El sari rojo

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En 1965, Sonia Maino, una
estudiante italiana de 19 años,
conoce en Cambridge a un joven
indio llamado Rajiv Gandhi. Ella es
hija de una familia humilde de los
alrededores de Turín; él pertenece a
la estirpe más poderosa de la India.
Es el principio de una historia de
amor que ni siquiera la muerte será
capaz de romper. Por amor, la
italiana abandona su mundo y su
pasado para fundirse con su nuevo
país, la India prodigiosa que adora a
veinte millones de divinidades, que
habla ochocientos idiomas y que
vota a quinientos partidos políticos.
Su valor, su honestidad y su entrega
acabarán convirtiéndola en una
diosa a los ojos de una sexta parte
de la humanidad.
Javier Moro
El sari rojo
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John Doe 12.11.11
Naciste con este libro y a ti te lo dedico,
Olivia
APERTURA
Condúceme de las tinieblas a la luz,
de la muerte a la inmortalidad.
Oración Védica
1
Nueva Delhi, 24 de mayo de 1991.
Sonia Gandhi no consigue creer que
el hombre de su vida esté muerto, que ya
no sentirá sus caricias, ni el calor de sus
besos. Que no volverá a ver esa sonrisa
tan dulce que un día le arrebató el
corazón. Todo ha sido tan rápido, tan
brutal, tan inesperado que todavía no lo
asimila. Su marido ha caído en atentado
terrorista hace dos días. Se llamaba
Rajiv Gandhi, ha sido primer ministro, y
estaba a punto de volver a serlo, según
las encuestas, si su campaña electoral no
se hubiera visto truncada de manera tan
trágica. Tenía cuarenta y seis años.
Hoy, la capital de la India se
dispone a despedir los restos de este
hijo ilustre de la patria. El féretro que
contiene el cuerpo está tendido en el
gran salón de Teen Murti House, la
residencia palaciega donde vivió su
niñez cuando su abuelo, Jawaharlal
Nehru, era primer ministro de la India.
Es un palacete colonial, blanco, rodeado
de un parque con grandes tamarindos y
flamboyanes, cuyas flores rojas destacan
sobre un césped amarillento de tanto
calor. Originalmente diseñado para
albergar al Comandante en Jefe de las
fuerzas británicas, después de la
independencia pasó a ser la residencia
del máximo mandatario de la nueva
nación India. Nehru se instaló allí, junto
a su hija Indira y sus nietos. A los
jardineros, cocineros y demás miembros
del servicio que hoy, junto a miles de
compatriotas, vienen a rendir tributo al
líder asesinado, les cuesta creer que los
restos mortales que yacen en esta capilla
ardiente sean los de aquel niño que
jugaba al escondite en esas habitaciones
grandes como cuevas, con techos de seis
metros de altura. Les parece que todavía
resuena el eco de sus risas cuando
correteaba persiguiendo a su hermano
por aquellos largos pasillos, mientras su
abuelo y su madre atendían a algún jefe
de gobierno en uno de los salones.
Una gran foto de Rajiv con una
guirnalda blanca está colocada sobre el
féretro envuelto en una bandera azafrán,
blanca y verde, los colores nacionales.
Su sonrisa llena de frescura es la última
imagen que se llevan en el recuerdo las
miles de personas que desfilan por Teen
Murti House, a pesar de los 43 grados
que marca el mercurio. Es la imagen que
también se llevarán sus familiares,
porque el cuerpo de este hombre que las
mujeres encontraban tan guapo ha
quedado tan destrozado que los
médicos, a pesar de haber intentado
reconstruirlo, no han conseguido dar
forma a la masa amorfa de carne que ha
dejado la bomba. Dicen que en el
esfuerzo para embalsamarle, uno de
ellos se desmayó. De modo que se han
limitado a poner algodón y vendas, y
mucho hielo para que aguante hasta el
día de la cremación.
«Por favor, tengan cuidado, no le
hagan daño», dice su viuda esgrimiendo
una mueca de dolor a los que vienen
periódicamente a reponer hielo porque
el calor sube, inexorablemente, y seguirá
haciéndolo hasta los primeros días de
julio, hasta que descarguen las lluvias
monzónicas. Su único consuelo -que
bien hubiera podido acabar igual si le
hubiera acompañado, como tantas veces
hacía- no le sirve porque en este
momento quisiera morirse también.
Quisiera estar con él, siempre con él,
aquí y en la eternidad. Le quería más
que a sí misma.
Es cierto, tiene a sus hijos. La
pequeña, Priyanka, de diecinueve años,
morena, alta, es una chica fuerte tanto de
carácter como físicamente. Se ha
ocupado de los preparativos de los
funerales y está muy pendiente de su
madre. Le insiste para que coma algo,
pero la simple evocación de comida le
produce náuseas. Lleva dos días a base
de agua, café y zumo de lima. Su vieja
amiga el asma, esa que le acompaña
desde que era muy niña, ha vuelto a
aparecer. Dos noches atrás, cuando le
notificaron que su marido había sido
víctima de un atentado, tuvo una crisis
tan violenta que casi perdió el
conocimiento. Su hija le buscó sus
antihistamínicos y se los dio, aunque no
consiguió consolarla. Teme que del
calor y el dolor se ahogue de nuevo.
