de la nouvelle théologie a la moral de situación

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DE LA NOUVELLE THÉOLOGIE A LA MORAL
DE SITUACIÓN
Con la “nueva moral” no es ya la ley la que esclarece lo que se debe hacer o no, sino que es
la situación del individuo la que “dicta la ley”.
El modernismo clásico teórico
San Pío X califica el modernismo, al condenarlo, de “cloaca de todas las herejías [omnium
hereseon collectaneum]” (encíclica Pascendi, dada en 1907) en cuanto que procura conciliar el
subjetivismo de la filosofía moderna con la religión católica, erosionando así a ésta desde dentro
como la carcoma, para que desaparezca su sustancia y realidad, sólo queden el nombre y la
apariencia de ella y, por último, perezca por completo (si fieri potest [si fuera posible]).
El Papa Sarto explica que el subjetivismo lo aplican los modernistas a todas las ramas de la
religión católica, desde la filosofía escolástica y la teología dogmática (teoría) hasta la moral, la
exégesis filológica, la historia eclesiástica y el derecho canónico (práctica).
El modernismo, para poder permanecer dentro de la Iglesia y cambiarla subterráneamente,
no quiso presentarse de manera explícita como un sistema teológico bien definido (1) habida cuenta
de su carácter secreto (San Pío X lo calificó de foedus clandestinum [secta secreta] en la encíclica
Sacrorum Antistitum, publicada en 1910) y del horror que siente por la definiciones, la lógica y la
especulación racional, la filosofía y la teología escolásticas.
El Padre Fabro enseña que la peligrosidad del modernismo estriba en su no fácil
definibilidad, con la que pretende eludir toda calificación precisa y determinada, tanto en el ámbito
filosófico como en el teológico, a fin de mantenerse en lo vago, lo “místico” o poético y llegar a
conclusiones prácticas totalmente distintas de la ética objetiva, natural y divina (2).
De hecho, el modernismo no es ni pretende ser una doctrina sistemática, sino que es más
bien una forma de sentimentalismo religioso (3), que difunde por doquier los errores del
agnosticismo y el escepticismo relativistas; y lo hace de manera confusa, indefinida, para evitar así
mejor que se le descubra y condene, y para engañar a los fieles de a pie, que se horrorizarían ante el
error explícito y claramente patente; pero a despecho de todo ello, el error modernista fue bien
identificado por San Pío X (Lamentabili y Pascendi, 1907; Sacrorum Antistitum, 1910).
El neomodernismo especulativo
El error modernista fue condenado más tarde por Pío XII, en cuanto neomodernismo o
“neoteología”, en la encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950). Este documento magisterial
y los citados anteriormente de San Pío X evidenciaban sobre todo los errores inicialmente teóricos
(filosóficos y dogmáticos) del modernismo y el neomodernismo, de los cuales se derivaban
conclusiones prácticas y éticas (agere sequitur esse [el obrar sigue al ser]) gravísimamente erróneas
(parvus error in principio, fit magnum in fine [un error pequeño al principio se hace grande al
final]). En efecto, no hay campo de las ciencias religiosas, no sólo teórico sino también práctico,
que no haya sido envenenado por los modernistas, empezando por la metafísica y la dogmática.
El neomodernismo práctico o moral
Estudiaremos en el presente artículo principalmente el campo de la teología moral, que ya
había sido atacado en passant [de paso] por el modernismo clásico (el condenado por San Pío X),
bajo la forma de conclusiones prácticas, en los primerísimos años del siglo pasado. El modernismo
volvió a la carga de manera imperiosa con la nouvelle théologie neomodernista (décadas de los años
cuarenta y cincuenta) para subirse, por último, a las pasarelas de la última moda en los periodos
1
conciliar y postconciliar (años sesenta y setenta) y terminar haciendo tabla rasa, con Francisco I,
aun de la moral natural y divina.
Así como hay una nouvelle théologie (4) (al principio filosófico-dogmática sobre todo) y
una neoexégesis (5) (de las cuales hemos hablado largo y tendido en sì sì no no), así y por igual
manera hay también una neomoral, llamada “moral de situación”, la cual tiene por objeto corroer y
relativizar cualquier género de vida virtuosa después de haber demolido los principios especulativos
(6). Será ésta en especial la que estudiemos ahora.
¿En qué consiste la “nueva moral”?
La moral neomodernista de situación es, más que un auténtico sistema de teología moral, un
fenómeno, una tendencia o una moda; en conclusión: una mentalidad sentimental, según el modus
operandi [modo de obrar] adogmático e irracional del modernismo.
No existe un manual sistemático de teología moral de situación, un documento o un
“manifiesto” auténtico que recoja los principios fundamentales de la nouvelle morale [nueva
moral]. Con todo y con eso, «se echa de ver la neomoral en todas partes, en una medida débil bien
que no despreciable, y bajo las formas más dispares (…), particularmente en literatura, donde se
habitúa a un público demasiado confiado o demasiado snob a oponer a las leyes de la Iglesia
Católica, a las que se juzga rígidas en demasía, la ley sencilla y soberana de la conciencia
individual. Así pues, el error [de la neomoral] estriba esencialmente en querer sustituir las normas
objetivas (…) por las aspiraciones subjetivas y el sentimiento personal en todas las respuestas a los
mil problemas de orden moral que se presentan en el curso de la existencia» (F. Roberti y P.
Palazzini, Dizionario di Teologia morale, Roma, ed. Studium, 4ª edición, 1968, vol. II, pág. 1065,
voz Morale della situazione, texto redactado por Pietro Palazzini).
La neomoral habla mucho de conciencia subjetiva (7). Ahora bien, la voz conciencia posee
dos acepciones, una moral y otra psicológica; la acepción principal es la moral: la conciencia
consiste esencialmente en un conocimiento moral, en darse cuenta de la bondad o malicia de los
actos humanos (es el juicio que forma el sujeto acerca de la moralidad de sus actos); en cambio,
prevalece la acepción psicológica con la moral subjetiva de situación, la cual reivindica el primado
absoluto de la conciencia subjetiva sobre la moral objetiva, y en este sentido la conciencia es el
conocimiento que tiene el hombre de que existe y obra (es el conocimiento íntimo que el sujeto
tiene de si propio y de sus actos) (8).
Santo Tomás de Aquino define la conciencia como un acto de juicio práctico mediante el
cual se aplican los principios universales a las acciones particulares (S. Th., I, q. 79, a. 13). En
consecuencia, según la moral recta, la conciencia aplica la norma moral objetiva al caso particular;
no crea la norma en función de la situación subjetiva en que se halle el sujeto, mal que le pese a la
nueva moral neomodernista.
La acepción, pues, que nos atañe del término “conciencia” es la moral, esto es, el juicio con
el cual la persona valora sus acciones en cuanto éticamente buenas o malas. Además, la voz de la
conciencia, luego de haber juzgado que una acción es moralmente buena o mala, le dice al hombre
si su deber es cumplirla o no, y a continuación aprueba la acción buena (la tranquilidad de la buena
conciencia) y desaprueba la mala (el remordimiento de la conciencia). La conciencia moral es el
juez interior de cada hombre. Su cometido es el de aplicar los preceptos objetivos de la ley moral
natural y divina a los casos singulares; por ejemplo, la conciencia aplica el mandamiento “no
matarás” al caso particular de una preñez indeseada en un periodo difícil de la vida. También en
dicho caso o situación particular la voz de la conciencia dice que no es lícito matar al inocente para
aliviar las dificultades subjetivas del individuo concreto.
