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IDEA DEL NIHILISMO
Diego Tatián
Profesor de filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
¿Es el nihilismo una “idea”? ¿Es una condición cultural? ¿Un estado de ánimo? ¿Un conjunto
de fenómenos que emergen y que antes, muy poco antes eran inexistentes? Los jóvenes se
drogan, los niños llevan armas a los colegios, los políticos roban -y no sólo los políticos, pero
el lugar de la política es significativo puesto que hasta hace no mucho se autoconcebía como
el lugar del “sentido, el lugar en el que los hombres encuentran un sentido, individual y común”. Todos estos fenómenos y otros -en principio completamente heterogéneos entre sí- como
destruir el planeta por ganancias, suicidios religiosos masivos, avidez de consumo, materialismo, desinterés por lo que no tiene valor de mercado (por el “espíritu”), adolescentes que se
pintan el pelo y se emborrachan en vez de dedicar el tiempo a la lectura y la instrucción, todos
estos elementos son, por así decirlo, homogeneizados, puestos en relación, y se pretende que
ellos describen la esencia de nuestra condición cultural. Esta trama de fenómenos es lo que
pareciera invocar el nombre de “nihilismo”. Concepto que concierne también a una especie de
descreimiento y una falta de horizontes. Las creencias no son algo que se tiene sino algo que
somos, algo que nos constituye casi biológicamente, que nos son transmitidas como se transmite una información genética y nos inserta en un conjunto de costumbres -en un mundo, en
sentido fenomenológico- muy anteriores a nosotros mismos. Ese descreimiento, entonces, lo
es de lo que podríamos llamar “valores” que valían en el pasado; la falta de horizonte o de
perspectivas, en cambio, remite a una desaparición del futuro: quedaría entonces un presente
desarraigado y sin porvenir, que inhibe cualquier iniciativa constructiva y deja el campo libre
para la rapiña y la destrucción, propia y de los otros.
Nihilismo es una palabra que, en la representación corriente, oscila entre la apatía y la
violencia, entre la indiferencia y el egoísmo, entre el derrotismo y el desenfreno. Apatía por la
marcha de las cosas, indiferencia por la suerte de los otros o derrotismo que sume en la
pasividad. Nihilismo sería una curiosa mezcla de relativismo e intolerancia.
Pero salgamos por un momento de esta noción -más adelante volveremos de nuevo a
ella- e interroguemos la palabra de otro modo. El vocablo “nihilismo” no es tan viejo, más
exactamente tiene una pequeña historia de doscientos años. Fue empleado por primera vez
en 1799 en una carta de Jacobi a Fichte en la que se califica al idealismo de nihilismo (el
idealismo, decía Jacobi, nihiliza, vuelve “nada” todo lo que está más allá de las ideas, esto es,
el mundo mismo). En el siglo XIX, la palabra nihilismo tiene una elaboración muy particular en
la literatura y en los movimientos sociales de Rusia. El término se aplicó a los jóvenes radicales que repudiaban el cristianismo y consideraban a Rusia como una sociedad atrasada y
opresiva a la que había que transformar mediante la revolución (p.ej. Chernishevski). El nihilista de ficción paradigmático es Bazarov, protagonista de Padres e hijos (1862), la novela más
importante de Iván Turguéniev. Los conservadores rusos, de orientación eslavófila, consideraban que el nihilismo destruiría cualquier posibilidad de existencia social ordenada y determinada. También los narodniks (populistas), que en la década de 1870 promovieron una importante
revuelta campesina, fueron considerados nihilistas. En un ensayo sobre Pushkin, Dostoievski
define también al nihilismo como la actitud que reniega del suelo natal, que abjura de la vieja
Rusia.
Pero será la acepción que Nietzsche imprime al concepto la que resulta decisiva para
la comprensión del proceso que denota. A partir de entonces, el vocablo “nihilismo” no tendrá
un estatuto de mero anti-valor, sino que más bien remitirá al derrumbe objetivo, histórico, de
todos los conceptos fuertes que en la tradición tenían poder normativo sobre la vida humana y
sobre el mundo. La palabra registra en este caso la pérdida de soberanía de lo suprasensible
y de todo aquello capaz de establecer un orden, indicar un fin, proporcionar un sentido. Este
proceso histórico resulta de un evento que sólo muy lentamente se deja aprehender y al que
Nietzsche aludió con la frase “Dios ha muerto”. Esta frase es algo extraña, en un cierto sentido
autocontradictoria. ¿Cómo Dios puede morir? Si Nietzsche hubiera dicho “Dios no existe” no
habría mayores dificultades puesto que estaría expresando de ese modo, con esa proposición,
lo que nosotros llamamos “ateísmo”. Pero la proposición que funciona aquí como esencia del
nihilismo no es “Dios no existe” sino “Dios ha muerto” (Nietzsche utiliza también, en otra parte,
una metáfora muy pregnante: “el desierto crece”). Hubo un tiempo, parece decirnos aquí el
filósofo, hace mucho o poco, no importa, en que Dios existía. Pero ahora ya no existe más, “ha
muerto”. Con lo cual más que una tesis teológica de principio (como sería por ejemplo “no hay
Dios”), lo que aquí se hace es describir un proceso, un acontecimiento histórico, algo que
acaece, algo que nos sucede a nosotros y que por tanto es nuestro problema (también la otra
proposición, “el desierto crece”, expresa la idea de un proceso, de un desarrollo, o más bien de
una devastación, que se expande). El “Dios” al que alude Nietzsche es sin duda el dios cristiano, pero no únicamente. Es también lo suprasensible, el Fundamento, los ideales, las normas,
los principios, los fines, los valores, todo aquello capaz de proporcionar finalidad, orden y
sentido. Es el dios de los filósofos, el socialismo, la felicidad del mayor número, la paz perpetua.