Rahul, el mayor, tiene veintiún años,
y acaba de llegar de Harvard, donde
cursa sus estudios. En su hijo reconoce a
su marido: las mismas facciones suaves,
la misma sonrisa, la misma expresión de
bondad. Ella le mira con infinita ternura.
Qué joven le parece para encender la
pira funeraria de su padre, como le
corresponde al hijo según la tradición
hindú.
A la una de la tarde, la llegada de
tres generales, representantes de sus
respectivos
ejércitos,
señala
el
comienzo oficial del funeral de Estado.
Justo antes de que los militares levanten
el féretro con la ayuda de Rahul y otros
amigos de la familia, Priyanka se acerca
a acariciarlo, como si quisiera así
despedirse de su padre antes de que éste
emprenda el último viaje. Su madre, que
ha estado ocupada en saludar a tantas
personalidades, se mantiene a cierta
distancia, mirando la escena con
lágrimas en los ojos. Va vestida con un
sari blanco impoluto, como corresponde
a las viudas en la India. Lleva más de la
mitad de su vida viviendo aquí, así que
se siente india. En febrero pasado,
celebró sus veintitrés años de
matrimonio con Rajiv cenando en un
restaurante en Teherán, donde le
acompañaba en un viaje oficial. Sigue
siendo muy guapa, como lo era a los
dieciocho años, cuando le conoció. El
cabello negro, veteado de incipientes
canas, está cuidadosamente peinado
hacia atrás, recogido en un moño y
cubierto por un extremo del sari. Si no
estuvieran hinchados por el llanto, sus
ojos serían grandes. Son de color
castaño oscuro, con largas cejas
finamente depiladas. Tiene la nariz
recta, los labios carnosos, la piel muy
blanca y una mandíbula bien marcada.
Hoy parece una de esas heroínas
afligidas de una superproducción del
cine indio, aunque su silueta y su porte
altivo evocan alguna diosa del panteón
romano, quizás porque el sari que lleva
con gran soltura se parece a las túnicas
de las mujeres de la antigüedad. O
quizás por su físico. Ha nacido y se ha
criado en Italia. Su nombre de soltera es
Sonia Maino, aunque la conocen como
Sonia Gandhi, ahora la viuda de Rajiv.
Más de medio millón de personas
desafían el calor para ver pasar el
cortejo fúnebre que se dirige al lugar de
la cremación, a una distancia de unos
diez kilómetros, detrás de las murallas
que los emperadores mogoles erigieron
para proteger a la antigua Delhi, en unos
espléndidos jardines situados a orillas
del río Yamuna. Escoltada por cinco
pelotones de treinta y tres soldados cada
uno, la plataforma sobre ruedas que
lleva el féretro adornado con caléndulas
es remolcada por un camión militar
también cubierto de flores. En las
banquetas de su interior van sentados los
jefes de Estado Mayor. Le siguen los
automóviles que transportan a la familia.
Algún curioso acierta a ver a Sonia
quitarse sus enormes gafas de sol para
pasarse un pañuelo por la cara y, con
mano temblorosa, secarse las lágrimas.
El cortejo enfila la avenida Rajpath,
bordeada de cuidados jardines donde
generaciones de delhiitas han paseado a
la sombra de sus grandes árboles, en su
mayoría jambules de más de cien años,
con frutos negros como higos. La
mayoría de árboles fueron plantados
para luchar contra el calor, cuando los
ingleses decidieron hacer de Delhi la
nueva capital del Imperio en detrimento
de Calcuta. Levantaron una agradable
ciudad jardín con anchas avenidas y
perspectivas
grandiosas,
como
correspondía a una capital imperial. La
gran vista central de Rajpath, rebosante
de una multitud portando clavelinas
naranjas, el color sagrado de los
hindúes, le trae recuerdos a Sonia de un
pasado de felicidad, tan próximo en el
tiempo y sin embargo tan lejano ahora...
En esta misma avenida y frente a la
Puerta de la India, versión local del arco
de triunfo parisino, se encontraba el
último 26 de enero, día de la fiesta
nacional, presenciando el desfile militar
junto a Rajiv ... ¿Cuántas veces lo ha
presenciado? Casi tantas como años
lleva en la India. Toda una vida. Una
vida que se acaba.
Para añadir sorna a la tragedia, su
coche se detiene y no consigue arrancar
de nuevo. Los motores sufren con esta
temperatura y a esta cadencia. Sonia y
sus hijos abandonan el vehículo y la
multitud se abalanza inmediatamente
sobre ellos, forzando a los Gatos
Negros, los comandos especiales de
seguridad vestidos de negro, a
desplegarse rápidamente y a formar una
cadena humana para protegerles
mientras cambian de automóvil. Luego
el cortejo arranca de nuevo, al ritmo
acompasado de los guardas de honor.