La moral de situación, resultado del modernismo
El modernismo, después de hacer tabula rasa en el campo teórico invadió el ámbito práctico
y ético con la moral de situación de la nouvelle théologie. Así que la moral de situación constituye
2
la fase terminal del neomodernismo, que pretende destruir aun el obrar humano moral separándolo
de la ley divina natural y positiva: véase el asalto que se está efectuando hoy -con Francisco I, en la
fase terminal del ultramodernismo- contra la moral conyugal (administración de los sacramentos a
los divorciados que quieren seguir conviviendo con sus nuevas parejas) y natural (legalización de
los matrimonios homosexuales, adopción de niños por parte de parejas de invertidos e incitación, so
capa de educación sexual -una educación que se imparte aun en el parvulario a los críos desde los
cuatro años de edad-, a la comisión de pecados contra la pureza, inclusive a la de los que son contra
natura).
El modernismo, que inicialmente era teórico sobre todo y había sido condenado por San Pío
X en 1907 mediante la encíclica Pascendi, se volvió a presentar terminalmente en el ámbito moral,
en la segunda parte del siglo XX, procurando conciliar lo inconciliable, esto es, la ética objetiva y el
subjetivismo. En efecto, éste anula la objetividad de la moral volviéndola subjetiva, individual y
personal, con lo que el sujeto se siente autorizado a juzgar que tal o cual mandamiento o virtud
objetivos no son practicables por él en la situación en que se encuentra (hic et nunc) y, por ende, no
le obligan (9).
Las consecuencias para los católicos son la debilitación del espíritu de fe, de la práctica de
las buenas obras y, por último, de la virtud de la humildad, que nos hace reconocer nuestros errores
con verdadero dolor y sincero propósito de enmienda y conformar nuestra conducta según la moral
objetiva.
La moral laicista o kantiana, autónoma e independiente de Dios (la cual estudiaremos), es la
precursora de la moral neomodernista (que penetró en el ámbito eclesial en la década de los
sesenta), igual que el cogito de Descartes y las categorías subjetivas a priori de Kant fueron los
antepasados del modernismo teórico de los primeros años del siglo pasado. La única diferencia, que
no es grano de anís, estriba en que, mientras el magisterio eclesiástico de los siglos XIX-XX
condenaba el subjetivismo kantiano (10), la “pastoral” del Vaticano II, por el contrario, acogió las
aspiraciones del subjetivismo relativista de la modernidad debido a su supuesta necesidad
inderogable (11).
Pío XII condena la nueva moral
La Iglesia había condenado ya clarividentemente, en la década de los cincuenta, la neomoral
de situación mediante tres solemnes declaraciones pontificias de Pío XII: el Radiomensaje a los
educadores cristianos, del 23 de marzo de 1952 (AAS, nº 44, 1952, pág. 273); el Discurso a los
delegados de la Federación Mundial de las Juventudes Femeninas Católicas (AAS, nº 44, 1952,
pág. 414), y el Discurso con ocasión del quinto Congreso Mundial de Psicología Clínica, del 13 de
abril de 1953 (AAS, nº 45, 1953, pág. 278). Por remate, el Santo Oficio promulgaba, respecto a la
neomoral, un decreto fechado el 2 de febrero de 1956 (AAS, nº 48, 1 956, págs. 144-145).
El Papa condenaba, en su primera intervención, la voluntad de sustituir la ley divina y
natural por el propio capricho subjetivo; equiparaba la neomoral, en la segunda, con la filosofía
idealista, actualista, existencialista y subjetivista, y, por último, ponía en guardia, en la tercera,
contra el deseo de abandonar la moral tradicional para ponerse al día y adaptarse a las exigencias
del hombre moderno y concreto en todas las situaciones en que tiene uno que obrar.
El Santo Oficio, por su parte, recordaba más tarde que la moral objetiva y tradicional había
estudiado siempre las circunstancias que acompañan al acto humano (quis, quid, ubi, quibus
auxiliis, cur, quomodo, quando: quién, qué, dónde, con cuáles medios, por qué, cómo, cuándo) (12);
pero que no había puesto jamás las circunstancias, las exigencias subjetivas y las situacionales en el
lugar de la ley moral objetiva, natural y divina. Las circunstancias pueden cambiar la especie del
pecado (por caso, si el asesinado es una persona que hizo voto de religión -circunstancia “quis
[quién]”-, el asesino contrae el reato de sacrilegio además del de homicidio), pueden disminuir su
importancia y hasta eximir de culpa (por ejemplo, si alguien se ve forzado a revelar un secreto bajo
tortura -circunstancia quibus auxiliis [con cuáles medios]), o bien pueden incrementar dicha
importancia (si se roba en materia leve, el pecado cometido no pasa de venial, mientras que si se
3
hace tal cosa en materia grave, se comete un pecado mortal); mas las circunstancias no son la ley y
la moral. La circunstancia es algo que está alrededor (circum-stare) de un núcleo esencial, a título
de accesorio suyo. Se habla en teología moral de las circunstancias del acto humano, que llegan a
modificar su moralidad (13). Ésta la da esencialmente el objeto, mientras que las circunstancias
constituyen su parte secundaria y accesoria, bien que no insignificante (14).
Del nominalismo a la “nueva” moral
En la base de la moral de situación se halla la filosofía nominalista. Roscelin la inició
sistemáticamente en el siglo XI. La continuó Abelardo. Guillermo de Occam (+ 1349) la asumió y
la desarrolló. Fue agravada por la filosofía moderna (Descartes-Hegel), en especial por la sensista y
empirista británica (siglo XVIII), y finalmente por el nihilismo postmoderno (Nietzsche-Freud). La
moral de situación la aplicó a la vida moral.
El nominalismo considera que los conceptos universales (por caso, el de “humanidad”), la
naturaleza o esencia genérica (por ejemplo, la expresada por la voz “animal”) y la específica
(como, v. gr., la significada por el término “humana”) carecen de cualquier realidad objetiva fuera
de la mente pensante, que la única realidad extramental es la cosa singular, el individuo (por
ejemplo, Antonio). Los universales lógicos (nombres) y ontológicos (esencias o naturalezas) son
sólo voces (flatus vocis) de las que nos servimos para denotar los individuos reales que se asemejan
entre sí (Antonio, Marcos, Juan...). Pero si bien Abelardo pensaba al menos que el universal era una
idea o concepto, algo que sólo existía en el pensamiento del individuo, Occam negó incluso dicha
realidad ideal del universal (15), abriendo así las puertas a Descartes y a Kant. En efecto, el
nominalismo radical de Occam reducía la metafísica a la lógica, y el ser, al pensamiento; rebajaba la
capacidad que tiene la razón humana de conocer la realidad, y les allanaba el camino por completo
al escepticismo y al agnosticismo posteriores.
