Descargar - La Ciudad del Fuego Eterno

Anuncio
Eres libre de copiar, distribuir y comunicar
públicamente este libro, siempre que se cumplan las
siguientes condiciones:
1. Reconocimiento. Reconozcas a Samuel Vargas
Martínez como el autor original de la obra.
2.No comercial. No utilices esta obra para fines
comerciales.
3.Sin obras derivadas. No alteres, transformes o
generes una obra derivada de este libro.
 Algunas de estas condiciones pueden no
aplicarse si se obtiene el permiso del autor.
www.leyendasyelementos.com
-Web Developer: Ángela (@anpekora)
-Diseño e ilustración de portada: Lehanan Aida
(@Lehanan_aida)
-Corrección
del
texto:
(@LidiaWBlog)
-Tercera Edición: Mayo de 2016
© Samuel Vargas Martínez
Lidia
Weasley
.
A Alfonso Vargas Estévez.
.
Miró al horizonte y suspiró. Anochecía.
Hans llevaba varias semanas con su búsqueda agotada,
aunque se negaba a asumirlo del todo. Para nada había
sido un viaje en vano, pero seguía sin encontrar lo que en
el fondo había salido a buscar: algo concluyente sobre
Erik.
Su periplo había comenzado dos años atrás, en la
ciudad de Flergen.
—Ya ha pasado tanto tiempo desde aquel día… —
murmuró Hans, mientras observaba cómo el sol
comenzaba a esconderse.
1-Llamas y cenizas
Flergen era una ciudad minera situada en la costa
noroeste del continente, cuyo centro estaba construido en
los restos de un asteroide caído milenios atrás. En
Flergen era donde se encontraba su hermano, llevando a
cabo una de sus habituales misiones auxiliares al reino de
Kalash. Y allí fue donde lo vieron por última vez.
Al día siguiente, el propio Hans era uno de los
primeros en llegar al lugar y en divisar cómo los restos de
la ciudad se consumían lentamente. Flergen ardía, y lo
hacía con unas llamas que transmitían dolor y amargura.
Los barrios de las periferias, intactos, estaban casi
desiertos. La poca gente que quedaba se escondía
temerosa al paso de cualquier extraño. Cuando Hans
conseguía atrapar a alguien para sonsacarle algún tipo de
información, su reacción solía ser violenta.
“Lárgate de aquí, cerdo thalassiano”, fue una de las
respuestas más educadas que obtuvo.
Y así lo hizo cuando sintió, desesperado, que nada más
podía hacer en aquel momento. Percibía qué era lo que
estaba alimentando aquel incendio. Conocía bien el fuego,
su hermano le había enseñado bien. Y sabía que hasta que
toda la energía eolítica fuera consumida, esas llamas
azules no serían apagadas por nada. Podrían pasar años.
Siglos.
Cuando regresó a Thalassia sus temores se hicieron
realidad. Erik y sus acompañantes no habían regresado, y
tampoco se habían puesto en contacto con el gobierno.
Habían desaparecido sin dejar rastro y eso presagiaba
acontecimientos desastrosos. Tras el paso de una semana
y sin noticias de su hermano, la situación no pudo
sostenerse más.
Los estados y reinos del continente se reunieron de
urgencia y comenzaron las duras acusaciones contra
Thalassia. Los cinco gobiernos, incluyendo sectores del
suyo, les dieron la espalda. Algunas élites influyentes, que
siempre buscaban la oportunidad de poner en duda su
reputación, tomaron rápidamente cartas en el asunto. Las
primeras sanciones no se hicieron esperar:
“Hasta nuevo aviso, la formación de estudiantes en la Academia
queda restringida, y la salida de los ya formados fuera de las
fronteras de Thalassia, pasa a estar totalmente prohibida. Una
comisión especial determinará lo más pronto posible la causa
definitiva de este crimen”.
En aquel momento, Erik era el principal sospechoso.
No existía ninguna explicación lógica que lo llevase a
destruir la ciudad de Flergen, ya que él era una de las
pocas personas todavía comprometidas con su ayuda. Sin
embargo, las pruebas y los elementos de juicio de los que
se disponían en aquel momento, jugaban todos en su
contra. La mayoría de la gente lo consideraba culpable. Al
fin y al cabo, nadie en todo el mundo podía manejar el
fuego como él.
En los días posteriores a la primera resolución se
sucedieron los habituales tejemanejes diplomáticos. A
causa de ellos, fueron tomadas nuevas sanciones. Muchas
ciudades bloquearon sus rutas comerciales con Thalassia,
algunas deportaron a su población, y otras prohibieron la
entrada de civiles en sus territorios. La falta de
información y el oportunismo de muchos llevó al miedo,
al rechazo y a la discriminación de todo un pueblo. Y esta
espiral hubiese continuado de no ser por la buena
reputación que Erik tenía entre los gobernantes
honrados, que aunque no abundaban, seguían existiendo
y tenían memoria.
Al ver cómo seguían sucediéndose muchos hechos
injustos, el gobierno de Thalassia, encabezado por Joedat,
organizó una segunda serie de reuniones para acabar con
aquella situación.
Valiéndose
de
toda
su
habilidad
y
capacidad
diplomática, consiguió convocar un consejo heterogéneo,
donde no solo estuviesen presentes personalidades
contrarias a su pueblo y a la Academia. También estarían
aquellos que les tenían cierto aprecio y lealtad.
De aquella tensa e interminable reunión surgió un
veredicto que permitió respirar con un poco de
tranquilidad a Thalassia. La segunda resolución dictaba:
“Los acontecimientos ocurridos en Flergen continuarán siendo
investigados con el fin de determinar lo ocurrido y el o los
responsables de esta tragedia. Dada la imposibilidad de recorrer el
lugar en busca de pruebas o de encontrar una serie de testigos
veraces, todas las sanciones preventivas adoptadas contra Thalassia
quedan abolidas, a excepción de una: los miembros de la Academia
tendrán prohibido el uso de sus habilidades fuera de su territorio,
con el fin de preservar la seguridad del resto de pueblos, reinos y
estados”.
La segunda resolución causó un gran revuelo.
Oficialmente, los cinco grandes países del continente
habían aceptado la sentencia y muchas ciudades acataron
la decisión. Sin embargo, otras no lo hicieron, e incluso
comenzaron a ser más injustas con Thalassia. La habitual
doble moral presente en muchos rincones del mundo
hacía clamar venganza por la desaparición de Flergen, la
ciudad a la que nadie quería ayudar, y pedía el fin de la
Academia, la organización a la que todos acudían cuando
nadie era capaz de solucionar un problema complejo.
Pese a la oposición, esta resolución prosperó y
proporcionó un respiro al estado, el cual pudo retomar
sus relaciones sociales y comerciales con la mayoría de
ciudades del continente. Las que se negaron a negociar
tuvieron que ser sustituidas por otras y las que exigían
mejores condiciones tuvieron que ser escuchadas.
La vida regresaba lentamente a la normalidad, aunque
nunca volvería a ser lo mismo. Pese a que Thalassia
consiguió reequilibrar su economía, el veto existente a la
Academia proporcionaba una posición estratégica de
superioridad a los otros reinos y estados. Pero dada la
complicada situación a la que se habían enfrentado meses
atrás, todos estaban satisfechos. O más bien casi todos. A
Hans, cofundador de la Academia y hermano de Erik, no
le reconfortaba en absoluto.
Erik continuaba desaparecido y no podía saber si
estaba vivo, muerto o algo peor. Su reputación era
ultrajada cada día y el futuro de la Academia, institución a
la que habían dedicado los últimos años de su vida, estaba
bastante comprometido. Y por si fuera poco, la
incertidumbre, el estrés y la angustia habían pasado
factura a sus habilidades y a su personalidad.
Durante los meses posteriores, Hans solicitó formar
parte de la comisión de investigación que trabajaba para
esclarecer el misterio de Flergen, pero fue rechazado con
rotundidad. Dado que recibió la misma respuesta a sus
siguientes ocho peticiones, no le quedó más remedio que
investigar con los medios de los que disponía.
Obtuvo numerosas filtraciones de formas poco
honrosas y estudió e investigó en la biblioteca de
Thalassia acerca del reino Kalash y de su capital, la ciudad
de Flergen. Analizó los principales intereses de su oscura
élite dirigente, la forma en que se organizaban sus fuerzas
de defensa y las capacidades de combate que podían
llegar a tener. También mostró especial interés en
investigar las continuas invasiones de tarántulas marinas a
la
ciudad
y
en
conocer
los
estados
que
les
proporcionaban ayuda para resistirlas. Precisamente, ese
había sido el motivo por el que su hermano se encontraba
aquel fatídico día en Flergen.
Estudió las características de la ciudad y de sus
minerales, poniendo énfasis en las posibles capacidades
ignífugas de estos. Intentó por todos los medios conocer
la cantidad de eolita que había en la región, pero nunca
encontró nada sobre ello. También reflexionó sobre su
diplomacia y las relaciones con los demás estados. ¿Quién
podría tener algo en contra del reino de Kalash, hasta el
punto de destruir su capital? ¿Otro estado? ¿Los
Oblivion? ¿Grupos religiosos? ¿Los pueblos ocultos?
No lo sabía.
Continuó trabajando en torno a la historia de Flergen.
Estudió todo lo que una persona normal podría
considerar importante para resolver un caso complicado.
O quizá no. Quizá no estaba buscando en los lugares
correctos, no tenía la perspectiva adecuada o no
encontraba las conexiones necesarias. Esas dudas le
corroían por dentro.
No solo quería restaurar el honor de Erik y probar que
él no podía haber sido el causante de todo aquello, sino
otra víctima más. Necesitaba saber urgentemente si estaba
vivo o muerto. El desgaste de la incertidumbre era
insoportable.
Durante demasiado tiempo hizo lo posible por
encontrar una explicación que exonerase a su hermano y
a la Academia de la autoría de aquel crimen, pero nunca
logró encontrar nada sólido y creíble. Finalmente, entró
en una espiral obsesiva y fue alejándose de todo el mundo
durante casi un año. Hasta que un día, y sin esperarlo,
otra tragedia lo sacudió de golpe.
En uno de sus largos días buceando las profundidades
de la biblioteca de Thalassia, recibió una noticia urgente
de las brigadas estatales: la bahía estaba siendo invadida y
necesitaban toda la ayuda posible. Hans, paralizado por la
noticia, tardó en asimilar aquellas palabras.
Pese a que la situación lo cogió por sorpresa, aquello
era algo para lo que estaban preparadas todas y cada una
de las personas que habitaban la ciudad. Los mares del
continente siempre habían sido innavegables y sus costas
inhabitables, debido a las continuas invasiones de
tarántulas marinas que los atizaban desde el inicio de los
tiempos. Pero tras la caída de Flergen, Thalassia era la
última ciudad costera. Y había que protegerla.
Su mente despertó a tiempo. Echó a correr con el
mensajero en dirección al puerto, con el fin de ayudar a
acabar con las monstruosidades que allí estuviesen
esperando.
Cuando llegó, las noticias acerca de la situación eran
bastante sombrías. Las tarántulas habían conseguido
atravesar la tercera muralla y estaban comenzando a
adentrarse en las aguas de la segunda. Aquello tenía que
ser un error.
Se unió a la primera barcaza que se dirigía hacia la
segunda muralla y comenzaron a surcar las aguas de la
bahía. En el momento en el que atravesaron las
compuertas de la primera muralla, notó las sucesivas
miradas de alivio en las personas que lo veían desde las
alturas. La sensación de responsabilidad se convirtió en
un peso insoportable. En ese preciso instante, la vida de
demasiadas personas podría estar en sus manos. Rebuscó
en los bolsillos y acarició su brazalete.
“Eres capaz. Ya lo has hecho mil veces”, se dijo a sí
mismo.
Conforme se acercaban a la segunda muralla,
comenzaron a escuchar el horror. Sintió cómo los
jóvenes brigadistas que iban en su barca luchaban por
mantener la compostura. Lo más probable era que se
tratasen de primerizos o de estudiantes.
Y entonces aparecieron de la nada.
Tres
duros
golpes
procedentes
del
fondo
desestabilizaron la barca. Instantes después, Hans pudo
ver unos ojos negros que acechaban por la borda. Los
había
visto
muchas
veces
y
aun
así
seguían
estremeciéndole.
—¡Alabardas a estribor! —gritó Hans, segundos antes
de que dos monstruosas tarántulas trepasen velozmente
hacia dentro del casco.
Cada una medía aproximadamente un metro de alto y
dos de envergadura. Estaban totalmente cubiertas por
escamas negras y emanaban una furia aterradora.
Mientras alzaba su lanza, tuvo tiempo de ver cómo
acechaban a sus objetivos. Fueron los dos brigadistas más
cercanos a la baranda los que no pudieron verlas.
Con un grito de ira, ordenó cargar a los aterrados
miembros de las brigadas mientras las dos tarántulas
intentaban deshacerse de los cuerpos de sus compañeros.
Había luchado muchas veces contra ellas, aunque no solía
hacerlo con armamento común. Recordó fugazmente que
para aquellos brigadistas podía ser el primer encuentro
con estas bestias. Dos más fueron despedazados por no
respetar las distancias y tres heridos antes de que
consiguieran matarlas.
Existen muchas formas de acabar con las tarántulas,
pero todas y cada una de ellas deben seguir tres reglas
fundamentales: nunca te enfrentes a ellas en solitario,
mantén siempre las distancias y ataca al cuerpo. Y
aquellos brigadistas no habían cumplido ni una.
—¿Quién es el oficial a cargo de este grupo? —
preguntó Hans, jadeando, mientras quitaba su lanza del
cuerpo sin vida de la criatura.
Un brigadista se acercó corriendo desde la proa.
—¡Yo, señor!
—Vale, escúchame bien. Necesito que lleves esta
barcaza lo más rápido posible a la segunda muralla.
Establece un perímetro de seguridad que rodee toda la
embarcación, armas en alto y bien agrupados. Atacad al
más mínimo movimiento, y hacedlo en grupos, nunca en
solitario. Sin dudas y sin miedo.
—Entendido. ¿Pero usted se va? —preguntó el joven,
con voz temblorosa.
—No, no. Pero necesito abstraerme unos minutos. No
puedo concentrarme y dirigir este grupo a la vez —
respondió Hans, mientras le mostraba su brazalete.
El brigadista miró la eolita engarzada en el brazalete y
asintió. Había entendido lo que necesitaba y lo había
hecho rápido. Hans agarró brevemente su hombro para
infundirle ánimo y luego fue corriendo a la parte más
elevada de la embarcación. Respiró hondo y se ajustó el
brazalete.
“Vamos, lo has hecho mil veces”, pensó.
Sin embargo, ese era el problema. En el pasado había
utilizado sus habilidades en infinidad de ocasiones, pero
nunca desde lo sucedido con su hermano. Todo lo que su
desaparición trajo a su vida le había hecho perder gran
parte de sus capacidades. Cerró los ojos e intentó
concentrarse.
El ajetreo en la barcaza era enorme y cada vez se
escuchaban más gritos provenientes de la segunda
muralla. Tuvo que bloquear todos esos estímulos para
conseguir llegar a un estado perceptivo adecuado, lo cual
le llevó demasiado tiempo. Su control sensorial estaba
muy deteriorado. Finalmente, lo consiguió.
Sentía muchas energías en la zona. La suya, bastante
inestable. La de su brazalete, de gran nitidez y pureza, tal
y como la recordaba. También sintió la del agua, una
energía serena y fluida. El problema estaba en que, a lo
lejos, podía intuir la presencia de algo demasiado grande.
Algo que nunca había sentido. Se le encogió el estómago.
“¡Tranquilízate, joder!”, chilló Hans mentalmente.
Pero no tuvo tiempo de hacerlo, pues un grito del
oficial le hizo abrir los ojos.
—¡Tenemos que desembarcar! —gritó el joven.
Ya habían llegado.
Comenzaron a subir los escalones que llevaban a la
cima de la muralla, que era de una altura y anchura
considerable. En la parte alta de la segunda muralla se
encontraban los puestos de defensa, las lonjas y las casas
de los pescadores.
Treinta escalones. Veinte escalones. Diez escalones.
Cinco… Llegaron a la cima. Escucharon órdenes, gritos y
chillidos. Corrieron todo lo que pudieron entre cadáveres
de personas y cuerpos de tarántulas, mientras atravesaban
los terrenos de la muralla con el fin de alcanzar su otro
extremo. Algunos se quedaban a auxiliar a los heridos que
rogaban ayuda. Pero los que llegaron al otro lado de la
muralla... nunca olvidarían lo que vieron. Ninguno de
ellos.
En los terrenos de la segunda muralla, decenas de
brigadistas intentaban hacer retroceder una innumerable
cantidad de tarántulas marinas, que avanzaban torpe pero
amenazadoramente por los escalones. Y en las aguas
donde horas atrás trabajaban los pescadores y sus barcos,
había miles de ellas, convirtiendo el suave azul del mar en
un manto negro. Pero no fue eso lo que dejó paralizados
a los recién llegados.
En donde debía situarse la tercera muralla, había una
bestia de más de veinte metros de altura destrozando sus
paredes y haciendo una abertura cada vez mayor. Era una
especie de tarántula gigante que, a diferencia de las
pequeñas, poseía unas gigantescas tenazas que utilizaba
para abrir paso. Nadie dijo ni una palabra, pero todos
podían intuir lo que era aquello, aunque nadie lo acabase
de creer.
Un leviatán.
Muchas religiones, canciones y leyendas narran que al
principio de los tiempos, los mares eran un remanso
infinito de agua dulce que permitía la vida de infinidad de
especies, entre ellas los humanos. Fueron ellos los que al
llenar sus aguas de codicia, odio y sangre, profanaron su
pureza y revivieron la maldad enterrada en ellas. De sus
abismos surgieron entonces las nueve criaturas del dios
destructor, los leviatanes, que habían sido enterrados en
sus profundidades por el dios creador.
Avergonzados por sus comportamientos, nuestros
ancestros se habían arrepentido de sus actos y perdonado
mutuamente, proporcionando así la energía necesaria al
dios creador. Este pudo parar a su contraparte, salvando
la tierra, los ríos y los lagos del avance de las aguas. Sin
embargo no tuvo el poder suficiente para conseguir
devolver a los mares a su estado original. Las tarántulas
marinas, descendientes directos de los leviatanes,
pervivieron y lo convirtieron en su reino.
Hans parpadeó, incrédulo, mientras recordaba aquellas
leyendas, hasta que los gritos de auxilio lo sacaron de su
shock. Tenía que ayudar a los que estaban cerca. Con
todas las fuerzas que le permitió su garganta, gritó:
—¡Elementalista!
Decenas de cabezas se giraron en su dirección y
comenzaron a retroceder por las escaleras. Todo estaba
en sus manos.
—Vamos, Hans. Ahora o nunca—murmuró.
Cerró los ojos, reconoció las energías y repitió los pasos
que él y su hermano habían aprendido y desarrollado:
“Conectar, canalizar, moldear y liberar…”, “conectar,
canalizar, moldear y liberar…”, repitió en su mente una y
otra vez.
Y así lo hizo.
Lentamente, un murmullo comenzó a brotar del fondo
del mar, mientras la marea empezaba a agitarse. El sonido
continuó haciéndose cada vez más fuerte, hasta que las
aguas entraron en ebullición.
Hans mantenía los ojos cerrados y respiraba con
dificultad.
“Por dios, en qué te has convertido”, pensó.
Ya casi lo tenía.
“¡Moldear!”, ordenó Hans mentalmente, mientras
varios torrentes de agua salían del mar.
—¡Liberar! —gritó, esta vez en voz alta.
Las masas de agua se dirigieron con violencia contra los
escalones, llevándose por delante a varias decenas de
tarántulas. Estas chillaron al ser engullidas por las aguas
en ebullición. Había funcionado.
Los brigadistas emitieron gritos de júbilo al ver cómo
las tarántulas supervivientes huían despavoridas de las
aguas ardientes. Hans se relajó un momento y en ese
mismo instante le falló una pierna.
“Ni siquiera has canalizado bien la energía. Eres un
inútil”, se aleccionó, con una media sonrisa.
Pero su alegría no duró demasiado tiempo, porque el
chillido más potente y escalofriante que había escuchado
hasta aquel día lo alcanzó de golpe. El leviatán había
dejado la tercera muralla al ver a las tarántulas retirarse y
se adentraba a gran velocidad por las aguas, en dirección a
la segunda muralla.
A Hans se le puso un nudo en la garganta. Las brigadas
no tenían casi ningún arma convencional que pudiese
herir a aquel monstruo, así que todo volvía a estar en sus
manos.
—¡Oficiales! —gritó Hans con urgencia.
Cuatro fueron las personas que acudieron a su llamada.
—Retirad vuestros escuadrones a los callejones de la
muralla.
No
podéis
hacer
nada
aquí.
Intentad
atrincheraros lo máximo posible y conseguid armas de
asedio por si fracaso en parar a esa bestia. Ahora mismo,
solo yo puedo retrasar su avance.
Los líderes de escuadrón no discutieron. Llamaron a
filas a sus brigadistas y se dirigieron a los callejones.
—Aquí estamos, pequeño —murmuró Hans, mirando
al leviatán.
Comenzó a preparar su último golpe. No podía
canalizar la energía necesaria para calentar un volumen de
agua que pudiese cocinar a aquella monstruosidad, así que
tendría que pensar otro plan.
Solo se le ocurrió una opción.
Cerró los ojos, respiró y conectó las diversas energías.
Entonces, comenzó a canalizar las fuerzas necesarias para
conseguir un gran oleaje. La técnica consistía en acumular
toda la energía posible en el fondo de las aguas y luego
liberarla de golpe. Tenía que concentrarla en un punto
reducido y en una situación estratégica, o de otra forma
no funcionaría. Además, si la liberaba demasiado tarde,
quizá la ola no pudiese coger recorrido y arrastrar el
leviatán, lo que añadía más presión a su decisión.
Estuvo alrededor de cinco minutos acumulando energía
hasta que decidió que la bestia ya estaba demasiado cerca.
O quizá fue porque no podía aguantar más. Necesitaba
liberarla o podría perder el control. Estaba demasiado
desentrenado y solo había utilizado esa técnica otras dos
veces en su vida. Y nunca con tanta potencia.
—¡FUERA! —chilló Hans, sudoroso y exhausto.
El temblor fue enorme. Parecía como si un gran
terremoto hubiese surgido del fondo del mar, haciendo
rugir sus cimientos. Las aguas se convulsionaron y
comenzó a formarse una ola. Pero entonces, a Hans le
fallaron las fuerzas y su vista empezó a nublarse.
“No, no, ahora, no. Aguanta”, suplicó Hans.
Pero ya era demasiado tarde. Sintió cómo su cuerpo se
aflojaba y su vista se nublaba. La ola avanzaba con
lentitud en el horizonte.
“No, no…”, pensó hasta el último instante, luchando
por mantenerse en pie. Luego, todo se volvió oscuro y la
nada ocupó su lugar.
No supo cuánto tiempo pasó inconsciente, pero
cuando sintió que despertaba y que seguía vivo, le pareció
que había sido una eternidad.
Estaba en una habitación del hospital. A duras penas
logró articular unas palabras:
—¿La… bahía…? —susurró, buscando un interlocutor.
—¡Buenos días, Hans! —dijo una voz femenina en
algún lugar de la habitación.
—¿La… bahía?
—Tómate tu tiempo. La bahía, o más bien lo que queda
de ella, sigue allí y la situación está controlada.
—Y… ¿el leviatán…?
—El leviatán se fue y estamos a salvo —dijo la voz, que
cada vez le resultaba más familiar.
Justo entonces apareció Alma en su ángulo de visión.
Alma era una gran amiga y la mejor profesora que tenía la
Academia. A Hans se le humedecieron los ojos.
—Yo… no pude… Ya no soy el mismo… —consiguió
decir.
Ella sacudió la cabeza.
—Descansa ahora, idiota. Tenemos mucho de lo que
hablar cuando te recuperes. Todo está bien en el puerto y
en gran parte, es gracias a ti. Ya te explicaré los detalles
cuando puedas encadenar más de cinco palabras seguidas
—bromeó Alma.
Ella siempre tenía esa capacidad para restarle
importancia a los asuntos preocupantes. Le dio un beso
en la mejilla y le repitió que todo estaba bien. Hans
respiró aliviado, cerró los ojos un momento y casi sin
darse cuenta, se quedó dormido de nuevo.
Tardó otros dos días en recuperarse del todo, a los que
hubo que sumar los tres que pasó inconsciente. Si hubiese
aguantado unos pocos segundos más la canalización de su
ataque… probablemente no seguiría vivo.
En su estancia en el hospital lo visitó bastante gente,
cosa que no le agradaba. Odiaba que le hiciesen
preguntas. Sin embargo, las visitas le servían para recabar
información sobre lo que ocurrió después de su desmayo.
La visita más clarificadora fue la de Joedat, el
gobernador de Thalassia.
—Estás hecho un desastre —refunfuñó al verlo, nada
más entrar por la puerta.
Hans sonrió.
—Solo he perdido un poco de práctica —-se excusó—.
Necesito que me lo cuentes todo, Joedat. A ti nadie
puede prohibírtelo.
—Bueno… deduzco que demasiada gente te ha
preguntado cómo te encuentras y ese tipo de
formalidades. Además, yo no dispongo de mucho tiempo.
Supongo que podré cumplirte el capricho.
Joedat se acomodó en el sillón que había al lado de su
cama y comenzó a hablar.
—El vigía de guardia en las atalayas de la tercera
muralla hizo sonar la campana negra a las cinco de la
tarde. Como bien sabes, la campana negra solo es usada
para las invasiones marinas y por fortuna, aquí no
solemos escucharla demasiado. Se activó la alerta máxima
de inmediato y las brigadas estatales se pusieron en
marcha —añadió—. Tristemente, ese día había muchas
misiones exteriores y los escuadrones de élite estaban
todos fuera de Thalassia. Tampoco se encontraba en la
ciudad ninguno de tus compañeros, con lo que nuestras
defensas estaban bajo mínimos. Esto hizo que la invasión
tuviese bastante éxito hasta que llegaste —murmuró
Joedat, contrariado.
—Pero, ¿qué pasó? No conseguí ver la ola alcanzar el
leviatán. Maldita sea, Joedat, los leviatanes existen. ¿Qué
está ocurriendo?
—Lo sé, amigo, aún seguimos consternados. Nuestros
mares siempre han sido innavegables por culpa de las
tarántulas que los habitan. Sin embargo, nunca nos
habíamos creído ese cuento de las bestias de los dioses —
comentó, con la mirada perdida—. Y yo sigo sin
creérmelo. Alguna explicación real habrá para lo que
vimos hace cinco días.
—En lo referente a tu técnica —continuó Joedat, antes
de que Hans pudiese hablar—, tengo que decirte que sí
logró alcanzar al leviatán. Al principio pareció funcionar,
pero al cabo de un tiempo comenzó a remontar el oleaje.
Conseguiste retrasar su avance unos diez minutos.
A Hans se le congeló la sangre.
—¿Y entonces? ¿Cómo lo parasteis? —preguntó
nervioso.
—Fue Soren.
—¿Cómo? ¿Soren, el chico? ¿Mi alumno? —respondió
perplejo.
Soren era el alumno más excepcional que había
encontrado nunca. Tenía tan solo diecisiete años y
destacaba en todos los ámbitos. El otro alumnado tardaba
años en conseguir lo que él sabía hacer por instinto. Su
talento natural solo era comparable a sus rarezas.
—Y, ¿cómo lo consiguió? ¿Qué demonios hizo? —
preguntó con urgencia.
—Bueno, tú consideraste que para destrozar a esa
bestia sería necesario un ataque masivo de gran tamaño.
Él optó por un golpe directo en un punto determinado.
No me preguntes qué hizo, yo no entiendo demasiado de
vuestras cosas, pero ese monstruo se fue con una pata
menos —explicó Joedat con una sonrisa.
—¿Dónde está? Tengo que hablar con él —insistió
Hans, todavía perplejo.
—Ya sabes cómo es. No lo hemos vuelto a ver desde el
día siguiente a la invasión.
—Maldita sea —murmuró Hans—. Un día lo encerraré
y le sonsacaré todo lo que lleva dentro de esa cabeza. Lo
juro.
Joedat soltó una pequeña risotada.
—Sí, es un chico extraño, pero nos ha salvado el
pellejo. Decenas de brigadistas llegaron a los pocos
minutos y acabaron con el resto de tarántulas. Sin
embargo, la tercera muralla ha quedado parcialmente
destruida, lo que nos deja con tan solo dos zonas de
pesca. Al menos hasta que la reparemos. Además, han
muerto alrededor de cincuenta personas —anunció, con
expresión sombría.
Hans palideció y guardó silencio durante unos
segundos.
—Vaya… Es un gran precio el que hemos pagado.
Pero podría haber significado… el fin de todos nosotros.
—Lo
sé,
amigo
—añadió
Joedat
mientras
se
levantaba—. Tengo que irme. Puedes imaginar el trabajo
que tengo. Cuídate.
Hans se quedó recostado en su cama, mirando al techo
y esperando a que el silencio volviera a asentarse en la
estancia. Cada pregunta que le era respondida hacía surgir
otras tres en su cabeza.
Los leviatanes existían, o al menos uno de ellos. Y lo
que era más problemático: probablemente ese leviatán
fuese la madre de las malditas tarántulas que asolaban las
costas del continente. Las similitudes entre ambas
resultaban evidentes.
¿Qué sabían las religiones sobre todo esto? Hasta ahora,
los únicos documentos que habían afirmado la existencia
de criaturas semejantes a lo que él había visto eran
algunas de las escrituras más antiguas del braonismo. Y
todo tipo de leyendas y mitos adheridas a ellas, claro.
Tendría que visitar a viejos amigos de Norie para
averiguar más sobre ello…
De repente, un pensamiento vino a su cabeza. Flergen
había sido, junto con Thalassia, la única ciudad costera
segura en todo el continente. ¿Y si su hermano también
había tenido que luchar contra esa bestia?
Las dudas le revolvieron el estómago. Ya no podía estar
tranquilo, ni recostado en su cama. Estuvo un buen rato
dando vueltas por la habitación, intentando recordar. ¿El
leviatán tenía alguna marca de quemadura? Cuando
estuvo en Flergen después de lo ocurrido, ¿había algo que
sugiriese el paso de esa bestia por la ciudad?
“No, espera. Si hay uno, es perfectamente posible que
las antiguas escrituras tengan razón y existan los nueve
leviatanes. O más. ¿Quién sabe lo que puede haber en el
fondo de estos mares?”, pensó Hans. “¿Y si Erik tuvo
que enfrentarse a bestias peores que la nuestra? Quizá no
tuvo más remedio que emplear técnicas extremas para
frenar su avance. Al fin y al cabo, solo la gran roca de
Flergen, la cual está pegada a la costa, estaba en llamas.
Las periferias permanecían intactas”.
Hans continuaba haciendo y deshaciendo hipótesis
cuando alguien llamó a la puerta.
—Adelante —respondió Hans sin pensar, esperando la
visita rutinaria de algún enfermero.
Pero quien entró a la habitación fue Alma.
—Parece que ya estás fuerte para dar un paseo —
comentó sonriente, mientras dejaba un montón de
carpetas y documentos en una mesa—-. He hablado con
Joe y me ha dicho que estabas bien, pero no esperaba que
ya pudieses caminar.
—No puedo estar quieto mientras pienso en la
posibilidad de que más de esas bestias existan realmente.
¿Te lo puedes creer? ¿Cuántas habrá? ¿Por qué nos atacan
ahora después de tantos años? ¿Y si también atacaron
Flergen y ese fue el motivo del fuego? Maldita sea, son
demasiadas preguntas —murmuró Hans con el ceño
fruncido.
El semblante de Alma cambio súbitamente. Ella había
sido la primera alumna de la Academia y de Erik.
—También lo he pensando, Hans, pero creo que Erik
habría podido controlarlo. No lo sé, la verdad. Lo he
pasado muy mal y no está en mis manos descubrir lo que
allí ocurrió, así que intento no pensar demasiado en ello y
centrarme en lo que sí puedo hacer —dijo Alma, con la
mirada perdida.
—Tengo que ir allí, y cuanto antes —respondió Hans,
sin prestar demasiada atención a su respuesta—. Necesito
averiguar muchas cosas. Me resulta díficil pasar página
con esta incertidumbre y mucho más ahora, que sabemos
lo que mora bajo los mares. ¿Y más allá de las aguas?
Quién sabe qué hay más allá de las aguas…
—-Hans… —murmuró Alma.
—-… también tengo que viajar a Norie, a conocer los
secretos de las escrituras. Y a Sekyo, a conocer sus
tecnologías marítimas.
—-Hans…
—… un amigo ingeniero me comentó que las barcazas
que diseñaban allí eran capaces de evitar los abordajes de
tarántulas…
—¡HANS! —chilló ella, a la vez que le tiraba de un
brazo.
Hans se quedó de piedra y la miró. Su dulce rostro
habitual se encontraba marcado por el dolor. Estaba
pálida y tenía unas enormes ojeras. No se había parado a
mirarla y su aspecto desmejorado le sorprendió bastante.
—He estado aguantando la Academia, dirigiendo las
clases,
buscando
a
nuevos
alumnos
y
alumnas,
organizando las colaboraciones con las brigadas y
mediando sobre todas las presiones que recibe el
gobierno para que desaparezcamos —dijo con voz
temblorosa—.Y lo he hecho todo sin ti. O más bien, a
pesar de ti —añadió.
Hans quiso balbucear algo, pero ella lo interrumpió.
—A mí también me mata por dentro no poder saber
qué pasó con Erik. Le quería, ¿sabes? —gimió, con los
ojos inundados de lágrimas que luchaban por aflorar—.
Pero aquí quedamos los que vivimos hoy, y no voy a
renunciar a ayudarles por intentar encontrar una respuesta
a algo que, ahora mismo, no la tiene. Vuelve con
nosotros, por favor. Y si no, vete, pero no lo hagas más
difícil.
Su voz se rompió en esa última frase. Dio media vuelta
y salió de la habitación, sin mirar atrás. Hans, pálido y
paralizado, la vio marchar temblando de rabia. O de
impotencia.
Sintió cada frase como una bofetada. O más bien, como
frías puñaladas cargadas de razón. Lentamente, se sentó
en su cama, suspiró y presionó las palmas de sus manos
contra los párpados, mientras se tranquilizaba y pensaba.
—Eres estúpido —concluyó Hans en voz alta, al cabo
de unos minutos.
Había pasado el último año obsesionado con averiguar
la
verdad,
aunque
eso
estuviese
implicando
su
autodestrucción como persona y el abandono de la
Academia.
Era Alma la que estaba trabajando por hacer justicia
con su hermano, no él. Era ella quien estaba cuidando la
Academia, insuflándole vida y luchando contra las
mentiras que otros decían. Era ella quien daba vida al
legado de Erik. Lo único que él hizo fue olvidar sus
responsabilidades, volverse alguien obsesivo y preocupar
a los que más le querían.
Una dolorosa culpa lo inundó rápidamente. Nunca se
había sentido tan avergonzando. Le resultaba increíble
pensar lo egoísta que había sido y la mucha paciencia que
habían tenido todos con él.
Hans se puso de pie y apretó las mandíbulas con fuerza.
Le apetecía descargar su frustración a puñetazos contra
las paredes, pero consiguió contenerse.
Volvió a acostarse de nuevo y tuvo la mirada perdida en
el techo durante varias horas, repasando su último año y
ordenando sus pensamientos. Y entonces, tomó una
decisión.
Se vistió, cogió sus cosas y abandonó el hospital
evitando ser visto. Su casa estaba a menos de diez
minutos caminando. En ella, cogió ropa de viaje,
utensilios, comida y una cantidad considerable de
monedas. Con treinta doblones de oro aguantaría un par
de meses. Lo guardó todo en el nuevo macuto que le
había regalado un miembro de la brigada de Exploración
y se lo colgó sobre un hombro. Antes de salir, tuvo la
suficiente lucidez para coger papel y pluma, y escribir:
“Lo siento mucho, Alma. Tienes razón. Estoy perdiéndome
dentro de mi obsesión y siendo un estorbo más que una ayuda.
Necesito irme para poder volver.
Dile a Joedat y a los demás que lo siento. Me aseguraré de no
causar problemas, ni a él ni a Thalassia. Es más, me ocuparé de
visitar a la gente indicada para que cesen las presiones. He dejado el
brazalete en mi casa, así no os preocupará que haga alguna
estupidez. Recogedlo lo antes posible y guardadlo en un lugar seguro.
Volveré y os recompensaré a todos lo que habéis hecho por mí.
En especial a ti.
Hans”.
Mientras se dirigía al camino del sur, hizo una parada en
la casa de Alma y deslizó el papel por debajo de su puerta.
Sabía que ella no estaba.
Un sentimiento de culpabilidad y de tristeza lo inundó
mientras lo hacía. La iba a echar de menos.
Miró al horizonte y suspiró. Amanecía.
2-Destinos cruzados
—Los días se hacen más cortos… —masculló Hans,
con la mirada clavada en el rojizo atardecer.
Ya podrían haber pasado más de dos meses desde el
solsticio de verano, que a él, a diferencia del crecer de los
días, el menguar siempre lo cogía desprevenido. Para
Hans, existe un momento en el que uno se da cuenta de
que los días se hacen más cortos. Algunas personas lo
sienten cuando de repente, el sol se pone antes de lo
acordado. Otras, cuando una sola capa de ropa ya no es
suficiente para mantener una temperatura agradable. Y
unas últimas, cuando en su hogar dejan de servirse las
frutas de temporada.
Había estado caminando durante varias horas y el ocaso
lo había sorprendido. Aquello le molestaba. El hecho de
pensar que cada nuevo día tenía menos tiempo de luz que
el anterior le producía un sentimiento de desánimo.
Apartó la vista del horizonte, sacudió la cabeza y apretó
el paso. Quería encontrar una posada antes de que llegase
la noche. Además de aborrecer dormir a la intemperie, los
caminos que había comenzado a transitar días atrás no
eran demasiado seguros. Y lo que menos le apetecía era
llamar la atención.
Al cabo de un rato, cuando ya comenzaba a asumir la
opción de dormir lejos de una cama, divisó una gran
posada en el horizonte. El mal humor provocado por la
interacción entre el cansancio, el hambre y el menguar de
los días desapareció de golpe bajo la expectativa de un
colchón de plumas y un plato de comida caliente.
Por si fuera poco, descubrió que en la parte trasera del
edificio había un molino. Este giraba lentamente gracias a
la corriente de un pequeño río. Eso significaba una cena
acompañada por abundante pan de centeno y dormirse
mecido por el sonido del agua. Y a Hans le encantaban
ambas cosas.
Entró en la posada y echó un vistazo mientras se
quitaba su deteriorado macuto. Era un establecimiento
bastante grande. A la derecha había una gran barra, con
bastantes clientes apoltronados. La madera, de roble,
estaba desgastada por el uso, lo que dejaba entrever
bastante actividad y poco cuidado. Los cubiertos se
acumulaban en la zona más alejada y varios camareros se
afanaban en servir bebidas. Por detrás, en una zona que
no alcanzaba a ver, se escuchaban gritos y consignas. El
resto del local, dividido en dos niveles, estaba repleto de
mesas, ocupadas la mayor parte de ellas. Al fondo, se
intuían unas escaleras. Probablemente condujesen a las
habitaciones y a los servicios. Olía a orégano, a pan recién
hecho y a pavo asado. Todo era de su agrado.
Decidió subir al segundo nivel y se acomodó en una
pequeña mesa pegada a una cristalera. Desde allí tenía una
gran perspectiva del primer piso y de la entrada a la
posada. Además, un pequeño ventanuco dejaba pasar una
ligera brisa que, justo en aquel momento del día, era una
de las sensaciones más placenteras que un viajero pudiese
encontrar. De haber llegado una hora antes, habría
recibido un aire todavía cargado del sopor de la tarde. Y
en unos pocos minutos, el frescor nocturno llegaría y lo
estropearía. Así que cerró los ojos, todavía agitado del
camino, y dejó que el viento acariciase su rostro unos
instantes. Luego, miró cómo el sol se perdía en el
horizonte, sin pensar en nada en especial.
Cuando sus sentidos le informaron de que la brisa se
había transformado en corriente, supo que su pequeño
momento de placer había terminado. Cerró la ventana,
acomodó su macuto y el resto de sus pertenencias en un
lateral del banco y se encaminó hacia la barra.
—¡Buenas noches, caballero! —respondió el sonriente
tabernero ante su presencia—. ¿Qué va a ser?
—Buenas noches, señor. Me preguntaba si ese molino
sería capaz de moler suficiente cereal para un adicto al
pan como yo —bromeó Hans.
—Desde luego que sí —aseguró el hombre entre risas,
con su papada temblando ligeramente—. Hacemos el
mejor pan en cuarenta kilómetros a la redonda. Hoy sirve
de acompañante para el pavo con champiñones. ¿Será de
su gusto?
—No podría haber encontrado un lugar mejor, al
parecer. Para beber, agua. Por ahora —puntualizó, con
una sonrisa.
—¡Oído cocina, un plato del día! —gritó alegre y
rítmicamente el tabernero.
—Una última cosa señor, ¿queda alguna habitación
libre? Si no… puedo dormitar en un banco…
El camarero agitó las manos con insistencia.
—¡Nada de eso! Nos quedan tres habitaciones dobles y
dos individuales. ¿Prefiere una individual o espera visita?
—murmuró, acompañándose de una mirada picarona.
—No espero visita, y de hacerlo, escogería la individual
sin dudarlo. Así no tendría escapatoria —contraatacó
Hans con rapidez.
—¡Muy astuto, caballero! Serán cinco platines por la
habitación y tres por la comida. Por ser tan amistoso,
podemos dejarlo en un total de siete. Pero que quede
entre nosotros.
—Es usted el mejor posadero de todo Carlyn —
respondió Hans, sonriente—. Buenas noches.
Pagó los siete platines y se llevó una jarra de agua. La
comida tardaría un poco. Se sentó y bebió un vaso lleno
hasta rebosar, aunque haciendo varias pausas.
Le parecía increíble cómo se había recuperado durante
el viaje. Conversaciones distendidas y afables como
aquella no habrían sido posibles un año atrás. Antes de
partir, los acontecimientos lo habían convertido en una
persona esquiva y silenciosa. Se mantenía alejado y creía
que la gente siempre conspiraba en su contra. Sentía
miradas clavándose en él, allá a donde fuese. Pero el
tiempo, las vivencias y los kilómetros le habían dado la
suficente perspectiva para entender que todo era
producto de su imaginación.
Al cabo de diez minutos y cuando el día apuraba sus
últimos instantes de luz, llegó su humeante y esperada
cena. Agradeció al joven camarero que le había servido
con su mejor sonrisa y comió, de forma pausada pero
intensa, hasta que el plato quedó limpio. Hacía bastantes
días que no se sentía satisfecho después de cenar. Se
acomodó y reposó unos minutos mientras disfrutaba la
sensación. Después, fue a coger el único libro que
quedaba en la pequeña estantería del piso inferior.
Sus planes antes de irse a la habitación siempre pasaban
por leer, pensar en el plan del día siguiente o conversar
con la gente de los caminos, que tanto había visto y
vivido. Sin embargo, esta última opción podía implicar
situaciones comprometidas, así que en muchas ocasiones
tenía que conformarse con escuchar sus historias y
anécdotas desde la lejanía.
Y sobre todo, mientras leía, pensaba en el plan del día
siguiente o escuchaba a los viajeros, le gustaba estar
acompañado de una cerveza.
Hans solía beber una que otra cerveza en Thalassia,
pero desde lo ocurrido con su hermano, dejó de hacerlo.
No es que dejase la cerveza, lo dejó todo. Solo bebía y
comía lo imprescindible para no desfallecer. En aquella
época había adelgazado varios kilos y su creciente palidez
contrastaba todavía más con su pelo oscuro. Sin embargo,
por casualidades de la vida, la cerveza ayudó a sacarlo de
aquel agujero.
Un buen día, cuando aún no había pasado mucho
tiempo desde su partida y seguía siendo una persona
depresiva, paranoica y esquiva, rechazó de forma bastante
grosera una bebida e intentó escabullirse, a lo que el
tabernero respondió con amistosa amenaza:
—En mi local nadie rechaza una invitación honrada,
amigo. A no ser que seas intolerante a la cebada, probarás
al menos esta jarra.
Hans estuvo a punto de crear una trifulca, pero su
lucidez acudió en el último instante y le ayudó a evitar
problemas.
—Una al año no hace daño —murmuró, nervioso.
El tabernero sonrió de una forma poco agradable y le
tendió la jarra. Hans bebió un sorbo y sus ojos se
humedecieron rápidamente.
—Es lo mejor que he probado en mucho tiempo —
balbuceó atónito, aún con la suave espuma y el sutil
amargor en los labios.
—¡Por supuesto que lo es! —exclamó el tabernero—.
Triple fermentación, ¡hecha por artesanos! El lúpulo
mejor tratado del sur de Carlyn.
Hans bebió con ansia, disfrutando cada trago como si
fuese el último. Cuando la terminó, pidió una segunda
jarra, pero esta vez la saboreó con detenimiento. Al
acabarla y levantarse, sintió que algo había cambiado.
La angustia que solía aprisionarle el pecho a todas horas
casi había desaparecido. Se sentía despreocupado pese a
estar rodeado de gente e incluso notaba una leve
tendencia de sus pómulos a sonreír. No quería estropear
aquella sensación, así que decidió no beber más y se
dirigió, feliz, a su habitación. La primera vez que sucedía
en muchos meses.
Desde aquel día, la cerveza se había convertido en una
gran compañera de viaje. Muchos momentos de soledad
habían sido convertidos en un sucedáneo de felicidad
gracias a ella. Su amargura contrarrestaba la de Hans y el
habitual nerviosismo dejaba paso al sosiego. Las
articulaciones parecían engrasarse, los ojos bajaban la
guardia y el pecho respiraba tranquilo. Nunca bebía más
de tres. No podía emborracharse, pues sería una grave
negligencia en su viaje. Y realmente, tampoco le apetecía.
Hoy se había decidido por una cerveza de malta
tostada, de un denso color ámbar. A diferencia de las dos
últimas, esta le sorprendió gratamente. Ojeó el libro y
pronto se dio cuenta de que era un recopilatorio de
cuentos populares de Carlyn.
—Podría haber sido mucho peor —murmuró Hans
con una media sonrisa.
Se tomó su tiempo para encontrar una posición
cómoda en la esquina que formaban el banco y las
paredes, dio un gran sorbo y comenzó a leer. Para su
sorpresa, estuvo bastante enfrascado en aquellas banales
lecturas hasta que la ausencia de bebida le obligó a hacer
una pausa. Bajó a la barra y pidió una segunda jarra.
Pero en el mismo instante en el que regresaba a su
mesa, escuchó el crujir de la puerta, y como si de un
soplo de aire se tratase, algo penetró en el ambiente y le
oprimió el pecho. Lentamente, se dio la vuelta y vio cómo
tres personas entraban en la estancia. No les prestó más
atención, porque en cuanto apareció una cuarta, supo qué
estaba ocurriendo.
Era un hombre bastante alto, de mirada tensa y con una
gran melena enmarañada. Pero no fue su presencia la que
cambió el ambiente. En su mano izquierda, portaba un
pequeño cofre. Hans percibió su contenido como si lo
llevase incrustado a la piel.
“¡Eolita!”, chilló para sus adentros. “¡Y de bastante
pureza!”
Estaba a diez metros del hombre que la portaba y podía
sentir su energía con asombrosa claridad. Ninguna otra
persona en la taberna parecía haberse enterado de nada,
así que siguió caminando y se refugió en su esquina.
Tenía
demasiadas
preguntas
y
la
relajación
proporcionada por la lectura y la cerveza se había
esfumado. ¿Quiénes eran y que hacían allí? ¿De dónde la
habrían sacado? ¿Lo habrían reconocido? Su mente
trabaja todas las hipótesis a una velocidad desmesurada.
Se obligó a serenarse, ya que no podía pensar con
claridad. Dio dos buenos tragos y después realizó una
serie de hondas respiraciones. Cogió el libro, se levantó y
fue a apoyarse en la barandilla que daba al primer piso.
Las cuatro personas hablaban con el tabernero, que se
había puesto pálido y sudoroso. Eso no indicaba nada
bueno. Probablemente fuesen contrabandistas.
Tras una conversación que a Hans le pareció eterna, el
tabernero pareció relajarse y el grupo se encaminó hacia
una mesa del fondo. Y entonces, la mirada del más joven
se topó con la suya. Hans, nervioso, la apartó con
rapidez.
“Idiota”, se insultó Hans al instante.
En esos instantes, una lección dada por un viejo
comerciante de los caminos acudió a su cabeza:
“Cuando una persona honrada tropieza con otra
mirada, no existe motivo para apartarla con tal
brusquedad”, le había dicho. “Solo alguien que tiene algo
que ocultar lo haría. Así que devuelve la comida que has
cogido, hijo. Además de notarse en tus ojos, eres pésimo
mintiendo”.
Nervioso por su torpeza y por aquellos recuerdos,
decidió regresar a su mesa. Deseó con todas sus fuerzas
que aquel joven contrabandista no tuviese demasiada
experiencia en descifrar el lenguaje corporal. Intentó
volver a concentrarse en su rutina, pero le resultó
imposible. Barajó la posibilidad de escabullirse a su
habitación, pero la mesa donde ellos bebían estaba en a
medio camino.
Hans rugió en sus adentros. Odiaba especialmente a
aquel tipo de contrabandistas y en numerosas ocasiones
había trabajado en misiones dedicadas a incautar eolita
robada. Para algunos estados, como el suyo, estos
fragmentos rocosos eran un bien muy preciado. Para
otros, como Norie, eran algo sagrado. Cada uno le daba
un uso distinto. La cuestión principal residía en que todos
querían eolitas y nadie comerciaba con ellas. Y ese era el
escenario perfecto para el contrabando.
Aunque racionalmente sabía que no debía hacerlo, sus
experiencias pasadas y su corazón le pedían con
insistencia un enfrentamiento para recuperar el contenido
de aquel cofre. Pero las consecuencias diplomáticas que
tendría un altercado en el extranjero provocado por el
hermano de Erik serían fatales para Thalassia, por mucho
que recuperase un fragmento eolítico de gran valor.
Además, tenía dudas acerca de la lucha, ya que había
dejado su brazalete un año atrás y vencer a aquellos
hombres con su mediocre manejo de la espada no sería
una tarea sencilla. Sin embargo, esa eolita había emitido
una energía tan nítida y pura… Quizá pudiese utilizarla en
sustitución de la suya. No recordaba ninguna energía tan
bien definida como aquella. Pero para utilizarla,
necesitaba tenerla en su poder.
Abrumado por sus dudas y ante la imposibilidad de
hacer otra cosa que no fuese estar sentado en su pequeño
rincón, decidió pedirse otra cerveza y esperar a que ellos
moviesen ficha. Tardaron más de una hora en acabar sus
bebidas, recoger sus cosas y salir por la puerta. Y mientras
lo hacían, su mirada volvió a encontrarse con la del joven
contrabandista. En esta ocasión la mantuvo, a la vez que
mostraba una educada media sonrisa. Esta vez fue el
chico el que desvió sus ojos verdes con rapidez.
No tenía ninguna duda. Le había reconocido.
Instantes después de que se fueran, actuó como lo
habría hecho el estúpido Hans del pasado. Se levantó de
su mesa y caminó dando grandes zancadas hacia la puerta.
Salió y echó un vistazo. No consiguió ver a nadie y
tampoco logró sentir la eolita, lo que le pareció bastante
extraño. No podían estar muy lejos. Dio una vuelta
completa a la posada, pero no encontró ni rastro de ellos.
Suspiró y miró al río. Le gustaba observar cómo el agua
discurría y jugueteaba entre las palas del molino,
moviéndolas acompasadamente.
Justo entonces sintió un golpe sordo en la nuca que le
hizo perder el equilibrio. Se desplomó al instante.
Le despertó lo que parecía el traqueteo de una carreta.
No sabía dónde se encontraba. Abrió los ojos pero no
consiguió ver nada. Le dolía demasiado la parte trasera de
la cabeza, como si mil agujas se estuviesen clavando sobre
ella. Intentó calmar el dolor y ordenar sus pensamientos.
Todo le resultaba muy confuso en aquel momento.
Lentamente, los recuerdos volvieron a su lugar y
entendió lo que había ocurrido: los contrabandistas le
habían emboscado a la salida. El chico lo había
reconocido.
La situación era bastante agobiante. No podía ver hacia
dónde iban, ya que la carreta donde yacía tenía una lona
que lo cubría. Además, estaba maniatado y no conseguía
moverse. Intentó percibir las energías, pero el dolor
agudo de su cabeza se lo impidió. Lo único que podía
hacer era esperar.
El rítmico trote de los caballos y el constante ajetreo de
la carreta no ayudaban a rebajar la tensión. De vez en
cuando escuchaba las voces de sus captores, pero no
lograba entender lo que decían. Tras unos minutos que le
parecieron interminables, se detuvieron. Alguien retiró su
cubierta y la tenue luz de la luna proyectó unas figuras
sobre su cabeza. Unas fuertes manos lo agarraron por los
hombros y le arrastraron hacia fuera.
—Déjalo ahí —ordenó una grave y áspera voz a su
izquierda.
Alguien lo empujó con brusquedad hacia atrás. Seguía
maniatado, así que la caída resultó inevitable. Un duro
golpe le cortó la respiración, provocándole un intenso
dolor. Se incorporó un poco mientras daba profundas
bocanadas y apoyó con cuidado la espalda. Era el ancho
tronco de un árbol lo que tenía detrás.
—¿Qué hace este ser indigno tan lejos de su casa? —
dijo la misma voz, ahora sobre su cabeza.
Un pequeño farol iluminaba su figura. Era el hombre
que portaba el cofre en la taberna. Su voz, combinada
con su aspecto desaliñado, le hizo presagiar a Hans que el
diálogo no iba a ser una opción adecuada.
—¡Responde! —gritó.
—Intentaba volver… Vengo de Norie —susurró Hans,
con un hilo de voz.
—¡Já! —exclamó el contrabandista—. ¿Regresar a
Thalassia por este camino en vez de por la Travesía del
Sur? ¿Me tomas por estúpido?
Un inesperado golpe le alcanzó el estómago. Hans aulló
de dolor y se encogió sobre sí mismo.
—¿Dónde está tu eolita? —preguntó con agresividad.
—No la tengo…
Otro golpe, esta vez más duro, le alcanzó la cara. Sintió
el labio romperse y un sabor salado y metálico
inundándole la boca. Tuvo que escupir la sangre que
brotaba.
—¿No la tienes? —preguntó aquel hombre—. No
bromees conmigo, amigo. Sin ella no eres nadie. No te
atreverías a venir por aquí desprotegido.
—Solo… viajar… —acertó a decir.
Un brutal tercer golpe le alcanzó la cabeza y le dejó
desorientado y mareado. Tuvo que recostarse sobre la
tierra para no vomitar. No podía escuchar lo que pasaba.
Todo a su alrededor se había vuelto extraño, como si
estuviese bajo el agua. Escuchaba voces a su alrededor,
pero le parecían lejanas y desfasadas. Se sentía en una
burbuja. Aislado.
Giró la cabeza intentando ver qué pasaba, pero el resto
de su cuerpo todavía estaba muy entumecido. Dejó la
mirada perdida en el oscuro horizonte.
Durante un tiempo pensó que aquel sería su triste final,
pero nada ocurría. Sin embargo, cuando ya estaba a punto
de cerrar los ojos y rendirse, la sintió. Luego, consiguió
verla. Agua.
El río bajaba a unos metros de distancia. Si lograba
llegar hasta allí, quizá tuviese una oportunidad. Pero
tampoco tenía eolita y resultaba muy arriesgado intentar
algo con su energía restante. Usar energía vital era su
último recurso.
Aun así, la nueva posibilidad le devolvió el aliento y
consiguió
enfocar
sus
sentidos
de
nuevo.
Los
contrabandistas estaban discutiendo entre ellos.
—…dijiste que era un trabajo tranquilo con el que nos
haríamos ricos, nada más. Te repito que aunque muchos
quieran verlo muerto, otros nos buscarán si lo haces. Y
nos encontrarán.
—¿Crees que tengo miedo de algo en esta mierda de
mundo, rata asquerosa? —repuso el hombre que había
interrogado a Hans.
—Si no lo tienes, deberías. Este hombre es un
elementalista. Y yo he visto lo que pueden llegar a hacer
—contestó, atemorizado—. Podría destrozarte.
Aquello fue demasiado para el que parecía ser el líder
del grupo. Con un violento grito, desenvainó su espada y
se lanzó contra su compañero. La repentina acción lo
cogió desprevenido. No tuvo tiempo de defenderse, ya
que con un solo golpe del descomunal filo le cercenó el
cuello. El cuerpo sin vida del contrabandista cayó a su
lado.
—¡¿De quién debes tener miedo?! —bramó el
monstruoso ser—. ¡Son ellos quienes deberían temernos!
Sus piedrecitas no tienen nada que hacer contra el acero.
El tercer contrabandista estaba completamente inmóvil,
mirando el cadáver de su compañero. Era el joven de
pelo castaño con el que había cruzado la mirada.
—Ve a por Daron y traed el cofre —ordenó aquel
gigante—. Y no os acerquéis con él a menos que yo os lo
indique.
El chico no discutió. Se marchó caminando con
presteza y desapareció entre los arbustos.
-—¿Has visto? —le dijo el contrabandista una vez se
quedaron a solas—. Le he salvado la vida a este cabrón
una docena de veces y aún tiene las pelotas de dudar de
mí. Que disfrute de la tierra, no merece más —comentó
amistosamente, como si Hans fuese uno más de los
suyos.
—Y ahora… te toca a ti —murmuró, con una
indescriptible sonrisa—. Pero no te preocupes, no
mancharé mi espada con tu sucia sangre. Probarás tu
propia medicina.
Hans quiso moverse, pero seguía con las manos atadas.
Intentó forcejear, aunque pronto desistió. No tenía
fuerzas. El contrabandista soltó una carcajada y se sentó
encima de un enorme tocón. Sacó una bota y bebió.
—A tu salud —brindó con sarcasmo—. Y a la de tu
jodido hermano, para que siga ardiendo.
Ese comentario le bastó para entender por qué el
contrabandista tenía tanta rabia hacia su persona. Sus
ropas eran desgastados uniformes del ejército de Kalash.
De la división de Flergen, concretamente.
—Sí, ese cabrón la tuvo que liar bastante bien… Pero
bueno, él mató a mis hermanos y yo mataré a los suyos.
La vida siempre nos brinda oportunidades, ¿no? —
reflexionó con una sonrisa.
El contrabandista siguió mirando al cielo, soñador y
pensativo.
—De hecho, nos vamos a divertir un poco más.
Supongo que ya sabrás lo que llevamos con nosotros, por
eso intentaste seguirnos, ¿no? —preguntó el hombre.
Hans no tuvo fuerzas para hacer ningún comentario.
—Me lo tomaré como un sí —repuso él—. Pues bien,
llevamos unas piedrecitas bastante valiosas de Norie, de
esas que tanto os gustan a vosotros. Me ha costado unos
cuantos disgustos conseguirlas, la verdad. Sin embargo, la
recompensa por ellas me hará lo suficientemente rico
como para comprarme una ciudad entera. De hecho,
dudo entre dos. Hyorga tiene un clima más cálido, pero
Vendriel tiene más burdeles. Es una difícil decisión —
caviló el contrabandista, con expresión seria.
—Lo mejor de todo —continuó—, es que conseguí
más de las que me habían pedido. Y entre todas las
personas del mundo, vas y apareces tú en este camino de
mala muerte. ¿No es fantástico? Creo que hoy es el mejor
día de mi vida. Me dan hasta ganas de llorar —comentó
con júbilo.
Hans seguía agazapado en su árbol, sin lograr articular
una palabra.
—¿Sabes qué vamos a hacer? —preguntó el hombre—.
En cuanto te vi en la taberna, lo supe al instante. Os voy
a meter en grandes problemas, artificieros de mierda.
Avisaré a la Orden Braonista de la región y los traeré
aquí. Serán ellos los que te van a encontrar muerto, con
una de esas bonitas piedras robadas en tu bolsillo. Y por
si fuera poco, ahora aparecerás junto al cadáver de mi
compañero, un valiente y honorable soldado de Flergen.
¿Te imaginas lo que pasaría? El hermanito de Erik
robando objetos sagrados de Norie y siguiendo la
tradición familiar de asesinar gente inocente de Flergen.
Sin duda eso se convertiría en el fin de tu academia de
chiflados y de tu pueblo —afirmó, con gran placer.
El contrabandista dio otro sorbo y se echó a reír a
carcajadas.
Pese a su entumecimiento físico y mental, Hans
comenzó a agobiarse. Se había metido en un buen lío. De
resultar verdad todo lo que había dicho, estaba
comprometiendo no solo su vida, sino la de mucha más
gente. Por cosas menos importante habían estallado
guerras entre varios pueblos. La religión tenía mucho
poder de influencia en Norie. De ser eolitas valiosas, su
respuesta sería contundente.
Sin embargo, no tuvo demasiado tiempo para pensar,
dado que los otros contrabandistas aparecieron a lo lejos.
—¡Cosrant, dale el cofre a Daron y acércate! —bramó
su captor desde la distancia, mientras se ponía en pie.
El descomunal hombre se acercó a él, lo agarró por los
pies y comenzó a arrastrarlo por la tierra, en dirección al
río. Una vez llegaron, lo arrojó cerca del borde y esperó a
que llegase el joven.
—Bien, Cosrant. Me ha parecido notarte un tanto
preocupado, como si no te gustasen mis decisiones —dijo
el hombre con tono paternal—. Eres un chico inteligente.
Solo hablas cuando es necesario y cumples lo que se te
encarga a la perfección. Pero… todavía no te he visto en
acción —le susurró.
El joven pareció estremecerse.
—Así que hoy, y para celebrar que serás quien ocupe el
puesto de nuestro añorado Jeorhan, ¡tendrás que darle un
baño a nuestro amigo! —proclamó con tono festivo—.
Pero lo harás hasta que deje de respirar —puntualizó, con
repentina frialdad—. Puedes comenzar. ¡Vamos!
El chico se mantuvo inmóvil mientras miraba a su
compañero con una expresión indescriptible. Parecía
contrariado y nervioso. Lentamente, se encaminó hacia
Hans. Este intentó levantarse pero recibió otro duro
golpe en las costillas por parte del líder del grupo.
—Hasta nunca —le susurró este al oído—. Será tu
estúpida agua quien te mate. No hace falta que me
agradezcas este romántico final.
Unas suaves manos lo fueron arrastrando hacia el agua.
Allí, el chico lo levantó. Sus miradas volvieron a
encontrarse una última vez. Y Hans comprendió que él
no quería hacer aquello, pero no le quedaba más remedio.
Su cara era una perfecta máscara inexpresiva, pero sus
ojos verdes gritaban lo contrario. Aunque había algo raro
en él. Algo más…
El chico lo agarró con repentina violencia y comenzó a
hurgar en sus bolsillos. Encontró una pequeña navaja con
utensilios y dinero: cinco platines y diez sertrones de
bronce. Se los lanzó a su jefe, que los recogió al vuelo con
una sonrisa.
Cuando acabó de revisar su último y vacío bolsillo,
Hans sintió que ya nada lo apartaba de su final. Entonces,
una bocanada de vida lo inundó por dentro. Vio cómo el
chico quitaba la mano de su chaqueta y lo miraba a los
ojos. Sintió que algo caía en su bolsillo.
En cuestión de segundos, todas las sensaciones que
percibió encajaron a la perfección. La mirada del chico,
suplicando que lo entendiese. La fuerza que vibraba
intensamente en el ambiente, invadiendo su cuerpo cada
vez con más fuerza. La gran cantidad de energía que se
acumulaba en su bolsillo.
“Gracias”, gritó Hans en sus adentros.
Acompañó sus pensamientos con la mirada de
agradecimiento más sincera que había expresado en su
vida. El chico pareció entender. O quizá no.
Con agresividad, agarró su cuello y lo empujó hacia el
río. Hans no se resistió. Solo necesitaba aire y algo de
tiempo.
Con un empujón le metió la cabeza en el agua. Estaba
congelada, pero no le importó. Mantuvo los ojos cerrados
y calmó su mente. Conectó las energías y localizó a duras
penas las presencias.
Aunque estaba recobrando sus fuerzas, le dolía cada
parte de su cuerpo y no tenía visión directa del objetivo.
Iba a ser difícil. Aun así, se decidió por la técnica más
rápida y precisa que conocía. Las probabilidades de
cogerlo desprevenido aumentarían con ella.
“… Canalizar… Moldear… y…”
Un súbito proyectil salió del agua y atravesó el pecho
del contrabandista jefe, que no pareció inmutarse. Al
cabo de unos segundos, el chico aflojó su agarre y Hans
sacó la cabeza con urgencia, en búsqueda de oxígeno.
El contrabandista aullaba de dolor, pero seguía vivo.
Había fallado; le había perforado un pulmón, no el
corazón. Se había jugado toda su energía restante en un
ataque y había errado el tiro. Ese era su final. Otro
fracaso.
Aquella bestia comenzó a caminar. Con una mano se
oprimía el pecho, de donde salía sangre. Con la otra,
portaba su gran espadón. Hans vio cómo se acercaba
hacia él. Percibió el sonido de la enorme hoja al cortar el
aire, elevándose para dar el golpe final. Exhausto, ni
siquiera tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a la
muerte viniendo de frente.
Pero ella no llegó a tiempo. Escuchó un enorme
choque y sintió cómo las vibraciones del sonido metálico
le acariciaban el rostro. Pudo echar una última mirada.
El joven había interpuesto su espada, mucho más
pequeña y estilizada, en la trayectoria del ataque. La
sostenía con las dos manos, apoyando una en cada
extremo del arma. De la mano que agarraba el filo,
goteaba sangre.
Vio la cara de incredulidad del contrabandista. Vio
cómo su rostro y su garganta buscaban articular unas
palabras que su mente no lograba encontrar. Y finalmente
vio cómo el chico, con un movimiento fluido pero
certero, clavaba su espada en el lado del pecho correcto.
El hombre se desplomó de espaldas en el río, tiñendo
sus aguas de un color rojizo. El otro contrabandista corría
hacia ellos, blandiendo dos mazas. No tuvo más fuerzas
para aguantar. Su vida dependía ahora de la destreza de
aquel chico y de que los motivos que lo llevaron a salvarlo
resultaran suficientes para hacerlo una vez más.
Cerró los ojos y se dejó abrazar por el río. Solo sentía el
murmullo de su suave corriente. Fue entonces cuando la
nada volvió a ocupar el lugar que le correspondía. Una
vez más.
3. El colgante de Alda
Un leve traqueteo volvió a despertarlo. Su corazón
comenzó a latir con intensidad al escuchar aquel sonido.
Volvía a estar en la carreta de los contrabandistas, pero
esta vez iba destapado. Le dolía todo el cuerpo, pero
seguía vivo.
Alzó la mirada y vio que el chico guiaba los caballos.
No había ni rastro de los otros dos contrabandistas.
—Gracias... —logró decir Hans.
El chico se sobresaltó al escuchar su voz. Giró la
cabeza hacia donde se encontraba y lo miró.
—Ya tendrás tiempo para dármelas. Ahora descansa.
Le dedicó un amago de sonrisa antes de volver a centrar
su atención en el camino. No fue una sonrisa placentera.
Detrás parecía esconderse bastante resignación. Sin
embargo, Hans agradeció la oportunidad y siguió
durmiendo. Ya tendrían tiempo para ponerse al día.
Se despertó horas más tarde, cuando el sol ya estaba en
su cénit. Estaban parados bajo la sombra de una gran
secuoya. Se incorporó y echó un vistazo. El chico estaba
al lado de la carreta, calentando el contenido de una olla
en una pequeña fogata.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó cuando lo vio
incorporarse—. Te he puesto un bálsamo en las heridas
de la cara. Procura no tocarte.
—Me duele todo, pero creo que puedo ponerme de pie
—respondió Hans mientras tanteaba su rostro.
Con cuidado, fue gateando hasta el borde de la carreta,
donde comprobó la fuerza de sus piernas. Se descolgó
por la parte más baja y apoyó los pies en el suelo,
tambaleándose ligeramente. Luego, se acercó a donde
estaba el joven.
—En la carreta hay algo de ropa seca —le comentó—.
Quizá sigas un poco mojado.
Hans fue entonces consciente de lo entumecido que se
sentía. Regresó a la carreta a buscar las prendas y cogió
las que le servían.
Se acercó de nuevo al joven y percibió un olor a sopa
proveniente de la olla. Tenía el estómago revuelto y no le
apetecía comer nada en aquel momento, pero quizá le
ayudara a recuperarse.
—Bueno, gracias de nuevo por lo que hiciste —dijo
Hans—. Me has salvado la vida. Dos veces.
—Tú habrías hecho lo mismo —respondió el chico, sin
apenas mirarlo.
—Lo que sea, pero gracias —repuso—. Morir siempre
es problemático, pero más aún si mienten sobre lo que
hiciste para perjudicar a tu pueblo.
El joven se encogió de hombros.
—Sí… El plan inicial pasaba por robarte, pero
Dórovan era una persona horrible y con bastante
imaginación. Una combinación terrible —murmuró el
chico.
Hans tenía muchas preguntas, pero había aprendido a
dosificarse.
—¿Cómo te llamabas? —preguntó Hans.
—Matt. Matt Meriens. Aunque ellos me conocían como
Cosrant. Obviamente oculté mi verdadera identidad…
Esperó unos instantes, pero él no le preguntó el suyo,
así que dedujo que ya lo sabía. Probablemente lo
conociese de la Academia o por ser el hermano de Erik,
quien era bastante más conocido que él.
—Y aparte de que asesinar gente es algo terrible, ¿qué
otros motivos te llevaron a ayudarme? ¿Eres de Thalassia?
El chico entornó la mirada hacia él.
—¿Me conoces? —preguntó.
—No, pero dudo que un contrabandista tenga
demasiadas objeciones en que sus compañeros maten a
gente. Así es el negocio. Tiene que haber otros motivos
—razonó Hans.
El comentario no pareció gustarle demasiado a Matt, ya
que su expresión se enfrió bastante.
—Yo no mato a personas por dinero. Jeorhan siempre
me ayudaba cuando Dórovan me encargaba algo así —
respondió con sequedad—. Pero ayer lo mató. Sin más.
Solo por llevarle la contraria.
Hans se maldijo por su torpeza.
—Lo siento Matt, no pretendía decir eso. Supongo que
tendrás que explicarme qué hacían dos buenas personas
acompañando a esa bestia llamada Dórovan.
La expresión del chico volvió a relajarse. Hans había
recuperado justo a tiempo la estabilidad de la
conversación.
—Jeorhan no era una buena persona, simplemente se
preocupaba un poco por mí. Le gustaba hacer daño a la
gente, y a mí no, así que teníamos un trato —explicó
Matt.
Hans se limitó a asentir con la cabeza.
—Como bien has supuesto, tengo vínculos importantes
en Thalassia —continuó Matt—. Nací y crecí en Carlyn,
pero nos mudamos cuando yo tenía trece años. Mis
padres se quedaron sin trabajo y mi hermana necesitaba
bastantes cuidados, así que viajamos a Thalassia para
trabajar en las murallas. Pero todo se torció hace un año.
A Hans se le puso un nudo en la garganta. Tenía que
escoger muy bien sus palabras si no quería tocar
demasiadas fibras sensibles.
—Vaya… Espero que tus padres no estuvieran
trabajando en la bahía aquel fatídico día… —comentó
Hans sombrío.
—Por desagracia, sí.
Hans tragó saliva y esperó.
—Mi madre estudió brigadismo cuando era joven.
Trabajaba en la tercera muralla. Nunca encontramos su
cuerpo… —murmuró—. Mi padre era pescador en la
segunda muralla. Pero tú le salvaste la vida —puntualizó,
mirándolo.
—Vaya… De haber llegado un poco antes quizá podría
haber salvado a más personas… Fue un día horrible.
—Todo ha ido de mal en peor desde aquello —
murmuró Matt con sinceridad—. Mi madre murió y mi
padre perdió la movilidad en las dos piernas por culpa de
una tarántula. Ahora tiene grandes problemas para
caminar y dolores constantes. Mi hermana necesita
muchos cuidados para tener una vida aceptable y yo soy
el único que está bien, así que tengo que ayudar como
sea. Fui de trabajo en trabajo, hasta que me quedé sin
nada. Necesitaba mantener a mi familia, pero la crisis
provocada por el incidente de Flergen hacía estragos.
Desesperado, opté por una opción poco aconsejable. Y
así es como acabé rodeado de toda esta basura —
puntualizó, con un deje de resignación en su voz.
Parecía que el chico no había tenido a nadie con quien
hablar en los últimos años. Las palabras brotaban de su
boca con fluidez, buscando ser libres. Buscando a alguien
que las escuchase de una maldita vez.
—Entiendo… —murmuró Hans—. Tus motivos son
honrados. Es una pena que no tuvieras otras opciones. Es
bastante fácil cambiar para peor cuando vives rodeado de
todo esto.
—¡Dímelo a mí! —exclamó—. Ayer tuve que acabar
con la vida de dos personas. Pese a que eran seres
detestables y merecían morir una y mil veces, fui yo quien
los maté. Yo, con mis propias manos —enfatizó,
mirándolas.
Parecía perturbado por sus pensamientos. Tenía la
mirada perdida en el contenido de la olla y la revolvía sin
parar. Hans buscó argumentos con los que aliviar su
atormentada mente.
—No le des demasiadas vueltas a la cabeza —
respondió Hans—. Vivimos en un mundo complejo,
donde la bondad coincide habitualmente con la malicia, el
chantaje y la crueldad. Un mundo donde la vida y la
muerte se encuentran a escasos metros. Y a veces nos
vemos forzados a tomar este tipo de decisiones.
El chico lo miró. Parecía escuchar con atención cada
una de sus palabras.
—Yo mismo he hecho cosas de las que me arrepiento,
pero sé que eran la única salida. Son las contradicciones
que tenemos que afrontar y el precio que pagamos por
vivir en estos tiempos. Y porque aquellos a los que
queremos sigan viviendo —reflexionó.
Matt pareció serenarse un poco con esos pensamientos.
Su mirada no transmitía tanta angustia.
—Si llegan a encontrarte con las eolitas robadas,
Thalassia se vería en problemas… —murmuró, con voz
queda—. La idea original era solo robarte, pero a
Dórovan se le fue de las manos e ideó todo el plan en la
taberna. Jeorhan se opuso y pagó las consecuencias. Si
además apareces junto al cuerpo de un soldado de
Flergen, toda Thalassia se vería envuelta en otra crisis.
Una vez más. No tuve más remedio que actuar… —
resumió Matt, cabizbajo—. Por ti, por mi familia y por
nuestro pueblo.
Sus motivos le resultaron demasiado sinceros y
convincentes, así que cambió de tema. Sabía que Matt no
se sentía cómodo recordando lo que había hecho el día
anterior. Y era comprensible.
—Gracias de nuevo —insistió Hans—. En cuanto a las
eolitas…, ¿puedo verlas? ¿Quién os encargó que las
consiguierais?
—Están en su cofre, dentro de la carroza —respondió
el chico sin demasiado interés—. En cuanto al encargo…
lo único que sé es que el destino era el reino de Kalash.
Del resto no tengo ni idea. Dórovan siempre se ocupaba
de eso y nunca decía ni una sola palabra relacionada con
los compradores. Y realmente, yo prefería no saberlo —
añadió.
Hans asintió y fue a buscarlas. En cuanto se encaminó
hacia la carreta, comenzó a sentirlas. Estaba demasiado
magullado y cansado como para tener una buena
capacidad perceptiva, pero allí estaban. No había duda.
Todavía recordaba la energía tan pura que había sentido
en la taberna. Abrió el pequeño arcón y se quedó sin
palabras.
Entre varias eolitas, de diferente tamaño, forma y
pureza, había un colgante. Solo lo había visto una vez en
su vida y nunca creyó que lo vería fuera del templo de
Isioktes. Era la reliquia conocida como “El colgante de
Alda”. Un tesoro para Norie y para la Humanidad.
Cogió el colgante y sintió la energía vibrar. Era una joya
preciosa, con una forma estilizada y de color ámbar. Pero
eso no era lo más importante. En su centro, engarzada,
tenía una de las eolitas más puras de todas las existentes
en el continente. Era completamente lisa y de un intenso
color negro.
—¿Tan valiosa es? —preguntó Matt, que se había
acercado y observaba su expresión.
—No te lo puedes ni imaginar. Si me hubieseis
entregado
con
este
colgante
en
mi
bolsillo,
probablemente ya estaríamos en guerra.
—Me alegro de que no haya pasado —respondió, con
voz cansada—. ¿Te apetece comer algo? Ya tendremos
tiempo para hablar después. El camino es largo.
Hans se dio un momento para reflexionar. Aquello no
era ninguna broma. Necesitaba saber cómo habían
conseguido aquella reliquia, pero no quería forzar a Matt.
Parecía estar exhausto.
—¿Cuáles son tus planes? —preguntó.
—Bueno… Es bastante probable que gente peligrosa
me esté buscando, así que no quiero pasar mucho más
tiempo aquí. Volveré a Thalassia e intentaré empezar de
nuevo, en lo que sea —explicó—. Preferiría viajar hasta
casa con escolta. Y qué mejor protección que tener al
Elementalista del Agua a tu lado —murmuró Matt, con
un deje de admiración en su voz.
Las defensas de Hans se desvencijaron ante aquel
comentario. Siempre resultaba agradable que alguien le
recordase quién era.
—Ya has visto que no he servido de mucho. Si no fuera
por ti, estaría muerto —respondió.
Matt entornó los ojos y una leve sonrisa apareció por
primera vez en su rostro.
—Sé que no llevabas eolita contigo cuando nos
encontramos. Y todo el mundo sabe que no podías
utilizar tus habilidades fuera de Thalassia. Pero Dórovan
insistió en que serías lo suficientemente estúpido como
para seguirnos. Y así fue.
Hans levantó las cejas, sorprendido y dolido a la vez.
—¿Eres capaz de percibir eolita?
—¿Y por qué crees que una de las organizaciones
contrabandistas más peligrosas de la zona me iba a
aceptar en su grupo? —respondió Matt—. Manejo
bastante bien la espada, pero eso no tenía valor para ellos.
Yo era su buscador. Puedo sentirla y guiarlos hasta ella,
pero nada más.
Hans estaba perplejo. Guardó el colgante de Alda en el
cofre y se aseguró de esconderlo bien dentro de la carreta.
Luego bajó de ella y se acercó a Matt.
—Comeré encantado tu sopa y luego volveremos
juntos a Thalassia. Y sí, tenemos mucho de lo que hablar
—afirmó.
Tomaron la sopa en silencio, dando pequeños sorbos.
No era ningún manjar, pero les mantendría el cuerpo
caliente. Recogieron los bártulos, procurando no dejar
rastro alguno de su presencia. No sabían quién o quiénes
podían estar detrás de ellos.
Se pusieron en marcha. Todavía había bastante camino
hasta la frontera con Thalassia y tan solo faltaban unas
horas para la llegada de la noche. Decidieron seguir la
ruta conocida como La travesía del sur. Tardarían un
poco más, pero era un camino bastante seguro y
concurrido, aunque también bastante obvio. Sería el
primer lugar en el que cualquier persona buscaría a
alguien. Sin embargo, nadie en su sano juicio se atrevería
a buscar problemas en las rutas oficiales. Existía una
guardia encargada de vigilarlas y las condenas por asaltar a
viajeros o a caravanas de mercaderes podían llegar hasta
la pena de muerte en Carlyn. Por eso, apartarse de los
caminos estatales nunca solía ser una buena opción.
Matt guiaba la carreta, sentado en su parte delantera.
Hans estaba recostado en ella, con su cabeza apoyada en
los asientos, pudiendo así descansar y hablar con él al
mismo tiempo.
—Entonces… —comenzó Hans—. ¿Desde cuándo
eres capaz de sentir la eolita? ¿Desde que eras pequeño?
—No recuerdo muy bien cuándo fue la primera vez
que me di cuenta de mi capacidad —respondió Matt, sin
desviar la mirada del camino—. Creo que fue cuando
tenía trece años, recién llegado a Thalassia. Ahora tengo
dieciocho.
Hans no sabía muy bien qué pensar. No había
demasiada gente en el mundo capaz de percibir eolita, y
mucho menos sin un entrenamiento previo. Incluso le
dolía pensar que aquel chico pudiera tener esa habilidad
sin preparación. Él había comenzado a desarrollar el
elementalismo, junto con su hermano, cuando tenía
catorce años. Y teniendo en cuenta que Erik había sido su
mentor y el mejor elementalista que jamás haya existido,
su progresión había sido bastante lenta. Hasta los
dieciséis no consiguió dominar la percepción y la
interacción con las energías. A los diecisiete consiguió
ejecutar su primera técnica. Y de aquello ya habían
pasado once años.
Sacudió aquellas ideas fuera de su cabeza y continuó
con sus preguntas.
—Entonces… ¿Qué es lo que sabes sobre la eolita y lo
relacionado con ella?
—Casi nada, realmente —contestó Matt—. Sé que son
una especie de piedras preciosas, muy codiciadas.
También estoy al tanto de que las necesitáis para vuestras
técnicas, pero no tengo ni idea de cómo lo hacéis.
A Hans le sorprendió de nuevo su respuesta.
—¿No conoces los principios de los elementalistas?
Matt negó con la cabeza mientras corregía el avance de
los caballos.
—Tampoco sabrás nada sobre cómo interaccionar con
las energías… —dedujo Hans.
—Así es —murmuró Matt sin inmutarse—. Lo único
que sé es que puedo sentir dónde hay eolita. Es como una
presencia, como un cúmulo de presión en el ambiente.
No sé explicarme bien. Y la verdad, nunca me planteé
entrar en la Academia y estudiar elementalismo. He
tenido demasiadas preocupaciones y responsabilidades
últimamente…
A Hans todo aquello le resultaba muy extraño. Sin
embargo, había expresado de una forma bastante precisa
lo que se sentía al percibir una eolita.
—En cuanto al colgante que tanto te preocupa, no
tengo ni idea —continuó Matt, intuyendo sus próximas
preguntas—. Hace quince días visitamos muchos lugares
en la ciudad de Norie. Allí me limité a hacer mi labor:
encontrar la eolita, decir dónde estaba y esperar a que
ellos la consiguieran. Y de allí veníamos cuando te
encontramos —añadió.
El color y la expresión de Hans cambiaron de golpe.
—¿Habéis entrado en el Gran Templo de Isioktes y
robado algunas de sus reliquias por la fuerza? —
murmuró, asombrado—. Cuando vi el colgante di por
hecho que habríais sobornado o asesinado a alguien de la
orden braonista para conseguirlas
—¿Un templo? —preguntó, extrañado—. Hmmm…
Sí, visitamos un enorme templo en donde sentí bastantes
eolitas, pero no tenían intención de asaltarlo, según me
explicaron en su momento. Había bastantes guardias por
la zona. Usualmente entraban en casas particulares o
pequeños templos y salían con un botín bastante
modesto.