El hecho de que la palabra nihilismo sea relativamente nueva y de que indique un
proceso nos permite comprender algo respecto de su significado. Proviene, naturalmente de
nihil, “nada”. El nihilismo podría ser considerado como una “teoría de la nada”. Pero la nada es
un concepto filosófico tan antiguo como la filosofía; se recordará el Poema de Parménides,
cuya proposición esencial sienta las bases para el pensamiento posterior: “el ser es y la nada
no es”. Sin embargo, los mayores pensadores del nihilismo en nuestro siglo -me refiero a
Nietzsche y a Heidegger- hacen un uso anacrónico del término, refiriendo con él la lógica
escondida que ha tenido la historia entera de eso que llamamos Occidente. No obstante ser
reciente como término, el nihilismo es lo que secretamente habría presidido el despliegue de
Occidente desde Platón en adelante. Según esta reflexión, el nihilismo se plantea entonces no
sólo como un concepto de crítica de la cultura sino también como una clave hermenéutica de
primer orden. Nada tendría que ver con una posición adoptada por alguien libremente, ni con
una opinión privada como ser “socialista” o “idealista”, “utilitarista” o “escéptico”. Nihilismo no
designa ni para Nietzsche ni para Heidegger una opinión entre otras opiniones, por ejemplo la
de alguien que cree que la nada es la esencia de todas las cosas y de la vida. Nihilismo es una
“ley”, es la “ley fundamental” de Occidente o también, es la esencia de la metafísica que
aparece como tal -que puede ser pensada- en el momento en que ésta llega a su consumación, es decir, cuando ha agotado sus posibilidades esenciales y el ser se desoculta como
técnica y como nihilismo. Hay en el pensamiento de Heidegger una conexión estrechísima
entre nihilismo y técnica pero esto no quiere decir que la gente se ha vuelto nihilista porque
sólo se interesa por los bienes materiales que produce la técnica ni nada por el estilo. La
técnica no es principalmente un instrumento con el que nosotros tenemos dominio sobre la
naturaleza -es evidente que también es esto, pero no es lo que importa aquí-; pensada en su
esencia, la técnica es una manera en que las cosas aparecen, un modo de desocultamiento
que lleva al extremo lo que Heidegger llama el “olvido del ser”, y, paradójicamente, la omnipotencia, la vigencia hasta el paroxismo, del Principio de Fundamento, del Principio de Razón
Suficiente. En este desocultamiento técnico sólo cuentan los entes y “del ser como tal ya no
queda nada”.
Pero en este planteo se advierte claramente una paradoja. Si la técnica es la vigencia
extrema del Fundamento y de la Razón Suficiente -si la técnica puede dar cuenta de todo lo
que es y de cómo es en virtud de su causa-, ¿por qué entonces Heidegger la asocia con el
nihilismo, que en principio es la experiencia de la falta de Fundamento de todas las cosas, de
la sinrazón y del sin sentido? En el mundo de la desocultación técnica no hay lugar para la
nada, es el mundo del dominio sobre las cosas existentes y de la infinita producción de las no
existentes. ¿En qué sentido entonces se opera esta equivalencia entre nihilismo y técnica?
El punto más delicado y más importante del pensamiento heideggeriano se juega aquí
y es lo que él llama la “diferencia ontológica”, es decir la diferencia entre el ser y el ente. El
olvido de esta diferencia es lo que define a la metafísica -para la cual, podrá decirse, la palabra
esencial es la palabra “ser” y Heidegger sin embargo quiere hacernos creer que en cambio lo
decisivo en ella es el “olvido del ser”. ¿Cómo puede Heidegger decir semejante cosa siendo
que la palabra ser es la principal de la lengua-metafísica, la más recordada e invocada?
Heidegger está diciendo algo relativamente simple. La metafísica (es decir la filosofía
occidental en su conjunto, incluidas las posiciones que han querido abjurar de ella como el
positivismo, el marxismo, la filosofía analítica, etc., que no son sino variedades suyas; incluso
el pensamiento nietzscheano es para Heidegger metafísico y nihilista él mismo, y Nietzsche
es considerado por Heidegger -esta es la tesis fuerte de su interpretación- como el “último
metafísico”), la metafísica, entonces, aunque ha usado todo el tiempo la palabra ser nunca ha
pensado al ser sino que se ha referido a un ente: dicho más brevemente, ha tratado al ser
como si fuera una cosa (de igual manera que la teología ha tratado siempre a Dios como si
fuera un ente -aunque sea como ente supremo, esto es aquí irrelevante- y como un valor); la
metafísica ha olvidado la “diferencia que hay entre el ser y los entes”. Y ahora nos acercamos
al punto central de la paradoja.
Si el ser no es una cosa, si no es “algo”, ¿qué es? Heidegger va a decir algo sorprendente: la pregunta “¿qué es?” -la vieja pregunta por la esencia, por la quidditas, puede ser sólo
remitida a las cosas, podemos sólo de una cosa preguntar ¿qué es?, pero es del todo inapropiada
para preguntar por el ser. En el preciso momento en que preguntamos qué es el ser lo estamos
tratando ya como un ente. No podemos preguntar qué es el ser sencillamente porque el ser no
es -sólo las cosas son-. Pero si sólo las cosas son y el ser no es una cosa, la única alternativa
que nos queda, en buena lógica, es que el ser sea nada. Y en efecto es así, pero cuidado. Yo
puedo por ejemplo mirar debajo de la mesa para ver si encuentro un lápiz que se me perdió y
“no encontrar nada” (en español esa doble negación es desconcertante, en todo caso no tiene
el estatuto de una doble negación matemática y decir “no encuentro nada” equivale a decir
“encuentro nada” -en vez del lápiz). Pero lo importante aquí es que la nada a la que refiere
Heidegger nada tiene que ver con ésta: no es la negación ni lo nulo. Podríamos decir: el ser
“es” nada (ya la frase es equívoca porque habíamos dicho que el ser no es), pero no una mera
nada, no algo nulo. Que el ser es lo mismo que la nada equivale aquí a decir que es diferente
de lo que es algo, o bien, como él dice, que es “la nada del ente”.
Ahora bien, si el ser “es” nada, el olvido del ser es el olvido de la nada (vale decir: el
olvido de que esto no es todo, de que la dimensión óntica o éntica, la dimensión de las cosas,
no es la única). Si acompañamos a Heidegger aún otro paso más, llegamos al punto decisivo:
la técnica y el nihilismo tienen su raíz más honda en el olvido del ser, esto es, en el olvido de
la nada. El nihilismo es el olvido de la nada. Pero nihilismo, como su nombre lo indica, pareciera ser lo contrario, justamente una absolutización de la nada: contra los valores, contra el
sentido, contra el Fundamento y, sobre todo, contra Dios. Esta idea es precisamente la que
Heidegger deconstruye afirmando que nihilismo es el olvido de la pregunta por la nada. El
nihilismo se aloja en los valores, el fundamento, el sentido y en Dios -en el sumo ente. La
técnica es la consumación, es decir la forma extrema, de este olvido, la técnica es onto-teológica: es la forma desplegada de la ontología y de la teología. Y el hombre, considerado como
sujeto, se concibe a sí mismo como amo y señor del ente y, asimismo, como una cosa, como
“recurso humano”.
