EL ESTADO OLIGÁRQUICO Y LA MENTALIDAD OLIGÁRQUICA (ALBERTO FLORES GALINDO) FUENTE: Flores, A. (1984). Obras Completas. Lima: Sur Capacidades: Identifica, explica y analiza las características de la República Aristocrática Interpreta las ideas del autor sobre el periodo estudiado. Indicaciones: 1. Realiza la lectura aplicando la técnica del subrayado para distinguir las partes más importantes del texto. 2. Utiliza un diccionario de apoyo para absolver dudas sobre nuevos términos empleados. Fecha del control de lectura: ************************************************************************************** I. EL ESTADO OLIGÁRQUICO La oligarquía fue una clase social numéricamente reducida, compuesta por un conjunto de familias cuyo poder reposaba en la propiedad de la tierra (rasgo inevitable), las propiedades mineras, el gran comercio de importación-exportación y la banca. Esta diversificación de actividades torna más evidente el escaso interés que -salvo excepciones- tuvieron por las empresas industriales. La oligarquía se constituyó como parte de un país dependiente, con un mercado escasamente desarrollado y desempeñando el papel de nexo entre el país y las metrópolis imperialistas (Inglaterra y Estados Unidos principalmente). Pero sería erróneo pensar a la oligarquía sólo con criterios de orden económico: «Hasta 1930, más o menos, existía un veto en algunas familias para quienes no tenían otra credencial que su dinero... ". Aunque los orígenes de las familias oligárquicas, en la mayoría de los casos, se remontaban apenas a la época del guano, la pertenencia a la clase se definía además por el apellido, lazos de parentesco, cierto estilo de vida; en otras palabras, a lo que sería criterios estrictos de «clase» se añadían otros de tipo «estamental», como rezago y herencia de la colonia. Durante las dos primeras décadas del siglo XX, con la excepción del gobierno de Billinghurst y en cierta manera, del período de Benavides, la oligarquía ejerció directamente el poder político. Este ejercicio se caracterizó, como lo ha señalado Francois Bourricaud, por una fuerte tendencia a monopolizar el poder con la consiguiente neutralización de las capas medias y la marginación casi completa de las clases populares. Uno de los instrumentos empleados para este propósito fue el Partido Civil. Estrictamente no fue un partido político 1 en el sentido moderno y masivo del término; se confundió con un círculo de amigos o con el Club Nacional. Por eso describir sus componentes es describir a la propia oligarquía. Jorge Basadre anota que « ... pertenecían a este partido los grandes propietarios urbanos, los grandes hacendados productores de azúcar y algodón, los hombres de negocios prósperos, los abogados con los bufetes más famosos, los médicos de mayor clientela, los catedráticos, en suma, la mayor parte de la gente a la que Ie había ido bien en la vida. La clase dirigente se componía de caballeros de la ciudad, algunos de ellos vinculados al campo, algo así como la criolla adaptación del gentleman inglés. Hacían vida intensa de club, residían en casas amobladas con lujosos muebles del estilo imperio y abundantes en alfombras y cortinajes; desarrollaban una vida propia de un tiempo en que no se amaba eI aire libre y se vestía chaqué negro y pantalones redondos fabricados por los sastres franceses de la capital. Vivían en un mundo feliz integrado por matrimonios entre pequeños grupos familiares; los compañeros de juegos infantiles eran luego camaradas en el colegio y en la Universidad, las cátedras de esta en las ciencias jurídicas y en las disciplinas literarias, históricas o filosóficas podían serles adjudicadas más o menos fácilmente". EI Estado que constituyó la oligarquía se caracterizó, en primer lugar, por un débil desarrollo de sus aparatos administrativos. La sociedad política se encontró en cierta medida atrofiada. Esta es la razón por la cual resulta sobrevalorada la función de los periódicos o de los organismos gremiales como la Cámara de Comercio (fundada en 1888), la Sociedad Nacional de Industrias (1895), la Sociedad Nacional de Minería (1896), la Sociedad Nacional Agraria (1896) o la Asociación de Ganaderos del Perú (1915). Resulta una consecuencia natural que la burocracia civil sea poco numerosa: en 1905 Joaquín Capelo anotaba que en Lima, sede de la administración central, apenas figuraban quinientos empleados públicos. Sólo en apariencia el Estado oligárquico fue un Estado nacional. Es preciso tener en cuenta la fuerte fragmentación regional que todavía a principios del siglo XX seguía caracterizando a la sociedad peruana. Esta fragmentación regional afectó al bloque oligárquico hasta el punto de poder distinguir con bastante claridad a las familias oligárquicas de la costa norte, vinculadas directamente a la caña de azúcar (Aspíllaga, Pardo, De la Piedra), de las que se habían originado en la sierra central y combinaban las actividades mineras con la ganadería ovina (Fernandini, Olavegoya, Valladares), o de aquellas otras cuya historia marchó paralelamente con el comercio lanero en el sur peruano (Forga, Gibson, Ricketts). EI grupo más próximo a una dimensión nacional fue el de la oligarquía norteña, que diversificó sus actividades hasta alcanzar una magnitud que sobrepasaba a la región; sin embargo esto no impidió que se les denominara los «barones del azúcar", en clara alusión a sus hábitos casi señoriales, y terminaron siendo sinónimo de oligarquía. En cambio otros, como los grandes comerciantes y hacendados de Arequipa, ejercieron su hegemonía sólo -con la excepción de la familia Gibson- en la escala regional: Arequipa, Puno, Cusco y en menor medida Apurímac. Pero incluso este grupo a fines de los años 20, como en el caso mencionado de los Ricketts, cuando entran en contacto con las textilerfas limeñas, comienzan a adquirir una dimensión más nacional. 