Hans se relajó un momento.
—Aunque ahora que lo dices… —musitó Matt—. Es
posible… El último día tenían una misión importante
para conseguir eolita, de la que no me contaron los
detalles. Yo me ocupé, junto con Jeorhan, de tener la
huida organizada para cuando regresaran con el botín. A
mí nunca me llevaban a los combates, ya que no
confiaban en mis capacidades. Lo que me resultó bastante
extraño es que salieron ocho y solo volvieron dos:
Dórovan y Daron. Dijeron que la cosa se había puesto
fea y que teníamos que huir. Nunca antes habíamos
perdido a ningún compañero. Eran bastante eficientes en
su labor, por desgracia.
—¡Está claro que ellos asaltaron el templo de Isioktes!
—exclamó Hans—. Ese colgante llevaba allí guardado
cientos de años. ¿Eres consciente de lo que han hecho tus
compañeros? Habéis ido a robar al lugar menos indicado
de todo el mundo.
A Matt no pareció afectarle demasiado. Se encogió de
hombros y continuó guiando la carreta.
—¿No conoces las leyendas sobre Alda? ¿Ni el
braonismo? —preguntó Hans, extrañado.
—¿Qué? —contestó Matt—. No, no sé de qué me
hablas. Era la primera vez que visitaba Norie.
Hans suspiró y ordenó sus pensamientos. Aquel chico
no sabía en dónde se había metido, pero tampoco le
sorprendía. Era bastante habitual que las personas criadas
en Carlyn no conociesen demasiado del mundo que los
rodea. Sus escuelas eran bastante dogmáticas y solían
pasan por alto lo que ocurría en el resto de estados y
reinos. Solo les interesaba transmitir sus ideas y su visión
del mundo.
Dadas las circunstancias, todo lo ocurrido podía
considerarse un golpe de suerte. Habían recuperado un
objeto de incalculable valor para Norie. Con un plan
adecuado, este hecho podría servirles para fortalecer las
relaciones entre Thalassia y Norie, algo que necesitaban
desde hacía mucho tiempo. Tenía muchas cosas que
agradecerle a aquel chico. Demasiadas.
Y por si fuera poco, estaba claro que tenía un talento
innato para el elementalismo. Ningún grupo de
contrabandistas comunes podría haber encontrado eolita
por sí mismo, y menos de aquella pureza. Hans no pudo
evitar preguntarse quiénes serían las personas que los
habían contratado para robar eolita en el templo de
Isioktes. Conseguir tales reliquias y salir de allí con vida
era prácticamente imposible. La recompensa por haberlo
hecho tenía que ser desorbitada.
—Tendré que comenzar desde el principio —murmuró
Hans, abrumado—. Quizá te parezca que algunas cosas
no vienen a cuento, pero es necesario. Todo acabará
relacionándose —añadió.
Comenzó a explicarle a Matt partiendo de aquello que
los había unido: las eolitas.
En torno al origen de las mismas existían múltiples
explicaciones, tanto científicas como religiosas. Sin
embargo, todas coincidían en un hecho irrebatible: a lo
largo de la Historia se habían producido diferentes lluvias
de estos fragmentos rocosos por todo el continente. Y
estas lluvias de asteroides tenían algún tipo de relación
con la creación y la evolución de los planetas. Donde
diferían era en la explicación.
Las personas que no creían en dioses o en divinidades
todopoderosas, sino en el estudio de la naturaleza y la
astronomía, atribuían el origen de las eolitas a la caída de
fragmentos de otros astros. Resulta bastante relevador el
hecho de mirar el cielo en una noche despejada.
Cualquiera puede descubrir los miles de estrellas y
planetas que conforman el universo. Las eolitas no son
más que fragmentos restantes de la destrucción total o
parcial de algunos. Estos restos, por motivo del azar,
fueron a parar a nuestro planeta.
Otra teoría, llevada a cabo por los científicos y
astrónomos de las universidades de Sekyo, el país más
avanzado de todo el continente, sugiere que en sus
comienzos, todo el universo estaba concentrado en una
gran masa de materia y energía. En un determinado
momento, esta gran masa estalló y comenzó a expandirse,
formando así las diferentes constelaciones y agrupaciones
planetarias. Pero no todo aquel material primigenio
consiguió congregarse en un planeta o una estrella. Otro
mucho lleva viajando y orbitando desde el principio de
los tiempos, hasta que logra encontrar su lugar
correspondiente. Las eolitas son consideradas fragmentos
restantes del inicio del universo y dentro de ellas está su
esencia. Potencialmente pueden dar lugar a cualquier
cosa, si son tratadas de la forma adecuada. Esto indicaría
por qué las eolitas son unas fuentes de energía de tanta
pureza y utilidad.
Y en tercer lugar, están las teorías de las diversas
religiones existentes, las cuales atribuyen la caída de
eolitas a mensajes divinos. De hecho, la religión más
importante y hegemónica de la historia, el braonismo,
surgió a partir de una gran lluvia de eolitas.
El braonismo propone que la caída de estos fragmentos
rocosos fue consecuencia directa de una gran debilidad
temporal en la esencia creadora.
—¿Perdón? —interrumpió Matt.
Hans ladeó la cabeza.
—Supongo que tendremos que profundizar un poco
más, pero son demasiadas cosas…
—respondió,
pensativo—-. Es importante que conozcas algunas
explicaciones religiosas, porque son las que nos han
traído aquí. Nunca he creído en algunas de sus teorías,
pero últimamente me están dando bastantes quebraderos
de cabeza —añadió Hans, mientras su mente recordaba
aquel enorme leviatán destrozando la tercera muralla.
Optó por centrarse en la temática de las eolitas, aunque
para
ello
necesitaba
explicarle
algunos
de
los
fundamentos del braonismo. De todas formas, esta
religión era el punto de partida de las civilizaciones
modernas. Todo el mundo debería conocer sus
principios.
—Según el braonismo, nuestro planeta y todas las
especies que lo habitamos, fuimos creadas por un mismo
dios: Raoar. Esta divinidad está conformada por una
dualidad de esencias: la creadora y la destructora. Y de
esta dualidad surgen todas las demás, que están presentes
en todos nosotros y que le dan sentido a nuestra
existencia.
>>Existen muchos ejemplos: la muerte da significado a
la vida, la tristeza da significado a la felicidad, el fracaso
da significado al éxito. Todas adquieren relevancia gracias
a su opuesto, y estas dualidades están en constante
conflicto y equilibrio. Según el braonismo, las dos
esencias de Raoar se retroalimentan y equilibran en
función del comportamiento de sus creaciones. Cuanta
más tristeza, maldad y codicia exista en ellas, mayor será
la fuerza de la esencia destructora. A mayor felicidad,
bondad y generosidad, mayor será la fuerza de la esencia
creadora. La clave de la existencia, según ellos, está en el
equilibrio de la dualidad.
—¿La clave está en el equilibrio entre ambas? —
interrumpió Matt—. ¿Y eso por qué? Obviamente sería
mejor que la esencia creadora fuese más fuerte que la
esencia destructora.
Hans sonrió.
—Eso mismo dije yo hace bastante tiempo. Y todavía
sigo dándole vueltas a día de hoy… —añadió,
pensativo—. Sin embargo… Te haré las mismas
preguntas que me hizo un pensador braonista en su día:
¿cuántas personas dejan de valorar
precisamente
por
no
tener
su felicidad
preocupaciones
y
acostumbrarse a ella? ¿Cuántas amistades o parejas se han
deteriorado por no haber discutido cuando era necesario?
¿Cuántos excesos de bondad han sido duramente
traicionados en este mundo?
Matt guardó silencio, con la mirada fija en el horizonte
que se dibujaba al final del camino. La propuesta del
equilibrio braonista era una idea que llevaba algo de
tiempo digerir.
—De todas formas, ya pensarás sobre ello. No son sus
fundamentos morales lo que te quería explicar. Ya tendrás
tiempo a leerlos en Thalassia. Necesito utilizar el
concepto de la dualidad equilibrada, ya que todo deriva de
él —puntualizó antes de continuar.
>>El equilibrio de las dualidades era el principio sobre
el que sustentaba la existencia de las personas, pero
también la del dios Raoar.
>>En un determinado momento de la historia, el
mundo estaba plagado de guerras, enfrentamientos y
divisiones. Según se recoge en algunos escritos arcaicos,
los enfrentamientos se habían alargado durante milenios.
Esto se traducía en un dominio abrumador de la esencia
destructiva a lo largo y ancho de todo el planeta.El odio
se adueñó de las mentes y los corazones de sus gentes y
fue intoxicando el aire, las tierras y los mares, trasladando
así sus energías a la parte destructora de la divinidad.
Finalmente, el equilibrio entre la dualidad de Raoar no
pudo sostenerse más, y el caos comenzó a reinar. La
esencia destructora se había adueñado de todo.
>>Lo primero en caer fueron los mares. Estos,
antiguas fuentes de vida, fueron intoxicados por la
esencia destructora. Sus aguas, ahora malditas, nunca más
pudieron ser navegadas. De sus profundidades habían
surgido los nueve leviatanes, encargados de sembrar el
caos y de recordarles su estupidez eternamente. Más
tarde, cayeron las fértiles y prósperas tierras del sur.
Antaño habían sido interminables terrenos llenos de
cultivos y pastos, que proporcionaban recursos a toda su
población. Hoy en día, salvo algún oasis que pervivió, no
queda nada más que polvo y arena.
>>Y por último… fueron los cielos. Sus suaves y
apacibles nubes, así como sus dulces vientos, se
transformaron en un cúmulo de vendavales, relámpagos y
oscuridad. Un manto que no dejaba ver el sol.
>>Es entonces cuando llegamos al punto clave de la
historia, según el braonismo. La esencia destructora había
tomado el dominio total de la consciencia divina. El fin
era inevitable. De los cielos comenzaron a caer lo que
conocemos como eolitas, las cuales arrasaron gran parte
de las poblaciones. Para el braonismo, eran las mismas
lágrimas de la esencia creadora, arrinconada en un rincón
del ser divino, que lloraba impotente al ver cómo estaba
destruyendo su propia creación.
>>Fue exactamente en ese momento, donde todo
parecía perdido, cuando surgió el braonismo. Fue su
fundadora la que consiguió unir a todos los pueblos
restantes y acabar con las guerras, restableciendo así el
equilibrio. De esta forma, consiguió devolver su fuerza a
la esencia creadora y esta pudo cesar la lluvia de eolitas y
el resto de catástrofes. A partir de entonces, el braonismo
se convirtió en la religión mayoritaria del planeta. Surgió
también, gracias al entendimiento y hermandad que
provocaba tener unas creencias comunes, la primera gran
civilización, Norientum, madre de todos los estados y
reinos actuales.
>>Y su fundadora y salvadora de la Humanidad, no
fue otra que la portadora original del colgante que tienes
en tu carreta —puntualizó Hans mientras señalaba el
cofre—. Alda “La Semidiosa”.
Matt dio un respingo y palideció.
—Es decir, he ayudado a robar una reliquia
perteneciente a la creadora de una religión que es seguida
por millones de personas y que en teoría salvó al mundo
de su fin. Genial… —murmuró Matt.
—Ya lo arreglaremos —respondió Hans, restando
importancia al asunto—. Además, según me has
comentado, nadie te ha visto. Y si alguien te reconociese,
tengo buenas relaciones con gente influyente de Norie.
Gracias a ti pudimos recuperarla a tiempo. Lo
entenderán. O haré que lo entiendan.
Matt no parecía muy convencido. Continuó un buen
rato en silencio, dirigiendo la carreta, hasta que recobró el
ánimo.
—Entonces… ¿Quién tiene razón con lo de las eolitas
y los leviatanes?
—Supongo que todos y ninguno —respondió Hans—.
Sabemos que Alda existió y que fue la fundadora de la
civilización moderna, en gran medida gracias al poder que
le aportó ser la visionaria y creadora del braonismo. Sin
embargo sus explicaciones son bastante fantasiosas y, en
su
mayoría,
puras
conjeturas
en
relación
a
acontecimientos naturales. En sus inicios cumplieron una
serie de funciones: servían para dar explicaciones al
funcionamiento del mundo y asentaban una serie de
normas morales para la sociedad. Y lo consiguió, fue una
revolucionaria en su época. La vida y el entendimiento
triunfaron. Lo que no sé es si realmente creía en todo lo
que decía…
Matt asintió. Él tampoco parecía creerse todas aquellas
leyendas.
—Hoy en día no existen demasiadas razones objetivas
para creer en sus explicaciones —continuó Hans—. Lo
que sí tenemos claro, y cada vez más, es que en su época
vivieron acontecimientos que ocurren muy pocas veces
en la historia, como son las lluvias de eolitas o la
aparición de gigantes marinos. Nuestra Historia reciente
nunca había visto nada igual. Hasta ahora. Y eso nos
desconcierta bastante... —murmuró-—. Ellos sabían
secretos de este mundo que nosotros desconocemos.
Matt paró la carreta. Parecía saturado de atender al
camino y a las explicaciones. Se desperezó en el banco,
mientras estiraba sus músculos.
—¿Y por qué la consideraban una… semidiosa? —
preguntó.
—Según las escrituras y leyendas que han perdurado,
algunos pensaban que Alda era fruto de la unión de Raoar
con una mujer mortal. Otros lo atribuían a su mirada
bicolor —explicó Hans—. La gente decía que su ojo
izquierdo, de color azul, le permitía observar el mundo
bajo la perspectiva de Raoar. El derecho, que era verde, le
brindaba la mirada de una mujer común. Se decía que
tenía las dos esencias, el equilibrio entre dios y sus
creaciones. Desde entonces, toda persona con esa rara
característica física es considerada como alguien elegido
para hacer grandes cosas. Y en cierto modo, suele ocurrir.
Mi hermano Erik tenía un ojo de cada color… —añadió.
Matt asintió. Parecía recordar las leyendas en torno a la
mirada bicolor de Erik, el Elementalista del Fuego.
—¿Y qué hay del colgante? —preguntó Matt.
—Ah, sí —recordó Hans—. Ahí es a donde quería
llegar. Mi hermano y yo siempre hemos pensado que Alda
fue la primera elementalista de la historia. Piénsalo bien.
Cientos de años de guerras, las primeras civilizaciones al
borde del colapso y una mujer y sus seguidores consiguen
la paz que salva al mundo, mediante una serie de normas
y principios. Parece fácil, ¿no? Sin embargo, hubo
decenas de religiones anteriores y posteriores a ella que
no tuvieron el mismo éxisto. El braonismo funcionó
porque acertaron en algunas de sus predicciones y porque
su fundadora era considerada una semidiosa, un mito
viviente. Era una mujer admirada, pero también temida.
Una mujer cuyo colgante contenía una eolita negra. No,
no… Son demasiadas casualidades —explicó Hans,
pensativo—. Solo con tener la razón no es suficiente.
Necesitas tener poder.
De vez en cuando Matt fruncía el ceño y Hans bajaba el
ritmo de la narración para darle un respiro.
—Y nosotros tenemos su colgante —añadió Hans,
señalando el cofre que llevaba bajo sus pies—. Esto tiene
un valor descomunal. Y no solo hablo de dinero. Hablo
de valor religioso, social y político. Sé que existen otros
objetos que en teoría pertenecieron a Alda, pero estoy
casi seguro de que este es el más valioso. Tengo que
planear bien mis explicaciones… —murmuró Hans.
Decidió entonces terminar la charla histórica. Matt tenía
suficiente información que almacenar y procesar.
Las siguientes horas del viaje fue Hans quien se abrió
de una forma más personal a Matt. Le habló sobre los
diversos motivos que lo llevaron a abandonar la ciudad:
su obsesión con la desaparición de Erik, su posterior
aislamiento del mundo, la dejación de funciones en la
Academia, el deterioro de sus habilidades…
Fue una exposición sincera, como nunca había hecho
en los dos últimos años. Hans ya confiaba ciegamente en
aquel muchacho, pese a haberlo conocido el día anterior.
Le había confiado su vida y el chico la había conservado.
No tenía nada más que demostrar. Y además, aquella
charla le servía para ordenar su cabeza antes de regresar a
casa.
—Te encontraste a ti mismo, pero no conseguiste
averiguar nada concluyente sobre tu hermano, ¿verdad?
—preguntó Matt.
—Verdad.
Era cierto. Seguía siendo un maldito misterio sin
resolver. No había ningún indicio al que agarrarse. Hasta
ahora.
El robo del colgante de Alda, bajo encargo de alguien
del reino de Kalash, no podía ser un acontecimiento
aleatorio. Había algo detrás, algo grande. Esa misión no
podía ser conseguida sin influencias o sin información
privilegiada. Alguien quería provocar una confrontación,
o algo peor.
—Y tú… ¿qué es lo que crees?
Hans ladeó su cabeza, sorprendido por la pregunta.
—Pues… realmente creo que el fuego es obra de mi
hermano. Nadie ni nada podría haber conseguido unas
llamas así —masculló con dificultad—. Sin embargo, sé
que hubo un buen motivo para ello. Llámese leviatanes,
invasiones o traiciones. No lo sé. No creo que siga vivo;
si no, habría encontrado la manera de comunicarse o
volver con nosotros. Las llamas azules que cubren
Flergen pueden detener a cualquier persona. Excepto a él
—añadió.
Matt se limitó una vez más a asentir con la cabeza y
volvió a fijar su mirada en el horizonte.
Pasaron unos minutos en silencio, observando cómo el
paisaje comenzaba a volverse más silvestre, señal
inequívoca de que ya estaban llegando a la zona norte de
Carlyn.
Esta
compartía
bastantes
características
orográficas con su estado. Terrenos más accidentados,
abundantes bosques y aire fresco. Era como volver a
respirar de nuevo, tras estar rodeado de polvo y calor
durante gran parte de la Travesía del sur.
Y entonces, la expresión de Matt cambió en un
instante. Su cara mostraba el mismo miedo de la noche
anterior. Giró su cabeza y miró en la dirección contraria,
escudriñando los caminos.
Hans también lo sintió. Había una energía eolítica
acercándose. A gran velocidad. Pero no era la simple
emisión de una eolita. Aquella energía estaba siendo
canalizada. Estaba lista para atacar.
—¡Corre! ¡Acelera el paso! —gritó Hans.
Matt fustigó a los caballos, nervioso. Estos comenzaron
a galopar casi al instante, haciendo que la carreta
alcanzase una velocidad mucho más alta de la
recomendable. Los baches y socavones en la carretera
propinaban duras sacudidas al vehículo.
Hans miró a sus espaldas y vio un caballo negro al
fondo.
Iba
al
galope,
siguiéndolos.
Una
figura
encapuchada lo cabalgaba. Y comenzaba a alcanzarlos.
—¡Más rápido!
—¡No puedo ir más rápido! —gimió Matt.
Hans miró al horizonte y vio su salvación.
—¡Llega hasta ese puente y frena en él!
La carreta entró a toda velocidad en el puente de
madera que atravesaba el río Milso. El sonido de los
tablones al ser impactados por la ruedas asustó a los
caballos, que frenaron en seco.
Abrió el cofre y cogió el colgante de Alda. Una energía
pura y vibrante recorrió cada rincón de su cuerpo y le
insufló vida. Saltó de la carreta y se plantó en el medio del
puente.
Hans sabía que una técnica básica no serviría en aquella
ocasión, así que decidió ir más allá. Respiró unos
segundos y cerró los ojos:
“Conectar… canalizar… moldear… e…”
—¡Invocar! —gritó Hans.
Las aguas salieron disparadas en dirección al todavía
cielo diurno. Los numerosos torrentes comenzaron a
entrelazarse entre ellos, tomando diferentes apariencias. A
los pocos segundos, las aguas habían dado forma a una
inmensa mole acuática que se alzaba encima de ellos,
cubriendo el puente. En una mano portaba una larga y
estilizada espada. En la otra, un enorme escudo.
Hans movió sus manos y el soldado dio varios pasos
hacia delante. El ruido provocado por las corrientes de
agua al ser manipuladas resultaba ensordecedor. Miró
hacia delante y vio cómo el individuo que los seguía se
detenía a escasos metros del puente. El aura que emitía
seguía siendo intensa, pero no tanto como minutos atrás.
Matt
y
Hans
pudieron
ver
a
aquella
figura
observándolos desde debajo de su capucha. Fueron
segundos de tensión. Entonces, hostigó a su caballo y dio
media vuelta.
Pasaron varios minutos hasta que Hans se sintió
totalmente seguro de que aquella presencia había
desaparecido. Entonces, relajó su cuerpo y su mente y
deshizo la técnica.
—¿Qué diantres era eso? —murmuró Matt, asustado.
Hans lo miró, todavía exhausto.
—No lo sé, pero su presencia era agobiante… No
conozco a ningún elementalista con esa aura. Ni a ningún
tipo de eolita que lo produzca.
—Era… oscura —susurró.
Hans asintió. Aquella no era una simple energía eolítica
o elemental. Era una energía que oprimía el pecho de
quien la sentía.
Se quitó el colgante de Alda de su cuello y lo volvió a
poner en su cofre.
—Quizá estuviera buscando el colgante —sugirió Matt.
—Es lo más probable. De lo que estoy seguro es que,
de no ser por el colgante, no habría podido realizar una
invocación de este nivel. Ni en mis mejores momentos
como elementalista había podido canalizar una energía
tan pura y fluida. Realmente sí es una reliquia —
murmuró, fascinado.
Regresaron al camino y decidieron viajar toda la noche.
Tardaron unas cuantas horas en recuperar la tranquilidad
y relajar sus capacidades sensoriales. La sombra de aquella
persona que los había perseguido parecía alargada. Pero
tan solo era su imaginación. Ya nadie los seguía.
Cuando las primeras luces del día asomaban en el cielo
nocturno, lograron cruzar la frontera que dividía el estado
de Carlyn y el estado de Thalassia.
—Estamos en casa —anunció Hans.
Matt asintió. Conocía el camino. Pero no era eso lo que
parecía preocuparle. Era otra cosa.
—Quiero que me enseñes a ser un elementalista —
anunció Matt, de forma repentina.
Hans tardó unos momentos en reaccionar. Había
pasado demasiado tiempo desde que alguien lo había
tratado como a un maestro.
—Y yo quiero enseñarte a serlo —respondió entonces
Hans, con una sonrisa.
Matt asintió, aunque su cara todavía mostraba rastros
de duda.
—Pero no sé cómo voy a hacerlo —musitó,
contrariado—. Tengo que seguir manteniendo a mi
familia.
Hans entornó los ojos.
—El dinero no será un problema. Los ahorros de mi
hermano siguen esperando un buen lugar en el que ser
invertidos. Considéralo una beca de estudios.
—Ni de broma. No pienso aceptarlo —respondió Matt
con rotundidad.
—Si tan orgulloso eres, puedo encontrarte un trabajo
temporal con el que ganes algo de dinero.
Matt frunció el ceño. No parecía muy convencido.
—Tenías razón —murmuró—. Tenemos mucho de lo
que hablar.
4- Nuevos caminos
Decidieron recorrer el sur del estado de Thalassia sin
detenerse. Tardaron un día más en llegar a Valoria, el
pueblo de Matt. Estaban agotados, tanto física como
mentalmente, pero el hecho de sentirse en casa les
transmitía una sensación reconfortante. Atravesaron el
camino principal, en dirección al hogar de Matt. Valoria
era un pequeño pueblo agrícola a dos horas a pie de
Thalassia. La mayoría de sus casas eran viviendas
unifamiliares construidas en piedra caliza, con abundantes
ventanas de madera. En la parte trasera de cada una solía
situarse un huerto, donde cultivaban las verduras y
hortalizas más comunes.
El pueblo se caracterizaba también por sus extensos y
verdes campos, que servían de sustento para las
numerosas ovejas y caballos que los frecuentaban. En el
valle había otros terrenos dedicados al cultivo del trigo y
de la patata. Un río caudaloso bañaba sus tierras y
numerosos pozos abastecían de agua a su población. Era
un agua deliciosa, sobre todo en verano, ya que mantenía
su frescura a pesar del sofocante calor.
En Valoria, la cooperación vecinal, el autoconsumo y la
venta de los excedentes conformaban el esquema básico
que regía la vida de sus gentes. Eran personas humildes,
sinceras y generosas. Thalassia era la encargada de la
protección de este tipo de pueblos, los cuales abastecían
de productos a su numerosa población. Si te gustaba una
vida tranquila y sin sobresaltos, Valoria era un lugar
perfecto para vivir.
Llegaron a la casa de Matt al cabo de unos minutos. Era
una pequeña vivienda al final del pueblo. Las
contraventanas todavía estaban cerradas.
—¿Quieres parar a desayunar algo antes de seguir hacia
Thalassia? —preguntó Matt—. Mi padre mima mucho a
sus gallinas. Ponen los mejores huevos de todo el pueblo
—añadió, sonriente.
Hans sonrió también.
—No, no. No quiero incordiar a tu familia, los
conoceré otro día. Prefiero que no se sientan obligados a
ser mis anfitriones a estas horas. Además, estoy bastante
impaciente por llegar a Thalassia. Son demasiadas cosas
las que tengo que hablar con mis compañeros…
Matt no insistió. Le tendió una mano y Hans
correspondió el gesto.
—¿Nos vemos mañana entonces?
—Dalo por hecho —respondió Matt.
Sus ojos ya no transmitían la frialdad de días pasados.
La ilusión había conseguido desterrar los pesares de su
mirada.
Hans partió hacia Thalassia, guiando la carreta. Matt no
quería saber nada de ella. Vio cómo se alejaba en el
horizonte y se encaminó hacia su puerta. Estaba en casa.
Golpeó el tocador, una pequeña y oxidada herradura de
hierro. Su padre tardaría un poco. Aprovechó para echar
un vistazo alrededor, intentando apreciar algún cambio,
pero no notó ninguna novedad. Al fin y al cabo, esta vez
solo se había ausentado tres meses. Lo único que le llamó
la atención fue notar que el castaño estaba especialmente
cargado de erizos. Casi había terminado de contarlos
cuando su padre abrió la puerta con torpeza.
—¡Matt! —chilló, incrédulo.
Matt se acercó a él y le dio un fuerte pero cuidadoso
abrazo. Su padre, Yonda, necesitaba dos muletas para
caminar y su estabilidad no era muy buena. Mientras lo
evaluaba con la mirada, buscando algún síntoma de
flaqueza o enfermedad, su rostro tenía una mezcla curiosa
de expresiones: sueño, sorpresa, alegría… No podía
diferenciarlas. Una vez se cercioró de que seguía entero y
de una sola pieza, consiguió hablar.
—¡Qué alegría! ¡Pasa, pasa! Todavía es muy temprano y
hace algo de frío.
Entró, y la sensación de llegar al hogar lo acarició al
instante. Su casa tenía un ambiente y un aroma
inconfundible para él. Suponía que a todo el mundo le
pasaba lo mismo con la suya, pero no era nada fácil de
describir. Simplemente, sabía que estaba en casa. Y eso le
transmitía sosiego y felicidad, sensaciones que además se
acentuaban en proporción al tiempo que hubiese pasado
lejos de ella.
Dejó sus cosas en el baúl de la entrada, procurando
hacer poco ruido, y se dirigió a la cocina. Su hermana
todavía estaba durmiendo y no quería despertarla.
La cocina de leña emitía una suave calidez. Varias
brasas se resistían a ser consumidas dentro del fogón y
mantenían la estancia caliente. Colocó sus manos cerca de
la placa y las frotó. Estaban entumecidas por el frío de la
mañana.
Su padre llegó entonces con una manta de lana y se la
echó a los hombros.
—¿Te parece bien si caliento algo de té y mientras me
cuentas qué tal te ha ido?
Matt asintió con una sonrisa, aunque no le apetecía
demasiado. Estaba agotado y no quería comenzar a
mentir tan pronto. Él no sabía a qué se dedicaba su hijo.
Creía que trabajaba acompañando a mercaderes.
—¿Entonces, qué tal? ¿Ya has acabado este viaje? —
preguntó su padre.
—Sí, ya he terminado mi trabajo con ellos. Estos días
he subido por La travesía del sur, acompañando a
mercaderes que traían herramientas y utensilios al norte.
Un viaje tranquilo.
Su padre sonrió y asintió con la cabeza. Realmente,
cualquier cosa que dijese sería válida. Lo que le importaba
era que estuviese allí, con él.
—Bueno, tengo dos noticias —dijo Matt, cambiando
rápido de tema—. La primera es que me han apalabrado
un pequeño trabajo en Thalassia, así que no tendré que
viajar a los confines del mundo para ganarme la vida. La
segunda y más importante, es que posiblemente tenga la
opción de entrar en la Academia de Elementalismo.
La primera noticia sacó otra sonrisa a su padre, pero la
segunda consiguió enfriar su expresión. A Matt esa
reacción no lo cogió por sorpresa. De hecho, ya había
intentado enfocar la noticia como algo positivo, cuando
sabía que a su padre no le gustaría.
—¿En la Academia? ¿Con los brigadistas? —preguntó
Yonda.
—Sí, papá. La Academia forma parte de las brigadas —
respondió Matt—. No te preocupes, no todo puede
salirnos siempre mal. Si vivimos pensando así, será mejor
que no salgamos de casa nunca más.
Yonda sacudió la cabeza mientras buscaba dos tazas en
una alacena. A Matt le puso su taza favorita, una grande y
azul, de porcelana. Toda bebida sabía mejor en ella. Era
mágica.
—Ya lo sé, pero qué quieres… No me trae buenos
recuerdos todo eso —comentó sombrío.
Matt asintió. Podía entenderlo. Todos habían pasado
momentos muy duros después de que su madre muriese
defendiendo las murallas. Su padre había atravesado una
profunda depresión. Por su pérdida, por sus lesiones y
por verse incapaz para sacar adelante a su familia. Y
ahora, su hijo estaba explicándole que iba a formar parte
de lo mismo que les había arruinado la vida.
—Lo sé, pero qué le vamos a hacer —respondió
Matt—. La mayoría de trabajos tienen sus riesgos. Los
caminos también pueden ser peligrosos, ¿sabes? Además,
prefiero estar cerca de casa y así poder visitaros con más
frecuencia.
Su padre asintió mientras servía el té. No parecía muy
convencido.
—¿Y a que no sabes a quién he conocido? De hecho,
ha sido él quien me ha propuesto ir a la Academia.
Yonda encogió los hombros mientras añadía un poco
de azúcar en su taza.
—A Hans Laurie.
—¿A Hans? —preguntó su padre con sorpresa—. ¿El
Elementalista del Agua? Vaya, eso sí que es una buena
noticia. No sabía que estaba de vuelta.
Matt había dejado la baza de Hans para el final. Su
padre lo admiraba y respetaba. Muchas veces solía
contarles historias sobre cómo era capaz de agitar las
aguas y manejarlas a su voluntad. Él lo había visto en
acción en varias ocasiones. Por desgracia.
—Pues sí. Lo conocí de casualidad en el camino y
conversé bastante con él, así que me invitó a pasarme por
la Academia. Según Hans, tengo cierto talento para el
elementalismo —explicó Matt—. Y en cuanto a su
persona… parecía bastante recuperado de sus problemas.
Creo que su viaje resultó fructífero —añadió.
—Me alegra escuchar eso —respondió su padre con
alivio—. Ojalá haya averiguado la verdad en relación al
incidente de su hermano. Erik era una gran persona. No
me creo las habladurías sobre él… En fin. ¿Quieres que
te prepare algo para acompañar el té?
Matt negó con la cabeza mientras daba un sorbo. Era
un té negro del norte de Norie, cuyo sabor le encantaba.
En su casa solía desayunarse té, pero siempre
acompañado de pastas de almendras. En aquel momento
no habría ninguna; si no, ya estarían puestas en la mesa.
—No, gracias —respondió tras tragar—. Terminaré la
bebida y me acostaré un par de horas hasta que despierte
Eria. Estoy realmente cansado del camino. Hemos tenido
que viajar durante toda la noche, ya que tenían algo de
prisa —mintió Matt.
Bebieron juntos el té y su padre le contó las pocas
novedades en torno a la vida del pueblo. Una vez
terminaron, Matt se levantó y le dio un abrazo.
—Todo saldrá bien, papá. Ahora estaré más cerca y
podré venir más a menudo. Ya sabes que sin mí, sois un
desastre —bromeó Matt.
Yonda asintió, resignado.
—Anda, tira… Tu habitación está lista y tu cama,
mudada. Esta semana le he dado una limpieza. Tuve la
premonición de que ibas a venir —comentó, intentando
esconder su sonrisa—. Que descanses.
Matt también sonrió al ver que su padre ya había
aceptado, aunque a regañadientes, sus nuevos planes.
Fue a su habitación y echó un vistazo. Todo seguía tal
cual lo había dejado. Caminó hasta su cama y se dejó caer
en plancha encima de ella. Pocos placeres en el mundo
eran comparables a dormir en su cama tras haber pasado
mucho tiempo malviviendo en los caminos. La funda de
su almohada olía a jabón y su colchón era tan
reconfortante como lo recordaba. Pudo disfrutar la
sensación durante unos segundos. Luego colapsó y se
quedó dormido, todavía vestido.
Cuando se despertó, sobresaltado, tardó unos segundos
en darse cuenta de dónde estaba. Se incorporó e intentó
enfocar la visión. Su padre le había quitado el calzado y
cubierto con una manta. No sabía cuánto tiempo llevaba
durmiendo ni qué hora era, así que se levantó con
presteza y se puso sus zapatos. Probablemente su
hermana llevase mucho tiempo levantada, esperando para
verle.
Salió de la habitación y comenzó a buscarlos. Pasó por
sus habitaciones, pero ya estaban vacías. Los encontró en
la cocina, haciendo la comida.
—¡Eria, mira quién está aquí! —exclamó su padre al
verle.
Eria estaba sentada en la mesa. Alzó la mirada y tras
reconocerlo, le dedicó una pequeña mueca. Después,
continuó abriendo con lentitud y meticulosidad la vaina
de una alubia.
—Guiso… —murmuró Eria.
—Ya sabes que me encanta tu guiso. Muchas gracias,
pequeña —respondió Matt, mientras le rodeaba el cuello
con sus brazos.
Ella siguió con su tarea, sin apenas inmutarse. Siempre
tardaba un poco en volver a sentirse a gusto con las
personas que no veía durante un cierto tiempo, aunque
fuese su hermano.
Eria había nacido con algún tipo de discapacidad
cognitiva muy poco habitual. Cuando vivían en Carlyn,
sus padres la habían llevado a los mejores médicos y
educadores de toda la región, invirtiendo gran parte sus
ahorros, pero nunca consiguieron un diagnóstico fiable.
Realmente,
no
existían
médicos
ni
educadores
especializados en ese tipo de patologías y ninguna de las
otras especialidades parecía mostrar demasiado interés en
tratar los casos como los de ella. Los daban por perdidos.
Por si fuera poco, en aquella época tuvieron que
enfrentarse con la muerte de su abuelo Giddens. Además
de irse un pilar fundamental de la familia, también se fue
la fama del horno familiar, que era su sustento
económico. El dinero comenzó a escasear y surgieron los
problemas.
En la familia siempre quisieron que ella tuviese una vida
lo más digna posible, así que habían llegado a un acuerdo
con la dirección del centro de la ciudad. Eria podría asistir
a la escuela si ellos financiaban a una persona que la
ayudase y trasladase. La escuela no podía hacerse cargo de
los gastos. Argumentaban que este tipo de alumnado
alteraba el ritmo de la clase y era complicado de controlar.
Además, si se hacían cargo de uno, se produciría un
efecto llamada para muchos otros. Y no todos eran tan
tranquilos como Eria. Dolidos por la falta de
colaboración de las autoridades e instituciones locales,
terminaron aceptando.
Sin embargo, el negocio empeoró todavía más y
eventualmente tuvieron que mudarse a otra zona de
Carlyn, ya que allí no les quedaba ninguna opción de
futuro. Y resultó peor el remedio que la enfermedad.
En Marienza, un pueblo al sur de Carlyn en donde sus
padres habían encontrado un buen trabajo, resultó vivir
una población bastante más tosca e irrespetuosa que la de
su ciudad anterior.
Cuando se acercaron al colegio para barajar la
posibilidad de que Eria asistiese a sus clases, su respuesta
fue lamentable. La economía mejoró, pero su vida en
familia se derrumbó. La breve estancia que pasaron en
aquellas tierras resultó ser un infierno.
Y así fue como acabaron en Valoria, el pueblo donde
había nacido su madre. Cuando consiguieron ahorrar un
poco, se mudaron de inmediato. Era un lugar tranquilo,
con gente honrada y respetuosa. Sus padres se turnaban
para ir a trabajar a Thalassia, y Matt echaba una mano en
lo que podía mientras estudiaba.
Los vecinos pronto les cogieron cariño, sobre todo a
Eria. Muchas veces, Lila, su vecina de al lado, se había
ocupado de ayudarla sin esperar nada a cambio. Era
como una nieta para ella.
—¿Qué más le vas a echar al guiso, Eria? —preguntó
Matt.
Ella dejó la alubia en el plato y se puso de pie con
lentitud. Podía caminar sin ayuda de nadie, pero se
tomaba su tiempo. Fue hasta el vertedero y le señaló el
resto de los ingredientes.
—Pa-patata y garbanzo. ¿A que sí?
Matt apoyó la barbilla en su hombro, mientras miraba el
contenido de la olla. En el fondo también había unos
trozos de chorizo y unas tiras de tocino. Pero como a ella
no le gustaban, los había ignorado.
—Qué buena pinta tiene todo —respondió Mat—. Voy
a pasarme a saludar a Lila, a ver si nos da unas uvas para
el postre. ¿Te apetece venir conmigo?
Eria vaciló, pero finalmente volvió a sentarse en su silla
y continuó abriendo la vaina de la alubia.
—Hay que trabajar. ¿A que sí? —murmuró.
Yonda soltó una risotada mientras avivaba el fuego de
la cocina. Tenía unas pequeñas astillas de madera que
servían de yesca. En sus manos, el viejo pedernal del
abuelo seguía proporcionando suficiente chispa para
encender cualquier material.
—¡Muy bien, Eria, así se habla! Este chico ya quería
llevarte y dejarme a mí solo cocinando —dijo su padre
con tono jocoso.
Matt les dedicó una mueca y salió de la cocina. Luego,
volvió a su habitación. Realmente no le apetecía ir a casa
de Lila. Solo había sido la primera propuesta que acudió a
su cabeza para romper el hielo con su hermana.
Los primeros días siempre se mantenía un poco
distante, como si no acabara de acostumbrarse a su
presencia. Para que volviera a sentirse cómoda, solía
proponerle hacer una visita a la vecina. En el pasado,
habían pasado mucho tiempo en su casa, jugando con los
animales y merendando sus deliciosos bizcochos. Eria
tenía mucho cariño por la vecina, bastante más del que él
le profesaba. Lila era demasiado repetitiva y protectora,
sobre todo con los niños. Pero Matt ya hacía tiempo que
no lo era. Y tampoco su hermana, pues ya tenía trece
años.
“Quizá por eso no haya querido ir”, pensó, sonriente.
Decidió que, mientras ellos ponían a punto el guiso,
comenzaría a buscar las cosas necesarias para su estancia
en Thalassia. Estaba a dos horas de camino a pie, así que
tampoco iba a llevarlas todas.
Abrió su armario y buceó entre sus ropas. Un ligero
olor a cerrado estaba arraigado en ellas, pero por suerte
no había polillas. Cogió varias mudas y las fue
extendiendo encima de su colchón. Luego, abrió el baúl y
comenzó a revolver en busca de su antiguo material
escolar. Probablemente lo necesitaría en el futuro.
Se entretuvo un buen rato ojeando sus antiguos libros y
cuadernos. Había sido bastante feliz durante su estancia
en el colegio, hasta que lo dejó, con dieciséis años. Todos
los días, un carromato lo trasladaba junto a otros diez
compañeros hasta un pueblo cercano, donde estaba el
centro en el que se impartía la enseñanza media.
Tardaban treinta minutos en llegar y cuarenta en regresar,
dado que la vuelta era cuesta arriba. Aun así, los trayectos
siempre resultaban divertidos. En aquellos tiempos todos
eran felices con poco.
Rescató los cuadernos que tenían menor uso y los apiló
a un lado. Luego, echó un vistazo a su antigua pluma.
Aparentemente estaba en buen estado. Cogió una hoja
sobrante e intentó hacer unos trazos, pero no salió ni una
gota de tinta. El plumín parecía funcionar bien, así que el
problema era del cartucho. Se habría resecado con el paso
del tiempo y la ausencia de uso. Ya compraría uno de
repuesto al llegar a la ciudad.
Siguió recopilando los utensilios que le parecían útiles o
interesantes. Un lápiz de grafito ligeramente gastado,
varias gomas de borrar de diferentes tamaños, un compás
y un archivador. También optó por coger su viejo
pizarrín. Era importante no malgastar papel y a él le
gustaba hacer esquemas mientras atendía a la clase. O
también dibujos, si esta resultaba muy aburrida.
Fue guardando todo de una forma meticulosa en su
mochila. Era de una tela azul-verdosa, muy resistente y
con muchos compartimentos. Estaba un poco gastada,
pero no le importaba.
Luego, repitió el mismo proceso con su maleta de viaje.
Dobló y acomodó dentro de ella la ropa que más le
gustaba y olía menos a humedad. En los compartimentos
laterales añadió algunos utensilios de aseo y unas toallas.
Con todo aquello, tendría suficiente para un par de
semanas, aunque esperaba poder volver antes.
Dejó sus maletas preparadas en una esquina de la
habitación y volvió a la cocina, guiado por el olor. Pudo
ver a su padre a través del vidrio de la ventana, cogiendo
agua fresca en el pozo de la esquina, mientras que Eria
mantenía la mirada en los hipnóticos borbotones que
producía el guiso al hervir. Matt cogió una cuchara de
madera y revolvió la olla, buscando unos garbanzos para
probar. Ya casi estaban listos, así que puso la mesa y
esperó sentado a que volviese su padre.
Se dio cuenta entonces de lo hambriento que estaba. Su
abuelo siempre decía que los dos mejores condimentos
para una gran comida, aparte del pan, eran dos: tener
alguien con quien compartirla y mucha hambre. Aquel día
tenía ambas, así que no había de que preocuparse. Sería
un manjar memorable.
Y lo fue. Matt se permitió el lujo de repetir dos veces y
hasta Eria, habitualmente problemática con las comidas,
terminó su plato sin una sola queja. Su expresión y
movimientos ya se habían sosegado. Para la sobremesa,
su padre tenía guardadas unas onzas de chocolate.
Repartió un par para cada uno y las comieron en silencio,
relamiéndose los labios. Resultaron ser la guinda del
pastel.
Se quedaron un buen rato en la mesa, hablando de todo
tipo de cosas banales, pero importantes a su vez. Algún
que otro cotilleo del pueblo, la entrada del otoño o las
ficticias anécdotas del viaje de Matt. No importaba. La
cuestión era estar en casa, compartiendo mesa, mantel y
palabras. Esa determinada tesitura aupaba y convertía
cualquier chisme irrelevante en una historia digna de ser
contada.
Más tarde, una vez todo estuvo recogido, fueron de
visita a casa de la vecina. Y allí hubo más historias y más
comida. Matt llegó a sentirse mareado en un determinado
momento. Había perdido el ritmo del pueblo, ya que en
los caminos se comía poco, mal y rápido.
Como era de esperar, acabaron pasando allí toda la
tarde. Cada vez que Yonda amagaba con encaminar la
vuelta a casa, aparecía un vecino nuevo. La casa de Lila
era una especie de santuario de reunión vespertina. Todo
el mundo sabía que allí había compañía y comida. Y eso
era lo que toda persona necesitaba. Su abuelo volvía a
tener razón, una vez más.
Terminaron regresando con el crepúsculo. Los tres, con
el estómago colmado y la mente saturada de relatos y
anécdotas, ni siquiera tuvieron ganas de cenar. Eria
prefirió acostarse, así que ambos fueron con ella y la
arroparon.
—Mañana me vuelvo a ir de viaje, pero solo unos días.
He encontrado un trabajo muy divertido más cerca de
casa.
Eria asintió, sin mostrarse demasiado convencida.
—No te preocupes, vendré a menudo.
—Volverás pronto, ¿a que sí? —respondió Eria.
—No lo dudes, pequeña.
Matt y Yonda le dieron sendos besos en la frente y las
buenas noches. Parecía quedar tranquila y relajada.
Dejaron la habitación y fueron hasta el salón. Su padre
cogió sus lentes y encendió el quinqué, que iluminó la
estancia con una luz amarillenta. Se sentó en su sillón y
continuó tejiendo lo que parecía un jersey de lana a medio
acabar. Matt deseó con todas sus fuerzas que no fuera
para él. No le gustaba demasiado el estilo de su padre con
las agujas y mucho menos la lana. Le resultaba agobiante.
Yonda continuó realizando los patrones con una
mecánica bastante lenta, aunque segura. Nunca deshacía
un punto. Había comenzando a tejer meses después de la
muerte de su madre. Era la única forma de que lograse
conciliar el sueño: tejiendo hasta altas horas de la
madrugada.
Estuvo un rato mirándolo, mientras ordenaba sus
planes para el día siguiente.
—Oye… Mañana me iré bastante pronto —dijo
Matt—. No quiero llegar tarde y no recuerdo muy bien
dónde está la Academia.
Su padre alzó la mirada y lo observó por encima de sus
pequeñas lentes.
—¿No sabes dónde queda? —preguntó Yonda,
extrañado—. Alguna vez has pasado conmigo por su
lado. Está de camino al arenal. La Academia de
Elementalismo es un edificio circular que hay cerca de la
costa, no demasiado grande. Es totalmente blanco, con
numerosas cristaleras. No es fácil llegar hasta su
ubicación, pero una vez lo ves, resulta inconfundible —
añadió.
Matt se quedó pensativo, buscando la imagen de un
edificio con aquellas características en sus recuerdos, pero
no logró encontrar nada. Tampoco le sorprendió. Había
estado en la ciudad de Thalassia poco más de una decena
de veces. Conocía muchas de sus calles y lugares
principales, pero era gigantesca, tanto en extensión como
en población. La más grande y antigua de todo el estado
de Thalassia. Por eso era su capital. Tendría que
arreglárselas y preguntar.
—Sí, creo que ya sé dónde es —mintió Matt—. No
tendré problema.
Su padre asintió sin demasiado entusiasmo y continuó
con su repetitiva labor. Matt estuvo sentado un buen rato
en el sillón, observando el lento avance de la prenda.
Mientras, recorría los lugares que su mente recordaba de
Thalassia, en búsqueda de su destino.
Cuando notó que sus ojos comenzaban a quejarse, optó
por una retirada estratégica a su habitación.
—¿Tienes idea de cuándo volverás? —preguntó su
padre mientras se despedía de él.
Matt negó con la cabeza.
—Te enviaré una carta si no puedo volver antes de
quince días —repuso—. No tengo muy claro cómo
valorarán si puedo ser estudiante de la Academia…
Realmente era algo que le preocupaba bastante. Sentía
cierto vértigo ante la perspectiva de un examen de
conocimientos generales. Estaba bastante oxidado.
—Ten mucho cuidado —insistió su padre—. Es una
gran ciudad, pero…, bueno, ya sabes. Eres mayor.
Despídete mañana, ¿vale?
Matt sonrió y le revolvió el pelo con una mano. Luego,
se dirigió a su habitación, cerró las contraventanas y
corrió las cortinas. Su cama seguía sin hacer, pero no le
importó. Se acostó boca arriba, con una pierna cruzada
por detrás de la rodilla, como hacía siempre. Cerró los
ojos y se quedó quieto. El profundo silencio reinante solo
era acompañado por un sutil y lejano tintineo de agujas.
Un dueto fluido y relajante, que lo meció hasta dejarlo
dormido.
Despertó con los primeros rayos del sol. No le costó
demasiado desperezarse pese a ser tan temprano, ya que
todo resultaba muy diferente a sus pesarosos y amargos
despertares en los caminos. Hoy no había tensión. Y más
importante aún: hoy sí tenía un motivo ilusionante por el
que levantarse.
Fue hasta la cocina, avivó el fuego y puso una gran olla
de agua a calentar en el hornillo. Quería asearse antes de
irse, ya que no tenía muy claro dónde iba a dormir los
próximos días. Una vez estuvo caliente, la llevó hasta el
baño y vertió su contenido en el recipiente de la ducha,
una vasija metálica con forma cónica que estaba situada
en el techo de la estancia. Mediante un par de escalones
laterales, resultaba bastante sencillo rellenarlo con agua
caliente. En la parte inferior tenía una pequeña llave de
paso con la que podías regular el caudal del agua.
Disfrutó de una corta pero reconfortante ducha y luego
se secó lo más rápido que pudo, para evitar resfriados. Se
vistió con sus mejores prendas y fue a la cocina a
desayunar un poco de bizcocho que les había dado Lila.
No tenía tiempo para prepararse un té, así que bebió unos
sorbos de agua y volvió a su habitación para coger sus
cosas. Sorprendentemente, los dos bultos no pesaban
demasiado.
Salió y asomó la cabeza en la habitación de Eria.
Escuchó su pausada y profunda respiración y cerró la
puerta con cuidado, procurando no despertarla. Pasó
entonces por la habitación de su padre, que también
seguía durmiendo.
—¡Eh! ¡Chs! —susurró Matt.
Su padre dio un respingo y lo miró.
—¿Ya te vas? —preguntó, adormilado.
Matt asintió. Se acercó a su cama para darle un último
abrazo y un beso.
—Ten cuidado y… suerte —resumió Yonda.
—Igualmente, jefe. Volveré pronto.
Cuando salió de su casa, todavía podía sentir el frescor
de la noche en el ambiente. Algunos jirones de niebla se
resistían a diluirse y danzaban por las esquinas. Sería una
tarde soleada.
Recorrió la senda del pueblo hasta el lugar donde se
cruzaba con el camino hacia Thalassia. En aquellas horas
tan intempestivas no circulaba ningún tipo de transporte,
así que solo le quedaba la opción de ir a pie. Serían dos
horas, a buen paso.
Por primera vez en mucho tiempo, sonrió al ver una
travesía estatal. Y comenzó a caminar.
5- El nombre del viento
El viaje le resultó bastante corto. Acostumbrado a sus
interminables periplos en los caminos, aquel breve
recorrido era insignificante. El trayecto fue alternando
pasajes deshabitados con pequeños pueblos similares al
suyo. Cuando Matt comenzó a ver un cambio en la
densidad de las viviendas que acompañaban la travesía, se
dio cuenta de que estaba llegando a su destino. Las casas
comenzaban a apilarse, se veían los primeros edificios y
las murallas de Thalassia podían vislumbrarse en el
horizonte.
Llegó a las afueras cuando la mañana podía ser
considerada como tal. Aquellos aledaños de la ciudad
eran un lugar algo más pobre y problemático que el
centro. Estaban habitados por una población muy
diferente y en continuo enfrentamiento. De todas formas,
todos sabían que quien no buscaba problemas en aquella
zona, no solía encontrarlos.
Siguió por el camino sin preocuparse demasiado, hasta
que alcanzó la entrada oeste de la ciudad. Comenzaba a
notarse una mayor afluencia de viajeros, comerciantes y
trabajadores que confluían en la puerta, provenientes de
otras rutas. Cuatro brigadistas vigilaban la entrada.
A Matt siempre le habían fascinado sus atuendos. Su
madre los había usado y todavía conservaban algunos por
casa, aunque estaban bien guardados. A su padre le traían
malos recuerdos.
Los uniformes de las brigadas eran una mezcla perfecta
entre utilidad, comodidad y estética. No tenían nada que
ver con las antiguallas oxidadas hechas de placas
metálicas.
Los brigadistas portaban unas livianas armaduras de tela
dividas en dos piezas, que resultaban increíblemente
resistentes pese a su apariencia. Las articulaciones estaban
especialmente protegidas y en el torso llevaban un jubón
que convertía la zona del pecho en una armadura a toda
prueba. Sus botas eran de cuero reforzado y alcanzaban
casi hasta las rodillas. Matt siempre se había preguntado si
serían cómodas, aunque lo daba por sentado. Los pies
eran una de las partes más importantes de un guerrero.
Y por último estaban sus capas, las cuales eran una
creación de ingeniería, importadas directamente desde
Sekyo. Habían sido una inversión bastante cara y muy
criticada, pero no fue necesario esperar demasiado tiempo
hasta que consiguieron acallar a las voces discordantes.
Eran capas largas y ligeras, pero impenetrables, ya que
estaban construidas con la conocida como “tela
indestructible”, el araenio. No amortiguaban totalmente
los golpes, pero sí protegían de cortes o proyectiles.
Llegaban hasta la zona trasera de las rodillas y, si se
acomodaban bien, podían cubrir el cuerpo entero con
bastante facilidad. Tenían también una capucha, aunque
los brigadistas no solían utilizarla sin lluvia. Las únicas
veces que vio brigadistas encapuchados en un día soleado
había sido sinónimo de malas noticias.
Avanzó hacia la puerta y percibió cómo un brigadista lo
escudriñaba con la mirada. Una súbita sensación de
tensión le abordó. Pasó caminando despacio por su lado,
con la mirada al frente. No le detuvieron.
En los últimos tiempos, que un guardia le observara
siempre resultaba motivo de preocupación. Colaborar
con una banda de contrabandistas, vivir oculto en los
caminos y trasladar mercancías robadas le había marcado
demasiado. Sabía que esta era la oportunidad para olvidar
esa parte de su pasado. Ya no tenía nada que ocultar.
Pero no pudo evitar sentirse nervioso cuando se cruzó
con aquellos brigadistas.
Entró en la ciudad y se encontró con la abrumadora
masificación de edificios. En Thalassia predominaban las
viviendas de tres o cuatro plantas, agrupadas a lo largo de
sus cuatro calles principales. De la puerta este salía la calle
Sior; de la puerta sur, la calle Ulla, y de la oeste, la Ayzhar.
Eran anchas, muy concurridas y todas terminaban donde
comenzaba el mar. Más que calles, eran avenidas. La
última calle principal era la avenida del Amanecer, que
atravesaba a las otras tres de forma perpendicular.
Dado que había entrado por la puerte oeste, se
encontraba en la calle Ayzhar. Tenía que atravesarla
entera para lograr alcanzar la costa, zona en la que en
teoría se ubicaba la Academia. Si una vez allí no lograba
encontrarla, tendría que preguntarle a alguien. Así que
avanzó, con paso ligero, pero observando todo lo que
había a su alrededor.
La calle Ayzhar era el lugar por excelencia en lo
relacionado con el trabajo artesano. Los mejores
alfareros,
herreros,
carpinteros,
zapateros,
sastres,
orfebres y demás artesanos se daban cita allí, ya fuera con
un comercio ubicado en ella o con un puesto temporal.
Un fin de semana al mes, la calle se convertía en un
tumulto bullicioso, con centenares de tenderetes ubicados
en el centro. Venían artesanos y artesanas de todo el
continente y la actividad era frenética.
Todavía era temprano, pero muchos comerciantes ya
estaban abriendo sus negocios. Pasó por una herrería en
la que se escuchaban los rítmicos sonidos del metal al ser
trabajado. Un carpintero de la zona trasladaba con
dificultad unos enormes tablones, mucho más grandes
que él. Matt tuvo por un momento la tentación de
ayudarle, pero no le sobraba el tiempo. Además, la última
vez que se ofreció a algo parecido tuvo que invertir dos
horas de su vida en satisfacer sus deseos altruistas.
Tardó alrededor de diez minutos en llegar al gran cruce
con la avenida del Amanecer y otros diez en atisbar el
mar. Una vez lo vio, comenzó a ponerse nervioso.
Siempre le pasaba lo mismo. Le encantaba el mar y de
pequeño había soñado repetidas veces en que sería el
primero en conseguir navegarlo con éxito. Sin embargo,
sus aguas le habían arruinado la vida. Los sentimientos
eran contradictorios.
Aquella zona estaba menos masificada, ya que todo el
mundo tenía muy presente lo que escondían los mares.
Pese a que las murallas y los acantilados protegían a la
ciudad de Thalassia de las invasiones de tarántulas, la
gente no se sentía tan segura en la costa como en el
centro de la ciudad.
Comenzó a prestar más atención y a buscar algún
indicio de que la Academia estaba cerca. Al cabo de unos
minutos, encontró una señal que rezaba: “La verdad os
hará libres”. Aquello era el lema de la universidad, si no
estaba equivocado. La Academia tenía que estar por allí.
Continuó avanzando por aquellas calles y comenzaron a
aparecer algunas facultades. Facultad de biología y
medicina, facultad de física, química y astronomía,
facultad de educación y psicología… Pero ni rastro de la
Academia de Elementalismo. Siguió caminando y
buscando, hasta que solo quedaron unos metros para
alcanzar la costa. Y cuando iba a dar media vuelta, casi
convencido de haberla pasado, la encontró.
Era un edificio circular, como su padre le había dicho.
Estaba pegado a la costa, a tan solo unos metros del
arenal. Parecía un edificio de construcción reciente,
totalmente blanco y con numerosos ventanales, lo que le
daba una sensación de luminosidad. Se acercó a la puerta
y la observó. Estaba hecha de cristal, con las iniciales A.
E. grabadas.
La abrió con sumo cuidado, temiendo romperla, pero
su movimiento fue fluido y silencioso. Entró e intentó
cerrarla con la misma delicadeza, pero sintió que algo
oponía una leve resistencia. La soltó y la puerta se cerró
por sí misma, con suave lentitud. Tenía una especie de
mecanismo que la protegía de cierres bruscos.
El interior era muy espacioso y luminoso. El suelo
estaba completamente cubierto con azulejos de un tono
azulado que se extendían por toda la estancia. Las paredes
estaban pintadas de un color blanco roto, muy nítido.
Pero en aquel piso no había nada. Estaba todo vacío. Lo
único que resaltaba en el ambiente homogéneo eran unas
escaleras al fondo de la estancia. Decidió subirlas, ya que
allí no encontraría a nadie.
En el segundo piso había un largo pasillo con diferentes
puertas. Avanzó con cautela, intentando escuchar algún
sonido que le advirtiese de la presencia de alguien.
Mientras caminaba, su atención fue requerida por el gran
número de cuadros que estaban colgados a lo largo del
pasillo. Lo extraño en ellos era que no portaban ningún
retrato. En su lugar, estaba enmarcado algo parecido a un
documento. En todos ellos había un enunciado escrito
con grandes letras. Debajo, una gran cantidad de texto
describía una especie de procedimiento a seguir. Incluso
en algunas había ilustraciones, dibujadas a mano. No
entendió demasiado y tampoco se paró mucho tiempo a
leer. Continuó avanzando en busca de alguna señal.
Llegó al final del pasillo y giró hacia la derecha. Allí
pudo ver muchas más puertas y otra congregación de
cuadros. Sin embargo, en el fondo había una puerta a
medio abrir. Fue hasta ella y echó un vistazo. Dentro
había una mujer trabajando, en una mesa inundada por
libros y papeles. Parecía enfrascada en su lectura. Matt,
incómodo, optó por toser levemente para no sobresaltarla
demasiado. Ella alzó la vista y lo descubrió.
—Disculpe, estoy buscando a Hans Laurie —preguntó
Matt, antes de que ella consiguiera articular palabra.
La mujer se levantó de su silla y comenzó a ordenar con
prisa el escritorio, mientras hablaba de forma atropellada.
—Hola, Matt. Eres Matt, ¿no? Sí, claro que sí —afirmó,
asintiendo con la cabeza—. Hans no está, pero ya me
avisó de que vendrías. Perdona el desorden, estoy
buscando información sobre el colgante que habéis
traído. Es bastante importante que sepamos con exactitud
lo que…
De repente se quedó quieta, con la mirada perdida en el
suelo. Tendría alrededor de treinta años. Quizá menos. Su
pelo, castaño, estaba recogido en una trenza. Unas
grandes ojeras se dibujaban en su cara y la ropa le
quedaba ligeramente grande. Aun así, se intuía una mujer
bastante guapa. Tenía unos grandes ojos de un azul muy
claro y unas líneas de expresión que transmitían
afabilidad.
—Perdona —dijo, compungida—. Es culpa de Hans,
siempre me agobia. Se va sin más, solo sabemos que sigue
vivo gracias a las escasas cartas que nos envía y luego
aparece con todo este alboroto… En fin. Me llamo Alma
Lasheras y soy la directora en funciones de la Academia
—explicó con una sonrisa, mientras le tendía la mano.
Luego, siguió dando un poco de orden a su saturado
escritorio mientras hablaba.
—Supongo que tendremos que empezar por el
principio. Hans me contó tu situación personal y cómo,
por una vez, el azar se ha puesto de nuestra parte.
Gracias, de verdad —añadió con un gesto serio, pero
sincero—. Además, él asegura que tienes un talento
innato para el elementalismo, cosa que tendremos que
averiguar.
Matt asintió, bastante aliviado. No tenía ni idea de
cómo había enfocado y explicado Hans su vida anterior,
pero lo agradecía. No tenía muchas ganas de volver a
hablar sobre ello. Él había venido para demostrar sus
capacidades. Y estas lo habían avisado nada más entrar.
—Realmente, lo único que tengo de especial es que
puedo saber dónde hay eolita —dijo Matt—. De hecho,
en el cajón de tu escritorio hay un fragmento que emite
bastante energía.
Alma alzó las cejas. Cogió una pequeña llave que tenía
en su bolsillo y abrió el cajón. De dentro sacó un anillo y
se lo mostró, apoyándolo en la palma de su mano. Era un
anillo con tres franjas, dos doradas en los laterales y una
negra, en el centro. Tenía un diseño sobrio y elegante.
—Esto es un anillo eolítico —explicó—. Está
compuesto por dos capas de oro y una de lo que
denominamos eolita nuclear, la más pura que se conoce.
—Señaló con el dedo la capa negra del centro—. Esto
que ves no son más que unos pocos gramos de fragmento
eolítico moldeados en el anillo, pero tienen más energía
que decenas de otras eolitas juntas. No tenemos ni idea
de cuándo, cómo, ni por quién fueron creados. Tampoco
conocemos a nadie que sepa fundir eolita nuclear de tal
forma que se pueda aprovechar la totalidad de sus
cualidades. Solo podemos hacerlo con eolitas de una
pureza menor.
Matt acercó un dedo para acariciar el anillo y sintió
cómo la energía palpitaba en el ambiente. Lo tocó y una
suave vibración lo recorrió de arriba abajo.
—Lo notas, ¿no? Este era el anillo de Erik Laurie, el
Elementalista del Fuego. Supongo que habrás oído hablar
de él… —musitó Alma con voz queda—. Fue un regalo
del antiguo rey de Kalash, el cual murió hace diez años.
Él sí reconocía todo lo que Erik había hecho por ellos. Y
mira cómo estamos ahora…
Un incómodo silencio se apoderó de la sala durante
unos instantes. Fue Alma quien lo rompió.
—De todas formas, no solía usarlo. Decía que en sus
manos podía resultar demasiado peligroso, así que
portaba una eolita común. Cuando Erik desapareció,
Hans me pidió que lo guardara, ya que él tampoco quería
llevarlo. Es muy difícil calibrar y entrelazar la energía que
emite, así que lo mantenemos oculto.
Matt frunció el ceño y la miró con cara de entender
poco.
—Bueno, claro, no conoces los principios del
elementalismo —dijo Alma sacudiendo la cabeza—.
Perdona, estoy muy torpe hoy. Al ver que podías percibir
eolita di por hecho que hablaba con alguien que
comprendía todo lo demás. Pero si así fuera, obviamente
no estarías aquí —añadió con una sonrisa.
—Sí… Es raro. No sé por qué motivo ni razón puedo
percibir eolita, pero puedo hacerlo —explicó Matt—. De
lo demás, no tengo absoluta idea.
Alma suspiró y se sentó de nuevo en su silla. Luego le
ofreció un asiento a su lado.
—Pues tendremos que averiguar si tienes madera de
elementalista, o tan solo una capacidad sensorial peculiar
—comentó, pensativa—. Dentro de una hora he quedado
con dos personas para ir al campo de prácticas número
tres. Vendrás con nosotros y allí haremos unos ejercicios
para ver qué tal se te da esto, ¿te parece?
Matt volvió a asentir, aunque no pudo evitar sentirse
nervioso. No tenía ni idea de lo que implicaba ser
elementalista y no sabía si aquellos ejercicios eran físicos,
mentales, sensoriales o de otro tipo. Prefería saber de
antemano qué era lo que iban a hacer, pero no se atrevió
a preguntar.
—¿Qué estudios tienes, Matt? —preguntó mientras
cogía su pluma.
—Hmm, terminé la enseñanza media en el colegio de
Stuart.
—¿Algo más?
Matt negó con la cabeza. Ella apuntó algo en un papel y
se mantuvo pensativa un rato.
—No sé si ya lo sabías o si Hans te lo ha explicado,
pero la Academia de Elementalistas es una especialidad
complementaria dentro de las Brigadas de Defensa
Estatales. Fue un requisito que nos exigieron desde el
gobierno para poder normalizar nuestra actividad —
aclaró—. Tienes que entrar en una de las cuatro
especialidades de las brigadas y luego te complementas
con el elementalismo —explicó Alma—. Y a su vez, para
ser un brigadista, necesitas entrar a la universidad. No se
diferencia de cualquier otra carrera.
—Vaya,
eso
está muy bien
—comentó
Matt,
animado—. Sabía que los elementalistas formaban parte
de las brigadas, pero no que los brigadistas estudiaran en
la universidad. Me gusta saber que son gente preparada.
—Sí, la mayoría sí —respondió, desviando la mirada—.
Somos el único estado del mundo en el que su ejército es
formado en la universidad. De hecho, ese es uno de los
pequeños problemas que tenemos contigo —murmuró,
preocupada—. Como te he dicho, para poder estudiar
elementalismo tienes que ingresar primero en una de las
especialidades de los brigadistas. Es decir, ingresar en la
universidad. Y para ello, tienes que hacer una serie de
exámenes sobre tus conocimientos y capacidades
generales, los cuales son dentro de cinco días…
A Matt se le encogió el estómago. Hacía casi tres años
que no tocaba un libro. No sabía cuál era el nivel de
exigencia para entrar a las brigadas, pero sus capacidades
académicas estaban bastante oxidadas.
—Creo que Hans ha omitido esa parte. De forma
intencionada…
—Bueno, tranquilo. Casi todo tiene solución —dijo
Alma con voz apaciguadora—. Lo discutí ayer con él y ya
hemos encontrado una buena opción para ti. Está claro
que con tu preparación previa no serás capaz de entrar en
la división de Estrategia, pero últimamente no suele haber
muchos candidatos para entrar en las brigadas de
Combate. Allí las pruebas, digamos intelectuales, son más
asequibles. La exigencia está en las pruebas físicas y según
me ha comentado Hans, no se te da mal el manejo de la
espada. Además, te veo en bastante buena forma —
añadió mientras lo miraba—. Podrías encajar bien allí.
Matt se ruborizó al sentir los ojos de Alma
inspeccionándolo de arriba abajo. No le había quedado
más remedio que entrenarse para aguantar la vida de un
contrabandista. Pese a que su función se centraba en
aspectos relacionados con la planificación de los robos,
sus compañeros le habían obligado a ponerse en forma y
a practicar el manejo de la espada.
Su primer arma, un mandoble grande y oxidado, era
muy incómodo y pesaba una barbaridad. Entrenó con él
durante los primeros cinco meses, hasta que Dórovan le
consiguió un arma de su tamaño. Como consecuencia de
todo aquel entrenamiento, tenía unos brazos y un torso
bastante tonificados. Aun así y pese a haber mejorado,
siempre había sido el más enclenque de su banda. El resto
eran moles de dos metros de altura y puro musculo. A su
lado parecía un muñeco.
—Sí, bueno… Supongo que tampoco estarán buscando
filósofos o científicos para las brigadas de Combate…
¿Qué otras especialidades hay? —preguntó Matt azorado,
intentando cambiar de tema.
Alma sonrió.
—Verás, hay cuatro especialidades. Una vez entras en
una de ellas, existe la posibilidad de acceder a la Academia
de Elemetalismo, aunque solo para aquellos que tienen el
talento suficiente. Y para aquellos que nosotros queremos
—puntualizó Alma—. Las cuatro grandes especialidades
en la facultad de brigadismo son: especialidad en
Combate, especialidad en Exploración y Reconocimiento,
especialidad en Orden Estatal y especialidad en
Estrategia. Cada una está encaminada a preparar a
profesionales cualificados en áreas concretas. Supongo
que puedes intuir más o menos cuáles son las
ocupaciones de cada una.
—Sí, supongo que sí… —murmuró—. Y ¿qué hay de
la especialidad en Orden Estatal? No creo que se necesite
ser un genio para entrar ahí.
Alma había comenzado a ordenar su mesa una vez más.
Por el polvo acumulado en los libros que iban asomando
desde el fondo, parecía que algunos llevaban allí meses.
—Ni te lo plantees. Todo el mundo quiere entrar en esa
especialidad,
para
luego
trabajar
en
la
división
correspondiente. Es una actividad tranquila, cerca de casa
y bien pagada. Las mejores notas, tristemente, siempre
acaban ahí.
—¿Y Exploración y Reconocimiento?
—Buenas notas. Además, las pruebas son difíciles.
Probablemente las más complejas, si no eres bueno en
ello —añadió—. Los examinadores pueden ponerte en el
supuesto de estar dialogando con un enemigo al que
tienes que sacarle información. También pueden
encerrarte en un lugar a oscuras y pedirte que salgas de
allí. Y los que hacen las pruebas son maestros de la
dialéctica y la psicología. He visto a gente salir llorando de
esas pruebas. Gente de todo tipo —añadió Alma.
A Matt se le puso un nudo en la garganta. Odiaba la
oscuridad.
—Supongo que si quiero entrar en la Academia de
Elementalismo no tengo otra opción que superar las
pruebas para la especialidad de Combate, ¿no?
Alma dejó de ordenar su escritorio y lo miró con
curiosidad.
—¿Quién te ha dicho que tienes nuestro permiso para
estudiar
elementalismo?
—dijo
con
una
sonrisa
burlona—. Aún te queda mucho por demostrar.
Matt sonrió y dio una palmada en la mesa mientras se
ponía de pie.
—¿A dónde teníamos que ir, entonces?
—Al campo de entrenamiento número tres. Dame un
par de minutos y nos vamos —añadió Alma—. Puedes
dejar tus cosas aquí.
Terminó de colocar todos sus documentos en varias
pilas y luego llenó su mochila con varias carpetas. Se la
echó a los hombros y lo acompañó a la puerta. Mientras
salían por el pasillo, Matt no pudo contener la curiosidad.
—¿Qué son todos estos cuadros?
—Técnicas —respondió Alma—. Son las técnicas y
habilidades desarrolladas por todos los elementalistas que
han estudiado aquí a lo largo de los últimos diez años.
Con un poco de suerte, algún día tendrás tu propio
cuadro. De hecho, no eres considerado un elementalista
hasta que no lo cuelgas en este pasillo. Es como un rito
de iniciación.
Matt estaba fascinado. Había decenas de ellos. Quería
pararse a leer con detenimiento, pero comprendió que
aquel no era el momento. Siguió a Alma por el pasillo y
esta le enseñó un par de aulas. Había muy pocos asientos
y estaban estructurados en forma semicircular. En el
centro había un gran espacio. Parecía más un pequeño
teatro que un aula. Finalmente, salieron al exterior y ella
cerró la puerta con llave.
—¿Por qué el primer piso no tiene nada, salvo
escaleras? —preguntó Matt.
—Bueno, estamos al lado del mar… —murmuró Alma
mientras señalaba la costa—. Y ya sabes lo que puede
venir de ahí. Toda precaución es poca y ellas son bastante
torpes con las escaleras.
Matt entendió sin necesidad de más explicaciones.
Avanzaron en sentido inverso, ascendiendo por las
calles. Ella fue presentándole cada edificio. Estaban en
pleno campus universitario. Pasaron por las facultades
que ya había visto antes y descubrió en dónde se
encontraban otras como filosofía y teología, matemáticas
y arquitectura o la facultad de desarrollo tecnológico. No
tenía ni idea de lo que se hacía en esta última, pero
parecía interesante.
Al cabo de unos minutos, justo cuando estaban
llegando a un gran cruce, Alma se detuvo.
—Tenemos que esperar un poco en este lugar a que
lleguen Tom y Keira. Creo que hemos llegado muy
pronto —murmuró, mientras sacaba un reloj de su
mochila—. Sí, quince minutos exactamente.
En el rato que estuvieron allí, a Matt no le quedó más
remedio que hablar de su vida anterior. Alma le preguntó
por su familia y por sus viajes con los contrabandistas.
En cualquier caso, la forma con la que ella abordaba
todos los temas le resultaba muy cómoda. Desconocía si
Hans la había puesto en antecedente sobre los temas
sensibles o si realmente aquella mujer tenía un tacto
extraordinario. Hablar con Alma resultaba relajante. Casi
terapéutico.
Por su parte, ella le contó cómo Thalassia había vuelvo
a recaer de su crisis económica y cómo la Academia de
Elementalismo estaba en su punto más bajo de toda la
historia. Solo tenía dos alumnos estudiando, cuando en su
mejor momento habían sido casi veinte. Sin embargo,
tuvieron que cortar su charla porque alguien los
interrumpió.
—¡Buenos días, señorita Lasheras! —saludó un
sonriente chico desde el otro lado de la calle.
Tendría unos veinticuatro años. Era alto, de expresión
alegre y con un pelo negro bastante peculiar. No podrías
saber si se acababa de levantar o si realmente se peinaba
así. Era caóticamente ordenado. Cruzó la calle y le dio un
abrazo a Alma.
—¿Qué tal? ¿Cómo ha ido la semana? —preguntó el
chico.
—Un tanto ajetreada, la verdad. Supongo que ya sabrás
que Hans ha vuelto.
—¿En serio? Vaya, no me había enterado. ¡Eso sí que
es una buena noticia!
Alma sacudió la cabeza y sonrió.
—Este es Matt, un posible alumno. Lo ha descubierto
Hans en su viaje. Matt, este es Tom Zarowa, uno de los
mejores estudiantes que ha tenido la Academia en años.
Ya casi es un elementalista consagrado. Además de un
gran estratega.
Tom Zarowa abrió los ojos haciendo aspavientos.
—Oh, por favor, vas a conseguir que me ruborice —
dijo con tono teatral—. Aunque bueno, ya sabemos que
eres muy gentil con todo el mundo. Quizá nos estés
engañando a todos —añadió, mientras le lanzaba una
mirada con divertida desconfianza.
Alma le pegó una palmada en el hombro y ambos
rieron.
—Así que Matt, ¿no? —preguntó Tom con alegría—.
Un placer, la verdad. Se echaba en falta algún chico en
este club. Nos estaban superando en número.
—Aún no estoy dentro —respondió Matt, con
inesperada sequedad.
Todos se quedaron callados unos segundos y su
respuesta se volvió incluso más seca de lo que ya había
sonado. No estaba acostumbrado a conversaciones
amigables, así que intentó arreglarlo como pudo.
—Pero bueno, seguro que algo podemos hacer. Malo
será.
Tom y Alma asintieron con una media sonrisa y al cabo
de unos segundos fijaron la mirada detrás de sus
hombros. Matt se giró y descubrió a una chica plantada
detrás de él. Tardó unos segundos en darse cuenta de que
era la persona que faltaba.
Era una chica menuda, con una media melena negra.
Pálida y de rasgos marcados, no parecía muy animada.
Tenía unos ojos marrones muy oscuros y llevaba la línea
del ojo pintada de negro. Sus párpados parecían llevar
también sombra de ojos, lo que hacía su mirada todavía
más profunda e intensa.
—¡Hey, hola! Matt, esta es Keira, la otra estudiante de
elementalismo —dijo Tom ante el silencio de todos—.
Pasa ahora para segundo curso. Es bastante buena… a su
manera.
Ella le tendió la mano con indiferencia. Matt la estrechó
mientras se presentaba. Su mano era suave y cálida.
—No te dejes engañar por sus pintas —comentó Tom
mientras se acercaba a ella—. Va de dura pero en el
fondo es un trocito de pan. ¿A que sí?
Intentó agarrarla, pero ella se escabulló con un
movimiento ágil.
—Cállate, imbécil —respondió.
—¡Eh, eh, compórtate! —exclamó Tom entre risas—.
¿Qué primera impresión le estás dando a Matt?
Ella apartó la mirada, molesta.
—Bueno, creo que es hora de dejarnos de chiquilladas.
Tenemos que trabajar —dijo Alma, zanjando así la
situación—. Aún nos quedan diez minutos de camino.
Continuaron subiendo las calles en una dirección
incierta para Matt. Keira hablaba con Alma, así que Tom
se había puesto a hablar con él.
—Entonces… ¿cómo has acabado aquí? —preguntó
intrigado.
Matt se planteó contarle una versión resumida de lo
ocurrido, pero probablemente solo provocase más
preguntas.
—Me crucé con Hans y le comenté que podía sentir
eolita.
Tom alzó las cejas.
—Guau, ¿en serio? Menuda suerte. Yo he tenido que
practicar dos años de meditación para conseguir tener
una percepción sensorial que me permitiese establecer
buenos vínculos elementales. Al principio tenía la misma
sensibilidad que una patata —comentó entre risas.
Matt no tenía muy claro de lo que hablaba y estaba
cansado de fingir saber cosas que desconocía, así que
decidió preguntar. Tom parecía un tipo bastante
agradable.
—La verdad… no tengo ni idea de qué va todo esto.
Lo único que sé es que puedo sentir eolita ¿Me puedes
resumir qué significa ser un elementalista?
Tom abrió los ojos, sorprendido.
—Quizá no soy la persona más indicada para explicarlo,
pero bueno… Verás, un elementalista es toda aquella
persona capaz de interaccionar con las energías que
tienen los elementos que nos rodean. Para que te sea más
fácil de entender, un elementalista es una persona capaz
de manejar, más o menos a su antojo, los diferentes
elementos que hay presentes en nuestro mundo. Los
elementos tradicionales son cuatro: agua, aire, fuego y
tierra —explicó—. Pero realmente hay infinidad de ellos,
como la luz, la gravedad, el sonido… Todos están
compuestos por energía, aunque algunas son más
moldeables y otras menos. Yo creo que no existe un tipo
de elemento que no pueda ser dominado. Simplemente
no ha llegado todavía un elementalista que lo pueda
entender —añadió—. Por ejemplo, solo se ha conocido
un elementalista del fuego en la historia: Erik, el hermano
de Hans.
Matt asintió, emocionado, e hizo un gesto afirmativo
con la cabeza, esperando más explicaciones.
—Lo más importante es que seas capaz de percibir las
energías. Cada elementalista suele tener afinidad con un
elemento y tiene diferentes sensaciones al estar cerca de
él. Como si pudiera tocarlo. Como si pudiera entenderlo
—explicó—. Dominar varios elementos a la vez solo lo
ha conseguido una persona. Soren, el “Genio elemental”.
Pero lo tuyo es extraño. Tú sientes eolita, y esta no es un
elemento en sí mismo. Más bien es la fuente de energía
que nos permite jugar con los elementos sin derrochar
nuestras fuerzas.
—Me estoy perdiendo un poco…—murmuró Matt.
Tom frunció el ceño.
—A ver… te haré un resumen lo más esquemático
posible —respondió, no demasiado convencido—. La
habilidad de un elementalista se fundamenta en tres
puntos básicos —comenzó Tom—. Las habilidades del
individuo, la energía de la eolita y la energía de los
elementos. Cuando estos tres pilares trabajan entre ellos,
surge el elementalismo.
Matt asintió. Hasta ahí podía entenderlo.
—Te pondré un ejemplo: imagínate a Hans, el
Elementalista del Agua. Es una persona capaz de sentir la
energía del agua y de interaccionar y conectarse con ella.
Sin embargo, es una simple persona humana y tiene unas
fuerzas limitadas. Es obvio que su energía vital no es
suficiente para mover decenas de litros de agua. Sin
embargo, aquí es donde entran en juego nuestras amigas.
—Sacó de su cuello un colgante con una roca violeta
engarzada—. Esto es una eolita, una fuente pura de
energía. Son nuestro combustible. De ellas obtenemos la
energía necesaria para poder manipular los elementos sin
perder la consciencia. En mi primera vez canalicé mal las
energías y… ¡plof!, a cama una semana.
Matt escuchaba sin parpadear. Le parecía fascinante
todo aquello. Siempre había sido muy escéptico en torno
a la figura de los elementalistas, pero ahora necesitaba
saber más.
—Los elementalistas somos capaces de sentir nuestra
propia energía y la del elemento. Después, la clave está en
la conexión. Cuando expandes tu energía y logras
enlazarla con la del elemento, se crea una conexión y
pasáis a ser un solo ente. Es decir, que puedes manejarlo
más o menos a tu antojo. Es complicado de explicar,
tienes que sentirlo —insistió Tom, agitando la cabeza—.
El problema está en que si intentas manejar el elemento
solo con tus fuerzas, no lograrías casi nada. Para
solucionar ese problema tenemos que, al mismo tiempo
que realizamos la conexión, extraer la energía necesaria de
la eolita y utilizarla para manipularlo. Es un rollo de
explicar y de entender al principio, porque parece que
tienes que atender a veinte cosas a la vez. Pero realmente,
cuando ya lo dominas, es como respirar. No tienes ni que
pensarlo, simplemente lo haces.
Matt reposó toda la información durante unos
segundos, intentando no perder nada. Incluso le pidió a
Tom que repitiera algún fragmento de la explicación.
—Es bastante abstracto, pero creo que puedo entender
la esencia —respondió Matt, un tanto abrumado—. Los
elementalistas son una especie de cocineros. Tienen unas
materias primas, que son los elementos. Por otra parte
están las eolitas, que son como un fogón que emite
energía. Y luego están ellos, los que manejan ambos.
Puedes hacer alguna comida sin la energía de los fogones,
pero lo realmente interesante surge cuando tienes una
cocina. Eso abre muchas posibilidades.
Tom soltó una carcajada bastante escandalosa que hizo
voltearse a Alma y a Keira.
—Joder, qué risa, Matt —logró decir mientras se secaba
las lágrimas—. Es un símil muy malo, pero supongo que
puede ayudarte a entender. A mí no se me habría
ocurrido una comparación similar ni en cien años.
Matt no supo muy bien cómo tomarse su reacción. Lo
había dicho totalmente en serio. Sin embargo, Tom tenía
pinta de ser una persona despreocupada y sin pelos en la
lengua, así que optó por reírse y tomárselo con humor.
—Bueno, fue un poco improvisado… Tendré que
mejorar la receta —bromeó Matt.
Siguieron charlando hasta que llegaron al campo de
entrenamiento número tres. No se parecía en nada a lo
que había imaginado. Matt pensaba que sería un terreno
exterior, pero en su lugar entraron en un edificio enorme,
de una sola planta. Era como una gran nave industrial.
Olía a cerrado y a aire viciado. En su mitad, había una
serie de estancias más pequeñas. Eran como pequeños
cubículos metálicos, totalmente cerrados.
—¿Podéis preparar una ronda de selección elemental de
grado tres? —preguntó Alma.