La filosofía de Heidegger no significa ni más ni menos que un paso hacia la pregunta
por la nada; la deconstrucción de la metafísica para hacer nuevamente posible la pregunta. El
último Heidegger va a referirse al hombre no entonces como un sujeto, ni como el más importante de todos los entes -después de Dios-, sino como Der Platzhalter des Nichts, el que
conserva el lugar de la nada, el que cuida el lugar de la nada, el que no se olvida de ella. El que
pregunta porqué hay cosas y no más bien nada, el que es capaz de mantener una sensibilidad
para esta pregunta fundamental, que, a mi modo de ver, tiene también una dimensión “práctico-política”. La experiencia de la nada es lo que abre la responsabilidad del hombre respecto
del mundo -responsabilidad de la que se ve despojado en toda “filosofía de la necesidad”
(entendemos por “filosofía de la necesidad” aquella que se articula según el principio de razón
suficiente y, básicamente, piensa al ser en orden a un Fundamento que hace que lo que es sea
y que sea como es y no de otra forma). La experiencia de la nada significa la salvaguardia, la
custodia y la memoria de lo que el mundo inmediatamente no es; una radical ruptura con todo
positivismo. La responsabilidad del hombre es no tanto salvaguardar al ente, a lo positivo de lo
que se ocupa la ciencia, sino la custodia de lo-otro-del-ente, que a su vez significa la custodia
de la posibilidad de que el ente pueda darse de otro modo, de que las cosas sean distintas de
como son. Una filosofía de la libertad que enseñe el carácter eventual de las cosas que son,
desreifica asimismo los eventos sociales y políticos mostrando que no son ni naturales, ni
universales, ni necesarios. Para que esto sea posible el hombre debe “mantenerse en la nada”;
sólo así tienen sentido los conceptos de “libertad” y “responsabilidad”. En cuanto conserva el
lugar de la nada, en cuanto Platzhalter des Nichts el hombre es custodio de la libertad.
En esto radica la crítica heideggeriana del humanismo, que nada tiene que ver con una
filosofía deshumanizante en el sentido que se le da vulgarmente al término. El humanismo,
también él, sobre todo él, es un nihilismo.
De manera que toda actitud que reaccione frente al nihilismo en nombre de valores,
ideales, principios o purezas perdidas de cualquier género que sea, no sólo está destinada a
ser una variedad del nihilismo frente al que reacciona, sino que además no ha comprendido el
problema en su radicalidad, esto es, que el nihilismo no es sino la forma última y necesaria de
esos valores principios e ideales. Nada más alejado de la filosofía de Heidegger que un conservadurismo de este tipo.
Existe un conjunto de términos similares o muy próximos al nihilismo con lo que sin
embargo no debemos confundirlo: pesimismo, escepticismo, decadencia, desencanto, etc. El
pesimismo ha sido -y es- una actitud filosófica, que tiene su mayor expresión en el pensamiento de Schopenhauer. Cuando emerge la convicción de que todo se ha desbarrancado hacia el
mal y lo vano y de que este mundo, por lo tanto, es el peor de los mundos, un pessimum,
entonces aparece la actitud que llamamos “pesimista”, la creencia de que la vida no vale la
pena de ser vivida ni afirmada y de que toda voluntad es absurda. Es esta la posición de
Schopenhauer respecto del mundo. Se habla también, por ejemplo, de un “pesimismo
antropológico” en Hobbes, para quien el hombre es un animal sórdido, por no decir siniestro,
que busca satisfacer sus apetitos tomando a los otros como medios, que se relaciona con ellos
en la medida en que puede obtener algún provecho, en suma, es un “lobo” para sus semejantes -esta antropología en realidad no dejó nunca de acompañar a la modernidad como su línea
de sombra, pensemos antes en Maquiavelo, y después en Sade, Nietzsche o Freud. No debemos confundir el nihilismo filosófico con esta perspectiva. Tampoco con el concepto de “decadencia”. El nihilismo puede muy bien ser manifestado por fenómenos de fuerza, por convicciones profundas y por “claridades” ideológicas de todo tipo. Por consiguiente, no debemos necesariamente considerarlo como algo que tiene la forma de un crepúsculo ni como una especie
de senilidad cultural, sino que puede presentarse como algo que avanza con un gran poder de
afirmación y capacidad productiva. Quiero decir que puede constituirse más como un desencadenamiento de fuerzas que como un retroceso de ellas.
A su vez, la fuerza desencadenada no implica ni anarquía ni caos ni destrucción;
puede antes bien tener la forma de un orden absoluto y darse como un proceso productivo a
gran escala. Nihilismo tampoco significa preponderancia de las pasiones, sino que el mundo
de la racionalidad instrumental puede ser su “forma al fin hallada” -lo que no implica que el
nacionalista, el fanático religioso o el revolucionario estén a salvo de él por el simple hecho de
reivindicar una convicción, no obstante el vacío que se expande en todas direcciones y como
reacción frente a ese vacío.
Ni una “apología del nihilismo” -tal como interpreta Vattimo, ni un rechazo reaccionario
de nuestra época, según diversas lecturas conservadoras de la obra heideggeriana, es lo que
corresponde a la experiencia de Heidegger, que es ante todo una experiencia de pensamiento
y una aguda atención -en el doble sentido del término- por el mundo; una experiencia que nos
ha legado menos una interpretación de las cosas que una enseñanza respecto a cómo preguntar. Un gusto por la interrogación que desestabiliza cualquier “pensamiento único” y eventualiza
lo que la ideología muestra como universal y necesario; un ejercicio de la pregunta concebida
casi como máquina de guerra, como herramienta de desinstalación de lo dado, como resistencia a la reificación de los conceptos, de las cosas, de las acciones.
Es por esto que, en sentido estricto, no es posible ser heideggeriano; es por esto que sigue
siendo razonable y necesario “trabajar en Heidegger”.
LEER A GAOS*
Antonio Zirión Quijano
Académico de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. **
Con la publicación del volumen VIII (que es el décimo publicado), la empresa editorial de las
Obras completas de Gaos, que prevé 19 volúmenes, llega a la mitad y a la vez la rebasa. Por
mi parte, he tenido la oportunidad, y también el honor, de participar más o menos directamente
en la publicación de algo más de la mitad de los volúmenes aparecidos. A ello debo haber sido
testigo de las sabias faenas que en torno a esta empresa desempeña nuestro querido mentor,
el doctor Fernando Salmerón, y del sentido de responsabilidad, la perseverancia y el amor que
entrañan. Pero también he podido hacerme de la obra y el pensamiento de Gaos una idea
bastante más cabal que la que me exigía su conocimiento como traductor de Husserl y de
Heidegger.
