Los Científicos y Dios

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Los científicos y Dios
Antonio Fernández-Rañada
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© Editorial Trotta, S.A., 2008, 2009
Ferraz, 55. 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 61
Fax: 91 543 14 88
E-mail: editorial@trotta.es
http://www.trotta.es
© Antonio Fernández-Rañada, 2008
ISBN (edición digital pdf ): 978-84-9879-095-5
A la memoria de mi padre, Antonio Fernández-Rañada,
a quien le hubiera gustado leer este libro.
Y a la de mi madre, María Josefa Menéndez de Luarca,
que pudo leer la primera edición antes de dejarnos.
«Hemos visto el más alto círculo de la espiral de los poderes. Lo hemos
llamado Dios. Podríamos haberle dado cualquier otro nombre: Abismo,
Misterio, Oscuridad absoluta, Luz absoluta, Materia, Espíritu, Última
esperanza, Última desesperanza, Silencio.»
Niko Kazantzakis (1885-1957), escritor
«Sospecho que el universo no sólo es más misterioso de lo que suponemos, sino incluso más de lo que podemos suponer.»
John B. S. Haldane (1892-1964), biólogo
«Seguimos estando prisioneros en la caverna.»
James Jeans (1877-1946), astrónomo y físico,
refiriéndose a la ciencia moderna y al mito de Platón
«Si hubiera tantos ríos Ganges como granos de arena tiene el Ganges, y
tantos ríos Ganges como granos de arena tienen esos nuevos ríos Ganges, el número de sus granos de arena sería menor que el de cosas no
conocidas por el Buda.»
Texto budista
«Al enfrentarnos cara a cara con tan profundos misterios, me parece que
es de sabios sentir un poco de humildad.»
Carl Sagan (1934-1996), físico y astrónomo,
hablando del origen del universo
«Vemos el mundo a través de un cristal oscuro.»
Wolfgang Pauli (1900-1958), físico
ÍNDICE
Agradecimientos.....................................................................................
Prólogo .................................................................................................
13
15
1.
MIRADA Y PREGUNTA .....................................................................
19
Los científicos miran al mundo y le preguntan ................................
Religión y religiosidad: estructura social y misterio.........................
Explicación materialista de las religiones ........................................
¿Por qué los científicos? ..................................................................
Diversidad de opiniones .................................................................
Inmortalidad y sentido....................................................................
Por qué este libro............................................................................
Algunas encuestas ...........................................................................
19
21
24
30
32
35
37
44
CIENCIA Y RELIGIÓN......................................................................
51
Modelos de Dios ............................................................................
Modelos de la creación del mundo .................................................
Filosofía griega, teología medieval y Revolución científica ..............
¿Conflicto, independencia, colaboración? .......................................
Un llamamiento de Carl Sagan........................................................
51
58
61
68
71
DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS.................................
75
Por qué no se puede probar ni refutar a Dios ..................................
¿Pruebas lógicas o afirmaciones vitales? ..........................................
El Dios tapaagujeros .......................................................................
75
80
83
EL AZAR Y LA NECESIDAD ..............................................................
87
Dos príncipes griegos, Demócrito y los átomos...............................
El triunfo de Parménides y de la necesidad .....................................
87
90
2.
3.
4.
9
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
5.
6.
7.
8.
El demonio de Laplace ...................................................................
Una ironía histórica ........................................................................
El redescubrimiento de Heráclito y del azar....................................
En el mundo de los átomos el azar es objetivo ................................
¿Podemos conocer lo real?..............................................................
El caos y las mariposas....................................................................
91
93
96
99
102
107
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES .........
111
El mundo como libro......................................................................
¿Especies fijas o cambiantes?...........................................................
Darwin y la evolución.....................................................................
Se dispara la polémica.....................................................................
La polémica del diseño inteligente ..................................................
111
115
118
121
126
LA CREACIÓN .................................................................................
131
El origen de la vida .........................................................................
¿Puede crearse a sí mismo el universo? Una propuesta de Stephen
Hawking.....................................................................................
Creatio ex nihilo .............................................................................
¿Y si el universo es eterno? .............................................................
El principio antrópico.....................................................................
Intrigantes coincidencias cósmicas ..................................................
¿Hay infinitos mundos? ..................................................................
133
137
144
145
146
149
151
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS .....................
155
Descartes y Pascal, las dos caras del hombre moderno.....................
La Ilustración..................................................................................
Priestley y Euler..............................................................................
El siglo XIX. Los descubridores de la electricidad: Oersted, Ampère,
Faraday y Maxwell .....................................................................
La evolución: Darwin y sus amigos .................................................
De nuevo el azar: la mecánica estadística ........................................
El siglo XX: Einstein y Planck..........................................................
Tres físicos cuánticos: Heisenberg, Schrödinger, Pauli .....................
La biología molecular y el nuevo cientificismo: Monod ..................
Weinberg y Salam: dos visiones opuestas desde la misma ciencia.....
Mott, Eccles y la consciencia...........................................................
Richard Feynman............................................................................
Charles H. Townes, descubridor del máser y del láser .....................
Stephen Jay Gould..........................................................................
157
163
168
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO .......................................
233
Ciencia y cientificismo ....................................................................
El hechizo de la sabiduría total .......................................................
233
240
10
172
182
189
191
200
206
210
213
220
222
226
ÍNDICE
¿Es posible explicarlo todo?: la pregunta de Leibniz .......................
El teorema de Gödel.......................................................................
¿Llegarán a pensar las máquinas?....................................................
Hay muchos mapas de la realidad ...................................................
Purificando el misterio....................................................................
A modo de resumen........................................................................
246
249
253
262
269
274
Noticia de autores..................................................................................
279
11
AGRADECIMIENTOS
Muchas personas me ayudaron, de distintas maneras, a escribir este libro.
En primer lugar, Agustín Udías, que me invitó a participar en una serie
de conferencias sobre «Ciencia y religión», lo que estimuló mi interés por
el tema, y Graciano García, sin cuya entusiasta propuesta no lo habría
hecho. Varios científicos me han enviado escritos suyos no publicados
o que no conocía o me han informado de otros: Cyril Domb, Alberto
Dou, C. W. Francis Everitt, Ilya Prigogine, Carl Sagan, Abdus Salam,
Carlos Sánchez del Río, Charles H. Townes y Steven Weinberg. Otras
personas han leído primeras versiones de algunos capítulos y me han
favorecido con sus comentarios y críticas que sirvieron para mejorar el
texto de varias maneras, en algún caso gracias también a trabajos suyos:
Gerardo Delgado, Jorge Fernández Bustillo, Miguel Ferrero, Graciano
García, Manuel García Doncel, Miguel de Guzmán, David Jou, Pedro
Laín Entralgo, Miguel Lorente, Manuel Maceiras, José Luis SánchezGómez, Emilio Santos, Mario Soler, Manuel Tello, Alfredo Tiemblo,
Manuel Úbeda, Agustín Udías y José Luis Vicent.
Y mi familia: Mary, Antonio, Isabel e Inés. Mi mujer, leyendo y
criticando el libro y sugiriendo correcciones y mejoras. Mis hijos, mecanografiando el texto en el ordenador. Los cuatro, con su importante
apoyo durante la pesada tarea de escribirlo.
Mi agradecimiento a todos ellos.
13
PRÓLOGO
En cierto modo, he escrito este libro por casualidad. En 1992, mi amigo
Agustín Udías, catedrático de Geofísica de la Universidad Complutense
de Madrid, me invitó a participar en un ciclo de conferencias sobre ciencia y religión. Como el interés que siempre había sentido por tal asunto
no bastaba para salir airoso del lance, tuve que leer, buscar opiniones y
reflexionar, lo mismo que hago con cualquier cuestión de física de las
que me suelo ocupar profesionalmente. Pocos meses después, mi también
amigo Graciano García, director de la Fundación Príncipe de Asturias,
conoció el texto de mi conferencia y me propuso que lo ampliase hasta
transformarlo en este libro. Sin la conjunción de esos dos sucesos casi
fortuitos, no lo habría escrito.
Lo hice durante 1993, tras superar fuertes vacilaciones con el argumento de que bien podrían servir estas páginas a muchas personas
que se preguntan sobre el mundo, la ciencia y la religión y no se sienten
satisfechas con los esquematismos al uso. Además, estas dos fuerzas son
las que más han influido en la conformación actual de las sociedades y
por eso, ante los graves problemas que debe afrontar hoy la humanidad,
es más necesario que nunca pensar sobre sus relaciones.
Es imposible que una sola persona abarque las muy diversas disciplinas que confluyen en un tema tan vasto, desde la biología, la física y
las demás ciencias, hasta la teología, pasando por la filosofía, la historia
o la psicología. Por eso escribo desde el rechazo de las certidumbres
absolutas y de las seguridades académicas, pues bien se me alcanza que
no me avalan ni título ni autoridad especial. Mi oficio, la física, sólo
me asegura conocer por dentro una de las ciencias, pero este empeño
exige mucho más: nada menos que saber mirarlas desde fuera, englobándolas con los otros quehaceres humanos, y eso no es cosa fácil. Las
limitaciones de este trabajo son, además, patentes. Entre los científicos
tratados abundan más los físicos, simplemente porque yo lo soy y es ése
15
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
el terreno que mejor conozco, aunque también me ocupo del papel de
la biología, en especial de la evolución de las especies y del mecanicismo bioquímico de las últimas décadas, y hablo de geólogos y matemáticos. Alguien puede decir que se cita más a creyentes que a ateos y es
verdad, pero debo decir que eso no quita valor a los argumentos. Pues
para probar la tesis esencial del libro —la falsedad del estereotipo de
que los científicos se oponen necesaria y radicalmente a la experiencia
religiosa—, basta con aducir que muchos de primera fila creen en un
Dios lo suficiente como para elaborar un sistema personal de creencias,
fuertemente implicado en la visión del mundo que deriva de su ciencia.
No trato el psicoanálisis, pues, a pesar del enorme efecto que tuvo sobre
la imagen de la religión, he preferido ceñirme a las ciencias de la naturaleza. Por el lado positivo, el único valor de este libro es que presenta
la manera de ver las cosas de un científico desde su trabajo diario. Si
con él consiguiera animar una discusión que me parece necesaria, me
sentiría muy contento.
Desde 1994, año en que apareció la primera edición de este libro,
se observa un interés creciente por el problema de las relaciones entre
religión y ciencia. Se publican libros de investigación histórica, se fundan
revistas especializadas en el tema, se crean institutos para su estudio o se
celebran congresos. Varios tipos de razones lo explican. Los sorprendentes
descubrimientos de la astronomía reciente o de la bioquímica suscitan a
diario la reflexión sobre el origen del mundo o de cada persona, o plantean
cuestiones sobre el fundamento de la ética, terrenos comunes a los dos
ámbitos, de acuerdo o de discordia según los casos. Vemos también una
cierta apreciación de la religiosidad, bajo formas muy variadas, a menudo
fuera de la tutela de las iglesias. Muchas personas no se sienten a gusto
con las ideas sobre la religión y Dios que están establecidas en sectores
sociales diversos, demasiadas veces simplistas y esquemáticas.
Otras razones poderosas operan en el mundo intelectual o de la
cultura. Se refieren a la crisis, o reevaluación al menos, que, desde hace
décadas, está sufriendo la idea de la Modernidad, la manera de estar
en el mundo de los occidentales y de partes muy dinámicas de otras
culturas desde el siglo XVIII. Durante el siglo XIX y la primera mitad
del siglo XX, la Modernidad era cuestionada sólo por nostálgicos del
pasado deseosos de volver hacia atrás el reloj de la historia, pero son
muchos hoy quienes, en nombre del futuro, propugnan abandonar lo
que juzgan como una excesiva confianza en la razón y en la objetividad.
Desde esa convicción, proponen pasar página histórica para entrar con
decisión en una nueva época, equipados con un nuevo tipo de pertrechos culturales.
La cosa empezó con la honda impresión causada por la fría eficacia
de las nuevas armas basadas en la ciencia y la tecnología durante la pri16
PRÓLOGO
mera guerra mundial, para acentuarse luego en la segunda con los horrores del Holocausto, Hiroshima y Nagasaki. El siglo XX se ha cerrado
con un mundo fragmentado, en el que los ideales y las esperanzas de los
pensadores ilustrados se pisotean cada día con mayor intensidad. Y así,
la humanidad vive hoy una enorme paradoja: existen soluciones técnicas para resolver o reducir muchos de sus graves problemas —hambre,
enfermedades, contaminación, miseria— pero no se aplican por falta de
voluntad ética o política, al no convenir a los intereses de algunos. Esos
problemas, más el cambio climático, los fundamentalismos, el terrorismo, las guerras de nuevo tipo o las armas de destrucción masiva, plantean la posibilidad de que la supervivencia de nuestra civilización más
allá de este siglo sin sufrir graves catástrofes pueda no estar asegurada.
Basta pensar que, dentro de veinte o treinta años, el número de países
con armas nucleares, bacteriológicas o químicas habrá aumentado de
modo notable. El riesgo de que algún conflicto local cambie inesperadamente de escala hasta hacerse global en cualquier momento a mediados
de siglo no es despreciable pues, como señala el cosmólogo británico
Martin Rees en un libro reciente, los avances tecnológicos pueden estar haciendo a nuestra sociedad planetaria más vulnerable, no menos.
La exaltación del reduccionismo científico como única forma válida de
pensamiento, unida a la uniformidad cultural que se está imponiendo,
genera una sensación de antagonismo entre ciencia y vida. Se sigue una
esquizofrenia: en radical antinomia con la intensa percepción intuitiva
de nuestro libre albedrío, el mundo llega a ser visto como un autómata
frío e inerte en el que muchos se sienten extraños.
Como resultado, la cultura sufre hoy una honda fractura entre quienes ven el remedio en rebajar el papel de la razón, buscando incluso
otra cosa que la sustituya (o sea, los posmodernos), y quienes pretenden
revivir con exactitud la pureza de los primeros ideales ilustrados, sin parar mientes en que dos siglos nunca pasan en vano (o sea, los hipermodernos). De modo expresivo, el historiador Gerald Holton los califica
como nuevos dionisíacos y nuevos apolíneos.
El debate es ineludible y también arriesgado porque, quiérase o no,
su resultado va a condicionar el destino de algunas conquistas culturales
que debemos considerar irrenunciables. Hablo de los derechos humanos, especialmente la libertad de expresión o de pensamiento y hasta la
seguridad social, o incluso el valor de la democracia.
Este libro está escrito desde la convicción de que esas dos posturas
extremas conducen a callejones históricos sin salida y que necesitamos
por eso encontrar un tercer camino basado en un equilibrio entre dos
necesidades acuciantes: mantener a la razón como un elemento imprescindible para analizar el mundo y para resolver sus graves problemas,
por un lado, y no olvidarse nunca del sujeto en aras de la objetividad,
17
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
por el otro. Entre los muchos testimonios que avalan lo perentorio de
esa búsqueda, elijo aquí tres, provenientes de ámbitos diversos. Uno:
la llamada de atención del novelista Milan Kundera, en su ensayo La
desprestigiada herencia de Cervantes, sobre cómo «esta época de degradación y progreso» conduce a lo que llama «paradoja terminal» de la
historia: la Edad Moderna destruyó los valores de la Edad Media pero,
tras el triunfo final de la razón, lo irracional en estado puro se apodera
del mundo sin que ningún sistema de valores pueda oponerse a ello.
Dos: el libro La nueva alianza de los científicos Ilya Prigogine e Isabelle
Stengers con su propuesta de buscar desde la ciencia el reencantamiento del mundo, gracias a una nueva alianza entre los seres humanos y
la naturaleza, para sustituir con ella a la antigua, rota por una interpretación esquemática e injustificada de la ciencia. Tres: la opinión del
filósofo Eugenio Trías de que, en contra de lo que muchos suponen, la
Modernidad, a pesar de la propuesta de la muerte de Dios, no es época
de destrucción de lo sagrado sino más bien sólo tiempo de su ocultación
e inhibición.
Para encontrar ese tercer camino, es apremiante revisar a fondo
el papel de la ciencia en las sociedades de hoy y acercarla a las otras
formas de conocimiento, buscando un mejor respeto mutuo entre las
famosas dos culturas. El examen de las relaciones entre ciencia y religión es un buen método para lograrlo, precisamente por ser ése uno
de los terrenos en que la Modernidad simplificó excesivamente las cosas. Mejorar el entendimiento mutuo entre las dos, sin que ninguna de
ellas renuncie a lo esencial de su identidad, es probablemente necesario
para contrarrestar los fundamentalismos, contribuyendo a estabilizar el
mundo y haciéndolo más seguro. Puede que no sea fácil conseguirlo,
pero sin duda es necesario. Y hay que hacerlo aceptando la hipótesis de
que nadie tiene todas las claves para entender el mundo desde un solo
punto de vista, pues sólo así podremos colocarnos en la actitud más receptiva y fecunda: lanzar alrededor una mirada fresca sin postura previa
y hacernos luego preguntas sobre lo que vemos.
18
1
MIRADA Y PREGUNTA
Los científicos miran al mundo y le preguntan
La existencia de Dios es una cuestión inevitable para cualquier científico,
porque su trabajo consiste en desentrañar los mecanismos ocultos que
gobiernan el comportamiento de las cosas, desde las enormes galaxias a
los diminutos átomos, electrones y quarks o desde los grandes mamíferos
a las moléculas del código genético, en un intento indesmayable por explicar esa huidiza realidad que llamamos mundo. Antes o después, todos
se preguntan desde su física, su biología o cualquiera que sea su saber, si
hay algo tras las últimas ruedas de esa ingente máquina que parece regir
el universo; si alguien tira los dados que determinan las probabilidades
ubicuas que la física ha descubierto en el comportamiento íntimo de la
materia; si hay un designio que dé sentido a esa prodigiosa articulación
del azar y la necesidad que nos esforzamos en comprender desde que
fuera planteada por Demócrito hace ya veinticuatro siglos. Sin duda,
todos los científicos se preguntan alguna vez si existe Dios. Algunos
contestan que sí, otros que no, muchos que tal vez.
Conviene, antes de seguir, decir algo de la ciencia. Para algunos, no
es más que la base necesaria de la tecnología, un conjunto de métodos
y prácticas del que no podemos prescindir, pero que se refiere a cosas
materiales —motores, reacciones químicas, corrientes eléctricas— y no
dice nada sobre las preocupaciones profundas del hombre. Esa visión
estrecha y unidimensional es totalmente inadecuada, porque, si bien
es cierto que sin ciencia no puede haber tecnología, ése es tan sólo un
aspecto de una actividad muy rica, compleja y multidimensional.
Para lo que nos interesa en este libro, la ciencia conduce a visiones
del mundo, es decir, que permite ver. Pero ver no es tan fácil. No basta
con mirar. Ante un paisaje, por ejemplo, cada persona ve algo distinto,
unos se fijan en un color, otros en una forma, aquéllos barruntan la llu19
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
via o reparan en la arquitectura o en la disposición de las casas. Muchos
ni siquiera ven algo digno de mención. Los grandes científicos sí ven. Lo
consiguen porque miran al mundo y la sorpresa que sienten les incita a
preguntar. Así surgió la ciencia, de un interrogarse el hombre desde su
amanecer en este planeta. Nuestros antepasados miraron el esplendor
de los cielos, con el Sol, la Luna y las estrellas, y se preguntaron qué
son esas extrañas luces que brillan allí arriba y se mueven de forma tan
precisa. Las respuestas parciales que pudieron ir dando les sugirieron
otras preguntas, y estas otras más, en una cadena sin fin: ¿Por qué caen
las cosas? ¿Por qué se suceden las estaciones? ¿Por qué llueve y hace
viento? ¿Por qué nacen y mueren los animales y las plantas? ¿Cómo
debemos obrar?... Y aún no hemos contestado del todo a esa pregunta
de mil caras, viva y abierta todavía, purificada por el asombro de observaciones nuevas. La sorpresa continúa.
Eso es la ciencia: el resultado de mirar al mundo, sentir la sorpresa,
preguntarse y ver. El inglés de origen alemán William Herschel (17381822) fue uno de los más grandes astrónomos de la historia, a pesar de
haberse dedicado profesionalmente a la música hasta sus treinta y cinco
años. A los cuarenta y tres se hizo famoso por descubrir el planeta Urano. En una carta de 1781 a su amigo W. Watson explica cómo pudo él
descubrir Urano cuando otros astrónomos tenían dificultades para verlo:
Ver es un arte que hay que aprender. Pedir a alguien que vea con tal agudeza es casi lo mismo que si se me pidiera que le haga tocar una de las
fugas de Haendel en el órgano. Me he pasado muchas noches [junto al
telescopio] practicando cómo ver, y sería extraño que no hubiese adquirido
cierta destreza con tan constante práctica1.
Herschel podía ver en los cielos porque había paseado por ellos una
mirada inteligente, haciendo luego las preguntas adecuadas, nacidas del
asombro. A veces las cuestiones pertinentes pueden parecer raras, incluso absurdas. Einstein, por ejemplo, fascinado por la luz desde niño, se
hizo una extraña pregunta cuando acababa el bachillerato: ¿Qué pasaría
si, sosteniendo con mis manos un espejo en el que me miro, empiezo
a correr hasta llegar a la velocidad de la luz? ¿Seguiría viendo mi cara?
Su intento de responder le llevó a su teoría de la relatividad. Darwin
se preguntó, cuando empezaba a madurar sus ideas sobre la evolución,
por qué había en cada isla del archipiélago de Galápagos una especie
distinta de pinzones. Mendel, qué proporción de guisantes con semilla
lisa y con semilla rugosa se obtendría tras cruzar dos plantas distintas,
gracias a lo que pudo dar sus leyes de la herencia. Heisenberg elaboró
1. J. B. Sidgwick, William Herschel, Faber and Faber, London, 1953, p. 81.
20
MIRADA Y PREGUNTA
su principio de incertidumbre al preguntarse si es posible mirar a un
electrón sin perturbarlo.
Por eso los científicos somos, o deberíamos ser al menos, como los
niños que no paran de interrogar a sus padres, fascinados ante todo lo
que ven, como lo explica Newton al compararse con uno de ellos que
busca piedras bonitas en una playa y se siente feliz al encontrar una
nueva, distinta y brillante. Mientras nos preparamos para ejercer nuestro oficio, nos enseñan a seguir ese impulso infantil, interrogando a las
teorías ya establecidas o directamente a la naturaleza. Convencidos de
la tremenda eficacia del método científico, estructuramos nuestra visión
del mundo como la de un edificio que se cimenta en unas pocas nociones sillares, situadas en la cambiante frontera con lo desconocido, las
partículas elementales, el espacio-tiempo o el Big Bang para los físicos, la
doble hélice de la molécula de la herencia o la idea de evolución para los
biólogos y bioquímicos. Pero ¿dónde se apoyan, a su vez, estas nociones?
No es mala analogía para explicar nuestro trabajo la de un explorador
que, al recorrer montañas desconocidas tras las que aparecen siempre
otras más altas y lejanas, envueltas en una creciente niebla, no puede
dejar de preguntarse por lo que hay más allá. Pues las grandes leyes
que sigue la naturaleza son como picachos que asoman sobre nubes
brumosas en una incitación apremiante a buscar lo que hay detrás. ¿Una
cadena infinita de cumbres cada vez más esquivas y difíciles? ¿La cumbre de las cumbres? ¿Algo radicalmente distinto? Los científicos-exploradores coinciden en sentir ese reclamo y en hacerse esas preguntas.
Sus respuestas son diversas: algunos ven más allá a Dios, otros ven que
no hay nada, los hay que no ven nada y otros ven que no pueden ver
nada; pero pocos, si es que hay alguno, se resisten a mirar aunque sólo
sea por una vez.
Religión y religiosidad: estructura social y misterio
En este libro se consideran las diferentes actitudes de los científicos ante
la religión. Varias razones hacen difícil este empeño. Según Enrique Miret Magdalena, se han catalogado unas 150 maneras distintas de entender la palabra religión2. Sin duda es muy difícil definirla; mejor conviene
intentar describirla, si bien tampoco eso es cosa fácil.
Podemos empezar comparando las afirmaciones de la ciencia y la
religión. La primera consiste en conocimiento público. Ello significa
2. E. Miret Magdalena, ¿Dónde está Dios?, Espasa-Calpe, Madrid, 2006; J. A. Marina, Dictamen sobre Dios, Anagrama, Barcelona, 2001; Íd., Por qué soy cristiano, Anagrama, Barcelona, 2005.
21
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
que, una vez adquirido tras los correspondientes experimentos y análisis teóricos, pasa a ser admitido por toda la comunidad científica. El
período de aceptación puede ser más o menos largo, desde casi instantáneo hasta medirse en años o décadas, pero lo importante es que sus resultados llegan a ser admitidos tras la correspondiente crítica colectiva,
cuando científicos de todo el mundo repiten los experimentos y cálculos
probatorios obteniendo siempre los mismos resultados.
En cambio, las afirmaciones religiosas pertenecen al ámbito personal pues no están basadas en ningún tipo de experimentos reproducibles
que arrojen siempre los mismos resultados cuantitativos sino en creencias o en experiencias irreproducibles. Su aceptación por una persona
no implica que sean aceptadas necesariamente por otra a quien se las
explique; si ésta las admite, ello no será debido a una prueba únicamente racional sino que la confianza que tenga en aquélla jugará un papel
relevante en su convicción. No obstante, sí se puede hablar de conocimiento religioso si se tiene en cuenta este carácter privado de la transmisión de sus ideas, que también puede llevarse a cabo de modo público en ceremonias religiosas, artículos de prensa o programas de radio.
Otro obstáculo para el análisis de este libro es la confusión entre la
religión y su estructura social organizada, frecuente en el cristianismo y,
de distinta manera, en el islam. Por ello, y si bien el tema de este libro
será las actitudes personales de los científicos, conviene considerar brevemente esa estructura y diré algo sobre ella.
En toda religión con estructura social hay tres elementos distintos:
una visión del mundo, una guía de comportamiento y unos ritos. Los
dos primeros ofrecen una razón teórica que ayuda a interpretar lo que
se ve, y una razón práctica que indica cómo obrar, mientras que los ritos,
la adoración de alguien o de algo, sirven para mantener la visión y ser
capaces de seguir la guía. Así, el cristianismo ve el mundo como obra de
Dios (primer elemento), ofrece normas morales de actuación (segundo)
y sus fieles asisten a misas, ejercicios espirituales u oraciones en común
(tercero).
Otro aspecto importante de las religiones estructuradas es su fuerte
contenido social; sus adeptos forman un grupo claramente delimitado
cuya cohesión se mantiene gracias a las prácticas en asamblea. Nótese
que en esta definición se pueden incluir, no sólo las religiones clásicas,
sino también muchos grupos humanos muy variados. Los nacionalismos,
por ejemplo, son religiones en este sentido general, pues tienen una visión del mundo que, aunque primitiva y emocional, les sirve para fijar
unas normas de conducta que se refuerzan gracias a ritos de afirmación
de la identidad del grupo. Algunos partidos políticos, pensemos en los
antiguos comunistas, tienen tal estructura y reglas de comportamiento
que cumplen para sus miembros análoga función a las que suelen tener
22
MIRADA Y PREGUNTA
las religiones. Hay grupos económicos obsesionados por el poder o el
dinero que se fundan tanto como las religiones en parecidas tres bases.
Y hay también ateos militantes que sienten que una barrera, en la que
se adivinan claramente esos tres elementos, los separa de los que creen.
Desde esta perspectiva, todos los hombres, incluso quienes se proclaman irreligiosos o antirreligiosos, tienen una religión. Pero las que se
entienden como tal en la conversación ordinaria son las trascendentes
cuya visión del mundo está basada en la existencia de un Dios creador
del que normalmente se supone que sigue ocupándose de su obra.
Las grandes religiones suelen clasificarse en dos grupos3. Uno comprende a las llamadas místicas —el hinduismo y el budismo— originarias
de Asia, que acentúan sobre todo la experiencia del misterio. No tienen
una enseñanza completamente definida y codificada e ignoran el sentido
de la historia y del pecado. Su ideal es la disolución del yo individual
en el orden universal. En el otro están el judaísmo, el cristianismo y
el islam, nacidas en el Oriente Próximo y calificadas de monoteístas o
proféticas, que ponen su énfasis en la idea de un único Dios creador
de todas las cosas, que transmite su mensaje mediante una revelación
contenida en unos libros sagrados y que tiene una relación directa con
las personas.
Además de una estructura social, las religiones albergan un espacio
personal muy importante, basado en la comunicación de cada hombre
y cada mujer con Dios.
Al hablar de religión, es necesario considerar un concepto asociado, el de religiosidad, muy importante en especial para entender lo que
piensan los científicos creyentes. Podemos definirla como la sensación
de percibir vagamente una otredad misteriosa e inalcanzable que afecta
a nuestra vida y nos produce reverencia, fascinación o sensación de la
propia pequeñez. El alemán Rudolf Otto la califica como lo numinoso
(del latín numen, divinidad); Freud, como sentimiento de lo oceánico; Einstein, como religiosidad cósmica; Planck, como lo Absoluto. Se
puede decir que en la religión organizada hay mucho de religiosidad
ahormada por la estructura social de una iglesia o por la alianza entre
la religión y el estado o constreñida por una burocracia curial. De hecho, no faltan dirigentes religiosos que parecen tener una visión seca
y esclerotizada de su fe, sin ninguna religiosidad. Y a la inversa, puede
haber religiosidad sin religión particular, como ocurre con muchas personas que se sienten religiosas pero no están a gusto en las iglesias que
tiene cerca y van «por libre», como se suele decir, por su disgusto ante
la visión demasiado tradicional y antropomórfica de la idea de Dios o
3. T. Ling, Las grandes religiones de Oriente y Occidente, Istmo, Madrid, 1972; A.
Samuel, Las religiones en nuestro tiempo, Verbo Divino, Estella, 1989.
23
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
por la insistencia en dogmas rígidos e infalibles. De hecho, rechazar las
religiones organizadas no significa necesariamente irreligión; incluso a
veces es lo contrario. Probablemente, el avance de la religiosidad frente
a la religión en este tiempo sea debido al desarrollo del pensamiento
crítico por parte de los seglares.
En vista de la disparidad de concepciones de la deidad, parece difícil que todas ellas puedan ser aceptables a la vez. Sin embargo, hay
algo muy importante que las une a todas: la percepción del misterio.
Para muchos ateos eso no tiene sentido, pues creen que la ciencia ha
contestado ya, o contestará en breve, a todas las interrogantes esenciales
del hombre, por lo que en el futuro no quedará nada misterioso. Pero
los creyentes están convencidos de que hay algo tras la apariencia del
mundo que supera las capacidades humanas y las seguirá superando
siempre. Las diversas religiones son respuestas distintas al mismo reto
que presenta la sensación de ese misterio. Y la actividad más genuinamente religiosa es la apertura humana, la actitud receptiva a la intuición
del misterio del mundo.
Pues bien, este libro trata de las cosmovisiones de los científicos, es
decir, de cómo entienden el universo. Nos ocuparemos especialmente
de si dejan en ellas un lugar para la existencia de un Dios creador o de
alguna realidad no material o sensible, elemento básico de las religiones
trascendentes.
Explicación materialista de las religiones
Desde el lado de los que no creen en ellas, se han ensayado varias maneras
de explicar el surgimiento de las religiones sin salirse de una perspectiva
puramente humana ni recurrir a ninguna realidad trascendente, a partir
de la idea de la evolución de las especies. Los datos de la astronomía
indican que la Tierra se formó, junto con el sistema solar, a partir de una
nube de polvo y gas hace unos cuatro mil seiscientos millones de años.
Sobre el planeta se inició entonces un proceso de evolución biológica
por el que la materia ascendió afanosamente por la llamada pirámide de
la complejidad, desde moléculas simples e inanimadas a los animales superiores y, finalmente, hasta el hombre. Hace unos tres mil ochocientos
millones de años, o quizá algo antes, se originó la vida con la aparición
de células primitivas de organización muy simple sin centro especial de
control, las llamadas procariotas. Al principio el proceso fue muy lento
y penoso. Aparecieron luego las más modernas células eucariotas que
tienen un núcleo que contiene el material genético y sirve de centro de
control, lo que les permite realizar más complejas y diversas funciones y
enfrentarse mejor a los difíciles retos que les opone su medio ambiente,
24
MIRADA Y PREGUNTA
acelerándose así el ritmo de la evolución. La actividad bioquímica de
los nuevos seres transformó la atmósfera haciéndola oxigenada hace
unos dos mil millones de años, lo que abrió el paso a formas vivas con
metabolismos cada vez más eficaces. Surgieron así criaturas de cuerpo
blando, del tipo de las medusas de hoy, de las que sabemos muy poco
porque no pudieron formar fósiles.
La máquina impasible de la evolución siguió trabajando hasta dar
un nuevo gran salto, cuando hace unos seiscientos millones de años, al
principio de la Era Cámbrica, se produjo una asombrosa explosión de
formas vivas, animales más grandes cuyas partes duras han llegado hasta
nuestros días en forma de fósiles que, aunque primitivos por el estándar
de hoy, representan un importante avance biológico, como los trilobites
con su visión binocular. La evolución acelera y se sube muy deprisa por
la pirámide de la complejidad; hace unos cien millones de años aparecen los mamíferos que poco después ven despejado su camino cuando,
hace sesenta y cinco millones de años, desaparecen los dinosaurios que
podrían haber llegado a dominar la Tierra bloqueando su marcha. El
casi último capítulo de la historia se da hace unos tres millones de años
cuando algunas criaturas simiescas deciden salir de los bosques y buscar
su vida en las llanuras, dando lugar poco después al hombre actual, tras
las etapas Homo erectus, Homo habilis y Homo sapiens, al fin.
El mecanismo que produce esa ascensión hacia formas más complejas y perfectas es la selección natural. Los animales o plantas superiores
transmiten a sus descendientes, mediante el mecanismo de la reproducción sexual, una mezcla de los caracteres de sus dos progenitores,
codificados en la molécula de ADN o ácido desoxirribonucleico. Por
eso los hijos se parecen a sus padres. Si la transmisión fuese perfecta,
no habría ninguna característica biológica nueva, todas estarían ya en
alguno de los antepasados. Pero el proceso tiene algunos fallos, unos
internos debidos al propio mecanismo de transmisión, otros externos
causados por el medio físico o químico, y por eso aparecen las llamadas
mutaciones, que son cambios pequeños en el material genético que se
transmite a la generación siguiente, en la que aparecen así nuevas propiedades. La mayoría de esos cambios son perjudiciales y hacen que el
nuevo ser tenga menos probabilidades de sobrevivir y, sobre todo, de
tener hijos y transmitir los nuevos caracteres a sus descendientes. Pero
en una pequeña proporción de los casos se trata de cambios beneficiosos, gracias a los que mejora la capacidad de sobrevivir en un medio
hostil —quizá el metabolismo permita aprovechar mejor un alimento
o se escape más fácilmente de los enemigos por una mayor sensibilidad
del olfato o una piel más gruesa ofrezca mejor protección contra el
frío—. El resultado es que el nuevo carácter se transmite en mayor
medida a los descendientes. De esta manera van apareciendo nuevas
25
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
formas vivas más complejas y se puede pasar desde los infusorios y las
amebas hasta el hombre.
Una opinión extendida quiere explicar el surgimiento de las religiones como una consecuencia del desarrollo psíquico de la especie
humana. Veamos cómo lo explica Erich Fromm4. En la evolución de
las especies, el hombre se separó de las líneas que llevaron a los monos
superiores, al chimpancé, al gorila y al orangután, como coronación
conjunta de dos tendencias que han marcado a los animales durante
el proceso: el papel decreciente de los instintos y el aumento del volumen del cerebro. Desde los animales inferiores, cuya conducta se decide exclusivamente por los instintos, hasta llegar al hombre, esa determinación disminuye de manera constante hasta su mínimo. Al mismo
tiempo, el cerebro crece en cantidad y complejidad, aumentando sobre
todo el número de conexiones entre sus neuronas. Esa combinación
de baja determinación instintiva y alto desarrollo cerebral es un hecho
nuevo con espectaculares consecuencias. Al haber perdido la capacidad
de actuar bajo las órdenes de los instintos y tener, al mismo tiempo,
imaginación y pensamiento superior, el repertorio de modos de acción
se hace muy variado, lo que da al nuevo ser una ventaja poderosa que
abre la puerta a una rapidísima evolución social. Pero también lo deja
desvalido y confuso ante las alternativas que constantemente se le presentan. Tiene que elegir, como dicen los franceses sufre l’embarras du
choix, por lo que necesita angustiosamente criterios guía en forma de
un mapa del mundo físico y social, para dirigir su comportamiento y
dar un sentido a su vida. Algunos creen que las religiones, incluso las
trascendentes, han surgido ante la necesidad psicológica de ese mapa
que permita la orientación, sin el cual no se ha encontrado ninguna
sociedad, y niegan que su origen se deba a ningún elemento externo al
hombre o a su entorno social.
Otra explicación que se da con cierta frecuencia es parecida. Desde
poco después de que Darwin propusiera su teoría de la evolución, se
argumentó en su contra que muchas de las características más nobles de
los seres humanos no podrían jamás haberse desarrollado de ese modo.
Por ejemplo, la abnegación o el espíritu de sacrificio parecen claramente cualidades desventajosas en la lucha por la vida. Tomando al pie de la
letra la teoría, parece que las personas generosas capaces de sacrificarse
por los demás habrían vivido menos por haber cedido a veces parte
de sus alimentos a los otros, o incluso por haber arriesgado su vida en
intentos por ayudarlos, lo que les habría llevado a tener menos hijos.
La bondad y cualquier preocupación no egoísta habrían desaparecido
4. E. Fromm, ¿Tener o ser?, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1978.
26
MIRADA Y PREGUNTA
hace tiempo del linaje humano, en contra de la evidencia de que hay
en el hombre un lado generoso y altruista que se manifiesta de muchas
maneras. Desde la evidencia de la evolución de las especies —sigue el
argumento— es inevitable admitir que hay elementos en la humanidad que sólo pueden explicarse desde fuera del mundo físico material.
Sin embargo, quienes intentan elucidar todo lo que hay en el hombre como producto de la evolución biológica no ven ningún obstáculo
para explicar los comportamientos altruistas y creen que las reflexiones
anteriores sirven para explicar el nacimiento de la religión desde bases
puramente materiales5. Para ello, encuentran sus razones en la idea de
que no sólo evolucionan los individuos, sino que también lo hacen las
sociedades. Si un individuo está encuadrado en un grupo que le protege
y ayuda tendrá más probabilidades de transmitir sus genes a sus descendientes o, al menos, de que se transmitan los de su grupo que, generalmente, son próximos a los suyos, iguales incluso en algunos casos.
Por tanto, la evolución prima el comportamiento altruista en el seno de
un grupo y las conductas que nos parecen nobles o incluso heroicas no
son, según este argumento, otra cosa que el resultado de instrucciones
inscritas en nuestra herencia genética, desarrolladas simplemente por su
eficacia para conseguir formas biológicas más complejas, más eficaces
porque suponen un mayor grado de integración de los grupos.
Según ese punto de vista, la religión sería un hecho biológico, nada
más que un mecanismo eficaz para conseguir una mayor cohesión social, de modo que cuando padecemos al saber del dolor de un niño, al
sentir solidaridad con los que sufren o cuando nos preocupamos por los
demás, no hacemos otra cosa que dejar resonar en nosotros un mensaje
generado hace millones de años para que un grupo de animales pudiese
prevalecer sobre sus enemigos. La virtud, la justicia, la generosidad no
serían más que trucos astutos de que se sirve la materia para buscar métodos más eficaces en su ascensión hacia mayores niveles de complejidad.
En los últimos años varios autores han publicado libros analizando
el origen de los códigos morales desde la perspectiva de la teoría evolutiva6. Uno de ellos es Michael Ruse, prolífico filósofo de la ciencia
que se dedica a la evolución en la Universidad de Florida7. Darwinista
5. Entre ellos destacan Monod y Wilson, considerados en los capítulos 7 y 8 de este
libro. Cf. J. Monod, El azar y la necesidad, Seix Barral, Barcelona, 1971, y E. O. Wilson,
Sobre la naturaleza humana, Fondo de Cultura Económica, México, 1980.
6. Cf. las recensiones de J. Aramberri, L. Castro y M. A. Toro, F. Peregrín y A.
Moya en la sección especial sobre «Ciencia y religión» en el número de Revista de Libros
(Madrid) de septiembre de 2007.
7. M. Ruse, ¿Puede un darwinista ser cristiano?: la relación entre ciencia y religión,
Siglo XXI, Madrid, 2007, ed. inglesa 2001; Íd., The Evolution-Creation Struggle, Harvard University Press, Cambridge, 2005; P. Comstock, «An Interview with Michael Ruse.
27
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
muy convencido, entre deísta y agnóstico si bien más lo primero que lo
segundo, afirma que la teoría de Darwin es compatible con el cristianismo en lo esencial e incluso puede servirle de apoyo. Sostiene que es
posible explicar el origen de los códigos morales suponiendo que Dios
ha elegido la evolución para crear las especies, la humana en particular.
El sentido ético se debe, según él, a la selección natural que estimula la
colaboración dentro de los grupos, como antes se dijo. De este modo,
tendríamos dos tendencias antagónicas que se enfrentan dentro de nosotros; una, de origen más antiguo, que nos hace ser egoístas, y otra,
evolutivamente más nueva, que nos incita a elaborar códigos morales y
a ser altruistas. El libre albedrío nos permite elegir.
En su libro más reciente The Evolution-Creation Struggle, Ruse
argumenta que el debate Darwin versus Creación no es un conflicto
entre ciencia y religión sino una batalla entre dos religiones, o sea una
querella de familia lo que daría cuenta de su dureza. Para aclararlo, distingue entre «evolución» y «evolucionismo». Lo primero es una teoría
que explica la unidad de la vida y cómo se producen los cambios de las
especies; lo segundo es una visión metafísica y naturalista del mundo
basada en la evolución y que incluye valores. Según Ruse, «los evolucionistas usan a veces su ciencia para hacer algo más que ciencia, al proponer una visión del mundo como las que asociamos con la religión». De
modo más preciso, el darwinismo se ha constituido de hecho como una
estructura enfrentada con el creacionismo para definir en qué consiste
la realidad y cómo se originaron el hombre y los códigos morales; por
eso, llega a funcionar como una religión (véanse más abajo las páginas
dedicadas a la evolución en el capítulo 7). Quizá por ello decía Julian
Huxley que su humanismo evolutivo era «una religión sin revelación».
Ruse confiesa comprender que «a muchos darwinianos no les agradará
esta idea, pero yo mantengo mi opinión».
En la búsqueda de una base genética de la religión, el geneticista
Dean Hamer, del Instituto del Cáncer de Estados Unidos, ha propuesto
la idea de un gen, conocido como VMAT2 y bautizado por ello como
el gen de Dios, que predispondría a sus portadores a sentir la presencia
divina o a ser espirituales8. Para precisar el concepto de espiritualidad,
recurre a tests sobre la noción de autotrascendencia, que sería la capacidad de las personas para considerarse como parte de una totalidad. No
está claro cuáles serían las ventajas evolutivas de ese gen, si bien Hamer
sugiere que la autotrascendencia hace más optimista a la gente, con lo
April 3rd, 2007»: California Literary Review [en línea] (consulta 11-03-2008), <http://
calitreview.com/2007/04/03/an-interview-with-michael-ruse>; J. H. Brooke, «A secular
religion»: Nature 437 (6 de octubre de 2005), pp. 815-816.
8. D. Hamer, El gen de Dios, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007.
28
MIRADA Y PREGUNTA
que estarían más sanos y tendrían más hijos. Se defiende de algunas
críticas admitiendo que la existencia de tal gen no sería incompatible
con la existencia de Dios pues «los creyentes pueden argumentar que
ese gen es un signo más del ingenio del creador, una forma inteligente
de ayudar a los humanos a percibir la presencia divina».
El conocido biólogo Richard Dawkins ha publicado un nuevo libro
insistiendo en su oposición radical a las religiones, de cualquier clase o
tipo que sean9. Dawkins tiene un enorme talento para la divulgación
científica, como se puso de manifiesto con su famoso libro El gen egoísta, que es magnífico como tal. Siguiendo la estela de El relojero ciego y
de algún otro, y tras una serie de diatribas y descalificaciones hacia las
religiones, especialmente la cristiana, y hacia los creyentes de todo tipo,
concluye con absoluta seguridad: «Es casi seguro que Dios no existe».
Pero si Dawkins es un gran experto en biología, no parece comprender
bien cómo han entendido la idea de Dios los innumerables pensadores
que se han ocupado con él a lo largo de la historia. Ha sido muy criticado por ello, por ejemplo diciéndole que su conocimiento de la religión
es como el que tendría de la biología alguien cuyos estudios biológicos se redujesen a haber leído el Libro de las aves británicas10. Acusa
a las religiones de ser causantes de todos los males, especialmente de
las guerras, sugiriendo que, si no hubiese religiones, el mundo sería un
remanso de paz perpetua. Evidentemente eso es una puerilidad pues ignora que la razón fundamental de las guerras es la agresividad humana,
cuya base biológica él debe conocer bien. Es cierto que las autoridades
religiosas no han estado siempre a la altura en esta cuestión, incluso han
estado muy mal en ocasiones, pero pensar que sin religiones no habría
guerra es un sinsentido. Los tres mayores crímenes del sigo XX han sido
debidos a Hitler, Stalin y Pol Pot, que no eran religiosos precisamente.
El conflicto del Oriente Medio no fue motivado por diferencias religiosas, sino por la disputa sobre a quién pertenece el territorio de Palestina. Una vez que se establece una confrontación bélica se exacerban los
hechos diferenciales y la religión es uno de ellos, siendo más fácil así
dirigir el odio hacia los otros e identificar a los del bando propio. Algo
parecido puede decirse de la contienda de Belfast y de muchas otras.
Dawkins ignora que ciencia y religión pueden cooperar. Científicos
como Einstein, Maxwell, Planck o Schrödinger, meditaron mucho so9. R. Dawkins, El espejismo de Dios, Espasa-Calpe, Madrid, 2007.
10. T. Eagleton, «Lunging, Flailing, Mispunching»: The London Review of Books 32
(19 de octubre de 2006) [en línea] (consulta 11-03-2008) <http://www.exacteditions.com/
exact/browse/9/4/1669/3/32>; J. Holt, «Beyond Belief», en The New York Times, 22 de
octubre de 2006 [en línea] (consulta 11-03-2008) <http://www.nytimes.com/2006/10/22/
books/review/Holt.t.html?_r=2&oref=slogin&ref=review&pagewanted=print&oref=s
login>.
29
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
bre la idea de Dios y eso les ayudó en su trabajo. Sin embargo, según
Dawkins, ellos y muchos otros serían seres irracionales e incluso simplemente tontos. No me parece que eso tenga mucho sentido.
El genetista norteamericano nacido en España Francisco J. Ayala
(1934), con cuyos libros han aprendido evolución muchos biólogos en
muchas universidades11, acaba de publicar uno nuevo12. Ayala, actualmente en la Universidad de California en Irvine, es un autor muy conocido con muchos premios importantes en su haber, entre ellos la Medalla Mendel 1994 de la Academia de Ciencias Checa y la US National
Medal of Science 2001. Fue también presidente entre 1993 y 1996 de la
AAAS (American Association for the Advancement of Science), que es la
organización propietaria de la prestigiosa revista Science. Hace años que
defiende la idea de que la capacidad ética es una consecuencia de la inteligencia humana y no tiene ventajas adaptativas. Los códigos morales
serían, según él, productos de la evolución cultural, no de la biológica.
En su último libro, desarrolla la idea de que la evolución de las especies
es el medio escogido por Dios para generar a la especie humana y a las
demás. También critica muy duramente al creacionismo científico, a la
luz de los más recientes descubrimientos biológicos.
¿Por qué los científicos?
Como en este libro nos vamos a ocupar de lo que piensan los científicos
sobre la existencia de Dios, es lícita la pregunta de por qué son interesantes sus puntos de vista. Podemos indicar tres buenas razones.
La primera es que los grandes científicos y los dirigentes religiosos
son los dos grupos que más han influido en las sociedades humanas, en
cuya actividad diaria se distinguen claramente sus dos improntas. En el
mundo moderno la ciencia juega un papel prominente y avasallador,
pero también es fácil encontrar rasgos de origen religioso, desde algo tan
importante como la institución de la semana hasta muchas costumbres
o normas de derecho ordinario, pasando por multitud de aspectos de la
cultura tradicional. Un libro del norteamericano Michael Hart13 investiga
quiénes han sido las cien personas más importantes en la historia de la
humanidad. La lista a la que llega no está basada en juicios de valor sobre
cada personaje histórico sino en la importancia de su efecto sobre la vida
de los hombres, medida por la intensidad, la duración en el tiempo y
11. Francisco J. Ayala, La naturaleza inacabada, Salvat, Barcelona, 1994.
12. Íd., Darwin y el diseño inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución, Alianza, Madrid, 2007.
13. M. Hart, The hundred, Simon and Schuster, London, 1993.
30
MIRADA Y PREGUNTA
la extensión en el espacio geográfico de los cambios provocados por su
obra. La dificultad de decidir la relevancia relativa de cada personalidad
es patente —se valora de modo muy distinto en las diferentes épocas—,
y así se explican algunos cambios notables entre la primera y la segunda
edición de la obra (por ejemplo Mao Zedong, Marx, Lenin y Stalin han
bajado muchos puestos). Pero en conjunto y a pesar de que todos pensarán
que faltan algunas, el libro ofrece una elección razonable de una serie de
cien figuras muy destacadas. Conviene examinarla.
Los seis primeros personajes son cinco líderes religiosos y un científico. De los primeros veinticinco, siete son dirigentes religiosos (Mahoma, Jesús, Buda, Confucio, san Pablo, Moisés y Lutero)14 y trece son
científicos o técnicos (Newton, Ts’ai Lun [el inventor del papel], Gutenberg, Einstein, Pasteur, Galileo, Euclides, Darwin, Copérnico, Lavoisier, Watt, Faraday y Maxwell). De los otros cinco, Aristóteles puede
considerarse también como científico, el emperador chino Shih Huang
Ti es famoso por su apoyo a las técnicas, Constantino el Grande tuvo
una importancia decisiva en el establecimiento oficial del cristianismo y
Cristóbal Colón realizó su hazaña gracias a ciencias como la astronomía,
la cartografía o la náutica. La única persona entre los veinticinco poco
implicada en las dos actividades es César Augusto. Entre los ochenta
primeros hay treinta y seis científicos o técnicos y trece religiosos, que
juntos hacen más del sesenta por ciento del total. Si esos dos grupos
han tenido tanta influencia en la humanidad, es ciertamente interesante
saber lo que opina uno de ellos de la creencia básica del otro.
El segundo motivo para estudiar las opiniones de los científicos tiene que ver con la explicación materialista del origen de las religiones de
que hablamos en la sección anterior. Es que se dedican a encontrar leyes
en el comportamiento de la naturaleza y a practicar el razonamiento,
la ayuda más poderosa para que el hombre pueda ejercer la libertad de
los instintos que la evolución biológica le otorga. De esa práctica debería surgir o podría pensarse que pueda surgir un mapa del mundo que
sirva de guía de comportamiento, basado en la conciencia de sí mismo,
en la razón y en la imaginación, y que sea algo más que una simple
respuesta ante la angustia provocada por la libertad. Naturalmente, ese
mapa puede construirse desde distintas perspectivas, mejor aún desde
la confluencia de todas ellas. Pero nos ocupamos aquí de la ciencia, que
se debe caracterizar por la eliminación de los elementos subjetivos y el
reino de lo verificable y comprobable. Por eso, este libro trata de los ma14. Parece sorprendente que Mahoma ocupe el primer lugar de la lista y que esté
antes de Jesús, lo que dio lugar a muchas críticas. Hart se defiende diciendo que «tuvo
una influencia personal mayor en la formulación de la religión musulmana que Jesús en la
cristiana». Quizá por ello coloca a san Pablo en sexto lugar.
31
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
pas del mundo físico y social que hacen los científicos. Su estudio puede
arrojar luz sobre la validez de interpretaciones de la religión como las
anteriores y otras análogas.
La tercera razón es el poder corrosivo que tiene la ciencia frente a
toda afirmación sin suficiente base. Explicaremos en el capítulo 7 cómo
el desarrollo del método experimental, durante la Revolución científica
del siglo XVII, ofreció un sistema para demostrar o refutar afirmaciones, con una sorprendente consecuencia: hay que probar lo que se dice
porque el valor de un enunciado no depende del poder o la riqueza de
quien lo presenta —ni siquiera de su sabiduría—, sino de la razón que
tenga en cada caso. Debe evitarse el argumento de autoridad, pues no
vale gran cosa y confunde a menudo. Desde entonces, la ciencia ha venido desmontando convicciones profundas que resultaron falsas, porque
su poderoso método es capaz de detectar los errores o las contradicciones. Esto viene a cuento porque si la creencia en Dios fuera, como
algunos pretenden, nada más que una reliquia del pasado —mantenida
sólo por seguir acríticamente una tradición—, el método de la ciencia
habría probado que es así y nuestro examen mostraría una unanimidad
completa entre los científicos, lo mismo que todos creen que la Tierra
gira alrededor del Sol o que las especies evolucionan. Pero, como veremos, no ocurre así.
Diversidad de opiniones
Se oye a menudo que ciencia y religión son incompatibles porque la
primera ha ido dejando a la segunda sin espacio propio, al explicar de
modo científico aspectos de la realidad en los que las religiones veían la
operación de Dios. La expresión más simple y contundente de esta idea
es la debida al filósofo francés Auguste Comte (1798-1857), inventor
de la palabra «sociología» y fundador del sistema filosófico llamado positivismo, quien formuló como ley fundamental de la historia que todas
las sociedades pasan inevitablemente en su progreso por tres estadios
sucesivos: el teológico, el metafísico y el positivo, este último basado en
una ciencia que sólo admite hechos comprobables y en el principio de
que «la única máxima absoluta que hay es que no existe nada absoluto». Esta afirmación alcanzó cierta popularidad sirviendo de cobertura
ideológica a la floreciente burguesía, quizá por el atractivo de las frases
redondas que parecen encerrar mensajes profundos en fórmulas simples.
Según Comte, la presencia de la religión en las sociedades modernas es
una anomalía histórica, sólo explicable por la pervivencia de elementos
primitivos que no han evolucionado aún a la altura de los tiempos. La
fórmula comtiana considera inevitable, y deseable, el triunfo definitivo
32
MIRADA Y PREGUNTA
de una sociedad burguesa en la que la ciencia regulará todos los comportamientos y ocupará el lugar de la religión en la Europa teocrática
medieval. Sería, en suma, una religión de la ciencia, con una radicalidad
que se explica, paradójicamente, por las tendencias místicas de Comte,
manifestadas tras la muerte de su amada Clotilde de Vaux.
Este punto de vista tuvo y tiene una enorme influencia y de él nació
lo que se suele llamar cientismo o cientificismo, ideología que consagra
la primacía absoluta de la ciencia y que está basada en las creencias
siguientes: 1) El único conocimiento verdadero es el conocimiento científico; 2) No hay ningún problema que no pueda llegar a ser resuelto
por los métodos propios de la ciencia, de lo que se sigue un corolario inmediato: deben ser los especialistas quienes tomen las decisiones, pues
son ellos los únicos capacitados para resolver los problemas a los que se
tienen que enfrentar los gobernantes. O sea, que el cientificismo lleva
inevitablemente a la tiranía de los expertos. Por ello ha producido una
polaridad social que se manifiesta en la formación de lo que el físico y
novelista inglés C. P. Snow (1905-1980) llamó con frase que hizo fortuna «las dos culturas»15. Dada la pervivencia del esquema cientificista
y la creencia extendida de que todos los científicos lo son y niegan el
valor de cualquier conocimiento «no científico», es interesante saber
qué opinan ellos en realidad16.
Adelantemos algunos datos. En primer lugar uno evidente: la falta
de unanimidad. Se pretende a menudo que los científicos se oponen radicalmente al trascendentalismo religioso en virtud de un materialismo
científico que profesan sin excepción. Pero es muy claro que no es así17.
Entre los científicos se reproduce la diversidad que observamos entre las
demás gentes: los hay cristianos, agnósticos, ateos, musulmanes, fervorosos, tibios, teístas sin religión particular, deístas...
Suelen estar fuertemente impresionados por la armonía que perciben en las leyes que rigen la marcha del universo, que les inspiran asombro y, a menudo, sensación de misterio. El alemán Johannes Kepler
(1571-1630), descubridor de las leyes del movimiento planetario, gracias a las que Newton pudo elaborar su sistema del mundo, titula uno
de sus libros Mysterium Cosmographicum y en él dice del universo que
15. C. P. Snow, Las dos culturas, Alianza, Madrid, 1977.
16. H. Margenau y R. A. Varghese (eds.), Cosmos, Bios, Theos: Scientists Reflect on
Science, God and the Origins of the Universe, Life and Homo Sapiens, Open Court, La
Salle (Ill.), 1992; libro que contiene las opiniones de 60 científicos destacados, 20 de ellos
premios Nobel, sobre estos temas.
17. J. Delumeau (ed.), Le savant et la foi: des scientifiques s’expriment, Flammarion,
Paris, 1989; N. Mott (ed.), Can scientists believe?, James and James, London, 1991; F.
Dyson, El infinito en todas direcciones, Tusquets, Barcelona, 1991; A. Dou, Sobre la relación ciencia-fe, Olot, 1991.
33
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
«nada hay más preciso ni más hermoso que este relumbrante templo de
Dios [...]. Nada hay ni ha habido más oculto». Dice también de sí mismo
sentirse «arrastrado y poseído por un rapto indecible en torno al divino
espectáculo de la armonía celestial»18. Einstein lo expresa así:
La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...],
percibir que [tras lo que podemos experimentar] se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical,
que sólo nos es accesible de modo indirecto —ese conocimiento y esa
emoción es la verdadera religiosidad19.
La admiración ante el universo es muy fuerte incluso para los que
no encuentran ningún sentido en esa armonía. Así, el físico Steven
Weinberg, nacido en 1928 y premio Nobel en 1979, tras afirmar que la
Tierra «no es más que una minúscula parte de un universo abrumadoramente hostil», termina uno de sus libros con estas frases tremendas:
Cuanto más comprensible parece el universo, tanto más desprovisto de
sentido parece también. Pero si no hay consuelo en los frutos de la ciencia, hay al menos cierto consuelo en la ciencia misma [...]. El esfuerzo por
entender el universo es una de las muy escasas cosas que elevan la vida
humana un poco por encima del nivel de la farsa, confiriéndole algo de
la grandeza de la tragedia20.
Los científicos creyentes suelen tener visiones muy propias y personales, están poco preocupados con la ortodoxia y se sienten poco atados
al dogma particular de su iglesia, si son miembros de alguna, a la que están más unidos por la actitud común ante el misterio que por la práctica
de ritos o por las creencias particulares compartidas. Un ejemplo muy
expresivo es el de Max Planck (1858-1947), el iniciador de la física del
siglo XX que, a pesar de decir «siempre he sido profundamente religioso, pero no creo en un Dios personal, mucho menos en un Dios cristiano»21, participaba regularmente en las actividades de un templo cristiano de Berlín. Planck tenía un profundo sentido del misterio y aceptaba el lenguaje simbólico de los ritos y ceremonias como una vía de
acercamiento a Dios, pues para él los símbolos eran indicaciones de un
camino hacia algo superior e inaccesible a los sentidos que, desde lo efímero y relativo, sugieren vías de acercamiento a lo inmutable y absoluto.
18.
19.
20.
p. 132.
21.
tifique,
1973).
J. Kepler, El secreto del universo, ed. de E. Rada, Alianza, Madrid, 1992, p. 55.
A. Einstein, Mis ideas y opiniones, Antoni Bosch, Barcelona, 1980, p. 35.
S. Weinberg, Los tres primeros minutos del universo, Alianza, Madrid, 1977,
A. Hermann, Max Planck, Editions du Centre National de la Recherche ScienParis, 1977, p. 104 (original alemán: Planck, Rowholt, Reinbek bei Hamburg,
34
MIRADA Y PREGUNTA
Inmortalidad y sentido
Hay dos cuestiones que suelen dominar las discusiones sobre la existencia de Dios: la inmortalidad y el sentido de todo lo que ocurre. Al saberse
mortal, ser que debe morir, el hombre se acongoja. A lo largo de toda
la evolución biológica, la vida se ha defendido creando en todos los animales un instinto de conservación que les lleva a huir de los peligros y a
establecerse en lugares seguros. Uno de los mecanismos para conseguirlo
se basa en la angustia y el miedo, como muestran claramente los experimentos en que conejos, corderos u otros animales débiles no huyen
de sus enemigos, de los que son presa fácil, si se les priva con fármacos
de esos sentimientos. La angustia es molesta pero ayuda a sobrevivir.
Según se asciende por la escala evolutiva, los mecanismos para evitar la
muerte y el dolor son cada vez más perfectos, hasta que aparece con el
hombre uno radicalmente nuevo y eficaz: la previsión del futuro. Pues
el ser humano es el único dotado de la capacidad de proyectarse en el
tiempo e imaginar situaciones nuevas. Los animales actúan también de
cara al futuro, como cuando construyen nidos para huevos que aún no
han puesto o al emigrar adelantándose al ciclo de las estaciones; pero, al
hacerlo así, no hacen más que seguir pautas de comportamiento inscritas
en sus instintos. La facultad de imaginar el futuro, vivirlo como presente
y pensar en modificarlo es exclusiva del género humano. Por eso, al evocar su muerte inevitable, la puede sentir como si estuviese ya ahí delante
y aplicarle un mecanismo de huida, perfeccionado especie a especie hasta
encontrar en el hombre su mayor intensidad. Surge así el miedo a la
muerte, lo que Unamuno llamaba «el sentimiento trágico de la vida»22.
El ser humano tiene además la facultad de construir representaciones
ordenadas del mundo, una de ellas la ciencia, y, al contemplarlas, surge
inmediatamente la cuestión del sentido. Desde el punto de vista intelectual, parece necesario o deseable un principio unificador que coloque cada
cosa en su sitio y sin el cual una inquietante lista de porqués acongojaría
demasiado al hombre. Pascal lo expresaba con frase célebre: «El silencio
eterno de esos espacios infinitos me espanta»23, como sucede también
a todos los que se asoman a las increíbles distancias y tiempos que hoy
usa la cosmología o quienes no pueden evitar un escalofrío al leer en un
periódico la turbadora descripción de los satélites helados de Saturno o
Neptuno, tal como la ofrecida, por caso, por la nave espacial Voyager 2.
Pero la cuestión del sentido surge mucho antes desde un punto de
vista inmediato y vital. El mundo aparece lleno de dolores y sufrimientos. Por todas partes vemos injusticias, ilusiones perdidas, esperanzas
22. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1976.
23. B. Pascal, Pensamientos, ed. de J. Llansó, Alianza, Madrid, 1981, n.º 201.
35
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
rotas. Una parte muy grande de la humanidad sufre hambre, opresión,
miseria, sus niños agonizan de enfermedades fácilmente curables o no
reciben la educación que necesitan... El Calígula de Camus, al gritar
que «los hombres mueren y no son felices», expresaba lo que sienten
tantos en su íntima rebelión. Es imposible no preguntarse por el sentido
de todo ese dolor. ¿Por qué el mal, el sufrimiento, la muerte? La falta
aparente de sentido es otra fuente de angustia que se añade a la que
genera nuestra impotencia ante la muerte. Nietzsche veía en el hombre
dos aspectos distintos: el dionisíaco —vital, desbordante, irracional e
instintivo, la afirmación y la voluntad de vivir— y el apolíneo —luminoso, sereno, racional, dominador de las fuerzas del cosmos—. Si el lado
dionisíaco se rebela ante la muerte, lo apolíneo se acongoja al no hallar
respuesta a una pregunta tan clara y acuciante.
Algunos ven en las religiones un autoengaño, gracias al que el mundo parece tener sentido al poder vencer a la muerte y sin el cual la angustia producida por el dolor y la injusticia en que vivimos resultaría insoportable. Bertrand Russell (1872-1970) hacía uso de este argumento
hasta el punto de considerar la fe religiosa como una forma de cobardía
intelectual, propia de quienes no se atreven a ver el mundo tal como
es24. Se oye a menudo este reproche, basado en considerar a la religión
nada más que una falacia piadosa que calma nuestra ansiedad. Sin duda,
los creyentes sienten que su fe les ofrece un consuelo ante la dureza del
mundo, pero reaccionan enfadados ante quienes no ven en ella otra
cosa, a quienes acusan, a su vez, de falacia, la que consiste en creer que
porque una cosa es algo se sigue que sólo es ese algo.
La crítica de Russell es injusta y parcial, porque podría usarse también en el otro sentido. Pues dos grandes grupos humanos se oponen
respecto a la religión y a los dos se les pueden colgar motivos psicológicos. Algunas personas se sienten más seguras formando parte de una
iglesia y creyendo en un Dios; a otras les ocurre lo contrario, están más
a gusto fuera de toda religión y sin tener que preocuparse por la posible existencia de Dios. Quizá el primero en manifestarse como miembro de este segundo grupo haya sido el filósofo griego Epicuro25 (342270 a.C.), uno de los primeros defensores de la teoría atomista de Demócrito. Aunque Epicuro admitía la existencia de dioses, afirmaba que
el temor a sus decisiones arbitrarias inquieta y desasosiega a los hombres y les impide alcanzar la paz. Por eso recomendaba emanciparse
completamente de la creencia en su intervención y providencia, como
24. B. Russell, La nueva concepción del mundo, Aguilar, Madrid, 1988.
25. J. M.ª Valverde, Vida y muerte de las ideas: pequeña historia del pensamiento
occidental, Planeta, Barcelona, 1980; C. García Gual, Epicuro, Alianza, Madrid, 1993;
E. Zeller, Outlines of the history of Greek philosophy, Meridian Books, New York, 1950.
36
MIRADA Y PREGUNTA
el mejor sistema para llegar a la felicidad. La importancia que daba Epicuro a que el hombre se librase de los dioses fue quizá lo que le decidió
a aceptar una explicación estrictamente mecanicista del cosmos, basada
en la existencia de los átomos en el espacio vacío.
Esta necesidad psicológica de evitar la tensión que puede producir un
Dios imaginado como prepotente y arbitrario —sin duda así eran Zeus
y los demás dioses griegos— aparece de modo recurrente en la historia
occidental, en parte debido a la pervivencia en el cristianismo del Dios
del Antiguo Testamento, ante el que todos tiemblan porque castiga. La
tradición cristiana llega a considerar como un don deseable el temor de
Dios, lo que da de él una imagen amenazadora, especialmente por el uso
político que se ha hecho de su figura. El poeta Blas de Otero, por ejemplo, expresa el recelo de muchos ante esa visión al hablar en un poema
del «Dios de infierno en ristre»26.
Por qué este libro
Este libro trata de las actitudes de los científicos ante la idea de Dios,
siguiendo principalmente dos líneas argumentales. La primera, en los
capítulos 4, 5 y 6, se refiere a tres de los grandes temas que se suelen
considerar como fuentes de conflicto entre ciencia y religión: el determinismo y el azar en el mundo, la evolución biológica descubierta por
Darwin y Wallace y el origen del universo. La segunda explora en el capítulo 7 las posiciones frente a esta cuestión de varios grandes científicos,
considerándolas como incitaciones a pensar, nunca como argumentos
de autoridad.
Dos son las conclusiones principales de este libro. La primera es
que las relaciones entre ciencia y religión se han entendido a menudo
de modo simplista, sin tener en cuenta que han sido muy variadas y de
gran complejidad y riqueza. Einstein solía decir que para comprender
bien algo «debe formularse en la forma más simple que sea posible» y
añadía «pero no más», pues al simplificar demasiado corremos el riesgo
de confundirnos y no entender nada. Esta advertencia suya es especialmente necesaria en este caso. Para justificar la idea de que el conflicto
es inevitable, se acude a menudo al caso Galileo que dificultó en distintos grados el desarrollo de la ciencia en los países católicos. Pero,
en contra del estereotipo, también hay opiniones contrarias y efectos
positivos de la religión sobre la ciencia. Por ejemplo, el matemático y
filósofo inglés Alfred North Whitehead (1861-1947), uno de los funda26. B. de Otero, «Hija de Yago», en Pido la Paz y la Palabra, Cantalapiedra, Torrelavega, 1955.
37
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
dores de la lógica matemática y coautor con Bertrand Russell de unos
monumentales Principia Mathematica (1910-1913), afirma en su libro
La ciencia y el mundo moderno27 (1925) que el curso futuro de la historia dependerá mucho del acierto de su generación para encontrar la
relación adecuada entre ciencia y religión. Según la tesis del sociólogo
estadounidense Robert K. Merton28, los valores del puritanismo ayudaron de manera notable a la enorme expansión de la ciencia en la Inglaterra del siglo XVII. Muchos científicos de categoría han sido creyentes,
a menudo a su manera. Algunos conflictos interpretados como entre
ciencia y religión fueron realmente entre escuelas científicas distintas
o entre escuelas teológicas diferentes, o fueron luchas por el poder o
la prominencia social. Por ejemplo, la exigencia del papa Pío IX en el
siglo XIX de derechos preferentes para la Iglesia en la enseñanza tenía
que provocar inevitablemente enfrentamientos con la comunidad de los
científicos, muchos de cuyos miembros se ganaban la vida enseñando.
El historiador de Oxford J. H. Brooke ha mostrado la gran complejidad
y sutileza de estas relaciones en su libro Ciencia y religión: perspectivas
históricas29. Los encontronazos y conflictos lo han sido entre ciertas
formas de religión y ciertas formas de ciencia.
La segunda conclusión es que la ciencia y muchas formas de la religión son plenamente compatibles. Entiendo por ello que es posible
aceptar las ideas de la ciencia de hoy y mantener, a la vez, una postura
religiosa sin caer en incoherencia o en falta de honestidad intelectual.
Además, esta compatibilidad que defiendo es tal que la existencia de
algún tipo de Dios o de alguna realidad trascendente no puede ni probarse ni refutarse desde la razón humana.
Aunque parece innecesario por evidente, conviene advertir que ello
no significa que todas las variadas formas de religión sean compatibles
con la ciencia. Si se interpretan los libros sagrados de modo literal, no
es extraño que haya habido conflictos pues las religiones nacieron en
épocas precientíficas, expresándose en el marco cultural del momento
de origen de cada una. No podía ser de otra manera; sería absurdo,
por ejemplo, considerar al Génesis como un tratado antiguo de astro27. A. N. Whitehead, Science and the modern world, Simon & Schuster, New York,
1925, pp. 9-25.
28. R. K. Merton, Science, technology and society in seventeenth-century England,
Harper & Row, New York, 1980. La primera versión de esta obra apareció en la revista
belga Osiris: Studies of the History and Philosophy of Science, vol. 4, 2.ª parte, pp. 360632 (Brugge, 1938); opiniones parecidas pueden verse en R. Hoykaas, Religion and the
rise of modern science, Eerdmans, Grand Rapids, 1972, y en C. A. Russell, Cross-currents:
interactions between science and faith, Inter-Varsity Press, Leicester, 1985.
29. J. H. Brooke, Science and Religion: Some Historical Perspectives, Cambridge University Press, Cambridge/New York, 1991.
38
MIRADA Y PREGUNTA
nomía o pedirle que sea conforme con la cosmología o la biología de
hoy. En algunos casos, las doctrinas religiosas dejaron de evolucionar
al pasar el tiempo y se consideraron inmutables, lo que se agravó por el
poder que llegaron a alcanzar algunas iglesias, en particular la católica
a través de su estructura curial, o por la presión social de una concepción exclusiva e intolerante de la comunidad de sus creyentes, caso
del islam. Todos aquellos dirigentes religiosos que negaron o niegan
la libertad de los científicos o cualquiera de sus resultados establecidos
practican ciertamente formas de religión incompatibles con la ciencia.
En particular así lo hacen el llamado creacionismo científico o el movimiento del diseño inteligente, abundantes los dos en algunas regiones de Estados Unidos, las teocracias, los fundamentalismos o ciertas
sectas. También en épocas pasadas el cristianismo oficial se opuso a
la ciencia, por ejemplo en los episodios de Galileo o de la evolución
darwiniana y en la oposición a la Modernidad de Pío IX. Como este
libro se refiere a una clase de individuos, los científicos, no me ocuparé en detalle de esas cuestiones, aunque sí diré algo más adelante.
En cualquier caso, y esto debe subrayarse, hay mucho espacio, tanto
en las variedades del cristianismo, en el judaísmo, en otras religiones
como el islam o en las orientales, para vivir formas de religión del todo
compatibles con la ciencia.
Explicaré la razones de esta segunda conclusión, estructurándola en
cuatro argumentos, que se refieren a: i) el alejamiento entre las religiones y ciertos sectores de la Modernidad; ii) el carácter histórico de la
idea de Dios; iii) que su existencia no es una cuestión científica pues la
ciencia explica el cómo y no el por qué; y iv) las actitudes de los propios
científicos.
i) Muchos de los pensadores de la Modernidad dieron por supuesto
que la religión desaparecería bajo el tremendo impacto del pensamiento
científico. Esta idea, basada en una postulada incompatibilidad inevitable entre ciencia y religión, ha calado hondo en la opinión pública, hasta el punto de transformarse en un estereotipo social y ser considerada
por algunos como una seña de identidad de la comunidad científica.
Según se observa fácilmente, sin embargo, este anunciado desaparecer de la religión no se ha producido, ante lo que algunos arguyen que
el proceso es más lento de lo que se había previsto. En todo caso cabe
recordar que la de Dios y la religión no son las únicas defunciones certificadas; también se proclamó el fin del arte, de la filosofía, de la historia
y de la ciencia misma.
Si la religión no ha desaparecido, tampoco hemos vuelto a la situación anterior. Es cierto que vivimos un renacer de la religiosidad,
pero también contemplamos la aparición de fundamentalismos y de
un confuso cóctel de nuevas formas religiosas, muchas de ellas light o
39
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
«a la carta», tales como sectas, interpretaciones libres de las religiones
establecidas, religión de la humanidad (en versiones racional, social o
política) y sacralización de lo que era profano30. Al observar lo que está
ocurriendo, hay filósofos, psicólogos y sociólogos que admiten hoy la
existencia de una dimensión religiosa de los seres humanos sin la que
no es posible entenderlos. Incluso desde posturas en nada religiosas o
desde categorías puramente antropológicas se habla del homo religiosus, tal como se hablaba desde mucho antes del homo politicus o del
homo socialis, idea lanzada ya a principios del siglo XX por el famoso
sociólogo francés Emile Durkheim31.
El filósofo catalán Eugenio Trías, que manifiesta gran interés por el
hecho religioso32, ofrece un ejemplo de postura intelectual abierta. En
su opinión, la época de la muerte de Dios en el siglo XIX, proceso durante el cual una parte notable de la intelectualidad europea abandonó
el cristianismo, no es de ocaso y destrucción de lo sagrado sino más bien
de su ocultación, pues lo sagrado y lo santo no se destruyen entonces,
como tantos pretenden, sino que «se ocultan y se inhiben». La Modernidad sería, según él, «el tiempo de la gran ocultación». Viene a cuento
señalar aquí que uno de los desarrollos más importantes de la historia
de la ciencia fue el descubrimiento en el siglo XIX de las leyes del electromagnetismo por cuatro grandes físicos, Oersted, Ampère, Faraday
y Maxwell, todos los cuales tenían una visión profundamente religiosa
del mundo, como se verá en el capítulo 7. Eso ocurría precisamente
durante el proceso de la muerte de Dios, lo cual sugiere que las cosas no
fueron tan simples como se suele suponer.
Ya hace tiempo que la Modernidad está en crisis, o en reevaluación al
menos, ante le percepción extendida de que nos ha llevado a una visión
demasiado simple y esquemática de las cosas. Por una parte, abundan
quienes juzgan que su confianza en la razón humana era excesiva y no
suficientemente crítica, propiciándose por ello una visión fría y demasiado racional del mundo, con el consiguiente olvido del sujeto en aras
de la objetividad científica y técnica. Muchos se sienten por ello extranjeros en su propio mundo, en palabras del físico-químico Ilya Prigogine.
Por otro lado, la visión unitaria de la historia alumbrada por la Modernidad se estrella hoy contra la explosión de diversidad cultural que ve30. R. Díaz-Salazar, S. Giner y F. Velasco (eds.), Formas modernas de la religión,
Alianza, Madrid, 1994, en particular el artículo de I. Sotelo «La persistencia de la religión
en el mundo moderno».
31. E. Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Alianza, Madrid, 1993.
32. E. Trías, La edad del espíritu, Destino, Barcelona, 1995; Íd., Pensar la religión,
Destino, Barcelona, 1996; un artículo suyo muy interesante es «El árbol de la vida»: El
Cultural (9-15 de enero de 2000); de lectura fácil: Por qué necesitamos religión, Plaza y
Janés, Barcelona, 2000.
40
MIRADA Y PREGUNTA
mos por todas partes. Sin duda hay que repensar muchas ideas y muchas
cosas. Debemos hacerlo buscando un equilibrio entre dos intensas necesidades: no olvidarse nunca del sujeto, o sea de las personas, y mantener
la razón como elemento de análisis de la realidad. Debemos ocuparnos
de ellas dos a la vez, sin separarlas, pues muchos problemas del mundo
no pueden resolverse sin la ciencia, pero tampoco sólo con la ciencia.
ii) La manera de entender a la divinidad ha ido cambiando a lo
largo de la historia y por eso ha habido y hay muchas ideas distintas de
Dios, a veces con elementos antagónicos entre sí, punto éste estudiado
por Karen Armstrong en su sugestivo libro Una historia de Dios33. Es
fácil mencionar varias de esas maneras: los dioses de los griegos y los
romanos, el Dios del Antiguo Testamento, el de Jesús, el del Corán, el
de los filósofos, el de los místicos, el de los deístas o el de los panteístas,
el de Einstein y tantos otros. No es extraño, pues como nadie le ha visto
la cara y se mantiene tenazmente alejado en la bruma que se adivina al
fondo de las cosas, cada época o cada cultura intenta entenderlo desde
las ideas en que basa su estar en el mundo. O sea que la idea de Dios
evoluciona culturalmente. Más que hablar de su existencia deberíamos
hacerlo de la existencia de alguna forma de Dios.
Por eso no tiene sentido mantener una imagen inmutable de él,
como vanamente pretenden los fundamentalistas o, simplemente, los
muy preocupados por las tradiciones. Quienes desde la ciencia la consideran incompatible con la religión usan a veces argumentos basados
en ideas sobre Dios pertenecientes a épocas pasadas. De modo sorprendente, algunos ateos militantes se empeñan todavía hoy en comparar la
teoría de la evolución con la interpretación literal del Génesis, cayendo
sin darse cuenta en el mismo error que critican en los grupos religiosos
ultraconservadores del medio oeste norteamericano; tal parece que siguen discutiendo con el obispo Wilberforce, siglo y medio después de
que éste se enfrentase duramente a la evolución de Darwin, como si
las cosas no hubieran cambiado desde entonces. Importa mucho comprenderlo: la idea de Dios es histórica —sin que ello signifique que él
lo sea—, diversa y siempre insuficiente. Nada tiene de extraño, pues,
que los científicos creyentes lo entiendan de formas muy distintas, sin
preocuparse por las ortodoxias de las iglesias.
iii) Además de ser histórica la idea de Dios, su existencia no es una
cuestión científica a la que se puedan aplicar los métodos de la ciencia,
como tampoco lo son el sentido de la vida y el del universo. Una razón
para ello es que la ciencia explica cómo ocurren las cosas del mundo,
no por qué lo hacen. Como la religión busca los porqués profundos y
33. K. Armstrong, Una historia de Dios, Paidós, Barcelona, 1995.
41
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
el sentido de las cosas, queda fuera del ámbito de la ciencia, si cumple
la condición de no interferir con su desarrollo. Esto puede sorprender
pues, por un abuso de lenguaje disculpable a menudo, se suele usar
mucho en ciencia la palabra «porque» y menos la palabra «como». Para
ilustrar esta idea, tomemos el caso del movimiento de los planetas según
la teoría de Newton. Ésta nos dice que el Sol mantiene ligado a cada
planeta en su órbita elíptica, mediante cierta fuerza atractiva ejercida
sobre ellos, hoy calificada como newtoniana, que no les deja alejarse de
él. Se suele decir que los planetas se mueven así porque el Sol los atrae.
Pero ¿hasta qué punto podemos decir que ésa es la causa profunda? O
sea, una causa primera y no secundaria, por decirlo en el lenguaje tradicional de la filosofía. Está claro cómo se mueven: en órbitas elípticas,
así lo descubrió Kepler y así se deduce de la teoría de Newton, pero éste
comprendió que saber la causa es mucho más que eso. En sus Principia
dice, cuando ya había desarrollado con éxito su teoría: «[…] todavía no
he asignado causa a la gravedad. […] no he podido todavía deducir, a
partir de los fenómenos, la razón de estas propiedades de la gravedad»34.
¿Qué nos dice Newton con esta frase? Sin duda él quería saber por
qué se atraen los astros, pero se vio forzado a abandonar esa pretensión radical y conformarse con probar que se mueven de acuerdo con
las observaciones, o sea siguiendo elipses, si dos de ellos se atraen con
una fuerza «directamente proporcional al producto de sus dos masas e
inversamente proporcional al cuadrado de su distancia», según la frase
consagrada y archiconocida. Se preguntaba por qué se atraen precisamente con una fuerza como ésa y no con otra distinta. El gran Isaac
muestra aquí mucha lucidez, al comprender que no se puede ir tan al
fondo de las cosas como él hubiera deseado y que debía conformarse
con algo menos. Trasladado al lenguaje de hoy, él quería saber por qué
las leyes fundamentales de la naturaleza —no sólo las de la gravedad
sino también las del electromagnetismo o de la teoría cuántica o de la
física nuclear, etc.— son como son y no más bien de otra manera. Eso
no lo puede descubrir la ciencia pues es una pregunta metacientífica, en
el sentido que explico a continuación.
Hay una dualidad entre las afirmaciones científicas y las metacientíficas. Las primeras son aquellas susceptibles de confirmación o refutación mediante experimento o cálculo, o sea las que son comprobables;
así son las leyes de la física, la química, la tectónica de placas de la
geología o la herencia biológica. Las metacientíficas, por su parte, son
afirmaciones sobre las afirmaciones científicas y no pueden comprobarse con experimentos o cálculo. Así suelen ser las interpretaciones de la
34. I. Newton, Principios matemáticos de la filosofía natural, ed. de E. Rada, Alianza,
Madrid, 1987, p. 785.
42
MIRADA Y PREGUNTA
ciencia, por ejemplo decir: «el determinismo de la física newtoniana
implica la inexistencia del libre albedrío y de la responsabilidad ética» o
«el probabilismo de la teoría cuántica muestra que sí puede haberlos», o
«hay grandeza en la teoría de la evolución», como afirma Darwin al final
de El origen de las especies. También que «es posible conocerlo todo
desde la ciencia» o que «existe una teoría final y definitiva de la naturaleza». Podríamos decir que las afirmaciones científicas son las verdades
y las metacientíficas son las opiniones.
Importa mucho distinguir entre las dos clases de asertos pues su carácter es muy distinto. Las afirmaciones científicas tienen un alto grado
de objetividad y concilian a la práctica unanimidad de los científicos,
una vez que han podido ser comprobadas; por el contrario, las metacientíficas implican normalmente extrapolaciones fuera del ámbito en
el que las leyes han sido probadas y hay en ellas importantes elementos
subjetivos, o sea son opinables. De hecho, no son partes del corpus de
ninguna ciencia y los científicos no son necesariamente unánimes sobre
ellas. Ciertamente, es lícito hacer afirmaciones de este tipo, inevitable
incluso al formular hipótesis explorando un terreno nuevo, pero es preciso saber bien lo que se dice pues muchas confusiones sobre la ciencia
se deben a mezclar equívocamente estos dos tipos de afirmaciones, asignando a las segundas una objetividad que no tienen.
Así ocurre en el caso de las supuestas contradicciones entre ciencia
y religión, basadas muchas veces en interpretaciones de las teorías, o
sea en afirmaciones metacientíficas. Como éstas se presentan a menudo
de manera muy simple y esquemática, inducen a la opinión pública a
confundir lo que son simplemente opiniones con verdades científicas
comprobadas. Se ejerce así a veces una presión muy negativa e infundada sobre la religión.
Como ejemplos de estas interpretaciones que han jugado un papel
importante en el pasado, se pueden citar la creencia en que «todo está
determinado según muestra la mecánica newtoniana» (véase más abajo
el «demonio de Laplace» en el capítulo 4) o la de que «todo se debe
al azar, según ha probado la teoría cuántica». También, la idea de un
universo autocreador, defendida por Stephen Hawking. Las tres se han
usado para negar a Dios, como se explicará mas adelante. Nótese que
implican extrapolaciones fuera de los ámbitos en los que esas leyes han
sido pensadas, experimentadas y desarrolladas y que, como las demás
interpretaciones, son sólo hipótesis para las que ni siquiera se ha podido
imaginar un procedimiento de prueba, pues suponen simplificaciones o
idealizaciones notables.
La segunda conclusión de este libro puede también expresarse así:
«Las afirmaciones científicas son plenamente compatibles con muchas
formas de actitud religiosa, pues con ellas no se puede ni refutar ni pro43
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
bar la existencia de Dios». Por ello muchos científicos opinan que, por sí
sola, la práctica de la ciencia ni aleja al hombre de Dios, ni lo acerca a él.
El campo de competencia de la ciencia es el mundo natural, es decir,
la realidad observada por nuestros sentidos o por los instrumentos que
los potencian. Trabaja proponiendo explicaciones de los fenómenos y
sometiéndolas luego al contraste con el experimento o la observación
para que sean confirmadas o refutadas. De ese modo ha sido capaz de
construir el inmenso y maravilloso edificio de la ciencia de hoy y ha llegado a ser imbatible en su propio terreno. Pero, fuera de esos fenómenos
cuantificables, la ciencia no tiene competencia especial ni hay razones
para que tome una postura oficial. En relación con el tema de este libro,
la ciencia no tiene nada que decir sobre las creencias religiosas ni sobre
el sentido de la vida o sobre la ética, excepto para defenderse cuando
la religión interfiere con la ciencia, negando por ejemplo alguna idea
científica probada o reclamando una autoridad que no tiene. En este
caso, los científicos hacen bien en oponerse con energía como hicieron
Carl Sagan o Stephen Jay Gould en varias ocasiones, por poner algún
ejemplo. En otras palabras, la existencia de Dios no es un problema
científico sobre el cual la ciencia tenga competencia especial.
A pesar de ello, para una parte de la opinión pública y del mundo
intelectual, la ciencia se opone necesariamente a la fe en cualquier forma de Dios y los científicos son todos necesariamente ateos. Pero hay
también quien lo ve de otra manera, asegurando que la ciencia puede
acercar al hombre a Dios pues le permite comprender mejor su obra,
del mismo modo que quienes tienen educación musical aprecian mejor
un cuarteto de Beethoven. Se da también una tercera posición intermedia, defendida por ejemplo por el gran químico y biólogo francés Louis
Pasteur (1822-1895), considerado como el fundador de la microbiología y uno de los científicos que más han influido en nuestras vidas, quien
decía que «un poco de ciencia aleja de Dios, mucha ciencia acerca de
nuevo a Dios».
La cuarta razón para afirmar que ciencia y religión no son incompatibles se explica en la próxima sección.