Tom alzó las cejas un instante y luego asintió. Keira lo
siguió y juntos entraron en aquellos cubículos.
—¿Qué es una ronda de selección elemental? —
mumuró Matt, atemorizado.
—Ah, no, no. No te preocupes —respondió Alma con
su tono tranquilizador—. Es muy fácil. Son una serie de
pruebas para que descubramos si tienes afinidad con
algún elemento. Lo único que tienes que hacer es relajarte
y abstraerte.
Matt no se sentía demasiado convencido con todo
aquello. No entendía cómo iba a ser capaz de relacionarse
con algo inerte.
—He escuchado cómo Tom te explicaba algunos de los
principios del elementalismo, pero hoy no nos vamos a
centrar en eso —añadió Alma—. El único objetivo es
descubrir tu afinidad elemental. O tus afinidades, nunca
se sabe.
Matt tragó saliva e hizo un gesto de conformidad. No
tenía ni idea de qué elemento podría percibir mejor. Las
dudas siguieron aumentando y comenzó a ponerse
nervioso. Al cabo de un rato que le pareció eterno,
volvieron Tom y Keira.
—Todo listo, ¿vamos a seguir el orden usual? —
preguntó Tom.
—Sí. A ver, te explico, Matt. Es muy sencillo. —Alma
se acercó y le apoyó una mano en el hombro—. En cada
cubículo está ambientado un determinado elemento. Lo
único que tienes que hacer es ir pasando por cada uno de
ellos e intentar percibirlos de una forma similar a lo que
sientes cuando estás cerca de las eolitas. Te vamos a
vendar los ojos —añadió—. La vista es un sentido que
nubla demasiado a todos los demás.
Matt asintió y los siguió hasta la primera puerta.
—Keira te irá guiando de una a otra habitación.
Procura no hacerlo, pero si tienes algún problema, puedes
dirigirte a ella. Si sientes algo especial en una determinada
sala, házselo saber —dijo Alma con suavidad—. Entra y
deja la mente en blanco. Respira con lentitud y no hables.
No pienses. Y por favor, no seas escéptico. Ya sabes que
todo esto es posible.
Le pusieron una venda en los ojos. Era totalmente
negra y no le dejaba ver ni el más mínimo haz de luz.
Sintió la suave mano de Keira guiarlo hacia dentro y
escuchó cómo se cerraba la puerta. Los últimos ecos del
golpe metálico se fueron diluyendo en la gran nave y un
silencio sepulcral inundó la estancia. Keira le hizo
caminar unos cuantos pasos hacia delante.
—Túmbate aquí —le susurró al oído.
Se recostó en el suelo. No tenía ni idea de qué material
estaba hecho, pero era bastante confortable. Suspiró dos
veces, guardó silencio y comenzó a sentir.
El aire estaba enrarecido, incluso más que en la estancia
principal. Olía a cerrado y a humedad. El ambiente de
aquel lugar parecía tener peso propio. Podía sentir cómo
se apoyaba en cada centímetro de su piel. Por lo demás,
no tenía ni idea de qué elemento podía estar escondido en
aquella habitación. No logró escuchar ni un murmullo.
No logró sentir ni una sola variación en la temperatura.
No logró percibir ni un amago de claridad. Tras unos
minutos que le parecieron eternos, las mismas manos le
ayudaron a levantarse y lo llevaron a la siguiente. Nada
había pasado.
Volvió a guiarlo a lo que suponía era el siguiente
cubículo y allí se recostó de nuevo. Todavía olía a
humedad, pero el aire era más fresco en aquella
habitación. Lo descubrió bastante pronto, gracias a su
oído. El sutil susurro de una corriente de agua que se
deslizaba por algún rincón de la habitación le acarició los
tímpanos. Intentó percibir de dónde venía, pero no pudo
lograrlo. Parecía estar en todas partes. Ahora ya sabía qué
elemento era, quizá así fuese más fácil comenzar a
relacionarse con él.
Pero estaba equivocado. No sintió nada especial aparte
de aquel murmullo acuático, así que comenzó a
desanimarse. Era de los que tiraba la toalla bastante
rápido. En todo.
Al cabo de unos minutos, Keira volvió a guiarlo al
siguiente cubículo. Nada más entrar a la tercera estancia,
un chorro de sofocante aire caliente le inundó la cara:
fuego. A los pocos pasos tuvo que desprenderse de su
chaqueta para no agobiarse. Después, con más
precaución de la debida, lo acercó al centro. Incluso sin
estar tumbado, logró escuchar el chisporroteo de la leña
al consumirse. Se tumbó y lo intentó de nuevo.
El calor se expandía desde todos los rincones de la
habitación. En ocasiones podía sentirlo en las cercanías
de su cabeza. En otras, aparentaba venir desde el punto
más alejado de la estancia. Tan solo podía intuir un leve
crepitar que no era suficiente para delatar su esencia ni su
presencia.
Desalentado por no haber conseguido ninguna
sensación nueva, decidió esperar a que lo llevase al
siguiente cuarto. Quería acabar lo más pronto posible.
Estaba convencido de que aquello no era para él.
La cuarta estancia no parecía tener nada destacable,
salvo por el frío. No sabía si era por la diferencia con la
estancia anterior, pero le costó bastante acostumbrarse.
Además, se había dejado su chaqueta atrás.
El aire era natural y puro, sin el olor viciado de los
anteriores. Estuvo unos minutos tumbado, sin pensar en
nada, hasta que un pequeño ruido lo sorprendió: había
sonado como una pequeña rejilla metálica al moverse.
Tras pasar unos segundos en estado de máxima atención,
todo volvió a la inalterable normalidad. Volvió a
sumergirse en la comodidad de aquel suelo acolchado,
con la mirada perdida en las profundidades de sus
párpados. Y entonces lo sintió.
Una brisa le acarició el rostro. Por un momento creyó
que habían sido los dedos de Keira, pero la segunda vez
algo ocurrió. El tenue soplo de aire volvió a deslizarse por
su mejilla y pasó por delante de sus ojos dibujando su
rastro. Literalmente.
Acababa de sentir cómo la pequeña corriente de viento
entraba en su visión y fluía fugazmente hasta perderse.
Podía ver su rastro con nitidez. Como unas pinceladas
que comenzaban a diluirse. Pero todavía tenía los ojos
cerrados. Los abrió y todo se vino abajo. Se desvaneció
sin más.
Matt pegó un salto y se incorporó. Luchó por quitarse
las vendas, nervioso. Comenzó a respirar con rapidez,
hasta que Keira llegó y le ayudó.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—El viento… el viento. Lo he visto… —murmuró—.
O sea, no lo he visto, porque no veía. Pero lo he visto.
Comenzó a temblar. Tenía mucho frío. Keira se sacó su
chaqueta y la abrió. Solo consiguió cubrirle los hombros
con ella, pero Matt lo agradeció. Más por lo reconfortante
que resultaba sentir el gesto de preocupación de alguien
aparentemente frío, que por la propia chaqueta en sí.
—Gr-gr-acias, lo siento…
—A mí también me pasó —respondió Keira con
suavidad.
Matt echó un vistazo a la estancia. Estaba vacía. Tan
solo entraba luz por dos pequeñas ventanas cercanas al
techo. En las paredes había cuatro rejillas metálicas, por
las que parecían entrar corrientes de aire.
—Voy a avisar a Tom, ¿vale?
Matt asintió. Se sentía algo mareado. Perdido.
Ella se levantó y caminó hacia la puerta de salida. La
tenue luz permitió a Matt ver una figura bastante definida.
Llevaba unos pantalones ceñidos y una camiseta que
dejaba entrever un hombro. Se dio la vuelta un momento,
mientras Matt la contemplaba fijamente, hipnotizado. No
pareció darse cuenta. O no pareció importarle.
—Bienvenido a la Academia —dijo sin más, con una
media sonrisa.
Tom regresó con ella, al cabo de unos segundos.
—Así que viento, ¿eh? —dijo, casi chillando—. ¡Qué
novedad! Otro más para el club de estas dos harpías.
Keira ni se inmutó ante el comentario.
—¿Qué me ha pasado? —preguntó Matt mientras se
ponía de pie—. Me siento bastante mareado.
—Acabas de experimentar una de las formas que tienen
los elementalistas de percibir los elementos —explicó
Tom—. Es lo que se conoce como impronta sensorial.
Una especie de huella del elemento que se proyecta en tu
mente. Sobre el mareo… se te pasará en un rato. O eso
creo —añadió, sonriente.
Matt no tuvo fuerzas ni para replicar. Comenzó a
caminar con lentitud hacia la puerta, ayudado por Tom.
En el exterior estaba Alma, esperando ansiosa.
—¿Cómo fue?
—Bien, todo bien. Viento —respondió Tom con una
carcajada ahogada.
Fue el único que se dio cuenta de su lamentable juego
de palabras.
Alma cerró los ojos y suspiró, aliviada. Por la puerta
apareció Keira, con su chaqueta. Todavía seguía
sintiéndose extraño. Estaba como entumecido y mareado.
Parecía estar viendo la realidad levemente distorsionada.
Como si un vidrio lo estuviese separando de ella.
—Me encuentro algo raro…—murmuró Matt.
Alma miró a Tom con cierto nerviosismo, pero este no
le prestó atención.
—Verás… Las pruebas elementales suelen durar una
semana —comentó Alma con tono afligido—. En el
mejor de los casos. Así que… decidimos acelerar un poco
el proceso.
Matt se quedó mirándola, un tanto descolocado.
—¿Qué quieres decir?
—Quiere decir que en la tercera habitación había unos
vapores
especiales
—respondió
Tom,
con
total
franqueza.
Y luego se echó a reír.
—¿Me habéis drogado? —pregunto Matt, incrédulo.
—Está totalmente controlado. Son solo unos vapores
de
ayahuasca,
una
planta
—murmuró
Alma,
contrariada—Recurrimos a ella al cabo de varios días,
cuando sabemos que la persona tiene cierto talento pero
no consigue desbloquear sus sentidos. Sin embargo,
contigo teníamos demasiada prisa. Los exámenes de
ingreso son en cinco días y queda mucho por hacer.
Matt miró a Tom, que seguía sonriendo y no tuvo más
remedio que echarse a reír. No sabía si por el surrealismo
de la situación o por la ayahuasca.
—¿Entonces soy capaz de percibir elementos o
simplemente tuve una alucinación?
—Los vapores de ayahuasca solo sirven para desinhibir
y desbloquear los sentidos —respondió Alma con gesto
serio—. No crean nada nuevo por sí solos. Y menos en
cantidades tan insignificantes. Si apruebas los exámenes
para entrar a la universidad, estudiarás con nosotros en la
Academia de Elementaslimo. No hay ninguna duda —
añadió.
Matt cerró los ojos y sonrió. Un paso menos que
recorrer.
Tan solo tardó unos minutos en volver a la normalidad.
Se habían sentado en unos bancos mientras él terminaba
de recuperarse.
—Agradece que haya sido así —le dijo Keira—. Yo
estuve tres días haciendo el recorrido. Una y otra vez. Sin
sentir nada. Hasta que me iluminaron la mente con esa
basura.
—Visto así… —musitó—. ¿Tú también tienes afinidad
con el viento?
Keira se limitó a asentir.
—Y ahora, ¿cuál es el plan? —preguntó Matt.
—El plan es que accedas a las brigadas de Combate,
porque en las otras no tienes ninguna oportunidad —
explicó Alma con inusitada dureza—. Hay tres pruebas:
una general, una específica y una física. ¿Puedes ayudarle
con ello, Tom?
—Descuida, querida. Será un placer —respondió—.
Tengo buen material esperando por él en mi piso.
A Matt todo aquello le producía sentimientos
contradictorios. No le gustaba ser el centro de atención,
ni tampoco sentir que terceras personas tuvieran que
perder su tiempo con él.
Sin embargo, no quería arruinar la suerte de haberse
cruzado con gente tan bondadosa y de tener al alcance de
su mano un futuro alejado de la vileza de los caminos. Un
futuro que, por primera vez en mucho tiempo, le parecía
ilusionante. Una vida en la que no tuviese que mentir
más. Así que se tragó su orgullo y aceptó la mano que le
tendían.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó, con los ojos
iluminados por la emoción.
6- Un paraíso amurallado
El piso de Tom estaba a menos de cinco minutos, en
una zona todavía considerada como peligrosa, dada la
cercanía de la costa.
Su portal, el número 30, parecía de reciente
construcción. Subieron por unas amplias escaleras de
mármol hasta el segundo piso, en el que había dos
viviendas. Tom se dirigió a la de la izquierda, mientras
sacaba dos pequeñas llaves plateadas.
—Bienvenido a nuestra humilde morada —comentó,
sonriente.
Tom le hizo un gesto para que pasase y ambos
entraron.
—¿Hola? —preguntó Tom en voz alta, sin obtener
respuesta—. Vaya, parece que se ha marchado ya. Qué
lástima… ¿Puedes ir a la cocina y sacar dos tazas? Al
fondo a la izquierda. —Señaló con la mirada una
puerta—. Siéntete como en tu casa.
Matt vaciló un momento.
—Solo voy a ir al servicio. Créeme. Mi vejiga no puede
esperar —insistió Tom, con una mueca alegre pero
ansiosa.
El recibidor era bastante bonito, aunque había
demasiadas cajas esparcidas por el suelo. La mitad del
piso parecía estar en proceso de ser ordenado y
estructurado. Prefirió no seguir husmeando y se
encaminó a la puerta que Tom le había señalado. Tenía
una cristalera opaca que dejaba pasar la luz, pero no
percibir lo que había al otro lado. En su casa tenían una
igual y aquello le trajo buenos recuerdos. La abrió y entró
en la cocina. Pero para su sorpresa, la casa todavía no
estaba vacía.
En la mesa estaba sentada una chica, desayunando. Un
libro, una taza y un plato de magdalenas le hacían
compañía. Todavía llevaba puesto el pijama, el cual tenía
decenas de lunas estampadas. Matt sintió cómo la
vergüenza ascendía desde el fondo de sus pies hasta las
mejillas e intentó recular, pero ya no había escapatoria.
Ella lo estaba mirando, totalmente inmóvil. No sabría
decir si estaba asustada, sorprendida o paralizada. Sus
ojos, de un bonito color gris azulado, seguían inmóviles.
Unas discretas pecas adornaban sus mejillas.
—Hola… Perdón. Vengo con Tom. Me dijo que no
había nadie en casa… —logró farfullar.
La chica continuó sentada, sin inmutarse. Pasaron unos
incómodos e interminables segundos hasta que algo
pareció romperse en el aire delante de ella. Parpadeó y
apoyó su taza en la mesa. Luego se acercó las manos a las
orejas y sacó de ellas unos tapones.
—¿Hola? —dijo con un hilo de voz.
—Disculpa… —respondió Matt, azorado—. Vengo
con Tom a por unos libros. Me dijo que no había nadie y
que fuera a la cocina… No quería asustarte.
Sus ojos parecieron relajarse un poco, pero su postura
seguía rígida.
—¿Has venido con Tom?
—Sí.
—¿A las diez de la mañana?
Matt comenzó a ponerse nervioso. Había pasado por
cientos de situaciones problemáticas en los últimos años y
las había manejado con soltura. Sin embargo, algo tan
ridículo y embarazoso como aquello lo estaba sacando de
sus casillas. Si hubiera encontrado unas arenas movedizas
cerca, se habría tirado de cabeza en ellas.
—Es largo de explicar… —murmuró, evitando mirarla
a los ojos.
Afortunadamente, unos pasos acelerados se acercaron
por el pasillo y Tom asomó su alegre sonrisa a través de la
puerta.
—Oh. ¡Ylia! —dijo, sorprendido—. ¿No sabes
responder cuando alguien te llama?
La chica se deslizó en la silla y cubrió su cara con las
manos.
—Por dios, no me deis estos sustos —murmuró, a
través de sus dedos—. Todavía es muy temprano.
Tom se quedó quieto unos instantes, mirando fijamente
a Matt.
—Tampoco tiene tanta cara de delincuente.
Ninguno de los dos pudo evitar una sonrisa ante aquel
comentario. La incomodidad en el ambiente se diluyó de
inmediato.
—¿Cómo es que aún sigues aquí? Me habías dicho que
hoy madrugarías e irías a la biblioteca.
Ylia, ya relajada, comenzó a quitarle el envoltorio a una
magdalena.
—Bueno… Digamos que los propósitos siempre
suenan mejor antes de acostarse que al despertarse.
Tom asintió entre risas.
—Mañana lo conseguirás. Ylia, este es Matt. Las
casualidades de la vida y del destino han querido que se
cruzase con Hans y que este descubriese sus cualidades.
Venimos de hacer sus pruebas de afinidad elemental y
todo ha salido bastante bien —añadió, mientras le robaba
una magdalena sin ningún disimulo.
La chica se levantó de su silla y se acercó a Matt con
una sonrisa. Este entendió el gesto y alargó la mano para
saludarla. Sin embargo, cuando ella llegó a su lado, se
mantuvo quieta, dubitativa.
—Oh, vamos, Matt —dijo Tom mientras tragaba un
bocado con dificultad—. Ylia es de Norie. La mitad de las
mujeres se llaman Ylia en ese reino. Con conocer un poco
de mundo deberías saber que allí te saludan con dos
besos en las mejillas. Tres si eres una mujer.
Matt, aturullado, retiró su mano con rapidez y le dio
dos besos. Ella le dedicó una dulce sonrisa y volvió a su
sitio. Luego, Tom le ofreció una de las sillas restantes.
—Es una suerte que estuvieras aquí, porque te
necesitaba —comentó Tom—. Matt va a preparar las
pruebas para entrar en las brigadas y yo no tengo nada
sobre la parte de Fundamentos psicológicos para el
brigadista. Fui al examen sin estudiar, la verdad. Sabía que
era suficiente con tener sentido común —puntualizó.
—Tengo buenos resúmenes… —respondió Ylia—. Y
sí, con un poco de sentido común es suficiente, pero solo
si tienes suerte. Pueden entrarte supuestos prácticos de
otros estados o reinos y quizá las obviedades no sean tan
obvias. Algunos comportamientos pueden cambiar
drásticamente de una cultura a otra.
Tom sacudió la cabeza.
—Bueno… No creo que tenga problema, ya que Matt
va a acceder por la vía de Combate. Pero si tienes algo,
estaría bien que le pudiese echar un vistazo.
Ylia asintió y apuró los últimos sorbos. Luego se
levantó y salió por la puerta. Matt tuvo tiempo de mirarla
por primera vez sin el filtro provocado por los nervios y
la vergüenza. En efecto, tenía algunos rasgos que
recordaban a las mujeres del país vecino, sobre todo a las
nacidas en la zona norte. Pelo castaño, facciones suaves y
ojos grisáceos.
Mientras Ylia rebuscaba en su habitación, Tom cogió la
tetera.
—Llegó hace un mes y ya es como una hermana para
mí —comentó, mientras le servía un poco de té—. Es
estúpidamente responsable y trabajadora. Ni siquiera han
empezado las clases y ya lleva dos semanas adelantando
trabajo. Estudiaba medicina en la universidad de Norie y
ha venido de intercambio durante un año. En un
principio iba a hacer las pruebas para la especialidad de
medicina
bélica,
por
eso
tiene
buenos
apuntes
relacionados con las brigadas. Pero al final le surgió una
buena oportunidad y decidió especializarse en veterinaria.
Ama los animales —añadió—. Cuando vino preguntando
por una habitación, supe a los cinco minutos que era la
persona indicada.
Matt, distraído con la conversación, no se dio cuenta de
que su bebida estaba todavía muy caliente. Sus ojos se
humedecieron mientras el té viajaba por el esófago y tuvo
que tragar saliva varias veces para aliviar la sensación.
—¿Quieres una magdalena? Son espectaculares —
farfulló Tom—. Las hace la chica con la que estoy, Amy.
Ya te la presentaré cuando coincidamos, ahora está
trabajando.
Matt asintió y cogió una. Era realmente grande y
esponjosa,
con
pequeñas
pepitas
de
chocolate
incrustadas. Decidió quitarle el envoltorio con la mayor
lentitud posible, para que así el dolor de su garganta
terminase de desaparecer.
—Las pruebas de acceso para la especialidad de
Combate son fáciles, hazme caso. Nadie quiere entrar en
esa brigada, así que tienen que bajar el nivel. Nadie
inteligente,
quiero
decir
—puntualizó
con
total
naturalidad.
—¿A qué te refieres? —preguntó Matt un tanto
extrañado. Y dolido.
—Pues a que inteligencia y valentía no suelen ir ligados.
Lo más inteligente es alejarse de los problemas, no ir a
buscarlos en primera fila. Alguien inteligente sabe lo frágil
y vulnerable que es una vida humana. Así que en la
brigada de Combate, acaban los más temerarios e
ignorantes.
A Matt aquel razonamiento no le sentó demasiado bien.
No había podido continuar sus estudios, pero se
consideraba una persona medianamente inteligente.
—¿Y no tengo posibilidad de entrar a ninguna de las
otras tres especialidades?
—No, ninguna. Al menos a día de hoy —respondió
Tom con total franqueza—. Estamos en septiembre, las
mejores plazas ya han sido asignadas en junio. Ahora solo
quedan las sobrantes o las que han sido rechazadas a
última hora. Para la división de Estrategia y la de Orden
Estatal
hay
tres
plazas.
Para
Exploración
y
Reconocimiento, cuatro. Y para Combate, hay unas
treinta. No creo ni que se cubran todas, la verdad. Con
tiempo podrías haber conseguido otra plaza, pero tu
situación es muy particular. Así que Combate es la única
opción viable que tenemos. Siempre que quieras seguir,
claro —murmuró.
Matt no sabía si la descarnada sinceridad de Tom le
molestaba o le agradaba. De todas formas, tuvo la
suficiente templanza para entender la situación y saber
que todos tenían razón. Si quería entrar en la universidad
y asegurarse un futuro honrado para él y su familia,
tendría que tragarse su orgullo y aceptar el consejo de
terceras personas.
—Supongo que tenéis razón… Además, no solo voy a
estar en la división de Combate. También estaré en la de
Elementalismo, y seguro que ahí se estudian cosas muy
interesantes.
Los ojos de Tom se iluminaron un instante.
—Desde luego que sí.
Matt asintió un poco más animado y siguió con su
desayuno. El té no era gran cosa comparado con los que
tomaba en su pueblo, pero las magdalenas estaban
espectaculares. El cumplido de Tom a su chica resultó ser
totalmente cierto y no estaba condicionado porque fuese
su novia quien las había hecho.
Cuando Matt estaba acabando de saborear el último
bocado, apareció de nuevo Ylia, con una pequeña carpeta
púrpura. Cogió su silla y la arrastró hasta su lado. Una vez
sentada, la abrió y comenzó a sacar papeles de ella.
—Veamos… Estos son los apuntes que tengo de
Fundamentos psicológicos para el brigadista. La primera
página es un índice de todo el temario. Te he marcado
con una exclamación los temas que son más relevantes.
El resto ni los leas, no te van a entrar —explicó sin ni
siquiera mirarle—. Si quieres centrarte en uno en especial,
hazlo en “Comportamientos y reacciones ante la amenaza
y el miedo”. Suele caer siempre.
Ylia frunció los labios y miró sus apuntes.
—De hecho… te los voy a ordenar por prioridad, si me
das cinco minutos. Así será mucho más fácil.
Matt intentó decirle que no hacía falta, que no se
molestase, pero ella ya se había levantado y caminaba ágil
hacia la repisa del recibidor. Allí cogió un papel y volvió a
su sitio. Comenzó a mover los temas, folio arriba, folio
abajo, escribiendo a su vez frases en la nueva hoja.
—Bien, ya casi está —dijo al cabo de un par de
minutos—. Los temas que tienen un número uno son los
prioritarios, los que tienen un dos son secundarios y los
que tienen una cruz, ni siquiera te los he incluido. Pero
está bien que conozcas los títulos. Así, en caso de que te
entre algo sobre ellos, sabrás cómo reaccionar. Son de
sentido común.
—Eres tan eficiente que me das miedo —murmuró
Tom.
Ylia sonrió agradecida, terminó de organizar los papeles
y le entregó la carpeta a Matt.
—Aprovéchalos y úsalos todo lo que quieras, no tengo
prisa. Pero cuídalos como si fuesen tu propia vida.
Su expresión era dulce y su tono amable, pero su voz
sonaba seria y amenazante.
Matt agradeció repetidas veces el gesto y le aseguró que
volverían intactos. Luego, apoyó la carpeta en la mesa
auxiliar.
—En fin, yo tengo que irme —dijo Ylia—. No volveré
hasta el anochecer, hoy haré jornada doble de estudio.
—Qué pena… —murmuró Tom entre dientes.
Ella entornó los ojos y le soltó un golpe amistoso en el
hombro justo antes de marcharse.
—No sé si realmente es necesario tanto estudio o si es
una exagerada —reflexionó Tom cuando dejó de
escuchar sus pasos.
—Creo que sabe lo que hace —respondió Matt—.
¿Has visto estos apuntes? Ni un solo tachón, ni una
corrección. Vaya obra de arte.
Tom asintió y se afanó en terminar su desayuno.
—Veamos… —farfulló, con la boca todavía llena—.
Las pruebas para acceder a las Brigadas Estatales en la
especialidad de Combate son tres: forma física,
demostración de combate y Fundamentos psicológicos
para el brigadista. En cada una de ellas se exigen unos
mínimos que aseguren que esa persona no vaya a ser un
estorbo más que una ayuda.
—Y… ¿qué tengo que hacer en cada una? —preguntó
Matt, un tanto preocupado.
—Poca cosa. Forma física es simplemente un circuito
de obstáculos. Lo pasas con los ojos cerrados. Y la
prueba de combate se basa en un ejercicio con un
instructor.
Aquello no le hizo demasiada gracia a Matt.
—No soy mucho de pelear, la verdad. De hecho, solo
he luchado en serio una vez en mi vida. Y porque las
circunstancias me obligaron a ello…
Se arrepintió al instante de haber sacado aquel tema,
pero Tom ni siquiera le dio importancia.
—No es necesario que sepas cómo se hace una
proyección o una luxación, se supone que haces las
pruebas para aprenderlo… pero nunca está de más.
Siempre tienes más posibilidades si muestras aptitudes.
—Conozco puño y patada. ¿Es suficiente?
Tom se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Harás lo que puedas. ¿Sabes manejar algún arma?
—No le doy mal a la espada. He tenido tiempo para
practicar.
—Bien, entonces será mejor que elijas una espada de
kendö. Es un tipo de lucha con espada —aclaró Tom
ante la mirada de Matt—. También existe la especialidad
de espada medieval, que supongo que es la que tú has
practicado, pero es una basura. El kendö es más divertido
y sus espadas son una preciosidad. Lo practiqué de
pequeño, pero no destaqué demasiado. Así que no me
quedó mas remedio que aparentar que soy listo y hacerme
un estratega —explicó con su particular franqueza.
—No creo que puedas aparentar ser listo… la verdad.
No seas un falso humilde, es algo insoportable —
masculló Matt, con amistoso reproche.
—La mayoría de gente me tiene muy sobrevalorado,
aunque otra cree que estoy chiflado —respondió, con la
mirada perdida en el fondo de su taza—. No soy ni un
genio ni un estúpido, pero tengo creatividad y me fijo en
cosas que no aprecia nadie. Esas son capacidades muy
valoradas en un estratega. Nadie podría prever lo que voy
a hacer, básicamente porque nunca hago lo mismo —
añadió con una sonrisa—. Y luego está la música. Bueno,
y también mi memoria fotográfica.
—¿La
música?
¿Música,
combate
y
estrategia?
¿Memoria de qué?
—Hmmm, sí… Es un poco complicado —musitó—.
En fin, ya te lo explicaré un día de estos. Además, no
tengo aquí mi espada. Me la olvidé en la Academia.
Matt comenzaba a comprender a la gente. Tom era una
buena persona, pero realmente no sabía si era un genio o
estaba trastornado. Muchas de las cosas que decía no
tenían ni pies ni cabeza. Lo que si tenía claro es que era
una persona interesante. Demasiado interesante.
—Bueno, dejemos de hablar de mí. Eres tú quien tiene
que aprobar. Con que hagas un par de fintas y unas
estocadas con tu espada, será suficiente.
—No tengo espada ahora mismo, la verdad. Me deshice
de ella… hace unos días.
—Mejor, porque tendrás que utilizar las armas de las
que dispongan los examinadores. Suele haber suficiente
variedad para demostrar cualquier habilidad.
Tom bostezó y se desperezó ostentosamente.
—Entonces… ¿Qué te parece si te enseño tu lugar de
trabajo para los próximos días? —preguntó Tom.
Matt asintió y recogió los apuntes que le había prestado
Ylia. Luego, siguió a Tom de nuevo hasta la calle. Al venir
no se había parado demasiado a mirarla, así que le
sorprendió ver que no había casi ningún movimiento en
ella.
—Es una calle destinada a estudiantes —se adelantó
Tom al ver la mirada de Matt escudriñando los
alrededores—. Por las mañanas no hay casi vida. Lo
divertido se junta por las noches.
Tenía sentido. Había oído hablar a su padre de las calles
de estudiantes, pero nunca había tenido la certeza de
pasear por una.
—Calle Hogsme —logró leer Matt en una placa.
Los bloques de edificios eran de construcción muy
similar y los pocos negocios existentes se limitaban a
tiendas de alimentación, tabernas y hostales.
Una vez salieron de la calle, cruzaron una pequeña
intersección y llegaron a la avenida Ayzhar.
—Eh, ¡ya me sé orientar! —exclamó Matt.
Tom sonrió y lo guio unos cuantos metros. Luego,
cogieron otra calle a la izquierda y pudo distinguirla, sin
necesidad de aclaraciones.
La biblioteca de Thalassia era un edificio enorme,
plagado de cristaleras que le daban un aspecto de gran
luminosidad. Curiosamente, era circular, como la
Academia de Elementalismo. Pero su extensión y tamaño
no eran comparables.
—El remanso de silencio dentro del bullicio de la
ciudad —comentó Tom mientras la miraba—. Si sus
celadores te avisan por hacer ruido, no podrás volver a
entrar en una semana. Al segundo aviso, en un mes. Al
tercero, en todo el curso. Son sus normas y son
demasiado estrictas, pero funcionan —aclaró, con una
expresión contrariada en su rostro—. Yo tengo un amigo
que no puede estudiar en ella porque tiene alergia. Sus
repetidos estornudos resultaron ser un problema y acabó
siendo expulsado.
Matt se debatió unos momentos entre la carcajada y el
lamento, pero consiguió controlarse.
Podía distinguir siete pisos dentro del edificio, gracias a
las claras diferenciaciones entre las filas de cristaleras.
Había tres puertas, de diferente tamaño, pero no tenía
muy claro si todas eran de entrada.
—En el piso superior incluso se puede estudiar al aire
libre —dijo Tom mientras señalaba la azotea del
edificio—. Resulta bastante agradable cuando hace calor.
Podrías buscar un sitio, pero es probable que esté
saturado. Al menos hasta el atardecer —aclaró—. De
todas formas, todavía tenemos que pasar por la Academia
y luego ir hasta el lugar donde vive Hans. Te he traído
por aquí para que conocieses el camino. Aunque la
verdad, si no lograses encontrarla, sería preocupante.
Matt coincidió con aquella afirmación y lo siguió de
vuelta hacia la Academia de Elementalismo. Le gustaba la
zona; todo quedaba bastante cerca y las cuestas no tenían
demasiada pendiente. Además, resultaba agradable
caminar por aquellas calles. El sol brillaba con relativa
fuerza,
pero
el
aire
era
bastante
refrescante.
Probablemente el mar tuviese la culpa. Le gustaba notar
su frescor salado en el ambiente.
Al llegar a la Academia, Tom sacó una alargada llave de
su bolsillo. Era de color azul. Matt no pudo evitar
preguntarse cuántas copias existirían y quiénes serían sus
poseedores. La puerta volvió a abrirse, con delicada
fluidez, y ambos entraron.
—¿Cuál es tu cuadro? —preguntó Matt mientras
atravesaban el largo pasillo del primer piso.
Tom lo miró de reojo, con cierta sorpresa. Luego alzó
un dedo, sin dejar de caminar.
—Ese —señaló con evidente orgullo—. Si consigues
entrar en la universidad, te haré una demostración.
¿Trato?
Matt sonrió y le apretó la mano con fuerza.
Recogió sus cosas del despacho de Alma y regresaron
de vuelta al exterior. Según Tom, la casa de Hans quedaba
a unos pocos minutos andando, así que el trayecto sería
corto. Sin embargo, no volvieron por el mismo camino.
Esta vez fueron por el paseo marítimo de la ciudad de
Thalassia.
En el continente existen cientos de ciudades: unas están
más pobladas, otras menos; algunas tienen una historia
que se remonta siglos en el tiempo, mientras que otras
fueron creadas apenas décadas atrás; algunas tienen una
belleza exótica y otras no son más que masificaciones de
edificios. Pero ninguna tiene un arenal para disfrutar.
Thalassia es la única ciudad del mundo que tiene una
playa segura ante invasiones. Su configuración geográfica
permitió que los primeros habitantes de la ciudad crearan,
siglos atrás, la primera muralla defensiva. La costa de
Thalassia es una bahía con una entrada bastante angosta,
la cual facilitó que esta pudiera ser cerrada y asegurada
contra las invasiones de tarántulas. Con el paso de los
años, sucesivas murallas fueron construidas, hasta las tres
existentes en la actualidad. Las murallas son sólidas
paredes de roca en su parte media y superior. En su parte
inferior, se encuentran las compuertas que permiten
atravesarlas sin necesidad de subirlas y los centenares de
pequeños pilares que soportan el peso. El espacio entre
ellos es lo suficientemente grande para que el agua y los
peces circulen, pero no para que una tarántula marina
pueda atravesarlos.
Entre la tercera muralla, la más alejada, y la segunda, se
encuentra el lugar donde los pescadores llevan a cabo su
trabajo. Diversas variedades de pescados frecuentan la
zona, huyendo del terror exterior, lo que asegura una
buena faena. Sin embargo, las restricciones suelen ser
estrictas con el fin de asegurar la sostenibilidad del
caladero a lo largo del tiempo.
Entre la segunda y la primera muralla se encuentran los
criaderos de moluscos. Cientos de bateas se extienden en
esta zona, proporcionando un lugar para que estos
animales crezcan. Almejas, mejillones y vieiras son los
más demandados.
Y por último, entre la primera muralla y la costa, está el
famoso arenal de Thalassia. Este es probablemente el
mayor reclamo turístico del mundo, después del Gran
Templo de Isioktes, en Norie.
La playa tiene una longitud de dos kilómetros y está
rodeada por un extenso paseo marítimo. El cuidado del
arenal es exhaustivo por parte del gobierno y de la propia
población, que lo trata como un tesoro. Aunque su uso es
libre, existen, como en toda la bahía, unas estrictas
normas. Gracias a ellas su estado luce impecable, pese a
las miles de personas que lo visitan cada año.
Matt se tomó el camino con bastante calma, ya que
siempre le resultaba placentero recorrer algún trayecto
dentro de aquel paseo. Aun así, no les llevó más de cinco
minutos llegar a su destino.
Nunca había estado en aquella calle. La zona se
caracterizaba por la ausencia total de edificios, que habían
sido sustituidos por casas unifamiliares. Era un vecindario
bastante acogedor y agradable.
—Esta es —indicó Tom tras pasar cuatro viviendas—.
La casa de Hans.
Sin duda era una casa entrañable. Parecía estar
construida en su totalidad de madera, con varias ventanas
y un pequeño soportal. En su entrada tenía un bonito
jardín, aunque lucía bastante descuidado.
Tom abrió la cancela, cuyas bisagras gimieron, e invitó a
Matt a pasar.
—Veamos… ¡Joder!, estoy un poco saturado con tantas
llaves, ¿sabes? Odio el tintineo que hacen cuando camino.
Es molesto —refunfuñó Tom mientras abría la puerta.
Ambos entraron y el olor a cerrado los alcanzó con
rapidez. Aquella casa no se había utilizado en meses. Matt
caminó un poco, inspeccionando la estancia. Pese al
aparente abandono, los muebles no tenían ni una mota de
polvo y todo parecía bastante ordenado. Era evidente que
alguien había recogido la casa antes de que ellos llegaran.
Sin embargo, se había olvidado de abrir las ventanas.
—Hmmm, creo que esta es tu habitación —murmuró
Tom desde la estancia contigua.
Matt le echó un vistazo. Era una habitación bastante
amplia, con dos ventanas, una cama individual y un
extraño escritorio. Nunca había visto uno así. Tenía una
forma semicircular y estaba levemente inclinado. Dejó sus
mochilas encima de la cama y se encaminó a una pequeña
estantería del fondo, que estaba llena de libros.
—Bueno, caballero, tengo que irme —anunció Tom—.
El deber me llama. No sé a qué hora regresará Hans, no
supo decírmelo con certeza. Ya sabes cómo son este tipo
de reuniones… Largas y aburridas —añadió, con una
ostentosa expresión de pesadumbre.
—No te preocupes, tengo entretenimiento de sobra —
respondió Matt mientras señalaba los apuntes.
Tom sonrió y le tendió la mano.
—Ánimo, compañero. Nos vemos mañana. Ven a
comer a nuestro piso después de estudiar. No aceptaré un
no por respuesta.
Antes de que Matt pudiese replicar, Tom ya se había
escabullido de la habitación.
Se quedó un rato de pie, como atascado, mientras el
silencio de la soledad se apoderaba de la habitación. Su
cuerpo no parecía tener ganas de activarse. Tras unos
minutos de inactividad, inspiró y abrió las carpetas. El
peso y la cantidad de apuntes lo abrumaron de nuevo.
Decidió coger el índice de prioridades que Ylia le había
preparado y buscó el primer tema de entre sus apuntes.
—“Funcionamiento y mecanismos de las emociones: El
miedo”.
Cincuenta y ocho páginas y solo era el primer tema. Iba
a ser duro.
Matt no dejó que sus pensamientos le amargasen.
Sacudió la cabeza, hizo crujir un par de veces sus nudillos
y organizó los apuntes a lo largo de aquella peculiar mesa.
Y comenzó a leer.
Una plaza tenía que ser suya.
7- La reunión del consejo
La sala de reuniones del gobierno de Thalassia se
encontraba en el cuarto piso de la sede central. Antigua y
con demasiada historia en sus sillones, era el lugar en el
que se decidían todas las cuestiones importantes.
En aquella sala estaban reunidos el gobernador y todos
sus decanos, las máximas autoridades del estado. A su
lado, Hans Laurie y Alma Lasheras, los representantes de
la Academia, apuraban sus últimos minutos antes de
exponer sus explicaciones.
—Relájate —murmuró Hans en su oído—. No me
servirás de gran ayuda con una voz temblorosa.
Alma frunció el ceño, visiblemente contrariada.
—No tendría que estar aquí si cierta persona tuviese
una
mente
mejor
amueblada.
Si
requieren
mi
intervención, tendrás que conformarte con mis nervios.
Hans encajó el golpe con una sonrisa e intentó
serenarse. Él también estaba bastante nervioso. Encontrar
algo nuevo en torno a la desaparición de su hermano,
aunque fuese una simple migaja, estaba en manos de
aquel grupo de personas.
—Decanos y decanas, ocupen sus asientos, por favor
—anunció el gobernador Joedat con voz ceremonial—.
Comenzamos en un minuto.
Hubo unos breves susurros y numerosos movimientos
de sillas. Cuando todos hubieron ocupado sus puestos,
dio comienzo la sesión.
—Buenas tardes a todos y a todas. El día de ayer
convoqué una reunión extraordinaria con el fin de
analizar los acontecimientos ocurridos a Hans Laurie,
antiguo director de la Academia de Elementalismo. Mi
intuición me dice que todos tienen constancia de la
situación, pero estoy seguro de que ninguno la ha
escuchado contada por su testigo. Por lo tanto, la
escucharemos. Procede, Hans —añadió, mientras le
dedicaba un gesto de conformidad con la mano.
Hans se levantó y se dirigió al atril de exposiciones. El
implacable silencio de la estancia solo era interrumpido
por el crujir de la madera bajo sus pasos. Subió el
peldaño, se aclaró la voz y comenzó su exposición.
Lo primero que hizo fue dar explicaciones al gobierno
por su ausencia durante el último año. Expuso cómo la
obsesión con la que abordó la desaparición de su
hermano lo llevó a un bucle depresivo, el cual solo pudo
dejar atrás mediante la reflexión y el viaje. También aclaró
que no había dejado de trabajar en favor del gobierno y
de Thalassia, aunque la mayoría ya lo sabían. Habían
llegado noticias de él por parte de autoridades extranjeras.
Noticias que ayudaban a mejorar la imagen del gobierno,
claro.
Habló de cómo algo extraño estaba sucediendo en
Flergen y en el reino de Kalash. Lo podía intuir, pero no
podía demostrarlo. Sin embargo, aquellos movimientos
de eolitas hacia la zona… resultaban demasiado
sospechosos.
Narró la forma en la que descubrió a los
contrabandistas de eolita en el estado de Carlyn. Habló
sobre cómo había sido emboscado con éxito por ellos,
aunque edulcoró un poco su patética verdad. Prefirió
omitir el irrelevante dato de que fue él quien decidió
perseguirlos.
Explicó que Matt lo reconoció y decidió salvarlo,
aunque también omitió que el chico formaba parte de los
propios contrabandistas. Decidió correr ese riesgo para
protegerlo de su propio gobierno y de las interminables
preguntas y reuniones a las que tendría que asistir. Si en el
futuro se descubriese toda la verdad… él asumiría
cualquier consecuencia.
Y finalmente, habló sobre lo que encontró en el cofre.
La reliquia conocida como “El colgante de Alda”, una
joya eolítica de valor incalculable.
Fue mostrando la reliquia a los decanos congregados en
la sala. Una vez terminó, la apoyó con delicadeza en el
centro de la mesa. Las allí presentes la miraron durante
unos instantes, hipnotizados.
Luego, tomó la palabra el gobernador.
—Los hechos objetivos son los siguientes: una reliquia
de un incalculable valor económico, político y social ha
sido robada del Gran Templo de Isioktes. La primera vez
en la historia que algo así ocurre —añadió—. Nosotros
hemos recuperado esa reliquia de sus captores originales y
la tenemos en nuestro poder.
—La problemática de la cuestión radica en si los
gobernantes de Norie se creerán que la hemos
recuperado —interrumpió el decano del Interior—.
Todos sabéis el poder que han adquirido los religiosos
radicales con la aparición del leviatán. No tenemos la
seguridad de poder sacar rédito de ello. Más bien todo lo
contrario. ¡Nos acusarán de haberla robado!
—¿Por qué razón iríamos nosotros a robarla y después
devolverla, decano Graciem? —intervino el decano de la
Diplomacia, Hume—. No tiene razón de ser.
—Ellos no trabajan con la razón, amigo —respondió
Graciem con frialdad—. Trabajan con la fe.
El resto de decanos permanecieron unos segundos en
silencio. Fue Diana, la decana del Comercio, la que tomó
la palabra.
—Considero que no nos beneficia en absoluto armar
alboroto con ese tema. Si devolverles la reliquia nos
genera problemas comerciales, la población sufrirá más. Y
recordad que tenemos elecciones dentro de cuatro meses.
—¿¡Hasta en este tipo de circunstancias sigues
pensando en estrategia electoral!? —murmuró indignada
Sían, decana de Educación y Ciencia.
—Si Norie se pone en nuestra contra debido a la
presión de los sectores religiosos, perderemos a nuestros
dos mayores socios comerciales. Además del propio reino
de Norie, perderíamos el acceso al estado de Sekyo.
Recuerda que las rutas seguras para Sekyo pasan por el
corazón de Norie —añadió la decana Diana—. Y si la
economía se tambalea más aún, el Partido Dorado tendría
muchas oportunidades de ganar las elecciones. Sus
dirigentes tienen mejores relaciones con Carlyn de las que
nosotros podremos aspirar jamás. Y no existe mejor
chantaje que la pobreza. Créeme que ellos utilizarán el
empeoramiento de la economía como arma política y
luego venderán a la población sus mentiras. O incluso
puede que lleven a cabo sus falsas promesas, aunque solo
sea durante unas semanas. Ya sabéis cómo funcionan —
añadió con desdén.
Todos se mantuvieron en silencio unos instantes. Sían
optó por arrugar el entrecejo y hundirse ligeramente en su
sillón.
—No podemos ocultarlo sin más —logró decir Hume
al cabo de unos segundos—. Ahora mismo, tenemos una
coartada: el colgante de Alda fue robado hace pocas
semanas. Si lo guardamos durante unos meses, no existirá
una explicación creíble. Además, estás dando por hecho
que su devolución afectará de manera negativa. Bajo mi
punto de vista, alguien con un mínimo de coherencia,
dialéctica y contactos, podría utilizar esta oportunidad
para mejorar las relaciones entre nuestros gobiernos. Es
justo lo que necesitamos.
Una vez más, la reunión se resumía en un
enfrentamiento entre los dos cerebros más brillantes del
gobierno: Hume, el diplomático, y Diana, la comerciante.
En asuntos clave para el estado, el resto de decanos solía
esperar y luego sumarse a una de las dos corrientes.
Cuando ambos coincidían en algo, ni siquiera se procedía
a la votación.
—Creo que nos estamos olvidando del hecho de que
sabemos quién ejecutó el robo, pero desconocemos sus
compradores —añadió el gobernador Joedat.
—Carlyn —respondieron Hume y Diana a la vez.
Ambos se miraron un segundo, evaluándose. Fue Diana
quien tomó la palabra.
—Si el destino de la reliquia era el reino de Kalash, está
claro que alguien de Carlyn lo ordenó. Desde la
desaparición de su capital, Kalash es una marioneta en
manos del gobierno de Carlyn. Su soberanía fue vendida a
trocitos.
—Realmente… su soberanía ya estaba en manos de
Carlyn antes del fuego eterno —aclaró Hume—. Lo
único que hizo fue acentuar dicha situación.
Diana esperó unos segundos y luego asintió.
—En cualquier caso, las decisiones de gran calado que
tengan relación con el reino de Kalash son tomadas por el
gobierno de Carlyn. Quizá estén buscando generar
tensiones con Norie. O quizá busquen un intercambio.
Quién sabe… —murmuró Diana.
—Lo que está claro es que nadie sabe que nosotros
recuperamos esa reliquia. Tenemos algo de tiempo para
preparar un plan —añadió Hermes, decano de Sanidad.
A Hans se le congeló la sangre. Había olvidado
mencionar el encuentro con el encapuchado en las
fronteras de Thalassia. Alguien de tal poder solo podía
haber salido a su encuentro por un motivo: sabía lo que él
y Matt llevaban oculto en la carreta.
—Disculpen un minuto —interrumpió Hans con voz
entrecortada—. Puede que sí exista alguien ajeno al
estado que conozca nuestra posesión de la reliquia…
Todos los decanos clavaron sus miradas en Hans. Un
silencio sepulcral inundó la sala. Tras unos segundos, el
gobernador fue el único que tuvo el valor de romperlo.
—Explícate —ordenó—. Ya.
—Verán, cuando estaba regresando a Thalassia tuve
un… encuentro.
—¿Un encuentro? ¿Qué encuentro? ¡¿Con quién!? —
urgió Dresden, decano de Economía.
—¡No lo sé! —gimió Hans, casi gritando—. No pude
verle la cara. Era alguien… poderoso. Nunca había
notado una presencia similar —murmuró.
—¿Era un manipulador de los elementos? —preguntó
Hume, con un brillo en su mirada.
Hans titubeó. No tenía muy claro cómo responder a
aquella pregunta.
—Estoy seguro de que aquel desconocido era una
persona capaz de entender a los elementos. Sin duda
alguna. Pero también os puedo asegurar que no era
alguien entrenado en nuestra Academia.
—¿Todavía sigues con la idea de que hay más personas
en el continente con conocimientos elementales? —
preguntó Diana.
—Mi hermano así lo que creía. Además, pensé que esa
discusión ya había quedado aclarada en el pasado. Y
como os dije en su día, solo se me ocurre un lugar del que
puedan provenir… —respondió, con un hilo de voz.
Todos sabían a qué lugar se refería: La Ciudad Perdida
del Desierto. El hogar de los Oblivion.
—¿Ellos también están involucrados en esto? —
preguntó temeroso Dothrek, decano de las Brigadas—.
Nunca hemos tenido demasiados problemas con los
Oblivion. Desaprobamos su forma de actuar, pero
mientras nos dejen tranquilos, que hagan lo que quieran.
El silencio volvió a reinar en la sala.
Los Oblivion eran una de las mayores organizaciones
criminales conocidas hasta la fecha. La creencia popular
afirmaba que eran originarios de las tierras libres al sur de
Norie, donde las arenas comenzaban a reinar. En algún
lugar del desierto, en el medio de un oasis, existía una
ciudad. Fueron muchos los mercaderes o viajeros que
habían acabado en ella, extraviados. Sin embargo, cuando
intentaban volver, nunca recordaban el camino. El
desierto los envolvía. Muchos otros habían intentado
buscarla y habían fracasado. O incluso muerto.
La única forma segura de llegar a la Ciudad Perdida del
Desierto era utilizando las caravanas de los Bur-Kashtur.
Estos eran un pueblo itinerante, criados y amamantados
por el desierto. Lo conocían desde el momento en el que
llegaban al mundo y crecían entre sus arenas. Eran sus
hijos e hijas.
La problemática residía en que si un viajante quería
unirse a su caravana, lo tenía bastante complicado. Su
consejo de ancianos valoraba uno a uno los aspirantes y
eran ellos los que decidían quiénes podían optar a pagar
por sus servicios. Incluso se habían dado ocasiones en la
que ninguno de los aspirantes era aceptado para el viaje.
—No ha quedado totalmente demostrado que los
Oblivion tengan sus raíces en La Ciudad Perdida del
Desierto —repuso el decano Hume.
—Sí lo está —respondió Diana—. Te lo puedo
asegurar. A los comerciantes nos sobran los contactos —
aclaró, mientras desviaba la mirada.
—Hans, ¿qué te lleva a creer que los Oblivion pueden
tener capacidades elementales? —preguntó el gobernador
Joedat.
—Ya lo comenté en su día. A lo largo de los años han
dado caza a gente muy poderosa. Políticos, criminales,
sectas religiosas, bandas armadas e incluso ejércitos. Nada
ni nadie escapa a su alcance. Resulta muy extraño que
soldados de élite hayan sido derrotados una y otra vez por
los Oblivion. No son gente con habilidades comunes. Y
luego está su ritual… —murmuró Hans, con la boca seca.
Una vez al año, en algún lugar de las principales
ciudades del continente aparecía una lista con una serie de
personas escritas en ella: la lista de los Oblivion.
Estas eran personas que habían sido consideradas por
los Oblivion como indignas para el mundo terrenal.
Corruptos, pecadores, traficantes, ladrones, asesinos…
Cualquier ser que incumpliera con asiduidad los
preceptos del braonismo más antiguo era potencialmente
un candidato a ingresar en lista. Lo consideraban su
justicia. Y toda aquella persona cuyo nombre estuviera
inscrito en ella tendría su vida acabada. En sentido literal
y figurado. Si ignoraba la advertencia y decidía seguir
comportándose
igual,
los
Oblivion
terminarían
encontrándolo. Si aceptaba la advertencia, lo único que
podía hacer era dejar su vida atrás, desaparecer y
permanecer oculto. Para siempre.
—Conocéis su forma de actuar en Thalassia. Y
conocéis cómo terminan sus objetivos —añadió Hans.
La mayoría de decanos apartaron la mirada, incómodos.
Todos los objetivos ejecutados por los Oblivion
aparecían yaciendo en el suelo, dentro de un pentágono
dibujado en el terreno. Era su firma, su sello de identidad.
Y en Thalassia, todas sus víctimas mostraban la misma
herida mortal: un agujero en el pecho, creado por un
potente proyectil. Sin embargo, nunca se encontraban los
restos del proyectil. Nadie sabía decir qué tipo de arma a
distancia podía crear tales heridas. Nadie que no fuese un
elementalista, claro.
—Creo que los Oblivion utilizan el elementalismo para
acabar con sus víctimas —dijo Hans—. Solo así se puede
explicar su abrumador poder. Y si nos aventuramos a
divagar… estoy seguro de que esas heridas mortales no
fueron creadas por proyectiles comunes.
Alma se removió en su asiento. Sabía lo que Hans iba a
decir.
—Solo un arquero del viento podría hacer algo así.
—¡¿Un qué?! —exclamaron varios al unísono.
Hans resopló en su interior. No tenía muchas ganas de
discutir sobre elementalismo con los decanos. La mayoría
seguía considerándolos simples bichos raros. En más de
una ocasión había intentado explicar algún principio
elemental en reuniones de aquel estilo. La experiencia
había sido lamentable.
—Creo que nos estamos yendo del tema, maestro Hans
—interrumpió Joedat—. Regresemos al principio. Las
preguntas son: ¿estás seguro de que alguien tiene
conocimiento de que portabas el colgante de Alda? ¿Estás
seguro de que ese alguien era un elementalista
perteneciente a los Oblivion?
—A ver… —respondió Hans, abrumado—. No estoy
seguro de si sabía lo que yo llevaba o simplemente quería
darme caza. Ambas opciones son factibles. Y tampoco
estoy seguro de que esa persona fuese un Oblivion. De lo
que sí tengo certeza es que la persona que me persiguió
podía manejar los elementos. Y las únicas personas que
parecen tener unas habilidades equiparables a los
elementalistas son los Oblivion. Por lo tanto…
Los decanos no dijeron ni una sola palabra. Tampoco
lo hizo el gobernador. Tras casi un minuto de silencio,
fue Hume el que tomó la palabra.
—Sin certezas no podemos correr ningún riesgo. No
sabemos lo que podría conocer o revelar la persona que
te perseguía. Por lo tanto, la reliquia ha de ser devuelta a
su lugar de procedencia. Y debemos hacer todo lo posible
para que ese acto repercuta en el estado de Thalassia de la
forma más beneficiosa posible.
Todos miraron a Diana, esperando otra postura, pero
esta permaneció en silencio. Aquello significaba que
opinaba lo mismo que Hume. Y Joedat se dio cuenta.
—Si nadie se opone, mañana habrá otra reunión
extraordinaria para confeccionar el equipo que se
encargará de esta delicada misión.
Ninguno movió ni un labio.
—Se levanta la sesión.
Hans respiró una bocanada de aire que le renovó por
dentro. Un aire cargado de esperanza. Aquel podía ser el
resquicio que le permitiera avanzar en la desaparición de
su hermano.
Su oportunidad había llegado.
8- El sabor de la amistad
Un sonido brusco lo arrancó de sus sueños. Como
muchas otras veces, no pudo identificar el origen del
despertar. Su subconsciente había escuchado algo lo
suficientemente importante como para ponerlo en alerta,
pero su mente no podía recordarlo. Resultaba una
situación cuanto menos frustrante. Lo único que logró
percibir fue esa sensación de vibración que permanece en
el ambiente tras un golpe seco.
Matt consiguió, a duras penas, entreabrir los párpados
de un ojo. Tardó unos segundos en reconocer el lugar en
el que se encontraba. La claridad había desaparecido de la
habitación y una luz anaranjada atravesaba los cristales,
delatando la llegada del ocaso. Se incorporó y unos
cuantos folios se deslizaron hasta el suelo. Vio cómo
caían, lentamente, hasta posarse con suavidad en el suelo
de madera. Estuvo mirándolos durante unos segundos,
con la mente en blanco. Parecía como si su cerebro no
lograse procesar todos los datos necesarios para descifrar
lo que estaba sucediendo. Entonces, la lucidez acudió de
golpe. Dio un respingo y se incorporó del todo.
Se había quedado dormido estudiando.
Comenzó a recoger con urgencia todos los folios que
había esparcidos por el suelo. Sin embargo, a los pocos
segundos unos nudillos llamaron a la puerta.
—¿Sí?
La puerta se abrió unos centímetros y de ella asomó
medio cuerpo de Hans. Tenía unas ojeras terribles y
parecía cansado. Pero también aliviado.
—¿Estabas durmiendo?
—No, no, qué va. Estaba estudiando en la cama y se
me han caído unos apuntes…
—Estabas durmiendo.
—Sí —confirmó Matt, sacudiendo la cabeza.
Hans soltó una carcajada y entró en la habitación. Le
ayudó a recoger los folios y luego se sentó en la silla del
escritorio.
—¿Cómo te ha ido el día?
—Ha sido… diferente. Me costó un poco encontrar la
Academia, pero una vez allí, Alma me lo puso todo muy
fácil. Es un amor de mujer, la verdad —añadió—. Las
pruebas… digamos que han sido una de las sensaciones
más extraordinarias que he tenido en años.
—Así que viento, ¿eh? —exclamó Hans—. Alma me ha
puesto al día antes de la reunión con el gobierno.
¡Felicidades!
Matt ladeó la cabeza y no pudo evitar sonreír.
—Después de las pruebas, Tom y su compañera Ylia
me han tratado muy bien. Excesivamente bien, de hecho
—añadió, mientras señalaba su montaña de apuntes—.
La verdad es que estoy un poco oxidado en lo referente a
mi capacidad de concentración…
—No tendrás problema en conseguirlo, créeme. Siento
haber, digamos, omitido la información relacionada con
el examen. No quería que te echaras atrás en el último
momento. Todavía estoy en deuda contigo y te ayudaré
hasta que lo consigas.
Matt no consiguió encontrar las palabras justas para
expresar sus sentimientos, así que decidió asentir y seguir
callado. Le resultaba bastante molesto ser el foco de
atención y estar siendo ayudado por tanta gente, pero no
quería dejar pasar aquella oportunidad. Por nada del
mundo.
—¿Te apetece comer algo? He traído una pizza.
—¿Estás hablando en serio? —gimió Matt.
Llevaba todo el día sin probar bocado y escuchar hablar
sobre comida le hizo sentir un terrible agujero en el
estómago. Y por si fuera poco, no era una comida
cualquiera. La perspectiva de una pizza artesana de
Thalassia provocó sucesivas salivaciones en su boca.
Hacía más de un año que no tenía la oportunidad de
comer una.
—Un viejo amigo de la universidad tiene una taberna
especializada en pizzas y pasta. Deberías venir conmigo
un día.
Matt se puso de pie y lo miró fijamente a los ojos.
—Dime que no tiene piña.
—¡No, por favor! ¿Qué clase de persona le echa piña a
la pizza?
—Más de la que te imaginas —respondió Matt con una
gran sonrisa.
Ambos fueron a la cocina y se repartieron unas
porciones. El primer bocado casi hizo que a Matt se le
saltasen las lágrimas. Sin duda estaba hecha en un horno
de leña. La masa era fina y crujiente, los ingredientes
estaban perfectamente fusionados y el queso fundido
bañaba y daba una cohesión perfecta a la mezcla.
—Estoy hasta nervioso —musitó Matt después de
terminar el primer trozo—. He echado esto demasiado de
menos. Mi madre era una fanática de las pizzas.
Un pequeño haz de oscuridad pareció atravesar el alma
de Matt en cuanto dijo esas palabras. Estuvo unos
segundos en silencio, esperando una reacción por parte
de Hans, pero este se limitó a masticar, con la mirada
perdida.
Se maldijo a sí mismo por haber estropeado un gran
momento e intentó cambiar de tema.
—¿Qué suele caer en la prueba de Fundamentos
psicológicos para el brigadista?
Hans hizo un gesto con la mano, mientras mostraba
evidentes esfuerzos para tragar el bocado. Fueron
necesarios dos sorbos de agua y unos segundos de
angustia hasta que logró recuperar el habla.
—Siempre hago lo mismo. Aún no he terminado de
tragar un bocado y ya estoy mordiendo otro. Soy un
goloso —añadió, con los ojos llorosos—. Lo habitual son
cinco preguntas y un supuesto práctico. En el supuesto,
ellos te ponen en una situación ficticia y tú tienes que
redactar cómo reaccionarías ante ella, teniendo en cuenta
todas las variables. Con sentido común y suerte se puede
aprobar, pero los examinadores valoran mucho un
mínimo de rigor académico. Y te piden que justifiques tus
respuestas, claro —puntualizó.
Matt inspiró y se sirvió otro trozo. Aquello era una
buena noticia. Podía hacerlo. Si le daban tiempo y
libertad, sería capaz de explicar algo interesante. Tenía
cierta facilidad para crear argumentos sólidos a partir de
ideas más básicas.
Siguieron hablando sobre el examen y devorando la
comida hasta que sus estómagos dijeron basta. Saturados
y recostados sobre sus sillas, ninguno de los dos tuvo
fuerzas para acabar sus últimas porciones. Y aún quedaba
un tercio de la pizza…
—Puedes enviarme a las mejores personas para que me
inicien en vuestro mundo. Puedes dejarme vivir en tu
casa. Pero con esta cena te has ganado mi gratitud eterna
—dijo Matt, mientras hacía un amago de reverencia—.
Considera tus deudas conmigo saldadas en su totalidad.
Hans se echó a reír, hasta que el hartazgo de la comida
le obligó a detenerse y a toser ostentosamente.
—La verdad es que se hizo tarde y sabía que no había
comida por casa. Y aunque la hubiese, estoy seguro de
que no te habrías atrevido a cogerla.
Matt no pudo refutar aquella afirmación, así que optó
por sonreír.
—¿Y… cómo te ha ido en la reunión con el gobierno?
—Bueno… ha sido un tanto compleja. Ya sabes,
muchos intereses y opiniones confrontadas. Pero lo más
seguro es que acabe yendo a la ciudad de Norie. Allí me
encontraré con diferentes autoridades, tanto civiles como
religiosas y explicaré lo ocurrido.
—Creo que debería ir contigo… —murmuró Matt,
adquiriendo un tono más serio.
—No, de ninguna manera. Es mejor que no te
involucres más en nada de esto. De hecho, ya he omitido
cosas sobre tu persona. Si todo sale bien, quizá te llamen
para hacerte un pequeño homenaje o algo así. Pero a día
de hoy, nadie te interrogará sobre lo sucedido.
—¡Pero también es parte de mi responsabilidad! ¿Qué
pasa si la gente de Norie desconfía de vosotros dado que
no he viajado? ¿Y si hacen demasiadas preguntas sobre
mí?
Hans sacudió la cabeza mientras se levantaba a duras
penas de su silla.
—Ya te he dicho que podemos manejarlo. Te
borraremos de la ecuación. Llevaré un buen equipo de
diplomáticos que me ayudarán, tanto en la exposición de
la situación, como a la hora de conseguir contactos.
Explicárselo a las personas indicadas será lo más
importante.
Matt seguía sin estar demasiado convencido.
—Tú preocúpate de conseguir entrar en las brigadas
para poder cuidar de tu familia. Preferiría conseguirte un
trabajo para compaginar con tus estudios que un trabajo a
tiempo completo. Piensa un poco en ti. Sabes que esta
puede ser una de las experiencias más interesantes de tu
vida. Bastante basura has tenido que tragar en los últimos
años.
—¿Y para qué quieres llevar diplomáticos? —respondió
Matt, sonriente—. Tú ya eres bastante convincente.
Hans encogió sus hombros y se desperezó.
—Yo soy un aficionado. Hay gente en este mundo que
podría convencerte de cualquier cosa. Incluso de hacerte
pensar que eres culpable cuando realmente eres inocente.
Saben llevarte a unas arenas movedizas dialectales de las
que es imposible salir sin ensuciarse. Así que tengo que ir
con cuidado… —murmuró mientras daba un bostezo—.
Me voy a ir a dormir, ¿vale? Estoy hecho polvo.
Matt asintió.
—Sin problema, yo estudiaré un poco y luego me
acostaré. Aunque he dormido unas horas, tengo bastante
sueño acumulado.
Hans se despidió con un gesto y se encaminó a su
habitación. Matt se quedó unos minutos más en la mesa,
repasando su día y valorándolo. Habían pasado más cosas
positivas en su vida en tres días que en tres años. Dentro
de la mala suerte siempre se pueden encontrar pequeñas
victorias para la ilusión. Aún estaba a tiempo de volver a
empezar una nueva vida.
Apagó una de las dos lámparas de aceite que Hans
había encendido y se llevó la otra para su habitación.
Eran muy potentes, así que tendría una buena luz para
estudiar en la oscuridad de la noche.
Decidió escoger los temas que menos le atraían, para
conciliar rápido el sueño. Prefería dormirse lo más pronto
posible y despertar temprano al día siguiente.
“Tema dieciséis: Relaciones jerárquicas en las brigadas”,
leyó.
No le gustaba demasiado recibir órdenes. Al menos de
gente a la que no respetaba o en la que no confiaba, como
sus antiguos compañeros de contrabando.
El tema resultó ser denso y aburrido. Más que
psicología, parecían estatutos legislativos de las brigadas.
Tras una hora leyendo, cada uno de sus párpados parecía
haber ganado toneladas de peso, así que decidió
acostarse. Esta vez abrió la cama. Las sábanas eran
blancas, frescas y muy agradables al tacto. Apagó la
lámpara y por primera vez en demasiado tiempo, deseó
que la noche pasase rápido para que llegase el día
siguiente.
Despertó tras un sueño reparador de al menos siete
horas. No logró recordar qué había soñado, pero el
cuerpo le transmitía que había sido algo agradable. Se
levantó de un salto y fue al servicio. La habitación de
Hans continuaba cerrada, así que supuso que seguía
durmiendo.
Una vez estuvo vestido, cogió sus apuntes, los guardó
en la mochila y se puso en marcha. Todavía se sentía
satisfecho de la cena anterior, pero no pudo evitar coger
una porción de la pizza sobrante para ir comiendo de
camino a la biblioteca.
Estaba naciendo un buen día. El ambiente tenía una
extraña sensación de frescura y de luminosidad. Matt no
tenía muy claro si era por el propio día o si sus nuevas
circunstancias e ilusiones le habían puesto un filtro a su
mirada.
Caminó durante cinco minutos, sin prisa, hasta que
llegó a la biblioteca. El enorme y resplandeciente edificio
asomaba al final de aquella calle. Se acercó a la entrada
más grande e intentó abrirla, pero la puerta no se movió.
Probó suerte con la siguiente y esta sí accedió a sus
peticiones.
Nada más entrar, se quedó impresionado por la propia
arquitectura del lugar. Un gran círculo en el medio de la
estancia presidía la sala. Se podían atisbar los cuatro
primeros pisos desde la entrada, en los cuales decenas de
cabezas consultaban sus dudas entre las inmensas
estanterías. El colorido creado por los lomos de los libros
resultaba fascinante. Y además, estaba el olor. El
inconfundible olor a libro.
Al fondo de la planta baja había cuatro mostradores,
presididos por varias personas que trabajaban en silencio.
Caminó unos pasos y descubrió un cartel informativo a
su izquierda, justo antes de las escaleras.
Planta baja: Información y Préstamos.
Primera planta: Psicología, Filosofía, Teología, Derecho y
Ciencias sociales.
Segunda Planta: Ciencias aplicadas, Ciencias Naturales,
Matemáticas y Medicina.
Tercera planta: Lingüística y literatura, Geografía, Historia y
Artes.
Cuarta planta: Generalidades y variedades.
Quinta, Sexta y Séptima planta: Lectura y Estudio.
Se exige máximo silencio. Puede consultar la normativa de uso en
cualquiera de los mostradores. Para abandonar el edificio, pase por
la zona de control.
Comenzó a subir los escalones, consciente de que le
quedaban unas cuantas plantas hasta llegar a las zonas de
lectura y estudio. Al llegar a los primeros pisos, tuvo la
tentación de echar una ojeada en alguna sección. Los
libros colocados en las estanterías poseían una atracción
magnética, pero consiguió evitar la tentación. Ya tendría
tiempo cuando su plaza estuviese asegurada.
Tras tres minutos subiendo, alcanzó el quinto piso. El
único detalle con el que no había contado era con que
estuviese lleno. Alrededor de cien personas saturaban la
sala. Quizá hubiese algún sitio libre, pero prefería tener
un lugar un poco menos agobiante. No había terminado
de acostumbrarse a compartir espacios con tal cantidad
de personas. Sus días con los contrabandistas aún seguían
muy presentes en su mente.
Decidió subir directamente a la séptima planta. En su
entrada vio el acceso a la azotea, pero todavía estaba
cerrada. De todas formas, no quería estudiar al aire libre
con los apuntes de otra persona. La perspectiva de que
una furtiva ráfaga de viento pudiese llevarse su trabajo,
era un pensamiento que lo aterraba. Y más si los apuntes
eran de Ylia. Había sido muy generosa prestándoselos sin
apenas conocerlo.
Entró en la séptima planta y buscó un sitio. El número
de personas en la sala eran bastante menor en
comparación con la quinta. Estuvo caminando un rato
hasta que, en el medio de la sala, encontró una lugar en el
que solo había una persona. Las mesas eran rectangulares
y tenían capacidad para cuatro lectores, dos por cada
lado. Así que prefería una mesa en la que pudiese
disponer de un lateral para él solo.
Se sentó en la silla sin hacer ruido y apoyó sus cosas
con la mayor delicadeza posible. Su compañera de mesa
levantó la mirada y se encontró con la de Matt. Pensó en
hacer un gesto de saludo o algo similar, pero la chica
volvió a mirar hacia sus apuntes con rapidez. Era joven,
de tez clara y con grandes ojos marrones. Una lástima que
tuviese una coleta para estudiar con mayor comodidad.
Parecía tener un precioso cabello rubio ceniza.
Matt apartó la vista y sacó los temas que se había
propuesto para aquel día. Si trabajaba cinco temas por
día, llegaría al sábado con conocimientos sobre cualquiera
de ellos. Le costó unos minutos abstraerse de su nuevo
ambiente, pero luego consiguió unas buenas horas de
trabajo. Siempre le había resultado mucho más fácil
estudiar por las mañanas. Por las tardes y por las noches
existían cosas mucho más interesantes y activas que
hacer. Además, en aquella planta no había demasiado
movimiento
y
ninguna
otra
persona
decidió
acompañarlos a él y a aquella chica.
Cuando su mirada comenzó a levantarse de los folios
en un intervalo superior a lo normal y su estómago
empezó a emitir señales de auxilio, entendió que sus
horas de máximo rendimiento estaban llegando a su fin.
Hizo un último esquema sobre el tema que acababa de
leer, llamado “Derechos y dignidades del prisionero de
guerra”, y luego comenzó a recoger sus cosas.
Mientras lo hacía, observó de nuevo a su compañera de
mesa. Sus ojos recorrían con rapidez los párrafos del
libro, mientras su mano tomaba apuntes con soltura. Sin
embargo, su respiración era lenta y cadenciosa, y su torso
ascendía y descendía lentamente, acompasándola. Aquel
contraste resultaba hipnótico.
“Seguro que sus temas son más interesantes que los
míos”, bromeó Matt en su interior.
Pero en un determinado momento, algo cortó el estado
de concentración de la chica. Su respiración se paró y su
cuerpo se quedó inmóvil. La chica lo estaba mirando. Y él
la
estaba
mirando.
Desde
hacía
unos
minutos,
concretamente. Se había dado cuenta y eso la había
desconcentrado.
Matt apartó la vista de golpe, abochornado por la
situación. Sintió cómo su cara comenzaba a teñirse de
rubor, desde el cuello hasta la corinilla, haciendo especial
énfasis en sus mejillas. Pensó en disculparse, pero no se le
ocurrió nada que decir. Nunca se le ocurría nada cuando
lo necesitaba. Eso sí, cuando quería dormir, su mente se
convertía en una fuente de infinita creatividad.
Terminó de recoger con torpeza sus cosas y dejó la
mesa, no sin antes arrastrar la silla y provocar un ruido
que recorrió toda la planta. Varias cabezas se giraron en
su dirección, visiblemente molestas.
Avanzó por el pasillo dando grandes zancadas hasta
que alcanzó la salida. Una vez allí, resguardado por la
pared y la oscuridad, respiró hondo. Ya no sentía la
mirada de la chica y de los demás estudiantes clavándose
en su cuerpo.
—Eres una persona ridícula, Matt —murmuró con
frustración—. Jodidamente ridícula.
Nunca podría entender por qué situaciones como
aquella le resultaban tan embarazosas. Había pasado por
cientos de momentos dolorosos, tensos y peligrosos, y los
había podido sobrellevar con bastante soltura. Sin
embargo, aquellas estupideces lo sacaban de sus casillas.
No sabía manejarlas. Tenía una especie de vergüenza
selectiva. No era por la chica, ya que había interactuado
con muchas a lo largo de su vida. Y con algunas, no solo
de forma verbal. Pero su mente se nublaba en situaciones
en las que sentía que estaba llamando la atención de
forma innecesaria, o directamente, dando vergüenza
ajena.
Bajó las escaleras intentado serenarse y olvidar todo
aquello. Por la tarde iría al fondo de la sala y se recluiría
en la mesa más apartada. Y asunto solucionado.
Llegó a la planta baja y buscó el control de la salida.
Dos guardias sentados enfrente de las puertas le hicieron
intuir que aquel era el lugar indicado.
—¿Podría mostrarme el contenido de su mochila, por
favor? —preguntó el primero de ellos.
Matt sacó todas las carpetas con los apuntes y los dos
libros que tenía. Los guardias les echaron un vistazo por
encima y revisaron su mochila con meticulosidad.
—Todo correcto. Tenga usted un buen día —
respondió el primero de los guardias.
A su vez, el segundo colocaba con delicadeza sus
pertenencias de vuelta en la mochila. A Matt le pareció
todo un detalle.
Salió de la biblioteca y el mediodía lo saludó con un sol
aplastante. Aquello le pareció extraño. La biblioteca era
muy luminosa debido a todas las cristaleras que tenía,
pero los rayos del sol no entraban directamente en ella.
Quizá estuviese así pensado, ya que sería demasiado
molesto estar recibiendo chorros de luz mientras leías o
estudiabas. Suponía que aquellas cristaleras tendrían algún
tipo de filtro o de cristal especial. Le preguntaría a Hans
al volver a casa.
Caminó hacia el piso de Tom, pensando todavía en la
patética situación que le acababa de ocurrir, cuando una
tienda llamó su atención.
“El Rincón Glotón”, se podía leer en la entrada.
Recordaba aquella tienda. Sus padres le habían comprado
años atrás una tarta manzana deliciosa. Decidió entrar. Lo
mínimo que podía hacer para demostrar su gratitud a
Tom y a Ylia era llevar algo de postre.
Una pequeña campanilla sonó a su paso por la puerta y
la sonriente dependienta lo saludó desde el mostrador.
Era la misma mujer que despachaba la tienda años atrás.
Los recuerdos lucharon por burbujear en un rincón del
alma de Matt, pero logró calmarlos y limitarlos a una
sensación de melancolía.
Echó un vistazo a la inmensa variedad de postres que
había, hasta que se decidió por unas milhojas de
merengue. Tenían pinta de estar deliciosas. Pidió cinco,
por si alguno quería repetir, y observó cómo las envolvía
con sumo cuidado. Un descuido por su parte en el
transporte podría hacer que se aplastasen, y eso no podía
suceder. Las milhojas tenían que estar intactas y en
perfectas condiciones hasta el momento de llevarlas a la
boca. Pagó siete sertrones de bronce por ellas y volvió a
su camino.
El portal del piso de Tom quedaba a escasos cinco
minutos de la biblioteca. Aun así, el camino se le hizo
bastante largo por culpa de su delicada carga. Subió las
escaleras y tocó en la aldaba de la puerta. A los pocos
segundos, la alegre cara de Tom apareció a través de la
puerta.
—¡Hey! ¿Qué traes ahí? No me digas que…
Matt se excusó con un gesto de hombros.
—En
fin,
pasa,
pasa
—le
indicó
con
gesto
apremiante—. ¿Cómo te ha ido en tu primer día de
biblioteca? ¿Todavía respiras?
—Pensé que lo iba a llevar mucho peor, la verdad.
Hacía mucho que no estaba tanto tiempo estudiando.
Creo que las ganas de conseguir la plaza me dan fuerza
durante unas horas. Pero el cansancio siempre acaba
apareciendo. O el hambre —añadió Matt, mientras
olisqueaba el ambiente—. ¡Qué bien huele!
—Pues claro, chaval. Soy un chef de primera. ¡Qué te
creías!
Atravesaron juntos el pasillo y llegaron a la cocina. Allí
estaba Ylia, acompañada de otro libro. A su lado estaba
una chica que Matt nunca había visto.
—¡Atención! —Ambas alzaron la mirada—. Bueno,
Matt, esta es Amy, la chica con la que estoy —explicó
Tom.
Ella se levantó y le dio dos besos. Estaba delgada,
quizá demasiado, y parecía cansada. Además, sus ropas
oscuras no ayudaban a darle un aspecto más vital.
—Encantada —respondió Amy con una sonrisa—.
Tom e Ylia me han hablado muy bien de ti.
Matt creyó por un momento que era otra persona la
que había hablado. La voz de Amy era dulce, pero a la
vez potente. No concordaba para nada con su aspecto
delgado y agotado. Era una de esas voces con una dicción
perfecta. Con una entonación que te envuelve y te
acaricia el tímpano.
Ylia lo saludó con una sonrisa y Tom se acercó por su
espalda.
—¿Qué es eso que traes? —preguntó mientras
intentaba quitarle el paquete.
—¡No! ¡Estate quieto! —exclamó Matt—. Son
milhojas. ¡Las vas a aplastar!
Tom apartó con rapidez las manos, como si se hubiese
quemado con algo.
—¿Merengue o crema? —preguntó.
—Merengue.
Tom cerró los ojos y se dio la vuelta. Luego, fue
caminando cabizbajo hacia los fogones. Ylia y Amy
comenzaron a reírse a carcajadas y se chocaron las
manos.
—Tom odia el merengue en los postres. Y nosotras lo
amamos. Muchísimo —puntualizó Ylia.
—No odio el merengue, pequeña harpía. Pero es
demasiado empalagoso. No se puede comparar a una sutil
y sabrosa crema —respondió Tom, al mismo tiempo que
le daba la vuelta a unos trozos de carne.
Amy se acercó, todavía riéndose, y le abrazó por la
espalda.
—Es demasiado tarde para esto. Déjame en la soledad
de esta, mi pequeña tragedia —respondió Tom, con
exagerada teatralidad.
Ella le respondió con unas palabras al oído y un beso
en la mejilla. Ylia puso los ojos en blanco y se giró para
hablar con Matt.
—Puedes sentarte en cualquier lugar, menos en esa silla
—dijo, señalando la que se encontraba en la cabecera de
la mesa—. Tom siempre se pone muy pesadito con que
ese es su trono.
Matt optó por dejar la silla más cercana a la de Tom
para Amy y se sentó al lado de Ylia.
—¿Cómo te ha ido? ¿Te están sirviendo mis apuntes?
—Desde luego. Me has salvado la vida. ¿Cómo
consigues tener todo tan bien ordenado y sin ningún tipo
de error?
—Muchos años de práctica —respondió, a la par que
recogía su libro—. Me encanta hacer mis propios
apuntes. Necesito escribirlo para aprenderlo, no me basta
con leerlo. Si no lo hago, no lo recuerdo. Es mi forma de
estudiar.
Tom y Amy llegaron con algunos cubiertos, así que
Matt e Ylia dejaron el tema para más tarde y les echaron
una mano. A los pocos minutos, estaban los cuatro a la
mesa, degustando un jugoso pollo al horno con patatas
asadas.
—Entonces, ¿cuánto tiempo lleváis juntos? —preguntó
Matt entre bocado y bocado.
—Hmmm, nuestra relación es un tanto peculiar —
respondió Tom con naturalidad—. Hemos tenido varios
altibajos, pero podría decirse que nos
llevamos
aguantando desde hace más de cuatro años.
Amy asintió varias veces con la cabeza, mientras
masticaba un bocado. Ninguno de los dos parecía
incómodo hablando del tema, pero tras haber escuchado
lo de los altibajos, Matt decidió dejarlo.
Y dejaron el tema, pero para comenzar a hablar de él.
—¿Y tú qué? ¿Hay alguna chica en tu vida? —preguntó
Tom.
—O chico —añadió Amy, sonriente.
El comentario de Amy cogió a Matt por sorpresa y las
prisas por responder casi consiguieron que se atragantara.
—No, no. No hay nadie en mi vida. Y chicas. Tengo
claro que me gustan las chicas —aclaró.
—Vaya… Es una verdadera lástima. Tengo un amigo
con el que harías buena pareja —respondió Tom, con
una extraña mirada en su rostro.
Matt se quedó unos instantes atascado, sin saber qué
decir.
—¡Es broma, tío! Qué fácil resulta bloquearte —aclaró
Tom entre risas—. Ya sabía que te gustaban las chicas.
He visto cómo le echabas unas buenas ojeadas a Keira —
añadió.
—¿Qué? Eso no es cierto —mintió Matt, indignado.
Era imposible que Tom lo hubiese visto. Además, todo
aquello había sido causado por la ayahuasca.
—Que era broma, ¡otra vez! A este paso vas a
suspender el examen —comentó Tom entre más risas—.
Cualquiera te maneja.
Matt sacudió la cabeza, aunque no pudo evitar que se le
escapase una risita tonta.
—Sois como niños —murmuró Ylia—. Quién diría que
soy la más pequeña del grupo.
—¿Prefieres que hablemos de ti? —inquirió Amy.
Ylia entrecerró los ojos con gesto amenazador y apuntó
con la punta de su cuchillo en dirección a Amy. Esta alzó
las manos en señal de rendición, pidió perdón y continuó
comiendo. Matt y Tom no pudieron reprimir una
carcajada ante aquella grandiosa interacción no verbal.
El resto de las conversaciones pasaron por los planes
que tenían para la tarde o alguna cuestión sobre el
examen de Matt. Ambos temas proporcionaron suficiente
conversación hasta la hora del postre.
—Haz los honores —dijo Tom mientras traía las
milhojas.
Matt cogió la bandeja y se la ofreció a Ylia.
—En mi casa siempre se sirve en función de la edad.
Los más pequeños escogen primero. Los mayores son los
últimos —explicó Matt.
—Me gustan las normas de tu casa —respondió Ylia
mientras jugueteaba con sus dedos—. ¡Esta es la mía!
—Si son todas iguales —comentó Tom, con un tono
monótono muy poco habitual en su persona.
Tomaron el postre con tranquilidad, degustando cada
migaja. Incluso Tom terminó reconociendo que estaban
aceptables para su gusto, lo que le valió los reproches de
las chicas.
—En fin, yo debo irme —murmuró Amy—. Tengo
que relevar el turno de mi compañera.
—Amy trabaja en un bar de la zona —explicó Tom.
—No trabajo en un bar de la zona, Tom. Trabajo en
EL bar de la zona. El resto no nos llegan ni a la altura del
betún —comentó, sonriente.
Tom asintió con efusividad, intentando no buscarse
problemas.
—Hmm, pues creo que yo volveré a la biblioteca.
Cuanto más lo prepare, menos nervioso estaré.
—Recuerda insistir en el tema quince, el de la gestión
de las emociones —dijo Ylia—. ¿Quieres volver mañana
a comer? Así de paso te podemos resolver algunas dudas
que tengas.