Más tarde, en las calles estrechas
cercanas a Connaught Place, la multitud
se convierte en marea humana dispuesta
a invadirlo todo, como si quisiera
engullir el cortejo, y el sistema de
seguridad consigue a duras penas
mantenerla a raya. Los rostros de esa
multitud muestran agotamiento, gotean
perlas de sudor, y las miradas de ojos
negros se detienen ante cuatro camiones
militares llenos de periodistas del
mundo entero. Hombres y mujeres, niños
y ancianos con semblantes de
desconsuelo y lágrimas en los ojos
arrojan pétalos de flores al féretro.
El cortejo llega al lugar de la
cremación a las cuatro y media de la
tarde, con una hora de retraso sobre el
horario previsto. Hay tanta gente que
hoy no se ven los parterres floridos,
sólo los grandes árboles, como
centinelas de la eternidad que proyectan
su benévola sombra sobre los asistentes,
muchos vestidos con traje negro, como
John Majar o el príncipe de Gales, otros
de uniforme militar, como Yasser Arafat,
todos chorreando sudor. La pira
funeraria compuesta por diez quintales
de madera está lista. Detrás, en una
plataforma especialmente construida
para la ocasión que domina la pira, se
colocan los familiares más cercanos. A
unos trescientos metros de distancia
hacia el norte se encuentran los
mausoleos de Nehru y de su hija Indira,
levantados en el emplazamiento exacto
donde tuvieron lugar sus cremaciones, y
que ya nunca podrá destinarse a otro
uso, tal y como indica la tradición. Rajiv
tendrá pronto el suyo, en piedra labrada
con forma de hoja de loto. La familia
reunida en la muerte.
Unos soldados sacan el cuerpo de
Rajiv del féretro y lo colocan sobre la
pira funeraria, la cabeza orientada hacia
el norte, según el ritual. Luego, los
generales de los tres ejércitos pliegan
cuidadosamente la bandera que envuelve
el cadáver mutilado y cortan las cuerdas
de la mortaja blanca que lo retiene. La
familia está de pie, codo con codo. El
sacerdote, un anciano con barbas
luengas y blancas como la nieve que
parece sacado de un cuento antiguo,
marca las pautas de los ritos védicos y
reza una corta oración: «Condúceme de
lo irreal a lo real, de las tinieblas a la
luz, de la muerte a la inmortalidad ... »
Es un viejo conocido: también él
presidió los funerales de Indira. A
Rahul, vestido con una kurta blanca, le
entrega una pequeña jarra llena de agua
sagrada del Ganges. El joven, descalzo,
cabizbajo y ensimismado tras sus gafas
de pasta negra, da tres vueltas a la pira
mientras va vertiendo unas gotas sobre
su padre, cumpliendo así el rito
purificador del alma. Luego se arrodilla
ante sus restos y llora por dentro, sin
que nadie le vea. Llora por un padre que
siempre fue tolerante y compasivo y que
adoraba a sus hijos. Brotan lágrimas
secas de una herida que, intuye, nunca
cicatrizará. Su madre y su hermana
Priyanka,
cuya
digna
serenidad
conmueve a los presentes, se acercan a
la pira y colocan meticulosamente
troncos de madera de sándalo y cuentas
de rosaría sobre el cuerpo, en unos
gestos que son grabados por las
televisiones del mundo entero.
Llega la hora de despedirse. Sonia
deposita una ofrenda sobre el cuerpo a
la altura del corazón. Está hecha de
alcanfor, cardamomo, clavo y azúcar y
se supone que contribuye a erradicar las
imperfecciones del alma. Luego le toca
los pies en señal de veneración, como es
costumbre en la India, junta sus manos a
la altura del pecho, se inclina por última
vez ante su marido y se retira. A través
de las cámaras de televisión, el mundo
descubre a esta mujer estoica que
recuerda
a
Jacqueline
Kennedy
veintiocho años antes en Arlington. Son
las cinco y veinte de la tarde.
Cinco minutos después, su hijo
Rahul, serio y decidido, da tres vueltas a
la pira antes de plantar la antorcha
encendida que lleva en la mano entre los
troncos de madera de sándalo. No le
tiembla el pulso: es su deber de buen
hijo ayudar a que el alma de su padre se
libere de su envoltorio mortal y alcance
el cielo. Durante unos segundos, parece
que el tiempo se detiene. No se ve humo
ni llamas, sólo se oyen los cantos
védicos entre la multitud. Sonia ha
vuelto a protegerse el rostro detrás de
sus gafas de sol. Que no la vean llorar.
Hay que mantenerse entera, como lo ha
hecho hasta ahora, cueste lo que cueste.
Entera como se mantuvo Rajiv cuando le
tocó encender la pira funeraria de su
madre Indira Gandhi, hace tan sólo siete
años, mientras el pequeño Rahul lloraba
en sus brazos. Entera como la propia
Indira cuando asistió a la cremación de
su padre Jawaharlal Nehru, y luego a la
de su hijo Sanjay, su ojo derecho, su
heredero
designado,
muerto
al
estrellarse su avioneta una mañana
soleada de domingo, hace ya once años.
Una fecha que Sonia no puede olvidar
porque a partir de aquel día nada volvió
a ser como antes.
