Enmienda a la totalidad al Proyecto de Ley de Economía Sostenible El agotamiento del modelo de crecimiento de nuestra economía y la propia crisis económica mundial, que ha sido un catalizador para acelerar su brusca conclusión, evidenciaban desde hace tiempo la necesidad de articular, además de actuaciones a corto plazo para superar la recesión económica, un conjunto de medidas para permitir la transición hacia el desarrollo de un modelo productivo más diversificado y eficiente. Al Gobierno le costó reconocer esta realidad. Durante los años de expansión económica se renunció a modificar el patrón de crecimiento, se negó la crisis cuando ésta era una evidencia y después se intentó aceptarla como algo que venía del exterior, minusvalorando las debilidades de nuestra economía. Sobre el papel, la estrategia de salida a la crisis del Gobierno, tal y como se publicitó, podríamos decir que incluye tres pilares: la consolidación presupuestaria, la reforma del sistema financiero y un conjunto de reformas estructurales que pretenden sentar las bases para que el crecimiento futuro de nuestra economía sea sólido, sostenible y estable. El Proyecto de Ley de Economía Sostenible formaría parte de este tercer pilar, junto con otras medidas que afectan a nuestro marco laboral y al sistema de Seguridad Social. No se puede entender, pues, este Proyecto de Ley sin analizarlo en el contexto global de actuaciones e instrumentos que conforman la estrategia de salida de la crisis que está desarrollando el Gobierno. Un Proyecto de Ley que, pese a su grandilocuente título y tras haber sido presentado como la pieza a partir de la cual cambiar el modelo de crecimiento, se parece más a una ley de acompañamiento, sin ningún planteamiento de calado y de cambio de modelo. El primer pilar sería la consolidación presupuestaria. Los estímulos fiscales, tanto de carácter automático como discrecional, evitaron que la crisis tuviese repercusiones aún más negativas en términos productivos y de destrucción de empleo, pero su contrapartida es un déficit público que ha alcanzado un volumen relativamente importante, aumentando nuestra deuda pública en circulación para su financiación y la carga financiera del Estado. El déficit del conjunto de las Administraciones Públicas en 2009 se situó en el 11,2% del PIB, tras el 4,1% registrado en 2008. El programa de estabilidad aprobado en enero de este año recogía la reducción gradual del déficit en cuatro ejercicios presupuestarios con el objetivo de alcanzar un déficit público del 3% del PIB en 2013. Este planteamiento marcaba un giro en la política fiscal del Gobierno, abandonando una política moderadamente expansiva hacia un severo ajuste presupuestario. Esta consolidación fiscal planteaba serias dudas por sus posibilidades de limitar la recuperación de nuestra economía. Sin embargo, en mayo de este año, el Gobierno se comprometió a anticipar la programación del ajuste presupuestario asumiendo nuevos recortes por valor equivalente a medio punto del PIB en 2010 (más de 5.000 millones de euros) y otro punto porcentual más en 2011 (10.000 millones de euros). Esto supone reducir en dos años 5,2 puntos porcentuales de déficit público con relación al PIB, desde el 11,2% en 2009 hasta un 6% del PIB en 2011. Tal y como expresó el presidente del Gobierno en el Congreso al anunciar los nuevos recortes, significa cumplir en tan solo dos años dos terceras partes del ajuste programado para cuatro años. El recorte presupuestario significó un ajuste social sin precedentes, al recortar las retribuciones del personal del sector público en un 5% de media a partir de junio de este año y congelarlas en 2011, o suspender para 2011 la revalorización de la mayoría de las pensiones. Se recortaron además las ayudas a la dependencia y se eliminaron los incentivos a la natalidad, lo que supone un drástico recorte de la política social, a base de cheques, del Gobierno. Se recortaron también más de 6.000 millones de las inversiones públicas presupuestadas en infraestructuras para los próximos dos años. Sin duda, la medida más antieconómica de todas las aprobadas en el Real Decreto de reducción del déficit, dado que supone una renuncia a la inversión pública como elemento de creación de empleo, uno de los principios más básicos del keynesianismo que se ha demostrado útil como herramienta para la salida de tantas y tantas crisis a lo largo de la historia. Pero además de una herramienta de creación directa de empleo, también supone la renuncia al cambio de modelo productivo mediante la creación y modernización de determinadas infraestructuras que en España son absolutamente insuficientes y que suponen el retraso de nuestra economía, como son por ejemplo el déficit de transporte de mercancías por ferrocarril o de infraestructuras para la producción y transporte eléctrico. El único elemento de la política de ingresos que hasta el momento el Gobierno se ha atrevido a modificar ha sido el IVA, con una subida regresiva que afecta más a las personas con menores ingresos. La renuncia del Gobierno a otras medidas fiscales que contribuyan a luchar contra el fraude fiscal y procuren un incremento de la presión fiscal para las rentas más altas, incrementará las desigualdades y supone una inexplicable pérdida de ingresos potenciales que serían de gran utilidad para poder actuar contra la crisis y mejorar el modelo productivo. Sin desconocer