PREPARACIÓN DE LA VERSIÓN FINAL DE LA COMUNICACIÓN

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Participación, modelos implícitos e intervención de
los profesionales de lo social
Participation, implicit models and professional
intervention in the social field
María José Aguilar Idáñez
mariajose.aguilar@uclm.es
GIEMIC, Universidad de Castilla-La Mancha
Daniel Buraschi
buraschidaniel@hotmail.com
GIEMIC, Universidad de Castilla-La Mancha
Resumen
Uno de los principios y objetivos que más frecuentemente aparece en la formulación de políticas,
programas e intervenciones sociales, es el de participación o participación ciudadana. Entendido
como una estrategia básica que debe sustentar cualquier proceso de empoderamiento y activación
de la ciudadanía, este principio es mencionado como rector e inspirador de buena parte de los
programas y actuaciones dirigidas a colectivos y grupos sociales en situación de subalteridad,
riesgo de exclusión, u otras circunstancias de parecida índole, y que suelen ser las poblacionesdiana de los mismos. Esto es así, porque el pretendido objetivo de la integración social no puede
alcanzarse sin la participación de los afectados-destinatarios de las intervenciones. De ahí que la
integración y la participación sean dos de los ejes principales que orientan teóricamente y/o
supuestamente las políticas sociales institucionales. El fomento del asociacionismo, la creación de
órganos consultivos de participación, como los foros locales y otros, son ejemplos de
actuaciones-tipo que en este ámbito se han venido promoviendo y produciendo en España.
Los profesionales de lo social son quienes implementan y ejecutan las políticas, programas e
intervenciones sociales, y por ello, comprender el papel que se juegan en la arena de la
participación puede ser determinante para valorar sus efectos y consecuencias en la realidad social
de los colectivos a quienes pretenden servir. La tesis principal de esta ponencia es que existen
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modelos implícitos, inconscientes e irreflexivos en la práctica de los profesionales, que
condicionan (y pueden llegar a determinar) efectos muy diversos y hasta contrapuestos, en lo que
a procesos de participación se refiere. Y todo ello, independientemente de los modelos explícitos
y retóricos que sustenten las políticas y los programas.
Por las limitaciones de espacio, el texto se centrará en el campo de la intervención profesional de
quienes trabajan con población migrante, y tomará como base de las reflexiones algunos
programas y experiencias reales del contexto español. A partir de la reflexión crítica sobre estas
experiencias directas, se propone una posible tipología de modelos implícitos referidos a
participación, sus consecuencias y efectos. Para concluir, se proponen algunas sugerencias
prácticas que permitirían evitar los efectos nocivos o perversos que estos modelos han
evidenciado en la realidad concreta en que se han activado.
Palabras clave
Modelos implícitos, participación, práctica profesional, intervención social, inmigrantes
1 Participación como objetivo institucional declarado
Uno de los objetivos retóricos declarados, en la mayor parte de las políticas, programas,
proyectos e intervenciones sociales dirigidas a inmigrantes, es el fomento o contribución a la
construcción de una ciudadanía activa y contribuir a la consecución de una sociedad inclusiva que
garantice la plena participación económica, social, cultural y política de las personas migrantes en
condiciones de igualdad de trato e igualdad de oportunidades.
La consecución de una sociedad realmente inclusiva implica considerar la integración como un
proceso bidireccional en el cual las partes implicadas, tanto la minoría como la mayoría,
interactúan, negocian y generan espacios de participación y de identificación mutua que
trasforman a todos los actores participes, no únicamente al grupo minoritario.
La participación de los inmigrantes en los procesos democráticos y en la formulación de las
políticas y medidas relativas a la integración, sobre todo en niveles locales, refuerza su
integración.
Podemos entender la integración, además de cómo equiparación de derechos y deberes, como
una ampliación de los espacios de participación social.
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“La integración no puede disociarse de la participación de las personas en todos los asuntos
que les competen. Integración y participación están enlazados, y llegarán a valorarse si abren
oportunidades y capacidades lingüísticas, comunicacionales y educativas para elegir la vida
que cada uno desee. Una sociedad integrada es aquélla que abre espacios para la
participación, para la deliberación, para el debate de opiniones, para la creación de una
opinión pública. La integración no consiste en entrar en un sistema cerrado, sino que se
produce activamente en el encuentro”(Melero y Díe, 2010: 27).
La concepción de la integración como proceso bidireccional, de adaptación mutua, ha sido
institucionalizada en el primer y en segundo Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración (20112014). Ambos planes se basan en los principios de Igualdad y no discriminación; el principio de
Inclusión; el principio de Interculturalidad, como mecanismo de interacción positiva entre las
personas de distintos orígenes y culturas, dentro de la valoración y el respeto de la diversidad
cultural; y el principio de Ciudadanía, que conlleva el reconocimiento de la plena participación
cívica, social, económica, cultural y política de los ciudadanos y ciudadanas inmigrantes.
La integración no puede disociarse de la participación de las personas inmigrantes en la
planificación de las políticas de inmigración y de la planificación de los planes, programas,
proyectos y actividades interculturales. Esto significa reconocer el papel activo de las personas
migrantes como coprotagonistas de los procesos de integración.
2 La participación como paradoja institucional
La realidad es bien distinta, ya que los poderes públicos parecen tener, en la práctica, muy poco
interés por promover una verdadera integración política, como buena parte de las investigaciones
publicadas han puesto de manifiesto1.
La idea de integración como proceso participativo y bidireccional, aunque sea claramente
recogida en los manuales de diseño de proyectos para inmigrantes (Aparicio, 1998), compartida
por las organizaciones que trabajan en contextos multiculturales e institucionalizada en los planes,
a menudo se queda en un “deber ser” y no se concretiza en la práctica.
El modelo dominante real sigue siendo “asimilacionista subalterno”: la sociedad considera a la
población migrante sólo como mano de obra y no como personas con potencialidades y
necesidades. Se pretende que lo/as inmigrantes sean útiles, que estén al mismo tiempo dentro del
sistema de producción y fuera del sistema de consumo y del Estado de Bienestar.
