Comentario 3

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COMENTARIO DE TEXTO Nº 3
Bowles, Samuel (2009): “Cuando los incentivos se vuelven contraproducentes”,
Harvard Business Review, Marzo de 2009.
Lee el artículo de Sam Bowles (a continuación) y contesta razonadamente a las
siguientes preguntas.
(1) ¿Por qué, de acuerdo con el autor, los incentivos monetarios pueden acabar teniendo
un efecto contrario al que originalmente perseguían obtener?
(2) [Pregunta muy fácil] Señala dos ejemplos en los cuáles los incentivos materiales (ya
sean multas o incentivos positivos) sí tengan el efecto deseado (obviamente, que no
sean ejemplos tomados del artículo).
(3) [Pregunta difícil] Trata de encontrar un caso de incentivos materiales que, en la línea
que señala Bowles, puedan ser contraproducentes, razonando tu argumentación
(obviamente, que no sean ejemplos tomados del artículo). Es muy posible que no se te
ocurra ninguno o, aunque lo sospeches, no sepas si de verdad son contraproducentes o
no lo son, pero trata de buscar algún ejemplo que conozcas donde sospeches que puedan
funcionar así (por ejemplo, argumentando cómo reaccionarías tú ante el incentivo; por
ejemplo: si a mí me dieran dinero por ir a donar sangre, no iría porque es algo que no
hago por dinero, sino por altruismo y, en el momento que me pagan por ello, esa
motivación disminuye).
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Cuando los incentivos económicos se vuelven contraproducentes
Samuel Bowles (samuel.bowles@gmail.com) es el director del Programa de Ciencias del
Comportamiento del Instituto de Santa Fe y profesor de economía de la Universidad de Siena. Es autor de
Micreconomics, Behavior, Institutions, and Evolution (Princeton University Press, 2004).
Artículo publicado originalmente en inglés en el número de Marzo de 2009 del Harvard Business Review.
Si
prefieres
leer
la
versión
original
en
inglés
puedes
encontrarla
aquí:
http://tuvalu.santafe.edu/~bowles/Forethought.pdf
Tanto las empresas como las organizaciones sociales utilizan multas y
recompensas para tratar de canalizar el egoísmo de las personas hacia la consecución el
bien común. De esta forma, la amenaza de una multa de tráfico provoca que los
conductores respeten la fila de automóviles en un semáforo o el establecimiento de
incentivos económicos ligados a los beneficios empresariales permite incrementar la
productividad de los trabajadores en la empresa. Pero los incentivos pueden también
tener un efecto contrario al que persiguen, desalentando precisamente aquellos
comportamientos de los individuos que en principio pretenden promover.
Hace alrededor de medio siglo, Richard Titmuss, uno de los principales pioneros
en el estudio de las políticas sociales y el Estado de Bienestar, defendía que pagar a la
gente por realizar donaciones de sangre traería como resultado menores reservas de
sangre disponibles. Los economistas se mostraron escépticos, pero sin citar evidencia
empírica alguna para sostener su desacuerdo. Sin embargo, desde entonces, nuevos
datos y modelos han cambiado radicalmente la forma de pensar de los economistas
acerca del funcionamiento de los incentivos, mostrando que las afirmaciones de Richard
Titmuss eran ciertas.
Los estudios de Economía Experimental evidencian que remunerar las
donaciones de sangre de las mujeres reduce en casi la mitad la cantidad de féminas
dispuestas a donar. Considérese otro ejemplo. Seis guarderías en Haifa (Israel)
establecieron pequeñas multas económicas para aquellos padres que llegasen con retraso
a recoger a sus hijos. La consecuencia fue que el número de progenitores que acudían
tarde se duplicó. La multa parecía haber reducido la obligación ética y cívica de los
padres a ser puntuales para evitar molestias innecesarias a los profesores y cuidadores y,
al mismo tiempo, lograr que los padres comenzarán a considerar el llegar con retraso
como un bien de consumo cuyo precio venía dado por el pago de la multa.
Son docenas los experimentos que documentan como establecer incentivos
económicos que recompensen el comportamiento egoísta pueden tener el efecto
contrario al que se perseguía, minando lo que Adam Smith denominaba “sentimientos
morales”. Aunque este tipo de evidencia ofrecida por la psicología parece haber
permanecido ajena a los economistas teóricos, no será una sorpresa para cualquier
persona de a pie: cuando compramos, vendemos, producimos o ahorramos no sólo
tratamos de acceder a un bien o un servicio u obtener beneficios económicos, sino que
también tratamos de ser o mostrarnos como un tipo determinado de persona. Los
individuos desean recibir la consideración y estima de otras personas y ser vistas como
personas íntegras y éticas. No desean, por el contrario, ser percibidas como personas sin
escrúpulos o aprovechadas. Remunerar las donaciones de sangre puede ser
contraproducente, ya que se asume que los individuos están más interesados en obtener
un beneficio económico que en llevar a cabo una acción desinteresada. Del mismo
modo, la receta del libro de texto de Teoría Económica consistente en, simultáneamente,
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supervisar estrechamente a los trabajadores y establecer incentivos económicos puede
bien ser una prescripción adecuada para acabar teniendo trabajadores vagos.
Más importante aún, los incentivos afectan lo que nuestras acciones señalizan, si
estamos comportándonos de forma interesada o ética, si somos manipulables o
manipuladores y pueden indicar –a veces, incorrectamente- cuáles son nuestras
motivaciones. Las multas o las reprimendas públicas que apelan a nuestros sentimientos
morales señalizando comportamientos que son considerados como socialmente
indeseables (como tirar desperdicios en la calle) pueden ser altamente efectivos. Sin
embargo, los incentivos representan un camino equivocado cuando minan nuestra ética
y civismo.
Esto no significa que sea imposible apelar al interés y las motivaciones éticas de
las personas al mismo tiempo, sino que esta estrategia, a menudo, fracasa. Lo ideal sería
que las políticas (sociales o de organización interna de las empresas) promovieran
objetivos bien valorados por la sociedad no sólo apelando al interés propio de los
individuos, sino también a su altruismo y su civismo. Este efecto sinérgico entre
incentivos individuales y bien común parecería haber sido el principal factor explicativo
de la drástica reducción en el uso de bolsas de plástico –que, como es sabido, son
altamente contaminantes- en Irlanda, país que en 2002 introdujo un pequeño impuesto
sobre las bolsas de plástico en los supermercados. Esta política, a la vez que castigaba
económicamente a los “contaminadores” (los usuarios de las bolsas), lanzaba al mismo
tiempo una consigna moral, de forma que el uso de las bolsas de plástico pasaba a ser
un comportamiento poco menos que antisocial. De este modo, el uso de bolsas de
plástico se incorporaba al ideario de anacronismos sociales, como el vestir abrigos de
pieles.
Entender las razones por las cuales los irlandeses respondieron positivamente al
establecimiento del impuesto, al contrario que los padres de los niños de Haifa, es
nuestro siguiente desafío. El diseño de incentivos que refuercen conductas ética y
socialmente deseables será uno de los desafíos más importantes de los economistas del
comportamiento en los próximos años. Mientras tanto, sería conveniente que tanto los
responsables de política social como los encargados de regir las organizaciones
empresariales sometieran a escrutinio sus sistemas de incentivos, a fin de determinar si,
inconscientemente, no se encontrarán fomentando los comportamientos que,
originalmente, querían evitar.
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