Ha tenido que sacar fuerzas de lo
más profundo de su ser para encontrarse
hoy aquí, porque los sacerdotes hindúes
se negaban a que presenciase la
cremación. No es costumbre que la
viuda asista, menos aún si es de otra
religión. Pero en eso Sonia se mostró
inflexible. Reaccionó como lo hubiera
hecho su suegra Indira, no dejándose
avasallar ni por prejuicios ni por
costumbres arcaicas. Bajo ningún
concepto se quedaría en casa mientras el
mundo entero iba a asistir a la segunda
muerte de su marido. Así lo dijo a los
organizadores del funeral. Ni siquiera
tuvo que amenazarles con llevar el caso
a la máxima autoridad del país porque
ante la fuerza de su determinación, se
achantaron. Sonia Gandhi bien merece
una excepción.
Pero ahora hay que estar a la altura.
No vacilar, no desmayarse, no decaer.
Seguir viviendo, aunque resulta difícil
hacerlo cuando lo que uno quiere es
morirse. Qué difícil no dejarse ahogar
por la emoción cuando los salmos
védicos dan paso a unas salvas de cañón
y los soldados, perfectamente formados,
presentan sus armas y apuntan al suelo,
en señal de luto, haciendo sonar sus
cornetas. Cuando los dignatarios
llegados del mundo entero, los generales
con sus chamarras coloridas de tanta
condecoración y los representantes del
gobierno indio, con sus ropas de
algodón arrugadas y empapadas después
de haber esperado tanto tiempo en la
canícula, se levantan al unísono y se
quedan inmóviles, de piedra, en un
breve y último homenaje. Cuando los
amigos, venidos de Europa y América
para dar el último adiós, no consiguen
contener el llanto. Sonia reconoce entre
ellos a Christian von Stieglitz, el amigo
que le presentó a Rajiv cuando eran
estudiantes en Cambridge, y que ha
venido acompañado de Pilar, su mujer
española.
Y luego el murmullo que sube de
pronto, como un mar de fondo que viene
de lejos, de los confines de la ciudad y
quizás de las cuatro esquinas del
inmenso país, y que se convierte en un
solo grito, espantoso, gutural, el grito de
miles de gargantas que parecen tomar
conciencia de la irreversibilidad de la
muerte cuando la hoguera prende
súbitamente en una explosión de llamas
y en pocos minutos envuelve el sudario
en un abrazo fatal. Rahul da unos pasos
hacia atrás. Sonia se tambalea. Su hija le
pasa el brazo por encima de los
hombros y la sostiene hasta que recobra
fuerzas. A través del muro de llamas, los
tres asisten al espectáculo antiguo y
tremendo de ver cómo la persona que
más quieren se consume y se convierte
en cenizas. Es como otra muerte, lenta,
penetrante, para que los vivos siempre
recuerden que nadie escapa a lo
inevitable del destino. Porque es una
muerte que entra por los cinco sentidos.
El olor a quemado, los colores diáfanos
de los vivos detrás del aire abrasador
que sube de la hoguera levantando
remolinos de ceniza, el sabor a sudor, a
polvo y a humo que se queda pegado a
los labios, y luego los gritos de « ¡Viva
Rajiv Gandhi!» que brotan de la multitud
conforman una escena renovada y eterna
a la vez. A medida que las llamas
ascienden, Rahul se dispone a efectuar
la última parte del ritual Armado de un
palo de bambú de unos tres metros de
largo, da un golpe simbólico al cráneo
de su padre, para que su alma ascienda
al cielo en espera de su próxima
reencarnación.
Para Sonia, no existen palabras para
describir lo que está viendo, la
escenificación del atroz sentimiento de
pérdida que la desgarra por dentro,
como si una fuerza invencible le
estuviera destrozando las entrañas.
Nunca como en este momento ha
entendido el profundo significado de
esta costumbre ancestral Recuerda que
hizo una mueca de disgusto cuando, nada
más llegar a la India, se enteró de la
existencia del sati. ¡Qué horror, qué
barbarie!, pensó. Antiguamente, el
pueblo adoraba a las viudas que tenían
el valor de tirarse a la pira funeraria del
marido para emprender junto al ser
amado el viaje hacia la eternidad. Las
que se entregaban heroicamente a las
llamas pasaban a ser consideradas como
divinidades y a ser veneradas como
tales durante años, algunas durante
siglos. El rito del sati, que tiene su
origen en las familias nobles de los
Rajput, la casta guerrera de la India del
Norte, luego se popularizó a las clases
más humildes, y acabó por corromperse.
Los ingleses lo prohibieron, como luego
también lo hizo el primer gobierno
democrático de la India, por los abusos
que se cometían en su nombre. Pero en
el origen, convertirse en sati era una
prueba de amor supremo que sólo puede
comprender una mujer cuando ve arder
el cadáver del marido que adora. Como
Sonia en este momento, que ve el fuego
como una liberación, como la única
manera de acabar con esa pena tan total
que embarga su alma.
«Reacciona», se dice a sí misma. No
hay que dejarse arrastrar por la muerte.
La vida es una lucha, bien lo sabe ella.
