Trinidad DELIA CHIANELLI. El Gobierno del puerto, 1862-1868. Editorial Astrea, Buenos Aires, 1980, pp. 43-56. Capítulo II. Mitre al frente del Ejecutivo Nacional. La delegación de poderes Para febrero de 1862, la mayoría de las provincias habían autorizado a Mitre por medio de sus legislaturas, a actuar como ejecutivo provisional y a convocar un congreso nacional. La provincia que comenzó este sistema fue Córdoba, por la ley del 19 de diciembre de 1861. Se iniciaba así el planteo jurídico de los vencedores de Pavón.(1) El poder de Urquiza por el Acuerdo de San Nicolás había emanado de los gobernadores, mientras que el planteo de 1861/62 guardaba apariencias más legales. Decimos apariencias, porque en páginas anteriores hemos visto la actuación del ejército enviado por Buenos Aires y de sus aliados, imponiéndose en las provincias y arbitrando sus elecciones. Las delegaciones tenían dos aspectos: 1º) autorización para reunir el Congreso nacional, y 2º) para ejercer ciertas funciones de naturaleza federal. La primera de las autorizaciones fue concedida por todas las provincias, excepto Salta. Con respecto a la segunda: Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán, Santa Fe, San Juan, Catamarca y Jujuy delegaron el Poder Ejecutivo nacional en el Gobernador de Buenos Aires hasta la reunión del Congreso. Corrientes, La Rioja y San Luis lo autorizaron sólo en Relaciones Exteriores, y lo mismo hará la provincia de Buenos Aires, cuando Mitre solicite permiso a la Legislatura bonaerense para ejercer el Ejecutivo nacional. Entre Ríos y Salta se abstuvieron de este tipo de autorización. El 12 de abril de 1862, Mitre asumió el cargo, y se dictó la norma que determinó el carácter de la función. El Ejecutivo se aseguró el mando de las fuerzas militares, y la percepción de las rentas nacionales. Las provincias, a pedido del Gobernador de Buenos Aires, designaron representantes para formar el nuevo Congreso, que se instaló el 25 de mayo de 1862, procediéndose entonces a reorganizar los poderes públicos nacionales. Escisión del Partido Liberal. Autonomistas y nacionalistas En el momento en que la Legislatura bonaerense autorizó a su Gobernador a reunir el Congreso y a desempeñarse como Ejecutivo nacional, se produjeron en ella debates que demostraron la escisión del Partido Liberal porteño. Todos sus integrantes eran hombres que habían actuado en la revolución de setiembre o simpatizaban con ella. Un grupo deseaba que Buenos Aires dirigiera la política nacional, y consideraba que la ciudad ola provincia debía convertirse en capital de la Nación; pero el otro no quería ceder la riqueza de la ciudad, ni la ciudad misma. Así el Partido Liberal se dividió en nacionalistas y autonomistas. El Club Libertad agrupaba a todos los septembristas; Mitre lo había dirigido a comienzos de 1860, y apoyado en él había llegado a gobernador de Buenos Aires. En 1861 lo dirigía Pastor Obligado, que era de tendencia autonomista; pero en 1862 renunció a su cargo de ministro de Gobierno, y el conflicto quedó bien definido. En marzo, el Club Libertad aprobó su plataforma, evitando mencionarla cuestión capital.(2) Los autonomistas y nacionalistas fueron con listas conjuntas para la elección de diputados y senadores nacionales. Los primeros, mediante maniobras, lograron una fuerte representación en diputados. Los debates que los separaron definitivamente, se produjeron a propósito de la ley capital. Mitre, en el mensaje al Congreso nacional, en junio de 1862, pidió la federalización de Buenos Aires. Este proyecto dio lugar a muchas discusiones en ambas Cámaras. Finalmente, el 20 de agosto resultó sancionada una ley que establecía que durante tres años las autoridades nacionales continuarían residiendo en la ciudad de Buenos Aires. Ésta, como la provincia, quedaba federalizada en toda la extensión de su territorio. La ley fue enviada por Mitre a la Legislatura provincial, donde después de violentísimos debates fue rechazada. Este hecho produjo una crisis de gabinete, ya que los ministros (le Mitre habían pasado automáticamente del plano provincial al nacional. El ministro de Hacienda, de la Riestra, autonomista, renunció. Mitre amenazó con su alejamiento, y se llegó a una situación transaccional y transitoria. La Legislatura provincial propuso que la ciudad de Buenos Aires fuese residencia de las autoridades nacionales durante cinco años, siendo a la vez asiento de las autoridades provinciales. El Congreso aceptó estas bases por ley sancionada el 1º de octubre, y el problema subsistió hasta 1880. La cuestión capital ahondó las divergencias en el Partido Liberal. Sus