Cfr. Veredas (2003); Martín (2004); Torres (2006); De Lucas (2008 y 2009); Aparicio y Tornos (2010); Toral (2010);
Mora (2011); y Mata (2011).
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Las personas migrantes siguen siendo las “grandes ausentes” en los procesos de planificación,
son “beneficiarias” de los proyectos sociales pero pocas veces coprotagonistas del diagnóstico,
diseño, gestión y evaluación de los mismos. De esta forma muchos proyectos sociales lejos de
promover la consecución de una sociedad más inclusiva, reproducen modelos de intervención
paternalistas, asistencialistas y etnocéntricos. Además se genera frustración y rechazo por parte
de los colectivos que son los beneficiarios de las acciones, pero son excluidos de los procesos de
toma de decisiones.
Existen diferentes factores que condicionan y limitan la participación de las personas migrantes
en los procesos de planificación social intercultural, entre los cuales hay que destacar: la falta de
reconocimiento de los derechos de participación social y política; las actitudes xenófobas, clasistas
y racistas; el déficit de competencias interculturales y conocimientos en materia de procesos
participativos de las personas involucradas en la planificación; la falta de espacios y canales de
participación eficaces y coherentes con el enfoque intercultural; la poca disponibilidad de quienes
detentan el poder de decisión para compartirlo; y la desmotivación y frustración de las bases
sociales, entre las que hay que incluir a las personas migrantes, que en muchos casos sienten que
su participación no tiene consecuencias concretas ya que el esfuerzo y compromiso que implica la
participación no tiene un impacto real. A estos obstáculos hay que añadir dos condicionantes
estructurales: la asimetría de poder entre mayoría y minoría y la gran heterogeneidad de las
personas y grupos que participan o deberían participar en los procesos de planificación de
acciones interculturales. La asimetría de poder está vinculada a factores como el peso
demográfico, el poder socioeconómico, las representaciones sociales de los grupos, las diferencias
de competencias comunicativas y la hegemonía cultural, además de la clara asimetría institucional.
Un diagnóstico, un diseño o una evaluación de proyectos son coherentes con el enfoque
intercultural si se ha garantizado la participación de las personas migrantes en condiciones de
igualdad en todas las etapas del proceso y si se han considerado las diferencias (culturales,
religiosas, ideológicas, etc.) como un valor añadido. Planificar proyectos sociales desde el enfoque
intercultural significa transformar nuestra metodología de trabajo, desarrollar competencias
interculturales que nos permitan gestionar los conflictos que se generan en los procesos de toma
de decisión colectivas, y estrategias para valorizar la diversidad de perspectivas.
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3 Modelos implícitos
La implementación de las políticas sociales destinadas a la integración de las personas migrantes
depende en buena medida de las prácticas de los profesionales de la intervención social y los
servicios sociales.
Los profesionales (seamos trabajadores sociales, educadores sociales, animadores, mediadores u
otras figuras) hemos sido socializados profesionalmente en base a modelos de intervención de
tipo clínico-terapéutico y de carácter monocultural, que no se evidencian como los más
apropiados para abordar la intervención en esta nueva diversidad migratoria con vistas a su
"integración" en la sociedad. En definitiva, no todos los modelos teóricos y metodológicos de
intervención profesional en el ámbito social son adecuados, oportunos ni pertinentes si los
analizamos en perspectiva intercultural y bajo el prisma de la construcción de una ciudadanía
inclusiva.
Debemos distinguir claramente la diferencia entre un modelo explícito y un modelo implícito de
intervención. Un modelo explícito de intervención social es un conjunto reflexivo y coherente de
pensamientos y conceptos referidos a principios, teorías, estrategias y acciones construidas en
base a unas categorías de población que dibujan una guía de intervención social en relación con
una problemática concreta. Los modelos implícitos, por su parte, son un marco de referencia, una
construcción simplificada y esquemática de la realidad, que aportan una explicación de la misma y
que conforman un esquema general referencial que guía la práctica, de forma irreflexiva.
Por ello, y aunque nos resulte incómodo, tenemos que tomar conciencia de que a veces nuestra
forma de trabajar con y para las personas inmigrantes se basa en valores, presupuestos y
estereotipos que pueden legitimar y reproducir nuevas formas de racismo y que nos impiden
reconocer las reales necesidades de las personas. Esto no debería asombrarnos ya que las ciencias
sociales han contribuido ampliamente a la invención del racismo, a su formulación doctrinaria y
erudita (Wieviorka, 1992). Durante mucho tiempo la antropología, la psicología, la sociología, la
psiquiatría y la pedagogía han contribuido a trasformar la diferencia en desigualdad, a justificar y
legitimar el racismo.
En la base de nuestras formas de diseñar programas de intervención, de nuestra forma de
comprender los problemas sociales, de nuestras prácticas de trabajo cotidiano con las personas
inmigrantes siempre se encuentran modelos implícitos (y esto, independientemente de que
hayamos optado por un modelo teórico explícito, o no). Estos modelos implícitos de
intervención son el marco a través del cual interpretamos, comprendemos y actuamos. Toda
forma de intervención implica y supone una determinada forma de concebir la realidad, al igual
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que toda forma de concebir implica o conlleva un determinada forma de intervenir, seamos o no
conscientes de ello. Este tipo de modelos de intervención reproducen de forma sistemática una
acción específica con inmigrantes y sus problemáticas y una específica visión de las personas
inmigrantes, de su contexto, de sus recursos y de sus problemas. En muchas ocasiones se trata de
modelos basados en esquemas universalizantes a partir de conceptos particulares o que exacerban
las diferencias culturales. No debemos olvidar que la forma de encuadrar un problema determina
la forma de resolverlo y en no pocos casos, la mayor dificultad para una eficaz intervención social
estriba en un mal encuadre del problema (falso, distorsionado, erróneo, reduccionista o sesgado)
que nos imposibilita e impide su correcta solución.