El contacto físico con sus hijos la
reconforta. Entonces, con fuerzas
renovadas,
brotan
sentimientos
encontrados: ansias de justicia, deseos
de revancha por lo que han hecho a su
marido, y una rebeldía profunda porque
lo que ha ocurrido es inaceptable. ¿Se
hubiera podido evitar?, se pregunta sin
cesar. Ella lo intentaba en la medida de
sus posibilidades, escrutando los rostros
de todos los que se acercaban a su
marido en los mítines electorales,
intentando adivinar el bulto revelador de
un arma bajo una camisa, o el gesto
sospechoso de un asesino potencial.
Porque siempre supo que podía ocurrir
algo así. Lo supo desde el día en que
Rajiv cedió al ruego de su madre, Indira
Gandhi, entonces primera ministra, y se
metió en política. Por eso, cuando hace
dos días sonó el teléfono a las once
menos diez de la noche, una hora tan
insólita, Sonia se dio la vuelta en la
cama y se tapó los oídos como para
protegerse del golpe que sabía estaba a
punto de recibir. La peor noticia de su
vida era en el fondo una noticia
esperada. Lo era todavía más desde que
Sonia se enteró de que el gobierno había
retirado a Rajiv el grado de máxima
seguridad que le correspondía por haber
sido primer ministro. En la jerga
burocrática, tenía la categoría Z, y eso le
daba derecho a la protección del SPG
(Special Protection Group), lo que le
hubiera
protegido
del
atentado
terrorista. ¿Por qué se lo retiraron, por
mucho que ella lo reclamara? ¿Por
desidia? ¿O porque ese pretendido
«olvido» satisfacía los designios de sus
adversarios políticos?
Un ruido seco, duro, indescriptible,
la devuelve a la realidad. Suena como
un tiro. O una pequeña explosión. Todos
los que han asistido a una cremación
saben de lo que se trata. Unos bajan la
cabeza otros miran al cielo, otros están
tan cautivados por el espectáculo que
parecen hipnotizados y siguen mirando.
El cráneo ha estallado por efecto de la
presión del calor. El alma del difunto ya
es libre. El ritual ha terminado. La gente
lanza pétalos de flores a las llamas,
mientras surge otra visión turbadora. Las
manos largas y finas que igual
acariciaban a sus hijos como reparaban
un aparato electrónico ° firmaban
acuerdos internacionales quedan al
descubierto, y muestran unos dedos
negros que se alzan y se retuercen, en
una despedida desgarradora desde el
más allá. Adiós, hasta siempre.
Sonia rompe en sollozos. ¿Dónde
está el consuelo? ¿En qué Dios hay que
buscarlo? ¿Qué Dios permite que un
hombre bueno como Rajiv salte en mil
pedazos por el fanatismo de otros
hombres' que también tienen familia, que
también tienen hijos, que también saben
acariciar y querer? ¿Qué sentido darle a
toda esta tragedia? Sus hijos,
preocupados porque la mezcla de humo,
ceniza e intensa emoción le provoque un
nuevo ataque de asma, se colocan cada
uno a su lado, mientras ella se calma y
contempla, rota por dentro, cómo su
sueño de vivir largos años de felicidad
junto a su marido se convierte en humo.
Ciao, amore, hasta otra vida. La India
entera la recordará así, de pie e inmóvil
como una piedra, estoica, ajena a los
gritos de la muchedumbre que delira,
mientras el fuego consume el cadáver de
su esposo. Es la imagen viva del dolor
contenido.
El rugido de un helicóptero del
ejército ahoga los cánticos y los gritos
de la multitud. La gente alza la vista
hacia el cielo blanquecino de calor y
polvo para recibir una lluvia de pétalos
de rosa que caen desde el aparato que
da vueltas sobre la pira. Mientras el
cuerpo termina de arder, la familia baja
los escalones de la plataforma. Con
andar
vacilante
y
rostros
descompuestos, reciben unas palabras
de condolencia del presidente de la
República. En un desorden muy indio,
las demás personalidades se agolpan.
Todos quieren decirle unas palabras a
Sonia:
el
vicepresidente
norteamericano, el rey de Bután, los
primeros ministros de Pakistán, de
Nepal y de Bangladesh, el antiguo
primer ministro Edgard Heath, los
vicepresidentes de la Unión Soviética y
China, la vieja amiga Benazir Bhutto,
etc. Pero nadie consigue acercarse a la
viuda porque de pronto estalla el caos.
Y es que el cadáver no sólo pertenece a
la familia, o a los dignatarios
extranjeros. La multitud, que en sus
primeras filas está compuesta por
militantes y responsables del partido de
Rajiv, siente que les pertenece también a
ellos. Son sólo una ínfima parte de los
cuarenta millones de afiliados del
partido que bajo la denominación banal
y poco llamativa de Congress Party
(Partido del Congreso) representa la
mayor organización política democrática
del mundo. Nació a mitad del siglo XIX
como una asociación de grupúsculos
políticos para exigir igualdad de
derechos entre indios e ingleses dentro
del Imperio. El Mahatma Gandhi lo
transformó en un sólido partido cuya
meta era conseguir la independencia por
la vía de la no-violencia. Nehru fue su
presidente, después lo fue su hija Indira,
y Rajiv ha sido el último. A pesar del
aire abrasador e irrespirable, ahora los
militantes quieren ver de cerca los
restos mortales de su líder convertidos
en ceniza. Todos quieren lamer las
llamas de la muerte y del recuerdo, de
modo que arrancan las vallas metálicas
como si fuesen briznas de paja y se
abalanzan hacia la hoguera al grito de: «
¡Rajiv Gandhi es inmortal!» Los Gatos
Negros, los comandos de elite, se ven
obligados a intervenir. Forman una
barrera humana alrededor de la familia,
y deciden batirse en retirada, paso a
paso, entre los gritos de histeria de una
muchedumbre desatada, hasta llegar a
los automóviles y ponerles a salvo.