la intensidad de las presiones que han ejercido los mercados financieros sobre el euro, y sobre nuestra economía en particular, lo cierto es que ceder a esas presiones no significa asegurar la solvencia de nuestra economía. Porque las medidas de ajuste pueden acabar por ser contraproducentes para mejorar el desequilibrio de las cuentas públicas al entorpecer la recuperación económica. En todo caso, la composición del ajuste es injusta y desequilibrada. El Gobierno ha optado básicamente por reducir el gasto renunciando a la posibilidad de incrementar los ingresos públicos con criterios de equidad y progresividad. El segundo pilar se refiere a la reforma del sistema financiero. Después de desarrollar en un primer momento ayudas públicas a las entidades financieras en forma de compra de activos u otorgamiento de avales, el Gobierno ha revisado algunas de las líneas del Instituto de Crédito Oficial (ICO), activado un Fondo de Reestructuración y Ordenación Bancaria (FROB) destinado a reforzar los recursos propios de las Cajas de Ahorro, y ha acabado por reformar el marco legal de estas entidades permitiendo su bancarización, diluyendo su función social y cuestionando competencias autonómicas al romper el principio de territorialidad. Con todo, nuestro sistema financiero no opera con fluidez a la hora de financiar a particulares y empresas, y sin reestablecer una situación de normalidad en la circulación del crédito está siendo más complicado superar con garantías la recesión. El Gobierno aseguró en su día que la creación del Fondo de Adquisición de Activos Financieros y el programa de avales a la financiación de las entidades de crédito proporcionaban más liquidez a bancos y cajas para reanudar su actividad con normalidad. Sin embargo, y pese a que las entidades financieras seguían obteniendo cuantiosos beneficios y contaban además con liquidez por parte del Banco Central Europeo, el racionamiento del crédito era, y es, una realidad. Con el FROB puede ocurrir lo mismo, pues nada asegura que la pretendida reestructuración del sistema bancario vaya a posibilitar que las entidades provean crédito con normalidad. Ni una mayor concentración bancaria tiene por qué suponer más eficiencia en el mercado financiero, ni existen garantías de que un proceso así no produzca más escasez en el crédito y dinero más caro. La cuestión puede remitir a la ausencia de instrumentos públicos de intervención en el sistema financiero, que se ha puesto en evidencia con el escaso papel que puede cumplir el ICO en ese sentido. Además, el cambio productivo y la sostenibilidad de nuestra economía deberán contar con un sistema financiero más eficiente comprometido con el desarrollo y el bienestar de la ciudadanía. El fortalecimiento de nuestro sistema financiero necesita de instrumentos públicos y del desarrollo de las entidades de carácter social para procurar estabilidad financiera y normalidad en el crédito, con un claro compromiso en la financiación de la economía productiva. En este sentido, es necesario un nuevo marco normativo para las Cajas de Ahorro. Una nueva Ley de Cajas que cierre el paso a cualquier intento de privatización, que refuerce el control democrático de las mismas, y que establezca garantías reales para que en su operativa se eliminen las actividades especulativas y se produzca una gestión del riesgo adecuada a su función social. El tercer pilar son las reformas estructurales, donde se pueden encuadrar algunos de los contenidos de este Proyecto de Ley, pero también medidas que afectan al mercado de trabajo y a nuestro sistema de Seguridad Social. El giro en la política fiscal del Gobierno al dictado de los mercados ha ido acompañado de la renuncia a preservar el gasto social en la gestión de la crisis. El Gobierno ya ha barajado, en materia de pensiones, propuestas para aumentar el periodo de carencia para obtener una pensión contributiva, aumentar el número de años para obtener el cálculo de la pensión, o prolongar la edad legal de jubilación. Medidas todas ellas que buscan recortar la cuantía media de las pensiones y limitar el crecimiento del gasto en este capítulo de la protección social. En particular, está sobre la mesa la posibilidad de aumentar la edad legal de jubilación hasta los 67 años, así como los años de cotización. En materia laboral el Gobierno ha aprobado una reforma que abarata y facilita el despido, que no crea empleo, que no resuelve la dualidad en el mercado de trabajo, que privatiza el desempleo, que ataca la negociación colectiva y que incluso puede hacer incrementar la temporalidad e inestabilidad en el empleo. Pero por si todo ello no fuera poco, además, la reforma laboral nos aleja del cambio de patrón de crecimiento ya que la competitividad de la economía se busca a través de la reducción de los costes laborales en lugar de incrementar la productividad a través de la innovación, la formación y el empleo de calidad. En este contexto ocupa su lugar el Proyecto de Ley de Economía Sostenible. Un cajón de sastre con elementos positivos y otros cuestionables, dentro de una tímida ambición reformista. Pero todos ellos quedan mediatizados por las cuestiones que hemos visto hasta aquí y que suman para conformar la estrategia de salida a la crisis por parte del Gobierno. Una economía sostenible lo ha de ser desde el punto de vista económico, garantizando ciertos equilibrios macroeconómicos y