Según explica el Padre Carlo Giacon, investigador eminente de Occam, el nominalismo es
heredero de la sofística griega antigua, que había sido combatida por Sócrates, Platón y Aristóteles
para ser asumida más tarde por el empirismo o sensismo inglés. Al decir de ella, el conocimiento
humano no es racional, sino tan sólo sensible. El nominalismo es el punto de partida del
individualismo sensista filosófico, el liberalismo político y, por ende, el libertarismo moral, como
que considera que sólo pueden conocerse los hechos y los singulares en su particularidad sensible,
razón por la cual niega la metafísica, la especulación intelectual, la sana razón y el sentido común
(16).
La conclusión practica y moral del nominalismo, al negar que todo hombre mantenga su
propia esencia o naturaleza de ser humano (animal racional y libre) en las situaciones particulares y
concretas en que le toca vivir, es que la situación subjetiva prima sobre la ley moral objetiva; de ahí
que ascienda a aquélla a regla del obrar ético del hombre.
El luteranismo: la situación subjetiva prevalece sobre la moral objetiva
Además, el nominalismo arruina la doctrina de la gracia santificante y le abre las puertas al
luteranismo al negar la realidad de las cualidades estables (por caso, la salud y la enfermedad en el
ámbito natural, o la gracia y el pecado en el sobrenatural). En efecto, la gracia habitual o
santificante es un don permanente o un hábito divino infundido sobrenaturalmente en la sustancia
del alma humana, que le confiere la santidad o la presencia de la Santísima Trinidad. Pero la
naturaleza y el hábito entitativo son sólo voces para el nominalismo, meras palabras, carentes de
toda realidad a su juicio. Lutero, que se había formado filosóficamente en el nominalismo
occamista, rechazó la doctrina católica relativa a la gracia santificante y redujo la justificación a una
imputación extrínseca o atribución puramente nominal de la santidad de Cristo al pecador, la cual
no borra realmente el pecado ni confiere la vida sobrenatural, sino que se limita a cubrir el pecado
como con un velo. Por eso el pecado no desaparece del alma humana, que no deja nunca de estar
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intrínsecamente corrompida a fuer de incurable (17), igual que no desaparece la basura que se
oculta bajo la alfombra para que no se la vea.
Para la sana filosofía, por el contrario, la esencia o naturaleza de un ente (por caso, Antonio)
se halla en todos los demás entes (los hombres en general) de la misma especie (la humana), bien
que individualizada de manera absolutamente única en cada persona particular, sea cual fuere la
situación en que se halle. En efecto, la situación objetiva no muda la esencia objetiva del hombre; es
decir: todos los hombres mantienen, en cualquier situación, su naturaleza de animales racionales,
libres y responsables. Así pues, excepción hecha de los casos excepcionales o de las circunstancias
que privan del uso de razón y, por ende, del libre albedrío o los disminuyen notablemente, todo
hombre es responsable de sus actos, que para ser buenos han de corresponder a la moral objetiva,
natural y divina; en caso contrario, son moralmente malos o pecaminosos. Mas si se niega esto, todo
hombre queda a merced de sus instintos subjetivos y personales, y, además, la propia ley moral no
es ya un mandamiento, un orden universal que goza de valor real y objetivo para todo hombre
concreto, sea cual fuere la situación particular en que se encuentre, sino que es tal situación
particular la que prevalece sobre la moral y la ley objetiva, natural y divina. Así como para
Descartes no es ya el pensamiento el que se debe conformar con la realidad extramental, sino que el
ser y lo real son un producto del pensamiento subjetivo (Cogito, ergo sum [pienso, luego existo]),
así y por igual manera la situación subjetiva prevalece sobre las obligaciones universales de la
moral real y objetiva y libera al individuo de ellas (situatio ista particularis gravis est, ergo lex
divina non obligat me [esta situación particular es demasiado penosa; luego no estoy obligado
subjetivamente por la ley objetiva, divina y natural]).
Una huida de la responsabilidad moral
Así como la filosofía moderna (Descartes – Kant) es una huida de la realidad (una realidad
no siempre agradable) parecida a la de los disociados mentales (*), así también la moral moderna
(Lutero) constituye una huida de la responsabilidad del deber moral para refugiarse en la
irresponsabilidad subjetiva (18). Pero esta senda no es otra que la de la alucinación (imaginarse o
ver cosas irreales como si gozasen de realidad objetiva), que lleva a la disociación o a la locura. Y,
de hecho, el mundo actual es un mundo disociado, alucinado, aislado de lo real, enloquecido y
preternaturalmente endemoniado, en el que todo es lícito, salvo la verdad y el bien.
La revolución antropológica (19) y antropocéntrica de la filosofía moderna ha comportado
en la moral el primado revolucionario y subversivo de las exigencias del hombre particular sobre la
ley divina y la ética objetiva.
Puesto que para la modernidad las relaciones entre Dios y el hombre, así como las de los
hombres entre sí, son tan sólo subjetivas y personales, se sigue de ahí que para ella tampoco la ley
moral es absoluta, objetiva y universal, sino personal, subjetiva y particular. Cada cual es ley para sí
mismo: “El cielo estrellado sobre mí, la ley dentro de mí” (Kant). Esta frase, bella en apariencia y
sentimentalmente cautivadora, es en realidad monstruosa desde el punto de vista metafísico porque,
al decir de Kant, Dios (“el cielo estrellado”) es el noúmeno, que está más allá del hombre y no es,
por ende, realmente cognoscible tal y como es, sino sólo como aparece, mientras que la ley moral
está dentro del hombre y es, por lo tanto, subjetiva, autónoma e independiente de Dios, de suerte
que el hombre es ley para sí mismo.
La ley objetiva y universal es, para los “nuevos” moralistas, un cuerpo extraño que se
interpone entre el hombre y Dios y estorba sus relaciones inmediatas y personales. Entre el hombre
y Dios no debe haber ya ningún intermediario (Iglesia, sacerdocio, magisterio, moral,
mandamientos, virtudes, sacramentos, dogmas, fórmulas dogmáticas, conclusiones teológicas...). Al
hombre, que posee una dignidad absoluta para el modernismo, ha de dejársele la libertad de
responder a Dios, en especial con el sentimiento, sin el obstáculo de la ley, en las situaciones que
tiene que afrontar.
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La fe no es ya un asentimiento de la razón -movida por voluntad y, sobre todo, por la gracia
sobrenatural- a una verdad revelada. ¡No! La fe es puro emocionalismo, experimentalismo y
sentimentalismo, que se expresan con “palabras en libertad”.
La perversidad subversiva de la “nueva” moral
Ciertamente, la situación es un momento en el que el hombre se encuentra con que tiene que
obrar así o de otro modo, de manera moral o inmoral, diciendo sí a Dios o diciéndole no mediante
una decisión personal, aunque siempre racional y libre, que debe corresponder a la ley y a la ética
natural y divina. He aquí el verdadero concepto de situación: haber de tomar posición, en cualquier
circunstancia por difícil que sea, por Dios o contra Él, en pro de su ley y de la moral objetiva o
contra ellas. Este concepto nada tiene de subjetivista, relativista o nominalista; no pliega la ley a los
caprichos del sujeto humano, sino que procura elevar al hombre, con la gracia divina, a
corresponder a la llamada de Dios y seguir su ley y la moral revelada por Él, que está escrita en la
naturaleza del hombre y de las cosas.