dos facciones se llamaron indistintamente nacionalistas y autonomistas, o por los nombres de sus jefes: mitristas y alsinistas. En el lenguaje popular, los primeros eran llamados cocidos por sus adversarios, y éstos, a su vez, fueron denominados crudos por los nacionalistas. La misma escisión que hemos señalado en el Partido Liberal a propósito de la cuestión capital, continuará durante toda la presidencia de Mitre. Los nacionalistas porteños, que se agruparían luego en el Club del Pueblo, tenían su órgano periodístico en La Nación Argentina, cuyo primer número apareció el 13 de setiembre de 1862, siendo uno de sus principales redactores Juan María Gutiérrez. Los autonomistas, que se reunían en el Club Libertad, se hacían oír a través de La Tribuna, de los hermanos Varela. Este último grupo, dirigido por Adolfo Alsina, reclutó adeptos entre algunos elementos federales orilleros, sobre los que Alsina ejerció una suerte de paternalismo. El elemento orillero era manejado por los compadritos, que respondían indistintamente algunas veces a la política nacionalista o autonomista. Tal, más adelante, el caso de Juan Moreira, que respondió en diferentes momentos de su vida a las dos fracciones. Las elecciones se ganaban por la violencia, tanto en Buenos Aires como en el Interior. La ley tenía poco que ver con la práctica del sufragio, a pesar de que el 13 de noviembre de 1863 el Congreso nacional promulgó la ley Nº 75, por la cual se estableció un régimen electoral. Por ella se creó un registro cívico, en el que se inscribirían todos los ciudadanos, en Buenos Aires y en las provincias. A cada ciudadano inscrito se le entregaba una boleta con el nombre de la provincia, nombre o número de la sección electoral, nombre y domicilio del interesado, y el número de su inscripción en el registro cívico. En el acto eleccionario, sólo serían admitidos los votos de los ciudadanos inscritos. El voto era público, verbal o escrito; pero la realidad era que las mesas electorales se disputaban a balazos en todo el país. Los dos periódicos representantes de nacionalistas y autonomistas se acusaban mutuamente de fraudes y violencias. La división en Córdoba La escisión producida en las filas liberales porteñas se dio también en Córdoba. Allí había una fracción moderada, compuesta por propietarios y comerciantes ricos, que contaba con la adhesión de los comandantes de campaña, hacia la cual se inclinó Paunero. Había otra de gente más joven, que veía a los soldados porteños como a intrusos. Esta última comenzó a llamarse autonomista, y la primera, nacionalista, por influencia de la terminología usada en Buenos Aires. El gobernador propietario, Justiniano Posse, era el núcleo de los autonomistas, mientras que Paunero agrupaba ala otra fracción. El enfrentamiento se produjo en las elecciones para representantes al Congreso nacional. Los soldados porteños votaron en las elecciones, a pesar de las protestas de Posse. Ambas fracciones se disputaron cuerpo a cuerpo las mesas, hasta que el Gobernador, personalmente, suspendió el acto, que dio el triunfo a los autonomistas. El Congreso rechazó los diplomas de estos diputados, y frente a las protestas de Posse, Mitre ordenó que las tropas establecieran su campamento fuera de Córdoba. El problema se solucionó con una lista mixta; pero el episodio es interesante para comprobar la injerencia del ejército por medio del voto, en los problemas políticos provinciales. El hecho se va a generalizar cada vez más al crearse el ejército nacional, que se convertirá en un instrumento de penetración política del Ejecutivo nacional, incluso en los lugares más alejados del país, donde muchas veces actuaba por sola presencia, logrando imponer los candidatos señalados. El mismo demuestra, también, la impopularidad y poca representatividad de los grupos liberales, que antes hemos señalado, los que no hubieran podido sostenerse sin la presencia de las tropas nacionales. Posse escribía a Mitre pidiéndole el retiro de Paunero, pero no el de las tropas porteñas, que consideraba necesarias. Sommariva, en su libro mencionado, sostiene que la presencia de fuerzas nacionales en las provincias constituía, sin duda alguna, acto de interigención federal. “La conducta de los jefes, oficiales y soldados al servicio de la Nación -dirá- justificaba el concepto prevalente del federalismo agresivo”. Mitre, durante su función provisional, debió usar por dos veces la facultad de intervenir a las provincias. La primera fue a Corrientes, el 12 de agosto de 1862, a causa del levantamiento de Curuzú Cuatiá. En el momento en que se promulgó la ley, la revolución