Algunas encuestas
En el capítulo 7 de este libro se consideran las actitudes personales ante
la religión de muchos científicos y en los próximos párrafos examinaré
algunas encuestas. En los dos casos, sus opiniones deben tomarse como
incitaciones a pensar, nunca como argumentos de autoridad. Este tipo
de argumento debe rechazarse siempre, especialmente en el caso de los
científicos para quienes todos los puntos de vista deben considerarse
44
MIRADA Y PREGUNTA
y analizarse en cualquier caso, buscando la aceptación general tras la
crítica colectiva antes de dar por establecida una idea. Si bien puede ser
razonable conceder un plus de conocimiento a un científico destacado,
ello debe hacerse siempre con carácter provisional, no como una verdad
definitiva y sólo en su campo de competencia. Por ello, ninguno pensaría en decidir el valor de un experimento o una teoría mediante una
votación de expertos por mayoría simple o cualificada. Si tras discutir
sobre una cuestión quedan dudas, lo que procede es mantener abierto
el tema y seguir pensando. Por eso decía el gran físico Richard Feynman
hablando del sentido de la vida:
La pregunta es [siempre] la misma, pero las respuestas son muy diversas
[…], decidir [hoy] sobre la respuesta no es científico […], es responsabilidad nuestra no dar ahora la respuesta final […], porque estamos
confinados dentro de los límites de nuestra imaginación de hoy35. (Véase
más abajo el capítulo 7.)
Me parece que el examen de los puntos de vista y testimonios personales de muchos grandes científicos apoya la tesis de este libro. Quizás
por ello, el agnóstico checo y premio Nobel de Química de 1975 Vladimir Prelog decía: «Los premios Nobel no somos más competentes que
el hombre de la calle para opinar sobre Dios y la religión»36. La decisión
de creer o no es a menudo compleja y se toma por motivos difíciles de
comprender y ajenos muchas veces al conocimiento científico.
Tras examinar los temas principales de discordia o discusión entre
religión y ciencia en los capítulos 4, 5 y 6, consideraré en el capítulo 7
las actitudes de grandes científicos. Me parece necesario hacerlo así.
La experiencia de personas como Maxwell, Einstein, Planck, Darwin,
Monod o Gould está hondamente arraigada y expresa un compromiso
vital profundo que les hace estar por encima de estereotipos, de modas
o de interpretaciones superficiales. Pero, como se dice más arriba, no
debemos usar sus opiniones como si fueran papeletas en una votación.
Empezaremos por los científicos que, siendo competentes o incluso destacados, no son tan grandes (la expresión «gran científico» debe
usarse con mesura). El psicólogo norteamericano James Leuba realizó
una encuesta en 1914, preguntando sobre su actitud ante la religión a
científicos incluidos en el libro American Men of Science, lo que implica un cierto nivel de mérito37. Los encuestados debían clasificarse en
35. R. P. Feynman, «The role of scientific culture in modern society»: Supplemento al
Nuovo cimento IV/2 (1966), pp. 492-526, cita pp. 502-503.
36. En H. Margenau y R. A. Varghese (eds.), Cosmos, Bios, Theos, cit.
37. J. H. Leuba, The Belief in God and Immortality: A Psychological, Anthropological
and Statistical Study, Sherman, French & Co., Boston, 1916.
45
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
una de las categorías personal belief, doubt or agnosticism y personal
disbelief. El resultado más notable fue que un 41,8 % se declararon
creyentes, un 16,7 % en duda o agnósticos y un 41,5 % no creyentes.
Un 50,6 % creía en la otra vida (in the afterlife). La encuesta levantó
reacciones apasionadas desde puntos de vista muy distintos. Para la opinión pública fue escandaloso que un porcentaje tan alto de científicos
se declarase no creyente. Leuba, por contra, vaticinó que su proporción
aumentaría como consecuencia de las mejoras educativas. Para comprobar si éste tenía razón, el historiador de la ciencia Edward J. Larson
y el periodista Larry Witham realizaron una repetición de la encuesta
en 1996 con el mismo modelo y las mismas preguntas y la publicaron
en 1997 y 1998 en la revista Nature38, tomando su lista de encuestados
de la misma fuente, entonces ya titulada American Men and Women of
Science. A pesar de los ochenta años transcurridos, el resultado no cambió casi nada: 39,3 % de creyentes, 14,5 % de en duda o agnósticos y
45,3 % de no creyentes. En esta segunda encuesta, un 38 % se declaró
creyente en la otra vida. Si muchos se sorprendieron en 1916 de que
hubiese tantos científicos no creyentes, la sorpresa en 1996 fue que
hubiese tan pocos.
En los dos casos se usó la misma definición de Dios: «alguien en
comunicación con la humanidad, a quien uno puede rezar esperando
tener una respuesta», lo que suscitó críticas por ser demasiado tradicional y dejar fuera a algunas formas de creencia que tomaron auge
desde 1916. En la segunda parte de su encuesta, Leuba distinguió a un
grupo de científicos señalados en American Men of Science como más
importantes o eminentes. En 1996, Larson y White seleccionaron como
eminentes a los miembros de la norteamericana National Academy of
Sciences pues el American Men and Women of Science no hacía esa distinción. Los resultados son que entre esos científicos más eminentes hay
menos creyentes y más increyentes. Concretamente, los porcentajes de
creencia, duda o agnosticismo e increencia en la encuesta de 1914 fueron 27,7 %, 20,9 % y 52,7 %; en la de 1996, 7 %, 20,8 % y 72,2 %, lo
que representa una variación notable. Ello fue interpretado por Leuba
como debido a «su superior entendimiento, conocimiento y experiencia»39. Esta interpretación de Leuba choca con la propia National Academy of Sciences que publicó un libro en 1998 dedicado a aclarar algunas cuestiones en torno al creacionismo defendido por sectores muy
conservadores de Estados Unidos, donde se afirma con énfasis:
38. E. J. Larson y L. Witham, «Scientists are still keeping their faith»: Nature 386
(1997), pp. 435-436; Nature 394 (1998), p. 313; Scientific American 281 (1999), pp. 78-83.
39. Cf. J. A. Aguilera Mochón, «La ciencia frente a las creencias religiosas»: Mientras
Tanto 95 (2005), pp. 125-153.
46
MIRADA Y PREGUNTA
La religión y la ciencia contestan a distintas preguntas sobre el mundo.
Que haya o no un propósito en el universo o en la existencia humana no
es una cuestión para que responda la ciencia […]. Consecuentemente,
mucha gente incluyendo muchos científicos mantienen fuertes creencias
religiosas y simultáneamente aceptan que la evolución haya tenido lugar
[…]. Muchos creen que Dios actúa mediante el proceso de la evolución.
Es decir que Dios ha creado un mundo en constante cambio y un mecanismo por el que las criaturas se pueden adaptar a los cambios en su
ambiente a lo largo del tiempo40.
Por otra parte, es difícil en muchos casos distinguir la increencia
o el agnosticismo de la simple indiferencia. Como ninguna de las dos
encuestas hace esta distinción, es probable que algunos de quienes se
declaran ateos o agnósticos sean más bien indiferentes, si bien es imposible saber cuántos están en este caso.
Otra encuesta, citada por Larson y White, fue realizada en 1997
por la Comisión Carnegie, planteando a 60.000 profesores de ciencias
preguntas tales como «¿hasta qué punto se considera usted religioso?».
Resultó que un 34 % de los físicos eran «conservadores religiosos» y el
43 % de los profesores de ciencias físicas o de la vida asistían a la iglesia
dos o tres veces al mes, más o menos igual que la población general.
La Fundación Giovanni Agnelli de Turín llevó a cabo en 1989 una
encuesta entre científicos italianos sobre su actitud ante la religión41. Los
encuestados se clasificaron como ateos el 22 %; agnósticos, el 25 %; en
búsqueda, el 16 %; teístas, el 18 %; y creyentes en un Dios personal, el
18 %. El 58 % admitió que ciencia y religión son «dos perspectivas distintas y complementarias con motivaciones diferentes»; sólo un 12 %
las consideró incompatibles; el 89 % opinó que la sujeción de su trabajo
al método científico no impide una visión del mundo más general que la
que se desprende de la ciencia.
Como última encuesta, citaré la realizada por la revista inglesa Physics World y publicada en diciembre de 1999, al finalizar el siglo XX.
Los encuestados fueron 250 físicos de todo el mundo elegidos por la
revista como los más eminentes y prestigiosos. Se les preguntó por quiénes eran en su opinión las diez figuras más importantes de la historia
de la física42. Los diez primeros fueron: Albert Einstein, Isaac Newton,
40. National Academy of Sciences, Teaching About Evolution and the Nature of
Science, National Academy Press, Washington, 1998, p. 58; F. J. Ayala, Darwin y el diseño
inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución, cit., cap. 9.
41. A. Ardido y F. Garelli, Valori, scienza e trascendenza, Fondazione Giovanni Agnelli, Torino, 1989; un resumen se recoge en D. Jou, Algunes quëstions sobre ciència i fe,
«Quaderns Fundació Joan Maragall», Claret, Barcelona, 1992.
42. M. Durrani y P. Rodgers, «Physics: past, present, future»: Physics World (UK)
12/12 (diciembre de 1999), pp. 7-13.
47
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
James Clerk Maxwell, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Galileo Galilei,
Richard Feynman, Paul Dirac, Erwin Schrödinger y Ernest Rutherford,
por este orden. Aunque la encuesta no preguntaba por nada relacionado con la religión, es interesante que examinemos ahora sus ideas al
respecto.
Sus actitudes ante la idea de Dios son variadas. Rutherford, descubridor del núcleo atómico, era más bien indiferente a la religión, aunque no contrario a ella. Dirac, uno de los creadores de la física cuántica,
es el único que puede calificarse como ateo, si bien casi nunca hablaba
del tema. Los ocho restantes o eran creyentes o estuvieron abiertos, al
menos, a entender o discutir la trascendencia o la idea de Dios. Sus posturas se extienden desde la profunda vivencia del cristianismo de Maxwell o la intensa pero muy singular religiosidad cósmica de Einstein
basada en un Dios no personal, hasta el interés sincero por la religión
del agnóstico Feynman, pasando por Bohr que consideraba a la ciencia
y la religión como visiones complementarias del mundo, Schrödinger,
cuya fe incorporaba elementos orientales y para quien la idea de Dios
es la más sublime que pueda concebir la mente humana, o Heisenberg,
quien opinaba: «Nunca me ha parecido posible rechazar el pensamiento religioso como parte de una fase superada de la conciencia de la
humanidad». Respecto a los dos más antiguos, es sabido que Newton
era muy sinceramente religioso, si bien consideraba el anglicanismo y el
catolicismo como desviaciones de la religión verdadera (era arriano) y
Galileo era creyente, a pesar de su enfrentamiento con las autoridades
del Vaticano.
Podemos extraer varias conclusiones de este análisis.
1. Las actitudes de los científicos sobre la religión y sobre la idea de
Dios son muy variadas, desde la creencia sincera al ateísmo radical. Si
en una discusión entre ellos sobre un tema científico de su competencia
se obtuviera una dispersión de opiniones parecida, todos acordarían
que no se puede tomar una decisión final.
2. La proporción de científicos que creen en algún tipo de Dios es
menor que en la población general, pero notablemente mayor que lo
supuesto por el estereotipo social.
3. En las encuestas de Leuba (1914) y de Larson y Witham (1996)
un grupo de científicos calificados como eminentes, por el libro American Men of Science en la primera y por ser miembros de la Academia
de Ciencias de Estados Unidos en la segunda, muestran una menor proporción de creencia, y esa proporción decrece desde 1914 hasta 1996,
lo que casi no ocurre con los científicos en general.
4. La ciencia es imbatible en su propio terreno, que es el mundo
natural medible y experimentable, pero carece de competencia fuera de
él. En particular, no tiene autoridad especial sobre temas tales como el
48
MIRADA Y PREGUNTA
sentido de la vida, los valores éticos o las creencias religiosas. Las opiniones de un científico deben valorarse en función de sus argumentos y
teniendo en cuenta si está en su campo de competencia. Cuando no es
así, sus opiniones pueden tomarse como indicadores interesantes para
reflexionar sobre sus razones. Pero, incluso si prescindimos de ello y
aceptamos literalmente el argumento de Leuba sobre el superior conocimiento de los científicos eminentes de la Academia de Ciencias de
Estados Unidos, nos topamos con una contradicción, pues es evidente
que, tanto los mejores físicos de la historia como los considerados en el
capítulo 7, forman dos grupos más eminentes aún. Son grandes científicos de verdad, de los que han hecho y hacen historia. Sucede que sus
actitudes son, en general, mucho más favorables a la trascendencia y a la
idea de Dios por lo que el argumento de Leuba pierde valor, sin contar
con el libro antes citado de la propia Academia. En todo caso, este libro
busca entender las razones personales de la actitud de los científicos y
no datos estadísticos.
49
2
CIENCIA Y RELIGIÓN
Modelos de Dios
Las maneras en que la humanidad ha imaginado a Dios o a los dioses son
variadísimas. Desde los próximos espíritus locales que animan las cosas,
los ríos o las montañas en las religiones primitivas hasta el Ser Supremo
abstracto, lejano y frío de los filósofos, pasando por Yavhé, Alá o el Dios
del cristianismo, hay un largo camino modelado por enormes diferencias
culturales e históricas. Incluso dentro de una misma religión su figura
toma formas diversas. La razón es obvia: nadie lo ha visto nunca, ni nadie sabe cómo es, ni cómo se comporta, aunque los creyentes le asignen
atributos que extrapolan y magnifican los rasgos humanos favorables
como bondad, sabiduría o justicia.
En todas esas maneras hay dos aspectos muy diferentes en proporción muy diversa: Dios como Ser Providente y Dios como Misterio.
El primero es el Padre (o la Madre) que escucha a sus hijos y dialoga
con ellos; el que interviene en las historias humanas, en las pequeñas y
en las grandes; el Dios personal que atiende peticiones, al que es posible
dirigirse diciéndole tú o a ti; el que sirve de consuelo o de apoyo ante la
dureza de la vida; del que se dice en el salmo 23: «El Señor es mi pastor,
nada me falta. / En verdes pastos me hace reposar. / Me conduce a fuentes tranquilas», recitado tantas veces por los pioneros en las películas
norteamericanas del Oeste; el que premia a los buenos y castiga a los
malos y ofrece vida eterna tras la muerte.
Frente a ello, está Dios como el misterio tremendo de las cosas, lo
incognoscible, lo que vagamente creemos percibir tras el enigma del
mundo, quizá sólo un espejo oscuro que devuelve borrosa nuestra imagen o acaso un cristal traslúcido que nos permite adivinar algo más allá;
aquello para lo que no sirven ni nuestras imágenes ni nuestro lenguaje
porque está fuera de todo antropomorfismo; el ser en estado puro de
51
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
que habla Kazantzakis en la cita al principio de este libro; la zarza ardiente que no se consume.
Una situación parecida se da en las ciencias al tratar sobre sistemas
muy alejados de nuestra percepción directa que son, por ello, difíciles
de imaginar, como sucede con los fenómenos de la escala atómica y
subatómica. Se recurre entonces a lo que se llama un modelo, que es
una representación simplificada del sistema en estudio en términos intuitivos espaciales o mecánicos. Un ejemplo muy famoso es el modelo
de átomo que propuso en 1913 el danés Niels Bohr (1885-1962), uno
de los padres fundadores de la física del siglo XX. Incluso el átomo más
simple de todos, el de hidrógeno, es un sistema complejo, pero Bohr
propuso que nos lo imagináramos sencillamente como una bolita muy
pequeña llamada núcleo, que contiene más del 99 % de la masa, y un
electrón puntual girando en círculo alrededor. En los átomos más complicados el modelo de Bohr supone que son varios los electrones que
giran en torno al núcleo como los planetas en torno al Sol, por lo que
parecen sistemas solares en miniatura.
Se trata, bien lo sabemos, de una representación parcial, incompleta
y simplificada, ingenua incluso, pero, a la vez, extraordinariamente fecunda e iluminadora en el estudio de los átomos, a pesar de no poder interpretarse al pie de la letra. Desde entonces, la elaboración de modelos
—de molécula, de proteína, de epidemia o de universo, por ejemplo—
es parte del trabajo habitual de los científicos. A menudo, no se tiene
conciencia plena de que todas nuestras construcciones sobre la realidad
no son más que modelos idealizados de algo que no podemos captar
completamente y que, para elaborarlos, no es posible evitar concentrarse
en algunos aspectos y prescindir de otros. No sólo eso, sino que hay que
aceptar que los modelos contengan caracteres que son contradictorios
entre sí, sin que esto pueda eludirse. Por ejemplo, el modelo del electrón
supone que, a veces, se comporta como un corpúsculo puntual mientras
que, en otras ocasiones, se manifiesta como una onda extendida en el
espacio, similar a las que se producen en el agua cuando cae en ella
una piedra. Se trata de dos aspectos contradictorios cuya coincidencia
repugna a nuestra intuición, pues parece absurdo que una cosa sea a la
vez corpúsculo localizado y onda extendida, pero resulta que los dos son
necesarios para describir al electrón. Para resolver esta paradoja, Niels
Bohr propuso un nuevo principio lógico al que daba una gran importancia, el llamado principio de complementariedad, que afirma que en
el análisis de la realidad hay que admitir la coincidencia de propiedades
contradictorias e incompatibles que son, sin embargo, necesarias todas
ellas para una descripción completa.
Al describir a Dios estamos en una situación mucho más desfavorable
que al hacerlo con un átomo o una proteína, por dos razones: sin duda
52
CIENCIA Y RELIGIÓN
es mucho más inaccesible a nuestra mente y a nuestros sentidos y no
podemos hacer experimentos sobre él. Pero sí es factible fijar algunas
ideas en un modelo que recoja lo que creemos o pensamos que pueda
ser razonable. Por eso vamos a hablar de algunos modelos de Dios.
Empezaremos por algunas concepciones o actitudes personales.
Ateísmo es la creencia en que no existe Dios de ningún tipo ni ninguna
realidad inaccesible a los sentidos, es decir, de que no hay más entes que
los materiales que podemos tocar y medir. Con frecuencia se acompaña de la convicción de que es posible, o al menos lo será en el futuro,
dar una explicación de todo lo que existe en términos puramente materiales, gracias a la ciencia. En contra de lo que se suele suponer, el
ateísmo no es un fenómeno exclusivamente moderno, aunque sí es hoy
más frecuente. Ya el Antiguo Testamento habla de los incrédulos, como
en el salmo 53: «Dice el insensato en su corazón: No hay Dios». Por
cierto, el fideísta Unamuno daba mucha importancia a que el salmista
diga «en su corazón» y no «en su cabeza».
Se llaman agnósticos quienes, aunque no encuentran motivos para
creer en Dios, no niegan su posibilidad, sino que opinan que se trata de
una cuestión que no puede ni podrá nunca ser resuelta porque trasciende la razón humana. La palabra fue inventada en 1869 por el biólogo
T. H. Huxley1, uno de los primeros grandes defensores de la teoría de
la evolución, tras leer un texto en el que san Pablo cuenta haber visto
un altar en Atenas con la inscripción Agnosto Theo (a un dios desconocido2). La línea de separación del ateo y el agnóstico está muy mal
definida en ocasiones. Desde el punto de vista estrictamente racional,
parece inevitable ser agnóstico, de modo que tanto la creencia como el
ateísmo surgen de algún tipo de salto emocional. En los últimos años
está creciendo mucho, especialmente en los países ricos, la indiferencia
religiosa, es decir, el número de quienes no niegan la existencia de Dios
pero se sienten poco o nada interesados por él. Entre los científicos
indiferentes está Ernst Rutherford, descubridor del núcleo atómico y
premio Nobel en 1908.
Los llamados fideístas, aunque también están convencidos de que
Dios es inalcanzable para la razón humana, creen que es posible llegar
a él mediante la voluntad y el sentimiento. Entre ellos podemos citar a
Kant y a Unamuno.
Se llama deísmo a la creencia en un Dios sin atributos morales que,
aunque sí ha creado el mundo, ni se ocupa luego de él ni interviene
en los asuntos humanos, opinión que tuvo gran auge en el siglo XVIII.
1. T. H. Huxley, «Agnosticism», en Science and Christian Tradition, Appleton, New
York, 1896, p. 245; E. Tierno Galván, Qué es ser agnóstico, Tecnos, Madrid, 1975.
2. Hechos de los apóstoles 17, 23.
53
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Los deístas no suelen creer en la inmortalidad del alma o, si lo hacen,
rechazan la idea de revelación. En cambio, el teísmo supone que existe un Dios con atributos morales, creador y cuidador del mundo, que
mantiene una relación especial con los seres humanos y que hará justicia
en una vida posterior. Es decir, los teístas son los creyentes, palabras
que tomaremos como sinónimas en este libro. Abundan hoy los teístas que no se consideran parte de ninguna iglesia o religión particular.
Un ejemplo es el filósofo y científico norteamericano Martin Gardner3
quien, aparte de varios libros muy leídos, se hizo famoso por la sección
de juegos matemáticos en la revista Scientific American.
Hay muchas formas distintas de concebir a Dios4. La más primitiva
es el animismo, propio de pueblos primitivos que creen en la existencia
de espíritus asociados a lugares, animales, plantas, montañas o ríos, en
general al alma de las cosas. El animista siente que hay una difusa realidad invisible que trasciende a lo que ve y desde la que se gobierna el
mundo de una manera misteriosa.
El politeísmo es la creencia en varios dioses, muchos quizá, ordenados
jerárquicamente y con poderes especializados. Los más conocidos son
los dioses griegos y romanos presididos por Zeus y Júpiter, o los nórdicos dirigidos por Odín. Desde las religiones modernas se tiende a pensar
despectivamente del politeísmo, aunque es seguro que existe una gran
diferencia entre la visión folklórica que nos ha llegado de aquellos conjuntos de dioses y lo que pensaban las personas cultas y refinadas de esos
momentos. Una religión con aspectos tan profundos como el hinduismo
tiene una trinidad, la trimurti, formada por Brahma, Visnú y Siva, más
un cuarto, Brahmán, especie de alma universal, Dios neutro, lejano y
abstracto que encarna la existencia en estado puro, lo absoluto. Y en el
cristianismo hay restos politeístas en la doctrina de la Trinidad y en las
devociones a María, a los ángeles y a los santos. El politeísmo es atractivo porque implica seres divinos próximos al hombre, más que un Dios
único cuya perfección absoluta le hace lejano y cuya soledad tiene algo
de inquietante. A eso se debe la popularidad de los cultos cristianos a los
santos, a María y a Jesús.
Tanto en el deísmo como en el teísmo, hay una separación muy clara entre Dios y el mundo. En el panteísmo, en cambio, no la hay. Dios y
la naturaleza son lo mismo, Dios se confunde con su obra; Dios son las
cosas y las cosas son Dios. Hay muchas formas de panteísmo, situadas
en un extenso terreno de nadie dentro del triángulo cuyos vértices son
el teísmo, el deísmo y el ateísmo. Todos tienen en común una fuerte
3. M. Gardner, Los porqués de un escriba filósofo, Tusquets, Barcelona, 1989.
4. M. Maceiras, «Dios en la filosofía», en Diccionario teológico: el Dios cristiano,
Secretariado Trinitario, Salamanca, 1992.
54
CIENCIA Y RELIGIÓN
admiración por la naturaleza, identificada con Dios y concebida como
una deidad no personal, no creadora, inmanente y no trascendente5,
que no se ocupa especialmente de los hombres. La inmortalidad del
alma humana se entiende como una fusión o retorno a la naturaleza.
En algunas variantes, Dios es el conjunto de las fuerzas naturales, o la
conciencia universal, o el alma del mundo, fórmulas todas ellas notablemente imprecisas.
El Dios del panteísmo es impersonal, por estar identificado con todo
lo real, frío y lejano pues, ¿cómo rezar a todo el universo? Algunas religiones orientales como el hinduismo, el budismo o el taoísmo, tienen aspectos panteístas y muchas grandes figuras del pensamiento lo han sido
o se pueden considerar como tales. Así el neoplatónico nacido en Egipto
Plotino (204-269), el judío holandés de origen ibérico Baruch Spinoza
—o Benito Espinosa— (1632-1677), el alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) o el matemático inglés Alfred North Whitehead
(1861-1947).
No es raro que los científicos sientan una fuerte inclinación panteísta, por la profunda fascinación que les produce la armonía del
mundo. Spinoza, en particular, interesa aquí por la marcada influencia
que ejerció sobre Einstein, cuyas opiniones se discuten en el capítulo 7. Como en todas las variantes del panteísmo, el Dios de Spinoza
es en el mundo y el mundo es en Dios6. No sólo eso, sino que el
mundo consiste en la manifestación de los atributos divinos, a través
de infinitos modos de existencia concretados en los seres particulares.
Éstos, incluyendo los yoes individuales de cada persona, se derivan de
la sustancia divina, como las propiedades de un triángulo se deducen
de su definición. Dios es así totalmente inmanente, a la vez causa de
las cosas y de sí mismo, aunque no creador del mundo. Es un Dios
intelectual, todo razón.
Sin duda, el panteísmo está a veces cerca del ateísmo y muchos
creyentes dirán que sus construcciones intelectuales no son sino cantos
o visiones poéticas que ensalzan una naturaleza sin Dios. De Unamuno,
por ejemplo, es la frase «se ha dicho que el panteísmo no es más que
ateísmo disfrazado; pero en mi opinión lo es sin disfrazar»7. Sin embargo, en otras ocasiones se acerca mucho más al misticismo.
5. Inmanente es aquí lo que tiene un modo de ser necesariamente vinculado al
mundo de la naturaleza; se opone a lo trascendente, cuyo modo de ser es independiente
de ella.
6. J. M.ª Valverde, Vida y muerte de las ideas: pequeña historia del pensamiento occidental, Planeta, Barcelona, 1980; M. Maceiras, Para entender la filosofía, Verbo Divino,
Estella, 1994.
7. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1976,
cap. 5.
55
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Lo que se suele entender por Dios en nuestra cultura es el Dios personal de las religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo o islamismo.
Es un ser creador y mantenedor del mundo, que administra justicia en
una vida futura. Es posible tener una relación personal y directa con él:
se le puede adorar, rezar, amar, agradecer o hablar. Como resulta imposible imaginar cómo es, se recurre a representaciones antropomórficas,
de manera simétrica a la del Génesis, en el que Dios afirma: «Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza»8. Se suele decir que es omnipotente, omnipresente, infinitamente bueno, justo, sabio..., amplificando los rasgos humanos positivos, en uso de lo que santo Tomás de Aquino (1226-1274) llamaba «predicación analógica». Metafóricamente se
le ha llamado Gran Mago, Artista, Arquitecto, Ingeniero o Relojero.
El filósofo y científico Martin Gardner tiene en su despacho un cuadro
que, a primera vista, parece una copia de La última cena de Leonardo
da Vinci, pero en el que Jesús acaba de hacer un juego de manos, el
truco de las bolas y las copas, de las que salen tres polluelos, ante la mirada atónita de los apóstoles. Dice Gardner que no le parece blasfemo
este cuadro pues «¿no fue un Gran Mago el Jesús de los Evangelios?»
(curiosamente añade que, mientras sus visitantes católicos suelen reírse,
a los protestantes no les gusta mucho)9.
Hay concepciones dinámicas en las que Dios evoluciona como
lo hace el universo, que surgió de una gran explosión, el llamado Big
Bang, hace unos trece mil millones de años y en el que se fueron formando las estructuras que hoy vemos —estrellas, planetas, galaxias— y
como lo hace también la vida, que se originó en la Tierra hace casi cuatro mil millones de años generando, desde los seres vivos elementales,
una prodigiosa pirámide de plantas y animales de complejidad creciente
hasta llegar al hombre. Entre ellas están la concepción evolutiva de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) o el Dios en proceso del matemático Whitehead. Entre estas ideas hay algunas extrañas, propiciadas por
la existencia del mal. Por ejemplo, se ha llegado a suponer que Dios es
fundamentalmente bueno, pero que, como dice el Antiguo Testamento,
sufre ataques de ira que le perturban o que va mejorando con el paso del
tiempo, de modo que todavía tiene poco éxito en su lucha contra el mal.
En modelos de ese tipo, Dios es finito y sólo puede adivinar el futuro de
manera probabilista. Este punto de vista fue defendido por el filósofo
americano Charles Hartshorne, profesor en la Universidad de Chicago,
recogiendo el pensamiento de los italianos Lelio Socini (1525-1562) y
su sobrino Fausto Socini (1539-1604), que sostenían que Dios aprende
y mejora a medida que pasa el tiempo. El físico angloamericano Free8. Génesis 1, 26.
9. M. Gardner, op. cit.
56
CIENCIA Y RELIGIÓN
man Dyson, nacido en 1923 y uno de los creadores de la electrodinámica cuántica, se manifiesta también como sociniano10.
A veces se dice que el mundo no es más que un sueño de Dios en el
que los hombres aparecemos como personajes. Según una metáfora de
Unamuno, somos frente a él como los personajes de una novela respecto de su autor, lo que ayuda a comprender cómo podría Dios estar fuera
del espacio y del tiempo. Pues un autor ve el desarrollo espaciotemporal
de su obra desde tal perspectiva que no está condicionado estrictamente
por la lógica propia de la historia. Puede forzarla, pero al mismo tiempo
siente el impulso propio de cada personaje. Recuerdo la impresión tan
fuerte que me produjeron las lecturas, cuando era estudiante, del drama
de Pirandello Seis personajes en busca de un autor o de la novela (o «nivola») Niebla de Unamuno11, en la que su protagonista Augusto Pérez se
enfrenta al autor-creador, exigiéndole a gritos que cambie su realidad.
Dios sería así el novelista que escribió nuestras vidas.
La falta de conceptos adecuados se pone de manifiesto con el sexo
con que se suele representar a Dios. Aunque no tiene sentido asignarle
ninguno, no cabe duda de que toda la Biblia da de él una imagen masculina, lo que se acentúa por la figura de Jesús. Lo mismo se puede decir
del judaísmo y el islam, a pesar de la prohibición de representar la figura
de Dios. Ese desequilibrio está algo compensado en el cristianismo por
el papel de María. En los Estados Unidos hay ahora una gran preocupación, obsesión incluso, por librar de sexismo al lenguaje religioso,
lo que propicia hasta nuevas traducciones de la Biblia. Y los antiguos
cristianos gnósticos aplicaban a Dios tanto símbolos femeninos como
masculinos12. Tengo anotada una historia contada hace años por una
líder negra norteamericana, quien decía en broma que a una amiga suya
se le había aparecido Dios y que, ante su apremiante pregunta «dime,
¿cómo era?», le respondió: «Well, to begin with, she’s black»13, lo que
me recuerda que Martin Gardner se pregunta si Dios tiene sentido del
humor14.
Como se ve, los modelos de Dios son muy vagos e imprecisos. Si
se acentúa la inmanencia, se cae en un panteísmo ateizante; si, por el
contrario, se subraya su trascendencia, podemos llegar a hablar de la
nada, porque resulte imposible decir algo. Quizá el éxito del cristianismo se deba a una mezcla equilibrada de estos dos elementos gracias a la
doctrina de la encarnación.
10.
11.
12.
13.
14.
F. Dyson, El infinito en todas direcciones, Tusquets, Barcelona, 1991, pp. 120, 279.
M. de Unamuno, Niebla, Espasa-Calpe, Madrid, 1939.
E. Pagels, Los Evangelios gnósticos, Crítica, Barcelona, 1990, cap. III.
«Pues, para empezar, es negra.»
M. Gardner, op. cit.
57
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Modelos de la creación del mundo
En contra de lo que se tiende a pensar implícitamente desde la tradición
cristiana, la existencia de un Dios o de varios dioses no implica necesariamente que él o uno de ellos haya creado el mundo. En el hinduismo,
por ejemplo, no hay creación sino un universo que se anula y se renueva
a sí mismo en una sucesión indefinida de ciclos sin principio ni fin. Una
especie de sustancia cósmica, la prakriti, se despliega, crece, disminuye,
renace y revive en cada ciclo. Se suceden así eras cósmicas, las kalpas,
cada una de muchos millones de años, que son los días de Brahmán, más
fuerza universal y principio abstracto que Dios propiamente dicho. Al
principio de cada período, la prakriti generó elementos primordiales que
constituyeron un huevo de Brahmán, flotando sobre las aguas. Brahmán,
tras nacer, engendrará a su vez al hombre y al mundo, que se disuelve al
final del ciclo dando lugar a un nuevo huevo. Además de Brahmán, hay
en el hinduismo muchos dioses, los más importantes la trinidad formada
por Brahma, Visnú y Siva, pero no crearon el mundo. Dejando aparte
las imágenes mitológicas, parece claro que en esa religión el universo,
eterno e increado, se renueva a sí mismo, sin principio ni fin.
Por tanto, Dios no implica creación; pero si, como creen las tres
grandes religiones monoteístas —las religiones abrahámicas como gusta de llamarlas el físico Abdús Salam, premio Nobel en 1979— Dios
creó el mundo, ¿cómo lo hizo? ¿En qué consistió el acto o el proceso?
Prescindamos de historias mitológicas, como los dos relatos del Génesis
en la Biblia, el de la creación en siete días y el de Adán y Eva, entendidos de modo literal durante mucho tiempo, pero hoy interpretados
como visiones poéticas o relatos simbólicos (salvo algunos grupos fundamentalistas, en Estados Unidos sobre todo). Nos interesan ahora dos
cuestiones: en qué pudo consistir la creación y cuánto duró (o cuánto
durará).
Hay tres maneras de imaginar lo que pudo hacer Dios para crear el
mundo: dar forma y orden a un caos primordial que llenaba antes todo,
crear la materia y la luz a partir de la nada en un espacio vacío preexistente, o crear incluso el espacio y el tiempo.
La primera alternativa evita lo dificultoso de imaginar a la materia
surgiendo de la nada, pero no contesta la pregunta, sino que simplemente la traslada más atrás en el tiempo y plantea otras nuevas: ¿de qué
estaba hecho ese caos? ¿De materia como la de ahora? ¿Existía desde la
eternidad o fue creado? El gran filósofo griego Platón (428-348 a.C.)
defendía esa idea; llamaba demiurgo a una deidad activa organizadora
de un caos preexistente, aunque eso no es para Platón lo definitorio
de Dios, sino ser el bien, la belleza y la verdad supremos. El relato del
Génesis parece insinuar algo así al decir «la tierra estaba confusa y vacía
58
CIENCIA Y RELIGIÓN
y las tinieblas cubrían la haz del abismo»15, aunque la tradición cristiana
posterior se pronunció claramente por la creación a partir de la nada.
En cambio, para los griegos la materia es eterna y Dios no es su creador,
sino quien la ordena y dirige, casi reducido a ser motor inmóvil que la
mantiene en movimiento desde su propia y perfecta quietud.
En el sistema judeo-cristiano, Dios es ante todo el creador de un
cosmos que empezó a existir en un cierto momento, y que dejará de
existir en otro, el fin del mundo, lo que constituye una singularidad original. El primer versículo de la Biblia es precisamente «al principio Dios
creó los cielos y la tierra», mientras que la tradición de un final se basa
en algunos textos de los Evangelios y se refuerza por el lenguaje poético
del Apocalipsis cuando dice, por ejemplo: «Yo soy el alfa y la omega, el
primero y el último, el principio y el fin»16.
La coexistencia de un mundo con principio y fin, limitado en el
pasado y en el futuro, con un Dios inmutable y eterno, plantea al cristianismo algunos problemas. Se supone que tras el fin del mundo, Dios
estará con los bienaventurados que hayan merecido ese premio, pero
¿qué hacía Dios antes de crear el mundo? ¿Por qué decidió hacerlo?
¿Por qué eligió un cierto momento para la creación y no otro cualquiera? Una manera de evitar estas molestas preguntas es suponer que Dios
está fuera del tiempo y el espacio y que estas entidades fueron creadas
por él justo antes que todo lo demás. Fue san Agustín (354-430) quien
defendió decididamente esta idea, afirmando que «el mundo fue creado
con el tiempo y no en el tiempo», explicación que no es fácil de entender, porque ¿cómo imaginar algo que está fuera del espacio y el tiempo?
El propio Agustín decía ante perplejidades como ésta: «Cuando no me
preguntan qué es el tiempo lo entiendo bien, cuando me lo preguntan
no comprendo nada», lo que dio lugar a bromas del tipo de ¿cómo es
posible que el tiempo sea tan difícil de comprender si sólo es seis días
más viejo que el hombre? Esta salida al problema de imaginar la creación entra en lo que se llama teología negativa, que se basa en la idea
de que Dios es pura negación, porque todo lo que puede ser expresado
y comprendido mediante afirmaciones sobre sus propiedades es necesariamente finito y limitado y no puede ser Dios, de modo que éste sólo
puede caracterizarse por lo que no es.
Se suele decir que Agustín era un pensador próximo a la sensibilidad
y al mundo modernos. Quizá por ello y para esquivar esas preguntas sin
respuesta posible, recurre a un expediente en sintonía con las ideas de
la ciencia de hoy, pues, desde la teoría de la relatividad general de Albert Einstein de 1916, sabemos que las propiedades del espacio-tiempo,
15. Génesis 1, 2.
16. Apocalipsis 22, 13.
59
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
como conviene llamar a esas dos entidades fundidas en una sola, están
íntimamente unidas a las de la materia. La línea que las une son las ecuaciones de Einstein de la gravitación, que imponen la igualdad de dos
cantidades. Una de ellas describe la geometría, la otra se refiere al movimiento de la energía. La consecuencia es que las propiedades geométricas del espacio no están dadas a priori, como pensaba Kant, sino que
dependen de la densidad y el movimiento de la materia17. Cuando en
una ocasión le preguntaron a Einstein cómo se podría condensar en una
frase simple lo más importante de su teoría, contestó:
Antes se creía que el espacio y el tiempo eran independientes de la materia. Pero la teoría de la relatividad afirma que, si hiciésemos desaparecer
toda la materia, el espacio y el tiempo desaparecerían con ella.
La ciencia se ocupa hoy de cómo empezó el universo, aunque suele
hablar de origen, palabra ideológicamente más neutra que creación. El
paradigma aceptado casi unánimemente supone que todo empezó con
una descomunal explosión llamada el Big Bang (en español deberíamos
decir Gran Pum, como sugirió Octavio Paz). En ese modelo no tiene
sentido hablar de espacio ni de tiempo antes del origen, por lo que esas
entidades nacieron simultáneamente con la materia. Podrá parecer que
el que la ciencia pueda hablar hoy del origen del universo apoya necesariamente la idea de un creador. Pero muchos no lo creen así y buscan
una teoría en la que sea el propio universo quien se cree a sí mismo, de
manera que sea autosuficiente. Esta cuestión será tratada en el capítulo 6.
La segunda pregunta que formulamos antes se refiere a cuánto dura
la creación: ¿fue cosa de un instante o fue un proceso con varias etapas
que quizá todavía dure hoy? Aunque distinta, está relacionada con la
cuestión de la Providencia, es decir, de si Dios interviene permanentemente en la marcha de los asuntos del mundo. La tradición del cristianismo y de las otras religiones monoteístas se decide en favor de una
creación en un momento (o en una semana en las interpretaciones literales) en lo que se refiere al cosmos, si bien insiste en actos de creación
especiales para cada ser humano.
Pero podría admitirse una creación continuada, como en algunas
teologías evolutivas del estilo de las ya citadas de Whitehead o Teilhard
de Chardin. Desde el punto de vista cristiano ortodoxo es frecuente
admitir, a la luz de los conocimientos de la ciencia, algunas intervenciones especiales para la creación del sistema solar, la Tierra, la vida o las
17. Nótese que hay que identificar aquí materia y energía, en aplicación de la famosa
ecuación de Einstein E = mc2, que relaciona la masa m con la energía E mediante un
factor de proporcionalidad igual a la velocidad de la luz c al cuadrado.
60
CIENCIA Y RELIGIÓN
especies, por ejemplo, al suponer que se trata de sucesos que no pueden
realizarse dentro del marco de las leyes de la física y deben recibir alguna ayuda.
Los científicos, sin embargo, tienden a aceptar mejor la idea de una
aparición instantánea del mundo, o al menos una creación muy breve,
que la intervención posterior y permanente de Dios, tanto más cuanto
el desarrollo de la ciencia va acercándose a explicar, sin salirse de las
leyes de la naturaleza, procesos como la formación del sistema solar o el
origen de la vida. Muchos de los que son teístas creen que la naturaleza,
una vez formada, sigue sus propias leyes en todo momento, sin que Dios
las suspenda para obrar milagros, que se suelen definir precisamente
como una interrupción momentánea de esas leyes, pues creen que Dios
no necesitaría hacerlo para intervenir en el mundo.
Filosofía griega, teología medieval y Revolución científica
Se ha dicho que el impacto de la Revolución científica, iniciada en el
siglo XVI y que todavía estamos viviendo, es tan grande que sólo puede compararse con la expansión explosiva del cristianismo18. Esas dos
estructuras, ciencia y religión, han modelado el mundo y determinado
los valores asumidos de tal modo que nuestra sociedad sería inimaginablemente distinta sin ellas. La personalidad de la Europa de hoy, y esto
es extensible a toda la cultura occidental, se debe a la superposición,
sobre la base de su tradición grecolatina, de dos elementos aparentemente muy distintos: la identidad religiosa de la Europa medieval, cuyo
corolario era una sociedad teocrática, y las ideas de la Ilustración, consecuencia en buena parte de la Revolución científica. Muchos ven esos
dos elementos como antagónicos, pero forzoso es reconocer que hay en
nuestras sociedades actuales pervivencias simultáneas muy claras de esos
dos períodos históricos, de modo que Europa sería muy diferente sin
cualquiera de ellos. La Revolución científica se dio precisamente en el
período histórico que va desde el Medievo, que termina en el siglo XV,
hasta la Ilustración en el siglo XVIII. La teoría heliocéntrica de Copérnico aparece en 1543, la idea de la circulación de la sangre de Harvey se
publica en 1628, las leyes de Kepler y los descubrimientos de Galileo
son de principios del siglo XVII, Descartes y Pascal viven en la primera
mitad del siglo XVII y Newton publica sus Principios matemáticos de
la filosofía natural en 1687, aunque los había descubierto años antes.
Muchos admiten como evidente que el proceso que va desde el pensa-
18. H. Butterfield, The origins of modern science, Macmillan, New York, 1957.
61
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
miento medieval a la Revolución científica y la Ilustración consistió en
una ruptura total entre dos términos sin relación causal posible, fuera
de una rotunda oposición. Desde esa perspectiva, a menudo parte ya del
folklore intelectual, habría que buscar las raíces de la ciencia moderna
en los griegos de la Antigüedad exclusivamente, pasando por encima de
un sombrío y estéril interludio llamado Medievo.
Sin embargo, hay serios motivos para pensar que, muy al contrario,
la ciencia moderna está enraizada en la Edad Media, y no sólo eso, sino
que le debe mucho a la teología medieval. Más aún, no podría haber
surgido sin que una tradición como la cristiana le hubiera preparado el
terreno. Hay dos buenas razones para creerlo así.
La primera es la creencia cristiana en un Dios que no sólo creó el
cosmos, sino que le dotó de orden y le hizo seguir ciertas leyes. Un versículo muy citado del Libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento19,
«[Señor], todo lo dispusiste con medida, número y peso», parecía proclamar que el mundo no es arbitrario sino inteligible, que tiene un orden capaz de ser estudiado. Además, es posible determinar las normas
impuestas por Dios observando cómo se comportan las cosas, lo que
abre camino al método experimental. Esto es muy importante, pues el
objetivo fundamental de la ciencia es el estudio de las leyes de la naturaleza, es decir, de las pautas de comportamiento a las que se ajusta
en toda ocasión. Así, una piedra cae siempre hacia abajo con la misma
aceleración, los planetas se mueven siempre de la misma manera, el
agua siempre hierve a cien grados de temperatura, los días y las noches
se suceden, lo mismo que las estaciones. La tradición cristiana facilitó la
asimilación de esta idea. Por ejemplo, para Descartes, quien dedicó muchos esfuerzos a establecerla, las palabras «ley de la naturaleza» son las
adecuadas porque las entendía como normas de conducta impuestas a
su obra por un Dios legislador. Un mundo creado por un Dios caprichoso o bajo el dominio de varios dioses en competición, no se comportaría
así y no podría ser entendido por sí mismo.
Un segundo motivo para establecer una relación positiva entre teología medieval y ciencia moderna se refiere a la idea de infinito. Es éste
un concepto difícil de entender contra el que se estrellaron los griegos,
hasta el punto de llegar a considerarlo como un serio problema para la
inteligibilidad del mundo. Se dice que un conjunto de elementos es infinito si es posible encontrar más de n de esos elementos para cualquier
valor del número entero n, por grande que éste sea. Por ejemplo, un
segmento de línea recta contiene infinitos puntos, pues podemos hallar
en su interior más de mil de ellos, más de un millón, más de un billón,
19. Sabiduría 11, 21.
62
CIENCIA Y RELIGIÓN
y así sucesivamente sin límite ninguno. Esta idea repugna a nuestra intuición propia de seres finitos, pero es muy importante pues la ciencia
describe cosas que ocurren en el espacio y el tiempo y cualquier volumen espacial o cualquier intervalo temporal contienen infinitos puntos o instantes. De hecho, la teoría del movimiento de Newton, con la
que surgió la ciencia moderna, consiste esencialmente en poner en una
correspondencia adecuada conjuntos infinitos espaciales y temporales.
Esto parecía imposible a los griegos, como ponen de manifiesto las refutaciones del movimiento del filósofo Zenón de Elea, nacido ca. 490
a.C., a quien Aristóteles llama inventor de la dialéctica. Los más conocidos se refieren a la flecha y el blanco y a Aquiles y la tortuga.
Tomemos el primero. Si un arquero lanza una flecha, antes de llegar
a la diana debe recorrer la mitad de la distancia, luego la mitad de lo que
le queda y así sucesivamente siempre le falta algo. O sea, que debe recorrer un conjunto infinito de intervalos de espacio en un tiempo limitado
y finito, lo que parece imposible. De la misma manera, Aquiles, el héroe de los pies ligeros, no podrá alcanzar nunca a una tortuga porque,
cuando llega al punto A donde estaba ella al principio, se habrá movido
hasta B y cuando llegue a B, ella estará en C, etc. Ante esa dificultad,
Zenón no deduce la inexistencia del cambio, sino la imposibilidad de
entenderlo racionalmente.
La idea de infinito es una de las claves para una teoría del movimiento: sin ella el mundo es ininteligible. Está presente en el nacimiento de la ciencia moderna, en la geometría analítica de Descartes, en
los experimentos de Galileo sobre la inercia, en las visiones de Kepler
sobre el movimiento planetario y, sobre todo, en Newton. Para todos
ellos era un concepto menos aterrador que para los griegos, porque el
cristianismo lo había considerado siempre como un atributo divino y
la intensa reflexión teológica de la Edad Media, basada siempre en suponer una deidad racional, lo había hecho familiar, libre de sus perfiles
más cortantes20. Newton y Leibniz, inventores del cálculo infinitesimal,
20. Los teólogos medievales tenían distintas opiniones sobre el infinito. Tomás de
Aquino (1225-1247) lo rechaza en la Summa Theologica, diciendo que es totalmente
imposible una multiplicidad infinita en acto. En cambio, Agustín (354-430) afirma en su
Ciudad de Dios que no se puede negar a Dios el poder de concebir el infinito en acto.
La continuación de la historia de las matemáticas confirma otra vez esta relación, al formalizarse en el siglo XIX la teoría de conjuntos, gracias en buena medida a Georg Cantor
(1845-1918), nacido en Rusia de familia judío-danesa pero que vivió en Alemania (cf.
M. Kline, El pensamiento matemático de la Antigüedad a nuestros días, 3 vols., Alianza,
Madrid, 1992, cap. 41). Su trabajo explorando los transfinitos estuvo muy influido por su
tendencia mística y sus vivencias religiosas. Luchó contra quienes se oponían al infinito,
y mantuvo una pugna con el matemático Leopold Kronecker, gracias a su fe en que los
conjuntos infinitos «existen en el nivel más alto de la realidad en tanto que ideas eternas
en la mente de Dios».
63
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
eran dos creyentes convencidos. El primero lo aplicó con enorme éxito
a la teoría del movimiento, en la que recurre con frecuencia a dividir
infinitamente el espacio recorrido por un móvil. No es casualidad que
considerase el espacio como el sensorio de Dios (su órgano de los sentidos con el que se comunicaba con el mundo), algo necesariamente
infinito.
Que el origen del pensamiento de hoy puede ser consecuencia de la
teología medieval fue ya defendido en 1925, en un famoso libro sobre
el nacimiento de la ciencia moderna21, por el matemático británico Alfred North Whitehead, a quien ya hemos citado por su concepción de
Dios en proceso.
Para Whitehead, la idea de un Dios legislador fue esencial para inspirar a los fundadores de la ciencia moderna «la convicción de que cada
acontecimiento puede, en todos sus detalles, ser puesto en correlación
con sus antecedentes, de manera bien definida, aplicando principios
generales». Además, el convencimiento consiguiente de que hay un secreto que puede ser desvelado, una sensación muy intensa en los científicos, se debió a «la insistencia medieval en la racionalidad de Dios». En
el mismo contexto, el premio Nobel de Química de 1977 Ilya Prigogine
(1917-2003) e Isabelle Stengers (1949), al considerar en su famoso libro La nueva alianza22 varias opiniones sobre la posible influencia de
la teología medieval en el nacimiento de la ciencia moderna, subrayan
que «lo que hoy se llama ciencia clásica nació en una cultura dominada
por la idea de una alianza entre el hombre, situado en la frontera entre
los órdenes divino y humano, y un Dios legislador, arquitecto soberano
concebido a nuestra imagen».
Hay muchos motivos para admitir que la Revolución científica no
fue la ruptura que se suele suponer. El historiador escocés Hugh Kearney23 estudia cómo los científicos de los siglos XVI y XVII continuaban
tres tradiciones medievales que consideraban el mundo como misterio,
como organismo y como máquina. Aquí como en todas partes debemos librarnos de simplismos, especialmente al ver que la figura más
emblemática del grupo, el gran Isaac Newton en cuya obra se basaron
las escuelas de pensamiento mecanicista, está también influido por las
tradiciones que juzgan el mundo como un misterio o un organismo. Por
ello se resistió a dar una visión exclusivamente mecánica del universo,
21. A. N. Whitehead, Science and the modern world, Simon & Schuster, New York,
1925, pp. 9-25. El americano S. Jaki defiende las ideas de Whitehead en libros como
Science and creation, Scottish Academic Press, Edinburgh, 1986.
22. I. Prigogine e I. Stengers, La nueva alianza, Alianza, Madrid, 1986; Círculo de
Lectores, Barcelona, 1997.
23. H. Kearney, Orígenes de la ciencia moderna 1500-1700, Guadarrama, Madrid,
1970.
64
CIENCIA Y RELIGIÓN
hasta el punto que el conocido economista John Maynard Keynes, quien
compró los manuscritos de Newton en 1936 en una famosa subasta, lo
consideraba más próximo a los alquimistas que a los mecanicistas del
siglo XVIII (es poco conocido que Newton escribió mucho sobre alquimia). Así dice Keynes:
Newton consideraba el universo como un enigma que podía adivinarse
mediante la sola aplicación del pensamiento a ciertas claves místicas
que Dios puso en el mundo [...] como un criptograma preparado por el
Todopoderoso [...]24.
Estas consideraciones explicarían por qué la ciencia surgió en Europa. Sólo podría haberlo hecho en una cultura en la que una filosofía
como la griega hubiese insistido previamente en la armonía del mundo
y en que hay que pensar las cosas a fondo intentando llegar a sus principios esenciales, y en el que la creencia en un Dios creador y racional
hubiese abonado la idea de que el mundo es inteligible. Pero, cuando se
dice una cosa así, suena enseguida la acusación de eurocentrismo, por lo
que conviene contar con opiniones surgidas en otros ámbitos culturales.
Examinaremos ahora los puntos de vista de científicos provenientes de
las culturas judía, musulmana, japonesa y china.
Cyril Domb es un físico de la Universidad de Bar-Ilan en Israel. Fue
antes profesor en Cambridge y Londres. Es muy conocido por sus trabajos sobre transiciones de fase y fenómenos críticos, por los que obtuvo
el premio Max Born en 1981. Domb cree también en la influencia positiva de las ideas religiosas de pioneros de la ciencia como Copérnico,
Kepler, Boyle o Newton sobre su trabajo. No le cabe duda de que lo
interpretaban como el descubrimiento de las leyes que el Creador había
impreso en la naturaleza y se sentían profundamente impresionados por
la simplicidad de las hipótesis que bastan para describir el mundo, para
las que no hay ninguna razón lógica25.
El paquistaní Abdus Salam (1926-1996), premio Nobel de Física en
1979, que cita el párrafo anterior de Prigogine26, está de acuerdo con la
24. J. M. Keynes, Essays in Biography, London, 1951, pp. 313-314; la misma frase
figura en una conferencia suya de 1946: «Newton, the Man», en Newton Tercentenary
Celebrations, Cambridge University Press, Cambridge, 1947, pp. 27-34. Cf. también P. E.
Spargo, «Sotheby’s, Keynes and Yahuda. The 1936 sale of Newton’s manuscripts», en P.
M. Harman y A. E. Shapiro (eds.), The investigation of difficult things. Essays on Newton and the history of exact sciences, Cambridge University Press, Cambridge/New York,
1992.
25. C. Domb, «Faith and reason in Judaism», en N. Mott, Can scientists believe?
Some examples of the attitude of scientists to religion, James and James, London, 1991.
26. A. Salam, «Religion and Science, with particular reference to Science in Islam»,
International Centre for Theoretical Physics, Trieste, 1990, pp. 4-5.
65
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
existencia de una relación de causalidad directa entre la teología medieval y la ciencia, pero insiste en que debe añadirse la tradición islámica a la greco-judeo-cristiana. Dedica mucho esfuerzo, publicaciones y
conferencias a analizar la línea que va desde el Corán a los grandes de
la ciencia islámica en su época de oro, hacia el año mil, como Avicena
(980-1037), Alhazen (965-1039) y Al Biruni (973-1048)27. Salam está
convencido de que el esplendor de la ciencia árabe en ese momento se
debe a la influencia decisiva del Corán, que incita a los fieles a contemplar la obra de Dios, de manera similar a como ocurrió en Europa con
la teología medieval cristiana.
El japonés Hideki Yukawa (1907-1981) recibió el premio Nobel de
Física en 1949 por postular la existencia de las partículas elementales
llamadas mesones. Sus razones para hacerlo eran puramente teóricas,
pero estaba en lo cierto: fueron observadas años después en el laboratorio. Era un hombre de gran cultura, muy conocedor de los clásicos
chinos, para los japoneses algo parecido a los griegos para Europa. Muy
interesado en las raíces de la creatividad y en el papel de la abstracción
y la intuición en el razonamiento28, se declara admirador de los filósofos
griegos por «introducir el método general de la abstracción que es uno
de los dos fundamentos de la ciencia», y dice: «Para un científico como
yo, la filosofía natural de la antigua Grecia tiene el aire romántico de las
historias de dioses y diosas y las tragedias con héroes». Tras afirmar que
la ciencia ha llegado a donde está hoy gracias a la cultura desarrollada
precisamente en Grecia y no en ningún otro país, se pregunta los motivos de un hecho tan singular. Su contestación es que «el pensamiento
clásico oriental pone un énfasis excesivo en la intuición, mientras que
en Grecia la intuición y la abstracción alcanzaron un equilibrio armonioso». Es interesante saber que sospecha que el mundo moderno ha
perdido algo de ese equilibrio y que le convendría una inyección de
elementos orientales para recuperar los valores del conocimiento intuitivo. Yukawa no habla de religión, pero sí de una de las razones de que
la ciencia haya nacido en Europa, lo que nos sugiere que no debemos
temer a la acusación de eurocentrismo.
Finalmente examinemos la opinión de un chino, el astrofísico Fang
Li Zhi, nacido en 1936. Tras ser condenado varias veces a trabajos forzados durante la Revolución cultural entre 1966 y 1976 y ocupar luego
cargos importantes en su país, se vio obligado a escapar al extranjero
27. Véase más abajo el capítulo 7; cf. también A. Salam, «Conferencia en el Simposio
Internacional de Unidad Abrahámica», Córdoba, 1987; J. Vauthier, Abdus Salam, un physicien, Beauchesne, Paris, 1990.
28. H. Yukawa, Creativity and Intuition: A physicist looks at East and West, Kodansha
International, Tokyo, 1973.
66
CIENCIA Y RELIGIÓN
por su disidencia política. Recibió muchos premios, como el de la Academia de Ciencias de China o el Robert Kennedy por su defensa de los
derechos humanos. Actualmente trabaja en la Universidad de Arizona.
Quizá por influencia de la tradición taoísta china, defiende la teoría
del nacimiento del universo desde la nada, de la que se hablará en el
capítulo 6. Fang Li Zhi fue invitado en 1987 a participar en Roma en
una conferencia sobre teología y ciencia, organizada por el Observatorio Vaticano. Dedicó su intervención29, como un buen método para
comprender las relaciones entre religión y ciencia, a estudiar los motivos de que ésta se haya desarrollado primero en Europa. Encuentra
algunas razones para que haya ocurrido así —varios efectos positivos de
la teología sobre la ciencia—. La primera se refiere a la inteligibilidad
del mundo, sin cuya hipótesis no tendría sentido la empresa científica.
Mientras en Europa muchos sabios se esforzaban en comprender por
qué se mantienen los astros en el cielo sin caer hacia abajo, los pocos
que en China se planteaban cuestiones como ésta eran ridiculizados (algunos lo hicieron en la ciudad de Ji y, desde entonces, la frase «actuar
como la gente de Ji» se usa para designar a los que pierden su tiempo
ocupándose de cosas inútiles sin sentido). Nótese que la reflexión sobre
ese problema tuvo mucha importancia —de ello salió nada menos que
la teoría de la gravitación universal—. En Europa la discusión teológica
estimulaba preguntas como ésta, pero la religión de Confucio inhibe la
preocupación por cuestiones fundamentales, que le parecen «inútiles»,
por su énfasis en la ética social y su olvido de la ontología. Nótese la
coincidencia con Yukawa, citado más arriba.
Otra razón que encuentra Fang es el importante papel que jugó en
Europa la noción de universalidad —que las propiedades de la naturaleza son las mismas en todas partes—, debido a la creencia de que el mundo fue creado en su totalidad por un Ser racional. Ello abrió el camino
a la búsqueda de regularidades e hizo más fácil postular que las mismas
leyes rigen el comportamiento de los astros y de las cosas en la Tierra
—idea que resultó extraordinariamente fecunda—, como lo hizo Newton (y también el iraní Al Biruni en la cultura musulmana, en la misma
situación que la cristiana a estos efectos). Fang considera también la rápida aceptación del principio de relatividad de Galileo —esencial en su
dinámica—, debida a su entender, a que la tradición religiosa medieval
hacía admisible la existencia de principios básicos de validez universal.
Parece pues que hay base sólida para admitir un efecto positivo de
la teología medieval en el nacimiento de la ciencia moderna, sin temor
a caer en un eurocentrismo disimulado.
29. Fang Li Zhi, «Interface between science and religion», en R. J. Russell et al.
(eds.), John Paul II on science and religion, Vatican Observatory, Vaticano, 1990.
67
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Pero hay que cuidarse de simplificar demasiado. No estoy afirmando
que la ciencia moderna sea una consecuencia necesaria de la teología
medieval, tras la preparación de terreno de la filosofía griega, aunque
sí digo que estas dos facilitaron su nacimiento. En todo caso, si bien la
teología medieval tuvo efectos positivos sobre la ciencia, que facilitaron
la Revolución científica del XVI, fue sin duda necesaria la liberación de la
rígida tutela de la Iglesia, pues la ciencia necesita de libertad intelectual,
para atreverse a la heterodoxia e incluso a la herejía. La historia de la
reacción ante la doctrina heliocéntrica lo prueba así.
¿Conflicto, independencia, colaboración?
Quizá simplificando un tanto se puedan encontrar tres enfoques básicos
sobre el problema de las relaciones entre ciencia y religión30:
1. Conflicto inevitable. Para muchos, ciencia y religión son dos estructuras antagónicas e incompatibles, enfrentadas intensa y necesariamente
por sus métodos, fines y estilos.
2. Independencia. Según otras opiniones, sus ámbitos de actuación
son completamente diferentes, de manera que todas sus disputas se deben a malentendidos.
3. Cooperación. Algunos creen que la ciencia y la religión se ayudan
mutuamente y citan, por ejemplo, cómo durante la Revolución científica, el intento de comprender mejor la manera de actuar de Dios sobre el
mundo fue uno de los estímulos de muchos grandes científicos. En esta
línea, algunos llegan a verlas incluso como complementarias.
Cualquiera de estas maneras de ver la cuestión, aplicada sistemáticamente a todos los casos en todas las épocas, como hacen muchos,
es una simplificación excesiva, gravemente deformadora de la verdad31.
El historiador de la Universidad de Oxford John H. Brooke32 ha mostrado hasta qué punto esas esquematizaciones son excesivas. Las relaciones entre conocimiento científico y fe religiosa son enormemente
complejas y ricas y, además, lo que se entiende por ciencia y por religión
no es algo fijo e inmutable, está sujeto a fluctuaciones y sus fronteras son
móviles y difusas. Una de las dificultades es la diferencia entre religión
30. I. G. Barbour, Issues in Science and Religion, Prentice Hall, Englewood Cliffs
(NJ), 1966; o la presentación más breve del mismo autor «Ways of relating science and
theology», en R. J. Russell et al. (eds.), Physics, Philosophy and Theology: A Common
Quest for Understanding, Vatican Observatory, Vaticano, 1988, pp. 21-48.
31. A. Udías, Conflicto y diálogo entre ciencia y religión, Sal Terrae, Maliaño, 1993.
32. J. H. Brooke, Science and Religion: Some Historical Perspectives, Cambridge University Press, Cambridge/New York, 1991.
68
CIENCIA Y RELIGIÓN
e Iglesia, cuya variedad hace que cualquier generalización se enfrente a
excepciones, contraejemplos o matices.
La Iglesia católica ha mantenido distintas actitudes en diferentes
épocas, no coincidentes con las de la anglicana o la calvinista. En ocasiones, muchas ideas se han usado tanto para fines religiosos como científicos; la religión ha estimulado otras veces a la ciencia y, al revés, ésta
ha actuado también como crítica positiva de aquella. Ocurre también a
menudo que diferencias entre distintas escuelas científicas o religiosas
se presentan como conflicto entre ciencia y religión. Un punto particularmente importante es la abundancia de científicos creyentes cuyas visiones muy personales entran en conflicto con las de las grandes iglesias.
Muchos de ellos ven tal complementariedad entre ciencia y religión que
incluso se asombran de que pueda haber algún problema. El paradigma es aquí el gran Newton, para quien la ciencia y la religión estaban
integradas de modo armonioso en la filosofía natural. Seguramente se
habría sentido sorprendido si alguien le hubiese preguntado cómo las reconciliaba, pues para él eran dos formas de conocimiento convergentes,
dedicadas las dos entre otras cosas al estudio de los atributos de Dios y
de cómo éste movía el mundo.
La ciencia y la religión coinciden en cuanto implican cosmovisiones,
pero hay entre ellas diferencias importantes. Por una parte, el fluir del
mundo se debe, para la ciencia, a fuerzas impersonales tales que, dadas unas ciertas circunstancias y condiciones, las cosas se comportan
de una determinada manera; para la religión, en cambio, las cosas son
debidas, en su realidad más profunda, a seres no materiales o a espíritus de naturaleza personal. Por otro lado, la ciencia lo basa todo en la
comprobación experimental, eliminadora de todos los elementos subjetivos del conocimiento, gracias a la autocrítica, la duda metódica y el
escepticismo sistemático; por el contrario, la religión se fundamenta a
menudo en revelaciones, dogmas y elementos subjetivos. Pero, aunque
pocos estén en desacuerdo con la existencia de esas diferencias, forzoso
es admitir que la ciencia cae a menudo en la creencia sin crítica y en
el dogmatismo temporal, mientras que la religión incurre también en el
ejercicio de la autocrítica, mediante reformas, herejías, sectas, o vueltas
a la pureza primitiva.
Si admitimos como religión toda manera de ver el mundo que ofrezca al hombre una guía de comportamiento reafirmada mediante ritos,
tal como se discutió en el capítulo 1, no hay duda de que la ciencia es
para muchos una religión. Y entre ellos hay creyentes y ateos. Durante
la Revolución francesa, la retórica revolucionaria podría muchas veces
intercambiarse con la de un mesianismo convencido de la necesidad de
transformar al hombre con los ideales de la ciencia. El biólogo T. H.
Huxley, uno de los primeros propagadores de las ideas de Darwin, solía
69
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
llamar «sermones laicos» a sus conferencias, y en el siglo XX hay muchos
cuyo celo en propagar el triunfo del cientismo no es menor que el de los
grandes profetas o misioneros.
Sin duda ha habido y hay conflictos, algunos muy grandes, entre
los que destacan los relacionados con Galileo y el sistema heliocéntrico
por un lado, y con la teoría de la evolución de Darwin, por el otro. En
esos casos, la religión acabó cediendo, pero a pesar de ello permanece y
continúa. Dada la intensidad de la confrontación y las pruebas aducidas
por la ciencia en esos debates, esto sorprende y sólo puede explicarse
si los conflictos se refieren a cuestiones secundarias o a que el sentido
de la vida, sobre el que la ciencia se supone que no debe entrar, es una
cuestión demasiado importante para los hombres, o quizá al valor social
que tienen las religiones.
Una de las expresiones más radicales de la idea de un antagonismo
inevitable es el clásico libro Historia del conflicto entre religión y ciencia, publicado en 1875 por el inglés J. W. Draper33, el primer presidente
de la Sociedad Americana de Química. Se trata de un durísimo ataque
contra el Vaticano, reacción airada ante la encíclica Quanta Cura de
1864, en la que Pío IX pretendía que todos los enseñantes estuviesen
bajo la autoridad de la Iglesia, y el decreto sobre infalibilidad del papa
promulgado en 1870 por el concilio Vaticano I. Está claro que Pío IX se
equivocó, y mucho, en las dos cuestiones.
Las opiniones de Draper pasaron a formar parte de los presupuestos
culturales de todos aquellos que ven la historia como el debate entre un
principio negativo, expresado por las iglesias, y la ciencia en lucha por la
liberación de la humanidad. Su visión de la historia es extremadamente
esquemática: la ve como un enfrentamiento en el que la ciencia derrotará a la religión, tras lo cual los hombres serán inevitablemente felices
gracias al progreso científico. Que una visión tan simple alcanzase tanto
éxito se debió, sin duda, al grave error de las iglesias al oponerse a la
teoría de la evolución de Darwin, que tenía todas las de ganar como
pronto se vio, reeditando así el triste juicio de Galileo. De hecho Draper
había participado en la famosa reunión de la Asociación Británica para
el Avance de la Ciencia, tenida en Oxford en 1860, en la que se dice que
Huxley contestó al obispo anglicano Wilberforce, cuando éste le preguntó si descendía del mono por parte de padre o de madre, algo así como
«prefiero tener un mono por antepasado que un obispo que habla de lo
que no entiende». Draper trasladó a su libro el tono crispado del debate.
Característico de las posturas como la de Draper es la superficialidad
de su análisis histórico. Sólo consideran las opiniones extremas e inter33. J. W. Draper, Historia del conflicto entre religión y ciencia, Altafulla, Barcelona,
1987.
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CIENCIA Y RELIGIÓN
pretan el pasado sin tener en cuenta las diferencias con el presente.
Draper incluso fabrica algunos datos, por ejemplo al inventar el mito de
que los teólogos de Salamanca se oponían en 1492 al viaje de Cristóbal
Colón por considerar como herética la idea de la Tierra esférica. Al final
del capítulo 7 se verá cómo Stephen Jay Gould explica que esa historia
es completamente falsa pues todas las figuras históricas del cristianismo medieval aceptaban sin problemas la esfericidad de la Tierra. De
hecho, quienes estaban en lo cierto en ese debate eran los teólogos de
Salamanca, no Colón. La tesis del conflicto inevitable es excesivamente
simplista, pues supone que ciencia y religión son instituciones de una
pieza, monolitos sin fisuras, ignorando completamente sus sutiles complejidades. Hay que decir que es defendida desde los dos extremos del
espectro, el materialismo científico y el literalismo bíblico. Al hacerlo,
esos dos grupos traspasan los límites dentro de los cuales sus métodos
tienen sentido o validez. El materialismo científico parte de la ciencia,
cuyo método maneja y conoce perfectamente, pero termina haciendo
filosofía. Los literalistas bíblicos hacen afirmaciones científicas, basándose exclusivamente en postulados teológicos.
Un llamamiento de Carl Sagan
El norteamericano Carl Sagan (1934-1996), director del Laboratorio
de Estudios Planetarios de la Universidad de Cornell, fue un físico y
astrónomo de gran proyección pública, cuyos libro y serie de televisión
Cosmos34 tuvieron un enorme éxito. Colaboró en las expediciones espaciales Mariner, Viking y Voyager, y recibió multitud de distinciones
y medallas, entre ellos el premio Joseph Priestley en 1975 «por contribuciones eminentes al bien de la humanidad», el Internacional de
astronáutica y el Pulitzer de literatura. Aparte de los aspectos técnicos de
su trabajo, destaca por sus esfuerzos para prevenir los efectos negativos
de la actividad científica, por ejemplo respecto al riesgo de una guerra
nuclear o de la destrucción del medio ambiente.
Sagan expresa en sus obras un profundo respeto, adoración y reverencia por la naturaleza, análoga a la que un hombre religioso siente
por Dios, pero está en desacuerdo con las ideas del cristianismo, del que
disiente en nombre del método científico sobre el que basa una enorme
confianza. Quizá por ello es considerado por muchos como un portavoz
del cientificismo, opuesto a cualquier interpretación religiosa del mundo. Pero su postura me parece rica, flexible y abierta, demasiado para
clasificarlo con una etiqueta simple.
34. C. Sagan, Cosmos, Planeta, Barcelona, 1982.
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LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Sus opiniones sobre la idea de Dios se resumen en el capítulo 23,
«Un sermón dominical», de su libro El cerebro de Broca35, en el que empieza diciendo: «Contestar sí o no a la pregunta de si creemos en Dios
depende mucho de lo que entendamos por Dios», idea muy importante
para él, pues rechaza las visiones simplistas que muchas gentes tienen
de la deidad. Tras hablar de la dificultad de comprender el papel de un
Dios en la Creación, hace lo que es, sin duda, una honda manifestación
religiosa: «Al enfrentarnos cara a cara con tan profundos misterios, me
parece que es de sabios sentir un poco de humildad». Termina el capítulo resumiendo su postura:
Mi convicción profundamente sentida es que, si existe un dios en el
sentido tradicional, nuestra curiosidad e inteligencia se deben a él. No
apreciaríamos esos dones [...] si suprimiéramos nuestra pasión por explorar el universo y a nosotros mismos. De otro lado, si ese dios tradicional
no existe, nuestra curiosidad e inteligencia son herramientas necesarias
para sobrevivir. En los dos casos, la empresa del conocimiento es consistente con la ciencia y con la religión y es esencial para el bienestar de
la especie humana.
En sus esfuerzos a favor de la preservación del medio ambiente, Sagan llegó a convencerse de la necesidad de una cooperación entre ciencia y religión, si queremos salvar el planeta Tierra. Por ello, redactó en
1990 un texto titulado «Preservar y proteger la Tierra. Un llamamiento
para un compromiso conjunto de la ciencia y la religión»36, firmado
luego por treinta y dos científicos destacados. En él propone una acción
común, una alianza nueva, como el mejor método para resolver los
graves problemas de la Tierra. Tuvo una respuesta rápida, firmada por
cientos de dirigentes religiosos de ochenta y tres países, entre los que
había patriarcas, lamas, rabinos, cardenales, obispos, mullás, grandes
muftís y profesores de teología.
Sagan ve necesaria esa cooperación por el grave peligro que corre
la humanidad37, pues no hemos comprendido hasta hace muy poco que
incluso el uso benigno de nuestra inteligencia puede causar riesgos al
mundo, porque no somos lo bastante listos para prever todas las consecuencias. Esto se debe a que tanto la religión como la ciencia —surgida de la tradición medieval cristiana— han supeditado la naturaleza al
servicio de los hombres. Pero los tiempos han cambiado. No podemos
35. C. Sagan, El cerebro de Broca, Crítica, Barcelona, 1994, cap. 23.
36. «Preserving and cherishing the earth. An appeal for joint commitment in science
and religion»: American Journal of Physics 58 (julio de 1990), p. 615.
37. Sagan explica las razones del llamamiento en el artículo «To avert a common
danger» en la revista norteamericana Parade Magazine del 1 de marzo de 1992, p. 10.
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CIENCIA Y RELIGIÓN
olvidarnos del planeta y por eso emerge la nueva metáfora de los administradores, la idea de que «los humanos son los cuidadores de la Tierra,
puestos aquí con ese propósito, y son responsables, ahora y en el futuro,
ante su propietario». En la preparación del llamamiento jugó un papel
importante la profunda ligazón de todos los seres humanos entre sí,
pues muchos de nuestros problemas se deben a que hemos dado preferencia a la visión local sobre la global y al plazo corto sobre el largo, sin
duda por el carácter reduccionista que suele tener la ciencia.
En el texto del llamamiento se afirma que «estamos a punto de cometer —algunos dicen que ya lo hemos hecho— lo que en lenguaje
religioso se llama a veces crímenes contra la Creación». Los problemas
implicados y las soluciones necesarias «tienen a la vez una dimensión
científica y religiosa». Y continúa:
Nosotros científicos [...] apelamos a la comunidad religiosa del mundo
para comprometernos a preservar el medio ambiente de la Tierra [...].
Como científicos, muchos de nosotros hemos tenido experiencias profundas de respeto y reverencia ante el universo. Nuestro hogar planetario
debe considerarse [sagrado] y los esfuerzos por salvar el medio ambiente
deben ser infundidos con una visión de lo sagrado [...]. Esperamos que
este llamamiento estimule un espíritu de causa común y acción conjunta
para salvar a la Tierra.
En su respuesta, los dirigentes religiosos aceptan la colaboración
como una oportunidad única pues, según dicen, «la crisis del medio ambiente es intrínsecamente religiosa». Vemos así un acercamiento nuevo
de las dos comunidades, en una postura que recuerda a la de los astrónomos del siglo XVII, para los que el mundo era sobre todo la obra de Dios,
pues los firmantes del manifiesto opinan que tiene carácter sagrado, con
independencia de sus variadas opiniones concretas sobre la existencia de
una deidad.
Un punto de vista parecido al de Sagan respecto a la posible colaboración entre religión y ciencia fue expuesto recientemente por el británico Martin Rees, presidente de la Royal Society de Londres, Astrónomo Real del Reino Unido y uno de los cosmólogos más prestigiosos
de hoy. En un debate en esa misma sociedad que tuvo lugar en mayo de
2007, afirmó hablando de los fundamentalismos:
Si damos la impresión de que la ciencia es hostil incluso a las líneas
principales de la religión, será más difícil combatir los sentimientos anticientíficos realmente peligrosos. Necesitamos a esa gente [religiosa] para
enfrentarnos a los fundamentalismos extremos38.
38. A. Jha, The Guardian (Londres), Sección de ciencias, 29 de mayo de 2007.
73
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Richard Dawkins, participante también en el debate, se manifestó
en completo desacuerdo. Posteriormente, Rees, que se declara cristiano
practicante pero no creyente, amplió su punto de vista en un programa
de radio el día 12 de agosto del mismo año. Allí opinó que el antagonismo entre ciencia y religión ahora creciente en algunos ambientes se
debe a dos razones. Primero, a la expansión de los fundamentalismos
y, segundo, «al conflicto aparente fomentado por el creacionismo en
Estados Unidos entre ciertas clases de ciencia y ciertas clases de religión»
(subrayado mío). Considera que entre los científicos de hoy hay un amplio espectro de creencias religiosas y, por ello, no debe entenderse que
ciencia y religión se oponen necesariamente. Rees escribió un libro sobre la gravedad de los peligros que debe afrontar la humanidad en el
siglo XXI39 que, en su opinión, sólo pueden evitarse mediante un nuevo
compromiso moral. Para ello la ciencia y la religión deben andar juntos
pues «la razón, sólo por sí misma, no es suficiente para definir la ética».
Debemos, pues, tomar en consideración los puntos de vista de las religiones y de otras filosofías. Concluye subrayando que hay un punto en
común entre ciencia y religión pues ambas comparten el sentimiento de
maravilla y de misterio ante la naturaleza.
39. M. Rees, Nuestra hora final, Crítica, Barcelona, 2004.
74
3
DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
Por qué no se puede probar ni refutar a Dios
Las religiones organizadas han buscado siempre una prueba de la existencia de Dios. Muchos de los mejores genios del pensamiento han dedicado
también grandes esfuerzos a conseguirla, entre ellos Platón, Aristóteles,
Agustín, Averroes, Descartes, Spinoza, Boyle o Newton. Cuando yo estudiaba el bachillerato se enseñaban en España como parte obligatoria
de los programas oficiales de religión las famosas cinco vías de Tomás
de Aquino con las que se pretendía probar de manera incontestable que
Dios existe. Durante largo tiempo, sectores importantes del cristianismo
las consideraban tan sólidas y seguras que cualquiera que no se mostrase
convencido de inmediato era considerado reo de mala voluntad. Pero
¿es razonable admitir que pueda probarse la existencia de Dios? Actualmente ya no se cree que eso sea posible, mas, como dice Hans Küng,
para los creyentes «las pruebas de la existencia de Dios han perdido hoy
mucho de su poder persuasor, pero muy poco de su fascinación»1.
Una prueba merecedora de tal nombre debería ser algo más que un
argumento de posibilidad, un motivo de reflexión o un indicio sugerente; tendría que contener argumentos lógicos tan seguros que un ateo
con suficiente cultura como para entenderlos se convenciese al punto de
la existencia de Dios. Para ello debería partir de una afirmación conocida y aceptable sin ninguna duda, tal como «yo existo» o «hay cosas que
existen» y ser capaz de dar el salto hasta la trascendencia de Dios.
Sin duda, es posible probar las verdades matemáticas y persuadir
de ellas a cualquiera capacitado para entender su demostración. Por
ejemplo, es fácil convencer a quienes hayan estudiado matemáticas al
1. H. Küng, ¿Existe Dios?, Trotta, Madrid, 2005, p. 583.
75
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
nivel del bachillerato elemental de que la suma de los tres ángulos de un
triángulo dibujado en un plano vale ciento ochenta grados o de la veracidad del teorema de Pitágoras sobre los triángulos rectángulos, según
el cual el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados
de los catetos. Como último recurso, bastaría con recortar modelos de
cartón y medirlos. O, por poner un ejemplo más simple, de que una parcela de terreno en forma de rectángulo de cuarenta por cincuenta metros tiene un área de dos mil metros cuadrados (como prueba elemental
bastaría con dividirla en cuadrados de un metro de lado y contarlos).
Los jueces y los detectives se enfrentan a menudo con la necesidad de
probar ciertas afirmaciones «más allá de una duda razonable» y muchas
veces lo consiguen, pero ¿es posible probar la existencia de Dios?
Nadie lo cree hoy. Todas las pruebas propuestas contienen alguna
afirmación que ha resultado más tarde inadmisible. Así, Tomás de Aquino, en sus vías basadas en las ideas de primer motor o de las causas eficientes, rechazaba por absurda la posibilidad de una sucesión infinita de
causas. Costó mucho entender el infinito, que parecía entonces repudiable y autocontradictorio, por las numerosas paradojas que planteaba2.
Por ejemplo, como ya hemos visto en el capítulo 2, el griego Zenón de
Elea, jugando con las curiosas propiedades del infinito, probó de manera insólita la imposibilidad de pensar racionalmente que una flecha
llegue a su blanco o que Aquiles, el de los pies ligeros, alcance a una
tortuga. Pues, dice el argumento, Aquiles o la flecha deberían recorrer
primero la mitad de la distancia necesaria, luego la mitad de lo que queda, de nuevo la mitad de lo que queda, etc. Razonando así, siempre queda algo por recorrer, pues la sucesión de distancias que restan, aunque
cada vez menores, contiene infinitas de ellas y no termina nunca, por lo
que ni Aquiles ni la flecha llegarán nunca a su destino.
Pero, desde entonces, las paradojas se han aclarado tras la fuerte
irrupción del infinito en la matemática, tanto que el manejo de sucesiones infinitas es hoy día habitual incluso para los estudiantes de bachillerato, como es el caso de la sucesión 1, 2, 3..., n…, es decir, de aquella
cuyo primer elemento es 1, el segundo 2 y así sucesivamente; o 1, 1/2,
1/4, 1/8..., 1/2n..., es decir, uno, un medio, un cuarto, un octavo, etc.,
precisamente la que interviene en el argumento de la flecha de Zenón.
Otro razonamiento muy usado, la quinta vía de santo Tomás, se
basa en la existencia de un plan en la naturaleza, que parece diseñado
con una finalidad previa, idea conocida como teleología. Pues el examen
del mundo material, especialmente de los seres vivos, lleva a descubrir
por todas partes la sugerente evidencia de un diseño, indicación de un
2. M. Gardner, Los porqués de un escriba filósofo, Tusquets, Barcelona, 1989.
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DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
creador benévolo que ama su obra. Vemos a los peces con la forma adecuada para moverse en el agua o a los pájaros para hacerlo en el aire, al
Sol enviando la energía necesaria para la vida en la Tierra y, en general,
a todos los órganos de los animales y plantas como diseñados cada uno
para su fin específico. Sobre esto se hablará en el capítulo 5, pero adelantemos ahora que, si bien antes parecía un argumento especialmente
sólido, el desarrollo de la teoría de la evolución biológica a lo largo de
la enorme edad que hoy sabemos que tiene la Tierra le ha quitado su
valor. Incluso algunos llegan a considerar como contraprueba la falta de
plan, como parece ser el caso de Weinberg citado en el capítulo 1.
Hasta se podría dar la vuelta al argumento y considerar que algunos
aspectos de nuestro mundo manifiestan un propósito malévolo por parte de su creador. Por ejemplo, ¿qué pensará una gacela de la maravillosa
anatomía del leopardo o una paloma de la delicadísima aerodinámica
del gavilán? ¿Por qué hay en el mundo tanto mal, tanto sufrimiento o
tanto dolor? No cabe duda de que la falta de plan que perciben algunos
es una razón poderosa para su ateísmo.
Una prueba que hoy día parece algo extraña es el famoso argumento
ontológico de Anselmo de Canterbury (1035-1109), sobre el que se ha
escrito mucho. Según él, Dios es el ser más perfecto de los imaginables,
por lo que debe existir necesariamente. En efecto, como la existencia es
una perfección, si Dios no existiese podríamos imaginar otro ser igual
pero existente y más perfecto por tanto, lo que conduce a una contradicción. Pero está claro hoy que de la idea de algo no se puede nunca
deducir su existencia necesaria. Aquí queda muy claro el salto emocional. Este argumento ha sido objeto de algunas bromas, por ejemplo se
ha dicho que sirve para probar la inexistencia del Diablo, porque, como
sería el ser más imperfecto que podamos imaginar y como la inexistencia es una imperfección, el diablo debería tenerla necesariamente por lo
que no podría existir.
Los argumentos que se suelen usar son de cuatro tipos3:
a) El argumento cosmológico. Traduce la sensación producida por
la naturaleza de que alguien la creó y está detrás de ella. A partir de datos sobre el movimiento y el cambio observados en el mundo y usando
la idea de causalidad, se construye una cadena de causas y efectos que se
supone no puede ser infinita y se concluye de ello que debe existir una
causa primera identificada con Dios.
b) El argumento teleológico. Partiendo del orden y del diseño que
se observa en el mundo, donde desde los astros mayores a las partículas más pequeñas y especialmente en los seres vivos, todo parece estar
3. H. Küng, ¿Existe Dios?, cit., pp. 588, 591.
77
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
ordenado con una meta, se deduce un fin supremo, Dios creador y diseñador a la vez.
c) El argumento ontológico. Debido a Anselmo de Canterbury y
usado luego por Descartes y Leibniz, se diferencia de los anteriores en
que no se basa en cómo son o cómo se mueven las cosas, sino en el
pensamiento puro. Partiendo de la mera idea de Dios como ser perfectísimo o absolutamente necesario, se concluye que debe existir pues la
existencia es una parte necesaria de la perfección.
d) El argumento moral. El sentimiento moral innato en el hombre,
según el cual es mejor hacer el bien y obrar rectamente que hacer lo
contrario es muchas veces imposible o difícil de armonizar con el ansia
de felicidad que impele fuertemente a cada ser humano. Dios es necesario como condición de posibilidad del bien supremo.
Excepto el argumento ontológico, saltan desde la percepción inmediata del mundo hasta la existencia de Dios, desde la realidad tangible
a la trascendente. ¿Cómo se puede dar tan descomunal brinco? Según
una tradición inspirada en Platón, es factible porque las cosas participan
del bien absoluto identificado con Dios, como ya había dicho la Biblia
que le ocurría al hombre, creado a su imagen y semejanza. Pero la dificultad subsiste, a pesar de esa pirueta intelectual, y es la razón de que
sea imposible hallar una prueba totalmente convincente, si se entiende
esta palabra en su acepción usual en los razonamientos de la ciencia. Un
Ser Supremo como el de las religiones monoteístas es trascendente al
mundo y, por lo tanto, a la ciencia del mundo. Por eso su existencia no
puede deducirse de la física, entendida en el sentido general de estudio
de las leyes que sigue la materia, sino que sería en todo caso propia de
la metafísica, como lo entendían quienes propusieron pruebas en el pasado, en especial Aristóteles, Averroes, Avicena, Mamónides o Tomás.
No olvidemos este punto, importante por dos razones. Primero, porque
su olvido desvirtuaría todo el sentido de las reflexiones de tantos pensadores. Segundo, por motivos de justicia elemental hacia ellos, pues
quedarían muy mal parados si supusiéramos que hablaban en términos
científicos. Les sorprendería mucho buscar la falta de capacidad probatoria en argumentos físicos.
El corazón de las pruebas se expresa en una cláusula doble: 1) el
mundo existe; 2) está dominado por la causalidad. Los antiguos, siguiendo a Aristóteles, hablaban de varias clases de causas —eficiente,
material, formal, final— y por eso separaban sus argumentos en varias
vías, pero hace ya mucho que la física considera sólo un tipo, la eficiente, bien por determinación, bien por probabilidad. Los hechos que
vemos suceden por alguna causa. Siempre los podemos poner en relación con otros anteriores sin los cuales no habrían ocurrido: ésas son
sus causas. Lo importante es aquí que, una vez aceptada la causalidad,
78
DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
ninguna de las causas que se aplican a las cosas es tan radical que haga
que esas cosas deban existir necesariamente. Podrían muy bien no existir. Así, en la evolución del sistema solar, podemos establecer cadenas
causales, pero sería perfectamente imaginable un mundo en el que no
existiesen ni el Sol ni los planetas. Esto querían decir los filósofos con la
afirmación de que la esencia de las cosas no implica su existencia. Pero
este análisis trasciende a la física, ciencia que se ocupa sólo de las cosas
que ya existen. Por tanto no puede aceptarse como prueba.
El punto de llegada de las pruebas, la divinidad, es inalcanzable
porque carece de la limitación propia del mundo. Al revés que las cosas
materiales, su esencia se confunde con su existencia y por eso trasciende
las categorías físicas —éste es el sentido de la frase «Yo soy el que soy»
de la zarza ardiente a Moisés en el monte Horeb.
Vistas desde nuestros hábitos científicos, todas las pruebas que se
han propuesto contienen dos elementos: un desarrollo lógico intelectual, y la exigencia de un salto emocional para aceptar alguna hipótesis;
ahí está su déficit probatorio. Tratan de demostrar algo que es más vivencial que lógico.
Sin duda no convencerán nunca a un ateo decidido, pero apelan a
sentimientos muy profundos en todos los creyentes. Tiene razón Küng
al decir que no han perdido nada de su fascinación. Más aún, su mismo
fracaso formal les da más atractivo, porque el Dios que se encierra en la
fría lógica de los silogismos, en los esquemas automáticos de los razonamientos, no es el Dios que los creyentes sienten como vivencia profunda.
