música a la estridente voz del verdulero. Desde el barrio “Tres esquinas”, hacia “Las cinco canchas”, por “Nuevo Malvín y Buceo”, estalla en el aire luminoso de las mañanas, esa canción de ruedas. Cuesta abajo o cuesta arriba giran libres las ruedas con su canción, hasta que asoman las vecinas y Tito Pirincho aplican la martinica para detener el carro. La jardinera toldada reemprende la marcha y se oye nuevamente el estridente pregón del verdulero, el alegre tintinear de los cascabeles, el rebrillar los bronces al sol y vuelven a sonar las llantas en el hormigón de la calle y el repiquetear de las herraduras del caballo... Y los niños más pequeños, contagiados de algarabía, acompañan el trote por la vereda mientras con sus: ¡viva...! ¡viva...! inundan el aire verde del barrio arbolado... Por eso he intentado prolongar el eco de esa canción de rudas. Fiesta de bronces los cascabeles y las tachas doradas de los arreos. Caballo manso de trote alegre y voz profunda del verdulero. Carros de verdulero -que pocos quedande martinica, de rojas ruedas. Jardinera toldada canción de ruedas y el viva de los niños en las veredas. COPLA DE LA VENDIMIA Marzo y abril muestran sus racimos maduros. En el aire claro y fresco del otoño se siente el olor de la uva. Las vides se fueron agarrando a los alambres con los rulitos de sus zarcillos y corrieron a lo largo de la quinta formando las viñas. En los patios familiares, las parras tejieron su zarzo en lo alto, para que la gente pueda disfrutar de su fresca sombra, y luego dejaron colgar sus tentadores racimos de uva. En las bodegas se espera que la uva madure, se preparan las piletas, la prensa, los toneles. Los racimos maduraron al sol del verano, las uvas están a punto de reventar con su jugo azucarado. Por los senderos de las viñas aparecen los vendimiadores, casi todos son jóvenes, muchachas y muchachos. Con sus tijeras van cortando los racimos que llenan cajones y cajones. Trabajan durante varios días con un ritmo que se trasmite a las bodegas. Los cajones de uva se vuelcan en las prensas, el jugo dulce llena piletas y barriles. Las cáscaras vacías transformadas en orujo forman grandes pilas junto a los galpones. Se siente el olor agridulce de la fermentación de la uva convirtiéndose en vino. Por el aire va la voz de la vendimia. Zarzo, zarcillo dame un racimo zarzo, zarcillo que yo hago el vino. Zarzo, zarcillo de mi parral zarzo, zarcillo va este cantar. Canto morado de la vendimia canta en la viña el vendimiador. NANA DE LOS ELEFANTES NUEVOS Esta canción empezó a nacer en mí cuando estaba lejos de Montevideo, lejos de mi familia. Era la época en que Villa Dolores se había quedado sin elefantes. Princesa, la vieja y dócil elefanta, había muerto. Tenía yo un vago recuerdo, más por cuentos que otra cosa, de aquel guardián bajito que la llevaba por las escuelas de la zona y los domingos la hacía hacer pruebas en el fondo del zoológico. Desde Montevideo me llegaban cartas con noticias familiares y comentarios de algún otro hecho. Mi hijo era chico y el domingo anterior lo habían llevado al zoológico a ver a los elefantes nuevos. Se trataba de una pareja de jóvenes elefantes de la India que iban con destino a Brasil. Un cordón sanitario impuesto al zoológico de Río de Janeiro obligó a los elefantes a permanecer un tiempo preventivo en Montevideo. Las escuelas iban a visitar a aquellos nuevos huéspedes y los niños enviaron cientos de cartas pidiendo que se hicieran las gestiones necesarias para dejarlos aquí. Finalmente Jothy y Deleep, que así se llamaban los viajeros, no fueron a Brasil y quedaron en nuestro zoológico. Un domingo de primavera, cuando pude volver a Montevideo, el primer paseo que hicimos fue visitar a los elefantes nuevos. Lucían su oscura y brillante piel bien cuidada, casi azul, como en una foto de diario que me había llegado. Por la noche escribí algo de esa historia y, mientras todos dormían, en el silencio de la noche nació también un poema con aire de canción de cuna. Esa pareja de elefantes tuvieron un hijo, el elefantito Leo. Jothy ya murió, también Leo, quedó sola la elefanta. No sabrán nunca que Bonaldi y yo le hicimos una canción. Duérmete mi niño que los elefantes con sus ojos buenos se quedan aquí. Duérmete mi niño que los elefantes de piel casi azul no van a Brasil Duérmete mi niño que los elefantes con sus ojos buenos se van a dormir. Duerme que mañana iremos a ver a los elefantes del viejo jardín. Duerme que mañana los dos elefantes de Villa Dolores serán para ti. (*) Musicalizados por Jorge Bonaldi. Ediciones AYUI. Montevideo