Los modelos implícitos dependen y se configuran a partir de la interrelación de varios elementos:
de cómo se conciben las causas y naturaleza del problema, de cómo se identifican (o no) los
actores involucrados, de las formas en las que el profesional interpreta la ayuda, de la forma en la
que se concibe al inmigrante que vive el problema, etc. Estos elementos reflejan los valores,
creencias y prejuicios del profesional; y de estos elementos y sus interrelaciones se derivan, tanto
la naturaleza específica de la relación que se establece entre el agente social y el “usuario”
inmigrante, como las formas concretas y operativas de esa intervención profesional.
Son muy pocos los profesionales conscientes de la presencia de estos modelos implícitos, ya que,
de ordinario, sólo se abordan en la formación y el ejercicio profesional los modelos explícitos, es
decir, los modelos teóricos que constituyen el marco y encuadre profesional deliberadamente
elegido por el agente profesional, que opta así por unas teorías u otras a la hora de orientar su
praxis profesional. La incoherencia y contradicción entre el modelo explícito y el modelo
implícito es harto frecuente, por cuanto el implícito se suele mantener a nivel inconsciente.
Aquí nos referiremos a los procesos básicos que fundamentan los modelos implícitos
discriminatorios que, a su vez, sirven de guía para algunas políticas y prácticas de intervención
social en contextos multiculturales. A partir del análisis de documentos políticos, de discursos y
prácticas de acción social en contextos multiculturales en España hemos centrado nuestra
atención en el análisis de las metáforas performativas (Mantovani, 1998). Las metáforas están
permanentemente presentes en nuestro discurso y atribuyen a un sujeto características tomadas
de otros dominios de la realidad. Las metáforas organizan y estructuran el discurso así como los
contenidos, y hacen comprensibles realidades complejas. Las metáforas confieren una estructura
y un significado a la realidad incidiendo en las representaciones sociales que la persona tiene del
mundo. El importante papel de las metáforas en la vida cotidiana depende justamente de su
función como frame. Las metáforas que utilizamos para nombrar y caracterizar un problema
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(problem setting) influyen profundamente en la solución (problem solving). No se trata sólo un modo
de hablar, sino de un modo de pensar, de clasificar y valorar la realidad social.
Las metáforas pueden reorganizar los significados y las explicaciones con las que nos
enfrentamos al mundo. En este sentido las metáforas performativas son un indicio de nuestra
perspectiva sobre el mundo, de cómo pensamos acerca de las cosas que dan sentido a la realidad,
de cómo definimos los problemas que intentaremos resolver.
“Definimos nuestra realidad en términos de metáforas y procedemos a actuar sobre la base
de tales metáforas. Inferimos, planteamos metas, asumimos compromisos y ejecutamos
planes, basando todo en cómo estructuramos parcialmente nuestra experiencia, consciente o
inconscientemente, por medio de la metáfora” (Lakoff y Johnson, 1980: 158).
Las metáforas estructuran los estereotipos, las actitudes y las representaciones sociales.
Finalmente hay que subrayar que todo discurso, estructurado desde una perspectiva metafórica
de la realidad, tiene consecuencias en la acción social. En lo que respecta a los movimientos
migratorios, por ejemplo, los medios de comunicación reproducen un discurso cargado de
metáforas acuosas (flujos, corrientes, oleadas, avalanchas, riadas) y militares (clandestinos,
ilegales, bomba demográfica, etc.). Estas metáforas no son neutrales, a menudo vehiculan una
imagen incontenible de la llegada de migrantes frente a la que sólo cabe hacer frente cerrando las
fronteras y evitando la instalación permanente de los mismos en el país de destino.
4 Culturalismo etnocéntrico como obstáculo a la participación
En los diferentes modelos implícitos discriminatorios subyace una lógica o proceso básico que
denominamos “culturalismo etnocéntrico”. Se trata de un proceso de construcción social de la
alteridad basado en categorías rígidas, etnocéntricas, esencialistas e impuestas a las personas
migrantes. El culturalismo etnocéntrico se compone de tres elementos íntimamente relacionados:
la categorización impuesta, el etnocentrismo y el culturalismo.
La categorización impuesta: Un primer elemento de la lógica que está en la base de los modelos
implícitos es la construcción de un sistema de clasificación que tiene el poder de reproducir y
crear lo que aparentemente se limita a describir. Hacemos referencia a categorías sociales como la
de subsaharianos, mujeres musulmanas, personas en situación de exclusión social, etc. La forma
de pensar y categorizar a las personas migrantes condiciona el estilo de intervención. No hay que
olvidar que el discurso institucional y de los profesionales de lo social, además de tener
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legitimidad y ser dominante, suele prevalecer sobre las definiciones de las propias personas
migrantes. En este sentido, tiene el poder de normalizar y naturalizar categorías arbitrarias. En
nuestro programa de investigación hemos identificado al menos tres grupos de metáforas
utilizadas para categorizar a las personas migrantes: las metáforas que definen a la persona
migrante como víctima; las metáforas que le definen como amenaza; y las metáforas que
categorizan a la persona migrante como carenciada.
La categoría de víctima está relacionada principalmente con las mujeres migrantes, los menores
extranjeros no acompañados y los demandantes de asilo. Se definen a estas personas como
sujetos vulnerables, pasivos, indefensos, incapaces de enfrentarse a los problemas y de ser dueños
del propio proyecto migratorio. En el caso de las mujeres migrantes se les suele definir como
“sujetos frágiles, proclives a la exclusión y marginación social dadas sus mayores dificultades
para adaptarse al nuevo contexto. Marcadas como mujeres ignorantes se insiste en las
numerosas carencias que las convierten en altamente vulnerables e indefensas a quién se hace
necesario proteger y tutelar” (Agrela, 2009: 34).
