“Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen” (Credo Constantinopolitano) Homilía en la Anunciación del Señor Catedral de Mar del Plata, 25 de marzo de 2014 Día del niño por nacer I. La encarnación del Hijo La solemnidad que celebramos honra el misterio de la Encarnación del Señor. El Verbo del Padre, eterno y creador, comienza a existir en el tiempo asumiendo una carne en el seno de María, y siendo creador se vuelve también criatura. Es rico y omnipotente, pero asume nuestra pobreza para enriquecernos y hace suya nuestra debilidad para levantarnos y curarnos con la suya. El “Hijo del Altísimo”, como lo llama el ángel en el Evangelio de San Lucas, se hace “Emanuel”, “Dios con nosotros”, como lo llamó Isaías. El Hijo eterno de Dios, igual al Padre en su divinidad, comienza a ser igual a nosotros por su humanidad. Y por eso tiene una historia y se desarrolla como todos los niños en el seno de una madre según las leyes de la biología. Asumió nuestra vida tal como es, para comunicarnos la suya, la Vida de Dios, la Vida eterna. “Él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado” (Heb 4,15). Pero el origen de su vida humana no es obra del hombre. El hijo que empieza a gestarse en el vientre de María, no es hijo biológico de José, quien sin embargo hará las veces de verdadero padre, sino que María Virgen lo ha concebido como dado por el Padre mediante la intervención espiritual y trascendente del Espíritu Santo. Estamos ante un nuevo comienzo del género humano. La salvación es don de Dios antes que esfuerzo del hombre. Lo mismo que Jesús, los cristianos somos engendrados por el Espíritu Santo, mediante la fe, en el seno de la Madre Iglesia: “Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios” (Jn 1,13). II. La nueva Eva En el centro del misterio que hoy celebramos está el Verbo eterno del Padre que ingresa, de manera discreta y silenciosa, en este mundo para renovar la historia. Pero por voluntad divina, María es parte de ese misterio, y queda inseparablemente unida a este acontecimiento salvador por su libre aceptación del plan de Dios. La respuesta que da la Virgen: “Aquí está la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38), tiene plena correspondencia con las palabras que su Hijo dice al entrar en este mundo, como hemos oído en el Salmo y en la Carta a los Hebreos: “Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad” (Heb 10,7). Desde ese momento, ella se ha convertido en la Madre del Salvador de los hombres y mediante su consentimiento pronunciado en la fe ha comenzado a colaborar activamente en la salvación que sólo puede otorgar su Hijo. Desde muy temprano los Padres de la Iglesia se detuvieron a contemplar con admiración y expresar con belleza toda la hondura de significado del sí de la Virgen a la voluntad de Dios y con razón la llamaron nueva Eva. La constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II, nos dice al respecto: “Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano». Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él en su predicación que «el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María mediante su fe»” (LG 56). III. Con María al servicio de la Vida En el consentimiento de la Virgen, tenemos el modelo de la vocación de la Iglesia y de la fecundidad espiritual de cada cristiano. Por eso, esta fiesta debe llevarnos a encontrar la equivalencia entre el relato de la Anunciación y las circunstancias en las que transcurre nuestra vida cotidiana. La encarnación se realizó en “una ciudad de Galilea llamada Nazaret” (Lc 1,26). Nazaret era sinónimo de insignificancia. Nunca había sido nombrada antes en la Biblia. De ahí que años más tarde, Natanael exclamará: “¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1,46). Debemos aprender a ponerle nombre a nuestro Nazaret. ¡Cuántas veces pensamos con mentalidad de mundo, según las apariencias! Si 2 mirásemos nuestra vida ordinaria con mentalidad de fe, y junto con María aprendiésemos a decir un sí como el suyo, todo cambiaría. Nuestra vida se llenaría de sentido. Naturalmente diríamos: “éste es mi Nazaret”. Sí, aquí en mi vida ordinaria, sin cartel y sin aplauso, si hago la voluntad de Dios, puede acontecer algo muy grande, ignorado por el mundo, pero conocido por Dios y muy real. En el día en que celebramos el inicio de la vida humana de aquél que vino para darnos su vida divina, celebramos también el Día del niño por nacer. En una cultura que parece querer olvidar que el derecho a la vida es el primero y más fundamental de los derechos, la solemnidad de la Anunciación nos recuerda que la vida humana es un valor inviolable. Junto a Jesús, que dijo de sí mismo: “Yo soy la Vida” (cf. Jn 14,6), y bajo el amparo de María, la “Madre de los vivientes”, fiel custodia de la Vida, quiero felicitar a todos aquellos que trabajan para proteger la vida que se gesta en el seno de las madres con problemas, brindándoles contención y esmerada ayuda integral. Saludo con especial afecto a los miembros de la institución Ain Karem por su fecunda labor. En sus poco más de dos años de existencia, han llenado de alegría mi corazón de pastor. Hablan a su favor las numerosas madres que hoy se sienten felices de haber optado por la vida. Las felicito por su valentía. También dan testimonio de la fecundidad de Ain Karem los niños que han recibido las aguas del Bautismo y que he bautizado personalmente. No puedo olvidar ni dejar de agradecer a los miembros de la Pastoral de la mujer, por su trabajo realizado en coordinación con Ain Karem, y que han organizado el Rosario por la Vida. Hoy nos llenamos de gozo al bautizar a esta pequeña niña que llevará el hermoso nombre de Esperanza Guadalupe. Sabemos que la Virgen de Guadalupe se presentó a Juan Diego como un signo de esperanza para su pueblo y se definió a sí misma como “la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive”. A ella agradecemos este triunfo de la vida y le encomendamos nuestros esfuerzos a fin de ser siempre instrumentos del Dios de la Vida. ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3