Quiero dejar, de este modo y en esta ocasión, pública constancia de que considero
muy afortunada la circunstancia burocrática que me llevó a participar en esta empresa, y de mi
agradecimiento a Fernando Salmerón por servirme de guía en mi propia exploración de los
textos de Gaos.
Con su habitual suavidad, el mismo Salmerón me sugirió que les podría decir algo aquí
acerca del “Estudio de la ponencia del Lic. Eduardo García Máynez sobre la 'relatividad de los
valores jurídicos'”, que se encuentra entre los textos reunidos en la tercera sección del volumen que se presenta hoy. Accedí de inmediato, y espero hacer ver en lo que sigue que mi
acatamiento no se debió al hecho obvio de que ante esas suaves sugerencias no le quedan a
uno muchas opciones. Pero no me detendré más que en algunas cuestiones más o menos
formales.
En cualquier edición de obras completas, los escritos inéditos resultan siempre un
atractivo especial. Este estudio de una ponencia de García Máynez, presentada y discutida en
una sesión de 1947 del entonces Centro de Estudios Filosóficos, no es el único escrito inédito
que publica el volumen VIII, pero sí es, con mucho, el más importante (además del más
extenso). Y en los volúmenes publicados antes no hay tampoco nada de importancia comparable, con la única excepción de la “Selección de la aforística inédita” publicada en el tomo
XVII, que es un texto de distinto género.
Salmerón mismo destaca en su nota editorial –como una justificación para publicarlo–
algo que salta a la vista desde las primeras páginas del “Estudio”: el “cuidado excepcional en
el detalle del tratamiento. Las distinciones que Gaos introduce desde la primera parte del
texto, lo mismo que su cuidadosa aplicación a la ponencia estudiada, son un ejemplo de rigor
en el análisis que no puede pasar desapercibido...” (p. 27). Yo especificaría aquí que esa
primera parte del estudio, llamada “Distinciones fenomenológicas previamente indispensables”, es una de las mejores muestras de lo que Gaos entendía por fenomenología que pue-
den encontrarse en sus escritos. Es una muestra, literalmente, de antología. Y digo “muestra”
porque se trata, en efecto, de un ejercicio de fenomenología, de fenomenología en acción, por
así decirlo, y no de una explicación del propio concepto de fenomenología[1]. Ahora bien, si es
cierta la inferencia que parece poder hacerse a partir de algunos textos de Gaos (su “Discurso
de filosofía”, por ejemplo, junto con algún aforismo de la “Selección” mencionada), según la
cual las partes fenomenológicas de la filosofía se cuentan entre sus partes científicas, entonces habría que concluir, en vista del rigor y la penetración de los análisis, que en esa primera
parte del “Estudio” se encuentran algunos de los mejores fragmentos de ciencia filosófica que
pueden hallarse en los escritos de Gaos. (Debemos recordar, sin embargo, que para Gaos “la
filosofía, hasta donde es ciencia rigurosa, no es filosofía, y desde donde es filosofía, no es
ciencia rigurosa”)[2].
En todo caso, esas “Distinciones fenomenológicas previamente indispensables”, que
le sirven a Gaos para examinar después la ponencia de García Máynez sobre la relatividad de
los valores, me parece a mí que podrían servir igualmente bien, todavía hoy, para plantear en
términos claros, y en algunos casos hasta para zanjar, muchas discusiones en terrenos de
axiología u ontología axiológica, e incluso de ética, teórica o práctica, que se embrollan y
prolongan por falta de un previo análisis conceptual mínimamente riguroso.
Con esa claridad está planteada, al menos, la posición propia de Gaos en relación con
el problema de la relatividad y/o el relativismo de los valores que está expuesta en las últimas
partes del mismo “Estudio”. Y respecto de ella, es decir, respecto de ese “subjetivismo colectivista” que Gaos expone en páginas en que Salmerón encuentra “ejemplos de la mejor prosa
filosófica de Gaos”, hay que decir que está pidiendo a gritos que se vuelva a presentar en
sociedad (si algún día se presentó) y que se someta de nuevo a la discusión colectiva; pero
claro, antes hay que leer esas páginas...
Hay que leer a Gaos. Hay que aprender a librar el escollo que puede significar su estilo
dominado por un afán de precisión personalísimo y barroco. Hay que llegar a ver cómo, en
muchos casos, lo que veíamos al principio como inescrutable enmarañamiento se va convirtiendo en el tejido complicado y rico, pero ya claro, que el tema mismo ofrece ante la voluntad
de análisis. Quizá nunca lleguemos a aceptar sus conclusiones o a compartir su visión global
de la filosofía y de su sentido último. Pero sin duda obtendremos una visión más profunda y
clara de una buena cantidad de temas y problemas filosóficos, o de ese mismo sentido último
de la filosofía. Y en el camino tal vez veremos cómo se nos van desprendiendo, como piel
muerta, algunos de nuestros más firmes y estólidos prejuicios.
Hay que leer a Gaos, creo yo, por lo menos con la misma asiduidad con la que él,
desde recién transterrado en México, se puso a leer a sus colegas mexicanos, como lo demuestran todas y cada una de las páginas de este volumen octavo.
Y en relación con este punto, quisiera para terminar llamar su atención una vez más
sobre el contexto en el cual desarrolla Gaos su “Estudio” sobre García Máynez, es decir, la
ocasión de que se sirvió para desarrollar esos fragmentos que he tildado de ciencia filosófica
rigurosa (ciencia filosófica rigurosa que, dicho sea de paso, no equivale, como en ninguna
ciencia, a verdad definitiva no sujeta a corrección). Se trata de la discusión de una ponencia
ajena, presentada en una sesión del Centro que más tarde se convertiría en este Instituto, y
Gaos emprende el estudio porque el problema que la ponencia plantea (“el problema del
'relativismo' de los 'valores' ”) “es crucial –según lo dice él mismo– para las filosofías profesadas por los miembros del Centro” (p. 421).
¿No es esto una prueba palpable de que no hay ninguna contradicción entre las dos
motivaciones –y condiciones– de una filosofía científica: la voluntad de guiarse por las cosas
mismas y trabajar sobre ellas, por un lado, y, por el otro, el sentido de responsabilidad y de
colaboración que orienta el trabajo filosófico hacia la comunidad científica, primero, y hacia la
comunidad en general, después?