Es deletéreo, por el contrario, pretender, prescindiendo de la ayuda de la gracia sobrenatural,
resolver los problemas morales siguiendo el propio capricho subjetivo en lugar de seguir los
preceptos universales, objetivos, revelados por Dios e ínsitos en la naturaleza del hombre o las
cosas; ésta es la perversidad subversiva de la moral de situación. Además, los mandamientos
negativos se imponen a todos siempre y en cualquier circunstancia (semper et pro semper): no
tendrás otro Dios fuera de Mí; no tomarás el nombre de Dios en vano; no matarás; no fornicarás; no
robarás; no dirás falso testimonio). La razón de ello estriba en que tienen como objeto actos
intrínsecamente malos, que nunca pueden tornarse lícitos, en ningún caso y en ninguna situación.
Sólo la ignorancia invencible de buena fe excusa de pecado formal, mas permanece el desorden o
pecado material, lo que no autoriza a hacer excepciones a la regla y a desinteresarse del
conocimiento del valor objetivo, bueno o malo, de los propios actos. En cambio, los mandamientos
positivos de la ley natural y revelada obligan siempre, pero no en toda circunstancia (santificarás las
fiestas; honrarás a tu padre y a tu madre); esto es: está uno excusado de la observancia de dichas
órdenes en el caso particular de graves dificultades físicas o morales (por ejemplo, en caso de
enfermedad no se está obligado a ir a misa el domingo), pero sigue firme el principio según el cual
es menester conformarse con los preceptos positivos en la medida de lo posible, por lo que no hay
que erigir la excepción en regla, ni las circunstancias en ley moral.
Son, pues, evidentes los riesgos y peligros a los que expone la moral de situación. Se pone al
hombre en el puesto de Dios, y la ley humana en el lugar de la divina y natural, cuando se deja uno
guiar sólo por el propio punto de vista (“quien se dirige a sí mismo es dirigido por un asno”, dice
San Bernardo de Claraval) y pretende no ver o quiere ignorar el valor absoluto y objetivo de la ley
natural y divina (“¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo?” [Lc 6, 39]).
Es la tentación que la serpiente del Edén propuso a Adán y Eva: “seréis como dioses, conociendo
por vosotros mismos lo que está bien y lo que está mal” (Gen 3, 5).
La objetividad de la ley moral natural
Sto. Tomás enseña que la ley natural es la regla que dirige y hace concordar la conducta del
hombre con los fines que Dios insertó en la naturaleza humana, cuyo creador es.
La naturaleza, en cuanto principio activo o formal, dice orden a la acción, a la tensión hacia
algo (es decir, hacia un fin), lo cual presupone el apetito del fin y una inteligencia que ordene aquél
a éste, ya que ordenar una cosa a otra como medio para un fin es lo propio de la inteligencia, que es
ordenadora (20). “Natural” no significa en este contexto causalidad ciega, determinante y
determinada, sino finalidad inteligente y ordenadora. La ley natural, pues, no es algo
exclusivamente genético e instintivo, como querrían el cientificismo, el materialismo y el freudismo,
sino además y sobre todo algo racional y voluntario, una actividad de las potencias intelectiva y
volitiva, en virtud de las cuales el hombre obra conforme a su fin: la verdad y el bien.
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La ley moral natural “ha de corresponder”, en primer lugar, “a la esencia de la naturaleza
humana” (21) y, en segundo lugar, se funda en Dios, autor de dicha naturaleza. En efecto, el
fundamento primero de la ley o el derecho natural es la esencia metafísica del hombre; pero tal
esencia se la dio Dios al hombre junto con el obrar conforme a su naturaleza de animal racional,
libre y social. Por eso la ley natural nos dice que seamos y nos hagamos lo que somos: “sed
hombres, no locas ovejas”, diría Dante. Del ser depende el deber ser, el obrar (agere sequitur esse
[el obrar sigue al ser]). La metafísica desemboca inevitablemente en la filosofía moral.
Además, el hombre, en cuanto animal racional, se orienta a sí propio hacia su fin de manera
racional y libre (22). En conclusión, hemos de realizar libre y racionalmente nuestra naturaleza
humana, dotada de inteligencia y voluntad: Esto vir [sé hombre] (vir = “hombre bueno”, de virtus, o
sea, capaz de obrar realmente bien). Es Dante otra vez quien nos canta: “procura no vivir como los
brutos animales, sino conforme a la virtud y el conocimiento”. De aquí que seamos realmente
hombres si seguimos las leyes escritas de modo natural en nosotros, a las cuales hemos de obedecer
voluntaria y libremente si no queremos traicionar nuestra esencia de animales racionales y libres,
ordenados a la verdad y al bien.
Occam, padre de la “modernidad”
El Aquinate define la ley natural como “una participación de la criatura racional en la ley
eterna” (23); es decir: constituye un orden establecido y tutelado por Dios, por lo que desviarse de
dicho orden es desnaturalizarse o ir contra la naturaleza. Los antiguos griegos y romanos supieron
elevarse con sola la razón natural, aun antes de la revelación cristiana, a la altura de una ley divina
de la cual deriva la natural. Pero la modernidad, por desdicha, ya a partir de Occam, su padre
espiritual, tras romper los puentes con la metafísica clásica -sobre todo con la tomista-, invirtió
asimismo el concepto de ley natural; se llegó así a las aberraciones de la postmodernidad -con
Freud, la escuela psicoanalítica y la neomoral modernista- y a la promulgación por parte de ella de
una contraley antinatural y antidivina, o sea, objetivamente diabólica.
En conclusión, la providencia divina constituye el fundamento de la noción misma de ley en
cuanto ordena todas las cosas a su fin; la ley eterna se funda en la esencia de Dios, coincide con
ella, y el propio Dios es el regulador supremo, que desde toda la eternidad se conoce a sí mismo
como imitable, y como amable en cuanto fin último. Por consiguiente, el derecho no se funda en la
voluntad humana ni por exceso (tiranía despótica) ni por defecto (laxismo permisivista), ni tampoco
en las situaciones subjetivas, sino que lo hace en la ley natural en cuanto participación de la ley
eterna.
El verdadero concepto de ley o derecho natural comporta una dependencia ontológica,
teológica y teleológica de las criaturas respecto de la causa primera incausada: Dios es la razón
última del ser, el devenir y el obrar, por lo que constituye la regla primera y última de la moralidad.
Consiguientemente, “Dios es la causa primera y principal de todas nuestras obligaciones o deberes
al ser el principio primero y el fin último de todas las cosas” (24).