2 EI otro obstáculo para que el estado oligárquico alcanzara una dimensión nacional provenía de las mismas haciendas. Los linderos de las haciendas eran también los límites de su poder. Se permitían, toleraban y fomentaban formas de poder local. La propiedad de la tierra en una localidad implicaba el ejercicio del poder político, y esto ocurría no sólo en los lugares apartados. Todavía en 1929 el diario La Prensa denunciaba que «... en todo el Perú los hacendados se muestran inclinados a mirar como cosa propia los caminos. Unos pretenden cobrar peaje y otros se sienten señores feudales y obligan a los viajeros a que recaben previamente su venia antes de quitar las tranqueras que siempre ponen en los linderos del fundo (...). Pero es en el valle de Chicama sobre todo donde el cierre de caminos llega a su máximo. El que iba de Salaverry a Pacasmayo sin sus correspondientes cartas de presentación (...) se veía precisado prácticamente a dar la vuelta a todo el valle». Tal vez el cronista citado exagere, pero por entonces se denunció que los caminos de la hacienda Chiclín habían sido clausurados y que igualmente se habían puesto dificultades para el tránsito por las haciendas La Viña y Pucala (Lambayeque). Resulta evidente que la feudalidad, y de manera específica el gamonalismo, obstaculizaba la conformación de una sociedad nacional. Pero igual efecto tuvieron los enclaves mineros y petroleros, porque al articularse directamente con el mercado externo, desarrollaron una relativa autosuficiencia (la mercantil de la Cerro de Pasco o el comercio libre de Casa Grande por el puerto de Malabrigo) y, además, una cierta autonomía política casi completa en el campamento de Talara que funcionaba como si fuera parte integrante del territorio norteamericano. En la sociedad oligárquica el poder político aparecía privatizado y monopolizado por un conjunto de familias, por lo que resulta tal vez imprescindible ilustrar esta característica con el ejemplo de una de ellas: la familia Aspíllaga, propietaria de la hacienda Cayaltí, cuya superficie pasaba las 11,000 has. dedicadas casi en una tercera parte al cultivo de la caña de azúcar. Fue cabeza de esta familia Antero Aspíllaga, personaje cuya biografía trasciende los marcos locales y alcanza una dimensión nacional. Antero Aspíllaga había nacido en 1849 en la localidad de Pisco donde su familia compraría después la hacienda algodonera Palto. Estudió en Lima en el colegio francés de Loisseau y Fontaine. Tempranamente supo compartir la conducción de una hacienda con la vida política. En 1888, como Ministro de Hacienda del gobierno de Andrés A. Cáceres y junto con Lord Donoughmore (representante de Miguel P. Grace), estableció las bases definitivas del discutido Contrato Grace que en 1889 desembocó en la celebre Peruvian Corporation. El mismo año y ocupando el mismo cargo, promovió la liquidación del billete fiscal que abundantemente había sido emitido durante la guerra con Chile. La actuación de Antero Aspíllaga en estas dos gestiones de gobierno nos muestran con gran claridad su perfil oligárquico: bondadosa entrega del país a las empresas extranjeras a través del Contrato Grace y medida antipopular con la anulación del billete fiscal. Luego fue diputado por 3 Chiclayo, en 1892 senador por Lima, llegando a ser presidente de la cámara. Fue reelegido como senador en 1895, 1902, 1903, 1909, 1910. Este último año fue también Alcalde de Lima y jefaturó el Partido Civil. En 1912 fue candidato a la Presidencia de la República pero terminó siendo derrotado por Billinghurst; volvió a ser candidato en 1919 y tampoco tuvo éxito porque fue derrotado esta vez por Leguía. Siguió siendo presidente del Partido Civil. Un año antes, en 1918, había fundado el diario La Ley. Sin embargo, los conflictos políticos que se dieron durante el oncenio lo obligaron a marchar al exilio, al igual que José de la Riva Agüero o Guillermo Lira (propietario de la hacienda Pampablanca en el valle de Tambo). En 1923 Antero Aspíllaga estaba en Chile, de donde marchó a otros países. No pudo ver el fin del oncenio: falleció en diciembre de 1927, y con esa muerte terminó una de las biografías más representativas del mundo oligárquico. Una trayectoria evidentemente más exitosa fue la de José Pardo y Barreda, nieto del poeta Felipe Pardo y Aliaga, hijo de Manuel Pardo, fundador del Partido Civil y Presidente de la Republica entre 1872 y 1876. Los Pardo llegaron al país hacia fines del siglo XVlll y formaron parte de la burocracia colonial. Alianzas matrimoniales los vincularon con la vieja aristocracia, como los Osma o los Lavalle, pero la fortuna de la familia debe remontarse sólo al período de los consignatarios del guano. Fue entonces que los Pardo adquirieron la hacienda Tumán, en el departamento de Lambayeque. José Pardo y Barreda nació en Madrid en 1864. Realizó sus estudios en el Instituto de Lima y prosiguió en la Universidad de San Marcos, donde obtuvo el título de abogado. Ingresó en la carrera diplomática como secretario de la legación peruana en España (1888). Antes de terminar el siglo regreso al país para dedicarse durante algunos años a la administración de Tumán. La familia -repitiendo otras trayectorias- diversificó sus intereses promoviendo la urbanización de Lima y Ilegando a incursionar en las actividades industriales con la fábrica de tejidos La Victoria. Pardo terrateniente y empresario, fue también catedrático en la Universidad de San Marcos, llegando a ocupar en 1914 el rectorado de esa casa de estudios. Años antes había sido Ministro de Relaciones Exteriores (1903). Pero la culminación de su carrera política fue ocupar la Presidencia de la República en 1904 -1908 y 1915 -1919. En su segundo período fue depuesto por el golpe de estado que dirigió Augusto B. Leguía. Como tantos otros personajes de la Republica Aristocrática, se fue a Europa donde permanecería a lo largo de veinticinco años, abandonando por completo la vida pública y viviendo a costa de las rentas de Tumán y otras empresas. La actuación política de Pardo tuvo rasgos nepóticos que en su momento fueron denunciados por la implacable crítica de González Prada: «Un José Pardo y Barreda en la presidencia, un Enrique de la Riva Agüero en la jefatura del gabinete, un Felipe de Osma y Pardo en la Corte Suprema, un Pedro de Osma y Pardo en la alcaldía municipal, un José Antonio de Lavalle y Pardo en una fiscalía, anuncia a un Felipe Pardo y Barreda en la Legación en Estados Unidos, a un Juan Pardo y Barreda en el congreso y a todos los demás Pardo, de Lavalle, de Osma y de la Riva Agüero donde quepan». 