Matt dudó unos segundos. No quería ser una carga y
tampoco tenía muy claro si sus invitaciones eran sinceras
o estaban siendo condicionadas por Hans y Alma. Sin
embargo, hacía demasiado tiempo que no comía con
amigos. Casi no lograba recordar lo que era la amistad.
Decidió tomar una solución intermedia.
—Vendré a comer, pero creo que traeré yo la comida.
Tom frunció el ceño y lo miró extrañado.
—¿Qué? Oh, no. ¡No, no! La comida estaba deliciosa
—aclaró—. Pero me siento incómodo siendo invitado
constantemente… Son cosas de la gente que ha crecido
en un pueblo —murmuró Matt—. Nos sentimos mejor
invitando que siendo invitados.
—Semejante tontería —respondió Tom—. Puedes
venir cuando quieras, incluso sin avisar. Créeme que si me
hubieses caído mal, no seguiría teniendo trato contigo.
Habría manipulado a Alma para que otro te guiase en
estos, tus primeros pasos en el fascinante mundo del
elementalismo —añadió con pomposidad.
Como de costumbre, Matt no encontró forma de
defenderse de la descarnada sinceridad de Tom. Sacudió
la cabeza, sonriente y recogió sus cosas.
—Nos vemos mañana, entonces.
Regresó a la biblioteca y encontró el mismo ambiente
solemne y silencioso, aunque la concentración de usuarios
era mucho menor. Esta vez, caminó hasta el final del
séptimo piso y escogió una mesa situada en una esquina,
la cual tenía una iluminación bastante deficiente en
comparación con el resto. Nadie querría compartir aquel
espacio con él.
“Solo tres días más”, pensó Matt mientras colocaba sus
apuntes. No le apetecía ni lo más mínimo estudiar justo
después de comer.
Pero el que algo quiere, algo le cuesta.
9. Bendita mala suerte
La tarde le resultó especialmente dura. El sol brillaba
con fuerza en el exterior y el calor en la sala llegó a ser
sofocante. No parecía un día de finales de septiembre.
Pero logró aguantar.
Satisfecho consigo mismo, dejó la biblioteca alrededor
de las ocho y media de la tarde, con cinco temas
dominados. El objetivo marcado para el día había sido
superado con creces.
Decidió quedarse un rato en el paseo marítimo para ver
cómo el sol comenzaba a esconderse. Su tonalidad dorada
se reflejaba en las aguas, haciendo la vista incluso más
agradable. Al mismo tiempo, la brisa del mar le refrescaba
la mente, poco acostumbrada a sentirse recluida por
horas bajo un techo. Aquellos instantes de libertad
resultaban curativos.
Cuando llegó a casa de Hans, él ya se encontraba allí.
Atareado con una redacción relacionada con algún tema
del gobierno, Matt solo conversó con él unos minutos y
lo dejó tranquilo. Su rostro lucía bastante estresado.
Llegó a su habitación y se tiró de cabeza en el colchón.
Estuvo
un
rato
tumbado
boca
abajo,
con
las
extremidades estiradas. Su cuerpo parecía pesar una
tonelada. No logró levantarse. Se quedó dormido, sin ni
siquiera llevarse un bocado a la boca.
Los días siguientes resultaron ser muy similares al día
anterior. Se levantaba temprano por las mañanas y volvía
a su pequeño rincón de la biblioteca, el cual siempre
estaba libre. Al mediodía se acercaba a casa de Tom y
comía junto a él e Ylia. Matt había abierto totalmente sus
barreras de defensa en relación a ellos. Eran personas
puras y sinceras.
Tom, con su espontaneidad, extravagancia y buen
humor, hacía desaparecer el estrés y la preocupación por
el examen. Ylia, con su bondad y amabilidad, se
aseguraba de que no tuviese dudas y de que se encontrase
bien. Por su parte, el tercer habitante del piso seguía
estudiando en su pueblo y terminaría la mudanza el lunes,
después de los exámenes. Tenía ganas de conocerlo. Tom
sabía rodearse de gente extraordinaria.
“Quizá también acabe convirtiéndome en una persona
decente”, bromeó Matt en su interior.
Pese a todo, las tardes del miércoles y del jueves
resultaron ambas un sinvivir. Un sorprendente buen
tiempo continuaba vistiendo los días, haciendo que el
séptimo piso de la biblioteca mantuviese un calor
agobiante. Y mucho más en su recóndita esquina. A partir
de la media tarde, Matt siempre fantaseaba con dejar de
estudiar e ir a pasear junto al mar. Pero nunca lo hizo.
Lograba encontrar un poco de frescor en la terraza del
último piso, a la que salía cuando no aguantaba más.
Y llegó el viernes, el día antes del examen. Esa tarde le
estaba resultando especialmente dura y su subconsciente
comenzó a luchar contra él.
“Si total, mucha gente te ha dicho que con sentido
común puedes aprobar”, “ya tienes estudiados diecisiete
temas de veinte, para que vas a sufrir”, “aunque te mates
a estudiar el día anterior no vas a cambiar gran cosa del
resultado final”, fueron muchas de las ideas que surgieron
en su mente.
Estaba planteándose seriamente irse, cuando sintió que
alguien pasaba por su lado y se sentaba en su mesa. Tardó
unos instantes en reconocerla: era la misma chica con la
que había estado sentado el primer día. Sin embargo,
estaba muy cambiada. Llevaba el pelo suelto y sus ojos
eran mucho más profundos y luminosos. El otro día le
había parecido una chica interesante. Pero hoy le parecía
hermosa. Demasiado, de hecho. Y sí, otra vez se había
quedado mirándola.
En cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo, una
sensación de nerviosismo acudió a él y le obligó a apartar
la mirada. No podía permitirse que lo volviera a pillar. ¿Y
si venía a llamarle la atención por lo del otro día? Decidió
echar un vistazo a su alrededor.
La planta estaba bastante concurrida, aunque había
algunos asientos libres. Probablemente se hubiese dado
cuenta de que era él cuando ya estaba sentada y ahora le
daba vergüenza levantarse e irse. No tenía mucho sentido
elegir aquel sitio, a no ser que fuera para devolverle las
molestias del otro día.
Matt decidió anclar su mirada en los apuntes, pero no
logró concentrarse más de cinco minutos. Sentía su
presencia en la mesa y eso lo distraía, así que decidió idear
un plan.
Se levantó y fue a dar una vuelta hasta la azotea,
dejando sus apuntes en la mesa. Si la chica se había
sentado por equivocación, ahora tendría la oportunidad
para escabullirse a otra mesa. Y si quería decirle algo por
lo del otro día, podría seguirlo hasta la azotea, donde
estaba permitido hablar. Las escaleras que daban a ella
podían verse desde la mesa, así que la chica sabría dónde
estaba.
Tras cinco minutos nadie apareció, así que decidió
volver a su sitio. Pero la chica seguía allí, leyendo sus
apuntes con la misma tranquilidad del día pasado. Matt
regresó y se colocó con la máxima discreción posible.
Intentó por todos los medios posibles concentrarse, pero
tras media hora allí sentado, apenas había avanzado dos
páginas. Era una situación bastante incómoda.
Viendo que no le quedaba más salida que regresar y
estudiar en casa, decidió recoger sus cosas. Tenía los
folios bastante desperdigados, así que tardó un rato.
Cuando tuvo todo recogido y estaba de pie, listo para
marcharse, un folio apareció en su rincón de la mesa. La
chica lo había deslizado hacia él.
“Y encima te olvidas los apuntes y ella te los tiene que
devolver. Genial”, pensó.
Cogió el folio, pensando de qué maldito tema podría
haberse traspapelado con los suyos y lo miró.
“Que tengas mucha suerte mañana”, ponía.
Matt se quedó en blanco, pensando que tenía que haber
algún tipo de error. Miró a la chica y esta le devolvió la
sonrisa más dulce que había visto en años, que sumada al
mensaje y al sofocante calor en la sala, casi consiguieron
derretirlo.
—Eh… Yo… —balbuceó Matt en voz alta, todavía de
pie.
Varias cabezas de las mesas contiguas se giraron en su
dirección, buscando el origen del ruido. Pudo sentir
decenas de ojos clavados en él tras ser descubierto. La
chica, por su parte, volvía a tener la mirada en sus
apuntes, aunque todavía sonreía.
Paralizado por los acontecimientos, no supo cómo
reaccionar, así que guardó el folio en su mochila y salió de
la planta. De hecho, necesitó llegar a fuera para pensar
con claridad. Una vez allí, se llevó la mano a la cara,
abochornado por su torpeza.
—Matt Meriens, eres idiota —murmuró tras respirar
unos segundos de aire fresco.
La próxima vez que la viera, iría directamente a hablar
con ella. Sin duda alguna.
Volvió a casa de Hans, pero no había pensando en que
quizá él no estuviese. Y así fue. La puerta estaba cerrada y
él no tenía una llave propia.
Decidió sentarse en el pequeño banco situado en el
jardín y echó un último vistazo al tema que estaba
leyendo en la biblioteca. Todavía le quedaban tres temas,
pero realmente… no los iba a preparar. Con leer los
enunciados del índice le resultó suficiente para saber qué
tipo de contenido iban a desarrollar. Podía manejarlos
con sus conocimientos previos.
Al cabo de veinte minutos, llegó Hans.
—Oh, vaya. Qué pronto has vuelto hoy. ¿Ha pasado
algo?
—Una chica llevaba un buen rato intentando ser
amable conmigo. Yo llevaba días pensando que ella me
odiaba. Vamos, que soy un genio de las relaciones
sociales —aclaró, ante la mirada confusa de Hans—. Al
final no pude concentrarme más tiempo, así que huí
como un cobarde.
Hans alzó las cejas, sorprendido.
—¿Y cómo se llama la chica en cuestión? Quizá la
conozca.
—No lo sé, no tuve tiempo. Estaba nervioso y en las
salas de estudio es peligroso hacer un ruido mayor que el
de tu respiración. De todas formas, creo que va a ir a los
exámenes de acceso a las brigadas. Y si no, la veré en la
biblioteca. Ya la conoceré tarde o temprano.
Hans asintió y abrió la casa.
—¿Cómo llevas el examen? —preguntó mientras
dejaba sus cosas en la repisa de la cocina—. ¿Alguna duda
de última hora?
—Todo está bien. No creo que nadie haya preparado la
parte de Fundamentos psicológicos para el brigadista
tanto como yo. Además, Ylia ha sido demasiado amable
estos días y me ha resuelto todas mis dudas. Tiene una
mente privilegiada —añadió.
—Ylia era la compañera de piso de Tom, ¿no? —Matt
asintió—. No la conozco, pero si Tom la ha elegido, tiene
que ser una buena persona.
—Hemos llegado a la misma conclusión —comentó,
sonriente.
Pasaron unos minutos más hablando sobre el examen y
luego Hans decidió ir a cenar al restaurante de su amigo.
No le apetecía cocinar y Matt era bastante lamentable en
las artes culinarias. Lasaña de carne fue la opción elegida.
Según Hans, la bechamel era deliciosa. “Sabe a nubes
asadas”, había dicho.
Y resultó ser verdad. Hora y media después, Matt
estaba estirado en su cama, reposando aquella grandiosa
cena. Jugueteaba con su pluma, buscando cualquier
excusa para no continuar trabajando en un resumen sobre
las “Técnicas de interrogación y análisis de la
información”.
Le gustaba hacer esquemas. Prefería tener una columna
vertebral sobre la que apoyar los conceptos más
importantes del tema. Luego, solo tenía que desarrollarlos
y tirar un poco de imaginación.
Tras unos minutos, se dio cuenta de que ya no tenía
sentido estudiar más. Solo conseguiría saturarse. Recogió
los apuntes, los dejó encima del escritorio y regresó a la
cama.
Pensó en su padre y en su hermana, que seguramente
lo estarían echando de menos. Pasase lo que pasase, iría a
visitarlos mañana por la tarde, después de terminar los
exámenes.
Pensó en Tom y en Ylia, dos de las personas más
fascinantes que había conocido en años. Quería poder
agradecerles en el futuro todo lo que habían hecho por él.
Acoger a una persona desconocida como lo habían hecho
ellos… era increíble.
Pensó en Hans. Sí, él lo había rescatado de una muerte
segura. Pero luego Hans lo había rescatado de una vida
muerta, insuflándole ilusión y esperanza. Dándole una
nueva oportunidad de volver a empezar.
Tuvo también un pedacito de su tiempo para Alma y
Keira. Realmente tenía ganas de verlas otra vez.
Y pensó en aquella chica. Quizá mañana podría hablar
con ella. De una vez por todas.
Quiso que pasase la noche lo más rápido posible.
Odiaba las horas previas al examen. Quería estar allí y que
todo acabase.
Estuvo dando vueltas en la cama casi una hora, hasta
que se quedó dormido. Tuvo unos sueños ajetreados que
no logró recordar, pero al menos pudo dormir del tirón
hasta que salió el sol. Con la primera luz del alba, su
mente le despertó. Ella también tenía ilusión por aquel
día.
Aún quedaba algo más de una hora para el examen, así
que se vistió con calma. Después, bebió un poco del café
de Hans, el cual tenía un regusto a la tarta que hacía su
vecina Lila. Aquel sabor a hogar consiguió amansar un
poco la inquietud que comenzaba a aflorar en su
estómago.
—¿Ya te vas? —preguntó un somnoliento Hans desde
la puerta de su habitación.
—No puedo estar más tiempo quieto. Sé que es
contraproducente y que quizá me ponga más nervioso,
pero prefiero esperar allí con el resto de los aspirantes a
las brigadas.
—Sabes dónde es, ¿no?
—Afirmativo. Además, voy con tiempo.
Hans se acercó bostezando y le tendió una mano.
—Mucha suerte entonces. Quiero que tengas la mejor
nota de acceso. Que nadie dude que los elementalistas
siempre escogemos a los mejores.
—Dalo por hecho —respondió Matt, confiado.
La facultad de brigadismo estaba bastante cerca. Entró
por la puerta principal y echó un vistazo. Varios
estudiantes fueron pasando y todos tomaron la misma
dirección, así que decidió seguirlos. Allí se encontró con
unas treinta personas esperando delante del aula magna
de la facultad.
Podía notarse en el ambiente la tensión previa al
examen. El silencio era casi sepulcral, salvo por el leve
sonido de algunos folios o los numerosos tics presentes
en las piernas de los estudiantes. Algunos tenían los ojos
cerrados, otros respiraban con una frecuencia más alta de
lo normal y otros encogían y estiraban sus extremidades.
Matt concluyó que sería mejor no quedarse allí los
treinta minutos que faltaban para la hora prevista, o
aquella sensación terminaría contagiándolo. Optó por
recorrer la facultad.
Parecía un edificio de diseño bastante antiguo. Tenía
cuatro pisos y estaba construido en su mayoría de piedra.
El frío de la noche todavía impregnaba las paredes, y
estas emitían un frescor que calaba los huesos. Esperaba
que durante el invierno pusieran unas estufas decentes.
De otra forma, el alumnado acabaría congelándose.
Había numerosas clases, pero no tantas como él
esperaba. Vio otro tipo de aulas, denominadas “de usos
múltiples”, y también encontró cuatro gimnasios. Dado
que la parte práctica tenía gran importancia en las
brigadas, resultaba lógica la existencia de ese tipo de
espacios.
Al llegar al último piso, se entretuvo un rato
observando desde las alturas. Podía verse la bahía de
Thalassia, con sus tres murallas defendiéndola. Estuvo
unos minutos mirando el horizonte e imaginándose que
él lo cruzaba. Un horizonte marino libre de tarántulas.
Suspiró y volvió sobre sus pasos. No podía quedar
mucho tiempo para el comienzo del examen.
Regresó al frente del aula magna y vio que el número de
personas acumuladas había aumentado de forma
considerable. Quizá hubiese más de un centenar.
“De todas formas no son demasiadas”, pensó Matt.
Los nervios ya no eran palpables en aquel momento:
eran visibles. Los murmullos y susurros de última hora
afloraban por cada rincón de la estancia.
Cuando dieron las ocho y diez minutos, el grupo
comenzó a desesperarse. Varios propusieron ir a pedir
información a los administradores de la facultad, otros se
aseguraron de comprobar que hoy era el día indicado y
alguno que otro se fue, sin dar más explicaciones.
A los pocos minutos, aparecieron cinco personas
ataviadas con numerosas carpetas y fueron haciéndose
paso a través de la muchedumbre. Una de ellas abrió el
aula magna y sus cuatro compañeros se situaron en la
entrada. Se mantuvieron los cinco en pie, esperando que
se hiciese el silencio.
—Buenos días. Disculpad la tardanza —dijo el hombre
que había abierto la puerta—. Soy el profesor Howard y
este año me ha sido asignada la presidencia del tribunal
que os evaluará. Estos son mis compañeros y
compañeras.
Otros dos hombres y dos mujeres, de menor edad que
el profesor Howard, hicieron un breve saludo a los allí
presentes.
—Comenzaremos repartiendo a los aspirantes entre las
cuatro especialidades que podéis elegir: Estrategia, Orden
Estatal, Exploración y Reconocimiento o Combate.
Iremos nombrando una a una a las personas y estas irán
situándose en el lugar que les corresponda dentro del aula
magna. ¿Entendido?
La mayoría asintió con la cabeza y algún que otro
tímido “sí” surgió del grupo de aspirantes.
El profesor Howard comenzó a llamar por orden
alfabético en función del apellido. Abento Jules, de la
especialidad de estrategia, fue el primer aspirante. Así
continuaron varios nombres, hasta que por el apellido
correspondiente a la letra D, Matt dejó de prestar
atención. No tenía demasiado sentido hacer cábalas para
saber cuántos aspirantes tenía cada especialidad. No iba a
resultarle útil.
Sin embargo, al llegar a la letra L, su atención se
encendió de nuevo.
—Liustra, Ariadne. Brigada de estrategia —dijo el
profesor Howard.
Matt la reconoció al instante. Era la chica de la
biblioteca.
Avanzó con la mirada perdida en dirección a los
examinadores y les entregó su identificación personal.
Mientras ellos tomaban sus datos, no hizo ni un solo
movimiento. Les dio las gracias con una leve reverencia
de cabeza y entró al aula magna.
Otra oportunidad perdida. Otra más.
Había optado por visitar la “maravillosa” facultad en
vez de ir a buscarla. Podía haber estado con ella,
distrayéndola de los nervios previos al examen.
“Era obvio que iba venir, estúpido. A ver si te enteras
de algo un día de estos”, se reprendió Matt a sí mismo.
Intentó serenarse, pues mucho estaba en juego. Prefería
no perder los nervios con temas menos importantes. Ya
tendría oportunidad de conocer a aquella chica.
“Ariadne... Bonito nombre”.
Dado que iban por la letra L, solo faltaban unos
cuantos nombres hasta su apellido. Y así fue.
—Meriens, Matt. Brigada de combate.
Matt avanzó y le entregó su identificación a una de las
profesoras. Esta la aceptó con una sonrisa y le dictó los
datos a su compañero.
—Puede pasar. Al fondo a la derecha —le indicó la
profesora.
Entró al aula magna y la visión lo sobrecogió. Era de un
tamaño inmenso y tenía una decoración demasiado
elegante, como si fuese un lugar reservado para las
ocasiones especiales. A lo largo de la estancia, centenares
de mesas todavía esperaban a su aspirante.
Caminó hacia el fondo a la derecha, donde en teoría
esperaban los candidatos a su especialidad. ¿Había dicho
al fondo a la derecha? ¿O al comenzar a la derecha?
Continuó caminando, no muy convencido, hasta que las
palabras de Tom resonaron en su mente: “En la brigada
de combate no están los más inteligentes de la ciudad”,
había dicho.
Matt no era muy proclive a juzgar mediante
estereotipos, pero en aquel momento supo que estaba en
el lugar indicado.
Salvo tres chicas, todo eran hombres. Unos cuarenta.
La mitad continuaba de pie y otra gran parte se había
apoyado en las mesas en vez de tomar asiento. Sus pintas
no eran muy amigables. Y las miradas con las que se
cruzó tampoco lo fueron.
Por
algún
motivo,
parecía
ya
haber
grupos
preestablecidos, cuando todos eran simples candidatos.
Había un gran grupo de unas veinte personas charlando
entre ellas. Otros dos grupos de cinco hacían lo propio.
Además, había unas diez personas que iban a su aire,
separados del resto. Matt decidió sentarse en un rincón
separado y no llamar demasiado la atención.
Tuvieron que esperar unos diez minutos hasta que todo
el mundo estuvo situado en sus lugares. Los cinco
profesores entraron en el aula con paso ligero y dejaron
sus carpetas en una gran mesa, situada en el fondo de la
estancia.
—Bien, en cinco minutos dará comienzo el examen.
Tomen sus asientos. ¡Ya! —urgió el profesor Howard,
mientras clavaba su mirada en los aspirantes a la brigada
de combate.
Nadie osó contravenir sus órdenes.
—Como ya sabéis —continuó—, la primera parte de la
prueba es la sección teórica. Os será entregado un
examen con varias preguntas y un tema para desarrollar.
Sobra decir que si alguien es sorprendido intentando usar
medios ilícitos para la consecución de la prueba, será
inmediatamente descalificado. Y no podrá volver a
presentarse en un periodo de cinco años —aclaró.
Varios murmullos recorrieron la sala. El profesor
Howard alzó una mano para pedir silencio.
—Cada uno de mis compañeros estará situado en uno
de los cuadrantes del aula magna, con su correspondiente
especialidad. Yo iré alternando cada sección, intentando
resolver las dudas que puedan surgir. Solo se permite
pluma estilográfica. En caso de emergencia, tenemos
algunas de reserva. No se permite hablar en ningún
momento con nadie de la sala. Si existe alguna duda,
levantad la mano, y el profesor o profesora encargado de
vuestra sección acudirá en vuestra ayuda.
La mitad de las normas eran de sentido común. Matt
deseó que se callara y repartiese los exámenes cuanto
antes.
—Si alguien no acata las órdenes y normas establecidas,
será expulsado —continuó—. Y si alguien no acepta ser
expulsado, varios brigadistas de Orden Estatal lo
escoltarán hasta el calabozo. ¿Alguna duda?
El silencio fue absoluto.
—Bien. Comienzan los exámenes de acceso a las
Brigadas Estatales.
Los cuatro profesores restantes, que estaban situados
en los laterales del aula, comenzaron a mover unos
enormes telones. Estos se deslizaban por el aula magna
con fluidez, como si de un telón de teatro se tratase. Una
vez los cuatro confluyeron en el centro, el aula quedó
dividida en cuatro cuadrados. Lo único que podían ver
era a sus compañeros de especialidad.
Una nueva voz, esta vez femenina, tomó el relevo.
—Repartiré los exámenes y papel en blanco para todos.
Manténganlos boca abajo hasta que todo el mundo tenga
el suyo. A mi señal, todos le darán la vuelta y podrán
comenzar a escribir.
Era la profesora que había recogido su identificación.
Comenzó a repartir los exámenes a los alrededor de
sesenta aspirantes. Una vez terminó, volvió a hacer el
recorrido inverso con los folios en blanco. Sin embargo,
se detuvo a mitad del camino.
—Usted. ¿Qué está haciendo?
Un chico de unos veinte años levantó la mirada.
—¿Leer?
La profesora vaciló un momento. Luego, le retiró el
examen y señaló la salida con una mano.
—Espero que estés de broma.
—Fue-ra —respondió la profesora, haciendo énfasis en
cada silaba. Su voz ya no parecía tan amable.
El chico se puso de pie con lentitud y se enfrentó con
ella. Le quitaba dos cabezas. Las dos personas que
estaban a su lado también se levantaron.
—Vosotros dos, tenéis cinco segundos para volver a
vuestro sitio antes de ser expulsados. Y tú, tienes diez
segundos para abandonar la sala. Al menos por tu propio
pie —aclaró.
Matt comenzó a ponerse nervioso. Aquellas tres bestias
podían aplastar a la profesora si así lo deseaban. Era
obvio que ella podía pedir ayuda a las brigadas estatales,
pero tardarían varios minutos en llegar. Y ni a él ni a
ninguno de los allí presentes les apetecía hacerse los
héroes.
El chico comenzó a soltar unas carcajadas contenidas.
Lo único que podía escucharse era el sonido del aire al
salir por su nariz.
De repente, uno de sus acompañantes alzó un brazo en
dirección a la profesora.
—Ahí vamos… —murmuró Matt, viendo el jaleo que
se iba a armar.
Fue visto y no visto.
La profesora esquivó el gancho haciendo un quiebro,
cogió a su atacante por un brazo y le hizo una
proyección. Salió volando por los aires y aterrizó en el
suelo, con un golpe seco. Aquella mole pesaba más de
cien kilos. Y la había elevado como si nada.
Matt se quedó con los ojos como platos. Se incorporó
en su silla y lo observó retorciéndose de dolor.
La profesora no les dio oportunidad de reaccionar a los
otros dos. Al primero le asestó un golpe seco en el cuello.
Sus piernas comenzaron a temblar y se derrumbó en el
suelo. El otro intentó valerse del caos formado para
intentar escapar, pero la profesora le puso una zancadilla.
Dio con la boca contra las baldosas.
—¡Soy Armen Munihan, escorias humanas! —bramó la
profesora—. Maestra y comandante de las Brigadas de
Élite. ¿A qué mierda creéis que estáis jugando? De
verdad, habéis escogido mal a la persona a quien molestar
—añadió, exasperada.
A Matt se le pusieron los pelos de punta.
Por las historias que le había contando su padre, aquella
mujer era poco más que una leyenda dentro de las
brigadas. Ninguna otra había logrado tantas misiones de
grado A como ella y los equipos que lideraba. No le tenía
miedo a nada ni a nadie.
El profesor Howard apareció corriendo por detrás del
telón. Al ver la situación, sacudió la cabeza y desapareció.
Segundos más tarde, cinco brigadistas pasaron a recoger a
los alborotadores.
Matt los miró fascinado. Eran tres hombres y dos
mujeres. Sus capas de color azul, correspondientes a la
división de Orden Estatal, lucían impecables. Vio cómo
ondulaban ligeramente al caminar. Aquellos atuendos
añadían un porte excepcional a la persona que los llevaba.
Parecían irradiar luz propia. Ojalá pudiese lucir algún día
el morado de la división de Combate. O el blanco,
correspondiente a los elementalistas.
Una vez todo regresó a la calma, la profesora tomó la
palabra.
—Disculpad mi comportamiento. No volverá a ocurrir.
Este tipo de gente me saca de mis casillas. Dos minutos
para volver a la calma y comenzamos —añadió.
Matt le hizo caso. Centró la mirada en una pequeña
porción de su mesa e intentó evadirse de todo lo que
estaba a su alrededor.
—Podéis comenzar el examen —dijo entonces la
comandante Munihan.
Decenas de folios se dieron la vuelta al unísono. Luego,
hubo varios segundos de silencio absoluto y respiraciones
contenidas.
Matt miró el examen. Eran cinco preguntas y un tema
para desarrollar. Decidió leer todo el examen y luego
valorar sus posibilidades.
1: ¿Qué pasos seguirías para superar la fobia a las
tarántulas?
2: ¿Cómo tratarías un ataque de pánico de un
compañero, cuya mente se bloquea en plena misión?
3: ¿Sería correcto desobedecer las órdenes de un
superior si consideras que estas son erróneas o ponen
en riesgo la misión? Justifica tu respuesta.
4: ¿Qué harías para aumentar las probabilidades de
victoria ante un grupo enemigo con una fuerza de
combate mucho mayor?
5: ¿Qué motivos te llevaron a realizar la prueba para
acceder a la especialidad de Combate de las Brigadas
Estatales?
- Tema de desarrollo libre: Invasión de tarántulas
marinas en la bahía de Thalassia; principios y
estrategias.
Matt reflexionó unos instantes sobre las preguntas. No
era exactamente lo que esperaba, pero podía contestarlas
con facilidad. Como le habían dicho, el sentido común
era suficiente. Sin embargo, él se había preparado a
conciencia.
Podía
completar
sus
respuestas
con
información más avanzada y técnica.
Comenzó a hacerlas por orden, ya que no había
ninguna pregunta que le llamase demasiado la atención.
Redactó con cuidado cada una de las palabras, pues no
quería hacer borrones, y puso especial énfasis en añadir
información con rigor académico.
Tras una hora y media escribiendo, consiguió terminar
el examen. Decidió echar dos vistazos generales. El
primero, para ver si había contestado algo erróneo. El
segundo, para repasar la ortografía. Y no solo por los
profesores. Él era bastante quisquilloso con ese tema.
Cuando sintió que su examen estaba listo para entregar,
miró a su alrededor por primera vez en mucho tiempo.
Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse y
enfocar la lejanía. La mayoría de aspirantes ya había
entregado el examen y él ni se había dado cuenta. Tan
solo quedaban alrededor de cinco personas en la sala.
Guardó su pluma y ordenó los papeles. No pudo
resistirse a echar un fugaz último repaso antes de
entregarlo. La comandante Munihan estaba sentada en la
mesa que presidía aquella sección del aula. Ya había
comenzado a corregir los exámenes.
Se acercó a la mesa y ella señaló el resto de exámenes
agrupados. Matt dejó el suyo encima del resto. Luego
esperó un momento, un tanto desconcertado.
La profesora Munihan tardó unos segundos más en
darse cuenta de que Matt seguía allí plantado.
—Pasa a la siguiente sala —murmuró, mientras
señalaba el fondo del aula.
Matt se encaminó de inmediato hacia la puerta del
fondo. No era la misma por la que había entrado, pero no
existía otra opción. Tras ella tuvo que recorrer un largo
pasillo, muy poco iluminado. Abrió otra puerta y la luz le
cegó al entrar.
Aquella nueva estancia era un gimnasio. Había bastante
gente esperando en los laterales y unas cuantas personas
en el centro. Parecía una especie de circuito de
obstáculos. Avanzó con cautela hacia el grupo de
personas situada en las gradas laterales y dejó su mochila
con las del resto. Un hombre se acercó a él.
—Buenos días, ¿su nombre, por favor?
—Matt Meriens.
Comenzó a buscar su nombre a lo largo de la lista. A
los pocos segundos, realizó un tachón en ella.
—Muy bien, señor Meriens. Sitúese al final de la cola.
Esta es la prueba de rendimiento físico. Una vez llegue al
principio de la fila, tendrá cinco minutos para realizar
ejercicios de calentamiento —explicó—. Cuando suene el
silbato, deberá situarse en la línea de salida. —Señaló el
lugar de entrada al circuito—. Allí será mi compañero
quien le dé las instrucciones precisas.
Matt asintió con la cabeza.
—Tenga usted suerte.
No tenía muy claro qué se valoraba en aquella prueba.
Suponía que los más rápidos en acabar tendrían mejor
puntuación. Pero quizá un tropezón inesperado pudiese
restar muchos puntos. Al fin y al cabo, un traspié en el
campo de batalla significaba la muerte.
Decidió que optaría por hacer un recorrido estable y
fiable, antes que uno rápido. No quería correr riesgos.
Tardó treinta minutos en llegar a los primeros puestos
de la fila. Tuvo bastante tiempo para ver cómo sus
compañeros hacían el circuito, así que entendía el
mecanismo de la prueba. Sonó el silbato y el chico que
estaba realizando el calentamiento se dirigió a la línea. El
siguiente era él.
Comenzó a desentumecerse un poco las piernas y los
brazos, haciendo especial énfasis en las articulaciones. A
los dos o tres minutos, el silbato volvió a sonar, y Matt se
dirigió a la zona acordada.
—Buenos días. ¿Su nombre?
—Matt Meriens —repitió.
—Muy bien. Esta prueba consiste en la realización de
un circuito de forma libre. A mi señal, comenzará. El final
es justo aquí, dado que es circular. Yo mediré los tiempos
y valoraré la ejecución —añadió el examinador—.
¿Preparado?
—Preparado.
Aplaudió dos veces para hacer entrar en calor las
palmas de sus manos. Luego comenzó a dar breves
saltitos alternando ambos pies. El examinador miraba su
reloj con atención.
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡YA!
Salió despedido en cuanto oyó la orden. Conocía el
recorrido a la perfección. El principio era una larga recta
hasta el fondo del gimnasio, así que la hizo a máxima
potencia. El único peligro eran unos obstáculos cerca del
final, que le obligaban a zigzaguear. Bajó un poco el ritmo
y los esquivó con fluidez, sin arriesgar. Luego, se
encaminó corriendo a la siguiente zona.
Allí, tuvo que alternar saltos a obstáculos, con otros que
tenía que atravesar por debajo, arrastrándose. El suelo del
gimnasio resultó ser más duro de lo que pensaba, así que
su rodilla izquierda recibió un golpe bastante interesante.
Respiró hondo y apretó los dientes para ahogar el dolor.
Siguió corriendo. Tocaba escalar.
Comenzó a subir la pared. Lo hizo con la tranquilidad
que el dolor le permitía. Había visto a bastante gente
perder una gran cantidad de tiempo en aquellos
obstáculos, así que decidió ir despacio, pero con la
seguridad de saber dónde estaba pisando. Llegó arriba y
tocó la campana situada en el techo. Retrocedió hasta la
mitad de la zona de escalada y dio un salto hacia el suelo.
Como la altura era considerable y su rodilla estaba un
tanto resentida, decidió dar una voltereta delantera para
amortiguar su caída. Era un recurso bastante utilizado en
las brigadas. Servía para diluir la fuerza del salto, ya que
clavar las rodillas desde allí arriba podía ser peligroso. Su
madre se lo había explicado cuando era pequeño. Ella era
una gran escaladora.
Escuchó algunos murmullos de sorpresa entre el
público y aquello le motivó a seguir. Realmente le había
salido de lujo. Todo muy fluido. Tantos años trepando y
saltando desde los árboles por fin habían tenido su
utilidad.
Solo quedaba la zona del levantamiento de peso. El
problema residía en que tenía que elegir entre cinco
cargas. Matt había visto a algunos aspirantes quedar
eliminados por elegir un peso excesivo y no poder con él.
Se decidió por un bulto de tamaño mediano. Lo agarró
con ambos brazos y tiró con firmeza. Pesaba más de lo
esperado y por un momento el miedo atravesó su mente.
No, no podía fracasar ahí. No era posible.
Apretó los dientes con todas sus fuerzas y empujó
como nunca lo había hecho en su vida. Logró subirlo al
lugar correspondiente y salió corriendo. Notó de
inmediato a sus lumbares planeando una buena venganza.
Los siguientes días iban a ser divertidos.
Pasó la línea de meta y el examinador realizó unas
anotaciones en sus documentos.
—Muy bien, señor Meriens. Puede descansar hasta las
once.
Matt ni siquiera tuvo fuerzas de agradecerle la
información. Tenía suficiente con respirar. Caminó hacia
las gradas y se sentó con lentitud. De no haber gente
mirando, se habría tirado en la pista. Pero después de
aquella exhibición tenía que mantener su dignidad, así que
aparentó que aquello había sido pan comido.
La realidad era que su rodilla y sus lumbares estaban
amenazando con independizarse de su cuerpo. Pese al
dolor, no pudo evitar que se le escapase una sonrisa.
Tenía la total certeza de que había sido el mejor en
aquella prueba. Al menos hasta ahora.
Cerró los ojos un minuto mientras escuchaba a su
corazón retumbando en los tímpanos. Fue recuperando la
calma y esperó a que terminasen de hacer la prueba el
resto de sus compañeros.
Una vez acabaron, los examinadores pidieron silencio.
—Muy bien, escuchadme. A continuación os iremos
llamando de uno en uno para la realización de la última
prueba. Como todos sabéis, esta última sección del
examen consiste en el análisis de vuestras capacidades de
combate. Cuando llegue vuestro turno, avanzad por la
puerta que tenéis a vuestra izquierda. No se aceptan
preguntas —añadió—. Vuestra capacidad de adaptación e
improvisación también están en el punto de mira.
No pasaron muchos segundos hasta que su voz volvió
a resonar en el gimnasio.
—Abenthy, Aaron —llamó el examinador.
Un chico alto se encaminó a la puerta. Parecía nervioso.
Esta se cerró con un golpe seco y el silencio volvió a
colapsar el ambiente.
Matt tenía bastantes dudas sobre la próxima prueba. No
tenía muy claro de qué armas dispondría, quién iba a ser
su contrincante o qué tipo de combate se iba a realizar. Al
fin y al cabo… ese era el objetivo del examen. Demostrar
cómo se defendían en una situación desconocida.
La espera le resultó eterna. Tuvo la sensación de que
había el doble de personas que en la prueba anterior.
Cuando finalmente escuchó su nombre, dio un respingo y
se levantó de golpe, ansioso por examinarse. Pero se
había olvidado de un pequeño detalle:
Un latigazo de dolor recorrió su zona lumbar y lo dejó
paralizado.
—Tienes que estar de broma… —murmuró Matt,
temeroso.
Por fortuna, no había sido un bloqueo total. A los
pocos segundos, no sin esfuerzo, consiguió caminar hacia
la puerta. Una vez la abrió, otro oscuro pasillo apareció
ante él. Aprovechó unos segundos para hacer unos
estiramientos. No podía permitir que su espalda lo
lastrase durante el combate. Apretó los dientes y aguantó
el dolor como pudo, intentando desbloquear al máximo
sus músculos.
Llegó al final del pasillo con mejores sensaciones, pero
no del todo convencido. Abrió la siguiente puerta y la luz
lo deslumbró de nuevo. Entró en otra estancia, esta vez
más pequeña y circular. Había seis personas. Avanzó y
una de ellas le salió al paso.
—¿Matt Meriens? —preguntó.
—Sí, soy yo.
—Permítame guardarle sus pertenencias. Al final del
examen podrá recogerlas.
Matt le entregó su mochila y observó la zona destinada
a la prueba. Un gran círculo dibujado en el suelo presidía
la estancia. A su alrededor, diferentes tipos de armas
estaban colocadas a lo largo de estanterías. Las únicas que
le parecieron adecuadas para él fueron una especie de
espadas de madera. Suponía que eran las espadas de
kendö de las que había hablado Tom. El resto no tenía ni
idea de cómo se usaba.
—La prueba consiste en lo siguiente —dijo el nuevo
examinador—. Deberás elegir un arma y pelear durante
un minuto contra uno de nuestros expertos. El estilo es
libre.
Matt asintió y se dirigió a coger una de aquellas espadas.
Eran todas demasiado ligeras para él, así que tuvo que
conformarse con la más pesada entre ellas. La alzó y el
tacto del movimiento le gustó. Podría defenderse.
El examinador hizo una seña y una chica avanzó hacia
ellos. De las seis personas, parecía haber tres instructores
encargados de los combates. Los otros tres no llevaban
una indumentaria adecuada para esa labor. Eran los
encargados de observar.
Matt ya estaba esperando en su posición. Aquella chica
era bastante baja, pero no iba a subestimarla. Con total
probabilidad podría ser capaz de meterle una paliza en
dos movimientos. Cuando estuvo lista, realizó una leve
inclinación con la cabeza. Tenía un intenso pelo rojizo.
—Tres, dos, uno… ¡Comenzad! —ordenó el instructor.
Aquella rapidez le cogió desprevenido. Se situó en
posición de combate y avanzó con precaución hacia su
contrincante. Ella permanecía quieta, sin inmutarse.
También portaba una espada de kendö, que alzaba en su
frente.
Matt decidió lanzar una estocada para comprobar su
forma de combatir. Ella la despidió con un golpe seco y
rápido. Lanzó un par de golpes más, los cuales también
fueron bloqueados con facilidad. Sin embargo, le serviría
para entender mejor sus patrones defensivos. Ahora
podría comenzar la pelea con ventaja.
—Tuviste tu oportunidad —dijo la examinadora.
Su voz sonaba suave y amenazadora a la vez. A Matt no
le dio buena espina aquel contraste. Decidió ponerse en
guardia.
La chica avanzó con rapidez. Matt consiguió a duras
penas repeler dos ataques. No lograba entender su forma
de luchar. Las fintas eran impredecibles.
Un primer golpe lo alcanzó en el brazo derecho. La
espada podría ser de madera, pero le dolió bastante.
Decidió dar un estacazo agresivo y amplio, que la obligara
a retroceder o a bloquearlo con su espada. Sin embargo,
no consiguió ninguna de las dos cosas.
Con un ligero movimiento de piernas giró sobre sí
misma y se apartó del golpe lanzado por Matt. Incluso
había cambiado la espada de mano en el medio de aquel
movimiento. Su flanco derecho estaba totalmente
desprotegido y no llegaría a tiempo de bloquear el golpe.
Matt no encontró otra solución. Apoyó todo el peso de
su cuerpo en la pierna izquierda y con la derecha cargó
una patada contra la espada enemiga. Al fin y al cabo, era
de madera.
Un intenso dolor atravesó su tren inferior en el
momento en que su pie derecho golpeó la espada de la
examinadora, que salió despedida. Ella lo miró con una
expresión despectiva, como si acabara de darse cuenta de
lo mucho que le odiaba.
Matt no tuvo tiempo a reaccionar. La chica se lanzó
contra él y lo agarró por el pecho. Intentó zafarse, pero al
instante sintió cómo comenzaba a perder el equilibrio. Lo
había desestabilizado con una llave que nunca había visto
antes.
El golpe contra el suelo fue duro. Quiso levantarse,
pero ella seguía con el control sobre sus movimientos.
—Ganar y sobrevivir no siempre es un juego limpio…
—murmuró ella a su oído—. Gracias por recordármelo.
Matt podía sentir cómo el cuerpo de la chica lo
aprisionaba y le cortaba la respiración. Entonces, un
intenso dolor atravesó su espalda. Fueron tan solo unos
segundos, pero suficientes para que Matt se retorciese por
el suelo, jadeando por la tensión.
—Hemos terminado —dijo uno de los examinadores.
La chica se levantó, recogió su espada y regresó con el
resto de instructores de combate. Su mirada permanecía
impasible. El examinador se acercó a donde Matt yacía
tumbado.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, sí… Tan solo me ha dado un tirón.
Aquella excusa no era del todo falsa, puesto que su
espalda chillaba de dolor. Con esfuerzo titánico logró
levantarse por su propio pie. No quería dar la impresión a
los examinadores de que aquel minuto de combate había
hecho mella en él. Y mucho menos a aquella chica.
—Puedes recoger tus cosas y esperar en la siguiente
sala. Allí se os comunicará los resultados a la una del
mediodía. Serán provisionales, claro, a espera de
reclamaciones —añadió.
Matt asintió sin pensar. Recogió su mochila y luego
caminó, intentando fingir que se encontraba en perfectas
condiciones. Abrió la puerta y otro oscuro y alargado
pasillo apareció ante él. Sin embargo, por la mitad de este,
no tuvo más remedio que detenerse. Se apoyó contra la
pared y deslizó su espalda por ella hasta sentarse. Tenía
tiempo para recuperarse y salir por aquella puerta sin
cojear, ya que todavía quedaban varios minutos hasta que
llegase el siguiente aspirante.
Una vez comenzó a diluirse el sordo dolor de sus
lumbares, otro dolor, esta vez emocional, surgió. La parte
del combate había sido la peor de todas. En caso de no
lograr acceder a la universidad por culpa de haber hecho
el idiota en las pruebas físicas, nunca podría perdonarse a
sí mismo.
Apretó los puños con fuerza, hasta hacerse daño.
Respiró hondo dos veces, se levantó con cuidado y
avanzó hacia la salida.
En esta nueva estancia estaban los aspirantes a la
modalidad de Combate. Habría alrededor de treinta
personas, lo que implicaba que quedarían otras treinta por
terminar. Escogió un sitio donde sentarse y esperó,
intentando dejar la mente en blanco. Ninguno de los
pensamientos que en aquel momento rondaban por su
cabeza iban a ayudarle.
Cada minuto era largo, como una hora correspondiente
a cualquier otro día. Lo único que se escuchaba en aquella
sala eran las conversaciones de los aspirantes que se
conocían y el continuo tic-tac de un gran reloj de pared.
Tras unos interminables cincuenta minutos y con la sala
llena hasta la bandera, cuatro examinadores entraron por
la puerta.
Sin mediar palabra con nadie, cada uno de ellos se
dirigió a una esquina de la estancia. Allí, colgaron un
folio.
—Estas son las listas provisionales de los aspirantes que
han superado las pruebas y han sido admitidos en la
especialidad de Combate —explicó uno de ellos—. Las
reclamaciones deberán ser hechas en un plazo de
veinticuatro horas, en la unidad de gestión académica de
la facultad. De todas formas, os aseguro que no servirá de
mucho. Hemos sido más de quince personas las que os
hemos juzgado. Un placer.
El hombre inclinó levemente su cabeza y abandonó la
sala, seguido de sus tres compañeros. Tras unos instantes
en los que todas las personas allí presentes solo
intercambiaron miradas de desconcierto, comenzó la
estampida.
Un nudo se puso en la garganta de Matt. Su futuro
estaba allí colgado. Ya estaba escrito. Se levantó y fue a la
esquina que menos aglomeración de gente tenía. Tuvo
que aguantar unos cuantos insultos y empujones hasta
que logró ver una sección de la lista. Su nombre no
aparecía dentro de los cinco primeros.
El nudo se hizo mayor y el nerviosismo se apoderó de
él. Empujó a los compañeros que tenía delante,
intentando hacerse hueco. Seguía sin poder ver su
nombre.
Finalmente pudo ver la lista entera. Y el nudo de la
garganta se convirtió en unas molestas lágrimas que
luchaban por aflorar. Su nombre no aparecía en la lista de
admitidos. Miró la lista diez veces más, escudriñando cada
nota, haciendo los cálculos con lo que él esperaba sacar.
Tenía que haber algún error. No podía haber suspendido.
Era imposible.
Tras diez minutos, y después de haberse asegurado
otras veinte veces de que sus ojos no lo habían engañado,
se derrumbó.
¿Cómo iba a mirar a la cara a Hans, a Ylia y a todos los
demás después de la confianza que habían puesto en él?
¿Con qué iba a mantener a su familia ahora? No pensaba
seguir abusando de la bondad de Hans.
Una tras otra, las dudas que venía arrastrando durante
toda su vida, volvieron a aflorar en su interior. Y con
ellas, una parte de aquel Matt oscuro que había
abandonado días atrás amenazaba con resurgir. Los
fantasmas del pasado parecían estar llamando a la puerta
de su corazón.
Tenía la puerta a escasos metros, pero no quería salir y
asumir su responsabilidad. No quería volver a la realidad.
Quería seguir viviendo en el mismo sueño de los últimos
días.
Tras muchos minutos y temiendo que alguien lo
encontrase allí, decidió afrontar sus actos. Se levantó y,
casi como un acto desesperado, volvió a mirar de nuevo
el papel que le había amargado la existencia.
—Maldita seas… “Lista de Admitidos N-Z” —leyó por
última vez Matt—. N-Z. ¿Qué coño significa N-Z?
Su corazón dio un vuelco. Se giró y salió disparado
hacia la otra esquina. Lista de Admitidos N-Z. Ignorando
el inmenso dolor que acaba de despertar en su espalda,
siguió corriendo hacia la siguiente esquina.
—Lista de admitidos A-M— leyó en voz de baja—.
Primer admitido… Meriens, Matt.
Su mente no reaccionaba.
—Primer admitido: ¿Meriens, Matt? —preguntó en voz
alta a un interlocutor imaginario.
Volvió a leerlo una y otra vez, hasta que las palabras
comenzaron a cobrar sentido. Los pelos de sus brazos se
erizaron y la felicidad, entremezclada con la sensación de
estupidez, se fusionó en un torrente de emociones que
salió despedido de su interior.
—¡SÍ, JODER! —chilló Matt con todas sus fuerzas.
Y entonces se volvió loco.
Fue corriendo a por su mochila y salió despedido por la
puerta. No le importaba que alguien escuchase el
escándalo que estaba armando. No le importaba el sordo
dolor que emitía su espalda. No le importaba ni siquiera
el desglose de sus notas. De hecho, ni las había mirado.
Solo sabía que estaba en la primera posición.
Corrió por los pasillos vacíos de la facultad, buscando la
salida. Necesitaba respirar. Una vez fuera, se dio unos
segundos para recuperar el aliento. Y entonces levantó los
brazos al cielo y sonrió como nunca lo había hecho.
Se dirigió, feliz, al piso de Tom e Ylia. Tenía muchas
ganas de contárselo y agradecerles todo lo que habían
hecho por él. Caminó por las calles con la consciencia
totalmente ausente. Su cuerpo era guiado por algún
recóndito lugar de su mente. Cuando se dio cuenta, ya
estaba en la calle de Tom. Subió las escaleras del piso y
tocó en la puerta. Pero no hubo respuesta.
Decidió probar suerte con Hans. Muchas veces se
quedaba en casa trabajando, dado que las reuniones
gubernamentales en las que era requerido se producían
por la tarde. Y si no estaba, ahora ya tenía una copia de la
llave. Tendría que esperar allí hasta que Tom e Ylia
regresasen, cosa que no le hacía mucha ilusión.
Necesitaba compartir la noticia con alguien.
Llegó a la casa y echó una mano al pomo. La puerta se
abrió. Caminó unos pocos segundos y la cabeza de Hans
asomó por la puerta de su habitación.
—¿Y bien?
—Mañana me iré de la ciudad —fingió, con la mirada
perdida en el suelo.
Hans estrechó los ojos un momento y lo miró.
—Mientes.
—¡Pues claro que miento! —gritó, eufórico, tras unos
rigurosos segundos de silencio.
La vergüenza se esfumó y no pudo evitarlo. Se lanzó
encima de Hans y lo abrazó con tal fuerza que a punto
estuvo de tirarlo.
—Sabía que lo conseguirías —respondió, mientras se
recuperaba del golpe.
Hans decidió que la mejor forma de celebrarlo era
tomándose unas cervezas. Matt intentó explicarle con
sutileza que no era una bebida que le agradase mucho,
pero no funcionó.
—Es una pena que no estén frías, pero es lo que hay.
Quizá en el futuro podamos construir un pozo de hielo,
como en algunos bares. Sería un lujo por el que estoy
dispuesto a pagar —comentó Hans, mientras daba sus
primeros sorbos.
Matt la probó y su sabor fue lo bastante agradable
como para no provocarle escalofríos. Era la reacción más
común que sentía cuando la bebía.
—Por Matt, nuestro nuevo elementalista —brindó
Hans, con la botella en alto.
Aquella afirmación le sorprendió. Ni siquiera se había
parado a pensar que acceder a las Brigadas Estatales
también suponía alcanzar la Academia de Elementalismo.
Estaba tan obsesionado con el objetivo de entrar en la
universidad que aquello parecía algo secundario, cuando
en realidad era su primer objetivo. No pudo reprimir una
sonrisa.
—Por Hans, el portador de ilusión de Thalassia.
Brindaron y rieron, hablando sobre sus nuevos
sobrenombres.
—Entonces… ¿Qué es exactamente lo que tengo que
hacer ahora?
—Pues… Tienes que pasarte por la unidad de gestión
académica, pedir un sobre con los documentos de
matriculación en el curso, cubrirlos y entregarlos. Le diré
a Tom que te eche una mano —añadió Hans tras un
sorbo.
Después de un buen rato conversando, Hans tuvo que
irse a la sede del gobierno. La reunión gubernamental en
la que se tomaría la decisión definitiva en torno al
colgante de Alda era aquel sábado.
Matt regresó a casa de Tom. Probablemente ya
estuviesen de vuelta. De hecho, fue él quien abrió la
puerta.
—¿Huh?
—Sí.
—¿Sí?
—Sí.
Tom dio una fuerte palmada, acompañada de un
gruñido y unos extraños pasos alrededor de sí mismo.
Parecía un baile ceremonial. Luego salió corriendo por el
pasillo, sin mediar palabra.
—¡Ylia! —gritó—. ¡Ponte guapa, hoy comemos fuera!
Ylia apareció al fondo del pasillo, acompañada de
apuntes, para no variar. Se acercó a él y le dio dos besos.
—¡Enhorabuena, Matt! Me alegro un montón. De
verdad —dijo Ylia con cristalina sinceridad.
—No estaría aquí si no fuese gracias a ti y a Tom.
Muchísimas gracias. ¡Ah!, aquí tienes tus apuntes. Sanos y
salvos —añadió—. Son una verdadera maravilla, de
verdad.
Ylia sonrió y un pequeño rubor cubrió sus mejillas.
Mientras ella llevaba los apuntes a su habitación, algo le
golpeó por la espalda.
—¡Vaaaaaaamos! ¿Qué nota has sacado? —preguntó
Tom, visiblemente animado. Más de lo habitual, si es que
eso era posible.
—No lo sé…
—¿Que no lo sabes? ¿Pero tú qué has mirado?
—Es una larga y lamentable historia —murmuró Matt,
aturullado—. Al final conseguí ver que era el primero de
la lista, y con los nervios y la tensión acumulada… pues
salí corriendo. Sin más.
Tom se echó a reír mientras le revolvía el pelo.
—¿A quién le importan las notas? Lo importante es
tener salud. Y que estés dentro, claro —añadió, al ver la
cara de Matt—. Tenía tanta fe en ti que ya había quedado
para comer con un par de amigos y celebrarlo.
—¿Vamos, entonces? —preguntó Ylia, que había
regresado de su habitación.
Los tres salieron a la calle en busca del mesón. Matt
comenzó a relatar su experiencia en el examen, aunque
poco pudo llegar a exponer. A la vuelta de la esquina
estaba su destino. Tom ya había salido corriendo, con sus
habituales aspavientos y saludos. Sus amigos estaban allí
esperando.
Una de ellas era Keira, la chica que le había ayudado en
las pruebas días atrás. Su presencia ausente y enigmática
seguía intacta, aunque Matt pudo percibir una pizca de
vergüenza ajena en su expresión provocada por los gritos
de Tom. Al menos estaba confirmado que tenía
sentimientos, lo cual le alegró.
La persona del medio era un hombre de complexión
fuerte y con una media melena. Lo que más llamaba la
atención de su aspecto eran sus oscuras gafas y unos
llamativos pendientes.
Y la última persona…
A Matt le entró un escalofrío. Tenían que estar de
broma.
La tercera amiga de Tom era la instructora de combate
que lo había destrozado horas atrás. Aquel pelo rojizo era
inconfundible, aunque ahora lo llevase suelto.
Ylia lo agarró de una mano y le obligó a acelerar el
paso. Probablemente llevase unos segundos retrasando su
avance.
—Jean, Natsumi, este es Matt, nuestro flamante nuevo
elementalista —exclamó Tom con tono triunfal.
El hombre alargó su mano y le apretó la suya con
firmeza. Matt pudo observar mejor su complexión. Sus
brazos eran realmente fibrosos. Tenía que ser algún tipo
de atleta para alcanzar aquel nivel de forma física.
Matt se encaró con miedo hacia donde estaba la chica.
Natsumi, la había llamado Tom. Sintió cómo el corazón
volvía a latir en su oreja. Aquello iba a ser incómodo.
—Eh…
Bueno…
—murmuró
Matt
con
voz
temblorosa.
La chica miró para otro lado. Luego suspiró e inclinó
levemente la cabeza.
—Lo siento mucho…
Tom, Ylia y Jean la miraron, inquisitivos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tom.
Matt observó a la chica. Se mostraba nerviosa y
cabizbaja. No entendía nada. Su seguridad había
desaparecido.
—Eh… Bueno, digamos que la he conocido en los
exámenes, hace un par de horas.
—¿Qúe dices? ¿Te ha tocado Natsumi de examinadora?
Matt asintió con la cabeza y Tom se echó a reír de
inmediato.
—No tiene ninguna gracia —murmuró ella.
—Pues la verdad es que no —confirmó Tom—. Tú
siempre te tomas muy en serio tu trabajo. ¿Lograste salir
vivo de allí, Matt?
—A duras penas. Conseguí hacer un poco de trampa en
el último momento.
—¿Por qué no lo hablamos rodeados de unas bebidas?
—sugirió Ylia—. Me muero de sed.
Todos asintieron y entraron en el mesón. Era bastante
grande, con numerosas mesas circulares. A ambos lados
de la estancia había dos barras, donde varios trabajadores
realizaban sus labores.
—El mesón se divide en dos zonas —explicó Ylia—. A
la izquierda tenemos la barra de comida local. Ya sabes,
con los platos típicos de esta región. Y a la derecha, la
comida internacional. Gracias a este local hemos probado
recetas de todo el continente.
—Hoy toca internacional, ¿no? —preguntó Tom—.
Natsumi suele ponerse pesadita si no tiene sus raciones
de ramen…
Ella se puso colorada y evitó contestar. Matt no podía
creer cómo aquella chica reservada podía ser la misma
persona que lo acababa de destrozar. El cambio resultaba
increíble. Casi parecía fingido.
—¿Vamos a esa mesa? Está libre —indicó Ylia.
La siguieron y esperaron a que los atendiera el
camarero. Todos pidieron ramen, excepto Tom, que
prefirió chop suey. Matt había probado alguna vez
comida extranjera y creía recordar que le agradaba, pero
no estaba seguro. De todas formas, era de buen diente.
—Entonces… Cuéntanos, Matt, ¿cómo fue tu examen?
—preguntó Ylia.
—En la parte teórica bastante decente y en el circuito
físico fui el mejor. Sin duda —añadió—. Y en el combate
contra la instructora, pues no lo sé. Creía que no muy
bien, pero he sido la primera nota…
Tom e Ylia interrogaron a Natsumi con la mirada.
—Lo hizo bien. Supo reaccionar de una manera
creativa en unas circunstancias determinadas. Eso suele
gustarle a los analistas.
Las miradas regresaron hacia Matt.
—Opté por repeler un espadazo con una patada.
Ylia lo miró, extrañada.
—Las espadas elegidas eran de madera —explicó
Matt—. En un combate real nunca habría existido esa
posibilidad. Supongo que jugué un poco sucio…
—Todo vale para aprobar. Yo habría hecho lo mismo,
si se me hubiese ocurrido —respondió Natsumi—. Lo
malo es que tuve que darte tu merecido por dejarme en
evidencia… —murmuró.
En ese momento, llegó el camarero con las bebidas.
Agua, té, cerveza y limonada fueron repartidas a sus
respectivos dueños. La comida tardaría un poco.
—Natsumi es un trozo de pan, pero cuando está
trabajando se transforma —explicó Tom mientras le
agarraba un moflete—. Una vez bromeé con ella en un
ejercicio de demostración para unos alumnos y acabé
patas arriba, rogando por mi vida.
Las carcajadas fueron generalizadas.
—De verdad, os hará sufrir si la dejáis en evidencia —
indicó, esta vez con cierto tono de seriedad en su voz.
Matt viajó con su mente hasta los dolores de su espalda.
Todavía la sentía agarrotada y entumecida. Tom tenía
toda la razón.
—Bueno, lo importante es que tenemos nuevo
compañero —dijo Jean.
—¿Sois todos elementalistas?
—A excepción de esta pequeña harpía, sí —respondió
Tom, mientras señalaba a Ylia.
Esta respondió con un intento de mordisco a su dedo.
—Y… ¿qué afinidad tenéis, si no es mucho preguntar?
Ni siquiera sé que tipos de afinidad existen, la verdad.
—Yo creo que hay infinitas afinidades. Probablemente
no las conozcamos todas —respondió Tom—. Jean y yo
somos elementalistas del sonido, Keira y tú lo sois de
viento y Natsumi es una elementalista del acero.
—¿Del acero? —preguntó Matt, sorprendido.
—Ya lo entenderás algún día. Es más fácil verlo que
explicarlo —respondió Tom despreocupado.
La comida llegó a los pocos minutos y el silencio reinó
en la mesa. Todos parecían realmente hambrientos y
alguno incluso se quemó con los fideos. Matt estaba
sentado al lado de Keira, quien todavía no había abierto la
boca. No tenía muy claro si debía hacerlo, pero se animó.
—¿Cómo te va? —le preguntó Matt.
Esta parpadeó, sorprendida.
—Hmmm, bien…
Esperó unos segundos para ver si ella decidía responder
algo más, pero se limitó a seguir comiendo, en silencio.
Intentó buscar otra cosa que preguntarle, pero no
encontró nada inteligente que decir. Al menos lo había
intentado.
—Y… ¿no tienes que hacer la matrícula? —preguntó
Ylia.
Matt a punto estuvo de atragantarse con aquel bocado.
—¡Es cierto, tengo que hacerla hoy!
—Relájate, chico. Vivirás más —respondió Tom—.
Cuando acabemos de comer iremos, porque Tom Zarowa
así lo exige, a la única heladería de la zona. Invito yo.
—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Matt.
—Pues que está al lado de la facultad, cenutrio —
explicó mientras lo amenazaba con un palillo—. Es el
plan perfecto. Helado y matrícula. ¿Es o no es? —
preguntó a los demás.
El resto de la mesa decidió ignorarlo.
—Ten amigos para esto… —murmuró, enfurruñado.
Matt fue conociendo un poco mejor a sus futuros
compañeros y amigos. Dejó la vergüenza a un lado y
preguntó sus dudas sin pudor. Y la primera que le vino a
la mente fue la edad. No tenía ni idea de los años que
tenían cada uno.
Jean y Natsumi tenían veintitrés años; Tom veintidós;
Keira e Ylia, diecinueve, y luego él, con dieciocho. Era el
más pequeño del grupo, aunque no lo aparentaba.
Jean había nacido en Carlyn, pero se había mudado a
Thalassia cuando tenía quince años. Su mayor pasión,
como era de esperar, eran las artes marciales y el deporte.
Aun así y por motivos que Matt desconocía, Jean estaba
en la Brigada de Exploración y no en la de Combate.
Natsumi había nacido en Sekyo, el estado más oriental
del continente. Matt nunca había llegado tan lejos, ni
siquiera cuando viajaba con la banda de contrabandistas.
Había escuchado que era un país muy avanzado, tanto
tecnológica como socialmente. Al parecer, Natsumi y su
hermana, que era cuatro años mayor que ella, se habían
mudado con sus abuelos a Thalassia cuando todavía eran
pequeñas. Decidió no ahondar más en el tema dado que
no quería forzar situaciones comprometidas, así que le
preguntó por sus aficiones. A Matt le resultó bastante
curioso que lo más le gustara fuese bailar. No lo habría
adivinado nunca.
Keira se limitó a decir su edad. Solo Tom logró
arrancarle un amago de sonrisa, lo cual pareció un
milagro. Al parecer a ella también le encantaban los
helados.
—Bueno… Y realmente, aunque haya pasado los
últimos días con vosotros dos, tampoco sé vuestros
gustos. ¿Qué os queda por contarme? —preguntó Matt.
—¿Te vas a comer eso? —preguntó Tom, ignorándolo.
Todos rieron.
—Mi nombre es Tom Zarowa, como bien sabrás. Me
gusta la música, la cerveza y los helados. También mirar
paisajes y dormir. El resto es secundario.
—Mi nombre es Ylia Dormer, como bien sabrás —
continuo Ylia, imitando el tono de Tom—. Me gustan los
animales, la medicina y el chocolate. El resto es
secundario.
—Y comer libros —añadió Tom—. Bien cocinados,
claro.
Ylia respondió con un pellizco directo a su brazo.
—Y… ¿Qué hay de ti? —preguntó Keira.
Era la primera vez que Keira tomaba la iniciativa en
una conversación. El resto no se inmutó, pero a Matt le
sorprendió bastante.
—Hmm, pues siguiendo vuestra tradición: mi nombre
es Matt Meriens y… no sé lo que me gusta, la verdad.
¿Perder el tiempo? No tengo unos gustos fijos…
Tom sacudió la cabeza.
—Si mañana murieses, dime qué comerías, qué harías
por la tarde y cómo acabarías tu día antes de dormirte
para siempre —preguntó Tom.
—Pues… Comería pizza, pasaría la tarde con mis
amigos y cenaría con mi padre y mi hermana. Antes de
dormir, iría a arroparla. No puede dormir bien si no hay
alguien que le da las buenas noches.
—¡Oh, qué mono eres! —respondió Ylia—. ¿Cómo se
llama tu hermana? ¿Cuántos años tiene?
—Se llama Eria y tiene trece años. Algún día os la
presentaré, aunque tendríais que venir a mi pueblo.
Ninguno preguntó nada y Matt prefirió dejar el tema.
—Pues ves, ya tienes tus gustos. No era tan difícil —
opinó Tom—. Vivir pensando que mañana estarás bajo
tierra es bastante motivante e inspirador.
Natsumi y Jean sacudieron la cabeza. Keira por su parte
puso una mueca extraña. Parecía estar de acuerdo, pero a
la vez repudiar aquella teoría.
—¿Qué? —farfulló Tom con la boca llena de arroz—.
¡Es verdad!
—Hay muchas maneras de encontrar la verdad,
supongo —respondió Natsumi—. Y esa es una forma
lamentable de buscarla.
—Bah… No te he dicho que te mueras, simplemente
que lo imagines. Sois unos flojos.
La comida siguió la misma dinámica y resultó una
experiencia revitalizadora para Matt. Al terminar, los
amigos de Tom e Ylia ya se habían ganado un pequeño
hueco en su corazón.
Jean era un hombre amable y educado. Su tono de voz
era tranquilo y delicado, y sus intervenciones, aunque
escasas, siempre resultaban interesantes.
Natsumi, al menos su personalidad fuera del trabajo,
resultó ser un verdadero encanto. Dulce, amable y
reservada, tenía ese toque de persona a la que querrías
abrazar en todo momento. Además, el contraste con su
otro yo, serio, profesional e incluso temible, la hacía una
persona muy interesante.
Y en cuanto a Keira… Continuaba mostrando su
misma actitud esquiva. En ocasiones comenzaba a abrir
sus pensamientos y sentimientos a los demás, pero
siempre terminaba callándose. Matt sospechaba que todo
aquello podría deberse a su presencia, lo que le creó un
pequeño sentimiento de culpa.
Quizá Keira necesitaba conseguir bastante confianza
con las personas antes de abrirse a ellas. Al tener a sus
amigos rodeándola se sentía libre, pero cuando recordaba
que Matt estaba cerca decidía recular y volver a su usual
apatía. Quizá no fuese así, pero Matt no pudo evitar
sentirse un poco incómodo. Algún día, cuando llegase el
momento y el lugar indicado, intentaría hablar con ella.
Dejaron el mesón al cabo de un rato y se dirigieron
hacia la heladería, que estaba dos calles más arriba de la
facultad de brigadismo.
Tom y Matt hicieron una breve parada en la unidad de
gestión
académica
y
solicitaron
los
documentos
necesarios para la matrícula. Resultó ser un sobre marrón,
bastante aparatoso y con un curioso acolchado. Ylia no
dejó que lo abriesen en la calle. Se excusó diciendo que
eran muchos papeles y podían perder alguno.
Una vez en la heladería, un pequeño establecimiento
atendido por un chico bastante agradable, pidieron sus
postres. Vainilla, avellana y chocolate fueron los sabores
más solicitados. Ylia por su parte se decidió por un
granizado de limón.
—Veamos… —murmuró Ylia mientras abría el
sobre—. Mejor lo cubro yo, ¿vale? Quiero decir, tú
tendrás la decisión final, pero… lo completo yo. Así no
habrá equivocaciones y tampoco lo pringarás de helado.
¿Puedes pasarme tus documentos de identidad?
Matt
asintió,
despreocupado.
El
helado
estaba
requiriendo demasiada capacidad de atención, así que le
dio todo lo que le pedía. Confiaba en ella.
Tardó unos cinco minutos en completar la primera
parte de la matrícula, la cual se refería a datos personales y
códigos civiles diversos. Terminó a la par que los demás
finiquitaban sus últimos bocados.
—Bueno, ahora tocan las asignaturas… Tienes seis
materias obligatorias y tres optativas. El asunto está en
que hay seis opciones optativas para elegir. Sigo
cubriendo yo, pero tendrás que preguntarles a ellos —
explicó, mientras señalaba al grupo de elementalistas.
—Permíteme echar un vistazo —pidió Jean.
Todos rodearon a Jean y comenzaron a mirar las
opciones, discutiendo entre ellos. No parecía haber
mucho consenso en torno a ellas, así que Matt les dio
unos minutos.
—Entonces… ¿qué?
—Hemos concluido que Orografía continental e
Introducción a las armas de asedio no merecen la pena —
murmuró Tom—. Cuando la asignatura no es lamentable,
lo es el profesor.
—Tendrás que elegir entre Técnicas básicas de
supervivencia, Aikido: nivel principiante, Kendö: nivel
principiante o Jiujitsu: nivel principiante —explicó
Natsumi.
—Técnicas de supervivencia y Kendö intuyo lo que
significa. Pero… ¿Aikido y Jiujitsu?
—Son dos tipos de artes de combate —respondió
Natsumi—. Yo estudié Kenjutsu y Aikido. El Aikido se
basa en neutralizar al oponente mediante técnicas pasivas.
Y el Kenjutsu ya sabes lo que es —añadió.
Tom sacudió la cabeza.
—Por favor Natsu, ya nadie le llama Kenjutsu. Pareces
el típico abuelo anclado en el pasado —opinó Tom—.
Kendö. Keeeen-dö.
Natsumi optó por ignorarlo y continuó su explicación.
—El Jiujitsu es otra disciplina. Personalmente, creo que
merece la pena que elijas Aikido o Jiujitsu, pero no las
dos. El profesor es el mismo y no cambia demasiado el
temario ni las prácticas que llevarás a cabo.
—El Aikido podría ser una opción interesante —
sugirió Jean—. Es un arte fluida y digna. A mí me resultó
una asignatura agradable. Podría ayudarte si tienes algún
problema.
—Yo elegiría Técnicas de Supervivencia, Kendö y
Aikido. Son una tríada bastante interesante. Además, con
un poco de suerte, Natsu sería tu profesora —comentó
Tom.
—No doy clase a los de primer año —respondió
Natsumi, ligeramente ofendida.
Tom alzó ambas palmas de las manos, a modo de
disculpa.
—¿Y cuáles son mis asignaturas obligatorias? —
preguntó Matt.
—Iniciación Teórica para el Brigadista, Iniciación
Práctica para el Brigadista, Legislación y Derechos
Continentales, Educación Física, Historia de Thalassia y
por último… —Buscó con el dedo sobre el papel—.
Códigos, comandos y estrategia militar —respondió Ylia.
—Ánimo, colega —añadió Tom mientras le daba unos
golpecitos en el hombro.
El resto comenzó a compartir sus impresiones sobre las
asignaturas. Al parecer no eran tan aburridas como Tom
había sugerido.
Natsumi, que era la única elementalista perteneciente a
la brigada de Combate, aseguró que ambas Iniciaciones
eran interesantes, aunque la asignatura de Legislación
resultaba bastante aburrida. Jean también tuvo buenas
palabras para la profesora de Educación Física, dado que
la conocía. Ambos resultaron testimonios suficientes para
que Matt tomase con más seguridad su decisión.
—Pues creo que ya lo he decidido. Mis tres optativas
serán Técnicas y estrategias de supervivencia, Kendö y
Aikido. Y las obligatorias… pues son obligatorias.
Ylia terminó de cubrir el papeleo y le entregó varias
hojas para firmar. Hacía bastante tiempo que no lo hacía,
así que le salió un patético garabato. De hecho, ninguna
de las tres se parecía a la anterior. Esperaba no tener
problemas por ello.
—Y… ¿cuánto cuesta la matrícula? —preguntó Matt.
Todos lo miraron extrañados.
—¿Cómo que cuánto cuesta? —preguntó Ylia.
—Me interesa saberlo. Mi poder adquisitivo no es
grandioso, ¿sabes? —farfulló, avergonzado.
—La universidad es gratuita. Incluso existen becas que
te pueden ayudar con tu manutención —respondió Jean.
La sorpresa fue mayúscula para él. Tener una cosa
menos de la que preocuparse resultaba un verdadero
alivio. Tendría que investigar si cumplía los requisitos
para aquellas ayudas.
Una vez repasaron que todo estuviese bien cubierto,
cerraron el sobre y regresaron a la unidad de gestión
académica. Allí tuvo que cubrir otro papel conforme
estaba haciendo entrega de los citados documentos. Él se
quedó una copia y el amable secretario, la otra. Salió de la
sala mirando el folio que aseguraba el próximo año de su
vida. Un simple folio, con una firma y un cuño. Pero qué
valioso era…
Al regresar, Natsumi, Jean y Keira se despidieron de él.
El tiempo había pasado volando durante la comida y sus
respectivos compromisos aguardaban.
Así que, una vez más, volvieron a quedarse ellos tres.
Tom parecía nervioso por decir algo.
—No te has dando cuenta, ¿no?
—Darme cuenta… ¿de qué? —preguntó Matt.
—Jean es ciego.
A Matt se le pusieron los ojos como platos.
—¿Cómo que es ciego? ¡Si se valía por sí mismo como
cualquier otra persona!
—Las maravillas del elementalismo, amigo mío —
murmuró—. ¿No te has fijado en sus pendientes? ¡Tienen
eolitas engarzadas!
—¿Qué? ¿Y cómo lo hace?
—-Cuando llegue el momento te lo explicaré —
respondió Tom con expresión misteriosa.
Matt odiaba aquello. No soportaba que le comentaran
algo interesante y luego no se lo terminasen de explicar.
Enfurruñado, tardó un par de minutos en volver a hablar
con Tom. Y lo hizo porque recordó otra cosa interesante.
—Oye, ¿cuándo voy a conocer al tercer habitante de
vuestro piso?
—Pues es una buena pregunta —murmuró Tom
extrañado—. Debería haber vuelto al piso a lo largo de la
mañana. De hecho, le dije que viniese al mesón para
comer. Pero no ha aparecido…
Los tres decidieron regresar a sus respectivos hogares.
Al llegar a la esquina donde sus caminos se separaban,
Matt no pudo evitar despedirse de ambos con un abrazo
de gratitud. Tom fue un tanto reacio al principio, pero
luego terminó cediendo. Ylia por su parte correspondió
encantada, regalándole un cariñoso y duradero apretón.
—Nos vemos el lunes, entonces —dijo Matt—. Tengo
que dar las noticias en casa.
Ambos asintieron sonriendo y siguieron su camino.
Matt se quedó unos segundos solo, en el cruce. El
paseo marítimo y el arenal se vislumbraban a lo lejos. Era
una vista preciosa.
Hacía mucho tiempo que no sentía un día tan brillante,
cálido y colorido como aquel. Pero la temperatura no era
demasiado alta, ni el sol brillaba con tanta fuerza. La vida
y los días seguían iguales que antes. Era él quien había
cambiado.
Y entonces recordó las catastróficas casualidades que lo
habían llevado a aquel momento.
—Bendita
mala
completo.
Sintiéndose feliz.
suerte
—murmuró,
sintiéndose
10. Llamas, secretos y lugares ocultos
Varios golpes en la aldaba de la puerta lo despertaron
de su sueño. Miró el reloj de su pared: todavía eran las
ocho de la mañana. De un domingo. Se levantó,
intrigado, y fue a echar un vistazo por la ventana del
salón. Un brigadista de Orden Estatal estaba esperando
en la entrada.
—Buenos días.
—Buenos días, señor Laurie. Es mi deber informarle
que su presencia es requerida por el gobernador Joedat.
Con la máxima celeridad posible —añadió.
Hans asintió, un tanto desconcertado.
—Podrá encontrarlo en su despacho, situado en el
cuarto piso del edificio gubernamental.
El brigadista hizo una pequeña inclinación con su
cabeza y abandonó los terrenos de la casa.
Hans regresó a su habitación y se mudó de ropa. Tenía
que ser algo urgente para recibir un llamamiento tan
temprano. Optó por no darle muchas vueltas a la cabeza.
Ya había sido bastante obsesivo en el pasado. Sin
embargo, un nudo se formó en su garganta. No podía
evitarlo.
Creyó recorrer la distancia entre su casa y el edificio
gubernamental con tranquilidad, pero solo estaba
intentando engañarse a sí mismo. Sus pasos eran
acelerados y el sudor comenzaba a brotar por sus poros.
Llegó en poco más de diez minutos.
Subió las escaleras de dos en dos, hasta llegar al cuarto
piso. El despacho de Joedat era el último.
—Adelante —respondió una voz en su interior.
Hans entró y observó su expresión. No tenía mala cara,
así que la noticia no podía ser demasiado grave. Joedat era
un gran gobernador, pero muy malo ocultando sus
sentimientos e intenciones. Su mirada siempre lo
delataba.
—Siéntate, Hans. ¿Quieres tomar algo?
Hans declinó la oferta con un gesto de su mano y se
sentó en una de las butacas que había al frente de su
mesa. Eran ostentosas, tapizadas con un terciopelo rojo,
muy agradable al tacto. Estuvo unos segundos sentado,
esperando a que Joedat terminara de servirse una taza de
café.
—Ha habido novedades —murmuró.
—Novedades. ¿De qué? ¿Dónde?
Joedat suspiró, dio un gran sorbo y tomó asiento.
—Como bien sabrás, las noticias de nuestras brigadas
de Exploración y Reconocimiento llegan desde todos los
rincones del continente. Hay brigadistas infiltrados en
muchos lugares del mundo, algunos de los cuales ni
siquiera te puedo hablar. Y unos pocos están infiltrados
en el perímetro que rodea Flergen.
Hans dio un respingo en su silla.
—¿Se ha apagado el fuego? ¿Han aparecido nuevas
pistas?
—Sabes mejor que yo que ese fuego no se apagará en
siglos, Hans. O quizá nunca lo haga. Quizá Flergen pase a
ser conocida como La Ciudad del Fuego Eterno.
—¿Entonces?
—Como te decía, el gobierno de Carlyn, con el
consentimiento del reino de Kalash, decidió considerar
los alrededores de la ciudad como una zona en
cuarentena. Un perímetro repleto de soldados y
mercenarios pagados por Carlyn vigila cada movimiento
de los alrededores. Nadie ni nada pasa por allí sin que
ellos tengan conocimiento. Y nunca hemos tenido
información de que alguien haya intentado acercarse a las
llamas. Hasta hace unos días.
La palidez acudió con velocidad a la cara de Hans.
—Una persona ha logrado atravesar las llamas de la
ciudad, ha entrado en ella y ha regresado con vida —
anunció Joedat.
—¡¿Qué!? ¡Eso es imposible! ¿Cuál es la información
oficial? —urgió Hans.
El gobernador se recostó contra su respaldo e inclinó
ligeramente la cabeza hacia atrás.
—El problema es que solo hemos tenido constancia de
estas informaciones gracias a nuestros brigadistas
infiltrados. Sus superiores han dado órdenes de que tal
acontecimiento no debe ser notificado. Por lo tanto, los
gobiernos de Carlyn y Kalash tienen constancia de que
alguien ha accedido a la ciudad, pero han optado por
ocultarlo de forma intencional. ¿Los motivos? Los
desconozco.
—Tengo que ir allí.
—Oh, no, claro que no —respondió Joedat con
rotundidad.
—¿Entonces, para qué estoy aquí?
—¿Existe algún material conocido que permita a una
persona atravesar unas llamas elementales? —preguntó
directamente.
El nudo de su garganta volvió a hacerse mayor.
—Solo un elementalista del fuego puede vincularse con
unas llamas elementales —murmuró Hans, con la mirada
perdida.
El silenció ocupó la estancia y ambos permanecieron
callados durante unos segundos. Sabían lo que significaba
aquella afirmación.
—¿Crees que mi hermano…?
—No,
no
lo
creo
—respondió
Joedat,
con
contundencia—. Conocía a tu hermano mejor que a ti,
Hans. Es decir, puede que sea tu hermano… No lo sé.
Pero si es él, no estamos en peligro. Simplemente estoy
barajando posibilidades y hay tres: la primera, que tu
hermano siga vivo; la segunda, que hayan encontrado la
forma de atravesar el fuego elemental; y la tercera, que
exista otro elementalista del fuego.
Hans sacudió su cabeza.
—No. Nunca he tenido constancia de ninguna otra
persona capaz de manejar el fuego. Es probable que los
Oblivion utilicen técnicas elementales, pero no sé a qué
nivel, ni con qué elementos, ni si siguen nuestros mismos
principios.
Quizá
solo
sean
artes
similares
al
elementalismo…
—¿Y en los otros pueblos ocultos? ¿Crees que pueden
ocultar más secretos de los que creemos?
—Hmmm…
Hans se dio unos segundos para pensar. Sabía qué era
lo que Joedat estaba dando a entender.
Era cierto que existían lugares ocultos en el mundo de
los
que
no
existía
demasiada
información.
Sus
poblaciones eran reacias a los tratos con el exterior y no
querían saber demasiado de la cooperación entre estados,
del comercio o de los problemas del “mundo real”. Ellos
eran libres y vivían conforme a sus normas.
En la última zona habitada al sur del continente se
encontraba la llamada Ciudad Perdida del Desierto. El
primero de los pueblos libres y, en teoría, el hogar de los
Oblivion.
Era la menos hermética de las poblaciones ocultas, ya
que mantenía una cierta relación comercial con el
exterior. Sin embargo, la ciudad respiraba un ambiente
propio. Hans nunca había estado allí, pero varias
personas se lo habían descrito. Decían que los primeros
días podías sentirte como en un auténtico oasis. La
exuberancia y el exotismo de la ciudad te abrazaban y te
hacían sentir en un mundo completamente diferente. El
contraste entre el calor del desierto y el frescor de la
ciudad resultaba fascinante.
Sin embargo, si permanecías demasiado tiempo en ella,
esta parecía conspirar en tu contra. Sentías cómo la gente
comenzaba a mirarte, aunque no lo hicieran. Sentías
cómo aquel ambiente único comenzaba a disiparse. Una
presión imaginaria se marcaba en tu espalda. La ciudad
parecía saber que eras un extranjero que llevabas
demasiado tiempo allí, y quería expulsarte. No eras digno
de ella.
Finalmente, esta sensación se hacía insoportable y
tenías que abandonar la ciudad. Todo el mundo se reía
cuando alguien relataba la misma historia. Pero todo el
mundo acababa sintiéndola en su piel cuando tenía la
oportunidad de viajar allí.
Hans
nunca
había
tenido
la
oportunidad
de
experimentarlo en sus propias carnes, así que tenía sus
dudas.
Quizá
aquellas
sensaciones
eran
simples
emociones o quizá la ciudad del desierto ocultaba más
secretos de los esperados.
Por otro lado, en el centro del continente, haciendo
frontera con los estados de Carlyn, Thalassia y con el
reino de Norie, se encontraban los Bosques Infinitos de
Hylissia, largas extensiones forestales que recorrían las
cordilleras centrales. Sus poblaciones eran nómadas y
lograban convivir con los peligros ocultos entre sus
árboles. Nadie avanzaba por sus terrenos sin su permiso.
Y tampoco lo haría nadie en su sano juicio. El bosque era
inmenso, oscuro y lleno de terrores.
La hipótesis que Hans mantenía se basaba en que los
habitantes de los Bosques Infinitos utilizaban la
comunicación transensorial, pero no tenían capacidades
elementales al uso. Era su forma de convivencia
simbiótica con las amenazas naturales que los rodeaban.
Eran una comunidad extraña y esquiva, cuya misión
residía en proteger al pueblo oculto más desconocido de
todos: Yrimial.