ya había sido vencida. El problema en Catamarca fue mucho más serio. En el momento de nombrarse gobernador propietario, se pelearon Omill y Correa, los dos candidatos del Partido Liberal, que era diminuto. Ambos trasformaron él conflicto de provincial en interprovincial, ya que Omill contaba con el apoyo de Campo, gobernador de Tucumán, y Correa, con el de Taboada. La situación entre Tucumán y Santiago fue tan grave, que se temió una guerra civil. El Interventor pacificó la situación, que finalmente se solucionó, restableciéndose la buena armonía entre las tres provincias. El ejército nacional, por intermedio de Rivas y Sandes, había llegado a un acuerdo de paz con el Chacho, como lo hemos señalado anteriormente. Por lo tanto, al ser electo Mitre, en octubre, presidente de la República, decidió hacer regresar a Rosario al ejército de Paunero. Sin embargo, quedaron en el Interior pequeños contingentes, dispuestos a actuar en el momento preciso de cualquier levantamiento. Mitre, presidente electo El 5 de octubre de 1862, el Congreso hizo el escrutinio de las elecciones para presidente y vice de la Nación, resultando electos Mitre, por unanimidad, y Marcos Paz; este último, con amplia mayoría sobre su rival más cercano, Taboada. Paz era un tucumano nacido en 1811, doctorado en leyes en Buenos Aires en 1839, y que tenía el grado de coronel. Actuó políticamente durante la época de Rosas como ministro en Salta, y luego, como gobernador en su provincia en 1858. Fue más tarde senador nacional, y lo hemos visto, después de Pavón, desempeñar, por encargo de Mitre, una misión en las provincias del Norte. El 12 de octubre, ambos mandatarios asumieron sus cargos. Mitre formó su gabinete con los doctores Guillermo Rawson, en Interior; Rufino de Elizalde, en Relaciones Exteriores; Dalmacio Vélez Sársfield, en Hacienda; Eduardo Costa, en justicia, Culto e Instrucción Pública, y el general J. A. Gelly y Obes, en Guerra y Marina. Durante su presidencia se produjo la renuncia de Vélez Sársfield, en setiembre de 1863, quien fue reemplazado por el doctor Lucas González. En setiembre de 1867, estando Mitre en el frente paraguayo, el vicepresidente Paz aceptó las renuncias de los ministros Elizalde y Costa, nombrando en sus cargos respectivos a los doctores Marcelino Ugarte y José Evaristo Uriburu. Al ponerse Mitre nuevamente al frente del gobierno, volvieron los antiguos ministros. Se ha dicho reiteradamente, que por primera vez desde Caseros se presentaba el país unido bajo una sola autoridad. Pero también es cierto que la unión era más aparente que real. El ejército de Buenos Aires, a partir de Pavón, trató, como hemos visto, de imponerlos principios del Partido Liberal en el Interior, cambiando e imponiendo gobernadores con la fuerza que daban las armas. Sostener estas situaciones obligaba al Gobierno nacional a mantener en el Interior pequeños contingentes, “listos para actuar en cualquier movimiento reaccionario que sobreviniese”.(3) En muchas provincias -nos dice acertadamente el mismo autor- resultaban tan peligrosos para la paz nacional “los levantamientos de los pueblos federales contra los gobiernos liberales como los atropellos de éstos contra aquéllos”. Antes de pasar a estudiar la presidencia de Mitre, veremos brevemente cuál era la mentalidad del grupo gobernante, para entender el modelo de país que pretendían hacer. Las ideas del grupo gobernante El grupo que tomó el poder después de Pavón, se formó en los principios de la generación del 37. Esa generación, dirigida por Echeverría, estuvo fuertemente influenciada por el romanticismo, y quiso captar desde esa perspectiva la realidad nacional. El Dogma socialista, con sus trece palabras simbólicas, buscó una salida para conseguirla emancipación social, ya que sólo estaba resuelta la política. “Somos independientes, pero no libres -dirá Echeverría-. Los brazos de la España no nos oprimen, pero sus tradiciones nos abruman”. Asociación, progreso, libertad, igualdad, fraternidad, eran para Echeverría los símbolos divinos del venturoso porvenir de los pueblos de la humanidad. La revolución era en su concepción el progreso, y “progresar es civilizarse o encaminar la acción de todas sus fuerzas al logro de su bienestar...”