Este trabajo sobre las cosas mismas, con esa intención de colaboración responsable,
es lo que con tanta frecuencia echamos de menos en la filosofía contemporánea, y no solamente en el medio de la filosofía latinoamericana o hispanoamericana o mexicana. Y sin
embargo, es indudable que sólo así, es decir, sólo trabajando sobre las cosas mismas, pensando y decidiendo nuestros problemas por nosotros mismos, pero a la vez concientes de que
la filosofía debe construirse, como toda ciencia, en un trabajo comunitario, es como podremos
terminar de conformar una personalidad filosófica propia.
Desde estos aspectos más o menos formales, ésa es para mí la enseñanza principal
de Gaos en el “Estudio” que comento. A nombre de Gaos, me atrevo a proponerla como una
humilde pero sencilla fórmula que puede ayudar a combatir algunos de los males y situaciones
que padece y se padecen en nuestra(s) comunidad(es) filosófica(s), como los que recientemente expusieron en un conocido suplemento cultural nuestros colegas Guillermo Hurtado y
Carlos Pereda[3].
No necesito decir, por cierto, que entre las páginas de este volumen VIII hay algunas
excelentes para ahondar, y también precisar, esa discusión, muy necesaria en mi opinión,
acerca de los diversos problemas tratados por ellos, y en general acerca del sentido y la
situación actual del ejercicio de la filosofía en nuestra comunidad y en nuestro país.
* Texto leído en la presentación del Tomo VIII de las Obras completas de José Gaos, titulado Filosofía mexicana
de nuestros días, En torno a la filosofía en México, Sobre la filosofía y la cultura en México, y publicado en los
últimos meses de 1996. La presentación tuvo lugar en el Aula José Gaos del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM el 24 de febrero de 1997. El texto no había sido publicado hasta ahora. Reflexiones acerca del
Tomo XVIII de las Obras completas de José Gaos, titulado Filosofía mexicana de nuestros días. En torno a la
filosofía en México, Sobre la filosofía y la cultura en México.
**Actual encargado de coordinar la edición de las Obras completas de José Gaos que publica la UNAM.
[1] Es innegable que el “Estudio” podría dar pie también para replantear la cuestión de la posible semejanza o
analogía del método fenomenológico (en el sentido en que Gaos lo entendía, naturalmente) y el método de la
filosofía analítica más pura. Establecer las convergencias y divergencias reales entre ambos métodos, si es que
esto son, es una tarea pendiente todavía.
[2] Apunte del 21-IX-1960 en “Selección de la aforística inédita”, Obras completas, Tomo XVII, p. 235.
[3] Me refiero a los artículos “¿Tiene sentido la filosofía hispanoamericana?” de Guillermo Hurtado, y “Estrategias de la arrogancia” de Carlos Pereda, publicados ambos en La Jornada Semanal del 22 de diciembre de
1996.
RAÍCES FENOMENOLÓGICAS EN EL PENSAMIENTO DE
XAVIER ZUBIRI
Diego Muñoz Ortiz
Integrante del “Seminario Xavier Zubiri”, Universidad Iberoamericana, Plantel Santa Fe.
El desarrollo del pensamiento filosófico de Zubiri ha tenido etapas bien definidas; esto puede
constatarse en la presentación retrospectiva que hace de su caminar en el “Prólogo a la Traducción Inglesa” de Naturaleza, Historia y Dios (1980)[1]; aquí se establecen dos etapas[2] y
se supone una etapa previa (desde dónde vendría el pensamiento de Zubiri): fenomenológica,
ontológica (1932-1944) y metafísica (1944-1983). Al desarrollo de estas líneas interesa ver la
primera etapa: la fenomenológica.
Los escritos juveniles de Zubiri: su tesis de Licencia en Lovaina y la de Doctorado en
Madrid[3] tienen por tema central la fenomenología husserliana. Al referirnos al tema de la
fenomenología, conviene considerar que no sólo se trata de ver algo meramente histórico,
sino de anunciar aquello que va quedando en el paso de una etapa a otra y que marca la pauta
en el pensar de Zubiri.
Según el especialista en el tema, Antonio Pintor Ramos, la etapa fenomenológica
debe ser considerada como “etapa fenomenológico-objetivista”[4]. El estudio de Zubiri sobre la
obra de Husserl, tiene por material de análisis las Investigaciones lógicas (dejando de lado las
otras obras, a diferencia de José Ortega y Gasset que parte de las Ideas relativas a una
fenomenología pura y una filosofía fenomenológica) centrándose en un análisis de la objetividad tal como aparece dentro de la conciencia intencional.
¿Cómo accede Xavier Zubiri a la fenomenología? Hacia los años 1918-1919 conoce
en Madrid a Ortega y Gasset, quien después será su director de tesis doctoral; luego va a
Lovaina (1919-1921), en donde su director de tesina es L. Noel, promotor del pensamiento de
Husserl. En fin, estos trabajos de investigación tienen el gran mérito de ser “la primera obra de
lengua no alemana dedicada íntegramente a un fenomenólogo”[5].
Otra obra de Zubiri donde trata el “caso Husserl” es Sobre la Esencia (1962); aquí toma
una actitud crítica ante el padre de la fenomenología: sobre todo porque lo primario y radical
no son las cosas-sentido sino las cosas reales. Incluso, en la trilogía Inteligencia Sentiente
(1980-1983), va haciendo un ajuste de cuentas con el pensamiento husserliano.
Si planteamos la pregunta: ¿A qué quiere responder el caminar fenomenológico de
Zubiri?, sin duda debemos responder que se sitúa en el contexto de la filosofía de su tiempo,
de los antecedentes (Hegel, las izquierdas hegelianas, el idealismo, el neokantismo). Al punto
conviene citar una apreciación de J. Conill: “Ante todo, Zubiri es consciente del fracaso de la
modernidad, debido a que el planteamiento ‘crítico’ moderno conduce al ‘deísmo’, término que
engloba todas las formas de ‘filosofía de la conciencia’ (empiristas, racionalistas, idealistas)
que se apoyan en ella para acceder a la realidad, pero que fácilmente conducen a crisis de
escepticismo por pretender sustentarse sobre el logos y la razón (sus conceptos e ideas) como
si este rodeo permitiera resolver la pérdida del vínculo radical con las cosas y la falta de
fundamento en la realidad.”[6]
Sin duda que, para Zubiri, la perspectiva que le ayuda a superar dichas posturas
(empiristas, idealistas) es la fenomenología, la de las Investigaciones Lógicas. Pero no queda
ahí todo, pues se aventura a abrir un camino personal apoyándose en Heidegger, y va más
allá, hacia la metafísica.