Así como el principio de no contradicción regula la lógica y la metafísica, así y por igual
manera el principio de finalidad y la sindéresis regulan todo el obrar moral o práctico. Este orden
del mundo (así físico como moral) es la ley eterna: finalidad física grabada en las cosas irracionales
y finalidad moral inscrita en las criaturas racionales, que hace que nos remontemos hasta el
legislador y juez supremo. De este modo Dios no sólo comunica el ser a las criaturas, sino que
también las ordena a un fin y provee para que lo consigan. El concepto de Dios causa final última
completa el de Dios causa eficiente primera: como agere sequitur esse, así, ordenando las cosas a
un fin (omne agens agit propter finem [todo agente obra por un fin]), Dios añade una perfección
final (legislación) a una inicial (creación). Para Sto. Tomás el concepto de ley incluye las leyes
físicas y jurídicas (tanto naturales como positivas) en cuanto participaciones de la ley eterna. La ley
abraza el cielo y la tierra. La ley no es para el Angélico un párrafo del código civil o penal.
El mejor auspicio para el hombre moderno
7
En nuestros tiempos de pensamiento débil (popperiano) o directamente autodestructivo
(nietzschiano) triunfa la moral débil o de situación, ayuna de fundamento real y objetivo. La moral,
en cambio, es objetiva. Se da una prioridad absoluta del objeto del acto humano (facultates et acta
specificantur ab obiectibus suis [las facultades y los actos de éstas se especifican por sus objetos],
Sto. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 18) sobre las circunstancias, el fin del acto (“el fin no justifica
los medios”, pese a Maquiavelo) y las situaciones subjetivas (moral de situación). El objeto
(blasfemar, matar, fornicar, robar, decir falsedades; adorar a Dios, santificar sus fiestas, honrar a los
padres) tiene ya una moralidad o inmoralidad intrínsecas, independientes de la situación en que el
sujeto se halle obrando. Comunicar la vida está bien, suprimirla está mal. La estabilidad, solidez e
inmutabilidad de la moral sólo las garantiza el primado del objeto, la realidad y la ley moral sobre el
sujeto, la idea, la conciencia psicológica y las circunstancias o situaciones.
Para que una acción pueda reputarse por moralmente buena es menester que sean buenos el
objeto y las circunstancias (de entre las cuales es importantísima la intención o el cur [el por qué, la
finalidad que se persigue]. Por el contrario, si uno de estos dos elementos no es bueno (doy limosna
para hacerme notar, hablo en la iglesia), la acción está moralmente viciada y es mala: “Bonum ex
integra causa, malum ex quocumque defectu [El bien resulta de la perfecta integridad de la causa;
mas el mal, de cualquier defecto]” (S. Th., q. 71, a. 5, ad 2).
Así pues, «hemos de ratificar la dependencia del hombre para con el fin último y la ley
eterna impuesta por Dios por conducto de la ley natural, que constituye nuestra esencia de animales
inteligentes y libres, y cuya observancia actúa de la mejor manera tal naturaleza nuestra» (25). Por
desgracia, nuestra época se caracteriza por una especie de fobia hacia la metafísica, la cual se centra
en el ser por esencia (Dios) y por participación (criatura), y se remonta de éste a Aquél, quien
trasciende tanto al Estado como al hombre. Por eso la modernidad cierra la posibilidad de llegar al
concepto de derecho natural, el cual, «arrancando de la antigüedad vetero-testamentaria y
grecorromana, ha llegado a nosotros a través de la tradición de la escolástica, de la filosofía
perenne, que reduce el derecho natural a unos pocos principios eminentes que no deben ser violados
jamás, pero que son susceptibles de diversas aplicaciones históricas a los casos particulares y
necesitan que se les determine en su contenido, se les integre en las instituciones y se les haga
respetar mediante instrumentos más positivos» (26).
De la restauración de la metafísica y el realismo del conocimiento depende asimismo la
restauración de la moral natural, la cual nos ayuda a ser verdaderamente hombres inteligentes y
libres y nos impide dejarnos arrastrar por la marea ascendente de la subversión nihilista
animalesca, que vuelve al hombre semejante a la bestia, esclavo y determinado por sus instintos
más bajos.
«Si Dios no existe, todo está permitido. Nada está ya prohibido, no hay ya límite, nada hay
que no se pueda gustar, que no se deba experimentar; porque si todo lo que fue verdadero por un
tiempo lo era partiendo de la hipótesis de que Dios existía, ahora que Dios no existe resulta que
nada de lo que era verdad entonces lo es al presente, nada de lo que estaba bien antes sigue
estándolo ahora; debemos recrearlo todo. Mas antes de recrear es menester empezar por destruir
(…), lo mejor que se le puede auspiciar al hombre moderno es volver al orden natural, que es el de
la creación divina» (E. Gilson, Si Dios no existe, todo está permitido, artículo publicado en Il nostro
tempo, 24 de noviembre del año 1960).
Confiemos y esforcémonos en iniciar la remontada de la pendiente para poder exclamar con
el poeta [Dante], que se había extraviado en una “selva tupida, áspera y salvaje”: «subimos (…),
hasta que pude ver las bellezas del cielo por un agujero redondo, por donde salimos para ver de
nuevo las estrellas».
La raíz próxima de la “nueva” moral: el empirismo británico
El fundamento filosófico remoto de la neomoral de situación es la filosofía de Occam,
mientras que el próximo lo constituye el empirismo, principalmente el representado por Hobbes (+
8
1679), al decir del cual todo es material, el alma humana inclusive. El principio y fundamento de
esta filosofía es el interés personal y el egoísmo, fuentes del liberalismo político y del
librecambismo financiero.
Otro autor en el que se fundan los “neomoralistas” es Locke (+ 1704), quien era un puro
sensista: el hombre conoce sólo lo sensible, no puede aprehender la esencia de las cosas materiales
ni elevarse a lo trascendente y a la ley objetiva y universal; las ideas y los conceptos son sólo
“nombres”, no aprehenden la realidad ni la expresan (nominalismo).
También el pensamiento de Berkeley (+ 1753) hunde sus raíces, como el de todos los
empiristas, en el nominalismo de Occam (+ 1349), según el cual las ideas son meros nombres, sólo
que Berkeley acentúa el sensismo de Locke porque no acepta ni aun el conocimiento sensible
interno: se queda sólo en los sentidos externos. La realidad es material y coincide con la sensación
que tenemos de ella (esse est percipi [ser consiste en ser percibido por los sentidos]).
Otro filósofo empirista es Hume (+ 1776), para quien todo lo que supera la experiencia
sensible carece de cualquier valor cognoscitivo. Niega de manera total y categórica el principio de
causalidad (“un efecto ha de tener una causa”): lo que vulgarmente denominamos “causa” no
produce el efecto, sino que tan sólo le precede. De aquí que el efecto sea “post hoc sed non propter
hoc [después de esto pero no a causa de esto; es decir: algo que viene después de otra cosa, pero no
a causa de ella]”.