. La Patria debía organizarse sobre la base democrática. Pero era una democracia en la que la soberanía del pueblo residía en la razón del pueblo; es decir, la parte sensata y racional de la comunidad social. “La democracia -dirá- no es el despotismo absoluto de las masas ni de las mayorías; es el régimen de la razón”. De este modo afirmaba una especie de despotismo ilustrado, ya que “la parte ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consentimiento uniforme del pueblo racional”. Pero a continuación aseveraba que “para emancipar las masas ignorantes y abrirles el camino de la soberanía es preciso educarlas... La instrucción elemental las pondrá en estado de adquirir mayores luces, y de llegar un día a penetrarse de los derechos y deberes que les impone la ciudadanía”.(4) Estas ideas eran compartidas por Alberdi, Sarmiento, López, Gutiérrez y otros calificados representantes de la proscripción, “aunque hubo luego en Buenos Aires, algunos que volvieron al viejo principio rivadaviano”; es decir, el sufragio universal.(5) La generación del 37 consideraba que educar a las masas y poblar el desierto eran los dos caminos que había que emprender para civilizar el país. La población se aumentaría mediante una intensa política inmigratoria. Pero esa inmigración debía ser buscada entre los pueblos anglosajones, que renovarían la sangre hispana. Alberdi decía: “El arte de poblar la América del Sud, con las poblaciones laboriosas de la Europa del norte, es poblar la tierra americana que corresponde por el clima, a la tierra europea de los Puritanos que plantaron y aclimataron la libertad y la industria en la Nueva Inglaterra. En vez de dejar esas tierras a los indios salvajes que hoy las poseen, ¿por qué no poblarlas de alemanes, ingleses y suizos?”(6) Civilización, progreso, admiración por lo europeo y superioridad de la civilización y la raza anglosajonas serán los principios del grupo liberal. Aunque, como hemos señalado, la república liberal se establece después de Caseros, será a partir de Pavón cuando los principios mencionados se impondrán a todo el país desde Buenos Aires, y especialmente en beneficio de Buenos Aires. Sarmiento resumirá esas ideas en su famosa antinomia civilización y barbarie. Todos los integrantes del grupo respondieron al esquema: ciudad, siglo XIX europeo, campo, Edad Media; olvidando toda la contribución del gaucho a la revolución, que reconocían como un avance del progreso. Alberdi escapó en parte a esta idea, cuando dijo: “De los campos es nacida la existencia nueva de ésta América; de ellos salió el poder que echó a la España, refugiada al fin del coloniaje en las ciudades, y de ellos saldrá la autoridad americana, que reemplace la suya...”.(7) La civilización suponía para este grupo un progreso que entrañaba por un lado un avance cultural orientado hacia la Europa anglosajona, y por el otro, un avance material, que era una consecuencia del desarrollo económico que había que fomentar. En la práctica, este desarrollo se dio ligado al capitalismo europeo, que fue creando nuestra dependencia económica y política. La élite gobernante en 1862 consideró que en un país esencialmente agrícola ganadero, el desarrollo económico se debía traducir en un aumento de las exportaciones, vinculándonos más aún a Inglaterra, la nación donde en esos momentos había una mayor demanda de materia prima. Para facilitar ese aumento había que incrementar la producción; era necesaria más abundante mano de obra, y buenas vías de comunicación desde los centros de producción al puerto exportador. Se inició una amplia política inmigratoria y de obras públicas, y se siguió con el sistema de, empréstitos contratados en el exterior. El deseo de dar seguridad a los prestamistas llevó al Gobierno a tratar de sanear las finanzas, y así se consolidó la deuda pública y se tomaron medidas con respecto ala moneda. El grupo gobernante se preocupó también de afirmar jurídicamente el tipo de sociedad que se establecía. De ahí la labor que en ese sentido se desarrolló, y que veremos a continuación de la política económica. La política educativa contribuyó -especialmente, con el avance registrado en la enseñanza secundaria- a formar el grupo dé dirigentes que se consideraba debía guiar al país. La relación con las provincias fue de dominio: debía haber gobiernos uniformes en ellas, para permitir la articulación del esquema. Los sucesivos levantamientos en el Interior fueron rápidamente sofocados. En política exterior, esta élite se sintió mas europeísta que americana. La razón no fue exclusivamente económica, aunque ella jugó un papel fundamental. El grupo sentía una verdadera admiración por todo lo originado en Europa, que representaba la civilización. Notas 1. V. Tau Anzoátegui, La delegación... 2. J. R. Scobie, La lucha... 3. L. H. Sommariva, Historia... 4. E. Echeverría, Dogma socialista. 5. J. L. Romero, Las ideas políticas... 6. Citado por J. C. Vedoya, en Cómo fue la enseñanza... 7. Cf. Tercera carta quillotana.