03-12 Domingo Ordinario 5 – Año C Is.6.1-8 // I Cor.15.1-11 // Lc.5.1-11 ¿Te acuerdas de aquel señor que se quejaba de que, dentro de su casa, se sofocaba casi del calor? Por esto decidió sembrar un arbolito de sombra a lado de la casa. Comenzó a cavar el hoyo, pero el suelo resultó bastante duro. Por fin levantó la pala bien alto, para luego clavarla con toda su fuerza en la tierra. La clavó, ¡pero al instante saltó una fuerte chispa que lo mató! ¿Qué fue? Soterrado, había allí un cable de alta tensión eléctrica, que él no sabía, ¡y que ahora había cortado en dos, con fatal consecuencia! Simplemente no había proporción entre esa tremenda fuerza energética y la poca resistencia del blando organismo humano. El Poder Aterrador del Omnipotente La Escritura nos narra un caso muy semejante, cuando el rey David hizo una solemne procesión con el Arca, que era el trono portátil del propio Dios (vea II Sam.6). El Arca iba en una carroza, y al lado andaba el sacerdote Uzzáh para custodiarla, y evitar cualquier percance. En cierto momento un hoyo en el camino causó una fuerte sacudida de la carroza, de manera que el Arca estaba a punto de caer al piso. Pero Uzzáh, cumpliendo su deber como custodio, extendió la mano, la aguantó y así evitó la desgracia. Pero ¡al instante el mismo Uzzáh cayó fulminado al suelo! ¿Por qué? ¿Acaso había cometido un pecado muy serio? No, no hubo ninguna falta de parte de él, más bien cumplió su deber. ¿Entonces qué? Es que, también en este caso, simplemente había una total desproporción entre la vulnerabilidad de su cuerpo humano y aquella explosión como de una bomba atómica que es el Esplendor poderoso del Omnipotente. – Es aquel mismo Poder con que Isaías se vio confrontado en su visión en el Templo, y que le arrancó el grito: “¡Ay de mí, que estoy perdido: pues yo, hombre de labios impuros que habito entre un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, al Señor de los Ejércitos!” (6.5). Misterio Tremebundo y Fascinante El antropólogo y pensador Rudolf Otto (1869-1937) ha analizado numerosas culturas, tanto avanzadas como primitivas, para ver qué es, en ellas, el núcleo de toda experiencia realmente religiosa. Llegó a definirla como la vivencia del “Mysterium Tremendum ac Fascinans”, es decir: el Misterio Tremebundo pero Fascinante o cautivador. - Lo llama ‘misterio’, para expresar que es algo más allá del raciocinio humano: experimentarlo no es fruto de investigación, de ciencia o de estudio. - Dice ‘tremebundo’, para indicar que inspira terror o sentido de amenaza y peligro. - Y lo cualifica como ‘fascinante’, pues te cautiva, te envuelve, te atrae como un imán, te resulta casi irresistible: te arrastra casi contra tu voluntad. - Hay, por tanto, una tensión emocional entre espantarse y huir, - y verse arrastrado. Para ilustrar esto te voy a contar una experiencia personal mía. Fue agosto 15 del 1944, en plena guerra mundial en Europa. Sobre nuestras cabezas estaban pasando los escuadrones de cientos de grandes aviones-bombarderos (“Flying Forts”) de los Aliados, que iban a soltar sus bombas sobre Alemania. Pero unas cazadoras alemanes lograron tumbar unos sesenta de esos monstruos. Uno de ellos, con toda su carga de bombas, cayó muy cerca, frente a mi casa, en un campo con doce vacas, donde estalló en una hoguera apocalíptica. Y ¿qué pasó luego? ¡Todas esas vacas, enloquecidas y bramando de terror, se precipitaron en aquella hoguera y murieron en las llamas! Por un lado, aquel fuego les causó espanto y terror, impulsándolas a huir. Pero por otro lado, las fascinó aún más: las enloqueció, de manera que fueron arrastradas, como por imán, a aquella hoguera: ¡todas se lanzaron al fuego y murieron calcinadas! La Reacción de Pedro En el Evangelio de hoy vemos en Pedro una experiencia semejante. Por un lado es beneficiado con una pesca tan maravillosa y desbordante, que compensa con creces toda su brega inútil de aquella noche. Debe haberle llenado de alegría. Pero ya enseguida, mucho más que aquella alegría inicial, se vio hundido en espanto y terror, al ver la total desproporción entre esa pesca que casi rompía sus redes, y lo que él, como pescador experimentado, podía esperar aún