[1] Zubiri, X., Naturaleza, Historia y Dios, Madrid, 9ª. ed., Alianza, 1987, pp. 9-17.
[2] “Etapa es el acontecer cualificado por una inspiración común (...). La etapa es una cualidad de un lapso de
aconteceres. El cambio de inspiración es el inicio de una nueva etapa.” NHD, p.13.
[3] Zubiri, X., “El problema de la objetividad según Husserl. I. La lógica pura”, “Ensayo de una Teoría
Fenomenológica del Juicio”, Primeros Escritos (1921-1926), Madrid, Alianza, 1999.
[4] Pintor-Ramos, A., Realidad y Verdad. Las bases de la filosofía de Zubiri, Salamanca, Universidad Pontificia
de Salamanca, 1994, pp. 36-38.
[5] Pintor-Ramos, A., “Zubiri y la Fenomenología”, Realitas III-IV, Madrid, 1979, Labor-Sociedad de Estudios
y Publicaciones, p. 40 (en este artículo, el autor prueba que efectivamente se trata de la primera obra no alemana
sobre Husserl).
[6] Conill, J., El crepúsculo de la metafísica, Barcelona, 1988, Anthropos, pp. 219-220.
¿LOS TEMBLORES COMO CASTIGO DE DIOS?
HEINRICH VON KLEIST Y LA DISCUSIÓN SOBRE LA
TEODICEA DE LEIBNIZ
Dorit Heike Gruhn
Profesora de la Escuela de lenguas de la BUAP.
El Santuario de la Virgen de los Remedios, la Parroquia de San Andrés Cholula, Santa María
Tonantzintla, El Templo de la Compañía, el Templo de San Agustín... una gran parte de los
edificios severamente dañados en el temblor de junio de 1999 fueron iglesias. La mano en el
pecho: ¿algunos no se habrán preguntado, sin decirlo en voz alta, por qué este tipo de desastre natural tuvo que afectar precisamente a una región conocida como una de las más piadosas de la República, y precisamente a sus templos?
No conviene hacer este tipo de preguntas en nuestra época esclarecida. Se sabe que
el daño causado a estas construcciones se debe a su edad secular y la falta de trabajos de
restauración. Sin embargo, en siglos anteriores los sismos a menudo fueron interpretados
como castigo de Dios. Dos grandes terremotos históricos originaron una discusión animada en
el Siglo de las Luces. El de Santiago de Chile del año de 1647 había dejado tan sólo una
iglesia intacta. El obispo Gaspar de Villarroel advirtió a los sobrevivientes que de ningún modo
debían ver el cataclismo como señal de la ira de Dios, más bien se trataba de una prueba para
los creyentes. La reacción fue distinta en Lisboa, donde en 1755 un sinnúmero de feligreses
encontraron la muerte debajo de los escombros de los templos en el justo momento de celebrar la misa de Todos los Santos. Las veladoras encendidas en iglesias y casas particulares
contribuyeron a expandir el fuego sobre lo que había quedado de la ciudad después del sismo.
Parte del clero culpó a los judíos y renegados de la ciudad e incitó de inmediato a autos de fe
a fin de pacificar a Dios, mientras que los ingleses anglicanos acreditaron la catástrofe a la
degeneración moral de la sociedad católica de Lisboa, alegrándose del hecho de que la única
iglesia que no se había derrumbado era protestante.
Los teólogos y filósofos europeos se preguntaron si, y de qué manera, la voluntad de
Dios se reflejaba en aquel desastre. Para muchos, el terremoto de Lisboa estremeció su fe en
la teodicea, término acuñado por Leibniz en 1710, quien decía que este mundo era el mejor de
todos los mundos posibles, a pesar del mal en él presente, porque expresaba la armonía
universal; de otro modo Dios no lo hubiera creado. Los inquisidores veían en el mal físico (el
natural) una consecuencia lógica del mal moral (el social) -para seguir con la terminología de
Leibniz- mientras que la antítesis dialéctica a la que se inclinaron muchos filósofos consistía
en interpretar el mal moral (los autos de fe) como engendrado por el físico.
Uno de los críticos más arduos de la Teodicea leibniziana fue Voltaire. Si Dios era
perfecto, tal como lo había pretendido Leibniz, ¿cómo era posible que permitiera sembrar
tanta desgracia tanto en culpables como inocentes? Su Cándido, después de haber vivido los
horrores de Lisboa, se pregunta, no sin cinismo, que, si éste era el mejor de todos los mundos
posibles, cómo serían entonces los demás. Voltaire no niega la existencia de Dios, pero piensa
que el ser humano no está en condiciones de encontrar una explicación al origen del mal.
Rousseau reprocha a Voltaire de querer anular el consuelo que habita las enseñanzas
de los optimistas metafísicos. ¿Tal vez los que se murieron en el sismo habían escapado de
esta manera a desdichas peores? El crítico de la civilización constata además que un desastre
natural nunca podría causar tanta destrucción si los hombres no estuvieran construyendo grandes
ciudades con tantas casas juntas. ¿No sería mejor adaptarnos a la naturaleza, en vez de
querer cambiarla?
Kant rechaza tanto las interpretaciones teológicas como metafísicas del desastre. Le
llama la atención que un mismo acontecimiento pudo haber causado la desgracia de unos y la
alegría de otros, pues el sismo fue el origen del nacimiento de fuentes minerales en varias
partes de Europa.