Las personas vivas que habían sido capaces de visitar
Yrimial se contaban con los dedos de las manos. Muchas
habían intentando llegar, pero muy pocas lo lograron. Los
bosques eran peligrosos y la naturaleza no podía ser
engañada. Ella y sus seres vivos eran capaces de sentir las
intenciones de los viajeros. Y es que atravesar los bosques
en dirección al centro del continente era casi una misión
imposible, pero aun después de conseguirlo, la persona
tendría que escalar las duras mesetas centrales. Y allí, en el
mismo centro del continente, moraba la ciudad de
Yrimial, una ciudad construida bajo una montaña de
cristal. Una fortaleza inexpugnable por el simple hecho de
que la ciudad no estaba al aire libre. Tenía su propia
defensa natural.
La montaña de cristal estaba compuesta por un material
único y desconocido en el resto del continente, el cual
dejaba atravesar la luz solar, permitiendo la vida dentro de
la montaña. Los misterios y leyendas que se habían ido
forjando a lo largo de los siglos en torno a aquel lugar
eran innumerables.
Algunos decían que sus habitantes eran de otra raza,
desconocida para los humanos. Muchos otros decían que
esta ciudad albergaba tesoros de un valor inimaginable,
guardados de generación en generación. Incluso había
alguna leyenda que hablaba de ella como una puerta al
inframundo. Nadie lo sabía. Todo aquel que había
regresado de aquella ciudad, se negaba a hablar de lo que
allí ha visto.
—Es obvio que los pueblos ocultos esconden algo,
pero… ¿por qué interferirían ahora en los asuntos del
continente? No es su estilo, ni su tradición. No creo que
sean los causantes.
—Solo estoy valorando posibilidades —respondió
Joedat—. No hemos tenido nunca problemas con los
Oblivion y nuestra relación con los habitantes de los
Bosques Infinitos y la ciudad de Yrimial es la mejor de
todos los estados y reinos del continente. Sin embargo,
no debemos desechar ninguna hipótesis.
Hans reflexionó un rato sobre aquello y comenzó a
agobiarse.
—Necesito
ir
a
Flergen,
Joedat.
Tengo
que
encontrarme con esa persona. Quizá al sentir su presencia
pueda identificar el aura de mi hermano. O quizá
encuentre la presencia de aquella persona con la que tuve
el encontronazo en la frontera. Existe la posibilidad de
que estemos hablando del mismo individuo. Te aseguro
que era un ser poderoso y… diferente. Emitía un aura
elemental que nunca había sentido en mi vida. Nunca.
Joedat sacudió la cabeza.
—Lo siento, Hans, pero como gobernador de Thalassia
no puedo permitirlo. Averiguar la verdad en Flergen es
importante, pero no es nuestra prioridad. Evitar más
problemas diplomáticos y económicos sí lo es. Y tú eres
la única persona imprescindible en esa labor.
Hans quiso responder, pero su lucidez acudió a tiempo
y le mordió la lengua. Había sido muy injusto con sus
amigos, seres queridos y conciudadanos durante los
últimos años. Aunque nunca había dejado de luchar por
su pueblo y por sus habitantes, no podía dejar de pensar
que los había abandonado, al menos de forma parcial, en
los momentos más difíciles de Thalassia.
—De todas formas, ya se están formando los equipos
—murmuró Joedat.
La cara interrogativa de Hans le obligó a explicarse.
—El
lunes
partirán
dos
equipos
en
distintas
direcciones. El primero, en dirección a Norie, estará
formado por una brigada de élite, el decano Hume, tú y
dos elementalistas: Harumi y Soren. El otro será un
equipo de infiltración y reconocimiento. Estará formado
por la mejor brigada de Exploración existente y enviaré, si
te parece bien, a la primera generación de elementalistas
con ellos.
Hans asintió.
Aquellos
cuatro
eran
sin
duda
los
mejores
elementalistas de Thalassia. Era la primera generación que
él, su hermano y Alma habían entrenado. Quizá el poder
y las habilidades de Soren o Harumi fueran mayores, pero
la
veteranía,
experiencia
y
conocimiento
del
elementalismo era insuperable en ellos.
—Y… ¿cuál es su misión allí? —preguntó Hans.
—Recaudar información —respondió Joedat—. La
información es poder. Intentaremos encontrar al sujeto
que tiene la capacidad de atravesar las llamas y así
podremos dirimir si realmente es alguien con poderes
elementales o han descubierto algún medio para hacerlo.
Y para eso, necesito a los elementalistas. Los brigadistas
normales no son capaces de percibir eolita o un aura
elemental.
Hans asintió, un poco más tranquilo. Se moría de ganas
por ser él mismo el que encabezase aquella misión, pero
sería un estorbo más que una ayuda. Con gran esfuerzo
logró guardarse su orgullo y aceptar que el lugar en el que
tenía que estar era Norie. Además… había muchas cosas
por descubrir allí también. Algo estaba sucediendo y
quizá existiesen puntos en común. Al fin y al cabo, la
eolita robada de Norie tenía como destino el reino de
Kalash.
—¿Me
enviarás
emisarios
o
águilas
mensajeras
contando las novedades, en caso de que las haya?
—Los más rápidos que tenga —respondió Joedat, con
tono conciliador.
Hans suspiró y asintió con la cabeza.
Estuvieron un buen rato ultimando los detalles.
Decidieron concretar una reunión con la Maestra
Sacerdotisa de la Orden Braonista. Era la religiosa de
mayor grado en el templo de Isioktes y tenía una enorme
influencia política. Y lo que era más importante: tenía
sentido común. Además, era una gran amiga del decano
de la Diplomacia y él sería el encargado de llevar las
conversaciones. Hans estaría allí para hacer acto de
presencia y que pudiesen escuchar la versión de los
hechos por la persona que los vivió.
Al cabo de un rato, cuando todo quedó bien atado,
abandonó el edificio gubernamental. La claridad exterior
le sorprendió y sus ojos tardaron unos minutos en
adaptarse. Todavía era temprano, así que decidió pasarse
un rato por la Academia. Hacía un par de días que no
hablaba con Alma.
La encontró, como siempre, rodeada de trabajo.
—Toc, toc.
Ella alzó la mirada, lo observó y la volvió a bajar.
—Yo también me alegro de verte —comentó Hans,
mientras tomaba sitio en frente a su escritorio.
—Estoy bastante liada con la programación didáctica
de Matt. Un alumno de elementalismo a última hora no
es algo con lo que contaba… —murmuró—. Podría
utilizar la de Keira, pero… cada alumno es un mundo.
No creo que funcionasen las mismas cosas. Son personas
muy diferentes.
Hans alzó las cejas, sorprendido.
—Coincido, pero… ¿cuándo se ha acordado que tú
serías la profesora de Matt?
—Lo he acordado yo, como directora de la Academia
de Elementalismo —respondió Alma, con una dura
mirada—. Matt será un elementalista de viento y esa es mi
especialidad. Además, tú estarás de viaje. Para variar —
apuntilló con desdén.
Hans acusó el golpe y decidió cambiar un poco su tono.
Alma no parecía tener un gran día.
—Pues claro que vas a ser su profesora. Era para
romper el hielo, no te lo tomes tan a pecho.
Ella desvió la mirada, molesta. Sin embargo, su ceño ya
no estaba tan fruncido.
—¿Comenzarás este jueves con él? —preguntó Hans.
—Sí. Espero no alargarme mucho para no agobiarlo.
Además, el jueves es el último día del año —murmuró
con la mirada perdida—. No quiero agotarlo, tiene
mucho que disfrutar. Todavía es muy joven.
—Dios mío, Alma, hablas como una cuarentona. Tú
también eres joven —opinó Hans—. Tienes veintiséis
años. Yo tengo dos más que tú y me siento como un
chaval.
Hans echó una mirada al rostro de Alma. Sus ojos
verdes lucían cansados. Sin embargo, sus mejillas seguían
coloreándole el rostro e insuflando la vida que las pocas
horas de sueño arrebataban a su expresión.
—Los tiempos de ser jóvenes ya pasaron —murmuró
ella—. Al menos para mí.
—Menuda tontería. Tú eres de “alma” joven. Además,
para todo el trabajo que el idiota del anterior director dejó
en tus hombros, tu belleza no ha decaído demasiado.
Alma entornó la mirada ante el mal juego de palabras y
la empalagosa afirmación, pero no pudo evitar que una
sonrisa saliese de su boca.
—Cuando ese estúpido director vuelva de sus
habituales viajes, le obligaré a que me invite a una buena
cena. Así estaremos en paz —respondió, con un tono
más dulce.
Hans alzó sus manos y se echó a reír. Luego fue a
rebuscar un poco en su antiguo escritorio. Había muchas
cosas que necesitaban ser atendidas.
—Por cierto, he hablado con Tom —comentó Alma al
cabo de unos minutos.
—¿Hmmm? —murmuró Hans, distraído.
—Al parecer su compañero de piso ha tenido
problemas. Sacó muy mala nota en el examen, le dio una
locura al ver que estaba fuera de las listas y se ha vuelto a
su pueblo. No vivirá con él.
Hans se quedó mirando un rato para ella. La
información era muy simple, pero le costaba asimilarla.
—¿Y?
—¿Cómo que “y”? Pues que necesita una persona más
en el piso.
—Vale, ¿y que quieres, que me vaya a vivir con él?
Alma suspiró, exasperada.
—Tú no, idiota. Pero hay un chico que va a vivir solo
durante varias semanas o incluso meses. ¿No sería una
gran manera de integrarlo y de cuidarlo?
Hans logró atar cabos.
—¡Ahhh! Sí, vale. Por mí no hay problema. Los
alquileres de pisos de estudiantes suelen ser baratos. Y
aunque no lo fuesen, la verdad es que el dinero no me
importa. Todo lo que Matt reciba será poco. Estoy aquí
gracias a él —murmuró.
—¿Te ocupas tú de proponérselo? —preguntó Alma—.
Yo todavía no tengo tanta confianza con él.
Hans asintió. No iba a ser fácil que aceptase. Solía
incomodarle que la gente le ofreciese cosas o le protegiese
demasiado. Pero había hecho muy buenas migas con
Tom Zarowa. Era una posibilidad bastante interesante
para él.
—Yo me encargo.
Cuando terminó de revisar los documentos que se
habían ido acumulando en su mesa, recogió los que
todavía requerían de su atención y regresó a su casa.
Intentaría dejarlos listos para Alma antes de marcharse.
Otro viaje empezaba y este resultaba de vital
importancia. Tanto para su persona como para el estado.
11- Nunca máis
Matt había regresado el mismo día del examen para su
casa, llegando con la noche bien entrada. Su hermana ya
dormía, así que solo pudo contarle la noticia a Yonda. Y
su rostro volvió a mostrar la misma sensación
contradictoria: feliz por el presente, atormentado por el
pasado.
Matt podía entender perfectamente por lo que estaba
pasando, pero era algo que no podía evitar. Ninguno de
los dos. A él también le asaltaban las dudas en
determinados momentos.
Cenó un bocadillo con un poco del jamón que le había
sobrado a su padre y no tuvo más remedio que rendirse al
llamamiento de las sábanas. Quería estar un poco más
con Yonda, ya que todavía era muy pronto para que él se
quedase dormido. Sin embargo, el cansancio y la tensión
acumulada lo habían dejado para el arrastre.
Tuvo un sueño largo y reparador, hasta que su hermana
lo despertó.
—Oh… Buenos días, Eria —murmuró, adormilado—.
He vuelto para pasar el domingo con vosotros.
Esta asintió con la cabeza y se escabulló entre las
sábanas. Luego apareció a su lado y se recostó, apoyando
la cabeza en la almohada.
A Eria le gustaba que Matt le acariciase el pelo durante
unos minutos. Era uno de los pocos contactos físicos que
aceptaba. Jugueteó con uno de sus mechones durante un
rato, mientras ella respiraba con lentitud. Al rato abrió los
ojos y se levantó de la cama. Dio dos aplausos, urgiendo a
Matt a seguir sus pasos.
—Está bien… Ya voy…
El resto del domingo lo invirtió en recuperar fuerzas,
conversar con su padre y jugar con su hermana. Además,
dado que no iba a pasar el fin de año con ellos, hicieron la
comida favorita de Matt y Eria: pollo rebozado y muchas
patatas fritas.
No era nada fuera de lo común, pero a su vez resultaba
algo verdaderamente especial. Uno de esos días normales,
que en su momento no valoras, pero luego desearías
poder repetir una y otra vez.
Al llegar el atardecer del domingo, Matt puso de nuevo
rumbo a Thalassia. El lunes por la mañana comenzaban
las clases y prefería dormir en la ciudad. No le apetecía
llegar el primer día cansado del trayecto.
El camino le resultó bastante corto. Todo en la vida
parecía más amable y llevadero desde que había
recuperado la ilusión y la esperanza. Llegó con el
crepúsculo.
—¡Creí que no volverías! —exclamó Hans al abrir la
puerta.
—Imposible. Me siento como un niño pequeño.
Quiero que llegue mañana. ¡Ya!
Hans hizo un gesto indicándole que entrase y Matt se
sentó en el salón. Era el lugar donde solían hablar de sus
cosas.
—Bueno, tengo dos noticias para ti. Una buena y una
no tan buena. Nada preocupante, tranquilo —aclaró, al
ver la expresión de Matt—. ¿Cuál quieres primero?
—Hmmm, ¿la mala?
—Tienes que aceptar una petición de parte de Alma, de
Tom y de mí. Y eso conlleva aceptar y acatar órdenes. Y a
la par, guardarte tu orgullo.
Matt alzó una ceja.
—El compañero de Tom ha suspendido los exámenes.
Al parecer se le ha ido un poco la cabeza y ha regresado a
su pueblo sin dar explicaciones. Cogió sus cosas y se fue,
sin más. Tom ya me había comentado que quizá se había
equivocado con él… No le acababa de convencer su
personalidad.
—Vaya, es una lástima, pero… ¿qué tiene que ver eso
conmigo?
—Pues que serás su reemplazo.
El corazón de Matt comenzó a latir un poco más
rápido.
—¿Cómo? ¿Yo? Pero, ¿por qué?
—Pues porque así lo hemos decidido entre los tres. E
Ylia también.
—Pero… ¿Por qué es una mala noticia? Tom e Ylia son
lo más cercano a un amigo que he tenido en años —
murmuró Matt, un tanto intrigado.
Hans sonrío, complacido.
—Es una mala noticia porque, como el chico
autosuficiente que quieres ser, odiarás que sea yo quien
pague tu parte del alquiler.
Matt dio un respingo.
—¡¿Qué?! Ni de broma. Me niego. Si no puedo trabajar
para pagarme el alquiler, seguiré viviendo aquí contigo.
No es necesario que me mude. Puedo verlos de vez en
cuando después de las clases.
—Oh, por favor. Todavía no sabes la buena noticia.
Mañana tengo que irme en misión oficial durante varias
semanas, o incluso meses. Eso quiere decir que no estaré
viviendo aquí. Y no pienso dejar mi casa en manos de un
contrabandista peligroso como tú —bromeó Hans.
Matt abrió la boca buscando defenderse, pero Hans lo
interrumpió.
—Además, todos sabemos que la esencia de la
universidad está en los vínculos que se crean con tus
compañeros
y
amigos.
Viviendo
aquí
solo
desaprovecharías mucho de tu tiempo.
Las contradicciones podían verse con nitidez en las
expresiones de Matt. Su corazón gritaba de alegría por
aceptar la petición, pero su orgullo le impedía hacerlo.
—De verdad, no puedo aceptarlo…
—No te lo estoy pidiendo —respondió Hans, con
sorprendente dureza en el tono—. Te lo estoy
ordenando, brigadista elemental Meriens.
Matt se sorprendió al escuchar aquella denominación,
acompañada de aquel tono de voz.
—¿Eh?
—Por si no te has dado cuenta o no lo recuerdas, soy
Hans Laurie, creador, junto con mi hermano, de la
Academia de Elementalismo —anunció—. Y en caso de
estado de excepción, soy uno de los cinco comandantes
generales de las Brigadas Estatales. En otras palabras, soy
tu jefe. Y sí, como comprenderás me sobra el dinero. Tu
irrisoria parte del alquiler no afectará a mi poder
adquisitivo.
A Matt le sorprendió aquel tono prepotente, hasta que
vio cómo Hans comenzaba a desternillarse de risa.
—No seas pesado y haznos caso. ¿Podrás aceptar que
compense los años que me has dado de vida con el pago
de un poco de felicidad? Además, te dejaré la llave de mi
casa y vendrás a cuidarla de vez en cuando. Será tu
pequeño peaje a pagar.
Matt resopló y sacudió la cabeza.
No parecía tener muchas opciones en relación con su
nueva mudanza. Y, en el fondo, tampoco quería pelear
contra aquella decisión. Quizá estuviese viviendo en la
casa de Hans, pero consideraba el piso de Tom e Ylia
como un segundo hogar en Thalassia. Y a sus habitantes
como verdaderos amigos. Nadie en tan poco tiempo le
había demostrado tanto como ellos.
—En fin… Qué se le va a hacer —murmuró Matt.
Intentó sonar resignado, pero su voz delataba más
ilusión que cualquier otra cosa. Hans sonrió y se dirigió a
la alacena. De allí sacó, otra vez, dos cervezas.
—¿Te he comentado ya que no me convence mucho la
cerveza? —intentó explicar Matt, con la mayor delicadeza
posible.
—Eso es que la has probado poco —respondió
Hans—. Créeme, a mí a tu edad tampoco me gustaba.
Bebieron y charlaron para celebrar su nueva mudanza
hasta que decidieron poner rumbo a sus habitaciones.
Mañana era un día importante para ambos y tenían que
estar frescos.
—Quizá mañana ya no te vea —murmuró Matt antes
de entrar en su habitación.
—Mmm, me iré tarde. De todas formas, te dejaré mis
llaves y luego ya te ocuparás de hacer la mudanza y de
cuidar de esta humilde morada. A tu ritmo —añadió.
Matt asintió.
—¡Ah, por cierto! Como ya habrás visto, las brigadas de
combate no son un lugar donde exista la mayor cantidad
de cortesía por metro cuadrado. Anda con cuidado —
sugirió, con cierta seriedad en su expresión.
Matt entendió aquella afirmación sin demasiado
esfuerzo. Había visto los acontecimientos ocurridos en el
examen de acceso. Estaba seguro de que en su clase
encontraría especímenes con características similares a
aquellos que habían sido expulsados. Agradeció el
consejo y se fue a dormir.
Su sueño resultó bastante inestable. Durante la noche
llegó a despertarse hasta en tres ocasiones, y cuando las
primeras luces del alba comenzaron a asomar por su
ventana, no pudo aguantar más. Un sentimiento a caballo
entre el nerviosismo y la ilusión le impedía estar más
tiempo en la cama. Se levantó e hizo tiempo durante una
hora, desayunando y arreglándose con extrema lentitud.
Luego, se dirigió a la facultad de brigadismo. Su primer
día había comenzado.
El curso universitario comenzaba la última semana del
año, es decir, la última semana de septiembre. Al salir al
exterior y avanzar unas cuantas calles, pudo constatar que
el ambiente había cambiado.
Aquella zona de la ciudad se mostraba demasiado viva.
Nunca había visto tanta gente en aquellos lugares y, por
algún motivo que desconocía, le resultó agradable. No
solía disfrutar de las aglomeraciones, pero desde que su
vida había dado aquel cambio radical, se sentía cada vez
más seguro rodeado de personas. Y por si fuera poco, la
media de edad de la ciudad parecía haber descendido unas
cuantas generaciones. Jóvenes de todas las edades,
venidos de diversos rincones del estado de Thalassia,
caminaban por las calles de su capital, en busca de su
lugar de estudio. Aquella sensación hizo rejuvenecer el
alma de Matt. Se sentía otra vez parte de un colectivo.
Alcanzó la facultad de brigadismo a los pocos minutos.
Hans le había explicado que los de primer año tenían una
presentación en el aula magna, el lugar donde había
hecho los exámenes. Avanzó sin prisa por los repletos
pasillos del edificio. Las conversaciones y los grupos de
alumnos eran numerosos y bulliciosos. Aquel día
significaba para muchos el reencuentro con sus amigos y
amigas tras un largo verano incomunicados.
Llegó al aula magna y vio cómo varias personas ya
ocupaban sus asientos. Matt decidió hacer lo mismo. En
aquellos momentos de espera no sabía qué hacer con sus
brazos, así que la perspectiva de poder apoyarlos le
resultó muy tentadora.
El aula no estaba dividida en secciones como el día de
su examen, sino que mostraba varias filas de asientos
orientadas hacia la gran mesa del fondo. No quería
sentarse demasiado cerca de ella, dado que le gustaba
pasar desapercibido, pero tampoco en la zona trasera.
Quería enterarse de lo que iban a decirle.
Finalmente se sentó en una fila intermedia. Apoyó la
mochila en sus piernas y esperó. Los alumnos y alumnas
de primer año fueron entrando con cuentagotas. Muy
pocos parecían conocerse entre ellos y los que lo hacían
resultaba demasiado evidente.
A las nueves en punto de la mañana, varios minutos
después de que ninguna persona accediese a la sala, tres
hombres y una mujer entraron por la puerta. Ocuparon
sus sitios en la mesa, bajo la atenta mirada de dos
centenares de alumnos y alumnas. Luego, el más bajo de
ellos se puso en pie y comenzó a hablar.
—Bienvenidos, todos y todas, a la facultad de
Brigadismo.
Soy
el
director
Floriardes,
máximo
representante institucional de esta, vuestra nueva casa.
Soy también el director de la especialidad de Estrategia y
encargado de algunas asignaturas relacionadas con dicha
disciplina.
Su voz no concordaba para nada con su aspecto. Era
una persona bastante enclenque y arrastraba una mirada
cansada, bajo unas gafas de cristal circular. Sin embargo,
su tono de voz era grave y ceremonial.
—Estos tres son mis compañeros y amigos. Lean,
director de la especialidad de Orden Estatal.
El profesor más alto y regordete del grupo se puso en
pie y realizó una leve inclinación con su cabeza. Tenía una
gran sonrisa y los mofletes teñidos de un ligero rubor. Su
aspecto transmitía despreocupación y alegría. Parecía una
de esas personas que siempre quisieras tener a tu
alrededor, dado que tiene la capacidad de alegrarte el día.
—Iovanne, directora de la especialidad de Exploración
y Reconocimiento.
Una mujer de mediana edad hizo el mismo gesto que su
antecesor. Tenía el pelo rubio, recogido en una larga
trenza. Su expresión le resultó agradable, pero a la vez
ambigua. Su sonrisa era sincera, pero su mirada
indescriptible. Resultaba incómodo no poder descifrar
aquel rostro.
—Y Morgan Fletcher, director de la especialidad de
Combate.
Un hombre de mirada seria y poblada barba alzó su
mano. No hubo ninguna sonrisa por su parte.
Observándolos físicamente, resultaba hasta cómico que
el aspecto de cada uno de los directores se correspondiese
con los tópicos que arrastraban sus especialidades. La
aparente inteligencia de Floriardes, la vida frugal y
apacible que parecía llevar Lean, el aspecto enigmático de
Iovanne y la seriedad y rudeza de Morgan Fletcher.
—Hoy comenzaréis a formaros como brigadistas, una
profesión que debe entenderse como un servicio público.
Nuestro principal objetivo debe ser la protección del
estado de Thalassia y de sus habitantes. El resto es
prescindible.
El director Lean hizo ostentosas afirmaciones con su
cabeza ante el discurso de Floriardes. Iovanne y Fletcher
permanecieron impasibles.
—Lo segundo que debéis tener claro es que nuestra
profesión trabaja con el devenir de las personas. Muy
pocos campos de estudio tienen tanta responsabilidad
como nosotros. La vida es lo más importante y debe ser
respetada. Quizá en algún lugar y situación determinada
llegue un momento en el que tengáis que tomar
decisiones difíciles. En esta casa os enseñaremos a valorar
esas circunstancias y a actuar en consecuencia.
Aquello le gustó a Matt. No pudo evitar sentir respeto
por el director Floriardes.
—Y por último, pero no menos importante: no olvidéis
que os esperan tres o más años de vida universitaria. Si
los aprovecháis bien, se convertirán en los mejores de
vuestra vida. Bienvenidos, todos y todas, a la facultad de
Brigadismo.
Lean comenzó a aplaudir con entusiasmo y la gran
mayoría de la sala siguió su ejemplo. El director
Floriardes alzó la mano, pidiendo silencio.
—Ahora seguiréis a los directores de vuestra
especialidad a sus respectivas aulas, en las cuales recibiréis
la presentación de vuestra especialidad. Disfrutad y
aprended.
El sonido de un torrente de sillas arrastrándose inundó
el aula magna. Los cuatro directores fueron caminando en
dirección a las esquinas de la estancia, mientras decenas
de alumnos los seguían. Una vez allí, comenzaron a
formarse varias filas.
Matt siguió a un chico muy alto y se puso detrás de él.
Cuando todo el mundo estuvo colocado, Morgan
Fletcher abrió una puerta y todos entraron por ella.
El aula tenía forma de anfiteatro. Los asientos,
esculpidos en la piedra, rodeaban un amplio espacio
central. Los alumnos fueron ocupando los sitios, mientras
que el director permanecía de pie, con expresión seria. El
silencio era casi absoluto, a excepción de los pasos o las
mochilas que eran apoyadas en el suelo. Nadie decía una
sola palabra.
—Mi nombre es Morgan Fletcher y, como os han
explicado, soy el director de la especialidad de Combate.
Lo primero que debo aclarar es lo siguiente: olvidad toda
la mierda que os acaban de decir.
Muchos alumnos contuvieron la respiración ante
aquella afirmación. Sin embargo, muchos otros respiraron
aliviados.
—No dudo que el director Floriardes es un gran
estratega, pero no todos son como él —explicó—. Los de
su clase son una casta de pensadores, ajenos a la batalla.
La mayoría se creen dioses que juegan con sus piezas en
un tablero. Nunca han sentido el acero en la carne.
Nunca han visto la sangre fluir de una herida. Nunca han
experimentado el terror que nuestros brigadistas padecen
al enfrentarse con una tarántula. Claro que no —añadió,
con desdén—. Por eso, mi primer consejo es: cuidad de
vosotros mismos. Luego podréis pelear por otros.
Varios de los presentes soltaron tímidos aplausos. La
mayoría no sabía qué hacer. Bien fuese porque no
pensaban como él o porque no tenían muy claro cómo
iba a reaccionar el director ante los aplausos.
—Estáis en la especialidad de Combate. Esto no es un
parque para niños pequeños. Aquí vais a sudar sangre.
Aquí vais a conocer el miedo y a aprender a enfrentarlo.
De aquí saldréis siendo los hombres y mujeres que
estarán en la primera línea de batalla, ya sea contra bestias
o contra humanos. Así que, si alguno esperaba unas
vacaciones pagadas y estudiar a la luz de las velas, se ha
equivocado de lugar. Puede abandonar la sala si así lo
desea. Si lo hace ahora, nadie le recriminará por ello —
añadió.
Ni un solo alma se movió del sitio. Todos sabían muy
bien que aquel tipo de frase siempre resultaba ser mentira.
Sí se lo recriminarían y sí lo tendrían en cuenta. Si alguien
decidía irse, quedaría marcado como un cobarde de por
vida.
—Bien. Lo siguiente que tenéis que tener claro, es que
este mundo está totalmente podrido. Desde sus
infestados
mares
llenos
de
tarántulas,
hasta
los
lamentables reinos y estados que los rodean. Y el nuestro
no es una excepción.
Muchas
miradas
se
sorprendieron
ante
aquella
afirmación. Hubo algún murmullo.
—Sí, amigos, nuestro estado es una mierda más en este
mundo. Sus habitantes no son tan repudiables como la
gente que mora los caminos o que vive en las muchas
ciudades que existen a lo largo y ancho del continente,
pero lo son gracias a su cinismo. Ellos tienen las manos
limpias gracias a nosotros. Es muy fácil aparentar ser una
persona íntegra y digna cuando otros están haciendo el
trabajo sucio por ti. Es sencillo cerrar los ojos y evitar ver
la realidad.
Varias personas, incluido Matt, comenzaron a ponerse
nerviosas. No entendían muy bien el discurso de su
director. En vez de animarlos y motivarlos, estaba
consiguiendo lo contrario.
—Los brigadistas de Combate seréis utilizados para
hacer lo que nadie quiere hacer —explicó—. Acabaréis
firmando contratos de confidencialidad, según los cuales
no podréis explicar qué es lo que habéis hecho en
vuestras misiones. El mundo que os habían contado os
parecía muy bonito, ¿verdad? No, amigos y amigas: es
simplemente una ilusión. El mundo está podrido. Y
nosotros somos los encargados de limpiarlo.
Matt no tenía muy claro dónde se había metido, pero
ojalá estudiar elementalismo mereciese mucho la pena.
—He contado cincuenta y dos alumnos, cuando según
las listas deberíamos ser ochenta. Hay dos opciones: que
los ausentes hayan decidido abandonar antes del primer
día o que consideren que las presentaciones no son
importantes. Ambas perspectivas son lamentables y no
tienen cabida en esta casa. Ninguna de las personas que
no esté aquí en este preciso momento estudiará en la
facultad de brigadismo.
Los murmullos se hicieron más intensos. Era muy
probable que muchos de los allí presentes tuviesen
amigos o conocidos entre los ausentes.
—¡Silencio! —bramó
con sequedad el
director
Fletcher—. Es su problema, no el vuestro. Vosotros
estáis cumpliendo con vuestra obligación. Como iba
diciendo, el decano Floriardes habló antes sobre lo que
aprenderéis en esta facultad. Sí… Eso sí es interesante…
Fletcher comenzó a caminar en círculos sobre el
escenario del aula. Parecía estar buscando las palabras
adecuadas para comenzar a hablar.
—Como os he dicho, los brigadistas de Combate
somos el brazo armado del estado. Su potencia bélica —
añadió—. Nuestras misiones se basan en ejecutar todo
aquello que las demás especialidades no tienen agallas de
hacer.
El director jugueteaba con su espesa barba mientras
hablaba. Parecía ayudarle a pensar.
—La mayoría de los miembros de la especialidad de
estrategia son unos ignorantes a los que nunca seguiré. Ya
os he explicado mis razones —apuntó—. Los brigadistas
encargados del orden estatal son unos simples vividores.
Sus misiones podría hacerlas cualquier persona sin
preparación ni especialización. No merecen el sueldo que
perciben. Y la brigada de exploración…
Sus pasos se pararon un momento y su mirada se clavó
en el fondo del aula.
—La brigada de exploración merece respeto. Es
necesario talento y agallas para trabajar en ella.
A Matt le sorprendió aquella afirmación. Desde que
comenzó a hablar, el director Fletcher no había tenido ni
una sola buena palabra para nadie que no perteneciese a
su especialidad. No pudo evitar pensar en Keira y un
sentimiento extraño le recorrió el cuerpo. Si el director
opinaba que aquella especialidad requería valentía, sus
labores no podían ser demasiado fáciles.
—Si tuviese que sintetizar lo que vais a aprender aquí
en tan solo una frase, sería la siguiente: manejar el miedo
es alcanzar la victoria —anunció—. El miedo nubla y
anula vuestras capacidades, vuestro juicio y vuestros
actos. He visto morir a mucha más gente por una mala
gestión de su miedo que por incapacidad en la batalla. He
visto grandes brigadistas, con años de preparación,
quedarse paralizados delante de una tarántula y perecer al
instante.
El director tosió antes de seguir hablando. Su garganta
parecía tener hierros entrelazados.
—Si lográis manejar el miedo —continuó—, no habrá
nada de lo que preocuparse. Y para ello es necesario
abrazar a la muerte. La muerte no es algo que os deba
preocupar —opinó, con naturalidad—. Todos morimos,
tarde o temprano. Pero no todos tenemos la capacidad de
convivir con la muerte y rechazarla, una y otra vez. Esa es
la grandeza de nuestra profesión. Y si finalmente
termináis conociéndola, podréis recibirla de cara y sin
temor, como a una vieja amiga.
Matt escuchaba con atención, pero tenía la sensación de
que la mayoría de la clase no acababa de captar
demasiado bien el mensaje. Hasta él seguía sin entender
qué pretendía el director. En ocasiones parecía querer
asustarlos. Otras veces su discurso sonaba motivador y
otras, derrotista. Quizá intentaba educarlos en alguna
especie de pensamiento brigadista. O más bien
adoctrinarlos. No tenía manera de saberlo, al menos por
ahora.
—Y creedme, el miedo aparecerá. Tarde o temprano. Y
ahora… es mi turno para conoceros. De uno en uno,
nombre y motivo por el que estáis aquí —ordenó
repentinamente—. Tú, el rubio de delante —indicó
mientras señalaba a una persona de la primera fila—.
Cuéntanos.
El muchacho tardó unos segundos en reaccionar.
Luego carraspeó y habló con voz temblorosa.
—Mi nombre es Lao, señor. Estoy aquí para
convertirme en alguien capaz de proteger a mis seres
queridos y eliminar el dolor de sus vidas.
—Un motivo noble, aunque a la vez bastante estúpido
—respondió el director Fletcher—. No puedes estar todo
el tiempo pendiente de proteger a tus seres queridos. No
eres su niñera, eres su compañero en esta lamentable
aventura llamada vida. No se trata de evitarles el dolor,
sino de enseñarles a manejarlo. El dolor es necesario, es el
sufrimiento el que resulta prescindible. Siguiente —
ordenó.
Una chica enorme se levantó de su asiento.
—Leysa, señor. Estoy aquí para defender a mi pueblo,
señor.
Fletcher asintió, sin más, y luego señaló con el dedo al
siguiente.
Las respuestas fueron diversas, pero la mayoría giraban
en torno a la idea de defender al estado de Thalassia y a
sus ciudadanos. En muchas respuestas el director hacía
algún tipo de comentario. En otras, simplemente asentía y
callaba. Hasta que llegó el turno de Matt, el cual tenía
muy clara su respuesta.
—Tú —ordenó.
—Matt Meriens, señor. Estoy aquí porque quiero
convertirme en un elementalista y proteger a mi familia.
En cuanto terminó la frase, unas diez personas de la fila
delantera giraron sus cabezas hacia él. No pudo verlas,
pero sintió cómo las personas de detrás también clavaban
las miradas en su nuca.
—Hmmm… —se limitó a responder Morgan Fletcher.
Tras unos segundos, comenzó a caminar en la dirección
en la que estaba sentado.
Matt tragó saliva. Aquella no era una reacción normal.
Ni por parte del director ni por parte de sus compañeros.
Todo el mundo había dado su opinión con libertad y no
había ocurrido nada destacable, salvo alguna burla o
corrección por parte de Fletcher.
Sintió unos sudores fríos comenzando a brotar de sus
poros a medida que el director se acercaba. Cuando llegó
a su lado, se quedó de pie, mirándolo fijamente. Podía
sentir su presencia, ahogándolo.
—Y dime, Matt Meriens. ¿Qué tipo de elementalista
serás? ¿Del tipo que abrasa una ciudad hasta las cenizas o
del tipo que abandona a su propio pueblo en sus
momentos más difíciles?
Su tono era neutro e inerte, pero estaba teñido con un
odio absoluto.
—Moriré por mi pueblo y mi familia si es necesario,
señor. No conozco demasiado bien las actividades de mis
predecesores —respondió Matt, buscando conciliar una
situación que parecía difícil.
—Estoy seguro de ello… —murmuró, sonriente.
Luego, mantuvo su mirada sobre él.
Matt seguía mirando hacia el lugar donde Fletcher se
encontraba segundos atrás. No tuvo el valor de aguantar
su contacto visual. Cuando parecía que iba a continuar
hablando, el director cambió de opinión y regresó al
centro del aula.
—Tú —bramó, señalando a otra persona.
Una chica, de apariencia tosca, se levantó de su silla y
respondió enérgicamente:
—Quiero eliminar a todas las tarántulas y navegar los
mares, señor.
Una carcajada salió disparada de la garganta del
director. No fue una risa agradable. Más bien era de esas
que conseguía helarte la sangre.
—La verdad, estoy cansado de escuchar estupideces.
Hoy tendremos una clase práctica. Dejad vuestras cosas y
seguidme —ordenó.
Morgan Flecther salió por la puerta trasera del aula y la
dejó abierta. Algunos alumnos lo siguieron de inmediato
y otros, entre los que se encontraba Matt, tardaron unos
segundos en reaccionar. Finalmente, no tuvieron más
remedio que acatar sus órdenes o quedarse solos. O peor,
expulsados.
La clase estaba siendo guiada por uno de los numerosos
pasillos de la facultad. Era el más oscuro y estrecho de
todos los que Matt había visto. Además, el aire estaba
demasiado viciado. No parecía ser una travesía muy
concurrida.
Llegó un momento en el que la iluminación dentro de
aquel pasillo era tan escasa que los alumnos comenzaron
a chocar los unos con los otros. ¿A dónde diantres
estaban yendo?
Tras unos diez minutos caminando, una luz se iluminó
al final del túnel. Cuando Matt alcanzó la salida, le costó
bastante tiempo darse cuenta de dónde estaba.
El túnel los había conducido hasta la costa exterior. El
arenal estaba totalmente desprovisto de construcciones
humanas. Era una playa salvaje. Y nunca, en sus
dieciocho años de vida, había estado en una playa salvaje.
Aquella sensación entremezclada de belleza y libertad le
resultó fascinante.
Una de las primeras cosas que todo niño o niña criado
en Thalassia escuchaba hasta la saciedad es que estaba
totalmente prohibido jugar en las playas exteriores.
Echó un vistazo y pudo ver los carteles que avisaban
del peligro que corrían las personas que traspasasen el
perímetro situado alrededor de la playa. Normalmente
solía ser de quinientos metros. No había constancia en la
historia de la ciudad sobre tarántulas que hubiesen
avanzado tierra adentro más de esa distancia.
—Aquí estamos. Un arenal libre —anunció Morgan
Fletcher—. Sabéis lo que eso significa, ¿no?
La mayoría de los allí presentes estaba demasiado
asustado para responder. Incluso los que aparentaban ser
más atrevidos se agazapaban contra las paredes del final
del túnel, como si la arena quemase bajo sus pies. Se
aferraban a los últimos metros de tierra firme, con el
miedo presente en sus rostros.
Solo había un alumno y una alumna que pisaban el
propio arenal. Y ni siquiera ellos se habían dado cuenta.
Eran Matt y la chica que soñaba con navegar los mares.
El director Fletcher no tardó tiempo en fijar su atención
sobre ellos.
—Vosotros dos, el gran elementalista y la soñadora
inepta. Ya que tenéis tan poco respeto por el arenal,
veamos si sois tan valientes como aparentáis.
Fletcher se encaminó a un pequeño cobertizo situado
en la entrada de la playa y abrió el candado de su puerta.
De dentro sacó varios utensilios y una serie de armas: tres
espadas, dos hachas, varias jabalinas, un arco y una
ballesta.
—Coged un arma.
La chica lo miró, dubitativa, pero Matt no tuvo ninguna
duda.
Por
algún
motivo,
su
nerviosismo
había
desaparecido. La fresca brisa del mar insuflaba vida en sus
pulmones. El fluido sonido de las olas al romper le
transmitía serenidad y paz. Cogió la espada que más le
gustó y se situó enfrente al director.
—Espabila, chica, o llamaré a otro.
Ella aceptó la orden y escogió un arco. Su rostro se
había ensombrecido, pero sus brazos parecían firmes.
—Algunas tarántulas marinas crían a su asquerosa
descendencia en las zonas más húmedas de las playas —
explicó en voz alta—. ¿Podéis ver los lugares donde está
removida la arena?
Matt podía verlo. A lo largo de la playa había zonas
donde la densidad y el color de la arena lucían diferentes.
Como si algo hubiese caminado sobre ello, ejerciendo
presión. Sin embargo, no era un cambio muy evidente.
Cualquier persona podría haber caminado sobre aquellas
zonas, cayendo en la trampa.
—Allí es donde se ocultan —anunció—. Y así se
molestan.
Agarró una jabalina y la lanzó contra la más cercana de
aquellas zonas. Todos pudieron ver cómo se clavaba
limpiamente en la arena, perdiéndose a la vista. Y todos
pudieron escuchar el chillido que estremeció el ambiente.
Una tarántula marina sacudió con violencia las arenas
mojadas hacia el cielo azulado y apareció a escasos veinte
metros de ellos tres. Se escucharon varios gritos ahogados
entre los alumnos rezagados. Matt pudo ver a algunos
huyendo por el túnel.
—Estoy desarmado, así que si viene, tendréis que
salvarme —anunció el director. Estaba de espaldas a la
tarántula, sonriendo.
Matt creyó durante unos segundos que estaba
bromeando, pero la tarántula comenzó a avanzar. Miró a
su compañera y ella le devolvió la mirada. Ambos
miraron
al
profesor,
que
seguía
sonriendo,
completamente inmóvil. Incluso había cerrado los ojos.
La tarántula aceleró el paso. Sus patas se clavaban en la
arena como puñales, haciendo un sonido aterrador. Matt
volvió a mirar a su compañera, que seguía bloqueada. No
sabía a qué diantres estaba jugando aquel loco, pero no
quedaba tiempo.
—Jodido chiflado —bramó Matt, mientras salía
corriendo hacia él, con la espada en alto.
Lo que ocurrió a continuación fue demasiado rápido. Al
llegar a la altura del director, este lo golpeó con dureza en
un hombro, desestabilizándole. Matt cayó hacia atrás de
inmediato. Cuando logró alzar la mirada, vio cómo
Morgan Fletcher portaba la que hasta hacía pocos
segundos era su espada y soltaba un duro golpe a la
tarántula, que chillaba de dolor. Luego, con un corte
lateral conseguía rebanar dos de sus patas, para luego
finalizarla de una estocada en la parte superior de su
cabeza.
—Y así es como se mata una tarántula —anunció sin
inmutarse, mientras miraba a los alumnos restantes.
Luego, le tendió su mano a Matt.
—En ocasiones los más bocazas son también los más
valientes —dijo, mientras le miraba directamente a los
ojos.
Matt cogió su mano, todavía nervioso, y se puso en pie.
—Podía haberle matado… No tenía visión…
—No seas idiota. He acabado con más de mil tarántulas
marinas a lo largo de mis cincuenta años de vida. Y he
hecho esta prueba todos y cada uno de los años que he
dado clase. El gobierno desaprueba mis formas de actuar,
así que he tenido que recurrir a medidas de seguridad para
que me permitan hacerlo. Mira ahí arriba —señaló.
Dos brigadistas apuntaban hacia ellos con alguna
especie de arma a distancia desde un lugar elevado. Matt
no tenía ni idea de qué eran aquellos aparatos. Nunca los
había visto.
—¿Por qué ha hecho esto? —chilló su compañera.
Seguía con la flecha tensada en el arco, lista para
disparar al más mínimo movimiento de la bestia caída.
—Para ver quiénes merecen la pena, alumna. Todo en
nuestra especialidad gira en torno a cómo manejar el
miedo y cómo tomar decisiones cuando el temor nos
alcanza —explicó—. Y al parecer, nos hemos quedado
veinte alumnos.
Matt echó un vistazo hacia atrás. Algunos compañeros
estaban a medio camino hacia ellos, mirando atónitos.
Otros dudaban entre avanzar o huir, pero seguían allí. El
resto había escapado por el túnel de entrada.
—Felicidades a los veinte.
Y, por primera vez, una sonrisa sincera surgió de
aquellas pobladas barbas.
El director Fletcher Morgan apuntó los nombres de los
veinte alumnos que seguían en el arenal y explicó que
tenían el resto de la mañana libre. Ahora tendría que lidiar
con las quejas de todos los alumnos y alumnas a los que
iba a expulsar, cuyas quejas le ocuparían la totalidad del
día. Y con razón.
Regresaron hacia la facultad por los exteriores, guiados
por uno de los brigadistas que habían estado escoltando
la escena. La mayoría de ellos prefirió no regresar por
aquel agobiante pasadizo.
Matt recogió sus cosas en el aula y se dirigió a la
cantina de la facultad. Necesitaba sentarse un segundo
para pensar y terminar de recuperar la tranquilidad. No
había casi nadie, dado que el resto de especialidades y
cursos seguían dando clase. Reconoció a uno de los
veinte compañeros que había resistido la prueba. Sin
embargo, no tenía muchas ganas de hablar con nadie.
Pidió un vaso de agua, ya que no andaba muy bien de
dinero en aquel momento. De hecho, la mujer que lo
atendió debió de verle mala cara, ya que no le cobró nada
por ello. Quizá su compañero le había contado lo que
había pasado. O quizá todos los años ocurriese la misma
historia.
Las sensaciones que sentía en aquel momento
resultaban contradictorias. Era la primera vez que veía
una tarántula marina de cerca. Resultaban temibles, sí,
pero siempre había pensado que el pánico se apoderaría
de su persona en cuanto viera una. Los fantasmas del
pasado, el recuerdo de su madre y la visión de su padre,
inválido a causa de una de ellas, podrían inutilizar su
juicio. Pero no fue así. No sintió miedo, solo respeto.
Bebió el agua de un gran sorbo y un sabor a óxido le
saturó el paladar. Echó un vistazo a su alrededor y se dio
cuenta que la cantina era bastante vieja. No debería haber
pedido agua de aquellas cañerías. Lo único que parecía
nuevo eran las mesas, limpias y robustas. Tanto el suelo
como la zona de la barra tenían muchas historias y
bebidas a sus espaldas.
Se sentó en una esquina, junto a una gran cristalera
desde la que se podía ver la costa. Estuvo varios minutos
quieto, mirando el horizonte. Su cerebro parecía atascado.
Decidió abrir su carpeta para buscar su horario. Los
lunes tenía clase con el director Fletcher de 09:00 a 13:00,
con un descanso de media hora en el medio. De 13:00 a
14:00 era la hora de la comida y de 14:00 a 16:00, Historia
de Thalassia. No parecía ser la clase indicada para después
de comer. Suspiró y volvió a meter su horario en la
carpeta.
Pero cuando lo hizo, un folio se traspapeló en el medio:
“Mucha suerte mañana”, ponía.
Era el folio que le había escrito la chica de la biblioteca.
Había estado tan ocupado que no se había acordado de
ella. ¿Cómo le habría ido? Matt rezó por que hubiese
aprobado. Le apetecía hablar con ella de una vez.
Ya que tenía varias horas libres, decidió ir a mirar las
listas de acceso a la especialidad de estrategia. Pero
mientras estaba guardando el folio, se dio cuenta de que
no solo estaba escrito por un lado. Le dio la vuelta, y más
texto apareció ante sus ojos. El corazón comenzó a latirle
con fuerza.
“Esta es mi última oportunidad de acceder a la universidad. Si
no logro aprobar, tendré que volver a mi ciudad natal. Y de no
conseguirlo… me gustaría pasar un día contigo antes de irme. En
ese caso, el domingo sería nuestra última oportunidad. Te esperaré
en la mesa de siempre. Un beso de tu compañera de estudios.
Ariadne.”
Matt tuvo que leer el párrafo tres veces y cada una de
ellas fue creando una angustia progresiva en su interior.
Guardó sus cosas apresuradamente y salió disparado de la
cantina, en dirección a la sala donde estaban las listas de
estrategia.
Tardó diez minutos e interminables vueltas por la
facultad en encontrar el sitio. Entró y buscó el folio. Sus
manos temblaban. Quería verla. Con urgencia.
—¿¡Cuál era su apellido!? Lista de acceso a la brigada de
estrategia… ¿¡Dónde diantres está!? —gimió.
Las plazas eran tan reducidas para Estrategia que solo
existía una lista. No estaba dividida por apellidos como en
el caso de la especialidad de Combate.
Miró varias veces los tres nombres. Buscó por toda la
estancia, intentando encontrar otra lista que aliviase
aquella ansiedad. Pero Ariadne Liustra no estaba allí.
Tras unos segundos de vacío, una sensación de
culpabilidad y de tristeza lo invadió por dentro.
No solo se había equivocado al conocerla y había huido
de ella en varias ocasiones. No solo la había distraído de
sus estudios y desconcentrado de las prueba de acceso
más importante de su vida. Ella había tenido el valor de
escribirle sin tapujos y de pedirle algo de su tiempo. Y él
ni siquiera se había dado cuenta. La había abandonado.
El pensamiento de Ariadne, esperando sola por alguien
que nunca llegaría, le apuñaló las entrañas. Matt apretó
los dientes y comenzó a golpear su muslo derecho, con
dureza. La rabia se apoderó de él y la pared acabó
sustituyendo a su pierna. Solo fue necesario un golpe para
que sus nudillos gritasen de dolor. No lo repitió más. Fue
un comportamiento estúpido, pero por algún motivo, le
ayudó.
—Eres idiota… —murmuró, desolado.
No sabía qué hacer. Ella ya habría abandonado la
ciudad. O quizá lo hiciese el día de hoy. De todas formas,
tampoco sabía dónde encontrarla. No tenía la menor idea
de dónde vivía.
O quizá sí.
Salió disparado, en dirección a la biblioteca. Si ella
todavía seguía en la ciudad, era el único lugar en el que
podrían coincidir. Varias personas le llamaron la atención
por correr por los pasillos, pero las ignoró a todas. No
tenía tiempo que perder.
Tardó poco más de cinco minutos en atravesar las calles
necesarias para llegar a la biblioteca de Thalassia. Se dio
unos segundos para recuperar el aliento y adecentarse un
poco. Estaba hecho un desastre. Se sacudió la arena que
todavía quedaba en sus pantalones y entró en la
biblioteca. El mágico silencio de aquel lugar le obligó a
bajar el volumen de su ruidosa respiración. Aquellas
bocanadas no se notaban en el exterior, pero sí en un
ambiente tan delicado.
Subió las escaleras de dos en dos hasta el séptimo piso.
Un chorretón de sudor comenzó a corretear por su sien,
en dirección a la barbilla. Lo limpió con la manga de su
camisa.
Llegó al lugar donde ambos estudiaban y vio a lo lejos
la mesa en la que se habían conocido. Su corazón
comenzó a salirse de su pecho: había alguien en ella. Pero
aquel alguien no era Ariadne, sino un chico que leía
distraído un libro del tamaño de una ventana.
Matt maldijo por lo bajo y se encaminó a una de las
mesas cercanas. No tenía por qué esperar por ella en la
misma mesa. Cualquiera de las mesas del piso que
estuviesen visibles serviría.
Estuvo sentado durante varios minutos, los cuales
parecieron
horas.
rítmicamente,
Su
pierna
intentando
derecha
liberar
el
se
movía
nerviosismo
acumulado en su cuerpo. Cada vez que se me imaginaba a
Ariande allí sentada, esperando por él, le entraban ganas
golpearse
de
oportunidades
nuevo.
para
Había
estar
con
tenido
ella
demasiadas
y
las
había
desaprovechado. Todas y cada una.
Entendió entonces que ella no iba a regresar. Se había
marchado.
Salió del séptimo piso, arrastrando los pies y mirando
para las plaquetas del suelo. En un último gesto de
estupidez, se detuvo en cada uno de los pisos para echar
un vistazo. Quizá estuviera en alguno de ellos. Pero no
fue así, claro.
Abandonó la biblioteca con un horrible malestar, pero
también prometiéndose que nunca más iba a tener miedo
o a dejar algo para más adelante. Resultaba demasiado
bochornoso y doloroso. Y todo había sido por no
atreverse a hablar. Por aquella estúpida timidez selectiva.
Nunca más volvería a cometer el mismo error.
—Nunca más.
12- La flor de loto que danzaba sobre el viento
Matt miró su reloj. Todavía quedaban cincuenta
minutos para la hora de la comida. Pensó en un lugar para
comer y recordó que Hans le había sugerido el comedor
de la facultad:
“Sus cocineros son los mejores de toda la universidad y
es tan barato que sale más rentable que comprar los
ingredientes y cocinarlos tú mismo”.
Tras el mal sabor de boca que le había dejado el
incidente con Ariadne no tenía ganas de cocinar nada, así
que decidió seguir su consejo. Estuvo casi una hora
danzando sin rumbo por la zona del paseo marítimo,
mientras tomaba el aire e intentaba consolarse. A la una
menos cuarto, regresó a la facultad. Sintió que su
estómago pedía auxilio y no le quedó más remedio que
atenderlo.
El comedor no se encontraba en la misma cantina en la
que había tomado aquel asqueroso vaso de agua. Tuvo
que dar unas cuantas vueltas por la planta baja de la
facultad hasta encontrarlo. Estaba escondido en el fondo
de un pasillo, justo donde terminaba el edificio. Una gran
puerta de doble hoja daba la bienvenida a los comensales.
Dentro de la estancia había una agobiante cantidad de
estudiantes. Decenas de mesas, con diferentes tamaños y
formas, se extendían por el gran comedor. A sus laterales,
había dos largas barras atestadas de estudiantes.
Matt se situó en la fila derecha, que estaba menos
congestionada. Cogió una gran bandeja y se puso a la
cola, la cual avanzaba a un ritmo sorprendente. Por toda
la barra había pequeños carteles con los menús. En
añadido, una chica les entregaba los cubiertos y les
tomaba nota de su pedido. Era importante para no
retrasar el ritmo del comedor.
Matt decidió pedir ensalada de primero y arroz con
almejas de segundo. Una manzana de postre. Su mente
no tenía ganas de ninguna comida pesada, pese a que su
estómago podría haber ingerido un entrecot de buey.
Los camareros servían con brío. Se movían entre los
recipientes, armados con cucharones y grandes tenedores
sin perder un solo segundo. Los delicados platos de
porcelana danzaban de sus manos a las bandejas de los
estudiantes sin temor alguno. Cuando terminaban, un
“gracias y buen provecho”, entonado con ritmo
apremiante, te hacía entender que sobrabas en aquel
lugar.
Matt caminó en dirección a las mesas y se quedó parado
unos segundos. La mayoría de las mesas pequeñas
estaban abarrotadas. Sin embargo, pudo ver una gran
mesa al fondo del comedor, en la que por algún motivo
solo había tres chicas.
No descubrió ningún lugar mejor en donde sentarse.
Aquellas chicas eran bastante atractivas, pero Matt no les
prestó mucha atención. Sólo quería un lugar en el que
comer tranquilo. Sin hablar con nadie.
—¿Está ocupado?
Una de ellas negó con la cabeza. Las otras dos
apartaron la mirada y no se dignaron a responder o
saludar. Matt no tuvo en cuenta aquel gesto descortés.
Agradeció a la chica que le había respondido y se sentó
frente a ella.
Las chicas tenían la comida en su mesa, pero todavía no
la habían probado. Esperó un par de minutos para ver si
comenzaban, pero dado que ellas seguían sin dirigirle la
mirada o dar señales de vida, decidió ignorarlas y
comenzó a comer.
La ensalada estaba deliciosa. Aquellos tomates eran de
un pueblo agricultor como el suyo. No había mejores
tomates que los criados en pequeñas tierras. Ni por
asomo.
Estaba terminando el último bocado cuando una
inquisitiva tos de mujer lo sacó de sus pensamientos.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó una
nueva chica, plantada de pie a su lado.
Matt tuvo que hacer esfuerzos para no atragantarse. Lo
había pillado desprevenido.
—¿Comer? —preguntó con un hilo de voz.
—Muy gracioso.
Ella dio media vuelta y se dirigió hacia la otra punta del
comedor. Matt no tenía ni idea de qué ocurría, pero
estaban consiguiendo tocarle la moral. Y precisamente
hoy no tenía un buen día.
Al cabo de unos minutos, cuando ya casi se había
olvidado del tema, aquella chica volvió a aparecer. Pero
esta vez estaba acompañada por un hombre alto y
escuálido, de unos treinta años. Ambos se quedaron
mirando hacia él, aunque ella parecía tener un papel
secundario en esta ocasión.
—¿Qué haces? —bramó el hombre, con una voz aguda
y nasal.
Ni siquiera había entonado aquello como una pregunta.
Sonaba como si estuviese afirmando algo.
Matt los miró unos segundos. Cansado de tonterías,
volvió a girar su mirada hacia el plato y continuó
comiendo. Lo que no esperaba era que tras dos bocados,
aquel hombre le tiraría su tenedor de un golpe. Matt se
puso de pie y lo encaró de inmediato.
—¡¿Cuál es tu puto problema?!
—¿Que cuál es mi problema? —preguntó, incrédulo—.
Estás en mi mesa, listillo.
—No he visto tu nombre en ningún lado. Una de ellas
me ha dicho que no estaba ocupada.
La chica que le había dicho aquello miró con urgencia
hacia el suelo. Su rostro había palidecido y parecía
asustada. Aquella expresión sacó a Matt de su enfado.
Algo estaba pasando. Echó un vistazo su alrededor. Vio
que la mayoría de las mesas cercanas estaban mirando
para ellos, en completo silencio.
—¿Cuál de ellas te ha dicho eso? —quiso saber el
hombre.
De repente su desagradable voz intentaba sonar
amistosa. Pero la maldad y la rabia contenida se podían
sentir aflorar desde el fondo de sus vísceras.
—No es de tu incumbencia.
Aquello pareció resultar demasiado para el hombre. Jaló
a Matt por el cuello de la camisa e intentó levantarlo en el
aire, sin éxito. Este respondió agarrando con fuerza una
de sus muñecas. Comenzó a ejercer presión hasta que
aquel hombre decidió aflojar. A los pocos segundos su
agresor entendió su inferioridad y lo terminó soltando,
respirando con dificultad.
—¡Tú…! —gritó, con los ojos fuera de sí.
Matt aguantó su mirada.
El hombre giró su cabeza e hizo un gesto a una de las
mesas cercanas. Tres hombres respondieron a su llamada
y se pusieron en pie. Comenzaron a caminar hacia él.
Matt se puso en guardia. Aquello no pintaba bien. Pero
justo cuando ellos estaban llegando, un chico se interpuso
entre él y aquel desagradable hombre.
—Tienes que disculparlo. Es su primer día en la
facultad y el director Fletcher le ha soltado una buena
reprimenda. No sabe lo que está haciendo.
La mirada del hombre seguía encolerizada, pero su
expresión pareció relajarse un poco. Sus hombres
llegaron a los pocos segundos y lo miraron, esperando
una orden.
—Llévatelo ahora mismo de aquí y asegúrate de que no
vuelva a verlo en mi vida —gimió, furioso.
Su orgullo se moría de ganas de aplastar a Matt, pero
sabía a la perfección que él solo no podría. Había tenido
que llamar a sus secuaces para ello y eso lo estaba
haciendo quedar como un cobarde. Aquel chico le había
dado una excusa para zanjar el tema de una forma
diplomática y no podía dejar pasar la oportunidad. Al
menos parecía un gilipollas mínimamente inteligente.
—¡Fuera de aquí! —chilló.
El joven se agachó y cogió la mochila de Matt. Luego lo
agarró por una mano y lo arrastró hacia una mesa situada
a tres o cuatro filas de distancia. No tenía muy claro por
qué se estaba yendo de allí, pero decidió hacerle caso.
Aquella cara le sonaba de algo. Era un compañero de su
clase, de los veinte que habían resistido la prueba del
director. Tenía un pelo castaño muy fino y una
complexión bastante enclenque. Lo opuesto a cualquier
persona dentro de la brigada de combate. Por eso le
recordaba.
—Siéntate. Voy a por tu comida.
Matt se sentó en una silla. Otra chica estaba comiendo
en la mesa, con aspecto despreocupado. De hecho, era la
única persona en diez metros a la redonda que no lo
estaba mirando.
Vio cómo aquel loco estaba hablando con el chico.
Parecía estar reprochándole algo, de malas maneras. Tuvo
que dejar de mirar. Su sangre estaba comenzando a hervir
de nuevo.
—No te preocupes, Ian sabe lo que hace —murmuró la
chica desde su asiento.
Jugueteaba distraída con su tenedor. No parecían
entusiasmarle los trozos de pollo que quedaban en su
plato.
Matt tardó un poco en reconocerla. Ahora llevaba el
pelo suelto, pero sin duda era ella. Allí sentada estaba la
chica que había participado en la prueba junto a él. La que
soñaba con atravesar los mares. Su aspecto tosco se había
diluido bastante gracias a los mechones que caían por su
rostro. Un buen peinado hacía verdaderas maravillas en
una mujer.
A los pocos segundos, el chico llamado Ian regresó con
su comida.
—Lo siento, no lo comas. Te daré una porción del mío.
He visto como escupían en tu arroz —murmuró.
—He perdido el apetito.
—Ya veo… Bueno, yo soy Ian. Esta es mi amiga
Aylara. Quizá nos hayas visto.
—Sí. Os recuerdo de hace unas horas, en la playa.
Ian asintió y cogió sitio junto a ellos. La gente parecía
haber perdido el interés por su incidente, lo cual ayudó a
que Matt recobrase un poco la calma. Odiaba ser el
centro de atención.
—¿De qué va todo esto?
—Va de que te has ido a meter con Erwin Lambert, el
hijo del antiguo gobernador de Thalassia y líder del
Partido Dorado.
—¿Y qué pasa? ¿Ha comprado las mesas de la facultad?
Yo no me he metido con nadie.
Ian suspiro y sonrió. Tenía un rostro dulce, pese a su
palidez y aparente fragilidad.
—Su hijo lleva estudiando diez años consecutivos en la
facultad de brigadismo. Puedes estudiar todos los años
que quieras, pero a partir del primero que repitas,
comienzas a pagar una matrícula. Y esta aumenta de
forma exponencial —añadió—. Pero a él le importa bien
poco. Le sobra el dinero y no está aquí para estudiar.
—¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo?
—Pues que Erwin Lambert es el dueño del mayor
burdel de toda Thalassia y en aquella mesa es donde las
chicas que pretenden trabajar para él se dan a conocer.
Todo el mundo lo sabe, aunque los responsables de la
facultad hacen la vista gorda. La influencia de su padre
está en juego. Y dinero. Mucho dinero.
Matt no podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Estás de broma? Dime que sí. Si no, me levantaré e
iré a esperarlo a la salida. He pasado demasiadas cosas
como para aguantar algo así.
—Oh, vamos, cállate —respondió, con el ceño
fruncido—. Te he evitado una trifulca y un buen
enemigo.
—No puede hacer eso a aquellas chicas. No tiene
derecho. Y mucho menos en el medio de una facultad.
—Nadie obliga a aquellas chicas a sentarse allí. La
prostitución es legal en este estado, por si no lo sabías —
explicó Ian.
Matt seguía sin poder creer lo que estaba escuchando.
—¿Legal? ¿Qué?
—Sí, ¿dónde está el problema? —interrumpió Aylara.
—Pues que es algo… no sé. No debería estar permitido
negociar con eso.
—Lo que era indigno era que no fuese legal —
respondió ella—. Antes era un espectáculo grotesco
escuchar las historias de explotación en los burdeles y
caminos. Ahora tienen medios con los que defenderse.
Ahora es su elección, no su obligación.
Matt sacudió la cabeza.
—A mí no me gusta todo eso.
—Y estás en tu derecho, pero no te metas en
problemas —murmuró Ian—. Nadie ha obligado a
aquellas chicas a ponerse en contacto con Erwin
Lambert. Están allí por propia voluntad. Y sí, quizá sus
historias sean desgraciadas y no hayan tenido más
remedio que buscarle, pero eso ya no está en nuestra
mano. Es su decisión.
Matt frunció el ceño y cogió su manzana. Luego
comenzó a comerla dando duros mordiscos. En cada uno
de ellos liberó parte de su rabia acumulada.
—¿De verdad no hay otro lugar para hacer eso?
—Es ya una tradición en la facultad —respondió Ian—.
Todo el mundo que viene ha escuchado historias sobre él.
Nadie lleva tantos años aquí como Erwin Lambert. De
todas formas, no eres el primero al que indignan sus
actividades. Ya fue denunciado varias veces ante el
director Floriardes, pero los cargos siempre resultaron
desestimados. Él se justifica diciendo que está en su
derecho de conocer chicas. Lo lleva al campo personal,
no profesional. Y nadie puede prohibirte hablar con
gente. ¿Comprendes?
Matt pudo ver cómo aquella excusa servía de tapadera.
Todo aquel tema le resultaba indignante, aunque entendía
los razonamientos.
Decidió no darle más vueltas, por el bien de su estado
anímico. Entre el nerviosismo de la mañana, el disgusto
por Ariadne y la trifulca con Erwin, su día no podía haber
ido a peor.
—Gracias por dar la cara. Me quedé bloqueada en la
playa —dijo Aylara, cambiando de tema.
—Gracias a ti por no hacerme sentir el único bicho
raro de la clase. ¿Qué pasa con los elementalistas aquí?
Aylara e Ian intercambiaron una breve mirada.
—Digamos que no sois muy populares en las brigadas
de Combate —murmuró Ian—. Más bien todo lo
contrario. Os odian. Es otra tradición —puntualizó.
—¿Y por qué razón o motivo?
—Rencillas pasadas, odios arrastrados, las llamas
eternas atribuidas a Erik, la ausencia de Hans en los
momentos más duros de Thalassia… ¿Quieres más? —
preguntó Ian.
—Yo no tengo nada que ver con todo eso.
Aylara soltó una risotada.
—Bienvenido al mundo real. Seas quien seas y vengas
de donde vengas, es muy probable que tengas que llevar
los lastres que alguien ha cargado en tus espaldas.
Pudo sentir que sus palabras estaban impregnadas de
rencor. Matt prefirió no saber si era hacia los
elementalistas o tan solo problemas de su pasado.
—Bueno, ¿qué clase tenemos ahora? —preguntó Ian,
que había palpado la tensión en el ambiente—. Es una
asignatura obligatoria, así que podemos ir juntos a ella.
No está de menos protegernos entre los apestados.
Matt no entendió muy bien a qué se refería por
apestado. Ian tenía un aspecto frágil, pero había
solventado su problema con aquel estúpido individuo en
pocos segundos. No parecía alguien marginado.
Aylara sacó una copia del horario de su malograda
mochila y le echó un vistazo.
—Historia de Thalassia. ¡Me encanta!
Aquella afirmación le sorprendió. Aylara no tenía pinta
de ser una chica que amase la historia.
Terminaron de comer y los tres regresaron hacia las
aulas. Matt pudo ver que la gente seguía observándole, así
que agradeció la compañía que le brindaban ambos.
Decidieron sentarse en la zona media del aula, aunque
terminaron convirtiéndose en la primera fila. Había
numerosos asientos delante de ellos, pero nadie los
ocupó.
—El primer día siempre es duro —susurró Ian al ver su
mala cara—. Pero luego mejora, no te preocupes.
—¿Ya has estudiado aquí?
—En otra facultad. Este año me he cambiado. Luego te
cuento —comentó, mientras el profesor entraba por el
aula.
Era un anciano encorvado, con abundantes canas
blancas y una mirada vidriosa. No parecía una persona
muy lúcida. Y Matt volvió a equivocarse. Desde luego, el
profesor Émerith era una persona lúcida, pero también
terriblemente aburrida.
La historia no era algo que le fascinase, pero el ritmo
monótono del profesor facilitaba la escritura, así que Matt
comenzó tomando apuntes. Sin embargo, cuando se
cumplieron los primeros treinta minutos, solo quedaban
un par de plumas rasgando el papel. Entre ellos estaba
Ian. Y pese a que en teoría le gustaba la historia, Aylara
luchaba por no quedarse dormida, dando pequeños
respingos cada vez que su cabeza se deslizaba hacia
delante.
Al profesor no pareció importarle la falta de entusiasmo
de su alumnado. Siguió impartiendo la lección, sin
inmutarse ni variar su tono. No hubo descanso, ni
ninguna intervención por parte de los alumnos. Dos
horas enteras de pura exposición.
Cuando terminó, miró su reloj con los ojos
entrecerrados, dio por finalizada la clase y salió
caminando por la puerta. Su aspecto demacrado seguía
intacto, pero una gran sonrisa iba dibujada en sus labios.
—Dios mío, pensé morirme ahí dentro —murmuró
Aylara nada más salir.
—En mi anterior facultad me dio clase un profesor
bastante más cansino. Émerith a su lado es alguien
divertido.
Los ojos de Aylara y de Matt se pusieron como platos.
Ninguno de los dos podía imaginarse nada más lento y
tedioso que las dos horas que acababan de pasar.
—Bueno, llevo bastante prisa. Tengo que regresar a mi
pueblo y ayudar a mi padre con el trabajo. Los lunes van
a ser duros —se lamentó Ian.
—¿No vives aquí? —preguntó Matt.
—No, vivo en Haloria, a seis kilómetros de aquí. No
está demasiado lejos, pero el camino de vuelta es cuesta
arriba. Desearía que fuera al revés. Por las mañanas estoy
bastante fresco.
—¿Y tú, Aylara?
—Yo vivo en la zona de Floralys.
Matt no preguntó más. Aquella zona no era un lugar
muy agradable para vivir.
—¿Nos vemos mañana, entonces? —preguntó Ian—.
Quizá pueda explicarte cómo funciona la vida en la
facultad y las reglas no escritas que existen en ella. Hasta
entonces… no te metas en líos.
—Lo intentaré —respondió Matt con una sonrisa
cansada.
Aylara e Ian tomaron la calle Ulla, que los llevaría al
centro de la ciudad, mientras que Matt se encaminó hacia
la costa. Todavía eran las cuatro de la tarde, pero tenía
que hacer la mudanza y despedirse de Hans.
Sentimientos contradictorios se encontraron en su
cuerpo. Le hacía demasiada ilusión compartir techo con
Tom y con Ylia pero… iba a echar de menos a Hans. Y
ya casi se había habituado a su nuevo colchón. Ahora le
tocaría acostumbrarse a otro.
Recogió y guardó en una de sus maletas todo lo que
pudo. Tampoco le había dado tiempo a acumular
demasiadas cosas, salvo papeles y más papeles. Luego, se
dirigió a casa de Tom. Fue él quien le abrió la puerta.
—¡Buenas tardes, novatillo! ¿Qué tal tu primer día?
—No me hables…
Matt entró arrastrando los pies y dejó sus cosas en el
pasillo de la entrada, donde días atrás se acumulaban
decenas de cajas. Ahora no quedaba ninguna.
—Sorpréndeme.
—Fletcher Morgan nos ha hecho su mágica prueba del
valor y más de media clase ha sido expulsada. He
contribuido a que una chica adorable suspendiese un
examen y ni siquiera la he visitado luego. Y, por si fuera
poco, he tenido polémica con un gilipollas llamado Erwin
Lambert. Al parecer su mesa es demasiado exclusiva para
mí.
Tom no pudo evitar echarse a reír.
—¿Te has sentado en la mesa de Erwin Lambert? ¿En
qué mundo vives? —preguntó, sorprendido—. No eres
tan guapa para estar allí.
Matt le soltó un derechazo directo a las costillas.
—Pues sí que ha sido un día completito —comentó
Tom—. Intenta no relacionarte demasiado con Erwin. Él
y su círculo son personas bastante desagradables. Se junta
lo peor de cada casa…
—¿Tú también opinas igual?
—¿Opinar de qué?
—Sobre las chicas.
—¿Las chicas? Me gustan las chicas. Son un gran
invento para la humanidad —respondió Tom—. ¿Por
qué?
Matt sacudió la cabeza.
—No me refiero a eso. Me refiero a lo de los burdeles.
—¡Ahh! —exclamó—. No sé, cada una es dueña de su
cuerpo, ¿no? Que hagan lo que consideren oportuno. Lo
importante es que tengan la libertad de elegir.
Otro más. A Matt iba costarle aceptar aquellos
razonamientos. Quizá fuese un anticuado, o quizá ellos
eran demasiado modernos.
—¿Y no has hecho ningún amigo? —preguntó Tom.
—Tanto como amigos, no sé… Un chico de mi clase
me sacó del embrollo con Erwin Lambert. Parece
bastante majo, así que hemos quedado para vernos
mañana. Y también está otra chica, llamada Aylara.
Aunque es un poco rarita… —murmuró.
—Los raros somos interesantes —añadió con una
sonrisa—. Me alegro de ello, chaval. Y me alegro de que
estés aquí. ¡Bienvenido a tu nueva casa!
Matt no pudo continuar disgustado al verse empapado
por la contagiosa alegría de Tom Zarowa. Sonrió también
y lo siguió en dirección a su nueva habitación.
Dejó sus cosas en ella y echó un vistazo. Era una
habitación bastante bonita. Tenía un escritorio igual de
raro que el de la casa de Hans y una ventana por la que
entraba una más que digna cantidad de luz.
Y estaba su cama. La cama.
Era de un metro y medio de anchura. El colchón
resultó ser la cosa más cómoda que había probado en
años. Estuvo unos minutos tirado en él, mirando al techo.
Mientras, Tom intentaba abrir el pestillo de la ventana,
que parecía atascado.
Cuando un crujido y la posterior corriente de aire lo
alcanzaron, decidió levantarse.
—Voy a ver si me despido de Hans —balbuceó,
amodorrado—. Creo que se va hoy al atarceder. ¿Quieres
venir?
—Hmmm, creo que voy a pasar. Ya hablé con él ayer.
No me gustan las despedidas. Ni siquiera los hasta luego.
A Matt tampoco le gustaban, pero tenía que ir.
Quedó en regresar al piso a las siete de la tarde. Tom no
iba a estar, pero Ylia sí. No tenía una copia de la llave,
con lo que dependía de que alguien le abriese la puerta.
Encontró a Hans cuando estaba abriendo la cancela
para entrar a su casa.
—¡Hey! ¿Qué tal tu día?
—Bueno, pudo haber sido peor —respondió Matt.
Una hora atrás habría respondido una cosa totalmente
diferente. Supuso que el efecto “Tom Zarowa” había
hecho mella en él.
—Lo único es que tuve la genial idea de decir que
quería ser elementalista delante de Fletcher Morgan.
Pudiste haberme avisado de que os llevabais tan bien con
la brigada de Combate.
Hans desvió la mirada, azorado.
—Sí, bueno… Ya sabes cómo funciona esto de las
enemistades por prejuicios. Por eso no quería que fueses
con ideas preconcebidas, como ellos. Mejor que
descubrieras las cosas por ti mismo, aunque eso implicase
algún disgusto.
Entraron dentro. Hans parecía un poco agobiado. Sus
movimientos eran torpes y demasiado frecuentes.
—Todo saldrá bien —dijo Matt, intentando calmarlo.
—¿Qué? Ah, sí. Malo será. Tenemos mucho más que
ganar de lo que podemos perder. Lo que pasa es que…
no sé. Tengo un mal presentimiento.
—Para darle mil vueltas a las cosas ya llego yo. Ve y haz
tu misión, Elementalista del Agua.
Matt había aprendido los puntos débiles de Hans. Una
sonrisa sincera brotó de sus labios.
A los pocos minutos, alguien llamó a la puerta. Su
equipo venía a recogerlo. Hans la abrió y allí apareció una
mujer de unos veinticinco años. Matt parpadeó dos veces
para observarla mejor.
—¡Harumi!
¡Cuánto
tiempo!
—exclamó
Hans,
interrumpiendo sus pensamientos.
Ambos se fundieron en un abrazo.
—Este es Matt Meriens, nuestro nuevo estudiante de
elementalismo. Gracias a él tenemos la oportunidad de ir
a Norie.
Harumi se acercó a él y su sola presencia lo dejó sin
respiración. Era alta y morena, con una larga melena de
color violeta. Sus ojos eran verdes, muy vivos, y su
cuerpo, esbelto, estaba repleto de tatuajes. Todos eran de
un intenso color negro, con formas muy variadas.
—Encantada de conocerte, Matt Meriens —dijo.
Luego le dio dos besos en las mejillas. Olía demasiado
bien. A exuberancia y belleza. Nunca había visto una
chica igual.
—Es la hermana de Natsumi Ngüyen —le explicó
Hans—. Me habías comentado que la conociste en el
examen, ¿no?
El encantamiento creado por la presencia de Harumi
pareció resquebrajarse un poco.
—¿Eres la hermana de Harumi? Madre mía, no os
parecéis en nada.
Ella sonrió.
—Por supuesto que no. Mi hermana es un encanto. Y
yo no lo soy.
Una expresión burlona apareció en su cara. Tenía unos
labios grandes y bien perfilados. En el aire volvió a surgir
aquella aura y Matt sacudió la cabeza para espabilarse.
—¿Dónde está Soren? ¿Perdido como siempre? —
preguntó Hans.
—Lo recogeremos en la primera villa de camino a
Norie. Tenía asuntos que tratar allí, al parecer.
Hans asintió con la cabeza.
—Voy a recoger las cosas que me quedan y nos vamos.
Dame dos minutos.
—Nos están esperando dos calles más abajo. Date prisa
—urgió Harumi.
Regresó a la casa y Matt se quedó plantado en la puerta,
inmóvil. Su mente intentaba buscar algo que decir, pero
era incapaz. Parecía un muñeco.
—Así que tú eres el nuevo elementalista. ¿Qué afinidad
tienes?
—Viento.
—Interesante… Quizá pueda enseñarte alguna cosa en
el futuro, dado que también soy una elementalista del
viento. Espero que Alma te ayude a crear una buena base
sobre la que trabajar.
Matt asintió. Haría todo lo que le mandase. Sin
discusión.
Hans regresó entonces de dentro, cargado con varias
mochilas.
—Espero llevar todo —comentó, nervioso—. Odio
estos momentos. Siempre creo que me olvido algo.
Le dio un torpe abrazo a Matt y luego le dejó las llaves
de su casa.
—Nos vemos, Matt Meriens —dijo Harumi—. Dale
recuerdos a Tom Zarowa. Y dile que al regresar, iré a
verlo.
Tom también la conocía. Necesitaba hablar con él
sobre aquella chica. Con urgencia.
—Y cuidadito con mi hermana —añadió, mientras le
tocaba una mejilla con la palma de su mano.
Su calidez le hizo olvidar que estaba siendo amenazado.
Mientras se iba, observó su espalda, repleta de más
tatuajes. No entendía los símbolos, pero la hacían todavía
más atractiva.
Tuvo que forzarse a sí mismo a entrar en la casa.
Recogió sus últimas pertenencias y se aseguró de que
todo estuviese bien cerrado. Tardaría unos días en volver.
Luego, regresó al piso de Tom. O más bien, a su nueva
casa. Fue Ylia quien le abrió.
—¡Huooola! —saludó ella. Parecía animada.
—Hola, Ylia. ¿Puedo pasar?
—En teoría estás en tu casa, ¿no? —respondió con
sorna.
Tom apareció por el pasillo, farfullando algo con la
boca llena. Matt no pudo entender ni una palabra.
—¿Tú no eras el que no iba a estar aquí?
—La merienda es sagrada en esta casa, novato —
respondió, con tono amenazante—. Aprende a respetar
nuestras costumbres si quieres comenzar con buen pie.
Tanto Ylia como Matt se echaron a reír.
—Dios, Tom. ¿Quién es Harumi y de dónde ha salido?
Me he enamorado.
Fue Tom quien soltó una carcajada. Ylia, por su parte,
puso los ojos en blanco y masculló algo por lo bajo.
—Suele tener ese efecto sobre los hombres. Y qué
coño, en las mujeres también—añadió—. Es la mujer
más sexy del continente. Y no solo porque esté como un
queso. Es el hecho de que es la elementalista más
fascinante de todas. Y está loca, lo cual ayuda a no
aburrirse.
—Me dio recuerdos para ti, de hecho.
—No esperaba menos —respondió Tom, sacando
pecho.
Este recibió un codazo de Ylia.
—¿Y por qué es una elementalista tan especial?
Ambos lo miraron, incrédulos.
—¿De verdad no sabes quién es? —preguntó Ylia—.
La gran mayoría de aspirantes a entrar a la Academia de
Elementalismo vienen para intentar aprender lo que ella
es capaz de hacer.
—¿Y qué es lo que la hace tan especial?
Fue Tom quien respondió, con una sonrisa de
admiración dibujada en su cara.
—Ella es Harumi Ngüyen, pequeño. La única persona
capaz de volar.
Matt se quedó de piedra.
Había escuchado que existían elementalistas capaces de
manejar las llamas, el agua, el viento y otros elementos,
pero nunca imaginó nada parecido.
—¿Volar?
—En efecto, volar.
—¿Cómo es eso posible?
Tom sonrió.
—Has visto sus tatuajes, ¿no? La cuestión es que
Harumi Ngüyen no utiliza un colgante o un anillo eolítco
para practicar el elementalismo. Tiene la eolita tatuada
bajo su piel.
—¡¿Qué?!
—A ver… es difícil de explicar. Vamos al salón.
Matt y Tom se pusieron cómodos en el gran sofá que
había bajo la ventana. Era de color azul, con un tapizado
muy suave. Ylia, al ver que el tema derivaba en cuestiones
sobre elementalismo, decidió regresar a su habitación. No
solía estar muy interesada en ello. Y no parecía agradarle
demasiado la fascinación que ambos profesaban por
aquella mujer.
—Como
ya
sabes
—comenzó
Tom—,
los
elementalistas tenemos que enlazar las tres energías que
entran en juego en el elementalismo. En las personas
existen diferentes puntos en los que resulta más fácil
entrelazarlas. Para algunas, portar un anillo en sus manos
les facilita el proceso. Otros, como yo, prefieren un
colgante y sentir la confluencia cerca del pecho. Nuestro
amigo Jean, por ejemplo, tiene eolitas engarzadas en sus
pendientes. Depende de la persona.
Matt no pudo evitar pensar cuál sería el punto donde
las energías confluían con mayor facilidad en su persona,
pero no llegó a ninguna conclusión certera.
—Pero Harumi… es diferente. Ella consigue crear
puntos de enlace en todas las partes de su cuerpo, gracias
a la tinta eolítica de sus tatuajes. Y por eso puede manejar
el viento desde infinidad de ángulos y posiciones. Con
mucha práctica y muchos golpes, consiguió adquirir una
habilidad única en el mundo. Tampoco es que pueda
surcar los cielos de forma indefinida —aclaró Tom—,
pero sí ha alcanzado unas capacidades físicas más allá de
lo humano. Es capaz de danzar por el aire.
—Eso es… maravilloso —murmuró Matt—. Yo
también soy un elementalista del aire. ¿Crees que algún
día…?
No llegó a acabar la frase.
—Lo dudo. Han sido muchos los que han intentado
copiarla, pero ninguno ha conseguido ni siquiera
acercarse. Ya hace un par de años que nadie lo intenta. Ni
siquiera Soren, el único elementalista que ha sido capaz
de dominar dos elementos diferentes en toda la historia,
puede hacerlo.
—Soren… es el alumno de Hans, ¿no?
Tom afirmó con la cabeza.
—Es un individuo bastante extraño. No me cae muy
bien, creo que no entiende mis bromas. Lo que no quita
que sea increíble. Para mí, él y Harumi son la élite.
Ningún otro elementalista está a su nivel. Ni la primera
generación, ni Hans —aclaró—. Quizá Alma sí lo esté,
pero es una persona demasiado temerosa de lo que
pueden llegar a hacer sus habilidades.
—Alma es… ¿tan fuerte? —murmuró, sorprendido.
—Oh, ya lo creo. Pero sucedió algo que la hizo
apartarse del camino de los elementalistas en activo. Se
centró en su faceta docente y lleva dando clases más de
cinco años. Se niega a participar en misiones.
A Matt aquello le llamó la atención. Veía en Alma una
persona a la que admirar, pero por su personalidad, no
por sus habilidades como elementalista. Nunca pensó que
fuera una de las más poderosas.