La categoría de víctima genera modelos asistencialistas y paternalistas, que se caracterizan por
estilos comunicativos que sutilmente refuerzan una asimetría de poder: tutear sistemáticamente a
las personas, expresiones paternalistas, estilos comunicativos confidenciales, informales y
bromistas. Además a lo largo de nuestra investigación hemos detectado cómo, en algunos casos,
la persona migrante es bien acogida siempre y cuando responda al estereotipo de persona
necesitada, víctima y pasiva.
La categoría de amenaza hace hincapié en el peligro que determinadas personas migrantes pueden
representar para nuestros valores, nuestras creencias o para el estado de bienestar (sobrecarga de
los servicios públicos, agresividad, ignorancia, aprovechamiento de las ayudas, falta de
compromiso, oportunismo, etc.). Las personas migrantes son concebidas principalmente como
un problema. Los mecanismos más comunes que se activan en el proceso de categorización de
las personas migrantes como amenaza son el chivo expiatorio y la culpabilización de las víctimas: los
inmigrantes son considerados responsables de la sobrecarga de los servicios sociales, de los
problemas de la educación, son percibidos como “parásitos” del estado de bienestar y se les
atribuye exclusivamente a ellos la responsabilidad de la exclusión. Volvemos a subrayar que los
modelos implícitos discriminatorios tienen una lógica común basada en el reduccionismo y en el
determinismo cultural. Un caso elocuente es el discurso de algunos profesionales que trabajan
con víctimas de violencia de género. Si en el caso de las mujeres españolas se toman en cuenta
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múltiples causas relacionadas con el maltrato, en el caso de las mujeres migrantes, sobre todo si
son musulmanas, prevalece una interpretación monocausal y culturalista: es la cultura musulmana
el origen de la violencia, además existe la tendencia a culpabilizar a las víctimas, puestos que se las
define como reproductoras principales de los valores machistas.
La categorización de la persona migrante como carenciada se basa en una visión etnocéntrica de lo
que consideramos “normal”, y se centra en sus supuestas carencias culturales, sociales,
económicas, lingüísticas etc. Sobre esta categoría se asientan los modelos compensatorios, los
estilos de intervención basados en las acciones cuyo objetivo es paliar insuficiencias y “normalizar
al sujeto” sin tener en cuenta los recursos, el capital humano y las potencialidades de las personas
migrantes.
La categorización implica un proceso de reducción de la complejidad de la persona migrante a
una o pocas de sus supuestas características. Una mujer migrante de origen magrebí es ante de
todo musulmana, aunque sea médico, madre, deportista, activista política etc. y aunque para ella
la categoría religiosa no tenga mucha importancia. Desde este punto de vista, los modelos
implícitos son un dispositivo de reducción y de invisibilización de parte de la realidad social. A
menudo no tomamos en cuenta la historia previa, haciendo de la persona migrante una “recién
nacida”. Focalizamos nuestra atención en los problemas y no en la capacidad de las personas para
hacer frente a sus dificultades; invisibilizamos determinados factores sociales y coyunturales, las
múltiples identidades y la complejidad cultural. De esta forma la persona migrante pierde la
posibilidad de autodefinirse, la definición de su identidad no le pertenece. La indiferencia y la
exclusión de algunas personas migrantes de la esfera de las personas con poder de acción son
formas sutiles de racismo, porque niegan la complejidad del sujeto, e incluso le niegan la
consideración de tal, para convertirlo en un mero objeto.
La otra característica del proceso “culturalista etnocéntrico” es que solemos aplicar nuestras
categorías analíticas a otras realidades sociales olvidando que pueden existir diferencias.
Adaptamos la realidad a las categorías en lugar de las categorías a la realidad: creemos que las
categorías que utilizamos en nuestro trabajo son universales y se puedan aplicar en todos los
contextos. Buen ejemplo de ello es uno de los “lugares comunes” sobre las asociaciones de
inmigrantes: su supuesta falta de participación, su aparente incapacidad para trabajar en red y su
debilidad estructural. Si analizamos en detalle estas características nos damos cuenta que uno de
los factores determinantes es que tomamos en consideramos como legítima solamente nuestra
forma de concebir y definir la participación social: no reconocemos y no sabemos valorizar
formas alternativas de organización, participación y asociación que son más comunes entre
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determinados colectivos de personas migrantes. El mismo tipo de análisis podríamos hacerlo con
categorías “naturalizadas” como la de autonomía, salud, enfermedad, familia, etc.
Finalmente, el último elemento del proceso “culturalista etnocéntrico” es la exageración de los
factores culturales y la esencialización de la cultura. Interpretamos el comportamiento de las
personas únicamente por su pertenencia (real o supuesta) a una determinada cultura,
confundiendo las diferencias sociales con las diferencias culturales:
“Culturizando a ultranza todas las situaciones sociales se oculta la incapacidad o falta de
voluntad del Estado para resolver de manera satisfactoria la nueva realidad social, o es, una
vez más, la pantalla tras la que se ocultan los verdaderos debates que nuestra sociedad no
acaba de afrontar” (Martín, 2004: 355-356).
Además se confunden dos conceptos que deberían ser muy diferenciados: sociedad y cultura.
Sociedad y cultura no son equivalentes, ya que en todas las sociedades actuales es posible
identificar la existencia de varias y diversas culturas. Es, por tanto, un error considerar que a una
sociedad le corresponda una sola cultura, o en dar al término cultura una acepción uniformadora
que, sobre todo en España y en las sociedades de nuestro entorno, no tiene. En una misma
sociedad están conviviendo pautas culturales totalmente diferenciadas, y ello es así sin necesidad
de tener en cuenta las pautas culturales que introduce la inmigración. Hay comportamientos de
personas autóctonas que se distancian notablemente de lo que son los comportamientos medios
del resto de la sociedad, y no por ello se les discute si son o no son parte de esta sociedad. Se
exagera el “hecho diferencial”, se hace hincapié en determinados elementos de la identidad de la
persona excluyendo a otros,
“de la misma manera que algunas desigualdades han sido naturalizadas, otras han sido
culturalizadas, esto es, se atribuye a diferencias culturales aquello que muchas veces se debe,
sobre todo, a disparidades sociales” (Da Cunha, 2007: 74).
