El Índice de Precios de Consumo desde el punto de vista de un

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ESTADÍSTICA ESPAÑOLA
Vol. 42, Núm. 145, 2000, págs. 7 a 13
El Índice de Precios de Consumo desde
el punto de vista de un Banco Central
por
LUIS ÁNGEL ROJO
Gobernador del Banco de España
1. LA POLÍTICA MONETARIA Y LA MEDICIÓN DE LA INFLACIÓN
En el ámbito de los países desarrollados, existe un consenso cada vez más generalizado sobre la necesidad de orientar la política monetaria hacia el objetivo de
lograr la estabilidad de los precios. En España, el compromiso de la política monetaria con el control de la inflación es un hecho desde hace varias décadas; no
obstante, fue en el año 1994, tras la aprobación de la Ley de Autonomía del Banco
de España, cuando este compromiso quedó establecido de forma explícita. A partir
de 1999, con la creación de la Unión Económica y Monetaria (UEM), en la que
España participa como miembro fundador, la entrada en vigor de la política monetaria única, decidida e instrumentada por el Sistema Europeo de Bancos Centrales
(SEBC), supone un paso más en esta dirección, ya que el SEBC tiene como objetivo básico la consecución de la estabilidad de precios en el área de la UEM. Este
marco ha acentuado la importancia que para las autoridades monetarias, nacionales y supranacionales, tiene el disponer de prediciones adecuadas de la evolución
de los precios que sean aceptadas y comprendidas por los distintos agentes económicos -papel que tradicionalmente han desempeñado los índices de precios de
consumo (IPC)-.
La importancia que la política económica atribuye a la estabilidad de los precios
se debe a su carácter de complemento y condición necesarios del crecimiento
sostenido y equilibrado. Aunque la relación entre crecimiento e inflación pueda
verse influida, a corto plazo, por los costes que inevitablemente derivan de los
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procesos de desinflación, a medio y largo plazo los beneficios que aporta la estabilidad de precios son indiscutibles. La ausencia de elevaciones generalizadas de los
precios facilita el funcionamiento de los mecanismos del mercado y la transmisión
de información a los agentes a través de cambios en los precios relativos, permitiendo una asignación más eficiente de los recursos. En el caso concreto de los
mercados financieros, la estabilidad de los precios permite reducir la prima de
riesgo por inflación que se incorpora en los tipos de interés a largo plazo, incentivando de esta forma los procesos de inversión productiva, mientras que, en un
ámbito más institucional, evita las distorsiones que se producen en el funcionamiento de los sistemas impositivos y en las relaciones contractuales, cuando estos
no están plenamente adaptados a las situaciones de inflación. Por otra parte, son
también conocidos los efectos distorsionadores de la inflación sobre la distribución
de la renta y de la riqueza, que siempre perjudican en mayor medida a los sectores
más desprotegidos de la sociedad. En definitiva, la eliminación de los costes en
términos de eficiencia y equidad de la inflación tiende a traducirse en un mejor
funcionamiento de la economía y en una ampliación de su crecimiento potencial y
de su capacidad de generación de empleo.
La política monetaria tiene un especial protagonismo en esta orientación general, ya que la inflación es, a medio y largo plazo, un fenómeno fundamentalmente
monetario. El cumplimiento eficaz de este cometido es lo que ha justificado la
adopción de un modelo institucional basado en la independencia estatutaria de las
autoridades monetarias y en el otorgamiento de un amplio grado de autonomía a
las mismas a la hora de diseñar la estrategia de control monetario más apropiada.
Las estrategias de política monetaria orientadas a la estabilidad de precios -no
únicamente las que se plantean objetivos directos de inflación- requieren una cierta
concreción cuantitativa de lo que se entiende por estabilidad de precios y la selección del índice de precios adecuado para medir la inflación.
Una idea que es necesario clarificar desde el principio es que el concepto de
estabilidad de precios no puede identificarse mecánicamente con la constancia del
nivel de precios. En general, se admite que dicho concepto es compatible con una
tasa positiva de variación de los precios, siempre que se mantenga dentro de
márgenes muy modestos. Uno de los motivos para hacerlo así es que, en economías donde existe una cierta rigidez a la baja en los precios y salarios, una tasa
positiva de inflación puede facilitar los cambios en los precios relativos que son
necesarios para el correcto funcionamiento de los mercados, sin generar, por ello,
problemas significativos; mientras que la constancia en el nivel de precios solo
podría alcanzarse a costa de un cierto sacrificio del ritmo del crecimiento y del
empleo. Por otra parte, como se verá más adelante, la utilización de ciertos índices
de precios para medir la inflación supone la aceptación de sesgos y errores en la
medición de esta variable -con una tendencia a sobrevalorarla-, lo que también
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lleva a la conveniencia de aceptar tasas de variación positivas que sean suficientemente reducidas. Obviamente, el punto más controvertido desde este enfoque es
delimitar a partir de qué nivel de la tasa de variación de los precios se puede entrar
en una situación inflacionista, no siendo posible establecer un criterio de validez
universal.