—Tom, ¿cuántos elementalistas hay a día de hoy?
—Hmmm… —Tom se dio unos segundos para pensar,
mientras jugueteaba con un mechón de su desordenada
cabellera—. Desde hace dos años muchos lo han dejado,
han perdido la vida o han desaparecido. Así que…
quitando a los de nuestro grupo, a Hans y a Alma, existen
en Thalassia otros seis elementalistas.
Cogió un papel y una pluma que había por la mesa del
salón
y
comenzó
a
esquematizar
mediante
despreocupados garabatos.
—Primero tenemos a los cuatro conocidos como la
primera generación. Fueron los primeros elementalistas
instruidos por Erik, Hans y Alma. La primera es Leia
Atausha, la elementalista de la luz. Una chica educada y
fuerte. Me cae genial. El segundo es Erbond Kouth, un
elementalista del agua. No lo conozco demasiado, pero
me han hablado bien de él —murmuró—. El tercero se
llama Andrew Lerians, el elementalista de la arena. Una
absoluta delicia verlo en acción —añadió, con aire
soñador—.
Y por
último, Jeremy Thonens, un
elementalista del viento. Es famoso por ser el pionero en
el elementalismo híbrido.
A Matt le sonaba aquel término. Quizá Hans le hubiese
contado algo sobre ello, pero no conseguía recordarlo.
Parpadear varias veces fue suficiente para que Tom le
sacase de dudas.
—A ver… Existen dos formas de entender el
elementalismo. La clásica, donde el elemento en cuestión
es la única arma que entra en juego. Y luego tenemos la
híbrida, donde el elementalista también se sirve de los
artefactos creados por el ser humano para llevar a cabo
sus acciones.
—¿Y cuál es mejor?
—No creo que una sea mejor que la otra. Puedes usar
ambas, no son incompatibles. Hay elementalistas clásicos
que hacen maravillas. Por ejemplo, Andrew Lerians sólo
utiliza arena o materiales de una densidad similar. No
tiene ni idea de cómo manejar un arma y no lo necesita.
Por otro lado, nuestra amiga Natsumi es una
elementalista híbrida al cien por cien. No es capaz de
conectar las energías si no es a través de sus espadas.
Están hechas con una aleación entre eolita y acero. Y ella
es capaz de manejarlas a su antojo. Es un espectáculo
verla cuando hace equipo con su hermana. Pura belleza
—añadió, sonriente.
—¿Y yo qué soy?
—Un pueblerino perdido en la gran ciudad —
respondió Tom.
—No, idiota. Me refiero a lo de los elementalistas.
—Ya sé a qué te refieres, pero no es algo que yo pueda
adelantar. Ni siquiera lo intuyo, para serte sincero. Lo irás
descubriendo cada jueves con Alma. Ella es la que te
formará en el noble arte del elementalismo. Yo te ayudaré
cuando te atasques, pero nada más.
Matt asintió y se deslizó un poco en su asiento.
—Todavía faltan dos, ¿quiénes son?
—Harumi y Soren. Ya te lo he dado a entender antes
—refunfuñó—. Son la segunda generación y los conocen
como el dueto invencible. Harumi es una elementalista
del viento y Soren es un elementalista doble: domina
tanto el viento como el agua. Estando juntos, nunca han
sido heridos en ninguna misión, ni han tenido el más
mínimo problema para llevarla a cabo.
La voz de Tom denotaba demasiada admiración.
—¿Y cómo se domina más de un elemento? —
preguntó Matt, intrigado.
—Tienes muchas preguntas, tú —comentó Tom con
voz mustia—. Y yo soy muy vago.
Matt le lanzó una mirada desconsolada, mientras rogaba
con un gesto de sus manos.
—No lo sé, la verdad. Todos creíamos que era algo
imposible. Por algún motivo todos tenemos tan solo una
afinidad elemental. Todos salvo Soren, claro. Por eso se
lo conoce como “El Genio Elemental”.
—¿Y no hay elementalistas de la tierra? Pensé que el
único elemento que no podía ser dominado era el fuego.
Salvo por Erik Laurie, claro.
—Hmmm, sí, pero no son exactamente elementalistas
de la tierra. Hay muchos elementos y muchas
clasificaciones sobre los elementos, no solo la de los
cuatro grandes. Andrew Lerians maneja materiales como
arena, grava y diferentes tipos de terrenos. Pero no existe
ningún elementalista que pueda mover a su antojo rocas
macizas y hectáreas de tierra, si es a lo que te refieres.
Matt asintió. Era justo lo que estaba pensando.
Tom comenzó a desperezarse en el sofá, dando unos
bostezos que sonaban como un osezno llamando a su
madre. Resultaba cómico y a la vez perturbador.
—Se acabaron las preguntas por hoy. Tengo cosas que
hacer y ya has consumido la mitad de la energía que me
aportó mi merienda. Esto no puede seguir así —bromeó
mientras se levantaba—. Estaré algo liado con el
comienzo del curso, así que hasta el jueves no estaré
mucho por casa. Solo para cenar y dormir. Pero el jueves
por la noche… será grandioso.
—¿Qué pasa el jueves?
—¡¿Que
qué
pasa
el
jueves?!
—Tom
parecía
indignado—. ¡Es el primer jueves del curso y coincide
con la fiesta de fin de año! Hace muchos años que no se
da esa particularidad. Merece ser celebrada.
Hacía demasiado tiempo que Matt no le daba
importancia a celebraciones y fiestas. Sus años en el
contrabandismo le habían robado la ilusión por los días
festivos.
—Tú pórtate bien hasta ese día y yo te llevaré a los
lugares donde la felicidad está al alcance de la mano. O de
los labios —sugirió.
Matt no entendió si se refería a beber o a besar. Y
realmente, prefirió quedarse con la duda.
13- El preludio del fuego
El martes y el miércoles resultaron ser un poco más
agradables que aquel lunes de sobresaltos. Los tres
primeros días de la semana tenía el mismo horario: por la
mañana de nueve a una y por las tardes de dos a cuatro.
Era un horario concentrado, que le permitía tener las
tardes libres. Y eso le encantaba.
Las clases teóricas siguieron resultando monótonas,
aunque por fortuna no existían más profesores con el
tono de voz de Émerith. Por su parte, las clases prácticas
eran entretenidas. A Matt siempre se le había dado bien
cualquier actividad física. Además, el hecho de poder
moverse lo mantenía activo y despierto.
Tampoco tardó demasiado en darse cuenta de la suerte
que había tenido de tropezar con Aylara e Ian. Muy
pronto se convirtieron en su refugio en la facultad. Su
clase estaba formada por veinte personas y solo ellos dos
le dirigían la palabra. El resto seguía receloso, dado que
Matt era alguien señalado, alguien a quien tenían que
odiar. Por querer ser un elementalista y por haberse
enemistado con Erwin Lambert.
Los tres amigos se encontraban en las escaleras del
primer piso cada mañana y subían juntos al aula. En tres
días, Matt pudo conocerlos mejor que a muchas personas
de su pasado. La hora de la comida y los descansos daban
lugar a conversaciones sobre sus vidas, cosa que a Matt
siempre solía incomodarle. Pero por algún motivo, Aylara
e Ian eran diferentes y no tuvo problemas para sincerarse
con ellos.
Ian era una persona entrañable. Su aspecto frágil y
vulnerable no concordaba con su historia. Era un
verdadero soñador. De esos tenaces, que no se rinden
nunca.
Sus padres tenían una pescadería en Haloria y por todos
era sabido el tremendo trabajo que daba un negocio de
ese tipo alejado de la costa. Venir a diario a las lonjas de
Thalassia, transportar el pescado, prepararlo, limpiarlo y
conservarlo era un proceso largo y laborioso.
Durante un tiempo, Ian trabajó en la tienda familiar. Su
padre quería que aprendiese el oficio para algún día
heredarlo. Así que allí estaba, los siete días de la semana,
durante todo el año. Hasta que no pudo más. Aquello no
era para él.
Decidió oponerse a su familia e intentar entrar en la
universidad. Pero fracasó y no le quedó más remedio que
trabajar otro año más. Sufrió, ahorró y estudió de nuevo.
A la segunda, sí lo consiguió: logró entrar en la facultad
de desarrollo tecnológico.
Pero tras cuatro meses se dio cuenta, una vez más, de
que aquello tampoco era lo suyo. Por más que estudiaba,
nunca conseguía estar al nivel de sus compañeros. El
ritmo era demasiado alto y él, un principiante en aquel
mundo. Y por si fuera poco, lo que allí estaba estudiando
no era lo que esperaba. Así que una vez más abandonó la
facultad y regresó a la tienda de sus padres. El olor a
pescado volvió a formar parte de su rutina. Solo tardó
unas semanas en darse cuenta de que nunca podría ser
feliz. Y solo tenía veintiún años.
La depresión comenzó entonces a asomar cada vez con
más fuerza. Su físico y su personalidad se acabaron
resintiendo. Perdió mucho peso, su rostro palideció y el
brillo en su mirada amenazaba con desaparecer. Las
ilusiones de lo que alguna vez fueron sus sueños
comenzaban a apagarse poco a poco. Hasta que
descubrió, por casualidades de la vida, una oportunidad
donde nunca pensó encontrarla.
Por la festividades de verano en Thalassia, unos
feriantes provenientes de Sekyo, la cuna de la tecnología,
asentaron su puesto estrella en las calles de la ciudad. Era
un juego de precisión, mediante el cual podías ganar
dinero si acertabas disparando a unos objetivos. Pero no
había arcos ni ballestas. Para ello, el jugador utilizaba una
especie de artilugio. Los comerciantes lo llamaban fusil
ligero. Al parecer, en Sekyo estaba surgiendo una nueva
especialidad dentro de las brigadas: los llamados
brigadistas de artillería.
Ian, intrigado por la atracción, decidió probar suerte.
Cogió el fusil, cargó el pequeño proyectil en su
antecámara, apuntó y… acertó. Y para él, acertar en algo
resultó casi una catarsis. La sensación le inundó el pecho,
así que volvió a probar y volvió a acertar. Luego, otra vez
más. Y luego, otra. Aquello estaba hecho para él. Y
entonces, los planetas se alinearon.
El feriante resultó ser un brigadista retirado de Sekyo.
Sus contactos eran abundantes y en la misma fiesta,
coincidió con un alto cargo de las brigadas de Thalassia.
Este intentó dar en el blanco, pero erró todos sus
disparos. Fue entonces cuando el feriante le habló de un
chico
que
había
acertado
veinticinco
disparos
consecutivos, llevándose el mayor premio de su atracción.
La fiesta ya no iba a salirle rentable.
La facultad de brigadismo se puso en contacto con Ian
a los pocos días. Si así lo deseaba, el curso que viene
entraría a formar parte de un proyecto experimental: la
introducción de la artillería ligera en las brigadas estatales
de Thalassia. Él sería el primer estudiante. De hecho,
sería el único estudiante en el primer cuatrimestre. En
función de cómo evolucionase, se plantearían reclutar
más. La artillería era una tecnología demasiado novedosa
y resultaba muy cara de usar y de mantener.
Existían algunos artilleros en las brigadas estatales de
Thalassia, como aquellos dos que habían acompañado al
director Fletcher Morgan en su descabellada prueba
inicial. Matt los había visto apuntando con sus extrañas
armas a la tarántula. Pero fue Ian quien le explicó que
pertenecían a las brigadas de Sekyo, no a las de Thalassia.
Así fue como el destino acudió al rescate de una buena
persona, de Ian, el thalassiano escuálido de ojos azules. El
primer y único estudiante de artillería en la historia de las
brigadas estatales.
Aylara fue la última en sincerarse, aunque también la
que lo hizo con mayor naturalidad. Su historia resultó
más dura de escuchar. En ella ni siquiera había los halos
de esperanza que acompañaban a Ian. Ni siquiera tenía
unos sueños en el horizonte o el calor de una familia. En
determinados momentos, Matt llegó a decirle que no
necesitaba contarle todo aquello si le resultaba incómodo.
Podía guardarse alguna información. Pero a ella nada le
molestaba. Era una chica que no tenía ningún tipo de
miedo, prejuicio o preocupación. Cogía la verdad y la
miraba siempre de frente. Nunca rehuía nada, ni siquiera
los desprecios.
Matt vio cómo permanecía inmutable tras recibir más
de un insulto por su aspecto. No solía arreglarse mucho
para ir a la facultad. Cualquier ropa y una coleta eran
suficientes para ella. Todas las opiniones le resbalaban
por la piel como si estuviese untada con aceite. Era
impermeable. Y aquello quedó patente el día en el que
Matt salió en su defensa tras las burlas de varios
estudiantes:
“No vuelvas a hacer eso. Me gustan las personas que
me insultan de primeras. Así, ya sé que no significarán
nada en mi vida. Es rápido e indoloro. Es peor si no lo
hacen y me engañan. Un insulto de alguien a quien creías
conocer sí puede acabar haciendo daño”.
Su vida resultó ser una serie de catastróficas desdichas.
Su madre se quedó embarazada muy joven y el padre
desapareció en cuanto conoció la noticia. Nunca llegó a
conocerlo. Fue criada por su madre y sus abuelos, en
plena avenida del Amanecer. Sin embargo, sus abuelos
terminaron falleciendo cuando la edad se los llevó y
aquello significó un gran golpe para ambas. Fue entonces
cuando su madre conoció a otra persona: un buen
hombre, llamado Liam.
La adolescencia de Aylara parecía encauzarse de nuevo
hacia la felicidad, pero Liam enfermó y terminó
muriendo. Su madre comenzó a perder la cabeza,
creyendo que una maldición azotaba a su familia.
Malgastó gran parte de sus ahorros visitando brujas y
sacerdotes, hasta que uno le confirmó algunos de sus más
oscuros augurios: era ella quien estaba maldita, no su
familia.
Tres días después, su mente no pudo más. Se lanzó a
los acantilados del norte de Thalassia y murió en ellos.
Aylara se quedó prácticamente sola en el mundo.
—Mis amigos merecen saber mi verdad —se justificó,
al ver que Matt se había quedado sin palabras.
Y por aquella frase, Matt aguantó en silencio hasta que
ella terminó su historia. Lo hizo con un tremendo nudo
en la garganta, pero no permitió que sus emociones
fueran más allá. Aylara lo estaba contando todo con
sorprendente mesura. Ya habían pasado cinco años de
aquello y parecía haberlo superado. Podía verse cómo las
heridas de su infancia ya se habían cerrado, aunque eso
no quitase que todavía se notasen las cicatrices. Ahora
vivía con su prima, en Floralys, los suburbios de la
ciudad. No parecía una compañía muy adecuada, pero no
tenía a nadie más.
Y una vez los tres se conocieron, conformaron un trío
inseparable. Personas muy diferentes a las demás,
incomprendidas por muchos y odiadas por otros.
Los tres primeros días de la semana fueron cada vez a
mejor, pero resultaron bastante duros. Sin embargo, el
jueves llegó en el momento indicado e iluminó el espíritu
de Matt.
Alma lo había citado por la mañana en la Academia de
Elementalismo y Matt estuvo allí puntual. O más bien,
no. Odiaba tanto hacer esperar a la gente que solía llegar
diez minutos antes. Aun así, la puerta ya estaba abierta.
Entró y se dirigió al despacho de Alma. Siempre estaba
allí.
—¿Se puede?
—Pasa, pasa. Ya nos vamos en un minuto.
Terminó de escribir un documento y recogió sus cosas.
Mientras, Matt ojeaba su despacho con la mirada. El
desorden seguía reinando en el lugar.
Regresaron al pasillo y ella lo condujo escaleras arriba.
Nunca había estado en el tercer piso. De hecho, no sabía
ni que existía.
—Estamos yendo a la sala de prácticas para afines al
viento. Dado que a lo largo de nuestra historia ha sido el
elemento más común entre los elementalistas, decidimos
construir un aula dentro de la propia academia.
Llegaron a la estancia. Era una sala circular, con
numerosas rejillas y ventanas, aunque la mayoría estaban
tapiadas. La luz entraba en la estancia a duras penas.
—Bueno, Matt, hoy es tu primera clase. Lo primero que
tienes que saber es que el elementalismo es un proceso
largo y complejo. Puede que tardes semanas en conseguir
lograr un simple objetivo o puede que en unos minutos tu
mente encuentre la tecla adecuada y desbloquees ciertas
habilidades. Así que relájate y no te preocupes. Todo
aquel que tiene una afinidad consigue, tarde o temprano,
ser un elementalista. Te lo prometo.
Alma le apretó un hombro con su mano. Matt asintió.
Por algún motivo, no estaba nervioso.
—Todo elementalista necesita una eolita. Las eolitas
son
el
combustible
energético
que
permite
el
elementalistmo y, además, mejoran nuestras capacidades
perceptivas y sensoriales. Para comenzar, probaremos
con esta.
Alma le entregó un colgante. Matt pudo percibir al
instante la energía que emanaba. Era un fragmento de
eolita de color azul, engarzada en una cadena. Se lo colgó
en el cuello y sintió un pequeño cosquilleo que recorrió
todo su cuerpo. Notó cómo su percepción sufría ligeros
cambios. Se sentía… más atento, más despierto. Más
vivo.
—Una vez tenemos a una persona que porta una eolita
y presenta las capacidades sensoriales necesarias, el
siguiente paso es distinguir las energías para luego poder
conectarlas. Vamos a hacer un pequeño ejercicio.
Alma caminó hacia un extremo del aula y abrió una
pequeña ventana. Luego caminó hacia la otra punta e
hizo lo mismo con una rejilla. Una pequeña corriente de
aire comenzó a atravesar la habitación.
—Necesito que te coloques en el centro del aula —
indicó—. Cerrarás los ojos y comenzarás a sentir tu
propio cuerpo. Tomarás conciencia de todas sus partes,
de su peso, de su presencia… Una vez logres estabilizar
ese pensamiento, buscarás la presencia del elemento.
Comenzarás a sentir el viento fluyendo a tu alrededor. Lo
notarás con nitidez. Una clara brisa que atraviesa cada
rincón de tu percepción. Así que… ¿lo intentamos? —
preguntó.
—Lo conseguiremos —corrigió Matt, animado.
Se colocó en el centro del aula, donde había un círculo
construido mediante baldosas de diferentes colores. De
inmediato sintió la brisa de aire atravesándolo, pero la
ignoró. Primero tenía que percibir su cuerpo.
Cerró los ojos e intentó relajarse. Comenzó a respirar
con lentitud. Podía escuchar el aire entrando por su nariz
e insuflando vida en sus pulmones. Luego, recorrió su
cuerpo mentalmente, desde la coronilla hasta el último de
los dedos de sus pies. Sí, le resultaba fácil. Ya fuese por la
eolita o por la situación, su cuerpo respondía con lucidez
a su pensamiento. Podía sentirlo allí parado, en el medio
de la estancia. Como si lo estuviese viendo desde una
perspectiva aérea.
Y por algún motivo, algo saltó en su mente. Sintió
como si aquella situación ya la hubiese vivido antes. No
sabía si en sueños o en la vida real, pero supo que
aquellas sensaciones no eran novedosas. Sabía lo que
tenía que hacer.
Respiró dos veces y buscó la energía de la eolita. No
necesitaba encontrar la presencia del elemento, porque el
viento ya era una parte de su cuerpo en aquel momento.
Ya estaban unidos desde el momento en el que lo sintió.
Y sin saber cómo, encontró la conexión. Algo despertó
en un rincón de su cuerpo, algo que nunca había sentido.
La sensación era parecida a la de una extremidad
imaginaria que se había dormido durante la noche. Pero
aquello no era un brazo dormido. Aquello se sentía como
una nueva piel. Como una capa de energía que lo
rodeaba. Como una extensión de sí mismo que
comenzaba a recuperar la sensibilidad. Y esa nueva
extensión respondió a su pensamiento. Comenzó a girarla
a través de su cuerpo. Aquel movimiento le resultaba
cómodo y sencillo. Incluso era algo divertido.
—Matt —susurró una voz—. Abre los ojos, poco a
poco.
Matt escuchó la voz, pero le pareció que se encontraba
muy lejos. De todas formas, le hizo caso. Abrió los ojos y
percibió la corriente de aire fluctuando a su alrededor.
Podía sentir el viento agitándole algunos mechones de su
pelo castaño.
Entonces volvió a tener pura consciencia de la realidad
y algo se tambaleó en su mente. Sintió que se mareaba y
tuvo que luchar por no tropezar. La sensación se vino
abajo y él cayó de rodillas en el suelo.
—Realmente tienes un talento natural —dijo Alma,
mientras se agachaba a su lado—. Hacía mucho tiempo
que no veía a nadie cogerlo a la primera. Ni siquiera te
había explicado cómo canalizar la energía eolítica para
poder moldear la energía elemental. Es algo innato en ti,
pero todavía necesitas práctica. Confluir el momento de
percepción elemental con la percepción normal del
mundo
es
algo
complejo.
Cuando
perdiste
la
concentración y volviste a la percepción normal, todo se
vino abajo.
Matt la miró, asombrado.
—Necesito intentarlo —pidió, ansioso—. Otra vez.
Alma le obligó a descansar diez minutos y a beber unos
sorbos de agua. Por algún motivo, tenía una sensación de
sequedad en su boca.
—Has conseguido tres de los cuatro pasos básicos del
elementalismo. A la hora de realizar técnicas y habilidades
sencillas, existen cuatro pasos: conectar las energías,
canalizar el poder eolítico, moldear la amalgama de
fuerzas y liberarla. Has perdido la concentración en el
último punto, pero aun así, es un éxito tremendo.
Matt sonrió ante su buena suerte y volvió a intentarlo
una vez más. En esta ocasión, le costó mucho más
regresar al estado de abstracción necesario. Lo achacó a
que ahora estaba pensando en lo que hacía. La primera
vez solo se dejó llevar. Fue pura inspiración. Pero ahora
lo estaba haciendo de forma consciente.
Tardó unos diez minutos en conseguir el estado de
percepción elemental. El viento volvía a estar rodeándolo,
fluyendo libremente a su alrededor. Matt lo hacía girar,
aumentando su velocidad y reduciéndola. Para hacerlo,
sentía como si estuviese dirigiéndolo con los dedos. Pero
no era su mano la que se movía: era esa nueva presencia,
que lo rodeaba.
Esta vez, consiguió mantener la concentración una vez
abrió los ojos. Por algún motivo resultaba mucho más
difícil controlar el viento si lo miraba. A los pocos
segundos comenzó a sentir un gran cansancio en su
cuerpo, pero no tenía ni idea de cómo liberar aquello.
No logró hacerlo. No sabía dar el empujón necesario,
así que esperó hasta que las fuerzas le fallaron. Esta vez
comenzó a irse de bruces contra el suelo, pero fue Alma
quien lo sujetó a tiempo.
—Al parecer tenemos un problema para liberar las
energías —murmuró—. No tienes interiorizado el
mecanismo de empuje en tu mente, así que la única
manera de liberarte de la conexión pasa por perder la
concentración o quedarte exhausto. De todas formas,
estás usando de una forma excepcional la energía eolítica.
Me da la sensación de que utilizas muy poca energía vital
en el proceso, lo cual es muy difícil, sobre todo para
alumnos novatos. De todas formas… creo que esto va a
ser todo por hoy. Trabajaremos la liberación elemental el
próximo jueves.
Matt sonrió con dificultad. Se sentía feliz, pero no tenía
fuerzas para levantarse. Se mantuvo tumbado en el suelo
y pidió unos sorbos de agua a Alma. Ella estuvo a su lado,
hablándole sobre elementalismo, hasta que recuperó las
energías.
—Es lo más grandioso y divertido que he hecho en
toda mi vida —murmuró Matt cuando recobró el habla—
. No entiendo por qué, pero siento que he sabido hacerlo
desde siempre. Es como si de pequeño lo hubiese
aprendido y hasta el día de hoy no lo hubiese puesto en
práctica.
Alma sonrió, satisfecha.
—Lo has hecho genial. La última persona que aprendió
tan rápido fue Soren, uno de los mejores elementalistas. Y
Hans era su maestro.
—Me han hablado bien de él —respondió Matt.
El orgullo por la comparación resultó demasiado
evidente en su tono de voz.
Cuando tuvo fuerzas para caminar, Alma lo acompañó
de vuelta al piso de calle Hogsme. Le explicó que los
alumnos novatos deben acostumbrarse poco a poco al
hecho de portar una eolita. Las primeras semanas no
podría hacerlo más de una hora al día, así que ella se
quedó con su colgante. Podría ir a entrenar a la Academia
si así lo deseaba, pero no le dejaría la eolita en su poder.
Una vez llegaron a su piso, Alma se despidió.
—Te vas a sentir algo fatigado por la tarde. Descansa y
duerme un poco. Y si sales por la noche no bebas
demasiado. ¿Entendido?
Alma tenía esa esencia de madre que tan adorable le
resultaba.
—Entendido, maestra. Gracias por todo. Han sido unas
horas agotadoras, pero muy felices.
—Llámame Alma —corrigió—. Nos vemos cuando
quieras o el jueves que viene. Felicidades y… feliz año.
Matt se despidió de ella con un fuerte abrazo. No pudo
evitarlo.
Luego comenzó a subir las escaleras, lo que le llevó
cinco minutos. Consiguió llegar a duras penas a su cama.
Creyó tener muchas más fuerzas de las que realmente
tenía y las escaleras hasta el segundo piso las consumieron
casi todas. Todo su cuerpo pesaba demasiado. Una
tonelada.
Ylia apareció a los pocos minutos y entró en su
habitación.
—¿Te encuentras bien?
—Mejor que nunca —logró balbucear, con la cabeza
enterrada en su almohada.
Ella se acercó y se sentó a su lado, en la cama. Matt
hizo un esfuerzo y se dio la vuelta.
—Alma ya me había pedido que te echase un ojo hoy,
así que me tomé el día libre.
Matt intentó abrir la boca, indignado, pero no consiguió
articular ninguna palabra. Ni su mente ni sus cuerdas
vocales mostraban mucho entusiasmo por realizar sus
funciones.
Ylia deslizó una mano hasta su cuello y le tomó el pulso
durante unos segundos.
—Tienes un latido lento, pero estable. Te estaré
vigilando unas horas. —Ylia lo apuntó con un dedo de
forma amenazante—. Cuando despiertes te comerás un
buen bocadillo y ya estarás recuperado para la noche de
fin de año. Descansa.
Quiso irse, pero él la agarró por una mano. Aquello la
cogió desprevenida y sus mejillas se ruborizaron
levemente. Matt quería agradecerle la molestia, pero tenía
la boca seca. Rebuscó una sonrisa amable de sus adentros
y luego la dejó ir. Recordó que ella tenía cosas más
importantes que hacer que estar sentada a su lado. Se
quedó dormido casi al instante.
Despertó al cabo de unas horas. Por la ventana
entraban unos rayos de sol de una tonalidad bastante
agradable. Eran dulces y cálidos. Relajantes. Estuvo un
rato tumbado, recuperando el control de su cuerpo.
Entonces comenzó a levantarse y constató que sus
fuerzas habían regresado. Lo único que quedaba de su
entumecido cuerpo anterior era un leve dolor de cabeza.
La sentía como abombada.
—¡Buenos días, princesa! —gritó Tom Zarowa en
cuanto lo vio salir de su habitación—. ¡Ya pensé que no
te ibas a levantar nunca!
—Hmmm, ¿qué hora es?
—Las siete de la tarde. Date vida, porque en dos horas
nos vamos.
Matt invirtió las dos horas en cenar y adecentarse un
poco. Tom estuvo revoloteando a su alrededor durante
todo el tiempo, explicándole todos y cada uno de los
maravillosos y divertidos planes que había pensado para
aquella noche. Y en verdad, el entusiasmo de Tom era
contagioso. Matt se encontró a sí mismo cantando en la
ducha, algo que nunca hacía.
Cenaron los tres juntos una deliciosa tortilla de patatas.
Al parecer era un plato típico de la ciudad donde había
nacido Ylia.
—Entonces, ¿ya te encuentras bien? Pasé varias veces
por tu habitación para comprobar cómo estabas y
dormías como un bebé —dijo Ylia.
—Como un bebé de rinoceronte, querrás decir —
añadió Tom—. Vaya ronquidos que pegas, amigo.
Las mejillas de Matt adquirieron una tonalidad rojiza a
una velocidad sorprendente. No quería imaginarse a sí
mismo roncando a pierna suelta mientras Ylia lo miraba.
Intentó hacer desaparecer esos pensamientos de su
cabeza.
—Es que estuve acatarrado…
—Sí, sí. Lo que tú digas. Pero acaba de comer, que ya
es tarde —urgió Tom.
Matt solía comer bastante despacio, pero no tuvieron
que esperar por él. Fue Ylia la que tardó un buen rato en
prepararse. Llevaba un vestido verde, sencillo pero muy
bonito. Su habitual pelo recogido en coleta caía a chorros
por sus hombros. Estaba realmente guapa.
—Guau, ¡tened cuidado, chicos! —gritó Tom por la
ventana que daba a la calle—. ¡Hoy sale de fiesta Ylia
Dormer!
El pellizco que recibió en el brazo consiguió que Tom
gritase todavía más. Matt no pudo evitar echarse a reír.
—He quedado con Natsumi, Jean y Keira en el bar de
Amy. ¿Vienen los dos amigos estos de los que me
hablaste, Matt?
—No, hoy no. Tenían cosas que hacer... Son más
responsables que nosotros, la verdad.
Tom se encogió de hombros y salió por la puerta. Los
tres caminaron por las calles, charlando sobre las
tradiciones de Thalassia. Ylia era extranjera, pero aun así,
sabía muchas más cosas de la ciudad que el propio Matt,
que había crecido en aquel estado.
La tradición marcaba que la penúltima noche del año se
pasab reunida en familia. Pero la última noche del año,
tanto familias como amigos se reunían para ir al paseo
marítimo a las doce de la noche. Allí se hacía una especie
de ceremonia para iniciar el año. Tom e Ylia no quisieron
revelarle de qué se trataba. Decían que era más bonito si
no lo sabías.
Llegaron al bar de Amy a los cinco minutos. Allí los
esperaban sus tres amigos, en la entrada.
Jean, con su habitual aspecto sobrio y elegante. Sus
gafas tintadas seguían ocultando su mirada. Saludó con
delicadeza a Ylia y le estrechó la mano a Matt. Este no
pudo evitar echarle un vistazo a sus orejas. Allí seguían
sus pendientes eolíticos. Resultaba increíble pensar que
Jean era ciego y que gracias al elementalismo podía hacer
una vida normal.
Natsumi no trabajaba aquel día, así que su actitud era
dulce y reservada. Matt le dio dos besos y se quedó un
rato mirando con disimulo su larga melena pelirroja. No
pudo evitar recordar a su hermana. La verdad, no se
parecían en nada, salvo en que ambas tenían un pelo
fascinante.
Por su parte, Keira seguía con su estilo habitual. No
parecía haberse arreglado mucho. Su hombro derecho
seguía al aire, su ojo izquierdo ligeramente tapado por el
flequillo y su mirada, profunda y perdida. A Matt le
resultaba una chica demasiado enigmática. Se moría por
saber qué pasaba por aquella mente. Decidió saludarla
con un gesto de su mano. Según Tom, no solía tomarse
muy bien el contacto físico.
—Madre mía, se han juntado los tres más habladores
del grupo. ¿Cuántas palabras habéis dicho mientras
esperabais? —bromeó Tom.
—Las suficientes para hacer de nuestra espera un rato
agradable —respondió Jean.
Realmente era un tío con clase. Tom le echó una mano
al cuello y entraron juntos. Los demás los siguieron.
Tomaron sus asientos en una esquina. Al parecer esa
era la mesa a la que siempre iban. Todo el mundo lo
sabía. A Matt aquello le trajo un reflujo amargo de
recuerdos. El idiota de Erwin también tenía una mesa
reservada para él solo. La comparación le resultó odiosa.
Tom fue a saludar a su novia y a pedir unas bebidas.
Mientras lo seguía con la mirada, Matt vio una pizarra que
anunciaba una actuación aquella noche.
—Al parecer hay un concierto hoy. ¿Qué tipo de
música es?
—No tengo ni idea, la verdad —respondió Ylia—.
¿Dónde lo pone?
Matt señaló la pizarra donde estaba escrito el anuncio.
—Es un músico del reino Kalash. Una de las pocas
personas en el mundo que toca el yaybahar —respondió
Keira.
—¿El qué? —preguntaron todos al unísono.
—Es difícil de explicar. Ya lo veréis.
A los pocos minutos, Tom comenzó a traer las bebidas.
Tuvo una disputa con Amy sobre quién tenía que actuar
como camarero, pero al parecer ella dio el brazo a torcer.
Tom podía resultar muy persuasivo.
—¿Sabéis? Hoy hay un concierto del mejor instrumento
que existe en el mundo.
—El yaybahar —respondió Matt.
Tom se quedó patidifuso.
—¿Cómo diantres…?
—Keira nos ha informado del contenido de la
actuación —aclaró Jean.
Matt se echó a reír y le dio un buen trago a su cerveza.
Hans tenía razón. Cada vez le gustaba más. O más bien…
cada vez le disgustaba menos.
Estuvieron un buen rato bebiendo y charlando entre
ellos, hasta que comenzó el concierto.
El yaybahar era un instrumento de cuerdas bastante
extraño. Un hombre de calva incipiente era el encargado
de su interpretación. Su sonido lo cautivó desde el primer
instante. Aquellas notas no le recordaban a ningún otro
instrumento. Tenía un sonido metálico y envolvente, el
cual rellenaba la totalidad de la estancia, hasta en sus más
recónditos rincones. La música entraba por el oído y
atravesaba sus conductos, directamente hacia el cerebro.
O más bien, hacia el alma. Su repertorio era una mezcla
de improvisación y de canciones tradicionales adaptadas a
aquel instrumento.
Matt no era una persona muy amante de la música.
Solía aburrirle y no sabía tocar ningún instrumento. Pero
aquella interpretación consiguió emocionarlo. Y le
sorprendió ver que no era el único.
La completa totalidad del bar estaba inmóvil, mirando
los movimientos del arco sobre las cuerdas. Y lo que más
le sorprendió fueron Tom y Keira.
En la mirada de ambos se notaba el brillo provocado
por la emoción. Incluso podían intuirse algunas lágrimas
luchando por aflorar. No le extrañó en Tom, pues era una
persona que no solía ocultar lo que sentía. Pero sí le
sorprendió ver que Keira, aquella chica indescifrable,
podía emocionarse. Se frotaba las manos constantemente
e intentaba ocultar, todavía más, su mirada bajo el
flequillo.
La canción terminó. Hubo unos momentos en los que
las notas quedaron resonando en el ambiente. Y luego, un
silencio sepulcral de varios segundos inundó la sala.
Nadie se atrevió a romper aquel momento mágico. Tom
tenía los ojos cerrados. Parecía estar saboreando aquello
más que nadie.
Al final, llegaron los aplausos. Y con ellos, Keira se
levantó y salió casi corriendo del local.
—¿Eh? —murmuró Matt.
—Déjala. Es complicado de explicar —dijo Tom—.
Solo necesita unos momentos. Esta era una canción que
significaba mucho para demasiadas personas.
—¿Qué canción era?
—El preludio del fuego —murmuró Natsumi.
—Era la canción tradicional más popular de Thalassia
—explicó Tom—. Y era preciosa. Pero desde hace dos
años es utilizada por los familiares de los muertos en
Flergen. Al parecer la interpretan en sus funerales, para
que sus almas recuerden quién fue “el pueblo que los
exterminó”. Es una especie de venganza hacia nosotros.
Ahora… resulta complicado digerir esas melodías.
Matt iba a preguntar por qué demonios era tocada
aquella canción en un momento de celebración, pero
prefirió dejar el tema. El hombre continuó tocando una
nueva pieza, la cual rebosaba ritmo por todas sus notas. A
los dos minutos, la bebida y la nueva música consiguieron
que el efecto de la anterior canción se disipase. La música
también podía ser así. Breve, intensa y volátil.
Tom fue a buscar a Keira al exterior y regresaron a los
pocos minutos. Ambos venían sonriendo. A Matt le
encantó verla así. La curvatura de una sonrisa en sus
labios hacía su expresión mucho más dulce.
El fluir de la noche dejó aquel acontecimiento en una
mera anécdota. Cuando dieron las once y media, la gente
comenzó a abandonar el local, en dirección a la costa. La
mayoría se había comedido con la bebida, aunque a Tom
se le comenzaban a notar unos coloretes en sus mejillas.
Matt no pudo quitarle el ojo de encima a Keira, aunque
lo
hacía
con
mucho
disimulo.
Cuando
tuviera
oportunidad, la invitaría a dar un paseo. Quizá aquella no
fuese la mejor de sus ideas, pero el alcohol y el contexto
de
la
noche
siempre
consiguen
cambiar
ciertas
perspectivas.
Llegaron a la costa y la cantidad de gente que allí se
concentraba les sorprendió a todos. Cientos de personas
de toda edad y condición se extendían a lo largo del paseo
marítimo, que estaba iluminado con centenares de
antorchas. La decoración le daba una apariencia festiva y
mágica. Nunca había visto el arenal iluminado bajo la
mezcla de luz que proyectaban el fuego y la luna.
—¡Vamos, Matt! —urgió Natsumi mientras tiraba de su
mano—. ¡Que se acaban los farolillos!
Conforme avanzaba la noche, su timidez había ido
desapareciendo. Y lo mismo pasaba con los demás. Ylia
se reía por cualquier comentario y bromeaba sin parar.
Keira logró parecer en algún momento una persona
sociable. Y Tom… Tom seguía siendo Tom. El único que
permanecía impasible era Jean. Su apariencia seguía
inmutable: vestido impecable, sin una sola salpicadura de
bebida y con su omnipresente media sonrisa. Respuestas
cortas y educadas. No parecía afectarle el alcohol.
La tradición de fin de año en Thalassia resultó ser una
suelta de farolillos en la playa. A cada persona que así lo
desease le sería entregada una pequeña vela con un
farolillo volador. Cuando llegasen las doce de la noche y
el año terminase, todos serían soltados al unísono.
Lo curioso era que en la ciudad Thalassia la gente no
pensaba en propósitos para el nuevo año. En aquellos
farolillos se depositaban todas las cosas de las que uno
quería liberarse. Aliviar dolores, olvidar recuerdos o
ahuyentar fantasmas del pasado. Cualquier cosa era
válida.
Las personas cogían la vela entre sus manos y
transmitían todos sus pesares en ella. Luego, era prendida
y puesta en el farolillo, el cual ascendería por el cielo. La
vela quemaría los problemas y el viento se ocuparía de
arrastrarlos, para que nunca más regresasen.
Cuando llegó el momento, todas las campanas de las
murallas que protegían la costa sonaron al unísono. Y los
farolillos fueron soltados.
Un “ooohhh”, con una entonación digna de un grupo
coral, sonó cuando centenares de aquellas pequeñas bolas
de luz comenzaron a ascender por el cielo nocturno. Era
un espectáculo maravilloso. No podía haber una persona
en el mundo a la que no se le sobrecogiese el corazón
ante tal visión.
Matt observó la emoción e ilusión en las miradas de la
gente.
Familias
enteras,
amigos
y
conocidos.
Comerciantes que aquel día trabajaban y personas que
solo estaban allí para disfrutar. Aquel momento era de
todos y cada uno de ellos.
Miró a sus nuevos amigos y amigas, con sus miradas
iluminadas por el cielo desumbrante. Y no pudo evitar
que un nudo se pusiese en su garganta.
En los últimos tiempos estaba siendo demasiado
afortunado. No quería que su suerte volviese a cambiar,
por nada del mundo. No quería regresar a los caminos y a
las mentiras. Ahora estaba intentando conseguir una
forma digna de mantenerse. Y lo que era más importante:
ahora tenía un propósito, un lugar y unos amigos con los
que vivir. Solo quería eso. Vivir.
Una lágrima resbaló por su mejilla. Se apresuró a
limpiarla, con la esperanza de que nadie lo hubiese visto.
Y confió en que su farolillo se llevase bien lejos todos sus
malos recuerdos.
14- La primera gran noche del resto de sus vidas
Tras dar la bienvenida al nuevo año, la concentración
de personas repartidas por el paseo marítimo comenzó a
diluirse. El grupo con el que estaba Matt decidió, casi por
unanimidad, ir al local universitario. Era tradición que, en
el último curso de las titulaciones, los alumnos y alumnas
hiciesen un viaje para culminar aquella etapa de sus vidas.
Llevar a cabo eventos era una forma de conseguir dinero
extra con el que costearlo.
Aquella fiesta de fin de año era organizada en conjunto
por los estudiantes de educación y enfermería. Al parecer
compartían facultad. La única que no demostró
demasiado entusiasmo en ir fue Keira. Era una
celebración bastante interactiva, pensada para que los de
primer año conociesen a más gente. Solía llenarse de
novatos buscando amistades. O quizá algo más.
El local resultó ser enorme, como una especie de
pabellón. Había cuatro barras, situadas en cada esquina.
En
el
centro,
varios
músicos
preparaban
sus
instrumentos. La iluminación era tenue, pero la suficiente
para ver con claridad.
—Entonces, ¿qué es eso de una fiesta interactiva? —
preguntó Matt.
—Oh, es genial —exclamó Natsumi—. ¡Aquí conocí a
Tom!
Tom ni se enteró de la conversación. En el rato que
llevaban en el local, ya lo habían saludado cinco personas.
Ahora estaba hablando con dos chicas mucho mayores
que él. Estarían rozando la treintena de edad.
—A cada persona que quiera participar se le da una
tarjeta con cinco preguntas. Hay tres colores de tarjetas
—explicó Ylia—. Una vez tienes una, lees las preguntas y
apuntas las respuestas que tú darías.
—¿Y?
—Y luego buscas a las personas con tu mismo color.
Estas tienen que acertar lo que has puesto sobre ti. Y tú
lo que él o ella ha puesto sobre sí misma. Sin conocerse.
Solo con las primeras impresiones y los prejuicios que el
aspecto de aquella persona pueda darte.
Matt frunció el ceño. No tenía muy claro si aquel juego
iba a gustarle. Su timidez selectiva seguía arraigada en su
interior y entablar conversación con desconocidos era
algo que le costaba bastante.
—Oh, vamos, no pongas esa cara —refunfuñó Ylia—.
En este tipo de fiestas el ambiente siempre es muy
relajado. Además, no solo tienes que hablar con chicas.
Puedes hablar con todo el mundo. No se viene a ligar, se
viene a conocer gente.
—Discrepo con rotundidad —exclamó Tom, que
acababa de llegar—. Tú no vendrás a ligar, porque eres
una dulzura. Pero te aseguro que aquí hay mucho
depredador suelto.
Ylia sacudió la cabeza, pero terminó riéndose.
—Lo importante es que la persona que acierte menos
respuestas, pierde. Y entonces tiene que invitar a un
chupito al ganador —explicó Natsumi—. De todas
formas, la casa invita al perdedor, para que podáis
brindar. Todos son felices. Solo es un juego para romper
el hielo y conocer gente.
—¿Vamos a pedir las bebidas? —sugirió Jean—. Luego
se llenará y será más difícil encontrar un sitio.
Todos asintieron y se acercaron a una de las barras.
Para conseguir una tarjeta era necesario pedir una bebida.
Todos optaron por diversos combinados. A Matt la única
bebida destilada que no le disgustaba era el ron. En poca
cantidad y mezclado con zumo sabía bastante bien. El
resto le dejaba un regusto desagradable.
La parte superior de la tarjeta rezaba:
“Bievenidos y bievenidas al año 646. Sé una
persona educada y bebe con moderación”
Resultaron ser cinco preguntas:
1: ¿Cuántos años tengo?
2: ¿Cuál es mi color favorito?
3: ¿Qué estoy estudiando?
4: ¿Soy de Thalassia o vengo de fuera?
5: ¿Tengo pareja?
Al leer las preguntas, Matt opinó lo mismo que Tom.
Más de uno estaría allí con intereses “poco amistosos”.
La quinta pregunta era un tanto directa.
Comenzaron a cubrir sus tarjetas mientras daban unos
primeros sorbos a su bebida. Keira estuvo bastante reacia
y tuvieron que convencerla de nuevo. No paraba de
repetir que aquel juego era una gilipollez. Dado que Ylia y
Matt también tenían el color verde, le prometieron que
harían grupo con ella. La propuesta no terminó de
convencerla del todo, pero pareció entender que no iba a
encontrar una solución mejor.
—Dentro de treinta minutos, reunión en esta misma
barra —dijo Tom—.Y no insultéis a nadie —añadió,
lanzando una mirada acusadora a Keira.
—Seremos educados —respondió Jean, dándose por
aludido erróneamente.
Él y Natsumi tenían la tarjeta azul. También decidieron
ir juntos. El único que iba por libre con su tarjeta roja era
Tom. Y tampoco pareció importarle.
A los cinco minutos, cinco chicos ya habían parado
tanto a Ylia como a Keira. Matt tenía la mirada perdida y
sorbía su bebida en solitario, cuando una mano le tocó el
hombro.
—¡Hola!
Una chica bajita y de pelo corto le señalaba su tarjeta.
Era del mismo color.
—Oh, hola. Nunca he jugado a esto —respondió Matt,
un tanto aturullado—. ¿Quién empieza?
La chica sonrió.
—Tampoco tenemos por qué comenzar con las
preguntas. Me llamo Elodie. ¿Y tú? —preguntó sonriente.
—Ah, sí, perdón. Me llamo Matt.
Ella se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.
Matt había desarrollado una técnica defensiva después
de tantos errores. Dado que según el país de origen las
personas se saludaban con un número diferente de besos,
había aprendido a dejarse llevar para evitar situaciones
vergonzosas. A veces no lograba disimularlo y quedaba
incluso peor, esperando por un beso que nunca llegaría o
retirando la cara antes de tiempo. Pero en aquella ocasión
le había salido perfecto.
—Hmmm, no tienes demasiada barba, pero parece que
has vivido muchas cosas —murmuró la chica—. Por
eso… diría que tienes… veintidós años.
La carcajada que brotó del estómago de Matt estuvo a
punto de atragantarlo.
—¡Guau! ¿Tengo que decir la respuesta o revelamos la
verdad al final?
—Ahora te toca a ti adivinar mi edad —explicó—. Y
luego decimos las respuestas que tenemos apuntadas.
La ojeó de arriba abajo. Parecía ser bastante joven, pero
sin embargo su porte y su mirada eran casi las de una
mujer. Tenía un tono de voz firme y parecía confiada.
Decidió sumarle un par de años.
—Creo que tienes veintiún años.
En esta ocasión fue ella la que se echó a reír.
—¡Nooo! ¡Tengo dieciocho!
—Pues yo también…
La risa le duró poco. Fue el asombro el que apareció en
su cara.
—¿Estás de broma? ¡Pareces mucho mayor! —exclamó
la chica.
—No sé si tomarme eso como algo bueno o como algo
malo —dijo Matt con tono jocoso.
Ella desvió la mirada unos segundos y dio un sorbo a su
bebida. “Como algo bueno”, pensó Matt en sus adentros.
—Supongo que me toca a mí, ¿no? —musitó Matt—.
Veamos… tu color favorito… es el azul.
Llevaba unos pantalones vaqueros acompañados de una
bonita camisa azul oscura. Era de una tela muy bonita y
ajustada.
—¡Eso es injusto! —exclamó ella al ver cómo Matt
miraba su camisa.
—Nadie dijo que la vida lo fuese.
—El tuyo también es el azul —respondió entonces, con
seriedad.
Matt no se esperaba aquella respuesta.
—Oh, ¿por qué lo sabes?
—Pura suerte. Y te has fijado en mi camisa. Quizá
porque a ti también te gusta el azul.
Fue él quien desvió ahora la mirada, azorado. Tenía
razón.
Siguieron charlando y jugando. Realmente era una chica
genial. Muy natural y desenfadada. Lo malo… que sus
amigas habían aparecido y estaban detrás, esperándola.
Matt pudo sentir los murmullos y las miradas. Aquello le
incomodó un poco.
Al final, ella falló las tres preguntas restantes y Matt
acertó una: Elodie era natural de Thalassia. Aquello
significaba que él era el ganador. Ella le extendió la mano
y añadió un “bien jugado” con la expresión de derrota
más tierna que había visto nunca. Lo llevó a la barra más
cercana y lo invitó a un chupito. Matt insistió en que no
era necesario, pero ella pareció ofenderse. “Soy una mujer
de palabra”, respondió.
Bebieron lo que parecía ser un licor de café y Matt tuvo
que hacer esfuerzos por retener sus lágrimas.
—Oh, dios. Que fuerte estaba esto —logró decir ella.
—Aiglglh —graznó Matt.
Un escalofrío le había puesto de punta todos los pelos
de sus brazos. Ella se echó a reír y le dio un amago de
abrazo. Matt no tuvo ni tiempo de corresponderlo.
—Encantada de conocerte. Quizá nos podamos ver en
otro momento. Estas no me van a dejar tranquila, y
además… hoy no está permitido acaparar a las personas.
¡Ya tienes a otras dos esperando detrás!
Matt echó un vistazo. Eran Keira e Ylia.
—Oh, no, a ellas ya las conozco. Son mis amigas.
La respuesta pareció agradarle. Su sonrisa se amplió.
—Eres un encanto, chico. ¡Nos vemos en otra ocasión!
Y allí se quedó Matt. Vio cómo se marchaba, siendo
interrogada por sus amigas. En su vida había
experimentado tal ejercicio de desparpajo, naturalidad y
sinceridad. Ojalá todas fueran como ella. Y ojalá aquello
le sirviera para desterrar su timidez de una vez por todas.
—Cómo te las gastas, ¿no?
Ylia había saltado en su espalda y decidió también
comenzar a interrogarlo.
—Ha sido una chica muy agradable. Yo no habría
tenido el valor de ser como ella. De hecho, o este juego es
útil, o ella era muy buena. Ha sido divertido.
Siguieron caminando, dando vueltas por el local. Ylia,
sonriente y habladora, no le giraba la cara a nadie.
Tuvieron que esperar por ella en dos ocasiones, hasta que
un chico muy alto vino a saludar a Keira. Ella miró a
Matt, pero este se encogió de hombros. Decidió dar una
vuelta en vez de quedarse allí de pie mirando como
hablaban.
Por algún motivo, en aquella zona de la fiesta la balanza
entre
mujeres
y
hombres
estaba
bastante
desproporcionada. Supuso que era porque estaban cerca
de las barras. La verdad era que los chicos solían darle
más a la bebida. De todas formas, Matt tampoco tenía
intención de ir a la zona de las chicas. Ya no le apetecía.
Dudaba que ninguna pudiese superar a Elodie.
Vio cómo Keira se apartaba unos metros de aquel chico
y volvía junto a él.
—¡Oh, uno azul! ¡Prepárate para jugar! —le dijo Keira.
A Matt le dio un salto el corazón. No parecía ella.
—Estoy seguro de que estudias química, ¿a que sí? —le
preguntó.
Su voz era alegre y su expresión animada. Incluso su
sonrisa parecía sincera. No entendía qué pasaba.
—¿Eh?
Ella acercó su boca a su oreja. Un cosquilleo le atravesó
la espalda al sentirla tan cerca. Pudo sentir sus mejillas.
—Sígueme la corriente, por favor —suplicó, un tanto
agobiada.
Matt entendió al vuelo y actuó en consecuencia.
—¡Claro que no! Estudio medicina, chica. Pero me
apuesto un chupito a que tú eres de la facultad de
brigadismo.
Ella lo miró. La máscara de su nueva expresión seguía
siendo perfecta. Pero su mirada seguía siendo la misma.
—Pues qué pena, tendrás que invitarme a una copa.
Estudio desarrollo tecnológico —mintió.
Lo agarró de un brazo y lo llevó hacia la barra. Aquel
chico alto no se había marchado. Tenía la mirada clavada
en ella y agarraba con fuerza su tarjeta. Justo en ese
momento se acercó a ambos. No tenía un aspecto muy
amigable.
—Mi princesa, mi reina de Kalash… Por favor, desearía
tener un minuto con vos.
Keira abrió los ojos de par en par e intentó hablar. No
parecía encontrar las palabras.
—Lo siento, estoy ocupada —respondió entonces, con
sequedad.
El hombre inclinó su cabeza, nervioso, y retrocedió
unos pasos.
—Necesito salir de aquí —murmuró.
—Yo te cubro.
Una parte maligna del alma de Matt se emocionó con
aquella circunstancia. Tenía una excusa para ser cariñoso
con la mujer de hielo. Y ella no podía negarse. Así que
actuó sin pensar y le dio un abrazo. Para su sorpresa, ella
le correspondió. Se puso de puntillas y lo abrazó, incluso
con más fuerza. Apoyó la cabeza sobre su hombro y
estuvo allí unos segundos. Luego se apartó y lo cogió de
una mano. Estaban cálidas, como el día en el que
descubrió su afinidad con el viento.
Un cosquilleo volvió a recorrer la espalda de Matt.
“Relájate, joder. Solo es una actuación”, pensó.
Keira tiró de él y lo llevó hacia la salida. Una vez fuera,
alejada del ruido, se apoyó contra una pared y la sonrisa
se esfumó de su mirada.
—¿Estás bien? —preguntó Matt.
Keira le ordenó que se callase con un gesto de la mano.
Tenía la mirada clavada en el suelo.
—L-lo siento —tartamudeó Matt.
—No es por ti, idiota. Necesitaba salir de ahí —logró
decir a los pocos segundos—. Me estaba dando un ataque
de ansiedad. No llevo nada bien los momentos en los que
comienzo a sentirme observada.
—¿Quieres dar un paseo?
Ella lo miró, dubitativa.
—Por aquí, por la costa. No hay demasiada gente, pero
tampoco estaremos solos.
Matt pareció encontrar la respuesta que ella quería
escuchar. Asintió y comenzó a caminar. Su aspecto alegre
y dulce había desaparecido por completo. La habitual
inexpresividad volvía a reinar en su rostro.
Entonces Matt lo recordó: Keira estaba en la brigada de
Exploración. En aquella división solo entraban las
personas capaces de actuar y fingir bajo circunstancias
extremas. Y ella lo había hecho a la perfección. Quizá
para otra persona una fiesta no sería un contexto
complejo, pero para alguien que está sufriendo un ataque
de ansiedad, desde luego que sí.
Caminaron por el paseo marítimo, sin hablar. Cuando
llegaron a un banco que estaba libre, ella lo ocupó. Matt
se sentó a su lado, guardando las distancias. Se mantuvo
callado varios minutos, esperando unas palabras por su
parte. Pero nunca llegaron. Siguió esperando. Y
esperando. Hasta que no pudo aguantar más.
—¿Algún día me dirás por qué te comportas así? No
me creo que de verdad seas tan… seca.
Había sonado un poco agresivo. Incluso el adjetivo
usado para definirla era lamentable. Se arrepintió al
instante. Abrió la boca para arreglarlo, pero ella comenzó
a hablar.
—Si te permito estar aquí conmigo es bastante más de
lo que pueda desear el noventa y nueve por ciento de las
personas —respondió.
Parecía bastante más relajada.
—Pero…
—Eres un buen chico, Matt Meriens. Sincero. Pero yo
no lo soy.
—No creo eso… ¿Por qué no ibas a serlo?
Ella lo miró. Su propia personalidad sumada al
maquillaje en sus párpados y en la línea del ojo hacía
aquella mirada aún más profunda. Casi intimidante.
—Quizá algún día lo sepas…
Matt tragó saliva. Un sudor frío intentaba brotar de sus
poros.
—Es muy fácil asustarte, Matt Meriens —murmuró
ella, observando su reacción.
Keira se acercó a él y se sentó a su lado, apoyando la
cabeza en su hombro. No hizo ni un comentario.
Simplemente permaneció allí, reclinada, mirando el
arenal. Matt se quedó paralizado. No solía ser muy bueno
en los primeros momentos de las distancias cortas, pero
aquella chica lo desarmaba.
—¿Lo ves? —preguntó ella—. Ya estás temblando.
Matt la empujó hacia un lado, con suavidad, mientras
intentaba poner cara de indignado. Y ella sonrió. Volvió a
ser una sonrisa dulce. Una de esas sonrisas que te
iluminan la expresión. Luego se acercó de nuevo y colocó
sus profundos ojos a la altura de la mirada de Matt.
—Eres un buen chico. De verdad que no quiero
estropearte —murmuró.
Su voz era pausada y dulce. Se acercó un poco más.
Matt comenzó a perder el control de su conciencia.
Solo escuchaba los latidos de su corazón en el oído y en
el pecho. Parecía querer salir de su sitio. Tenía los ojos
abiertos, pero no podía ver nada. Todo estaba nublado.
Fue entonces cuando un beso acalló todas sus dudas.
Sus párpados se cerraron, buscando disfrutar aquella
sensación. Solo duró unos segundos, pero fueron
suficientes para transmitirle más que cualquiera de los que
le habían dado en el pasado. Había demasiados contrastes
que explicar en aquel beso. Intenso y delicado. Tierno y
sugestivo. Breve e infinito.
Abrió los ojos. Vio a Keira, cerca de él. Ella todavía
tenía los suyos cerrados y los labios entreabiertos. Tras
unos segundos, lo miró.
—No lo estropees con preguntas, por favor.
Matt ni siquiera tenía ninguna. Su mente seguía en un
limbo, abrumada por aquel contraste de sensaciones. Lo
único que quería era más. Pero no lo encontró.
Keira se puso rígida en el banco y se arropó con su
chaqueta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, desconcertado.
—Te dije que no lo estropearas…
Matt resopló, contrariado. Aquel momento mágico ya
se había desvanecido.
—Creo que me voy a ir a mi casa. Fue una mala idea
venir a la fiesta.
—¿Ah, sí? —preguntó Matt, un tanto molesto.
—Sí, me agobio con las concentraciones de personas.
Dejaron el banco y regresaron por el paseo marítimo,
en silencio. Al llegar al cruce que llevaba al piso de Keira,
se despidieron.
—¿Te acompaño hasta la puerta?
—No es necesario. No tengo miedo.
Matt asintió y se dio la vuelta, dispuesto a marcharse.
Fue Keira quien lo sujetó por una mano.
—Realmente… no creo que haya sido un error venir
esta noche —musitó.
Se acercó y lo envolvió con un suave y lento abrazo.
Ella descansó sobre su pecho durante unos segundos,
como quien encuentra un lugar de consuelo tras una mala
racha. Matt decidió seguir sus consejos y no preguntar.
Aquella chica no tenía respuestas. Pero sí tenía algo que
lo hacía sentir vivo. Y mil y una cosas más.
Al llegar de vuelta al local, Ylia y Tom lo estaban
esperando en la puerta.
—¿Dónde diantres estabas? ¿Y Keira? —preguntó Ylia,
visiblemente molesta.
—Un borracho ha intentando ligar con ella diciendo
tonterías. Se agobió y me pidió ayuda para huir. Ya está
en su casa.
—¿Qué te dije, señora de “los han secuestrado”? —
bromeó Tom.
Ylia sacudió la cabeza y entró de vuelta en el local.
—Dios, Matt, menuda castaña llevo encima…
—¿Qué?
—Que he bebido sentado, me acabo de levantar y me
ha subido todo. Mis pies tienen hormigas y ya no noto la
nariz. Siempre me pasa esta cosa…
Matt se quedó mirando cómo Tom se frotaba la nariz,
intentando sin éxito conseguir sensibilidad en ella.
—Estás como una cabra.
—Eso dicen —respondió Tom, todavía contrariado
con su ebriedad—. Por cierto, ¿qué pasó exactamente con
Keira? ¿Está bien?
—Sí. Un chico muy alto quiso hablar con ella y empezó
a decirle “mi princesa, mi reina de Kalash” y no sé qué
historias. Fue bastante cómico, pero a ella no le hizo
ninguna gracia.
Matt esperó que Tom comenzase a reírse de la absurdez
de la situación o al menos un comentario marca de la
casa, pero este ni siquiera mostró una leve sonrisa. Desvió
la mirada y dio un sorbo a su bebida, sin hacer ni un
comentario. No parecía Tom Zarowa.
—¿Tom?
—Dime.
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? No pasa nada. ¿Qué va a pasar?
Matt frunció el ceño. Allí pasaba algo.
—¿Qué ocurre con Keira?
Tom suspiró y dio otro sorbo. Luego se sentó con
cuidado en los escalones de la entrada del local. Miró
alrededor y se aseguró de que no hubiese nadie
escuchando. O al menos nadie a quien le interesase
aquella conversación.
—Eres un cabrón con suerte —anunció Tom—. Me
has pillado con la guardia baja y ahora ya no puedo
mentir. Escúchame bien, porque va a ser la única vez que
te comente algo del tema. Y como digas algo, te crujo —
apuntilló.
Nunca había visto a Tom tan serio. Decidió sentarse a
su lado y equiparar su seriedad. Necesitaba saber qué
había pasado y no quería incomodarlo.
—Ese chico que ha visto antes a Keira no era ni un
borracho ni un loco. Keira sí es la heredera al trono de
Flergen. Y con ello, de toda la región de Kalash —añadió.
Matt escuchó aquellas palabras, pero no tuvieron
ningún significado para él. Al menos en un inicio. Al cabo
de unos segundos, reaccionó.
—¡¿Qué?!
—¡Shhh! ¡No grites!
Su expresión seguía siendo seria. No le estaba tomando
el pelo, como de costumbre.
—Keira ya estaba estudiando aquí cuando ocurrió lo
que ya sabes en Flergen —explicó—. Odiaba a su familia,
odiaba su posición y odiaba su vida. Fue el propio Erik
Laurie el que vio que tenía aptitudes elementales. Él la
trajo hace tres años, de forma anónima, para que
estudiase un año en Thalassia. Y desde entonces sigue
aquí. Ninguna persona la ha reclamado, porque ya no
tiene familia cercana. Y el resto… Nadie va a reclamar
que una heredera vuelva a por su trono. Es mucho mejor
repartírselo entre ellos.
Matt no sabía si creérselo o no. Si reír o llorar. Aquello
solo podía ocurrir en sueños o en cuentos. Tardó unos
momentos en asimilarlo y en poder pensar con claridad.
—Pero ¿por qué lo oculta?
—No quiere saber nada más de su vida anterior. Toda
la verdad solo la saben Erik Laurie y ella. Yo solo sé las
partes que me ha confiado. Pero imagina ser la heredera
del trono de Flergen y vivir en Thalassia, estudiando lo
que aparentemente destruyó tu ciudad natal y a tu familia.
Se me ocurren varias razones para mantenerlo en secreto.
Ella misma tendrá sus contradicciones con todo lo
ocurrido. Es difícil.
Matt sopesó aquella información. No podía creer que
Keira fuera la hija de un rey. Ella era algo totalmente
opuesto a una persona criada en un ambiente cortesano.
Por su forma de ser, por su forma de vestir y por su
forma de pensar. Quizá por eso había huido de allí.
—Joder… No sé qué decir, la verdad —murmuró Matt.
—Nada. No digas nada hasta que ella te lo cuente —
amenazó—. Si se entera de que me has pillado en un
renuncio y te lo he tenido que explicar, me odiará varias
semanas.
—No te preocupes, no creo que me lo vaya a contar…
Tom entornó la mirada. La sonrisa de Tom Zarowa
volvió a aparecer en su rostro.
—Si ha tenido el suficiente arrojo para darte un beso, lo
tendrá para decirte toda su verdad.
—¿¡Qué!? ¿Nos has visto? —gimió, sorprendido.
—Oh, no. Pero gracias por confirmarme mis sospechas
—respondió Tom, más sonriente todavía—. He visto que
tenías los labios más brillantes. Keira siempre usa
bálsamo de cacao para evitar que se le agrieten. Y por
mucho que lo niegues, siempre te ha resultado una chica
interesante.
Matt cogió un pañuelo de su bolsillo y se frotó con
urgencia los labios. En efecto, una pequeña mancha
brillante apareció en la tela.
—Te odio. A ti y a tu capacidad de observación.
Tom rio mientras miraba su vaso.
—Es este brebaje mágico, amigo. No soy yo.
Matt no tuvo más remedio que terminar sonriendo. A él
también lo habían cazado.
Se levantaron y regresaron dentro, prometiendo no
hablar de ninguna de las dos revelaciones hasta que fuese
ella quien decidiese que eran merecedoras de ser tratadas.
La fiesta no resultó la misma después de todas aquellas
sensaciones, pero aun así, terminó siendo una noche que
todos recordarían. La primera gran noche del resto de sus
vidas.
Lo tuvo bien claro en el momento en el que, pese a
despertarse con un terrible dolor de cabeza y la boca seca,
sonrió como no lo había hecho en mucho tiempo.
15- Un viaje inesperado
Hans y su expedición tardaron tan solo una semana en
llegar a Norie. Gracias a un antiguo tratado que permitía
al estado de Thalassia utilizar la senda del este a través de
los bosques infinitos de Hylissia, habían ahorrado unos
días de viaje. De tener que rodear la meseta central y
seguir la ruta del norte, habrían tardado al menos quince
días, incluso yendo en carruajes o en caballos. Este
tratado fue posible gracias a Erik, el Elementalista del
Fuego, una de las pocas personas en el mundo que visitó
la ciudad de Yrimial, en pleno corazón de las montañas
de cristal.
Aun así, atravesar los bosques de Hylissia no resultaba
una experiencia placentera. Sus habitantes eran una
comunidad estanca y sus contactos con el exterior se
limitaban a lo estrictamente necesario. Ellos decidían
cuándo había algo sobre lo que hablar y nadie osaba
llevarles la contraria en sus tierras. Todo el continente
sabía qué clase de criaturas custodiaba aquellos bosques.
O más bien no. Nadie tenía ni idea de lo que podían
esconder las profundidades de aquella verde espesura.
Solo sabían de una. Y esta era suficiente para ahuyentar a
cualquier persona con ganas de crear problemas en sus
dominios: las titanoboas.
Hans había atravesado la senda del este cinco veces en
su vida y nunca las había visto. Pero las había sentido.
Vaya que si las había sentido. El crujir de las ramas que se
partían bajo su peso, la maleza apartándose a su paso y el
hondo ruido provocado por sus cuerpos al deslizarse. Un
cuerpo tan inmenso que conseguía hacer vibrar la tierra
bajo sus pies.
Aquellos que las habían visto hablaban de serpientes de
más de quince metros de longitud y con una envergadura
del tamaño de un carruaje. Eran las guardianas del bosque
y los habitantes de aquella comunidad tenían una extraña
comunión con ellas. Algunas leyendas hablaban de
encantadores de serpientes. Otras decían que eran
inofensivas a los seres humanos. Pero Hans sabía lo que
ocurría.
La verdad residía en que los habitantes de los bosques
infinitos podían comunicarse con ellas. Estas eran seres
con gran inteligencia, no un simple reptil más. Años atrás,
atravesando la senda con su hermano y varios brigadistas,
vieron cómo un grupo de cazatesoros del reino de Kalash
los adelantaban. Sus integrantes habían ignorando las
advertencias y los tratados con los habitantes de los
bosques de Hylissia. Y lo que era aún peor: estaban allí en
busca de eolitas. Hans todavía podía recordar cómo aquel
día, la codicia de unos pocos acabó cobrándose la vida de
muchos.
Los silbidos de los habitantes del bosque comenzaron a
recorrer el terreno en cuanto vieron a los cazatesoros.
Rincón a rincón, árbol por árbol. Parecían salir de todas
partes. Era su forma de comunicarse a distancia. De
llamar a las titanoboas.
A los pocos segundos, todos en su grupo comenzaron
a sentir unos temblores. Erik ordenó calma y los mantuvo
agrupados. Parecía sereno y confiado, pero había
encendido una pequeña llama, la cual mantenía en la
palma de su mano. Una llama azul, muy intensa.
Hans pudo sentir a varios seres aplastando la maleza a
ambos laterales del grupo. A los pocos minutos, unos
gritos desgarradores atravesaron la espesura. Y luego, la
calma regresó.
Erik apagó su llama y ordenó continuar al grupo. Pero
Hans pudo ver cómo observaba las copas de los árboles y
asentía a lo que allí estuviese escondido. Prefirió no
preguntar.
Desde aquel suceso habían pasado varios años y Erik ya
no estaba con ellos. Aun así, la travesía resultó tranquila.
No vieron a ningún habitante de los bosques, ni sintieron
la presencia de las titanoboas. Según los tratados, lo único
que tenían que hacer para atravesar la senda del este era
portar los atuendos de las brigadas y ser menos de diez
personas. De esa forma, nadie ni nada los interrumpiría.
Fueron cuatro días de camino a través del bosque, hasta
que salieron de él, a veinte kilómetros de la frontera con
el reino de Norie.
En aquella zona, los pueblos todavía eran tierras libres.
En muchas fronteras entre civilizaciones, estados o
reinos, las poblaciones decidían seguir actuando como
entes autónomos. Algunas lo hacían porque preferían
ocultarse del mundanal ruido de los países y de sus
políticas. Otras mantenían su independencia para
arrimarse al sol que más calentase. Y otras permanecían
siendo libres porque siempre lo habían sido.
Al séptimo día, el grupo liderado por Hans y el decano
Hume llegó a la ciudad de Norie. La más antigua del
continente. La cuna de la civilización moderna.
Norie era una inmensa ciudad amurallada, aunque solo
en su núcleo central. Su masivo crecimiento había creado
una extensa población periférica, en la que vivía la
mayoría de la clase trabajadora y humilde. El centro
estaba reservado para la clase alta, los religiosos y la
aristocracia. Al fin y al cabo, Norie era una ciudad, pero
también la capital que bautizaba a un reino del mismo
nombre: el Reino de Norie. Y en los reinos, las
estructuras sociales seguían muy ancladas al pasado.
El clima era mucho más caluroso que en Thalassia y la
masificación de viviendas resultaba agobiante. Lo bueno
de la ciudad de Norie era su abundante vegetación, que
insuflaba oxígeno y frescor a sus calles. Eran los
pulmones que depuraban aquella gran masa de edificios.
La expedición llegó al centro de la ciudad cuando el sol
se encontraba en su cénit. Decidieron no perder el
tiempo y se dirigieron al Gran Templo de Isioktes.
No fue necesario prestar demasiada atención para sentir
el despliegue del ejército del reino de Norie. En cada
esquina de cada calle había patrullas de soldados. Pese a
que la ciudad parecía vivir un día normal, se percibía un
cierto halo de tensión en el ambiente. En cuanto llegaron
al templo de Isioktes, la brutal concentración de soldados
que allí encontraron les dejó atónitos.
Hans ya había visto el Gran Templo, pero su
envergadura siempre lograba cortarle el aliento. Inmeso,
de gruesas paredes y con innumerables puertas, tenía
cinco grandes cúpulas, con sendos minaretes en sus
cimas.
El decano de la diplomacia le hizo una señal y Hans
avanzó con él, en dirección a la puerta principal.
—Déjame hablar a mí. Conozco las jerarquías del
ejército de Norie y sé a quién tengo que dirigirme. Y más
importante: sé cómo hacerlo.
—Todo tuyo —murmuró Hans.
Hume saludó con una leve reverencia a un soldado que
portaba un atuendo dorado. Este correspondió el gesto.
—Saludos, signifier. Vengo desde el estado de Thalassia
en misión oficial. Hemos pedido audiencia con la Maestra
Sacerdotisa Yovara para tratar asuntos vitales para las
relaciones bilaterales entre nuestros pueblos.
El hombre evaluó sus palabras durante unos segundos y
luego asintió. Susurró algo a sus acompañantes y entró al
templo.
Matt echó un vistazo a su alrededor. Estaban rodeados
de soldados. La mayoría de ellos se debatían entre seguir
con su labor o permitirse el lujo de echar alguna mirada
furtiva a Harumi. Más de alguno no pudo evitar la
tentación. Nunca habían visto una mujer como aquella. A
los pocos minutos, regresó el signifier.
—Solo tres personas del grupo podrán acceder al
templo. Son las normas en estos días difíciles.
El decano Hume asintió y miró a Hans.
—Harumi vendrá con nosotros —anunció.
Notó la mirada de Soren quemándole en la espalda,
pero prefería a Harumi con él. Soren era una persona
demasiado impredecible y nada podía estar fuera de
control en aquella reunión.
Entraron al edificio, escoltados por una decena de
soldados más el signifier. El templo era una obra maestra
de la arquitectura noriense. Estaba totalmente construido
en mármol blanco y contaba con más de seiscientos años
de antigüedad. Su interior era espacioso y siempre se
mantenía fresco, incluso con las habituales altas
temperaturas de Norie.
Tras caminar durante cinco minutos y subir varios
pisos, llegaron a una sala. Allí, en una gran mesa, estaba
trabajando una anciana: la Maestra Sacerdotisa Yovara.
No fue necesario avisarla.
—¡Oh, por favor! Son amigos, signifier. Bajad las
armas.
El signifier hizo una señal y sus hombres relajaron la
postura.
—¿Cuántos años hace que no te veo, Hume? —
preguntó desde su silla.
Su tono de voz era delicado y cadencioso. Y pese a la
relevancia de su cargo, parecía una mujer cercana.
—Demasiados, mi señora.
El decano se acercó a la mesa de la sacerdotisa e hizo
una leve reverencia con la cabeza. Ella se levantó y
avanzó hacia él. Su delgadez extrema y las pronunciadas
arrugas en la piel delataban una larga vida. Sin embargo,
su larga melena, totalmente blanca, la rejuvenecía una
decena de años.
—¿Qué os trae por aquí?
—Es un asunto delicado de explicar. Me gustaría
presentarle a mis acompañantes. Harumi Ngüyen, una
elementalista de Thalassia. Y Hans Laurie, el fundador de
la Academia.
La anciana evaluó a ambos con la mirada. O más bien,
no. Solo evaluó a Hans.
—El hermano de Erik, el hechicero ígneo… —susurró
la sacerdotisa.
Su tono no sonaba ni a reproche ni a amenaza.
Sonaba… vacío.
Hans no supo muy bien cómo actuar. Se limitó a asentir
con la cabeza y repitió el mismo gesto que había hecho
Hume.
—Así es. ¿Podemos tomar asiento? Nos gustaría
explicarnos con tranquilidad y claridad.
Ella hizo un gesto y las tres personas provenientes de
Thalassia se sentaron al frente de la mesa. Aun así, dos
soldados se mantuvieron cerca de ellos, por orden estricta
del signifier.
—¿Y bien? ¿Que os preocupa tanto, amigo mío? No os
veía
tan
nervioso
desde
el
último
conato
de
enfrentamiento entre Norie y Carlyn.
—Verá… Nuestro compañero Hans, después de lo
ocurrido hace dos años, abandonó la ciudad de Thalassia
en busca de respuestas para sus preguntas y anhelos.
La sacerdotisa se incorporó un poco en su silla. Parecía
estar interesada.
—En una de sus habituales travesías a lo largo y ancho
del continente, Hans Laurie tuvo la mala o la buena
fortuna de toparse con un grupo de contrabandistas. Es
habitual cruzarse con ellos en posadas o tabernas. Nadie
puede delatarlos, pues suelen esconder bien sus robos o
los materiales con los que trafican. Siempre y cuando esas
materias no puedan ser percibidas por… gente con
habilidades especiales.
Un brillo surgió en la mirada de la Maestra Yovara.
—Harumi, si eres tan amable… —indicó el decano.
Harumi se levantó y sacó un pequeño saquito de su
bolsillo interior. Lo abrió y extrajo la reliquia conocida
como “El colgante de Alda”. La puso con delicadeza
encima de la mesa, ante la atenta mirada de la maestra
sacerdotisa.
—Esto… Esto es… —murmuró.
—Una reliquia que os ha sido arrebatada hace unas
semanas. La reconocimos al instante.
—¿Cómo? —preguntó. Su tono seguía siendo cordial,
pero un matiz de dureza había empañado la entonación.
—Como he dicho, Hans Laurie se cruzó con un grupo
de contrabandistas, quienes lo reconocieron al instante e
intentaron someterlo para robarle. Resultaron ser unos
traficantes de reliquias. Muchas de sus reliquias tienen
unos fragmentos rocosos que nosotros conocemos como
eolitas. Son un material poderoso. Único en este mundo.
Y los elementalistas los portan.
Ella asintió. Conocía de sobra aquella historia.
—Hans Laurie, vista su vida amenazada, no tuvo más
remedio que acabar con los atacantes. Ellos subestimaron
su poder y lo pagaron caro. Él había sentido casi al
instante que portaban una eolita de una pureza muy
superior. Algo único. Y aquí estamos, entregándola de
vuelta al lugar donde debería estar. Sabíamos del asalto al
templo de Isioktes, pero nunca pensamos que fuese de tal
magnitud. El robo de una reliquia como esta es un
acontecimiento que nunca había ocurrido.
—¿El robo de una reliquia? —preguntó la sacerdotisa,
visiblemente molesta—. Han sido usurpadas las cinco
reliquias sagradas del braonismo. Esta que traéis con
vosotros es la última que esperaba ver. La única que
hemos recuperado…
La expresión del decano cambió. No se esperaba que la
situación fuese tan peliaguda.
—No tenía idea de la gravedad del asunto —susurró—.
Lo lamento. Nosotros podemos asegurar que esta reliquia
era transportada por un grupo de cuatro contrabandistas.
Fueron abatidos por Hans hace poco más de un mes. En
el cofre eran portadas otras baratijas y alguna eolita de
poca pureza, las cuales también hemos traído. Pero
ninguna otra reliquia como esta.
La anciana suspiró y cogió el colgante. Lo miró con
melancolía, como quien recuerda un tiempo en el que
aquellas joyas adornaban el cuello de bellas damas
norienses. Finalmente, sonrió.
—En nombre del reino de Norie, agradezco el regreso
de esta reliquia. Me encargaré de que sean bien tratados.
Sin embargo, por razones obvias, les será tomada
declaración por las autoridades competentes. No se fían
de mí en estos asuntos.
El decano asintió. Era algo que ya traían preparado.
—Si me permite el atrevimiento… ¿Cómo es posible
que tales reliquias hayan sido sustraídas del lugar más
seguro del mundo? —preguntó el decano.
—Buena
pregunta…
—murmuró
la
anciana,
contrariada.
Su mirada volvió a entristecerse.
—Los atacantes conocían pasadizos, cámaras y lugares
secretos a lo largo de todo el templo. Lugares que ni yo,
que llevo setenta y dos años viviendo entre estas paredes,
conocía.
Todo aquello resultaba muy extraño. El tono triste y
contrariado de la sacerdotisa parecía apuntar a una
traición desde dentro de la Orden Braónica. Pero aquello
tampoco tenía mucho sentido. Como bien había dicho,
nadie conocía mejor el templo que ella misma. Nadie
vivo, al menos. Aquella información tenía que haber
estado oculta en algún otro lugar.
—¿Cree entonces que alguien ha facilitado esa
información? —murmuró el decano.
—Ya no sé lo que creer, hijo. Estoy demasiado vieja y
cansada para estas historias. Solo quería un retiro
tranquilo…
Hume asintió. Aquella frase podía ser un simple
pensamiento de la Maestra Sacerdotisa Yovara, pero
también una forma de hacerle entender que no iba a
hablar más sobre aquel tema.
Y la segunda opción resultó ser la más probable. A los
pocos minutos llegaron altos cargos del reino de Norie y
la anciana sacerdotisa dio por finalizado su papel en
aquella
reunión.
Serían
otras
personas
las
que
investigarían con ellos en torno al robo de las reliquias
braónicas.
Dos soldados acompañaron a Hans y al decano,
mientras que otro escoltó a Harumi a la salida. Los
trasladaron a una nueva estancia, en donde esperaron
unos cuantos minutos.
Luego los separaron, sin la menor explicación. Hume ya
lo había puesto en antecedentes: querían comprobar si
ambos coincidían en la versión de los hechos. Era un
procedimiento básico en la recopilación de datos sobre
acontecimientos ya ocurridos.
Ambos repitieron, palabra por palabra, el guion que el
decano había preparado con anterioridad. No hubo
fisuras. Tras dos largas horas, el equipo de interrogación
se sintió seguro de la veracidad y concordancia de las
explicaciones. Por ahora, la corona de Norie agradecía sus
servicios a Thalassia por entregar de vuelta una valiosa
reliquia robada. Más adelante se pondrían en contacto
con ellos. Hume salió satisfecho de la misión.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Soren en cuanto
consiguió un momento a solas con Hans.
—Pudo haber ido mejor. Pero también mucho peor.
En general… creo que bien.
—Este templo es una fortaleza inexpugnable. ¿Alguna
noticia
sobre
cómo
un
lamentable
grupo
de
contrabandistas pudo robar una de las reliquias más
valiosas de la historia?
—No una. Han robado cinco —murmuró Hans—.
Creo que la teoría más extendida por Norie es que alguien
de dentro los ha traicionado. Se colaron y huyeron por
pasadizos que nadie sabía que existían. Tenían un
conocimiento absoluto del templo y de sus secretos.
Milimétrico. Como si tuviesen los planos de su
construcción. Ni la propia Maestra Yovara tenía
constancia de esos lugares, según nos ha explicado.
Soren palideció. Por un momento pareció que iba a
decir algo, pero su mirada se perdió en el horizonte.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hans. Sabía que Soren
nunca se quedaba sin palabras
—Nadie conoce mejor el templo de Isioktes que la
Maestra Sacerdotisa. Nació entre sus muros y morirá
entre ellos. Toda una vida dedicada al braonismo.
Hans asintió. Aquello era cierto.
—Según ella, nadie vivo conoce mejor el templo. Dijo
que esos túneles y pasadizos podrían llevar inutilizados y
encubiertos siglos…
La mirada de Soren volvió a perderse en el horizonte.
Una ráfaga de viento revolvió su pelo grisáceo.
—¿Puedes decirme cuál es tu hipótesis? —preguntó
Hans.
—Puede que conozca un lugar donde los secretos sobre
el braonismo están enterrados —murmuró.
—¡¿De qué estás hablando?!
—Hablo de que no eres el único que ha estado
investigado durante el último año —respondió Soren,
con un brillo de emoción en su mirada—. Tengo una
teoría, pero necesito tu ayuda.
—Esto es… ¿extraoficial?
—Oh, sí. Totalmente —confirmó, con una media
sonrisa.
Hans sacudió la cabeza. Soren tenía el extraño vicio de
saltarse las normas y la legislación de Thalassia. Más de
una vez había terminado en los calabozos, tanto
nacionales como extranjeros. Muchas de sus misiones
eran a espaldas del propio gobierno, e incluso de la propia
Academia de Elementalistas. Sin embargo, la información
que conseguía les había salvado el pellejo en más de una
ocasión. Demasiadas, de hecho.
—Y… ¿dónde es ese lugar?
—¿Qué tal aguantas el calor?
En su expresión había cierto temor, pero a su vez un
halo de emoción contenida. Hans entendió al instante el
lugar de su destino y la emoción también lo alcanzó: La
Ciudad Perdida del Desierto, el lugar al que siempre había
querido ir, y el lugar al que alguien que quisiese ir, nunca
podría llegar.
Tanto el decano como Harumi fueron un tanto
escépticos con las explicaciones de Hans. No mintió
sobre la idea de acercarse más al sur con Soren, pero sí
sobre el motivo que allí los llevaba. Sugirió que era una
cuestión de entrenamiento elemental. Soren ya dominaba
dos elementos, quizá pudiese dominar un tercero. Era
algo que él quería intentar y para ello necesitaban
acercarse hasta el desierto. Y Hans se veía obligado a
ayudarle. Había estado dos años ausente de su
entrenamiento y tenían que recuperar el tiempo perdido.