Esta tendencia se nota especialmente en la fase de diagnóstico y análisis de los problemas de
integración: la delincuencia, el fracaso escolar, la pobreza se explican a través de variables
culturales como los factores religiosos, la “mentalidad”, la “orientación hacia el presente”, el
“fatalismo”, etc. Este sesgo tiende a exotizar la pobreza, subestima los factores económicos y
sociales y sobrestima los factores culturales. La retórica de la diversidad cultural puede
transformarse en un “manual turístico” para tratar con diferentes culturas, olvidando que no
tratamos con “culturas”, sino con personas que tienen horizontes culturales dinámicos y
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complejos. Se interpreta la cultura como factor monocausal de las dificultades de integración,
sobre todo con las personas migrantes que son categorizados como musulmanas.
A la hora de analizar las atribuciones causales de la integración en general, y a través del
asociacionismo inmigrante en particular, existe una clara tendencia a sobrevalorar el valor de los
aspectos culturales. Analizando los proyectos sociales de numerosas ONG que trabajan con
inmigrantes y analizando el discurso de los profesionales llama la atención que se considere la
integración una cuestión de adaptación cultural obviando dimensiones sociales y jurídicas
fundamentales.
Los modelos implícitos tienen consecuencias importantes en la intervención social con
inmigrantes: reproducen un sistema de relación social desigual y asimétrico; refuerzan la imagen
de las personas migrantes como un “grupo de exclusión social” y pueden transformarse en una
profecía autocumplida que obstaculiza el proceso de autonomía e integración. Las demandas de
las personas migrantes y las respuestas insuficientes de los modelos de intervención tradicionales
pueden generar estrés, incertidumbre y ansiedad, pero son, también, una importante ocasión para
revisar nuestros métodos de intervención, una oportunidad para ser conscientes de las
limitaciones de nuestros esquemas de análisis y repensar nuestros modelos de intervención.
Dado el carácter inconsciente de los modelos implícitos, es una exigencia imprescindible el
desarrollo de procesos de explicitación que hagan aflorar de manera consciente dichos modelos,
desvelando los mecanismos de reproducción de las lógicas de discriminación que subyacen en los
mismos. Si uno de los mandatos fundamentales de la acción social es garantizar el acceso a los
derechos sociales y la igualdad de trato, esta tarea de torna insoslayable.
Se trata de ser conscientes de que las categorías que consideramos neutrales están, a menudo,
estrechamente relacionadas con un determinado contexto cultural: si decidimos otorgar una
condición básicamente flexible a las especificidades culturales (flexible socialmente) entonces hay
que aplicarlo a todas las partes de las relaciones sociales y no únicamente a las que nos resultan
extrañas o las que se sitúan en posiciones de clara inferioridad (demandantes de ayudas, clientes
de servicios escolares y sociales, etc.). Los trabajadores de lo social desempeñamos una
intervención que está siempre condicionada por la construcción que realizamos del Otro, y
somos uno de los principales personajes de los procesos de construcción institucional del
Extranjero.
En no pocos casos hemos elaborado una imagen del otro, del inmigrante, como una persona
desvalida, frágil, vulnerable y carenciada, un sujeto pasivo asistible, con el que sólo cabe entablar
una relación de carácter paternalista ya que no lo consideramos capaz de gobernar su vida. Con
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ello se dificulta su desarrollo autónomo y se le mantiene en una situación pasiva y dependiente,
consolidando su posición de subalteridad, instalados en una retórica de minorización. El
diagnóstico se sigue realizando como un peritaje exterior a los interesados a quienes no se les
consulta ni se les hace participar activamente en el mismo. Del mismo modo, en no pocas
organizaciones de acción solidaria, con frecuencia se han formulado proyectos de intervención
sin tomar en consideración la participación de los propios interesados, con lo que la potencial
eficacia de las intervenciones se ha visto seriamente mermada. En otros casos, se distorsiona la
visión del inmigrante al que se clasifica como “bueno” o “malo” en función de su mayor o menor
proximidad con las normas sociales, interviniendo desde modelos clínicos que tienden a
interpretar su situación de marginación como inadaptación, falta de voluntad o desvío que hay
que corregir, “normalizando” sus comportamientos.
5 Hacia un modelo de intervención social intercultural
La integración social pasa por una integración política plena y unos mínimos niveles de
integración socio-económica. Por lo tanto, resulta fundamental para la integración social del
inmigrante, su reconocimiento como ciudadano/a, con derechos y deberes. Hay grandes
diferencias en el proceso de integración, relacionadas con la situación económica, laboral y
administrativa de las personas inmigrantes, de modo que, a mejor nivel económico alcanzado,
mejor es el proceso de adaptación y participación, y viceversa. El verdadero proceso de
adaptación sólo puede iniciarse cuando los individuos hayan resuelto sus necesidades vitales
básicas, como el trabajo, la vivienda, la educación, la salud, etc. La inseguridad laboral, la falta de
vivienda digna y el hacinamiento o la cohabitación forzada (vivir varias familias en la misma
vivienda), producen grandes dificultades en el proceso de integración y participación, generan
estrés, ansiedad, fatiga emocional y, en ocasiones, episodios de agresividad, debido, sobre todo, a
la sensación de inseguridad.
“La primera condición sin la cual no puede haber integración: el reconocimiento de derechos
en igualdad con la población autóctona. No sólo derechos sociales básicos (como educación,
sanidad o empleo); sino también los derechos de ciudadanía, de participación política, que
potencian la integración política, el sentimiento de pertenencia al espacio donde se habita.
Pero esto último no siempre se reconoce. El énfasis suele recaer más bien en las dimensiones
sociales y culturales de la integración, relegándose la dimensión política” (Cea D’Ancona y
Valles, 2010).