4 A la par que los Aspíllaga desarrollaban su carrera política, como en el caso de los Pardo, la fortuna familiar había logrado diversificarse. Los Aspíllaga tenían acciones mineras, acciones petroleras, inversiones urbanas en Lima (en Breña y Cocharcas), intereses en el Banco Internacional y en la Negociación Cartavio en convivencia con la Grace; figuraban en dos compañías de seguros, en la Compañía Nacional de Recaudación y en la Compañía Administradora del Guano, finalmente no pudieron dejar de contar con un «stud". EI poder político nacional de la familia permitió asentar su poder local, que resultaba imprescindible para la marcha de la hacienda Cayaltí. EI control sobre Prefecturas y Subprefecturas, a la vez que protegía a la hacienda de cualquier amenaza externa, era necesario por ejemplo para enganchar trabajadores. EI poder local, la privatización del poder público, fue en general el sustento político de la sociedad oligárquica. Pasaremos a explicarlo. La combinación de dos elementos define a las relaciones existentes entre el estado y las clases subalternas: la dictadura y el consenso. Una democracia es más sólida en la medida en que sean más amplias sus bases consensuales. En el Estado Oligárquico, por el contrario, hubo una hipertrofia peculiar de los elementos dictatoriales, es decir, de la imposición, de la violencia de clase. La oligarquía no desarrolló un programa político, no contó con un proyecto en torno al cual aglutinar a las otras clases, por eso tampoco se preocupó por constituir un grupo orgánico de intelectuales que ayudaran a su dominación de clase. Si bien la oligarquía no omitió monopolizar la vida universitaria o el periodismo, no mostró tampoco mayor entusiasmo por los intelectuales, casi como si ignorara su rol de profesionales de la ideología, Ilegando en algunos casos a una profunda incomprensión, como ocurrió con Riva Agüero. Todo esto guarda directa relación con la carencia de un sustrato cultural común entre la oligarquía y las clases subalternas: mientras los oligarcas se expresaban en español, conocían otras lenguas modernas (inglés o francés), se educaban en Europa o en colegios europeos, las clases populares seguían siendo mayoritariamente indígenas, portadoras de una tradición cultural diferente que era ignorada o menospreciada por la clase dominante. Ni siquiera -en muchos casos- tenían una Iengua en común lo que tornaba bastante difícil la constitución de un consenso alrededor de la oligarquía. A lo anterior debemos añadir que la Iglesia, como en los tiempos coloniales, tuvo que continuar desempeñando su función cohesionadora del edificio social. EI cristianismo fue uno de esos pocos nexos que comunicaba a la oligarquía con el pueblo; y la Iglesia, junto con el ejército, continuaba siendo una de las pocas instituciones que funcionaban a escala de todo el país. Persistían -ha señalado Basadre- expresiones de la religiosidad popular como el Señor de los Milagros (Lima), el Señor de los Temblores (Cusco), el Señor de Luren (lca), el Señor de Locumba (Moquegua), la Virgen de la Candelaria de Cayma (Arequipa), etc. 5 Indudablemente, el cristianismo de las clases populares, especialmente en el ámbito rural, no se caracterizó por su ortodoxia, lo que invitaba al desconcierto de más de una autoridad, como un Prefecto de Apurímac para el cual en 1890 no era admisible que la religión católica se mezclara con otras tradiciones, «pero lo sensible es que la mayor parte de los curas lejos de afearlas con su palabra y evitarlas con su influencia y autoridad de párrocos, las fomentan o permanecen indiferentes ante esa corriente de degradación, porque quitadas ellas y depurado el culto, ven que se pierde el motivo de un buen negocio y tienen a los ignorantes en la errónea y ridícula persuasión de que esas manifestaciones son agradables a la divinidad». No entraremos a discutir si lo fueron o no, lo cierto es que este cristianismo, a pesar de todos sus componentes indígenas, fue uno de los pocos medios de ejercicio del consenso: ayudó a estructurar el paternalismo y a difundir entre las clases subalternas, una concepción pesimista y resignada de la sociedad y de la vida. Recordando los años iniciales de este siglo, un trabajador de la actual cooperativa Tumán resumió su biografía y la de sus compañeros con la siguiente frase: «éramos una ficha sin valor», entablando de esta manera una comparación con las «fichas», moneda de circulación interna en la hacienda o valle. En 1928 el personal eclesiástico en el Perú sumaba más de 3,000 personas entre curas y monjas. En Lima funcionaban colegios religiosos como La Recoleta, Inmaculada, Maristas, La Salle, Villa María, reclutando alumnos de situación acomodada. Las posiciones eclesiásticas conservadoras -predominantes en aquel entonces- se expresaron en la revista El amigo del clero donde algunos artículos reivindicaban una salvación individual, ofrecían al catolicismo como sólido baluarte ante las eventuales amenazas del socialismo o el comunismo e incluso mostraron tempranas simpatías por Mussolini y el fascismo (I923), que años después desarrollaría el ultramontano Riva Agüero en la revista de la Universidad Católica. Aunque en el Estado oligárquico predominó la violencia, los aparatos represivos estaban escasamente desarrollados. En 1918 la gendarmería a nivel nacional apenas estaba compuesta por algo más de 1,000 servidores. La Guardia Civil recién sería creada durante el oncenio. Los grandes levantamientos indígenas, por esta razón, tuvieron que ser reprimidos directamente por el Ejército. Ocurrió entonces que la violencia fue implementada a través del control que ejercieron los oligarcas y gamonales en y desde sus propias haciendas. En la relación entre oligarquía y clases subalternas ocupó un lugar decisivo, como nexo, el gamonalismo. De esta manera se producía una división de trabajo -sobre la que ha lIamado la atención Orlando Plaza- según la cual el control y la represión, la relación directa y muchas veces conflictiva con el campesinado, recaía en los gamonales. En el caso del gamonalismo, al criterio de clase se añadía la distinción étnica: en los pueblos de provincia muchos gamonales integraban el grupo de los «mistis», de los «señores» nítidamente diferenciados de los indios. Aunque, como veremos en un próximo capítulo, esta situación admitía excepciones y variantes. Recordemos el caso peculiar de los «gamonales indios». 