En la selección del índice de precios con el que medir la inflación hay que tener
en cuenta, por un lado, que dicho índice ha de ser representativo de la variación
efectiva de los precios y ha de ser solvente desde el punto de vista técnico y, por
otro lado, ha de ser accesible y comprensible para el público en general. En la
mayor parte de las economías, el IPC es la estadística que más se acerca a satisfacer a ambos requerimientos conjuntamente.
El IPC mide la evolución en el tiempo del nivel de precios de los bienes y servicios de consumo que adquieren los hogares. No cubre, por lo tanto, todas las
transacciones que se realizan en una economía y, en este sentido, otro indicador
de precios que fuera más general, podría resultar más adecuado para medir la
inflación (definida como variación en el nivel de precios del conjunto de la economía). No obstante, el IPC se refiere al núcleo de transacciones que más directamente se relaciona con la satisfacción de las necesidades, por lo que se ha convertido en una estadística ampliamente conocida por el público que sirve como un
potente vehículo de comunicación. De hecho, se suele tomar como referencia en
las negociaciones salariales, en las revisiones de alquileres y en gran número de
contratos.
La amplia difusión del IPC ha sido una de las razones fundamentales para su
utilización en la articulación de las políticas monetarias orientadas a la estabilidad
de los precios, ya que su constante seguimiento por los medios de comunicación
facilita la obtención del apoyo social necesario para el cumplimiento de los objetivos
perseguidos, dotándolos también de mayor credibilidad. Por otra parte, la vinculación, más o menos estrecha, de los objetivos de la política monetaria con el IPC
proporciona mayor transparencia a las acciones del banco central, al ser una
estadística elaborada normalmente por un organismo independiente. Esta es,
precisamente, la razón que aconseja utilizar como referencia el índice general y no
una transformación del mismo, realizada por el propio banco central, que podría
suscitar algunas suspicacias.
No obstante, todo lo dicho no debe ocultar que la utilización del IPC en las estrategias de búsqueda de la estabilidad de precios por parte de la política monetaria
tiene también ciertos inconvenientes derivados de las propias características de
estos índices, que han de ser tenidos en cuenta en la formulación de los objetivos.
Entre estos inconvenientes, los más relevantes son los sesgos de medición que
pueden llegar a sobrevalorar la inflación, exagerando la subida de los precios de los
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bienes y servicios que adquieren los hogares. Quizá el más conocido de estos
sesgos es el sesgo de sustitución, que se deriva del empleo de ponderaciones fijas,
según el año base del índice, que no pueden tener en cuenta los cambios en los
patrones de consumo inducidos, a su vez, por las variaciones en los precios relativos que desvían el consumo hacia los bienes y servicios comparativamente más
baratos. Existen otros posibles sesgos debidos al retraso con el que se incorporan
los nuevos bienes y servicios que aparecen en el mercado, a los problemas que
plantean los cambios de calidad que habitualmente experimentan los artículos y a
los efectos de modificaciones en las redes de distribución, que sólo son tenidos en
cuenta cuando cambia la base del índice.
En los últimos años, se han realizado diversos trabajos encaminados a cuantificar de la manera más precisa posible este sesgo de medición, ya que si la posible
sobrevaloración de las alzas de precios llegara a ser importante, podría distorsionar
las decisiones de los agentes y de las propias autoridades monetarias. El más
conocido de estos estudios fue el realizado por encargo del Senado de Estados
Unidos a un equipo de profesionales dirigido por Robert Boskin, en el que concluían
que el IPC de ese país sobrevaloraba el verdadero aumento del coste de la vida en
algo más de un punto porcentual al año. Numerosas instituciones, entre ellas la
OCDE, están interesadas en la extensión de este tipo de estudio a otros países.