Por otra parte, los últimos doscientos años han ido asestando golpes muy fuertes a la creencia en el poder omnímodo del pensamiento
—también una fe, aunque de otro tipo—. La razón teórica tiene límites —en ese convencimiento vive la filosofía desde Kant— y, por ello,
toda cautela es poca cuando se trata de acercarse a lo que son las cosas,
pasando por encima de lo que parecen ser. Y la ciencia ha construido
el prodigioso edificio que hoy vemos sobre los límites de nuestra capacidad de conocer; más aún, de modo paradójico, es precisamente
el aceptar la limitación humana lo que permite el conocimiento más
profundo alcanzable4. Los filósofos griegos y medievales pretendían
llegar al fondo de las cosas. Kepler, Galileo y los demás creadores de
la Revolución científica se percataron de que, en vez de ese desmedido empeño, es mejor limitarse a algunos aspectos de la realidad:
los susceptibles de ser expresados mediante números y geometría, los
cuantitativos. Abandonaban así grandes extensiones de estudio, para
concentrarse más intensamente en una región menor. Esta operación
4. A. Fernández-Rañada, «La ciencia física o la fecundidad de la limitación humana»:
Revista Universitaria Acento 11 (1961), p. 5.
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LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
de cirugía tuvo un éxito pasmoso —de ella surgió la fantástica expansión de la ciencia—, pero el brillo de sus resultados no debe oscurecer
una evidencia: nuestro intento de conocer las cosas ha cambiado su
énfasis, nos acercamos mucho más, pero a una zona menor.
Más o menos mientras Kant nos advertía sobre el peligro de tomar
nuestro conocimiento como absoluto, el matemático y físico francés
Laplace transformaba la teoría de Newton en la mecánica celeste, capaz
de predecir con impresionante exactitud los movimientos de los astros
(véase más abajo «El demonio de Laplace» en el capítulo 4). Basándose
en tales éxitos, el mecanicismo pretendió llegar a conocer toda la realidad, reduciendo su comportamiento a unas pocas leyes matemáticas
simples, cuya validez inexorable fue rápidamente interpretada por muchos como una prueba de la inexistencia de Dios.
Pero las cosas dan muchas vueltas y desde entonces la física ha ido
retirándose de su pretensión original al pasar por dos de sus revoluciones
en el siglo XX. Primero la teoría cuántica consagró el entendimiento de
que, a nivel microscópico, las leyes de la naturaleza son probabilistas,
es decir, que pueden predecir probabilidades, nunca certezas: primera
limitación.
Después la física del caos ha mostrado cómo, a nivel macroscopico,
las leyes de la mecánica de Laplace son mucho más complicadas de lo
que él creía y que su determinismo es un concepto matemático cuya
aplicación efectiva a cualquier tiempo futuro llega a hacerse imposible,
a no ser que podamos manejar, como lo haría Dios, una cantidad infinita de información: segunda limitación.
La causalidad tal como se veía en el siglo XIX quedó hecha añicos,
reducida a la posibilidad de predecir probabilidades o propensiones o
de prever el comportamiento de las cosas en intervalos finitos de tiempo, limitados en el pasado y en el futuro, a verlos nada más que a través de una ventana temporal, en expresión afortunada del físico Ilya
Prigogine. ¿Cómo pretender entonces trascender lo que vemos y llegar
a probar racionalmente que Dios existe, si cualquier camino topa con
la inevitable lejanía de las cosas y cualquier razonamiento que use la
causalidad estará siempre fuera de la certeza absoluta? Pero, y esto es
importante, estas consideraciones se aplican igualmente a la seguridad
del ateo, porque por los mismos motivos tampoco se puede probar la
inexistencia de Dios.
¿Pruebas lógicas o afirmaciones vitales?
A pesar de todo, esos argumentos deben considerarse con respeto, como
lo hacía Kant, aun habiendo mostrado su debilidad. Al ateo o al agnós80
DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
tico no le dicen nada, pero para el creyente tienen un gran valor no
sólo emocional sino incluso intelectual. Por eso no están superados si,
siguiendo a Küng, los entendemos como afirmaciones vitales y no como
argumentos lógicos. Por ejemplo, el argumento cosmológico, la necesidad de una causa primera, se basa como ya vimos en una afirmación
refutable sobre el infinito. Pero si esto anula su valor probatorio, no
afecta en cambio a su poder de sugerencia y al valor de las preguntas
que plantea y que no debemos evitar. ¿No habrá finalmente una causa
primera, fundamento de todo, que pueda identificarse con Dios? Si,
como supone hoy la cosmología, el universo surgió de una enorme explosión, ¿habrá sido un acto de creación? Además ¿no surgió la ciencia
del asombro y de la pregunta y no de la seguridad?
Algo parecido ocurre con el argumento teleológico que asegura
que Dios es la única explicación posible del diseño que se ve por todas partes. Como argumento lógico ha sido destrozado por la teoría
de la evolución de Darwin y sus desarrollos posteriores, que explican
ese plan como una apariencia forjada por la acción del azar que causa
mutaciones, combinado con la selección natural, a lo largo de miles de
millones de años.
Decíamos más arriba que Kant insistió en que las pruebas de la existencia de Dios deben considerarse con respeto. Así, en la Crítica de la
razón pura dice respecto al argumento teleológico:
Esta demostración merece ser mencionada siempre con respeto [...]. Fomenta el estudio de la naturaleza, del cual recibe su existencia y del cual
obtiene más vigor todavía [...]. La pretensión de restar prestigio a este
argumento no sólo sería frustrante sino completamente inútil5.
Para Kant no es posible demostrar científicamente la existencia de
Dios, pero rechaza también la pretensión del ateísmo de que la idea
de Dios es contradictoria en sí misma. Y ante la pregunta ¿cómo acercarnos a Dios, si es imposible probar que existe?, surgida del sentimiento de un imperativo moral, Kant contesta: no por la razón teórica que
trata de lo que es, sino por la razón práctica que se ocupa de lo que debe
ser. Es esta idea una variante del argumento moral que él relaciona con
el cosmológico, no como prueba sino como incitación, en su famosa
frase sobre las dos cosas «que me maravillan: el cielo estrellado y mi
deber moral». Kant era un fideísta, y así dice al final de la Crítica de la
razón pura:
5. I. Kant, Crítica de la razón pura, prólogo, traducción y notas de P. Ribas, Alfaguara, Madrid, 2003, p. 519.
81
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
La creencia en Dios y en el otro mundo se halla tan estrechamente ligada
a mi sentido moral que, así como no corro peligro de perder la primera,
tampoco necesito temer que el segundo pueda serme arrebatado6.
Hay otro motivo para traer a colación este tema y es que, aunque
parece haber un consenso en el mundo de la religión sobre el error
cometido al tomar estos argumentos como demostraciones irrefutables, asistimos hoy a la tentación de inventar nuevas pruebas al hilo de
los espectaculares últimos descubrimientos de la astronomía. Ya en el
siglo XIX se intentó construir una nueva a partir de la segunda ley de
la termodinámica, que afirma que, si un sistema está aislado, una magnitud física bastante difícil de entender llamada entropía debe crecer
sin disminuir nunca. Al ser interpretable la entropía como una medida
del desorden interno del sistema, se puede decir que la materia tiende
a desordenarse. Aplicando esta idea al universo en su totalidad, se decía, debió de estar muy ordenado en el pasado remoto, concluyendo
así que algún agente distinto del propio universo le dio ese orden tan
contrario a la tendencia natural de la materia. La teoría actual sobre el
origen del cosmos, basada en el paradigma del Big Bang, está dando pie
a una interpretación parecida. De ello se hablará en el capítulo 6.
Es muy importante reconocer que no se puede probar la existencia
de Dios como se puede hacer con el teorema de Pitágoras, porque la
discusión sobre el valor de las pruebas propuestas ha contribuido notablemente al malentendido entre las iglesias y los científicos. Más aún,
fue su búsqueda lo que propició el intento de la religión de entrar en el
mundo de la lógica primero y en el de la ciencia después, perdiendo con
ello mucho de su prestigio.
Según un viejo chiste inglés, nadie dudó nunca de la existencia de
Dios hasta que varios científicos prominentes se dedicaron a demostrarla en series de conferencias, gracias a un legado que dejó en su testamento el químico y físico del siglo XVII Robert Boyle. El médico y psicólogo norteamericano William James (1842-1910), uno de los filósofos
de la escuela pragmatista y autor del famoso libro Las variedades de la
experiencia religiosa, cuenta en una carta el caso de un granjero que le
dijo a su obispo, tras pronunciar éste un sermón probando la existencia
de Dios: «Ha sido muy interesante, pero a pesar de todo sigo creyendo
que Dios existe»7.
A veces los creyentes no parecen darse cuenta de que una prueba
científica no sería tan sólida como suponen, inevitablemente sometida
a la contingencia histórica de la ciencia cuya difícil trayectoria sigue
6. Ibid. p. 645.
7. Citado por M. Gardner, op. cit., p. 207.
82
DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
flujos y reflujos, llegando a negar lo que antes parecía evidente, y cuya
interpretación depende de la época y de postulados ajenos a ella misma.
Pensemos, por ejemplo, en el espacio absoluto, imaginado por Newton
como el sensorio de Dios, es decir, el órgano de sus sentidos a través del
cual se relacionaría con el mundo, pero sustituido por una concepción
distinta del espacio tras la teoría de la relatividad de Einstein. Además,
una misma prueba puede interpretarse de distintas maneras. Por ejemplo, una de las cinco vías de santo Tomás se basa en el orden maravilloso del movimiento de los astros, en cómo repiten siempre los mismos
ritmos reiterando un exactísimo mecanismo de relojería que parecía
entonces una manifestación evidente del designio divino. Más tarde,
Newton encontró en su teoría de la gravitación universal la forma matemática de la ley que rige esos movimientos, para él algo así como
una receta preparada por Dios mismo al crear los astros para indicar
cómo deberían moverse. Pero se abrió así la puerta a una percepción
completamente distinta del problema, al explicar la manera de calcular
esos movimientos desde las ecuaciones matemáticas, sin salir de una
perspectiva puramente humana. Lo que para Tomás rezumaba Dios, se
transformó en el mecanicismo decimonónico en muestra evidente de
que la materia se explica a sí misma.
Muchos creyentes admiten que Dios no es visible directamente, que
se esconde como el Deus absconditus de la Biblia y que su fe-creencia es
de una naturaleza muy distinta de la que ofrece el conocimiento científico. Un ejemplo notorio es Pascal, quien en sus Pensamientos decía:
[...] toda religión que no dice que Dios está escondido no es verdadera y
toda religión que no dé razón de ello no es instructiva. La nuestra hace
todo esto. Tú eres verdaderamente un Dios escondido8.
El Dios tapaagujeros
Al defenderse en su famoso proceso, Galileo intentó desmontar el argumento central de la acusación de herejía diciendo que «la Biblia enseña
cómo ir al cielo, no cómo van los cielos», de modo que, si hay alguna
discrepancia entre la Escritura y la visión científica sobre el mundo natural, se puede aceptar esta última sin reservas, interpretando que aquélla
habla en lenguaje simbólico, como también decía Kepler.
Que Galileo tenía razón quedó muy claro, con graves consecuencias
para la Iglesia y una terrible brecha aún abierta en la cultura occidental.
A pesar de ello, algunos en el campo del cristianismo cayeron en la ten8. B. Pascal, Pensamientos, ed. de J. Llansó, Alianza, Madrid, 1981, n.º 242.
83
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
tación de retirarse a una fortaleza en la región de la realidad inaccesible
aún a la ciencia de su tiempo. Confinaron a Dios en ese terreno brumoso y le anclaron en las insuficiencias científicas, haciendo de él un mero
Dios de los huecos o de los agujeros que quedaban en el entramado
que laboriosamente iban tejiendo los hombres, reduciendo su función a
taparlos de modo subsidiario a las explicaciones humanas.
La visión del mundo resultante es esquizofrénica e intolerable, pues
divide la realidad en dos parcelas cuya frontera supuestamente definida
no se puede cruzar sin permiso de la autoridad respectiva, so riesgo
de ser declarado inmigrante ilegal por falta de pasaporte. A un lado,
la ciencia puede explicarlo absolutamente todo, pero más allá de la línea divisoria están muchos fenómenos inaccesibles para siempre a las
explicaciones humanas. La fortaleza así construida por algunas iglesias
resulta muy pobre defensa, porque la ciencia incorpora inexorablemente nuevo terreno palmo a palmo, reduciendo a la vez el que se habría
reservado la religión, en un proceso que no parece tener fin9.
Abundan los ejemplos. El gran Isaac Newton comprendió que su ley
de la gravitación universal imponía al sistema solar un peligro real de
desajuste, con grandes cambios en algunas órbitas y el riesgo de la expulsión de algún planeta10. Para evitarlo acudió al dedo de Dios, admitiendo que corregiría sus movimientos de vez en cuando para mantener
la armonía universal. Por cierto que esto dio lugar a una polémica con
Leibniz (se llevaban muy mal por la discusión sobre la prioridad en el
invento del cálculo infinitesimal), quien suponía, por el contrario, que
Dios creó el mundo, determinó sus leyes y lo dejó luego evolucionar
conforme a ellas.
En una carta escrita en 1715 a Carolina, princesa de Gales, Leibniz
dice:
M. Newton y sus seguidores tienen también una opinión muy graciosa
acerca de la obra de Dios. Según ellos, Dios tiene necesidad de poner a
punto de vez en cuando su reloj. [...] Esta máquina de Dios es también
tan imperfecta que está obligado a ponerla en orden de vez en cuando
por medio de una ayuda extraordinaria, e, incluso, a repararla, como
haría un relojero con su obra. Sería así mal artífice en la medida en que
estuviera obligado a retocarla y corregirla11.
9. C. A. Coulson, Science and Christian Belief, Oxford University Press, London,
1955.
10. Se trata del famoso problema de la estabilidad del sistema solar. Sabemos hoy
que, si éste se deshace, ello no ocurrirá antes de muchos millones de años. Cf. I. Peterson,
El reloj de Newton, Alianza, Madrid, 1992.
11. La polémica Leibniz-Clarke, ed. de E. Rada, Taurus, Madrid, 1980, pp. 51-52.
84
DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS
Laplace pensaba precisamente en ese debate cuando Napoleón le
preguntó por el papel que jugaba Dios en su obra magna El sistema del
mundo. «Sire, no necesito esa hipótesis», le respondió.
Ciertamente el uso de Dios como tapaagujeros ha contribuido mucho al desgaste de la religión por la ciencia, porque muestra a un Dios
receloso que se esconde en el menguante y resbaladizo terreno de lo
que el hombre no ha podido explorar todavía. Es un discurso absolutamente rechazable. La respuesta de Laplace sería también la de muchos
científicos creyentes, pues el intento de usar a Dios como tapaagujeros
le degrada a una simple hipótesis científica innecesaria.
Hay quien ve formas sutiles del argumento en algunas ideas aparecidas recientemente. Una utiliza el hecho de que las leyes en que se basa
hoy la descripción científica del mundo son de naturaleza probabilista,
suponiendo que Dios puede haber cargado el dado del azar empujando
la evolución cósmica y biológica en una dirección particular, pero respetando en todo momento las leyes de las probabilidades. Otra se refiere a las condiciones iniciales del universo, las que tenía en el momento
de su origen. En la tradición deísta resulta natural pensar que Dios fijó
esa configuración inicial y dejó luego que el cosmos evolucionase por sí
mismo, empujado por el azar y la necesidad. Una tercera especula con
el hecho de que las constantes universales que aparecen en las leyes básicas de la naturaleza caracterizando la intensidad de los efectos (como
la carga del electrón, la velocidad de la luz y la constante G de Newton
que caracteriza la intensidad de la gravitación) tienen precisamente valores adecuados para que surjan necesariamente la vida y el hombre en
algún lugar del cosmos, extraña coincidencia cósmica sobre la que se
ha construido el llamado principio antrópico del que se hablará en el
capítulo 6.
85
4
EL AZAR Y LA NECESIDAD
A lo largo de la historia un reducido grupo de cuestiones ha centrado
la discusión entre teístas y ateos, a la estela del desarrollo de la ciencia.
Todas ellas han sido percibidas de dos maneras contrarias. Para unos,
son los puntos de enganche con el Dios creador, los extremos de los
caminos desde los cuales ya no puede seguir el conocimiento humano
apoyándose únicamente en la materia y en los datos observables tratados
con el método científico. Cabe desde allí dar un salto hacia Dios, pero
no marcha atrás, pues la materia no puede entenderse a sí misma sin
salir de sí misma.
Para otros, se trata de posiciones de repliegue, en las que la razón
humana se vuelve necesariamente sobre el mundo y es capaz de entenderlo completamente. No es posible ningún salto hacia ningún más allá.
En este y los siguientes dos capítulos estudiaremos algunas de ellas.
Si descartamos la magia —la acción sobre la materia de seres o
fuerzas caprichosos que no siguen ninguna norma—, todas las visiones
del mundo explican lo que acontece mediante combinaciones de azar,
necesidad e intervención divina o, en algún caso, con uno sólo de los
tres. Los dos primeros, estudiados en este capítulo, han sido desde muy
antiguo difícil objeto de la ciencia.
Dos príncipes griegos, Demócrito y los átomos
¿Está el futuro predeterminado ya por el presente y el presente por el
pasado? Si así fuese no habría nunca nada nuevo, todo estaría ya decidido
y configurado desde antes. Pero el fluir de nuestro tiempo psicológico
parece decirnos lo contrario: algo genuinamente novedoso sucede cada
instante, se nos ocurren ideas en las que nadie había pensado antes, se
generan formas, libros, músicas o aparatos inexistentes ayer que muy
87
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
bien podrían no haberse dado. Por eso, no podemos eludir la cuestión
¿existe lo impredecible, lo indeterminado, el azar?
Estas dos preguntas mantienen hoy su misterio, veinticuatro siglos
después de que el hombre se topara de bruces con ellas en sus primeros
intentos de entender el mundo. Pero no sólo nos interesan ahora porque nos asomen al secreto más íntimo de la vida y del mundo, sino también porque las respuestas parciales e interinas que han ido recibiendo a
lo largo de la historia han influido mucho en el diálogo ciencia-religión,
sirviendo de base a muchos malentendidos y enfrentamientos. Pues los
intentos por construir una visión puramente materialista del mundo, sin
ninguna trascendencia, se han basado en el azar y en el determinismo.
Para unos, la materia funciona por sí misma de manera predeterminada sin que quede lugar para nociones tales como libertad humana, y mucho menos providencia divina. Según esa concepción determinista, el mundo es una enorme maquinaria en la que no cabe ningún
tipo de alma o de espíritu. Para otros, todo es un producto del azar ciego, de manera que la vida es sólo una larga partida de dados o de cartas
en la que nada tiene sentido, algo así como «un cuento estúpido narrado
por un imbécil» en palabras de un personaje de Shakespeare.
Al intentar entender qué son y cómo se comportan las cosas, los
antiguos griegos se encontraron con una inquietante dualidad: algo
permanece y, a la vez, algo cambia en ellas. De tal incitación surgieron
dos posturas filosóficas opuestas, dirigidas por Parménides de Elea, en
el sur de Italia (ca. 540-470 a.C.), y por Heráclito de Éfeso (ca. 544484 a.C.), en el Asia Menor, dos aristócratas que decidieron retirarse
de la vida política que llevaban para dedicarse a la meditación filosófica
y edificar dos sistemas panteístas rivales1. Parménides se sintió especialmente impresionado por lo permanente, lo que no cambia, lo eterno
que hay en todas las cosas. Para él lo único que tiene existencia real es
el ser: nada cambia, sólo lo parece. Lo expresó en un poema en el que
una diosa en su carro muestra al poeta una bifurcación desde la que un
camino lleva al ser y otro a lo aparente y a la ilusión. En su filosofía
conservadora lo que caracteriza verdaderamente a las cosas es lo que
tienen de inmutable.
En cambio, para Heráclito lo más importante, lo más íntimo que
tienen, es su fugacidad, lo mutable y fluyente que hay en ellas, lo que las
sitúa en la constante ambigüedad de lo que ya no es lo mismo, pero todavía no es algo nuevo. Lo expresaba en difíciles aforismos como «Entramos y no entramos en el mismo río, somos y no somos», «El tiempo
1. J. M.ª Valverde, Vida y muerte de las ideas: pequeña historia del pensamiento
occidental, Planeta, Barcelona, 1980.
88
EL AZAR Y LA NECESIDAD
es un niño que juega a los dados» o «No es posible bañarse dos veces en
el mismo río», lo que le valió el sobrenombre de «el Oscuro».
Cada uno entendió un aspecto de esa íntima mezcla de permanencia
y cambio que sentimos tan en el fondo de nosotros. Parménides veía
el ser, Heráclito el devenir2. Esa dualidad resultó extraordinariamente
fecunda, y ha estado presente en las discusiones filosóficas y científicas
hasta hoy. Así lo demuestra la teoría atomista, surgida precisamente de
un intento de encontrar un compromiso entre los polos de Heráclito
y Parménides. Pues Leucipo primero y Demócrito (ca. 460-370 a.C.)
después vislumbraron la solución: si las cosas están hechas de pequeños
corpúsculos invisibles, a los que llamaron átomos, su inmutabilidad debida a su extrema dureza explicaría lo permanente que veía Parménides
y sus innumerables e incesantes colisiones introducirían el cambio y el
azar de Heráclito, a la manera de una complicadísima ruleta con miríadas de bolas.
Impresiona pensar que las dos ideas más importantes producidas
por la ciencia en toda su historia —una: las cosas están hechas de átomos, otra: el universo es evolutivo—, establecidas sólo tras largos procesos y enconadas discusiones, estaban ya en germen desde los primeros
esfuerzos por ordenar racionalmente las cosas3.
Demócrito lo expresó con una rotunda antinomia: «Todo se debe al
azar y a la necesidad». En ella se enfrentan los dos polos de un conflicto
histórico. Según él, «no hay más que átomos y espacio vacío», enunciado cuyo acento en el no hay más que le hace servir desde entonces
como prototipo y paradigma del materialismo irreligioso, molestando
por ello tanto a Platón que llegó a expresar su deseo de ver quemadas
todas las obras de Demócrito. No es casual que poco después Epicuro,
uno de los primeros defensores de la idea atomista, aconsejase prescindir de los dioses como medio de liberación del sufrimiento, pues sus
decisiones arbitrarias impiden alcanzar el equilibrio personal, base y
condición de la felicidad.
En el polo de la necesidad, todo está determinado por leyes inexorables, de modo que lo que acontece hoy es consecuencia inevitable de
lo sucedido ayer. En el polo del azar reina lo impredecible, lo fortuito
y la ausencia de todo determinismo. De las dos cosas hay en el mundo,
2. Parménides-Heráclito, Fragmentos, ed. de J. A. Míguez y Luis Farré, Orbis, Barcelona, 1983.
3. Según el gran físico norteamericano Richard Feynman (1918-1988), la información más útil que cabría encerrar en pocas palabras, para que pudiesen reconstruir
la ciencia los supervivientes de una Tierra destruida en una hipotética colisión con otro
planeta, sería: «Las cosas están hechas de átomos, pequeños corpúsculos en incesante
movimiento». Sin duda, sería necesario añadir una segunda frase tal como «los seres vivos
y el universo evolucionan».
89
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
eso sí está claro, pero no es fácil saber cuánto de cada una, y por ello
se abrió un intrigante debate que sirvió de eficaz motor de la ciencia,
propiciando el nacimiento de muchas de sus ideas más importantes.
Más aún, en un cierto sentido se puede decir que la historia de la física
y probablemente de toda la ciencia consiste en una reflexión sobre la
antinomia de Demócrito, en el intento por saber cuánto hay de azar
y cuánto de necesidad, por averiguar si nos podemos bañar dos veces
en el mismo río o indagar si el tiempo es o no un niño que juega a los
dados.
El triunfo de Parménides y de la necesidad
La ciencia moderna surge como reacción contra el aristotelismo, gracias
al triunfo, durante la Revolución científica, de la filosofía mecanicista
fundada en la hipótesis de que todas las cosas de la naturaleza son explicables en términos de los movimientos de corpúsculos materiales. Se
produjo entonces una curiosa inversión intelectual porque esa base de
partida, muy en la línea de Demócrito, es aceptada con entusiasmo por
toda una generación de científicos profunda y sinceramente religiosos,
tales como Descartes, Boyle, Galileo, Pascal o Mersenne, como también
lo eran Copérnico o Kepler que, aunque menos mecanicistas, contribuyeron en gran medida al triunfo de las nuevas ideas.
Esa visión cristaliza en la obra de Newton con una consecuencia
sorprendente y espectacular: si conocemos la posición y la velocidad de
las partículas de cualquier sistema en un momento dado, sus valores futuros y pasados quedan completamente determinados y son calculables
en principio. Basta para ello con aplicar sus leyes del movimiento utilizando el paradigma matemático de las ecuaciones diferenciales. Dicho
en otras palabras, en el esquema newtoniano toda la evolución pasada
y futura de cualquier sistema de cuerpos materiales está determinada
por su estado en un instante arbitrario. O sea, que se puede deducir
cómo se moverá y dónde estará en el futuro, o dónde estaba y cómo se
movía en el pasado, a partir de su posición y su velocidad de hoy. Esta
constatación hizo que el pensamiento occidental tomase decididamente
la senda de Parménides y se situase claramente en el polo necesidad de
la antinomia de Demócrito. Pues si todo estado futuro está ya fijado en
el presente, no puede ocurrir nada nuevo: el cambio es una ilusión porque todo lo que vemos ocurre necesariamente, estaba ya determinado
de antemano.
La exploración espacial nos ofreció hace poco un ejemplo expresivo
de determinismo: la nave Voyager 2 llegaba a Urano en 1986, tras nueve años de travesía interplanetaria ¡con sólo un minuto de diferencia
90
EL AZAR Y LA NECESIDAD
respecto a las predicciones de la NASA! Si los astros siguen leyes deterministas cuyo futuro no contiene nada que no pudiera conocerse desde
antes, ¿por qué han de comportarse las cosas terrestres de otra manera,
en particular los seres vivos?
El mismo Newton, que consideraba como parte muy importante
de su tarea de filósofo natural el estudio de los atributos de Dios y de
su acción sobre el mundo, había comprendido muy bien el determinismo de sus ecuaciones. Pero tambíen sabía que, aplicadas a situaciones
complejas, resultan muy difíciles e incluso imposibles de resolver, no
estando, por ello, asegurada la predicción. O, en otras palabras, que
el determinismo matemático no implica necesariamente previsibilidad.
El movimiento puede llegar a hacerse tan complicado e inestable que
incluso se ponga en juego la propia estructura del sistema solar, sin que
podamos descartar colisiones entre dos planetas o la expulsión de alguno de ellos, desenlace desastroso si se tratase de la Tierra4.
A Newton le parecía esto una consecuencia indeseable de sus propias ecuaciones, contraria a la armonía universal infundida por Dios en
el mundo. Por ello, llegó a suponer que Dios interviene de vez en cuando, si le parece necesario conjurar ese riesgo, corrigiendo sus propias
leyes para empujar con su divino dedo a los planetas que se salen de su
curso justo. En otras palabras, Newton, el descubridor del determinismo, no quiso nunca aceptar sus consecuencias radicales, suponiendo a
Dios en guardia permanente al cuidado del mundo para evitar que se
deshiciese su obra. El cosmos no sería completamente predecible por
los humanos.
El demonio de Laplace
La teoría de Newton se transformó a lo largo del siglo XVIII en un poderoso método de cálculo gracias a varios matemáticos brillantes. Uno
de ellos, el marqués Pierre Simon de Laplace (1749-1827), astrónomo y
físico además, la aplicó a los planetas, creando una poderosa disciplina
nueva, la mecánica celeste, gracias a la cual creyó demostrar lo infundado de los temores de Newton porque las fuerzas de unos planetas
sobre otros no les pueden sacar nunca de sus órbitas, restaurando así la
predicción para todo el futuro.
Llegó así a la conclusión de que todo el comportamiento del sistema
solar, absolutamente todo, es explicable y calculable mediante la aplicación de técnicas matemáticas a la teoría de Newton de la gravitación
4. Véase más arriba la nota 10 del capítulo 3.
91
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
universal. Estimulado por su éxito se lanzó a una extrapolación radical,
diciendo en 1814:
[…] hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto
de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que
animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la
componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter
a análisis matemático tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los
movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo
más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado
estarían presentes ante sus ojos [la cursiva es mía]5.
Lo importante de esta cita es que Laplace asegura como posible,
desde el análisis que hacía la ciencia de su tiempo, el conocer completamente todos los detalles de la evolución del mundo, al menos como
cuestión de principio, al estar todo el futuro completamente determinado por el estado actual de las cosas. Se trata de una afirmación muy
extremada, pero que pronto se tomó como divisa de la filosofía mecanicista, conociéndose a la inteligencia calculadora como «el demonio
de Laplace».
Para entender lo que esto significa consideremos como ejemplo el
llamado eclipse de Heródoto. Según este historiador griego, cuando
los lidios y los medos se enfrentaban en una batalla, «el día se transformó súbitamente en noche», ante lo cual los atemorizados contendientes
acordaron la paz. Y, aunque Heródoto no da la fecha de la batalla y no
hay de ella ningún otro registro histórico, sabemos que ocurrió el 28
de mayo del año 582 a.C. y sabemos además que fue por la tarde. A
esa conclusión se llega, gracias al determinismo de las ecuaciones de
Newton regidoras del movimiento del sistema solar, lo que hace posible
retrodecir su pasado a partir de su estado actual para determinar cuándo se interpuso la Luna entre el Sol y la Tierra, produciendo un eclipse
en la zona de la batalla.
Esta predecibilidad de los astros, puesta de manifiesto en innumerables otras ocasiones, parecía refutar a Heráclito, eliminando el azar
e incluso cualquier cambio como una mera apariencia tal como la diosa
había explicado a Parménides. Pues poca mudanza real puede haber
en el sistema solar, si toda su situación hace más de veinticinco siglos
se puede deducir exactamente de la que tiene hoy6. Inmediatamente se
5. P. S. de Laplace, Ensayo filosófico sobre las probabilidades, Alianza, Madrid, 1985,
p. 25.
6. Debe advertirse que, para determinar la fecha del eclipse de Heródoto, es necesario tener en cuenta otros eclipses de la Antigüedad de los que sí hay registro histórico,
92
EL AZAR Y LA NECESIDAD
aplicó la opinión de Laplace al mundo de los seres vivos, enlazando con
una idea de Descartes, quien había asegurado que los animales no eran
más que máquinas, y formulándose un programa para investigar los
fenómenos vitales en términos puramente mecánicos, según el cual un
animal o una planta eran pequeños mecanismos de relojería formados
a la imagen del gran reloj que había resultado ser el mundo. Las extrapolaciones arriesgadas abundaron, llegando a negar la libertad humana
porque, se decía, «ser libre es incompatible con las leyes de la física y
la química».
La mecanización del mundo natural, iniciada en el siglo XVII, llegó
en el XIX a tal apogeo que polarizó el mundo del pensamiento, con la
ciencia del lado de un universo que funciona por sí mismo, sin necesidad de ninguna intervención divina, relegando aparentemente a Dios a
una hipótesis innecesaria. Todo lo más, su papel se reduciría a fabricar
el mecanismo y ponerlo en marcha, como decían los deístas, abandonándolo luego al resultado de las maravillosas leyes que le había dado.
Desde esta perspectiva, no es lógicamente necesaria ninguna acción de
Dios. No cabe lo que podríamos llamar providencia cotidiana, ya que las
propias leyes de la naturaleza se ocupan de la marcha diaria del mundo.
Sólo podría pensarse una providencia extraordinaria, entendiendo por
ello acciones especiales de Dios, que suspenderían momentáneamente
las leyes de la física y la química para atender la petición de alguien, interrumpiendo el curso natural de una enfermedad, por ejemplo. Dado
que los milagros, en caso de haberlos, son sucesos irrepetibles que no
se realizan bajo control experimental y no son tenidos en cuenta por la
ciencia, el mecanicismo llevó a una visión materialista y atea del mundo
que fue presentada a menudo como la única compatible con las teorías
científicas, lo que prendió en amplios ambientes en una época en que la
idea de progreso aglutinaba las esperanzas en un mundo mejor.
Una ironía histórica
Se dio en este proceso una ironía histórica, pues los creadores del punto
de vista mecánico veían en él una exaltación del papel de Dios y a las
leyes deterministas como muestra evidente de su acción en el mundo.
Para Descartes, el que los animales fueran máquinas enaltecía, por contraste, el papel único de los hombres como seres espirituales y reyes de
la creación. Según Robert Boyle, sólo podrían ser ateos aquellos que,
por ignorar las ciencias, no fuesen sensibles a la maravillosa armonía
sin lo cual el cálculo sería poco preciso, pero esto podría considerarse meramente como
una dificultad práctica, superable con mejores métodos de observación y de cálculo.
93
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
del reloj universal. Newton desarrolló su teoría para comprender mejor
la creación de Dios y, por ello, termina la segunda edición de su obra
magna, los Principia, con un Escolio General en el que dice:
Tan elegante combinación de Sol, planetas y cometas sólo puede tener
origen en la inteligencia y poder de un ente inteligente y poderoso. Y
si las estrellas fijas fuesen centros de sistemas semejantes, todos ellos
construidos con un esquema similar, estarán sometidos al dominio de
Uno [...]. Y para que los sistemas de las [estrellas] fijas no caigan por la
gravedad uno sobre otro, él los habría colocado a inmensas distancias
uno de otro.
Él lo rige todo, no como alma del mundo, sino como dueño de todos. Y por su dominio suele ser llamado Dios Pantocrátor [Emperador
Universal] […].
Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente, dura desde la eternidad hasta la eternidad y está presente desde el principio hasta el infinito:
lo rige todo; lo conoce todo, lo que sucede y lo que puede suceder7.
Johannes Kepler, cuyas tres leyes del movimiento planetario abrieron el paso a las de Newton, creía que al descubrir la geometría de la
creación estaba pensando los pensamientos de Dios, pero decía mientras trabajaba en su Astronomia Nova:
Estoy ocupado con la investigación de las causas físicas. Mi propósito es
mostrar que la Máquina Celestial debe compararse más a una máquina
de relojería que a un organismo divino [...]. Además esa concepción física
debe presentarse con cálculo y geometría8.
Qué diferencia con la visión anterior, bien ilustrada con esta opinión de Gilbert (1540-1603), el pionero de la teoría del magnetismo:
Considero que todo el universo está animado y que todos los orbes,
todas las estrellas y también la noble Tierra han sido gobernados por sus
propias almas desde el principio con la finalidad de autoconservarse9.
Las leyes de la física no dominaban aún la escena del mundo para
Gilbert, sino una finalidad universal expresada a través del alma de las
cosas.
7. I. Newton, Principios matemáticos de la filosofía natural, ed. de E. Rada, Alianza,
Madrid, 1987, pp. 782-783.
8. Carta a Herwart von Hohenburg de 10 de febrero de 1605; cf. G. Holton, «Johannes Kepler’s Universe: its physics and metaphysics»: American Journal of Physics 24
(1956), p. 342.
9. W. Gilbert, De Magnete, Dover, New York, 1947, libro V, cap. 12. Cf. también
H. Kearney, Orígenes de la ciencia moderna, 1500-1700, Guadarrama, Madrid, 1970, pp.
107-113.
94
EL AZAR Y LA NECESIDAD
Pero si el comportamiento del universo se puede deducir de leyes
físicas sin intervención de Dios, ¿no sería posible prescindir completamente de él? Quedaba el problema de su origen, que Leibniz y los
deístas reservaban como lo propio de la acción de Dios, excepto en las
circunstancias especiales llamadas milagros. Pero el principio del cosmos era demasiado lejano como para preocupar mucho. Por eso, la obra
de Newton, Boyle y Descartes, sin duda muy a pesar de sus autores si lo
hubieran podido comprobar, abrió el camino a la extensión del ateísmo.
Así lo vio el poeta y filósofo Samuel Coleridge (1772-1834), opuesto
al intento de llegar a la religión por la razón en vez de hacerlo por el
sentimiento, señalando lo que veía como un error del propio Newton:
Se ha dicho que la filosofía de Newton lleva al ateísmo; quizás no sin
razón pues si la materia, por los poderes y propiedades que le han sido
dados, puede producir el orden del mundo visible e incluso generar
el pensamiento, ¿por qué no puede haber poseído esas cualidades por
derecho inherente? Y ¿dónde esta la necesidad de un Dios [en la obra
de Newton]?10.
Y así ocurrió que la regularidad del mundo, anunciadora para santo
Tomás de la evidencia de Dios, pasó a ser entendida por algunas escuelas de pensamiento como una muestra clara de que el mundo va por
sí mismo sin necesidad de nada trascendente. Sobre esto se basó una
postura filosófica, el mecanicismo, para la cual sólo hay átomos y espacio vacío, como ya había dicho Demócrito, y los seres vivos y el mismo
cerebro humano no son sino mecanismos.
Los engranajes del ingente reloj metáfora del mundo son los átomos
y las moléculas. Su enorme número hace imposible considerar en detalle cómo se mueven todos ellos, pero esto solamente parecía a muchos
una limitación de tipo práctico, irrelevante para el fondo de la cuestión.
Además, el rápido desarrollo de la ciencia semejaba anunciar la posibilidad de estudiar en el futuro un número cada vez mayor de ruedas, confirmando —así se esperaba— la validez del esquema. A veces era posible
analizar con exactitud especial algún sistema de cuerpos porque, al intervenir en él pocas variables —o sea, un número reducido de ruedas y
palancas—, los cálculos se podían realizar con más precisión. Así sucede
con el movimiento de Júpiter, Saturno y el Sol, al que Laplace dedicó sus
mayores esfuerzos. Los resultados obtenidos parecían ser siempre interpretables como una indicación de la bondad de la idea del universo reloj.
Los seres vivos representaban el polo opuesto, pues son sistemas necesariamente complejos, en interacción constante con su ambiente, por
10. Citado por J. H. Brooke, Science and Religion: Some Historical Perspectives,
Cambridge University Press, Cambridge/New York, 1991.
95
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
lo que cualquier asimilación mecánica es muy difícil de tratar. Pero se
fue descubriendo desde principios del siglo XIX que es posible producir
en el laboratorio componentes químicos de la materia viva; la primera,
la urea sintetizada por el químico alemán Friedrich Wohler (1800-1882)
en 1828 a partir de sustancias inertes. Esto fue interpretado como un
apoyo de la visión mecanicista, con la precisión de que las ruedas del
reloj de los seres vivos son de naturaleza química11.
El matemático inglés Bertrand Russell, que explicó en numerosos
escritos y conferencias su ateísmo y su opinión negativa de las religiones, contaba cómo una de sus razones para abandonar la religión cristiana en su juventud fue el determinismo de las leyes de la dinámica
newtoniana que le impedía creer en el libre albedrío, afirmando:
[…] los labios de una persona se mueven por una determinación natural
y yo no veía por ello qué dominio podía tener sobre sus palabras [...].
Debido a las leyes de la dinámica, la nebulosa primitiva contenía en potencia y muy exactamente lo que el señor X dirá en cualquier ocasión. Se
seguía de ello que el señor X no tenía ningún libre albedrío12.
El redescubrimiento de Heráclito y del azar
A pesar de sus grandes éxitos, el mecanicismo determinista empezó a
revelarse desde la segunda mitad del siglo XIX como una extrapolación
basada en una visión demasiado simplista del mundo. Su inevitable quiebra se produjo sucesivamente en tres frentes distintos: en los sistemas
complejos, en el mundo de los átomos y las moléculas que sigue las leyes
de la física cuántica, y en los sistemas caóticos en los que el determinismo
básico es sólo operativo en intervalos limitados de tiempo. Pero, antes
de hablar de ellos, conviene discutir qué cosa es el azar.
En su sentido más estricto, el azar es el caos, es decir, la ausencia
de toda norma, regla o ley, pero el azar de este mundo no parece ser
de un tipo tan radical. Lo podemos caracterizar, más bien, como lo no
predecible con certeza por estar sujeto a contingencias imprevistas y a
circunstancias imponderables, completamente fuera del control humano. Suelen ser posibles, en cambio, las predicciones estadísticas, o sea,
prever la probabilidad de que ocurra un cierto suceso, entendiendo por
ello que se dé una cierta proporción de las veces en que podría hacerlo,
11. A. Kornberg, «Entendiendo la vida como química», en A. Fernández-Rañada
(ed.), Nuestros orígenes: el universo, la vida, el hombre (Homenaje a Severo Ochoa),
Fundación Ramón Areces, Madrid, 1991.
12. B. Russell, «The religion», en Bertrand Russell speaks his mind (12 entrevistas),
The World Publishing Company, New York, 1960, entrevista 2.
96
EL AZAR Y LA NECESIDAD
el uno por mil o el veinte por ciento, por ejemplo. Así sucede con la
ruleta, los dados y otros juegos.
Desde la perspectiva estrictamente mecanicista no existe el azar
objetivo, pues esa filosofía supone que todos los movimientos están
completamente determinados. Si decimos, por ejemplo, que las hojas
muertas del otoño caen con vaivenes imprevisibles, al azar, ello es debido a no conocer en su detalle cómo son las pequeñas corrientes de aire
que las empujan hacia aquí y hacia allá. Para el mecanicismo podríamos
saber exactamente cómo descienden esas hojas, si estudiásemos con suficiente exactitud la posición y la velocidad de las moléculas de aire en
un instante dado, pues su movimiento posterior quedaría tan determinado como el de las ruedas de un reloj. En el caso de una ruleta, la bola
parece caer en un número ahora y en otro más tarde sin ninguna razón
aparente porque no conocemos con precisión cómo sale de las manos
del crupier. Según Laplace y los mecanicistas ocurre siempre así: el azar
no es sino una ficción encubridora de nuestra ignorancia de los detalles
finos de un sistema, detalles que podríamos conocer mejor en principio,
eliminando todo elemento aleatorio como propio del mundo de las apariencias (aunque desde el punto de vista práctico esto puede resultar de
gran dificultad o imposible).
A veces el azar es inevitable porque los detalles, aunque conocibles
en principio, son incontrolables en la práctica, como ocurre en los accidentes de carretera; en otras ocasiones es un truco operacional, como
cuando estudiamos el movimiento de las moléculas de aire en promedio,
obteniendo leyes válidas para el comportamiento de los gases. Si quisiéramos seguir todos los detalles, la complicación inevitable nos frenaría completamente. Además, las leyes que nos interesan se refieren a la
presión, a la temperatura y magnitudes análogas que son promedio del
efecto de muchas moléculas. Desde este punto de vista mecanicista, el
azar no es nada más que la manifestación de nuestra ignorancia, pero no
es algo objetivo que exista por sí mismo. O, dicho de otro modo, todo
está completamente determinado, aunque muchas veces no lo sabemos.
Entre las ignorancias posibles hay una sutil de la que conviene hablar ahora13 y sobre la que llamó la atención el matemático francés Antoine Augustin Cournot (1801-1877), quien se interesó por lo aleatorio en sus formulaciones matemáticas de la economía: se trata del azar
como colisión de cadenas causales independientes. Laplace suponía a la
naturaleza como un todo en el que todas las cosas están implicadas entre sí. Pero el mundo no es tan sencillo. En realidad está organizado en
sistemas y subsistemas con diversos grados de interrelación. Podríamos
13. S. Le Strat, Epistémologie des sciences physiques, Nathan, Poitiers, 1990.
97
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
decir que es como un mosaico de estructuras a veces solidarias, otras
independientes. La mayoría de los sucesos que ocurren hoy en Pekín
no tienen ninguna influencia sobre lo que pasa en Madrid. Que alguien
decida arreglar las macetas de su ventana no produce generalmente ningún efecto sobre el paseo que otra persona está decidiéndose a dar,
no muy lejos de allí. Parejas de sucesos así ocurren simultáneamente a
diario sin que los subsistemas a los que pertenecen se encuentren jamás.
Pero puede ocurrir que el caminante pase debajo del balcón en el preciso momento en que al jardinero se le escapa de las manos una maceta.
Decimos que le caerá encima o no, dependiendo de la buena o mala
suerte: es decir, del azar.
A lo largo del siglo XIX, el estudio de sistemas con muchos elementos, como un litro de aire con sus treinta mil millones de billones
de moléculas (un número de veintitrés cifras), propició el nacimiento
de otra tradición basada en leyes probabilísticas, surgiendo así la mecánica estadística por obra sobre todo del escocés James Clerk Maxwell
(1831-1879), del austriaco Ludwig Boltzmann (1844-1906) y del norteamericano Willard Gibbs (1839-1903), ciencia en la que las probabilidades y el azar como producto de la ignorancia juegan un papel muy
importante. Con ello se estimuló la reflexión sobre el determinismo y
la influencia de las colisiones atómicas, las que para Demócrito traían el
azar, llegando Maxwell a expresar una opinión emergente en la nítida
frase: «La lógica verdadera de este mundo es el cálculo de probabilidades». No fue un proceso fácil, como lo muestra el caso de Boltzmann,
que se suicidó en 1906 tras una época de depresiones en las que sin
duda influyó mucho la fuerte oposición que encontraron sus ideas sobre
los átomos y las probabilidades.
A partir de esa nueva mecánica estadística, empezó pronto a quedar
claro que la visión de Laplace era demasiado simplista y esquemática
por basarse en una extrapolación injustificada de las leyes de la dinámica. Pero al considerar a la materia viva desde la nueva perspectiva surgió
un nuevo determinismo, algo distinto del original de Laplace. El desarrollo de la teoría estadística había mostrado que los sistemas tienden a
situarse en su estado más probable. Lo sorprendente es que, si el sistema
tiene un número suficientemente alto de elementos constituyentes, las
leyes de los grandes números hacen que la probabilidad del estado más
probable y los que son próximos a él sea inmensamente mayor que la de
los demás. En otras palabras: muchas predicciones probabilistas desde
el punto de vista teórico se transforman en deterministas desde el práctico. El determinismo de Laplace se refería a los detalles finos, muchos
de los cuales son irrelevantes. El nuevo determinismo estadístico se fija
sólo en lo que importa macroscópicamente y es el adecuado para los
seres vivos cuyo comportamiento depende de la acción promediada de
98
EL AZAR Y LA NECESIDAD
muchos elementos poco importantes uno a uno. Tanto que el propio término «determinista» fue realmente puesto de moda por médicos y biólogos. Lo había inventado Kant, pero fue probablemente el gran médico
francés Claude Bernard (1813-1878) quien lo estableció en la práctica
al hablar de la aparición de la enfermedad por «factores determinantes».
En el mundo de los átomos el azar es objetivo
El mecanicismo era todavía el paradigma dominante al finalizar el siglo XIX. Las leyes de la física parecían completamente conocidas (sólo
quedan detalles, decían algunos) y el mundo continuaba siendo fiel a la
metáfora del reloj. Pero se produjo entonces una segunda gran negación,
a cargo esta vez de una nueva rama de la ciencia, la física cuántica, que
trata de las leyes de la naturaleza en el nivel microscópico, molecular,
atómico y subatómico. La historia empieza en diciembre de 1900 cuando
Max Planck presenta una famosa memoria a la Academia de Ciencias
de Prusia. Durante las últimas décadas del siglo XIX, la física intentaba
inútilmente explicar la distribución de la energía entre los colores de la
luz emitida por un cuerpo caliente, algo técnicamente conocido como el
problema de la radiación del cuerpo negro. Planck mustra entonces que,
para entender el fenómeno, es obligado renunciar a la continuidad de los
intercambios de energía entre la materia y la luz. Su trabajo, junto con
otro publicado por Einstein en 1905, lleva a una conclusión sorprendente y contraria a la intuición: la luz tiene una doble naturaleza, es onda y
corpúsculo a la vez. Se trata de una onda extendida continuamente por
el espacio, pero también consiste en un conjunto de partículas llamadas
cuantos de luz o fotones —cada uno de los cuales con energía igual al
producto de su frecuencia (su número de vibraciones en cada segundo)
por una constante universal conocida como de Planck14.
Esta idea abre una época de efervescencia intelectual que culmina
en 1927, cuando un grupo de científicos geniales, Bohr, Heisenberg,
Dirac, Schrödinger, De Broglie y Born, abren el camino, en un congreso
celebrado en Bruselas, a una visión completamente nueva del mundo.
Las palabras de Einstein sobre la obra de De Broglie se aplican a la de
todos: «Se levantó entonces el borde de un gran velo». Y detrás apareció un mundo completamente distinto del de la física clásica15, lleno de
sorpresas de las que nos interesan especialmente tres.
14. Se llama constante universal a un valor numérico cuya magnitud cuantifica la
intensidad de un fenómeno fundamental y que no puede deducirse de las leyes de la física.
Por ejemplo, la constante de la gravitación o la velocidad de la luz.
15. Por física clásica se entiende la basada en ideas anteriores a Planck.
99
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
La primera es el descubrimiento de que las leyes de la naturaleza
son de un tipo completamente distinto que las de la física clásica: son
esencialmente probabilistas, es decir, sólo predicen probabilidades, no
certezas. Si, por ejemplo, consideramos un átomo en un estado inestable, podemos asignarle una cierta probabilidad de que emita una partícula de luz, es decir, un fotón, en un cierto intervalo de tiempo —en
un minuto, por ejemplo—, pero nunca se puede predecir el preciso
instante en que lo hará realmente.
El alemán Werner Heisenberg (1901-1976) descubrió un principio
negativo que limita nuestro conocimiento de la realidad, mucho más
de lo que nadie había supuesto. Según su llamado principio de incertidumbre, es imposible conocer con precisión arbitrariamente grande y
simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula, de un electrón, por ejemplo. Como éstas eran justamente las cantidades de cuyo
conocimiento exacto se sigue la predicción en la teoría clásica al estilo
de Laplace, el mecanicismo determinista del siglo XIX se derrumba en
escombros. Heisenberg resumía el fallo de la causalidad determinista diciendo: «En la afirmación ‘si conocemos el presente podemos predecir
el futuro’, lo falso no es la conclusión sino la premisa», lo que produjo
un gran impacto por la manera tan drástica en que desaparecía la causalidad tal como era entendida hasta entonces.
Esta nueva ruptura con el determinisimo es más radical que la primera, tanto que algunos, el mismísimo Einstein entre ellos, se negaron
a aceptarla, tomando por provisional a la física cuántica como una mera
aproximación a una teoría subyacente aún por descubrir en la que el
determinismo brillaría de nuevo.
Max Planck descubrió una de las ideas más importantes de toda la
ciencia pero no le gustaron las consecuencias que de ella se seguían. Aseguraba que propuso su famosa hipótesis en «un acto de desesperación»,
tras pensarlo mucho y no hallar otra manera mejor de explicar los datos de
la experiencia. De hecho, intentó varias veces recuperar la continuidad y
el determinismo de la física clásica, pero sin conseguirlo. Años más tarde
hizo un famoso comentario, calificado por el matemático ruso Vladimir
Arnold como ley fundamental del progreso del pensamiento científico:
Una nueva teoría no se impone porque todos los científicos se convenzan
de ella, sino porque los que siguen abrazando las ideas antiguas se van
muriendo poco a poco y son sustituidos por una nueva generación que
asimila las nuevas ideas desde el principio.
Lo que tanto rechazo produjo a algunos y motivó la frase de Planck
era precisamente la obligación de abandonar el reinado del demonio de
Laplace.
100
EL AZAR Y LA NECESIDAD
Una segunda sorpresa de la teoría cuántica es la inevitabilidad de
aceptar en ella la presencia simultánea de elementos que parecen totalmente incompatibles a nuestra intuición. Por ejemplo, es muy extraño
que un electrón o la luz sean, a la vez, onda continua (como las de la
superficie de un estanque) y partícula localizada (como una bola pequeña de acero). Y, sin embargo, los numerosos experimentos hechos desde
entonces muestran, sin lugar a dudas, esos dos aspectos aparentemente
excluyentes. Niels Bohr (1885-1962), uno de los padres fundadores de
la nueva teoría y autor del primer modelo atómico válido, elevó esa
idea a la categoría de nuevo principio lógico, al que llamó principio
de complementariedad: al describir el mundo es inevitable asignar a
las cosas pares de propiedades que parecen contradictorias, pero que
son ambas imprescindibles para su explicación completa. En cada tipo
de experimento, se manifiesta una u otra, pero no las dos al tiempo. Se
dice que son dos propiedades complementarias. Así son, por ejemplo,
los aspectos ondulatorio y corpuscular de un electrón.
El resultado es la constatación de nuestra lejanía de la realidad, que
hasta el siglo XIX podía ser representada mediante imágenes acordes
con la intuición de nuestra vida ordinaria. Decía el físico británico Lord
Kelvin (1824-1907), que él siempre buscaba la explicación de un fenómeno natural pensando en términos mecánicos, es decir, imaginando
un modelo material con palancas, muelles, cuerdas o pesos. Siguiendo
el mismo prejuicio, Maxwell, el descubridor de la naturaleza de la luz y
de las ondas electromagnéticas, asemeja el espacio a una extraña disposición de ruedas dentadas en sus primeros artículos sobre su gran teoría.
El éxito de estas tácticas sugería una proximidad entre la mente y las
cosas, pues éstas parecían ser describibles con imágenes claras tomadas
del mundo cotidiano, y eso inspiraba mucha confianza en la capacidad
del hombre de conocer el mundo de modo absoluto. Pero la ilusión de
que todos los fenómenos se pueden representar en términos de intuiciones mentales inmediatas se empezó a tambalear cuando la teoría de la relatividad propone un modelo matemático, ante el que chirrían las estructuras de nuestra intuición, en vez de uno mecánico como le gustaba a lord
Kelvin. Einstein era muy consciente de ello cuando era acusado de que su
relatividad es contraria al sentido común y respondía: «El sentido común
es sólo la colección de prejuicios acumulados al cumplir dieciocho años».
Esta incapacidad de asimilar el comportamiento de la materia inerte a nuestros hábitos mentales indica que no basta con aceptar que las
cosas no son lo que parecen: hay que admitir que tampoco son lo que
pueden parecer. Por eso la física del siglo XX confirma la idea avanzada
ya por muchos filósofos desde Kant. Nuestra capacidad de entender el
mundo es mucho menor de lo pensado, a pesar de la ilusión contraria
creada por la asombrosa habilidad de la técnica.
101
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Para Bohr su principio de complementariedad era un nuevo elemento filosófico que debería ser utilizado en todos los ámbitos del pensamiento, no sólo en la ciencia. Como le parecía tan importante esta
idea, cuando fue nombrado en 1947 caballero de la Orden del Elefante, máxima distinción en Dinamarca raramente concedida fuera de los
ámbitos de las familias reales y jefes de gobierno, escogió como escudo
de armas el signo oriental del yin y el yang, un círculo dividido en dos
partes por una línea curva, con el lema Contraria sunt complementaria16. Para Bohr esto representaba la necesidad de expresar nuestras
ideas en un lenguaje creado para el mundo macroscópico, el reino de
la física clásica, porque no podemos separar completamente el observador y lo observado. En 1927 decía, por ejemplo, en una conferencia:
Es de la máxima importancia comprender que una explicación de la
experiencia [...] debe expresarse siempre con conceptos clásicos macroscópicos [lo que implica] la imposibilidad de una distinción clara entre
el comportamiento de los objetos atómicos y su interacción con los instrumentos de medida que sirva para definir las condiciones bajo las que
ocurren los fenómenos.
Las experiencias obtenidas bajo condiciones experimentales diferentes [pueden resultar contradictorias] y es imposible, por tanto, integrarlas en una única imagen, de modo que deben ser consideradas
como complementarias en el sentido que sólo en su conjunto agotan los
fenómenos la posibilidad de obtener información de los objetos17.
Niels Bohr veía la complementariedad por todas partes, como un
elemento cotidiano en el análisis del mundo. Por ejemplo, la aplicaba a
las descripciones psicológicas y biológicas del pensamiento, a conceptos
sacados de distintas culturas, al enfrentamiento que inevitablemente sufren a menudo los ideales de justicia y de clemencia y, muy importante
para este libro, a las visiones del mundo que dan la religión y la ciencia.
Según esta idea, la ciencia y la religión parecen contradecirse como los
aspectos continuo-ondulatorio y discreto-corpuscular de la luz, pero
deben coexistir para una visión lo más certera posible del universo.
¿Podemos conocer lo real?
Estos desarrollos no gustaron nada a Einstein, partidario de mantener
una visión clásica del mundo en términos deterministas. En 1935 pu16. «Los contrarios son complementarios.»
17. P. Dam, Niels Bohr, Royal Danish Ministry of Foreign Affairs, København, 1985,
p. 44; cf. también N. Bohr, La teoría atómica y la descripción de la naturaleza, ed. de M.
Ferrero, Alianza, Madrid, 1988, pp. 98-107.
102
EL AZAR Y LA NECESIDAD
blicó, con sus colaboradores B. Podolski y N. Rosen, un artículo famoso intentando probar que la pérdida del determinismo conduce a
una contradicción, hoy conocida como paradoja o argumento EPR por
las iniciales de sus autores. Debido al carácter incompleto de la física
cuántica, hay elementos de la realidad que no entran en su descripción.
Él lo interpretaba como un claro indicio de que las ideas cuánticas sólo
dan una mera aproximación a una teoría futura más completa, en la que
volvería a reinar el determinismo.
El argumento EPR promovió la tercera sorpresa. Se refiere a un
sistema compuesto por dos partes en interacción, dos electrones o dos
átomos por ejemplo, que se alejan luego una de la otra. La intuición
nos dice que, si su distancia llega a ser suficientemente grande, estarán
completamente separadas, de manera que, si actuamos sobre una de
ellas, la otra parte no puede sufrir ningún efecto. Así ocurre con las
interacciones físicas: su efecto decrece con la distancia. Sin embargo, la
teoría cuántica hace una sorprendente predicción: bajo ciertas circunstancias las dos partes no llegarían nunca a separarse del todo, pues las
acciones sobre una pueden afectar instantáneamente a la otra (aunque
de una manera sutil que no permite transmitir información ni energía a
velocidades superiores a la de la luz). Se dice que están entrelazadas. El
argumento EPR considera esa extraña propiedad como completamente
absurda y rechazable, prueba evidente de que la teoría es incompleta y
provisional.
Bohr contestó inmediatamente a Einstein, reabriendo una discusión
iniciada en el congreso de Bruselas en 1927 y continuada a lo largo del
resto de sus vidas. El debate entre estos dos grandes físicos es sin duda
una de las polémicas más apasionantes de la historia de la ciencia18.
Bohr acusaba a Einstein de hacer hipótesis injustificadas. El rechazo de
éste a una teoría esencialmente estadística, con un azar objetivo y no
solamente producto de nuestra ignorancia, se manifiesta en su conocida
frase «No creo en un Dios que juegue a los dados», como si cada átomo
debiera esperar a una tirada de dados, cuyo resultado le indicaría cómo
moverse o transformarse. La contestación de Bohr es que nadie puede
decir a Dios lo que debe hacer ni atribuirle cualidades expresadas en
lenguaje ordinario. Su diferencia de criterios afectó profundamente a
los dos grandes científicos, que se admiraban mucho el uno al otro. El
día de su muerte en 1962, siete años después de la de Einstein, Bohr tenía en la pizarra de su despacho el mismo diagrama sobre el que los dos
18. Aspectos de ese debate aparecen en la correspondencia entre Albert Einstein y
Max Born, partidario del punto de vista de Bohr y precisamente quien propuso la interpretación estadística de la teoría: Correspondencia Einstein-Born (1916-1955), Siglo XXI,
México, 1973. Cf. también M. Bunge, Controversias en física, Tecnos, Madrid, 1983.
103
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
habían tenido una discusión en 1927. ¡Hasta en sus últimas horas seguía
hablando imaginariamente con su amigo y oponente científico!
El argumento EPR permaneció durante mucho tiempo como uno
de los llamados experimentos mentales cuya discusión permite aclarar cuestiones o plantear dudas, pero que son demasiado difíciles para
realizar en el laboratorio. Sin embargo, desde 1970 se ha conseguido
someterlo a prueba gracias a una serie de brillantes experimentos. Los
resultados se interpretan de modo prácticamente unánime como un
apoyo indiscutible a las ideas de Bohr y como muestra de que el comportamiento de la naturaleza a nivel microscópico es muy extraño para
nuestra intuición19, mucho más incluso de lo creído por Einstein. Como
consecuencia, es preciso abandonar hoy dos creencias que formaban
parte esencial del bagaje conceptual de los científicos:
1. En primer lugar, la de que observamos las cosas en sí mismas,
separadas del resto de universo y del científico que las mira. Como dice
Heisenberg, «lo que pasa depende de nuestro modo de observarlo y del
hecho de que lo observamos»20, y por eso algunos han llegado a afirmar,
así es el caso de Niels Bohr, que la física no trata del mundo sino de
nuestra relación con él. Más aún, las cosas que han interactuado una
vez continúan formando un sistema inseparable más tarde hasta que se
produzca una nueva interacción y, por tanto, las interrelaciones entre los
distintos elementos del mundo son de una complejidad mucho mayor
de lo admitido antes. Las consecuencias para nuestra interpretación de
las teorías científicas son grandes, pues siempre se había supuesto que
los sistemas son separables, como condición necesaria desde el punto de
vista práctico, para poder ordenar los datos de la experiencia21.
2. No es posible decir que la medida de una magnitud de un sistema
atómico descubra el valor que esa magnitud tenía antes de la medi-
19. Algunos libros en los que se discuten estas cuestiones a nivel pedagógico son, además de los antes citados, J. M. Jauch, Sobre la realidad de los cuantos, Alianza, Madrid,
1985; P. Forman, Cultura en Weimar, causalidad y teoría cuántica, Alianza, Madrid, 1984;
S. Deligeorges, El mundo cuántico, Alianza, Madrid, 1990; V. Weisskopf, La revolución
cuántica, Akal, Madrid, 1989; P. C. W. Davies y J. R. Brown, El espíritu del átomo, Alianza, Madrid, 1989.
20. W. Heisenberg, La imagen de la naturaleza en la física actual, Seix Barral, Barcelona, 1957; A. Fernández-Rañada, Ciencia, incertidumbre y conciencia: Heisenberg,
Nivola, Tres Cantos, 2004.
21. El físico norteamericano David Bohm (1917-1992) acuñó la expresión «paradigma holográfico» para referirse al entramado de relaciones entre las cosas. Un holograma,
que permite la fotografía en relieve, tiene la propiedad de que toda la figura está grabada
en todas sus partes a la vez, de modo que para recuperarla en detalle hay que tratar a la
vez toda ella. Según Bohm, la teoría cuántica muestra que el mundo es necesariamente
una totalidad, lo que pone límites a la ciencia basada en el reduccionismo a niveles elementales separados.
104
EL AZAR Y LA NECESIDAD
da. Esto es sorprendente —en nuestra vida ordinaria sucede de otro
modo—. Si medimos la longitud de una mesa obteniendo ciento veinte
centímetros, creemos que la mesa tenía ciento veinte centímetros antes
de medirla. Cuando un policía determina la velocidad de un coche mediante un cinemómetro y le pone una multa por exceso de velocidad
porque el aparato indica ciento sesenta kilómetros por hora, lo hace
convencido de que el automóvil llevaba esa velocidad un instante antes
de la medida. En el mundo cuántico de los átomos y las moléculas no
es así. Si el resultado de medir la velocidad de un electrón es mil kilómetros por segundo, no podemos afirmar que ésa era objetivamente la
velocidad del electrón antes de la medida, más aún esa magnitud no
tenía en general un valor definido. De hecho, si alguien la hubiera medido un instante antes que nosotros podría haber obtenido un resultado
diferente. Y esto ocurre porque las medidas no informan sobre las cosas
en sí, sino sobre su relación con el observador. ¡Qué visión del mundo
tan distinta a la del mecanicismo del siglo XIX!
Desde el punto de vista filosófico, la discusión Einstein-Bohr se enmarca en el debate entre una postura realista, basada en el convencimiento
de que el mundo existe por sí mismo, independientemente de quien lo
observa, y que sus propiedades objetivas pueden ser descubiertas, y una
posición positivista, para la cual las cosas sólo existen en cuanto son percibidas y no tiene sentido hablar de ellas por sí mismas. Los desarrollos de
la teoría cuántica llevan a algunos a buscar una tercera vía. Así, el físico
francés Bernard d’Espagnat habla de una realidad velada (o sea, cubierta
por un velo) y lejana que sustituye a lo real empírico, reflejando sólo débilmente lo que son las cosas en sí, aunque diciendo lo que no son:
Si lo real en sí se niega a decirnos lo que es —o cómo es— por lo menos
consiente en decirnos, en cierta medida, lo que no es. No es conforme
a los esquemas clásicos del mecanicismo, del materialismo atomista, del
realismo objetivista, es decir, a ninguna de las variantes del realismo
próximo [...]. Es pues legítimo calificarlo de lejano. Más aún, parece más
o menos quimérico esperar que se pueda construir una imagen científicamente justa [libre de elementos arbitrarios] con ayuda de conceptos
tomados de las matemáticas. En consecuencia, parece muy legítimo calificarlo como inconocible o velado. Pero de las dos palabras, es la segunda
la que parece la más correcta [...]. Lo real en sí, aunque no es conocible
en el sentido habitual de la palabra, no es tampoco rigurosamente inconocible; está velado22.
A pesar de estas consecuencias radicales de la física atómica, muchos
pensaban que su importancia podría no ser muy grande porque el deter22. B. d’Espagnat, Une incertaine réalité, Gauthier Villar, Paris, 1985, p. 269.
105
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
minismo seguía dominando todo el mundo macroscópico, en el que, al
fin y al cabo, vivimos todos. Esto se debe a una curiosa propiedad de la
teoría cuántica: sus efectos tienden a cancelarse a escala de gran tamaño. O, en otras palabras, el fallo de la causalidad determinista se debe
a efectos microscópicos tan débiles que sólo son apreciables a escala de
los átomos. Pero esto no es estrictamente cierto porque existen amplificadores de indeterminación que la elevan hasta nuestra escala.
Para observar cómo opera uno de ellos basta con conectar una televisión que no esté sintonizada con ninguna emisora. En la pantalla
aparece lo que suele llamarse nieve, un burbujeo de luces sin forma aparente, y sin pauta espacial o temporal. ¿Qué es lo que ocurre? Los puntos luminosos se deben al impacto de los electrones emitidos por un filamento caliente. Cuando vemos un programa, el sistema macroscópico
de la tele dirige a los electrones mediante campos eléctricos a los lugares precisos para reconstruir la imagen, dominando su indeterminación
intrínseca. Pero si el aparato no recibe imágenes de ninguna emisora,
nada coarta las tendencias aleatorias de los electrones agitados por las
fluctuaciones cuánticas. Conviene advertir que es imposible evitar toda
señal; los aparatos eléctricos próximos envían pulsos incoherentes, e
incluso un pequeño porcentaje de lo que se ve se debe a la radiación de
fondo de microondas que se mueve por todo el universo como reliquia
de la gran explosión, el famoso Big Bang originador de todo.
Por lo tanto, las indeterminaciones cuánticas «suben» de escala hasta nuestro mundo macroscópico. Y en algunos casos su efecto puede
ser mucho más importante que la nieve que acabamos de ver en la tele.
Los fenómenos cuánticos están en la base de la herencia, pues los genes, transmisores de la información hereditaria desde una generación
a la siguiente, son moléculas gigantescas formadas por muchas subunidades menores enlazadas entre sí según las leyes de la física cuántica.
Las mutaciones, causa de la aparición de nuevas cualidades o defectos
genéticos, son producidas en procesos aleatorios de los que se hablará
más adelante con mayor detalle. Y el estado actual de nuestros conocimientos parece indicar que el propio origen de la vida en la Tierra fue
preparado por una época de reacciones químicas prebióticas, en las que
las leyes probabilistas jugaron un papel determinante.
Un último ejemplo de cómo se amplifica la indeterminación: la
corriente nerviosa se transmite entre las neuronas en nuestro cerebro
mediante el paso de una cantidad diminuta de unas sustancias llamadas
neurotransmisores. La descarga se produce en una zona muy pequeña,
de un tamaño aproximado de unos diez nanómetros (un nanómetro es
una millonésima de milímetro) y con una masa de neurotransmisor casi
insignificante, del orden de un attogramo (una trillonésima de gramo).
Tanto que algunos opinan que los efectos cuánticos pueden llegar a ser
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EL AZAR Y LA NECESIDAD
importantes23, perdiendo así todo sentido la idea de determinismo estricto de los procesos mentales.
El caos y las mariposas
En 1963 el matemático norteamericano E. N. Lorenz intentaba entender
un problema clásico de meteorología: ¿cómo se mueve una capa de aire
calentada por debajo?, situación frecuente en el verano en llanuras con
mucha insolación. A pesar de lo fácil de su planteamiento, es un problema de una endiablada complejidad, como ocurre casi siempre cuando
se trata de predecir el tiempo. Lorenz se las arregló para formular una
aproximación manejable, basada en una ecuación de aspecto muy simple, con tan sólo tres variables que indican la velocidad y la temperatura
del aire. Al estudiarla comprobó sorprendido cómo, desmintiendo su
aparente sencillez, la extraordinaria complejidad de sus soluciones hacía
imposible toda predicción al cabo de un cierto tiempo. En realidad, a
Lorenz le estaba pasando lo mismo que al Servicio de Meteorología: incluso las predicciones buenas para el día siguiente acaban por desajustarse después con lluvias imprevistas o vientos insospechados. Sólo que, en
la predicción real, son tantos los factores por tener en cuenta que no
sorprende que la cosa acabe estropeándose. En cambio, el modelo de
Lorenz era simple y, por ello, completamente predecible en el espíritu
de Laplace.
Lorenz pudo caracterizar el fenómeno —el mismo ya conocido por
Newton que podría desajustar el sistema solar (aunque Laplace creyó
equivocadamente que eso no podrá ocurrir nunca, como vimos antes)—.
Entendió que la clave está en el comportamiento de los errores, bajo la
extrema inestabilidad de los movimientos del aire. Ocurre que los datos
numéricos sobre el estado inicial, como la temperatura o la presión del
aire, son alcanzables sólo dentro de un margen de error, por ejemplo
una décima de grado centígrado, y sólo donde hay estaciones meteorológicas, no en todos los puntos del mapa. Nuestro conocimiento de
partida es, pues, incompleto —en ello no hay nada nuevo, ya lo habían
comprendido así en el siglo XIX—. Lo inesperado es el crecimiento temporal de esos errores a veces explosivo y sin control, haciendo cada vez
menos fiable la predicción al pasar el tiempo hasta perder todo su valor.
Para predecir a más largo plazo hay que refinar los datos iniciales y
los métodos de cálculo, pero crece más deprisa el esfuerzo matemático
necesario que el tiempo de predicción fiable, por lo que sólo podemos
23. J. C. Eccles, La evolución del cerebro: creación de la conciencia, Labor, Madrid,
1992.
107
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
conocer el mundo a través de una ventana temporal limitada, en afortunada expresión del físico Ilya Prigogine.
Este crecimiento inexorable de los errores ocurre precisamente cuando el comportamiento del sistema es complejo. Como consecuencia es
imposible detectar pautas o regularidades en sus detalles y, por eso, se
bautizó como caos o movimiento caótico. Lorenz imaginó hiperbólicamente el caso de un meteorólogo cuya predicción admirable del tiempo
atmosférico, gracias a los mejores sistemas de observación y usando las
técnicas matemáticas más avanzadas, resulta totalmente fallida porque
no había tenido en cuenta el efecto sobre el estado inicial de la atmósfera del inesperado batir de las alas de una mariposa. El pequeñísimo
error que ello representa se agrandaría sin cesar hasta hacer que todo el
cálculo pierda su valor. La historia hizo fortuna y hoy se conoce como
«efecto mariposa» al crecimiento incontrolable de los errores24. Además,
los últimos veinte años han visto cómo el efecto mariposa aparece por
todas partes, en la predicción del tiempo, en multitud de oscilaciones, en
fenómenos biológicos, en los láseres, en el movimiento de los fluidos; en
tantos sitios que se dice, con frase consagrada, «el caos es ubicuo».
La predicción detallada para todo tiempo, a lo Laplace, se ve hoy
imposible e incluso absurda. Sorprende que alguna vez se haya creído
en ella. Tanto es así que el físico matemático inglés James Lighthill,
presidente entonces de la Unión Internacional de Mecánica Pura y Aplicada, decía en un congreso de su organismo en 1986:
Debemos hablar en nombre de la gran fraternidad de practicantes de la
mecánica. Somos hoy muy conscientes de que el entusiasmo que animaba a nuestros predecesores les llevó a generalizaciones sobre la predecibilidad [...] que ahora sabemos que son falsas. Debemos presentar
colectivamente excusas por haber inducido a error, propagando, a propósito del determinismo [...] ideas que, a partir de 1960, se han revelado
incorrectas.
¿Cómo se pudo producir un despiste tan extendido? Sin duda se cometió una extrapolación imprudente. La mecánica clásica, hasta finales
del siglo XIX la parte más acabada y emblemática de la física, se desarrolló gracias al estudio de un sistema singularmente regular como lo es el
sistema solar. Arrastrados por el espectacular éxito de sus predicciones,
24. A. Fernández-Rañada, «Movimiento caótico»: Investigación y Ciencia 114 (marzo de 1986), p. 12; A. Fernández-Rañada (ed.), Orden y caos, Libros de Investigación
y Ciencia, Barcelona, 1990. E. N. Lorenz, La esencia del caos, Debate, Madrid, 1995;
I. Peterson, El reloj de Newton, Alianza, Madrid, 1992; J. Gleick, Caos: la creación de una
ciencia, Seix Barral, Barcelona, 31998.
108
EL AZAR Y LA NECESIDAD
muchos extendieron sus propiedades a todo el cosmos, sin comprender
que no es representativo de la mayoría de los sistemas físicos25.
Importa mucho entender que, al revés que la teoría cuántica, cuya
imposibilidad de predecir surgió de una revolución conceptual provocada por un nuevo campo de estudio, el de los átomos, la teoría del
caos muestra que los científicos del siglo XIX no habían comprendido
bien las leyes de la dinámica de las que estaban tan orgullosos. Ello
aconseja huir de las afirmaciones demasiado rotundas sobre consecuencias radicales y sugiere que una cierta dosis de humildad no está nunca
de más. Porque el mundo es impredecible para tiempos arbitrarios y si
queremos mantener la metáfora del universo-reloj no hay más remedio
que admitir que sus ruedas encajan mal y tienen holgura, por lo que su
movimiento se desajusta y atrasa, adelanta e incluso da saltos de una
manera imprevisible. Lo cual es una suerte porque el mundo-reloj del
siglo XIX es frío, lejano y poco acogedor. Vale más vivir enfrentados a
la posibilidad de lo nuevo, sintiendo ese sabor agridulce de las cosas
que ya no son, pues aunque eso nos deje tristes empiezan a nacer otras
que pueden traer la esperanza. Realmente es mucho mejor no bañarnos
siempre en el mismo río.
La visión del mundo coherente con la ciencia de hoy combina la necesidad y el determinismo en períodos acotados de tiempo con un azar
de muchas caras que existe objetivamente. La concepción mecanicista
decimonónica es completamente inaceptable. Algunos científicos ven en
ello razones para excluir a Dios porque creen que la necesidad y el azar
se bastan para explicar y gobernar el mundo. Es la postura, por ejemplo,
del biólogo Jacques Monod y del físico Steven Weinberg. Otros creen
que el hundimiento del mecanicismo determinista es muy importante,
porque elimina los obstáculos que parecían oponerse al libre albedrío y
a la existencia de Dios, quien, aunque no realice milagros, actúa sobre
el pensamiento de los hombres. Así piensan, como veremos en el capítulo 7, el físico Nevill Mott y el neurólogo John Eccles.
25. I. Prigogine, ¿Tan sólo una ilusión?, Tusquets, Barcelona, 1987; I. Prigogine e
I. Stengers, Entre el tiempo y la eternidad, Alianza, Madrid, 1990; Íd., La nueva alianza,
Alianza, Madrid, 1990; Círculo de Lectores, Barcelona, 1988.
109
5
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
El mundo como libro
Una observación ingenua de la naturaleza parece indicar que el mundo
está construido siguiendo un plan, que es el fruto de un diseño. Si esta
apariencia estuviese justificada, existiría un Dios creador y diseñador de
todas las cosas. Parece evidente que los órganos de los animales responden a un propósito: las manos para coger, los ojos para ver, las patas y
piernas para correr, los estómagos para digerir, los pulmones para respirar. Las raíces de las plantas son justo lo que necesitan para afirmarse en
el suelo y obtener elementos nutritivos, su savia sirve para transportarlos
hacia arriba, sus hojas para recibir la luz. Y lo mismo se puede decir de
la Tierra, con su maravilloso complementarse de las llanuras, los montes
o los mares, y del sistema solar en el que los planetas siguen trayectorias
acordes, girando en el mismo sentido en torno al Sol en una maravillosa
danza cósmica que sugiere diseño, armonía y propósito.
Y si del aspecto orgánico formal pasamos al funcional, esa impresión
se acentúa. Las cosas parecen estar acordadas no sólo en su estructura
sino en su funcionar, con una complementación maravillosa de unos seres y otros. Distintos tipos de animales y de plantas aparecen en diferentes zonas geográficas y climáticas, concordándose de tal manera con su
entorno que parecen destinados entre sí, hechos para estar juntos, como
el guante y la mano o un tornillo y su tuerca. Los mismos animales existen con distintas variedades, unos por ejemplo con la piel más gruesa
porque viven a mayor altura o capaces de digerir otras plantas, precisamente las que tienen a su alrededor. Sin duda el diseño parece patente.
En esta constatación, tan clara a primera vista, se basan una de las
vías de santo Tomás y todos los argumentos teleológicos1. Porque es di1. Teleológico es todo lo relativo a la finalidad o al propósito de una cosa.
111
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
fícil evitar la fuerte impresión de que el mundo obedece a un proyecto,
que está construido siguiendo un plan sutilísimo, ordenado jerárquicamente desde las plantas y animales inferiores, en el que cada ser se
apoya en otros más simples y se supedita a sus superiores hasta llegar
al hombre, rey sin duda de la creación, y donde la materia inerte tiene
como única función el soporte del todo, con la guinda de astros como
luminarias que cantan la gloria de su creador. Esta interpretación conduce a un cosmos a la vez simple y pequeño, pues nada hacía imaginar
antes del telescopio que las estrellas estén tan lejos, y donde el hombre
se encuentra en un lugar doblemente natural, hecho a propósito para
él, en el que las cosas son singulares porque cada una tiene su finalidad
propia y eso permite el establecimiento de una alianza entre el hombre
y la naturaleza.
Y por eso la ciencia, en la Edad Media y durante la revolución de
los siglos XVI y XVII, coincidía con las religiones proféticas —judaísmo,
cristianismo e islamismo— al ver en el mundo la obra de Dios, obra parlante y expresiva a través de la cual es imposible no percibir al creador
mismo. Y así, además de la metáfora del mundo como reloj, obligado a
seguir mecánica e inexorablemente las leyes con que le dotó ese Gran
Arquitecto, Ingeniero o Artífice, surgió una segunda para la cual el mundo es como un libro, al que se parece por dos razones. Primero, porque
tanto el mundo como el libro sagrado —la Biblia o el Corán— fueron
pensados por un autor, el Dios creador, y segundo, porque si el universo
es un texto escrito por Dios, puede ser entendido y la ciencia es posible.
Desde esta perspectiva, Dios se manifiesta mediante dos libros: su revelación recogida en las Sagradas Escrituras y la naturaleza.
Fue el inglés Francis Bacon (1561-1626), político y teórico de la
ciencia, quien propuso la doctrina de los dos libros en su obra The
advancement of learning, de 16052. Fue una idea importante para los
nuevos filósofos naturales porque los anteriores no se cuidaban de distinguir los dos ámbitos. Bacon advierte contra los intentos de conformar el libro de la naturaleza al de la Escritura, proponiendo una norma
conocida como compromiso baconiano: «Nadie mezcle o confunda neciamente esas dos enseñanzas»3.
Esta metáfora fue muy usada, lo que empezó a plantear problemas
cuando a veces la lectura de dos libros llevaba a conclusiones contrarias
y no se atendía la advertencia de Bacon. Para Kepler esto no ocurre
nunca si los textos se interpretan correctamente, no de modo literal.
2. A. Quinton, Francis Bacon, Alianza, Madrid, 1980.
3. J. R. Moore, «Geologists and interpreters of Genesis», en D. C. Lindberg y R. L.
Numbers (eds.), God and Nature: historical essays on the encounter between christianity
and science, University of California Press, Los Angeles, 1986.
112
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
Al defender el punto de vista heliocéntrico de Copérnico, decía en su
Astronomia nova (1609), la primera obra en que se habla de órbitas
elípticas de los planetas:
Las Sagradas Escrituras hablando a los hombres de oficios corrientes según los modos de los hombres, lo hacen de manera que pueda ser entendida usando expresiones conocidas por todos [...]. ¿Por qué nos extraña
entonces, si la Escritura habla según las expresiones humanas, que la
verdad de las cosas disienta de la concepción de todos los hombres?
Cuando la Biblia habla de movimiento del Sol, debe entenderse en
el lenguaje del sentido común de cada día. Se trataba sólo de describir
lo que se ve, no de un conocimiento astronómico profundo.
Y Galileo sostiene:
La filosofía está escrita en ese gran libro que está ante nosotros —el
universo— pero no podemos entenderlo si no aprendemos primero el
lenguaje y los símbolos con que está escrito. Está escrito con lenguaje
matemático y los símbolos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales es imposible entender una sola palabra suya.
Y, al defenderse ante los teólogos aristotélicos, decía: «La Biblia enseña a ir al cielo, no cómo van los cielos».
Se le acusaba de contradecir a las Escrituras al defender, siguiendo
a Copérnico, la idea de un Sol quieto en medio del universo en contra
de la cosmología de Ptolomeo, para la que el centro del cosmos estaba
en la Tierra como parecía afirmar la Biblia literalmente interpretada.
El pasaje más citado a este respecto fue el llamado milagro de Josué.
Este antiguo ayudante de Moisés y jefe de los israelitas tuvo que acudir
en defensa de la ciudad de Gabaón, atacada por enemigos comunes.
Durante la batalla fue necesario prolongar el día para continuar las
operaciones militares, por lo que Josué invocó a Yavhé diciendo: «Sol,
detente sobre Gabaón, y tú, Luna, sobre el valle de Ayalón», tras lo que
«el Sol se detuvo en medio del cielo y no se apresuró a ponerse casi un
día entero»4. Este texto del libro de Josué fue la base en que se apoyaban
los oponentes a la cosmología heliocéntrica de Copérnico, pues decían
que no puede estar quieto un astro que se detiene.
La discusión subsiguiente impulsó a Galileo a mostrar que, entendiendo cada uno de los dos libros en su propio lenguaje —común
para la Biblia, matemático para la naturaleza—, no puede haber ninguna
discrepancia entre ellos, incluso las verdades científicas ya demostradas
4. Josué 10, 13.
113
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
deberían ser una ayuda muy conveniente para la exégesis bíblica. Para
ilustrar esta idea, explica cómo el sistema de Copérnico permite entender mejor el milagro de Josué. Según su argumento, en el de Ptolomeo,
parar el Sol produciría un complicada perturbación de los movimientos
de las esferas a las que estaban sujetos los astros, mientras bastaría en el
de Copérnico con frenar la rotación del Sol en torno a su eje, lo que él
creía que arrastra a los planetas5.
La Biblia tenía el atractivo de un lenguaje poético accesible a todos,
incluso a los que no saben matemáticas, con su mundo a la medida del
hombre en el que el misterio de las cosas las hacía paradójicamente más
próximas. Los intentos de la ciencia por explicarlo todo, gracias al análisis exhaustivo de los fenómenos mediante el movimiento de corpúsculos materiales, fueron vistos por algunos como una deshumanización
que conducía a un mundo frío, lejano e incluso hostil. ¿Cómo sentirse a
gusto en un cosmos-reloj tan predecible en principio que no queda en él
ningún sitio para lo nuevo? Además, la apertura del universo pequeño,
finito y limitado del Medievo a las enormes distancias descubiertas por
el telescopio de Galileo era inquietante, al perderse la sensación tranquilizadora de un mundo a la medida del hombre en el que las cosas
pueden ser aliadas, no sólo objetos inertes. El gran poeta inglés John
Donne (1572-1631) se lamentaba en un poema escrito en 1611 de que
todo se derrumbaba, «all coherence gone»:
Y la nueva filosofía pone todo en duda,
el fuego elemental se apagó del todo,
el Sol se ha perdido, como la Tierra, y no hay ingenio humano
capaz de saber dónde encontrarlo.
[...]
Los hombres buscan mundos nuevos; ven que éste
se ha desbaratado otra vez en sus átomos.
Todo se ha hecho añicos, toda coherencia se ha ido;
toda provisión justa y toda relación [...]6.
No hay que extrañarse de los lamentos de Donne porque los cambios traídos por la nueva ciencia eran realmente dramáticos y difíciles
5. Una exposición del razonamiento de Galileo sobre el milagro de Josué aparece
en la carta que dirigió al padre Benedetto Castelli, colaborador suyo e investigador sobre
hidráulica; cf. Galileo Galilei, Carta a Cristina de Lorena y otros textos sobre ciencia y
religión, ed. de M. González, Alianza, Madrid, 1987.
6. J. Donne, An Anatomy of the World, 1611. Donne fue un gran poeta y hombre
muy religioso, citado a menudo por pacifistas, sobre todo su poema «Por quién doblan
las campanas», en el que expresa un fuerte sentimiento de solidaridad humana, al decir:
«Toda muerte me afecta. / No preguntes por quién doblan las campanas, / lo hacen también por ti».
114
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
de asimilar, en especial el enorme tamaño del universo7, del que decía
Pascal: «El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta». Sin
duda se originó así buena parte del enfrentamiento entre científicos y
humanistas, para lo que no ayudó mucho la pretensión de saberlo todo,
propia de algunos de los primeros, como Descartes, que afirma en sus
Principios de filosofía de 1644 que «ningún fenómeno de la naturaleza
se omite en este tratado [...] no hay nada visible o perceptible en este
mundo que no haya explicado yo».
¿Especies fijas o cambiantes?
Pero la necesidad de admitir un diseño seguía pareciendo razonable, a
pesar de lo hostil de las nuevas inmensidades que la astronomía no cesaba
de descubrir, porque la metáfora del reloj parecía forzada al aplicarla
a los seres vivos, para cuya diversidad y maravillosos organismos no se
vería otra explicación que el diseño divino.
Ante la pregunta «¿cómo se originaron las plantas y los animales?»,
cabían dos respuestas. Según la tradición bíblica, durante mucho tiempo
la única, las plantas fueron creadas el tercer día, el quinto las aves y los
peces, los animales terrestres y el hombre el sexto. Además, y punto
importante, se suponía un principio propio de cada especie vegetal o
animal en un acto separado de creación, idea subrayada por el relato del
arca de Noé. Que la creación hubiese durado seis días de veinticuatro
horas como los de ahora, o que la Biblia hablase simbólicamente y fuesen seis períodos largos de tiempo, siendo algunas especies más antiguas
que otras, no importa mucho. La cuestión esencial era si cada una de
ellas tuvo su origen propio independiente de las otras y se mantuvo fija
e inmutable desde entonces, o si existía la posibilidad de que algunas
dieran lugar a otras nuevas mediante cambios graduales. Durante los
siglos XVIII y XIX se fue abriendo paso esta idea, sobre la que se basó una
segunda concepción, para la cual los seres vivos se habrían originado
espontáneamente, mediante algún mecanismo aún por descubrir pero,
en todo caso, inherente a la materia. Se abrió así una polémica entre dos
posturas conocidas como fijista y transformista.