6 EI paternalismo, al que luego nos referiremos al tratar de la mentalidad oligárquica, se irradió también a las ciudades, pasó de la hacienda a las nuevas fábricas, y en estas empresas caracterizadas por una escasa tecnificación se introdujeron también las relaciones personales rigiendo el comportamiento de patrones y trabajadores. EI dominio de la oligarquía sobre la sociedad llegó a funcionar gracias a la composición heterogénea de las clases populares. Se trataba de grupos poco depurados, de una masa «indiferenciada de clase» como argumenta Sinesio López, donde el artesanado se encontraba en un lento proceso de descomposición, empezaban los signos de una diferenciación campesina y aparecían los primeros núcleos obreros desperdigados en las minas, los campamentos petroleros o las fábricas. La geografía contribuía a la fragmentación de las clases populares. Se añadía también las diferencias regionales y étnicas (entre quechuas y aimaras por ejemplo). Estas divisiones fueron fomentadas por los oligarcas y los gamonales cuando querían retener a los trabajadores de sus haciendas al interior de unidades relativamente autosuficientes, impidiendo los contactos con el exterior o vinculaciones con otros trabajadores. Lo que puede terminar de diferenciar a la oligarquía de una burguesía clásica es que la primera no tuvo el propósito de elaborar un “proyecto nacional”, es decir, de elevar sus intereses particulares a una categoría general, presentándolos como si encarnaran también los intereses de las otras clases y en función de esta finalidad realizar algunas concesiones o incorporar otros elementos, sabiendo ceder en lo secundario. Lejos de buscar la incorporación de otras clases sociales a su proyecto, la oligarquía se propuso mantener marginadas a las grandes masas, de lo cual una muestra es la persistente exclusión de los analfabetos de la vida política. EI resultado fue el débil consenso de la oligarquía y el escaso desarrollo de la sociedad política. Dicho en otras palabras: el Estado fue erigido casi en exclusivo provecho de la clase dominante. La oligarquía, en síntesis, no fue una clase dirigente. Primero, porque siempre se mantuvo dependiente del capital imperialista; segundo, porque no pudo articular a otras clases en torno a sus objetivos; tercero, porque carecía de un sustrato cultural común con las clases populares. La oligarquía se resignó simplemente a su rol de clase dominante, a respaldarse básicamente en la violencia; esto explica, como conclusión, el escaso interés por los intelectuales, el menosprecio con que muchos de ellos eran vistos, y la pobreza de la vida cultural peruana a pesar del apogeo oligárquico. II. LA MENTALIDAD OLIGÁRQUICA En estricto sentido, decíamos, no existe una ideología oligárquica, así como tampoco existe un grupo orgánico de intelectuales, ni un “programa” de la oligarquía. Pero esto no significa negar la existencia de un determinado “estilo de vida”, de una cierta concepción del mundo, espontánea y poco consciente, de una mentalidad que contribuyó a la cohesión de la 7 oligarquía y a su dominio sobre la sociedad. ¿Qué elementos definirían a esta mentalidad oligárquica? En primer lugar el catolicismo. La religión como en la época colonial, se encuentra presente en los principales actos de la vida social. Es uno de los instrumentos que vinculan a los oligarcas con las clases subalternas: Antero Aspíllaga era, por ejemplo, socio-protector de la hermandad del Señor de los Milagros, y la hacienda Cayaltí estaba bajo la devoción de la Virgen María, cuya festividad era celebrada “con toda solemnidad religiosa”, en el convencimiento de estar dando un adecuado ejemplo a sus servidores. En las grandes haciendas costeñas, como en sus similares andinas, encontramos una capilla y un santo patrón que originaba una festividad anual en la cual participaban todos con un mismo fervor cristiano. Las procesiones eran frecuentes dentro de las haciendas. En Lima, Ica y Arequipa la religiosidad exacerbada frente a las corrientes liberales, positivistas y laicizantes de la época, promovió revistas de definido cariz clerical. Esta tendencia se manifestó con mayor claridad en Arequipa, donde se conformaron diversas cofradías en torno a las cuales se reunían las familias oligárquicas con las provenientes de otras capas sociales. En 1914 la constitución del Estado no permitía el ejercicio de ninguna otra religión. Fue por entonces que IIegó a Puno la primera Misión Evangelista de Educadores, generándose un duro conflicto entre católicos y evangelistas que se prolonga hasta 1924. Enrique López Albujar había observado en Chiclayo el conflicto sin tregua entre el «fraile católico» y el «pastor protestante». EI catolicismo protegía a la sociedad oligárquica de cualquier amenaza externa proponiendo un ideal de «perfección» y «ventura» individual. Lo anterior ayuda a entender por qué muchos opositores del orden oligárquico empezaron o terminaron siendo anticlericales. En otro terreno el aprismo buscó separar al Estado de la Iglesia: una conquista liberal que desde luego no existía en la sociedad oligárquica. Se entiende de esta manera que uno de los principales conflictos de la época fue el que enfrentó al gobierno de Leguía contra los estudiantes y los obreros de Lima alrededor de la advocación o no del Perú al Sagrado Corazón (mayo, 1923). Testimonian la intensidad del conflicto el estudiante y el obrero muertos entre los manifestantes opositores. La religión invadió aspectos de la