Los días siguientes, Sonia, en estado
de shock, se refugia en sí misma. Vive
ensimismada en sus recuerdos con
Rajiv, rompiendo a sollozar cuando sale
de la ensoñación y se encuentra frente a
la terrible realidad de su ausencia. No
puede dejar de pensar en su marido, no
quiere parar de pensar en él, como si
hacerlo fuese otra forma de darle
muerte. Ni siquiera quisiera separarse
de esas dos urnas que contienen las
cenizas, pero es parte del ritual que la
muerte vuelva a la vida.
Cuatro días después de la
cremación, el 28 de mayo de 1991,
Sonia, acompañada por sus hijos, sube a
un compartimento especial de un tren
que les lleva a Allahabad, la ciudad de
los Nehru, donde todo empezó hace más
de cien años. En el compartimento
totalmente recubierto de tela blanca
salpicada de flores de margarita y
jazmín, las urnas están colocadas en una
especie de estrado junto a la foto
enmarcada de un Rajiv sonriente. Sonia,
Priyanka y Rahul viajan sentados en el
suelo. El tren se detiene en un rosario de
estaciones abarrotadas de gente que
viene a rendir tributo a la memoria de su
líder. El desbordamiento de emoción
agota a Sonia, pero por nada en el
mundo dejaría de saludar a esos pobres
de rostros huesudos manchados de sudor
y lágrimas que a pesar de todo sonríen
para ofrecerle su consuelo. Las sonrisas
de los pobres de la India son un regalo
inmaterial, pero que anida en el corazón.
Lo decían Nehru, su suegra y su marido:
la confianza del pueblo, el calor de la
gente, la veneración y, ¿por qué no?, el
amor que te profesan compensa todos
los sacrificios. Ése es el verdadero
alimento de un político de raza, la
justificación de todos sus sinsabores, lo
que da sentido a su trabajo, a su vida.
Durante las veinticuatro horas que el
tren bautizado por la prensa con el
nombre de heart-break express -el
expreso del corazón roto- tarda en
recorrer los seiscientos kilómetros de
trayecto, Sonia es capaz de medir la
intensidad del afecto del pueblo hacia su
familia política -«la familia», como la
conocen los indios, tan popular que no
es necesario precisar de cuál se trata-.
Una familia que ha gobernado la India
durante más de cuatro décadas, pero que
lleva cuatro años fuera del poder. Sonia
contempla a su hijo Rahul, que se ha
quedado dormido entre dos estaciones.
Ojalá nunca vuelva la familia al poder.
Priyanka mira con aire ausente, también
está agotada. Tiene un gran parecido con
Indira, el mismo porte, los mismos ojos
brillantes e inteligentes. Dios nos
proteja.
En Allahabad, las cenizas son
depositadas en Anand Bhawan, la
mansión ancestral de los Nehru, que
Indira, cuando fue nombrada primera
ministra, convirtió en museo abierto al
público. Un patio de estilo moruno con
una fuente en el centro recuerda al
propietario original, un juez musulmán
de la Corte Suprema que en el año 1900
vendió la mansión a Motilal Nehru, el
bisabuelo de Rajiv, un abogado brillante
que ganaba tanto dinero que) dice la
leyenda, mandaba su ropa por barco a
una tintorería de Londres. Aquel hombre
corpulento, que llevaba siempre un
espeso bigote y que vestía como un
gentleman, que era extrovertido,
espléndido, han vivant y dicharachero,
adoraba a su hijo Jawaharlal, quizás
porque era el último que le quedaba,
habiendo perdido dos hijos y una hija
con anterioridad. Ese amor, intenso y
recíproco, estuvo en el origen de la
lucha por la independencia de la sexta
parte de la humanidad. Motilal quiso
que su hijo desarrollase todo su
potencial, lo que significaba darle la
mejor educación posible, aunque eso
implicase separarse de él: «Nunca pensé
que te quería tanto como cuando tuve
que dejarte por primera vez en
Inglaterra, en el colegio interno», le
escribió, porque no conseguía reponerse
de la angustia de haberle dejado solo,
tan lejos, a los trece años de edad. Lo
que ganaba Motilal en un año hubiera
bastado para ponerle un negocio y
solucionarle la vida para siem.pre. Pero
para el padre eso era una postura fácil y
egoísta: «Pienso sin atisbo de vanidad
alguna que soy el fundador de la fortuna
de los Nehru. Te veo a ti, hijo mío
querido, como el hombre que será capaz
de construir sobre esos cimientos que he
creado y espero tener la satisfacción de
ver surgir un día una noble empresa que
se alzará hacia el cielo... » La noble
empresa acabó siendo la lucha por la
independencia del país, en la que padre
e hijo se involucraron con toda la fuerza
de sus convicciones.