En general, los sesgos que se acaban de mencionar reflejan la tendencia a la
obsolescencia que experimentan los IPC y que obliga a cambiar de base con cierta
frecuencia. Por otro lado, estas características de los índices deben ser tenidas en
cuenta por las autoridades monetarias a la hora de cuantificar la definición de
estabilidad de precios o, en su caso, el objetivo de inflación que quieran establecer.
Concretamente, la existencia de sesgos de sobrevaloración es un argumento muy
poderoso para mantener la posición, ya indicada, de considerar compatibles con la
estabilidad de precios tasas de variación positivas, aunque muy reducidas.
2. LA EXPERIENCIA ESPAÑOLA
Como ya se ha indicado, la Ley de Autonomía aprobada por el Parlamento en
1994 otorgó al Banco de España la responsabilidad de alcanzar y consolidar la
estabilidad de precios, un objetivo del que nos encontrábamos considerablemente
alejados a pesar de ocupar habitualmente un lugar destacado dentro de las prioridades de la política económica. La entrada de la economía española en la Unión
Europea (UE) había abierto el debate sobre los problemas de competitividad y las
consecuencias que de ellos podrían derivarse en términos de crecimiento y empleo;
el proceso de constitución de una UEM y la proximidad del comienzo de su tercera
fase -que habría de conducir a la creación de un área con una moneda común (el
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euro) y una política monetaria única-, hacían ineludible que la tasa de inflación de la
economía española se acomodase con rapidez a las cotas de estabilidad vigentes
en la mayoría de los países de ese ámbito, para poder aprovechar las ventajas que
se derivarían en términos de convergencia real.
Aunque la estabilidad nominal había sido siempre el objetivo de la política monetaria instrumentada por el Banco de España, se hizo entonces un gran esfuerzo
por aumentar la transparencia de sus acciones para que pudieran ser mejor entendidas y asimiladas por los agentes económicos y tratar de romper así las expectativas inflacionistas de la economía. Para ello, en la programación de la política
monetaria del año 1995, se decidió fijar un objetivo directo de inflación, con un
horizonte de medio plazo, estableciéndose distintos canales para comunicar y
explicar las medidas que fueran adoptándose. El objetivo se cuantificó en términos
del crecimiento interanual del IPC, siendo del 2% la tasa que se pretendía alcanzar,
de forma estable, a lo largo del año 1998.
La elección del IPC como indicador de referencia para valorar la evolución de
los precios de la economía española estaba ampliamente justificada por tratarse de
una estadística de sobrado prestigio y amplio arraigo entre los analistas. En cualquier caso, consciente de la complejidad de los procesos inflacionistas de una
economía, el Banco de España seleccionó un conjunto de indicadores cuyo seguimiento se consideraba necesario para diagnosticar de manera adecuada y con
prontitud el comportamiento de los costes y precios de la economía, tratando de
anticipar la evolución futura de los precios de consumo. Entre estos indicadores se
encontraban el índice de precios industriales (IPRI), los precios de las materias
primas en los mercados internacionales, los precios de importación -que incorporaban la marcha del tipo de cambio de la peseta-, los costes unitarios laborales y un
conjunto de indicadores monetarios y crediticios entre los que ocupaba un lugar
destacado el agregado formado por los activos líquidos en manos del público
(ALP).
En cuanto a la tasa de variación fijada como objetivo a medio plazo de la política
monetaria, se tuvieron en cuenta las razones que aconsejaban incrementos algo
superiores a cero como medida de la estabilidad de precios -a las que ya se ha
hecho mención-, así como la necesidad de aproximarnos rápidamente a los ritmos
de aumentos de precios vigentes en las economías más estables de la UE; teniendo en cuenta, a su vez, que uno de los requisitos para formar parte de la tercera
fase del proceso de constitución de la UEM se había establecido en términos
estrictos de convergencia entre las tasas de crecimiento de los IPC.
Los cuatro años que transcurrieron desde el comienzo de este nuevo esquema
de instrumentación de la política monetaria hasta la entrada de la economía española, el pasado uno de enero, en el área del euro, han permitido reducir el creci-
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miento interanual del IPC desde el 5% con el que, aproximadamente, comenzó
1995, hasta el 1,4% con el que se ha cerrado el año 1998, una tasa, esta última,
equiparable a las que se registran en la zona y que, en un entorno internacional
favorable, ha permitido cumplir sobradamente el objetivo marcado por las autoridades monetarias, a la vez que se consolidaba una etapa de crecimiento económico
sostenido y de fuerte creación de empleo.