vida profana como la actividad política e incluso influyó -a pesar de ellos- a sus detractores y críticos, como lo veremos al referirnos a la mística aprista. EI catolicismo conservador estuvo acompañado por una concepción «señorial» de la sociedad. La condición de oligarca no nacía sólo de la posesión de determinados bienes; contaba también la pertenencia a una determinada familia. Pero esto último no era sólo un problema biológico o la herencia de un apellido: significaba asumir un determinado comportamiento donde contaban la «moralidad», el respeto «de sus iguales» y la obediencia de sus «subalternos». Este sentimiento señorial terminó invadiendo la vida cotidiana. Una anécdota puede ayudar a ilustrar el peso de su influencia: por 1900 la familia Porras Barrenechea habitaba en Barranco y en los meses de verano acostumbraban don Guillermo Porras y su señora, doña Juana Barrenechea, pasear alrededor de un parque 8 cercano, como lo hacían otras familias que frecuentaban ese balneario; una noche en la banca que ellos acostumbraban ocupar en el parque se encontraba otra pareja la que se había sentado allí a pesar que los Porras tuvieron la precaución de enviar antes a una criada a reservar una banca en un parque que se suponía público. Este incidente dio lugar a un intercambio de expresiones con los «intrusos» que obliga su vez a un mutuo desafío a duelo entre el Sr. Porras y el Sr. del Campo, que así era como se apellidaba el inesperado ocupante de la banca. EI duelo terminó con la absurda muerte de Guillermo Porras. Pero este no fue un caso singular, ni raro; la caballerosidad llegaba al extrema de obligar a morir por nimiedades. En los periódicos de Lima y en los de provincias, como El Pueblo de Arequipa, las noticias sobre duelos con arma blanca o pistola son tan frecuentes que hacen recordar a las novelas de Emile Zolá o Balzac y al papel que cumplió el Bois de Boulogne como lugar preferido para limpiar las deshonras. También en Trayectoria y destino, Víctor Andrés Belaunde refiere el desafío a duelo entre Carlos Rospigliosi y Lino Velarde por un «intercambio de frases acaloradas». Revisando El Tiempo de Lima podemos encontrar duelos entre parlamentarios como Miguel Grau y Orestes Ferro. Pocos fueron mortales como el enfrentamiento, una madrugada del mes de mayo de 1916, entre los delincuentes «Carita» y «Tirifilo»: el primero acabó con siete heridas graves; el segundo, muerto. Las concepciones señoriales exigían que no se ocultara la pertenencia a una clase social. Todo lo contrario: debía exhibirse como signo de prestigio y mecanismo de dominación. Es por eso que el esplendor de la oligarquía fue sellado con el implemento de un consumo lujoso y de una vida articulada en torno a la ostentación: el club privado (Country Club o Club Nacional), la carrera de caballos (el turf), la vestimenta francesa o británica, los viajes a Europa, las fotografías y las páginas sociales de periódicos y revistas (Variedades). EI viajero Raúl Walle no dejó de observar que la ambición más alta de una limeña era vestirse a la moda de París. «EI Perú entero -como anota Pablo Macera- estaba entonces dominado por esa caballerosidad que afectaba a todas las clases sociales. EI alcalde indígena y el señorito limeño compartían ese mismo ideal, allí donde fallaba todo lo otro, inclusive el idioma». Esa caballerosidad, según Macera, invade las polémicas de la época y a pesar de las grandes diferencias entre uno y otros se encuentra presente en la discusión que escinde a Mariátegui y a Sánchez o luego en la polémica entre el mismo Mariátegui y Haya. No debe ser por azar que una de Ias obras literarias mas representativas de la época sea El Caballero Carmelo, donde se ensalza tanto el valor como el «señorío» de un gallo de pelea. Junto con la caballerosidad, las relaciones entre la oligarquía (y al lado de ella también los gamonales) y las clases populares estaban regidas por la combinación entre violencia y paternalismo. EI paternalismo era la derivación lógica de la privatización de la vida política y existía gracias al débil desarrollo del Estado y de sus aparatos ideológicos o represivos. Expresaba de una manera muy evidente el lugar privilegiado que tenían las relaciones personales que posibilitaban la comunicación entre el propietario y sus trabajadores, 9 impidiendo paralelamente la comunicación en la base: en otras palabras, lo que Julio Cotler ha denominado el «triángulo sin base», es decir, la comunicación de arriba hacia abajo y no entre los de abajo. Resulta tal vez más adecuado ejemplificar el paternalismo que continuar describiéndolo. Hacia 1925 ocurre un conato de motín en la hacienda Picotani, ubicada en el departamento de Puno, provincia de Azángaro. Los pastores piden que sea cambiado un administrador de nacionalidad alemana que intento introducir excesivas innovaciones en la crianza del ganado. Esta circunstancia motiva una carta del propietario Eduardo López de Romaña, de la que extraemos un fragmento: «Yo iré en abril y oiré las quejas de los que tengan algo que decir y haré justicia al que la tenga, y trataré de mejorar su vida tanto en víveres como en casas y medicinas. Uds. no deben oír a los que tratan de engañarlos. La carta que les han hecho firmar es un tejido de mentiras y tonterías. Cuando se quejen deben decir: a tal pastor Ie han pegado o no Ie han pegado y nada más. Todo lo demás se los escriben los que quieren ir a Picotani a engañarlos. Cuando vaya a Picotani en abril, cada uno de Uds. hablará conmigo, y me dará sus quejas, yo les oiré, y como los quiero como a hijos les haré justicia, pero no deben oir los consejos de los que tratan de engañarlos». De manera muy evidente E. López de Romaña aparece identificado con una figura paterna. La justicia en la hacienda depende por entero de su voluntad. Se supone (deben suponer en todo caso) que el quiere y busca lo mejor para «sus» pastores, pero cualquier queja debe ser dirigida en términos personales: el pastor y el hacendado. A cada pastor individualmente, sin que exista un acuerdo entre ellos, expresando su oposición a cualquier