La vida de los Nehru cambió cuando
Jawaharlal presentó a su padre a un
abogado que acababa de regresar de
Sudáfrica y que estaba organizando la
resistencia contra el poder colonial de
los ingleses. Era un hombre singular,
vestido con unos dhoti, calzones de
algodón crudo tejido a mano. Tenía
brazos y piernas desproporcionadamente
largos que le hacían parecerse a un ave
zancuda. Sus ojillos negros se cerraban
cuando, detrás de sus gafas de montura
metálica, esgrimía su típica sonrisa,
entre maliciosa y bondadosa. Venerado
como un santo por sus discípulos, era
sin embargo un político hábil que poseía
el arte de los gestos sencillos capaces
de comunicar con el alma de la India. El
joven Nehru le consideraba un genio.
Así entró el Mahatma Gandhi en
contacto con aquella familia, y la
transformó
para
siempre.
El
extravagante Motilal abandonó la
sofisticación por la sencillez, cambió
sus trajes de franela de Saville Row y
los sombreros de copa por un dhoti,
como Gandhi. Ofreció su casa y su
fortuna a la causa de la independencia.
El enorme salón fue transformado por
Motilal en sala de reunión del Partido
del Congreso. El hogar de los Nehru se
convirtió poco a poco en el hogar de la
India entera. Siempre había multitud de
simpatizantes en la verja deseando ver
al padre y al hijo, deseando tener su
darshan, la antigua tradición de origen
religioso que consiste en buscar el
contacto visual con una persona
altamente venerada para así recibir su
bendición, a falta de poder tocarle los
pies o las manos. Hacia el final de su
vida, Motilal, aquejado de fibrosis y de
cáncer, compartió celda en la cárcel de
Nainital con su hijo, que le cuidaba
como podía. El patriarca murió sin
llegar a ver la independencia, sin saber
que su hijo, que el mundo conocería
como Nehru, sería elegido primer
mandatario de la nueva nación. Murió en
esta casa de Anand Bhawan, un día de
febrero de 1931, acompañado por su
mujer, su hijo sosteniéndole la cabeza en
su regazo.
Las habitaciones, pintadas de azul
celeste y crema, conservan los mismos
muebles, los mismos libros, las mismas
fotos y recuerdos de los que vivieron en
ellas. La del Mahatma Gandhi tiene una
colchoneta en el suelo, una cómoda y
una rueca que utilizaba para hilar
algodón y que convirtió en símbolo de
resistencia contra los ingleses. La
habitación de Nehru tiene una cama
sencilla de madera, una alfombra,
muchos libros y una estatuilla de los tres
monos que simbolizan los mandamientos
budistas: no veas el mal, no escuches el
mal, no digas el mal.
Sonia recuerda la primera vez que
visitó este lugar. Fue su suegra Indira
quien se lo mostró. En aquella ocasión,
no reparó en la tremenda carga
simbólica que tiene esta casa en la
historia de la India. Simplemente,
visitaba el hogar de los antepasados de
su familia política, la casa donde habían
nacido y se habían casado Nehru
primero y luego su hija Indira. No había
sido capaz de calibrar en su justa
medida todo el significado que los
muros de esta mansión encerraban, a
pesar de que Indira le enseñó el cuarto
de reunión secreto, en un sótano, que
Nehru y sus compañeros del incipiente
Partido del Congreso utilizaban cuando
se escondían para escapar a las redadas
de la policía británica. Ahora que
vuelve con las cenizas de su marido, lo
ve todo con otros ojos. Esta mansión
victoriana no es el simple escenario de
una vida familiar intensa; sus muros
cuentan las intrigas, los sueños, las
esperanzas y los reveses de la lucha por
la independencia. Sus muros son la India
moderna. La urna con las cenizas de
Rajiv, el último objeto que hoy viene a
añadirse a los demás, es como un punto
al final de una larga frase que empezó a
escribir Motilal Nehru en el siglo XIX
cuando fundó aquí la sección local de
una organización política llamada
Partido del Congreso. El círculo se
cierra.
A mediodía Sonia y sus hijos,
acompañados de un pequeño cortejo,
abandonan la casa familiar para
dirigirse a las afueras, al Sangam, uno
de los lugares más sagrados del
hinduismo donde las aguas marrones del
Yamuna se unen a las claras del Ganges,
en la confluencia de otro río imaginario,
el Sarásvati. Llegan a una enorme
explanada de arena que va a dar a la
orilla, dominada por un antiguo fuerte
musulmán cuyos muros están cubiertos
de hiedra y que contiene en su interior
un ficus bengalí centenario que, según la
leyenda, es capaz de liberar del ciclo de
reencarnaciones a todo el que salta
desde sus ramas. En esta explanada se
celebra sucesivamente cada tres años la
Kumbha Mela, una festividad a la que
acuden millones de peregrinos de toda
la India para lavar sus pecados,
convirtiéndola en la concentración
religiosa más multitudinaria del mundo.