Un gran defensor de la primera corriente fue el gran médico y naturalista sueco Carl von Linné (Linneo) (1707-1778), quien, para clasificar a todos los seres vivos, inventó la notación usada todavía hoy que
asigna a cada tipo de animal o planta dos palabras latinas indicadoras
del género y la especie (ejemplos: Bos taurus, el toro; Felis leo, el león;
7. A. Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo XXI, Madrid, 1979.
115
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Pisum sativum, el guisante). Era un hombre profundamente religioso
para quien las especies fueron creadas por Dios separadamente según
un plan y se mantienen fijas desde entonces, como explica en su Filosofía botánica de 1751. Pero cuando un colaborador suyo descubrió una
planta extraña que él interpretó como un híbrido —probablemente era
producto de recombinación de genes—, empezó a pensar que la hibridación podría dar lugar a formas nuevas al ser influidas por el clima y la
geografía. Sin embargo, no se salió de la idea fijista. En una edición de
su Systema naturae aparecida al final de su vida, expresa su concepción
del mundo en estas palabras: «Vi al infinito, todopoderoso y omnisciente Dios [... y] yo seguí sus pasos sobre los campos viendo por todas
partes sabiduría y poder eternos y una inescrutable perfección».
Otro gran naturalista, Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (17071788), crítico de Linneo y típico hombre de la Ilustración, se inclinó
por una visión transformista. Persona de enorme capacidad de trabajo,
dedicaba las mañanas al estudio de la naturaleza en el Jardín del Rey
de París y las tardes a negocios personales. La primera actividad le produjo una enorme obra científica que incluye una Historia natural de 36
volúmenes y una Teoría de la Tierra, además de obras de matemáticas
y física; la segunda le generó una gran fortuna personal (sin duda no
era un sabio despistado). Buffon se planteó al principio de su carrera
una pregunta, sobre la que se especulaba mucho entonces: ¿es el asno
un caballo degenerado? Se trata de una cuestión con mucho calado,
pues, si la respuesta es que sí, cualquier otra especie podría modificarse
también.
La respuesta de Buffon fue al principio negativa, pero tras comparar
la fauna americana con la europea, empezó a abrazar ideas transformistas, admitiendo que las especies pueden variar durante las emigraciones
al enfrentarse con un nuevo entorno. Le ayudó mucho a aceptar esa
creencia su cosmogonía, basada en la formación del sistema solar como
consecuencia del choque tangencial de un cometa con el Sol, con la
consiguiente expulsión de una porción de masa de cuya condensación
se formarían los planetas. Hoy sabemos que no pudo ocurrir así, pero
lo importante es que, al estimar la vida del sistema solar en tres millones de años, introdujo una dimensión histórica en la astronomía, ajena
completamente a la concepción estática aceptada hasta entonces.
Fue acusado por ello de contravenir la Escritura, como Galileo, aunque sin las graves consecuencias sufridas por éste. Rechazó la teleología,
exigiendo que las explicaciones científicas no recurran a la intervención
divina, y así dice en su Teoría de la Tierra de 1749: «En física se deben
evitar causas externas a la naturaleza».
El capítulo siguiente corresponde a quien ha sido llamado el primer
evolucionista, el francés Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), quien,
116
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
muy impresionado por las diferencias entre los fósiles y las formas biológicas, empezó a vislumbrar en la vida una tendencia al aumento de la
complejidad. Creyó que el uso modifica algunos aspectos de los seres
vivos, heredándose luego los caracteres adquiridos. Así la jirafa al intentar comer las hojas de los árboles vería cómo su cuello se estiraba y,
de este modo, al ser heredados, se acumularían pequeños alargamientos
a lo largo de muchas generaciones hasta la longitud que tiene ahora.
Lamarck comprendió, siguiendo a Buffon, que la edad de la Tierra es
mucho mayor que lo entonces supuesto a partir de la interpretación literal del relato bíblico, y por eso transformaciones lentas pueden llevar
a grandes cambios pues «el tiempo no es ningún problema para la naturaleza». Por eso anticipó a Darwin en la idea de la evolución, aunque
no usó nunca esta palabra sino expresiones tales como «paso seguido
por la naturaleza para producir organismos». Pero hay una diferencia
importante, pues el mecanismo de Lamarck es repetible en principio,
de modo que podría reproducirse hoy, con los mismos resultados, el
proceso que elevó a algunos animales inferiores hasta una complejidad
mayor, cosa imposible en la teoría de Darwin, en la que surgirían siempre formas nuevas y diferentes.
Otro gran científico francés, el barón Georges Cuvier (1769-1832),
se opuso a las ideas transformistas de Lamarck, del que fue un gran rival. Cuvier cuenta que son necesarios cambios bruscos para explicar la
extinción de las especies de las que hay restos fósiles, que, según él, han
desaparecido sin dejar ninguna descendencia. Cuvier era protestante,
religión que creía más favorable al estudio científico que la católica. No
negó nunca que Dios había creado una pareja de cada especie, muchas
de las cuales habían desaparecido tras catástrofes geológicas violentas,
posiblemente en pocos momentos.
Estas ideas prendieron en la imaginación popular. La competencia
entre las especies considerada ya por Linneo, las transformaciones de
los animales y las plantas y sus extinciones salieron de los ámbitos científicos a las reuniones sociales, donde eran objeto de charlas y comentarios. La evocación de las grandes bestias completamente extinguidas, a
pesar de haber dominado la Tierra, impresionaba a las gentes. Un libro
que llegó a ser muy popular, Wonders of geology, publicado en 1838
por Gideon Mantell, descubridor con su mujer Mary Goodhouse de los
dinosaurios, presenta en su portada a esos temibles animales luchando
rabiosamente a dentelladas por un lugar en un mundo prehumano e
inhumano. Imposible un mayor contraste con la idea popular del Paraíso. El mal, el dolor y la muerte no eran debidos a la culpa de Adán
y Eva, como hace pensar la Biblia, sino que parecían consustanciales
con una naturaleza áspera, despiadada y hostil, completamente ajena
al hombre.
117
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Darwin y la evolución
En 1859 aparece uno de los libros que más impacto han causado en la
historia del pensamiento y cuya importancia para las ciencias de la vida
es semejante al de los Principia de Newton para la materia inerte. Se
trata de El origen de las especies por la selección natural del gran Charles
Darwin (1809-1882)8. Con esa obra, el punto de vista transformista se
establece definitivamente con la idea de que todas las especies vivientes
se transforman poco a poco, adaptándose cada vez mejor a su entorno.
Darwin, hijo de un médico rural religioso practicante, quiso seguir la tradición familiar estudiando medicina pero desistió porque se
mareaba en las operaciones. Probó con los estudios eclesiásticos para
retirarse luego a una vida calificada por su padre como de deportista
holgazán. Pero, por su fuerte afición a la naturaleza, le ofrecieron un
puesto en el barco Beagle de la marina británica en una expedición cartográfica cuya finalidad era preparar mapas de la costa de Suramérica,
aunque se dice que lo contrataron para que el capitán Robert Fitzroy
pudiese disfrutar de la compañía de un caballero. El viaje duró cinco
años, entre 1831 y 1836, durante los que acumuló una impresionante
colección de observaciones. Al empezar su viaje era un joven inmaduro de veintidós años; al terminarlo se había convertido en uno de los
naturalistas con más experiencia en todo el mundo, gracias a la inusual
ocasión que tuvo de estudiar restos fósiles, especialmente de grandes
mamíferos extinguidos de Argentina, y de comparar la fauna americana
con la europea. A su vuelta a Inglaterra continuó madurando su visión
del mundo biológico para publicar su obra a los cincuenta años, sólo
cuando se vio obligado porque otro inglés menos conocido hoy, Alfred
Russell Wallace (1823-1913), había llegado independientemente a las
mismas conclusiones a partir de su experiencia como agricultor en Indonesia. En 1858 Wallace escribió una carta a Darwin exponiendo sus
ideas. En ese mismo año se presentaron dos textos de Darwin y uno de
Wallace en la Linnaean Society aunque sin la presencia de sus autores.
Casi nadie se enteró entonces, pero la reacción fue muy fuerte cuando
el año siguiente apareció El origen de las especies, apoyando su tesis en
una enorme cantidad de datos.
Wallace y Darwin formularon de manera correcta la teoría transformista que había sido anticipada por algunos científicos, sobre todo
Buffon y Lamarck, aun sin haberla podido establecer de manera firme.
El propio abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, era un médico defensor
de las evoluciones social y biológica como «leyes firmes, inmutables e
8. Ch. Darwin, El origen de las especies por la selección natural, Espasa-Calpe, Madrid, 1998.
118
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
inmortales, impresas en la naturaleza por la Gran Primera Causa» y
conocido como disidente religioso.
Darwin había estudiado con mucho interés cómo los criadores de
ganado mejoran sus vacas o sus caballos y los agricultores las lechugas
o el trigo en un proceso al que llamó de selección artificial, en donde
se busca un cambio en la especie escogiendo descendientes con ciertos
caracteres deseados, como mayor producción de leche, más fuerza o
mejor resistencia a las enfermedades. Al cabo de muchas generaciones
se consigue de esta manera una población distinta de la de partida: por
ejemplo, vacas lecheras a partir de una raza de vacas salvajes, rosales
con flores más grandes y bonitas que las silvestres, gallinas más ponedoras de huevos o trigo con más grano.
A partir de esta idea y de la observación del mundo, Darwin propuso una teoría simple y poderosa al mismo tiempo. Está claro que todos
los hijos de los mismos padres no son iguales, unos son más grandes
que otros, o más ágiles, o más resistentes al frío, o tienen comportamientos diferentes. Darwin ignoraba la razón de esa variedad, pero le
parecía muy importante que sólo algunos seres vivos sobrevivan hasta
la edad necesaria para reproducirse y que la mayoría mueran sin haber dejado descendencia. Así ocurre en particular con los animales y
plantas domésticas, pues se reservan como re-productores sólo aquellos
que tienen las propiedades deseadas. Darwin comprendió que algunas
variantes hereditarias son más ventajosas que otras para sobrevivir y
reproducirse; por ello el mecanismo de la herencia produce, tras el paso
de las generaciones, un aumento en la proporción de individuos con
esa variante. Como ocurre lo mismo con los demás caracteres, se va
generando un cambio, una evolución gradual de las especies, con la
desaparición consiguiente de las formas antiguas. Como resultado, las
especies están cada vez mejor adaptadas a su medio natural porque llegan a tener precisamente los caracteres más ventajosos para sobrevivir
en su entorno. Por ejemplo, los antílopes africanos han evolucionado en
el sentido de una mayor rapidez en la carrera, porque los animales más
veloces tienden a sobrevivir y tener más descendientes mientras que los
menos ligeros son atrapados antes de reproducirse por carnívoros como
leones o leopardos. La selección elimina así a los lentos y favorece a los
rápidos.
Darwin apoyaba su propuesta en la observación de fósiles de especies extinguidas, evidencia clara de un proceso de complexificación a lo
largo de la historia de la Tierra. Las formas antiguas son más simples y
primitivas, las nuevas más perfectas —su mayor complejidad les permite
adaptarse con ventaja a su medio—. Llevada a sus extremos, la teoría
de la evolución tenía dos consecuencias que promovieron un gran revuelo.
119
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
La primera es que la vida debería haber surgido a partir de formas
muy simples unicelulares, evolucionadas luego hacia animales y plantas
superiores. Aunque Darwin no tenía ni idea de cuál podría ser el mecanismo de aparición de tales seres vivos primigenios y no hacía propuestas sobre ello, esperaba que se pudiese explicar mediante las leyes
naturales. En conversaciones privadas, expresaba su convicción de que
la vida surgió en alguna charca caliente de los trópicos, originándose allí
seres muy elementales que, mediante el proceso de la selección natural,
habrían dado lugar a todas las formas hoy existentes.
Muchos creían entonces en la generación espontánea de insectos,
gusanos e incluso ratones, pero el químico y biólogo francés Louis
Pasteur (1822-1895) demostró que eso es imposible en una serie de
importantes experimentos. Sin embargo la cosa cambia si hablamos
de seres vivos más simples. Es cierto que hoy se cree que es un proceso enormemente improbable, imposible en períodos cortos de tiempo.
Pero por muy difícil que sea algo, llega a ser inevitable si se insiste
bastante y así ocurrió a lo largo de la enorme edad de la Tierra. Según el consenso científico actual, tras cerca de mil millones de años
de procesos químicos prebióticos, quizás en charcas como la que sugería Darwin, se generaron células muy simples en la Tierra primitiva
y evolucionaron después hacia animales y formas complejas, las que
finalmente existen hoy.
La segunda consecuencia tiene mucho más alcance todavía. Ella es
que, desde la nueva perspectiva, resulta natural incluir al hombre como
uno más del conjunto de los animales y plantas, considerando a la inteligencia, la imaginación y demás propiedades exclusivamente humanas
como producto de la evolución de las especies, lo mismo que las aletas
natatorias, los ojos agudos, las fuertes garras y los demás caracteres físicos. La línea divisoria entre humanos y animales se difumina así. ¡Pobre
hombre, antiguo rey de la creación a quien se arrebata su rango y sus
blasones, alejado primero por Copérnico de su antigua y majestuosa
posición en el centro del mundo y mezclado ahora por Darwin con los
demás animales!
En otro libro célebre, El origen del hombre9 de 1871, Darwin desarrolla esta idea, estudiando entre otras cosas la aparición de los sentimientos religiosos a partir de un animismo primitivo. Opina allí que
tales sentimientos han estimulado la evolución humana, generando códigos éticos y excitando el arrepentimiento, cosa útil y ventajosa. Por
ejemplo, la ética puede mejorar la coherencia social al hacer que todos
busquen la aprobación de los demás portándose de una cierta forma. En
9. Ch. Darwin, El origen del hombre, Edaf, Madrid, 1982.
120
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
cambio, un acto de robo induce sensaciones de insatisfacción consigo
mismo, al no ser aprobado por los otros10.
La obra de Darwin obligó a repensar muchas cosas. Que el hombre,
como especie, haya surgido por la evolución de seres antropoides más
primitivos y no inteligentes se resumió inmediatamente en la frase «el
hombre desciende del mono». Aunque Darwin no decía que descendamos de los primates actuales, sino de otro tipo de animales de los que
también surgieron esos monos, el ser simplemente primos de los gorilas,
orangutanes y chimpancés parecía a algunos una idea desagradable e
insultante. Pero nadie pudo ignorarla. Toda clase de personas notables,
políticos, escritores, artistas y hasta damas de la sociedad elegante leían
a Darwin y discutían apasionadamente entre sí tras elegir campo, a favor o en contra.
Se dispara la polémica
La respuesta religiosa al reto darwiniano fue variada, aunque debe decirse que las estructuras oficiales se opusieron a menudo frontalmente,
en una reproducción lamentable del asunto Galileo. La primera reacción
adversa se produjo inmediatamente, en 1860, en una reunión en Oxford
de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, cuando el obispo anglicano Samuel Wilberforce atacó duramente la idea de evolución,
publicando luego un comentario en el que decía:
El principio de la selección natural es absolutamente incompatible con
la palabra de Dios [...] es un intento de destronar a Dios [pues, si fuese
cierto] el Génesis sería una mentira y la Revelación un engaño y una
trampa.
La sesión fue muy difícil y en ella el famoso biólogo Thomas Henry
Huxley (1825-1895), abuelo del también biólogo Julian Huxley, primer
director general de la Unesco, y de Aldous Huxley, autor de la famosa novela Un mundo feliz, intervino para defender acaloradamente la
evolución (se le ha llamado el bulldog de Darwin). La asistencia era
masiva y el ambiente muy tenso, tanto que hubo hasta desmayos entre
el público femenino, que empezaba entonces a incorporarse al mundo
cultural. El obispo había preguntado a Huxley por qué parte descendía
él de un mono, si por el lado de su abuela o por el de su abuelo, respon-
10. Según parece, sus opiniones sobre este tema estuvieron muy influidas por el comportamiento de los habitantes de Tierra de Fuego, gentes enormemente primitivas a las
que visitó durante el viaje del Beagle.
121
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
diendo Huxley más o menos que es peor descender de un obispo que
de un mono.
Aunque es posible que la anécdota sea una elaboración posterior,
esas palabras llegaron a ser vistas como la expresión fiel de un enfrentamiento inevitable.
Sin duda, los sectores religiosos más tradicionales del cristianismo
se opusieron frontalmente a la evolución, pero medios de mentalidad
abierta reaccionaron enseguida, afirmando que la doctrina cristiana no
implica la creación separada de las especies, sino que su idea central, la
verdaderamente importante, es que todo debe su existencia a un Dios
trascendente al orden natural, y esto no se ve afectado para nada por
la teoría de Darwin. Algunos teólogos protestantes argumentaban que,
del mismo modo que el origen y movimiento de los planetas se puede
explicar por la acción de la gravedad y las leyes de Newton, sin que ello
implique la negación de Dios, la evolución puede verse como el proceso
elegido por él para que, según su plan, aparezcan seres vivos plenamente adaptados a su ambiente. Por ejemplo A. H. Strong, presidente del
Rochester Theological Seminar del estado de Nueva York, publicó un
libro en 1885 defendiendo esas ideas, donde dice por ejemplo: «Aceptamos el principio de la evolución pero la consideramos sólo como el
método elegido por la inteligencia divina»11. El evolucionista Francisco
J. Ayala, muy conocido por sus libros de texto sobre evolución usados
en universidades de todo el mundo, ha escrito recientemente un libro
en el que desarrolla esta idea apoyándose en los datos actuales de la
biología12. De hecho el botánico Asa Gray, amigo de Darwin y defensor
de su teoría, había propuesto la misma idea inmediatamente tras darse a
conocer la teoría de la evolución, según veremos en el capítulo 7. También M. Ruse defiende esta idea en un libro reciente13.
La resistencia de las iglesias oficiales a la incorporación del darwinismo se debe a tres argumentos que se esgrimían contra algunas de
las ideas más hondamente enraizadas en la tradición religiosa. El primero se refiere al papel del azar. Los otros dos, a la teleología y al origen
de las leyes morales.
Aunque Darwin no disponía de una explicación de cómo se generan
las variantes hereditarias, admitía que el azar interviene en ellas, lo que
choca con la creencia en una acción constante de la providencia divina.
11. A. H. Strong, Systematic Theology, 3 vols., Fleming Revell, Westwood (NJ),
1907, vol. II, pp. 472-473.
12. F. J. Ayala, Teoría de la evolución, Temas de hoy, Madrid, 1994; Íd., Origen y
evolución del hombre, Alianza, Madrid, 1995; Íd., Darwin y el diseño inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución, Alianza, Madrid, 2007.
13. M. Ruse, ¿Puede un darwinista ser cristiano?: la relación entre ciencia y religión,
Siglo XXI, Madrid, 2007.
122
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
En 1866, siete años después de la aparición de El origen del hombre, el
monje agustino Gregor Mendel (1822-1884) publicó una teoría de la
herencia biológica, tras hacer muchos experimentos con guisantes en
su monasterio de Brno, actualmente en la República Checa pero entonces parte de Austria-Hungría. Desgraciadamente, su trabajo apareció en
una revista poco conocida y nadie se fijó en él hasta 1900, cuando sus
resultados fueron redescubiertos por Hugo de Vries en Holanda y Carl
Correns en Alemania.
Según la teoría de Mendel, totalmente confirmada y clásica en
la actualidad, los caracteres heredables están determinados por unos
factores, llamados genes —fragmentos de la molécula de la herencia,
el ADN, según sabemos hoy—. Cada gen existe en varias formas alternativas, llamadas alelos, que determinan cómo será el carácter; por
ejemplo, que la piel del guisante sea lisa o rugosa, o su flor blanca o
roja, o los ojos de una persona azules o negros. Todo individuo recibe
dos genes por carácter heredable, uno de su padre y otro de su madre,
y pasa luego uno de ellos a cada descendiente.
Los genes son estables y se suelen transmitir a los hijos en el mismo estado que se reciben de los padres. Pero no siempre, porque de
vez en cuando sufren mutaciones, bajo el efecto de factores químicos o
físicos; en ese caso, un individuo que recibe un gen mutado manifiesta
un carácter nuevo, no heredado de ninguno de sus padres. Y es aquí
donde aparece el azar, porque esas mutaciones se producen por motivos
puramente aleatorios. Tienen algo que estremece: a veces son perjudiciales, incluso causando la aparición brusca de enfermedades genéticas,
algunas muy graves, con lo que muchas personas sufren serios males
puramente por efecto del azar.
Una segunda idea que resultó difícil de aceptar por las estructuras
oficiales de las iglesias fue el hundimiento del valor de los argumentos
teleológicos a los que estaban muy acostumbradas. Porque, mediante el
mecanismo de la selección, la naturaleza tiene —por sus propias leyes
inmanentes— la capacidad de simular un diseño. En otras palabras, la
explicación de que todos los seres vivos parezcan diseñados para un
fin no es necesariamente que lo hayan sido, pues la naturaleza produce
constante y permanentemente nuevas formas, sin ningún plan previo,
y sólo sobreviven las que tienen algo nuevo ventajoso sobre las demás.
Eso sugiere una impresión de propósito. Pero la naturaleza sería como
una persona que se pierde al avanzar con los ojos vendados por un bosque espeso, cambiando constantemente de rumbo por tropezar contra
los árboles. Si al final llega a un destino, eso no significa necesariamente
que hubiese pretendido llegar allí.
La tercera cuestión que dificultó el entendimiento con las iglesias es
el origen de las leyes morales, para las que el propio Darwin buscó ex123
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
plicaciones puramente materialistas, según se dijo antes. Sin embargo,
y en contra de lo que se afirma a menudo, Darwin no defendía la relatividad de los valores éticos. Admitía que la regla de oro «Pórtate con
los demás como quisieras que se portasen contigo» es la mejor de todas,
pero la consideraba también como el resultado del desarrollo evolutivo
de los instintos sociales. Pero esta opinión era muy difícilmente aceptable para muchos sectores religiosos porque implicaba la posibilidad de
una ética independiente de la teología.
Por todas estas razones, se extendió por los dos campos la idea de
que el cristianismo y la teoría de Darwin son incompatibles. El punto
central de su oposición se situaba siempre en la antítesis entre el diseño y el azar. Aunque Darwin se calificaba a sí mismo como agnóstico,
no como ateo, su teoría abrió efectivamente el paso a una concepción
materialista en el siglo XX, que pone énfasis en la falta de destino y en
la imposibilidad de poder llegar a una explicación del dolor y el sufrimiento, porque no se deben a ninguna decisión divina sino que surgen
del azar puro y ciego.
Ante esta terrible idea, muchos sintieron la necesidad de crear una
religión laica sin ningún tipo de Dios, el naturalismo científico. Huxley,
el primer gran profeta de la evolución tras Darwin, llevó a cabo, con
fervor de misionero, una actividad intensísima para extender el evangelio de la selección natural pronunciando lo que llamaba «sermones
laicos». Algunos hablaban de un poder desconocido que empujaba a la
evolución. En 1884, el filósofo británico Herbert Spencer (1820-1903)
decía que ese poder «juega, para nuestra concepción del mundo, el mismo papel que el Poder Creativo para la teología». Ernst Haeckel (18341919), biólogo alemán y fundador de la ecología, fue uno de los más
distinguidos representantes de esa nueva religión. Sus grandes esfuerzos
para probar la generación espontánea se debían a su convencimiento de
que la materia tiene la capacidad de producir la vida —no sólo de hacer
que evolucione como decía Darwin—, abriendo así paso a la transición,
inevitable y puramente natural, desde la materia inerte a las formas superiores de vida. Imaginaba un mundo en el que los científicos hubiesen
tomado por asalto los templos cristianos, para colocar en sus altares
mayores a Urania, la musa de la astronomía, y en sus paredes dibujos
alusivos a la evolución, para algunos el Tercer Testamento que sustituye
y trasciende a los dos anteriores, el Antiguo y el Nuevo. En estas ideas y
actitudes se puede ver una anticipación de lo que George Steiner (1929)
llama «nostalgia del absoluto», en referencia al ambiente cultural de un
siglo más tarde14.
14. G. Steiner, Nostalgia del absoluto, Siruela, Madrid, 2001.
124
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
El siglo XX vio cómo se establecía definitivamente la idea de evolución. El episodio más importante fue el descubrimiento en 1953 de la
famosa doble hélice, la molécula que contiene los genes que codifican
la información genética pasada a la generación siguiente, gracias a dos
grandes biólogos, el inglés Francis Crick (1916-2004) y el americano
James Watson (1928), que obtuvieron por ello el premio Nobel en 1962
junto con el inglés Maurice Wilkins.
Hay que citar también una obra muy influyente y discutida, escrita
por el también premio Nobel, el francés Jacques Monod (1910-1976)15.
Con su título El azar y la necesidad resume la idea central de la teoría
de la herencia. La determinación genética es tan fuerte que los hijos se
parecen necesariamente a sus padres, de modo que los genes tienden a
mantener la estabilidad de las especies. Pero no siempre, porque de vez
en cuando interviene el azar en la forma de factores ambientales. Ocurre a veces que una radiación gamma, de las que existen naturalmente
en nuestro ambiente, afecta a la molécula de ADN y produce una mutación; en otras ocasiones es un agente químico o alguna otra causa física
quien lo hace, con el mismo resultado de un cambio en algún carácter
heredable. De esta manera, la historia natural del mundo transcurre
bajo el efecto alternado de la necesidad, que hace que los hijos sean
como los padres, y del azar que produce variaciones heredables. Resultado: la evolución.
¿Qué queda de la finalidad, de la teleología, del diseño? ¿Nada más
que una astucia metodológica, útil para describir lo que ocurre pero sin
sentido profundo? Incluso quienes sólo ven eso, se sienten impresionados por la intensa sensación de propósito transmitida por los seres
vivos, tanto que Monod sitúa el problema central de la biología en esta
contradicción epistemológica profunda16, según se verá en el capítulo 7.
Según una vieja broma de biólogos, la finalidad es como una de esas
mujeres de mala nota con la que nadie desea ser visto pero sin la que
algunos no pueden vivir. Es curioso que el mismo Francis Crick titule
uno de sus libros sobre la doble hélice Qué loco propósito17, verso de la
«Oda a una urna griega» del poeta John Keats, asombrado ante la belleza de una creación humana. La alegoría sorprende porque Crick no es
favorable a la visión religiosa de la vida y, sin embargo, usa la palabra
propósito y la metáfora de una urna que sin duda tuvo un artífice18.
15. J. Monod, El azar y la necesidad: ensayo sobre la filosofía natural de la biología
moderna, Barral, Barcelona, 1971.
16. Ibid., cap. 1.
17. F. Crick, Qué loco propósito, Tusquets, Barcelona, 1989.
18. Cf. F. Crick, ¿Ha muerto el vitalismo?, Antoni Bosch, Barcelona, 1979; por cierto que Crick abre el primer capítulo con la siguiente cita de Salvador Dalí: «Y ahora el
125
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
La idea de que las especies han surgido nada más que por azar resulta desagradable a muchos creyentes y refuerza el convencimiento de
muchos ateos de que sólo existe lo que se puede ver delante de nosotros. Pero hay quien no interpreta el azar de esa manera. Así, el físico de
Princeton Freeman Dyson dice:
Es cierto que aparecimos en este universo por azar, pero la idea de azar
es sólo un disfraz de nuestra ignorancia. No me siento extraño en este
universo. Cuanto más lo examino y estudio los detalles de su arquitectura, más evidencia encuentro de que, en algún sentido, el universo sabía
que íbamos a llegar19.
La polémica del diseño inteligente
Se conoce por «creacionistas» a quienes interpretan de modo literal
el relato del Génesis de la creación del mundo, especialmente en lo
referente a la vida, insistiendo incluso en que los seis días se refieren
estrictamente a seis períodos de veinticuatro horas. En los años veinte
del siglo pasado, los defensores de tales ideas impulsaron en Estados
Unidos un movimiento fundamentalista, consiguiendo que se aprobasen en varios estados del sur leyes en contra de la enseñanza de la evolución en sus escuelas. John Scopes, un profesor de biología en Dayton,
Tennessee, fue juzgado en 1925 y declarado culpable de violar una de
esas leyes por explicar a sus alumnos la evolución de las especies. A
pesar de lo que se dice a menudo, no estuvo por ello en la cárcel pues su
juicio se anuló por una cuestión técnica sobre la multa de cien dólares
a que fue condenado pero, y así debe subrayarse, esta historia suscitó
una fuerte discusión en la sociedad norteamericana.
Años más tarde y tras establecerse en varias sentencias que el creacionismo no es ciencia sino religión, no debiendo por tanto enseñarse
en los cursos de biología, sus partidarios decidieron cambiar de táctica desarrollando lo que llamaron «diseño inteligente» (DI). Para ello
varios autores, en especial el bioquímico Michael Behe20, el sociólogo
W. Dembski21 y el profesor de derecho Ph. Johnson22 resucitaron en
los años de la pasada década de los noventa el argumento del diseño,
anuncio de Watson y Crick sobre el ADN. Esto es para mí la prueba real de la existencia
de Dios».
19. F. Dyson, Disturbing the Universe, Harper and Row, New York, 1979, cap. 23.
20. M. Behe, Darwin’s Black Box: The Biochemical Challenge to Evolution, The Free
Press, New York, 1996.
21. W. Demski, The Design Inference: Eliminating Chance through Small Probabilities, Cambridge University Press, Cambridge, 1995.
22. Ph. Johnson, The Wedge of Truth, Intervarsity Press, Downers Grove (Ill.), 2000.
126
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
cuya defensa más notable se debía al inglés William Paley en su famosa
obra Teología natural de 180223. Para que su idea no fuese considerada
legalmente como religión intentaron elaborar un esquema científico sin
hablar de Dios como el diseñador, sino de una inteligencia universal o
de algún ser extraterrestre. Los defensores del DI se sienten impresionados por la improbabilidad del origen de la vida, pero ponen su énfasis
más bien en lo que perciben como fallos de la teoría evolucionista para
explicar la complejidad tan grande a la que llegaron más tarde los seres
vivos. De hecho, el DI es una continuación del creacionismo y por eso
ha sido llamado «creacionismo 2.0» o «creacionismo oculto». Para una
refutación detallada y rotunda de este movimiento, véanse los libros del
evolucionista F. J. Ayala y del director del Proyecto Genoma Humano
y premio Príncipe de Asturias de 2001 F. S. Collins24, de los que tomo
unos datos a continuación.
Uno de los argumentos principales del DI es que la evolución es
«sólo» una teoría y no un hecho. Al hacerlo muestran no conocer bien el
lenguaje de los científicos, quienes, cuando usan la palabra «teoría», lo
hacen con un significado muy distinto del de la vida ordinaria, donde su
sentido suele ser de «conjetura», «suposición» o «barrunto», en general
sin referencia a ninguna prueba, como cuando alguien dice «tengo una
teoría sobre quién mató al presidente Kennedy», sin basarse en datos
concretos sino en una intuición. En ciencia eso no se llama teoría sino
«hipótesis». En cambio cuando los científicos hablan de una teoría, se
refieren a un conjunto de ideas y afirmaciones sobre el mundo fundadas
de modo sólido en pruebas experimentales o análisis teóricos bien contrastados. Así ocurre con la evolución cuyas pruebas son tantas que se
puede considerar como un hecho.
Los partidarios del DI parten de su desagrado por lo que ven como
una incitación al ateísmo por parte de la teoría evolutiva. Esto les hace
aceptar una premisa y deducir una conclusión. La premisa es: la evolución está completamente equivocada porque no puede explicar la enorme complejidad de la naturaleza. Behe argumenta de modo aparentemente persuasivo a partir del concepto de «complejidad irreducible»,
definido así: un sistema biológico, como un órgano de un animal o
una planta, tiene complejidad irreducible si está «compuesto por varias
partes independientes que interaccionan unas con otras, contribuyendo
23. W. Paley, Natural Theology, American Tract Society, New York, ed. americana de
finales del siglo XIX pero número sin fecha; The works of William Paley, ed. de V. Nuovo,
Thoemmes Continuum, New York, 1998.
24. F. J. Ayala, Darwin y el diseño inteligente: creacionismo, cristianismo y evolución,
cit.; F. S. Collins The Language of God, The Free Press/Simon & Schuster, New York,
2006.
127
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
todas a una función básica de tal modo que, si falta una cualquiera de
ellas, el conjunto no puede funcionar». Por tanto, sigue el argumento,
tal sistema «no puede ser generado por evolución, o sea por sucesivas
modificaciones pequeñas de un sistema precursor, pues a cualquier precursor le faltaría una parte necesaria y no podría ser funcional». De aquí
la conclusión: si la evolución no puede explicar la complejidad irreducible de la vida, debe haber un diseñador inteligente que haya guiado la
evolución conforme a un diseño.
Como ejemplos de sistemas con complejidad irreducible, Behe
propone al ojo y al flagelo de las bacterias (que les sirve para moverse,
como si fuera un motor fuera borda), dos casos realmente complejos.
Tomemos el ojo humano o el de los animales superiores. Está perfectamente probado que este órgano no apareció de golpe sino que se
fueron integrando elementos biológicos en una cadena de animales,
mejorándose poco a poco la función ocular desde ojos menos perfectos. Hace setecientos millones de años, algunos seres vivos ya tenían
órganos primitivos sensibles a la luz, un progreso importante pues podían tener así un control más preciso de sus movimientos. A partir de
ese adelanto, se ha podido observar una serie de moluscos en los que la
mejora de los ojos es gradual. De modo resumido, podemos empezar
con el ojo primitivo de las lapas del género patella, consistente en unas
pocas células pigmentadas, simples modificaciones de las epiteliales,
sensibles a la luz y conectadas a células nerviosas. Un poco mejor es
el del género pleurotomaria, que tiene un ojo parecido al de las lapas, pero colocado en una depresión a modo de cavidad abierta como
nuestras cuencas oculares; algo más aún el de los nautilus, en los que
la cavidad se hace más profunda y casi cerrada, comunicándose con
el exterior a través de un agujero pequeño que hace las funciones de
pupila y con terminaciones nerviosas más complejas; más todavía el de
los murex cuya cavidad se cierra totalmente, con un epitelio transparente y que ya tienen un cristalino y una retina primitivos. Como paso
siguiente, el ojo del pulpo, ya muy complejo y parecido al humano con
su córnea, iris, cristalino y retina. Este y otros ejemplos estudiados,
como el del flagelo propuesto por Behe y la coagulación de la sangre,
muestran que el postulado básico del DI no se puede sostener como
afirmación científica.
A pesar de ello, el Consejo de Directores Escolares de Dover, Pensilvania, ordenó en noviembre de 2004 que se leyese a los estudiantes un
comunicado afirmando que el DI es una explicación científica alternativa a la de Darwin. Once padres recurrieron esa decisión ante un Juzgado Federal. En diciembre de 2005, el juez federal John E. Jones III, tras
la presentación de numerosos testigos e informes científicos, decidió en
contra del Consejo Escolar con palabras rotundas. Pero probablemente
128
EL DISEÑO DEL MUNDO Y LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
la historia no acaba aquí; habrá nuevos recursos y seguiremos oyendo
hablar en el futuro de esta cuestión.
Resumiendo este capítulo: uno de los descubrimientos más importantes de la ciencia es que la herencia biológica procede mediante la
codificación química de los caracteres de los padres en la molécula del
ADN y su transmisión a los hijos. Como consecuencia, los seres vivos
cambian y evolucionan mediante la selección natural, debido a las mutaciones aleatorias que se producen. La naturaleza tiene así el poder de
simular el diseño. Para muchos esto es suficiente para excluir la acción
de Dios y suponer que todo el mundo biológico no es sino un producto
de las leyes naturales sin ninguna necesidad de trascendencia. Ello se lleva a cabo mediante la combinación de dos elementos: el azar, causante
de mutaciones, y la selección natural, que elige las favorables y elimina
las nocivas. Pero, desde el campo religioso, algunos argumentan que la
evolución puede ser el método escogido por Dios para crear los seres
vivos en un proceso continuo, John Eccles o Francisco J. Ayala, entre
otros. Los datos son claros y unívocos. Cualquier interpretación que
no esté de acuerdo con experimentos reproducibles ni es científica ni
puede mantenerse ni, por supuesto, debe enseñarse como ciencia. Pero
si una idea religiosa no contradice a esos experimentos es admisible
como tal.
129
6
LA CREACIÓN
El hombre se ha preguntado siempre por sus orígenes. Nunca se ha
resistido a la fascinación de la cadena de sus antepasados, alargándose a
través de sus padres, abuelos, bisabuelos... ¿Hasta dónde? ¿Hasta la idea
frecuente en los mitos de una pareja primordial de la que todos somos
descendientes? o ¿sin principio de ningún tipo, como creen algunas religiones, en las que se suceden los ciclos cósmicos desde el pasado infinito?
La misma pregunta nos asalta desde todas las cosas, los montes y valles,
los astros, el universo en toda su extensión ¿tuvieron un principio o existieron por siempre? La ciencia parece indicar hoy que sí, que la materia
surgió en un instante preciso, en consonancia con la afirmación rotunda
de las tres religiones monoteístas de que Dios creó el mundo en cierto
momento. Por eso, como sinónimo de origen o principio, hablamos de
la creación del mundo, expresión usada hoy incluso por algunos autores
ateos, aunque entendiendo éstos el término como una metáfora.
El mito cristiano de la creación es bien conocido. En el primer capítulo del Génesis se cuenta cómo creó Dios todas las cosas, los cielos
y la tierra, los astros, las plantas, los animales y el hombre. El segundo
contiene un relato sobre un jardín plantado por Dios para colocar en
él al hombre. Como todos los mitos, este texto está escrito en lenguaje
poético y no debe interpretarse literalmente como se hizo, por desgracia, en numerosas ocasiones, de manera especial durante el juicio de
Galileo y tras la aparición de El origen de las especies de Darwin. Hoy
comprenden todos que eso es absurdo.
Los mitos son narraciones simbólicas que intentan describir «lo que
son realmente las cosas», más allá de su aspecto. Gracias a su lenguaje
poético pueden llegar a explicar aspectos de la realidad con una profundidad inaccesible para el lenguaje científico. A condición, claro está,
de que lo entendamos así. Si Góngora llama «cítara de plumas» a un
pájaro cantor, no debe entenderse como la afirmación de que es idénti131
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
co a un instrumento musical emplumado. Cuando García Lorca dice en
su «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías»: «Por las gradas sube Ignacio /
con toda su muerte a cuestas. / Buscaba el amanecer / y el amanecer no
era», expresa el dolor ante el absurdo de la muerte con una intensidad
y una capacidad de comunicar que ninguna descripción científica de la
desgracia conseguirá nunca. Sería estúpido pensar que el texto afirma
que Ignacio subía por las gradas llevando un esqueleto con una guadaña
sobre sus espaldas. En el caso de los mitos religiosos hay que subrayar,
además, otro aspecto: tratan de transmitir lo necesario para una vida
adecuada a una visión muy precisa del mundo. Están elaborados pensando en el hombre —al modo vital, no intelectualmente.
Ya se ha hablado en el capítulo 2 sobre los modelos de la creación.
Interesa ahora volver sobre la idea del tiempo. Ya vimos entonces que
san Agustín responde a la pregunta «¿qué hacía Dios antes de crear el
cielo y la tierra?», conducente a una paradoja1, diciendo: «el cosmos fue
creado con el tiempo y no en el tiempo», es decir que Dios creó el tiempo a la vez que la materia, por lo que ningún acto de creación se puede
situar en un cierto instante de un tiempo preexistente. Cabe recordar
aquí la explicación que daba a veces Einstein cuando alguien le pedía
que resumiese su relatividad general:
Antes se creía que el espacio y el tiempo eran independientes de la materia. Pero la teoría de la relatividad afirma que si hiciésemos desaparecer
toda la materia también desaparecerían el espacio y el tiempo.
A Agustín le habría gustado esa frase porque, para él, no hay tiempo
sin el mundo, y la eternidad de Dios no es una duración sin principio
ni fin, sino un modo cualitativamente distinto de existencia, imposible
de imaginar para seres en esencia temporales como somos los humanos.
La física de hoy nos dice que cualquier reflexión sobre la creación debe
considerar el tiempo como una parte esencial del mundo, tanto como
los átomos, los astros o el espacio. Antes de Einstein, la ciencia tenía
una concepción muy distinta. Para Newton, por ejemplo, el espacio
existía independientemente de las demás cosas, porque es el «sensorio
de Dios», el órgano de sus sentidos, a través del cual lo percibe todo y se
relaciona con todo, y el tiempo fluye independientemente de la materia,
siempre igual a sí mismo.
El cristianismo sostuvo durante mucho tiempo la idea de un acto
único de creación, pero con una intervención posterior permanente de
Dios llamada Providencia. Ya hemos visto cómo la teoría de la evolución
de las especies obligó a aceptar creaciones separadas. Tras la concepción
1. San Agustín, Confesiones, Espasa-Calpe, Madrid, 1959, cap. 11.
132
LA CREACIÓN
dinámica del universo que se sigue tanto de las observaciones recientes
como de la teoría de la relatividad, hay que excluir cualquier entendimiento estático de la relación de Dios con el mundo2. La creación no
puede ser sólo el acto o el suceso por el que haya aparecido la materia,
sino un proceso que continúa desde entonces, con la aparición posterior
de seres conscientes y autoconscientes que pueden elegir entre alternativas y, quizá en el futuro o en otros planetas, de seres más complejos que el
hombre o formas de agrupación social más elaboradas que las actuales3.
El origen de la vida
El ateísmo moderno consideró siempre como una prioridad construir
una visión del mundo como algo totalmente autosuficiente, sin ningún
resquicio por donde se pueda colar la idea de Dios. La teoría de la
evolución de Darwin pareció ofrecerle precisamente lo que necesitaba
para hacerlo así con los seres vivos, una vez admitida una cierta idea de
generacion espontánea.
Según vimos en el capítulo 5, se creía tradicionalmente que las formas inferiores de vida, como infusorios, insectos, hasta ratones, surgen
espontáneamente bajo ciertas condiciones. Así parece indicarlo el nacimiento de moscas en restos de carne o la aparición de microbios en el
agua. El químico francés Louis Pasteur en la década de los años sesenta
del siglo XIX demostró que no existe tal generación espontánea porque,
cuando se había creído observarla, resultaba luego que se habían depositado previamente huevos, semillas, esporas o larvas producidas por
seres vivos que procedían a su vez de otros anteriores.
Y, sin embargo, la teoría de la evolución indicaba que todos los
animales y plantas deberían provenir de formas cada vez más simples,
hasta llegar a células primitivas cuya estructura les permitía apenas la
supervivencia y que, en su momento, fueron los únicos habitantes de
este planeta. Esto sugirió una posibilidad: si bien hoy los seres vivos
sólo pueden nacer de unos anteriores, ¿no podría ser que esas células
primitivas, antepasados de toda la vida de hoy, hayan surgido por generación espontánea a partir de la materia inerte? Pero ¿por qué ahora no
y antes sí? ¿No hay en ello una contradicción?
En el siglo XIX se empezó a comprender que la Tierra es mucho
más vieja de lo que se pensaba a partir de la interpretación literal de las
2. A. Peacocke, «Cosmos and Creation», en W. Yourgrau y A. Breck (eds.), Cosmology, History and Theology, Plenum Press, New York, 1974.
3. Cf., por ejemplo, las obras de F. Dyson, Disturbing the Universe, Harper and
Row, New York, 1979, y El infinito en todas direcciones, Tusquets, Barcelona, 1991.
133
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
cronologías de la Biblia. Basándose en esta fuente, por ejemplo, Lutero
había situado la creación del mundo hacia el año 4000 a.C.; otros daban cifras parecidas, la más precisa la del obispo anglicano del siglo XVII
James Usher, que la había fijado en el año 4004 a.C. Sin embargo, los
desarrollos de la geología llevaron al convencimiento de que nuestro
planeta es mucho más viejo, pues de otro modo los procesos geológicos, que son necesariamente lentos, no habrían tenido tiempo de dar
su forma actual a su superficie. El físico Lord Kelvin estableció que la
edad de la Tierra es, al menos, de varios millones de años, a partir de
argumentos sobre la disipación del calor en el proceso de enfriamiento
que sin duda sufrió tras formarse. Pero también concluyó que es inferior
a cien millones, pues el Sol no podría lucir por más tiempo sin agotarse
su energía, de cualquier tipo que fuera.
Hoy sabemos que las estrellas duran mucho más porque extraen
su energía de un proceso muy eficaz entonces desconocido: la energía
nuclear producida en la fusión de los núcleos atómicos que hay en su
interior. A partir de ese y de otros muchos datos sabemos ahora que la
edad de la Tierra es de unos cuatro mil seiscientos millones de años. Y
esto cambia radicalmente las cosas porque es posible imaginar que la
generación espontánea de las células más simples sea un proceso posible pero extremadamente improbable, tanto que no se pueda producir
efectivamente en la escala temporal humana. Pero teniendo suficiente
tiempo, lo que según decía Buffon no es ningún problema para la naturaleza, y dándose ciertas condiciones podría producirse en algún lugar,
quizá en la charca tropical de que hablaba Darwin.
Se cree actualmente que así ocurrió y que las primeras formas vivas
aparecieron en la Tierra, tras una cadena de reacciones químicas prebióticas, varios centenares de millones de años después de su formación con
el resto del sistema solar4. La vida surgió entonces de la materia inerte
tras esperar pacientemente mucho tiempo sin que nada la estorbase.
El sueco Svante Arrhenius (1859-1927), premio Nobel de Química en 1903, propuso una variante sugestiva. Según su teoría de la
panspermia, la vida se generó fuera de la Tierra: vino del espacio en
forma de esporas o bacterias, transmitiéndose de un planeta a otro. Si
Arrhenius tiene razón, podría ser que la vida pululase por el universo y vaya cayendo a algunos planetas. Una alternativa muy interesante
—menos radical pero más realista— fue propuesta por el español Juan
4. J. Oró, «Origen y evolución de la vida» y J. R. Villanueva, «Cómo se inicia la vida
sobre la Tierra», en A. Fernández-Rañada (ed.), Nuestros orígenes: el universo, la vida, el
hombre (Homenaje a Severo Ochoa), Fundación Ramón Areces, Madrid, 1991, pp. 169
y 201; A. G. Cairns-Smith, Siete pistas sobre el origen de la vida, Alianza, Madrid, 1990;
Ch. Léourier, El origen de la vida, Istmo, Madrid, 1970.
134
LA CREACIÓN
Oró (1923-2002), aprovechando la existencia probada en el espacio de
muchas moléculas de las que forman inevitablemente parte de los seres
vivos. Oró sugirió que los cometas las aportaron a la Tierra al caer sobre
ella, acortándose así el proceso, al venir ya preparados algunos de los
elementos necesarios para la formación de las primeras células.
El origen de la vida a partir de la materia hace tres mil quinientos
o cuatro mil millones de años es hoy aceptado comúnmente, además
de ser un campo activo de investigación. Como en todas estas cuestiones, hay dos maneras distintas de entenderlo. Para unos se trata de la
prueba de que la vida no es sino una de las propiedades de la materia,
un accidente de las cosas, hasta el punto de que la diferencia entre los
seres biológicos y los objetos inanimados es meramente una cuestión
de estado sin un carácter tan fundamental como se había creído. Otros,
estando de acuerdo con todos los datos sobre la naturaleza y el origen
de la vida, no ven en ellos nada que excluya un proceso de creación
continua por un Dios dinámico que dotó a las cosas de las leyes precisas
para tal desarrollo.
Desde cualquiera de las dos perspectivas, parece posible que el mismo proceso se haya producido en otros planetas, en torno a otras estrellas5. Para algunos resulta incluso inevitable, pues aun en el caso de
que la vida sea un fenómeno improbable en cada uno de ellos, la ley
de los grandes números aplicada a la enorme cantidad de estrellas que
hay —pensemos que su número es tan grande que tiene al menos unas
veintidós cifras— sugiere que debe haber vida en muchos lugares distintos del universo. Desde el campo teísta, todo depende de la voluntad
del Creador, aunque, si ha hecho tantos mundos no sería extraño que
hubiese puesto vida en muchos de ellos. El universo podría estar pululando de vida, casi tanto como de luz.
El belga Christian de Duve, premio Nobel de Medicina de 1974 por
sus descubrimientos sobre la organización celular, llega a decir que la
vida es «un imperativo cósmico», que el universo está sembrado de polvo vital y que la materia engendra inevitablemente vida e inteligencia
dondequiera que se den las condiciones físicas y químicas adecuadas6.
Tanto que afirma que una estimación de billones de planetas con vida
inteligente le parece conservadora, pues ni la vida ni la mente son accidentes de nada sino «manifestaciones obligatorias de las propiedades de
5. I. Asimov, Civilizaciones extraterrestres, Bruguera, Barcelona, 1985; L. Ruiz de
Gopegui, Extraterrestres, ¿mito o realidad?, Equipo Sirius, Madrid, 1992; A. FernándezRañada, Búsqueda de vida extraterrestre: una divulgación científica, Aula de Cultura de El
Correo Español-El Pueblo Vasco, 1986-1987, ed. de E. Mariezcurrena y J. J. Mazarripa,
Bilbao, 1987; F. J. Ynduráin, ¿Hay alguien ahí?, Debate, Madrid, 1998.
6. C. de Duve, Vital Dust: Life as a Cosmic Imperative, Harper Collins, New York,
1995.
135
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
combinación de la materia». O sea que cualquier concepción del mundo debe admitir que la materia acabará siempre reflexionando sobre sí
misma.
Ello lleva a imaginar un universo en el que la evolución sigue generando de modo ubicuo nuevas formas de vida y de inteligencia. El
mundo sería un proceso, que desde el Big Bang pasa por la aparición de
estrellas y galaxias, de planetas y de vida, gracias al poder creador del
azar, continuando luego hacia formas de organización más complejas.
En ese proceso aparece nueva información en los patrimonios genéticos
de las formas biológicas nuevas y en la reflexión de las inteligencias.
Desde perspectivas religiosas algunos argumentan que, si bien debemos
abandonar toda pretensión a una teleología predeterminada (o sea, dirigida intencionalmente a formas biológicas previstas de antemano, para
lo que se usa la expresión inglesa goal-intending), cabe hablar de una
finalidad en busca (o sea, de un proceso goal-seeking) en la que la materia busca y explora por todo el cosmos, asegurando así con la ayuda
del azar la aparición de una enorme variedad de formas vivas e incluso
inteligentes. Si bien estas dos opciones son muy distintas en la hipótesis
de una sola forma de vida, podrían ser plenamente equivalentes si se
acepta un universo pululante de seres vivos, en el que lo que importa
es la unidad superior de ese conjunto y el sentido del proceso hacia una
explosión vital.
El imaginativo físico británico Paul Davies (1946), investigador en
teoría cuántica, cosmología y la vida en el universo, y receptor de la
medalla Kelvin 2001 del Institute of Physics y del premio Faraday 2002
de la Royal Society de Londres, entre otras distinciones, describe el papel del azar mediante la analogía con el juego del ajedrez, cuyas reglas
aseguran una enorme variedad de jugadas que constituyen «una mezcla
exquisita de orden e impredecibilidad», afirmando que Dios es impersonal,
[…] selecciona, entre las posibles leyes de la naturaleza las que fomentan
pautas de comportamiento ricas e interesantes, o sea, leyes estadísticas
[... pero] los detalles de la evolución real quedan abiertos a los «caprichos» de los jugadores, entre los que se incluyen el azar y Dios mismo. La
elección divina del azar otorga a la naturaleza una apertura [...] crucial
para su enorme creatividad, pues sin azar no podría realizarse la genuina
novedad, y el mundo se reduciría a una máquina preprogramada [...]. La
naturaleza se comporta como si tuviera metas específicas preordenadas
[...] pero en realidad está abierta al futuro7.
7. R. J. Russell, W. R. Stoeger y F. J. Ayala (eds.), Evolutionary and Molecular Biology: Scientific Perspectives on Divine Action, Vatican Observatory, Vaticano, 1998, pp.
155-160. Para un análisis de este libro, cf. el artículo del físico e historiador de la ciencia
136
LA CREACIÓN
Davies llama a esta concepción «teleología sin teleología».
Se habla a veces en este contexto de las propuestas del paleontólogo
y jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin sobre la existencia de una
evolución cósmica hacia el Punto Omega, algo así como el nombre científico de Dios. Es una idea que fue muy criticada en su momento por los
científicos por su falta de base (y también por la Iglesia) pero que viene
inevitablemente a la mente al examinar algunos datos de la última astronomía. Debemos subrayar, sin embargo, que las ideas cosmológicas de
este tipo, sugerentes sin duda, están basadas en interpretaciones de los
datos de la ciencia, sin formar parte de ella. O sea que son afirmaciones
metacientíficas, noción introducida al final del capítulo 1.
¿Puede crearse a sí mismo el universo?
Una propuesta de Stephen Hawking
Tenemos pues un esquema coherente (aunque aún nos quedan muchos
cabos por atar) en el que la vida surge de la materia inerte y va produciendo afanosamente, tras larguísimos períodos de tiempo, toda la inmensa
variedad de formas hoy existentes. Para conseguirlo, se conjugan el azar,
que conduce a nuevas especies mediante las mutaciones, y la necesidad,
que obliga a los hijos a parecerse a sus padres. De nuevo conviene ponerse en guardia contra la falacia del nada más que, pues que en una cosa
haya ciertos elementos importantes no significa que sean los únicos.
Pero sigue quedando una pregunta por responder: ¿de dónde surge
la materia? Durante mucho tiempo eso parecía quedar completamente
fuera del alcance de cualquier planteamiento científico. Newton fue capaz de explicar cómo se mueven los planetas en sus órbitas, siguiendo
la ley de la gravitación universal, pero afirmó explícitamente que saber
por qué siguen esas órbitas y no otras posibles —por ejemplo, por qué
giran todos en el mismo sentido alrededor del Sol, casi en el mismo
plano—, es algo que no pertenece a la ciencia y sólo es explicable como
una decisión de Dios. Esta cuestión se conoce como «el problema de las
condiciones iniciales» pues la evolución del universo depende de cuáles
fueron sus condiciones, o sea su estado, en el momento inicial. Para
Newton era Dios quien había puesto a todos los planetas a girar en el
mismo sentido y a la distancia al Sol que ahora tienen. Eso era suficiente
para él, le parecía que no es posible decir más.
Pero esta solución es poco aceptable para los científicos, pues deja
una propiedad del mundo fuera del alcance de la ciencia. Por eso el
M. García Doncel, «Darwin, azar, dolor, cultura y Creador»: Saber leer (Fundación Juan
March) (enero de 2000), p. 8.
137
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
francés Laplace intentó contestar a esa pregunta, mediante su modelo
de formación del sistema solar a partir de una nebulosa primitiva en
rotación que se fue contrayendo y condensando para generar los planetas y dar lugar a la estructura actual. El que se trate de un modelo
excesivamente simple no nos importa ahora, sino que ofrecía un esquema para sustituir el dedo de Dios por las leyes de la dinámica al fijar las
condiciones iniciales del sistema solar. Eso pudo parecer al principio un
adelanto, pero pronto quedó claro que el problema no se resolvía así:
simplemente se trasladaba a un pasado más remoto, anterior a la formación de la nebulosa primigenia.
Quedaba así la cuestión sin solución esperable, pues parecía imposible acercarse científicamente al instante inicial del universo. Pero el
siglo XX vio cómo surgía la teoría del Big Bang, el paradigma que describe precisamente eso: cómo evolucionó el universo desde su origen.
De manera esquemática, la cosmología aceptada hoy de manera casi
unánime afirma que hace unos trece o catorce mil millones de años se
produjo una ingente, enorme y descomunal explosión, de la que surgió
una sopa de partículas elementales extraordinariamente caliente que se
fue enfriando al mismo tiempo que se expandía. Durante los primeros
tres minutos se formaron protones y neutrones por unión de quarks,
objetos elementales considerados como ladrillos del universo, luego los
núcleos de los átomos más ligeros, hidrógeno, deuterio, helio. A partir
de unos cuatrocientos mil años, cuando la temperatura había bajado
ya a unos tres mil grados, esos núcleos se unieron con electrones para
formar los átomos, con una consecuencia importante: el universo se
hizo transparente.
La expansión y enfriamiento continúa sin cesar desde entonces, haciéndose el mundo cada vez menos denso. Pero en algunos lugares la
densidad de la materia era un poco más alta y alrededor de esas acumulaciones se condensaron las estructuras que vemos hoy, las estrellas,
agrupadas en enormes galaxias o los cúmulos de galaxias. Y por debajo,
los planetas —de los que se han descubierto en los últimos años muchos
en torno a otras estrellas—, en uno de los cuales, al menos, surgió la vida.
Como se ve, hoy se considera que el universo es evolutivo, extendiendo a
la totalidad de las cosas una idea pensada por Darwin para los seres vivos.
Aunque más tarde fue aceptada de modo general, la gran explosión
fue mal recibida al principio por algunos científicos destacados, por dos
razones: no les gustaba tener que prescindir de la idea de tiempo ilimitado, sin principio ni fin, ni que en el momento cero haya habido una singularidad cuya causa resulta imposible investigar. En dos cartas escritas
hacia 1930, Einstein dice que esa idea le «irrita» y que «admitir esa posibilidad» le «parece insensato». El inglés Arthur Eddington (1882-1944),
quien dirigió la observación de un eclipse solar en 1919 que permitió
138
LA CREACIÓN
probar la Relatividad General, escribió en 1931: «Es una noción repugnante para mí [...] es absurda [...] increíble» (pero cambió de opinión y
trabajó después con entusiasmo en su desarrollo). El famoso astrónomo
Alan Sandage, a pesar de haber contribuido luego él mismo de modo
importante al estudio de la expansión, afirmó: «Es tan extraño, ¡no
puede ser verdad!». Y el físico del MIT de Massachussetts Phillip Morrison: «Me resulta difícil aceptar el Big Bang; me gustaría rechazarlo».
Pero otros lo recibieron mejor, como es el caso de Robert Jastrow,
que fue director del observatorio de Mount Wilson (precisamente donde se hicieron muchos de los descubrimientos en que se basó la idea del
Big Bang) y es una autoridad en la vida en el cosmos. Se declara agnóstico pero fascinado por las implicaciones religiosas de la astronomía
reciente y dice en su libro God and the astronomers de 1992:
No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva
teoría, hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que
cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva
a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de
las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden [...].
Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la
razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas
de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se
alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban
sentados allí desde hace siglos8.
Por su parte, las autoridades religiosas dieron la bienvenida a la teoría del Big Bang pues algunos la interpretan como el descubrimiento del
fiat divino. Ya habló de ella el papa Pío XII en 1951, en un discurso ante
la Academia Pontificia de Ciencias, expresando su confianza en que se
trata de una confirmación del relato del Génesis. También Juan Pablo II
se expresó en términos parecidos en varias ocasiones.
El problema de las condiciones iniciales consiste en responder a la
pregunta de por qué el estado del universo, una fracción infinitesimal de
segundo tras el momento cero, era precisamente el necesario para llegar
hoy justamente a su configuración actual. A los científicos les gustaría
que las leyes de la física obligasen a que las cosas no pudieran haber sido
de otra manera. En una ocasión Einstein dijo: «Lo que verdaderamente
desearía saber es si Dios habría podido o no hacer que las cosas fuesen de
otro modo». O, en otras palabras, ¿es posible que las leyes de la naturaleza sean tan fuertes que obliguen al universo a ser como es, impidiendo
que se hubieran producido otros, distintos pero imaginables? ¿Podría
8. R. Jastrow, God and the astronomers, 2.ª ed. Norton, New York, 1992, pp. 14,
103-107.
139
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
ocurrir con ellas como con la aritmética, que tiene afirmaciones absolutas que son necesariamente ciertas, como dos más dos igual a cuatro?
Si así fuese, el margen de maniobra de Dios sería muy reducido, menos
incluso de lo que pensaban los deístas quienes por lo menos le dejaban
la tarea de decidir cuáles debían ser esas leyes.
Los científicos no quieren dejar nada fuera de la disciplina de la
ciencia, nada que no puedan explicar. Por ello, a algunos les produce
una extraña inquietud la idea del Big Bang, porque en el tiempo cero
se da lo que se llama en matemáticas una singularidad, situación incómoda en que algunas magnitudes se hacen infinito, la temperatura y la
densidad de energía en este caso. Nada pueden decir sobre ese punto y
se deben limitar a aplicar sus teorías a lo que ocurrió después —mucho
menos a hablar sobre qué pasó antes, pregunta que como vimos carece
de sentido—. En otras palabras, parece que el Big Bang habría ocurrido
sin ninguna causa física que se pueda investigar.
Por ello, muchos dieron un paso más en el proceso que inició Copérnico y siguió Darwin, interpretado por algunos como un camino
que lleva necesariamente a la consideración del hombre como un mero
accidente de la materia, como un ser irrelevante desde la perspectiva
cósmica. No es ya el centro del universo, ni siquiera la cima de los animales. La vida es simplemente una propiedad de la materia, inevitable
quizá si se espera bastante. El paso siguiente consiste en suponer que la
misma materia es un accidente de sí misma, que el mundo no fue creado a pesar de haber tenido un principio, sino que se autocreó en una
fluctuación producida por las leyes del azar. Si esta afirmación fuese
posible, se habría conseguido una teoría tan radicalmente materialista
que la propia materia, y con ella el tiempo y el espacio, habría nacido
por sí misma en virtud de una potencialidad que tendría, incluso antes
de existir. Pero ¿es posible que el universo se cree a sí mismo?
El conocido físico inglés Stephen Hawking, nacido en 1942, es
un defensor convencido de esta idea9 basada en las leyes de la física
cuántica, regidoras del comportamiento de los átomos, los electrones
y las otras partículas elementales. Una de esas leyes es el principio de
incertidumbre de Heisenberg, según el cual es imposible conocer a la
vez y con precisión arbitrariamente grande ciertos pares de variables
como la posición y la velocidad de un electrón. Como consecuencia, se
están produciendo constantemente fluctuaciones al azar sin que para
ello se necesite ninguna causa especial. Una de las manifestaciones
de ese fenómeno es la permanente y ubicua aparición de partículas
9. S. Hawking, Historia del tiempo, Crítica, Barcelona, 1988; M. White y J. Gribbin, Stephen Hawking, una vida para la ciencia, Plaza y Janés, Barcelona, 1992; cf. también P. Davies, La mente de Dios, Salvat, Barcelona, 1993.
140
LA CREACIÓN
llamadas virtuales que desaparecen inmediatamente tras un tiempo
brevísimo, de manera que lo que llamamos espacio vacío es en realidad un intenso borboteo de fluctuaciones cuánticas, una efervescencia
constante de corpúsculos que se crean y se destruyen. Por ejemplo, se
producen incesantemente fotones virtuales, es decir, partículas de luz,
que son reabsorbidas tras una duración inversamente proporcional a
su energía pero entendido esto en términos de probabilidades, por lo
que podría producirse algún fotón con una vida anormalmente larga.
En otras palabras, el espacio es un ente activo, y en esa actividad
está una de las razones del comportamiento indeterminista de la materia, de que Dios juegue a los dados, la idea que tan poco gustaba a Einstein. La causalidad se mantiene pero sólo en promedio, sin que haya
que buscar ninguna causa a cada una de esas apariciones. Es curioso que
esto incida sobre una de las polémicas más enconadas de la historia de
la ciencia, la referida precisamente al vacío. Aristóteles creía que es imposible, en contra de los atomistas que lo necesitaban para que se moviesen los átomos en él. La cuestión se zanjó más tarde con la irrupción
del vacío como un elemento importante de la realidad. Pero estas ideas
de la teoría cuántica indican que, en un cierto sentido, Aristóteles tenía
razón: lo que llamamos espacio vacío no está vacío: hay en él un mar de
partículas virtuales que aparecen y desaparecen como en el burbujeo de
la superficie del aceite cuando hierve en una sartén.
¿Podría ser el universo el producto de una enorme, ingente y descomunal fluctuación cuántica del espacio vacío? Si así fuera se podría
argumentar que la materia apareció espontáneamente debido al azar,
como la vida luego, y todo el universo obedecería a un principio de autocoherencia, gracias al cual la materia se explicaría a sí misma. De esta
forma llegaría a culminarse el programa del ateísmo moderno iniciado
por Diderot y otros pensadores del siglo XVIII.
Sin embargo, la pretensión de un universo autocreador tropieza con
un escollo y encierra una falacia. El escollo se refiere a la aplicación de
la teoría cuántica. En primer lugar, no está nada claro que tal teoría se
pueda aplicar al universo en su totalidad en la forma ahora conocida,
pues no en vano fue desarrollada para partículas microscópicas y habría
además serias dificultades matemáticas si, a pesar de ese problema, se
quiere aplicar de modo puramente formal.
Pero aun si consideramos salvable ese escollo, surge detrás de él
otro más serio. La razón de acudir a una fluctuación es que, como el
universo estaba muy contraído en los instantes iniciales, cabe esperar
que las propiedades cuánticas hayan jugado un papel importante. Eso
debe haber ocurrido muy cerca del tiempo cero, en la llamada época de
Planck, cuando, habiendo transcurrido menos de 10-43 segundos desde
el tiempo cero, el universo estaba contenido en 10-33 centímetros y su
141
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
densidad era mayor que 1090 kilogramos por metro cúbico. En esas
condiciones la gravedad tenía una intensidad inimaginablemente colosal, por lo que para decir algo serio sobre ese instante sería necesario
disponer de una teoría cuántica de la gravedad, es decir, en el nivel
microscópico fundamental.
Por desgracia no existe tal cosa. Sabemos cómo tratar la gravitación
a escala macroscópica, en una primera aproximación mediante la teoría
de Newton, de una forma más exacta con la de Einstein —mientras no
entren en juego las propiedades de la materia a escala subatómica—.
Pero nadie ha sido capaz de dar un esquema coherente, matemáticamente correcto y de interpretación clara del comportamiento de la gravedad
en tales condiciones. Lo único que se sabe con certeza es que se trata
de una cuestión muy difícil que probablemente no será entendida hasta
muy entrado el siglo XXI —algunos sospechan que quizá más tarde.
Y sin la teoría cuántica de la gravedad en un estado satisfactorio,
la idea de un universo autocreador se queda sin ninguna base científica
sólida. A pesar de ello, veámosla con algo más de detalle.
Para la teoría de la relatividad hay una relación muy estrecha entre
el espacio y el tiempo. Los podemos distinguir muy bien en nuestra vida
personal, pero las fluctuaciones cuánticas pueden disolver su diferencia
o transformar el uno en el otro. Stephen Hawking cree que, al movernos imaginariamente en el tiempo desde hoy hasta la época de Planck,
el tiempo se transforma en espacio, de manera que a esas escalas, ya
cerca de la singularidad, hay un espacio de cuatro dimensiones en vez
de uno de tres más el tiempo. Esto significaría que desde el espacio de
cuatro dimensiones y mediante una transformación muy rápida pero
continua, emergen el tiempo y el espacio tridimensional. Hawking lo
interpreta diciendo que ningún instante es el origen del tiempo10. El
universo habría brotado así de la nada. Nótese la semejanza con la opinión de Agustín antes comentada.
En una frase muy citada de su libro Historia del tiempo, Hawking
resume las consecuencias de este esquema:
Si el universo tiene un principio, podemos suponer que tiene un creador.
Pero si fuese completamente autocontenido, no tendría principio ni fin:
simplemente sería. ¿Para qué, pues, un creador?11.
10. Un ejemplo puede ayudar a hacerse una idea intuitiva de esta afirmación. Si tomamos en el globo terráqueo la colatitud de un lugar, es decir, el ángulo que lo separa del
polo Norte, vemos que esa coordenada crece desde cero al movernos hacia el sur, pero
nunca toma valores negativos que no tienen sentido. Al tiempo le pasaría algo parecido,
según Hawking.
11. S. Hawking, Historia del tiempo, cit., p. 187. Cf. también Íd., Agujeros negros y
pequeños universos, Plaza y Janés, Barcelona, 1991.
142
LA CREACIÓN
El punto de vista de Hawking es radical. Pero, como acabamos de
ver, esa radicalidad se enfrenta a un grave escollo, mientras no se pueda
construir una teoría cuántica de la gravedad, sin la cual no es más que
un proyecto cargado de deseos. Pero me temo que, además, incurre en
una falacia.
Pues el universo no sólo son las cosas que existen, astros, personas,
montañas, plantas o electrones, sino también las leyes de la naturaleza,
regidoras de su comportamiento —la gravedad por la que se atraen los
cuerpos, el electromagnetismo o las leyes de la teoría cuántica—. Por
eso no se puede identificar universo con materia, ni siquiera con toda la
materia. Si ésta hubiese surgido como consecuencia de una fluctuación,
lo habría hecho siguiendo ciertas leyes que serían así más primarias y
fundamentales que ella misma.
Pero ¿de dónde habrían surgido esas leyes? ¿Qué proceso las decidió? ¿Por qué la materia ha de seguir la teoría cuántica? ¿Por qué hay
gravedad? ¿Por qué hay materia? En el capítulo 8 hablaremos de estos
interrogantes en relación con la superpregunta de Leibniz.
La idea de que el universo es necesariamente autocreador es una
versión nueva del argumento ontológico de Anselmo, del que hablamos
en el capítulo 3, pero aplicada al mundo en vez de a Dios. Supone que
las leyes de la física son tan fuertes que implican la existencia necesaria
de la materia y falla por el mismo motivo que el argumento de Anselmo:
ni las leyes de la lógica son tan fuertes como para obligar a la existencia
de un ser perfecto ni las de la física pueden serlo como para forzar la
autocreación de un mundo obligado a obedecerlas.
Parece claro que la intención del Hawking de Historia del tiempo
es prescindir de un creador, no sólo de su necesidad. Pero el texto es
algo ambiguo. Posteriormente su postura se hizo más matizada. En una
entrevista con Sue Lawley, periodista de la BBC, ésta le pregunta si su
modelo no deja ningún lugar para Dios, a lo que responde: «No dice
nada sobre si Dios existe o no, sólo que no es arbitrario», porque «la
manera en que empezó el universo está determinada por las leyes de
la física». Y a la pregunta «Mucha gente cree que usted ha eliminado
efectivamente a Dios. ¿Lo niega?», contesta:
Lo que mi obra ha mostrado es que no hay que decir que el modo en
que empezó el universo fue el capricho personal de Dios. Pero aún queda
la cuestión: ¿por qué se molesta en existir el universo? Si usted quiere,
puede definir a Dios como la respuesta a esta pregunta.
143
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Creatio ex nihilo
Para designar al universo autocreador, algunos astrofísicos hablan hoy
de «ser desde el no ser» o «creación desde la nada», usando incluso la
expresión latina creatio ex nihilo, introducida por el teólogo romano Tertuliano (ca. 155-ca. 220) para distinguir la noción cristiana de la creación
—en la que Dios hace surgir el mundo de la nada— de la griega en la que
ordena una materia preexistente y eterna (esto explica el origen de la palabra «crear», relacionada con «crecer», pues se consideraba que crear era
hacer crecer algo anterior). Pero hay una diferencia muy clara con la noción cristiana que supone a Dios como agente. Uno de los defensores de
esta idea es el astrofísico chino Fang Li Zhi (1936) quien por influencia
del taoísmo, sistema filosófico y religioso fundado en China por Lao Tse
en el siglo VI a.C., sostiene que todo el mundo brotó espontáneamente
de la nada. Por eso Fang propone una bandera para la cosmología que
sólo tiene un círculo donde está escrita la palabra «nada».
Sorprende que un científico haga uso de una tal nada porque, si
tiene poder creador, ya no es la nada. Podría recelarse un intento de
esconder el polvo de la ignorancia sobre el tiempo cero, bajo la alfombra de un concepto aparentemente profundo. Pero quizá esta idea no se
aleje tanto del mundo religioso como parece. Cabe recordar la idea de
la teología negativa propuesta por Dionisio el Areopagita, autor de varias obras muy influyentes en la Edad Media, y de quien se creía que era
un discípulo de san Pablo. Hoy se sabe que los escritos a él atribuidos
realmente fueron compuestos hacia el año 400. El irlandés Juan Escoto
Erígena (810-872) revivió esos textos tras traducirlos. Según estos dos
autores, hay dos caminos para acercarse a Dios. Uno es la vía atributiva,
o positiva, que le asigna todas las cualidades positivas en grado máximo.
Otro, la vía negativa, según la cual Dios está más allá de todo lo que
prediquemos de él: cualquier cosa que digamos lo falsifica y por eso
se ha dicho que el silencio es el mejor lenguaje para hablar de Dios. Al
insistir en su trascendencia, se le aleja de nosotros y se llega a no poder
afirmar nada de él, aun pudiendo negarse muchas cosas. Para esa doctrina, acusada de panteísmo, Dios es lo único real, pero no se sabe lo
que es, no es nada, es incomprensible. Por eso relaciona a Dios con la
nada primordial, ese misterio de donde surgieron todas las cosas, idea
que aparece también en el texto del escritor griego Niko Kazantzakis
citado al principio de este libro. Es Nada y es Nadie12. La exaltación de
Dios hasta la nada es un recurso frecuente. Así hacen, por ejemplo, las
religiones orientales: el Brahmán del hinduismo es el poder, la energía
12. Jorge Luis Borges hace comentarios sugerentes sobre estas cuestiones en su ensayo «De alguien a nadie», incluido en Otras inquisiciones, Alianza, Madrid, 1976.
144
LA CREACIÓN
del universo, la fuerza creadora, pero es tan abstracto que no se puede
decir nada de él; es la nada.
¿Y si el universo es eterno?
Una manera de salir del paso sería admitir que el universo es eterno,
que no tuvo principio, porque existe desde siempre, y que no tendrá
nunca fin. Eso conjetura precisamente el llamado modelo cosmológico
del estado estacionario, propuesto por los ingleses Hermann Bondi,
Thomas Gold y Fred Hoyle en 1948. Conviene recordar que la teoría
heliocéntrica de Copérnico tuvo como consecuencia inmediata el desplazamiento del hombre del centro del cosmos, con el postulado implícito
de que la humanidad vive en un lugar nada especial. Cuando más tarde
se pudo elaborar el mapa de las estrellas y de las galaxias, se comprobó
que vivimos en torno a una estrella del montón, en una zona corriente
de una galaxia vulgar, agrupada con otras igualmente anodinas en un
cúmulo ordinario. O, dicho en otras palabras: nuestro barrio cósmico
es absolutamente representativo del promedio, constatación conocida
como hipótesis de la mediocridad.
También como principio copernicano o, más frecuentemente, principio cosmológico. Técnicamente afirma que el universo es homogéneo
a escala grande (del orden de decenas de millones de años-luz, para
poder prescindir de las «inhomogeneidades» a escala de las estrellas y de
las galaxias), siendo su aspecto el mismo en todas sus partes; las galaxias
son parecidas y sus distancias mutuas son las mismas en promedio. Algo
así le ocurre a una gran ciudad cuyos barrios son todos muy parecidos,
incluso iguales si se prescinde de pequeñas diferencias entre las fachadas
de las casas o en la anchura de las calles.
Desde la teoría de la relatividad, los físicos tienen una fuerte tendencia a considerar al tiempo y al espacio de la manera lo más simétrica
posible y eso evoca inevitablemente la idea de un universo con el mismo
aspecto en todos los momentos del tiempo, condición que excluye de
raíz cualquier nacimiento u origen. En otras palabras, que hace diez mil
o cien mil millones de años se vería lo mismo que ahora, afirmación calificada de principio copernicano o cosmológico perfecto. Como las galaxias se están separando, esto parece imposible, excepto si suponemos
que se está creando materia espontáneamente por todo el espacio (bastaría con un átomo de hidrógeno por metro cúbico y año aproximadamente). De ese modo, esa materia creada se iría condensando en estrellas y
galaxias que rellenarían los huecos dejados por la expansión observada y
se podría mantener el mismo aspecto en promedio, es decir, salvo los detalles finos. Si fuesen así las cosas, el universo sería eterno, sin principio
145
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
ni fin, idea atractiva para quienes insisten mucho en que la vida es un accidente de la materia o que el hombre es completamente irrelevante para
el cosmos, pues elimina de raíz toda referencia a un acto de creación.
El modelo del universo estacionario fue popular en los años cincuenta —no había mejor alternativa—, pues el del Big Bang predecía
entonces una edad del universo igual o menor que la de la Tierra, contradicción totalmente inaceptable. Más tarde se encontró un error en
la escala de distancias cósmicas, cuya corrección estableció de nuevo
al Big Bang como el modelo más atractivo. Además, se descubrió en el
año 1965 que todo el universo está bañado en radiación de microondas, fácilmente interpretable en el modelo del Big Bang como el remanente de la gran explosión, el chispazo que dio la materia al hacerse
transparente, pero muy difícil de explicar con un universo estacionario.
A pesar de ello y aunque este último no es evolutivo, en contra de los
datos observacionales, sigue recibiendo una cierta atención marginal.
Por ejemplo, en 1993, Fred Hoyle, Geoffrey Burbidge y Jayant Narlikar propusieron una variante bautizada como modelo del estado cuasi
estacionario. Sigue suponiendo que el cosmos no tiene origen, pero la
creación de materia está concentrada en pequeños «minibangs» que
se producen en agujeros negros, pasando el universo por períodos de
creación muy activa de materia y otros más tranquilos. En todo caso,
no habría ningún suceso ni ningún tiempo que pudiese ser interpretado
como un origen de todo el universo.
Consideremos ahora algunos desarrollos ingeniosos de las últimas
décadas. Según uno de ellos no es el hombre explicable por la materia,
sino al revés.
El principio antrópico
El principio antrópico13 dice lo contrario que el modelo del universo
estacionario. En cierto modo, afirma con el sofista griego Protágoras
que el hombre es la medida de todas las cosas. La expresión «principio
antrópico» fue inventada en 1974 por Brandon Carter, astrofísico de
Cambridge, cuando buscaba criterios para elaborar modelos cosmológicos. Dice una regla de oro de la física que siempre hay que tener en
cuenta el aparato de observación: nosotros en este caso. Según Carter,
nuestra situación es realmente especial, y el universo observable está
condicionado por nuestra presencia. O, más precisamente, «las condiciones que rigen el universo deben ser tales que puedan permitir la vida
13. J. Barrow y F. Tipler, The Anthropic Cosmological Principle, Oxford University
Press, Oxford/New York, 1986.
146
LA CREACIÓN
inteligente, pues, si no fuera así, no estaríamos para observar», de modo
que la mera existencia de seres humanos tiene poder explicativo.
Este enunciado suele llamarse principio antrópico débil. En realidad, había sido usado antes de ser propuesto explícitamente por Carter, aunque nadie se había percatado de sus implicaciones. Por ejemplo,
ya en 1961, el físico de Princeton Robert Dicke se preguntó: ¿por qué
ocurre que el universo tiene unos diez mil millones de años? La respuesta basada en el principio copernicano sería que no hay ningún motivo
especial y que esa edad es tan buena como cualquier otra. Pero Dicke
razonó de manera distinta, considerando que el universo debe tener al
menos la edad necesaria para haber generado los elementos más pesados que el hidrógeno, como el calcio, el hierro y el carbono, que son
imprescindibles para fabricar seres humanos que piensen en ello. Esos
elementos se cuecen en el interior de las estrellas, como consecuencia de
las reacciones termonucleares, y son expulsados luego al espacio para
que puedan formar parte de un planeta como el nuestro, por lo que se
puede decir que, en un sentido muy literal, somos hijos de las estrellas.
Para cocinar esos elementos se necesita que transcurran varios miles
de millones de años, tanto tarda la naturaleza en poder hacerlo, y es por
eso imposible que la edad del universo sea mucho más corta de lo que
es, pongamos sólo mil millones de años o menos. Pero, si fuese mucho
más viejo, casi todas las estrellas habrían terminado su ciclo vital, colapsando en enanas blancas, estrellas de neutrones o agujeros negros,
terminando así con todo rastro de vida a su alrededor.
Los cálculos de Dicke le llevaron a concluir que el valor de la edad
del universo no es un puro accidente, sino una condición necesaria «limitada por el criterio de la existencia de seres humanos». En otras palabras, habría que dar marcha atrás en el camino que relega al hombre a
posiciones cada vez menos importantes o significativas. Si este principio
es correcto, nuestra existencia, lejos de ser un mero accidente del mundo, es una condición necesaria para que sea tal como es.
El físico y profesor en Texas John Archibald Wheeler, padre de los
agujeros negros y quien así los bautizó, hizo una curiosa interpretación
de este principio14. Cuando alguien le preguntó por su opinión, respondió misteriosamente: «Menos es más». Nadie le entendió en un primer
momento, pero tras las aclaraciones pertinentes, se comprendió que
estaba argumentando contra la hipótesis de la mediocridad y la idea de
que el universo rebosa necesariamente de vida. Pues, para él, el cosmos
debe ser tan grande como es, simplemente para poder dar lugar a una
civilización inteligente: nosotros. Toda esa inmensidad de soles, galaxias
14. T. Rothman, A physicist on Madison Avenue, Princeton University Press, Princeton, 1991.
147
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
y mundos sería condición necesaria para que en uno de ellos surgiesen
seres pensantes. Más civilizaciones sería un derroche.
Hay también una versión fuerte del principio antrópico, mucho
más discutible, según la cual, en su versión radical, «el universo debe
producir necesariamente vida inteligente». Si así se admitiese, al decidir
entre las características y las leyes cosmológicas posibles, sólo se deben
admitir las que conduzcan a la vida, porque, si no hubiera vida, no habría universo. Pero este otorgar a la humanidad un papel tan especial es
objeto de acalorados debates. Algunos ven en ello el abandono de objetivos que la ciencia consideraba irrenunciables desde la Ilustración. Les
parece que, tras haber eliminado la finalidad de sus esquemas, ésta se
cuela de nuevo de tapadillo, valiéndose de un lenguaje más bien críptico.
En el principio antrópico late una idea intrigante y provocadora:
tras un largo proceso de miles de millones de años, la materia llega a
pensar sobre sí misma. Aquí en la Tierra, lo hace a través de nosotros,
los seres humanos; en otros planetas en torno a otras estrellas, quizá lo
esté haciendo a través de otras criaturas. Por eso los primeros estadios
de la evolución, la cosmológica primero y la biológica después, se pueden considerar como un camino que llevó al emerger de la conciencia.
Las evoluciones cultural y personal, que dan lugar a la variedad humana, la perfilan, la afinan y la diversifican luego. O sea, que la conciencia
emerge y evoluciona con el cosmos.
Visto así, el principio antrópico débil no es más que la constatación
de un hecho que observamos: la materia piensa sobre sí misma, al menos a través de nosotros. En su versión más fuerte, el principio afirma
que la conciencia emerge necesariamente de la materia, o sea que la
inteligencia existe por necesidad, y que no es posible un mundo que
no llegue a ella. Con distintos matices, forma parte de las creencias de
varias religiones, del cristianismo en particular. Sin duda es una idea
interesante y digna de consideración, pero no es una afirmación científica porque no es susceptible de prueba ni de refutación experimental. No obstante, los creyentes pueden sostenerla legítimamente como
una afirmación vital plenamente compatible con la ciencia de hoy.
Hay quien ve en el principio antrópico una idea profundísima, otros
una trivialidad irrelevante. Entre los primeros, los hay que empiezan a
ceder a la tentación de fabricar con él demostraciones de nuevo cuño de
la existencia de Dios. Pero sería mejor que lo piensen dos veces, porque
podrían tener razón quienes temen que no haya en él sino un juego de
palabras, un hábil truco dialéctico que no deja de recordar a algunas
bromas clásicas, como al doctor Pangloss del Cándido de Voltaire, que
decía: ¡qué maravilla que la nariz sirva tan bien para sujetar las gafas!
o las del tipo: ¿no es estupendo que los desiertos estén en lugares en
donde no vive nadie?
148
LA CREACIÓN
Intrigantes coincidencias cósmicas
Sin embargo, hay en el universo algunas curiosas coincidencias que hacen
pensar. Einstein dijo una vez: «Me gustaría saber si Dios podría haber
creado el mundo de una manera distinta». Según la tradición cristiana,
Dios podría haber creado el universo con una libertad infinita, tal como
hubiera querido y sin traba ni limitación alguna, en particular con leyes
naturales diferentes a las que conocemos, a su libre elección. Por ejemplo,
de tal modo que la atracción gravitatoria entre dos astros fuese inversamente proporcional a su distancia, en vez de serlo al cuadrado de esa
distancia. Pero esta idea parece exagerada a poco que pensemos pues hay
requerimientos de tipo lógico o matemático que no se pueden violar sin
llegar a contradicciones insalvables. Por ejemplo Dios no podría haber
creado un mundo tal que el número de animales de una manada dependiese del orden en que se cuentan o en el que dos más dos fuese igual a cinco. Además está claro que la existencia de vida sólo es posible bajo ciertas
condiciones, por ejemplo en un mundo demasiado caliente o demasiado
frío. La frase anterior de Einstein recuerda a un famoso argumento del
filósofo Leibniz en su Teodicea, donde intenta explicar el sufrimiento del
mundo afirmando que, entre todos los mundos imaginables, Dios creó
el menos malo posible de entre los que están libres de contradicciones.
En toda ley física, hay que distinguir entre forma e intensidad, o sea
entre sus aspectos cualitativo y cuantitativo. Por ejemplo, en la ley de la
gravitación universal la forma es la afirmación descriptiva «la atracción
entre dos masas es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente al cuadrado de su distancia». Para calcular el valor
exacto de esa atracción hay que multiplicar el resultado anterior (o sea
m × m’ / d2, donde m y m’ son las masas y d, la distancia) por una cantidad, la llamada constante de la gravedad o de Newton, representada
siempre como G. Cuanto mayor fuese ésta, más grande sería la atracción: nos costaría más subir escaleras y un futbolista tendría dificultades
para alcanzar la portería o botar un córner. Con una constante G menor
nos sentiríamos más ligeros y saltaríamos más alto.
Pues bien, en los últimos años se ha podido comprobar que si las
intensidades de algunas leyes se hiciesen mayores o menores con variaciones no muy grandes, no podría haber vida tal como la conocemos.
Esto parece sugerir que la pregunta anterior de Einstein debe contestarse negativamente15.
Veamos un ejemplo. Las fuerzas nucleares operan entre los nucleones, nombre común de protones y neutrones, constituyentes de los nú-
15. M. Rees, Seis números nada más, Debate, Barcelona, 2001.
149
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
cleos atómicos en los que está el 999‰ de la masa de las cosas. Se trata
de fuerzas muy importantes por ser responsables de la estabilidad de la
materia; si se apagasen, los núcleos se desharían y con ellos desaparecería la materia como la conocemos. La intensidad de esas fuerzas se puede medir por un cierto número que vale 0.007, que es igual a la fracción
de masa de los nucleones que se transforma en energía según la famosa
fórmula de Einstein, e = mc2, durante los primeros estadios de las reacciones nucleares en el interior de las estrellas. Los cálculos muestran que
si ese número fuese un poco distinto no podría haber surgido la vida.
Para entenderlo conviene decir que, en los primeros instantes del universo, se produjeron muchos protones y neutrones, en la proporción de
seis a uno. Luego y durante pocos minutos se fueron aglutinando entre
sí a causa de su atracción, formándose núcleos ligeros de hasta seis o siete nucleones en un proceso llamado nucleosíntesis primordial. El proceso continuó mucho más tarde en la nucleosíntesis estelar, o sea en el
interior de las estrellas, donde se formaron todos los demás núcleos que
conocemos, de carbono, oxígeno y otros más pesados, como de hierro
por ejemplo. Si la intensidad de las fuerzas nucleares fuese un poco más
grande, digamos 0.008, los protones y los neutrones se atraerían más,
de tal modo que tenderían a unirse formando núcleos más pesados ya
desde el principio, sin que quedase hidrógeno, carbono u oxígeno y la
vida sería imposible. Si, al revés, fuese menor tal como 0.006, ocurriría
lo contrario: los nucleones se atraerían y se unirían muy poco; quedaría
sólo hidrógeno y algo de helio, prácticamente no habría química y no
se formarían núcleos más pesados con lo que la vida sería también imposible. O sea que el valor de ese número esencial en las interacciones
nucleares «coincide», aproximadamente, con el valor necesario para la
vida. Hay varios otros argumentos análogos, referidos a otras coincidencias, que llegan a la misma conclusión. Cambios pequeños en las
leyes naturales harían inviable la vida.