Durante estos cuatro años, la evolución de los precios de consumo y el indicador encargado de su valoración, el IPC, han estado en el centro de la actualidad
económica nacional, a lo que contribuyeron, sin duda, la claridad y fácil comprensión del objetivo marcado, su expresión a través de una estadística de prestigio y la
transparencia con la que fueron comunicando las autoridades las distintas medidas
acordadas.
3. LOS REQUERIMIENTOS DERIVADOS DE LA UEM
Dentro de la UE, los índices de precios nacionales presentan diferencias notables, tanto en los conceptos empleados como en los métodos de elaboración. Por
ello, parecía indispensable para el avance del proceso de integración europea
conseguir medidas más homogéneas de la inflación. Dicha necesidad surgió, en
primer lugar, de la obligación de examinar el criterio de estabilidad de precios
establecido en el Tratado de la Unión Europea, a partir de una cuantificación de la
inflación que no estuviera "contaminada" por las diferencias metodológicas existentes. Concluido este ejercicio, y determinados los países integrantes de la UEM,
resultaba imprescindible contar con un índice de precios mínimamente homogéneo
para el conjunto del área del euro, dado que el objetivo primordial de la política
monetaria única es garantizar la estabilidad de precios en la zona. En este contexto, Eurostat acordó en 1995 unos criterios comunes para definir los Índices de
Precios de Consumo Armonizados (IPCA).
Los IPCA se calculan, para todos los estados de la UE, empleando una clasificación común que permite realizar comparaciones homogéneas para, aproximadamente, 100 categorías de gasto. El período de referencia utilizado es el año 1996.
No obstante, para el cálculo de estos índices no se han empleado nuevas cestas,
sino que se ha reponderado el peso del subconjunto de bienes y servicios común,
repartiendo la ponderación de aquellos artículos excluidos en cada índice nacional.
Lógicamente, las cestas de la compra de los distintos estados miembros difieren
entre sí, ajustándose a las pautas de consumo nacionales. Por su parte, los índices
de agregados de países -entre ellos, el correspondiente al conjunto del área del
euro- se calculan empleando ponderaciones proporcionales al consumo privado
expresado en términos de paridad del poder de compra. Aunque con los esfuerzos
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realizados se han efectuado progresos notables en la eliminación de las diferencias
existentes entre los índices nacionales debidas a los conceptos y métodos empleados en su elaboración, hay que señalar que todavía subsisten discrepancias significativas que deberán ser depuradas en estadios posteriores del trabajo de armonización estadística.
La relevancia de los IPCA dentro de la estrategia de política monetaria instrumentada por el Sistema Europeo de Bancos Centrales se aprecia con mayor claridad si se tienen en cuenta los tres elementos básicos de la misma:
El primer elemento consiste en el compromiso por parte del SEBC de mantener
la estabilidad de precios en el medio plazo como objetivo principal de la política
monetaria única. Este compromiso va acompañado de una definición de estabilidad
de precios que se cuantifica como un incremento anual del IPCA por debajo del 2%
para el conjunto de la unión monetaria. Los criterios que han determinado la elección del IPCA como índice de precios de referencia para establecer las metas de
política monetaria son similares a los que se han expuesto anteriormente para el
caso de España.
Para alcanzar la consecución de este objetivo, el BCE hará un seguimiento continuado de la situación inflacionista a partir de un conjunto amplio de indicadores
económicos y financieros. Por un lado, otorgará al crecimiento de la cantidad de
dinero un papel destacado en la toma de decisiones de política monetaria. Por otro
lado estudiará la información que aporta un conjunto más amplio de variables
económicas y financieras sobre la situación de los precios de consumo final
-aproximados por los IPCA-, así como de sus perspectivas futuras. Este análisis
global de la situación económica y las perspectivas de la inflación entronca con las
prácticas seguidas por un grupo de bancos centrales -entre ellos, el Banco de
España- que ahora forman parte del SEBC.
El seguimiento de la evolución de los IPCA en la tercera fase de la UEM será
también crucial desde el punto de vista de las autoridades económicas nacionales.
La eventual aparición de diferenciales en el ritmo de avance de los precios entre los
países que integran el área del euro podría tener implicaciones sobre la competitividad de las economías afectadas y requerir la adopción de medidas de política
económica adecuadas. Cabe esperar, por tanto, que el propio funcionamiento de la
unión monetaria refuerce el protagonismo que los IPC han adquirido y estimule los
trabajos necesarios para acotar o corregir sus sesgos y aumentar el grado de
armonización.
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