acuerdo previo entre los pastores. EI paternalismo, aunque aparezca contradictorio en una primera impresión, era acompañado por el racismo. EI poder omnímodo del propietario para dirigir la empresa y administrar justicia exigía admitir su superioridad y la condición inferior del indio. Se consideraba al indio producto de una serie de degeneraciones. Un ser inferior al que había que explotar o proteger, pero al que no se Ie podía conceder los mismos atributos que a los ciudadanos: de hecho el «analfabetismo» ayudaba a justificar su completa marginación de la vida política. Las luchas campesinas de los años 1910-1925 contribuyeron a la emergencia de diversas expresiones racistas. Para un hacendado que escribía por 1922 en el periódico El Sur de Azángaro los indios carecían de ambición, de carácter y de alma. No era excepcional una sentencia como la del filósofo Alejandro Deustua para el cual «el indio no es ni puede ser sino una máquina». Algunos atribuían la inferioridad del indio a características congénitas; otros achacaban la responsabilidad a la conquista hispana, de una manera u otra, para todos contribuía a explicar esa condición el alcoholismo y la difusión de la coca: un cúmulo de prejuicios a los 10 que se sumaba el mecanismo de atribuir al indio las represiones cotidianas de la sociedad oligárquica. EI propio Deustua consideraba que el indio solo creía sentirse libre cuando «desencadena sus apetitos sensuales». Emilio Romero recuerda que en la década del 20 era de mal gusto hablar en los colegios de la «vida de los serranos». Las concepciones paternalistas exigían en contraparte la sumisión y la fidelidad de los trabajadores. La combinación de estos lazos, de estas diversas modalidades de relaciones personales, terminaba generando esa engañosa sensación de que dueños y trabajadores formaban parte de una misma familia. De manera evidente se encuentra en la relación entre el criado (o servidor doméstico) y la familia para la que trabajaba. También se encuentra en las fábricas de esa época, la mayoría de las cuales no se encontraban todavía diferenciadas nítidamente del artesanado. Desde luego que no podía dejar de aparecer en la vida en las haciendas: es por esto que refiriéndose a los trabajadores de Cayaltí, los Aspíllaga hablaban de la “familia cayaltiniana”: “Bambamarquinos, chucos, chotanos, lajeños, celendinos, cruceños, todos trajeron aquí semillas sanas, para las cuales, Cayaltí no sólo fue campo fértil para sus mejores brotes, sino que en el corazón de mi familia encontraron un sitio preferente, confundiéndose: afectos y sentimientos ¡goces y penas! hasta forjar lo que es hoy, la ejemplar familia cayaltiniana" La familia fue la célula central de la sociedad oligárquica. Todavía persistían elementos de la familia extensa. Las alianzas matrimoniales eran un mecanismo que aseguraba la pertenencia a una clase social. Al igual que la nobleza colonial, la oligarquía tuvo rasgos endogámicos. Es por eso que los matrimonios eran cuidadosamente sopesados y nacían luego de un prolongado noviazgo, en el que era decisiva la voluntad de los padres. La vida en familia absorbía gran parte del tiempo libre «La sobremesa -recuerda José Gálvez- unía estrechamente a todos los miembros del hogar. En ella se develaban recuerdos y se afirmaban proyectos». Por eso es que las casas eran grandes, con muchas habitaciones y espaciosos patios interiores, protegidas de cualquier intromisión imprevista por grandes muros y por rejas. La vida familiar tenía una cierta sensación de claustro. EI divorcio era un tabú. Una moral duramente represiva llevó a la aparición de un comportamiento oculto y subterráneo, a una doble vida, que se realizaba por ejemplo en los «fumaderos de opio» que proliferaron en Lima durante la década del 20. Desde luego que nada de esto regía necesariamente para las clases populares. Sea suficiente indicar que entre 1906 y 1933 el porcentaje medio de hijos «ilegítimos» era 55.5%. En 1907 Hildebrando Fuentes había observado en Lima la proliferación de «amoríos libres» que atribuyó a las costumbres licenciosas de las «clases inferiores». EI azar ha deparado que precisamente ese mismo año José de la Riva Agüero escriba una conmovida carta a Miguel de Unamuno, en la que muestra su obsesión por la templanza del ascetismo, la represión de las pasiones, de una manera extrema pero ilustrativa: «una vida casta, concentrada en el estudio o en la acción serena y a largo plazo, lejos de la garrulería y de las vanidades cotidianas, es mi constante aspiración. Pero la carne es flaca, y también el espíritu 11 desfallece, se rinde a la fatiga y se deja tentar por el bullicio del mundo...». Luego, requería con angustia el consejo de su maestro: « ¿Qué me aconseja para ser siempre digno de mí, y para realizar constantemente mi ideal de severidad espiritual y de estoicismo?». La «severidad espiritual» termino alejando a Riva Agüero incluso de la vida matrimonial y deviniendo por lo menos en una actitud misógina; fue un caso extremo, pero su época lo hizo posible. La violencia de la sociedad oligárquica, en algunos casos, revertía sobre sus mismos beneficiarios, en la flagelación y la represión personales. EI emplazamiento central de la familia en la República Aristocrática aparecía sancionado por la Iglesia, pero en última instancia su explicación venía del carácter familiar que tenían todavía los negocios y las empresas. La vida oligárquica resultaba tediosamente feliz. EI aburrimiento terminó siendo un componente importante como resultado de estos matrimonios entre pares y de vidas definidas desde el nacimiento, en un mundo de rentistas. En estas circunstancias resulta natural la insatisfacción de un joven oligarca como Rafael de la Fuente Benavides (Martín Adán) quien, sin querer ensayar otro camino, tampoco quiere aceptar la vida que Ie tienen preparada y que no es más que una monótona repetición de otras vidas. «No estoy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros. No quiero ser feliz con permiso de la policía». Pero en medio de esta empalagosa felicidad se anunciaban