Basándose en esta constatación, se argumenta que el principio antrópico tiene valor predictivo. Un ejemplo famoso lo dio el astrónomo inglés Fred Hoyle en 1954 cuando ese principio aún no había sido
enunciado, mientras estudiaba las reacciones nucleares que tienen lugar
en el interior del Sol y las demás estrellas, gracias a las cuales existe la
vida. En ese momento, no había ningún dato sobre una de esas reacciones que produce carbono pues nadie había realizado experimentos
sobre ella. Sin embargo, Hoyle concluyó que tal reacción debería ser
resonante (lo que significa que procede con gran eficacia e intensidad)
pues de otro modo no se produciría carbono en cantidad suficiente para
sustentar la vida. A su vez, otra reacción que transforma el carbono en
oxígeno deberá ser no resonante. Su propuesta fue recibida con escepticismo, pero tras su tenaz insistencia sobre algunos experimentadores,
150
LA CREACIÓN
se midieron esas reacciones en California confirmándose el resultado
previsto por Hoyle. Ésa fue sin duda la primera aplicación del principio
antrópico, antes incluso de ser enunciado.
Ante estas ideas, se dice que el universo es «bioamistoso» (en inglés
biofriendly) o que está «hecho a la medida» (taylor made), pues está
claro que, si la materia obedeciese leyes algo distintas, no habría nadie para discutir sobre ella. Hay tres interpretaciones posibles de estas
coincidencias. Para algunos son la manifestación de un diseño, que no
estaría en las formas acabadas de los seres vivos sino mucho antes, en
las propias leyes naturales que, al cabo de muchos años, les harían surgir de la materia. No en la aleta del pez, el ala del pájaro o el cerebro
humano sino en la capacidad de los protones y neutrones de interaccionar y formar los núcleos adecuados, iniciando un proceso conducente
a la vida. Sería un diseño escondido, propio del Deus absconditus del
que habla la Biblia, mencionado por Pascal en uno de sus pensamientos
antes citado.
Pero a los científicos no les gusta hablar de Dios en su trabajo, incluso a la mayoría de los que son creyentes. Por eso hay una segunda
y una tercera interpretaciones diferentes. Según la segunda, el cosmos
sería bioamistoso por puro azar, de modo que tendríamos la suerte de
tener leyes naturales favorables a la vida sin que ello se deba a ninguna
causa profunda o especial (véase más abajo el capítulo 7). La tercera
interpretación se expone en la sección siguiente.
¿Hay infinitos mundos?
Una manera de eliminar el aparente diseño de un universo biofriendly
o taylor made consiste en suponer la existencia de infinitos mundos con
distintas leyes de la naturaleza, distribuidas al azar, por lo que la gran
mayoría de ellos serían necesariamente hostiles a la vida e inertes por
tanto. Si aquí tenemos leyes favorables a la vida, eso no sería debido a
un diseño, ocurriría simplemente que no podríamos estar en un mundo
no bioamistoso pues allí no habría surgido la vida. Veamos el argumento
con algo más de detalle.
En la naturaleza hay ahora cuatro fuerzas fundamentales, que en
orden decreciente de intensidad son: la fuerza nuclear fuerte, el electromagnetismo, la fuerza nuclear débil y la gravitación. Las cuatro tienen
funciones muy distintas pero complementarias. La gravitación actúa entre masas y es la que conforma la estructura del universo, de las estrellas
o los planetas. El electromagnetismo garantiza la estabilidad de los átomos y las moléculas y está en la base de todas las propiedades químicas
de la materia y de otras como su color o su densidad. La fuerza fuerte
151
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
asegura la estabilidad de los núcleos atómicos y produce la energía en
las estrellas, en donde la débil juega un papel de tipo catalítico (o sea,
estimulador del proceso sin producir energía ella misma).
Actualmente se diferencian mucho pero en las condiciones de muy
alta temperatura y densidad de energía del universo primordial estaban
unificadas, en otras palabras, tenían las mismas propiedades e intensidad, por lo que había simetría entre ellas. Esa simetría se rompió al
enfriarse el mundo, tomando las cuatro fuerzas sus formas definitivas
y diferentes posteriores. Pero algunos argumentan que lo hicieron en
burbujas muy pequeñas (llamadas universos bebés) del tamaño de la
llamada longitud de Planck cuyo valor es pequeñísimo (10-33 cm). Ocurrió de tal modo que las leyes de la naturaleza son distintas en cada
burbuja y también podría serlo la dimensión del espacio-tiempo (en
algunas burbujas el espacio sería como el nuestro, en otras tendría dos
dimensiones, en otras cuatro, etc.). Más o menos simultáneamente se
produjo una inflación, o sea una expansión inmensamente más rápida
que la actual pero brevísima, y cada burbuja se infló y llegó a transformarse en un universo distinto, uno de los cuales sería el nuestro. Esa
inimaginablemente enorme estructura se conoce como multiverso. Hay
quien va más allá suponiendo que algunos de esos universos se contraen
e implosionan dando lugar a otros nuevos al rebotar16.
Esta idea podrá ser calificada de metacientífica, ya que los universos que forman el multiverso estarían incomunicados entre sí y no se
podrían observar los unos desde los demás por lo que sería imposible
probar o refutar que existan otros además del nuestro. Por otra parte, el multiverso se podría considerar globalmente como un fenómeno
único e irrepetible cuya ingente energía le sitúa fuera de la experiencia
humana no sólo de ahora sino de cualquier futuro previsible. Algunos
argumentan, sin embargo, que podrían llegar a ser observados de modo
indirecto, afirmación más bien débil sin duda.
Tendríamos así una violenta ebullición de burbujas que crecen hasta
universos, algunas de las cuales se colapsan dando lugar a nuevos borboteos de mundos que surgen de las cenizas de otros anteriores en un
proceso que podría no tener principio ni fin. Si se acepta este punto
de vista es muy improbable que el nuestro sea el primero. No podría
haber señales que se transmitan de unas a otras, por lo que se tendría
una colección infinita de universos, incomunicados e incomunicables,
con diferentes historias, distintos orígenes y leyes físicas desiguales. Ese
cosmos-superuniverso, múltiple, ingente y eterno, se autorreproduciría
mientras sus subuniversos nacerían en explosiones y morirían en colapsos para dar vida a otros nuevos.
16. M. Rees, Nuestro hábitat cósmico, Paidós, Barcelona, 2002.
152
LA CREACIÓN
Este esquema sugiere una última observación. Los científicos siguen
normalmente en su trabajo, aun sin proponérselo de modo explícito, una prescripción dada por el filósofo inglés Guillermo de Occam
(ca. 1280-ca. 1349) conocida como «la navaja de Occam», que aconseja
elegir la que necesite de menos hipótesis entre dos explicaciones equivalentes17.
Se trata en realidad de un principio de simplicidad o de economía
del pensamiento. Por ejemplo, el sistema heliocéntrico de Copérnico
fue siempre muy preferible al geocéntrico de Ptolomeo porque es más
simple, a pesar de que estuviesen en un acuerdo parecido con las observaciones en un principio. Viene esto a cuento porque la explicación
anterior basada en la idea de multiverso, con sus infinitos universos, inobservables hoy por hoy, y cuyas leyes físicas son desconocidas, parece
difícilmente conciliable con el principio de economía del pensamiento.
17. La navaja sirve de medio simbólico para separar explicaciones alternativas cuando no hay evidencia empírica suficiente para hacerlo.
153
7
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Examinaremos en este capítulo las actitudes de algunos de los grandes
científicos ante la idea de Dios. Como ya se dijo repetidamente en este
libro, sus opiniones son muy variadas y reproducen el mismo abanico
que la generalidad de las gentes, pero con una diferencia importante:
cuando son creyentes, los científicos creativos suelen tener visiones muy
personales, fuera de la ortodoxia, dominadas por la fuerte impresión
que les produce la regularidad, la armonía y el orden que perciben en
el mundo.
Según hemos visto, los revolucionarios que fundaron la ciencia en
los siglos XVI y XVII fueron personas sincera y profundamente religiosas
que consideraban como parte normal de su actividad la investigación
de la acción de Dios en el mundo. Copérnico (1473-1543) elaboró
su sistema heliocéntrico aislado dentro de los muros de la catedral de
Frauenburg, donde era canónigo aunque no llegase a ordenarse sacerdote. Kepler era un místico que descubrió las tres leyes del movimiento
planetario gracias a sus esfuerzos por penetrar en la mente de Dios y
pensar sus pensamientos. Newton, uno de los científicos más grandes
de la historia, era un creyente heterodoxo para quien tanto la Iglesia
católica como la anglicana representaban formas corrompidas de la religión bíblica verdadera, en especial por la idea de la Trinidad a la que
se oponía. Se sentía muy cerca del arrianismo, doctrina declarada herética por el concilio de Nicea del año 325 que rechazaba la naturaleza
divina de Jesús. Pero la idea de Dios era muy importante para él, pues
consideraba que la filosofía natural, certero nombre de la ciencia de
entonces, tenía por misión fundamental el estudio de las relaciones de
Dios con su obra.
A pesar de la carga intelectual de su obra, el Dios de Newton no es
sólo el de los filósofos —la causa primera o el motor inmóvil de Aristóteles o el Dios racional de Descartes—, sino el Dios bíblico, como lo
155
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
prueban los enormes esfuerzos que dedicó a intentar descifrar el sentido
oculto de los textos de la Biblia. En el Escolio final de sus Principia dice
que estamos en Dios, en el espacio de Dios, en el tiempo de Dios:
En él se hallan contenidas y se mueven todas las cosas, pero sin mutua
interferencia. Dios nada sufre por el movimiento de los cuerpos: éstos
no experimentan resistencia alguna a la omnipresencia de Dios. Está
reconocido que un Dios sumo existe siempre y en todo lugar.
Según Koyré1 esto es algo así como «en él vivimos, nos movemos y
somos» que decía san Pablo. Otro tanto cabe decir de Boyle, para quien
la ciencia es el mejor método para comprender a Dios, o de Descartes y
Pascal, de los que hablaremos detenidamente en las próximas páginas.
La Ilustración del siglo XVIII representó un cambio importantísimo y
trajo muchas de las ideas y los estilos que son parte esencial de la identidad europea de hoy y de toda la cultura occidental. Se produjo entonces
un fenómeno muy decidido de secularización. La ciencia empezó a buscar descripciones autónomas del mundo sin ninguna referencia a Dios
ni a ninguna realidad trascendente, incluso por parte de los científicos
creyentes. Aparecieron modos nuevos de entender la divinidad y surgió
el ateísmo moderno.
El siglo XIX presenció el apogeo del cientificismo, punto de vista
formulado explícitamente por Auguste Comte e impulsado más por sociólogos y filósofos que por científicos. Como se extendió durante el
triunfo de la mecánica celeste de Laplace y la polémica de la evolución
de Darwin, dio lugar al estereotipo de un enfrentamiento inevitable y
radical entre la ciencia y la religión, meta del proceso iniciado con la
Ilustración del siglo XVIII, que supuestamente llevaría a la humanidad a
un ateísmo irrenunciable. Pero este esquema tan simple es evidentemente inexacto como comprobaremos en este capítulo.
El siglo XX trae un espectacular desarrollo de la ciencia, tanto de
sus principios conceptuales como de sus aplicaciones técnicas, pero al
mismo tiempo una caída de las seguridades radicales. La revolución de
la física cuántica introdujo, como ya hemos visto, un indeterminismo
esencial y, sobre todo, la constatación de la incapacidad humana para
observar el mundo tal como es en sí mismo. Otro importantísimo desarrollo, culmen del proceso iniciado por Darwin, fue la biología molecular con el desciframiento de la clave de la herencia, la famosa doble
hélice del ADN.
1. A. Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo XXI, Madrid, 1979.
156
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Descartes y Pascal, las dos caras del hombre moderno
Ya hemos visto que los creadores de la Revolución científica, como Kepler, Galileo, Newton y Boyle, estuvieron atentos a la lectura de dos
libros, el de la revelación escrita, la Biblia, y el de la naturaleza como
obra de Dios. Para el hombre moderno son también dos las referencias
básicas: el mundo y su propio yo. En el proceso de secularización que
seguimos desde el siglo XVIII, el ser humano ha desarrollado al máximo
su racionalidad, el análisis frío y objetivo de los datos más seguros que
puede obtener, y esto le ha permitido llegar a éxitos antes inimaginables
al explicar la materia y el cosmos mediante esquemas lógico-matemáticos
y en la organización de sus sociedades, con el fabuloso desarrollo de la
civilización tecnológica, la medicina o la economía.
Puede parecer, pues, que nada se escapa al poder omnímodo de la
razón. Pero cuando esa misma razón se dirige al interior de sí misma,
se encuentra con un mundo complejo que no sigue sus propias normas,
porque motivaciones irracionales se lo impiden al generar un entrecruzamiento errático de caminos tortuosos. El hombre moderno se orienta
bien en lejanas galaxias, sabe lo que ocurrió hace miles de millones de
años, o calcula correctamente los costes de producción, pero se pierde
en el laberinto de su propia persona, descubriendo que la razón es un
arma muy pobre cuando trata de entenderse a sí misma porque para
sus análisis necesita despedazar lo estudiado, reducirlo con sus potentes escalpelos a elementos disjuntos, observarlo en la artificialidad de
lo que deja de ser natural cuando se lo fuerza a ser conocible. Miguel
de Unamuno, que se declaraba sentidor antes que pensador, exhibe
dramáticamente ese aspecto del hombre de hoy, dedicando páginas impresionantes a los límites de la razón. Por ejemplo:
Y es que, en rigor, la razón es enemiga de la vida. Es una cosa terrible
la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo
vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es,
en rigor, ininteligible [...]. La identidad, que es la muerte, es la aspiración
del intelecto, porque para comprender algo hay que matarlo [...]2.
Por eso el hombre exalta hoy su racionalidad, porque ve en ella
un instrumento poderoso para entender el mundo y como guía de su
actividad diaria, pero la niega al mismo tiempo, rechazando lo que le
dice o actuando contra sus preceptos por sentir que algo importante en
ella se escapa al pensamiento frío. Cuando buscando ansiosamente la
seguridad cree encontrarla en la certeza que parece conceder la razón,
2. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1976,
cap. 5.
157
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
el sentimiento le impulsa a escapar de ese refugio y a sentir que se vive
más intensamente desde la fragilidad de quien se siente inseguro. De
ese enfrentamiento entre sus ansias de seguridad y de intensidad han
surgido muchas de las pasiones y actitudes del hombre de hoy, desde
la angustia y el sentimiento trágico de la vida, el pesimismo o el «pasotismo», hasta la búsqueda de un punto de apoyo vital en movimientos
sociales y políticos o incluso en paraísos artificiales.
Dos grandes científicos representan muy bien cada una de esas dos
caras del hombre contemporáneo, al que se adelantaron en tres siglos3.
Son René Descartes (1596-1650) y Blaise Pascal (1623-1662). El primero es considerado como el símbolo de la razón, del método riguroso, de
la certeza obtenida matemáticamente. El segundo exhibe la inseguridad
y el desgarramiento del hombre, la lucha de su razón con sentimientos
y dudas, las grandezas y miserias de que es capaz el ser humano. Los dos
fueron grandes científicos, ingenieros y pensadores, y los dos buscaban
entender la totalidad del mundo.
A Pascal se deben sus estudios sobre los gases, que prueban la existencia del vacío en contra de los aristotélicos, y sus tratados sobre las
cónicas; fue uno de los pioneros del cálculo de probabilidades, inventó
la prensa hidráulica y construyó la primera calculadora mecánica; promovió la primera línea de transporte urbano de París cuyas ganancias
eran dedicadas a la beneficencia. A Descartes, la geometría analítica,
alumbradora de una nueva concepción del espacio, su óptica y sobre
todo su método, basado en la duda sistemática y el escepticismo como
los mejores instrumentos para no caer en el error.
De Descartes se ha dicho de todo: que es el creador del pensamiento
moderno, un defensor de la idea de Dios, quien sin embargo dio paso
al ateísmo y la incredulidad por su insistencia en la duda como método.
Siendo un defensor racional de la religión se le incluyó en el Índice de
libros prohibidos de la Iglesia católica. Fue un hombre de mundo que se
movió en ambientes distinguidos, viajando por toda Europa «para ver
cortes y ejércitos», como militar, gran jinete y jugador. En uno de sus
viajes, en 1619 en la ciudad de Ulm, siente una revelación que anota
así en su cuaderno: «10 de noviembre de 1619: lleno de entusiasmo,
descubrí los fundamentos de una ciencia admirable», de cuyas conclusiones nadie podría dudar por estar edificada sobre la roca durísima
de las certezas matemáticas y que explicaría a la vez la materia y el
espíritu, el mundo y el hombre. Durante esa visión exaltada, Descartes
se estremece tanto que promete hacer una peregrinación al santuario
3. Cf. la obra de H. Küng ¿Existe Dios? (Trotta, Madrid, 2005), en la que se estudia
en detalle el papel de estos dos científicos en la creación de la idea moderna de Dios,
pp. 27-122.
158
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
italiano de Loreto y así lo cumple años más tarde4. Dedica el resto de su
vida a buscar esa ciencia admirable vislumbrada a orillas del Danubio.
Tras vivir en Holanda desde sus treinta y dos años, se fue a Estocolmo
a los cincuenta y tres llamado por la reina Cristina de Suecia, quien
deseaba contar en su corte con las mejores figuras intelectuales. Pero no
pudo resistir el clima nórdico y una pulmonía se lo llevó —se dice que
por levantarse de madrugada para filosofar con la reina—, quien cuatro
años después, en 1654, abandona el trono y atribuye a la influencia de
Descartes su conversión a la fe católica.
Descartes se opone al pensamiento medieval basado en la lógica
aristotélica porque le parece que el silogismo que ésta usa es totalmente
inadecuado para la búsqueda de la verdad. Pero lo más importante es
que adopta una nueva actitud inequívocamente moderna, reconocida
por los científicos de hoy como la adecuada. Afirma rotundamente a
la razón como criterio de verdad y se basa en la duda metódica y en la
desconfianza de los datos de los sentidos y de todo lo aparente. Como
punto de partida busca una afirmación tan sólida, irrefutable y segura
como para estar al abrigo de toda sospecha y la encuentra en el famoso
«Pienso, luego existo», enunciado claramente indudable.
En su Discurso del método5 expone con detalle el proceso que debe
seguirse en cualquier rama de la ciencia para que los razonamientos
descubran la verdad: dividir cada dificultad en tantas partes como sea
posible, analizarlas por separado, comenzar por lo más simple, revisar
cuidadosamente todas las conclusiones.
El que hoy nos parezca esto muy claro testimonia la enorme influencia que desde entonces tuvo Descartes en el pensamiento. En su
sistema juega un papel fundamental la idea de Dios, que considera como
innata en el hombre, entendido Dios como «una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente y omnipotente»6. Da tres
pruebas de su existencia, una basada en que un ser finito como el hombre sea capaz, sin embargo, de concebir una idea infinita, otra sobre la
causa de la existencia del hombre y, como tercera, el argumento ontológico explicado más arriba en el capítulo 3.
Su exigencia de certeza matemática parece adecuada respecto a la
geometría, la astronomía o la física, pero ¿cómo puede aplicarse a la fe?
¿No es sorprendente que el máximo defensor del escepticismo y la duda
acepte pruebas racionales de Dios? ¿No se contradice Descartes al supo4. J. M.ª Valverde, Vida y muerte de las ideas: pequeña historia del pensamiento
occidental, Planeta, Barcelona, 1980.
5. R. Descartes, Discurso del método, ed. de R. Frondizi, Alianza, Madrid, 1979.
6. R. Descartes, Meditaciones metafísicas, introducción, traducción y notas de V. Peña, Alfaguara, Madrid, 1977, Meditación IV, p. 39.
159
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
ner compatibles las exigencias de la certeza matemática con la fe? Sobre
todo porque, aunque en su sistema la figura de Cristo no es aparente,
no cabe duda de que la fe que profesa es la cristiana. En su obra Reglas
para la dirección del espíritu, dice:
Y estos dos caminos [intuición y deducción] son los más ciertos para la
ciencia [... todos los demás] deben ser rechazados como sospechosos y
sujetos a error. Lo que no impide, sin embargo, que creamos todo lo que
ha sido revelado por Dios como más cierto que todo otro conocimiento,
puesto que la fe, que se refiere a cosas oscuras, no es una acción del
espíritu, sino de la voluntad7.
Este párrafo, tan ajeno al estereotipo de Descartes el racionalista,
indica, según Küng, que la fe constituye para él la excepción a la regla universal de la evidencia y señala la máxima certeza, aunque no se
refiera como la ciencia a algo evidente, sino a cuestiones oscuras que
superan la razón.
Cabe recordar aquí que Descartes había basado su física en la hipótesis de que todos los fenómenos de la naturaleza pueden analizarse
en términos de corpúsculos constituyentes (los átomos) y de sus movimientos, precisamente la idea central de Demócrito. Sin embargo, admite una separación muy definida entre lo material, caracterizado por
la extensión, a lo que llama res extensa, la cosa extensa, y lo anímico o
espiritual, la conciencia, que bautiza como pensante, res cogitans.
Pascal es muy distinto. Su oposición a Descartes es la que enfrenta
la pasión al método, el sentimiento a la razón, el corazón a la lógica,
la percepción intuitiva al análisis teórico. En el terreno científico sus
talantes se reflejan en sus distintas maneras de luchar contra la filosofía
aristotélica. La física de Descartes se apoya en la razón, valorando poco
la experiencia, y se resiente de ello porque su seguridad en la certeza
matemática le impulsó a audacias injustificadas sin pruebas experimentales; era un axiomático. Pascal sentía profundamente la inseguridad de
ser hombre —por eso nos resulta hoy tan moderno— y eso le obligaba
a revisar reiterada y afanosamente sus experimentos; era un empírico.
Se enfrentaron sobre la existencia del vacío que Descartes negaba y Pascal admitía, cuestión muy importante por sus consecuencias, en la que
era Pascal quien estaba en lo cierto. Sus estilos y posiciones personales
interesan porque son los dos polos entre los que se mueve el hombre
al intentar entender el mundo y también por representar dos maneras
opuestas de encarar el problema de Dios.
7. R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, ed. de J. M. Navarro Cordón,
Alianza, Madrid, 2003, p. 81.
160
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Pascal lo describe magistralmente en uno de sus famosos Pensamientos, en el que distingue entre el «espíritu de geometría» y el «espíritu de sutileza»8. El primero es el de la matemática, de la razón fría
y desencarnada, de la sucesión de inferencias lógicas elementales. El segundo es el de la intuición, la sensibilidad, el refinamiento, la percepción
directa. Los dos espíritus son necesarios para entender las cosas porque
cada uno sin la ayuda del otro da una visión incompleta —deformada
incluso— del mundo. A veces ocurre que muchas personas inteligentes
cometen grandes errores de juicio porque carecen completamente de
uno de los dos espíritus: son sólo geómetras o sólo sutiles. Entre los
científicos, matemáticos, físicos, químicos, abundan los primeros, entre
los escritores y artistas, los segundos; en parte por ello, esos dos grupos
de personas se entienden tan mal entre sí. Sin duda el enfrentamiento
entre sus dos estilos es lo que produce las famosas dos culturas9. Cada
uno de estos tipos humanos perciben una parte de la verdad, pero a los
dos se les escapa algo importante sin darse cuenta de ello. Los geómetras
pueden analizar, los sutiles encontrar analogías; los primeros son apolíneos, los segundos, dionisíacos, por utilizar unas palabras introducidas
dos siglos más tarde por el filósofo alemán Nietzsche. Se suele considerar al espíritu de geometría como el más deseable para el ejercicio de
la ciencia, pero muchos de los grandes descubrimientos científicos han
sido admirables ejercicios de sutileza.
Merece la pena citar con más detalle este pensamiento porque describe muy bien dos tipos humanos:
[En el espíritu de geometría] los principios son palpables, pero alejados
del uso común [...]; y haría falta tener el espíritu absolutamente falso para
razonar mal sobre principios tan elementales [...].
Pero en el espíritu de sutileza, los principios son de uso común [...];
no es cuestión sino de tener buena vista, pero es menester tenerla buena:
porque los principios son tan sutiles y tan numerosos que es casi imposible que no se escape alguno [...].
Lo que hace, pues, que ciertos espíritus sutiles no sean geómetras,
es que no pueden volverse de ninguna manera hacia los principios de la
geometría; pero lo que hace que los geómetras no sean sutiles es que no
ven lo que está delante de ellos y, estando acostumbrados a los principios
claros y elementales de la geometría [...] se pierden en las cosas de sutileza, donde los principios no se dejan manejar así. Son cosas hasta tal punto
delicadas, y tan numerosas, que hace falta un sentido muy delicado y muy
claro para sentirlas, y juzgar recta y justamente, sin poder demostrarlas
8. Cf. B. Pascal, Pensamientos, ed. de J. Llansó, Alianza, Madrid, 1981, n.º 512. En
lo que sigue los cito según la numeración de L. Lafuma, que es la usada en esta edición. Se
traduce en ella esprit de finesse por «espíritu de fineza», pero prefiero llamarlo «de sutileza».
9. C. P. Snow, Las dos culturas, Alianza, Madrid, 1977.
161
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
por orden como en geometría [...]. Es preciso ver la cosa de un golpe,
de una sola mirada, y no por un progreso de razonamiento. Y así es raro
que los geómetras sean sutiles y los sutiles sean geómetras, debido a que
los geómetras quieren tratar geométricamente las cosas finas, y resultan
ridículos al querer comenzar por las definiciones y seguir por los principios, lo que no es manera de proceder en este tipo de razonamientos. [...]
Los geómetras que no son más que geómetras, tienen, pues, el espíritu
recto, con tal de que se les explique todo con definiciones y principios;
de otro modo son falsos e insoportables, pues no son rectos, sino sobre
principios muy claros.
Y los sutiles que no son más que sutiles, no pueden tener la paciencia
de descender hasta los primeros principios [...].
Pascal entiende que la razón no es el único criterio de verdad, porque hay otra vía, la del corazón: «el corazón tiene razones que la razón
no conoce: se ve en mil cosas» (n.º 423); «Conocemos la verdad no
solamente por la razón, sino también por el corazón [...]. Los principios
se sienten, las proposiciones se concluyen; y ambas cosas con certeza,
aunque por diferentes vías» (n.º 110). Pero conviene hacer una advertencia: la vía pascaliana del corazón es también una vía intelectual.
El ideal de Descartes, es decir, el pensamiento como sucesiones lineales de cadenas de inferencias lógicas, excluye sistemas de conocimientos
muy importantes dominados por la analogía, la intuición o el sentido
común, que son de un tipo completamente distinto. Como ejemplos
de esas dos vías, consideremos, por un lado, la demostración de un
teorema matemático, que es el modelo que guiaba a Descartes, y, por el
otro, la contemplación de una obra de arte tal como un paisaje. En este
último caso tenemos un conocimiento del mundo —sin duda un cuadro
representa eso, conocimiento de las cosas— que no puede reducirse a
encadenamientos lógicos sin perder la mayor parte de su sentido. ¿Alguien podría reducir La Gioconda de Leonardo, o La Venus del espejo
de Velázquez, a sucesiones de argumentos racionales? ¿Podría hacerlo
con las cantatas de Bach o con los cuartetos de Beethoven?
Las dos vías son necesarias para aproximarnos a lo que son las cosas; cada una por su lado da una visión deformada y pobre. En el capítulo 8 argüiré que se pueden cometer grandes errores tomando exclusivamente la vía de la geometría, porque se pierden así muchos aspectos
importantes de lo que pasa en el mundo.
Según Pascal, la vía del espíritu de sutileza es la que vale realmente
para acercarse a Dios. «Es el corazón el que siente a Dios y no la razón»
(n.º 424). Para Descartes, el hombre es «un ser que piensa», definición
en la que la generalidad de la idea de ser hace que lo esencial sea «que
piensa», lo que otorga el orgullo y seguridad de la razón. Pascal, en
cambio, se expresa en estos términos:
162
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
El hombre no es más que una caña, lo más frágil de la naturaleza, pero una
caña pensante [...]; un vapor, una gota de agua es suficiente para matarlo.
Pero, aun cuando el universo lo aplastase, el hombre sería todavía más
noble que lo que le mata, porque él sabe que muere. El universo no sabe
nada. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento (n.º 200).
La Ilustración
La Revolución científica que, tras iniciarse con Copérnico en el siglo
XVI, se había afianzado en el XVII con Galileo, Kepler, Descartes, Newton y Harvey, entre otros nombres destacados, estalla literalmente en el
siglo XVIII. Los descubrimientos científicos y sus aplicaciones producen
entonces una «agitada efervescencia de las mentes, que se extiende en
todas las direcciones, como un río que ha roto sus diques», en palabras
de uno de los protagonistas del momento, el matemático Jean Le Rond
D’Alembert (1717-1783)10. Una nueva manera de pensar, una actitud
distinta surge por toda Europa, al tiempo que la ciencia se pone de moda
porque está haciendo cambiar la vida humana de una manera antes impensable. La razón se libera de la tutela religiosa y se muestra como una
potente herramienta, cuyo modelo es la matemática aplicada al estudio
del mundo. Razón y naturaleza, ésas son las palabras claves, pero no la
razón de la lógica formal ni la inteligencia pura, sino algo íntimamente
ligado a las leyes que rigen el mundo. Y, ante la nueva adecuación de esos
dos términos, Dios empieza a quedar fuera de las obras científicas, no
necesariamente porque se le niegue sino por parecer demostrado que es
posible y deseable hacer filosofía natural sin hablar de Dios, pues el mundo es inteligible para el hombre a partir del nuevo uso de su razón.
Pero no sólo se generan nuevas visiones del cosmos que se enfrentan
al pensamiento tradicional, sino que en la vida económica y social se inician cambios acelerados. La naciente Revolución industrial, tan ligada a
la física, genera negocios muy activos de nuevo tipo, las comunicaciones
mejoran y se potencia el comercio. La química, nacida en esa época, sienta
las ideas de un incipiente higienismo. Como resultado desciende la mortalidad, en Inglaterra, Francia y Países Bajos sobre todo, creciendo así la
población de forma sorprendente. Surge con un nuevo estilo de vida una
clase social de industriales y comerciantes que incluye a la naciente burguesía y también a elementos de la nobleza media. Todo se pone a cambiar ante el empuje de esta segunda oleada de la Revolución científica.
10. J. M.ª Valverde, op. cit.; Th. L. Hankins, Science and the Enlightenment, Cambridge University Press, Cambridge, 1985; J. H. Brooke, Science and Religion. Some Historical Perspectives, Cambridge University Press, Cambridge, 1991.
163
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Como las cosas parecen más claras se impone la metáfora de la luz.
El siglo XVIII es en Francia le siècle des Lumières (el siglo de las Luces);
en Inglaterra, the Enlightenment (la Iluminación); en España, la Ilustración. Se genera algo muy importante, no una doctrina ni una teoría
filosófica ni una concepción del mundo, sino una actitud nueva en la
que tiene sus raíces la del hombre de hoy. Se caracteriza sobre todo por
la independencia del pensamiento, liberado para cuestionar cualquier
idea o creencia. Nacen los derechos humanos, transformando al hombre de súbdito en ciudadano, al descubrirse que las afirmaciones deben
ser defendidas desde la razón, común a todos los hombres, y no desde
el poder, rango o prestigio de quien las sustente. Fue la ciencia quien
lo hizo posible, al mostrar cómo se pueden echar por tierra creencias
hondamente arraigadas, mediante el uso adecuado del método experimental y el análisis matemático. Y surge así un nuevo optimismo, palabra inventada precisamente entonces, basado en el ideal del imparable
progreso físico y moral del hombre que ha aprendido de la ciencia a
conjugar razón y naturaleza.
Pero esa nueva utopía se enfrentaba a una paradoja con dos caras.
En primer lugar, desde la primacía del método experimental, la ciencia
dice cómo es el mundo pero no cómo debe ser, lo que contradice las
esperanzas en fundar una nueva ética sobre bases científicas. Por otra
parte, los grandes éxitos de la dinámica newtoniana empujaban hacia
un determinismo difícilmente conciliable con la libertad humana (véase más arriba el capítulo 4). El newtonianismo se constituyó como el
modelo de la ciencia deseable, al añadirse a las pruebas de la teoría de
la gravitación universal ya conocidas en el siglo XVII otras nuevas que
causaron enorme impacto en la opinión pública por referirse a temas espectaculares como la forma de la Tierra, el movimiento de la Luna o el
cometa Halley. Pero, si todas las cosas se ajustan al programa newtoniano determinista como se decía, ¿cómo puede el hombre llegar a tener
algún valor moral, si es tan sólo una máquina?
Uno de los grandes emblemas de la época surge del énfasis que
ponía en la enseñanza y en la comunicación de las ideas. Se trata de la
famosa Enciclopedia, que lleva por subtítulo Diccionario razonado de
las ciencias, las artes y los oficios, publicada por una sociedad de gentes
de letras, con diecisiete tomos de texto y once de láminas. Apareció
entre 1751 y 1777 en París, bajo la dirección del escritor Denis Diderot
(1713-1784) y el matemático D’Alembert, aunque este último se retiró
tras los primeros volúmenes. Se trata de una recopilación de todos los
conocimientos del momento, acentuando su interconexión y el papel de
las aplicaciones y los oficios manuales —sin duda en parte porque Diderot era hijo de un cuchillero—. La Enciclopedia llegó a ser el símbolo
de la época y enciclopedista el título de quienes se identificaban con
164
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
sus ideales. Por su oposición a toda autoridad tomó un carácter radical,
bajo el influjo de la postura extremada de Diderot (una vez dijo: «Los
hombres sólo serán libres cuando hayan ahorcado al último rey con
las tripas del último cura»), y, por ello, fue acusada de propagar el materialismo ateo, de destruir la religión y corromper la moral.
Durante la Ilustración se produjo un proceso muy intenso y rápido
de laicización, en el que las iglesias perdieron mucho de su poder social
y empezaron a ser objeto de críticas muy duras por parte de sectores
anticlericales en crecimiento. El ateísmo, además de una doctrina, llegó
incluso a ser una moda entre la alta sociedad. Es cierto, también, que
muchos sectores veían en las ciencias un instrumento de liberación social e intelectual, ¡acertadamente! Pero la idea, pronto transformada en
estereotipo, de que en la Ilustración se inició el enfrentamiento inevitable entre la ciencia y la religión, mantenido desde entonces, es un claro
simplismo11, basado en la identificación de religión o fe en Dios con
iglesia organizada en una estructura social concreta. Es imposible, sin
tener esto en cuenta, entender lo que pasaba, porque la mayoría de los
ataques se dirigían contra las iglesias cristianas, tal como eran entonces,
y no contra la creencia en Dios, de la que participaban muchos de los
grandes científicos. Pues, entre los motivos que fomentaban ese enfrentamiento, está sobre todo la lucha por establecer un poder civil que sustituyera al clerical, muy frecuentemente por encima de cualquier tipo de
razones ideológicas. Es significativo que a menudo no eran los científicos quienes enarbolaban la bandera de la ciencia frente a la religión,
sino pensadores sociales o políticos en busca de prominencia social.
Que la cosa no era tan simple lo muestra el origen de los ataques a
las iglesias, provenientes de tres frentes distintos: los deístas, los ateos
y los agnósticos. Los primeros creían en Dios, pero no daban valor a la
revelación, y propugnaban una religión natural, a la que creían posible
llegar mediante el uso de la razón. El más notable era Voltaire (16941778), quien decía, por ejemplo: «La afirmación ‘hay un Dios’ es la
más probablemente cierta que se pueda imaginar [...], pues la contraria
es una de las más absurdas», o «Cuando la razón, libre de sus cadenas,
enseñe a las gentes que hay un solo Dios [...], los hombres serán mejores y menos supersticiosos». Pero como aseguraban que el cristianismo
no añade nada a esa religión natural desde el punto de vista ético y se
oponían a la estructura clerical, el enfrentamiento con las iglesias era
inevitable.
¿Cuáles fueron las contribuciones principales de la ciencia de la
Ilustración? La matemática tuvo un fuerte desarrollo, dominado por
11. J. H. Brooke, op. cit.; Th. L. Hankins, op. cit.
165
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
el análisis —cálculo infinitesimal, teoría de funciones, derivadas e integrales—. En buena medida fue así por la necesidad de desarrollar
la dinámica de Newton y resolver problemas de mecánica; no de la
práctica —eso se consideraba cosa de artesanos—, sino de la llamada
racional, que simplifica al máximo los sistemas hasta reducirlos a muy
pocas variables. Pero en la Ilustración no podían faltar las aplicaciones y
así Leonhard Euler, el mejor analista del siglo, resolvió definitivamente
problemas relativos a vigas y columnas, diseño óptimo de cascos de
buques, lentes, turbinas o vibraciones.
Se discutió mucho sobre dos conceptos dinámicos, la vis viva o fuerza viva —antecedente de lo que hoy se llama energía— y la acción, de
los que Newton no había dicho nada. Leibniz creía que la primera se
conserva, es decir, permanece constante en el universo12. Como la materia tiene vis viva cero si está quieta y mayor que cero si se mueve, esta
conservación garantizaba que el movimiento continuase por siempre,
es decir, que el mundo no se parase. Por eso, Leibniz interpretaba la
constancia de la vis viva como una muestra del compromiso de Dios de
conservar su creación. La idea de acción fue introducida por el francés
Pierre Moreau de Maupertuis (1698-1759) —como la integral de la vis
viva en el tiempo— para formular lo que él creía ser la ley más profunda
de la naturaleza, a la que bautizó como principio de la mínima acción:
en cualquier proceso natural, el valor de la acción es el menor posible.
Se trata de una ley más básica y general que las de Newton, a la que
Maupertuis llegó intentando comprender el modo de operación de Dios
sobre el mundo, pues le parecía que su principio es el más perfecto13.
Es interesante anotar que estas dos ideas, que juegan un papel tan importante en la física actual, nacieron ligadas a razonamientos religiosos.
La astronomía teórica empezó a predecir con exactitud asombrosa
el movimiento de los planetas, gracias sobre todo a la Mécanique céleste,
ingente libro en cinco volúmenes del francés Pierre Simon de Laplace.
Esto sentó la base fundamental del pensamiento materialista durante el
siglo XIX, siendo considerado Laplace como el prototipo de científico
ateo. En cuanto a la astronomía de observación, destacan dos grandes
descubrimientos: el del planeta Urano y el del asteroide Ceres. El primero se debió a uno de los mayores astrónomos de la historia, el inglés
aunque nacido en Alemania William Herschel, que era creyente y practicante; el segundo al italiano Giuseppe Piazzi que era sacerdote teatino.
Para comprender cómo están de mezcladas las opiniones, cabe decir que
12. La vis viva es el doble de lo que ahora se llama energía cinética. Sabemos hoy que
lo que realmente se conserva es la energía total que incluye, además, la energía potencial.
13. P. M. de Maupertuis, El orden verosímil del cosmos, ed. de A. Lafuente y J. L.
Peset, Alianza, Madrid, 1985.
166
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Laplace, el materialista y supuesto ateo, basó su teoría del origen del
sistema solar —pieza esencial de su visión del mundo— en las ideas de
Herschel, creyente, sobre la evolución de las nebulosas.
En la física experimental de la época destacan los esfuerzos por
entender la electricidad, lo que no se conseguiría hasta el siglo XIX. En
esa línea sobresale el conocido político y primer gran científico americano, Benjamin Franklin (1706-1790), quien introdujo el término «carga
eléctrica» y, tras descubrir que las hay de dos tipos, las bautizó como
«positiva» y «negativa». También inventó el pararrayos y las gafas bifocales. Era deísta. Otra figura importante fue el italiano Alessandro
Volta (1745-1827), investigador sobre electrostática e inventor de la
pila eléctrica. Durante toda su vida fue un ferviente católico que escribió en 1815 una Confesión de fe en contra del cientificismo, en la que
defiende la perfecta compatibilidad de ciencia y religión.
La química tuvo en el siglo XVIII su revolución, un siglo después que
la física, no llegando su formulación como ciencia establecida hasta los
años 1770-1790, gracias sobre todo al francés Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794). Ello se consiguió a partir del estudio de los gases y la
combustión.
En biología dominó el modelo del animal-máquina, pero interpretado hasta 1750 como una manifestación de la creación divina, lo
que dio lugar, especialmente en Inglaterra, a la llamada teología natural
que pretendía conocer a Dios no por sus actos, sino por la extraordinaria complejidad de su obra. Se desarrolló a la estela de libros con títulos
tan significativos como Cosmología sacra o La sabiduría de Dios manifiesta en su creación, gracias en buena medida a la gran cantidad de científicos ingleses que eran también clérigos. En Inglaterra el movimiento
se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX, pero en Francia empezó a
declinar a mediados del XVIII, ante un doble empuje.
Por una parte, se constató que el modelo era demasiado complejo
para poderlo desarrollar de manera significativa, dando así impulso a la
fisiología experimental que buscaba describir cómo son los seres vivos
sin necesidad de comprender sus mecanismos básicos. Por otro lado,
ese modelo y toda la filosofía mecanicista empezaron a ser vistos como
la base del materialismo y del ateísmo, sobre todo por obra del fisiólogo francés Julien Offroy de la Mettrie, cuya obra L’homme machine
de 1748 causó gran impacto. En ella afirma que no hay diferencia esencial entre el pensamiento y las otras funciones vitales, como la digestión
o la respiración, que no hay libre albedrío —decía que el hombre es tan
libre para actuar de una cierta manera como una piedra para caer hacia
el suelo— ni tampoco ningún deber moral. A pesar de estar muy poco
o nada sustentado en el experimento, ese libro se transformó pronto
en la bandera de los sentimientos antirreligiosos. Otra línea muy impor167
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
tante en historia natural fue la que va de Linneo a Cuvier, pasando por
Buffon y Lamarck, como ya se vio en el capítulo 5.
La geología empezó también en este siglo, en medio de una polémica entre los neptunistas, para quienes el agua era el primer agente formador de la superficie terrestre, y los plutonistas, que creían que eran
más bien el fuego y los volcanes. Esta discusión era parte de la famosa
controversia sobre la edad de la Tierra. Según quienes interpretaban
literalmente los textos bíblicos, no podía ser mayor que unos cuatro
mil años, pero la evidencia de que la Tierra es mucho más vieja se iba
acumulando (hoy sabemos que tiene unos cuatro mil seiscientos millones de años). La figura principal de estos debates es el escocés James
Hutton (1726-1797) defensor de la extremada lentitud de los procesos
geológicos, en oposición a los catastrofistas para quienes, generalizando
el episodio del diluvio universal, la superficie del planeta se había formado en poco tiempo por obra de sucesos bruscos y violentos. Hutton
decía: «No encontramos ni vestigios de un principio, ni perspectivas
de un fin [de la Tierra]» y por eso fue considerado como enemigo de
la Biblia y, por extensión, del cristianismo. Realmente era un hombre
muy religioso, si bien fuera de cualquier ortodoxia. Por ejemplo, veía
en el ciclo de la erosión el método elegido por Dios para hacer revivir
el terreno y dar así alimento a la humanidad. En 1794 publicó una obra
filosófica, Una investigación de los principios del conocimiento, para
defenderse de la acusación de impiedad. En ella muestra inclinaciones
deístas y dice: «Dios es la mente supervisora (superintending), un Ser
con conocimiento perfecto y sabiduría absoluta».
Priestley y Euler
Consideraremos ahora la postura de dos grandes científicos de la Ilustración: el químico inglés Joseph Priestley (1733-1804) y el físico y
matemático suizo Leonhard Euler (1707-1783).
El inglés Joseph Priestley es una figura muy interesante y original14.
Pastor disidente de la Iglesia anglicana y uno de los fundadores de la
química, vivió con pasión los cambios de su época, identificándose con
las nuevas ideas sociales y defendiendo activamente la tolerancia y la
libertad de opinión. Escribió sobre casi todo: ciencia, lingüística, teología, historia, educación, metafísica, estética, política... Todavía se le cita
hoy como descubridor de principios lingüísticos. Entusiasta de la Revo14. Cf. R. E. Schofield, «J. Priestley», en Ch. C. Gillispie (ed.), Dictionary of Scientific Biography, Charles Scribner’s Sons, New York, 1970-1980, vol. 11, pp. 139-147. En
lo sucesivo citaremos esta colección simplemente como Gillispie.
168
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
lución francesa de 1789, fue nombrado ciudadano francés y miembro
de la Asamblea Nacional, pero en su propio país fue objeto de persecución política —grupos ultraconservadores atacaron y destruyeron su
casa y su laboratorio y por poco lo matan—. Por ello se vio obligado a
huir en 1794 a Estados Unidos, en cuya constitución había puesto muchas esperanzas —decía de ella que era «más favorable para la libertad
política y la felicidad privada que cualquiera otra en el mundo»—. Allí
fue reconocido como una gran personalidad y gozó de la protección del
presidente Thomas Jefferson.
Como científico es conocido especialmente por sus decisivos experimentos sobre gases, que le permitieron descubrir muchos nuevos como
el ácido clorhídrico, el amoniaco o el dióxido de azufre. Su mayor logro
fue el muy importante descubrimiento del oxígeno15; también fue el primero en probar que el agua es una sustancia compuesta, al sintetizarla
en su laboratorio, y en comprender la respiración de los vegetales.
Priestley intenta hallar una síntesis entre el materialismo emergente
y el cristianismo. Cree que, si parecen incompatibles, es porque el verdadero cristianismo se corrompió al admitir el dualismo materia-espíritu, por influencia de la filosofía griega y en contra de la tradición
bíblica. Estaba convencido de que ciencia y religión son esencialmente
concordantes y están del mismo lado en la lucha contra la superstición
y la opresión política.
En su libro Disquisiciones sobre la materia y el espíritu, de 1777, explica sus razones para construir una religión sin dualismo entre esos dos
términos. En su opinión, Dios actúa mediante cadenas causales generadas por poderes que no son ni materiales ni inmateriales, en el sentido
usual de estas palabras. Cree posible atribuir esos poderes a la materia, pero a condición de cambiar la idea de materia, no considerándola
como una estructura inerte formada sólo por átomos sino como algo
dotado de poderes activos que se habían interpretado siempre como
debidos a un espíritu inmaterial (cabe recordar que Newton había dedicado muchas horas a pensar sobre el origen de la gravitación; si es o no
algo innato en la materia, es decir, un poder de ella). Por eso a Priestley
no le importaba que le llamaran materialista o inmaterialista, ya que
esas etiquetas habían perdido para él su sentido tradicional.
En parte, llegó a esta idea por la ya vieja dificultad de entender
cómo pueden interactuar la materia y el espíritu si son entidades absolutamente distintas —recordemos que Descartes había supuesto que lo
hacían a través de la glandula pineal, situada en el cerebro—. Una de las
consecuencias es su rechazo de la doctrina del alma inmortal. Priestley
15. Aunque Priestley lo llamó «aire desflogisticado»; la palabra «oxígeno» fue acuñada por Lavoisier.
169
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
creía que el alma muere con el cuerpo, pero que Dios causa su resurrección por su gracia. Precisamente la doctrina de la resurrección era,
para él, el punto central del cristianismo. Coincidía con los llamados
igualitarios en creer que Dios intenta conseguir la salvación para toda
la humanidad, no sólo para unos pocos como sostenían el calvinismo y
la Iglesia anglicana.
Priestley representa un esfuerzo por integrar los nuevos valores con
la teología cristiana. Decía que el progreso científico es «el medio para,
de acuerdo con Dios, extirpar el error y los prejuicios y terminar con
toda autoridad usurpada o injustificada». Influyó grandemente en el
movimiento unitario, que negaba la Trinidad y floreció en Inglaterra en
los nuevos ambientes industriales. Una característica de la ciencia del
Enlightenment inglés fue su extensión a través de sociedades culturales,
que tuvieron una enorme relevancia social y en las que los unitarios
jugaron un papel importante. Quizá la más famosa de entre ellas haya
sido la Sociedad Filosófica y Literaria de Birmingham, conocida como
la Sociedad Lunar porque se reunía los días de luna llena para facilitar
la vuelta a casa de los contertulios y de la que formaron parte científicos
muy destacados como James Watt (1736-1819), el perfeccionador de
la máquina de vapor, o Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin.
El suizo Leonhard Euler (1707-1783)16 es uno de los más grandes
matemáticos de todos los tiempos, además del mejor físico teórico del
siglo XVIII, como Newton lo había sido del siglo anterior y Maxwell
y Einstein lo serán de los dos siguientes. Trabajó en las Academias de
Ciencias de San Petersburgo y de Berlín, de las que fue director. Gracias a él, los Principia de Newton cobran su verdadero valor, al desarrollarlos sobre bases matemáticas analíticas, mucho más operativas
que las geométricas usadas por el mismo Newton. Por ejemplo, fue el
primero que escribió la famosa ecuación «la fuerza es igual al producto
de la masa por la aceleración» (Newton usaba otro lenguaje) y quien
dio a la dinámica su forma actual. Por eso, y aunque sólo sea de modo
indirecto, todos los científicos e ingenieros posteriores la han estudiado a través de sus obras, sorprendentemente modernas para un lector
de hoy a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos. Escribió en
latín, francés, alemán y ruso, en tal cantidad que sus obras completas
han necesitado hasta ahora más de 80 volúmenes (además tuvo dos
esposas y trece hijos). A su muerte dejó tantos trabajos inéditos que la
Academia de Ciencias de San Petersburgo tardó más de cuarenta años
en publicarlos.
16. Ch. Truesdell, Ensayos de historia de la mecánica, Tecnos, Madrid, 1975; M.
Lorente, «La mecánica de Euler»: Revista Española de Física 1/1 (1987), y 2/1 (1988);
A. P. Youschkevitch, «L. Euler», en Gillispie, vol. 4, pp. 467-484.
170
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Dije más arriba que Euler dio a la dinámica newtoniana su forma
actual. También que el newtonianismo se consideró durante la Ilustración —y más tarde durante el siglo XIX— como el modelo de ciencia
ideal. Y, como el determinismo de la dinámica fue uno de los apoyos del
pensamiento mecanicista ateo (véase más arriba el capítulo 4), resulta
interesante saber que Euler fue un creyente muy devoto durante toda su
vida. Sus opiniones están recogidas en algunas de las cartas que envió a
la princesa de Anhalt-Dessau, sobrina del rey de Prusia17. El pensamiento de Euler, que abandonó de joven el seminario para dedicarse a la
ciencia, es bastante tradicional respecto a la religión, en el polo opuesto
al de Priestley. Por ejemplo, dedica varias cartas a la diferencia entre materia y espíritu (n.os 80, 92, 93, 94) diciendo: «Pensar, juzgar, razonar,
sentir, reflexionar y querer son cualidades incompatibles con la naturaleza de los cuerpos [...]. Son las almas y los espíritus [quienes las tienen]
y quien posee esas cualidades en el grado más alto es Dios» (n.º 80).
Le preocupa el origen del mal y examina la clásica objeción a la
existencia de Dios que David Hume había desarrollado: ¿cómo armonizar las tres afirmaciones: Dios es bueno, Dios es creador, el mundo
está lleno de mal? —según el argumento sólo pueden ser ciertas dos de
ellas—. Para Euler, como para san Agustín, la solución está en la libertad humana y de ello habla en muchas de sus cartas: Dios quiso hacer
libre al hombre y por eso es la libertad un atributo tan esencial, aunque
dé la posibilidad de hacer el mal. Pero ¿no habría hecho mejor Dios no
creando hombres con libertad para cometer crímenes? Euler dice que
eso sobrepasa nuestra inteligencia: hay que confiar en la providencia
divina. En la carta 89 se ocupa de la pregunta «¿es este mundo el mejor
posible?», hecha y contestada afirmativamente por Leibniz18 y ridiculizada por Voltaire en su Cándido. Euler reconoce que este mundo no
responde perfectamente al plan que Dios se había propuesto. Vuelve
sobre esta cuestión en varias de sus cartas y siempre recurre a la libertad
humana, que considera una parte esencial del ser hombre. Además, la
aparente injusticia se desvanece, si consideramos que hay otra vida.
Es natural que una persona tan devota como lo era Euler se ocupe
de la oración. Y así dedica la carta 90 a las objeciones que se presentaban
contra ella. La considerada más importante era que si Dios había ya
17. L. Euler, Lettres de M. Euler à une Princesse d’Allemagne, 3 vols., Royez, Paris,
1787; la traducción española: Cartas a una princesa alemana sobre diversos temas de
física y filosofía, ed. de C. Mínguez, Universidad de Zaragoza, 1990.
18. Leibniz no pretendía que este mundo sea bueno ni justo. Simplemente creía que
Dios debe sujetarse a ciertas reglas de la lógica y las matemáticas que podemos comprender y a otras que superan nuestra capacidad. Entre todos los mundos que no tienen
ningún tipo de contradicción, cree Leibniz que Dios ha elegido el menos malo de todos,
es decir, el mejor.
171
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
decidido un cierto curso para el mundo, ¿cómo un ser tan perfecto
puede cambiar de opinión ante la súplica de un hombre, que no puede
contener nada nuevo para él? Si cambia de opinión, no es perfecto y,
si no cambia, la oración petitoria no tiene sentido. Para Euler no hay
aquí ningún problema, porque cree que, al decidir cómo evolucionará
el mundo, ya conoce las plegarias futuras, porque las ha oído desde la
eternidad. Por tanto escucha las oraciones e interviene en el mundo sin
hacer milagros ni modificar su curso.
El siglo XIX. Los descubridores de la electricidad: Oersted, Ampère,
Faraday y Maxwell
El electromagnetismo es una de las cuatro fuerzas fundamentales de la
naturaleza. A él se deben la práctica totalidad de las propiedades de las
cosas, como su color, dureza o densidad, así como la estructura de los
átomos y las moléculas, desde las pequeñas como la del agua hasta las
más grandes como la del ADN, transmisora de la herencia biológica.
Desde el punto de vista práctico, tiene tantas aplicaciones que ha transformado completamente nuestro modo de vivir, inimaginable sin su
presencia ubicua en nuestras casas, lugares de trabajo o ciudades.
El descubrimiento de las leyes de la electricidad fue, sin ninguna
duda, una de las hazañas intelectuales más notables de la historia de la
humanidad. Por eso dice el gran físico norteamericano Richard Feynman
que cuando en el futuro —pongamos en el siglo XXX—, se recuerde el
siglo XIX, será visto sobre todo como la época del descubrimiento de las
leyes de la electricidad. Esto puede sorprender a muchos pues ese siglo
suele verse principalmente como un tiempo de grandes movimientos
sociales, pero es muy probable que Feynman tenga razón porque, pase
lo que pase con las sociedades humanas, las leyes del electromagnetismo
permanecerán como la base de muchas propiedades de la materia.
Esta aventura del pensamiento fue obra de cuatro grandes físicos, el
danés Hans Christian Oersted, el francés André Marie Ampère, el inglés
Michael Faraday y el escocés James Clerk Maxwell, quienes se cuentan
entre los que podríamos llamar, con estilo algo pasado de moda, grandes benefactores de la humanidad.
Hasta la entrada del siglo XIX, la electricidad y el magnetismo parecían fenómenos diferentes; hoy sabemos que son aspectos distintos de
la misma cosa. Fue Oersted (1777-1851) el primero en encontrar relaciones entre ellos, por un prejuicio filosófico basado en la doctrina
de Kant de las Grundkräfte (fuerzas fundamentales) que le sugirió la
posibilidad de convertir unas fuerzas en otras. Tras intentar sin éxito
varios experimentos para poner de manifiesto la influencia mutua de
172
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
electricidad y magnetismo, estaba explicando sus ideas en una lección
pública en 1820, cuando inesperadamente una aguja imanada se movió
al hacer pasar una corriente eléctrica por un hilo metálico que estaba
a pocos centímetros de ella. Esto es importante porque indica que un
fenómeno magnético puede ser inducido por uno eléctrico y hace de
Oersted el primer y único científico que haya descubierto en público
una ley importante de la naturaleza.
En la cosmovisión de Oersted19 la idea de Dios juega un papel muy
importante. Para él, la ciencia no es simplemente descubrimiento de
la naturaleza; por el contrario, la razón humana impone pautas sobre
las observaciones y esas pautas son precisamente las leyes naturales.
Pero no son arbitrarias —por eso es posible la ciencia—, porque Dios
creó tanto al hombre como a la naturaleza a su imagen, y así hombre
y naturaleza se corresponden con y participan de la Razón divina. Por
eso la inteligencia humana puede, sin ayuda, construir las leyes de la
naturaleza gracias a su congruencia con la Mente divina. A su muerte,
dejó una obra inacabada, El alma en la naturaleza, en la que discute la
relación entre belleza y ciencia; en ambas veía la mano de Dios. Dice
que la belleza en el arte y en la música es la Razón divina manifiesta en
las armonías de la luz y el sonido, y que «el Espíritu y la Naturaleza son
uno, vistos bajo dos aspectos diferentes. No debe, pues, sorprendernos
su armonía».
André-Marie Ampère (1775-1836) fue físico y matemático y descubrió la ley que lleva su nombre sobre los efectos magnéticos de las
corrientes eléctricas, que cuantifica y precisa la encontrada por Oersted.
Precursor de la teoría electrónica de la materia, fue uno de los creadores del vocabulario de la electricidad, al introducir palabras tales como
«corriente eléctrica» o «tensión». Inventó el telégrafo eléctrico y el electroimán, junto con Aragó, además del galvanómetro. Por la importancia
de sus trabajos se llama amperio a la unidad internacional de intensidad
de corriente eléctrica20.
Su personalidad, compleja y apasionada, es muy interesante porque vivió, con gran fuerza y a la vez, los ideales de la Ilustración y una
profunda fe religiosa. Su padre era un comerciante muy influido por las
teorías educativas de Rousseau, que aplicó a la formación de su hijo haciéndole leer mucho y dándole libertad para autoeducarse. La lectura de
la Enciclopedia cuando era un muchacho le causó tanta impresión que
al final de su vida podía recitar de memoria gran parte de sus artículos.
19. L. P. Williams, «H. C. Oersted», en Gillispie, vol. 10, p. 182.
20. Íd., «A. M. Ampère», en Gillispie, vol. 1, p. 139; L. de Broglie, «Ampère, un genio atormentado», en Continuidad y discontinuidad en la física moderna, Espasa-Calpe,
Madrid, 1957.
173
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Su educación fue también muy religiosa por la influencia de su madre,
que era una católica muy devota. Durante toda su vida se mantuvo fiel
a esa doble herencia, la Enciclopedia y el catolicismo, lo que puede sorprender, porque el estereotipo al uso pretende que son compromisos
vitales incompatibles. Aunque no llevaron en su interior una convivencia pacífica, no renunció a ninguna de ellas —a menudo le asaltaban
dudas sembradas por los enciclopedistas, pero continuamente renovaba
su fe—. De ese conflicto vino su preocupación por la filosofía, que tanto
conformó su trabajo científico. Se dedicó también con su apasionamiento habitual a la poesía y la música.
Su vida personal se vio marcada por una serie de desgracias y fracasos, desde que los jacobinos guillotinaron a su padre en 1793, cuando él
tenía veintidós años, porque se opuso a ellos como juez de paz elegido
por sus conciudadanos a pesar de su entusiasmo por la revolución. Enviudó y se divorció más tarde y sus hijos fracasaron en su vida profesional. Pero cada una de esas desgracias le reforzaba en su fe, aumentando
su convencimiento en la existencia de algo absoluto. Su hijo decía de él
que buscaba la verdad, sin contentarse con probabilidades —que conocía bien por haberse dedicado a su estudio matemático.
Muy influido por Kant, elaboró una filosofía realista que le permitía
creer a la vez en Dios y en la existencia real de un mundo objetivo. El físico francés Louis de Broglie, uno de los padres fundadores de la teoría
cuántica, le admiraba mucho, y le dedicó una biografía en la que cuenta
cómo en su lecho de muerte alguien propuso leerle algunos pasajes del
Kempis21, a lo que él contestó: «No lo necesito, los sé perfectamente de
memoria». De Broglie resume su actitud diciendo: «No quiso sustituir
la religión por la ciencia porque no trató nunca de disimular el misterio
que hay en el fondo de las cosas».
Michael Faraday (1791-1867) es considerado como el mejor físico
experimental de la historia, por encima incluso de Galileo, Newton, Cavendish o Rutherford. Durante muchos años trabajó afanosamente en su
laboratorio, recogiendo día a día sus experimentos sobre electricidad,
óptica, química y metalurgia en una impresionante serie de Experimental Researches. Sus descubrimientos más importantes son las leyes de la
inducción electromagnética, de la corriente eléctrica y de la electroquímica, que usamos constantemente en nuestra vida diaria cada vez que
encendemos una luz, por ejemplo. También inventó la idea de campo
de fuerzas, una de las más importantes y fecundas de la física teórica22.
21. Se trata de la Imitación de Cristo de T. Kempis, libro de meditación muy conocido hasta no hace mucho.
22. Sobre Faraday se puede ver L. P. Williams, Michael Faraday: A biography, Simon
and Schuster, New York, 1971; también el artículo del mismo autor en Gillispie, vol. 4,
174
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Fue uno de los científicos más influyentes en las transformaciones
que llevaron la ciencia del siglo XVIII a la del XIX. En la época de su nacimiento, dominaba la idea de que la luz está compuesta por partículas;
a lo largo de su vida se empezó a pensar que es una vibración del éter,
extraña sustancia sutil que impregnaba supuestamente todas las cosas;
pero sus trabajos sentaron la base de una revolución conceptual: la teoría electromagnética de la luz, ajena a la idea de éter. El magnetismo
era considerado como una propiedad singular de algunos metales: él
demostró que es un fenómeno universal. La electricidad era una sustancia material: él la transformó en una perturbación del espacio vacío,
una acción cuyo comportamiento condensaría luego Maxwell en ecuaciones matemáticas. Si hubiese que señalar a un científico como el más
influyente en el desarrollo de la tecnología que caracteriza a nuestras
sociedades actuales, Faraday sería el mejor candidato. Para defender
su elección bastaría con un dato: la producción de electricidad y los
motores eléctricos están basados en sus descubrimientos, por lo que
todos los días aplicamos sin darnos cuenta algunos de los resultados de
su inmenso trabajo.
Faraday pertenecía, lo mismo que su padre, su abuelo y su mujer,
a la Iglesia sandemaniana, rama del cristianismo tan confiada en la revelación directa de Dios a través de la Escritura que no tenía jerarquía
clerical —estaba basada en reuniones semanales de sus comunidades y
en una visión serena de la relación con Dios, libre de la obsesión por la
culpa—. No era un culto para tibios, sino una religión absorbente cuyos
miembros llevaban una vida interior muy intensa. No hay ninguna duda
de que la religión era una parte muy importante de la vida de Faraday y
eso plantea la pregunta por la relación con su ciencia. Sin duda no había
ninguna desde el punto de vista metodológico o de la práctica diaria,
pero se influencian mutuamente como vivencias profundas. Aunque en
una carta a la condesa de Lovelace dice: «no hay filosofía natural [es decir, ciencia] en mi religión», no cabe duda de que consideraba la ciencia
como descubrimiento de las leyes que Dios impuso a la materia.
Las sandemanianos estudiaban con detalle la Biblia, su inspiración
diaria. Faraday, que llegó a elder o presbítero en 1840, la conocía perfectamente como muestran los sermones que pronunciaba ante su congregación. Robert Sandeman, de quien toma nombre la secta, había infundido en ella un profundo convencimiento del origen divino de las
leyes de la materia, escribiendo incluso un libro titulado La ley de la
naturaleza definida por la Escritura (1760), en la que cita con frecuencia
p. 527; D. Gooding y F. James (eds.), Faraday rediscovered, Macmillan, London, 1985;
M. García Doncel, «En el bicentenario de Faraday»: Revista Española de Física 5/4 (1991),
p. 44; J. A. Díaz-Hellín, El gran cambio en la física: Faraday, Nivola, Tres Cantos, 2001.
175
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
el siguiente pasaje del capítulo 1, versículo 20 de la epístola de san Pablo
a los Romanos:
Desde la creación del mundo, lo invisible del mundo, su eterno poder y
divinidad, se pueden descubrir a través de las cosas creadas.
A Faraday le gustaba mucho este texto, que solía usar en sus charlas
dominicales y discursos. Así lo hizo en mayo de 1854, por ejemplo, al
dirigirse al Príncipe Consorte ante la Royal Institution, para argumentar
que no hay ninguna contradicción entre la fe y la razón, pues el mundo
físico manifiesta el origen divino:
[...] creo que las cosas invisibles de él se perciben claramente por la
creación del mundo, incluso su poder eterno y su divinidad; no he visto
nunca nada incompatible entre las cosas que el hombre puede conocer
por su espíritu interior, que está dentro de él, y las cosas más altas que se
refieren a su futuro, que no puede conocer por ese espíritu23.
La visión del mundo de Faraday está basada en la metáfora de los
dos libros —la revelación y la naturaleza—, y así dice por ejemplo:
«El libro de la naturaleza, que debemos leer, está escrito por el dedo
de Dios»24. Esta idea le agradaba mucho, como científico y presbítero
sandemaniano, pues podía igualar así ciencia y religión con la lectura
de dos libros.
Sentía profundamente la armonía y el orden de las leyes de la naturaleza, que consideraba de origen divino. Los sandemanianos estudiaban el papel de la ley moral en la Biblia donde la palabra «ley» aparece
más de trescientas veces, y el propio Faraday hablaba a menudo de ello
en sus sermones. La analogía con las leyes de la física era muy significativa para él —no olvidemos que descubrió varias importantes—. Así
dice: «A Dios le plugo obrar en su creación material mediante leyes» y
«El Creador gobierna su obra material por leyes definidas que resultan
de las fuerzas impresas en la materia»25.
La religión ayudó a Faraday a conseguir su sorprendente equilibrio
y calma intelectual, tan admirados por todos. Su amigo y colega, el agnóstico John Tyndall lo explicaba así:
La contemplación de la naturaleza, y de su relación con ella, producía
exaltación espiritual en Faraday [...]. Sus sentimientos religiosos y su filosofía no se pueden separar; hay un influjo mutuo diario [...]. La fuerza
23. M. Faraday, Experimental Researches in Chemistry and Physics, Taylor and Francis, London, 1859, pp. 464-465.
24. Ibid., p. 471.
25. Ibid., pp. 105, 107.
176
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
y persistencia que muestra durante la semana se deben a sus reuniones
del domingo. Bebe entonces de una fuente que refresca su alma durante
siete días26.
La obra de Faraday se completa con la de James Clerk Maxwell
(1831-1879), sin duda uno de los gigantes del pensamiento científico, de
importancia comparable a Newton, Einstein o Darwin. Fue creador del
electromagnetismo, unificando definitivamente los dos términos gracias
a las ecuaciones que con razón llevan su nombre, regidoras del comportamiento de la electricidad, el magnetismo y la materia en interacción.
Analizándolas descubrió uno de los secretos mejor guardados por la naturaleza: la constitución electromagnética de la luz. Maxwell comprendió que las perturbaciones del estado electromagnético del espacio se
propagan vibrando —como el sonido en el aire o las olas en el mar— y al
calcular su velocidad obtuvo los famosos trescientos mil kilómetros por
segundo. Que la luz sea una onda electromagnética es una de las ideas
principales de la ciencia; el mismo fenómeno se manifiesta, además, en
otras ondas como las de radio o de radar y también los rayos X, ultravioletas e infrarrojos, por lo que las comunicaciones y buena parte de la
tecnología de hoy están basadas en sus ideas. Por eso el libro seminal de
Maxwell Un tratado de electricidad y magnetismo tiene una importancia histórica comparable a Las revoluciones de las esferas celestes de Copérnico, los Principia de Newton o El origen de las especies de Darwin27.
Maxwell fue también uno de los padres fundadores de otro de los
grandes desarrollos científicos del siglo XIX, la mecánica estadística, de
la que se hablará más adelante. Tiene mucha importancia para nuestros
propósitos porque fue uno de los pasos decisivos para destruir la idea
del determinismo radical de Laplace. Conviene añadir que, además de
ser el mejor físico teórico del siglo XIX, fue un gran experimentador que
tuvo entre sus éxitos el conseguir la primera fotografía en color, lo que
muestra que no vivía en una torre de marfil.
Maxwell pasó su infancia en Edimburgo, donde fue educado religiosamente, asistiendo a las iglesias anglicana con una tía y presbiteriana con
26. J. Tyndall, «Tyndall’s Journals», The Royal Institution, Ms. V163; cf. L. P. Williams, Michael Faraday, cit., p. 527; J. Tyndall, Faraday as a discoverer, Longmans, London, 1879.
27. Sobre Maxwell hay una biografía clásica, L. Campbell y W. Garnett, The life
of James Clerk Maxwell, Mcmillan, London, 1882, pero es difícil de encontrar, y otras
recientes: C. W. F. Everitt, James Clerk Maxwell, Scribner’s Sons, New York, 1965; M.
Goldman, The demon in the aether, Paul Harris, Edinburgh, 1983; B. Mahon, The man
who changed everything: the life of James Clerk Maxwell, John Wiley & Sons, Chichester,
2003. Cf. también el artículo conmemorativo de su centenario de Cyril Domb, «James
Clerk Maxwell: 100 years later»: Nature 282 (1979), p. 235, y P. Theerman, «James Clerk
Maxwell and religion»: American Journal of Physics 54 (1986), p. 312.
177
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
su padre, en un estilo más bien formalista en los dos casos. Cuando llegó
a la Universidad de Cambridge a los diecinueve años, su concepción religiosa era bastante convencional y tibia según atestiguan algunas de sus
cartas entre las muchas que escribió a lo largo de su vida. En la universidad se sintió impelido a justificar racionalmente su religión, llegando
a afirmar en una carta a quien sería más tarde su biógrafo L. Campbell:
«El cristianismo es la única capaz de resistir un análisis racional». A pesar
de ello, le preocupaba enormemente el problema del origen del mal. En
esos momentos entró en contacto con círculos evangélicos que vivían su
religión con profundas emociones y sentimientos, mucho más allá de los
formalismos de la liturgia. Más o menos a los veintidós años y bajo ese
nuevo impulso, Maxwell decidió trascender el análisis racional y acercarse a la poesía para expresar su vivencia, escribiendo poemas y un himno que convoca a la comunión religiosa. Siguió esta práctica a lo largo de
su vida, no sólo con poesías sobre temas «serios», sino con coplillas satíricas o humorísticas sobre acontecimientos científicos, de las que enviaba
muchas a sus amigos los también físicos Lord Kelvin y Peter G. Tait.
Poco después, en abril de 1853, sufrió una crisis religiosa, al preparar los tripos, unos durísimos y famosos exámenes de matemáticas.
Mientras visitaba a un amigo, G. Tayler, sobrino de un pastor evangélico, el agotamiento le hizo caer seriamente enfermo, tanto como para
permanecer en casa del pastor durante varias semanas. El ambiente
emotivo y su sensibilidad agudizada por la enfermedad provocaron en
él una profunda conversión religiosa que, según decía más tarde, le dió
una nueva percepción del amor de Dios.
Desde ese momento, la religión fue un hecho permanente e identificador en su vida, manteniéndose siempre como un evangélico ferviente.
Su mujer, Katherine Dewar, era también muy devota y en las numerosas
cartas cruzadas entre ellos hay siempre citas de versículos de la Biblia
para contemplación en común. Una característica importante de su conversión es que Maxwell se convenció de que la religión no debe basarse
en consideraciones racionales, siguiendo con ello una tendencia muy
marcada entonces en Gran Bretaña contra el uso de argumentos sobre
el diseño del mundo para justificar la fe cristiana.
Otro hecho importante fue su ingreso en la Sociedad de Conversación
de Cambridge, club de debate conocido por todos como «los Apóstoles»
por constar exactamente de doce miembros sólo renovados al término
de sus estudios pero que mantenían luego contacto con los más jóvenes.
Se trataba de un grupo con mucho prestigio que existió durante más de
un siglo y entre cuyos miembros hubo personalidades muy conocidas,
por ejemplo Alfred Tennyson y Bertrand Russell, en distintas épocas.
Como una de sus normas, un «Apóstol» tenía siempre el derecho de
cuestionar cualquier noción o creencia por muy sólidamente establecida
178
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
que pareciese. Sus temas eran las nuevas concepciones sociales, religiosas, científicas y políticas.
Cuando Maxwell entró en el club se hablaba mucho de las ideas
del teólogo y reformador religioso Frederick Denison Maurice, antiguo
«Apóstol» de los años veinte del siglo XIX y fundador de un movimiento
socialista cristiano como respuesta a las agitaciones sociales producidas
entonces por toda Europa. La reacción de Maxwell fue al principio negativa pero, tras seguir muy de cerca un juicio por herejía que Maurice
sufrió en 1853, aceptó participar en el Colegio Universitario para Trabajadores fundado por Maurice para elevar la educación del mundo
obrero, dedicando a ello un esfuerzo notable en los años 1855 y 1856,
especialmente dando clases de matemáticas.
Hay que destacar dos puntos en la deuda intelectual que Maxwell
contrajo con Maurice. El primero es una postura antipositivista con
la separación de la ciencia de otros ámbitos de la experiencia humana
como la religión, la estética y la moral. Por ello, insistió siempre en que
la visión del mundo depende de distintas perspectivas o puntos de vista
sin tener la ciencia ningún derecho exclusivo sobre las demás. Entender
el mundo desde la física es perfectamente posible, adecuado y suficiente
dentro de un cierto ámbito, pero también se pueden considerar las cosas
desde una perspectiva moral, religiosa o estética.
Otro aspecto de la teología de Maurice que influyó mucho en Maxwell fue su énfasis en la necesidad de una reinterpretación continua de
la doctrina huyendo de dogmatismos, pues es necesario establecer el
reino de Dios aquí en la tierra y cuál sea la mejor manera de hacerlo
depende de la época en que se vive.
Aunque para Maxwell los resultados de la ciencia no pueden servir
para probar la existencia de Dios, sí creía que ofrecen la posibilidad de
perfeccionar las interpretaciones de las verdades religiosas aunque huyendo siempre de la exclusividad. Un ejemplo de ello es su presentación
de la voz «Átomo» en la novena edición de la Enciclopedia Británica.
Según los datos de su tiempo, todos los átomos de un mismo elemento
son exactamente iguales, con la misma masa, tamaño o frecuencias de
vibración. Maxwell describe con detalle toda la evidencia experimental a favor de este hecho, interpretado por él como una fuerte indicación de que los átomos son objetos creados. En aquel momento se
vivían y se discutían apasionadamente las consecuencias de la teoría
de Darwin, que Maxwell aceptaba y resumía en la afirmación «Todos
los objetos naturales están sometidos a cambios continuos que conducen a la diversidad». Sin embargo, los átomos son iguales, tanto aquí
como en las estrellas, ahora y en los estratos geológicos formados hace
cientos de millones de años. Para Maxwell esta inmutabilidad es una
indicación de que no son objetos naturales, sino creados.
179
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Esta opinión levantó polémica. Se le acusó de volver a hacer uso
del argumento del diseño, fuertemente criticado en ese momento, y de
basarse en unos datos sobre los átomos que podrían ser revisados en el
futuro. Maxwell trató de esas objeciones en 1876 en una carta de contestación a una consulta de C. J. Ellicott, obispo de Gloucester, afirmando que la ciencia no debe ser nunca una guía para las verdades religiosas, más que para interpretarlas según los conocimientos del momento:
El ritmo de cambio de las hipótesis científicas es mucho más rápido que
el de las interpretaciones bíblicas; por eso, si una interpretación se funda
en una de esas hipótesis, ello puede contribuir a mantenerla viva hasta
mucho después de que ya hubiese debido ser enterrada y olvidada.
A Maxwell le parecía peligroso extraer conclusiones religiosas de
la ciencia.
Hay un punto en que Maxwell encontró inspiración en su idea
del hombre, basada en su fe religiosa, para comprender el serio malentendido en que se basaba el mecanicismo determinista que reinaba
por entonces en el mundo del pensamiento. En los años setenta del siglo
XIX, varios de los antiguos «Apóstoles» reanudaron su costumbre de
reunirse para discutir sobre cuestiones especulativas. Bajo el influjo de
uno de ellos, el obispo Lightfoot de Durham, trataron de algunas cuestiones relacionadas con la religión, conservándose un ensayo de Maxwell sobre el libre albedrío, presentado en uno de los debates. Su título
es tan significativo como largo: ¿Tiende el progreso de la física a apoyar
la necesidad (o determinismo) sobre la contingencia de los sucesos y la
libertad de la voluntad? Se trata de un ensayo visionario que se enfrenta
a la interpretación reinante de la física, adelantándose en más de diez
años al gran matemático francés Henri Poincaré (1854-1912) quien, a
final de siglo, comprendió lo erróneo de la interpretación determinista
de la dinámica (como se vio en el capítulo 4).
Maxwell atribuye la compatibilidad del determinismo de la mecánica
newtoniana con la libertad humana a la existencia de movimientos inestables, en los que cambios infinitamente pequeños, y por ello indetectables, producen efectos importantes: «En esos casos, influencias cuya
magnitud física es demasiado pequeña para ser detectada por un ser
finito, pueden producir resultados de la mayor importancia». Maxwell
supone que eso puede ocurrir precisamente en nuestro cerebro. Tenía
razón al decir que la mecánica de Newton no es estrictamente determinista, como sabemos hoy tras la revolución del movimiento caótico. Él
pensaba que eso hace posible la libertad humana. De hecho, la quiebra
del determinismo fue aún más radical, debido al probabilismo esencial
de la materia a nivel atómico y molecular descubierto en el siglo XX,
180
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
quiebra usada para justificar la libertad humana por científicos como los
premios Nobel Nevill Mott y John Eccles, en la misma línea de Maxwell, según veremos más adelante.
Para terminar, cabe decir que Maxwell se sentía muy impresionado
por el orden implicado en las leyes de la naturaleza, varias de las cuales
había descubierto él mismo, siendo siempre su admiración un estímulo
para su trabajo. Así decía:
Cada ser humano debe esforzarse en apreciar la extensión, el orden y la
unidad del universo y debería considerar esas ideas mientras lee pasajes
como el primer capítulo de la epístola de san Pablo a los Colosenses.
Dice ese fragmento de Pablo: «En él fueron creadas todas las cosas
del cielo y la tierra [...], todo fue creado por él y para él. Él es antes que
todo y todo subsiste en él», y citaba a menudo el versículo del Libro de
la Sabiduría: «Todo lo hiciste con medida, número y peso»28. Para Maxwell, las leyes de la naturaleza eran siempre motivo de contemplación
religiosa29. Por eso hizo colocar una vidriera en la iglesia de Corsock,
cerca de la casa familiar de los Maxwell y construida en 1839 bajo el
impulso de su padre, representando a la estrella de Belén con la inscripción: «Todo don bueno y toda dádiva perfecta», tomada del primer capítulo de la epístola de Santiago que continúa: «viene de arriba, del Padre
de las luces, en el que no se da mudanza ni sombra de alteración».
Habida cuenta de las grandes diferencias que encontramos entre las
posturas personales de los grandes científicos, esta concordancia esencial acerca de Dios de los cuatro descubridores del electromagnetismo
—Oersted, Ampère, Faraday, Maxwell— resulta sorprendente, impresión mantenida al considerar el caso de los que seguramente son los
cinco siguientes en ese campo.
De Alessandro Volta ya dijimos que era un católico muy convencido
y ortodoxo, de Franklin que era deísta y afirmaba que la ciencia debe
hacer humilde al hombre —no orgulloso—. El francés Charles Augustin
Coulomb (1736-1806) descubrió en 1785 la ley que lleva su nombre,
según la cual entre dos partículas cargadas eléctricamente se establece
una fuerza directamente proporcional al producto de sus cargas e inversamente al cuadrado de su distancia —análoga a la ley de Newton
de la gravitación universal—. Por ello se llama culombio a la unidad de
carga eléctrica en el Sistema Internacional. Aunque no se sabe mucho de
sus opiniones religiosas, probablemente muy convencionales, es cierto
que permaneció como miembro en la Iglesia católica. William Thomson
28. Sabiduría 11, 20
29. P. Theerman, loc. cit.
181
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
(1824-1907), más conocido como Lord Kelvin, fue un físico escocés,
muy amigo de Maxwell, que dedicó grandes esfuerzos a entender el
electromagnetismo, jugando un enorme papel desde el punto de vista
práctico, por ejemplo para conseguir que funcionase el primer cable
telefónico submarino entre Europa y América. Descubrió que la escala
de la temperatura tiene un cero absoluto y, por ello, se llama kelvin
a la unidad de temperatura en el Sistema Internacional. Se declaraba
creyente en un Dios creador del mundo y hacía frecuente uso de argumentos teleológicos, por ejemplo al interpretar el segundo principio
de la termodinámica. Creía en el diseño del mundo, aunque no en la
intervención constante de la divinidad salvo en casos especiales como el
origen de la vida. Practicaba el cristianismo aunque concedía también
valor a otras religiones30. Heinrich Hertz (1857-1894), alemán, fue la
primera persona que envió una onda de radio, al producir en 1887 una
de las ondas electromagnéticas que Maxwell había descubierto teóricamente y enviarla desde su laboratorio hasta la habitación de al lado. Era
un miembro practicante de la Iglesia luterana31.
La evolución: Darwin y sus amigos
Los desarrollos más importantes en la historia natural del siglo XIX fueron la teoría de la evolución de Charles Darwin (1809-1882) y Alfred
Russell Wallace (1823-1913), y el desarrollo de la geología gracias al
también inglés Charles Lyell (1797-1875). Los dos primeros, especialmente Darwin, son considerados con frecuencia como bases del pensamiento materialista ateo necesariamente enfrentado con la religión.
Examinemos sus casos.
Al revés de lo que ocurría en Francia, por ejemplo, la vida intelectual inglesa estaba, durante la infancia y juventud de Charles Darwin,
muy marcada por la teología natural, estilo de pensamiento que buscaba
a Dios a través del estudio de la complejidad y armonía de su obra. En
buena parte, su gran auge se debía a que muchos naturalistas eran a
la vez clérigos. Esto explica el menor énfasis dado en la Inglaterra de
entonces a la revelación, y así, muchos científicos y filósofos, creyentes
pero poco inclinados hacia la Iglesia anglicana, no se sentían incómodos
dentro de ella. Quizá por eso el padre de Charles Darwin, a pesar de ser
hijo del inconformista y poco ortodoxo Erasmus Darwin, encontró na30. J. D. Burchfield, Lord Kelvin and the age of the earth, MacMillan, London, 1975.
31. H. Hertz, Las ondas electromagnéticas, 2 vols., ed. de M. G. Doncel y X. Roqué,
Universitat Autònoma de Barcelona, 1990; R. McCormmach, «H. R. Hertz», en Gillispie,
vol. 6, p. 340.
182
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
tural sugerirle los estudios de teología cuando decidió abandonar los de
medicina (parece que se mareaba al ver una operación). El joven Charles
fue a Cambridge para seguirlos, pero también los abandonó por una
vida de caza y fiestas sociales, época en que su padre expresaba el temor
de verlo convertido en «un deportista holgazán». Le salvó de ello su interés por la biología. Durante su viaje alrededor del mundo en el Beagle
compartió camarote con el capitán Robert Fitzroy32, un anglicano muy
ortodoxo con quien colaboró en un escrito en defensa de las misiones
británicas en Nueva Zelanda y Tahití33. Por eso se puede decir que Darwin y el darwinismo surgen en un entorno cultural cristiano. Sin embargo, El origen de las especies, de 1859, que indujo un cambio tan radical
como Las revoluciones de las esferas celestes de Copérnico, se incorporó
a las tendencias materialistas y ateas entonces en alza, contribuyendo a
fortificarlas, como ya se explicó en el capítulo 5. Nos interesa ahora la
postura personal de Darwin, de la que él mismo habló poco porque,
como corresponde a un perfecto gentleman inglés, tenía un profundo
respeto por las opiniones de los demás, procurando siempre no herir
a nadie con las suyas. Quizá por ello han sido mal entendidas a veces.
Al final de El origen de las especies, habla de la grandeza de su visión
de la vida, productora a partir de unas formas muy simples de toda la
maravillosa variedad de animales y plantas que hoy vemos gracias al
proceso evolutivo. Al hacerlo, usó la expresión «leyes impresas en la
materia por el Creador», entendida por algunos como un apoyo al relato bíblico. Ésa no era su intención, pues según explicó más tarde quería decir «aparecidos por algún proceso desconocido». Según Brooke34
esto es significativo, pues ilustra cómo algunos debates interpretados en
términos de «conflicto entre ciencia y religión» resultan ser discusiones
sobre la interpretación «correcta» que se debe dar a las teorías científicas. Así también, cuando Charles Lyell afirmaba que la geología «sólo
llegará a ser una ciencia cuando se desligue del relato bíblico», estaba
argumentando en favor de la independencia de la ciencia en su propio
terreno, más bien que atacando una concepción religiosa.
Como vimos en el capítulo 5, Darwin propuso una explicación de
los sentimientos religiosos como producto de la evolución a partir de
un animismo primitivo. En su autobiografía35 explica cómo modificó
32. A. Moorhead, Darwin: la expedición en el Beagle (1831-1836), Serbal, Barcelona, 1980.
33. P. H. Barrett (ed.), The Collected Papers of Charles Darwin, 2 vols., University of
Chicago Press, Chicago, 1977.
34. J. H. Brooke, op. cit., p. 275.
35. Ch. Darwin, Autobiografía y cartas escogidas, ed. de F. Darwin, Alianza, Madrid,
1977.
183
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
el texto de El origen del hombre para omitir algunas frases que podían
herir a su mujer Emma, profundamente religiosa.
En 1851, la muerte a los diez años de su hija mayor Annie le causó
un gran dolor, alejándole de la religión y haciéndole perder la fe en un
Dios providente que cuida de sus criaturas. Sin embargo respetaba mucho las opiniones de los demás y por eso mantuvo una gran discreción,
sin pretender nunca influir sobre otras personas. Sus dudas y reflexiones
se muestran en una carta que escribió a su amigo el botánico norteamericano Asa Gray el 22 de mayo de 1860. En ella dice:
Hay demasiada miseria en el mundo [...]. Pero no puedo mirar a este
universo maravilloso, especialmente a la naturaleza humana, y concluir
que todo es el producto de la fuerza bruta. Me inclino a pensar que todo
resulta de leyes diseñadas, con los detalles, buenos o malos, dejados a
la suerte de lo que podemos llamar el azar. Siento muy profundamente
que estas cosas son demasiado difíciles para la inteligencia humana. Igual
podría un perro especular sobre la mente de Newton36.
Es claro que Darwin era agnóstico, no ateo, y que no consideraba
incompatibles la teoría de la evolución y la fe religiosa. Estas ideas se
ven confirmadas en una carta escrita el 9 de mayo de 1879, a sus sesenta
y nueve años, y tres antes de morir, donde dice:
Me parece absurdo dudar de que un hombre pueda ser, a la vez, un teísta
ardiente y un evolucionista [...]. Contestando a su pregunta le diré que
mi opinión fluctúa a menudo. En las fluctuaciones más extremadas, no
he llegado nunca a ser un ateo, en el sentido de negar la existencia de un
Dios. Creo que en general (más y más según me hago viejo), aunque no
siempre, la descripción más correcta de mi postura es la de agnóstico37.
Es interesante comparar a Darwin con Alfred Russell Wallace,
quien descubrió independientemente la teoría de la evolución38 a partir de sus observaciones en el Amazonas y en el archipiélago Malayo, a
pesar de lo cual es poco conocido fuera del mundo científico39.