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Sin embargo consideramos que un interesante punto de partida es la aplicación del enfoque
intercultural a la intervención social, para lo que ofrecemos algunas pautas que pueden contribuir
o ayudar al desarrollo de competencias interculturales en los profesionales del área social. El
proceso de adquisición de estas competencias (que es cognitivo, procedimental y actitudinal),
puede ser una forma de comenzar a subvertir los modelos implícitos discriminatorios existentes.
Esta forma de intervención social que proponemos no trata tanto de incluir nuevas herramientas
de intervención, como de transformar nuestra forma de pensar y vivir la diversidad cultural.
La presencia en los servicios públicos de personas migrantes es vivida, con frecuencia, como un
problema que se añade a los ya existentes. Hay que tener en cuenta que la mayoría de nosotros
hemos sido socializados en horizontes culturales relativamente monoculturales y etnocéntricos y,
a menudo, no tenemos las herramientas para gestionar la incertidumbre y el estrés que genera la
relación con personas cuyos comportamientos no logramos comprender y prever. La
incomprensión es doble: no sabemos interpretar los comportamientos ajenos (incertidumbre
explicativa) y no logramos prever las posibles reacciones (incertidumbre predictiva). Esto significa
que para trabajar eficazmente en un espacio multicultural no son suficientes la buena voluntad y
las actitudes positivas hacia la diversidad, es necesario tener las competencias para comprender
esa diversidad, gestionar los conflictos y relacionarse eficazmente. Nuestros valores y creencias
pueden no ser suficientes cuando nos encontramos en situaciones complejas y ambiguas. Los
valores y las creencias tienen que estar acompañados por conocimientos, habilidades, destrezas y
actitudes que nos permitan manejar eficazmente las situaciones conflictivas o ambiguas. Sin estas
competencias el encuentro intercultural se puede transformar en choque cultural y alimentar el
racismo y la xenofobia.
Desde nuestra experiencia teórico-práctica, una intervención social eficaz, tanto en las
administraciones públicas como en las entidades sociales y en las asociaciones de inmigrantes,
sólo puede ser pertinente desde enfoques antirracistas, de potenciación y defensa activa de los
derechos de las minorías. Afirmamos esta pertinencia porque consideramos que sólo podremos
transformar nuestra “sociedad del desprecio” (Honneth, 2011) mediante el fortalecimiento del
Estado de derecho y la ciudadanía inclusiva (lo que implica luchar por la igualdad de derechos, de
oportunidades y de trato). Sólo desde este tipo de enfoques entendemos que puede garantizarse
una práctica profesional que elimine el racismo institucional que actualmente está presente en no
pocas actuaciones llevadas a cabo desde los servicios, programas y políticas sociales públicas.
Frente a los modelos implícitos mencionados, parece pertinente proponer la necesidad de una
intervención social con migrantes que elimine el racismo institucional y cuyo eje central de
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actuación persiga el empoderamiento y la defensa activa (Aguilar, 2011a, 2011b y 2013). En este
modelo que proponemos utilizamos las estrategias propias del empoderamiento para reducir,
eliminar, combatir o invertir las valoraciones negativas que desde el conjunto de la sociedad en
general, y desde el poder y sus grupos en particular, se hacen de los/as inmigrantes. El empleo y
fortalecimiento de redes de apoyo mutuo, la utilización de la capacitación como transferencia de
saberes, habilidades y tecnologías, capacidad para tomar decisiones y organizarse, de interpretar,
proyectar y actuar colectivamente, etc. son algunos ejemplos de estas estrategias, donde no se
niega el conflicto sino que se trabaja con él y desde él cuando es preciso. Por ello, el
empoderamiento exige un compromiso para mantener servicios socioeducativos y programas de
intervención social efectivamente igualitarios y para enfrentarse a valoraciones negativas
fuertemente arraigadas, incluso en la cultura técnico-profesional e institucional.
Se trata, en definitiva, de implementar procesos de diálogo, comprensión y mejora, utilizando
conceptos, técnicas y estrategias propias del trabajo social emancipatorio y radical para fomentar
la mejora y la autodeterminación de los participantes. Es decir, para el desarrollo de habilidades
que permitan a las personas, organizaciones y comunidades mejorar por sí mismos sus
actuaciones, y favorecer el cambio social necesario para que las situaciones resulten más justas y
equitativas.
En esta perspectiva, el profesional de la intervención social (sea profesional o voluntario) tiene un
papel muy diferente y diverso: frente al clásico papel de experto gestor y organizador, en este
enfoque puede ser un facilitador, un colaborador, un defensor, un mediador o un formador,
dependiendo de las dinámicas generadas por el proceso de intervención. Nuestra acción se
convierte así en un instrumento pedagógico y político de fortalecimiento emancipatorio de
organizaciones, personas y grupos. El concepto de autodeterminación es un fundamento básico
de este modelo, que se define como un conjunto de habilidades interrelacionadas, tales como:
habilidad para identificar y expresar necesidades; establecer objetivos o expectativas y trazar un
plan de acción para alcanzarlas; identificar recursos; hacer elecciones racionales entre cursos de
acción alternativos; desarrollar actitudes apropiadas para conseguir los objetivos; evaluar
resultados, etc.
La intervención social con inmigrantes encaminada a la autodeterminación si es llevada a cabo en
contextos multiculturales necesita, previamente, un proceso de capacitación intercultural, para
evitar que la acción social se trasforme, aunque sea de forma involuntaria, en un dispositivo de
reproducción de las desigualdades sociales.
14
Seguidamente proponemos un modelo de desarrollo de competencias interculturales, dirigido a
los profesionales del área social, basado en las aportaciones de Aneas (2003), Sclavi (2003) y Chen
y Starosta (1996). Entendemos las competencias interculturales como un conjunto de
conocimientos, actitudes y destrezas que nos permiten trabajar en contextos multiculturales de
forma eficaz. Las competencias interculturales contribuyen a la convivencia intercultural, implican
un proceso de transformación personal y social. No se trata solamente de comportarse de forma
pertinente y adaptarse a los diferentes contextos, sino de cambiar las relaciones para contribuir a
transformar la sociedad.