en el mejor de los casos. Ve en lo que pasó la Mano del Omnipotente: de Aquél mismo que domeña los monstruos del mar como juguetes (vea Ps. 93.3-4; 104.25-26), y que manda a la ballena tragarse a Jonás, para luego devolverlo a la orilla (Jon., c.2). Pedro sabe perfectamente bien que el Único que tiene tal poder es Dios mismo. – Así, él se ve, igual que Isaías, confrontado con la Hoguera del Fuego Divino, ahora presente en la persona de Jesús de Nazaret. Le inunda la misma reacción que al profeta: “¿Quién de nosotros puede habitar con el Fuego devorador? ¿Quién aguanta la Llamarada perpetua?” (Is.33.14; 10.17). De ahí la reacción aterrada de Pedro: “¡Aléjate de mí, Señor, que soy hombre pecador!” (v.8). Experimenta el ‘Misterio Tremebundo’ en Jesús: le da terror, - pero esto le abre la puerta para, después, experimentar su salvación. Pues experimentar este ‘terror sagrado’ es la base para toda genuina religiosidad. Mientras no tengamos esta experiencia, nuestra religión queda en prácticas devocionales. La Reacción de Jesús mismo Pero al encarnarse el Hijo de Dios como bebé humano en Belén, y al asumir todas las limitaciones de nuestra condición humana, es como si aquel Fuego aterrador en él se ha ‘domesticado’. Ya no mata ni destruye, sino sana y vitaliza: se ‘adapta’ a la medida de nuestra pequeñez. Así lo experimentó la hemorroísa: que al tocar con fe el mero manto de Jesús, ya quedó invadida de su poder sanador (vea Lc.8.43-48). También otros “le pedían tocar la orla de su vestido, y cuantos lo tocaban quedaban curados” (Mc.6.56), - o Él mismo, “poniendo las manos sobre cada uno de ellos, los sanaba” (Lc.4.40): porque “de él salía una fuerza que los sanaba a todos” (Lc.6.19). Y Pedro que, en los tres años siguientes, estuvo siempre al lado de Jesús, viendo su manera tan ‘humana’ de bregar con todos, al final tuvo la reacción contraria a la de ahora. Pues, cuando después de la Pasión de Jesús, Pedro y sus compañeros volvieron a pescar, Jesús resucitado se les presentó en la orilla del Lago. Y cuando el Discípulo amado le avisó: “¡Es el Señor!” Pedro, impetuoso, se lanzó al agua para, nadando, llegar en seguida a Jesús, y nunca más dejarlo, hasta en su propia cruz (vea Jn.21.4-19). La “Brasa”que Purifica (Is.6.6-7) Toda la acción salvadora de Dios llega a nosotros mediante su Hijo encarnado: no hay gracia o acción de Dios que nos llegue al margen de su amado Hijo. Y nos llegan precisamente a través de la dimensión humana del Hijo encarnado. O sea, el único canal, a través del cual nos viene la vida divina, es el cuerpo humano de Jesús resucitado. De ahí lo que enseña Santo Tomas sobre todos los sacramentos: “La fuerza salvadora fluye desde la divinidad de Cristo, a través de su humanidad, hacia los sacramentos. Esta gracia de los sacramentos tiene dos efectos: (1) quita los defectos de los pecados pasados, en cuanto éstos ya pasaron como actos, pero todavía quedan como culpa; - (2) y luego perfeccionan el alma en relación a Dios y a la vida Cristiana” (III, 62, 5). Así, según Sto.Tomás, cada sacramento tiene dos efectos: quita/lava las culpas que tengamos, - y nos da la gracia específica de tal o cual sacramento. El Catecismo de la Iglesia Católica aplica esto concretamente al Sacramento de la Eucaristía, cuando dice: “La Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos, y preservarnos de futuros pecados… Así como todo alimento corporal sirve para restaurar las fuerzas perdidas, así la Eucaristía fortalece la caridad que borra los pecados veniales,… y nos preserva de futuros pecados mortales” (vea # 1393-1395). – Éste es el sentido de aquella ‘brasa incandescente’ con que el serafín le quemó y purificó a Isaías la boca, antes de que éste pudiera acoger y proclamar el mensaje de Dios mismo. De ahí que, en las Iglesias Orientales, el término normal que indica el Pan consagrado para la comunión de los fieles, es la palabra ‘la Brasa’: porque el Pan Eucarístico, en cuanto Cuerpo de Cristo, tiene en nosotros dos efectos: (1) primero quita o ‘quema’ todo lo impuro, pecaminoso o culpable que hay en nosotros, - (2) para luego hacernos crecer en unión íntima con Jesús resucitado en su vida propiamente divina. -