Ahora bien, si nos limitamos sólo a las sensaciones, está claro que veo un fenómeno a
continuación de otro, pero no el nexo causal que los vincula porque no puedo tocar con la mano la
causalidad, esto es, la producción del efecto. Sin embargo, tal nexo, aunque no se pueda
experimentar por conducto de los sentidos, es inteligible y nos formamos de él una idea racional
abstrayéndola del conocimiento sensible. Para Hume, en cambio, la causa es un puro nombre
(“nominalismo”) y precede por lo común al efecto, mas no constante ni necesariamente, y, sobre
todo, no lo produce; por ejemplo, si se golpea una pelota y ésta corre, el movimiento de la pelota es,
según la metafísica clásica y tomista, efecto del golpe que se le ha propinado, mientras que, en
opinión de Hume, no hay más que una sucesión opinable o probable de movimientos sin que el
primero influya en el segundo. De modo que el padre no es causa del hijo, ni el fuego es causa del
humo, ni el pistoletazo lo es del homicidio; y si un fenómeno (padre – pistoletazo) ha precedido
siempre hasta ahora a otro fenómeno (hijo – homicidio), es probable que lo siga precediendo en el
futuro; mas no lo causa, razón por la cual no existe en la moral el concepto de responsabilidad
subjetiva.
Stuart Mill (+ 1873), por último, se inspira en Hume y ratifica que todo el conocimiento
humano se reduce a mera sensación. Le niega todo valor a la razón y se limita a sola la sensación y
a la inducción experimental. Niega el principio de causalidad y afirma que tal fenómeno
(paternidad - puñalada) precede comúnmente a tal otro (filiación – occisión) sin causarlo (27).
La moral de situación o de la conveniencia personal, que es capricho y licencia, constituye la
conclusión práctica del nominalismo y el iluminismo británico, y contradice radicalmente la moral
objetiva y natural.
Alfonsus
Notas:
1) C. Fabro, Enciclopedia Cattolica, voz Modernismo, Ciudad del Vaticano, 1952, vol. VIII, col. 1 191.
2) C. Fabro, ibid., col. 1193.
3) La concepción heterodoxa de la experiencia religiosa es, sobre todo, la del subjetivismo protestante y modernista. El
protestantismo introdujo en la religión, con Lutero, el subjetivismo en las relaciones con Dios. Martín Lutero recurría a
la subjetividad de la sola Fides [la fe sola] (que no es la virtud teologal de la fe cual acto intelectivo y volitivo, sino que
constituye una “fe fiducial”, que es en realidad una “presunción de salvarse sin méritos”) y al testimonium Spiritus
Sancti [testimonio del Espíritu Santo], los cuales coinciden, según él, con el sentimiento individual y subjetivo, criterio
único y objeto de la religiosidad (un objeto que coincide con el sujeto y se pierde en él). El Padre Fabro define tal teoría
como “disociación de la conciencia del contenido objetivo de la fe” (C. Fabro, Enciclopedia Cattolica, voz Esperienza
religiosa, Ciudad del Vaticano, 1950, vol. V, col. 603). Tamaña concepción subjetivista y sentimental comienza a tomar,
con el modernismo, una orientación cada vez más irracional, y la experiencia religiosa sustituye por completo tanto a la
recta razón cuanto a la revelación divina y a la fe teologal. El Padre Fabro afirma, además, que la contaminación más
9
esencial de la doctrina católica por parte modernista «estribó en la tentativa, por un lado, de interpretar la experiencia
íntima del sujeto (autoconciencia) en continuidad directa con la vida religiosa, y, por el otro, de tomar la conciencia o
experiencia religiosa como la esencia de la revelación divina y la vida de la gracia; mientras que, por el contrario, toda
experiencia religiosa en el ámbito de la fe y la gracia puede tener sólo un valor secundario, en dependencia de la
revelación y el magisterio eclesiástico. (…) El peligro del modernismo nunca se debelará por entero porque está ínsita
en la razón humana, corrompida por el pecado original, la tendencia a erigirse en criterio absoluto de la verdad para
supeditar la fe a sí propia. Una tentativa afín al modernismo es la denominada théologie nouvelle, que apareció en
Francia después de la Segunda Guerra Mundial y fue denunciada enérgicamente por la encíclica Humani generis de Pío
XII (12 de agosto de 1 950)» (C. Fabro, op. cit., voz Modernismo, 1952, vol. VIII, col. 1196).
4) R. Garrigou-Lagrange, ¿A dónde va la nueva teología?, en Angelicum, nº 23, 1946, págs. 134 y ss.; id., La
inmutabilidad de la fórmulas dogmáticas, en Angelicum, nº 24, 1947, págs. 136 y ss.
5) F. Spadafora, La “nueva exégesis”. El triunfo del modernismo sobre la exégesis católica, Sion, 1996.
6) Cf. J. Fuchs, Moral teológica y moral de situación, en Nouv. rev. théol., nº 76, 1954, págs. 1073-1085; A. Boschi,
Una nueva moral: la denominada ética de la situación, en Palestra del clero, nº 35, 1956, págs. 969-980; F. Olgiati,
Una moral nueva y la condena del Santo Oficio, en Rivista del clero italiano, nº 37, del año 1956, págs. 481-490; F.
Roberti y P. Palazzini, Dizionario di Teologia morale, Roma, ed. Studium, 4ª edición, 1968, vol. II, voz Morale della
situazione, págs. 1065-1067, texto redactado por Pietro Palazzini; C. Fabro, La aventura de la teología progresista,
Milán, ed. Rusconi, 1974, parte II, Teologia e Morale, cap. 1, El valor permanente de la moral, págs. 171-251; D.
Composta, La nueva moral y sus problemas, Roma 1990.
7) Cf. O. Lottin, El valor normativo de la conciencia moral, en Ephem. Lovan., 1932, págs. 409-431; E. Lio,
Conciencia, en Diccionario moral y canónico, Roma, 1962.
8) Cf. P. Palazzini, La conciencia, Roma, ed. Ares, 1961.
9) Por caso, el voto de castidad o el celibato eclesiástico obligan objetivamente. Pero si se vuelven demasiado gravosos
para un sacerdote o un religioso que se hallen inmersos en el mundo contemporáneo con todas sus exigencias, entonces
no obligaría a los tales.
10) Cf. G. Mattiussi, El veneno kantiano, Monza, 1907.
11) Francisco I le respondió lo siguiente a Eugenio Scalfari: «El Vaticano II, inspirado por el Papa Juan y por Pablo VI,
decidió mirar al futuro con espíritu moderno y abrirse a la cultura moderna. Los padres conciliares sabían que abrirse
a la cultura moderna significaba ecumenismo religioso y diálogo con los no creyentes. Pero desde entonces se hizo muy
poco en esa dirección. Yo tengo la humildad y la ambición de quererlo hacer» (Repubblica, 1 de octubre del 2013, pag.
3).
12) Quis denota las cualidades accidentales del sujeto operante, verbigracia, si es un sacerdote; quid expresa la cantidad
de la materia: si he robado mil liras o un millón, si he matado a una persona o a siete; ubi hace referencia al lugar
particular, por caso, si he robado en una iglesia; quibus auxiliis significa los medios con los que se realizó el acto, por
ejemplo, si he calumniado de palabra o mediante escritos públicos; cur es la intención o el fin de la acción, que
constituye la circunstancia principal, v. gr., si rezo para hacerme notar y por vanagloria; quomodo indica el modo en que
se actuó, por ejemplo, si lo hice con plena advertencia o no, o bien con violencia; quando señala el tiempo, por caso, si
profesé odio por un minuto o por un año, o si robé en domingo.