Siguiendo la propuesta de Milton Bennett (1986), podemos diferenciar entre dos dimensiones de
competencias interculturales: Mindset y Skillset. La primera hace referencia a una manera de mirar
al mundo, incluye los aspectos cognitivos, emocionales y actitudinales que son transversales a
todas las competencias específicas y que conforman lo que podríamos denominar la mente
intercultural: tolerancia a la ambigüedad, apertura y curiosidad hacia la diversidad, flexibilidad
mental, creatividad, entre otras. La segunda hace referencia a todos los aspectos
comportamentales y a las capacidades específicas y las estrategias que se necesitan para trabajar
eficazmente con personas y grupos con diferentes referentes culturales. Según nuestro modelo,
estas competencias específicas de los profesionales que trabajan en contextos multiculturales son:
la concientización intercultural; la comprensión de otros marcos culturales de referencia; la
sensibilización intercultural; la asertividad intercultural y la gestión creativa de los conflictos.
5.1 Concientización intercultural
Por la obligada limitación de este texto, nos centraremos particularmente en la concientización
puesto que se trata de la competencia fundamental para superar nuestros modelos implícitos
discriminatorios. Paulo Freire formuló el concepto de concientización para describir el proceso de
transformación personal y social que protagonizan las personas oprimidas cuando toman
conciencia de la lógica de opresión que sustenta las relaciones de poder en las cuales estaban
implicadas. El aspecto interesante del concepto de concientización es que no hace referencia
solamente al contexto de dominación, sino también a los modelos de opresión que estructuran la
mente de las personas oprimidas. Podemos aplicar este concepto a las relaciones entre personas
en contextos multiculturales y hablar de concientización intercultural como la toma de conciencia
de nuestros presupuestos implícitos, de las creencias, valores implícitos que, a menudo de forma
automática, influyen en nuestras interpretaciones del mundo y en nuestros comportamientos.
Como ya hemos advertido, estos modelos implícitos a menudo son las barreras invisibles que nos
15
impiden comprender a otros marcos de referencia, comunicarnos eficazmente, gestionar
conflictos y reproducen estereotipos, prejuicios y relaciones desiguales.
La concientización intercultural es la competencia que Cohen Emerique (1999) denomina
decentración, la capacidad de ser conscientes de nuestro marco de referencia y salir de él. La
conciencia del propio horizonte cultural en general, y de los modelos implícitos que guían nuestra
intervención social en particular, es el primer paso para el desarrollo de las competencias
interculturales puesto que
“es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más
limitadas, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos” (Maalouf, 1998: 7).
Nuestra percepción de la realidad depende de nuestro marco de referencia, de los mapas que
utilizamos para interpretar el mundo. En nuestra práctica profesional la resolución de un
problema dependerá del mapa que estamos utilizando (a menudo inconsciente) para interpretarlo
y definirlo: la forma de definir un problema determina la forma de resolverlo. A menudo no
podemos resolver un problema, no por sus características, sino por cómo lo estamos
encuadrando. Se trata de un fenómeno muy común cuando trabajamos con personas que no
comparten nuestros mismos marcos referenciales.
Conocer la propia cultura significa ser conscientes del propio marco de referencia, de las
metáforas que conforman nuestra visión del mundo, de los mapas que guían nuestra manera de
mirar al mundo, a nosotros mismos y a los demás, en síntesis, se trata de descolonizar nuestro
imaginario y de desnaturalizar nuestra perspectiva.
“Todos perciben el mundo desde la perspectiva de las ventanas de su propia casa cultural; y
todos prefieren actuar como si las personas de otros países tuvieran algo especial (un carácter
nacional), pero es la casa propia lo real, lo normal. Desafortunadamente, no hay ninguna
posición normal en los asuntos culturales. Ése es un mensaje incómodo, tan incómodo como
fue la aseveración de Galileo Galilei en el siglo XVII, cuando dijo que la Tierra no era el
centro del universo” (Hofstede, 1991).
Nuestra propuesta es sencilla: debemos comenzar desviando la mirada de los condicionantes
políticos, de nuestras propias instituciones, de las racionalidades y maneras en las que pensamos y
activamos la inmigración “problematizando” su presencia, dando lugar a la creación de las
diferencias y desigualdades, y legitimando los lugares que les hacemos ocupar en el mundo y en
nuestras sociedades (tan auto-satisfechas como inhumanas).
16
La concientización intercultural nos permite tomar conciencia de la contradicción existente entre
conceptos básicos como integración, interculturalidad, diferencia etc. y nuestros modelos de
intervención. Detrás de nuestro modelo de integración hay a menudo estilos de intervención
asimilacionistas; detrás de cierto interculturalismo se esconden prácticas culturalistas y
etnocéntricas y si tomamos en consideración el concepto de diferencia, nos damos cuenta de que
la intervención social a menudo se construye a partir de la desigualdad (Guillaumin, 2003)
respecto a lo que consideramos normal. La diferencia es construida como un marcador de
inferioridad respecto al orden simbólico dominante. Es más probable que se hable de diferencia
cuando se habla de las mujeres, las personas con discapacidad, las personas homosexuales, etc.

La participación social, además del compartir derechos y deberes (aspecto estructural),
abarcaría también aspectos culturales, identitarios y sociales. Para comprobar y medir la
integración de los inmigrantes haría falta atender a logros sintomáticos en cada una de
estas áreas.

El grado de participación social de unos sujetos o colectivos se refleja en la capacidad
que ellos tienen para negociar sus intereses al relacionarse con otros. El grado de
integración de los inmigrantes aparecería examinando cómo puntúan en las variables de
que depende su “poder de negociación”, cuando intentan perseguir los intereses que más
estratégicamente les atañen.