36. Ibid.
37. A. Hunter Dupree, «Christianity and the scientific community in the age of Darwin», en D. C. Lindberg y R. L. Numbers (eds.), God and Nature: historical essays on the
encounter between christianity and science, University of California Press, Berkeley, 1986,
p. 365.
38. H. Lewis McKinney, «A. R. Wallace», en Gillispie, vol. 14, p. 133; J. Hemleben,
Darwin, Alianza, Madrid, 1971; J. H. Brooke, op. cit.
39. La coincidencia entre las dos obras es pasmosa, lo que indica que la idea de la
evolución estaba ya en el ambiente. Darwin le dice a su amigo Lyell en una carta: «No
he visto nunca una coincidencia más curiosa. Si Wallace hubiera tenido mi manuscrito
de 1842 no hubiera podido hacer un resumen mejor de él. Hasta sus expresiones figu-
184
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Wallace fue una persona curiosa y original que escribió mucho sobre una diversidad de temas. Tras recibir una educación religiosa en su
familia, fue muy influenciado por el naciente socialismo de entonces y
pasó por una fase agnóstica, para convencerse hacia sus cuarenta años
de la existencia de seres inmateriales. Durante un tiempo se interesó
por el espiritismo, asistiendo a reuniones y estudiando lo que allí veía.
Poco después empezó a incluir una deidad en su universo mecanicista
y autorregulador y a separarse de Darwin. Esto se debió a que, a pesar
de coincidir plenamente con él en todo lo relativo a las plantas y animales, disentía completamente respecto al hombre. Pues, en su opinión,
a partir de una cierta etapa evolutiva, algunas cualidades mentales —la
capacidad estética, el sentido musical o el talento matemático, por ejemplo— no pueden explicarse por la selección natural, ya que no otorgan
ninguna utilidad adaptativa (muchas personas no las tienen). De ello
deducía que el hombre no puede haber surgido simplemente por selección natural, sin la ayuda de algún tipo de acción no física. De esa época
son dos trabajos suyos de títulos muy significativos, Aspectos científicos de lo supernatural y Los límites de la selección natural aplicada al
hombre. En una obra sobre el archipiélago Malayo de 1863 propone la
reunión de colecciones de historia natural, porque, si no se hace así, «las
generaciones futuras nos acusarán de destruir registros de la creación, a
pesar de que cada ser vivo es una obra directa y evidencia de un Creador». Es también muy significativa la manera en que concluye su libro
El darwinismo publicado en 1891:
Así encontramos que el darwinismo, aun llevado a sus últimas consecuencias lógicas, no está en contradicción con la creencia en una parte
espiritual de la naturaleza humana sino que más bien le ofrece un decidido apoyo. Nos muestra cómo se puede haber desarrollado el cuerpo
humano a partir de organismos inferiores, según la ley de la selección
natural; pero también nos enseña que poseemos dotes intelectuales y
morales imposibles de desarrollar por este camino, sino que tienen que
tener otro origen, y para este origen sólo podemos encontrar la causa en
el mundo espiritual invisible.
A pesar de ello, Wallace se mantuvo lejano del cristianismo y siguió
siendo durante el resto de su vida un socialista utópico. Por ejemplo,
usaba la teoría de la evolución para defender la emancipación de las
mujeres con el argumento de que éstas se han visto privadas de ejercer
su poder evolutivo de elegir su pareja, por motivos sociales y econóran como títulos de mis capítulos». A pesar de que la mayor parte de la gloria fue para
Darwin, que reconocía a Wallace como codescubridor de la evolución, éste no intentó
quitársela, dando siempre un ejemplo de nobleza personal.
185
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
micos, por lo que, en cuanto puedan hacerlo, la humanidad mejorará
necesariamente. Por razones parecidas defendía la nacionalización de la
tierra. Se ocupó también de la posibilidad de vida extraterrestre en un
libro escrito al final de su vida, El lugar del hombre en el mundo, argumentando la extrema improbabilidad de que en otro planeta, en cualquier otro rincón del universo, haya surgido vida inteligente. Aunque
las condiciones sean muy parecidas a las de la Tierra, un proceso tan sutil habría sido detenido tras iniciarse por cualquier cambio infinitesimal.
Quizá una de las razones de la poca gloria que se concedió a Wallace
en comparación con Darwin es que no se ajusta al estereotipo del científico «oficial», estando al mismo tiempo alejado tanto de las estructuras
científicas como de las eclesiásticas, en ninguna de las cuales encajaba
bien, aunque por razones opuestas.
Para completar nuestra idea de la postura de los primeros evolucionistas es bueno examinar el caso del entorno científico de Darwin, en
el que sobresalen sus grandes amigos Charles Lyell, Asa Gray y Thomas
H. Huxley40. Gray fue quien propagó la teoría evolucionista en America, consiguiendo hacerla respetable allí; se dice que, sin la prodigiosa
actividad y entusiasmo de Huxley, la evolución habría tardado mucho
más tiempo en establecerse.
El libro de Charles Lyell Principles of geology, de 1830-1833, sentó las bases de la geología moderna, introduciendo en esa ciencia una
dimensión histórica. Lyell era partidario, como Hutton, de la extrema
lentitud de los procesos geológicos, y defendía con insistencia el actualismo, doctrina según la cual sólo deben considerarse las fuerzas naturales que vemos operar en la actualidad. Su rechazo de las catástrofes
como agentes geológicos importantes le enfrentó a algunos eclesiásticos
para quienes la acción de Dios se había producido mediante actos bruscos y violentos, al estilo del diluvio universal. Además, su oposición a
mezclar argumentos bíblicos con la ciencia, manteniéndola completamente separada de la religión en contra del estilo aún reinante de la
teología natural, le ganó la animadversión de los sectores eclesiásticos
tradicionales, acostumbrados a ver a la geología bebiendo en las aguas
del Génesis.
Lyell tuvo una gran influencia en Darwin, quien había leído con
enorme interés sus Principles of geology al preparar el viaje en el Beagle. Sin embargo, aunque fueron muy amigos y llegó a convencerse de
la transformación de las especies, no aceptó completamente el sistema
darwiniano por dos razones. Por una parte, no le gustaba la selección
natural como mecanismo director de la evolución, pero lo más impor-
40. A. Hunter Dupree, op. cit.; J. Hemleben, op. cit.
186
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
tante era su rechazo de la idea de que la evolución biológica pudiese
explicar por sí misma la aparición de seres humanos inteligentes, coincidiendo en ello con Wallace. Posiblemente lo hiciese por repugnancia
a aceptar que el hombre no sea más que un gorila refinado, quizá por
una creencia religiosa o por preocupaciones humanistas. En todo caso,
insistió siempre, a lo largo de toda su vida, en que hay una diferencia
esencial entre el hombre y los animales. Suyas son estas palabras: «Acojo
con gusto la opinión de Wallace de que quizá existe una Suprema Voluntad y Potencia que guía las fuerzas y leyes de la naturaleza». Hay que
caracterizarlo como deísta o, al menos, como fuertemente inclinado al
deísmo41.
El botánico estadounidense Asa Gray42 (1810-1888) era un hombre
muy religioso que veía en el estudio de las plantas una manera de acercarse a la revelación divina. Decía, por ejemplo: «La fe en un orden es
la base de la ciencia, y ésta no se puede separar de la fe en un Ser ordenador, base de la religión». Explicaba la razón de sus largas horas observando cualquier humilde hierba, diciendo: «El Creador parece haber
puesto mucho trabajo en ella, de modo que no veo por qué no habría
yo de estudiarla a fondo». Aun sin aceptar la selección natural como
mecanismo director de la evolución, sí se convenció de la teoría de Darwin, propagándola infatigablemente en América. Pero, como Wallace y
Lyell, estaba persuadido de que algo en el hombre lo hace esencialmente distinto de los animales, impidiendo que pueda ser explicado como
un mero producto de cambios al azar. Por el contrario, pensaba que
la evolución había sido guiada con un propósito, «como ocurre con el
agua de riego a través de sus canales». Incluso afirmaba que, a pesar del
sufrimiento y del derroche de posibilidades implicados, la naturaleza se
explica mejor desde la perspectiva de Darwin, pues ésta «tiene la ventaja de dar cuenta tanto de los fallos y las imperfecciones como de los
éxitos». Justificaba así el despilfarro aparente de formas vivas como el
mejor medio para conseguir una economía global, pues sin competencia
no hay lucha por la vida y, sin ella, no hay diversificación ni mejora, ni
se llegaría a las formas más nobles y complejas43. Asa Gray encontraba
así sentido al dolor y al sufrimiento, como ingredientes necesarios para
el proceso global.
El más joven era el anatomista y zoólogo Thomas H. Huxley (18251895), probablemente el defensor más activo y entusiasta del darwinis41. L. G. Wilson, «Ch. Lyell», en Gillispie, vol. 8, p. 563; J. H. Brooke, op. cit.;
J. Hemleben, op. cit.
42. J. H. Brooke, op. cit.; J. Hemleben, op. cit.; A. Hunter Dupree, op. cit.
43. A. Gray, Darwiniana, ed. de A. Hunter Dupree, Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1963, p. 310.
187
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
mo. Ya se ha contado en el capítulo 5 la fuerte discusión que tuvo con el
obispo Wilberforce de Oxford en 1860. Huxley era agnóstico, incluso
fue el inventor de esa palabra, cuyo significado explicaba así:
El agnosticismo no es un credo, sino un método basado en la aplicación
de un principio único [...]. De modo positivo, este principio se expresa
así: en cuestiones de intelecto, sigue tu razón hasta donde te lleve, sin
ceder a ninguna otra consideración. Y de modo negativo: en cuestiones
de intelecto, no admitas como cierta ninguna conclusión que no esté
demostrada ni sea demostrable44.
Huxley fue quien dirigió al darwinismo hacia un enfrentamiento
con las religiones cristianas, aunque hay que decir que era igual de duro
con el cientificismo y con los materialistas que con los obispos. Pero conviene saber que sus ataques contra las iglesias estaban llenos de símbolos
cristianos —expresiones como «sermones laicos», «iglesia de la ciencia»,
«la ciencia como una nueva reforma»—, y por eso, vista desde un prudente distanciamiento, la pelea tiene un indiscutible aire de familia. En
una carta que envió al clérigo ilustrado Charles Kingsley, como contestación a las condolencias de éste por la muerte de su hijo de cuatro años,
dice estas frases muy expresivas de su pensamiento:
Si ese poderoso instrumento que es la Iglesia de Inglaterra se llega a salvar
de romperse en mil pedazos bajo el avance de la ciencia —un suceso que
sentiría mucho presenciar, pero que ocurrirá inevitablemente si personas
como Samuel Wilberforce siguen dirigiendo sus destinos— será gracias a
hombres como usted que combinan la ciencia con la religión. Entienda
que todos los jóvenes científicos que conozco a fondo piensan esencialmente como yo. No conozco a ninguno que sea irreligioso o inmoral,
pero consideran a la ortodoxia como usted al brahmanismo.
Lo que Huxley quería realmente es que la ciencia tomase el lugar
de la revelación en una matriz cultural esencialmente cristiana. Por eso
decía que llegaría un día en que la teoría de la evolución no tendría
más implicaciones para el teísmo que el primer libro de la Geometría
de Euclides.
De nuevo nos encontramos con una diversidad de actitudes. En el
círculo íntimo de Darwin, formado por personas que colaboraban o,
al menos, discutían sobre ciencia con posturas parecidas, encontramos
agnósticos (Darwin y Huxley), un deísta (Lyell) y un cristiano ferviente
(Gray). Todos rechazaban el calificativo de ateo.
44. T. H. Huxley, «Agnosticism», en Science and Christian tradition, Appleton, New
York, 1896, p. 245.
188
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Podemos añadir que la evolución empezó a entenderse mejor cuando se redescubrieron las leyes sobre la herencia biológica, halladas por
el austriaco Gregor Mendel (1822-1884), pero no apreciadas en su momento. Mendel era sacerdote agustino y debió suspender sus investigaciones cuando empezó a faltarle el tiempo necesario por haber sido
nombrado superior de su convento. A pesar de todo, la evolución fue
durante mucho tiempo sinónimo de irreligión para la opinión pública
—lo es todavía en algunos sectores ultraconservadores—. Aunque no
existan razones objetivas para que haya ocurrido así, el enfrentamiento
fue real y duro, a lo que contribuyeron los dos sectores. De un lado,
se usó la evolución como arma arrojadiza en contra del poder social
que tenían los eclesiásticos; de otro, los sectores más conservadores de
las iglesias no quisieron comprender lo que pasaba, permitiendo una
reedición del juicio de Galileo, quizá el episodio más desgraciado de la
historia del pensamiento occidental.
De nuevo el azar: la mecánica estadística
Otro desarrollo importante del siglo XIX fue la mecánica estadística,
inductora de una de las rupturas del mecanicismo, según vimos en el
capítulo 4. El establecimiento de la hipótesis atomista llevó a considerar
a un gas como un conjunto de átomos o moléculas que se desplazan
chocando entre sí y con las paredes de su recipiente. Cuanto más deprisa
se muevan, mayor será su temperatura; el efecto de los rebotes contra
cualquier cuerpo interpuesto es la presión. Este punto de vista obligó al
estudio de sistemas con muchas componentes, así en un litro de aire hay
tantas moléculas que su número tiene unas veintitrés cifras. Es imposible
hacerlo en detalle, igual que ocurre al examinar la riqueza de un país:
no se puede saber exactamente lo poseído por cada uno, es demasiado
difícil. Lo mismo que hacen ahora los economistas o los sociólogos,
los físicos del siglo XIX empezaron a estudiar de modo estadístico las
propiedades de la materia. La temperatura resulta ser así la energía que
tiene, en promedio, cada molécula, algo parecido a la renta per cápita
de los economistas. Lo más importante de esta aproximación a las cosas
es que hizo comprender que el determinismo de las leyes de Newton
sólo permite predicciones estadísticas en el caso de sistemas con muchas
componentes.
La mecánica estadística tuvo tres padres fundadores: Maxwell, el
norteamericano Josiah W. Gibbs (1839-1903) y el austriaco Ludwig
Boltzmann (1844-1906). Del primero ya se ha hablado. Gibbs, de quien
Einstein se declaraba gran admirador, fue siempre un hombre religioso,
189
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
quizá por influencia de su padre, que era profesor de estudios bíblicos
en una universidad de la zona de Boston45.
Boltzmann, uno de los gigantes del siglo XIX, tiene una imagen muy
distinta, pues fue defensor entusiasta del mecanicismo y decía cosas
como «podemos explicar el concepto de belleza, lo mismo que el de
verdad, en términos mecánicos», pero añade en el mismo escrito que
«los conceptos religiosos se fundan en una base que es sólida por otros
motivos» y que «llegará un día en que estas cuestiones [las explicaciones
del mecanicismo] sean tan irrelevantes para la religión como la pregunta de si la Tierra permanece en reposo o da vueltas alrededor del Sol»46.
Decía también:
Es cierto que sólo un loco puede negar la existencia de Dios, pero es
igualmente cierto que todas nuestras representaciones de Dios son antropomorfismos insuficientes.
La razón de esta aparente contradicción está quizá en lo que Prigogine47 llamaba el drama de Boltzmann. La mecánica de Newton tenía
un problema, a pesar de sus enormes éxitos: todos los procesos son en
ella reversibles, en contra de lo observado en el mundo, donde vemos
claramente el efecto del fluir del tiempo siempre en el mismo sentido.
Boltzmann pretendió resolver este desacuerdo con la experiencia, probando que la irreversibilidad es una propiedad necesaria de las leyes
de Newton en el caso de sistemas complejos como los seres vivos. Pero
fracasó en ese intento, llegando sólo a una prueba de términos probabilistas, no deterministas como él quería. A consecuencia de ello, sentía
que su visión del mundo estaba basada en una teoría incompleta.
Resumamos lo ocurrido en el siglo XIX. Las cuatro líneas más importantes de la ciencia natural en ese siglo fueron el electromagnetismo, el
nacimiento de la geología, la evolución biológica y la mecánica estadística48. Un examen de esas cuatro líneas no revela ninguna razón objetiva
para el estereotipo de que la ciencia exige el ateísmo de manera irrenunciable. Ya hemos visto que los descubridores de la electricidad eran
profundamente religiosos. La idea de la evolución de las especies fue
propuesta por Darwin, que se declaraba agnóstico, y por Wallace, que
creía en una realidad inmaterial y hablaba del Creador. El nacimiento
45. M. Rukeyser, Willard Gibbs, Ox Bow Press, Woodbridge, 1942.
46. L. Boltzmann, «Sobre los principios de la mecánica», en Escritos de mecánica y
termodinámica, ed. de F. J. Ordóñez, Alianza, Madrid, 1986; E. Broda, «Philosophical
biography of L. Boltzman», en E. G. D. Cohen y W. Thirring (eds.), The Boltzman equation, Springer, Wien, 1973.
47. I. Prigogine e I. Stengers, Entre el tiempo y la eternidad, Alianza, Madrid, 1988.
48. Nótese que no incluyo aquí las matemáticas.
190
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
de la geología se debe a Lyell, que rechazaba la continuidad entre los
animales y el hombre, al que asignaba un papel especial, sintiéndose
próximo a Wallace. La mecánica estadística fue creada por tres físicos,
dos sinceramente religiosos y otro que expresó su convencimiento de
que no hay ninguna contradicción entre ciencia y religión.
El siglo XX: Einstein y Planck
El siglo XX se abre con las dos grandes figuras de Max Planck y Albert
Einstein. Examinemos sus opiniones.
Albert Einstein es uno de los dos o tres científicos más grandes de la
historia. También es reconocido como un icono de su época y como tal
fue nombrado hace poco «Persona del siglo XX» por la revista norteamericana Time. Como explicó en varios escritos y conferencias, su intenso
sentimiento religioso emanaba de la emoción producida por el orden y
la armonía del cosmos49. No veía ninguna incompatibilidad entre ciencia y religión, ni creía que ésta pueda ser eliminada o sustituida por la
ciencia (pero conviene advertir que opinaba así de la religión en cuanto
actitud personal, no de las iglesias organizadas socialmente). Durante
una reunión en una casa de Berlín en 1927, el crítico Alfred Kerr se
extrañó de haber oído que era profundamente religioso, tomándoselo
a broma. Uno de los asistentes, el diplomático y escritor conde Harry
Kessler, describió en su diario la escena. Según él, Einstein respondió a
Kerr con calma:
Sí, lo soy. Al intentar llegar con nuestros medios limitados a los secretos
de la naturaleza, encontramos que tras las relaciones causales discernibles
queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi religión es venerar esa
fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. En ese sentido
soy de hecho religioso50.
Y en una carta de 1936: «Las leyes de la naturaleza manifiestan
la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres [...]
frente al cual debemos sentirnos humildes. El cultivo de la ciencia lleva
por tanto a un sentimiento religioso de una clase especial, que difiere
esencialmente de la religiosidad de la gente más ingenua»51.
En 1929, el rabino Herbert Goldstein, de la Sinagoga Institucional de Nueva York, preocupado por una crítica negativa del cardenal
49. M. Jammer, Einstein and Religion, Princeton University Press, Princeton, 1999;
muy importante para conocer las ideas religiosas de Einstein.
50. H. G. Kessler, The Diary of a Cosmopolitan, Weidenfeld and Nicholson, London,
1971, p. 157; citado en M. Jammer, op. cit., p. 39.
51. Carta a P. Wright, 24 de enero de 1936 (Archivo Einstein, 52-337).
191
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
de Boston O’Connor, envió a Einstein un telegrama diciendo: «¿Cree
usted en Dios? Stop. Respuesta prepagada de cincuenta palabras»52. La
contestación fue: «Creo en el Dios de Spinoza que se revela en la armonía del mundo, no en un Dios que se ocupa del destino y los actos
de los seres humanos»53. Einstein sentía una gran admiración por el
filósofo Baruch Spinoza, cuyas obras había estudiado ya en su juventud
y cuya visión del mundo le resultaba próxima a la que él mismo había
elaborado a partir de la física del siglo XIX. El sistema filosófico de Spinoza es un panteísmo en el que Dios, todo razón, geometría y lógica, se
identifica con la estructura del orden cósmico impersonal, y es una deidad sin propiedades éticas, pues lo bueno y lo malo sólo se refieren a los
deseos humanos. Es pues un Dios no providente que no interviene en el
mundo. Se trata de un sistema inexorablemente determinista en el que
el objeto último de la religión sólo puede ser la armonía del universo. O
sea que el Dios de Einstein, como el de Spinoza, no es personal.
Esta opinión, tan contraria a la tradición cristiana, causó escándalo
en algunos medios religiosos conservadores y fue interpretada por algunos ateos como una defensa de su punto de vista. A Einstein, sin
embargo, siempre le molestó ser considerado como ateo, refiriéndose a
quienes así lo hacían para aprovecharse de su autoridad con expresiones
duras, como «esos ateos fanáticos cuya intolerancia es análoga a la de
los fanáticos religiosos y tiene el mismo origen. [...] Son criaturas que
no pueden soportar la música de las esferas»54.
Einstein desarrolló sus ideas en un famoso artículo en New York
Times Magazine55. Según él hay tres estadios de la experiencia religiosa.
Primero la religión del miedo (al hambre, la enfermedad, los animales, la
muerte), propia de los hombres primitivos. La segunda es la religión moral o social caracterizada por el deseo de guía, amor y apoyo y la creencia
en un Dios que premia y castiga y que ofrece vida tras la muerte. Estas
dos fases corresponden en el cristianismo al Antiguo y el Nuevo Testamento. Tras ellas viene, en tercer lugar, lo que él llama el sentimiento
cósmico religioso, por el que el hombre percibe con asombro el sublime
y maravilloso orden y armonía de la naturaleza que la ciencia moderna
ayuda a comprender, al tiempo que siente la inutilidad y la pequeñez de
los deseos humanos. Se trata, dice, de algo difícil de explicar a quien no
lo tiene porque no se corresponde con ninguna idea antropocéntrica.
52. New York Times, 25 de abril de 1929, p. 60.
53. Telegrama de Einstein a Goldstein (Archivo Einstein, 33-272).
54. Einstein a una persona no identificada, 7 de agosto de 1941 (Archivo Einstein,
54-927).
55. A. Einstein, «Religion and Science», New York Times Magazine, 9 de noviembre
de 1930, sección 5, pp. 1-4. Reproducido en A. Einstein, Mis ideas y opiniones, Antoni
Bosch, Barcelona, 1980, pp. 32-35.
192
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Einstein cree que el sentimiento cósmico religioso se ve ya en los
Salmos de David y en algunos profetas y, de modo más intenso, en
el budismo. Han avanzado por esa vía y lo han sentido personas de
estilos vitales muy diferentes; algunos han sido considerados santos,
otros herejes o incluso ateos. Como ejemplos, menciona a Francisco
de Asís, a Spinoza y a Demócrito (el sentimiento cósmico religioso se
manifiesta en el amor por las criaturas o las cosas de Francisco, por eso
los ecologistas lo consideran su patrono, en la adoración por el mundo
de Spinoza y en la pasión por el conocimiento de Demócrito). No le
parece fácil llegar al tercer estadio pues, aunque el orden del cosmos
está ahí delante de nosotros, se necesita un proceso de ascesis personal
para lograr percibirlo como misterio, llegando a afirmar: «La función
más importante del arte y de la ciencia es despertar el sentimiento de la
religiosidad cósmica en quienes lo buscan» (también dijo otra vez: «En
esta época, la ciencia cumple esa función mejor que el arte»).
Pero, aunque la tercera fase le parecía la más perfecta, no criticaba
la segunda. Poco después de su respuesta al rabino Goldstein, recibió de
Eduard Büsching, de Stuttgart, un libro de éste titulado No existe Dios,
publicado con el pseudónimo de Karl Eddi56, que atacaba mucho a la
religión. En una carta, Einstein le agradeció el libro, pero añadiendo:
Los seguidores de Spinoza vemos a Dios en el orden maravilloso de lo que
existe. [Pero] criticar la fe en un Dios personal es otra cosa. Así lo hace
Freud en su última publicación. Yo nunca lo haría, pues tal creencia me
parece preferible a la falta de toda visión trascendente de la vida57.
La relación entre ciencia y religión le parecía estrecha e importante.
En una conferencia dada en un congreso de teología en Nueva York en
1940 afirma:
La ciencia sólo puede ser creada por aquellos fuertemente imbuidos de
la aspiración hacia la verdad [...]. Este sentimiento surge de la esfera de
la religión [...]. La situación puede expresarse de este modo: la ciencia
sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega58.
Para Einstein no hay incompatibilidad entre religión y ciencia, y así
dice en otro texto:
¿Existe en verdad una contradicción insuperable entre religión y ciencia? ¿Puede la ciencia suplantar a la religión? A lo largo de los siglos, las
56. K. Eddi, Es gibt keinen Gott, Koch, Neff & Oetinger, Stuttgart, 1929.
57. Einstein a Büsching, 25 de octubre de 1929 (Archivo Einstein, 33-275).
58. A. Einstein, «Religión y ciencia: ¿irreconciliables?», en Mis ideas y opiniones, cit.,
p. 40.
193
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
respuestas a estas preguntas han dado lugar a considerables polémicas y,
más aun, a luchas denodadas. Sin embargo, no me cabe duda alguna de
que una consideración desapasionada de ambas cuestiones sólo puede
llevarnos a una respuesta negativa59.
La sensación de armonía universal fue muy importante en su carrera científica, hasta el punto de decir: «Creo que, en estos tiempos,
los únicos profundamente religiosos son los investigadores científicos
serios». En otro escrito de 1934 insiste en la idea de asombro ante el
orden cósmico y en la sensación del misterio. Dice allí textualmente:
Difícilmente encontraréis entre los talentos científicos más profundos
uno solo que carezca de un sentimiento religioso propio. Pero es algo
distinto a la religiosidad del lego. Para éste, Dios es un ser de cuyos
cuidados uno puede beneficiarse y cuyo castigo teme... Para el científico
[Dios] está imbuido de la causalidad universal60.
Como vemos, la idea de misterio juega un papel muy importante en
su visión, y así lo explica en un ensayo titulado «El mundo tal como yo
lo veo» de 1930 (por cierto, una grabación con la voz del mismo Einstein fue destruida por los nazis y el texto estuvo perdido hasta 1966):
La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...]. En
esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera
ciencia [...]. Esa experiencia engendró también la religión [...], percibir
que [tras lo que podemos experimentar] se oculta algo inalcanzable a
nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que
sólo nos son accesibles de modo indirecto —ese conocimiento y esa
emoción es la verdadera religiosidad—. En ese sentido, y sólo en ese,
soy un hombre religioso. Pero no puedo concebir un Dios que premia y
castiga a sus criaturas61.
Sin embargo y en contra de lo que podría sugerir este último párrafo, Einstein rechazaba el calificativo de místico que alguna vez le fue
aplicado. Una actitud plenamente racional como la suya le parecía muy
distinta a la de los místicos.
En una entrevista de 1930, explica lo que para él es el misterio con
esta parábola:
Somos como un niño que entra en una biblioteca inmensa, cuyas paredes
están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende
59. Ibid., p. 43.
60. A. Einstein, «El espíritu religioso de la ciencia», en Mis ideas y opiniones, cit.,
p. 35.
61. Íd., «El mundo tal como yo lo veo», en Mis ideas y opiniones, cit., p. 10.
194
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente.
Ésa es en mi opinión la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso
la de las personas más inteligentes62.
La idea de un Dios no personal parece ajena a las religiones monoteístas. Sin embargo algunos teólogos cristianos la encuentran interesante y asumible con alguna cualificación. Así el protestante Paul Tillich
opinaba que la inaccesibilidad de Dios hace necesario el uso de símbolos
para hablar de él, de modo que el predicado «personal» sólo puede aplicarse a la deidad de modo simbólico o por analogía; o el católico Hans
Küng, tras conceder un gran valor religioso a la manera en que Einstein
concibe la causalidad universal, dice en su libro ¿Existe Dios?:
Cuando Einstein habla de razón cósmica y ciertos pensadores orientales
de «nirvana», «vacío», «nada absoluta», hay que considerarlo como expresión del respeto ante el misterio del Absoluto, frente a determinadas
concepciones «teístas» y excesivamente humanas sobre Dios [...].
La esencia divina, que desborda todas las categorías y es absolutamente inconmensurable, implica que Dios no sea personal ni apersonal. [...]
El término «persona» es una cifra de Dios [en el sentido de texto
escrito en clave]63.
Estos comentarios sugieren que la concepción de Einstein tiene algo
en común con las religiones orientales y con la teología negativa, de la
que se habló en el capítulo 6.
Es muy característico que las ideas religiosas de Einstein se basan
en una idea particular de Dios pero no implican consideraciones éticas.
Pues, si no existe el libre albedrío porque nuestros actos están ya fijados
por el férreo determinismo universal, ¿cómo entender la responsabilidad
ética?, ¿tiene sentido rechazar algunas conductas como el asesinato o el
robo? Él explicaba la máxima cristiana «Ama a tu enemigo» diciendo:
No puedo odiarle porque debe hacer necesariamente lo que hace [por
necesidad interna o externa. En este punto] estoy pues más cerca de
Spinoza que de los profetas. Por eso no creo en el pecado64.
Pero, cuando se conocieron los detalles del Holocausto, se sintió
horrorizado, exclamando: «Los alemanes, todo ese pueblo entero, son
62. Entrevista con G. S. Viereck, publicada en su libro Glimpses of the Great, Macauley, New York, 1930, citada por M. Jammer, op. cit., p. 48.
63. H. Küng, ¿Existe Dios?, Trotta, Madrid, 2005, pp. 690-692.
64. Carta n.º 153, de 6 enero 1948, en A. Einstein, Correspondencia con Michele
Besso, ed. de P. Speziali, Tusquets, Barcelona, 1994, p. 355.
195
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
responsables por esos crímenes en masa y deben ser castigados si hay
justicia en el mundo».
A pesar de ello, Einstein concedía una gran importancia a la ética,
lo que le impulsó a defender posturas pacifistas. Su último acto significativo fue firmar, pocos días antes de morir, el llamado Manifiesto Russell-Einstein que llamaba la atención de los científicos y de la opinión
pública sobre el riesgo de una guerra nuclear y que propone medidas
para evitarla65 (como consecuencia se fundó el movimiento Pugwash de
científicos, que recibió el premio Nobel de la Paz de 1995 a los cincuenta años de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki). Pero, si tomamos
en serio sus ideas, ¿qué sentido tiene intentar evitar una guerra que se
producirá o no por pura necesidad, sin que nadie pueda cambiar el curso de los sucesos? La contradicción es evidente.
El primero en señalarla, en 1931, fue Robert A. Millikan, premio
Nobel en 1909 (quien había realizado los experimentos que demostraron que la teoría de Einstein del efecto fotoeléctrico es correcta y que lo
conocía personalmente), al decir:
Me parece imposible que sea determinista un hombre que tiene sentido
de su responsabilidad social, pues ésta significa libertad de elección y autocrítica como consecuencia de haber tomado decisiones equivocadas66.
Conviene examinar esta contradicción.
En contra de lo que se suele pensar, Einstein no fue el primero de
los físicos modernos, sino el último de los clásicos. Aunque contribuyó
de modo decisivo a la física del siglo XX, sus modos de pensar estaban
profundamente enraizados en el determinismo de la física del XIX (por
eso admiraba a Spinoza). A ello se debe su oposición a las ideas de la
física cuántica, basadas en leyes probabilistas y en la existencia de un
azar objetivo en el mundo atómico. Nunca las aceptó (aunque, por una
ironía de la historia, él mismo había contribuido a su creación). Su conocida frase «No creo en un Dios que juegue a los dados» expresa su rechazo a algo que le disgustaba profundamente: que en la física atómica
los electrones y las otras partículas tengan comportamiento aleatorio,
como si obedeciesen a los dados que alguien está tirando.
Sobre ello mantuvo una polémica con Niels Bohr a lo largo de treinta años, explicada ya en el capítulo 4. En sus esfuerzos por obtener un
nuevo esquema determinista que sustituyese a la teoría cuántica, llegó
incluso a negar el tiempo como posibilidad del devenir, apostando cla65. J. Martín Ramírez y A. Fernández-Rañada, De la agresión a la guerra nuclear:
Rotblat, Pugwash y la paz, Nobel, Oviedo, 1996.
66. Comentario no publicado de Millikan, citado en M. Jammer, op. cit., p. 86.
196
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
ramente por la necesidad frente al azar. Cuando su amigo de juventud
Michele Besso falleció poco antes que él mismo, escribió a su hermana y
a su hijo una carta diciendo: «Michele se me ha adelantado en dejar este
mundo. Poco importa. Para nosotros, físicos convencidos, el tiempo no
es más que una ilusión, por persistente que parezca»67. Con ello quería
decir que, si todo está determinado, no puede aparecer nada nuevo que
no estuviese ya antes de algún modo. Nótese que el fluir del tiempo implica la aparición de novedades, ideas que surgen, canciones que alguien
compone, personas que nacen. En ese sentido negó Einstein el tiempo:
en la dualidad entre el ser y el devenir, sólo veía el primero, tomando al
segundo como una mera ilusión.
Pero, según el juicio prácticamente unánime de los físicos de hoy
(aunque con algunos disidentes respetables), Einstein estaba equivocado en este punto y Bohr llevaba razón. El resultado de una serie de
brillantes experimentos realizados en las últimas décadas confirma la
idea de que la ciencia del siglo XX es mucho menos determinista que la
del XIX, combinando el azar y la necesidad en la suficiente medida como
para admitir que el devenir es tan importante como el ser y que lo que
cambia y lo que permanece tienen valores comparables. Hoy vemos el
cosmos como un proceso histórico, la sucesión de varias evoluciones
encadenadas —cósmica, biológica, cultural y personal— cuyo futuro no
conocemos bien, pues habrá en él novedades no previsibles hoy.
Cabe, por ello, preguntarnos qué pensaría Einstein sobre Dios y el
misterio si hubiese llegado a aceptar el indeterminismo esencial de los
constituyentes básicos de la materia —lo que probablemente habría hecho de haber vivido hoy en la plenitud de sus facultades—. ¿Admitiría
la aparición de formas realmente nuevas en el mundo? ¿Creería en la
libertad personal? ¿Cambiaría su visión de la ética? ¿Cómo concebiría a
Dios? Sin duda tienen estas preguntas el fascinante atractivo de las que
nos incitan pero nadie puede contestar.
Otro ejemplo interesante es Max Planck, quien abrió el camino al
mundo cuántico con su famosa hipótesis. Nieto y biznieto de pastores y
teólogos luteranos, Planck no veía ninguna contradicción entre ciencia
y religión; más aún: encontraba convergencias y paralelismos68. La impresión producida por el orden y armonía de las leyes de la naturaleza,
67. Carta n.º 205, del 21 marzo de 1955, en A. Einstein, Correspondencia con Michele Besso, cit., p. 455. La palabra «creyente» en este libro debe ser sustituida por «convencido».
68. Planck expone sus ideas religiosas en su ensayo «Religión y ciencia», en Autobiografía científica y últimos escritos, Nivola, Madrid, 2000, p. 129. Cf. también W. Heisenberg, «Relaciones entre ciencia y religión», en su libro Diálogos sobre la física atómica,
BAC, Madrid, 1975, p. 103, donde se comparan las posturas religiosas de Planck y Einstein.
197
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
muy marcada en él, fue motor y estímulo de su trabajo. Einstein decía
que «el anhelo de contemplar esa armonía es la fuente de la paciencia y
perseverancia inagotables con que Planck se ha dedicado a la ciencia»,
y añade que la intensidad de su dedicación no se debe a la disciplina o
a la fuerza de voluntad, pues su actitud mental es «la de un hombre religioso o un amante; el esfuerzo diario no nace de ningún programa o
intención deliberada, sino directamente del corazón», descripción que
no deja de recordar a la que Johannes Kepler, el descubridor de las leyes
del movimiento planetario, hacía de su dedicación a la ciencia.
A su famosa ley de la radiación electromagnética le llevó precisamente la búsqueda de lo Absoluto, que creyó haber encontrado en su
constante de acción h gobernadora del intercambio de energía entre la
materia y la radiación. Así lo veía él:
Nuestro punto de partida es siempre relativo. Así son nuestras medidas [...]. A partir de los datos obtenibles, se trata de descubrir lo Absoluto,
lo General, lo Invariante que se oculta tras ellos69.
Para él, esto es muy significativo, la ciencia no permitirá nunca explicarlo todo: siempre estaremos frente al misterio. Textualmente afirma:
El progreso de la ciencia consiste en descubrir un nuevo misterio cada
vez que se cree haber resuelto una cuestión fundamental [...]. La ciencia
es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza [la cursiva es
mía]70.
Esta sensación de asombro maravillado ante el orden y armonía del
cosmos se fue acentuando a lo largo de su vida, pero fue también alejándose de la idea de un Dios personal en una convergencia hacia el punto
de vista de Einstein. Desde los años treinta se fue interesando cada vez
más por la religión y empezó a dar conferencias sobre su relación con la
ciencia, insistiendo siempre en la falta de oposición entre ellas al decir:
Las ciencias de la naturaleza atestiguan un orden racional al que la naturaleza y la humanidad están sometidas, pero un orden cuya esencia
íntima permanece incognoscible [...]. Los resultados de la investigación
científica [...] nos confirman nuestra esperanza en el progreso constante
de nuestro conocimiento de los caminos de la razón todopoderosa que
gobierna el mundo71.
69. M. Planck, Autobiografía científica y últimos escritos, cit., p. 48.
70. Íd., ¿A dónde va la ciencia?, Losada, Buenos Aires, 1961, pp. 237-238.
71. Íd., Autobiografía científica y últimos escritos, cit., pp. 152-153.
198
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Confesaba luego su creencia en que Dios es percibido directamente
por el individuo religioso, aunque no pueda ser aprehendido por la
razón y solía terminar con un párrafo vibrante que hablaba de «una batalla común de la ciencia y la religión, una cruzada que nunca termina
cuyo grito de llamada es y será siempre: ¡Hacia Dios!»72.
Tras oír esas opiniones puede parecer extraño que no creyera en
un Dios personal, tanto más cuanto que solía participar en actos de
culto como miembro de un consejo de ancianos de un templo cristiano
de Berlín, pero él lo decía muy claramente: «Siempre he sido profundamente religioso, pero no creo en un Dios personal y mucho menos
en un Dios cristiano»73. Por ello, su postura ha sido interpretada como
una forma de panteísmo. Sin embargo, su Dios tenía ciertamente rasgos
personales, pues Planck expresaba su confianza en él y su relación de
dependencia. Cuando en 1944 su hijo Erwin, a quien se sentía profundamente unido, fue ejecutado por los nazis por su implicación en
el frustrado atentado contra Hitler —otro hijo había muerto durante
la primera guerra mundial y sus dos hijas gemelas, de sobreparto las
dos—, escribió a su amigo Alfred Bertholet el 28 de marzo de 1945:
Lo que me ayuda es que considero un favor del cielo que, desde mi
infancia, hay una fe plantada en lo más profundo de mí, una fe en el
Todopoderoso y Todobondad que nada podrá quebrantar. Por supuesto,
sus caminos no son los nuestros, pero la confianza en él nos ayuda en las
pruebas más duras74.
Estas palabras sólo tienen sentido si para él Dios era un ser que
puede ser considerado como personal, con el que se puede tener una
relación de yo a tú, no de yo a ello. Aunque no se sentía identificado
con ninguna iglesia, participaba en sus ritos, lo que se explica por su
aceptación del lenguaje simbólico como vía de acercamiento a Dios,
pues para él un símbolo religioso era una indicación o un camino hacia
algo superior e inaccesible a los sentidos que, aunque efímero y relativo,
sugiere una vía hacia lo inmutable y lo absoluto. En eso radica la mayor
diferencia entre Planck y Einstein: para este último la verdadera forma
de la religión es la ciencia, mientras Planck las consideraba como dos
estructuras distintas que no se oponen entre sí75.
72. Ibid., p. 156.
73. A. Hermann, Max Planck, Centre National de la Recherche Scientifique, Paris,
1977, p. 104.
74. Ibid., p. 121; A. Bertholet, «Erinnerungen an Max Planck»: Physikalische Blätter
4 (1948), p. 162; F. Herneck, Albert Einstein: ein Leben für Warheit, Menschlichkeit und
Frieden, Der Morgen, Berlin, 1963, p. 365.
75. S. Jaki, The road of science and the ways to God, The University of Chicago Press,
1978. En los capítulos 11 y 12 se analizan las actitudes religiosas de Planck y Einstein.
199
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Tres físicos cuánticos: Heisenberg, Schrödinger, Pauli
Como consecuencia de la obra de Planck y Einstein, se desarrolló la
llamada física cuántica o atómica, que abrió a la ciencia el reino de lo
muy pequeño al describir cómo se comportan los átomos y las moléculas.
Veamos las opiniones de tres de sus creadores.
Werner Heisenberg (1901-1976) fue una de las cimas más altas de
la ciencia del siglo XX. A sus veinticuatro años propuso la mecánica de
matrices, primera de las formulaciones cuánticas, y dos años después
su famoso principio de incertidumbre que señala una limitación fundamental a nuestra capacidad de conocer la escala microscópica. Dicho
de modo simple, ese principio afirma que cuanto más sepamos de una
mitad del mundo menos sabremos de la otra mitad76.
Como los demás creadores de la física atómica, tenía una visión
completamente distinta de la del mecanicismo del siglo XIX. No creía en
un mundo objetivo, perfectamente separable de los sujetos que lo observan y que se mueve y cambia según leyes inmutables —de modo que
nada escape a la capacidad explicativa de la ciencia—. Por el contrario,
muy impresionado por las limitaciones que su principio impone al conocimiento humano, creía que «el campo objetivable [conocible por la
ciencia] es sólo una pequeña parte de nuestra realidad»77.
En uno de sus textos cuenta como le preguntó una vez Wolfgang
Pauli: «¿Crees en un Dios personal?», a lo que él contestó:
Preferiría formular [tu pregunta] así: ¿Podemos alcanzar la razón central
de las cosas o de los sucesos, de cuya existencia no parece haber duda,
de un modo tan directo como podemos alcanzar el alma de otro ser
humano? [...]. Así planteada, mi respuesta sería sí [...]. Me gustaría recordarte el famoso texto de Pascal, que llevaba cosido por dentro de su
chaqueta, «El Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, no el de los filósofos
y los sabios»78.
El orden central de que habla Heisenberg es la razón y fundamento
último del cosmos, lo que tanto impresionaba a Einstein, pero tiene
76. W. Heisenberg, Más allá de la física: cuestiones fronterizas, BAC, Madrid, 1975;
Íd., Diálogos de la física atómica, BAC, Madrid, 1971; algunos escritos suyos están recogidos en K. Wilber (ed.), Cuestiones cuánticas: escritos místicos de los físicos más famosos
del mundo, Kairós, Barcelona, 1987; una biografía muy detallada es la de D. C. Cassidy,
Uncertainty: The life and science of Werner Heisenberg, Freeman, New York, 1992. Otra
es A. Fernández-Rañada, Ciencia, incertidumbre y conciencia: Heisenberg, Nivola, Tres
Cantos, 2004.
77. W. Heisenberg, «Positivismo, metafísica y religión», en Diálogos de la física atómica, cit., p. 265.
78. Ibid., p. 267.
200
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
aquí para él un claro sentido personal pues lo que dice es que cree que
se puede tener con eso una relación «de yo a tú», no «de yo a ello».
En otro texto79, compara las verdades científicas con las religiosas,
hablando de cómo «el lenguaje en imágenes y parábolas de éstas permite comprender la interconexión del mundo», y dice: «Nunca me ha
parecido posible rechazar el pensamiento religioso como parte de una
fase superada de la conciencia de la humanidad».
Heisenberg fue de los pocos grandes científicos que permaneció en
Alemania durante la segunda guerra mundial. En esa época meditó profundamente sobre el sentido de la ciencia, buscando orden y estabilidad
en medio de la destrucción y el caos en que estaba sumida la cultura
occidental de la que se sentía tan solidario. En escritos y conferencias
de los años 1941 y 1942 habla del «todo» y de un «orden jerárquico»
en que está estructurada la realidad, como una escala cuyos niveles son,
de abajo a arriba, «accidental, mecánico, físico, químico, orgánico, psíquico, ético, religioso, genial», que había tomado del escritor alemán
Johann Wolfgang Goethe. Los científicos deben considerar esa jerarquía, pues, para comprender la conexión de las cosas, «hay que subir
esos escalones trabajosamente, como hace un montañero al escalar una
alta cumbre».
Heisenberg se sentía profundamente inmerso en la tradición cultural cristiana, pero no formaba parte de ninguna iglesia. Ken Wilber80 lo
califica de místico, porque desde su filosofía idealista, muy influida por
Platón, creía en la posibilidad de un conocimiento directo de la realidad
de las cosas e insistía en que la ciencia no es el camino para conocerlo
todo. Quizá un buen resumen de su pensamiento sean los últimos párrafos de un escrito sobre los límites de la ciencia en el que dice:
1. La ciencia se caracterizaba en sus comienzos en el siglo XVII por una
actitud de modestia consciente. Aceptaba como válidas sus afirmaciones
sólo dentro de un ámbito limitado.
2. Esa modestia se perdió en el siglo XIX.
3. La física del siglo XX vuelve a su conciencia original de autolimitación.
4. El contenido filosófico de una ciencia queda garantizado únicamente cuando es consciente de sus límites. Sólo dejando abierta la cuestión de
la última esencia de los cuerpos, la materia y la energía, puede alcanzar
la física una comprensión de las propiedades individuales de los fenómenos81.
79. W. Heisenberg, «Verdades científicas y verdades religiosas», en Diálogos de la
física cuántica, cit., p. 69.
80. K. Wilber (ed.), Cuestiones cuánticas, cit., Introducción, p. 17.
81. Ibid., p. 117.
201
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
El austriaco Erwin Schrödinger (1887-1961), premio Nobel en
1933, fue quien descubrió la ecuación que describe el comportamiento
de los electrones, los átomos y las moléculas, hallazgo tan importante
que alguien propuso, en tono jocoso, reescribir el relato del Génesis
en los siguientes términos: «En el principio Dios creo la ecuación de
Schrödinger. Luego la tomó como modelo y fue creando todas las cosas
de acuerdo con ella».
Aunque Schrödinger coincide con Heisenberg y Pauli en oponerse
radicalmente al mecanicismo materialista del siglo XIX, su visión del
mundo es muy diferente, pues está basada en la filosofía oriental, en los
libros sagrados hindúes de los Vedas y los Upanisad82. Fue un científico
de gran cultura, humanista y místico, que escribió sobre temas muy diversos83, entre ellos la base física de la vida84, sobre lo que fue un pionero.
Era muy consciente de las limitaciones de la ciencia y de los peligros
de reducir la realidad a lo que puede ser descrito científicamente. Así
dice en un artículo titulado «¿Charlamos sobre física?»:
La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran
cantidad de información sobre hechos, reduce toda la experiencia a un
orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral
sobre [...] todo lo que realmente nos importa. No es capaz de decirnos
una palabra sobre qué significa que algo sea rojo o azul [...], no sabe
nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la
eternidad. A veces la ciencia pretende responder a estas cuestiones, pero
sus respuestas son a menudo tan tontas que nos sentimos inclinados a
no tomarlas en serio [...].
La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música
puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer
que se nos salten las lágrimas85.
Naturalmente, Schrödinger sabe muy bien cómo podemos describir
la estructura electrónica que determina el color de un cuerpo, cosa que
hacemos precisamente con la ecuación que él descubrió. Se refiere aquí
a la sensación del color (no a la percepción) que es algo que nunca podremos comunicar.
82. E. Schrödinger, Mi concepción del mundo, Tusquets, Barcelona, 1992. Los Vedas son libros sagrados del hinduismo que contienen la revelación de los dioses a los
sabios antiguos (veda significa saber). Hay tres principales: el Rigveda, que contiene himnos y plegarias, el Yajurveda, un ritual litúrgico, y el Samaveda, que recoge textos de
los anteriores con notación musical para ser cantados. Los Upanisad son comentarios y
especulaciones filosóficas (upanisad significa aproximación).
83. Íd., Ciencia y humanismo, Tusquets, Barcelona, 1985.
84. Íd., ¿Qué es la vida?, Tusquets, Barcelona, 1985.
85. Íd., «¿Charlamos sobre física?», en K. Wilber (ed.), Cuestiones cuánticas, cit., pp.
128, 130.
202
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Por esas limitaciones, la ciencia no puede decir nada sobre el reino
de la religión pues:
Se abstiene también de hablar cuando aparece la cuestión de la gran Unidad —el Uno de Parménides— del cual todos formamos parte de algún
modo [...]. El término más común para designarlo en nuestros días es
Dios —así con mayúscula—. Por lo general, la ciencia se proclama atea,
lo cual no resulta asombroso, después de todo lo que hemos dicho. Si su
imagen del mundo no contiene siquiera a lo azul, lo amarillo, lo amargo, lo dulce, ni la belleza, el placer o la pena, si la personalidad queda
convencionalmente excluida de ella ¿cómo podría contener la idea más
sublime que puede concebir la mente humana?86.
A Schrödinger le preocupa lo que ocurre con los yoes individuales
después de la muerte: ¿se terminan completamente? Se ocupa de esta
cuestión en un artículo titulado «Ciencia y religión»87, en el que se
pregunta si la ciencia puede ayudar a esclarecer algo sobre «la vida
después de la muerte». Según cree, la ayuda más importante que puede
dar ha sido «la progresiva idealización del tiempo», cuyas etapas decisivas han sido para él Platón, Kant y Einstein. Gracias a estos hombres
se ha conseguido «una formidable liberación de nuestros prejuicios»
que abre el camino a la creencia, en el sentido religioso, en un más allá.
No en la forma de experiencia ordinaria en el espacio ordinario, sino
en una en la que el tiempo no juegue ningún papel. Termina diciendo:
«Podemos afirmar que la física, en su estadio presente, sugiere fuertemente la idea de la indestructibilidad de la Mente por el Tiempo».
Schrödinger se siente muy impresionado por lo que él llama «la
paradoja aritmética»: parecen existir muchos yoes conscientes y, sin embargo, el mundo es sólo uno. Esto sugiere preguntas como la de si mi
mundo es el mismo que el de los demás.
Ve dos salidas a esta paradoja. La occidental —a la que califica de
terrible doctrina—, expresada de forma radical en la filosofía de Leibniz, con muchas unidades separadas e incomunicadas, las mónadas; y
la oriental, la unificación de las mentes o las consciencias. Que sólo
existe una Mente, así con mayúscula, de la que todos participamos es la
doctrina de los Upanisad hindúes. Schrödinger se interesa mucho en los
místicos, sobre todo en los orientales, porque ve a la manera de pensar
occidental muy necesitada de una transfusión del pensamiento oriental,
pues nuestra ciencia, en su obsesión por la objetivación —heredada de
los griegos— «se ha cortado a sí misma el camino hacia la adecuada
86. Ibid., p. 130 Cf. también Íd., La naturaleza y los griegos, Tusquets, Barcelona,
1997.
87. En Íd., La mente y la materia, Taurus, Madrid, 1958, p. 79.
203
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
comprensión del sujeto cognoscente». La ciencia occidental necesita asimilar la doctrina oriental de la identidad: todas las mentes son simplemente una, totalmente indestructible porque vive siempre en el ahora.
La pluralidad que observamos es ilusoria, nada más que una apariencia.
Schrödinger siente el fracaso de los intentos totalizadores de encerrar la vida en los esquemas fríos de la lógica, que le parece que van
contra el mandamiento fundamental de su admirado Albert Schweitzer:
«Sé reverente con la vida». La explicación de este fracaso es que la ciencia opera sólo dentro de limitados esquemas espacio-temporales. A ello
se debe el ateísmo, considerado por algunos como propio de la ciencia,
pues dice:
Ningún Dios personal puede formar parte de un modelo de un mundo
que sólo resulta accesible al precio de suprimir todo lo personal. Al sentir a Dios, lo sabemos un suceso tan real como la inmediata percepción
sensorial o como nuestra personalidad. Igual que éstas, Dios debe estar
ausente de la imagen espacio-temporal del mundo. En ninguna parte del
espacio y del tiempo encuentro a Dios: esto dice el naturalista honrado.
Y por este motivo incurre en el reproche de aquel en cuyo catecismo está
escrito: Dios es espíritu88.
Wolfgang Pauli (1900-1958) fue, según muchos, uno de los físicos
intelectualmente más brillantes de toda la historia. Werner Heisenberg,
buen conocedor de los dos, creía que su genio era incluso superior al de
Einstein, de quien todos le consideraron sucesor como el número uno
de la física teórica mundial cuando éste murió en 1955. Se le debe su
famoso principio de exclusión, según el cual dos electrones no pueden
estar en el mismo estado en un átomo, idea sin la que sería imposible
entender las propiedades atómicas y, también, el descubrimiento del
neutrino, fugaz partícula muy abundante en el universo, cuya existencia
predijo él de modo teórico veintiséis años antes de que nadie la pudiese
ver en un laboratorio.
Muy interesado en la filosofía y la psicología, mantuvo una estrecha amistad personal con el famoso psicólogo suizo Carl Gustav Jung
(1875-1961). La rica y sutil postura de Pauli sobre la ciencia y el mundo
no ha sido estudiada suficientemente todavía. Según una de sus ideas
más importantes, hay en la realidad elementos no racionales y por eso
la ciencia debe complementarse con la mística, entendida como conocimiento directo en el que el sujeto y el objeto se unifican. Sus opiniones a
este respecto están recogidas en un artículo famoso titulado «La influen-
88. «La paradoja aritmética: La unidad de la mente», en La mente y la materia, cit.;
una versión algo reducida de este artículo aparece en Cuestiones cuánticas, cit.
204
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
cia de las ideas arquetípicas en la construcción de las teorías científicas
de Kepler»89.
Johannes Kepler fue el matemático y astrónomo alemán descubridor
de las tres leyes fundamentales del movimiento de los planetas. Al estudiar el proceso que siguió para hacerlo, Pauli se plantea el problema
de cómo es posible nuestro conocimiento del mundo, es decir, cómo
podemos elaborar conceptos abstractos a partir de los datos sensoriales.
Ello se hace gracias «al postulado de la existencia en el cosmos de un
orden distinto del mundo de las apariencias» que él ve en los arquetipos estudiados por Jung, ciertas imágenes primigenias preexistentes en
el alma, no localizadas en la conciencia ni formulables racionalmente.
Tienen un alto contenido emocional, residen en la región inconsciente
del alma humana y son percibidas globalmente y no de modo analítico.
Parece claro que estamos aquí ante una versión del mito de la caverna
de Platón. Pauli cree que esos arquetipos jugaron un papel muy importante en la obra de Kepler, por ejemplo en sus asociaciones tan sorprendentes para el lector de hoy, acostumbrado a desarrollar al máximo el
análisis reduccionista en elementos constitutivos en perjuicio de la visión global. Cita como ejemplo la relación establecida por Kepler entre
el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la esfera, que le lleva a la
concepción del Sol rodeado por los planetas. Según Pauli, el atractivo
del sistema heliocéntrico se basaba para Kepler en esa correspondencia
simbólica antes que en datos experimentales.
Esto resulta sorprendente para el científico de hoy porque hemos
perdido la capacidad de sentir esas asociaciones simbólicas, pues la
ciencia natural del siglo XVII se basaba en una elaboración cristiana del
misticismo platónico, en la que el fundamento unitario de la materia
y el espíritu reside en los arquetipos. Dice Pauli: «Este misticismo tan
lúcido era capaz de ver más allá de numerosas oscuridades, cosa que los
modernos no podemos ni nos atrevemos a hacer».
Pauli compara el pensamiento científico con la mística. El primero
se vuelve hacia afuera del hombre preguntándose el porqué de las cosas,
consideradas como una multiplicidad de entes distintos. La mística, por
el contrario, se vuelve hacia el interior del hombre y trata de sentir la
unidad esencial de las cosas, llegando directamente a ellas, porque considera a lo múltiple como una ilusión. La idea, esencial en el pensamiento
científico occidental, de un mundo material objetivo independiente del
hombre y de las observaciones es para Pauli una limitación. Por el contrario, debemos vivir aceptando la tensión entre los opuestos de lo uno y
89. Publicado en Naturerklärung und Psyche («Estudios del Instituto C. G. Jung»),
Zürich, 1952; Werner Heisenberg hizo un resumen de ese trabajo titulado «La unión de
lo racional y lo místico» y publicado en Cuestiones cuánticas, cit.
205
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
lo múltiple, «reconociendo que todo intento de resolver cualquier cuestión depende de factores fuera de nuestra capacidad de control y para
los que el lenguaje religioso ha reservado siempre el nombre de gracia».
No es de extrañar que recibiese con alegría la idea de la complementariedad de Niels Bohr, según la cual, al analizar la realidad, hay
que admitir imágenes que nos parecen totalmente contradictorias, pero
que son necesarias, a la vez, para una descripción completa. Ni que
nos advierta que «nunca debe afirmarse que las tesis expuestas mediante formulaciones racionales son los únicos presupuestos posibles de la
razón humana». Por ello, se oponía a la pretensión totalizadora del darwinismo, según la cual la evolución de las especies se habría producido
únicamente por causas físico-químicas.
Pauli intentaba comprender la estructura unitaria del mundo. No
vivía en la tradición de ninguna de las religiones, pero estaba igualmente lejos de cualquier ateísmo de corte racionalista.
La biología molecular y el nuevo cientificismo: Monod
El resultado más espectacular del siglo XX en el mundo de la biología
es, sin duda, la iluminación de las bases químicas de la vida con el desciframiento del código genético. En 1953 el inglés Francis Crick, y el
norteamericano James Watson, nacidos en 1916 y 1928, descubren la
estructura de la molécula de ADN (ácido desoxirribonucleico), la famosa
doble hélice, que contiene la información genética que los padres transmiten a sus hijos. Por ello reciben el premio Nobel de Medicina en 1962
conjuntamente con Maurice Wilkins. En lo funcional, los franceses Jacques Monod (1910-1976) y François Jacob (1920-1994) demuestran que
existe el llamado ARN mensajero (ácido ribonucleico) y obtienen en 1965
el mismo premio. Por su parte, el español Severo Ochoa (1905-1993)
consigue la síntesis del ARN y comparte así el Nobel de 1959 con Arthur
Kornberg (1918-2007), quien había sintetizado el ADN.
Estos descubrimientos causaron un gran impacto, porque muestran
que las bases mismas de la vida se expresan mediante leyes físicas y
químicas. En los años transcurridos desde entonces se ha acentuado
esta convicción, tras numerosos desarrollos, sobre todo los referidos a
la ingeniería genética que manipula directamente los genes contenidos
en el ADN. Se ha producido así una curiosa inversión con respecto al
siglo XIX. El éxito de la dinámica newtoniana aplicada a la astronomía
estimulaba entonces las interpretaciones materialistas de un mundo absolutamente autónomo, al tiempo que las insuficiencias de la biología
eran interpretadas por muchos como una indicación de que la vida era
irreductible a las leyes de la materia inerte. En el siglo XX se hundió el
206
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
mecanicismo de la física —ya hemos visto las opiniones de varios físicos
cuánticos— pero, en cambio, el desciframiento de la clave de la herencia biológica impulsa hoy un mecanicismo de base bioquímica con su
objetivo de reducir toda la vida a química90.
Severo Ochoa, por ejemplo, no era creyente. Solía expresar sus
ideas citando a su antiguo amigo el filósofo Xavier Zubiri y diciendo:
«Zubiri y yo coincidíamos en casi todo, pero él veía a Dios en la creación de la materia, yo no lo sé». Cabe decir aquí que el otro premio
Nobel español, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), expresaba su opinión afirmando: «Nunca he visto el alma con mi microscopio». Sobre
él, dice Pedro Laín:
Cajal afirma textualmente que en su juvenil y definitivo apartamiento de
la fe cristiana «se habían salvado dos altos principios: la existencia de un
alma inmortal y la de un Ser Supremo, rector del mundo y de la vida»;
pero cuando intenta explicar neurofisiológicamente la génesis de la conciencia y de las ideas generales no hace la menor referencia a cualquier
género de actividad anímica91.
Un exponente del mecanicismo biológico es el francés Jacques Monod, sin duda una gran figura de la bioquímica. Es muy conocido por
su libro de 1970 El azar y la necesidad: Ensayo sobre la filosofía natural
de la biología moderna92 que causó un gran impacto dentro y fuera del
mundo de la ciencia.
Merece la pena considerarlo en detalle porque se trata de una exposición clara y rotunda del cientificismo, basado en la actualización del
mecanicismo del siglo XIX mediante la incorporación de la actual teoría
de la herencia biológica.
El mecanicismo había perdido ya validez como filosofía natural
desde el descubrimiento de que las leyes básicas de la física no son deterministas —se habló de esto en el capítulo 4—, y además no parecía
una doctrina adecuada para los seres vivos, cuya explicación requiere
elementos no deterministas. Pero Monod cree posible resucitarlo mediante la introducción del azar, de manera que la evolución biológica
consista en su conjugación con la necesidad, retomando la antinomia
90. Cf., por ejemplo, el artículo de A. Kornberg «Entendiendo la vida como química»
en el libro homenaje a Severo Ochoa, A. Fernández-Rañada (ed.), Nuestros orígenes: El
universo, la vida, el hombre, Fundación Areces, Madrid, 1990.
91. P. Laín Entralgo, Idea del hombre, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 1996, p. 73; cf. también del mismo Cuerpo y alma, Espasa-Calpe, Madrid, 1991,
pp. 208-213, y Alma, cuerpo, persona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 1995.
92. J. Monod, El azar y la necesidad, Barral, Barcelona, 1972; cf. también la novela
autobiográfica de François Jacob, La estatua interior, Tusquets, Barcelona, 1989.
207
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
que Demócrito planteara hace veinticuatro siglos: «Todo se debe al
azar y a la necesidad». La información que la molécula de la herencia,
el ADN, transmite desde una generación a otra obliga, mediante un
determinismo químico, a que los hijos sean necesariamente parecidos a
los padres, conservándose así las formas biológicas. Pero los seres vivos
evolucionan porque, de vez en cuando, el azar produce mutaciones en
esa molécula, apareciendo así un carácter nuevo, y por este mecanismo
se generan plantas y animales que no existían antes.
El libro de Monod es claro, breve y está escrito en un lenguaje
muy accesible, por lo que ha sido reeditado muchas veces y traducido
a muchos idiomas93. Empieza considerando las características de lo
vivo: teleonomía, morfogénesis autónoma e invariancia reproductiva.
La teleonomía es la propiedad de los seres vivos de estar dotados de
un proyecto, sin el que serían inexplicables. Por ejemplo, un ojo no
puede entenderse sin tener en cuenta su propósito, para qué sirve; en
ello coincide con productos artificiales como una cámara fotográfica,
un martillo o un automóvil. Por morfogénesis autónoma entiendeMonod que la forma y estructura de animales y plantas se deba a fuerzas
interiores, a interacciones morfogenéticas internas a ellos mismos que
testimonian «un determinismo autónomo, preciso, riguroso, implicando una libertad casi total con respecto a los agentes o a las condiciones
externas, capaces seguramente de trastornar el desarrollo, pero incapaces de dirigirlo o de imponer al objeto biológico su organización».
Sólo hay una clase de objetos inertes que comparten esta propiedad,
los cristales, cuya geometría simple se debe a la regularidad con que se
colocan sus átomos. La tercera propiedad es el poder de reproducir y
transmitir sin variaciones la información correspondiente a su propia
estructura, es decir, de producir descendientes con la misma estructura
y parecidos a ellos mismos.
Afirma Monod que la piedra angular del método científico es lo
que llama el postulado de objetividad de la naturaleza o, en otras palabras, la negación sistemática de toda interpretación basada en causas
finales, o sea de proyecto. Se trata, dice, de «un postulado puro, por
siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar
una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto,
de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza». Parece pues
que hay una contradicción de este postulado con la teleonomía que se
observa en los seres vivos. Por ejemplo, las abejas fabrican panales con
una estructura geométrica simple, que es precisamente la mejor para
un fin muy claro porque emplea la mínima cantidad de cera. Monod
93. Cf. la exposición de M. Benzo, El sentido de la vida, BAC, Madrid, 1986.
208
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
admite que hay aquí «una flagrante contradicción epistemológica» que
debe resolverse.
Califica de vitalistas y de animistas a quienes creen que la naturaleza
está orientada según un proyecto y examina el caso de varios filósofos y
científicos. Critica duramente al pensamiento marxista (él mismo había
sido miembro del partido comunista) porque su interpretación de la
naturaleza y de la historia incluye «un proyecto ascendente, evolutivo,
creador; volverla descifrable y moralmente significativa» y, añade: «es la
proyección animista, siempre reconocible, sean cuales sean los disfraces».
El animismo es tranquilizador, así lo cree Monod, porque atribuye a las
rocas, ríos y montañas caracteres propios de los animales, próximos al
hombre, haciendo la hipótesis de que todos los fenómenos naturales pueden explicarse por las mismas leyes que la consciencia de la individualidad propia de los seres humanos. Ello permitió establecer una profunda
alianza entre la naturaleza y el hombre, gracias a la cual éste se libra de
su horrible soledad. Monod cree que la historia de las ideas muestra los
esfuerzos de grandes pensadores —cita expresamente a Leibniz y a Hegel— por evitar la ruptura de esa alianza ante el postulado de objetividad.
Monod explica la aparición de los mitos y las leyes como un producto de la evolución para defenderse, pues «la invención de los mitos
y las religiones son el precio que el hombre debe pagar para sobrevivir
como animal social sin caer en un puro automatismo» y, además, la necesidad de encontrar un sentido a la vida es un producto de la evolución
biológica incorporado a la herencia genética. El conocimiento objetivo
ha destruido todos los mitos y las religiones, sin los que el hombre no
puede vivir porque son el fundamento de los valores. De este enfrentamiento surge la angustia del hombre de hoy.
Admite que este mismo problema se le presenta a él mismo, pues
«establecer el postulado de objetividad como la condición del conocimiento verdadero es una elección ética y no un juicio de conocimiento,
porque, según ese postulado, no podría haber conocimiento verdadero
anterior a esa elección arbitraria». Aquí se muestra Monod extraordinariamente lúcido y honesto, al reconocer que su definición de conocimiento verdadero no le basta para desterrar completamente la necesidad de una elección de valores. La consecuencia es, por lo demás,
sorprendente: al revés que muchos filósofos y sociólogos, especialmente
los partidarios de un darwinismo social, para quienes la ética se debe
basar en razones científicas, Monod admite que la ciencia surge de una
decisión ética. Sin embargo, no le preocupa esa contradicción epistemológica, pues piensa, de modo muy optimista, que una vez establecido el
axioma moral del conocimiento objetivo brotará una ética humanista y
un socialismo libre de autoritarismos. Monod lo expresa así en las últimas palabras de su libro, solemnes aunque algo retóricas:
209
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Esto es quizás una utopía. Pero no es un sueño incoherente [...]. La
antigua alianza está ya rota, el hombre sabe al fin que está sólo en la inmensidad indiferente del universo de donde ha emergido por azar. Igual
que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger
entre el Reino y las tinieblas.
Weinberg y Salam: dos visiones opuestas desde la misma ciencia
El norteamericano Steven Weinberg (1928) y el paquistaní Abdus Salam
(1926-1996), compartieron el premio Nobel de Física de 1979 por su
teoría que unifica dos de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, la
electromagnética y la débil, productora ésta de la desintegración beta de
los núcleos atómicos. Con ella predijeron en los años sesenta la existencia de tres nuevas partículas elementales, las llamadas W+, W- y Z° (sobre
trabajos anteriores de S. Glashow con quien compartieron el premio).
En ese momento no había medios experimentales para comprobar si
tenían razón y hubo que esperar varios años antes de que pudiesen ser
detectadas en el laboratorio internacional CERN de Ginebra en 1983,
precisamente con las mismas propiedades que ellos habían deducido
teóricamente. Que cuatro años antes les hayan dado el premio Nobel
indica la fe que todos tenían en su teoría. Es muy interesante comparar
sus opiniones, completamente opuestas entre sí. Según me parece, confirman una de las ideas de este libro: la ciencia por sí sola no empuja necesariamente ni a la fe ni a la incredulidad, pero se usa para racionalizar
las creencias a las que se llega por motivos complejos.
Los entornos y las ideas científicas de Weinberg y Salam son próximos, aunque sus bases culturales no lo son. Weinberg nació en Nueva
York y es profesor en Texas, mientras que Salam, ciudadano del Tercer
Mundo, creó y dirigió durante muchos años un Instituto Internacional
en Trieste cuya misión es servir de punto de contacto entre científicos
del Tercer Mundo y del avanzado. Fundó también en 1985 la Academia
de Ciencias del Tercer Mundo con el propósito de contribuir al desarrollo de los países pobres. Weinberg es decididamente materialista; Salam,
un ferviente musulmán. Veamos cuáles son sus opiniones.
Weinberg publicó un libro, Sueños de una teoría final94, en el que,
tras una brillante y atractiva exposición de las ideas más recientes de la
física, presenta su visión del mundo. En él expone su convicción de que,
en un plazo no muy largo, se conseguirá una teoría final y definitiva que
resuma en unas pocas leyes completas y consistentes el comportamiento
de los constituyentes básicos de la materia —las partículas elementa-
94. S. Weinberg, Sueños de una teoría final, Crítica, Barcelona, 1996.
210
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
les—. En esa teoría se podrán fundar todas las demás leyes de la naturaleza, pero no necesitará apoyarse en ninguna otra más profunda o más
fundamental. Su validez sería ilimitada y su conocimiento significaría
entender completamente cómo se comporta la materia. Con esa teoría
final se podría responder a todas las preguntas. La humanidad llegaría
así a la sabiduría total y absoluta. Esto le lleva, en el capítulo XI, titulado «¿Y sobre Dios qué?», a exponer sus opiniones sobre la religión,
esencialmente acordes con las de Monod, aunque basadas en argumentos tomados de la física.
Weinberg es materialista hasta el fondo y cree que ni en la vida ni
en la inteligencia hay nada que las distinga esencialmente de las cosas
inanimadas, como un trozo de roca o una silla. Tampoco cree en la
existencia de ningún estándar ni ningún valor absoluto para basar en él
la ética95. Expresa opiniones muy duras sobre los creyentes que en Estados Unidos se llaman liberales —es decir, los no dogmáticos, abiertos
a varios puntos de vista— al decir, entre otras cosas, que no llegan ni
al nivel de estar equivocados —aludiendo a una opinión de Pauli sobre
un trabajo científico especialmente malo—, juicio sorprendente habida
cuenta que Abdus Salam es uno de ellos y compartió con él un premio
Nobel.
Pero no le preocupan esos sectores de creyentes, a pesar de su confusión mental, sino los movimientos religiosos fundamentalistas, a los
que ve como responsables de gran cantidad de males, persecuciones
religiosas y guerras santas, y que, insiste en ello, no son perversiones de
la religión verdadera sino su representación fiel. Weinberg usa aquí dos
varas de medir, porque al hablar de los científicos colaboradores con
sistemas represivos y degradantes, como los que hicieron experimentos
criminales con prisioneros durante la Alemania nazi, dice que esos sí
son perversiones de la verdadera ciencia, a la que no representan.
La incredulidad de Weinberg no proviene solamente de su creencia
en que el mundo se explica a sí mismo, sino también de que el Dios de
la belleza y la armonía que a veces vemos en el mundo «sería también el
de las enfermedades genéticas y el cáncer», un Dios que no le interesa y
al que consideraría poco educado molestar con oraciones.
Por su parte, Salam es un musulmán fervoroso que ha expuesto sus opiniones sobre ciencia y religión en numerosas entrevistas96 y conferencias97
95. Ibid., cap. IX.
96. Una muy larga se recoge en el libro de J. Vauthier, Abdus Salam, un physicien,
Beauchesne, Paris, 1990.
97. Por ejemplo Religion and Science, fascículo no publicado, o sus conferencias en
Congresos Internacionales, como «Libertad religiosa» (Roma, 1983) o «La unidad de la
religiones abrahámicas» (Córdoba, 1987).
211
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
y que cita a menudo el Corán98. Es también muy conocida su actividad
en favor de la fundación de mezquitas y del culto islámico.
Ante sus diferencias de opinión religiosa con Weinberg, Salam concluye que, aunque él se sintió guiado por la armonía matemática, «mi fe
es poco importante para mi ciencia». No siente ninguna oposición entre
ser hombre de ciencia y hombre de fe, por el contrario, dice, «percibo
profundamente la unidad de estos dos aspectos míos»99. Además manifiesta una gran confianza en la oración.
Salam insiste mucho en que la ciencia no es sólo obra de la tradición
judeocristiana, sino también de la islámica. Según cree, ésta se vio estimulada por el Corán, cuyo texto contiene no menos de setecientos
cincuenta versículos exhortando a los creyentes a estudiar la naturaleza
como un mandato de Dios. Afirma que la decadencia de la ciencia árabe
desde los siglos XV y XVI se debió a la intolerancia entonces iniciada,
pues el islam era antes más tolerante que el cristianismo siendo ésa una
de las razones de la superioridad de su ciencia hasta entonces. Pero
en ese momento se produjo una inversión rápida, como lo muestra la
destrucción en 1580 por sectores religiosos radicales del observatorio
astronómico musulmán de Estambul. Significativamente ello ocurría al
mismo tiempo en que el danés Tycho Brahe (1546-1601) construía el
suyo en Uraniborg, en la isla de Hven, donde se iban a elaborar las
tablas de movimiento de los planetas que permitirían a Kepler abrir
la puerta a la astronomía moderna. Por eso, Salam emplea su enorme
prestigio en el mundo musulmán a favor de la tolerancia y en contra del
radicalismo religioso que considera contrario al espíritu del islamismo.
En sus conferencias, Salam habla de cuatro aspectos de la trascendencia de Dios: 1) el creador del mundo y del hombre, 2) el que
responde a las oraciones, 3) la representación de la belleza eterna y 4) el
inspirador de profetas y santos. También ve aspectos secularistas como
el Dios que guarda la ley moral, da sentido a la historia, define el ideal
de conducta o premia y castiga. Segun dice, conoce muchos científicos
que aceptan los primeros tres aspectos de la trascendencia, pero no tantos que asuman los aspectos secularistas.
98. Para Salam el libro sagrado del islam es muy importante. Lo citó por ello ante el
rey de Suecia, cuando hizo un brindis en 1979, durante los actos de entrega de los premios
Nobel, diciendo: «La creación de la física es una herencia de toda la humanidad. El Este, el
Oeste, el Norte y el Sur han participado igualmente en su extensión. En el Libro Santo del
islam, se dice: ‘No se ve nada en la creación del Muy Misericordioso que no sea perfecto.
Volved vuestra mirada, ¿veis algún defecto? Volvedla una y otra vez. Vuestra mirada se deslumbra, pero no se cansa’. Ésta es la ley de todos los físicos. Cuanto más buscamos, mayor
es nuestro asombro y más se deslumbra nuestra mirada». Nótese la semejanza con la frase
del apóstol Santiago que Maxwell hizo escribir en una capilla (véase más arriba, p. 181).
99. Cf. J. Vauthier, Abdus Salam, un physicien, cit., p. 72.
212
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Salam tiene, como Einstein, un profundo sentido del misterio y de
lo maravilloso, un misterio que no podrá nunca ser eliminado por la
ciencia sino, por el contrario, impulsado y potenciado. Cita a menudo
en sus escritos los versos del poeta árabe Faiz Ahmad Faiz: «Emocionado por el misterio que encierran, disequé más de una vez el corazón de
las más minúsculas de las partículas. Pero el asombro de mi ojo, mi fascinación, no se ha saciado». Quizá por ello, no cree que la ciencia llegue a
saberlo todo y se opone radicalmente a reducir la inteligencia a las leyes
de la química, como hace Weinberg, pues «la relación mente-cerebro es
una dualidad no limitada por las partículas»100, y rechaza los esfuerzos
por construir un modelo de universo autosuficiente creador de sí mismo. Salam cree en un más allá —puramente espiritual y sin resurreción
de la carne, al modo islámico— y espera encontrar allí a su padre, a cuyo
recuerdo se siente muy unido. Al final de una entrevista, es preguntado
cómo quiere terminar101, a lo que contesta hablando de nuevo sobre
lo maravilloso de la dimensión espiritual de la vida que, según afirma,
es el mensaje verdadero de la fe de Abraham, con esta cita del Corán:
Aunque todos los árboles se hiciesen plumas,
Aunque los siete océanos fuesen de tinta,
No bastarían para escribir las maravillas del Altísimo
Porque es sabio y poderoso102.
Mott, Eccles y la consciencia
Emparejo ahora al físico sir Nevill Mott y al biólogo sir John Eccles, los
dos famosos y premios Nobel, porque coinciden, a la hora de hablar de
su fe en Dios, en atribuir un papel importante a la consciencia.
Para el primero ésta será siempre inexplicable por la ciencia, el segundo la entiende en el marco de una teoría dualista de la relación mente-cerebro, basada en el esquema de los tres mundos de Popper.
El británico sir Nevill Mott (1905-1995) obtuvo el premio Nobel de
Física en 1977 por sus trabajos sobre metales y semiconductores. Partiendo de las ideas de Heisenberg y Schrödinger, descubrió propiedades
importantes de esos materiales, fundamentales para la microelectrónica
que tanto está revolucionando la vida de los hombres de hoy. Sus trabajos
tienen, pues, un carácter aplicado, al revés de lo que ocurre con muchos
de los científicos de los que habla este libro. Fue director del famoso laboratorio Cavendish de Cambridge desde 1954 hasta su retiro en 1971.
100. Ibid., p. 97.
101. Ibid., p. 109.
102. Corán 31, 27.
213
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Nevill Mott no fue educado religiosamente y no sintió ningún interés especial por la religión hasta sus cincuenta años. Siendo entonces
director del Cavendish, fue invitado por el vicario de la iglesia de la
Universidad de Cambridge a participar en una serie de conferencias
sobre ciencia y religión. Eso le hizo leer y meditar mucho103, llevándole
a pensar que el concepto de Dios es plenamente significativo, aunque
no pueda ser expresado en términos científicos ni sirvan para él los
métodos analíticos propios de la ciencia. Se convenció también de que
abandonar ese equipaje racional para buscar a Dios no supone, para un
científico, ninguna deshonestidad intelectual. Llegó así a concluir que
ciencia y religión no se contradicen porque las verdades científicas y las
religiosas no son de la misma naturaleza y, como consecuencia, empezó
a participar en las actividades de su parroquia de la Iglesia anglicana y
lo continuó haciendo junto con su mujer Ruth hasta su propia muerte,
en su retiro en el pueblo de Aspley Guise cerca de Cambridge.
Unos años tras su conferencia, reunió varios textos de científicos y
publicó con ellos un libro titulado ¿Pueden creer los científicos?104. El
artículo con que él mismo contribuye a ese volumen, «¿Cristianismo
sin milagros?», expone en detalle su postura, a través de las razones de
su opinión de que no hay milagros, es decir, actos de Dios en los que
se violen las leyes de la naturaleza. Más precisamente, intenta «mostrar
que es posible creer en un Dios activo en el mundo, pero que no realiza
la clase de milagros descritos en los Evangelios». Una de sus razones
es que, si existiesen los milagros, ¿por qué no los hace Dios con más
frecuencia para evitar tantas desgracias como vemos cada día? Su respuesta es que Dios no es esa clase de ser. Más aún, le repugnaría creer
en un Dios que juega con las leyes de la naturaleza para asombrar a los
hombres. Por el contrario, hace la hipótesis de que Dios sí se relaciona
con los hombres y mujeres que lo buscan, pero que lo hace en el marco
de las leyes naturales.
La existencia del mal y el sufrimiento le hace preguntarse por qué
creó Dios un mundo tan lleno de crueldad, por qué no lo hizo distinto
o no creó simplemente un mundo vegetal. Le parece que la solución a
ese enigma es que Dios no es omnipotente ni omnisciente y por ello no
puede conocer los detalles del futuro.
Opina Mott que la palabra «verdad» tiene muchos significados.
Está la verdad científica, la verdad de la vida ordinaria y la verdad
103. Cf. su autobiografía, A life in science, Taylor and Francis, London, 1986; el apéndice 3 de este libro contiene el texto de la conferencia.
104. N. Mott (ed.), Can scientists believe? Some examples of the attitude of scientists
to religion, James and James, London, 1991; Íd., «The soul and the brain»: Revista Española de Física 10/2 (1999), pp. 11-12.
214
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
religiosa —ésta de naturaleza totalmente distinta a las demás—. Al
comparar las verdades científicas y religiosas, observa criterios de verdad tan diferentes, que deplora que se haya perdido el latín porque
podría usarse la palabra latina veritas para las religiosas y «verdad», en
cada idioma moderno, para las otras105. Cree posible participar en una
Iglesia sin aceptar de modo literal todas las afirmaciones de su culto
—eso mismo le ocurre a él—, y lo justifica de manera interesante: esas
afirmaciones son parte de la historia de la religión. Pues dice que el
fracaso de algunos intentos de renovación formal de la liturgia se debe
a que el contenido del cristianismo no puede desgajarse sin distorsión o
mutilación de la forma en que se generó, ni puede insertarse sin más en
los esquemas mentales del mundo moderno, pues sólo se puede comprender la religión a través de la experiencia de los siglos: la historia es
esencial en lo religioso.
Y por eso cree Mott que la función de los cultos es unir en un lugar
y un tiempo a todos los fieles de todos los lugares y todos los tiempos,
desde el pasado hasta el presente, precisamente lo que hacen los textos
tradicionales —por lo que un científico que se aproxima a Dios puede
entenderlos de ese modo, como su enlace con la larga historia de la
aventura religiosa—. Ve las verdades del cristianismo como afirmaciones o doctrinas santificadas por la tradición, sobre las que cada uno
de nosotros debe meditar para encontrarles su sentido, concentrándose
luego sobre aquellas que le parezcan significativas. Fue esta reflexión
la que le movió a escribir ese artículo, pensando en las numerosas personas que desearían participar en una Iglesia, pero no lo hacen por no
creer algunos de los dogmas. Se lamenta del auge de la interpretación
literal y dice: «Cada ser humano debe encontrar las creencias que le
ayuden mejor a acercarse a Dios».
Es curioso que a Mott le parezca bien la falta de uniformidad religiosa, precisamente uno de los argumentos que emplea Weinberg en
contra de la religión. De nuevo hay aquí falta de acuerdo entre los
científicos.
Para Mott es muy importante la caída del mecanicismo determinista,
gracias a la introducción de un azar esencial por la teoría cuántica (véase
más arriba el capítulo 4). Por eso no tiene ningún problema para creer
en el libre albedrío. Y sobre ello hace una afirmación radical, completamente contraria a la creencia de Monod y Weinberg: ni la ciencia ni
la psicología podrán explicar nunca la consciencia humana, es decir, el
105. Este comentario de Mott recuerda a la teoría de las dos verdades del filósofo hispano-árabe Averroes (1126-1198), defendida en Europa por Sigerio de Brabante (12351281). Según ella, no es necesario conciliar la fe y la razón, la Biblia y la ciencia, porque
cada una es verdad en su ámbito y en su lenguaje. Santo Tomás se opuso a esta idea.
215
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
conocimiento inmediato del yo íntimo, del estar vivo, de las sensaciones
o de los propios actos, porque es algo que está fuera y más allá de la
física y de la química.
Coincide en esto con otro físico famoso, Brian Pippard, su sucesor
en la cátedra Cavendish de Cambridge, quien expresa así la misma idea:
[Será siempre imposible que] un científico, incluso con acceso ilimitado
al más poderoso ordenador imaginable, llegue a deducir de las leyes
de la física que una cierta estructura compleja —él mismo— pueda ser
consciente de su propia existencia.
Y precisamente en esa consciencia humana, fuera del alcance de la
ciencia, es donde Mott ve la relación entre Dios y el hombre. Comprende muy bien que es reo de aceptar una forma, aunque sea limitada, del
Dios tapaagujeros, pero afirma, con Pippard, que hace una excepción
justificada porque está convencido de que ahí habrá siempre un agujero.
Mott es fideísta, al decir: «Creo en Dios porque quiero hacerlo», y
rechaza la vía racional hacia lo divino, porque, en cuanto hablamos de
Dios, lo falsificamos necesariamente: el silencio debería sustituir a la
palabra al hablar de Dios, pues el silencio está en la naturaleza de la teología. Se declara muy influido por Küng, especialmente en su afirmación
de que «la fe cristiana es simultáneamente un acto de conocimiento, de
voluntad y de sentimiento».
El neurofisiólogo australiano John Eccles (1903-1997) recibió el
premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1963 por sus trabajos sobre
la transmisión sináptica en el sistema nervioso central. Las sinapsis son
las uniones entre las neuronas o células nerviosas. A través de ellas
pasan de una neurona a otra los impulsos eléctricos que transmiten
las sensaciones de los sentidos y las órdenes a los músculos, así como
los que intervienen en los pensamientos. Son por tanto elementos
esenciales en la dinámica del cerebro y de todo el sistema nervioso,
cuyo funcionamiento se basa en la descarga por parte de las neuronas
de sustancias químicas especiales conocidas como neurotransmisores.
Una de las esperanzas del cientificismo, para el que absolutamente
todo podrá ser reducido a términos científicos, es dar una explicación
física del pensamiento basada únicamente en flujos de energía o de
materia, pues cree que el cerebro no es más que un ordenador o computador hecho de carne. A ese punto de vista se le llama monista. En
cambio se llama dualista a la opinión de que, en el pensamiento, hay a
la vez elementos materiales y no materiales. Weinberg y Monod, por
ejemplo, son monistas; acabamos de ver que Salam y Mott no lo son.
Eccles, tampoco.
Desde su perspectiva decididamente darwinista, Eccles se ha inte216
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
resado mucho en la evolución del cerebro106, proceso esencial para la
aparición del hombre moderno a partir de formas arcaicas —pasando
por homínidos primitivos como el Australopithecus africanus, extinguido hace unos dos millones de años, y por los más recientes pero todavía
antiguos Homo habilis y Homo erectus, desaparecidos hace un millón y
medio y medio millón de años, respectivamente107—. Eccles defiende un
concepto religioso de la generación de la autoconsciencia porque «en el
núcleo de nuestro mundo mental [...] existe un alma creada por la divinidad». Escribe que «la trascendencia del hombre ha sido la motivación
de toda la obra de mi vida» y cree que «al misterio humano lo ha degradado increíblemente el reduccionismo científico, con sus pretensiones
de un materialismo prometedor de explicar todo el mundo espiritual
en términos de patrones de actividad [eléctrica] neuronal. Esta creencia
tiene que ser calificada como superstición»108.
El libro editado por N. Mott ya citado incluye un trabajo de Eccles con el significativo título «El misterio de ser humano»109, en el que
resume sus opiniones religiosas. En vez de tomar una postura reduccionista, como lo hace Weinberg, se sitúa en el esquema de los tres mundos
propuesto por el filósofo Karl Popper, con quien escribió un libro110.
Popper propone la idea de que todas las cosas que podamos imaginar
se pueden ordenar en tres mundos, dos de los cuales están constituidos
por objetos no materiales. De modo más preciso, esos mundos son:
El mundo 1 es el de la materia y la energía y contiene todos los objetos materiales, que son de tres tipos: los inorgánicos como las piedras, el
mar y las estrellas; los biológicos, sustratos materiales de los seres vivos
incluyendo el cerebro; y los artefactos fabricados por el hombre, como
un martillo o un televisor o la base material de los libros, los cuadros y
las partituras musicales.
El mundo 2 contiene los estados de la consciencia y el conocimiento
subjetivo, las experiencias de los sentidos externos como el color, el
sonido, el gusto o el tacto y las de los sentidos internos, incluyendo las
emociones, recuerdos, pensamientos o sueños.