Era su maestro.
No sin varios reproches y malas caras, el equipo partió
de regreso a Thalassia sin ellos. Al fin y al cabo, la misión
que les habían encomendado estaba terminada. No
pasaba nada por retrasar su vuelta un par de semanas
más.
No perdieron el tiempo, dado que el viaje era muy
largo. Una caravana de mercaderes salía ese mismo día en
dirección a Cydonia, la última ciudad antes del desierto
del sur. Hans y Soren consiguieron arreglar un espacio en
uno de los últimos carromatos por el módico precio de
cinco doblones cada uno. Tardaron doce días en atravesar
el reino de Norie. Y cuando llegaron, Hans tenía
demasiadas dudas sobre si debería estar allí.
Soren había omitido una parte de la verdad: no había
descubierto qué se escondía en La Ciudad Perdida del
Desierto por pura casualidad. Se había infiltrado en los
Oblivion.
—Tienes que estar bromeando —murmuró Hans,
aterrado.
—No, no lo estoy. Este mundo tiene demasiadas tierras
desconocidas y secretos enterrados. Y los Oblivion son
uno de ellos.
—Por Raoar, Soren. ¿Eras tú el Oblivion encargado de
la zona de Thalassia? ¿Por eso las heridas parecían hechas
por un arquero del viento?
El chico se mantuvo callado.
—Eres increíble —murmuró.
—En este caso, el fin justifica los medios —respondió
Soren.
Su rostro ni se había inmutado. Aquellos ojos azules
seguían tan helados como de costumbre.
—No, no lo hace.
—No voy a discutir contigo. Puedes dar media vuelta
cuando quieras.
Su dureza consiguió irritar a Hans, pero Soren volvió a
hablar antes de que el calentón del momento lo llevase a
aceptar su consejo.
—O puedes seguir conmigo y averiguar por qué el
reino de Kalash está intentando conseguir toda la eolita
que existe en nuestro continente. O también por qué de
los océanos están surgiendo criaturas que muchas
leyendas ya ni siquiera narraban. O quién sabe, quizá
descubramos algo sobre tu hermano. Pero si tu problema
son unos cuantos seres indignos menos en este mundo…
—No es tan fácil —refunfuñó Hans, de mala gana—.
Las cosas no son así.
—Las cosas son. Así que vendrás conmigo al sur y me
ayudarás a encontrar la verdad. Luego, serás libre de
hacer lo que quieras durante lo que te quede de vida. No
me entrometeré.
Hans dudó.
—¿Por qué me necesitas? Ya hace bastante tiempo que
me has superado.
—Eres el mejor elementalista del agua que existe. Y yo
necesito al mejor. Ya te confirmé tus suposiciones
durante el trayecto… Algunos Oblivion conocen algo
parecido al elementalismo. Ellos lo llaman fusión con las
energías naturales. Necesitaría ayuda en caso de que las
cosas se pongan feas. Si me descubren, yo solo no haría
nada contra la organización más poderosa del continente.
—¿Y cuántas veces has ido a la ciudad del desierto?
¿Tienes intención de pelear?
—Un par de veces. Y espero no tener que recurrir al
elementalismo ni a ti —aclaró.
Hans abrió la boca, pero no logró concluir nada. Había
demasiadas preguntas, pero por algún extraño motivo,
confiaba en Soren. A su edad, había hecho más cosas por
Thalassia y por la Academia que ningún otro
elementalista. Pese a haber esperado todo el trayecto para
contarle la verdad, le daría una oportunidad más.
Conocer La Ciudad Perdida del Desierto y a los
Oblivion bien lo merecía.
16- Pentágonos
Una tarde soleada de jueves daba por finalizado el
primer mes de clases.
Matt caminaba exhausto y tembloroso, pero feliz. En
tan solo cuatro sesiones había conseguido aprender a
controlar
y
estabilizar
los
procedimientos
del
elementalismo. Definitivamente, era algo innato en él.
Pero hasta el día de hoy, había algo que se le resistía: la
liberación de la energía.
Durante interminables horas intentaron, mediante
diferentes técnicas y perspectivas, que Matt consiguiese
liberar las energías que habían sido canalizadas y
moldeadas. Sin embargo, le resultaba imposible. Como si
le faltara un pequeño empujón. Como si no lograse
encontrar algo que rompiese aquel bloqueo mental. Hasta
que lo encontraron. O más bien, Tom Zarowa lo
encontró, tres días atrás.
Desde la primera semana, día sí y día también, Matt
había estado pidiendo a Tom que le mostrase su forma de
hacer elementalismo. Todo el mundo que lo veía
caminando
con
él
cuchicheaba
a
sus
espaldas.
Comentarios como: “¡Es el elementalista del sonido!”, “es
un verdadero genio” o “está como una regadera, pero es
único en su especie” eran habituales.
Matt quería saber en qué consistían sus habilidades. Lo
necesitaba. En tan solo un mes se había convertido en un
obseso del elementalismo. Le encantaba conocer todos
los tipos de elementos, de energías, de habilidades y de
perspectivas.
Y el lunes pasado, al anochecer, Tom le había
cumplido su capricho. Él tenía una habilidad especial. Lo
único que necesitaba eran dos cosas: un sonido con una
determinada frecuencia y una eolita.
—Te presento a mi compañera de viajes —dijo Tom,
mientras abría el armario de su habitación—. Esta belleza.
Tom desenvainó una larga espada. Matt nunca había
visto nada igual. Al menos, con aquella estructura. Era
una espada brillante y esbelta, pero su particularidad
residía en su forma: tenía dos filos. Como si fuese un
diapasón.
La alzó con un brazo y golpeó la empuñadura con los
nudillos de su mano libre. Un sonido potente y constante
reverberó en toda la estancia.
—Eso es un la —explicó Tom—. Y es la nota que
utilizo para ejecutar mis habilidades elementales.
Matt no entendía nada. Todo aquello parecía una
broma.
—Te enseñaré uno de los motivos por los que a veces
también colaboro con la brigada de Exploración. Sal de la
habitación y coge dos objetos de esta casa. Luego,
escóndete en cualquier lugar. Me da igual en dónde.
Matt no sabía si Tom le estaba tomando el pelo o si
estaba hablando en serio, pero le hizo caso. Salió de la
habitación y cogió lo primero que encontró: una vieja
lámpara que estaba arreglando Ylia y el plato del
desayuno que se había olvidado en su habitación. Luego,
entró en el baño.
A los pocos segundos, volvió a escuchar aquel sonido.
Sin embargo, hubo algo diferente: el sonido no se
apagaba. De hecho, iba a más. Aquella nota entró por la
puerta del baño y lo inundó. Pudo sentir las vibraciones
en cada rincón de su cuerpo. Luego, sintió cómo se
retiraba y el silenció volvió a reinar.
—Sal del baño y friega ese plato —gritó Tom desde su
habitación, en la otra punta del piso—. Y ya de paso
lávate las manos. Esa lámpara estaba recién pintada.
Matt palideció al instante. Se miró las manos, como un
idiota. En una seguía el plato y en la otra, la lámpara.
Tenía razón: la pintura aún estaba fresca. Pero no le
importó. Dejó las cosas en el suelo y fue corriendo a la
habitación de Tom.
—¿Me puedes explicar…?
Tom se echó a reír al instante.
—¿A que mola? Es una de las variantes de la habilidad
que utiliza Jean para poder ver. Mediante el sonido que
proyecto puedo recorrer el espacio y hacer una imagen
residual en mi mente de lo que hay. Él fue mi maestro.
—Pero… pero… —Matt no encontraba las palabras
adecuadas—. Eso es increíble. Es decir, estaba en la otra
esquina de la casa. Y has podido saber lo que yo tenía en
las manos. ¿Qué definición tiene esa técnica?
—Hmmm, depende de la energía que emplee, del
sonido inicial y de mi nivel de concentración. Ahora
mismo no me esforcé demasiado. Si no, podría decirte
qué calcetines llevabas puestos.
—Madre mía… Y yo sigo aquí atascado, sin poder
liberar energía.
Fue entonces cuando Tom puso en sus manos aquella
espada. Matt sintió algo extraño, pero no tardó
demasiado tiempo en darse cuenta de qué ocurría. El filo
estaba hecho de acero eolítico.
—Yo comencé como un elementalista híbrido. Quizá
tú seas igual —murmuró, pensativo—. ¿Tienes tu eolita?
Matt asintió. Había insistido mucho a Alma para que se
la dejase un día por semana.
—Vamos a la playa entonces. Quiero probar algo.
Tom guardó la espada en su funda y salió en dirección
al arenal. Una vez allí, le pidió a Matt que le enseñase los
pasos que había seguido. Este los llevó a cabo, sin
demasiada dificultad. Ya era capaz de percibir las energías
y conectarlas sin tener que cerrar los ojos.
Pudo sentir cómo el viento comenzaba a danzar a su
alrededor, agitando sus ropas. Y una vez más, sonrió. Le
encantaba aquella sensación.
Pero al cabo de unos minutos, el habitual atasco regresó
a su mente. Comenzaba a sentirse cansado y no podía
parar aquel proceso. Tom se acercó y le entregó su
espada. Estuvo a punto de perder el equilibrio elemental,
pero logró mantenerlo.
—Imagina que la espada es un trampolín para liberar
toda la energía atascada. Concéntrala en un punto y
golpea. Sin miedo.
Matt entendió la esencia del mensaje. Cerró los ojos y
concentró toda su energía en la empuñadura. Sintió una
vibración a lo largo de su brazo, pero aguantó la
sensación hasta que no pudo más. Comenzaba a doler.
Con un grito de rabia y esperanza, soltó todo lo que tenía
acumulado en su interior con una estocada al aire. Y
sintió cómo toda aquella frustración se liberaba con
demasiada facilidad.
Un potente torbellino surgió de su espada y atravesó el
arenal, levantando grandes cantidades de arena. Matt,
incrédulo, vio los vientos disolverse unos quince metros
más adelante.
Al instante, las piernas le temblaron e hincó las rodillas
en la arena. Luego, se echó a reír. A carcajada limpia.
—La vida es fácil, colega —dijo Tom—. Solo hay que
saber encontrar la tecla indicada.
Matt lo miró y sonrió. Un gran atasco acababa de ser
borrado de su interior. Se sentía… libre.
Y así fue cómo aquel día consiguió liberar las energías.
Tras la experiencia consiguió su nueva espada, una katana
de acero eolítico, recién forjada por el herrero de la
Academia. Alma se la había entregado el jueves por la
mañana y la clase de la tarde había resultado todo un
éxito con ella. Un arma de aleación eolítica era todo el
empuje que necesitaba para liberar sus energías.
Tras aquella clase, Hans había quedado con Ian y
Aylara en su casa. Los tres se habían agrupado para un
trabajo de historia y el lunes tenían que exponerlo. No era
una temática demasiado motivadora, pero trabajar con
ellos dos resultaba muy sencillo.
Ian era demasiado trabajador y le encantaba redactar los
textos. Meticuloso y perfeccionista, le daba mil vueltas a
cada oración, buscando su perfección. Era algo que se le
daba bien.
Aylara resultó ser una verdadera apasionada de la
historia. Las enciclopedias de su madre habían sido una
de sus válvulas de escape y conocía detalles de
acontecimientos históricos sobre los que ninguno de ellos
había oído hablar.
Matt por su parte tenía… buena intención. Se ocupaba
de rebuscar información en el tercer piso de la biblioteca
y de contrastar los datos con lo que Aylara ya sabía. La
historia era una asignatura que no le gustaba demasiado,
así que dejaba que ellos dos llevaran el mayor peso del
trabajo. Ya se ocuparía él de otra temática. Hoy por ti,
mañana por mí.
Lo único que les quedaba por hacer era finiquitar unos
párrafos.
—¿Pudiste encontrar algo más sobre los detonantes de
la primera guerra continental? —preguntó Aylara.
—Nada nuevo, la verdad. Lo que tú habías concluido.
Tensiones provocadas por cuestiones fronterizas, la gran
sequía de los años 454-455 y las extrañas circunstancias
en torno a la muerte del archiduque Kapranos —
respondió Matt.
—Bueno, entonces solo tengo que retocar la parte
central de la sección sobre motivaciones geopolíticas —
murmuró Ian—. Creo que nos aventuramos demasiado
en esa parte.
—Sí. Nos estamos esforzando tontamente —afirmó
Aylara—. Y no creo que lo vayan a valorar demasiado. Al
fin y al cabo, somos la brigada de Combate. Carne de
cañón.
—No seas tan amarga, mujer —bromeó Matt.
—No pretendía sonar amarga. Es solo… la verdad.
Tenemos que ser prácticos. El tiempo es algo valioso.
Matt y Aylara supervisaron a Ian mientras volvía a
redactar unos párrafos. No le gustaba demasiado que
interrumpieran sus pensamientos, pero en ocasiones se
atascaba y necesitaba un poco de ayuda. Si la palabra que
él tenía en mente no le convencía, pedía sinónimos a sus
compañeros.
Casi habían terminado cuando unos golpes en la aldaba
de la puerta los sacaron de su ensimismamiento. Matt se
acercó a abrir. Ni Ylia ni Tom estaban en casa, así que
podría ser alguno de ellos. Tom solía olvidarse las llaves.
Pero no era él.
En la puerta estaba Keira, con su habitual expresión
distante. No la había visto desde el jueves en el que se
besaron, dado que ella lo había estado evitando. Así que
encontrarla en la puerta de su casa sin previo aviso hizo
que a Matt comenzase a palpitarle el corazón en las
orejas.
—¿Estás ocupado?
—Un poco. ¿Qué pasa?
—Tenemos
una
reunión
en
la
Academia
de
Elementalismo. Es urgente.
Su tono de voz solía ser apático. Pero en esta ocasión,
sonaba preocupado.
—¿Ha pasado algo?
—Sí. Pero todavía no sé el qué —se adelantó ella ante
la inminente pregunta.
Matt explicó la situación a Aylara e Ian. Acordaron que
ellos dos se ocuparían de terminar el trabajo y el domingo
quedarían todos para hacer un ensayo de la exposición.
Pensó en presentárselos a Keira, pero optó por no
hacerlo. Además, ella ya se había adelantado a aquella
posibilidad. Estaba esperando en la otra esquina de la
calle.
Caminaron juntos hasta la Academia sin mediar palabra.
Matt porque no se atrevía a sacar ningún tema. Lo único
que recordaba era el sabor de sus labios o las verdades
ocultas sobre su pasado. Ella no hablaba… por no
cambiar las buenas costumbres.
En la entrada de la Academia, estaba Jean. No tardó
demasiado en percibirlos a la lejanía.
—Buenas tardes, Jean. ¿Somos los últimos? —preguntó
Matt.
—Más bien los primeros. Todavía no ha llegado nadie.
Un silencio incómodo inundó el ambiente. Resultó
curioso que Keira fuese la persona que lo rompió.
—¿Tienes idea de qué ha pasado?
—Este tipo de reuniones no son sinónimo de nada
bueno. Tom estaba serio. No quiso decirme nada.
Escuchar la frase “Tom estaba serio” resultó
demoledora para Matt. Un sudor frío comenzó a recorrer
su cuello. Tan solo hacía un mes que Hans había partido
hacia Norie. Según las noticias que había escuchado, la
reunión había sido un éxito. La mitad del grupo había
regresado, pero Hans y su alumno todavía no.
A los pocos minutos, tres personas doblaron la esquina
de la última calle. Alma, Natsumi y Tom caminaban hacia
ellos. Matt se apresuró a analizar sus expresiones y sus
miradas cabizbajas le encogieron el corazón. Logró ver
los ojos de Natsumi: lucían vidriosos.
“No puede ser…”, murmuró Matt en sus adentros.
Alma se acercó y los miró a los tres.
—Vamos a la sala del primer piso. Hay algo que os
tengo que comunicar.
Su voz no tenía ni un ápice de temblor, pero una
profunda tristeza inundaba cada una de sus palabras.
Subieron al primer piso, en completo silencio. Matt
intentó buscar la mirada de Tom, pero este parecía
ausente. Miraba al suelo, totalmente aislado de lo que lo
rodeaba. Como buscando respuestas a algo que no
lograba entender.
Se sentaron en la sala de reuniones. Alma se quedó de
pie, en frente a todos ellos.
—Vale… ya estamos todos. Esto es difícil para mí,
pero como directora de la Academia de Elementalismo
tengo la responsabilidad de comunicarlo.
Matt apretó los puños hasta hacerse daño.
“¿Por qué tenían que haber ido a Norie? ¡Estaba claro
que alguien peligroso nos estaba siguiendo aquel día!” —
rugió en sus adentros.
—Los cuatro elementalistas conocidos como “La
primera generación” han sido encontrados muertos en las
cercanías de la ciudad de Flergen.
Las palabras resonaron en la mente de Matt como una
losa. Una losa más ligera de lo que creía, sin embargo. Un
amargo alivio recorrió todo su cuerpo. Se sentía sucio por
las sensaciones reconfortantes que estaba teniendo. Y la
cosa empeoró cuando vio las caras de los demás. De
todos ellos, parecía ser el único que no los conocía.
—Tom y Natsumi ya sabían la noticia, pero queríamos
estar todos juntos para comunicárosla. Y además…
tenemos que tomar ciertas medidas a partir de ahora.
Hizo una pausa para respirar. No parecían quedarle
muchas fuerzas.
—Cada día está más claro que alguien, por motivos que
desconocemos, está haciéndose con toda la eolita
existente en el mundo. Muchas ciudades a lo largo y
ancho del continente han reportado sustracciones de
materiales similares a lo que nosotros conocemos como
eolitas. Luego, el lugar más custodiado del planeta, el
Gran Templo de Isioktes, es asaltado. Y ahora, cuatro de
los mejores elementalistas han sido asesinados y sus
eolitas han desaparecido.
El silencio en el aula era sepulcral. Matt decidió dejar de
analizar las expresiones de sus amigos. Le destrozaban el
corazón.
—No estamos seguros —anunció Alma—. Ni aquí, ni
en ningún lugar. El gobierno ya tiene constancia de la
situación de excepción que estamos viviendo y tomará las
medidas necesarias para velar por la seguridad de la
ciudad de Thalassia y de los miembros de la Academia de
Elementalismo.
Su tono no era el mismo de Alma, la dulce mujer de
tacto maternal. En aquel momento, era Alma, la directora
de la Academia.
—A partir de hoy tendréis permiso para portar armas
en la ciudad y de utilizar vuestras habilidades elementales
con el fin de asegurar vuestra propia seguridad y la de
quien os rodea. Tanto Keira como Matt recibirán su
eolita de forma permanente en los próximos días.
Todos asintieron. Realmente nadie tenía fuerzas para
hablar. Nadie excepto Jean.
—¿Sabemos a quién nos estamos enfrentando? ¿Alguna
idea de qué estados u organizaciones están detrás de los
asesinatos o de los robos?
—Sabemos quiénes son nuestros enemigos. Y a la
vez… no lo sabemos.
Su voz se quebró un instante. Algo ocurría.
—¿Y bien? —preguntó Keira.
—Los cuerpos de nuestros cuatro compañeros fueron
encontrados calcinados. Y siguen ardiendo bajo unas
llamas azules que todavía no se han apagado.
El silencio volvió a la sala. Todos sabían que solo hubo
un Elementalista del Fuego.
—Eso quiere decir que… —murmuró Keira.
—No sabemos qué quiere decir. Tiene que haber otra
explicación. Tiene que haberla…
Todos
querían
creer
lo
mismo.
Aquello
era
descabellado.
—Sea como sea, lo que sí sabemos es quién firmó la
matanza.
Sus ojos se pusieron vidriosos y el ritmo de pestañeo
aumentó. Tardó unos segundos en poder hablar.
—Los cadáveres de nuestros compañeros arden en el
interior de un pentágono, dibujado en la tierra sobre la
que yacen.
Sobraron explicaciones. Los Oblivion habían actuado
directamente contra Thalassia. Y era la primera vez que lo
hacían. En toda su historia.
17- La cámara secreta
Cuando la caravana llegó finalmente a la ciudad de
Cydonia, Hans saltó de la carreta y estiró todos y cada
uno de sus entumecidos músculos. Los caminos hacia el
sur eran lamentables.
Aquella ciudad era una especie de urbe móvil. La
mayoría de sus viviendas estaban formadas por carruajes,
carretas o tiendas de campaña. Había muy pocos edificios
construidos
en
comparación
con
las
viviendas
temporales.
—¿Cuándo tienes pensado partir hacia La Ciudad
Perdida del Desierto?
—De ser posible, ahora mismo —respondió Soren.
Hans palideció al escuchar aquello.
—¡Estoy destrozado! ¿Tanta prisa tienes?
—Tengo mis motivos.
El humor de Soren había cambiado a lo largo del
camino. A medida que se acercaban al desierto, se volvía
más reservado y arisco. Y ya de por si no era una persona
muy habladora.
—En fin, como quieras. Pero necesito estirar las
piernas.
—Tenemos una hora de camino hasta el lugar donde
habitan los Bur-Khastur.
Caminaron durante varios kilómetros, bajo un sol de
justicia. Hans maldijo en varias ocasiones la ropa que
llevaba. Oscura y de una tela poco transpirable, lo estaba
asfixiando. Lo único blanco que llevaba era su capa de
elementalista. Y era mejor que no la portase. Llamaría
demasiado la atención.
En un determinado momento, Hans llegó a tener la
sensación de que Soren no tenía ni idea de hacia dónde
estaba yendo. Hacía media hora que no veía ni un solo
edificio y el suelo se estaba convirtiendo en terreno
desértico a pasos agigantados. La arena comenzaba a
amenazar sus pisadas.
—Allí —señaló Soren, mientras observaba a lo lejos
con los ojos entrecerrados—. El oasis de la frontera. El
asentamiento de los Bur-Khastur.
Hans observó una pequeña zona rocosa de la que
asomaban una extraña cantidad de palmeras. El verdor de
aquel lugar contrastaba con la total sequedad colindante.
A medida que se iban acercando, pudieron ver cómo
varias tiendas se acumulaban en la zona. Y detrás de
ellas…
—¡Oh! —exclamó Hans—. ¡Lagartos gigantes de
Simonyi!
Decenas de inmensos lagartos se esparcían por la
explanada del oasis. Podía admirar su fortaleza incluso
desde tantos metros de distancia.
—Los Bur-Khastur son una tribu itinerante del desierto
—explicó Soren—. Y son los dueños y señores de sus
caminos, puesto que son los únicos seres humanos
capaces de domar a los lagartos de Simonyi. Déjame
hablar a mí. Y cúbrete un poco. La sombra de tu
hermano Erik puede llegar incluso a estos lugares.
Hans aceptó a regañadientes. Se colocó una de sus
camisas en la cabeza, de forma que le tapase el sol, y de
paso ocultó gran parte de su cara.
Caminaron hasta el asentamiento. Soren iba delante, a
paso ligero. El cansancio no parecía hacer nunca mella en
él. Cuando llegaron, se dirigieron a la primera tienda, la
cual estaba hecha con pieles de animales. Desconocía de
qué animales, pero tenían que haber sido bastante
grandes.
El hombre sentado bajo la sombra que ofrecía su tienda
abrió los ojos y miró a Soren, sin articular ni una palabra.
Sus ojos eran cristalinos y brillantes, en contraste con su
piel, torrada y reseca por el sol.
—As-Salaam-Alaikum —murmuró Soren, con un
acento extraño.
El hombre sonrió levemente y respondió con voz
quebrada.
—Wa-Alaikum-Salaam.
Soren sacó dos monedas de su bolsillo y las entregó al
anciano. Eran doradas, con inscripciones en el dorso. No
se correspondían con ninguna de las concurrencias
acordadas por los estados del continente. El anciano las
observó con detenimiento durante unos segundos y luego
las guardó en el bolsillo de su túnica. Hans pudo escuchar
el tintineo de otras monedas al chocar con las que eran
introducidas.
—Dentro de media hora —murmuró aquel anciano,
esta vez en su mismo idioma— Esperad bajo la sombra
de la tercera palmera. Os recogerán allí.
Soren inclinó levemente la cabeza y dio media vuelta.
Hans lo siguió.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Hans, intrigado.
—Siempre te han dicho que a la Ciudad Perdida del
Desierto va quien puede, no quien quiere. Y por un lado
es cierto, pero por otro no. Al menos no para aquellos
con los que comparten fines.
—Los Oblivion…
—Vas progresando.
A Hans ni siquiera le importó la soberbia de su alumno.
Tras largas horas de sequía, su alma de elementalista del
agua respiraba al estar en un oasis. La humedad del
ambiente y la sombra de aquellas palmeras le estaban
insuflando vida.
Se refrescaron en uno de los pozos de las cercanías y
rellenaron sus cantimploras. Hans comió, pero Soren no
probó bocado. La verdad, era una persona a la que no le
entusiasmaba comer. Hans no recordaba ninguna ocasión
en la que hubiese aceptado de su comida. Se limitó a dar
largos sorbos a su cantimplora, con la mirada perdida.
A los treinta minutos, unos ruidos los sacaron de su
letargo. Hans alzó la cabeza y vio cómo un hombre
ataviado con una llamativa túnica amarilla comenzaba a
ensillar un lagarto gigante de Simonyi. La perspectiva de
ir montado encima lo mantuvo emocionado durante unos
minutos. Luego se dio cuenta de que solo había sitio para
una persona. Los viajeros iban atrás.
En la parte trasera, una especie de asientos hechos con
numerosas
dobleces
de
cueros
y
telas
estaban
enganchados al lomo del lagarto, que tiraba de ellos. No
se podía ver ningún tipo de rueda. De hecho, la base de
los asientos era una especie de alfombra. Suponía que
sería arrastrada por el desierto.
Y así fue. A los dos minutos, el guía golpeó con las
espuelas los costados del lagarto. Este emitió un sonido
vibrante y comenzó a andar. Sus movimientos eran lentos
pero bastante elegantes para su envergadura.
—Bievenidos a La Frontera —saludó el hombre en
cuanto llegó a su lado—. El viaje durará tres horas hasta
Sandarie. Asegúrense de llevar agua y algo con lo que
protegerse de los rayos de sol.
Su acento no era tan marcado como el resto de las
personas que había visto por allí. De hecho, sus rasgos
eran norteños. Hans se preguntó cómo habría acabado
allí. Y también se preguntó si Sandarie sería el nombre
para referirse a La Ciudad Perdida del Desierto.
Ambos asintieron y cogieron sitio en la alfombra
trasera. Solo había dos asientos, uno a cada lado de la
cola. Hans se sentó en el del lado derecho. Y contra todo
pronóstico, resulto ser el sillón más cómodo que había
probado en años. Su cuerpo se hundió unos centímetros
en aquel esponjoso acolchado y pudo apoyar la totalidad
de la espalda. Todo un lujo.
A los pocos segundos, el hombre espoleó de nuevo al
lagarto y este retomó la marcha. El primer golpe de
movimiento le sorprendió, pero luego todo resultó muy
ligero. Incluso en aquella zona, donde había algunas
piedras por el terreno, aquella alfombra se deslizaba con
soltura.
Pasaron al lado del resto de lagartos. Fue entonces
cuando Hans se dio cuenta de que el suyo era de los más
pequeños. Por no decir el más pequeño. Supuso que para
transportar a dos personas era suficiente. El más grande
quizá midiese dos metros de alto y quince de largo. No lo
sabía. Pero era una gloriosa monstruosidad.
A los cinco minutos de travesía ya se hallaban en pleno
desierto y las inmensas dunas comenzaban a asomar en la
lejanía. No eran demasiado pronunciadas en altura, pero
sí tenían un perímetro enorme. El lagarto caminaba a un
ritmo considerable, con la alfombra deslizándose
suavemente por la arena, produciendo un siseo que
acariciaba sus tímpanos. Pese a odiar los ambientes secos
y el calor sofocante, Hans pudo disfrutar de aquella
sensación.
O así fue, al menos, la primera hora de travesía. Luego,
el calor comenzó a hacerse insoportable. Mojó su camisa
con un poco de agua y se la puso en la cabeza, pero solo
consiguió aliviarlo unos minutos.
—Relájate y respira con tranquilidad. Ya llevamos la
mitad del camino —murmuró Soren, intuyendo su
agobio.
Cuando se acercaron a las dos horas del trayecto, las
interminables arenas se intercalaron
con grandes
montañas de color rojizo. El terreno en ellas era
escarpado y se podían intuir numerosas cuevas. Incluso
parecía haber zonas por las que acceder a las alturas,
como si algún tipo de animal las habitase.
Y justo en el momento en el que parecía haberse
olvidado de aquel sofocante calor, algo activó todos sus
sentidos: una brisa de aire acababa de rozar su cara. Pero
eso no fue lo que le llamo la atención. El viento
arrastraba arenas.
A los pocos minutos, lo que parecía una brisa se
convirtió en una leve tormenta de arena.
—Relájate —murmuró Soren—. Es normal.
No lo consiguió. Algo ocurría. Algo iba mal.
Los vientos comenzaron a alcanzar una intensidad poco
desdeñable y las arenas golpeaban sus pieles con dureza.
Hans volvió a mirar a Soren. Ya no parecía tan tranquilo.
Su postura estaba medio erguida. Tensa.
Cuando el propio guía miró hacia atrás aterrorizado,
buscando una explicación a lo que estaba ocurriendo,
Hans supo que algo iba mal. El lagarto detuvo su marcha,
asustado. Comenzó a escavar con sus zarpas en la arena,
buscando un refugio que no existía.
—¿Cómo hemos acabado en una tormenta de arena?
¿El guía no sabe el camino?
Soren no respondió. Se irguió, con su pulsera eolítica
brillando en la muñeca. Saltó de su asiento y se colocó
entre ellos y la tormenta, enfrentándose a los vientos ya
casi huracanados. Un aura de energía comenzó a surgir a
su alrededor. A los pocos segundos se podía percibir con
intensidad una cobertura de viento que lo protegía. Hans
no reconocía aquella técnica.
Un minuto después, la esfera de aire que rotaba a su
alrededor giraba a tal velocidad que producía un intenso
sonido estridente. Con un grito, Soren liberó la energía en
dirección a la tormenta de arena.
La colisión entre las inmensas corrientes fue brutal y los
restos de la onda de choque los alcanzaron. Hans tuvo
que agarrarse con fuerza a su asiento para no salir
despedido. Pero aguantó. Y a los pocos segundos, los
vientos amainaron. Soren regresaba caminando, sin
apenas inmutarse.
—Alguien va a tener que darme explicaciones por esto
—murmuró.
—¿De qué hablas?
—Como bien sabrás, La Ciudad Perdida del Desierto es
conocida como un lugar que no puede ser encontrado: te
tienen que llevar allí. La realidad es que existen personas
capaces de manejar la energía del viento y de la arena
entre su población. Ellos son los encargados de desviar a
los que no consideran aptos.
Hans abrió los ojos de par en par.
—Ya te dije que no es nuestro elementalismo —aclaró
Soren ante su mirada—, pero sí una arte bastante similar.
Noté la energía eolítica en la tormenta desde el primer
momento. Pensé que tú también lo habrías hecho. De
todas formas, nunca esperé que fueran a hacer algo así.
Nadie ataca a los Bur-Khastur. El guardián del desierto
que lo haya hecho tendrá que responder por sus acciones
—añadió.
Hans se mantuvo callado unos instantes. Mientras, el
guía intentaba calmar al lagarto, dándole golpecitos en el
lomo.
—Sabía que algo parecido al elementalismo tenía
relación con los Oblivion, pero nunca imaginé que
también era el motivo por el que la ciudad perdida
resultaba inalcanzable. Mi hermano ya me había
avisado… pero nunca terminé de creerlo.
—Pues Erik estaba en lo cierto —confirmó Soren—. Y
no creo que la ciudad de Sandarie sea el único rincón del
continente donde conocen algo similar al arte de los
elementos. Pero por ahora… es el único que he podido
confirmar.
Retomaron el camino en cuanto el lagarto de Simonyi
consiguió calmarse. El resto del trayecto resultó tranquilo,
pese al agobiante calor. En el momento en el que Hans
comenzó a preguntarse si faltaría mucho, unas largas
banderas clavadas en la arena asomaron en el horizonte.
—Hemos llegado —murmuró Soren.
No se podía ver a más de una decena de metros por
culpa de las corrientes de viento que removían la arena y
las lanzaban por los aires. Hans se preguntó si sería un
fenómeno natural u otro mecanismo defensivo de la
ciudad. De todas formas, el guía se limitó a seguir
atravesando el camino que formaban las banderas.
Entonces, la visión se liberó.
Una gran meseta se presentaba a su frente. En su parte
baja, una especie de escalones tallados en la propia roca
parecían dar acceso a las alturas.
—La entrada a la ciudad. Los cien escalones de
Sandarie —anunció Soren.
El guía tuvo unas palabras con Soren y luego dio media
vuelta. No parecía muy convencido sobre el hecho de
regresar él solo. Quizá temiese nuevas intromisiones por
parte de los guardianes del desierto.
Subieron los escalones, que fueron suficientes para que
Hans terminase exhausto, y llegaron a la parte superior.
La visión que allí recibieron fue como una explosión de
color. Tras no ver nada más que el amarillento tono de las
arenas, el verde de la vegetación que asomaba por la parte
superior de la ciudad les devolvió algo de frescor.
—Vamos, no hay tiempo que perder. Lo siento, pero
tendrás que cubrirte un poco —dijo Soren.
Avanzaron por la ciudad como si regresasen a su hogar
tras un largo viaje. Los gobernantes de Sandarie tenían
que confiar ciegamente en la seguridad que les brindaban
los guardianes del desierto, porque no había ni una sola
persona custodiando las calles de aquel legendario lugar.
La ciudad tenía una arquitectura muy diferente a la
noriense. La mayoría de las casas eran de solo un piso y
parecían estar encaladas. Caminaron por la que parecía su
avenida principal, abarrotada de sonrientes hombres y
mujeres que se dedicaban a sus negocios o a disfrutar de
su tiempo libre. A Hans le resultaba curioso el silencio.
Pese a la cantidad de gente que había, no existía un
barullo ensordecedor. Sus conversaciones eran tranquilas
y fluidas. Como un murmullo.
—Por aquí —ordenó Soren.
Una calle angosta fue su destino. Soren caminaba
deprisa. Parecía nervioso.
Se detuvo en el quinto portal desde el comienzo de la
calle y tocó la aldaba en cinco ocasiones. Tras unos
segundos, una anciana abrió la puerta. Soren la miró. La
mujer se retiró sin decir nada y ambos entraron detrás de
ella.
El interior estaba totalmente a oscuras, salvo por unas
pequeñas velas que alumbraban la estancia. Caminaron
por varias habitaciones, hasta que llegaron a una especie
de salón. Otro anciano se encontraba allí, sentado en el
suelo, de espaldas a ellos. Parecía estar meditando.
—¿Misión ejecutada? —preguntó, todavía de espaldas.
—En su mayoría. Todavía quedan algunas cosas por
hacer.
El anciano se dio la vuelta y observó a Soren. Luego,
miró a Hans.
—Entiendo —murmuró.
El hombre tenía ojos bicolores. Como Alda, la
semidiosa. Y como Erik, el Elementalista del Fuego.
Aquel raro rasgo físico siempre revolvía algo en el interior
de Hans. Le reabría un poco las heridas de su pasado.
Pero para eso estaba allí. Para intentar saber qué estaba
ocurriendo en aquel viejo continente.
—Las puertas están abiertas para vosotros.
El anciano se levantó y abrió un viejo armario que
estaba empotrado en la pared. Sus puertas hicieron un
chirrido monstruoso. Dentro de ellas había unas escaleras
que se dirigían a la nada. A la oscuridad más profunda.
Soren tomó una de las numerosas velas que había por la
estancia y le entregó otra a Hans. Luego, se encaminaron
hacia las profundidades.
Bajaron durante varios minutos, a un ritmo bastante
lento. Pudo sentir cómo la humedad aumentaba a medida
que iban descendiendo. Aquello revitalizó aún más a
Hans.
—¿Este es el lugar de los Oblivion?
—Una de sus entradas. Su templo y hogar está en el
fondo —respondió Soren.
Tras una bajada que le pareció eterna, llegaron al final
de las escaleras. Una gran sala apareció ante sus miradas.
La estatua gigante de una mujer sentada en posición de
loto presidía la estancia desde el fondo. En el centro, un
pentágono de antorchas iluminaba tenuemente la
estancia, dándole un color dorado y majestuoso. Pudo ver
algunas personas meditando en la explanada central y
otras tantas caminando por los alrededores. No parecían
personas peligrosas. No parecían Oblivion. Más bien,
simples ciudadanos.
Avanzaron por la zona exterior a la explanada central,
hasta que llegaron a una puerta situada justo detrás de la
estatua. Soren la abrió y ambos entraron dentro. Era otra
estancia totalmente vacía, con tres nuevas puertas al
fondo.
—Espera aquí un momento —murmuró.
Su voz sonaba temblorosa. Aquello le dio mala espina a
Hans.
Soren entró por la puerta del centro y esta se cerró con
un golpe metálico. Hans caminó haciendo círculos
durante un buen rato. Luego, decidió esperarlo sentado,
apoyado en la pared. Con el paso de los minutos había
comenzado a ponerse más nervioso. Estaba solo en un
lugar desconocido y hostil, así que el frescor que emitía la
pared le ayudó a sobrellevarlo.
Pasaron alrededor de veinte minutos, y Soren todavía
no había regresado. Hans se planteó salir de aquella
pequeña estancia o incluso tomar el mismo camino que él
había elegido, pero no quería crear problemas.
Un mal presentimiento comenzó a rondarle la mente y
unos sudores fríos salieron de su frente. ¿Y si Soren no se
había infiltrado en los Oblivion? ¿Y si Soren… era un
Oblivion?
Justo en aquel instante, la puerta del medio se abrió de
par en par y tres hombres encapuchados entraron en la
sala. Se mantuvieron en pie, mirándolo fijamente. El
hombre del medio dio un par de pasos hacia delante.
—Como cumplimiento del primer principio de los
Oblivion, yo, Desmond, te condeno a morir. Nos vemos
en la otra vida.
Hans se incorporó precipitadamente. Su extraño
presentimiento era cierto: Soren le había engañado.
Los tres encapuchados sacaron sendas dagas. Él iba
desarmado, pero todavía tenía su eolita guardada en el
bolsillo. No le quedó más remedio. Cerró los ojos e
intentó buscar las energías. Quizá hubiese suficiente
humedad en el ambiente como para conseguir medio litro
de agua. Pero no fue necesario.
Hans contempló cómo de cada una de las puertas salió
una intensa y concentrada ráfaga de viento. Sintió el
sonido seco que produjo el viento al rasgar y atravesar los
cuerpos de sus atacantes. Tres proyectiles elementales.
Los tres directos al corazón.
Los encapuchados se desplomaron y la sangre comenzó
a correr por las frías losas. Fluía despacio, rellenando los
huecos dejados en las piedras. Entonces, la figura de
Soren apareció por la puerta del centro.
—Lo siento, Hans. Las cosas se han puesto feas. Y
quizá se pongan más —añadió—. Vamos, ¡apura! ¡Por
aquí!
Su cuerpo se activó al instante y salió corriendo detrás
de Soren. Fue un breve recorrido, hasta que la luz de unas
antorchas los iluminó. Un guardia esperaba al fondo.
—¡Abre la puerta! —gritó Soren cuando todavía no
habían llegado a su lado.
El guardia se sobresaltó al verlos llegar.
—Eso es imposible. El septrón dejó órdenes estrictas
de que no fuese abierta. Los secretos del continente
permanecen en ella. De hecho, no tengo las llaves. Solo el
elegido por los Oblivion puede abrirla.
Soren no parecía tener ganas de discutir. Desenvainó su
espada y apuntó con ella al corazón del guardia. El filo
parecía tener vida propia. Lo envolvía un aura de energía,
que podía percibirse con nitidez. Hans no había visto
nunca aquella espada. Y desde luego, no había sido
forjada por el herrero de la Academia.
—Tú también sabes a quién perteneció este arma,
¿verdad? Pues ahora la he heredado, junto con el pequeño
encargo de que las cosas no se vayan a la mierda en este
podrido mundo. Me acaban de comunicar que hace dos
meses que el septrón ha desaparecido. Qué casualidad,
¿no?
El guardia no parecía tener ni idea de lo que Soren
estaba hablando. Seguía pálido y paralizado.
—Si no quieres que te arranque las entrañas de un
golpe, apártate del medio.
Aquello sí pareció entenderlo. Se hizo a un lado sin
rechistar.
Soren se acercó a la puerta y comenzó a ojearla.
Buscaba algo, pero no sabía muy bien el qué. Palpó con
las manos buscando algún punto débil. Primero la golpeó
con la espada y luego intentó hacer palanca. Incluso
utilizó un golpe de energía elemental contra ella. El viento
tampoco pudo derribarla.
—¡¿CÓMO COÑO SE ABRE ESTO, GUARDIA?!
Hans nunca lo había visto tan desquiciado. Las venas
de su cuello estaban hinchadas por la ira.
—Solo Taifun Dévilry podía abrirla —gimió el
guardia—. Cuando él murió, las llaves fueron entregadas
a Aikiro, el nuevo septrón. Y este no está en la ciudad…
Soren soltó una patada a la puerta. No sirvió de nada.
Hans le echó un vistazo. Contenía uno de los habituales
pentágonos característicos en los Oblivion y numerosas
inscripciones en noriense antiguo. Era un idioma en
desuso en la actualidad. Sin embargo, él lo conocía. Lo
había estudiado en su juventud.
—Aquí
reside…
nuestro
poder
y
nuestra…
destrucción. La verdad y… la mentira. El dolor y la
esperanza —murmuró Hans.
Soren lo miró, sorprendido de que pudiese leerlo. Sin
embargo, no le hizo demasiado caso. Continuó
golpeando la puerta de cualquier forma que se le
ocurriese.
Hans miró desde más cerca. Había algo en aquel
pentágono que le llamaba la atención. Un símbolo vertical
en el centro, que desconocía. Además, no existía ninguna
letra en noriense antiguo que guardase sentido por sí
misma.
Se acercó a la puerta y sacudió el polvo que había
encima del símbolo con un soplido. Lo miró desde más
cerca. No era una letra vertical, sino una fina ranura. Una
idea acudió a su cabeza.
—Guardia… Dijiste que solo ese tal Taifun podía abrir
la puerta, ¿no?
Este afirmó, asustado.
—¿Esa era su espada?
Soren dejó su locura transitoria y lo miró. Asintió con la
cabeza.
Hans se acercó a él y se la quitó de las manos. Cuando
lo hizo sintió algo extraordinario.
Un torrente de energía inundó su cuerpo. Era lo más
puro que había sentido nunca. Incluso más poderoso que
el anillo eolítico de su hermano o que el colgante de Alda.
Alzó la espada y se concentró un momento. Numerosas
gotas de agua, extraídas de la humedad, se materializaron
al instante alrededor de su filo. A los pocos segundos,
tenía unos cuantos litros y el ambiente se había secado
por completo. Liberó las energías y soltó el torrente de
agua que había acumulado contra la puerta. El golpe fue
brutal. Pero la puerta seguía allí, intacta.
—¿Y bien? —preguntó Soren, irritado—. Eso también
podría haberlo hecho yo.
—Ah, no. Simplemente… Este arma es demasiado
poderosa. Me apetecía probarla. Lo que quería hacer era
esto.
Caminó hacia la puerta y alzó la espada. La introdujo
por la fina ranura situada en el centro del pentágono. El
filo se deslizó lentamente a través de la puerta y…
Un ruido de engranajes comenzó a sonar a los pocos
segundos, mientras la puerta se abría. Soren dio un salto y
lo apartó del medio. Regresó de la estancia a los pocos
segundos para coger una antorcha.
La iluminación permitió vislumbrar una gran sala con
varias estanterías destartaladas al fondo. Pero en ellas no
había ningún libro. Ni uno solo.
—Se lo han llevado. Se lo han llevado todo —rugió
Soren—. Lo sabía. ¡Quince años insistiendo a Taifun!
Aikiro no era la persona indicada para liderar a los
Oblivion. Y ahora lo hemos perdido todo.
Hans echó un vistazo a la sala. Ni siquiera pensó en lo
que Soren acababa de decir.
Un escritorio presidía la estancia, al lado de aquellas
grandes estanterías. Su superficie estaba completamente
cubierta por cera derretida. Parecía el lugar donde un
escribano había pasado décadas, trabajando en sus
memorias.
Al lado del escritorio había algo parecido a una cama.
El techo y las paredes estaban totalmente ennegrecidos,
como si hubiesen quemado algo. Y en el centro, brotaba
agua de una fuente. No entendía muy bien qué hacía allí
un manantial. Pero ahora sabía de dónde había extraído
tanta agua en su ataque previo.
—¿Qué es esto?
—Se supone que lo que los Oblivion protegíamos.
Según Taifun, aquí estaba el conocimiento adquirido
durante más de seis siglos.
Soren agarró al guardia por el cuello.
—¿Quién ha entrado aquí? ¡Dímelo!
—¡No lo sé, juro que no lo sé! —sollozó el guardia—.
Solo llevo aquí dos meses. Ni siquiera soy un Oblivion,
estoy ocupando el lugar de mi padre.
—¿Por qué demonios pondrían a un novato a custodiar
la puerta? ¿En qué estaba pensando Aikiro?
—No fue Aikiro quien me destinó aquí, fue su
hermano. Aikiro se encontraba velando a su mujer. Sin
embargo, ocurrió un milagro y ella terminó sanando. Al
parecer ambos se fueron de viaje al norte para
celebrarlo...
—¿Que se curó Thalía? ¿Estás de broma? Tenía una
enfermedad terminal.
—Es lo que me han dicho —murmuró el guardia.
Soren refunfuñó algo inaudible. Pero luego, su mirada
se detuvo en un punto durante varios segundos.
—Oh… no me lo puedo creer —gimió.
Fue corriendo al escritorio y le dio una patada.
—¡Ese cabrón ha robado los secretos de la Alquimia y
luego ha buscado a alguien que pudiese entenderlos! Los
ha vendido al mejor postor. ¡Así fue como salvó a su
mujer! ¡Y por eso medio mundo está buscando eolita!
—¿De qué mierda estás hablando, Soren? —preguntó
Hans.
Comenzaron a escuchar pasos apresurados por los
pisos superiores.
—Tenemos que irnos de aquí. Hay un lugar al que
quiero ir. Luego te contaré toda la verdad. Toda —
añadió.
Salieron corriendo de la cámara.
—Suerte, amigo. Perdona la intrusión —murmuró
Hans al nervioso guardia.
Este intentó sonreír, pero sus labios no consiguieron
una curvatura demasiado convincente.
Siguió a Soren, que trotaba delante a un ritmo poco
adecuado para los estrechos pasillos por los que
circulaban. Daba la sensación de que se iban adentrando
todavía más en las profundidades del desierto.
—¿Vamos a salir por aquí?
—No.
—¡¿Entonces a dónde diantres vamos?!
—Tengo algo que recoger antes de irnos. Es
importante —jadeó.
Siguieron corriendo hasta que Soren se metió en una
pequeña habitación. Estaba llena de libros, todos ellos
esparcidos por la mesa. Sin embargo, los ignoró y corrió
directamente hacia una pared de ladrillos, situada en el
fondo.
—Tres horizontales, dos verticales… —murmuró.
Tiró de uno de ellos y este salió despedido. Estaba
hueco. En su interior, había un pequeño libro, bastante
viejo y malgastado. Soren lo cogió y lo guardó dentro de
su camisa.
—Bien, nos vamos. Pégate a mí y no me pierdas de
vista —ordenó.
Hans asintió sin preguntar. Su tono se mostraba firme,
pero a la vez preocupado. Y Soren nunca estaba
preocupado.
Continuaron huyendo por caminos que parecían
laberintos. Largos pasillos, escaleras en caracol, puertas
que no daban a nada… Todo parecía conocerlo. Como si
hubiese vivido allí durante años.
En ocasiones escuchaban gritos de alerta y pasos por
encima de ellos. Sabía que Soren era consciente de ello, ya
que solía recalibrar el ritmo en función de la proximidad
del sonido. Pasaron quince minutos recorriendo estancias,
iluminados con la luz de la pequeña antorcha que
amenazaba con apagarse. Hasta que comenzaron a subir.
Eran unas estrechas escaleras por las que solo cabía una
persona. Soren iba primero, ágil y constante. Hans
lograba seguirlo a duras penas. Estaba comenzando a
marearse y daba grandes bocanadas para insuflar a sus
pulmones aquel aire caliente.
Los angostos escalones se hacían cada vez más
estrechos y en un determinado momento sintió cómo las
paredes pasaban a ser de pura tierra. Al agarrarse o
rozarse con ellas, se desprendían pequeños trozos. Podía
escucharlos caer escaleras abajo durante minutos. Un
tropezón podría ser mortal.
Pero llegaron.
—Hazte atrás —bramó Soren, con voz ronca.
Unos segundos después, una oleada de viento levantó el
techo de las escaleras y un sofocante calor entró de golpe.
La luz del día.
—¡Vamos, vamos! —urgió.
Salieron fuera. Solo podía ver arena y desierto a sus
alrededores. La meseta de la ciudad quedaba alejada, en el
horizonte. Habían escapado.
Un súbito mareo destrozó el alivio de Hans. La tensión
de la huida lo había mantenido en alerta, pero en el
momento en el que se sintió a salvo, algo se desinfló en
su interior. Notó cómo todo su cuerpo se volvía más
blando, más dócil. Era hora de irse.
Despertó horas más tarde, mecido por un suave
movimiento. Sus sentidos se activaron al instante y dio un
respingo. Volvía a estar en una de aquellas alfombras.
Intentó ponerse de pie, pero unas manos lo atraparon.
—Estate quieto —murmuró Soren.
Su aspecto malhumorado seguía intacto, pero tenía
mejor color. Incluso su mirada transmitía un poco de
serenidad.
—¿Estamos… lejos?
—Llegaremos al asentamiento de Cydonia en una hora.
Por motivos obvios no podemos regresar al oasis de de
los Bur-Kashtur —explicó.
—Vaya… —murmuró Hans.
—Tuvimos bastante suerte de que nuestro amigo no se
atreviese a regresar él solo por el desierto. —Señaló con
el dedo hacia delante: era el mismo muchacho que los
había traído—.
Hans ignoró aquel hecho fortuito. Tenía muchas
preguntas.
—El libro. ¿Por qué nos jugamos tanto por ese libro?
—El fundador de los Oblivion era una persona
inteligente. Nunca se jugaba todo a una sola carta, dada la
dificultad de nuestra misión. Hace tres años, antes de
morir, me indicó que en caso de que las cosas se torciesen
y los secretos confinados dentro de la cámara acorazada
fueran extraídos, podría encontrar algunas respuestas en
este libro. Lo dejó escondido en una de sus habitaciones
para mí.
Era un libro negro, con otro más de sus habituales
pentágonos en su portada. Cada vértice tenía un color
diferente.
—Entonces, realmente eres un Oblivion. No eras un
infiltrado. ¿Me habías llevado allí para… matarme?
Soren lo miró.
—Sí, soy un Oblivion. Y sí, ellos siempre te han tenido
en su punto de mira. Pero no podía matar a mi maestro.
Y mucho menos después de descubrir que su nuevo líder
nos ha traicionado —añadió—. Además, dados los
acontecimientos recientes… ya nada me ata a ellos. Su
labor ha sido ignorada por los caprichos de Aikiro. Y
ahora es probable que se hayan descubierto cosas que
nunca deberían haber visto la luz del día.
—¿Qué cosas?
—Lo que más me preocupa es la información guardada
sobre los poderes y potencialidades de las eolitas. Como
bien sabrás, las eolitas son el material primigenio de la
vida. Son el origen del universo. Y contienen su esencia.
—Sí, esa teoría ya la sé. ¿Y qué?
—Pues que las eolitas son conocidas desde hace más
tiempo del que te imaginas. Han acompañado a la
humanidad durante toda su historia. Y no solo han sido
utilizadas por los elementalistas, sino por muchas otras
personas en el pasado. No sois sus descubridores.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Hans.
—Las historias que han llegado a nuestros días hablan
de muchas leyendas —continuó Soren—: Hechiceros,
magos, brujos, alquimistas… Todos ellos capaces de
manejar habilidades sobrehumanas y de lograr lo que
nadie era capaz.
—Quieres decir que…
—Sí, quiero decir que todas esas personas han existido
—asintió—. De una forma u otra, claro. Las historias
siempre se desvirtúan con el paso del tiempo y la realidad
termina distorsionada.
No era una teoría nueva que las eolitas sirvieran para
explicar fenómenos inexplicables del pasado, pero Hans
nunca había escuchado a nadie confirmarlo. Todo eran
mitos. Historias perdidas en el pasado. Leyendas.
—Entonces… ¿Qué es lo que contiene ese libro?
—Con suerte, un poco de luz sobre lo que está
ocurriendo. El origen de los Oblivion se remonta a los
primeros años de nuestra era. Desde aquella han estado
recopilando información sobre la historia de este
continente y sus descubrimientos. Y protegiendo a sus
habitantes en función de sus principios.
—¿Protegiendo? Sois una organización que mata y
chantajea a la gente. Siempre a personas lamentables, sí,
pero…
—Todos los estados y reinos asesinan gente por
motivos menos honrados que los nuestros. Nos debéis
mucha de la paz que hoy en día se conserva. No lo
olvides.
Hans desvió la mirada. Sabía que tenía razón. En el
fondo de su corazón sabía que la desdeñable misión de
los Oblivion los libraba de muchos problemas. Pero no
podía aceptar aquella terrible afirmación.
—Bueno… ¿Y por qué hay una relación entre los
Oblivion y el robo en el templo de Isioktes?
Soren suspiró. Parecía contrariado.
—Después de lo que he hecho, ya nada me une a los
Oblivion. Al menos, a estos Oblivion. Yo seguiré siendo
leal a nuestros principios hasta el día en el que muera. Así
que… puedo decirte la verdad.
Se acomodó en su silla y lo miró. Sus ojos azules
parecían cansados, pero liberados.
—Los Oblivion son una organización creada en el
inicio de los tiempos modernos por una de las mejores
personas que jamás hayan vivido en estas tierras: Taifun,
mi maestro y mentor.
Hans se sorprendió.
—¿Tu maestro y mentor? ¿Leíste su obra o de que estás
hablando?
—Estoy hablando de que conocí a Taifun, un maestro
de la antigua alquimia. Un erudito de los de verdad. Y si
te sirve para entenderlo mejor… el hermano de Alda.
A Hans se le erizó el vello en los brazos. Aquello no
podía ser cierto.
—¿Me estás diciendo que el fundador de los Oblivion
era el hermano de la fundadora del braonismo? Espera un
momento… —gimió Hans—. La alquimia… ¿De verdad
es alcanzable… la inmortalidad?
—Taifun murió a la edad de 665 años, en el año 642 de
esta era. Es decir, hace tres años —afirmó Soren.
—Pero… tú tienes dieciocho y llevas tres años
estudiando elementalismo. ¿Cuándo conociste a esta
persona? ¿Eras un miembro de los Oblivion desde que
eras un niño?
Soren esquivó sus preguntas y desconectó el contacto
visual.
—No me digas que…—murmuró Hans—. No puede
ser cierto.
El viento del desierto silbó con fuerza e interrumpió su
conversación unos segundos. Los suficientes para que
ambos pensasen.
—¿Cuál es tu edad? —susurró Hans.
—Ochenta y siete.
—Ochenta y siete… ¿años?
Soren asintió, sin mirarlo.
—No me lo puedo creer…
Hans se sintió traicionado. No solo había sido
engañado durante estos últimos días por Soren. Había
sido engañado desde siempre. Controlado por la persona
que se hacía llamar su alumno.
—Has jugado conmigo y con Thalassia desde el
principio —murmuró, con voz entrecortada.
No era un reproche. Ni una pregunta. Era una
afirmación.
—Los Oblivion nunca hemos tenido ningún problema
con las personas honradas de Thalassia, pese a que
siempre han mirado con recelo a vuestra Academia. Y
quizá yo tenga algo que ver con ello, ¿no crees? Pese a
todas las mentiras, mi lealtad hacia vuestro pueblo y sus
ciudadanos está más que probada —añadió con firmeza.
—¿Quién sabe? —respondió Hans, con sequedad—.
Quizá solo sea una más de tus mentiras. Quizá nos
ayudaras porque era beneficioso para tu organización.
Para descubrir el elementalismo.
Soren suspiró. No parecía tener demasiadas ganas de
discutir.
—Piensa lo que quieras. Pero quizá te ayudaría a
reflexionar conocer algunas leyendas… —Sacudió el libro
que agarraba entre sus manos mientras se lo mostraba—.
Parte de la verdad y de la historia de la última era está
aquí. No toda, porque Taifun se llevó algunos secretos a
la tumba o los ocultó en la cámara secreta. Pero sabía que
cuando él no estuviese, debía tener un as guardado en la
manga. Así que me confió este diario, en el que espero
encontrar algunas respuestas. Y me gustaría que tú lo
leyeras conmigo —añadió—. Pese a todo, sigues siendo
mi maestro de elementalismo.
Hans no se dejó engatusar por sus buenas palabras.
Pero Soren podía tener respuestas a los secretos de las
energías, el origen de las civilizaciones modernas, la
verdadera esencia de las eolitas, la alquimia, la vida
eterna… O también alguna explicación sobre los
leviatanes y los innavegables mares… Demasiados
misterios podían estar explicados dentro de aquellas
maltrechas páginas. Incluso podría ayudar a descubrir
algo sobre Erik. Algo sobre su hermano.
Y entonces, la obsesiva curiosidad del Hans del pasado
tomó el control de su consciencia y apartó el resto de sus
pesares. Todo lo demás no importaba. Ya habría tiempo
de aclararlo y arreglarlo.
—¿A qué estás esperando para abrirlo?
18- Las memorias de Taifun Dévilry
“Querido guardián:
Este libro es un segundo plan. Una pequeña red de seguridad.
Quizá consiga solventar todo antes de que mi tiempo se haya
acabado. O quizá no. Todavía no he decidido tu identidad, aunque
ya existe un candidato. Escribo esto para que, si algo sale mal,
todavía quede alguien capaz de arreglar este mundo.
Si estás leyendo estas líneas quiere decir que algo ha ocurrido. Ya
sea dentro de los Oblivion o en el continente. Es decir: habré
fallado. Pero eso es algo que ahora mismo no puedo saber. Lo que
tengo claro es que Aikiro será consagrado como el nuevo líder de los
Oblivion. A él le confiaré el trabajo de una larga vida, ya que es el
mejor candidato que conozco. Sin embargo, todos estos años me han
enseñado que el tiempo es volátil y los ideales también. Sobre todo en
los seres mortales. Nunca juegues todo a una sola carta, guardián.
Tras más de seiscientos años viviendo, supongo que ha llegado mi
hora. Siento cómo las energías comienzan a abandonarme. Y en
cierto modo me alegro. Creo que por fin podré tomarme un merecido
descanso. Pero como te he dicho, todavía tengo cosas por hacer.
Demasiadas. Es el precio que aceptamos al recibir el elixir. Es el
precio para aquellos que osan adentrarse en el mundo de la
alquimia.
Todo comenzó cuando la unidad de nuestro núcleo fue quebrada
por la muerte de Alda, mi hermana. Los cinco elegidos: Taifun,
Flauros, Melissae, Sashra y Alda, ya no éramos cinco. Tras su
asesinato, el grupo formado para ayudar a los cinco vértices del
pentágono a llevar a cabo su misión se disolvió. Mi hermana era el
catalizador que nos mantenía unidos.
Sin Alda, y tras la pérdida de contacto con el norte, solo uno de
ellos permaneció a mi lado. Con él, Flauros, fundé los Oblivion. El
resto… eligió otros caminos.
Verás, guardián…
Nuestra organización fue concebida con un único objetivo:
mantener el legado de Alda y del braonismo, pues este aseguraba la
pervivencia de toda la civilización. Nuestro mensaje era sencillo:
paz, justicia y hermandad para las poblaciones en el continente, sin
distinguir país, raza o condición. Eso implicaba una serie de
normas y conductas, como el respeto por la vida humana, por las
runas arcaicas y por los mares.
Tardamos un tiempo en conseguirlo, pero nuestras ideas acabaron
siendo mayoritarias. En gran parte, gracias a Alda. Y en gran
parte… gracias a aquellos que la mataron. La elevaron a una
categoría superior. La hicieron una semidiosa.
Sin embargo… los humanos comunes olvidan rápido. Sus vidas
son demasiado cortas como para recordar.
El braonismo fue convirtiéndose en algo diferente a lo que mi
hermana había divulgado y dejó de servir a sus tres principios. Hoy
en día, es una sombra de lo que era. Las personas han dejado de ser
el centro de su mensaje. La vida ya no es tan importante. Solo
quedan ceremonias vacías y cínicos discursos. Y por eso seguimos
existiendo los Oblivion.
Durante siglos, hemos intentado cumplir con los primeros
compromisos del braonismo. Para ello, debíamos asegurarnos de que
nadie resultase una amenaza para la paz, la justicia y la
hermandad de los seres de este continente. Muchos han sido los que
han muerto por no reformarse a tiempo.
Recientemente, algunos de los secretos de las runas arcaicas, ahora
conocidas como eolitas, han sido descubiertos (o quizá revelados…).
Pese a ello parecen haber caído en buenas manos y están bajo
control. Pero quizá llegue el día en el que los continentales del norte
comiencen a utilizar sus capacidades en contra de nuestros tres
principios. Espero que eso no ocurra. Son mucha la luz que
proyectan, pero también la oscuridad que ocultan. Deben seguir
siendo vigilados.
Como bien sabrás, los Oblivion conocemos muchos de los secretos
de este mundo. La transmisión de generación en generación está
demasiado sesgada. Intereses, ideologías, mentiras, guerras, odio…
Al final todo se transforma. Y todo se desvirtúa. Salvo para
aquellos que pervivimos demasiado. Salvo para aquellos que
pudimos vivir durante toda la historia.
Nosotros escondemos algo que nadie más tiene: la verdad y el
conocimiento de toda la historia de la humanidad. Y ello implica
conocer sus más grandiosos descubrimientos… pero también sus más
oscuros secretos.
Cuando yo muera, solo quedará un lugar donde seguirá
perviviendo: en nuestra cámara secreta. Y solo existen dos llaves:
una la tendrá el nuevo líder de los Oblivion, y la otra te la dejaré a
ti. Espero tener el valor para hacer desaparecer lo que he ocultado
durante tantos años y llevarlo conmigo al más allá. Para siempre.
De otra forma, todos correríais peligro.
No sé qué extrañas circunstancias te habrán llevado a recoger este
libro, pero en este mundo solo existen cuatro cosas que puedan
amenazar la paz:
—Que lo encerrado por mí en la cámara sea descubierto, antes de
que consiga llevarlo conmigo.
—Que en algún lugar del continente, alguien haya ido demasiado
lejos con los poderes ocultos de las runas arcaicas. Ya sea mediante
la hechicería de las energías naturales, la alquimia o la ciencia.
—Que los leviatanes que vigilan los mares hayan vuelto a surgir.
Hace cuatrocientos años que la mayoría no son vistos. Sólo las
tarántulas, hijas del primer leviatán, inundan a día de hoy los
mares. Más adelante te hablaré sobre los nueve reyes de los mares,
por si llega el día en el que tengas que enfrentarte a ellos…
—Que los seres humanos entren en un bucle infinito de odio del
que no consigan salir.
Solo estas cuatro cosas pueden acabar con la civilización moderna.
Recuerda, guardián: paz, justicia y hermandad. Son los tres
pilares para que la civilización continental siga existiendo. En ese
orden.
Mantenlos alejados de las guerras, la injusticia y la inseguridad.
Mantenlos alejados de los mares y controla el uso de las runas
arcaicas.
Pero…
En caso de que la civilización continental amenace con llegar a su
fin y no tengas ninguna forma de seguir cumpliendo nuestros
mandatos… atraviesa los mares hacia el norte. Sin embargo,
lamento informarte de que hace más de seiscientos años que nadie
consigue hacerlo. Y en cierto modo… así debería seguir siendo.
Al norte de Thalas-siarem, a ocho nudos, durante ocho horas. Si
logras llegar… encontrarás las respuestas que yo, ahora mismo, no
puedo darte.
Ni siquiera debería estar diciendo esto, pero he terminado
amando a este continente y a sus buenas gentes.
Un
saludo,
guardián.
Lamento
haber
cargado
estas
responsabilidades en tus hombros.
Ojalá nunca tengas que leerme”.
Hans y Soren estuvieron unos minutos en silencio,
asimilando las primeras páginas del libro. Fue Hans quien
rompió el silencio.
—El hermano de Alda es el fundador de los
Oblivion… —murmuró.
—Gran
capacidad
analítica
—respondió
Soren,
malhumorado—. Eso ya te lo había dicho.
—Es que no deja de sorprenderme —masculló—. La
verdad… podía explicarse con más claridad. No sé a qué
viene tanto misterio. ¿Qué es lo que ocultaba en aquella
cámara? ¿Los secretos de la alquimia? ¿La esencia de los
poderes eolíticos? ¿El origen de de los reinos y estados?
Soren lo miró, exasperado. Hans no parecía poder ver
más allá de la información básica.
—Desde vuestra reunión con la Maestra Sacerdotisa
Yovara, supe que algo iba mal. ¿Por qué crees que los
contrabandistas lograron encontrar aquellos pasadizos en
el templo de Isioktes? ¡Fueron Alda y sus seguidores
quienes lo construyeron! Es muy probable que los
secretos sobre el templo estuviesen ocultos en la cámara y
hayan sido revelados.
Hans sacudió la cabeza. Todo lo que creía saber sobre
el mundo se estaba poniendo patas arriba.
—Lo que está claro es que en aquella cámara había
conocimientos que le interesan a mucha gente poderosa
de este continente —continuó Soren—. El nuevo líder de
los Oblivion vendió nuestros secretos al mejor postor y
se dio a la fuga. Ahora… quién sabe a qué nos podemos
enfrentar. Lo que está claro es que las eolitas forman
parte de ello.
—¿Y sobre los leviatanes? De hecho, ese tal Taifun dice
que desde hace seiscientos años nadie atraviesa los mares
¿Crees que existe algo… más allá?
—Es lo que dice —murmuró Soren, releyendo parte
del texto—. Si lo dice, es que es cierto.
Hans frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes? Ese texto está lleno de claros y
sombras. Podía habernos dicho mucho más de lo que
oculta.
—Confío en él, Hans. Le debo demasiadas cosas. Le
debemos —puntualizó, mirándolo—. Si escribe de esta
forma, es por un motivo.
No llegaron a ninguna conclusión sobre lo que podría
estar oculto en la cámara secreta o más allá de los mares,
así que decidieron seguir leyendo. Taifun Dévilry había
prometido más información sobre los leviatanes.
Soren comenzó a rebuscar entre las páginas del
manuscrito. Había multitud de relatos sobre conflictos
territoriales, religiosos y sobre la evolución de los pueblos
y sus poblaciones. Pero en ese momento no tenían
tiempo ni interés en leerlo. En la página número
cincuenta. Allí estaban.
“Querido guardián:
Como sabrás, la misión de los Oblivion tiene tres pilares: paz,
justicia y hermandad. Desde el inicio de los tiempos modernos hemos
estado velando por el cumplimiento de los tres, pero… existe una
gran amenaza que puede impedir que se cumplan: los leviatanes.
Hemos conseguido mantener alejadas a las personas de los mares
durante la mayor parte de nuestra existencia, pero no siempre ha
sido posible. Así que… cientos, miles, han perdido la vida,
intentando adentrarse en ellos.
Hay nueve leviatanes, guardián. Algunos los he visto con mis
propios ojos, de otros solo he oído susurros y algunos ya se han
convertido en leyendas.
El primero de ellos es el leviatán llamado Aralise, la madre de
las tarántulas marinas. Siempre creímos que mientras nos
mantuviésemos alejados de ella, todo iría bien. Pero nos
equivocamos. A los pocos años, comenzó a criar. Sus descendientes,
jóvenes y agresivos, convirtieron los mares en un manto de telas y de
terror. Además, Aralise, a diferencia de sus pequeñas y del resto de
arácnidos comunes, tiene unas poderosas pinzas con las que ha
destrozado cientos de navíos. Hace cuatrocientos años que nadie ha
visto a este leviatán.
El segundo de ellos, conocido como Carcinos, es un cangrejo
gigante de más de veinte metros de altura, el cual destrozó las
ciudades costeras del norte de Norie hace más de quinientos años.
Pude visitar la zona al cabo de unos días y lo que allí vi… nunca
lo olvidaré. Es el único leviatán capaz de adentrarse tierra adentro
con facilidad, lo que lo convierte en una grave amenaza. Por suerte,
no ha vuelta a aparecer desde aquel fatídico día.
El tercero, conocido como Pentecopterus, es un escorpión marino
gigantesco. Ha sido avistado alimentándose en los acantilados del
norte de Norie por unos pescadores furtivos. No hubo heridos, pero
aquellos hombres no volvieron a acercarse al mar. Hace
cuatrocientos años que nadie lo ve.
El cuarto es uno de los más sanguinarios. Los primeros
habitantes del antiguo reino de Thalass-Siarem, lo bautizaron como
Lyopleurodon. Tuve la oportunidad de ver cómo destrozaba una
flota de navíos nada más zarpar. O más bien, pude intuirlo. Más
allá de los gritos y de los barcos que comenzaban a hundirse, no
logré verlo. Hace más de quinientos años que no tenemos noticias de
él.
El quinto es el antagonista al anterior. El leviatán conocido como
Megalodón nunca ha causado víctimas mortales. En la antigüedad
era venerado y su presencia en las costas se consideraba un presagio
de buena fortuna. Se decía que ahuyentaba al Lyopleurodon. Y
además, la faena de los pescadores de Thalass-siarem siempre era
buena cuando el leviatán era avistado.
El sexto leviatán es el más terrorífico de todos los que fueron
relatados a mi persona. La Hidra de Cassio, una bestia milenaria
de cinco cabezas. Un leviatán incluso más agresivo que el
Lyopleurodon. Muy pocos han sobrevivido a su presencia y nadie en
los pueblos del norte del reino de Kalash se atreve a nombrarlo.
Desconozco cuándo fue la última vez que hizo acto de presencia en
las costas del continente.
El séptimo leviatán es el Kraken. No ha sido avistado en muchas
ocasiones y tampoco hay demasiados testimonios de su destrucción,
pero… yo mismo lo he visto. Y te aseguro que esos tentáculos de
decenas de metros saliendo del mar eran algo que encogería el
corazón del más valiente.
Y por último, los leviatanes octavo y noveno.
Son dos leviatanes que muy pocos recuerdan. Durante los últimos
seiscientos años he hablado con muy pocas personas que los hayan
visto. Se dice que son una especie de serpientes marinas, enemistadas
la una con la otra. Los supervivientes a la gran tormenta que
sacudió Flergen en el año 1715 de la era anterior los bautizaron
como Jörmund y Ryüjin.
La leyenda narra que en el medio de la mayor tempestad que
recordaban los norteños del continente, se pudieron observar en el
horizonte, sobre el mar, las figuras de dos enormes serpientes
luchando. Los rayos reflejaban sus siluetas en el cielo encapotado y
sus chillidos se escuchaban desde la costa, atravesando el mundanal
sonido que atronaba los mares. La tormenta, junto con el oleaje que
provocó su combate, se llevó por delante toda la ciudad de Flergen,
salvo la población situada en la “Gran Roca”. Son los dos únicos
leviatanes de los que no tengo certeza… pero me atrevería a decir
que existen. Ningún fenómeno natural podría haber causado
aquella devastación.
Nunca supimos por qué surgieron de las profundidades y nunca
encontramos la forma de darles caza. Solo sabemos que la única
forma de protegernos de ellos es mantener a la población alejada de
los mares. Mientras esto se cumpla y ellos se mantengan ocultos,
todo irá bien. Las tarántulas marinas son una lamentable plaga,
pero pueden ser controladas. Los leviatanes… no.
Espero que nunca tengas que enfrentarte a ninguno de ellos.
Intuyo que solo en el norte, más allá de los mares, pueden saber
cómo detenerlos. Y para llegar al norte… tendrás que detenerlos.
—¿Por qué no deja de repetir que todo tiene sus
respuestas en el norte? ¿Quién demonios está allí? —
preguntó Hans
—Me gustaría saberlo, pero no tiene pinta de que vaya
a decírnoslo… —murmuró Soren.
Ambos estuvieron en silencio un largo rato, digiriendo
la información sobre los leviatanes. Lo que habían visto
en los mares dos años atrás era realmente un leviatán.
Aralise había reaparecido después de cuatrocientos años
oculta, y había destrozado la última de las murallas de
Thalassia. Lo peor era que no sabían cuándo podría
volver a aparecer. Ni si vendría sola.
A Hans se le revolvió el estómago. Por las
descripciones de Taifun Dévilry, Aralise parecía uno de
los leviatanes menos destructores. No quería pensar en el
caos que rodearía a Thalassia de verse asediados por dos
serpientes gigantes capaces de crear tormentas solo con
sus movimientos.
—Todo nos lleva a lo mismo —murmuró Soren—.
Peligros y secretos escondidos. Verdades y mentiras.
Leyendas y elementos. Los Oblivion fueron fundados
para proteger a las poblaciones del continente de esos
peligros, pero me da la impresión de que tenían otros
objetivos que no quisieron compartir con nosotros…
—Es obvio que oculta algo —confirmó Hans—. Lo
bueno es que sabemos en dónde hay respuestas. En el
norte, tras los mares. Donde creímos que nunca había
nada.
—¿Realmente crees que hay algo en el norte?
—¿No eres tú el Oblivion? Es lo que dice su fundador.
La expresión de Soren se endureció.
—No fue mi decisión unirme a ellos. Simplemente…
me vi obligado a hacerlo. Salvaron mi vida.
—Entonces, ¿por qué seguiste con ellos durante tanto
tiempo? Eres una persona con longevidad indefinida
gracias a la alquimia. Podrías haberte apartado.
—Que no me interesaran los Oblivion en un comienzo
no quiere decir que no haya aprendido a apreciar su
misión. No me interesa la organización actual. Es
lamentable. Pero sus principios siguen siendo los mismos
que los míos. Sobre todo el de impartir justicia. Sí, sigo
viviendo única y exclusivamente para impartir justicia…
—añadió, con un extraño brillo en la mirada.
Hans sacudió la cabeza y miró al horizonte. Sabía que
Soren no iba a hablar de su vida pasada.
—¿Algún día me contarás toda tu historia?
—Algún día.
—En fin… Mientras tus actos hablen por ti, seguiré
confiando. Pero me gustaría conocerte más. La verdad, ya
no sé si considerarte un alumno. Quizá tú seas mi
maestro —caviló, un tanto contrariado.
En la cara de Soren surgió una media sonrisa.
—Seguirás siendo mi maestro en el elementalismo,
joven. En el resto, ni lo intentes.
Hans sacudió su cabeza y se recostó en el asiento. El
extra de energía proporcionado por la curiosidad parecía
estar llegando a su fin. Cerró los ojos y, pese al sofocante
calor, se quedó dormido a los pocos segundos.
19- Somos elementalistas
Matt ya no se sentía un extraño en Thalassia.
Tras cumplir dos meses de su nueva vida como
estudiante, era uno más en aquella ciudad. Las calles que
en un principio resultaban extrañas se habían tornado
familiares. Los rincones y caminos cercanos a su piso
comenzaban a tener un lugar en su corazón. Eran el
escenario de su nueva vida. Y le encantaba cómo estaba
decorado.
Sin embargo, la universidad seguía siendo un terreno
agridulce. Su clase estaba conformada en su mayoría por
personas hostiles, toscas y desagradables. Y lo eran aún
más hacia su persona. Los profesores y profesoras, por su
parte, eran ecuánimes. No trataban diferente a nadie.
Aunque realmente… no trataban con nadie. Salvo
honradas excepciones, se limitaban a dar las clases y
desaparecer.
Y luego estaban Aylara e Ian, sin los que ya no podía
entender su nueva vida en la facultad. Formaban una
tríada inseparable, cada uno totalmente diferente al otro.
Lo bonito era que se complementaban.
Sus respectivos pasados siempre estaban a la vuelta de
la esquina, intentando sembrar el miedo en sus vidas.
Pero los años los habían vuelto más fuertes. Más sabios.
Sabían que, pese a lo molestos y agobiantes que eran
algunos de los problemas del día a día, no eran nada
comparados con el verdadero dolor. Por eso les resultaba
tan valioso poseer esa perspectiva tormentosa de la vida.
Para poder diferenciar lo realmente importante de lo
prescindible.
Hoy, el primer jueves de noviembre, era el primer día
en el que Ian y Aylara habían aceptado salir por la noche.
No fue nada fácil convencerlos, pero se moría de ganas
de presentarles a sus amigos. Ya habían oído hablar de
Tom Zarowa, e incluso coincidieron con él en alguna
ocasión. Pero nunca habían estado de fiesta por Thalassia
con Tom y los demás. Y aquello era algo que ningún ser
humano podía perderse.
El Delfos, el bar en el que trabajaba la novia de Tom,
fue el lugar de reunión acordado. Luego saldrían por la
calle del paseo marítimo, la cual estaría, como de
costumbre, plagada de gente.
—Vaya, todavía no han llegado —murmuró Matt desde
la puerta del bar.
Era habitual que Tom y los demás llegasen tarde. O
quizá era él, que siempre llegaba muy pronto.
Fueron a la mesa de siempre y cogieron sitio. Solía estar
libre, y si no, ya se encargaba Tom de vaciarla. Tenía la
especial habilidad de incomodar con sutileza a las
personas que ocupasen aquel lugar.
Matt pidió unas jarras de cerveza. Tanto Ian como
Aylara no pusieron muy buena cara ante la idea, pero él
los ignoró.
—Eso es que la habéis probado poco…
Se sirvió para convencerlos de aquella frase que tanto le
habían dicho. Y realmente, era cierto. El paladar es
educable. Para bien o para mal.
Aylara fue la primera en probarla. Bebió un sorbo con
la punta de los labios y degustó lentamente, con la mirada
perdida en el fondo de la estancia. Entonces, relamió la
espuma, se encogió de hombros y bebió un sorbo más
grande. Matt e Ian se echaron a reír, viéndola beber con
entusiasmo.
Aylara no le había dado muchas vueltas a su atuendo
para aquella noche. Llevaba una ropa de vestir a diario y
unos zapatos planos, muy sencillos. Sin embargo, sí se
había adecentado el pelo. Tenía una larga melena, de
color caoba. Era lo único que le gustaba mimar y cuidar
de su apariencia. Al resto no le daba mucha importancia.
Por eso mismo, a Matt le fascinaba el trato que tenía
Aylara con los chicos. Sabía que le atraían los hombres
por comentarios que había hecho. Y ella no tenía ningún
problema en entablar conversación con ninguno. Aunque
estuviese con una falda desgastada enfrente del chico más
atractivo e inteligente de toda la facultad. Los miraba
siempre a los ojos y las palabras volaban sin temor de su
boca. Era imperturbable.
Ian por su parte, era todo lo contrario. Demasiado
tímido, se quedaba sin palabras ante la presencia de las
féminas. Solía mirar fascinado a las numerosas chicas que
venían a tomar el almuerzo al afamado comedor de la
facultad de brigadismo. Normalmente era una persona
muy locuaz, capaz de manejar cualquier problema y
situación. Un maestro de la dialéctica. Pero con las chicas
se convertía en una estatua. Nunca tenía el arrojo
suficiente para conversar con ninguna. Decía que se
quedaba en blanco.
Matt estaba ansioso por ver qué efecto tendría un poco
de alcohol en él. Quizá le engrasase los engranajes lo
suficiente para liberarlo y hacer que su torrente verbal
fluyera ante las mujeres. Aquello podría ser un
espectáculo digno de ver.
Cuando iban por la segunda ronda, escuchó el
característico alboroto de Tom Zarowa al entrar en un
lugar. Lo vio al fondo del local, dándose un abrazo con
una chica. Detrás de él, con caras de circunstancia, venían
Ylia, Natsumi y… Keira.
A Matt se le puso un nudo en la garganta.
Todavía no habían vuelto a hablar. Sus interacciones
eran vagas y su comportamiento, esquivo. Más que de
costumbre, si es que eso era posible. Pero allí estaba.
Keira, un jueves por la noche. Y ella odiaba todo lo
relacionado con las fiestas y las masificaciones de gente...
En poco menos de un minuto, Matt intentó trazar mil
teorías y planes de actuación, hasta que recibió un codazo
de Ian que lo hizo despertar.
—¡Te estoy hablando! —gruñó.
—Oh, sí. Perdona, estaba distraído. Es que aquellos del
fondo son mis amigos —murmuró, todavía un tanto
desconcertado.
—Tus amigas, más bien —puntualizó Aylara.
—Sí, bueno… el que grita también viene con ellas —
aclaró—. Y Jean parece haberse echado atrás… Una
pena. Os caería bien.
Ylia consiguió arrastrar a Tom para que dejase de hablar
con medio local y el grupo llegó a la mesa.
—Tú siempre tan escandaloso —refunfuñó Matt, con
tono jocoso.
—Y tú siempre tan idiota —respondió Tom—. Te has
puesto la camisa del revés. Y aún encima está manchada.
Matt entró en pánico y bajó la mirada. Todo parecía
correcto. Entonces se dio cuenta. Tuvo tiempo de ver
cómo Tom se iba riendo hacia la barra, saludando en el
camino a otras tres personas.
—Ese es un truco muy viejo, pero a ti nunca te lo había
hecho. Supongo que tienes excusa —dijo Ylia—. El que
no la tiene es él. Es una broma lamentable.
Todos en la mesa rieron. Salvo Keira, claro.
Matt suspiró e intentó tomar las riendas de la
conversación para presentar a sus amigos. Pero fue el
propio Ian el que habló.
—Oh, oh… —murmuró.
A traves de la puerta entró una persona escuálida,
rodeada de una manada de gente. A Matt se le heló la
sangre en cuanto reconoció aquellos rasgos. Ya le
transmitían una repulsión visceral.
—No hagas estupideces —advirtió Aylara.
—¿Qué pasa? —preguntó Ylia.
Justo entonces, y pese a que Matt lo había intentado
evitar, su mirada se cruzó con la de Erwin Lambert. Este
sonrió, como si hubiese encontrado justo lo que buscaba.
Hizo un gesto a sus acompañantes y avanzaron directos
hacia su mesa.
Matt sintió cómo Ian amagaba con ponerse de pie. Lo
agarró por un brazo y tragó saliva.
—Pero mira a quién tenemos aquí —anunció Erwin
con tono festivo, escoltado por cuatro seres cuya única
motivación en la vida parecía ser meterse en una buena
gresca—. ¡El trío La-La-La! ¡Con su líder el bocazas!
Matt se mantuvo callado. Aguantó un poco su mirada y
luego la desvió. Cogió su jarra y siguió bebiendo. Sabía
que la indiferencia era lo que más odiaba.