cambios. EI crecimiento de Lima, acelerado a partir de 1919, conferirá una mayor importancia a los paseos, las plazas y las calles. Muchos hábitos terminaron eclosionando con el oncenio, en sus fiestas, en la celebración aparatosa de los centenarios (1921-1924), en la coronación de Chocano o en otras manifestaciones evidentemente más frívolas como esos carnavales que terminaron simbolizando al leguiísmo tanto como las carreteras o las irrigaciones. De alguna manera todo esto había estado prefigurado en el Palais Concert: una gran confitería ubicada en pleno Jirón de la Unión, a imitación del Café de la Paix, donde como recuerda Sánchez se había contratado «una orquesta de damas vienesas, instaladas en una especie de balcón colgante o taburete, desde donde, despaciosa y lánguidamente acometían dulces valses». EI Palais Concert, a pesar de su afrancesamiento, no contó con las simpatías de algunos oligarcas. Antero Aspíllaga en una carta de principios de 1918 Ie decía a Ramón Aspíllaga lo siguiente: «Lo que siento es que no haya un internado severo, para que en vez de estar prematuramente desarrollándose en las calles y en el Palais Concert, estén estudiando con más tranquilidad en los claustros del Colegio, como acontecía antes y de donde salían inteligencias más nutridas y menos frívolas». En cualquier ocasión se manifestaba la vocación represiva de la oligarquía: un sentido extremadamente rígido y enclaustrado de la vida. 12 EI Palais Concert terminó reuniendo a los primeros intelectuales inconformes que como Abraham Valdelomar no necesitaban esforzarse demasiado para desconcertar a los oligarcas. La imaginación y el afán por divertirse podrían ser los inicios de una eventual radicalidad. Es lo que se termina concluyendo de una anécdota bastante conocida. En 1917 algunos jóvenes escritores, entre los que se encontraba Mariátegui, Ilevaron a la bailarina Norka Rousskaya a bailar en el cementerio la Marcha Fúnebre de Chopin, y terminaron siendo apresados por el Prefecto y la gendarmería, en uno de los mayores «escándalos» de la época. La intolerancia y la fuerte tendencia represiva de la oligarquía mostraban los temores de una clase que se sabía numéricamente reducida, con un poderío económico sólo aparente, rodeada de una masa indígena y campesina a la que despreciaban para ocultar el temor que los asediaba. No quisieron constituirse en una clase dirigente; no buscaron convencer e incorporar en el proyecto oligárquico a las clases populares, porque este proyecto -en estricto sentido- no existía y porque temían que cualquier concesión terminara por ser el inicio del fin de ese mundo donde, como reflexionaba con tristeza Martín Adán, la felicidad les era permitida por la policía, o en otras palabras, existía gracias a la violencia, realizada mediante el gamonalismo andino. EI temor fue otro componente subterráneo de la vida oligárquica. Y como era de esperarse, se agudizó durante el oncenio. El desplazamiento político de la oligarquía, el destierro de unos y el exilio de otros, explica un dicho que resume lo que queremos decir: «carta recibida, carta leída, carta destruida». Sospechaban cualquier intromisión; una mala conciencia les impelía a borrar sus testimonios, lo cual no ha sido nada benéfico para los historiadores. EI temor social, unido a la religiosidad y sumadas las supersticiones dio como resultado esa creencia, ahora en vías de extinción, en las «almas» y las «penas». Fue tema de múltiples narraciones orales objeto de conversación en las sobremesas. “Y muchos soñaban -como recuerda Gálvez- con bandidos, calaveras y escenas terroríficas”. EI bandido -mencionado en la cita anterior- pertenece a la imaginación popular. Guillermo Rouillon ha evocado la infancia de José Carlos Mariátegui conmovida por la imagen de un gran bandido: Luis Pardo. Pardo era a medias un personaje de la historia y de la imaginación colectiva: nacido en Chiquián, participó de las montoneras de Durand (189495), fue perseguido por sus ideas políticas y -según una versión- por vengar una afrenta familiar terminó convertido en bandolero y hasta 1909 actuó en el área de Cajatambo, Huamalíes, Barranca, repitiendo el modelo del bandido social, es decir, robando a los ricos y ayudando a los pobres: 13 « Por los cerros y los picos, sin atenerse a sus cobres, él les roba a los ricos, y protege a los pobres.» EI bandido social encarna la posibilidad de la rebeldía, la libertad y la independencia en medio de una sociedad opresiva. Los bandidos fueron personajes de López Albújar en sus Cuentos andinos (1920), donde al lado de la ferocidad y el temor, dejaban una estela de admiración y caballerosidad. Igualmente los bandidos, todavía en los años 30, fueron tema de inspiración en la música popular (ver por ejemplo El cancionero de Lima). José Varallanos consideró imprescindible un detenido análisis sociológico del fenómeno. EI temor y el desagrado por el presente condujo, a los espíritus más refinados de la oligarquía, a la búsqueda de la evasión. EI lugar que para unos tuvo el «fumadero de opio» para otros, como José de la Riva Agüero, lo ocupó la pasión por la vida colonial: bajo el influjo indirecto de Ricardo Palma imaginaron a la colonia, especialmente al siglo XVII, como una época de esplendor, de paz, de tranquilidad, de sosiego. La oligarquía terminó construyendo -para difundirla luego a otras capas sociales-, una imagen mitificada de la historia peruana en la que se exaltaban los elementos hispánicos (por occidentales y cristianos), mientras se disminuía, menospreciaba o en todo caso, se omitía la tradición indígena; para ellos el proceso histórico peruano parecía nítidamente definido, la nación existía, el Perú era una unidad: en cierta manera, ellos eran el Perú, así lo creyeron. Esta es la mentalidad que va a dar origen al término «guerra de castas» para designar a cualquier protesta o movimiento indígena contra la opresión de los gamonales; culpaban a los campesinos del sur andino de querer exterminar a la raza blanca y de querer construir una sociedad exclusivamente de/y para los indígenas. La propuesta