13) Se dan circunstancias que incrementan o disminuyen la moralidad, la cual dimana principalmente del objeto;
verbigracia, si robo mil liras o cien mil, cometo un pecado venial o mortal, respectivamente, contra el mismo
mandamiento (el séptimo). Hay también circunstancias que mudan la especie de la moralidad del acto, o sea, aportan al
acto otra moralidad de una especie diferente de la del objeto principal; constituyen un segundo objeto moral distinto del
primero; por ejemplo, si robo un cáliz consagrado, hay, además del objeto de hurto (pecado contra el séptimo
mandamiento), otro objeto moral constituido por el sacrilegio (pecado contra el primer mandamiento).
14) S. Th., I-II, q. 18; A. Lanza y P. Palazzini, Principios de teología moral, Roma, 1957, vol. III, nº 117 y ss.
15) Cf. C. Giacon, Guillermo de Occam, Milán, 1941, dos volúmenes.
16) Ivi.
17) Cf. Sto. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 110; Concilio de Trento, sesión VI, canon 11, DB 821; L. Billot, De gratia
Christi, Roma, 1923; R. Garrigou-Lagrange, Sobre Dios uno, París, 1938; P. Parente, Antropología sobrenatural, Roma,
1949.
18) A juicio de Lutero, el pecado original destruyó por completo el libre albedrío del hombre, que no es responsable de
sus actos y, por ende, no es libre de hacer el bien o el mal, sino que está determinado a obrar el mal moral dada la
corrupción absoluta de su libertad. Por eso, cuando el hombre peca no es él quien peca, sino que es Dios quien peca en
él. De ahí concluye Lutero lo siguiente: “pecca fortiter, sed fortius crede: peca con fuerza, pero ten con más fuerza aún
la fe fiducial de salvarte y te salvarás”; porque para él la fe sola, sin obras, basta para santificar al hombre y salvarlo. Cf.
H. Grisar, Lutero, su vida y sus obras, Turín, 1933; M. Bendiscioli, La reforma protestante, Roma, 1953; R. GarcíaVilloslada, Lutero, Milán, ed. Istituto Propaganda Libraria, dos volúmenes, 1985.
19) Cf. F. Fabro, El viraje antropológico de Karl Rahner, Milán, ed. Rusconi, 1974.
20) In II Sent., d. 38, q. 1, a. 3, sol. 1.
21) Pío XII, Síntesis de verdad y de moral, 30 de septiembre de 1954, en Discursos y radiomensajes de Su Santidad Pío
XII, Ciudad del Vaticano, ed. LEV, vol. XVI, pag. 177. Cf. asimismo S. Th., I-II, qq. 91-95.
10
22) S. Th., I-II, q. 91, a. 2: «De entre todos los seres, el hombre está sujeto a la providencia divina de una manera más
excelente, ya que con su razón y libertad participa de ella en mayor medida que los demás, proveyendo para sí mismo y
para los otros».
23) S. Th., I-II, q. 91, a. 2.
24) S. Th., II-II, q. 106, a. 1.
25) R. Pizzorni, Derecho natural y derecho positivo, Bolonia, ed. ESD, 1999, pág. 6.
26) R. Pizzorni, ibid., pág. 14.
27) Para una refutación de estos errores filosóficos, cf. R. Garrigou-Lagrange, Dios. Su existencia y su naturaleza,
París, ed. Beauchesne, 1914, vol.I, sección II, parágrafos 12, 13 y 14.
Nota del traductor:
(*) El disociado mental es, obviamente, quien padece una disociación mental, entendida ésta como una grave alteración
de las capacidades lógicas, de las normales relaciones asociativas de las ideas; constituye una alteración típica de la
esquizofrenia.
LA “IGLESIA” YA NO “UNA”
El último documento magisterial que sanciona la doctrina tradicional sobre el ecumenismo
antes del decreto conciliar Unitatis Redintegratio es la Instructio de motione oecumenica
[Instrucción sobre el movimiento ecuménico] (dada por el Santo Oficio el 20 de diciembre de 1949
y recogida en AAS [Actas de la Sede Apostólica], 31 de enero de 1950), un documento que
continúa la enseñanza que impartió Pío XI en la encíclica Mortalium animos contra el ecumenismo
pancristiano:
Primero: “la Iglesia Católica posee la plenitud de Cristo” y no se la ha de perfeccionar por
obra de las demás confesiones.
Segundo: no debe buscarse la unión por el camino de una asimilación progresiva de las
diversas confesiones de fe ni por el de una acomodación del dogma católico a lo que no es él.
Tercero: la única unión verdadera de las iglesias es factible sólo con el retorno (per reditum)
de los hermanos separados a la verdadera Iglesia de Dios.
Cuarto: los separados que se incorporan a la Iglesia Católica no pierden nada sustancial de
lo que pertenece a su profesión de fe particular, sino que, por el contrario, lo vuelven a encontrar
idéntico, pero en una dimensión completa y perfecta (“completum atque absolutum”).
La Instructio de 1949 no se cita nunca en el decreto del Vaticano II sobre el ecumenismo
(Unitatis redintegratio), como tampoco el vocablo “retorno” (reditus). Así pues, a la reversión [el
retorno] le ha sucedido la conversión [la convergencia]: «Las confesiones cristianas, la católica
inclusive, no deben volverse unas a otras, sino gravitar todas juntas hacia el Cristo total que se
halla fuera de ellas [el cual, por ende, no está ya en la Iglesia Católica] y en el cual deben
converger» (1).
Es consiguiente un gravísimo cambio doctrinal: la Iglesia de Roma no es ya el fundamento y
el centro de la unidad cristiana, sino que la vida histórica de la Iglesia converge en torno a varios
centros (las diferentes confesiones cristianas) cuyo centro más profundo permanece fuera de cada
una de ellas; por eso los separados no deben “retornar” al centro inmóvil, que es la Iglesia guiada
por Pedro. La unidad de la Iglesia no se considera ya, pues, como algo realizado en la historia, de
aquí que desaparezcan tanto la necesidad de remitirse a ella cuanto la exclusión de cualquier
pluralismo paritario religioso. Se esfuma, pues, la «reafirmación de la trascendencia del
cristianismo, cuyo principio, que es Cristo, es un principio teándrico vicariado históricamente por
el ministerio de Pedro» (2).
La argumentación de Amerio destaca por su diamantina claridad y sencillez:
«Realmente, Pablo VI volvió a proponer la doctrina tradicional en el discurso inaugural del
segundo período [del Concilio] al aseverar que los separados “carecen de la unidad perfecta que
sola la Iglesia Católica puede darles” [párese mientes en esto: sólo carecen de la unidad perfecta; no
se hallan faltos, pues, de una unidad imperfecta]. El triple vínculo de tal unidad está constituido por
11
unas creencias idénticas, por la participación en los mismos sacramentos y por la apta coharentia
unici ecclesiastici regiminis [fuerte unión resultante de una dirección eclesiástica única], si bien
dicha dirección única respetará una amplia variedad de expresiones lingüísticas, formas rituales,
tradiciones históricas, prerrogativas locales, corrientes espirituales y situaciones legítimas.