5.2 Gestión creativa de los conflictos
Sin duda, uno de los riesgos presentes en cualquier proceso que pretenda ser participativo e
incorporar en la toma de decisiones a sujetos con horizontes culturales diversos, es la aparición
de conflictos. Pero el conflicto, en sí mismo, no tiene por qué ser negativo o positivo, será la
forma de gestionarlo lo que podrá convertirlo en una amenaza o en una oportunidad. No
promover procesos participativos por miedo a que surjan conflictos es una visión tan miope
como ineficaz: cualquier diversidad humana (y no hay ningún ser humano exactamente igual a
otro) es fuente potencial de conflictos, por lo que es ilusorio pretender evitarlos impidiendo la
participación efectiva de los sujetos en los procesos decisionales que les afectan. Ahora bien,
cualquier profesional del ámbito social debe tener capacidades operativas que permitan impulsar
procesos participativos en la toma de decisiones, sobre todo en aquellas situaciones y contextos
donde el conflicto pueda estar presente. Dicho en otras palabras: es la participación real (y no su
ausencia) la que permitirá y facilitará la construcción de procesos de convivencialidad inclusiva en
17
contextos de diversidad cultural. Pero hay que saber cómo hacerlo, no basta sólo la buena
voluntad, ni todas las estrategias metodológicas son apropiadas, algunas incluso, pueden ser
contraproducentes y peligrosas. Por ello, finalizamos este artículo con una segunda propuesta
metodológica para la práctica: la gestión creativa de los conflictos.
La mayoría de las estrategias que solemos utilizar para gestionar los conflictos y tomar decisiones
en contextos multiculturales suelen basarse en un enfoque normativo o argumentativo. Estas
formas clásicas de enfrentarse a los conflictos son, en general de gran utilidad, y cada uno de
nosotros las suele utilizar diariamente, en la resolución de los conflictos que se generan en
nuestras familias, con nuestras amistades, en el trabajo, en la sociedad. Sin embargo, desde
nuestro punto de vista, en contextos multiculturales estos enfoques no suelen ser los más
eficaces, principalmente por dos motivos: el primero tiene que ver con la ya citada asimetría del
poder, el segundo es que a menudo no se comparten los mismos marcos de referencia:
“En la argumentación se trata de desmontar la otra posición y demostrar la superioridad de la
nuestra, la lógica es la de ‘yo tengo razón y tú te estás equivocando’, a menudo no solamente
nos limitamos a probar las inconsistencias lógicas de la otra posición, sino que desacreditamos
a la otra persona, subrayamos los puntos débiles de la otra persona y minamos su credibilidad.
Al contrario, la exploración suspende la negación y coloca las opciones existentes en espera
mientras otras posibilidades son ideadas. Las posiciones iniciales se ponen entres paréntesis y
se empieza a ampliar el marco del problema para que surjan nuevas alternativas” (Augsburger,
1992: 60).
Hay que tener en cuenta, además, que el uso de determinadas estrategias y estilos de gestión del
conflicto, como el argumentativo, no suele tener el mismo valor en todos los horizontes
culturales. Por ejemplo, existen diferentes estrategias de persuasión en los procesos de
negociación cuya eficacia y pertinencia dependerá del contexto cultural. Pensemos en dos
modalidades diferentes como, por ejemplo, un estilo argumentativo en el cuál el objetivo es
convencer a través la “lógica objetiva”, las estadísticas, las opiniones de las personas expertas; y
otro estilo más rico de metáforas y analogías en el cual cuentan más que los argumentos, los
precedentes históricos, las tradiciones, etc. La habilidad más importante no es la argumentación,
ni la retórica, sino la capacidad de encuadrar un problema en una historia, encontrar la analogía
más adecuada.
Teniendo en cuenta que en un contexto multicultural podemos encontrarnos frente a personas
que no comparten el mismo estilo de negociación, lo más oportuno es asumir una actitud
18
exploratoria, centrada en la construcción de un espacio de sentido compartido, a partir de los
intereses y las necesidades comunes.
Pero para generar respuestas eficaces en contextos multiculturales complejos es necesario superar
lo que Sclavi y Susskind definen como barreras perceptivas (2011: 269): el miedo a los cambios, el
miedo al fracaso, las dudas respecto a un proceso considerado a priori largo, costoso y lento; una
concepción patriarcal de la autoridad. El Método de Construcción del Consenso (MCC) tiene en
común con otros enfoques participativos una visión diferente del poder, de la autoridad y del
conocimiento. Esto significa aceptar el riesgo y la incertidumbre como ingredientes necesarios
para el desarrollo de soluciones creativas.
Otro problema es que muchas personas consideran que no tienen las competencias necesarias
para participar en un proceso de construcción del consenso. En realidad la esencia del MCC es
bastante sencilla, se basa en la explicitación de los propios intereses y en la disposición a escuchar
y comprender las posiciones de las otras personas.
El método de la construcción del consenso hace importantes aportaciones a los procesos de
planificación intercultural entre las cuáles podríamos destacar las siguientes:
-
Se preocupa no solamente del derecho a la palabra, sino también del derecho a ser
escuchados/as y comprendidos/as. Este cambio de enfoque es importante porque, como
hemos subrayado, los contextos multiculturales suelen caracterizarse por cierta asimetría
del poder de negociación y por el hecho que puede que no se compartan los mismos
marcos culturales de referencia.
-
Hace hincapié en la importancia del empoderamiento y legitimación de las partes a través
de un proceso de trasformación de las relaciones entre personas y grupos.
-
Evidencia la importancia de la creación de “espacios de creatividad”: Para que se generen
soluciones alternativas y creativas es necesario crear un contexto apropiado que facilite la
multiplicación de las opciones y las iniciativas.
La construcción de una solución a un problema o una propuesta compartida es el fruto de un
proceso cooperativo en el cuál las diferencias se trasforman en valor añadido. Cada participante
explicita las propias posiciones y los propios intereses como contribución a una futura solución y
no en contraposición con las posiciones de los demás.
19
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