Erwin se acercó y dio un golpe con la palma de su
mano en la mesa. El sonido seco resonó en el ambiente.
—Hazme caso cuando te hablo —amenazó.
—No tengo nada que tratar contigo —zanjó Matt. Y
siguió bebiendo.
Ignorarlo una segunda vez pareció enfurecerlo. Soltó
un manotazo y le tiró parte de la cerveza por encima.
Aquello fue suficiente para que algo en el cerebro de Matt
se disparase. Cerró los ojos y buscó la energía en su
bolsillo. Desde aquel fatídico día todos portaban eolita.
“Conectar…”
Unas suaves manos lo agarraron por la muñeca con la
que sostenía su colgante.
—Ni se te ocurra —murmuró Natsumi.
Esta se levantó de su silla y se encaró contra los cinco
hombres.
—Lárgate de aquí antes de que te arrepientas.
No sonaba como una recomendación. Ni siquiera como
una amenaza. Sonaba como una verdad esperando ser
cumplida.
Y obviamente, aquello no le sentó nada bien.
—No tengo por costumbre partirle la cara a señoritas.
Para vosotras tengo otros menesteres —murmuró—. Si
quieres puedo conseguirte un trabajo.
Tres de sus acompañantes rieron, pero uno se mantuvo
serio, mirando a Natsumi. Fue él quien se dirigió a su
líder:
—Creo que deberíamos irnos. Estamos llamando la
atención.
Aquello fue demasiado para el ego de Erwin. Se dio
media vuelta y propinó una sonora bofetada en la cara de
su acompañante. Luego volvió a encararse con Natsumi.
—Como te iba diciendo, pequeña zorra...
Y aquello también resultó suficiente para ella. Matt
intentó detenerla, pero no fue capaz. En un instante se
acercó a Erwin Lambert, lo cogió por un brazo y le luxó
un hombro. Todos pudieron escuchar el crujido de la
articulación al dislocarse de su sitio.
—¡Escoria humana, no vuelvas a acercarte a mí ni a
ninguno de mis amigos! —rugió Natsumi—. ¡Pensé que
serías lo suficientemente inteligente para no entrometerte
una vez más en el camino de una Ngüyen!
Los ojos de Erwin se iluminaron un momento y su
expresión paso del dolor al temor en menos de un
segundo. Parecía que acabase de reconocer a Natsumi.
Entonces, pidió auxilio con algo parecido a un graznido.
Sus acompañantes, incluido el abofeteado, se abalanzaron
hacia ella. Matt saltó como un resorte, y lo mismo hizo
Aylara. El resto permaneció inmóvil.
Pero entonces, aquellas cuatro moles se echaron las
manos a los oídos y cayeron al suelo, chillando.
—¿Qué coño pasa aquí? —preguntó Tom, con una
cerveza en la mano.
Luego echó un vistazo a la persona que tenía Natsumi
entre manos y abrió un poco los ojos.
—Oh… Ya veo —murmuró—. En fin, Robert, llévate
a estas fieras. No molestarán durante unos minutos.
Una mole de dos metros se acercó, cogió a uno de ellos
por los hombros y lo levantó en el aire como una pluma.
Lo mismo hizo con el resto.
Erwin tenía los ojos cerrados y la frente fruncida.
Respiraba con intensidad. Matt casi podía percibir cómo
el odio y el rencor supuraba por cada uno de sus poros. Y
tuvo la satisfacción de verlo salir a duras penas del local,
escoltado por aquel gigante.
Tom fue el primero en hablar cuando todo se
tranquilizó.
—¿Y bien? ¿Qué ha pasado?
—Erwin Lambert odia a Matt y a sus amigos —explicó
Ylia.
—Solo a Matt —puntualizó Aylara.
—Solo a mí. Recordad que me senté en su “mesa
reservada”…
Los labios de Natsumi se arrugaron en una expresión
de asco.
—Es un ser repugnante. Aun así, no deberías utilizar el
elementalismo tan a la ligera, Tom Zarowa. Pueden
pillarte.
—Antes de que te partan tu preciosa cara, me voy unos
días al calabozo —respondió, jocoso.
Natsumi puso los ojos en blanco.
—Como si pudiesen hacerlo…
Ella se dejó caer en su silla y bebió de un trago la
cerveza que todavía quedaba en el vaso de Matt. Muchas
de las personas sentadas en las mesas cercanas vinieron a
saludarla y a darle las gracias. No eran los únicos que
odiaban a Erwin.
—¿Qué les has hecho? —preguntó Keira, una vez
todos estuvieron sentados de nuevo. Eran las primeras
palabras que decía en toda la noche.
—He redirigido un sonido de una determinada
frecuencia directo a sus tímpanos. Es una tontería, pero
muy molesta. Pierdes totalmente el equilibrio y parece
que la cabeza te va a estallar —explicó Tom, distraído.
La mayoría de la mesa, o más bien los que nunca lo
habían visto actuar, entreabrieron la boca. Aquel
charlatán despreocupado era capaz de desarmar a cuatro
personas sin necesidad de apoyar su cerveza.
—Te lo agradezco, la verdad —dijo Matt—. Me sentiría
demasiado mal si lastimasen a alguno de vosotros por mi
culpa.
Tom lo miró, con una media sonrisa.
—Entonces te has metido en la profesión equivocada,
amigo mío. Aquí todos acabaremos magullados, tarde o
temprano. Y por cierto, mírate la camisa. Estás hecho un
asco.
Matt entornó los ojos y le hizo una peineta. Sin
embargo, volvió a mirar a Tom y este lo señaló de nuevo.
En efecto, daba asco. Con la tensión no había notado que
estaba totalmente empapado de pegajosa cerveza.
—Vaya… —murmuró, contrariado—. En fin, me
acercaré a casa a cambiarme. Serán cinco minutos.
Matt se levantó, dio un paso y volvió a darse la vuelta.
—Lo siento, casi me olvido con todo este lío… —
farfulló—. Ella es Aylara y él es Ian. Son mis mejores
amigos en la facultad y dos grandes personas. No les
habléis muy mal de mí —añadió, con gesto amenazante.
Salió del local y el calor de la tarde le sorprendió. Eran
las ocho y el sol comenzaba a ponerse, pero la resaca de
aquel día soleado seguía manteniendo una temperatura
agradable en el ambiente. Estaba mirando la costa cuando
una mano le tocó el hombro. No pudo evitar dar un
respingo.
—Hey… —murmuró Keira —. Voy contigo.
Aquel habitual nudo en su esófago regresó en cuanto la
vio.
—¿A dónde? —preguntó.
—A tu casa, idiota. Te acompaño.
Cientos de cosas pasaron por su mente en aquel
instante. Su mente se saturó y no fue capaz de procesar
nada más, así que asintió y comenzó a andar.
Keira caminaba distraída a su lado, ensimismada.
Intentó buscar algún tema de conversación, pero su
creatividad y elocuencia habían desaparecido, como de
costumbre. Llegaron a su piso sin decir ni una palabra.
—¿Quieres subir? —preguntó Matt, nervioso.
—¿Por qué no?
Matt la miró. Vestía con su estilo habitual. Pantalones
ajustados y una chaqueta de tela negra. Procuró no
establecer contacto visual directo con ella. No se sentía
preparado y quería mantener el control.
Entraron en el piso y Matt fue a su habitación, nervioso
e intrigado. Ella se quedó dando vueltas por el salón,
ojeando los libros que allí había. Cuando estuvo listo,
regresó a junto de Keira.
—Hmmm… —murmuró, un tanto perdido. Pero
suspiró y se armó de valor—. ¿Por qué has venido
conmigo?
Ella le dedicó un lento pestañear. Luego se acercó a él.
—Que no nos veamos a menudo no quiere decir que
olvide las cosas que sucedieron —respondió.
Matt comenzó a sentir el corazón latiendo en su pecho.
Incluso sus manos comenzaban a sudar.
“Nunca más me reiré de Ian”, logró pensar el rincón de
su mente que no estaba saturado por la presencia de
Keira.
—Solo quería… hablar contigo. Creo que eres una
buena persona. Y sí, me resultas atractivo —añadió—.
Pero no te convengo. Ni creo que tú me convengas ahora
mismo, la verdad.
Matt no supo reaccionar. Se quedó de piedra. Intuía que
sus secretos tenían algo que ver con todo aquello, pero no
podía decir nada.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que quizá algún día podamos pasarlo
bien, pero hoy no es ese día. Mi pasado es… complejo.
Por ahora no tengo mucho interés en las relaciones
afectivas, la verdad. No soy capaz. Simplemente fue…
extraño. Aquel día me sentí a gusto. Tranquila. Y hacía
demasiado tiempo que eso no ocurría…
Matt asintió de nuevo, como un tonto.
—No quiero hacerte daño, ni que te hagas ilusiones —
añadió Keira—. No te convengo. Pero…
Por un momento fue ella la que parecía nerviosa.
—Pero tampoco quiero que te vayas.
Se acercó y le puso una de sus manos en el pecho.
Estaba seguro de que ella podía notar como este latía
desenfrenadamente.
Y una vez más, volvió a besarle.
Matt no entendía nada, ni le importaba. Solo
correspondió y entró en aquel limbo que ella conseguía
crear en su mente.
Hasta que las campanas sonaron.
No unas campanas agudas, provenientes de algún
templo cercano. No unas campanas provenientes de
ninguna casa. Unas campanas graves, negras. Unas
campanas que anunciaban la muerte.
Ambos se separaron con violencia y se miraron a los
ojos. Matt ya no veía una mirada profunda y misteriosa en
los ojos de Keira. Solo veía miedo. Un miedo que todavía
no había sido desterrado de la mirada de nadie en aquella
ciudad: una invasión de tarántulas estaba acechando la
costa.
Salieron corriendo del piso.
—Tenemos que regresar al bar a buscar a los demás —
urgió Matt.
Las campanas de la tercera muralla resonaban cada vez
con más fuerza. Las calles eran un absoluto caos. Los
habitantes de Thalassia habían entrado en pánico, todavía
afectados por la invasión del año pasado. Una marabunta
de gente corría en dirección contraria a ellos. Hacia sus
casas. Hacia la salvación. Pronto les cortaron el paso.
—¡Por aquí! —gritó Keira.
Matt la cogió de una mano e intentó seguirla. Tuvo que
empujar a varias personas para no perderla. Entonces,
supo hacia dónde lo llevaba: una atalaya de vigilancia de
los brigadistas de Orden Estatal. Desde allí podrían ver lo
que estaba pasando.
Matt comenzó a trepar las escaleras detrás de Keira.
Llegó a tropezarse y resbalarse en un par de ocasiones.
Sus manos no paraban de temblar. Respiró hondo y dejó
que el instinto y la tensión tomasen las riendas de su
cuerpo. Llegó arriba e incluso sin mirar a la costa, supo
que algo iba muy mal. El pánico en el rostro de Keira lo
anunciaba.
En el horizonte, donde en aquellos mismos instantes se
estaba poniendo el sol, miles de tarántulas marinas
colapsaban el sonrosado mar, tiñéndolo de una tenebrosa
oscuridad. En algunos lugares no se llegaba a diferenciar
el agua de sus cuerpos. Solo había un manto de terror.
—Joder… no puede ser verdad. Otra vez no —gimió
Keira.
Se agazapó contra la esquina de la atalaya y su
respiración comenzó a entrecortarse. Matt se acercó a
ella, la agarró por los hombros y la miró a los ojos.
—Todo saldrá bien, Keira. Somos elementalistas.
Parecía un mensaje estúpido. Incluso una broma de mal
gusto. Pero consiguió que su voz adquiriese todo el valor
y seguridad que había enterrado en el fondo de su ser. Y
Keira asintió.
—Vamos a la Academia —propuso Matt.
—A… ¿la costa?
Matt asintió.
—Los demás estarán allí. No puedo dejarlos.
Descendieron de la atalaya. El caos seguía sembrado
por la ciudad, pero al menos la cantidad de personas que
abarrotaban las calles era menor. Pudieron llegar en un
par de minutos a la Academia de Elementalismo. Las
puertas estaban abiertas.
—¡¿Hay alguien!? —gritó Matt.
Se escucharon unos pasos bajando por las escaleras.
Era Natsumi. En cuanto los vio, hizo un gesto y dio
media vuelta. A los pocos segundos regresó corriendo,
con los brazos cargados de material.
—Tomad, dos capas de elementalista. Ajustadlas bien.
Si os veis en peligro, cubríos lo mejor que podáis. Quizá
os salven.
—¿Dónde están los demás? ¿Ha entrado alguna
tarántula en la ciudad? —gimió Matt.
Natsumi negó con la cabeza. Cogió la capa y comenzó a
colocársela a Keira.
—Ninguna tarántula ha atravesado la tercera muralla.
Todavía quedan las tres intactas. Tom obligó a Ylia y a
tus amigos a irse a casa. Sin embargo, ellos se negaron y
estarán en la primera muralla, defendiendo la ciudad. A
Ylia tuvimos que engañarla. Tom acaba de salir justo
ahora con ella, en dirección a vuestro piso —aclaró, ante
la mirada aterrorizada de Matt—. No es su labor.
Matt asintió un poco más tranquilo y comenzó a
ponerse la capa. Su tacto era suave, pero a la vez
consistente. Como una tela con una superficie lisa, pero
un interior rugoso.
—Keira y tú estaréis también en la primera muralla. Ya
sabes lo que tienes que hacer —le dijo a Keira—.
Conecta con el viento y confía en tus capacidades. En
caso de que lleguen, mantén las distancias, ¿de acuerdo?
Keira la miró y asintió. Luego, sacó una pulsera de su
bolsillo y se la puso en la muñeca. Tenía una pequeña
eolita de un color grisáceo. También cogió una especie de
pluma y comenzó a dibujar unos extraños símbolos en su
antebrazo.
—Matt, lo mismo para ti —Le tendió la katana que
habían forjado para él días atrás y que todavía estaba en la
Academia—. Solo llevas unas semanas entrenando el
elementalismo. No hagas estupideces.
Resultaba extraño y perturbador sentir cómo una amiga
con la que estaban tomando algo minutos atrás ahora les
explicaba cómo defender la ciudad en la primera y más
importante misión de sus vidas.
—Yo iré a la segunda muralla, a reunirme con Tom y
Alma. Busca a tus amigos y sigue las órdenes del jefe de
escuadrón correspondiente.
—Pero… —murmuró Matt.
—¡NO HAY PEROS! —bramó.
Su intensa mirada le arrancó las protestas de la garganta.
Asentó la katana en su cintura y la eolita en su cuello.
Sintió un cosquilleo al colgársela. Aquella sensación.
Aquella vibración.
Esperó a que Natsumi terminase de prepararse. Se
había puesto la capa por encima de su ropa y portaba tres
espadas: dos en la espalda y una en la cintura. Además,
una eolita brillaba en su cuello. Roja, como un rubí. En
ese momento, ella cerró los ojos y murmuró algo
inaudible. Matt pudo sentir una pequeña perturbación en
las energías del ambiente.
Y entonces vio cómo las espadas comenzaban a
elevarse por sí mismas, siguiendo el movimiento de sus
manos. Un movimiento fluido y delicado.
—No entraréis en esta ciudad —murmuró, con sus
espadas levitando lentamente a su alrededor—. No
mientras quede acero y una Ngüyen viva.
20- El amor del dolor
Los tres salieron de la Academia y vieron cómo
comenzaban a llegar escuadrones de brigadistas. Los
civiles habían desaparecido y se refugiaban en sus casas.
Siguieron a uno de los escuadrones hacia el apeadero de
barcas y cogieron la primera que estuvo libre.
Matt echó un vistazo a Keira, preocupado. Seguía
retocando aquel extraño dibujo en su antebrazo. Ella se
percató de que la estaba mirando.
—Soy una elementalista a distancia y este es un
mecanismo que me ayuda a concentrar la energía. Y no,
ya no tengo miedo. Si logran pasar la primera muralla,
que es a donde vamos, la ciudad estará perdida. No lo
podemos permitir.
Aquella afirmación caló hondo en la mente de Matt.
Meses atrás se había visto obligado a jugar con la vida de
personas para sobrevivir. Ahora estaba en juego que
muchas personas sobrevivieran. Y en sus manos estaba
ayudar a defender aquella ciudad.
Resultaba un tanto sobrecogedor ver cómo decenas de
barcazas repletas de brigadistas atravesaban las aguas
hacia la primera muralla. Pero más sobrecogedor era el
silencio que reinaba en aquel lugar. Las campanas habían
cesado. Solo el surcar de las quillas contra el mar
provocaba un leve susurro. El silencio del miedo era
palpable. Y los ojos de los más jóvenes… eran un dilema.
Matt agarró su colgante y sintió la energía, esperando
que le transmitiese el valor necesario para afrontar aquella
situación. También le ayudó recordar que ya se había
enfrentado a una tarántula marina. Las había visto de
cerca. Y las había visto morir.
Llegaron a la primera muralla al cabo de unos minutos y
desembarcaron en el apeadero. Las escaleras se le
hicieron eternas. Y una vez llegaron a la cima… volvieron
a ver aquella imagen.
El mar seguía teñido de un negro infernal. Miles de
tarántulas se abalanzaban en dirección a la tercera
muralla. No era posible ver si habían llegado a la base por
una cuestión de perspectiva, pero era bastante probable
que así fuese.
—Os
quedaréis
con
este
escuadrón
—ordenó
Natsumi—. Les he explicado que sois estudiantes y que
estaréis en la reserva. No hagáis nada estúpido. Yo iré a la
segunda muralla.
Ninguno de los dos quería que Natsumi se marchase,
pero asintieron. El oficial del escuadrón hizo un gesto
con la mano y luego se acercó a ellos.
—Saludos, brigadistas. Podéis ayudar a organizar los
materiales para los refuerzos que están llegando a esta
zona. Y no os preocupéis —añadió, con tono paternal—,
por muchas que sean no pueden atravesar las murallas.
Las remodelaciones tras la última invasión han mejorado
la efectividad contra sus ataques. Tan solo será una
masificación de ellas, provocada por un cambio de las
corrientes marinas.
Optaron
por
no
contradecir
su
optimismo
y
comenzaron a organizar alabardas, escudos y capas en
unas mesas cercanas.
—Tengo que encontrar a Ian y Aylara —murmuró
Matt—. Daré una vuelta por la muralla, a ver si los veo.
Espérame aquí.
Pero no hizo falta.
Keira alzó una mano, llamando a alguien. Ambos
aparecieron al fondo, caminando hacia ellos.
—Increíbles noches las de los jueves, Matt… —
refunfuñó Ian con la boca fruncida.
Matt iba a responder algo, pero las campanas tocaron
de nuevo.
El movimiento se hizo frenético en la muralla y muchos
brigadistas se asomaron al borde exterior para ver qué
ocurría. Susurros, cuchicheos y caras pálidas comenzaron
a abundar entre la gente que miraba al horizonte.
—Algo está pasando… —murmuró Keira.
El propio líder del escuadrón había dejado sus tareas y
estaba petrificado en la barandilla exterior. Los cuatro
caminaron hacia ella y buscaron un hueco por donde
mirar. Y lo vieron.
Más allá de la masificación de tarántulas, una enorme
sombra se movía bajo el mar. Algo de un tamaño
descomunal nadaba bajo sus aguas, creando una
ondulación en la superficie. Quizá midiese treinta metros.
O más. No podían deducirlo desde aquella distancia.
—¿Qué diantres es eso? —murmuró Aylara, casi sin
voz.
Nadie quiso responder. Nadie excepto Keira.
—Un leviatán.
De las profundidades del mar surgió, junto con un
chillido que ahogó el sonido de todas las campanas, una
bestia gigante de cinco cabezas. Todos se quedaron
mirándola durante unos segundos, pensando si aquello
que estaban viviendo era real. Pero no tuvieron mucho
tiempo para admirar aquella monstruosidad. La ola que
había creado su repentina aparición avanzaba hacia la
tercera muralla.
—Oh, no… No, no… —murmuró el oficial.
La tercera muralla era la más baja y la de menor
anchura. Aquella ola gigante arrasaría todo a su paso. Tras
unos segundos de tensión, todos vieron horrorizados
cómo los campanarios eran los primeros en ser engullidos
por las aguas. Los brigadistas en ellos no dejaron de tocar
hasta el último momento.
Muchos de los presentes ahogaron gritos de pánico y
dolor al ver cómo la tercera muralla desaparecía entre las
aguas. No solo porque decenas de personas, compañeros
y quizá amigos hubiesen muerto allí. Además del agua, las
miles de tarántulas que se acumulaban al otro lado de la
muralla estaban rebasándola.
—Dime que Tom y Alma no estaban allí —gimió Matt,
aterrorizado.
—Según Natsumi todos están en la segunda muralla —
le recordó Keira—. Pero a este paso…
No quiso acabar la frase.
Las alrededor de cien personas que había en aquella
primera muralla observaron atónitas cómo los restos de la
ola seguían avanzado hacia la segunda. La distancia entre
ambas no parecía ser suficiente para detener el recorrido
de aquel tsunami.
—Joder, va alcanzar a la segunda muralla —gritó
desesperado uno de los brigadistas al líder del escuadrón.
Pero justo en aquel instante, algo estalló en el aire.
Todos pudieron sentirlo, aunque algunos con mayor
intensidad que otros. Algo había cambiado en el
ambiente. El viento comenzaba a crecer en la segunda
muralla. Un viento puro y enérgico. Matt no supo qué
ocurría, hasta que miró a Keira.
—Alma… —gimió ella.
Un sonido chirriante llegó entonces a sus oídos. Todos
se echaron las manos a las orejas durante un segundo.
Cesó pronto. Luego, escucharon gritos.
—Es la señal. La tercera muralla ha caído. ¡Todos a las
armas! —gritó un oficial—. ¡Todos a las armas!
Matt supo que aquel había sido Tom desde la segunda
muralla. Él era uno de los encargados de la estrategia.
Ahora entendía mejor el motivo. La comunicación
resultaba algo clave en una batalla y Tom tenía una
habilidad única.
Matt, Keira, Aylara e Ian ya estaban armados, así que
continuaron mirando impotentes hacia la segunda
muralla. Quedaban escasos segundos para que la ola,
todavía con bastante fuerza, la alcanzara. Solo se
interponía en medio aquel vendaval elemental.
Pese a estar a unos trescientos metros de distancia, el
sonido provocado por los fuertes vientos que estaba
manejando Alma llegaba hasta la primera muralla. Nunca
había visto una demostración de energía elemental tan
intensa en su vida. Ni siquiera la invocación de Hans en el
río, tiempo atrás, le había impresionado tanto.
Poco menos de cincuenta metros para el impacto. Keira
respiraba con intensidad. Su mirada volvía a estar aterrada
y totalmente absorta por lo que ocurría en el horizonte.
Matt se acercó a ella y le agarró una mano. No pareció
darse cuenta. Luego, alzó la mirada justo a tiempo para
ver cómo las masas de agua y viento se encontraban.
El choque fue brutal. El agua salió catapultada hacia el
cielo en todas las direcciones posibles. Teñida de azul,
negro y rojo. Teñida de tarántulas trituradas por la fuerza
del choque.
Fueron segundos de angustia. No se podía percibir si la
ola seguía intacta o si los vientos habían sido lo
suficientemente fuertes para detenerla. El agua cargada de
restos todavía eclipsaba la visión. Al cabo de unos
segundos, aquel monstruoso estruendo comenzó a
amainar. Nadie hablaba en la primera muralla.
Aquella bruma comenzó a disiparse y pudieron
observar la segunda muralla: el agua la había alcanzado,
pero con una intensidad mucho menor que a la primera.
Sin
embargo,
cientos
de
tarántulas
habían
sido
arrastradas. Y algunas todavía vivían.
Comenzaron a escuchar los gritos y el sonido de la
batalla en la segunda muralla. Entonces, tres sonidos,
agudos y nítidos, llegaron a sus tímpanos.
—¡Escuadrón de transporte, preparad la recepción de
barcazas! —gritó uno de los brigadistas al mando—. ¡Se
retiran de la segunda muralla!
La gran mayoría de los allí presentes palideció al
instante.
La primera muralla nunca había sido alcanzada en sus
cientos de años de historia. Nunca. Era una muralla
preventiva, en la que la vida era tranquila. A ella se
enviaba a los brigadistas de mayor edad, a los más jóvenes
o a aquellos inexpertos. Aquel día, la mayoría de los allí
presentes pertenecía a uno de esos colectivos. Y ahora…
eran lo único que separaba a la ciudad de Thalassia de la
muerte.
Un gran número de barcazas comenzó a zarpar de la
segunda muralla.
—Pase lo que pase, no os perdáis de vista —dijo Keira.
Matt la miró. Tenía su brazo izquierdo totalmente al
aire, hasta el hombro. Pudo observar el dibujo con
claridad a lo largo de su antebrazo. Eran varias líneas
convergentes hacia el centro. Como un esquema que
indicaba el punto exacto en el que concentrar algo.
—¡Arcos y ballestas! —chilló el líder del escuadrón.
Decenas de tarántulas comenzaban a descender por las
escaleras de la segunda muralla. Algunas incluso se
lanzaban desde su cima.
Ian los miró y asintió. Luego, fue a colocarse unos
metros a su derecha, con el resto de los especialistas en
combate a distancia. Muchos ojearon extrañados su fusil.
Él se limito a tomar la mejor posición posible. Ningún
arma tenía un alcance que llegase de muralla a muralla.
Ningún arma convencional, al menos.
Una palpitación de energía rompió el ambiente al lado
de Matt.
—¿Eh? —murmuró, mirando a su alrededor.
Keira estaba apoyada en la barandilla exterior de la
muralla. Su mirada volvía a ser profunda y amenazante.
Su expresión, fría. Y en su brazo se acumulaba energía
eolítica mezclada con una brisa de viento que comenzaba
a evolucionar.
Matt podía sentirla con total nitidez. En el centro del
dibujo que había pintado en su brazo se acumulaba aquel
amalgama de fuerzas. Observó cómo canalizaba energías
durante un minuto. Una vibración chirriante comenzó a
sonar cuando la intensidad llegó a su culmen. Y luego,
con un rugido, las liberó.
Un sonido seco e intenso lo alcanzó. Como un
estallido.
Vio al viento salir disparado de su brazo, en dirección a
la segunda muralla. Apenas podía seguir su recorrido. La
velocidad era increíble. Aquel proyectil elemental recorrió
los trescientos metros de distancia en un par de segundos.
Las tarántulas que descendían por aquella zona de la
muralla fueron desintegradas al instante. Matt y el resto
de los presentes miraron a Keira, atónitos. Ni siquiera los
jefes de escuadrón sabían qué estaba ocurriendo.
—No pasarán —murmuró Keira.
Su antebrazo emitía un extraño halo, pero su piel
permanecía intacta.
Sin embargo, una inmensa cantidad de tarántulas
aparecieró en la cima de la segunda muralla. Matt tragó
saliva y rezó por que sus amigos viniesen en las veinte
barcazas que estaban atravesando el dique. Ya habían
llegado a la mitad de las aguas, pero las primeras
tarántulas comenzaban a recortarles distancia.
Miró a Keira. Parecía querer moldear otro proyectil
elemental, pero había comenzado a respirar de forma
aparatosa.
—No gastes todas tus energías ahora. Nos harán falta
más adelante —dijo Aylara, a su lado.
También se había dado cuenta de que Keira se estaba
dejando llevar por sus emociones.
De ser Matt quien hubiera hecho aquel comentario,
Keira lo habría ignorado. Pero a ella la miró con una
expresión a camino entre la sorpresa y el reproche. A los
pocos segundos se apartó de la barandilla y cerró los ojos.
Luego, se recostó en una de las paredes y se relajó
durante un par de minutos.
—¿Eres una arquera del viento? —preguntó Matt.
Había escuchado hablar de ese tipo de elementalismo a
Hans en más de una ocasión.
—Algo así… Canalizo y moldeo las energías en un
punto concreto —explicó, señalando su antebrazo—.
Luego apunto y libero. Parece sencillo, pero no lo es.
Matt asintió. Comprendía la dificultad del proceso. Un
mínimo de dudas, pérdida de concentración o excesiva
tensión, podían tirar abajo todo el proceso.
—Están llegando a la muralla —dijo Aylara.
Por un momento ambos se temieron lo peor. Keira se
levantó como un resorte. Pero no eran las tarántulas.
Eran las barcazas las que estaban llegando.
A partir de aquel momento se formó un gran revuelo
en la primera muralla. Los equipos médicos se dirigieron
a los apeaderos. Las noticias de que las dos primeras
murallas ya no eran seguras habían llegado a los cuarteles
generales y muchos refuerzos estaban siendo enviados.
Incluso se estaba creando una cuarta línea defensiva en el
paseo marítimo. La visión del arenal por el cual había
paseado tantas veces, totalmente atestado por brigadistas,
le revolvió el estómago. Y más aún el hecho de ver que
no quedaban demasiados minutos de luz. Luchar contra
aquellas bestias en la oscuridad podría ser muy peligroso.
Pero un chillido sacó a los presentes en la muralla de su
ensimismamiento.
Era cierto. Otro leviatán estaba en las costas de
Thalassia.
Olas gigantes, tarántulas, muertos y heridos. Defender
la ciudad a toda costa. Esas eran sus preocupaciones en
aquel momento. Pero allí había una bestia gigante de
cinco cabezas, observando atentamente la ciudad.
Inmóvil, pero amenazante.
Su inacción estaba haciendo que la defensa no se
centrase en ella. Pero si tan solo con su aparición había
creado un oleaje capaz de atravesar las murallas
defensivas de Thalassia, no quería ni pensar de lo que
podría ser capaz. Quizá los oficiales decidieron ignorar
aquella variable en la ecuación de defensa. Sabían que si el
leviatán decidía avanzar, todo estaría perdido.
Sin embargo, aquel rugido provocado por una de las
cabezas de la bestia insufló tal posibilidad en la mente de
todos. Y no solo a las personas de la muralla: las
tarántulas marinas también parecían temer a aquel ser
gigantesco. Muchas más aparecieron. La segunda y la
tercera muralla debían de tener graves desperfectos para
que el número de tarántulas que las atravesaban no parase
de crecer.
Matt respiró hondo y buscó esperanza en las barcazas
que llegaban de la segunda muralla. Y la encontró.
Vio salir la inconfundible figura de Tom Zarowa de una
de las primeras en atracar. Sin embargo, su expresión lo
destrozó. Aquel no parecía el rostro de Tom.
No pudo aguantar más.
Desobedeció las órdenes que le habían dado y salió
corriendo hacia la parte baja de la muralla. Pudo escuchar
cómo Aylara y Keira le gritaban, pero las ignoró. Tenía
que ayudar a los demás.
Llegó al embarcadero con la respiración agitada y una
sensación de vértigo. Había bajado las escaleras
demasiado rápido y a punto estuvo de tropezar en más de
una ocasión. Corrió junto a Tom y le gritó.
—¡Eh! ¿Estáis todos bien?
Tom, sorprendido, miró hacia él.
—¿Qué coño haces aquí? ¿Los demás están bien?
—Sí, sí, estamos todos arriba. ¿Natsumi y Alma?
—Natsumi está bien, viene en la siguiente barcaza.
Matt respiró. Pero solo unos segundos.
—Y… ¿Alma?
Tom no respondió. Su mirada se perdió en el suelo.
Justo entonces vio pasar un equipo médico a su lado.
Llevaban a Alma. A Matt se le congeló la sangre.
—Está viva, pero muy mal. Un elementalista nunca
debe sobrepasar sus límites —lamentó Tom—. Y mucho
menos si no los conoces.
Se escucharon órdenes en la parte superior de la
muralla y cientos de proyectiles partieron en dirección a
las aguas. Las tarántulas comenzaban a espolear a las
últimas barcazas.
—¿Qué vamos a hacer, ya no con las tarántulas? ¿Qué
vamos a hacer con aquel leviatán? —gimió Matt,
nervioso.
—Sigue a ese equipo médico —respondió, ignorando
sus preguntas—. Tenemos que llevar a Alma y a los
demás heridos a la parte superior.
Justo cuando comenzaban a subir, los alcanzó Natusmi.
Estaba pálida y tenía su capa manchada de un fluido
negro y viscoso. Sus tres espadas danzaban lentamente
alrededor de su cuerpo, custodiándolo.
—¿Cómo está Alma? —preguntó al llegar.
—No lo sé. Su pulso es estable, por ahora —respondió
Tom, mientras comenzaban a subir escalones—.
¿Cuántos brigadistas hemos perdido?
Natsumi se paró un instante y cerró los ojos. Las
espadas regresaron a sus vainas. Parecía agotada. Matt se
acercó a ella y le echó una mano por debajo de los
hombros, intentando sostenerla.
—Demasiados —dijo con un hilo de voz—. ¿Has
llamado a mi hermana?
—Lo he hecho. Si lo ha escuchado, estará viniendo.
Natsumi asintió y continuó subiendo los escalones con
la ayuda de Matt.
Durante toda la subida escucharon cómo los brigadistas
de combate a distancia se empleaban a fondo en diezmar
el número de tarántulas. Matt podía oír el fusil de Ian y
los proyectiles elementales de Keira. Aquello le dio
fuerzas. No podía rendirse ante el desánimo.
No miraron atrás mientras subían. En cierto modo,
gracias a que el leviatán parecía haber regresado a su
estado de inacción y se mantenía en silencio. Y cuando
llegaron arriba, lo primero que vieron fue una larga
melena violeta.
—¡Harumi! —gritó Natsumi.
Esta vino corriendo hacia ellos.
—Hermana, ¿qué has hecho? —preguntó, con un tono
de voz demasiado relajado.
A diferencia de cualquier otra persona en aquella
muralla, Harumi mantenía un amago de sonrisa en su
boca y su mirada no mostraba el más mínimo ápice de
miedo. Matt la observó. Su figura seguía teniendo aquella
aura.
—Meterme en líos sin ti, por desgracia. Siempre fuiste
mejor en el cuerpo a cuerpo.
Harumi se acercó a ambos y quitó con suavidad el
brazo de Matt, tomando el relevo. Este se apartó sin decir
nada.
—¿Cuánto tiempo necesitarías para recuperarte y
cubrirme los puntos ciegos?
Nastumi resopló.
—Dame un minuto. He canalizado demasiada energía.
—Vuestro amor fraternal me parece maravilloso, pero
tenemos un problema —sugirió Tom, señalando el
horizonte.
El nudo regresó a la garganta de Matt. El leviatán
comenzaba a moverse, con lentitud, en dirección a
Thalassia.
—No puedo luchar cuerpo a cuerpo contra eso —se
excusó Harumi—. Déjame las tarántulas a mí. ¿No
puedes freírle los tímpanos con una de tus chorradas?
—He intentado ahuyentarlo y no le afecta en absoluto.
Ni siquiera sé si esa bestia tiene tímpanos.
Harumi suspiró y acarició el pelo de su hermana.
—En fin. Primero matamos a las pequeñas y luego nos
encargamos del grandullón, ¿vale?
Natsumi sonrió. Ya lograba mantenerse en pie por sí
misma.
—Solo tengo fuerzas para un ataque —murmuró—.
No lo estropees.
Tom se apartó un instante y sacó un pequeño diapasón
de su bolsillo. Lo hizo sonar y movió sus manos en un
gesto envolvente. Matt pudo sentir una interacción de
energías, pero no logró entenderlas.
A los pocos segundos escucharon unas comandas a lo
lejos y los proyectiles dejaron al frente de aquel lugar.
—Tenéis esta zona libre durante cinco minutos —
murmuró Tom—. Haced lo que podáis.
—Gracias, querido —respondió Harumi.
Acto seguido se acercó al borde de la primera muralla,
por la zona donde no existían escaleras, y se lanzó al
vacío. Matt entró en pánico y salió corriendo a mirar.
Pudo ver cómo caía, de cabeza hacia las aguas.
—Tranquilo, ella siempre es así —respondió Tom.
A medida que Harumi se aproximaba hacia el suelo
parecía que su ritmo de bajada se ralentizaba, hasta que
llegó un momento en el que dejó de caer. Aquella mujer
estaba literalmente flotando en el borde del agua. No era
una invención de Tom. Era pura magia. Un tipo de
elementalismo único.
En el mismo instante que Harumi rozó las aguas,
Natsumi liberó sus espadas y las lanzó al vacío.
—Espero que no vaya demasiado lejos… —
murmuró—. No tengo las fuerzas suficientes para un
combate a larga distancia.
Sus espadas cayeron en dirección a su hermana, guiadas
por unas manos invisibles. Al llegar a ella, detuvieron su
avance con suavidad y comenzaron a levitar a su
alrededor. Como una especie de guardias que velaban por
su seguridad.
—Vamos allá.
Un estallido se escuchó en la zona donde antes estaba
Harumi. Matt pudo ver cómo su cuerpo se deslizaba
volando sobre el agua, dejando una estela a su paso. Se
dirigía directamente contra un gran grupo de tarántulas.
Natsumi realizó un movimiento con sus manos y las
espadas comenzaron a rotar alrededor del cuerpo de su
hermana.
—¡Se está tirando contra ellas! —chilló Matt, viendo lo
que iba a ocurrir.
Pudieron ver a Harumi llegar al lugar donde decenas de
tarántulas marinas se acumulaban. En ese preciso instante
algo chocó contra el agua, disparando miles de litros hacia
la atmosfera. Un sonido agudo y cortante llegó a donde
ellos se encontraban.
—La hermana del viento y la hermana del acero… —
murmuró Tom.
A los pocos segundos se aclaró la visión. Donde antes
había decenas de tarántulas, ahora solo podía verse un
agua ponzoñosa teñida de negro. Y una mujer de cabellos
violetas levitando en su superficie.
—Increíble —susurró Matt.
—No puedo más, Tom. Avísala —gimió Natsumi,
exhausta.
Tom volvió a hacer el mismo procedimiento con el
diapasón y dirigió sus manos hacia la zona donde estaba
Harumi. El sonido pareció viajar hacia ella. Esta dio
media vuelta y salió despedida hacia la muralla. Matt
observó la estela que dejaba mientras volaba por encima
de la superficie del mar. Era increíble. Habían conseguido
eliminar unas cincuenta tarántulas con tan solo un ataque.
Pero como aquel día parecía querer destrozar todo
amago de buenas noticias, el rugido más horroroso que
había escuchado nunca, multiplicado por cinco, llegó a
sus oídos. Las cinco cabezas del leviatán centraban ahora
su mirada en la muralla. Y la bestia comenzó a avanzar
con mayor rapidez.
—Oh, no… —dijo Tom.
Salió corriendo antes de que Matt pudiese preguntarle
nada.
—Matt…
—murmuró
Natsumi,
mientras
se
tambaleaba. Estaba terriblemente pálida y tenía la mirada
perdida.
—Estoy aquí, estoy aquí.
Matt la ayudó a recostarse y la agarró. Estaba muy fría.
Se acercó a su lado y comenzó a frotarle sus congeladas
manos. Pareció agradecerlo, ya que dejó de tiritar a los
pocos segundos. Entonces regresó Harumi, con las
espadas de su hermana en las manos. Tenía las ropas
empapadas con agua y restos de tarántula.
—¿Qué ha pasado?
—Creo que ha canalizado demasiada energía en su afán
por hacer vuestro ataque lo más fuerte posible —explicó
Matt.
Harumi se sentó al lado de su hermana y la rodeó con
los brazos.
—Todo está bien, pequeña —murmuró con dulzura.
Ella mantenía los ojos cerrados y respiraba con
dificultad.
Matt miró de nuevo hacia el horizonte y luego a
Harumi, con urgencia. Ella pareció entenderlo.
—No tengo nada que hacer contra eso, Matt Meriens.
Y mucho menos sin mi hermana. Si esa bestia llega aquí,
será el fin.
Matt tragó saliva y pensó. No quería pasar los últimos
minutos de la historia de Thalassia sin intentar nada.
—Bueno, creo que Natsumi estará bien contigo. Voy a
buscar a Tom y a los demás para ver qué se puede hacer.
Harumi asintió sin demasiado interés, mientras
jugueteaba con el pelo de su hermana. Por algún motivo,
su sonrisa permanecía intacta.
Matt salió corriendo. Había dejado solas a Aylara y
Keira durante casi media hora. Por fortuna, todavía
seguían en la misma posición.
—¡No
vuelvas
a
hacer
eso!
—bramó
Aylara,
encolerizada.
—Lo siento. Alma y Natsumi han tenido problemas
con las canalizaciones de energía y no están muy bien.
Pero no corren peligro —mintió Matt.
Realmente no lo sabía, pero no quería saturar sus
mentes con más pensamientos negativos.
—¿Hay alguna orden sobre qué hacer con eso? —
preguntó Matt, mientras señalaba al leviatán.
—Las únicas creaciones humanas que podrían rozar al
leviatán son las armas de asedio de las brigadas estatales
—explicó Aylara—. Pero estas tienen un alcance limitado.
Al parecer tan solo contamos con cuatro catapultas y dos
balistas.
—Dudo que vayan a conseguir nada —murmuró Keira,
taciturna.
Matt echó un vistazo al lugar donde se encontraban las
armas de asedio. En efecto. Aquello no conseguiría ni
rozar
al
leviatán.
Sus
esperanzas
disminuyeron
notablemente en aquel instante.
La misma sensación parecía haberse apoderado de los
demás. Los centenares de personas que se acumulaban en
la muralla miraban impotentes el avance de la bestia.
Todas las barcazas habían descargado a sus pasajeros, así
que ya no luchaban contra a las tarántulas marinas. Estas
habían invadido el apeadero y se acumulaban contra las
paredes de la primera muralla, atrapadas. Y todavía venían
más huyendo del avance del leviatán.
En aquel momento llegó a la tercera muralla. Pese a ser
la más pequeña de todas ellas, tendría por lo menos
veinte metros de altura. Y el leviatán destrozó sus muros
como si fueran de mantequilla.
Susurros de pavor comenzaron a propagarse por toda la
primera muralla. Fue entonces cuando un líder de
escuadrón gritó a su lado:
—¡Escuadrón número cinco, retirada total! No moriré
intentando detener algo fuera de nuestro alcance.
Sus brigadistas titubearon. Algunos querían huir, y otros
querían luchar. Pero ninguno se movió.
—¿Estáis locos? ¡Corran por sus vidas, huyan! —chilló
a pleno pulmón.
Un caos se creó en aquel sector de la muralla. Muchos
brigadistas, sobre todo los más jóvenes, comenzaron a
sopesar sus palabras. El líder del escuadrón número cinco
parecía estar sufriendo un ataque de pánico. Hasta que en
un determinado momento, se llevó las manos a los oídos,
puso los ojos en blanco y calló redondo al suelo. Matt
reconoció al instante el origen de aquello.
—Todos a sus puestos —ordenó Tom Zarowa—. Si
fracasamos nosotros, toda la ciudad desaparecerá.
En ese mismo instante portaba la espada de doble filo
que le había enseñado a Matt en su piso. La desenvainó y
dio un golpe contra la esquina de la muralla. Aquel sonido
nítido y potente penetró en el entorno. Mientras tanto, su
mano izquierda parecía estar recogiendo el sonido. Y
realmente lo hacía. No se alejaba ni se transmitía por el
aire. Seguía acumulándose en su espada a merced de la
voluntad de Tom. La vibración y el sonido se hicieron
cada vez más y más intensos, hasta que liberó la técnica
con un movimiento de su filo.
Matt pudo escuchar a la energía sonora salir disparada.
A los tres o cuatro segundos, el leviatán recibió el golpe.
Una de sus cabezas chilló dolorida y se contorsionó,
visiblemente molesta.
La mirada de los brigadistas se iluminó al instante. Un
halo de esperanza había llegado. Todavía tenían a los
elementalistas. Cogieron sus armas y regresaron a sus
posiciones. Thalassia no caería tan fácilmente.
Pero el leviatán se repuso y continuó su avance.
Todavía faltaban bastantes metros hasta que el rango de
la armas de asedio fuese suficiente. Solo Tom y quizá
Keira podrían alcanzarlo a tanta distancia. Cuando la
bestia pasase la segunda muralla, se decidiría todo.
Matt miró su katana, impotente. No era más que un
aprendiz de elementalista y su alcance era de escasos
metros. No podía hacer nada en aquel momento.
Un nuevo chillido lo sacó de su ensimismamiento. El
ataque de Tom parecía haberlo alterado y estaba
acelerando el paso. A cada segundo que se acercaba,
parecía más grande. Más monstruoso. Y cuanto mayor
era la definición del leviatán en sus miradas, mayor era el
temor en el corazón de los brigadistas.
—¡Carguen catapultas y balistas! —se escuchó en las
cercanías.
Las seis armas de asedio con las que contaba la primera
muralla comenzaron a tomar posiciones. Ellas, Tom,
Keira, Ian y los brigadistas de combate a distancia eran
los únicos que podían defenderlos del leviatán. Todo
estaría en sus manos.
O al menos eso era lo que creían.
Del mirador situado en los acantilados de Thalassia
surgió
una
inmensa
cantidad
de
energía.
Los
elementalistas lo sintieron al instante. Y los brigadistas
pudieron verlo con sus propios ojos.
Eran llamas. Llamas azules.
El fuego viajó con rapidez a través del cielo casi
nocturno, iluminando las aguas a medida que se acercaba
al leviatán. Un intenso fogonazo alcanzó una de las
cabezas de la bestia y las llamas se esparcieron por su
cuello. La cabeza chillaba y se retorcía, intentando
apagarlas. Con un rápido movimiento sumergió el cuello
en las aguas de la segunda muralla. Pero no fue suficiente.
La cabeza del leviatán volvió a emerger con aquellas
llamas azules. Era un fuego que nunca se apagaba. Un
fuego eterno.
—No puede ser... —murmuró Tom.
En ese mismo instante, el leviatán pareció tomar una
decisión. Las cuatro cabezas restantes comenzaron a
devorar el cuello de aquella que ardía. En poco más de
unos segundos, el leviatán de cinco cabezas pasó a tener
cuatro.
Y entonces, otro fogonazo. Fue igual de rápido y
potente que el anterior, pero esta vez el leviatán resultó
ser más ágil. Esquivó el ataque con un quiebro de sus
cuellos.
Otro resplandor más iluminó el mirador. En el mirador
de Thalassia, el punto terrestre más al norte del
continente, había una figura humana. Una persona capaz
de dominar las llamas. Un elementalista del fuego.
El leviatán, acorralado por los ataques, decidió no
enfrentarse a su nuevo enemigo. Con un descomunal
movimiento zambulló su cuerpo en las aguas y
desapareció. Se retiraba.
No hubo tiempo a celebrarlo. No se escuchó ni un solo
grito de júbilo o victoria. Una ola, mucho mayor que la
primera, comenzaba a formarse en el horizonte.
—¡Retirada! ¡Retirada! ¡Rompan filas!
Matt se quedó paralizado. En aquel momento había
alrededor de doscientas personas en aquella muralla y las
salidas para descender de ella eran bastante angostas.
Quizá saltar desde arriba fuese una opción, pero no para
el centenar de heridos provenientes de la segunda
muralla. Y de todas formas, todos serían engullidos por
las aguas.
No había tiempo de huir. No había tiempo de salvarlos
a todos. Miró al frente. Aquel tsunami llegaría en poco
más de treinta segundos. Alguien le apoyó una mano en el
hombro. Era Tom.
—Al menos una parte de la ciudad quedará a salvo…
Su sonrisa, la de siempre, surgió en su expresión. Matt
entendió que significaba aquello.
—Ha sido un placer conocerte, Tom Zarowa. Las
últimas semanas han sido las mejor…
Matt se paró en seco.
Dos intensas energías eolíticas habían aparecido a sus
espaldas. Miró a Tom y este le devolvió la mirada. Ambos
estaban sintiendo lo mismo.
Se dieron la vuelta y vieron a un chico de unos
dieciocho años. Un llamativo pelo grisáceo irradiaba
claridad en su cabeza, mientras unos ojos azules atisbaban
su objetivo. Y a su lado, de pelo negro, ojos castaños y
sonrisa tranquilizadora, estaba Hans Laurie.
—Estamos de vuelta —anunció Hans.
Ambos avanzaron hacia el borde de la muralla. Los allí
presentes se apartaron de inmediato. Aquellos dos
elementalistas imponían tan solo con su presencia.
El chico alzó una espada que portaba consigo. Matt
pudo sentir la energía irradiando de ella. Estaba claro que
tenía uno de los aceros eolíticos más poderosos que había
sentido nunca.
Hans hizo algo similar. Alzó su mano derecha en
dirección a la ola y comenzó a canalizar energía. Llevaba
puesto el anillo de Alma. El anillo de su hermano. Otra
de las eolitas más poderosas que existían.
La energía conjunta que comenzó a emitir aquel dúo
dejó sin aliento a Matt. No podía percibirla con gran
definición, pero sentía una intensa presión vibrátil en el
ambiente que lo estaba ahogando. Y todo el mundo,
elementalista o no, logró sentirlo.
A los pocos segundos, el oleaje comenzó a descender.
Cada metro que recorría la ola se volvía más y más
pequeña. Pequeños murmullos de esperanza se fueron
convirtiendo
en
jaleos
cuando
los
brigadistas
comprendieron que el oleaje había sido reducido lo
suficiente. Ambos elementalistas liberaron sus conexiones
y retrocedieron unos pasos. La ola restante se preparaba
para impactar…
El golpe fue duro e hizo retumbar los gigantescos
muros de piedra. Incluso llegaron algunas gotas que les
mojaron los rostros a los allí presentes. Pero la muralla
resistió.
Y el alivio dio paso al júbilo.
Decenas de brigadistas y jefes de escuadrón se
acercaron a Hans y a Soren para felicitarles.
—¿Quién es? —preguntó Matt, anonadado.
—Es Soren. El llamado “genio elemental”—respondió
Tom.
Soren recibía los saludos y apretones de manos sin ni
siquiera inmutar su expresión. Parecía serio y distante.
—No sé si esto es lo mío, la verdad… —dijo una voz a
sus espaldas.
Era Ian.
Aylara salió corriendo y le dio un abrazo. Fue la primera
reacción cariñosa que Matt había visto en ella desde que
la conocía. Pero no le sorprendió. La descompresión
emocional que acababan de sentir estaba afectándole
incluso a él. Se acercó a ambos y también los abrazó.
—Creo que para mí tampoco. Deberíamos tomarnos
unas vacaciones.
Los tres sonrieron unos instantes. Fue una sonrisa
nerviosa. Pero una sonrisa de alivio y esperanza. Thalassia
seguía viva, y ellos también.
Tras unos instantes de silencio y reposo, Matt se acercó
a Keira.
—¿Cómo estás?
—Estoy.
—Que no es poco… —murmuró Matt.
Ella asintió con la mirada y arrastró su espalda por la
pared, hasta tocar el suelo. Luego, hundió la cabeza entre
sus rodillas y respiró con lentitud. Matt se sentó a su lado.
Evitó pasarle un brazo por encima o cualquier tipo de
actitud protectora que pudiera consolarla. Sabía que no le
agradaría. Sin embargo, sí se sentó lo suficientemente
cerca de ella, rozándola. No tenía que estar haciendo
nada. Solo tenía que estar.
Cuando ella así lo quiso, levantó su cabeza y todavía
con los ojos cerrados, la apoyó en su hombro.
Permanecieron sentados durante unos minutos, sin hacer
nada más que respirar. Respirando un aire que ya no
estaba impregnado de miedo y horror.
Y por raro que parezca, nadie los molestó. Cuando
Keira se sintió con la paz mental necesaria para
levantarse, lo hizo. Luego, juntos, caminaron hasta donde
se encontraban los demás.
—¿Cómo están Alma y Natsumi?
—Natsu está perfectamente. Harumi se la llevó en
cuanto vio lo que se venía encima —explicó Tom—.
Alma está mucho peor, pero creemos que se encuentra
fuera de peligro. Hans llegó a tiempo. Él sabe cómo
actuar ante casos de mala canalización de energías. Fue a
verla en cuanto llegó y ahora ha regresado para curarla.
—Aunque no confíe en sus habilidades, seguimos todos
vivos gracias a ella —murmuró Matt—. Dentro de
nuestra mala suerte, hubo un poco de fortuna.
Ninguno pudo rebatir aquella afirmación. De no ser
por Alma, no habrían aguantado ni un solo asalto contra
el leviatán.
A los pocos minutos llegó una cara conocida. Era la
comandante Munihan, aquella que había expulsado a los
aspirantes a brigadistas en los exámenes de acceso. Y
reconoció a los tres compañeros de la brigada de
Combate.
—Es un orgullo tener a principiantes como vosotros —
dijo nada más llegar a su lado.
Los tres agradecieron el cumplido con una leve
reverencia de sus cabezas.
—Hemos tomado el control de la situación y todos los
efectivos de las brigadas están llegando a la muralla.
Podéis iros cuando queráis, queridos estudiantes —
añadió, mirando también al resto de jóvenes del grupo—.
Ya habéis hecho bastante.
—Me aseguraré de que vayan a descansar a sus casas —
añadió Tom.
La comandante asintió y se perdió entre la multitud.
—Técnicamente, tú todavía eres un estudiante. No te
vengas tan arriba —intentó bromear Matt.
Tom sonrió y lo miró con los ojos entrecerrados.
—Cuando te conviertes en un instructor en prácticas
sigues
siendo
un
estudiante,
pero
tienes
más
responsabilidades de las que tú podrás alcanzar jamás.
Matt intentó soltarle un golpe amistoso, pero terminó
dándole un abrazo.
—Vuelve a casa. Le quité las llaves a Ylia —murmuró
Tom, mientras se las entregaba—. Tiene que estar de los
nervios y queriéndome matar. Pero no podía permitir que
estuviese aquí. No era su lugar.
Matt cogió las llaves y las guardó con la suyas. Solo
pensar en la angustia que debía estar sintiendo Ylia en
aquel momento le agobió, así que decidió marcharse lo
antes posible.
—¿Queréis venir hasta mi piso? —preguntó Matt en
voz alta.
—Tengo que volver a casa. Mis padres se habrán
enterado de las noticias y estarán nerviosos —explicó Ian.
—Mi prima también estará preocupada… —murmuró
Aylara.
Matt asintió y miró a Keira.
—Hmmm… te acompañaré por el camino —
respondió ella.
Descendieron todos juntos por las escaleras de la
primera muralla y cogieron una barcaza que estaba a
punto de salir.
Ya había oscurecido bastante, pero el dispositivo de
defensa que se había creado en el arenal iluminaba toda la
costa. Bajaron de la barcaza y se despidieron. Ian y Aylara
tenían que coger la calle Ulla, mientras que Keira y Matt
la Ayzhar. Vio cómo ambos se iban y luego miró a Keira.
Su aspecto volvía a ser el de siempre, aunque estaba
más despeinada de lo normal. Matt la miró de frente.
Estaba cansado de dudar y de tener miedo. Respiró y dijo
exactamente las palabras que quería decir.
—¿Quieres dormir conmigo esta noche?
Aquello pareció cogerla por sorpresa. Keira evitó
mirarlo mientras sopesaba su propuesta.
—Eh… No lo sé…
—Pues tienes esta calle para pensarlo —respondió
Matt.
No lo dijo con rudeza. Era una simple afirmación. Una
frase inocua.
Ella asintió y comenzó a caminar. Con su mano
derecha y la ayuda de un pequeño pañuelo, comenzó a
borrar el dibujo de su antebrazo.
—¿Te molesta?
—Es tinta eolítica y al cabo de un rato me agobia.
Quiero que desaparezca esta sensación.
Matt la entendió. Él todavía llevaba puesta su eolita en
el cuello. Aquel extraño peso que sentía en sus hombros
estaba siendo provocado por el contacto continuado con
ella. Sacó la cadena y la guardó en el bolsillo. Aquella
sensación disminuyó de inmediato.
Llegaron a la calle de su piso al cabo de dos minutos.
—Hmmm… creo que prefiero dormir en mi casa,
aunque agradezco la propuesta. Pero lo que necesito es
dejar de existir durante unas horas. Y olvidar el día de
hoy.
Matt buscó una forma de rebatir aquella postura, pero
se mordió primero la lengua y luego la mente. Tenía que
respetar su voluntad.
Ella se acercó y se apoyó contra su pecho. Matt
correspondió el gesto y la rodeó con sus brazos. Había
sido un día muy largo.
—Hasta mañana, Matt Meriens —susurró con una
media sonrisa.
—Que descanses, Keira.
Matt la vio marcharse y luego subió las escaleras de su
piso.
Estaba un tanto dolido, pero tenía que aceptar su
decisión. Además, recordó todos los avances que había
conseguido con ella. Las interacciones cercanas con Keira
resultaban bastante impredecibles, pero el contexto
extremo de aquel día los había unido de una forma
extraordinaria.
En cuanto abrió la puerta, Ylia se abalanzó sobre él.
—Oh, Matt. Dime que todos están bien, por favor —
gimió, con los ojos inundados en lágrimas.
—Todos estamos bien, cielo. Tom siente mucho
haberte encerrado aquí, pero… era necesario. No
podíamos ponerte en peligro.
Ylia cerró los ojos y apoyó la cabeza en su hombro.
Luego, continuó llorando, en completo silencio.
—Nunca más me hagáis esto —suplicó—. Prefiero
morir con mis amigos que vivir en soledad.
Matt la abrazó y la acompañó hasta el salón. Se
sentaron y agarró sus manos, las cuales no dejaban de
temblar. Sintió que tenía las suyas igual de frías, así que
acercó unas mantas para que algo aportase un poco de
calidez.
—Ya ha pasado todo, Ylia. Te lo prometo. Todos
estamos bien.
Ella asintió, todavía con su mirada empañada por las
lágrimas. Matt dejó unos instantes de silencio para que
sus emociones se estabilizaran. Fue ella misma quien
decidió continuar.
—Cuéntame qué ha pasado…
Matt hizo un repaso fugaz a las últimas horas de su vida
y un pinchazo de dolor apareció en el fondo de su
corazón. Cientos de imágenes de miedo, dolor y terror
acudieron a su retina. En aquel instante se dio cuenta de
lo mucho que lo atormentarían las próximas noches.
Se repuso de aquellos pensamientos y comenzó a
explicarle la invasión de las tarántulas, la aparición del
leviatán, las diversas olas gigantes y las acciones de Alma,
Hans y los demás. Y también le habló sobre la aparición
de un elementalista del fuego.
—¿Era Erik? —preguntó Ylia.
—No pude verlo. Las llamaradas salían del mirador de
los acantilados y se podía distinguir una figura humana,
pero nada más. Comenzaba a oscurecer. Pero en la barca,
de regreso, escuché algún comentario. Decían que aquella
era su “magia”.
Ylia tragó saliva y su mirada se perdió en la pared del
salón.
—Hans tiene que estar muy nervioso…
Era cierto. Ni siquiera había tenido tiempo para hablar
con él. Pensó en regresar a la muralla para buscarle, pero
Ylia lo necesitaba mucho más en aquel preciso momento.
—Estás congelado —murmuró ella.
Se había acurrucado a su lado. Y en efecto, ella había
entrado en calor mientras que él seguía congelado.
Probablemente fuese por los fríos recuerdos que
acudieron a su mente mientras relataba lo vivido en la
muralla.
—Voy a calentar un poco de agua —murmuró Matt—.
De verdad que necesito una ducha… Quizá me ayude a
deshacerme de esta sensación que me impregna por todo
el cuerpo.
Ylia asintió, en silencio.
Regresó al salón tras dejar la olla sobre la cocina de
leña. Tardaría unos quince minutos en estar lista.
—¿Cómo vas?
—Estoy mejor. Pero por Raoar, Matt. No sabes la
impotencia y el miedo que he pasado. Pensé en saltar por
una ventana, pero no tuve el coraje suficiente.
Matt sacudió la cabeza y se arropó junto a ella entre las
mantas.
—Lo siento mucho. Y Tom más —añadió—. Pero allí
habrías corrido mucho peligro.
—Estoy estudiando medicina, ¿recuerdas? —respondió,
molesta—. Puedo ser tan útil como vosotros.
Matt resopló. Iba a ser duro que Ylia olvidara aquello. Y
en el fondo, tenía razón.
—Ningún civil podía estar allí. Muchas personas
habrían querido ayudar, pero ese no es el problema. Es
un tema organización. En ocasiones mayor cantidad no
significa una mejoría.
—Me da igual. Ni se os ocurra volver a hacer algo así, o
dejaremos de ser amigos.
No la miró a los ojos. El tono de su voz fue suficiente
para amedrentarlo.
—Lo siento.
Aquella conversación finalizó con su disculpa, pese a
que él no había tenido nada que ver.
Permanecieron agazapados el uno junto al otro
mientras el agua se calentaba. El tic-tac del reloj que había
en el pasillo los meció durante unos minutos, hasta que el
retumbar de la olla informó a Matt de que estaba
hirviendo.
—¿Te dejo algo de agua?
—No. Me duché antes de salir.
Era cierto. Todavía llevaba puesto el precioso vestido
azul que había elegido para aquella noche. Incluso su pelo
seguía impecable. Lo único que desentonaba era la
sombra de ojos, emborronada por las lágrimas que habían
bañado sus mejillas minutos y horas atrás.
Volvió a taparla y la dejó acurrucada en el sofá, entre las
mantas. Luego, llevó con lentitud la olla hasta el baño.
Vertió su contenido en el recipiente de la ducha y se
desvistió. Todavía tenía la capa de elementalista por
encima de su ropa. La dobló y la apoyó con cuidado en
un rincón del baño. Tuvo claro que no la devolvería.
Aquella prenda y él habían comenzado una historia
juntos. La capa había elegido a su elementalista.
Agotó hasta la última gota de agua. Las yemas de sus
dedos comenzaban a estar arrugadas, pero le dio igual. Se
vistió lo más rápido posible y regresó al salón.
Ylia estaba estirada en el sofá, aparentemente dormida.
Matt se acercó y la arropó un poco. Pero ella se movió.
—Hmm, ¿vas a quedarte ahí? —preguntó Matt.
—No lo sé… no creo.
—Bueno… yo voy a intentar dormir. Ha sido un día
muy largo.
Ella asintió y desvió la mirada. Matt no supo muy bien
qué decir, así que apagó el quinqué del salón y se dirigió a
su habitación.
En cuanto entró en ella recordó que era, con diferencia,
la más cálida del hogar. Estaba justo encima de la cocina
del piso inferior, y el calor residual permanecía en las
paredes y en el suelo, manteniendo una temperatura
agradable.
Ni siquiera se molestó en encender una lámpara. Se tiró
encima de su cama, boca arriba, y cerró los ojos. No tenía
sueño y las imágenes de aquel día comenzaron a aparecer,
como había previsto.
Con una muralla menos, la defensa de la ciudad iba a
resultar muy compleja. Además, la aparición de un nuevo
leviatán confirmaba algunas de las explicaciones religiosas
y mitológicas más antiguas. Aquello iba a traer bastante
jaleo. Y todavía se formaría más alboroto como alguien
descubriese que un elementalista del fuego había
ahuyentado al leviatán. Las elucubraciones de los
diferentes reinos y estados podrían ser muy perjudiciales
para Thalassia…
Entre
reflexiones
estaba
cuando
escuchó
unos
golpecitos en su puerta.
—¿Sí? —murmuró.
—Soy yo.
Ylia estaba al otro lado de la puerta.
—Pasa, pasa.
La poca claridad proporcionada por la luz de la luna
iluminó tenuemente su figura. Se quedó de pie enfrente
de la cama.
—Eh… verás…
—¿Qué ocurre?
Ylia tardó unos segundos en responder.
—No quiero dormir sola.
Matt se quedó de piedra y tardó bastante en reaccionar.
“Tenías que haberte quedado más tiempo con ella,
estúpido”, pensó en su interior.
Pero ella seguía allí, de pie, esperando una respuesta.
—Hmmm, supongo que puedes dormir aquí. Mi cama
es bastante grande.
Matt se apartó a un lado y dejó un espacioso hueco para
que Ylia se acostase. A los pocos segundos, percibió
cómo ella se acercaba y se metía dentro.
“Relájate, idiota, todavía está nerviosa. Solo quiere
compañía”.
Ylia se tapó con las mantas y se acurrucó junto a él.
Sintió la suave piel de una de sus piernas rozando las
suyas. Se había quitado el vestido. Aquello sí que no había
entrado en sus planes.
“Obviamente no va a dormir con el vestido puesto.
Solo… duérmete”.
Ella se acercó más y le rodeó la cintura con un brazo.
Aquella mano en su abdomen no estaba ayudándole a
conciliar el sueño. De hecho, un ligero cosquilleo recorrió
su columna cuando sintió su respiración cerca de él. Notó
su cuerpo junto al suyo, buscando refugio.
—No… hoy no quiero estar sola… —murmuró.
Matt sintió cómo los labios de Ylia le acariciaban una
mejilla con un suave beso. Luego, descendió con lentitud,
en dirección a su cuello.
—Eh, Ylia… no creo que…
Ella se incorporó y le selló la boca con un nuevo beso.
Fue intenso, mucho más intenso de lo que podía haber
previsto. Su mente se sintió paralizada, pero su instinto se
ocupó de beber de aquellos labios.
Matt no tenía ni idea de por qué no estaba cortando
aquello. O quizá… quizá no quisiera detenerlo.
Liberó sus manos y buscó su torso. Sintió la cálida piel
de su cuerpo. Su abdomen, su cintura, sus brazos… Lo
único que llevaba puesto era su ropa interior. Y aquello
fue demasiado para su parte racional. La emoción cogió
las riendas.
Intentó incorporarse pero ella no se lo permitió.
Agarró su camiseta y se la quitó con urgencia. Luego, lo
empujó contra el colchón y apoyó sus caderas encima de
su cintura. Aquella precisa postura le aportó a Ylia
bastante información.
Matt pudo escuchar el sonido de sus labios al dibujar
una sonrisa. Ella inclinó su cabeza y lo besó de nuevo. En
aquel momento Matt se había olvidado de todo. Solo
existían sus dos cuerpos, buscándose el uno al otro.
Ylia comenzó a despojarlo de las pocas prendas que
restaban en su vestuario y Matt la correspondió. Para
variar, tuvo cierta dificultad con el cierre del sostén. Fue
ella quien lo terminó lanzando al fondo de la habitación,
sin ganas de esperar ni un segundo más.
Y entonces, los dos cuerpos se encontraron en su
plenitud.
—¿Estás segura de esto? —murmuró el poco raciocinio
que quedaba recluido en un rincón de su consciencia.
Los labios de Ylia estaban ocupados recorriendo su
cuerpo. No respondió. Pero sus actos hablaron por ella.
Y entonces, hasta en la noche más fatídica de la
Thalassia reciente, hubo un lugar entre sus murallas en el
que pervivieron besos, suspiros y caricias.
21- La mirada del elegido
Hans llevaba todo el día evitando ser visto. Sus
habilidades para mentir rozaban la ridiculez y no tenía
intención de dar la más mínima pista sobre lo que iban a
hacer. De enterarse alguien, la información correría de
boca
en
boca.
La
verdad
se
transformaría
en
convencimiento y el convencimiento en opinión. Y bien
es sabido por todos que la opinión es muy maleable.
Puede moldearse cientos de veces, incluso hasta convertir
las verdades en mentiras. Por eso no quería que nadie le
hiciese preguntas.
—¿Cómo crees que reaccionará el gobierno cuando
descubra lo que vamos a intentar? —preguntó Soren.
—Tardarán un tiempo en darse cuenta. Si es que lo
hacen —añadió Hans—. Tienen demasiados problemas
políticos ahora mismo. Algunos nos acusan de invocar
leviatanes, otros de ocultar y cobijar a Erik, “El
Genocida”, y otros muchos de herejes impíos. Hasta
nuestros aliados de siempre nos están dando la espalda. Y
sinceramente, estoy muy cansado de todo esto. No puedo
quedarme más tiempo quieto. No después de todo lo que
vi aquel día en la muralla. No después de ver a un
elementalista del fuego ahuyentar a la Hidra de Cassio.
Soren asintió. Ambos coincidían en el diagnóstico de la
situación. Y sabían que solo había una forma de
encontrar respuestas.
Descendieron la cuesta oeste de Thalassia en dirección
a las playas salvajes. Los estaban esperando en una
pequeña cala. El acceso era muy sencillo para los
humanos,
pero
prácticamente
imposible
para
las
tarántulas. Estaba atestada de algas gigantes que
dificultaban el paso.
Muchos hombres llevaban allí a sus pretendientas,
intentando impresionarlas con un paraje libre y salvaje.
Una estrategia que muy pocas veces funcionaba. Y por
desgracia, Hans la había utilizado años atrás. Por eso
conocía aquel sitio.
Llegaron al lugar acordado con las últimas luces del día.
Una pequeña antorcha se encendió en el fondo del arenal.
Hans y Soren se acercaron con premura.
—Buenas noches, caballeros —murmuró uno de los
hombres. Estaba acompañado por otras tres personas—.
¿Tenéis lo acordado?
Hans metió la mano en su macuto y sacó una bolsa
llena de doblones de oro. Aquel hombre la recogió con
gentileza y echó un pequeño vistazo. Sus ojos asintieron,
satisfechos.
—No ha sido nada fácil construir esta preciosidad en
tan poco tiempo. Y mucho menos en este lugar —
añadió—. Espero que la traigas de una sola pieza.
Hizo un gesto a sus compañeros y estos se acercaron al
bulto oculto tras ellos. Quitaron las lonas que lo cubrían y
apareció una robusta barcaza. Estaba construida con una
mezcla de varios materiales. Hans pudo distinguir
madera, acero y pequeños retoques de estaño. Y lo más
importante: rodeándola y protegiéndola, había numerosas
y alargadas cuchillas. Ellas serían las encargadas de cortar
las telarañas.
De todas formas, no estaba allí para juzgarlo. Confiaba
en el constructor. Era un ingeniero de Sekyo que había
conocido en el pasado. Un genio… aunque un tanto
extravagante.
—Vamos a ponerla sobre el agua. Tenemos algo de
prisa —murmuró Hans.
Entre los seis arrastraron la barcaza a través de una
pasarela hecha con madera. El estruendo que hicieron
consiguió avivar los nervios que Hans creía ya calmados.
Una vez estuvo flotando, los tres acompañantes del
ingeniero la sostuvieron con sendos cabos, mientras él
hablaba.
—La compuerta está en la parte trasera. Por ella entráis
y salís —explicó—. No hay otra forma. Una vez la
cierras, se convierte en una embarcación estanca. En
función de la intensidad de vuestra respiración, tendréis
oxígeno para unas diez horas. Cuando sintáis que el
ambiente está sobrecargado y comenzáis a marearos,
deberéis abrir la puerta. ¿Entendido?
Hans asintió.
—Según nuestra información, el viaje dura ocho horas
a ocho nudos. Esperemos no tener que abrirla.
El ingeniero sonrió, ilusionado.
—Espero con ansia tu regreso, amigo.
Soren fue el primero en entrar. Trepó ágil por la
escalinata y se escurrió a través de la angosta compuerta.
La entrada de Hans fue mucho más torpe y accidentada.
“Cosas de la edad”, pensó en un principio. Luego
recordó que Soren tenía sesenta años más que él.
El interior de la barcaza era bastante amplio. Por varias
partes de su casco tenía una cristalera, la cual permitía ver
hacia dónde se dirigían. Según Arkanso, el ingeniero, era
un cristal irrompible. De hecho, la propia barcaza estaba
diseñada a prueba de tarántulas.
Hans y Soren se turnarían para hacerla avanzar
mediante el elementalismo. No existía otra forma de
moverla que no fuesen sus propias habilidades. No tenía
velas, ni un lugar por donde sacar unos remos. Tenían
que hacerlo bien y gestionar a la perfección sus energías.
De otra forma, estarían acabados.
La primera hora de viaje resultó verdaderamente
agobiante. Pudieron ver cientos de tarántulas por la
superficie marina, iluminadas por la luz de la luna. No
querían ni imaginarse las que habría en el lecho del mar.
Y aunque no prestaban demasiada atención a la barcaza,
más de una intentó clavar sus afiladas patas en ella.
Como era previsto, algunas zonas estaban infestadas de
telarañas. Las cuchillas cortaban con bastante soltura,
pero la barcaza necesitaba un impulso extra de energía
cada vez que se topaban con una. Tuvieron que hacer
turnos de diez minutos por el gasto de energía que
implicaban aquellos empujones.
Una vez consiguieron avanzar varias millas mar
adentro, el número de tarántulas y de telarañas
desapareció casi por completo. Y entonces, navegaron
con facilidad. En el mar. En el mar libre del norte, donde
nadie se había adentrado.
Habría sido una experiencia mucho más placentera en
caso de ser de día. Sin embargo, las tarántulas mostraban
mucha menor actividad durante la noche y la oscuridad
también facilitaba no ser vistos por ninguna persona de
Thalassia.
De vez en cuando sentían algún ruido o golpeteo
contra la barcaza. Pero a los pocos segundos todo volvía
a la calma. Nada de lo que preocuparse.
—Llevamos dos horas de camino. La primera hora
hemos avanzado a menos velocidad por las telarañas. Si
es verdad lo que pone el libro de Taifun, deberían quedar
unas seis horas y media de camino —calculó Hans.
—Mientras sigamos rumbo al norte, todo irá bien. Si
vemos que no encontramos nada, solo tenemos que hacer
el camino inverso.
Tenían suficientes víveres para aguantar dos semanas de
viaje. Bueno, Hans tenía víveres. Soren solo necesitaba
beber agua para mantenerse con vida. El elixir alquímico
que le habían administrado en el pasado hacía el resto.
Su guía para no perder el norte eran dos pequeñas
brújulas. Así que avanzaron, con fluidez y rapidez a través
de los oscuros mares. Las mareas no resultaron ser tan
fuertes como les habían contado. La superficie de las
aguas se mostraba plana y serena la mayor parte del
tiempo.
Al cabo de unas seis horas, cuando comenzaba a
amanecer, Hans concluyó que necesitaba recostarse unos
minutos. Pero justo cuando había entrado en un estado
de somnolencia, un brutal golpe lo despertó.
La barcaza rodó sin control durante unos segundos.
Soren logró agarrarse a una pared, pero Hans no tuvo
tanta suerte. Dio numerosas vueltas, golpeándose contra
todo, hasta que la barcaza encontró de nuevo la
estabilidad. Por suerte, los víveres y utensilios iban
atados. Ya habían contado con la posibilidad de volcar.
—Dios… —gimió Hans frotándose la sien—. ¿Qué ha
sido eso?
—No lo sé. Quizá una ola. O quizá algo más grande —
susurró, como si alguien pudiera escucharlo.
El mar todavía seguía alterado y movía la barca con
dureza. Y en efecto, resultó ser algo más grande. Mucho
más grande. Algo que ya conocían.
Una bestia de cuatro cabezas estaba justo detrás de
ellos.
—Tienes que estar bromeando —gimió Hans—. La
Hidra de Cassio. Otra vez.
Soren agarró con fuerza su espada y apretó los dientes.
La barcaza salió disparada hacia delante a gran velocidad.
Quizá a veinte o veinticinco nudos.
El leviatán chilló al verse rezagado. Y lo hizo tan fuerte
que tuvieron que taparse los oídos con las manos. Podían
notar la vibración del sonido en sus cajas torácicas. Hans
miró hacia atrás y pudo ver cómo el mar se erizaba al
paso de aquella mole. Como si una montaña estuviese a
punto de emerger de las profundidades.
Soren logró aguantar tres minutos a aquella velocidad, y
aun así, no le estaban sacando más ventaja. De hecho, la
Hidra de Cassio los estaba alcanzando. Y si una de las
bocas de la bestia lograba apresarlos, quizá fuese lo
suficientemente fuerte para destruir la barca.
—¡Relevo! —gritó Hans, viendo su cara de dolor.
Soren gritó y soltó el enlace elemental. La barcaza se
frenó en seco durante unos segundos y luego retomó la
marcha, guiada por Hans.
Solo logró aguantar treinta segundos al mismo ritmo
que Soren. Luego, desfalleció. Una sensación de ahogo
inundó su pecho. Había sobrepasado ligeramente el límite
de canalización. Respiró dando bocanadas y luego buscó
a Soren, rogando ayuda. Pero este se había desmayado.
La Hidra de Cassio estaba a menos de media milla de
distancia. Habían tomado una decisión, guiados por la
desesperación y las palabras de alguien que ya no estaba
vivo. Y se habían equivocado.
Miró para delante, buscando un lugar por donde huir. Y
entonces los vio. Una decena de tentáculos gigantes
surgieron de las profundidades.
—¡No me jodas! ¡¿El Kraken también?! —gritó Hans,
desesperado.
Sin embargo, algo sucedió. Algo con lo que no contaba.
En cuanto la Hidra de Cassio atisbó el Kraken en el
horizonte, comenzó a chillar enfurecida. Fue entonces
cuando el Kraken mostró su rostro. Aquella bestia
gigante rugió con su monstruosa boca y se lanzó en
dirección a la barcaza.
Las cabezas de la Hidra comenzaron a moverse
histéricas y a chillar todavía más fuerte. No parecía estar
muy contenta de encontrarse con su compañero.
Hans no tenía muy claro qué iba a ocurrir, pero no
quería estar entre dos leviatanes ni un minuto más. Con
las últimas migajas de fuerza que le restaban, lanzó la
barcaza hacia la derecha.
—¡Vamos… vamos! —chilló, con el ceño fruncido y
sudoroso.
Logró salir de la trayectoria de aquellas moles. Y ellas
no lo siguieron. No les interesaba aquella insignificante
caja de madera con dos pequeñas criaturas dentro. Se
querían destrozar la una a la otra.
El choque fue brutal.
Los tentáculos de mayor grosor del Kraken se lanzaron
contra la cabeza izquierda de la Hidra de Cassio. Las
cabezas restantes comenzaron a atacarlos, pero sus
mordeduras no eran lo suficientemente amplias para
abarcarlos. La Hidra chilló de dolor y se retorció. Las
cortinas de agua que aquellas moles estaban creando con
sus cuerpos no le permitieron ver mucho más de la lucha.
Hasta que sintió un tremendo golpe y luego vio cómo el
mar comenzaba a agitarse.
Intentó, sin éxito, retomar el control de la nave. No
tenía energías y comenzaba a ver borroso. Su cuerpo
pesaba demasiado. Sintió que la barcaza comenzaba a
elevarse, a un ritmo bastante considerable. Cerró los ojos
un momento y cuando los volvió a abrir, se vio encima
de un tsunami de al menos diez metros de altura.
Cogió la espada de Soren y el anillo de Erik a la vez, e
intentó con todas sus fuerzas sacarlos vivos de allí. Pero
no contaba con que la diferencia de pureza eolítica entre
ambos provocaría una mala canalización de las energías.
Todo se volvió borroso y comenzó a dar vueltas. La
realidad se convirtió en algo suave y placentero. Sintió su
cabeza golpearse contra el suelo, haciendo un ruido
sordo. No le dolió en absoluto. Y entonces, la oscuridad
ocupó el lugar que le correspondía. Una última vez.
Pasó mucho tiempo. Quizá unas horas. Quizá un día.
Quizá una semana. Hasta que una sensación lo hizo
regresar.
Frío. Sentía frío.
No tenía muy claro dónde se encontraba. Ni siquiera
tenía consciencia de su existencia. Estaba desubicado,
entre dos mundos. Como en el momento exacto en el
que te encuentras entre la vigilia y el sueño. Su mente
estaba más o menos despierta, pero no tenía constancia
de la realidad. Se encontraba en un limbo temporal
indescriptible.
No supo cuánto tardó en salir de aquel estado de
trance. Notaba variaciones en la claridad, en la
temperatura y en la presión del ambiente. Pero nada más.
Sus ojos seguían cerrados y sin intención de abrirse.
Los minutos se convertían en horas y a su vez las horas
no parecían más que segundos. Hasta que un hilo de vida
regresó a su cuerpo y le permitió dar una mirada. Y por
primera vez tuvo constancia real de que seguía vivo. O al
menos, eso creía.
Yacía tumbado en una cama. El lugar en el que se
encontraba, lo desconocía.
Escuchó unos murmullos, pero no tuvo fuerzas para
investigar su origen. Estaba regresando a su estado de
trance cuando el ruido de una puerta al abrirse lo rescató
de su caída. Hizo un pequeño esfuerzo y enfocó su
mirada unos instantes.
Lo único que pudo ver fueron unos ojos que lo
observaban desde un oscuro rincón de la habitación. Una
mirada bicolor que le recordaba demasiado a alguien que
había perdido.
Epílogo
Llevaba ocho horas vigilando el perímetro de Flergen y
su turno estaba a punto de terminar. Lo único que quería
era volver a casa y darse una ducha.
—¿Alguna noticia del coronel? —preguntó el chico.
—En
teoría
sigue
de
viaje
—respondió
su
compañero—. En cuanto vuelva le comentaré que
estamos hartos de este sitio. Queremos que nos destinen
a otro lugar.
El chico asintió y miró al horizonte. Lo único
interesante en el perímetro de Flergen eran aquellas
llamas azules que devoraban los restos de la ciudad. Ya
nadie se acercaba a aquel lugar. Al menos hasta aquel día.
Ambos compañeros estaban descendiendo de su atalaya
cuando vieron a una persona salir de un pozo situado a
escasos metros.
—¿Qué diantres…? —gimió el chico.
El otro guardia le hizo un gesto y ambos avanzaron.
—Señor, se encuentra en una zona en cuarentena. Debe
abandonar
el
lugar
de
inmediato
—anunció
su
compañero.
Aquel encapuchado se mantenía de espaldas y sin
aparentes ganas de hablar. Su compañero se acercó y lo
agarró por un brazo. Fue lo último que hizo.
El desconocido sacó una daga y apuñaló al guardia en el
pecho. Se desplomó en el suelo, con los ojos todavía
abiertos por la sorpresa.
Entonces, miró al chico.
—Ve junto al gobernador de Carlyn y entrégale esto —
murmuró.
Su voz era inerte, inexpresiva.
—Y dile que la hora… ha llegado.
Aquel hombre le tendió un collar. Tenía una forma
extraña. Una forma de pentágono. El chico lo cogió,
temblando de pavor.
El desconocido dio media vuelta y comenzó a caminar.
Y no lo hizo solo. Por aquel mismo pozo estaban
saliendo decenas de hombres y mujeres. Personas que
parecían no haber visto la luz del sol en mucho tiempo.
—La hora… ha llegado.
Continuará…
Agradecimientos
Gracias a Ádria, a Doki y a Kate. Fueron las primeras
personas que, sin conocerme de nada, aceptaron darle
una oportunidad a este libro y cumplieron con su palabra.
Gracias por vuestra opinión.
Gracias a Javier Ruescas, a Sebas y a Martitara. Ni
siquiera me conocen, pero de no ser por ellos, esta
historia no existiría. La magia de internet en estado puro.
Gracias a Kelly, a Mery y a Thalyta. Las tres primeras
personas en terminar este libro y en ayudarme a hacerlo
un poco mejor. También a Almudena por sus consejos.
Y gracias a ti. Si has terminado este libro, te mereces
el mayor de los agradecimientos. Puedes ponerte en
contacto conmigo para cualquier cosa. Te responderé
encantado ^_^
@Dandumn o samuelvargasmartinez@gmail.com
Descargar