Mas, a despecho de las declaraciones papales, el decreto Unitatis redintegratio rechaza el
reditus de los separados y profesa la tesis de la convergencia de todos los cristianos. La unidad no
debe alcanzarse por el retorno a la Iglesia de los separados, sino por la conversión de todas las
iglesias al Cristo total, el cual no subsiste en ninguna de ellas, sino que ha de reintegrarse mediante
la convergencia de todas en una misma cosa. Donde los esquemas preparatorios definían que la
Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica, el Concilio concede sólo que la Iglesia de Cristo subsiste en
la Iglesia Católica, adoptando la teoría de que también en las demás iglesias cristianas subsiste la
Iglesia de Cristo y de que todas han de cobrar conciencia de tal subsistencia común en Él. A las
iglesias separadas, como escribe un catedrático de la Gregoriana en el L´Osservatore Romano del
14 de octubre, el Concilio las reconoce en cuanto “instrumentos de que se sirve el Espíritu Santo
para obrar la salvación de sus fieles”. El catolicismo no goza ya de ningún carácter de preeminencia
y exclusividad en esta visión paritaria de todas las iglesias».
La variación en la doctrina consiste, pues, en el hecho de que la unión de todas las iglesias
se debe realizar, en lugar de en la Iglesia católica, en la denominada “Iglesia de Cristo” y mediante
un movimiento de convergencia de todas las confesiones cristianas hacia un centro que está fuera
de cada una de ellas.
De semejante variación del concepto de unión de los cristianos se sigue inevitablemente
asimismo la variación del concepto de misión: las “religiones” no cristianas han de entrar en la
unidad religiosa de la humanidad y, exactamente igual que en el caso de los hermanos separados,
eso debe acontecer no ya por efecto de su conversión al cristianismo, sino porque dicha unidad está
ya presente en sus valores intrínsecos, en los que basta ahondar para hallar así esa verdad más
profunda subyacente a todas las religiones. He aquí por qué se dice hoy que el budista debe volverse
mejor budista; el musulmán, mejor musulmán, etc., y por qué se condena la misión como
“proselitismo”.
Los discursos y los documentos de Juan Pablo II, y sobre todo su encíclica Ut unum sint,
perfilan el compromiso ecuménico como una estrategia de diálogo más bien que como la expresión
de una profunda e inalienable exigencia de unidad y unicidad de la Iglesia. Y lo mismo hace
Benedicto XVI, quien ha remachado varias veces que “el compromiso ecuménico de la Iglesia
católica en la búsqueda de la unidad cristiana es irreversible”.
Ahora bien, una cosa es reconocer y afirmar la ecumenicidad de la Iglesia en cuanto
propiedad constitutiva suya ínsita en su catolicidad proyectada sobre toda la tierra y sobre toda la
familia humana hermanada por la adhesión a toda la revelación divina, y otra muy distinta cimentar
el compromiso ecuménico en estrategias humanas, sin tener ya como punto de partida la naturaleza
ontológica de la Iglesia y su tender implícitamente a la unidad, una tensión que no puede proceder
de comportamientos contingentes, sino de la fidelidad a su misión universalista.
El ecumenismo, rectamente entendido, no fue un descubrimiento del concilio, sino que ha
estado presente desde siempre en la autoconciencia eclesial: «Está en ella, sin embargo, con una
configuración suya diametralmente opuesta a la actual. Mientras ésta se aparta de la “política del
retorno”, mofándose algunas veces de ella y otras demonizándola, el ecumenismo que acompaña al
incidir espacio-temporal de la Iglesia está al servicio de su unidad-unicidad, a la cual solicita que
retornen los lejanos y los separados. Habría que estar ciego y sordo para no entender la diferencia
que media entre el ecumenismo constitutivo de la Iglesia y el ecumenismo que ésta realiza hoy. Uno
responde a la conciencia de la propia identidad de la Iglesia, una y única, querida y fundada por
Cristo; el otro tiende a sustituir el contenido de esta autoconciencia por un nuevo modelo de unidad
ampliada» (3).
No por casualidad enseña Pío XI en la Mortalium animos que la tendencia pancristiana al
falso ecumenismo desemboca en una “falsa religión cristiana, bastante diferente de la Iglesia única
de Cristo”. La tradición nos suministra el dato de que a la revelación apostólica corresponde la
12
Iglesia una, única e inmutable. Todo el que desde cualquier púlpito la vuelva diferente se excluye de
la única Iglesia verdadera.
En todos los análisis, en el diálogo articulado y en los desarrollos pastorales que derivan de
él, el único dato que debería ser esencial, pero que no aflora, es que para un ecumenismo auténtico
no valen tanto las comisiones, los encuentros, las proclamas y las declaraciones conjuntas cuanto la
oración, la penitencia y el compromiso en la renovación de la fidelidad plena a la tradición y a la
palabra escrita de Dios. En efecto, el “ut unum sint” por el cual rogó el Señor y se dio a sí propio, la
verdadera unidad -que no es ni pragmática, ni organizativa, ni de asentimiento de la razón, sino
comunión en Cristo en el seno de su Iglesia-, no son las denominadas buenas voluntades humanas
las que la realizan, sino que ella misma se realiza como don sobrenatural que adquiere realidad y
concreción en quien “vuelve” a la Iglesia y en quien “permanece” en ella (pero, evidentemente, se
trata de la Iglesia tal y como el Señor la quiso y constituyó: Una, Santa, Católica, Apostólica y
también romana).
El apóstol Pablo, aun permaneciendo fiel a Pedro, no cerró los ojos ante aquel
comportamiento, que hoy quizá se denominaría “ecuménico”, por el que Pedro, seguido de
Bernabé, “antes de venir algunos [judeocristianos] de los de Santiago, comía con los gentiles; pero
en cuanto aquéllos llegaron, se retraía y apartaba, por miedo a los judíos” (Gal 2, 11-14).
Se trató por parte de Pedro de una incoherencia en el comportamiento, de un error práctico,
mas dicho “error material” podía tener graves reflejos doctrinales y animar, en consecuencia, a
aquellos judeocristianos que querían obligar también a los gentiles a practicar las observancias
legales del judaísmo. Por eso Pablo, el Apóstol de los gentiles, no vaciló en oponerse a Pedro en una
asamblea pública: estaba en juego la “verdad del Evangelio”. Igual que Pablo deben hacer hoy y
siempre todos los católicos, resistiendo al indiferentismo, a las ambigüedades doctrinales, a los
riesgos de sincretismo, cualquiera que sea el que los proponga, porque el siervo no es más que su
Señor y porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
M. G.
Notas:
1) Romano Amerio, Iota unum, Lindau, 2009, pág. 492.
2) Amerio, ibid., pág. 491.
3) Brunero Gherardini, L'ecumene tradita [La ecumene traicionada], Fede & Cultura, 2009, pág. 24.
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