El mundo 3 es el del conocimiento en sentido objetivo, e incluye la
herencia cultural, los sistemas de conocimiento científico y filosófico,
106. J. Eccles, La evolución del cerebro: creación de la conciencia, Labor, Barcelona,
1992.
107. Para una descripción clara del proceso de evolución humana, cf. también el libro
de Francisco J. Ayala, Origen y evolución del hombre, Alianza, Madrid, 1980.
108. J. Eccles, La evolución del cerebro, cit., p. 229.
109. J. Eccles, «The mystery of being human», en N. Mott (ed.), Can scientists believe?, cit.
110. J. Eccles y K. Popper, El yo y su cerebro, Labor, Barcelona, 1985.
217
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
el arte, la historia, etc., codificados y recogidos en sustratos materiales
como libros, cuadros o partituras.
Como ejemplo, un libro está relacionado con los tres. Considerado
como objeto material de papel y cartón, está en el mundo 1, las experiencias que tenemos al leerlo están en el 2 y su contenido, las ideas que
defiende o las historias que cuenta, están en el mundo 3. Desde el punto
de vista estrictamente materialista, los mundos 2 y 3 no son más que
ciertas disposiciones de las partículas del cerebro. Para Popper y Eccles
son mucho más que eso.
Es importante comprender que el núcleo del mundo 3 está constituido por el lenguaje humano y sus productos —novelas, poesías, teorías científicas, leyendas, costumbres...— y que apareció en un cierto
momento importante de la evolución biológica: cuando se inventó el
lenguaje. Por eso y a pesar de su semejanza con el mundo de las ideas de
Platón, es claramente distinto por ser un producto humano.
Karl Popper propuso su teoría de los tres mundos motivado por su
interés en el problema mente-cuerpo —cómo se relacionan la mente y
su cerebro—, que considera como el más grande, más antiguo y más difícil de los problemas metafísicos111. Por ello, cree que para estudiarlo es
preciso renunciar a las pretensiones científicas. Además, el planteamiento tradicional debe ser reformulado, pues no sólo se trata de la relación
entre la mente y su base material, el cerebro, sino también la que tiene
con sus productos intelectuales y culturales.
Eccles —usando el modelo de Popper— hace notar que la emergencia y el desarrollo de la consciencia en el mundo 2, gracias a una
interacción con el mundo 3, el del entorno cultural, y con base física
en el mundo 1, es un proceso enormemente misterioso, un enigma ya
reconocido por Descartes al preguntarse cómo interactúan la mente y
el cerebro. Eccles propone una hipótesis, basada en su interpretación
de numerosos experimentos, según la cual la mente no material puede
influir en la acción sináptica sin violar ninguna de las leyes de conservación de la física. Para ello es esencial el hecho comprobado de que la
cantidad de neurotransmisor liberada cada vez por una neurona en un
proceso de pensamiento sea muy pequeña —del orden de un attogramo, es decir, de una millonésima de billonésima de gramo—, tanto que
sigue las leyes de la física cuántica, en especial el principio de incertidumbre de Heisenberg. Su conclusión: es imposible que el pensamiento esté físicamente determinado de manera estricta (cabe recordar que
Niels Bohr decía que si un físico, tras estudiar el estado de su cerebro,
pretendiese predecir lo que va a hacer una persona, ésta podría siempre
hacer lo contrario con toda tranquilidad).
111. K. Popper y K. Lorenz, El porvenir está abierto, Tusquets, Barcelona, 1992.
218
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
En su modelo, Eccles parte del hecho comprobado de que las neuronas se agrupan en el cerebro en haces llamados dendrones. Formula
como hipótesis que todos los sucesos y experiencias de la mente, situados en el mundo 2, están compuestos por unidades mentales actuando
cada una en relación con un dendrón, a las que llama psicones. Cada
psicón es una experiencia psíquica única, no reducible a términos materiales: la teoría de Eccles es, pues, dualista. Él está convencido de que
es la única manera de poder explicar la sensación global de nuestro
estado de consciencia, muy clara e intensa para todos. Ve pruebas de
ello en muchos experimentos sobre actividad cerebral, sólo explicables,
según él, admitiendo la acción de una mente inmaterial sobre el cerebro
material112.
Al revés que otras, esta teoría no tiene ningún problema con la existencia de la libertad humana, tan profundamente sentida por todos.
Además, según afirma Eccles, el concepto religioso de alma se ve reconocido en el de psicón, que puede organizarse en complejos de psicones, en el mundo 2, en la interacción entre los sentidos exteriores y los
interiores, explicándose así la misteriosa unidad del yo pensante. Por
ello, dice, los creyentes no deben temer nada de los descubrimientos de
la ciencia, aunque sí pueden sentirse desconcertados —como también
se siente él— por las técnicas inquisitoriales de los materialistas dogmáticos. Muy al revés, como Einstein decía: «La ciencia sin religión está
coja, la religión sin ciencia está ciega».
Uno de los últimos párrafos de su libro sobre la evolución del cerebro es el siguiente:
Hay dos conceptos religiosos fundamentales: uno es Dios, el creador del
cosmos con sus leyes fundamentales, comenzando por el diseño cualitativamente exquisito del Big Bang y sus consecuencias, el Dios trascendente
en el que creía Einstein; el otro es el Dios inmanente al que debemos
nuestra existencia. De algún modo misterioso, Dios es el creador de
todas las formas vivientes en el proceso evolutivo y, particularmente en
la evolución homínida de las personas humanas, cada una de ellas con su
yo consciente de un alma inmortal113.
112. Nótese que Eccles afirma que la ciencia, con sus métodos basados únicamente en
el estudio de entes materiales, ni puede ni podrá dar una explicación completa del pensamiento, más allá de asegurar, como lo hace él, la existencia de elementos no materiales.
Por ello, no hay contradicción con la hipótesis de Mott antes expuesta, enunciable como
«no puede haber ni física ni química de psicones».
113. J. Eccles, La evolución del cerebro, cit., p. 230.
219
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Richard Feynman
El norteamericano Richard Feynman (1918-1988) es una personalidad
fascinante de la ciencia del siglo XX. Uno de los más grandes físicos
teóricos que contribuyó sobre todo a la teoría de la superfluidez, a la
de las fuerzas débiles entre partículas elementales y a la electrodinámica
cuántica —que describe la interacción entre electrones y fotones—, recibió por esta última el premio Nobel de Física en 1965. Extraordinario
profesor, polemista agudísimo, iconoclasta, mago de la ciencia, tocador de bongo y pintor, podría haber sido un showman famoso en todo
el mundo. Probablemente, es el único de los galardonados con un Nobel
que ganara también un premio como intérprete de samba en un carnaval de Río de Janeiro —tocando un instrumento llamado frigideira en
el conjunto Farçantes de Copacabana114—. Era y se declaraba agnóstico,
pero estaba abierto a la religión.
Como tantos científicos, Feynman era muy sensible al misterio de la
naturaleza y tenía una percepción estética de la ciencia. Sentía que, al aumentar el conocimiento, crece el misterio y se hace más profundo y maravilloso, incitándonos a adentrarnos aún más en él. La contemplación
de la naturaleza desde las leyes que descubre la ciencia, le producía una
gran emoción y, por eso, decía: «Pocas personas no científicas tienen ese
tipo particular de experiencia religiosa»115. Durante una visita a los laboratorios Bell, le enseñaron una impresionante novedad: un microscopio
de efecto túnel con el que estaban observando las primeras imágenes de
átomos jamás conseguidas —de sicilio y de oro concretamente—. ¡Veinticuatro siglos tras Demócrito, se podían ver, por fin, los átomos! Un
físico llamado Phil Platzmann estaba dando explicaciones. Feynman le
interrumpió: «¡Cállate, Platzmann! Ésos son los átomos; eso es religión.
No hables: ¡tan sólo mira! ¡Eso es Dios: los átomos están ahí!»116. La vista de los átomos en el microscopio era una experiencia religiosa para él.
La duda, la inevitabilidad de la incertidumbre y el carácter provisional
de todo conocimiento eran muy importantes para Feynman y así dice: «Es
nuestra responsabilidad como científicos proclamar el valor de la libertad
114. Para apreciar la singularísima personalidad de Richard P. Feynman, cf. sus libros
¿Está usted de broma señor Feynman?, Alianza, Madrid, 1985, y ¿Qué te importa lo que
piensen los demás?, Alianza, Madrid, 1988. Cf. la biografía de J. Mehra, The beat of a
different drum: the life and science of Richard Feynman, Clarendon Press, Oxford, 1994.
El capítulo 25 trata de sus opiniones religiosas; según Mehra, Feynman estuvo siempre
interesado en la relación ciencia-religión.
115. R. Feynman, «The value of science»: Engineering and Science (diciembre de
1955), p. 14.
116. J. Mehra, op. cit., p. 593. Mehra se entrevistó con Platzmann antes de poner por
escrito la anécdota.
220
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
y enseñar a dudar»117. Esta convicción estaba en la médula de sus ideas
sobre el papel de la ciencia. En una conferencia dada en Pisa en 1964,
para conmemorar el cuarto centenario del nacimiento de Galileo, se pronunció rotundamente en contra de las verdades absolutas. Hablando del
sentido de la vida, que siempre ha preocupado tanto al hombre, dice: «La
pregunta es la misma, pero las respuestas son muy diversas»118. Feynman
cree que, al reconocer que no tenemos una única respuesta, llegamos
al mar abierto, porque «decidir sobre la respuesta no es científico. Para
progresar, es necesario dejar entreabierta la puerta de lo desconocido
[...]. Estamos sólo en el principio del desarrollo de la raza humana. Es
responsabilidad nuestra no dar ahora una respuesta final [...] porque
estamos encadenados a los límites de nuestra imaginación de hoy...»119.
Para Feynman, hay dos cuestiones importantes: ¿por qué es difícil
encontrar la consistencia entre ciencia y religión? y ¿vale la pena intentarlo?
Respecto a la primera, cree que el problema está en que la ciencia
debe estar siempre basada en la duda, imperativa para ella, mientras
que la religión exige una creencia total en la existencia de Dios. Como
no hay verdades absolutas, no se debe preguntar ¿existe Dios?, sino
¿cuánto de probable es que exista Dios? Además, la contemplación de
la inmensidad del universo y de cómo operan las leyes inmutables de
la física «producen reverencia y misterio (y hacen pensar) que es inadecuada la idea de que todo fue arreglado por Dios para contemplar la
lucha del hombre con el bien y el mal»120. Pero, por otra parte, aunque
la presencia humana en el ingente cosmos parece fútil, su relación con
los animales y las cosas, a lo largo de la evolución cósmica y biológica,
sugiere una posibilidad: «El hombre es un recién llegado a este vasto
drama, ¿podría ser que todo lo demás fuese tan sólo un andamio para
su creación?».
En relación con la segunda pregunta, Feynman cree que aunque
lo que llama aspectos metafísicos de la religión —qué son las cosas, de
dónde vienen, qué es Dios— pueden entrar en conflicto con la ciencia,
los aspectos morales no se ven afectados por ello pues «las cuestiones
éticas están fuera del ámbito científico», diciendo: «Hay una consistencia completa entre esos aspectos de la religión y el conocimiento científico». Y así contesta definitivamente a la pregunta, al decir:
117. R. Feynman, «The value of science», cit., p. 15.
118. Íd., «The role of scientific culture in modern society»: Supplemento al Nuovo
Cimento IV/2 (1966), pp. 492-526, cita pp. 502-503.
119. Ibid.
120. Íd., «The relation of science and religion»: Engineering and Science (junio de
1956), p. 22.
221
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
La civilización occidental se basa en dos herencias. Una es el espíritu
científico de aventura en lo desconocido [...], la actitud de que todo es
incierto, es decir, la humildad del intelecto. La otra es la ética cristiana
—el amor, la hermandad de todos los hombres, el valor del individuo—,
o sea, la humildad del espíritu. Son dos herencias lógicamente consistentes. Pero la lógica no lo es todo; para seguir una idea, es necesario el
corazón. ¿Cómo conseguir la inspiración para que esos dos pilares de la
civilización occidental se mantengan juntos, en pleno vigor y sin temores mutuos? Éste es el problema central de nuestro tiempo [la cursiva es
mía]121.
Charles H. Townes, descubridor del máser y del láser
El norteamericano Charles H. Townes, nacido en 1915, recibió el premio Nobel de Física de 1964 por su descubrimiento del máser, dispositivo para producir haces muy intensos de microondas, usado en
telecomunicaciones e imprescindible en los viajes espaciales y en los
radiotelescopios. También inventó el láser —en colaboración con Arthur
Schawlow—, aparato parecido al máser, pero con luz visible en vez de
microondas, cuyas aplicaciones son incontables. Trabajó durante muchos
años en el desarrollo del radar y en astrofísica. En este campo, destacan
sus métodos para la detección de moléculas orgánicas en el espacio, de
las que su equipo descubrió muchas entre las décadas de los años sesenta y noventa del pasado siglo, las de amoniaco y agua, por ejemplo. La
mera existencia de tales moléculas fuera de la Tierra es muy importante
para la generación de la vida, pues si se condensan en planetas o son
llevadas a ellos por cometas, pueden servir de iniciadores de la química
prebiótica.
Townes, que asegura: «Creo en el concepto de Dios y en su existencia, lo que tiene un papel muy importante en mi vida», ha escrito
una autobiografía122 y varios textos en los que expone su punto de vista
sobre la ciencia y la religión. Desde niño, sintió una gran admiración
ante la naturaleza —que le parece «tan claramente hecha por Dios»
(so obviously God-made)123—, una intensa sensación de maravilla y un
fuerte deseo de entenderla.
Dice Townes que su fe conformó mucho de su manera de actuar e
incluso le ayudó en su trabajo de laboratorio. De forma concreta cita
121. Ibid., p. 23.
122. Ch. H. Townes, How the laser happened: adventures of a scientist, Oxford University Press, New York, 1999.
123. Íd., «Reflections on my life as a physicist»: CTNS Bulletin (Berkeley, California),
12/3, p. 1.
222
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
dos características que debe tener todo científico —especialmente si,
como él, tiene responsabilidades de dirección— y que emanan naturalmente de una visión religiosa. En primer lugar, la costumbre de hablar
con todos y escuchar a todos, para tomar luego las decisiones que parezcan más justas, aunque sean poco populares (seguir esta norma es
la causa de que, a veces, sea considerado como un conservador en su
Universidad de Berkeley y como un radical en Washington cuando asesora al gobierno). En segundo lugar, la religión le enseñó a disentir con
humildad, lo que considera muy bueno para la práctica de la ciencia,
dada la provisionalidad de todo el conocimiento científico.
La pregunta «¿por dónde aparece Dios?» no tiene sentido para él,
pues «si uno es creyente, está siempre aquí y en todas partes; está en todas las cosas. Para mí, Dios es personal y omnipresente, una gran fuente
de fortaleza»124. Para explicar su sensación de que Dios existe, a pesar
de tantas opiniones en contra, recurre a una imagen:
Es como el libre albedrío, que no tiene lógica en términos de la ciencia
hoy conocida. Sin embargo, nuestra impresión de actuar libremente es
muy intensa y no dudamos que tal contradicción se debe a lo incompleto
de nuestro conocimiento. Y así, al tiempo que preguntamos si existe una
figura como Dios, lo sentimos fuertemente —lo mismo en este instante
como al reflexionar sobre todo lo ocurrido en nuestras vidas125.
Comparando ciencia y religión, dice que sus campos «son actualmente mucho más similares y paralelos de lo que nuestra cultura
supone», y también:
El fin de la ciencia es descubrir el orden del universo, para entender a las
cosas y al hombre [...]. El fin de la religión es llegar al entendimiento (y
la aceptación) del propósito y el sentido del universo y de cómo encajamos en él [...]. Aunque entender el orden no es lo mismo que entender
el sentido, no son cosas muy lejanas, como sugiere el idioma japonés, en
el que física se dice butsuri, cuyo significado literal es las razones de las
cosas, ligando así la naturaleza y el sentido del universo [...]. La mayoría
de las religiones ven un origen unificador de ese sentido; es a esta fuerza
suprema cargada de propósito a lo que llamamos Dios126.
Otra semejanza que ve entre ciencia y religión está en el papel que
en las dos juega la fe. Normalmente, ésta se asocia con la religión, pero
muchos la consideran incompatible con la ciencia. Y, sin embargo, «la
124. Ibid., p. 7.
125. Ibid.
126. Íd., «The convergence of science and religion»: The Technological Review (MIT),
68/7, p. 1.
223
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
fe es esencial para un científico, que siempre debe estar comprometido
íntimamente con la creencia en que hay orden en el universo y en que
la mente humana puede entenderlo»127.
Townes hace una comparación curiosa en apoyo de la tesis de que,
sin fe, no habría ciencia: dice que Einstein se parece a Job. Su famosa
frase, grabada en alemán en el Fine Hall de Princeton, «Dios es sutil,
pero no malicioso», muestra su fe en que el mundo puede ser complicado y difícil de entender, pero no es arbitrario ni ilógico. Einstein pasó la
segunda mitad de su vida buscando una formulación unificada de la gravedad y el electromagnetismo —como Maxwell había conseguido hacer
con la electricidad y el magnetismo—, sin conseguirlo. Eran muchos los
que aseguran que seguía una pista falsa, a causa de una manía personal,
propia de quien ha perdido el contacto con la realidad. Mas su fe en la
unidad y el orden de la naturaleza le hizo dedicar treinta años de su vida
a esa búsqueda de unificación. Lo hizo en una gran soledad intelectual,
incomprendido por todos, porque era algo imposible para la ciencia de
ese momento. Hoy, sin embargo, es una de las banderas de la física de
las partículas elementales. Por esa profunda fe, mantenida a pesar de la
abrumadora evidencia en contra, es por lo que Townes le compara con
el Job del Antiguo Testamento, que seguía creyendo en Dios, a pesar del
sinsentido de todas sus desgracias128.
Townes se plantea la tremenda contradicción que hay entre la idea
de un Dios creador y bondadoso y la existencia del mal y el sufrimiento.
Pero ve en ello otro parecido entre ciencia y religión. Pues, según el
teorema de Gödel (véase más abajo el capítulo 8), la ciencia no se puede
librar de paradojas e inconsistencias: muy al contrario, se ve forzada a
vivir con ellas. Además, debe partir de ideas primeras, a las que no se
llega por lógica, sino mediante intuiciones repentinas que, le parece así,
merecen el nombre de revelaciones.
Todo eso le hace creer que las dos estructuras deben converger en
el futuro. Porque además, rechaza frontalmente la idea de que la ciencia sola pueda llegar a explicarlo todo. Por ejemplo, dice, con Niels
Bohr, que la percepción del hombre como totalidad y su constitución
en términos de sus componentes físicos son aspectos complementarios,
aparentemente contradictorios, pero necesarios los dos para una descripción completa. Y añade:
No me parece que haya ninguna justificación para la opinión dogmática
de que el notable fenómeno de la individualidad humana pueda expre-
127. Ibid., p. 7.
128. Ibid.
224
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
sarse, completa y únicamente, en términos de las leyes de los átomos y
las moléculas129.
Arthur Schawlow (1921-1999) fue coinventor del láser con Charles
Townes, además de ser cuñado suyo130. Los dos fueron coautores de un
libro fundamental, Microwave Spectroscopy, en 1955. Luego Schawlow
continuó trabajando en espectroscopía de láseres, es decir, en el estudio de láseres con distintas frecuencias y constituidos con diferentes
materiales, tema importante para la generalización de sus aplicaciones.
Por ello recibió el premio Nobel de Física en 1981. Como Townes,
era sinceramente creyente y practicante, afiliado a la Iglesia Metodista.
No publicó textos sobre religión como su cuñado, pero sí se expresó
inequívocamente en ese sentido. Suya es la frase: «Al enfrentarnos con
las maravillas de la vida y el universo, debemos preguntarnos ‘por qué’
y no solamente ‘cómo’. La única respuesta posible es religiosa... Siento
a Dios en el Universo y en mi propia vida».
Otro de los científicos del láser es William Phillips (1948), que trabaja en el National Institute of Standards and Technology de Estados
Unidos. Como muchos investigadores norteamericanos lleva barba y
vaqueros y calza zapatillas de correr. Tiene fama de campechano y de
tener siempre mucha prisa. Es irónico que una persona así se haya pasado muchos años estudiando la física de la lentitud, pues su tema de
investigación es el enfriamiento de átomos con láseres. Los átomos están siempre moviéndose muy deprisa (en la atmósfera en condiciones
normales, las moléculas de oxígeno y de nitrógeno tienen una velocidad media de unos 1800 kilómetros por hora). Para estudiarlos mejor
conviene que se muevan despacio, o sea, que se enfríen, pues frenarlos
y enfriarlos viene a ser lo mismo. Phillips y sus colaboradores han conseguido llevarlos a temperaturas de sólo unas pocas milmillonésimas de
grado sobre el cero absoluto, la temperatura más baja de todo el universo. Por ello le dieron el premio Nobel de Física en 1997. Siente una
emoción casi religiosa al contemplar los átomos, similar a la que sentía
Feynman, y como Townes se maravilla ante el universo, pareciéndole
imposible que haya surgido por el mero azar.
Junto a su mujer es miembro de una iglesia Metodista desde 1979,
caracterizada por su diversidad étnica y racial. Eso les gusta porque querían educar a sus hijos en un ambiente de diversidad que les parece muy
enriquecedor. Tras recibir el premio Nobel, hizo público su compromiso
religioso y fue poco después miembro fundador de la Internacional So129. Ibid., p. 9.
130. Una biografía suya en forma de entrevista realizada en 1984 está publicada en A.
Schawlow, «The Playful Physicist»: Physics in perspective 6 (2004), pp. 310-343.
225
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
ciety for Science and Religion, dedicada al estudio interdisciplinar de la
ciencia y la religión. Participa también en las conferencias sobre «Ciencia
y búsqueda espiritual» que se celebran en la Universidad de Harvard, a
las que asisten creyentes y ateos para comparar sus posturas personales.
Stephen Jay Gould
El paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould (1941-2004), es uno
de los científicos notables que han reflexionado, desde su experiencia en
la teoría de la evolución, sobre las relaciones entre religión y ciencia. Profesor de zoología y de geología de la Universidad de Harvard, propuso
en 1972, junto con N. Eldredge, la teoría de los equilibrios puntuados
(o intermitentes), según la cual la mayoría de los cambios evolutivos se
producen durante períodos cortos, pasando luego las nuevas especies
por largas épocas de estabilidad. Además de su conocida obra investigadora sobre la evolución es un escritor muy prolífico, cuyos libros de
divulgación y ensayos científicos son traducidos y leídos por todo el
mundo, como es el caso de La vida maravillosa o El pulgar del panda131.
En 1999 publicó su obra Rocks of ages: science and religion in the fullness
of life132, en el que explica sus ideas sobre la relación ciencia-religión. El
título alude a un juego de palabras entre Rocks of ages (las rocas [o sea,
el fundamento] del tiempo), tema que compete a la religión y Ages of
rocks (las edades de las rocas), algo propio de la ciencia.
El libro es significativo no sólo por su contenido sino, más aun, por
dos características de Gould. Se declara agnóstico, no creyente, y es un
gran defensor de la ciencia frente a interferencias de otras esferas. Ello
le hizo intervenir en un famoso juicio en 1982 en Arkansas que declaró
inconstitucional una ley de ese estado que obligaba a dedicar el mismo
tiempo en la enseñanza media a la evolución de Darwin y a las llamadas
ideas creacionistas (fue un juicio bautizado como «Scopes II», en recuerdo de John Scopes, el profesor de biología condenado en Tennessee
en 1925 por enseñar la teoría de Darwin).
Gould enuncia con claridad su tesis desde el principio:
El supuesto conflicto entre ciencia y religión sólo existe en la cabeza de
la gente y en las prácticas sociales, no en la lógica interna de estos dos
ámbitos, diferentes pero igualmente vitales.
131. S. J. Gould, La vida maravillosa, Crítica, Barcelona, 1990; El pulgar del panda,
Crítica, Barcelona, 1994.
132. Citamos por esta edición (Random House, New York). Cf. la trad. española: S. J.
Gould, Ciencia versus religión, un falso conflicto, Crítica, Barcelona, 2000.
226
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Y añade:
La gente de buena voluntad desearía ver paz entre la ciencia y la religión, para que éstas puedan mejorar nuestras vidas, en lo práctico y en
lo ético.
Pero de estos deseos de cooperación se extrae a menudo implícitamente la conclusión errónea de que debería tener la misma metodología
y el mismo tema de estudio. Gould no ve cómo podrán unificarse ciencia y religión, pero tampoco comprende que deba haber conflicto entre
ellas. Cree importante conseguir que se traten con una respetuosa no
interferencia y, para ello, propone una norma de conducta a la que bautiza como NOMA, siglas de Non-Overlapping MAgisteria (magisterios
no solapantes). La ciencia y la religión tienen su magisterio cada una:
el de la ciencia es el reino de lo empírico: los hechos observados y las
teorías que los explican. El de la religión se extiende sobre los valores
morales y el sentido último de la vida y el mundo. Por eso su NOMA
debe caracterizarse por conceder el mismo valor a los dos magisterios,
considerándolos independientes entre sí. Resume la diferencia con una
cita implícita a Galileo: la ciencia dice cómo van los cielos, la religión
cómo se va la cielo.
Al desarrollar su idea, manifiesta su gran respeto por la religión, de
la que dice que siempre le fascinó por una sorprendente paradoja: que
ha participado en horrores históricos, pero también ha generado los
ejemplos más admirables de bondad. Explica que esa paradoja se debe a
su colusión con el poder secular.
Gould examina el caso del juicio de Galileo. Empieza por dejar
sentado que éste fue tratado cruelmente aunque tenía razón. Pero hace
luego una exposición de lo ocurrido mucho más matizada de lo que se
ve a menudo. Se suele pasar por alto, afirma, que el asunto fue mucho
más complejo y que en él influyeron considerablemente las intrigas propias de las cortes principescas de Europa. Por eso afirma lo siguiente:
Debe rechazarse la visión anacrónica y de cartón-piedra que ve a Galileo
como un científico moderno luchando con el dogmatismo atrincherado
de una Iglesia operando fuera de su magisterio y casi ridículamente equivocada sobre los hechos básicos de la cosmología133.
Para ilustrar lo que llama la falacia de la guerra inevitable entre
ciencia y religión, considera Gould en detalle los libros de Draper Historia del conflicto entre religión y ciencia134, del que se habla en las
133. S. J. Gould, op. cit., pp. 71-72.
134. Altafulla, Barcelona, 1987.
227
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
páginas 70-71 de este libro, y de White A History of the Warfare of
Science with Theology in Christendom135, a quienes acusa de haber deformado la historia (y de ser instigadores de la pelea entre Huxley y el
obispo Wilberforce136), por ejemplo en el caso de Cristobal Colón y los
teólogos de Salamanca137. Explica cómo Draper y White inventaron el
mito de que éstos se oponían al viaje de las tres carabelas por creer que
la Tierra es plana y considerar herética la opinión de que es una esfera.
La cosa es importante porque ese mito estimuló el estereotipo de una
Iglesia católica intolerante y cerrada en el error y la superstición. Pero,
como muestra Gould, la comisión presidida por el confesor de Isabel la
Católica, Hernando de Talavera, no cuestionó nunca la esfericidad de la
Tierra. De hecho todas las figuras intelectuales del cristianismo medieval aceptaban la esfericidad del planeta, ya lo hacía Beda el Venerable en
el siglo VIII y, más tarde, Rogerio Bacon (1220-1292), Tomás de Aquino
(1225-1274) o Nicolás de Oresme (1320-1382), por poner algún ejemplo. La historia de Draper es falsa138. El debate de Salamanca se centró
en el tamaño de la Tierra y eran los teólogos quienes estaban en lo cierto, al afirmar que aquélla era mucho mayor que lo que pretendía Colón,
quien había cocinado los datos a favor de un planeta más pequeño para
convencer a todos de que podría llegar a la India (y conseguir así apoyo
económico y marineros dispuestos a la aventura). Gould recuerda cómo
leyó de niño en un libro escolar esta historia falsa, que contribuyó mucho a enfrentar a ciencia y religión en el estereotipo social.
Termina este capítulo con algunos científicos interesantes, dedicados
a genética, evolución y cosmología, campos en que se suele decir que
la proporción de agnósticos, ateos o indiferentes es especialmente alta.
Probablemente es así y conviene, por ello, examinar esos casos. Uno es
el genetista Francis S. Collins (1950), director del Proyecto Genoma
Humano de Estados Unidos y premio Príncipe de Asturias 2001, quien
ha contribuido de manera importante a determinar la base genética de
dolencias como la fibrosis cística, la neurofibromatosis y la enfermedad
de Huntington. Ha escrito recientemente un libro en el que expone sus
ideas sobre la religión139 En él explica su agnosticismo, cuando era estudiante no graduado, y su ateísmo, al que llegó mientras se doctoraba
en química física en Yale. Luego entró en la Facultad de Medicina de
la Universidad de Carolina del Norte, donde se sintió profundamen-
135. Dover, New York, 1960.
136. En la reunión de Oxford en 1860 de la que se habla en el capítulo 5, supra, pp.
121-122.
137. S. J. Gould, op. cit., pp. 111-121.
138. J. B. Russell, Inventing the flan Herat, Praeger, New York, 1991.
139. F. S. Collins, The language of God, Free Press, New York, 2006.
228
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
te impresionado por los sufrimientos y la muerte de los pacientes de
su hospital y eso le llevó a replantearse sus ideas sobre el mundo y la
religión. Se convenció así de que Dios y la evolución darwiniana son
perfectamente compatibles, idea que mantuvo para su propio coleto
durante algunos años mientras la iba madurando. En su libro analiza y
rechaza posturas tales como el agnosticismo, el ateísmo, creacionismo y
el diseño inteligente (véase más arriba en capítulos 1, 2 y 5), coincidiendo con Ayala en la dureza de su crítica al diseño inteligente.
George Smoot (1945) recibió la Medalla Einstein 2003, otorgada
por la Sociedad Einstein de Berna y el premio Nobel de Física 2006,
compartido con John Mather, por su trabajo como Investigador Principal del Proyecto espacial COBE (Cosmic Background Explorer, o sea
Explorador del Fondo Cósmico), dedicado a dibujar, con datos tomados por una nave espacial, un mapa del universo primordial cuando
sólo habían transcurrido 300.000 años tras el Big Bang. Eso era hace
más de trece mil millones de años, el mundo acababa de hacerse transparente y no existían aún estrellas ni galaxias. Conviene subrayar que
el universo primordial es, a la vez, lo más lejano en el espacio que podemos observar y también en el tiempo pues la radiación tarda miles de
millones de años en llegar desde allí hasta nosotros. En otras palabras,
no podemos observar el universo lejano como es hoy sino sólo como era
en el pasado remoto. En un libro escrito con el periodista K. Davidson
explica en lenguaje accesible el proyecto COBE 109.
Lo que hizo COBE fue fotografiar cómo era el mundo entonces,
pero no con luz visible sino con microondas, o sea ondas de radio con
frecuencias próximas a las que usan los teléfonos móviles; más concretamente con lo que se llama Radiación Cósmica de Fondo que impregna todo el universo y es un remanente del momento en que éste se
hizo transparente y todo se iluminó. De ese modo se pueden detectar
inhomogeneidades o grumos en la fábrica del espacio-tiempo, arrugas
en el tiempo como le gusta llamarlas a Smoot. Esas arrugas se deben a
condensaciones aleatorias de la densidad primordial de materia y energía que se irían adensando por la atracción gravitatoria de sus partes y
servirían así de semillas de los cúmulos de galaxias que se organizarían
luego en galaxias y estrellas. Por eso se ha dicho metafóricamente que el
diagrama de COBE en el que se ven esas arrugas es algo así como «el genoma del universo». Al pensar en todo esto es fácil sentir un escalofrío
por el espinazo, según advertía Pascal en su pensamiento n.º 201 citado
más arriba (capítulo 1, p. 33).
Los resultados del COBE se comunicaron el 23 de abril de 1992 en
el congreso anual de la Sociedad Americana de Física en Washington,
en medio de una expectación enorme. En una rueda de prensa tras la
presentación técnica, Smoot dijo:
229
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Hemos observado las estructuras más grandes y antiguas jamás vistas
del universo primitivo. Fueron las semillas primordiales de estructuras
modernas como galaxias o cúmulos de galaxias, y representan enormes
arrugas en la estructura del espacio-tiempo que quedan del período de la
creación [... y contestando a una pregunta:] Si es Vd. religioso, es como
ver a Dios.
De entre los más de 40 minutos que Smoot estuvo hablando, esta
última frase fue la más citada y comentada, causando incluso una cierta
polémica pues algunos científicos la consideraron inapropiada. Para explicarla más, Smoot recuerda en su libro otra frase sobre el mismo tema,
la de R. Jastrow considerada más arriba en el capítulo 6. También dijo
de ella en una entrevista «Invoqué a Dios porque es un icono cultural
que la gente entiende — pero hay una razón más profunda. No se puede
evitar la conexión religiosa al hablar de cosmología»140. Cuando el entrevistador le pregunta «¿Eran religiosos sus padres?», responde «Eran
protestantes no muy religiosos, pero íbamos a la iglesia cuando yo era
joven. De cualquier modo, me siento cómodo con ello».
Sin salir del ámbito de la cosmología, podemos mencionar al radioastrónomo británico Anthony Hewish (1924), premio Nobel de Física
1974 por su descubrimiento de los púlsares, estrellas en rápida rotación
y constituidas por neutrones, llevado a cabo en colaboración con la entonces estudiante de doctorado Jocelyn Bell. El premio Nobel fue concedido a Hewish y a otro radioastrónomo, Martín Ryle, sin incluir a Bell,
lo que fue muy criticado, si bien se argumenta que las razones fueron
las importantes contribuciones de Hewish y Ryle a la radioastronomía
en general, hechas cuando Bell era aún una niña. Hewish es un creyente
convencido de que la ciencia y la religión son necesarias, las dos a la vez,
para entender nuestra relación con el universo. Dios le parece un ser
muy racional, al ver que todo el mundo está hecho de electrones, protones y neutrones en un espacio vacío lleno de partículas virtuales. No
cree que estemos aquí por azar, pues no ve ninguna razón para asegurar
que la existencia del universo se deba a algún accidente cósmico o que
la vida se haya originado por procesos de azar. Cabe decir que Jocelyn
Bell era y es cuáquera. Otro caso es el de Arno Penzias (1933)141, premio
140. G. Smoot y K. Davidson, Arrugas en el tiempo, Plaza y Janés, Barcelona, 1994,
pp. 348-357. Para una breve biografía: http://aether.lbl.gov/www/personnel/Smoot-bio.
html y para una entrevista http://aether.lbl.gov/www//personnel/OMNIinterviewSmMarch
93.html, las dos publicadas en el sitio web del Lawrence National Laboratory de la Universidad de Berkeley.
141. H. Margenau y R. A. Varghese (eds.), Cosmos, Bios, Theos: Scientists Reflect on
Science, God and the Origins of the Universe, Life and Homo Sapiens, Open Court, La
Salle (Ill.), 1992, p. 78.
230
ACTITUDES DE CIENTÍFICOS ANTE LA IDEA DE DIOS
Nobel en 1978 por haber descubierto con Robert Wilson la radiación
cósmica de microondas que permea el universo y es prueba decisiva
del Big Bang. Se sintió muy impresionado por su descubrimiento que
implica la idea de un origen del tiempo, siendo su punto de vista similar
al de Hewish.
Para terminar puede ser interesante el siguiente dato. Más arriba,
en la página 34 se recogen unas frases muy negativas y pesimistas de
Steven Weinberg sobre el sentido del universo o, más exactamente, sobre su falta de sentido. ¿Representa solamente una opinión personal o
más bien un punto de vista extendido entre los cosmólogos? En un interesante libro142 se recogen 27 entrevistas con otros tantos cosmólogos
destacados sobre las ideas básicas de nuestro entendimiento del cosmos.
A 23 de ellos se les pregunta por su opinión sobre la frase de Weinberg.
Se manifiestan de acuerdo 6 y en desacuerdo otros 6, aunque casi todos
con matices. Luego hay 11 respuestas variadas, del tipo «no lo sé», «no
se puede saber», «es demasiado negativo» y similares, si bien hay que
decir que a veces es difícil clasificarlas. También se pregunta al propio
Weinberg, quien contesta que ha recibido más comentarios negativos
sobre esa frase que sobre cualquier otra de las que ha escrito. Añade:
«Quizá no me he expresado bien [...]. Ciertamente quería decir más o
menos lo que dije pero no me salió exactamente como quería [...]. Si
se dice que una cosa no tiene sentido, hay que preguntar ‘¿qué clase
de sentido se busca?’. Eso es lo que se necesita explicar. Qué clase de
sentido debería tener el universo para que no fuese sin sentido. Eso es
lo que yo debería explicar» (énfasis suyo)143.
142. A. Lightman y R. Brawer (eds.), Origins. The lives and worlds of modern cosmologists, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1990.
143. Ibid., p. 466.
231
8
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
Ciencia y cientificismo
Los espectaculares éxitos conseguidos por la ciencia desde el siglo XVIII
determinaron que muchos la tomasen como árbitro definitivo e inapelable de cualquier asunto, fundándose así una visión del mundo conocida
como cientificismo. Quizá podamos datar su nacimiento en 1748, con
la publicación del libro El hombre máquina del francés Julien Offroy
de la Mettrie, sustentando la opinión de que las personas son tan sólo
máquinas obedientes a las leyes de la física y la química, por lo que el funcionamiento de todo su cuerpo es competencia exclusiva de esas ciencias,
incluyendo el pensamiento. Desde ahí hay un solo paso hasta afirmar que
los científicos, o los expertos en la jerga de hoy, tienen la exclusiva para
resolver los problemas y contestar a las preguntas referidas a los hombres
y, por extensión, a todo el mundo. Desde aquel momento, la ciencia ha
llegado a invadir abrumadoramente todos los ámbitos de la vida social
y personal. Vivimos bajo su influjo y sometidos a sus productos. Desde
su poder y su prestigio y desde el temor que suscita, juzga y define las
actitudes y costumbres de los hombres de hoy1.
En principio, no parece que haya nada que objetar. Al fin y al cabo,
la ciencia ha contribuido a mejorar la vida de los hombres de un modo
que nadie podía imaginar antes. Gracias a la química y la biología, literalmente ciencias de la supervivencia, mejoraron los métodos de la agricultura, de la higiene y de la medicina a partir del siglo XVIII, y los hombres empezaron a comer mejor y a liberarse de muchas enfermedades,
reduciéndose la terrible mortalidad infantil. La física puede ser llamada
justamente la ciencia del bienestar, pues los métodos de producción,
basados en sus leyes, abrieron una vía en la lucha contra la pobreza y
1. J. M. Sánchez Ron, El poder de la ciencia: historia socio-económica de la física
(siglo XX), Alianza, Madrid, 1992.
233
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
los artefactos construidos gracias a ella —máquinas que trabajan y nos
transportan, radios y televisores que nos divierten, ordenadores que
potencian nuestra inteligencia— hacen más agradable la vida. No cabe
duda de que, gracias a la ciencia, los hombres viven más años, sufren
menos enfermedades o las pueden curar, no pasan hambre y se divierten
viendo películas o conduciendo coches, si bien estos beneficios no se
reparten igualmente por el globo.
Además, la ciencia ha liberado a los hombres de supersticiones,
opresión e ignorancia, porque impulsó el ejercicio de la crítica y les enseñó el valor de la prueba y lo nocivo de los argumentos de autoridad.
Sin ella habría sido mucho más difícil que hubiesen surgido la libertad
o los derechos humanos, ideas que prendieron precisamente durante
el estallido de la segunda Revolución científica. No es de extrañar que
se generase el mito del progreso imparable basado en la ciencia y sus
aplicaciones tecnológicas, de las que sólo cabe esperar cosas buenas, ni
que se instaurase en la cultura europea una visión optimista de la historia, basada en la esperanza de resolver cualquier problema si se plantea
científicamente. Sin embargo, esa utopía empezó a tambalearse en el
siglo XX ante las temibles consecuencias de la aplicación militar de la
tecnología durante la primera guerra mundial, para hacerse añicos tras
las explosiones nucleares de Hiroshima y Nagasaki en la segunda. No
obstante, estos y otros contratiempos se interpretan a menudo como
una prueba de que las cosas son más complejas de lo que se había pensado al principio —se necesita más tiempo y estudios más detallados,
eso es todo—, sin que afecten al fondo de la cuestión. Aunque sigue
habiendo problemas, parece pues que la ciencia se ha ganado a pulso y
justamente la relevancia social que ahora tiene.
Tanto poder, tanto prestigio y tanto miedo, en las sociedades de
ahora obsesionadas por la imagen, inhiben la crítica y hacen que las
opiniones de sus oráculos sean tomadas como verdades irrebatibles de
validez universal y perpetua. Como además de capacidad de acción
la ciencia tiene su propia descripción del mundo —construido con la
enorme eficacia de su poderoso método, que contesta de antemano a
todas las posibles objeciones—, ha ido arrinconando a los otros saberes,
tachados de «no científicos», al ámbito de lo quizá divertido pero sin
duda irrelevante.
Como consecuencia de tantos éxitos, el cientificismo ha arraigado muy profundamente, instalándose en toda la cultura una visión unilateral del mundo y de la misma ciencia2. Actitud más que doctrina,
2. Dos críticas del cientificismo, desde posiciones opuestas, son las de P. Thuillier, «Contra el cientismo», en La trastienda del sabio, Fontalba, Barcelona, 1983, y de
M. Benzo, Sobre el sentido de la vida, BAC, Madrid, 1986.
234
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
puede tomar muchas formas distintas, pero coincidentes todas en una
primera afirmación rotunda y radical: el único conocimiento válido es
el conocimiento científico. Los demás son sólo aceptables en cuanto
coincidan con aquél o si pueden explicarse reduciéndolos a esquemas
científicos. En las versiones más fuertes, el cientificismo sostiene además
otras dos seguridades. Una: todos los problemas se pueden resolver y
todas las preguntas pueden ser contestadas gracias a la aplicación adecuada del método científico —si no es posible hacerlo ahora, sin duda
se hará en el futuro—. Otra: como el único conocimiento se basa en la
ciencia, deben ser los expertos, especialistas en las ciencias particulares,
quienes dirijan los asuntos públicos, directamente o como consejeros de
los gobernantes, porque sólo ellos pueden plantear y resolver correctamente los problemas de las sociedades.
Inevitablemente se llega así a la tiranía de los expertos, cuyas opiniones sólo pueden ser rebatidas por sus pares, los únicos capaces de
comprender lo que son realmente las cosas y definirlo todo, incluso el
significado de lo bello, lo bueno, lo justo o, simplemente, lo correcto. Y,
como conviene que la opinión pública esté dirigida por quienes saben,
deben ser ellos quienes fijen los criterios éticos que acaben siendo aceptados en forma de consenso social por una sociedad entregada ante el
prestigio de la ciencia.
Marcellin Berthelot (1827-1907), uno de los químicos más importantes del siglo XIX, lo decía explícitamente: «La ciencia [...] reclama actualmente la dirección material, intelectual y moral de las sociedades».
Su opinión es doblemente significativa porque, habiendo sido ministro
de Instrucción Pública y Bellas Artes y de Asuntos Exteriores de Francia,
representa muy bien la alianza de la ciencia y el poder. Se ha llegado
a decir que «la palabra verdad no se puede usar fuera de la ciencia sin
abusar del lenguaje». Muchos filósofos se han sentido hechizados por
el cientificismo, como muestra la siguiente opinión en 1930 del filósofo alemán trasplantado a Estados Unidos Rudolf Carnap (1891-1970):
«Cuando afirmamos que el conocimiento científico es ilimitado, queremos decir que no hay ninguna pregunta cuya respuesta sea en principio
inalcanzable por la ciencia». Los políticos, en especial los del Tercer
Mundo, acuciados por los graves problemas de sus países, se sienten
a menudo inclinados a confiar ciegamente en las soluciones técnicas
dirigidas por expertos que saben, como el primer ministro de la India
Jawaharlal Nehru, quien decía en 1950: «Es sólo la ciencia la que puede
resolver los problemas del hambre y la pobreza, de la insalubridad y el
analfabetismo», donde el sólo sorprende porque parece claro que hacen
falta cosas no científicas como sentido de la solidaridad, gobernantes
justos o mejores sistemas políticos.
El químico-físico inglés Peter Atkins, profesor en Oxford, apóstol
235
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
destacado del ateísmo científico y defensor a ultranza de la omnicompetencia de la ciencia, es aún más radical. Dice, por ejemplo:
Que la ciencia pueda iluminar las cuestiones morales y espirituales debe
ser una fuente de alegría para los que se deleitan con el poder del intelecto humano. Que lo haga liberándolas de estar fundadas en las mentiras
de los religiosos no gustará a los sacerdotes. Que lo haga elevando lo
«espiritual» de [...] su posición de misterio humano a la de una propiedad
de los complejos circuitos del cerebro [...] no gustará a los poetas. Pero
produce la alegría más profunda a los que valoran el conocimiento3.
La cita es importante porque Atkins es un científico competente y
prestigioso, autor de trabajos muy citados y de libros muy leídos.
La primera consecuencia de aceptar este planteamiento es clara:
arte, moral, política, religión, filosofía o literatura no tienen más que
una validez secundaria o delegada, por lo que debemos abdicar de esas
dimensiones humanas. Así, Weinberg4 incluye en un libro un capítulo
titulado «Contra la filosofía» y Atkins llega a decir:
Afortunadamente, la ciencia continuará a pesar de los atrabiliarios esfuerzos de los filósofos para frenar su progreso [...]. Los científicos tienen
todas las razones para estar orgullosos de sus logros transnacionales y
transculturales y pueden mantenerse alejados del parloteo chismoso de
los timoratos y los desinformados. Están ocupados con el trabajo de
explicarlo todo y llevar el Renacimiento a su clímax.
Como se ve, el cientificismo puede conducir, lo está haciendo ya,
a un totalitarismo cultural, potenciado por los éxitos acumulados por
la tecnología y la descripción científica del mundo. El fenómeno no es
nuevo. Cuando la Revolución francesa rompió con el Antiguo Régimen,
sus líderes habían decidido fundar en la ciencia una nueva sociedad liberadora del hombre, a quien conduciría a un mundo nuevo y dichoso.
Un siglo más tarde, el marxismo prometía un futuro feliz para todos, al alcance de la mano gracias al reinado de la ciencia, concebido
entonces como un desarrollo inevitable del mecanismo determinista. El
marxismo basaba su esperanza en la física newtoniana; los triunfos de
la bioquímica y la cosmología impulsan hoy un cientificismo refundado
del que son exponentes Monod y Edward O. Wilson. Del primero ya se
ha hablado en el capítulo anterior. El segundo, biólogo norteamericano
nacido en 1929 y máxima autoridad mundial sobre las hormigas, es
reconocido como fundador de la sociobiología, la ciencia que intenta
3. P. Atkins, «Will science ever fail?»: New Scientist (8 de agosto de 1992), p. 32.
4. S. Weinberg, Sueños de una teoría final, Crítica, Barcelona, 1996.
236
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
explicar sobre bases genéticas el comportamiento social de los animales,
incluyendo al hombre. Muy en la línea de Monod, Wilson pretende
reducir todo lo referente al hombre a la conjunción de su patrimonio
genético y su entorno, llegando a afirmar: «Los sociobiólogos son los
nuevos moralistas» porque su saber «puede revelar la verdadera naturaleza del hombre».
Para el cientificismo no hay ninguna línea de separación entre los
animales y los seres humanos, pues interpretan la teoría de la evolución
como una prueba evidente y palpable de que, por haber surgido todos
los seres vivos en el mismo proceso, no puede haber diferencias esenciales entre unos y otros. Si bien el hombre nos parece tener una inteligencia superior, esto no significa que sea de una clase diferente. Sólo ocurre
que nuestro cerebro, análogo en todo a un ordenador, puede realizar
muchas más operaciones lógicas y por eso puede resolver problemas
inaccesibles a los animales. Es más complejo que el de un perro, como
el de éste lo es más que el de un lagarto, pero la diferencia sólo es de
grado, cuantitativa, no cualitativa. Se reduce así el hombre a los restantes elementos del cosmos, negando que haya en él algo específicamente
humano que lo distinga de los animales.
Como consecuencia, el concepto de persona no tiene ningún significado objetivo o profundo. Pues persona significa individualidad, autopercepción del yo y de su libre albedrío, sentir las emociones y los
deseos como esencialmente propios, distintos de los de los demás, y
estas cosas sólo se perciben mediante intuición interior. Pero, según el
cientificismo, esa percepción está equivocada: no podemos ser libres
realmente, porque nuestro comportamiento se debe tan sólo a las leyes
de la física y de la química y no hay nada esencialmente distinto entre
unos seres humanos y otros. Nada. La sensación de la propia individualidad es una mera ilusión.
De ello se deduce que no hay ninguna discontinuidad especial entre
los animales y los hombres, como defienden, por ejemplo, Weinberg y
Wilson5. Las investigaciones de este último sobre el comportamiento
humano a partir de sus estudios sobre las hormigas y otros animales
sociales, le llevan a afirmar que incluso los derechos humanos son decidibles desde postulados puramente biológicos.
Además de reducir el concepto de persona al de un complejo entramado de circuitería cerebral, a una máquina que se cree libre sin serlo,
el cientificismo niega la idea de valor ético, que considera sólo explicable desde el nivel de la pura utilidad en determinadas circunstancias,
un simple truco evolutivo para que la naturaleza pueda producir seres
5. E. O. Wilson, Sobre la naturaleza humana, Fondo de Cultura Económica, México, 1980.
237
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
complejos como el hombre. Pues, al no existir el libre albedrío, no tiene
sentido hablar de responsabilidad ética.
Pero ¿quién, en esta visión utilitaria de la ética, decide qué es lo
conveniente? Se ha acudido a dos soluciones, igualmente peligrosas:
tomar criterios de tipo biológico o aceptar como árbitro la opinión mayoritaria. La primera no es una solución neutra, pues de ella se sigue
que deben ser los conocedores de la naturaleza, los expertos, quienes
contesten a la vieja pregunta «¿cómo obrar?» sin que el ciudadano medio tenga nada que decir. La segunda solución tampoco es buena: basta
recordar a qué extremos ha conducido tomar como sagrada la voluntad
colectiva de algunos pueblos.
Cabe hacer, por ahora, dos apuntes. Primero: muchas de las grandes
figuras de la ciencia, como hemos mostrado en este libro, especialmente en el capítulo 7, han rechazado esa visión cientificista. Segundo: el
método científico debe partir siempre de postulados a priori que no se
demuestran, cuyo valor se mantiene sólo mientras sirvan para construir
buenas teorías y no sean refutados por la experiencia —como ha ocurrido algunas veces en la historia— y que hay que enunciar desde fuera
de la teoría. Monod era muy consciente de ello y así lo reconoce en un
notable gesto de lucidez intelectual6, cuando dice que la ciencia se basa
en un postulado no científico de naturaleza ética, el de objetividad, que
él mismo supone indemostrable, aunque eso no le preocupa mucho,
pues cree con optimismo que se llegará así a un humanismo socialista,
liberando al hombre de la tiranía que lo esclavizaba.
El debate sobre el cientificismo es necesario e importante porque la
humanidad está en una encrucijada, quizá producida por una crisis de
crecimiento, ante la que necesita alcanzar un nivel más alto de madurez
colectiva. Desgraciadamente, aunque vive inmersa en el reinado de la
ciencia, no ha digerido aún los enormes cambios sociales e intelectuales
que ésta ha propiciado. El fin de la guerra fría hace que algunos acepten
de modo conformista que estamos ya en el buen camino —recordemos
la boba teoría del fin de la historia de Francis Fukuyama7—, cuando los
6. J. Monod, El azar y la necesidad, Barral, Barcelona, 1972.
7. El americano Francis Fukuyama publicó en 1989 un artículo de gran impacto
titulado «¿El fin de la historia?» en la revista The National Interest, en el que plantea una
tesis simplista en extremo: el hundimiento del imperio de la Unión Soviética señala la destrucción del último obstáculo para el triunfo de la democracia liberal, con lo que la historia habría acabado porque lo único que ocurrirá en el futuro será el desarrollo monótono
de la humanidad, al modo de las sociedades occidentales, sin que pueda suceder nada
especialmente llamativo. Por eso habría acabado la historia. Nótese que Fukuyama cae
en el mismo vicio que los marxistas; éstos afirmaban que, una vez superados algunos problemas, la humanidad se vería abocada al desarrollo inexorable de la sociedad comunista,
época sin duda enormemente aburrida por las pocas cosas interesantes que ocurrirían en
ella. (El mencionado artículo se publicó en El País el 24 de septiembre de 1989.) Hoy
238
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
problemas con que se enfrenta la humanidad son cada vez más terribles: hambre, tiranía y pobreza en el Tercer Mundo, marginación en los
países ricos, deforestación, cambio climático, superpoblación, racismo,
migraciones...8.
Vivimos una gran confusión, porque la ciencia es imprescindible
para resolver estos problemas, pero también es cierto que ellos se han
agravado por la aplicación acrítica de soluciones o tecnologías científicas. Se plantea así una posibilidad terrible: la ciencia ha sido una fuerza
liberadora de la humanidad —lo es todavía—, pero un fundamentalismo cientificista podría causar que dejase de serlo para transformarse
en instrumento de opresión. Ya hace años que algunos escritores nos
advierten de ese riesgo, como Aldous Huxley con su famosa novela
Un mundo feliz que describe el alto grado de deshumanización al que
puede llegar una sociedad que se entrega acríticamente a la ciencia y
la tecnología. La obra es muy conocida pero se suele pasar por alto la
cita inicial, escrita por el filósofo ruso Nikolái Berdiáiev a principios
del siglo XX advirtiendo sobre el peligro de que se alcancen las utopías:
Las utopías parecen ser hoy más realizables de lo que se pensaba. Nos
encontramos por ello ante una pregunta angustiosa: ¿cómo evitar su
realización definitiva? Quizá en este siglo que empieza los intelectuales
y las personas cultivadas llegarán a soñar sobre cómo evitar las utopías y
volver a una sociedad no utópica, menos «perfecta» y más libre.
En la segunda mitad del siglo XX se iniciaron varios movimientos
intelectuales de reacción contra la ciencia, tras reflexionar sobre a dónde nos había llevado su uso. Algunos empezaron a proclamar el fin de la
Modernidad, afirmando incluso que la razón ya no sirve para resolver
los problemas del planeta y que debemos buscar otra cosa para ponerla
en su lugar. Rodeados de problemas de una magnitud impensable hasta
no hace mucho y de intereses contrapuestos, dos bandos discuten hoy
exaltadamente. Me refiero a los detractores de la racionalidad y la búsqueda de soluciones científicas, por un lado, y los defensores de la ciencia como guía principal, por el otro. El historiador de la ciencia Gerald
Holton los califica de nuevos dionisíacos y nuevos apolíneos9. Como
consecuencia observamos una fractura social entre quienes confían con
entusiasmo en la ciencia y quienes la rechazan como el saber críptico de
una casta cerrada.
Fukuyama ha reconocido su error. Cf. la obra de Karl Popper, Miseria del historicismo,
Alianza, Madrid, 1987, sobre las visiones de un futuro predeterminado.
8. M. Rees, Nuestra hora final, Crítica, Barcelona, 2004.
9. G. Holton, The thematic imagination in science, en Íd. (ed.), Science and culture,
Beacon Press, Boston, 1967, p. 88.
239
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Sin duda, el mundo necesita de la ciencia, pero también de algo
más, convencimiento sobre el que está escrito este libro y que se expresa en una doble cláusula: 1) La ciencia, por sí sola, no puede resolver los graves problemas de la humanidad, 2) Pero esos problemas
nunca se podrán resolver sin la ciencia. Ni siquiera llegarán a ser entendidos.
El hechizo de la sabiduría total
La ciencia tiene mucho de desmesura; la necesita incluso. Someter a un
orden inteligible la complejísima maraña en que se enredan los datos
observables del mundo exige un esfuerzo descomunal. Desde esta minúscula mota de polvo, nuestro planeta Tierra, el hombre intenta comprender cómo son lejanísimas galaxias cuya luz tarda miles de millones de
años en llegar hasta nosotros o estudiar el interior de ardientes estrellas
remotas. O pretende averiguar cómo nació la materia hace más de diez
mil millones de años o lo que ocurrirá en un futuro igual de alejado. O
dominar pequeñísimos corpúsculos mil millones de veces menores que
él mismo. O saber por qué surgió la vida y si la hay en otros mundos y
la razón de lo que nos aproxima y de lo que nos separa de nuestros padres. Y más y más cosas, siempre más. Por eso Francis Bacon eligió como
portada de uno de sus libros un grabado con las columnas de Hércules,
supuestamente colocadas en el estrecho de Gibraltar, a las que se había
cambiado la cartela Nec plus ultra por Plus ultra tras el descubrimiento
de América. Este símbolo elegido por la monarquía española, «Más allá»,
le parecía a Bacon el más adecuado para representar a la ciencia.
Para contestar a tantas preguntas, los seres humanos se han atrevido a una lucha que parecía condenada al fracaso, pues ¿por qué ha de
ser inteligible un mundo tan grande por un ser tan limitado y pequeño
como el hombre? Los antiguos griegos usaban la palabra hybris para
designar a la locura que impulsaba a los héroes de sus tragedias a despreciar impíamente sus propios límites y enfrentarse con los dioses o
con su destino. Y, sin duda, la lucha de los hombres por entender el
universo tiene algo parecido: literalmente y sin retórica, la ciencia, en
su nivel más alto, es un ejercicio de hybris.
Una descripción coherente de lo que parece ser el mundo, de cómo
funciona la materia en ciertos ámbitos y bajo ciertas condiciones, es
quizá lo más que puede conseguir la ciencia. Pero, una vez tras otra, se
ha querido ir más allá de la inacabable sucesión de niveles de apariencia, intentando penetrar en las cosas para comprenderlas tanto como
lo podría hacer un creador. Es una tentación antigua: recordemos la
historia de la serpiente del relato bíblico, donde Adán y Eva comen de la
240
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal, para ser como dioses,
conocedores de todo. Más tarde, los hombres han seguido persiguiendo
con extraña fascinación la rosa azul de la ciencia absoluta, la fuente de
la sabiduría, la piedra filosofal del conocimiento.
Ocurrió muchas veces. El mismo Newton, por cierto más próximo
a la alquimia y a la cábala de lo que se suele suponer (escribió más de
un millón de palabras sobre temas alquímicos y en su biblioteca de unos
mil setecientos cincuenta libros había ciento setenta sobre magia natural), se sintió cerca de la sabiduría total y definitiva. Como ya vimos,
dice en el prefacio de los Principia que espera «poder deducir todos los
fenómenos naturales a partir de ciertos principios [pues] todo depende
de ciertas fuerzas [...]. A partir de estos principios demostraré ahora el
sistema del mundo».
Pero Newton sólo pudo apuntar su teoría final y fue Laplace quien
creyó descubrir cómo realizar el sueño, al estudiar el sistema solar, el
universo entonces conocido. Pues sus cálculos eran tan buenos y predecían la evolución de los planetas con tanta exactitud, que la tentación
fue demasiado grande. Viendo en las leyes de Newton el talismán del
conocimiento absoluto, desarrolló con sus propios métodos matemáticos las instrucciones para usarlas, imaginando una inteligencia poderosa, su famoso demonio del que hablamos en el capítulo 4, que podría
conocerlo todo y tener el futuro y el pasado ante sus ojos, tal como si
hubiese comido del árbol de la ciencia del Paraíso.
Hoy sabemos que Laplace soñó un imposible, pues su demonio se
estrellaría vanamente contra la ubicua inestabilidad del movimiento y el
inevitable aumento de los errores con el tiempo, que acaba por borrar
los detalles de toda predicción —sin contar con que «los átomos más ligeros» de su famosa frase obedecen a leyes esencialmente indeterministas, como él no podía ni sospechar entonces porque están en un capítulo
de la ciencia aún no abierto durante su vida—. Irónicamente, el obstáculo no previsto por Laplace se encontró medio siglo tras su muerte en
el problema de los tres cuerpos, cuyo estudio, especialmente el del caso
Sol-Júpiter-Saturno, había sido su principal fuente de inspiración.
En su honor se debe decir que aconseja cautela al lector, advirtiendo
inmediatamente después de explicar cómo podría su demonio conocer
el futuro y el pasado:
El espíritu humano ofrece, en la perfección que ha sabido dar a la astronomía, un débil esbozo de esta inteligencia [...], pero de la que siempre
permanecerá infinitamente alejado10.
10. P. S. de Laplace, Ensayo filosófico sobre las probabilidades, Alianza, Madrid,
1985, p. 25.
241
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Laplace grita ¡cuidado!, pero suele ocurrir que los discípulos son
más radicales que sus maestros y así muchos físicos del siglo XIX, y sobre todo muchos pensadores no científicos, sentían ya el conocimiento
total al alcance de sus dedos. Cuando, antes de entrar en la universidad hacia 1878, Max Planck expone al profesor Philipp von Jolly de
la Universidad de Múnich su intención de dedicarse a la física, éste le
desanima porque en esa ciencia «ya está todo descubierto y sólo quedan
algunos detalles por resolver». Afortunadamente, Planck fue demasiado
sabio para seguir el consejo y pudo así proponer su hipótesis cuántica,
que abrió la puerta al mundo microscópico cuya inmensa riqueza nos
asombra aún hoy, hundiendo con ello el mecanismo laplaciano.
Que von Jolly expresaba una opinión extendida lo prueban las palabras del norteamericano Albert Michelson (1852-1931), premio Nobel
en 1907, pronunciadas durante la inauguración del Ryerson Physical
Laboratory de la Universidad de Chicago en 1894, hablando del futuro
de la física:
Parece probable que [...] los avances se reducirían a la aplicación rigurosa
de principios [ya conocidos] a los fenómenos [...]. Un físico eminente ha
señalado que las verdades futuras de la física habrá que buscarlas en la
sexta cifra decimal [se cree que el físico eminente era Lord Kelvin]11.
Es decir, que la física estaba ya terminada a falta sólo de algunos
detalles sin mucha importancia. Lo notable en esta afirmación —tajante aunque expresada con cierta prudencia— no es tanto que resultase
completamente equivocada, sino que el mismo Michelson había realizado pocos años antes con Edward Morley (1838-1923) un famoso
experimento que ponía de manifiesto cuán inadecuada era la física de
entonces y que abrió el camino a la revolución de la teoría de la relatividad de Einstein. La historia le jugó una mala pasada, como antes lo
había hecho con Laplace, pues la base del cambio conceptual que le iba
a desmentir estaba bien cerca de él, en su propio trabajo. Pero el señuelo
del conocimiento total le impidió reconocerlo.
En el siglo XX se dieron otros muchos casos. El premio Nobel norteamericano Arthur Compton (1892-1962), impresionado por su descubrimiento de que los fotones, las partículas de luz, chocan con los electrones como las bolas de billar entre sí, llegó a afirmar en 1931 que todo el
mundo se puede explicar en función de sólo tres componentes básicos:
fotones, electrones y protones. Todo encajaba. Las propiedades macroscópicas de las cosas parecían poder deducirse de la interacción de elec11. Estas palabras pertenecen a la tradición oral y se citan de diversas formas. Las
tomo aquí de S. Weinberg, op. cit., Prólogo.
242
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
trones y fotones en la corteza de los átomos, y muchas razones hacían
suponer que los núcleos podrían entenderse por las de protones y electrones. Lo primero resultó cierto; lo segundo, falso. Pero el hechizo del
saber absoluto le hizo tomar sus deseos por realidades, y en 1932, sólo
un año más tarde, se demostró que ese esquema es demasiado simple al
descubrirse el neutrón, partícula que abre un camino nuevo de la física.
Recientemente se ha llegado, en una auténtica borrachera de hybris, a bautizar como TOE, siglas de Theory of Everything, «Teoría de
Todo», a un intento de formulación unificada de las partículas elementales, desde la que algunos esperan poder explicar todas las leyes de la
naturaleza12.
La historia de la ciencia está marcada por la persecución del saber
definitivo y jalonada por la búsqueda de la ecuación final y de la teoría
absoluta, pero también acotada por los fracasos de esa lucha. Siguiendo
el mito, no justificado luego, de la simplicidad del mundo, grandes científicos han intentado trascender la poquedad humana ante el cosmos,
atreviéndose a mirarlo a la cara con osadía insolente, con desmesura,
con hybris. Lo desigual de su lucha debe mover a respeto y admiración,
porque su fascinación ha inspirado a otros. El esquema siempre ha sido el
mismo. Una hipótesis o una teoría que parece tener un enorme poder de
explicación es extrapolada fuera del dominio para el que fue propuesta.
La tentación, el vértigo, el escalofrío de sentir que se conoce el misterio
del mundo es irresistible. Tanto que se simplifica todo y se da el salto. Sólo
más tarde se comprende que las cosas son más complicadas realmente.
Aunque la historia no haya validado esos esfuerzos, son parte importante del acaecer científico porque sugieren retos, permiten afinar
los métodos y actúan como utopías movilizadoras. Además, la ciencia
avanza como un inmenso rodillo apisonador, eficaz, poderoso, implacable y lo que era utopía ayer, quizá sea hoy posible. ¿Estaremos cerca del
conocimiento total, absoluto y definitivo?
Dos grandes científicos, Steven Weinberg y Stephen Hawking, han
respondido que sí, en los últimos años del siglo XX. Ya vimos en el
capítulo 7 cómo Weinberg anuncia para un futuro próximo una teoría
definitiva, de la que espera poder deducir todo el comportamiento de la
materia, aunque en algunos casos eso pueda llevar mucho tiempo —cita
como ejemplo la turbulencia y el pensamiento—. Lo explica así:
Nuestras teorías actuales tienen validez limitada, son provisionales e
incompletas. Pero tras ellas se vislumbra de vez en cuanto el brillo de
una teoría final, que tendría validez ilimitada y sería completamente satis12. P. C. W. Davies y J. Brown, Supercuerdas: una teoría de todo, Alianza, Madrid,
1990.
243
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
factoria por su integridad y consistencia. Buscamos verdades universales
sobre la naturaleza y, cuando las encontramos, intentamos deducirlas de
otras verdades más profundas. Pensamos en el espacio de los principios
científicos, lleno de flechas que apuntan hacia cada principio desde los
otros más fundamentales que permiten explicarlo. Esas flechas forman
una figura notable [...], parecen venir todas desde un punto inicial común.
Este punto inicial, al que todas las explicaciones pueden referirse, es lo
que llamo una teoría final13.
Por lo tanto, la teoría final sería el conjunto de los principios básicos
no demostrados sobre los constituyentes de la materia de los que podrá
deducirse toda la ciencia del futuro, tales como la homogeneidad del
espacio y el tiempo, la relatividad u otros análogos. Weinberg insiste en
que esto no significará el fin de la ciencia como actividad humana, sólo
el de la investigación de sus principios básicos pues quedará todavía
abierta su aplicación a los sistemas complejos.
Stephen Hawking también cree en una teoría final y formula una
propuesta ambiciosa de la utopía alcanzada14, más radical aún: no sólo
pretender explicar cómo son las cosas, sino por qué son así. Quiere
probar que no podrían ser de otro modo, que un Dios creador no podría haber hecho otra cosa, que no tuvo más remedio que hacer lo que
vemos.
¿Estaremos cerca del fin de la historia de la ciencia, al menos en su
aspecto fundamental? ¿Algo así como el fin de la historia sin adjetivos
de que habla Fukuyama? Los que creen esto piensan que las leyes de la
naturaleza son algo así como América, sólo descubierta una vez aunque
quedase todavía por estudiar los detalles de su relieve o de sus ríos. El
gran físico norteamericano Richard Feynman dice sobre ello:
A mí me parece que, o bien todas las leyes acabarán por ser conocidas,
o bien los experimentos se harán cada vez más difíciles, más caros [...]
y el proceso cada vez más lento y menos interesante. Es otra manera de
acabar15.
La confianza en que haya una teoría final se basa en la tendencia a
la unificación y a la reducción que han dominado la física durante este
siglo. La primera, iniciada con la manzana de Newton y continuada
con las obras de Maxwell y Einstein, consiste en la búsqueda de una
descripción unificada de todos los ámbitos de la realidad en términos
de las mismas leyes; la segunda quiere reducir el número de esas leyes
13. S. Weinberg, op. cit., Prólogo.
14. S. Hawking, Historia del tiempo, Crítica, Barcelona, 1988.
15. R. Feynman, El carácter de la ley física, A. Bosch, Barcelona, 1983, pp. 148-149.
244
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
—cuantas menos sean, mejor—. Estas dos esperanzas han chocado con
las otras ciencias que precisan de normas propias, de enfoques globales requeridos por la aparición de propiedades emergentes, aplicables a
los sistemas compuestos pero no a sus constituyentes más simples. Por
ejemplo, el enlace entre átomos, una propiedad de la química, emerge
de la física, o las propiedades de los seres vivos, no predicables de sus
componentes. Desde esa perspectiva hay una jerarquía de ciencias —física, química, biología, geología, neurología, psicología, sociología—,
cada una de ellas más fundamental que la siguiente y con leyes, métodos
y ontología distintos16.
El desarrollo conceptual de la física durante las últimas décadas ha
descubierto una situación parecida dentro de ella misma —caracterizada
por una estructura jerárquica del mundo en niveles separados y propiedades emergentes que refutan el reduccionismo—. Las partículas
elementales son constituyentes de los núcleos, éstos y los electrones lo
son de los átomos, que a su vez forman las moléculas y de todo ello
resulta la materia, tanto la inerte como la viva. Tenemos así una estructura de niveles de complejidad creciente hasta llegar al cosmos en
su conjunto. Se suele decir que esta constatación lleva necesariamente
al reduccionismo, pero esto debe ser precisado pues tal palabra tiene
al menos tres sentidos diferentes, el ontológico, el metodológico y el
epistemológico. El primero afirma que todas las cosas están hechas de
los mismos constituyentes, átomos y moléculas. De eso no hay duda.
El segundo, que estudiar los componentes básicos de un sistema es una
buena estrategia para entenderlo. Esto es correcto si bien en ocasiones
es esencial un entendimiento global de las cosas sin preocuparse por
sus constituyentes.
Pero el sentido más importante, por sus consecuencias, es el del reduccionismo epistemológico, según el cual todas las propiedades de un
sistema pueden deducirse de las de sus componentes elementales, como
afirma Weinberg. Llevado a su extremo, ello implica como cuestión de
principio que del conocimiento de las partículas elementales propio de
la física se puede llegar al de los átomos y las moléculas que estudia
la química; a su vez de la química se deduce toda la biología; de ésta
toda la neurología; ello nos permitirá conocer toda la psicología, de la
cual se deduce toda la sociología, etc. Las únicas leyes verdaderamente
fundamentales serían las de la física de partículas elementales, todas las
demás serían derivadas.
Pero existe otra forma de verlo, para la que cada nivel tiene leyes
fundamentales propias que no son deducibles del nivel inferior, aunque
16. C. Sánchez del Río, «La percepción jerárquica de la realidad»: Revista de Filosofía
(3.ª época) 12 (1994), pp. 319-355.
245
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
utilice conceptos tomados de éste. El resultado es que el mundo está
organizado en ámbitos distintos de los de las esferas terrestres, planetarias y estelares de los antiguos, pero, como ellas, con leyes efectivas
diferentes en virtud de las constantes de la naturaleza17.
Cada uno tiene una ontología propia, muy poco dependiente de la
de los demás. Ésta es la razón de que muchos científicos recusen hoy
el reduccionismo y la idea de una teoría final. Por ejemplo, el norteamericano Philip Anderson, nacido en 1923 y premio Nobel de Física en 1977 por sus trabajos sobre la estructura electrónica de sistemas
magnéticos, se opone radicalmente a la posición reduccionista base de
las esperanzas en una teoría final y definitiva. En un famoso artículo
escrito en 1972 afirma:
La hipótesis reduccionista no implica en modo alguno una hipótesis
construccionista: la capacidad de reducirlo todo a leyes fundamentales
simples no implica la de reconstruir el universo a partir de esas leyes. De
hecho, cuanto más nos dicen los físicos de las partículas elementales sobre
la naturaleza de las leyes fundamentales, menos relevancia parecen tener
para el resto de la ciencia, mucho menos para la sociedad. La hipótesis
construccionista se deshace al enfrentarse a las dificultades gemelas de
las escalas y la complejidad18.
Lo que dice Anderson es que en el mecanismo del cosmos siempre
habrá ruedas dentro de otras ruedas, jerarquías de órdenes de complejidad creciente, propiedades emergentes que no se pueden deducir de las
de los componentes más elementales. Por eso la ciencia es inagotable.
Alguien comparó la tarea de los científicos a la de una persona que
quiere vaciar un enorme almacén lleno de trastos y que, al llegar al final,
encuentra una trampa disimulada que conduce a otro nivel, más bajo o
más alto, atestado a su vez de bártulos más extraños aún.
¿Es posible explicarlo todo?: la pregunta de Leibniz
Uno de los postulados básicos del cientificismo es la capacidad de la ciencia para explicar absolutamente todo, sin salirse de la lógica de la materia:
o sea, que el mundo exterior —lo que vemos y oímos, con nuestros sentidos o con instrumentos que los ayudan—, y el interior —lo que sentimos,
pensamos e imaginamos—, es explicable en su totalidad y en su detalle
mediante la aplicación de la lógica y la matemática al «movimiento de los
átomos en el espacio vacío», tal como creía Demócrito. Si es así, cualquier
17. S. Schweber, «Physics, community and the crisis in physical theory»: Physics Today (noviembre de 1993), p. 34.
18. P. W. Anderson, «More is different»: Science 177 (1972), p. 393.
246
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
pregunta sugerida por el comportamiento de las cosas del mundo, ríos,
aire, piedras, seres vivos, hombres, astros, llegará irremediablemente a ser
respondida de manera comprobable de forma experimental en términos
de las leyes de la física o de las demás ciencias, basadas en última instancia en aquélla. No habría en ese caso ningún misterio permanente, sólo
algunas cuestiones aún no reducidas a un esquema lógico-matemático,
pero su número se reduce y llegará a cero algún día.
Ciertamente, la ciencia ha contestado ya a muchas preguntas importantes: ¿cómo se mueve el sistema solar?, ¿cómo se producen ciertas enfermedades?, ¿cómo aumentar la producción del trigo o la de
leche?... Pero ¿podría contestar a todas?, por ejemplo: ¿debo ir al cine o
a un concierto?, ¿por qué se enamoraron Calisto y Melibea?, ¿es mejor
Bach o Mozart?, ¿debe existir la pena de muerte?, ¿por qué me emociona esta canción y aquélla no?, ¿merece la pena vivir?... Sin duda la
ciencia puede ayudar a entenderlas mejor y a contestarlas en algunos
casos, pero ¿puede hacerlo ella sola?
Los cientificistas están convencidos de que sí, porque creen que
la ciencia ofrece el único conocimiento verdadero y, además, es omnicompetente. Pero, como en la aceptación de las pruebas de la existencia de Dios por los creyentes, hay aquí un cierto salto emocional y una
cierta circularidad, pues ¿qué significa conocimiento verdadero?
Se consigue una primera aproximación al problema al constatar que
la ciencia responde a la pregunta cómo, no a la pregunta por qué. Las
teorías científicas describen cómo se comporta el mundo, incluyendo al
hombre, pero no dicen nada de por qué lo hace así, es decir, de cuál es la
causa de que la naturaleza obedezca ciertas leyes y no otras. Ya Newton
se dio cuenta de ello al enunciar su teoría de la gravitación universal.
Admitiendo que dos cuerpos se atraen siempre con una fuerza directamente proporcional al producto de las masas e inversamente al cuadrado
de su distancia, le fue perfectamente posible describir el movimiento de
los planetas, probando que debería seguir órbitas elípticas en completo
acuerdo con las observaciones. Pero ¿por qué se atraen de este modo?
Newton dedicó mucho tiempo a este porqué, sin encontrar ni un atisbo
de respuesta, siendo esta la razón de su famosa frase en el Escolio General de los Principia cuando, tras explicar su sistema del mundo, dice:
Hasta aquí he expuesto los fenómenos de los cielos [...] pero todavía no
he asignado causa a la gravedad. [...] No he podido todavía deducir, a
partir de los fenómenos, la razón de estas propiedades de la gravedad y
yo no imagino hipótesis19.
19. I. Newton, Principios matemáticos de la filosofía natural, ed. de E. Rada, Alianza,
Madrid, 1987, p. 785.
247
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Esta pregunta de Newton sigue hoy sin respuesta: sabemos muy
bien cómo opera la gravedad, especialmente tras la relatividad general
de Einstein, pero por qué lo hace así (¿por qué se atraen los astros?)
sigue siendo un misterio: el tiempo transcurrido no nos ha acercado
ni un ápice a entenderlo. Pero ocurre que los científicos, por un abuso
de lenguaje perfectamente comprensible y sobre todo muy útil, usan a
menudo «porque» en el sentido de «como», de «que se sigue de» o de
«admitiendo que» y esto confunde la cuestión.
En contra de lo que se suele suponer, la ciencia hace continuamente
actos de fe: los llamados principios. Por ejemplo, el principio de relatividad, el de homogeneidad del espacio y del tiempo, el de conservación
de la energía... Se trata de afirmaciones fundamentales en acuerdo con
la experiencia, al menos hasta ahora, que no pueden deducirse de otras
más fundamentales aún y en las que se basa todo edificio conceptual.
De vez en cuando se refuta alguna y hay que cambiarla o matizarla,
pero, mientras estén en vigor, se cree en ellas, no se prueban. Nadie ha
contestado nunca, ni creo que lo haga en el futuro, a la pregunta de por
qué son válidos esos principios. Simplemente lo son.
Uno de los métodos usados en matemáticas para refutar un teorema
general consiste en buscar un contraejemplo, es decir, un caso particular
de incumplimiento de lo afirmado. Si alguien asegura tener la prueba
de que se verifica siempre una cierta propiedad A, bastará para refutarle
con encontrar un solo caso —el contraejemplo— en que, bajo las condiciones estipuladas, no se cumpla A. Así, ante la aseveración «Todos los
triángulos sobre la superficie de la Tierra tienen la propiedad de que la
suma de sus tres ángulos vale ciento ochenta grados», se puede probar
que es falsa sin más que encontrar uno, sólo uno, cuyos ángulos sumen
una cantidad distinta. Para ello basta con señalar tres puntos en una
esfera terrestre —Moscú, Nueva York y Buenos Aires, por ejemplo— y
medir los ángulos del triángulo que forman, comprobando que su suma
es superior, no igual, a ciento ochenta grados20.
Viene esto a cuento porque la afirmación cientificista de que es posible contestar a todas las preguntas tiene un contraejemplo en la famosa
pregunta que hizo Leibniz: «¿Por qué existe algo y no más bien nada?»
que el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) expresaba así:
«¿Por qué existe en absoluto el ente y no más bien la nada?», ante lo que
llamaba «el milagro de los milagros».
Es evidente que resulta imposible contestar a esa super-pregunta, o
20. Que la suma de los tres ángulos valga ciento ochenta grados es cierto solamente para triángulos contenidos en un plano, pero falso para triángulos en una esfera. Se
entiende en este caso que los tres lados son arcos de círculo máximo, es decir, líneas de
mínima distancia entre los vértices, sobre la superficie de la Tierra.
248
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
pregunta super-última, como ha sido llamada21. Desde luego, la ciencia
no podrá nunca hacerlo porque se basa siempre en la existencia anterior
del mundo, como una hipótesis implícitamente aceptada. Incluso los
intentos actuales de hacer que el universo sea el creador de sí mismo,
surgiendo de la nada, tampoco responderían a esa pregunta, porque
usan una nada que no es tal por estar dotada de potencialidades creadoras que hay que suponer previas.
La pregunta va dirigida realmente a todas las cosas que forman el
cosmos, aunque la sintamos como más vital cuando se refiere a nosotros
mismos. Sin duda innumerables personas se han preguntado en algún
momento por qué existen, pudiendo no hacerlo, y por qué pueden reflexionar sobre ello. Una primera contestación se refiere a sus padres
como agentes inmediatos de su existencia, pero eso no resuelve nada
porque surge al instante la pregunta por los padres y luego por los abuelos, en una cadena que no puede seguir más allá de cuatro mil seiscientos millones de años, la edad de la Tierra. Muchos se sienten satisfechos
con decir «la vida surgió porque la materia tiene capacidad de crearla»,
pero ¿por qué tiene esa capacidad?, la misma pregunta de Newton respecto a la causa de la gravitación. Y no hay respuesta, porque entre la
nada y el ser no hay ninguna transición inteligible, incluso la idea suscita
lo que en ocasiones se llama pánico ontológico, manifestado a veces en
la angustia de algunos niños al ver fotos o películas familiares anteriores
a su nacimiento y observar a sus padres y hermanos mayores alegres y
sosegados, sin inquietarse por su ausencia22.
La super-pregunta de Leibniz pone un alto obstáculo ante la pretensión de ser capaz de responder a todas las preguntas y de construir una
teoría final, completa y consistente de la realidad del mundo. Pero hay
otro aún más difícil: el teorema de Gödel.
El teorema de Gödel
Como ya vimos, Descartes propuso en su Discurso del método23 de 1637
una manera de razonar para resolver cualquier problema por complejo
que sea. Había logrado un rotundo éxito al reducir las construcciones
espaciales a operaciones aritméticas, gracias a su geometría analítica, y
eso le llevó a creer en la existencia de un modo de proceder parecido
21. M. Gardner, Los porqués de un escriba filósofo, Tusquets, Barcelona, 1989.
22. Vladimir Nabokov cuenta en su autobiografía Habla memoria (Anagrama, Barcelona, 1967), una experiencia de este tipo.
23. R. Descartes, Discurso del método, ed. de R. Frondizi, Alianza, Madrid, 1979.
249
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
y de aplicación universal. Su método consiste esencialmente en analizar cualquier cuestión en elementos básicos y en aplicar luego reglas
precisas de manera sucesiva, generando cadenas de inferencias lógicas
elementales que serían algo así como los átomos del pensamiento. De
esta manera, argumentaba, todo el conocimiento podría deducirse a
partir de primeros principios. En cuanto a éstos, suponía que se pueden
determinar preguntándose cómo debe haber organizado el mundo un
Dios racional y bueno.
Desde entonces el razonamiento analítico domina la escena del pensamiento, en buena parte por el enorme desarrollo de las matemáticas,
y está en la base de la creencia cientificista en que pueden contestarse
todas las preguntas de manera clara y precisa. Un capítulo posterior de
esta tradición que nos interesa aquí es el intento por el gran matemático alemán David Hilbert (1862-1943) de desarrollar un método para
la resolución de todos los problemas de matemáticas, sin que ninguno
pudiese escapar a su aplicación, ¡de nuevo el sueño de Descartes! Al ser
invitado a dar la conferencia de honor en el Congreso Internacional de
Matemáticos de París en 1900, su tema elegido fue la resolución de problemas como motor del pensamiento matemático, proponiendo varios
de ellos como reto ante el siglo que empezaba, los llamados problemas
de Hilbert, alguno de los cuales sigue abierto todavía. El ambicioso programa de Hilbert buscaba fundamentar la matemática sobre bases absolutamente firmes e indudables, mediante axiomas y reglas de inferencia
aplicadas sucesivamente, o sea de modo algorítmico, con el fin de construir un método para probar la verdad o falsedad de cualquier proposición. Pero no lo había conseguido todavía y por eso colocó en el décimo
lugar de su lista de problemas el conocido como Entscheidungsproblem:
probar que ese método existe realmente.
Pero, tres décadas más tarde, en 1931, el joven matemático austriaco, nacionalizado luego norteamericano, Kurt Gödel (1906-1978)
echó por tierra las esperanzas de Hilbert con un famoso teorema según
el cual todo sistema formal de axiomas y reglas de procedimiento a
partir del nivel de complejidad de la aritmética elemental, incluye necesariamente afirmaciones —perfectamente dotadas de sentido— que
no se pueden probar ni refutar desde dentro del sistema24. Se dice que
la verdad de tales afirmaciones es indecidible. Tomemos la paradoja del
mentiroso, ya estudiada por los griegos, consistente en saber si la proposición «Esta frase no es cierta» es verdadera o falsa. En los dos casos
hay una contradicción, pues si la suponemos verdadera, resulta falsa, y
al revés. Una frase parecida es «Esta afirmación no se puede probar».
24. A. Dou, Fundamentos de la matemática, Labor, Barcelona, 1974; R. Penrose, La
nueva mente del emperador, Mondadori, Madrid, 1992, cap. 4.
250
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
Llamemos P a esta proposición, sin duda perturbadora porque sólo es
verdadera si no se puede probar. Algunos dicen que tal contradicción
no tiene importancia porque las proposiciones indecidibles o son muy
complicadas o carecen de interés práctico, como puede ocurrir con P.
Sin embargo, esta postura pragmática sirve sólo para salir momentáneamente del atolladero, pues la relación entre verdad y prueba es
demasiado importante para ignorar que la misma idea de razonamiento
es afectada por la mera existencia de tales proposiciones indecidibles.
Pues una de ellas es la que afirma la consistencia del sistema: o sea, que
la ausencia de contradicción es indemostrable. Ciertamente una ciencia
experimental puede vivir y avanzar a pesar de ello, pero nunca podremos asegurar que no llegará a contradecirse a sí misma y por eso su
validez descansa sobre un acto de fe que no tiene valor absoluto.
Muchos opinan que Gödel es uno de los gigantes intelectuales del siglo XX, probablemente una de las pocas personalidades contemporáneas
recordadas dentro de mil años25, y que su teorema es uno de los resultados más importantes de la historia de la ciencia. Presenta un fuerte
obstáculo a las esperanzas de lograr una teoría final y definitiva de la
naturaleza. Esto es así, porque una tal teoría debe tener un alto nivel
matemático y contar con un sistema bien definido de axiomas y reglas
de aplicación, por lo que siempre habría afirmaciones indecidibles —o
dicho de otro modo, preguntas incontestables— expresables en el lenguaje del sistema, pero que sólo pueden ser respondidas desde un conjunto más amplio de axiomas. Por ello, una teoría final necesitaría una
jerarquía infinita de sistemas formales de complejidad creciente, sin que
ninguno pudiera servir de base a la estructura global.
El filósofo Karl Popper lo expresa así:
Toda explicación puede ser más explicada aún por una teoría o conjetura
de mayor grado de universalidad. No puede haber ninguna explicación
que no necesite de una explicación ulterior26.
Por ejemplo, nadie podrá escribir una lista de postulados y asegurar
luego que toda la matemática se deduce de ellos, no importa lo larga
que sea, incluso si se necesitase para escribirla todo el papel de la Tierra
o el que se pueda producir talando todos sus bosques. Por ello y como la
ciencia absoluta tendría que ser infinita, es necesariamente inalcanzable
e imposible para seres limitados como somos los hombres. Hay así una
contradicción lógica en la misma idea de teoría final, como la habría si
predijese que dos más dos son cuatro y, a la vez, cinco.
25. J. A. Paulos, Más allá de los números, Tusquets, Barcelona, 1993, p. 136.
26. Cf. K. Popper, Conocimiento objetivo: un enfoque evolucionista, Tecnos, Madrid, 31988, pp. 180-191 y 313-321, para un desarrollo de esto.
251
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
El teorema de Gödel produjo un cambio espectacular en la filosofía
de las matemáticas y en la confianza en conseguir alguna vez verdades absolutas. El mismo Carnap antes citado, que confiaba en poder contestar
todas las preguntas gracias a la ciencia, reconocía más tarde, en 1958,
que las matemáticas y la física tienen en común «la imposibilidad de
la certeza absoluta». Bertrand Russell afirmaba en 1901: «El edificio
de las verdades matemáticas se mantiene inconmovible e inexpugnable
ante los proyectiles de la duda cínica», pero en 1959 decía: «La espléndida certeza que siempre había esperado encontrar en la matemática se
perdió en un laberinto desconcertante».