indígena era el reverso de la forma como los oligarcas concebían al Perú: la nación no podía convivir con estos racismos enfrentados. José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre fueron críticos implacables de la sociedad oligárquica. Tenían en común la negación de ese ordenamiento social aunque difirieran claramente en el camino alternativo. Es por eso que no pudieron ignorar la sociedad en la que estaban viviendo. Mariátegui, al momento de pensar en los temas que compondrían los 7 Ensayos, tuvo presente las cuestiones que veinte años antes había abordado García Calderón en Le Perou Contemporain. Además, los 7 Ensayos no se entienden si se desconoce la paciente labor de lectura y asimilación de monografías y estudios escritos durante esos años. Como otros hombres de la época, tanto Mariátegui como Haya realizaron un provechoso aprendizaje en Europa y podían figurar entre los mejores conocedores de la cultura occidental de entonces, no sólo por el conocimiento que tenían de otras lenguas (francés, inglés, italiano), por las lecturas de autores clásicos y contemporáneos, sino también por ese obsesivo afán de estar informados y conocer las avances que ejecutaba la vanguardia intelectual europea (psicoanálisis, surrealismo, 14 relatividad). Debemos recordar adicionalmente que autores como Henri Barbusse y Romain Rolland estuvieron siempre presentes en Mariátegui y Haya. Pero ¿en qué diferían del «europeísmo» oligárquico? En que para ellos este conocimiento en la cultura europea no implicaba subordinación, ni copia, sino la exigencia de una vía autónoma para el pensamiento latinoamericano: es decir, se trataba de conocerla para construir algo diferente. Pero la ruptura con las concepciones oligárquicas no fue una negación mecánica. Algunos elementos persistieron y puede resultar interesante referirnos brevemente a la religión. Mariátegui no cayó en el fácil anticlericalismo. Pero si bien entendía que “las formas eclesiásticas y doctrinas religiosas” eran «peculiares e inherentes al régimen económico y social que las sostiene y produce», no dejaba de pensar en la necesidad de un sustituto de los «mitos religiosos», una concepción alternativa que fuera a ocupar el vacío dejado en “la conciencia profunda de los hombres”. José Carlos Mariátegui tuvo un pasado obsesionado por el cristianismo (retiros espirituales, confesor personal, poemas místicos), del cual se alejó por su proximidad a González Prada y después por su asimilación del marxismo. Pero tal vez fue ese pasado lo que lo llevó a que asumiera la «teoría del mito» de Sorel y a que años después pensara que el marxismo no solo era una teoría científica y una ideología de la clase obrera, sino que también era el mito de nuestro tiempo. Mariátegui distinguía religión de Iglesia: «... el socialismo es también, una religión, que seguirá gravitando en la historia humana con la misma fuerza de siempre, no debe ser confundida con la palabra Iglesia». En Haya de la Torre la presencia del cristianismo fue menos consciente pero más obsesiva. Las imágenes bíblicas aparecen reiteradamente en sus discursos predominando las referencias al nuevo testamento. Comparte esa obsesión peruana por la muerte de Cristo en la cruz (recordemos que en esos años seguían en plena vigencia los ritos de Semana Santa y el Sermón de las tres horas, creación colonial). El 12 de noviembre de 1932, refiriéndose a la relación entre el aprismo y el Perú recurre a la siguiente imagen: «...la herencia que recibimos de este Perú desangrado y oprimido es como cuando recibió Cristo a Lázaro, ya muerto para que lo resucitara». Posteriormente, en un discurso pronunciado en Trujillo en 1933, quería insuflar aliento a sus seguidores diciendo: «Ha llegado la hora del calvario, de sudar sangre. Nuestro Gólgota esta enhiesto. Aún no ha sonado la tercera hora». Pero Haya recogió de la sociedad oligárquica también ese sutil culto a los muertos, con los cuales -por lo menos metafóricamente- no dejó de mantener un diálogo: «porque, compañeros, esa es la gran Iección que yo les debo a los muertos, a los mártires. Porque ellos me dicen desde sus tumbas: nosotros somos tus maestros. Anda más allá. Lleva tu partido hasta donde nosotros quisimos conducirlo. Haz de tu partido una religión. Haz de tu partido una huella eterna a través de la historia». Y también como en el mundo oligárquico, Haya propuso un cierto ideal ascético. En una carta a los prisioneros apristas decía: «Ganen tiempo, lean, estudien, piensen, disciplinen la mente más y más. Acrezcan los valores espirituales que son más fáciles de percibir y fortificar en el aislamiento. Que nada turbio, que nada amargo, que nada ilógico empañe o tuerza la obra tenaz de reeducadora de los espíritus que es la mejor tarea 15 de un prisionero». Pero años antes, según su biógrafo Cossío del Pomar refrendado por Alberto Baeza, Haya consideraba que «el matrimonio sin tener los medios es una absurda aventura... contra las tentaciones hay que refugiarse en el deporte y hacer mucha vida intelectual». Es su lema. Desde muchacho confía a sus amigos: «Odio la prostitución: el amor comprado es vileza». Su padre Ie ha dado lacónicos pero expresivos y orientadores consejos sobre la vida sexual en una carta, para él memorable: «no te apresures en buscar placeres, la vida viril está regida por leyes semejantes a las de la economía: ahorrar es capitalizar, dilapidar es decaer. Si quieres ser siempre joven, no tengas temor en conservar tus energías». La entrega ascética a la causa partidaria será una meta de Haya y muchos apristas. EI historiador Jeffrey Klaiber argumenta que la incorporación de elementos cristianos en el discurso aprista sería un factor decisivo en el proceso de «Iegitimación» de aprismo, en un país mayoritariamente cristiano. Es indudable que se trata de una observación importante pero, como veremos más adelante, el «mesianismo» del Apra no tiene que ver sólo con una tradición cristiana, era una actitud generalizada en la década de 1920 y que, en el sur y en los medios rurales, aparecía vinculada a la tradición andina. 16