Cincuenta años después de Lisboa, Heinrich von Kleist, uno de los más brillantes
representantes de la vida literaria alemana, supo retomar las diversas facetas de esta discusión filosófica para transformarla en literatura. En su narración -Das Erdbeben in Chili[1]- ha
integrado testimonios de ambos temblores. El argumento se precipita a una velocidad vertiginosa. Reiteradamente aparece la fórmula "como si". Nada parece firme, nada es seguro. El
joven protagonista está a punto de suicidarse en la cárcel cuando el temblor le regala una
nueva vida. La mujer que ama conoce un destino parecido pues el sismo la protege de ser
ejecutada por haber atentado contra las reglas de la buena sociedad y del convento en el cual
había sido enclaustrada y dado a luz el fruto del pecado. Después de errar a través de los
escombros y presenciar un cuadro de muerte y terrible desolación, se encuentran nuevamente
unidos para vivir momentos de felicidad en un jardín edénico, donde los hombres parecen
haber regresado a un estado original de pureza, tal como lo proclama Rousseau. Aquí nadie
parece darle importancia a su "pecado". "[...] y mucho se emocionaron al considerar cuánta
desgracia había tenido que venir sobre el mundo para que ellos pudiesen ser felices!"[2], así la
reflexión kantiana del narrador. ¿Había Dios mandado el temblor justo para salvarlos de la
injusticia humana? Kleist no deja al lector regodearse mucho tiempo en esta ilusión. Ya suenan las campanas para celebrar misa en la única iglesia que ha resistido al siniestro y adonde
se dirigen los amantes para agradecer su milagrosa salvación. Pero el sermón del dominicano
se transforma en acusación de los pecadores. La multitud amotinada por él se encarga de que
la misa termine en masacre. Termina el sueño del regreso al estado puro. El mal moral sigue
al mal físico por la interpretación del mal moral como causante del mal físico. Lo que queda es
un sentimiento de desamparo y la imposibilidad de encontrar entre las líneas del texto las
razones más profundas que pudieran dar sentido a este encadenamiento dramático y su interludio feliz. ¿O acaso se trataría a pesar de todo del mejor de los mundos posibles, dado que al
final de la narración aparece un rayito de esperanza con la figura del bebé que por equivocación ha sobrevivido la matanza?
La discusión filosófica no queda concluida. Ni siquiera es seguro que nuestra época ha
superado la interpretación de la corriente inquisidora. ¿Cómo explicar, si no, lo acontecido en
San Miguel Canoa, por ejemplo, en pleno México del siglo XX, que tiene tanto parecido con
aquella ficción de Kleist, escrita hace casi doscientos años?
Bibliografía
Kleist, Heinrich von: “Das Erdbeben in Chili”. En: H. v. K. Sämtliche Werke und Briefe, edit. de
Helmut Sembdner, tomo 2. Munich Alemania, Ed. Hanser, 1965, pp. 144-159.
Appelt, Hedwig y Dirk Grathoff (editores) Heinrich von Kleist. Das Erdbeben in Chili. Erläuerungen
und Dokumente, Stuttgart, Alemania, Ed. Reclam Jun., 1990, pp. 37-79.
Ledanff Susanne, “Kleist und die "Beste aller Welten". Das Erdbeben in Chili-gesehen im Spiegel
der philosophischen und literarischen Stellungnahmen zur Theodizee im 18. Jahrhundert”. En
Kleist Jahrbuch, 1986, pp. 125-155.
Wiese, Benno von, Die deutsche Novelle von Goethe bis Kafka. Interpretationen II. Düsseldorf,
Alemania, Ed. August Bagel, 1965, pp. 53-70.
[1] En traducción castellana: Kleist, Heinrich von, “El terremoto de Chile”. En La marquesa de O y otros
cuentos. Trad. de Carmen Bravo Villasante. Madrid, Alianza, 1992, 3ª ed., libro de bolsillo 0191, pp. 71-88.
[2] Íbid. p. 78.
CENTENARIO DEL NATALICIO DE ANTOINE DE
SAINT-EXUPÉRY (1900-1944)
REFLEXIONES SOBRE SU OBRA CIUDADELA
Carmen Romano Rodríguez
Miembro del Seminario de Filosofía del SES, BUAP
“Eres aquel que se realiza...”
Escuchar o leer reflexiones e inquietudes de otros, las cuales realmente permitan poner en tela
de juicio la perspectiva vital asumida, es a todas luces un hallazgo, que suele constituirse en
cálido encuentro cuando logra poner entre paréntesis, por lo menos por un tiempo, la acostumbrada soledad. Por un tiempo, porque estas experiencias, como todos sabemos, ni duran tanto
como quisiéramos, ni son tan frecuentes como necesitamos. Por eso, cuando en mi primera
juventud tuve oportunidad de leer El Principito, supe que su autor, Antoine de Saint-Exupéry
era excepcional.
Pero claro, el tiempo pasa, y esos iniciales temas de reflexión van adquiriendo los
matices que la propia vida ofrece. Es entonces cuando el reencuentro con las reflexiones de
Saint-Exupéry redimensionan mis expectativas, cuando al contacto con otra de sus obras,
reaparece ante mí la profundidad de su pensamiento. Me refiero a un texto que suele mencionar “de pasada” un muy apreciado amigo: Ciudadela[1], editada póstumamente[2] a partir del
manuscrito elaborado por nuestro autor tiempo antes de su último vuelo, en el que como se
sabe, es derribado[3].
Acompasado reencuentro, porque la lectura que hago de esta obra es lenta, muy lenta,
toda vez que es imposible avanzar sin detenerme en el apretado caudal de reflexiones que
estructuran los párrafos, contundentemente impregnados de la preocupación de Saint-Exupéry
por comprender el sentido último y a la vez cotidiano del existir.
Ciudadela me permitió vislumbrar una perspectiva muy peculiar en cuanto a la preocupación por el sentido del hacer humano; del estar aquí, día con día, viviendo; sabiendo como
Sísifo, que mañana recomenzaremos, porque de lo que se trata es de subir la roca y no de
descorazonarnos cuando por la noche, ésta regresará a su sitio inicial. Viviendo con heroico
afán al intentar construir mundos-sentido, tan relativos y pasajeros como se esté dispuesto a
soportar, pero, finalmente, construyendo. Valga pues al respecto la siguiente cita del autor: “No
es en el objeto donde reside el sentido de las cosas, sino en la diligencia”[4].
Motivados por su Ciudadela, el centenario del natalicio de Saint-Exupéry tal vez sea
buen momento para replantearnos las interrogantes, siempre latentes, por el sentido de buscar sentidos.
[1] de Saint-Exupéry, Antoine, Ciudadela, Buenos Aires, 1951, Emecé.
[2] Otras obras del mismo autor:
1929 Correo del Sur
1943 El Principito
1930 Vuelo Nocturno
1944 Carta a un Rehén
1939 Tierra de Hombres
1948 Ciudadela (póstuma)
1942 Piloto de Guerra
1953 Carnets (póstuma)
[3] “Si el único testigo de su muerte, el aviador alemán que lo derribó, vive aún, ... ignorará a quién mató
aquella mañana del 31 de julio de 1942 (sic). Quizá lea con admiración sus obras...”. Ferró, H. “Prólogo” a
Ciudadela, ed.cit., p.9.