distributivos, desde el punto de vista social, asegurando un nivel de bienestar aceptable al conjunto de la sociedad, y desde el punto de vista ambiental, preservando los equilibrios ecológicos. Todo ello está en cuestión con los planteamientos del Gobierno. La renuncia del Gobierno a planificar una reforma fiscal en profundidad que asegure recursos públicos suficientes de cara a la sostenibilidad de las finanzas públicas, impide garantizar una protección social suficiente y que el gasto público participe activamente en el cambio de modelo productivo. La renuncia a fijar un papel activo del Sector Público en el mapa financiero de nuestro país va a dificultar que el sistema financiero se comprometa con el desarrollo económico y el cambio productivo. Todo ello ha hecho recaer el peso del ajuste sobre las rentas de los trabajadores, recortando derechos laborales y pensiones, y consolidando un modelo distributivo regresivo que también perjudica al sostenimiento de la demanda y, por extensión, a la producción y al empleo. El propio Proyecto de Ley de Economía Sostenible plantea medidas absolutamente insuficientes desde el punto de vista ambiental. En este punto hay que reclamar el liderazgo del que ha carecido hasta ahora España. Más allá del discurso y del relato, los logros del Gobierno en cuanto a la lucha contra el calentamiento global son claramente deficientes y sus compromisos no van más allá de los estrictamente marcados por los acuerdos multilaterales. Por ello consideramos que España debería comprometerse, como mínimo, a reducir las emisiones de CO2 en un 30% en el 2020 y en un 80% antes del 2050. En cuanto al modelo energético, se debería tener en cuenta que nuestro modelo requiere de un mayor compromiso con el ahorro y la eficiencia y la apuesta por las energías renovables. Este Proyecto de Ley debería haber sido el instrumento para implementar una Ley de movilidad sostenible, comprometida por el Gobierno; debería haberse planteado una estrategia potente en ahorro y eficiencia contribuyendo a disminuir los consumos energéticos, y con ellos la balanza comercial con los productores de combustibles fósiles. Deberíamos encontrarnos con un articulado que diese estabilidad al sector de las renovables para hacer de éste un sector sobre el que no sólo apoyarse para salir de la crisis y crear empleo, sino como una manera de situarnos ante la próxima crisis, la energética. Un proyecto de ley de economía sostenible debería tratar todas las externalidades positivas que generan las renovables, como las emisiones que evitan o la cantidad de combustibles fósiles que se dejan de importar, valorada en 3.600 millones de euros. Las renovables contribuyen a incrementar el PIB y a reducir el déficit público mediante la disminución de importaciones, generación de empleo con valor añadido y la reducción de emisiones de CO2. Disminuyen la dependencia energética exterior, disminuyen la contaminación y, además, han bajado el precio de la electricidad en el mercado mayorista. Y son un elemento imprescindible para cumplir los objetivos marcados por la UE en el 2020. Sorprende que no se introduzcan modificaciones que eviten los beneficios caídos del cielo (entre 3.600 y 5.000 millones de euros al año) para aquellas empresas titulares de las centrales nucleares e hidráulicas amortizadas y que por una mala confección del precio de la energía acaban recibiendo pingües beneficios que redundan además en un incremento del déficit tarifario. Esta iniciativa, presentada a bombo y platillo hace más de un año cuando el Gobierno presumía que nunca protagonizaría recorte social alguno, quiso ser la piedra de toque sobre la que construir un ambicioso cambio en el patrón de crecimiento. Pero el Proyecto de Ley que trae el Gobierno a esta Cámara es un proyecto de micromedidas que no se atreve a adentrarse en ninguno de los aspectos que podrían permitir poder encarar con mínimas garantías una crisis que afecta a un patrón de crecimiento. Debería haberse tratado los instrumentos necesarios para ser menos dependientes del ladrillo, reformas que permitiesen que el crédito fluya, una reforma fiscal que ampliase la base fiscal, especialmente en rentas especulativas y grandes fortunas, así como en fiscalidad ambiental, haciendo que bajo el principio de quien contamina paga cambiásemos hábitos y pautas de comportamiento y consumo. El Gobierno podría haber encarado una reforma del sector energético haciendo de la energía una oportunidad y no un espacio para el enriquecimiento y la especulación, asociando a esta ley una legislación para el ahorro y la eficiencia y otra para la estabilidad en el sector de las renovables. Pero si por algo destaca el Proyecto de Ley es por la renuncia. Tiene cosas positivas y otras negativas, pero con un denominador común: ninguna de ellas permite avanzar hacia un modelo de economía sostenible social y ambientalmente. Así las cosas, este Proyecto de Ley, como expresión de la renuncia, es una oportunidad perdida para un verdadero cambio de modelo y acaba por ser el requisito imprescindible para que el Gobierno finalmente haya optado por una política propia de un ejecutivo conservador: la salida de la crisis se hará con el esfuerzo de quien menos tiene, incluyendo en su agenda recortes de derechos sociales y laborales. Por todos estos motivos se propone el rechazo del texto del Proyecto de Ley y su devolución al Gobierno.