El matemático Hermann Weyl (1885-1955), autor del primer tratado sobre la relatividad general de Einstein y científico de gran profundidad, expresaba una opinión parecida en 1949:
Ningún Hilbert será capaz de asegurar la consistencia para siempre [...].
Una matemática realista [...] debería adoptar la misma actitud sobria y
cautelosa que manifiesta la física hacia las extensiones hipotéticas de sus
fundamentos.
Y también:
Tal vez pueda decirse que el matematizar sea una actividad creativa, como
la música o el arte, cuyas decisiones históricas desafían completamente
una racionalización objetiva27.
Esto no significa que sea imposible una teoría operativa del mundo
físico, en buen acuerdo con la experiencia y de validez muy general, incluso que llegue a permanecer casi sin cambios durante mucho tiempo.
Pero tendría siempre dos limitaciones. Una: no podría excluirse la aparición de un nuevo hecho experimental que obligase a cambiarla, como
ocurrió cuando surgieron la teoría cuántica o la relatividad. Dos (y más
importante): nunca podría ser completa y consistente a la vez. En este
sentido una teoría de la naturaleza no puede nunca ser final.
Quizá por ello, se han hecho muchas bromas aprovechando la semejanza entre su nombre, Gödel, y las palabras God (Dios) y Godot28.
Así, Martín Gardner29 cuenta que suele fantasear imaginando que Dios
se metió en la mente de Gödel para enseñar a los hombres un chiste
27. Todas las citas anteriores están tomadas de M. de Guzmán, «El infinito matemático ¿una apertura del hombre hacia lo transcendente?», en Actas de la reunión matemática
en honor de Alberto Dou, Universidad Complutense de Madrid, 1989.
28. Nombre de un personaje que no aparece nunca en Esperando a Godot, obra de
teatro de Samuel Beckett sobre la vanidad de toda esperanza. Cf. M. Gardner, op. cit.,
p. 351.
29. Ibid.
252
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
fundamental: hasta en la teoría elemental de los números hay verdades
que nunca estaremos seguros de si son ciertas.
En cuanto a su postura personal, Gödel creía, debido a su filosofía
de la matemática, que los números existen en algún dominio de la realidad independiente del hombre y que existe también el espíritu no material, irreducible a las leyes físicas. Procedía de un ambiente luterano
y, aunque no era practicante religioso en el sentido convencional, se
declaraba teísta y sostenía la posibilidad de una teología racional30, hasta el punto de haber llegado a proponer una variante del argumento
ontológico de la existencia de Dios.
¿Llegarán a pensar las máquinas?
Desde muy antiguo, los filósofos y los científicos se han sentido intrigados por la extraña relación entre la mente, ese sistema capaz de sentir
el propio yo y de generar ideas, sentimientos, deseos o recuerdos y el
cerebro, pura materia, no más que un conjunto de neuronas con su
volumen y su peso. ¿Cómo pueden interactuar dos cosas tan distintas?
Según Descartes, lo hacían a través de la glándula pineal, instaurando un
dualismo entre lo que llamaba la res extensa, la materia caracterizada por
su extensión, y la res cogitans, la sustancia pensante o mente.
La cosa no es sorprendente para quienes admiten, como un postulado básico, que todos los atributos del hombre son reducibles a los
demás elementos del cosmos, sin que haya ninguna diferencia esencial,
ninguna línea de demarcación, entre los animales y los seres humanos.
La dualidad mente-cerebro se elimina así de un plumazo, pues no habría
realmente dos cosas distintas si la primera es una mera propiedad del
segundo. Para los que así piensan, el modelo de Popper de los tres mundos (véase más arriba el capítulo 7) es absurdo, pues nuestras emociones,
pensamientos, deseos o esperanzas no son más que ciertas disposiciones
especiales de los átomos del cerebro. El mundo 2 sería entonces una
parte del mundo 1, redundante del todo. Este punto de vista se califica
de reduccionista, porque quiere explicar todas las propiedades de un
sistema complejo exclusivamente en función de las de sus componentes
elementales, átomos y moléculas, y de sus acciones mutuas.
Puesto que el cerebro es materia viva, un montón de neuronas, surge
la idea de que un dispositivo artificial, un ordenador, pueda llegar a realizar sus mismas funciones31. Tal máquina consta de una base material,
30. J. A. Paulos, op. cit.
31. Se usa aquí la palabra «ordenador» con preferencia sobre su sinónima «computador» o «computadora».
253
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
el hardware, y una base lógica, el software. El primero es la materia de
que está construido —plástico, metal, semiconductores—; el segundo
consiste en una colección de programas —los conjuntos ordenados de
las instrucciones necesarias para la realización de las tareas—, grabados
en un disco magnético o de otro tipo cualquiera. En ello se basa la enorme versatilidad de esas máquinas porque, cambiando adecuadamente
los programas, pueden resolver una gran variedad de problemas distintos. Pues bien, una solución al problema sería identificar al cerebro
con el hardware, a la mente con el software. En esta visión, la mente es
un simple conjunto de instrucciones grabadas en el cerebro, por algún
método físico o químico.
De esta idea nace un campo nuevo de investigación, la ciencia cognitiva, que reúne a físicos, matemáticos, informáticos y filósofos para
entender los procesos que sigue el pensamiento. Su método consiste en
el desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA), es decir, de la programación de ordenadores para la realización de tareas que exijan un comportamiento calificable como inteligente en mayor o menor grado. En sus
versiones más radicales, esta nueva ciencia pretende demostrar que un
cerebro no es más que un ordenador complejo e intenta construir una
máquina capaz de razonar tanto como una persona —más incluso—. Si
esto fuera posible, el pensamiento se podría separar de su base material
y reproducirse fuera de ella, al no ser más que una sucesión de inferencias lógicas simples, no ligadas a ninguna materia particular, lo mismo
que un trozo de hierro se puede sintetizar a partir de sus átomos. El pensamiento sería una cierta estructura de la materia, como la vitamina C,
que no es igual a los átomos que la constituyen, carbono, hidrógeno y
oxígeno, sino a esos átomos estructurados de una cierta forma.
Ésta es una gran pregunta: ¿puede tener mente un ordenador? ¿Llegarán a pensar las máquinas?
La cuestión empezó a tomar cuerpo en 1950 con un famoso artículo
del matemático inglés Alan Turing32, expresando su convencimiento de
que las máquinas llegarán a tener un comportamiento considerado por
todos como inteligente. Suya es también una de las ideas más importantes para esta cuestión: la máquina universal. Todos los ordenadores
son (idealmente) equivalentes en el siguiente sentido: cada uno puede
comportarse exactamente igual y hacer lo mismo que cualquier otro,
es decir, puede imitarlo perfectamente, si se le introduce el programa
adecuado. Turing mostró que esto permite discutir en términos de una
sola máquina, calificada de universal, modelo ideal del que todas las
existentes son realizaciones particulares. Se prescinde aquí de limitacio32. A. Turing, «Computing machinery and intelligence», recogido en A. R. Anderson
(ed.), Controversias sobre mentes y máquinas, Tusquets, Barcelona, 1984.
254
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
nes de tipo práctico, suponiendo a todas ellas con suficiente memoria y
capacidad, cosa justa pues para poder considerar a una como inteligente
debe ser muy poderosa. Esto no significa que un pequeño PC y un gran
sistema hagan las mismas cosas en su uso diario, sólo que operan sobre
los mismos principios.
Pero, unos años más tarde, un artículo de J. R. Lucas33 disparaba
la polémica, al defender la opinión contraria con argumentos basados
en el teorema de Gödel. Desde entonces, se han formado dos bandos
que mantienen una discusión dura y apasionada, en la que no faltan
las descalificaciones más graves. Según algunos, nuestro cerebro es sólo
un ordenador hecho de carne y la diferencia que hoy percibimos entre los seres humanos y esas máquinas es puramente cuantitativa —no
cualitativa—; aunque nuestro cerebro es todavía más complejo que los
ordenadores más potentes, será posible construir en el futuro uno tan
inteligente como cualquier ser humano; incluso podrán calificarse como
mucho más inteligentes porque su mayor rapidez les permitirá resolver los mismos problemas en menos tiempo. Esta afirmación se conoce
como hipótesis fuerte de la inteligencia artificial y lleva a sus últimas
consecuencias la idea de Descartes de que los animales son máquinas y
de que todo el pensamiento es analítico. Para sus partidarios, nuestro
cerebro es una realización particular de la máquina universal de Turing.
Otros creen, por el contrario, que tal diferencia es cualitativa, siendo los ordenadores incapaces de algunas facultades mentales —ahora
y siempre—; pueden realizar tareas que exijan mucha rapidez, reiteraciones y capacidad de almacenar muchos datos, pero nunca llegarán
a entender; el pensamiento es mucho más que cadenas de inferencias
lógicas; cerebro y ordenadores operan siguiendo principios diferentes.
Sea como fuere, se trata de una polémica apasionante, sin duda una
de las más sugestivas de la historia de la ciencia, que obliga a plantear
muchas cuestiones previas como: ¿qué es pensar?, ¿qué relación tienen
el sentido común y la intuición con el pensamiento lógico? o ¿se puede pensar sin ser consciente de ello? Por eso, incluso si la inteligencia
artificial, en su versión extrema, fuese una quimera porque ninguna
máquina pueda nunca llegar a pensar, la reflexión sobre estos problemas
ayudará a comprender —lo está haciendo ya— cómo funciona la mente. Conviene recordar aquí a Pascal y a su dualidad entre el espíritu de
geometría y el de sutileza. Las cadenas de inferencias simples, al modo
de Descartes, son la forma de operar de la geometría, pero hay otros
aspectos importantes del pensamiento —la intuición, la analogía, el sentido común, el humor— que son reacios a la geometría y corresponden
33. J. R. Lucas, «Minds, machines and Gödel», en A. R. Anderson (ed.), op. cit.
255
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
a la sutileza. Los ordenadores son excelentes para lo primero, mucho
peores o incapaces en lo segundo.
Para quienes crean en la libertad humana, es difícil admitir la hipótesis fuerte porque implicaría que los circuitos de un ordenador puedan
ser libres. Quedará esto más claro examinando el caso de los sistemas
expertos.
En el entusiasmo suscitado por algunos primeros éxitos, los pioneros de la inteligencia artificial pronosticaron que hacia 1980 se habría
llegado a programar un ordenador al que todos se verían obligados a
considerar inteligente. La predicción quedó patentemente incumplida,
pero sus defensores lo atribuyen a la dificultad del problema, mayor de
lo esperado, como ya ha ocurrido con otras muchas previsiones científicas (la energía barata por fusión de plasmas o la vacuna contra el sida
serían otros ejemplos). Quizá debamos esperar veinte años, acaso cien,
pero ¿qué es eso para la humanidad? Ante este retraso, Edward Feigenbaum lanza la idea de sistema experto, menos ambiciosa pero más segura,
que algunos interpretan como un primer paso hacia la inteligencia artificial, otros como el abandono de las radicales primeras pretensiones34.
Un sistema experto es un programa de ordenador que intenta imitar
e incluso superar a un experto en un ámbito concreto de la actividad
humana, por ejemplo a un médico diagnosticando una enfermedad o a
un economista tomando una decisión. Ya no se trata de reproducir el
pensamiento humano, sino simplemente la pericia de un profesional
competente. Esta pretensión es más sencilla pues, en algunos campos
reducidos, los expertos trabajan siguiendo reglas bien establecidas, aunque a veces sin ser plenamente conscientes de ello. En esos dominios, la
capacidad del ordenador de examinar muchas alternativas y aplicarles
reglas claras puede resultar ventajosa, porque, si el campo es suficientemente estrecho, el sentido común llega a ser innecesario.
Pero observemos que, a pesar de su capacidad y rapidez, a un sistema experto le falta radicalmente una de las propiedades más definidoras
del ser humano: la libertad de elegir. No la tiene porque está diseñado para un fin específico, del que no se puede salir, y porque consiste
simplemente en la unión de dos subsistemas: un conjunto de datos,
conocido por base de conocimiento, y una serie de reglas que debe
seguir para llevar a cabo sus objetivos, la llamada máquina de inferencias. Funciona relacionando esas dos estructuras previamente definidas:
conocimientos y fines. No puede ni crear los primeros, ni escoger los
segundos. Y esta limitación se mantiene de forma inevitable en sistemas
más complicados, como una constante de la inteligencia artificial hasta
34. E. Feigenbaum y P. McCorduck, The fifth generation, Addison-Wesley, Reading
(MA), 1983.
256
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
el momento. A pesar de tantas novelas y películas de ciencia ficción en
las que los ordenadores se rebelan contra sus creadores y son capaces
de fijar ellos mismos sus propias normas de conducta, parece imposible
imaginar cómo puede surgir la libertad de un montón de circuitos.
Al no necesitar ni intuición ni sentido común, los sistemas expertos
han conseguido éxitos notables, tanto mayores cuanto más reducido
es el campo de operación. Se usan ya de modo habitual para análisis
químicos, diagnóstico médico, ayuda al estudio, control del tráfico, jugar al ajedrez..., y siempre que los razonamientos necesarios se puedan
reducir a la aplicación sucesiva de reglas.
Sin embargo, el pensamiento es algo más que eso, sin contar con
que «las reglas no contienen las reglas de su propia aplicación», en frase
pertinente del filósofo Ludwig Wittgenstein. En nuestra vida estamos
violando pautas de modo constante, cuando circunstacias imprevistas lo
aconsejan. Una historia que seguramente ocurrió alguna vez lo ilustra:
el conductor de un autobús, sancionado por no atender de forma adecuada a un viajero que sufrió un ataque al corazón, se defiende apoyándose en una regla de su empresa según la cual no debe nunca desviarse
de la ruta prevista si no tiene permiso para ello. La culpa no fue suya,
dice, sino de la norma.
Desde luego, ocurre que las reglas deben interpretarse según el contexto, en eso consiste el sentido común —cualidad que parece específicamente humana—. Por desgracia, este conductor no lo tiene y se
comporta aquí como un ordenador incapaz de pensamiento contextual.
Un defensor de la hipótesis fuerte de la inteligencia artificial diría que es
posible sustituir con ventaja al conductor por un ordenador programándole adecuadamente para hacer frente a imprevistos, por ejemplo con
instrucciones del tipo «seguir la ruta prevista, excepto si un viajero sufre
un ataque al corazón, en cuyo caso ir al hospital más próximo».
Pero vano intento es el de reducir a reglas lo imprevisto: quizá el camino al hospital más próximo esté cortado por una inundación, o haya
otro más lejano pero mejor equipado, o convenga seguir el consejo de
un médico que estuviese a bordo, o sea necesario pedir un helicóptero...
Según Minsky, Feigenbaum35 y los partidarios de la hipótesis fuerte, se
puede generar el sentido común mediante un conjunto suficientemente
vasto de reglas y de datos almacenados en la memoria de un ordenador.
Pero el sentido común es un ejercicio de la libertad humana: al aplicarlo, el hombre se libera de la norma, interpreta la situación y decide por
sí mismo en función de su análisis. Más aún, crea información adicional
35. Entrevista con Guitta Pressis-Pasternak reproducida en su libro Faut-il bruler
Descartes?, La Découverte, Paris, 1991, p. 220.
257
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
antes imprevista, a partir de las circunstancias. Por tanto, si existe el libre albedrío, nunca podrá haber ordenadores plenamente inteligentes.
Es un hecho que, tras muchos esfuerzos, nadie ha conseguido programar el sentido común. Uno de los críticos más duros de la hipótesis
fuerte es el filósofo de Berkeley Hubert Dreyfus, desde que publicó
en 1972 su polémico y provocativo libro Lo que no pueden hacer los
ordenadores, al que siguió en 1986 La mente sobre la máquina, escrito
con su hermano Stuart, profesor de matemáticas e investigador sobre
inteligencia artificial36. Los Dreyfus, representando a una corriente de
opinión, reaccionan con fuerza contra la idea de que los ordenadores
y los humanos son dos «razas» diferentes de una misma «especie», caracterizada por representar el mundo exterior por cadenas de símbolos,
como si hubiese una inteligencia suprema y genérica, la de la máquina
universal de Turing, de la que la humana y la informática serían dos
variedades muy próximas. Opinan que el pensamiento no se puede reducir a aplicar reglas, que es lo más que puede hacer un ordenador.
Además, nuestros hábitos mentales están profundamente marcados
por toda nuestra experiencia vital anterior, idea que resumen en frase
redonda: «Nunca se podrá programar nuestro pensamiento porque no
somos espíritus puros»37 (los Dreyfus quieren decir con ello que los
ordenadores sí lo son en el siguiente sentido: como realizaciones particulares de la máquina universal de Turing, son absolutamente intercambiables como cuestión de principio, y por eso nada importante de ellos
depende de la materia particular de la que estén construidos. Lo que
importa en ellos a estos efectos es el software, no el hardware).
La reflexión humana es más compleja que una aplicación reiterada
de reglas, aunque a veces sea también eso. El pensamiento se mueve
siempre entre los polos del análisis y la síntesis, entre la deducción y la
inducción, mientras que los ordenadores trabajan sólo en el modo analítico-deductivo. Y esto importa mucho, porque las grandes creaciones
de la mente humana han tenido siempre un componente importante de
razonamiento ni analítico ni deductivo. Así es evidente en las obras de
arte, que no se crean siguiendo un esquema lineal lógico, pensemos en
La Gioconda de Leonardo, en un cuarteto de Beethoven o en el Quijote
de Cervantes. Según un lugar común, las de los científicos son de otro
tipo, pues en ellas reina la lógica más estricta en todo su esplendor y se
encadenan las proposiciones cada una como una mera consecuencia inevitable de las anteriores. Pero no hay nada más radicalmente falso: en
36. H. L. Dreyfus, What computers can’t do: a critique of artificial reason, Harper
and Row, New York, 1972; H. L. Dreyfus y S. E. Dreyfus, Mind over machine: the power
of human intuition and expertise in the era of the computer, Macmillan, New York, 1986.
37. Entrevista con Guitta Pressis-Pasternak, en Faut-il bruler Descartes?, cit., p. 213.
258
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
las mejores obras científicas hay un componente importante de analogía
y de traslación no lógica de ideas.
Tomemos la teoría de la gravitación universal de Newton. Sería equivocado considerarla simplemente como un conjunto de reglas y procedimientos para calcular los movimientos de los cuerpos celestes, aunque
también sea eso y su valor dependa del éxito de esos cálculos. Es mucho
más, porque supone una visión nueva del mundo, distinta por completo
de la medieval, en la que se muestra la ciencia como mirada y como pregunta en su grado más alto.
Cuando Newton vio caer la manzana, sin duda sintió, como un chispazo, su semejanza con la Luna (no importa para esta discusión que la
historia sea apócrifa como dicen algunos; supongámosla cierta). Pero,
¡qué idea tan absurda!, ¿cómo pueden parecerse dos cosas tan distintas?
Respuesta de Newton: ¡la Luna cae hacia la Tierra, lo mismo que la manzana! Si es así, debemos admitir que todas las demás cosas caen también
las unas hacia las otras. Podemos ver aquí a la analogía en su esplendor
más fecundo. A Newton le sugirió nada menos que la universalidad de
las leyes físicas, las mismas aquí en la Tierra y allí en los astros, una de las
ideas más importantes de toda la ciencia.
Esta historia de Newton muestra que es posible encontrar semejanzas
y elementos comunes entre los procesos de creatividad en ciencia y en
arte o en poesía. Uno es el papel tan importante que tiene la metáfora
en esos dos ámbitos38. Una metáfora consiste en afirmar que dos cosas
son iguales, aunque sabemos muy bien que no lo son. Sorprende que
este aparente despropósito tenga una eficacia tan grande, sin duda porque la mente, obligada a oscilar entre lo que las dos cosas tienen de
parecido y de distinto, entra en un estado receptivo que la predispone a
descubrir aspectos inesperados de esa realidad.
Tomemos los famosos versos de Las coplas de don Jorge Manrique
por la muerte de su padre, una de las cumbres de la poesía española,
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu’es el morir.
Parece un sinsentido lógico unir, mediante el verbo «son», dos ideas
tan distintas como «nuestras vidas» y «los ríos» o «dar en la mar» y «morir». Pero esa asociación tiene un efecto muy claro sobre el lector, agudiza su sensibilidad, lo hace más receptivo y genera en él una tensión men38. J. Ortega y Gasset, «Las dos grandes metáforas», incluido por ejemplo en Ensayos
escogidos, ed. de P. Laín Entralgo, Taurus, Madrid, 1997; D. Bohm y D. Peat, Ciencia,
orden, creatividad, Kairós, Barcelona, 1988.
259
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
tal creadora. Una parte del mundo se ilumina ante su mirada, por efecto
del choque entre lo que iguala y lo que diferencia a los dos términos. La
teoría de la gravitación universal surgió de la metáfora Luna-manzana,
repitiéndose muchas veces la misma pauta: al descubrirse una nueva idea
por asociación de términos aparentemente muy separados, la mente se
ve envuelta en una forma de percepción creativa que facilita la admisión
de ideas fecundas, absurdas de acuerdo con los esquemas anteriores.
La metáfora cumple dos funciones en ciencia: ayuda a descubrir
nuevas ideas o a entender mejor otras ya conocidas y sirve para buscar
nombres a conceptos emergentes. Muchos términos científicos tienen
origen metafórico, por ejemplo, fuerza, energía, efecto invernadero,
efecto mariposa, Big Bang o agujero negro.
Pero, aunque las metáforas literarias y las científicas surgen de procesos mentales parecidos, deben usarse de modo muy distinto. Las primeras
tienen que mantener su capacidad de sugerencia y para ello es necesario
que permanezcan abiertas. Si Neruda compara a la soledad con una moneda traidora o dice que la alegría es una ráfaga quebradiza, no tiene
sentido analizar cuán objetivas sean esas asociaciones, pues se sitúan en el
mundo necesariamente ambiguo de lo subjetivo y allí deben permanecer.
Con las metáforas científicas se opera de otro modo: hay que cerrarlas. Quiero decir que, una vez que han abierto un camino o levantado
un velo, es necesario reducirlas a lo que tienen de objetivo y comprobable, en lo que todos estén de acuerdo. Por eso hay que guardarse mucho
de confundir una metáfora científica no cerrada con una identidad. O
sea, que si las metáforas literarias deben mantener su intensidad, conviene que las científicas se enfríen. Por eso Ortega, tan entendedor de
estas cosas, decía que las metáforas literarias van del menos al más y las
científicas, del más al menos.
Un rastreo por la historia de la ciencia permitiría detectar muchos
otros casos parecidos. Indiquemos sólo tres: la relatividad general de
Einstein parte de la metáfora del espacio-tiempo como membrana elástica que puede estirarse y encogerse, la teoría cuántica, de la equiparación de una onda y un corpúsculo, y el modelo del Big Bang de comparar el nacimiento del universo con la explosión de una granada.
En las obras de los grandes científicos hay siempre un elemento
importante de analogía, no justificado lógicamente a priori. Valga como
ejemplo la descripción que el físico Freeman Dyson hace del trabajo de
su amigo y colega Richard Feynman, premio Nobel en 1965 y uno de
los grandes de la segunda mitad del siglo XX, al hablar de las dificultades
que tuvo para que se aceptasen sus primeras ideas:
La razón por la que sus propuestas eran tan difíciles de captar por los
físicos ordinarios era que no usaban ecuaciones [...]. Tenía una visión
260
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
intuitiva de cómo ocurren las cosas, que le daba las soluciones directamente con un mínimo de cálculo. No me sorprende que los que habían
pasado sus vidas resolviendo ecuaciones estuviesen desconcertados por
sus ideas. Sus mentes eran analíticas; la suya, pictórica39.
Encontramos aquí, una vez más, el conflicto entre los espíritus de
geometría y de sutileza.
El matemático inglés Roger Penrose publicó en 1989 un libro titulado La nueva mente del emperador sobre el problema mente-cerebro
que contiene el ataque más tremendo contra la hipótesis fuerte de la
inteligencia artificial40. Penrose es una de las grandes figuras de la relatividad general, descubridor, en la década de los sesenta del pasado siglo,
de teoremas sobre las singularidades del universo, obtenidos algunos
en colaboración con Stephen Hawking. Su argumento esencial es que
los ordenadores trabajan siguiendo algoritmos y la mente no, por lo
que será imposible que uno de ellos llegue a ser inteligente. Pero ¿qué
significa eso?
Un algoritmo41 es una sucesión de operaciones elementales, perfectamente ordenadas y especificadas, que sirven para hacer algo preciso.
Es muy importante que esas operaciones estén bien definidas, de manera que se sepa cuál es la primera, la décima, la número 34, etc. Por
ejemplo, un algoritmo para freír un huevo podría ser: 1) se pone en
el fuego una sartén con aceite; 2) se coge un huevo de la nevera; 3) se
casca; 4) se echa en la sartén; 5) se espera un minuto; 6) se coge con la
espumadera; 7) se apaga el fuego. En otras palabras: un algoritmo es
una receta. También son algoritmos las secuencias de operaciones de un
obrero en una cadena de montaje o las necesarias para coser un botón,
aunque se suele usar la palabra en un contexto matemático, donde las
operaciones tienen sentido aritmético. Lo importante es la descomposición del trabajo en tareas elementales y su realización sucesiva en un
orden prefijado, de modo que, si se omite alguna o se altera el orden, el
algoritmo no funciona.
Pues bien, ocurre que los ordenadores funcionan siguiendo algoritmos, ésa es su fuerza y su debilidad y por eso son incapaces de dar
respuesta a una situación imprevista, por ejemplo, si se rompe el reloj,
si el huevo no está en la nevera sino encima de la mesa o si no hay es39. F. Dyson, Disturbing the universe, Harper and Row, New York, 1979, cap. 5.
40. Véase supra en este capítulo la nota 24. El título del libro sugiere que, como el
del cuento, los emperadores de la inteligencia artificial no llevan ropa, aunque poca gente
se atreva a decirlo.
41. Esta palabra viene del nombre de un matemático persa del siglo IX Abu Ja’far
al-Khowarizm, autor de un libro muy importante sobre álgebra, palabra también debida
a él.
261
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
pumadera. Penrose opina que en el cerebro operan leyes físicas nuevas,
aún por descubrir y de carácter no algorítmico, por lo que nunca podrá
ser simulado completamente por un ordenador que funcione sobre los
mismos principios que los actuales.
Los más de cincuenta años de historia de la inteligencia artificial han
descubierto una cosa importante: que el pensamiento opera de modo
mucho más complejo de lo antes supuesto. Los desarrollos parecen dar
la razón a quienes creen que el sentido común, la intuición, el humor y
las analogías no pueden reducirse a cadenas de reglas, por muy complicadas y extensas que sean. Por ello, aunque es posible fabricar sistemas
expertos que funcionen bien en campos específicos y que cumplan con
éxito tareas importantes, son muchos los convencidos de la imposibilidad de construir una máquina inteligente. Si éstos tienen razón, para
obtener un mecanismo artificial capaz de pensar como un cerebro, habría que construir ¡nada menos que otro cerebro! Pero eso sería otra
historia. De todas formas, la cuestión sigue abierta.
Hay muchos mapas de la realidad
Los fundamentalistas religiosos y los ateos militantes tienen algo en común: creen que toda la geografía del mundo cabe en un solo mapa. El
de una interpretación intransigente de un libro sagrado o el de los datos
de una ciencia excluyente y totalizadora. Sin embargo, cuando miramos
alrededor, nos asalta de inmediato la complejidad de las cosas, siempre
enredadas en una intrincadísima maraña de conexiones causales. Vemos
objetos físicos simples, piedras o bolas que se mueven y otros muy complicados, como la atmósfera con sus vientos y nubes; seres vivos, desde
bacterias hasta seres humanos; sistemas culturales, así los hábitos de un
pueblo, sus músicas, pinturas o vestidos, sus creencias y sus leyendas. Y
¿cómo reducir a esquemas simples nuestros deseos, temores, esperanzas
o recuerdos? ¿Cómo puede bastar con un solo mapa? ¿Es posible que
la misma carta que describe bien los astros, dé cuenta de por qué ganó
Induráin la vuelta a Francia cinco veces seguidas? ¿O que la que explica
la dureza del hierro nos diga cuáles serán las ilusiones de un niño que
acaba de nacer, o cuál es el misterio de la sonrisa de La Gioconda, o el
de El arte de la fuga de Bach, o...?
La ciencia es tan poderosa porque ha sabido extraer su fuerza de
los límites humanos. Cuando los griegos empezaron a preguntarse racionalmente por el mundo, pretendían ¡ahí es nada! captar lo que de
verdad son las cosas, desde los átomos a los astros, pasando por nuestras mentes, el lenguaje o la belleza. Empeño vano, porque poco puede
hacer el hombre, prisionero en este rincón del universo llamado Tierra,
262
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
estorbado en su razonar por pulsiones y deseos, incapaz de llegar a la
«cosa en sí». Poco, salvo estrellarse contra la barrera de las apariencias,
tras las que se oculta obstinadamente la realidad, como nos advierte
Platón con su mito de la caverna.
Si un obstáculo corta el camino, hay dos alternativas: seguir intentando tozudamente pasar por encima o buscar otra carretera. La filosofía hizo lo primero; la ciencia, lo segundo. Porque los impulsores de la
Revolución científica en el siglo XVII, en vez de continuar en su intento
de ir al fondo de las cosas, pretensión imposible por desaforada, se contentaron con afrontar una clase de problemas de la realidad: los susceptibles de descripción cuantitativa. Lo que se puede medir y calcular
y ser reducido a números. Por eso, cuando Galileo dice: «El libro de la
naturaleza está escrito con caracteres matemáticos y sus letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas», no estaba tanto definiendo
cómo es el mundo cuanto acotando una parcela propia para concentrarse en ella. Al precio de abandonar una región más vasta se reservaba
una zona segura, analizable gracias a ese poderoso instrumento que se
obtiene de combinar las matemáticas y el experimento. Por eso la ciencia moderna nace de una renuncia fecunda.
Lo cuantitativo tiene una enorme ventaja práctica: puede simplificarse. Y por eso la ciencia se dedica desde entonces a hacer simple el
mundo, eliminar aspectos que estorban su análisis, prescindir de unos
elementos, aproximar éstos, modificar aquéllos. Supone a los cuerpos
con las formas geométricas más sencillas —incluso como simples puntos— o que están aislados del resto del universo. Por eso, la ciencia
describe un mundo ideal, parecido al real sí, pero sin muchos de sus
elementos.
Tomemos el sistema solar en el que nueve planetas y el Sol interactúan —no contando los satélites, cometas y asteroides—. En vista
de los grandes éxitos de la astronomía puede causar asombro que nadie
sepa cómo resolver de manera exacta las ecuaciones de Newton que
describen su movimiento. Más aún, nadie ha podido probar que el sistema sea estable, o sea, que los planetas sigan haciendo siempre lo mismo,
recorriendo monótonamente sus órbitas. Alguno de ellos podría acabar
siendo expulsado del conjunto, aunque sí podemos decir que eso no
ocurrirá antes de millones de años. Pues, si bien se puede hallar la evolución exacta de un sistema de dos astros, es imposible hacerlo si hay
tres o más. Cabe recurrir a buenas aproximaciones válidas en períodos
que pueden ser largos pero siempre son finitos.
Es sorprendente que, a pesar de ese cúmulo de idealizaciones, el esquema funcione y lo haga tan bien. Pero, no debemos olvidarlo, ninguna teoría científica tiene validez universal, todas pueden aplicarse sólo
dentro de un cierto ámbito de espacio, tiempo y complejidad. Así, la
263
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
mecánica de Newton —una de las construcciones más altas del genio
humano— tiene sus límites. No funciona si las velocidades son muy
grandes, si la gravedad es muy intensa o si los cuerpos son muy pequeños, casos en que debe sustituirse por la relatividad especial, la relatividad general o la física cuántica, respectivamente. A su vez, hay ahora
indicios muy fuertes de que al menos una de las dos últimas necesita
ya una modificación. Por eso, el hecho de que una teoría sea simple
no debe considerarse nunca como una prueba de que el universo lo es.
Una analogía puede ayudar a comprenderlo. Suponer que la Tierra
sea plana no es mala cosa si sólo estamos interesados en una porción
pequeña de su superficie, porque su plano tangente sólo se diferencia
apreciablemente de la forma esférica a distancias grandes, de más de
cincuenta kilómetros por ejemplo. Pero, si queremos apreciar su globalidad, ningún mapa plano puede representar sin distorsiones toda la
superficie terrestre. Éste es el problema de la proyección cartográfica
—cómo representar una esfera en un plano— que hace que Groenlandia aparezca deforme en un planisferio, mucho mayor que Australia a
pesar de ser más pequeña. Algo parecido ocurre con una escultura, el
Moisés de Miguel Ángel, por tomar otro ejemplo. No cabe duda de que
cada porción suficientemente pequeña de su superficie (digamos de un
milímetro cuadrado o aún menor) se puede ajustar muy bien con su plano tangente. Pero el conjunto de los planos así elaborados no dice nada
de la profundidad y el relieve del Moisés. Cada uno de ellos corresponde aquí a una teoría en la parcela de la realidad en la que es aplicable.
El filósofo Karl Popper compara las teorías científicas con las redes
que usa un pescador —analogía usada ya por el físico Arthur Eddington—42. Según dice, en la búsqueda de la verdad, construimos redes
cada vez mejores que consiguen atrapar cada vez más peces de una cierta clase. Pero no son nunca perfectas y siempre escapan algunos, por eso
la imagen que tiene el pescador del fondo del mar no puede confundirse
con una representación completa. Porque, concluye Popper, «se puede
describir la ciencia como el arte de la supersimplificación sistemática,
como el arte de discernir lo que se puede omitir con ventaja»43.
El reduccionismo de la ciencia del siglo XX ha conseguido éxitos
formidables, a base de idealizar la realidad —representando, con más
exactitud cada vez, regiones cada vez menores de la piel del Moisés—.
Pero debemos tener cuidado, pues la omisión de algunos aspectos de
la realidad puede dejarnos una inexpresiva estatua plana como reconstrucción del Moisés, perdiendo todo el genio de Miguel Ángel. Ya hemos
42. A. Eddington, La filosofía de la ciencia física, Sudamericana, Buenos Aires, 1944.
43. K. Popper, El universo abierto: un argumento en favor del indeterminismo, Tecnos, Madrid, 1986.
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LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
encontrado dos imposibilidades probadas por la ciencia del siglo XX.
El principio de incertidumbre de Heisenberg —cuanto más sepamos de
una mitad del mundo, menos sabremos de la otra mitad—; y el teorema
de Gödel —una teoría dada por un sistema formal de axiomas y reglas
de conocimiento, como suelen ser las de la física, no puede ser completa
y consistente, a la vez.
Como un ejemplo más, podemos añadir otra limitación: el teorema
del economista Keneth Arrow referido a los sistemas electorales, según el
cual no se pueden conocer por completo los deseos de una población de
electores en el siguiente sentido: no existe ningún conjunto de reglas
de votación entre tres o más candidatos que asegure que se cumplan
siempre dos condiciones mínimas: 1) si el candidato X gana a Y, e Y a Z,
entonces X gana a Z; 2) si cada elector prefiere X a Y, entonces la votación
pone a X por delante de Y. Los electores siempre pueden votar de modo
que se violen estas condiciones.
Conviene que ampliemos la analogía, admitiendo además de los
mapas científicos los que preparan las otras aproximaciones a la realidad, el arte, la historia, la literatura, la filosofía o la religión. Al hacerlo,
se confirma la hipótesis de que a la realidad le ocurre como a la superficie de la Tierra: es imposible representarla con un solo plano sin fuertes
distorsiones. Los que aportan todas esas disciplinas son muy distintos
unos de otros, como ocurre con los muchos que se usan en geografía,
mapas físicos, políticos, históricos, demográficos, mineros, meteorológicos... Algunos tienen detalles que no aparecen en los demás, unos se
refieren a regiones reducidas, otros abarcan territorios extensos sin dar
pormenores; cada aspecto de la realidad se ve mejor en uno de ellos.
Pero ninguno es exhaustivo. Para entender a fondo lo que pasa, hay que
estudiarlos todos.
Una segunda mirada permite apreciar algunas pautas generales. En
todos los conocimientos recogidos en los mapas de las diversas aproximaciones a lo real, la verdad no es sólo la observación de hechos o la
acumulación de datos, imágenes o sonidos. Muy al contrario, es sobre
todo una relación íntima, contemplativa, entre el hombre y el mundo.
En oposición a un extendido lugar común, la actitud de los grandes
científicos hacia la naturaleza es parecida a la de los artistas44. Cuando
Beethoven dice que «la música es una revelación más alta que toda la
sabiduría o la filosofía», expresa un entusiasmo paralelo al escalofrío
del descubrimiento que sienten los creadores científicos. La experiencia
de comprender y contemplar la relatividad de Einstein, el electromagnetismo de Maxwell o la teoría cuántica produce una emoción estética
44. Ana María Leyra y Carmen Mataix desarrollan una sugestiva visión paralela en
su libro Arte y ciencia: una visión especular, La Palma, Madrid, 1992.
265
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
no muy distinta a la de oír los últimos cuartetos de Beethoven o mirar Las Meninas de Velázquez. Tanto en la ciencia como en esas otras
disciplinas, los hechos por sí mismos no valen nada, lo que importa
es su interpretación, que es un acto radicalmente creativo. Decía Max
Planck —quien según Einstein era ante la naturaleza como un hombre
religioso o un amante—, que «el pionero de la ciencia debe tener una
imaginación intuitiva muy abierta, pues las nuevas ideas no se generan
por deducción, sino por la imaginación artísticamente creadora»45.
Es importante entender esto. Podemos acercarnos a la ciencia mediante un conocimiento deductivo basado en un espíritu de geometría,
podemos hacerlo a través del de sutileza, o combinando los dos como
quería Pascal. Contra lo que podría parecer, no es esta cuestión ni académica ni baladí, cuando la humanidad debe afrontar problemas tan
grandes como hoy: la brecha entre los países pobres y los avanzados, el
hambre, la marginación y la miseria en el Tercer Mundo, la superpoblación, el deterioro del medio ambiente y el cambio del clima...
Todos ellos tienen dos caracteres que importa mucho comprender:
1) aunque no son problemas científicos —o lo son sólo en parte—, no
podrán nunca ser superados sin la ciencia; 2) tienen naturaleza global y
exigen una perspectiva planetaria. A causa de lo primero es imprescindible entender bien la relación entre la ciencia y los demás elementos de
la cultura, sin cuya coordinación estamos abocados al desastre. Resolver
los aspectos científicos —cómo producir más alimentos o curar el sida,
cuáles son los procesos químicos que causan el agujero de ozono o el calentamiento de la atmósfera, por ejemplo—, puede no servir de nada si
no se atacan a la vez problemas de índole social, económica o cultural.
A causa de lo segundo, el arma más poderosa para su estudio es el
espíritu de sutileza, porque el reduccionismo propio del espíritu de geometría es sólo válido para atacar problemas con pocas causas o que afecten a ámbitos reducidos. Además, esa perspectiva —la visión abstracta
y geométrica— conduce a una actitud fría y utilitaria de la realidad,
tendente de forma necesaria a su dominio, sea intelectual o material. El
espíritu de dominio no puede nunca tomar una perspectiva global, es
esencialmente particular. Para acercarse a la complejidad de las cosas,
hace falta sutileza para asimilarlas de modo directo gracias a una intuición receptiva, percibirlas como algo vivo cuya suerte nos afecta, no
como disecados objetos de laboratorio, y todo eso requiere una postura
amorosa ante las cosas, como la que, según Einstein, tenía Planck. Abel
Martín, el apócrifo de Antonio Machado, lo intuía bien al decir: «Sin el
45. Cf. M. Planck, Autobiografía científica y últimos escritos, Nivola, Tres Cantos,
2000.
266
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
amor, las ideas / son como mujeres feas, / o copias dificultosas / de los
cuerpos de las diosas»46.
Sin embargo, hay una diferencia importante entre los mapas científicos y los artísticos, históricos o literarios. El científico busca, sobre
todo, lo general. No le interesa tanto nuestro sistema solar, como lo
que hay de común en todos los posibles sistemas en torno a otras estrellas. Si mira con detalle las propiedades de Venus o de Júpiter, es para
estudiarlos como ejemplos de dos tipos distintos de planeta, los rocosos
y los gaseosos. No puede pensar en un árbol sin rastrear su sitio en el
seno del reino vegetal. Por eso busca afanosamente leyes de aplicación
universal. En cambio, al artista le interesa este árbol, este monte, este
sonido, lo que hay de particular en cada persona o cada cosa y la hace
para él, por eso mismo, más preciosa, irrepetible e individual.
El estereotipo de la ciencia como algo esencialmente distinto del
arte o la filosofía es muy desgraciado porque el mundo ganaría mucho
si se cerrara esa brecha. Dice el historiador de la ciencia George Sarton:
Es cierto que muchos hombres de letras y, siento añadirlo, no pocos científicos, conocen la ciencia sólo por sus logros materiales, pero ignoran
su espíritu y no ven ni su belleza interna ni la que extrae de lo íntimo de
la naturaleza [...]. Un verdadero humanista debe conocer la vida de la
ciencia como conoce las del arte o la religión47.
¿Dónde queda la religión a todo esto? ¿Cómo son sus mapas? John
B. Haldane (1892-1964) fue un evolucionista y genetista inglés que
contribuyó notablemente a la genética humana, además de ser uno de
los creadores de la teoría matemática de la genética de las poblaciones.
Fue también el primero en proponer, en 1923, el uso de generadores
de hidrógeno para resolver el problema de la energía. Era un hombre
de fuerte personalidad, que se hizo miembro del partido comunista inglés para abandonarlo luego al conocer los crímenes de Stalin y que
colaboró con la República española. A pesar de su marxismo militante,
mantuvo siempre una postura abierta hacia la religión y publicó un libro
en el que dice de la religión y la ciencia:
Son un modo de vida y una actitud hacia el universo [...]. La religión
pone al hombre en contacto estrecho con la naturaleza interior de la
realidad, [sus afirmaciones] son inciertas en el detalle, pero suelen contener verdad en el fondo, [en cambio, la ciencia] se refiere a todo,
excepto a la naturaleza de la realidad, [sus afirmaciones] son ricas en el
46. A. Machado, De un cancionero apócrifo, en Poesías completas, ed. de O. Macri,
Espasa-Calpe, Madrid, 1989, p. 673.
47. Cf. G. Sarton, The life of science, Henry Schuman, New York, 1948.
267
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
detalle, pero revelan sólo la forma y no la naturaleza real de la existencia. El hombre sabio regula su conducta por las teorías de la religión y
la ciencia, a la vez48.
Como vemos, Haldane opina que la ciencia y la religión ofrecen
dos mapas distintos y no excluyentes, que incluso son complementarios.
Los científicos creyentes del siglo XX pueden clasificarse en tres
grupos49. Algunos insisten en la unidad y armonía de los conocimientos científico y religioso, cuyos conflictos son sólo aparentes y se saldan siempre cambiando alguna idea en uno de los bandos, tras lo que
renace la armonía. Un ejemplo notable es el de sir William H. Bragg
(1862-1942), que en 1915 compartió el premio Nobel de Física con
su hijo de veinticinco años William L. Bragg (1890-1971), por sus
estudios sobre la estructura atómica de cristales por medio de rayos X.
Afirmaba que la ciencia y la religión estudian las mismas cosas y avanzan por el mismo método mediante teorías, hipótesis y experimentos.
Las comparaba con el pulgar y los otros dedos que, conjuntamente,
pueden asir efectivamente las cosas. Su opinión equivale a decir que
hacen falta muchos mapas de los que, al final, los científicos y los religiosos coincidirán.
Un segundo grupo mantiene a la religión y a la ciencia como actividades separadas, referidas a aspectos diferentes de la realidad. Para
ellos los mapas científicos y los religiosos son claramente distintos y se
refieren a terrenos diferentes, pero son necesarios a la vez. En contraste
con esos dos grupos, hay uno tercero que toma a los dos tipos de conocimiento como dos visiones distintas, sí, pero complementarias, de
las mismas cosas. Bohr decía que al estudiar la realidad nos vemos obligados a usar pares de descripciones que parecen contradictorias entre
sí, pero que son necesarias las dos para conseguir una representación
completa (véase más arriba el capítulo 2), de modo que esos aspectos
opuestos nunca se manifiestan a la vez. Para ellos es muy importante que religión y ciencia, aun sin decir las mismas cosas, hablan de lo
mismo exactamente. Sus mapas se refieren a las mismas parcelas, pero
desde perspectivas complementarias. Un miembro destacado de este
grupo es Charles Coulson (1910-1974), catedrático de Química teórica
en Oxford, apodado profesor de química teológica por el vigor con
que defendía sus ideas, contenidas en un libro muy famoso y reeditado,
48. Cf. J. B. Haldane, «Science and theology as art forms», en Possible worlds, Chatto
and Windus, London, 1927.
49. E. H. Niebert, «Modern Physics and Christian Faith», en D. C. Lindberg y R. L.
Numbers (eds.), God and Nature: Historical Essays on the Encounter between Christianity and Science, University of California Press, Berkeley, 1986.
268
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
Science and Chistian belief 50. Desde la perspectiva de la complementariedad defiende allí la idea de que la ciencia es una actividad esencialmente religiosa, por la que el hombre aprecia una parte de la revelación
divina, «es un aspecto de la presencia de Dios y los científicos son parte
de la compañía de sus heraldos».
Purificando el misterio
En la conversación ordinaria, misterio es cualquier cosa que no se entiende. Casi siempre por falta de algunos datos, como ocurre en las novelas
policiacas, donde no sabemos quién es el asesino hasta la explicación
final del detective. Pero sería mejor en esos casos usar palabras más débiles, como enigma, secreto o incógnita. En su sentido más radical, el que
nos concierne aquí, misterio es algo cuya comprensión nos supera, no
por desconocer datos o ignorar hechos, sino porque hay en ello exceso
de realidad para la capacidad humana. Es algo totalmente distinto de las
cosas cotidianas, que entra en nuestra vida humana y la afecta radicalmente, no cognoscible por ser superior. No es oscuro, sino brillante. La
experiencia del misterio es la respuesta inefable a una pregunta radical,
que quiere ir al fondo de las cosas desde la apertura a lo otro. Ya hemos
visto que para Einstein se trata de la experiencia más radicalmente vital
y consiste en «percibir que, tras lo que podemos experimentar, se oculta
algo imposible de entender, la razón más profunda y la belleza más radical, sólo accesibles a nuestras mentes de modo indirecto».
Es imposible eliminar el misterio de la vida; en su percepción está
siempre la base de toda actividad creadora. Nos rodea por todas partes,
está dentro de nosotros mismos, estamos sumidos en él. Los griegos
imaginaron a la lechuza o el búho, con sus enormes ojos abiertos en
un gesto de asombro, como compañera de Palas Atenea, la diosa de la
sabiduría y símbolo del quehacer filosófico, y Ortega decía que debería
serlo también de la ciencia, a lo que sin duda asentiría Einstein.
Sin embargo, hay quienes se sienten molestos cuando oyen hablar
a otro científico del misterio del mundo como si eso fuese impropio
de un colega, aparentemente por pensar que la ciencia acabará por resolver todas las cuestiones, no quedando luego nada por explicar. Así
ocurre a menudo con los bioquímicos. En cambio algunos de los físicos más importantes de la historia han considerado como importante
para su actitud ante el mundo ese sentimiento de sorpresa, admiración
y reverencia que es el misterio, en el que es fácil ver un elemento pi50. C. Coulson, Science and Christian belief, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1955.
269
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
tagórico. Baste con mencionar a Newton, Maxwell, Einstein, Planck,
Heisenberg, Schrödinger y Feynman, entre otros. Me parece ver aquí
un malentendido cultural entre diversas ramas científicas que conviene
comprender.
Cuando un bioquímico reflexiona sobre lo más profundo de su ciencia, se topa con genes, proteínas, etc., moléculas biológicas de gran complejidad que, no obstante, le van permitiendo entender cada vez más el
quimismo vital y, con ello, los mecanismos de la herencia, el metabolismo, la evolución y, probablemente en el futuro, el origen del fenómeno
vida. Así lo sugiere el espectacular éxito de la bioquímica en las últimas
décadas. Si se inclina por las explicaciones básicas y desea seguir hacia
los fundamentos más profundos de la vida, tiene que salir de su propia
ciencia para reflexionar, por ejemplo, sobre el enlace químico basado
en las leyes de la física cuántica. Eso implica ir más allá de su campo de
trabajo. Ante ello, puede verse obligado a aceptar los resultados de estas
dos ciencias que se le presentan sólidas como rocas. Su reflexión personal se detiene necesariamente allí. Para un físico teórico, como son los
anteriormente citados, la cosa es distinta. Al llegar a lo más básico de su
saber y pretender ir más allá, no encuentra ninguna otra ciencia en que
apoyarse (las matemáticas son meros instrumentos en esta cuestión). Es
posible que ésa sea la causa de que se sienta más impresionado con el
misterio del mundo.
En muchos ambientes sigue vigente el estereotipo de una ciencia
matadora del misterio, porque construye el único conocimiento, verdadero y total, mediante átomos, leyes, fórmulas y números. Desde esa
perspectiva, si los artistas ven misterio en un acorde, una forma o una
mirada se debe simplemente a que no conocen cómo es en realidad el
mundo. Pero ya hemos visto hasta qué punto es imposible la sabiduría
total y cómo siempre habrá preguntas que el hombre no podrá contestar.
Por eso, yo creo que la ciencia está más cerca de lo que parece de otras
actitudes humanas, como el arte, porque la sensación de asombro y de
misterio crece con su desarrollo. Tomemos un ejemplo: el color azul.
En su libro A la pintura, Rafael Alberti escribe poemas a los colores,
uno de ellos al azul, en el que dice: «En la paleta de Velázquez / tengo otro nombre: / me llamo Guadarrama», aludiendo a los misteriosos
tonos azules de la sierra de Madrid en los fondos de los retratos de la
familia real. ¿Por qué nos fascinan de tal modo esas montañas azules? Se
pueden asociar todas las sensaciones de nuestra mente a interacciones
entre átomos y radiación, tal como las describen las ecuaciones de Maxwell, base de la teoría electromagnética, para las que el azul es un simple
componente de Fourier. Desde ese punto de vista, nuestra fascinación
no es más que ciertas excitaciones de los átomos cerebrales al recibir
energía en forma de vibraciones con una frecuencia específica. Pero me
270
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
importa aquí anotar que la ciencia, lejos de disminuir el misterio, añade
varios nuevos porqués (como, según vimos, decía Planck): ¿por qué la
luz es como es?, ¿por qué se ajusta a las ecuaciones de Maxwell y no a
otras o a ninguna?, ¿qué maravilloso misterio hay tras el delicadísimo
juego de la teoría de Fourier que opera por debajo de los colores y los
matices de las montañas azules?
Imaginemos a un pastor neolítico que mira al mundo y pregunta.
Su asombro ante el esplendor del cielo nocturno aumenta cuando ve
una extraña lucecita roja que hoy llamamos Marte, moviéndose de un
modo peculiar, mientras las demás estrellas mantienen sus figuras permanentes. Mira luego a los montes y los animales, le asustan los truenos
y los rayos, siente los vientos y la lluvia, y se pregunta qué hay tras esas
extrañas cosas. Quiere responder a la solicitud del mundo y lo hará en
consonancia con sus habilidades o sus talentos: quizá no haga nada,
pero acaso pinte bisontes en una caverna, o componga canciones que
se transmitan de boca en boca, o construya una explicación mitológica
del mundo.
Pero también puede dar una respuesta científica, intentando captar
qué son los cielos, buscando alguna regularidad en los movimientos de
Marte, la Luna y el Sol y quizá intente construir un observatorio —lugar, no lo olvidemos, donde la mirada humana, transformada en pregunta, lleva al hombre a ver— en Stonehenge o en Carnac, en América
Central o en Mesopotamia. Todas ellas son distintas respuestas ante el
mismo asombro.
Dejemos pasar el tiempo hasta el siglo XVI, cuando Tycho Brahe construye en Dinamarca el primer observatorio moderno y se dedica a anotar los movimientos de la misma luz roja, para que, poco después, su
ayudante Johannes Kepler pueda mostrar en Praga que sigue tres leyes
hoy famosas y, gracias a ellas, Isaac Newton descubra su teoría de la
gravitación universal. Dos siglos después, Albert Einstein da una ley aún
mejor, según la cual Marte no es atraído por ninguna fuerza, sino que
su inercia le hace seguir una geodésica —esto es, una curva de mínima
distancia— en el espacio-tiempo curvado por el Sol.
Parece que ya lo sabemos todo sobre la luz roja: los detalles de su
órbita, su masa, su tamaño o la inclinación de su eje, incluso que su
color se debe a la limonita de su superficie. Pero no ha disminuido el
asombro. A los porqués de antes les han sucedido otros más profundos
que van acotando y purificando la misma pregunta de mil caras. ¿Por
qué se curva el espacio-tiempo? ¿Por qué sigue Marte una geodésica?
¿Por qué la gravedad tiene la intensidad que observamos? ¿Por qué existen los átomos de Marte o del Sol?... Seguimos donde estábamos. Por
eso decía Planck que la ciencia descubre un nuevo misterio cada vez
que resuelve una cuestión fundamental. Y así, cuando un científico se
271
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
interroga hoy sobre las leyes entre las partículas elementales, o el mecanismo de la herencia, o sobre el Big Bang, está haciendo lo mismo que
el pastor neolítico. Reaccionar ante el asombro del mundo.
¿A dónde nos lleva todo esto? A que es imposible vaciar la vida de
misterio, porque la ciencia no puede eliminarlo, sino acercarse cada vez
más a él. Y, por ello, la religión debe estar basada antes en la pregunta
que en la respuesta, pues cualquier intento de comprender racionalmente el fondo de las cosas nos lleva sólo a contemplar sombras, según
descubrió Platón con su mito de la caverna, en la que seguimos metidos
como asegura en una de las citas iniciales de este libro el astrónomo y
físico inglés James Jeans, quien significativamente empieza uno suyo
titulado El misterioso universo con las páginas del diálogo de la República en las que Platón propone su metáfora. En ella, unos hombres han
nacido y crecido en una caverna, donde están encadenados sin poder
mirar hacia la entrada a sus espaldas. Un fuego exterior proyecta hacia
el interior de la cueva sombras de caminantes que pasan por delante
de la entrada llevando objetos de distintas formas. Como los prisioneros no pueden ver otra cosa, esas sombras serían para ellos las únicas
realidades conocibles y en ellas se basaría su visión del mundo. Según
Platón, todos nosotros somos como esos prisioneros cuando intentamos
entender el mundo.
Podría pensarse que el extraordinario desarrollo de la ciencia, basado en la combinación del método experimental y la aplicación de las
matemáticas a los datos de la observación, nos permite hoy conocer
completamente la realidad de las cosas, destrozando la validez del mito
platónico. No es así. Es cierto que poco a poco y tras grandes esfuerzos
hemos progresado mucho en el conocimiento de esas sombras, determinando sus perfiles con mayor nitidez, entendiendo mejor sus movimientos y asociándolas con las voces que llegan confusamente desde el
exterior. Sin embargo, cada vez que conseguimos avanzar algo en ese
empeño, aparecen nuevas sombras borrosas e ininteligibles de personas
cada vez más lejanas que no podemos comprender. Por eso, decía Max
Planck, «el progreso de la ciencia consiste en descubrir un nuevo misterio cada vez que se cree haber resuelto una cuestión fundamental»51,
pues el nuevo conocimiento adquirido plantea preguntas nuevas en las
que antes no podíamos pensar porque no sabíamos lo suficiente.
La tradición de muchas iglesias, la católica en particular, no ha seguido esta idea, insistiendo con demasiada frecuencia en las respuestas
inmutables y confundiendo lo que sólo es representación propia de una
época con la certidumbre de las verdades absolutas. Las desgracias así
51. M. Planck, ¿A dónde va la ciencia?, Losada, Buenos Aires, 1961, pp. 237-238.
272
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
ocasionadas son demasiado patentes como para que se necesite mencionarlas. Como señalan Pilar Magro y Alfredo Tiemblo en un provocativo
viaje por el camino de Santiago52, «la pregunta une a los hombres, la respuesta los separa». Desafortunadamente, hoy la ciencia olvida muchas
veces el misterio del que nació. También lo ha hecho la religión. ¿Cómo
si no puede haber nacido la intolerancia en una tradición que cuenta
con tales mitos como la zarza ardiente o la Anunciación, en los que
Moisés o María se abren a un misterio que intuyen sin comprenderlo?
Blaise Pascal y Miguel de Unamuno hablan a menudo del misterio.
Sobre cómo el conocimiento de Dios depende de la voluntad del hombre, un tema constante en la tradición cristiana, dice Pascal:
Si no hubiera oscuridad, el hombre no sentiría su corrupción; si no hubiera luz, el hombre no esperaría remedio. Así, para nosotros, no solamente
es justo sino útil que Dios esté en parte oculto y en parte descubierto,
puesto que es igualmente peligroso para el hombre conocer a Dios sin
conocer la propia miseria y conocer la propia miseria sin conocer a
Dios53.
También se ha usado mucho la doctrina de que Dios se oculta para
que la fe sea auténtica, como asegura Kant, y que la lucha por la fe es
necesaria. Tengo anotada otra cita de Pascal en esta línea:
Miro a todas partes y no veo sino oscuridad, la naturaleza no me ofrece
otra cosa que motivos de duda e inquietud. Si no viera algún signo de
divinidad, decidiría no creer en él. Si por todas partes encontrara señales,
descansaría en la fe, pero viendo demasiado para negar y demasiado poco
para asegurarme, mi estado es lamentable y cientos de veces he deseado
que la naturaleza indique inequívocamente si Dios la sostiene54.
Blaise Pascal vive en la pregunta, en su peculiar talante personal que
tan moderno resulta. Miguel de Unamuno, en un artículo publicado en
1907 explica:
Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a
sabiendas que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar
incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con
Dios desde romper el alba hasta la noche, como dicen que con él luchó
Jacob.
Y más adelante:
52. P. Magro y A. Tiemblo, El camino de la pregunta, Orígenes, Madrid, 1989.
53. B. Pascal, Pensamientos, ed. de J. Llansó, Alianza, Madrid, 1981, n.º 446.
54. Ibid., n.º 429.
273
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Y si creo en Dios, o por lo menos creo creer en Él, es, ante todo, porque
quiero que Dios exista, y después, porque se me revela por vía cordial
en el Evangelio y a través de Cristo y de la historia [...] y me pasaré la
vida luchando con el misterio, porque esa lucha es mi alimento y mi
consuelo55.
El teólogo protestante alemán Rudolf Otto56 acuñó la palabra «numinoso» (del latín, numen, divinidad) para referirse a todo lo que es
misterioso, inaprehensible, escondido, lo que es absolutamente otro.
Lo numinoso produce reverencia, fascinación, asombro o la sensación
de pequeñez y humildad ante el mundo, tan clara en muchos creyentes. Como hemos visto más arriba, científicos importantes, así Einstein
o Planck, tenían un profundo sentido de lo numinoso. Ello muestra
que el pensamiento científico y la fe religiosa no se contradicen; por
el contrario, son dos maneras distintas de acercarse a una realidad que
atrae irresistiblemente al hombre pero que sobrepasa su capacidad de
entender.
A modo de resumen
La confusión establecida sobre el papel de la ciencia no es el menor de
los serios problemas que afronta hoy la raza humana. Si es claro que
algunos de los más graves se han acentuado por la aplicación perversa
o simplemente imprudente de la tecnología con base científica, no lo es
menos que ninguno podrá ser solucionado sin la ciencia. El agujero de
ozono, la explosión demográfica, el calentamiento de la atmósfera, las
nuevas enfermedades o el mantenimiento de la miseria del Tercer Mundo
subrayan la evidencia de que usar adecuadamente este planeta es más
difícil de lo pensado hasta ahora. La humanidad debe ser más sutil.
La mejor manera de serlo es preguntarse por la relación de la ciencia con las otras formas de conocimiento y por los límites de la objetividad científica cuando se trata de cuestiones vitales que, por su carácter
global, se resisten a planteamientos reduccionistas. En contra de lo que
afirman los tecnócratas, la ciencia sola no podrá resolver los problemas
de la humanidad, porque todas las cadenas de razonamientos tienen
que partir de postulados previos, referidos al sentido de la vida humana y a su dignidad, que no tienen naturaleza científica. Se basan, por
55. M. de Unamuno, Mi religión y otros ensayos breves, Espasa-Calpe, Madrid, 1942,
pp. 10-11.
56. Cf. R. Otto, Lo santo: lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Alianza, Madrid, 1996.
274
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
el contrario, en percepciones intuitivas y directas de la realidad, a las
que se llega mediante la conjunción de todas las perspectivas posibles
y nunca mediante deducciones o razonamientos lógicos. A partir de
ellas y a ellas supeditada, la ciencia ofrece métodos para resolver esos
problemas.
Uno de los terrenos en los que cabe plantear esa relación es en el
de las actitudes ante la idea de Dios. Dije al principio de este libro que
las de los científicos son muy variadas, como confirman los testimonios
que hemos examinado. Es cierto que hay algo común en todos ellos,
su esfuerzo para contribuir a ese inmenso acervo de leyes, verificables
experimentalmente, que están en la base de nuestro conocimiento del
mundo. Eso les da un sentido de causa compartida y explica la existencia en ellos de algunas pautas de comportamiento y de muchos presupuestos sobreentendidos. Pero esa concordancia se deshace respecto a la
cuestión de Dios, ante la que toman posturas muy diversas y personales,
más positivas en general que lo admitido por las opiniones culturales en
boga. La historia de la ciencia, examinada a través de los puntos de vista
de los científicos, enseña algunas cosas interesantes.
En primer lugar, que la capacidad del razonamiento estrictamente
científico para elevarse por sí misma a la consideración de cuestiones
trascendentes es nula. Ya hemos visto que la ciencia explica el cómo,
no el porqué.
Segundo: que hay otros tipos de conocimiento y de razonamiento,
al margen de los científicos. Ante ello, se observan dos opiniones. Para
unos, la ciencia no puede darnos todas las respuestas. Otros, en cambio,
creen que todas las preguntas podrán ser contestadas en el futuro, quizá
mediante una ampliación del método científico. La forma más radical
de esta postura es el fundamentalismo cientificista, que niega todo valor
a los conocimientos no científicos.
Tercera observación: la actitud intelectual tiene una enorme complejidad y aparece bajo formas muy diversas, a veces incompatibles. He
intentado simbolizarlas en este libro por la oposición entre los espíritus
de geometría y de sutileza de la que ya nos prevenía Pascal. Pero hay
otra complejidad mucho mayor: la de la profundísima influencia que el
mundo afectivo y emocional tiene sobre el intelectual. En contra de una
leyenda muy extendida, los científicos están tan afectados por ello como
la generalidad de las personas. Para entenderlo es preciso considerar las
motivaciones de su trabajo.
Varias saltan a la vista. Son la búsqueda de un bien inmediato para
el individuo —dinero, incluso fortuna, fama—. Esto las coloca fuera
del ejercicio intelectual, porque decidir lo que es bueno para cada uno
pertenece al ámbito de lo afectivo. Otras son la curiosidad, la solución
de problemas de la humanidad, por ejemplo los relativos a la energía, la
275
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
enfermedad o la alimentación. Algunas de ellas pueden ser banales. Pero
la búsqueda de los porqués profundos nunca lo es. Siempre está íntimamente implicada en exigencias éticas y en las actitudes ante la vida. Por
eso es inevitable que las posturas reduccionistas inhiban esas exigencias
éticas —lo hagan conscientemente o no.
En la historia abundan los ejemplos de cómo ese reduccionismo
suprime inevitablemente las cotas más altas de libertad, encerrando al
hombre en un sistema fácilmente manejable. Las dictaduras y totalitarismos ofrecen buenas pruebas. El caso de los sistemas comunistas
—basado en una concepción cientificista, no lo olvidemos— está demasiado próximo para que sea necesario insistir en ello. Pero, desgraciadamente, los abundantes análisis que se hacen sobre él suelen pasar
por alto el peligro que corre la humanidad de repetir el error, bajo una
apariencia distinta; pues lo importante no es la forma de gobierno o el
estilo exterior de la sociedad, sino la sumisión del individuo, en su yo
profundo, a sistemas que reducen todo el comportamiento a unos pocos
esquemas simples, revestidos de una solemne autoridad —los mecanismos del mercado, la ciencia, los sagrados derechos de un pueblo, la
liberación de una clase o el mecanismo inexorable de una concepción
histórica—. Reducir de ese modo las respuestas humanas a términos tan
elementales, sólo se consigue abdicando de ámbitos muy importantes de
la individualidad. En esa mentira han caído también algunas formas
de las que se ha revestido a veces la religión —fundamentalismo, fariseísmo, inquisición o intolerancia.
Todo lo anterior incita a comparar la actividad científica con las
demás, especialmente con la artística y la literaria, además de con la
religiosa. Se trata de algo más fácil de lo que se cree, porque se puede
encontrar correspondencias muy claras, por ejemplo, entre los científicos y los artistas. Sus motivaciones son tan variadas en un caso como en
el otro. En sus niveles más elementales o primarios, lo artístico puede
también buscarse por motivos banales. Pero ocurre también lo contrario. Max Planck sentía, como vimos, una pulsión hacia lo absoluto, sin
duda esencialmente idéntica a la que induce a muchos grandes artistas
a una exploración personal de la belleza y a acercarse hacia algo vagamente describible como lo infinito. Sólo en esos casos, cuando esa
lucha tiene un componente esencial de busca de trascendencia —del
tipo que sea— adquiere la postura humana un carácter religioso. A eso
se refería Einstein al hablar de la religiosidad cósmica, un camino elegido por algunas personas singulares y definido por preguntas —no por
respuestas.
Lo importante es que esa pulsión implica actitudes éticas muy definidas, totalmente inconcebibles en quien haya elegido el reduccionismo
276
LA CIENCIA Y EL MISTERIO DEL MUNDO
científico llamado cientificismo o un reduccionismo de cualquier otro
tipo.
La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo
y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la naturaleza. Pero,
como actividad colectiva o sistema social, se mantiene al margen de las
grandes preguntas que sus resultados sugieren. Ésa es una tarea personal, como todo lo que atañe a la libertad, porque mantenernos abiertos
a esas preguntas es lo que nos define como personas libres, al nivel más
profundo, confiriéndonos una enorme grandeza a pesar de nuestra pequeñez ante el universo.
277
NOTICIA DE AUTORES
Agustín, san (354-439), filósofo medieval: 13, 15, 59, 63, 75, 132,
142, 171
Ampère, André-Marie (1775-1836),
físico y matemático francés, uno de
los fundadores del electromagnetismo: 40, 172-173, 181
Anselmo de Canterbury, san (10031109), filósofo medieval: 77-78,
143
Aristóteles (384-322 a.C.), filósofo
griego: 31, 63, 75, 78, 141, 155
Arrhenius, Svante (1859-1924), químico sueco, premio Nobel en 1903:
134
Asimov, Isaac (1920-1992), bioquímico y escritor norteamericano: 135
Avicena (Ibn-i-Sina) (980-1037), médico y filósofo persa: 66, 78
Ayala, Francisco J. (1934), biólogo
evolucionista norteamericano, nacido en España: 30, 47, 122, 127,
129, 136, 217, 229
Bacon, Francis (1561-1626), político y
filósofo inglés: 112, 228, 240
Bell, Jocelyn (1943), astrofísica británica colaboradora de A. Hewish en
el descubrimiento de los púlsares:
220, 230
Bernard, Claude (1813-1878), fisiólogo francés: 99
Berthelot, Marcellin (1827-1907),
químico francés que ocupó cargos
políticos importantes: 235
Bohm, David (1917-1992), físico
norteamericano que mantuvo una
postura crítica y original sobre la
teoría cuántica: 104, 259
Bohr, Niels (1885-1962), físico danés,
famoso por su modelo atómico y
por ser uno de los padres de la física cuántica. Premio Nobel en 1922:
8, 52, 99, 101-105, 196-197, 206,
218, 224, 268
Boltzmann, Ludwig (1844-1906), físico austriaco, uno de los fundadores de la mecánica estadística: 98,
189-190
Bondi, Hermann (1919-2005), cosmólogo angloestadounidense nacido
en Viena, proponente del modelo
del universo estacionario: 145
Boyle, Robert (1627-1691), químico y
físico inglés, gran defensor del método experimental: 65, 75, 82, 90,
93, 95, 156, 157
Bragg, sir William Henry (1862-1942),
físico inglés, premio Nobel en 1915:
268
Brahe, Tycho (1546-1601), astrónomo danés que construyó el primer
observatorio de la Era Moderna:
212, 271
279
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Buffon, Georges Louis Leclerc, conde
de (1707-1788), naturalista francés,
propagador de la ciencia experimental y considerado como un representante típico de la Ilustración:
116, 117, 118, 134, 168
Carnap, Rudolf (1891-1970), filósofo
alemán, nacionalizado norteamericano y una de las figuras del Círculo
de Viena: 235, 252
Cavendish, Henry (1731-1810), físico
y químico inglés, gran experimentador: 174
Coleridge, Samuel Taylor (1772-1834),
escritor y filósofo británico: 95
Collins, Francis S. (1950), genetista
norteamericano, director del Proyecto Genoma Humano de Estados
Unidos, premio Príncipe de Asturias 2001: 127, 228
Compton, Arthur (1892-1962), físico
norteamericano, premio Nobel en
1927: 242
Comte, Auguste (1798-1857), filósofo
francés propagador del cientificismo: 32-33, 156
Copérnico, Nicolás (1473-1534), astrónomo polaco que propuso la
hipótesis heliocéntrica: 31, 61, 65,
90, 113-114, 120, 140, 145, 153,
155, 163, 177, 183
Coulomb, Charles Augustin de (17361806), ingeniero y físico francés,
descubridor de la ley de atracción
entre cargas eléctricas: 181
Coulson, Charles (1910-1974), científico británico que escribió un famoso libro sobre ciencia y religión:
84, 268-269
Cournot, Antonine Augustin (18011877), matemático, economista y
filósofo francés: 97
Crick, Francis (1916), bioquímico inglés, descubridor con James Watson
de la estructura de la molécula de la
herencia, el ADN. Premio Nobel en
1962: 125-126, 206
Cuvier, Georges (1769-1832), naturalista francés: 117, 168
D’Alembert, Jean Le Rond (17171783), matemático francés, coeditor de la Enciclopedia: 163, 164
Darwin, Charles (1809-1882), naturalista inglés, creador de la teoría de
la evolución de las especies, al mismo tiempo que Arthur Russell Wallace, aunque independientemente
de él: 20, 26, 28, 31, 37, 41, 43,
45, 69-70, 118-124, 128, 131, 133,
134, 138, 140, 156, 170, 177, 179,
182-190, 226
Darwin, Erasmus (1731-1802), abuelo de Charles, naturalista con ideas
religiosas heterodoxas: 170
Demócrito (460-370 a.C.), proponente tras Leucipo de la idea de que las
cosas están hechas de átomos: 19,
36, 87-90, 95, 98, 160, 193, 208,
220, 246
Descartes, René (1596-1650), filósofo y científico francés, considerado como uno de los pioneros del
pensamiento moderno: 61-63, 75,
78, 90, 93, 95, 115, 155-160, 162,
163, 169, 218, 249-250, 253, 255
Dicke, Robert (1916-1997), físico
norteamericano, profesor en Princeton: 147
Diderot, Denis (1713-1784), escritor
francés, editor de la Enciclopedia:
141, 164-165
Domb, Cyril (1921), físico nacido en
Londres, es profesor emérito en
Bar-Ilan, Israel: 13, 65, 177
Dyson, Freeman (1923), físico nacido
en Inglaterra, actualmente profesor
emérito en el Instituto de Estudios
Avanzados de Princeton. Es oponente al nacionalismo y al materialismo científico. Es también luchador por el desarme nuclear y por la
cooperación internacional: 33, 57,
126, 133, 260-261
280
NOTICIA DE AUTORES
Eccles, sir John (1903-1997), neurólogo australiano, premio Nobel en
1963 por sus trabajos sobre las sinapsis neuronales: 107, 109, 129,
181, 213, 216-219
Eddington, Arthur (1882-1944), astrónomo británico que desarrolló
decisivamente la teoría de las estrellas: 138, 264
Einstein, Albert (1879-1955), físico
alemán, nacionalizado suizo y norteamericano. Creador de la teoría
de la relatividad y uno de los padres
fundadores de la mecánica estadística y la física cuántica. Premio Nobel
en 1917: 20, 23, 29, 31, 34, 37, 41,
45, 47, 48, 55, 59-60, 83, 99-105,
132, 138, 139, 141, 142, 149-150,
170, 177, 189, 191-199, 200, 201,
203, 204, 213, 219, 224, 229, 242,
244, 248, 252, 260, 265, 266, 269,
270, 271, 274, 276
Epicuro (341-270 a.C.), filósofo griego defensor de la teoría atomista:
36-37, 89
Escoto Erígena, Juan (810-872), filósofo irlandés defensor de la teología
negativa: 144
Euler, Leonhard (1707-1783), uno de
los mayores matemáticos de la historia y el mejor físico teórico del
siglo XVIII. Dio su forma definitiva a
la dinámica newtoniana: 166, 168,
170-172
Fang Li Zhi (1936), astrofísico chino:
66-67, 144
Faraday, Michael (1791-1867), físico
inglés, uno de los fundadores del
electromagnetismo, descubridor
de la inducción eléctrica. Muchos
lo consideran el más notable experimentador de la historia: 31, 40,
136, 172, 174-177, 181
Feynman, Richard (1918-1988), físico
norteamericano, uno de los creadores de la electrodinámica cuántica,
por lo que recibió el premio Nobel
en 1965: 45, 48, 89, 172, 220-222,
225, 244, 260, 270
Franklin, Benjamin (1706-1790), hombre de Estado y primer gran científico norteamericano, que contribuyó
de modo importante al descubrimiento de la electricidad: 167, 181
Galileo Galilei (1564-1642), físico
italiano descubridor de la ley de
la inercia y el primero en usar un
telescopio en astronomía. Se le considera como un símbolo de la Revolución científica por su defensa del
método experimental y del sistema
heliocéntrico: 31, 37, 39, 48, 61,
63, 67, 70, 79, 83, 90, 113-114,
116, 121, 131, 157, 163, 174, 189,
221, 227, 263
Gardner, Martin (1912), filósofo y
científico norteamericano: 54, 56,
57, 76, 82, 249, 252
Gibbs, Willard (1839-1903), uno de
los fundadores de la mecánica estadística y de la química física.
Muchos lo consideran como el más
grande científico de la historia de
Estados Unidos: 98, 189-190
Gilbert, William (1544-1603), médico inglés iniciador de la teoría del
magnetismo: 94
Gödel, Kurt (1906-1978), matemático
austriaco nacionalizado norteamericano, descubridor de un famoso
teorema que pone límites a la lógica: 224, 249-253, 255, 265
Gold, Thomas (1920-2004), cosmólogo inglés, uno de los proponentes
de la teoría del universo estacionario: 145
Gould, Stephen Jay (1941-2002), paleontólogo norteamericano: 44, 45,
71, 226-228
Gray, Asa (1810-1888), botánico estadounidense, amigo de Darwin y
propagador de la teoría de la evolución en América: 122, 184, 186,
187, 188
281
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Haeckel, Ernst (1834-1919), biólogo
alemán, fundador de la ecología y
defensor entusiasta de la evolución:
124
Haldane, John (1892-1964), biólogo
evolucionista inglés: 8, 267-268
Hawking, Stephen (1942), físico inglés
famoso por sus estudios sobre los
agujeros negros y sobre cosmología: 43, 137, 140, 142-143, 243244, 261
Heidegger, Martin (1889-1976), filósofo alemán: 248
Heisenberg, Werner (1901-1976), físico alemán; uno de los creadores de
la física cuántica, a la que contribuyó con su principio de incertidumbre. Premio Nobel en 1932: 20, 48,
99, 100, 104, 140, 197, 200-205,
213, 218, 265, 270
Heráclito de Éfeso (388-315 a.C.),
griego que fundó una filosofía sobre la idea de cambio: 88-89, 92,
96
Heródoto (484-420 a.C.), historiador
griego: 92
Herschel, William (1738-1822), astrónomo inglés nacido en Alemania,
descubridor del planeta Urano y
considerado como uno de los más
grandes de la historia: 20, 166-167
Hewish, Anthony (1924), premio Nobel
de Física en 1974 por su descubrimiento de los púlsares: 230-231
Hilbert, David (1862-1943), matemático alemán: 250, 252
Hoyle, Fred (1915-2001), astrofísico
inglés proponente de la cosmología del universo estacionario: 145,
146, 150-151
Hutton, James (1726-1797), geólogo
escocés: 168, 186
Huxley, Thomas Henry (1825-1895),
biólogo inglés amigo de Darwin
y gran propagador de la teoría de
la evolución: 53, 69-70, 121-122,
124, 186, 187-188, 228
Jacob, François (1920), bioquímico
francés premio Nobel en 1965:
206, 207
James, William (1842-1910), fisiólogo
y filósofo norteamericano: 82
Jastrow, Robert (1925), astrónomo
norteamericano: 139, 230
Jung, Carl Gustav (1875-1961), psicólogo suizo: 204-205
Kant, Immanuel (1724-1804), filósofo alemán: 53, 60, 79-81, 99, 101,
172, 174, 203, 273
Kelvin, William Thomson, Lord (18241907), físico británico descubridor
del cero absoluto de la temperatura: 101, 134, 136, 178, 182, 242
Kepler, Johannes (1571-1630), matemático y astrónomo alemán, gran
defensor del sistema heliocéntrico y descubridor de tres famosas
leyes del movimiento planetario:
33-34, 42, 61, 63, 65, 79, 83, 90,
94, 112, 155, 157, 163, 198, 205,
212, 271
Keynes, John Maynard (1883-1946),
economista británico: 65
Kornberg, Arthur (1918-2007), bioquímico norteamericano que compartió el premio Nobel de Medicina en 1959 con Severo Ochoa: 96,
206, 207
Küng, Hans (1928), teólogo suizo:
75, 77, 79, 81, 158, 160, 195,
216
La Mettrie, Julien Offroy de (17091751), naturalista francés: 167,
233
Lamarck, Jean Baptiste (1744-1829),
naturalista francés precursor de Darwin: 116-118, 168
Laplace, Pierre Simon, marqués de
(1749-1827), matemático y astrónomo francés, creador de la mecánica celeste: 43, 80, 85, 91-93, 95,
97-98, 100, 107, 108, 138, 156,
166-167, 177, 241-242
282
NOTICIA DE AUTORES
Lavoisier, Antoine Laurent (17431794), francés, uno de los creadores de la química moderna: 31,
167, 169
Leibniz, Gottfried Wilhelm (16461716), filósofo alemán, descubridor
del cálculo infinitesimal independientemente de Newton: 63, 78,
84, 95, 143, 149, 166, 171, 203,
209, 246, 248-249
Leucipo, filósofo griego proponente
de la teoría atomista: 89
Linné (Lineo), Carl von (1707-1778),
médico y naturalista sueco: 115117, 168
Lorenz, E. N. (1917), matemático
norteamericano: 107-108, 218
Lyell, Charles (1797-1875), geólogo
inglés. Su libro Principios de geología es considerado como el nacimiento de esta ciencia: 182, 183,
184, 186-187, 188, 191
Maupertuis, Pierre Moreau de (16981759), matemático y físico francés,
gran propagador de la teoría de
Newton: 166
Maxwell, James Clerk (1831-1879),
físico escocés descubridor de la naturaleza de la luz y uno de los padres fundadores del electromagnetismo y de la mecánica estadística:
29, 31, 40, 45, 48, 98, 101, 170,
172, 175, 177-182, 189, 212, 224,
244, 265, 270-271
Mendel, Gregor (1822-1884), biólogo
austriaco descubridor de las leyes
de la herencia que llevan su nombre: 20, 30, 123, 189
Michelson, Arthur (1852-1931), físico norteamericano que realizó un
experimento sobre la velocidad de
la luz, básico para la teoría de la relatividad: 242
Monod, Jacques (1910-1976), bioquímico francés, premio Nobel en
1965. Autor del famoso libro El
azar y la necesidad: 27, 45, 109,
125, 206-209, 211, 215, 216, 236,
237, 238
Morley, Edward (1838-1923), químico y físico norteamericano que colaboró con Michelson: 242
Mott, Nevill (1905-1995), físico inglés premio Nobel en 1977 por sus
trabajos sobre los semiconductores:
33, 65, 109, 181, 213-217, 219
Newton, Isaac (1642-1727), físico y
matemático inglés, descubridor del
cálculo infinitesimal, de las leyes del
movimiento y de la gravitación universal y del espectro de colores de
la luz blanca. Muchos lo consideran
el científico más grande de la historia: 21, 31, 33, 42, 47, 48, 61, 63,
64, 65, 67, 69, 75, 80, 83, 84, 85,
90-91, 92, 94, 95, 107, 108, 118,
122, 132, 137, 142, 149, 155, 157,
163, 166, 169, 170, 174, 177, 180,
181, 184, 189, 190, 241, 244, 247248, 249, 259, 263-264, 270, 271
Occam, Guillermo de (1290-1349),
filósofo y teólogo inglés: 153
Ochoa, Severo (1905-1993), bioquímico español, nacido en Luarca, que
trabajó en Estados Unidos, donde
consiguió la síntesis del ARN, el
ácido ribonucleico, por lo que le
fue concedido el premio Nobel de
Medicina y Fisiología en 1959: 96,
134, 206-207
Oersted, Hans Christian (1777-1851),
físico danés, uno de los creadores
de la teoría del electromagnetismo:
40, 172-173, 181
Oró, Juan (1923-2002), bioquímico
español, nacido en Lérida en 1923:
134-135
Otero, Blas de (1916-1979), poeta español: 37
Parménides de Elea (540-470 a.C.),
filósofo griego: 88-90, 92, 203
283
LOS CIENTÍFICOS Y DIOS
Pascal, Blaise (1623-1662), matemático, físico y pensador francés: 35,
61, 83, 90, 115, 151, 156, 157,
158, 160-162, 200, 229, 255, 266,
273, 275
Pasteur, Louis (1822-1895), químico
francés, cuyos experimentos están
en la base de la higiene moderna:
31, 44, 120, 133
Pauli, Wolfgang (1900-1958), físico
austriaco que trabajó en Suiza, uno
de los creadores de la física cuántica
con su principio de exclusión y el
descubrimiento del neutrino. Premio Nobel en 1945: 8, 200, 202,
204-206, 211
Paz, Octavio (1914-1998), escritor
mexicano premio Nobel de Literatura en 1990: 60
Penrose, Roger (1931), matemático
inglés famoso por sus trabajos sobre cosmología que compartió el
premio Wolf de 1988 con Stephen
Hawking: 250, 261-262
Penzias, Arno (1933), premio Nobel
de Física en 1978 por ser codescubridor de la radiación cósmica de
microondas: 230
Phillips, William (1948), premio
Nobel de Física 1997 por sus trabajos sobre enfriamiento de átomos
con láseres: 225
Pirandello, Luigi (1867-1936), dramaturgo italiano, premio Nobel de
Literatura en 1934: 57
Planck, Max (1858-1947), físico alemán que propuso la famosa hipótesis cuántica, base del conocimiento
del mundo atómico, premio Nobel
en 1918: 23, 29, 34, 45, 99, 100,
141, 142, 152, 191, 197-199, 200,
242, 266, 270, 271, 272, 274,
276
Platón (423-347 a.C.), filósofo griego:
8, 58, 75, 78, 89, 201, 203, 205,
218, 263, 272
Plotino (204-269), filósofo alejandrino: 55
Poincaré, Henri (1854-1912), matemático francés: 180
Popper, sir Karl (1902-1994), filósofo
de la ciencia propugnador del falsacionismo: 213, 217-218, 239, 251,
253, 264
Priestley, Joseph (1733-1804), químico inglés, descubridor del oxígeno:
71, 168-170, 171
Prigogine, Ilya (1917-2007), físico
belga nacido en Moscú y premio
Nobel de Química en 1977: 13, 18,
40, 64, 65, 80, 108, 109, 190
Ramón y Cajal, Santiago (1852-1934),
neurólogo español descubridor de la
neurona, premio Nobel en 1906: 207
Rees, Martin (1942), cosmólogo británico y Astrónomo Real del Reino
Unido: 17, 73-74, 149, 152, 239
Russell, Bertrand (1872-1970), matemático, escritor y pensador inglés,
premio Nobel de Literatura en
1950: 36, 38, 96, 178, 252
Salam, Abdus (1926-1996), físico paquistaní, fundador del Centro Internacional de Física, premio Nobel
en 1979: 13, 58, 65-66, 210, 211212, 213, 216
Sarton, George (1884-1956), historiador de la ciencia norteamericano:
267
Schawlow, Arthur (1921-1999), coinventor con Townes del láser,
premio Nobel de Física en 1981:
222, 225
Schrödinger, Erwin (1887-1961), físico austriaco, uno de los creadores
de la física cuántica a la que contribuyó con su famosa ecuación,
premio Nobel en 1933: 29, 48, 99,
200, 202-204, 213, 270
Smoot, George (1945), premio Nobel
de Física en 2006 por su dirección
del Proyecto COBE, dedicado al
estudio del universo primitivo:
229-230
284
NOTICIA DE AUTORES
Snow, Charles Percy (1905-1980), físico y escritor británico: 33, 161
Socini, Lelio (1525-1562) y Socini,
Fausto (1539-1604), tío y sobrino,
reformadores religiosos italianos:
56
Spinoza, Baruch (1632-1677), filósofo
neerlandés de origen español: 55,
75, 192, 193, 195, 196
Teilhard de Chardin, Pierre (18811955), paleontólogo y teólogo
francés: 56, 60, 137
Tomás de Aquino, santo (1225-1274),
filósofo y teólogo italiano: 56, 63,
75, 76, 78, 83, 95, 111, 215, 228
Townes, Charles Hard (1915), físico
norteamericano, descubridor del
máser y del láser, por lo que recibió el premio Nobel en 1964: 13,
222, 224, 225
Turing, Alan (1912-1954), matemático inglés, uno de los pioneros de
la inteligencia artificial: 254-255,
258
Unamuno, Miguel de (1876-1936),
escritor y filósofo español: 35, 53,
55, 57, 157, 273-274
Volta, Alessandro (1745-1827), físico
italiano, pionero de la electricidad
e inventor de la pila eléctrica: 167,
180
Voltaire, nombre de pluma de François
Marie Arouet (1694-1778), escritor
francés: 148, 165, 171
Wallace, Alfred Russell (1823-1913),
naturalista británico, codescubridor
con Darwin de la teoría de la evolución de las especies: 37, 118, 182,
184-187, 190, 191
Watson, James (1928), bioquímico
norteamericano, descubridor con
Francis Crick de la estructura del
ADN, la molécula de la herencia, premio Nobel en 1962: 125, 126, 206
Watt, James (1736-1819), ingeniero y
físico escocés, perfeccionador de la
máquina de vapor: 31, 170
Weinberg, Steven (1928), físico norteamericano, premio Nobel en 1979,
con Abdus Salam, por su modelo
unificador de las fuerzas electrodébiles: 13, 34, 77, 109, 210-213,
215, 216, 217, 231, 236, 237, 243244, 245
Wheeler, John Archibald (1911), físico norteamericano, el padre de los
agujeros negros: 147
Whitehead, Alfred North (18611947), matemático y filósofo inglés: 37, 38, 55, 56, 60, 64
Wilson, Edward O. (1929), biólogo
norteamericano creador de la sociobiología: 27, 236-237
Yukawa, Hideki (1907-1981), físico japonés, premio Nobel en 1949 por
su teoría del mesón: 66, 67
Zenón de Elea (siglo V a.C.), famoso
por su refutación del movimiento:
63, 76
285
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