[4] Antione de Saint-Exupéry, Ciudadela, ed. cit., p. 38.
ANALOGÍA FILOSÓFICA
Revista de filosofía, Investigación y difusión, Año 14, Número 1,
enero-junio de 2000.
La revista Analogía filosófica, publicación de investigación y difusión filosófica del Centro de
Estudios de la provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores, tiene la particularidad de plantear la interdisciplinariedad como una necesidad del pensamiento contemporáneo y tratar las diversas temáticas que estudia teniendo en cuenta los aportes de disciplinas
tales como la semiótica, la política, la literatura o la estética. En su primer número presenta
artículos y reseñas de publicaciones recientes, cuyos temas son actualmente objeto de controversia. Así, en el rubro de la hermenéutica filosófica, se expresa el diálogo de la filosofía con
las disciplinas que se ocupan del lenguaje en tanto fenómeno de significación con trabajos
como el de Renato Prada titulado “Hermenéutica y semántica” y el de Alejandro Salcedo:
“Subjetividad, más allá de la estructura. Hacia una epistemología analógico-hermenéutica”. En
esta misma tónica Gabriel Astey escribe: “El sentido hermenéutico de los conceptos de reflexión, arte y crítica en el romanticismo alemán según Walter Benjamin”. Luis Enrique de
Santiago señala la confluencia de los diversos análisis en el discurso filosófico en su trabajo
sobre “Filosofía y retórica: Nietzsche y la interpretación tropológica del texto metafísico”. Cierra la temática el artículo de Carlos Emilio Gende: “Los perjuicios del prejuicio en Gadamer”,
en el cual el autor se ejercita en aplicar la hermenéutica en su análisis de uno de los clásicos
representantes de la corriente.
En su segunda parte, el número contiene trabajos que ponen de relieve algunos aspectos desarrollados por la filosofía de Aristóteles, Kant , Marx, Zubiri y Rawls, entre otros, por
su pertinencia para una reflexión ético-política. Aquí tenemos trabajos como el de Marc Egea
i Ger: “Educación y política en Ramon Llull”; el de José Andrés Bonetti que investiga “La
metamorfosis del concepto de alienación en Marx”; el de Dora Elvira García: “La phrónesis y el
Juicio reflexionante en relación con el equilibrio reflexivo”, en el cual, revisando las teorías
ético-políticas de Aristóteles, Kant y Rawls acerca del Juicio reflexionante, la autora hace ver
la compatibilidad de dichas teorías. Germán Marquínez Argote en su trabajo: “A propósito de
Zubiri: breve nota sobre los modismos ‘de suyo’ y ‘de mío’”, muestra cómo el uso de estos
modismos expresa el carácter de alteridad del hombre en relación a las cosas.
El número hace también un lugar a las temáticas de índole epistemológica con el
trabajo de Adrián Scribano: “Epistemología y teoría crítica: reflexiones en torno a su impacto
en la filosofía de las ciencias sociales en la actualidad”. Para difundir las reflexiones sobre la
posmodernidad y su ruptura con el pensamiento metafísico, hay trabajos como el de Silvana
Filippi “¿Por qué la posmodernidad combate la metafísica?”, y el trabajo de Héctor Jorge
Padrón: “Comunión y comunicación. Una aproximación a Vjaceslav Ivanovic Ivanov”.
En suma, la lectura de ésta revista introduce al lector en las reflexiones filosóficas
contemporáneas.
Olimpia Yolanda Juárez Núñez
ANÁMNESIS
Revista de Teología, Año X, Número 1, enero-junio de 2000.
La revista de investigación teológica Anámnesis, publicada por los dominicos de la Provincia
de Santiago de México y dirigida por Gabriel Chico Sánchez, nos presenta en este número una
variedad de temas, que no carecen de interés filosófico. Utilizando metodologías como la
hermenéutica, el método analógico, la exégesis bíblica, etc., propone a su público una lectura
actual y vigorosa de los asuntos tratados, que van desde temas de interés histórico, filosófico,
teológico hasta problemáticas actuales como las de la intersubjetividad, la economía o la
“Nueva Era”.
Con el título “Analogía, solipsismo e intersubjetividad” Nora María Matamoros presenta los “lineamientos que permitirían a la reflexión de la Hermenéutica Analógica, que Mauricio
Beuchot ha venido desarrollando en los últimos años, extender sus dominios hacia el asunto
del solipsismo y el problema de intersubjetividad”; ya que como ella también nos dice: “La
hermenéutica, en general, y la hermenéutica analógica, en particular (...) se presentan como
una opción muy fructífera y viable para, con miras a la creación progresiva de la cultura,
progresar activamente en el intento de orientarnos y prepararnos en el camino ineludible de la
renovación incesante de la tradición”. En su artículo “Economía y Teología Moral”, Óscar Villarreal
aborda “algunos lineamientos para la teología moral en la economía”, la cual, según él, tiene
mucho que aportar a la interpretación de la dimensión económica del hombre. En el trabajo “La
‘Nueva Era’, una típica religión postmoderna”, Fernando Aranda Fraga nos señala que nos
movemos entre “un agnosticismo heredero del ateísmo y un neopanteísmo que rebrota como
base de una nueva religiosidad.
Ambas posturas se entremezclan y nos confunden”; pero finalmente ambas retornan,
con los partidarios de la Nueva Era, a “una religiosidad originaria, superadora de las formas
conocidas, que produce una vuelta del hombre a Dios y a la naturaleza”. En un análisis minucioso de ambas corrientes, y a partir de la visión secularizada del mundo desarrollada en la
modernidad, vemos el origen de las dos tendencias básicas de la postmodernidad: “por un
lado la irrupción de los fundamentalismos político-religiosos”, por otro, el objeto principal de su
análisis, “el establecimiento de una nueva religiosidad universal que condensa las aspiraciones del hombre sin Dios y que a partir de la autonomía de la razón confluye en la autodivinización
de sí mismo”. En fin, Pablo Argárate en su ensayo “Un intento de ‘filosofía cristiana’. La metafísica de la integralidad de M. F. Sciacca”, presenta los rasgos principales del pensamiento del
filósofo italiano al analizar, “por momentos casi puntualmente”, la obra más representativa de
este autor: Ontología triádica.
Creo que la lectura de cada uno de los artículos de Anánmnesis será de mucho provecho, pues ellos intentan no sólo dar un punto de vista claro y conciso, sino ampliar la visión de
sus lectores.
Rafael Lechuga
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