Hoy hay mucha gente también, pero el
lugar es tan inmenso que parece
desierto. En una plataforma sobre el río,
un sacerdote amigo de la familia, el
pandit Chuni Lal, realiza una ofrenda y
entona unas oraciones sobre el ruido de
fondo del tintineo de miles de
campanillas y el eco de las caracolas,
antes de entregar la urna de cobre a
Rahul. El chico la toma en sus manos, se
acerca a la orilla y la vierte despacio,
esparciéndose las cenizas en las aguas
tranquilas que reflejan los rayos dorados
del sol, las mismas aguas que acogieron
las cenizas de Motilal, las del Mahatma
Gandhi y también las de Nehru. A cierta
distancia, Sonia y Priyanka observan la
escena, los rasgos crispados, y luego se
acercan a Rahul y, en cuclillas, acarician
el agua con las manos. Los testigos de la
escena, entre los que se encuentra el
secretario de su marido, se llevarán en
el recuerdo la imagen de los tres juntos
al borde del agua, Rahul sollozando
sobre su madre, Priyanka apoyando su
cabeza en el hombro de Sonia y ella,
inconsolable, con los ojos bañados en
lágrimas que forman otro afluente que se
une al Ganges, el gran río de la vida.
2
«Señora, éstos son los horarios de
los vuelos a Milán.» Sonia no recuerda
haberle pedido esa información al
secretario de su esposo. Quizás lo hizo,
en la confusión del principio, cuando
ante la enormidad de la tragedia buscaba
protección. Cuando de pronto pensó en
huir de este país que devora a sus hijos,
buscar el consuelo de su familia, el
calor de los suyos, la seguridad de la
pequeña ciudad de Orbassano, a las
afueras de Turín, donde vivió su
juventud hasta el día de su boda.
Recuerda que nada más regresar del
lugar del atentado en el sur de la India,
con los restos mortales de su marido,
habló por teléfono con su familia en
Italia, que estaba estremecida. Su
hermana mayor Anushka le dijo que ya
no cogía el teléfono porque llamaban
periodistas
del
mundo
entero
preguntando detalles de lo que había
ocurrido y no sabía qué decirles.
«Todavía no se sabe -le explicó Sonia-,
pueden ser los sijs que mataron a Indira,
o los fundamentalistas hindúes que
mataron a Gandhi, o extremistas
musulmanes de Cachemira... vete a
saber. Estaba en la lista negra de por lo
menos una docena de organizaciones
terroristas... » Y ahora Sonia se
arrepiente de no haberle obligado a
exigir al gobierno mayores medidas de
protección. Rajiv no creía en ellas: «Si
quieren matarte, te matan», decía.
Cuando tuvo a su madre al otro lado
del teléfono, Sonia se desmoronó. La
madre se hallaba en Roma, en casa de
Nadia, la hermana pequeña, separada de
un diplomático español. «Quizás
deberías volver a Italia», le dijo.
-No sé... -le respondió Sonia con la
voz entrecortada por el llanto.
¡Son tantas las dudas! Le parece que
marcharse sería como matar una parte de
sí misma, pero es cierto que vino a la
India, adoptó sus costumbres, se
enamoró de sus gentes por amor a Rajiv.
Ahora, ¿qué sentido tiene quedarse? ¿No
está cansada de vivir asediada por
guardaespaldas que al llegar la hora
fatídica se muestran incapaces de evitar
lo peor? Le viene el recuerdo de cuando
Rajiv, preocupado por la seguridad de
los niños, pensó en mandarlos a estudiar
a la Escuela Americana de Moscú. A
Sonia no le hacía ninguna gracia
separarse de ellos. La tradición
británica, luego adoptada por las clases
pudientes de la India, de mandar a los
hijos a un internado chocaba de lleno
con su condición de mamma italiana. De
modo que los dejaron en casa, en Nueva
Delhi, y primero venían tutores todas las
mañanas y luego iban escoltados al
colegio a educarse en un ambiente
«norma!», lo que en la sociedad se
consideró un acto de audacia, tal era el
peso de las amenazas que se cernían
sobre la familia del primer ministro.
La sugerencia de su madre de volver
a Italia toca una llaga que duele. Sonia
se enfrenta a un conflicto que se ve
incapaz, por ahora, de resolver. Un
conflicto cruel, porque por un lado está
la preocupación máxima, la seguridad
de sus hijos, y parecería lógico
emprender una mudanza de regreso a
Italia, un cambio total de vida, el
abandono de toda la tradición familiar
de su marido, y por otro la inercia de
tantos años aquí llevando el peso
abrumador de los apellidos NehruGandhi, y quedarse como están, en la
misma casa, como guardianes de la
memoria, rodeados de los amigos fieles
de siempre, del cariño de tantos, a
sabiendas de lo difícil que resulta
escapar de la telaraña de la política
india. En suma, elegir entre la seguridad,
la vida anónima y el desarraigo de un
exilio autoimpuesto o seguir en el
candelero, lo que podría llevar a uno de
sus hijos a ser un día primer ministro y,
quizás, a ser asesinado también. Como
Indira o Rajiv. Entonces piensa que sí,
que mejor cambiar de vida para
salvarse, olvidarse de la política que
detesta, huir del poder que siempre ha
desdeñado y que la está destrozando.
Pero... ¿se puede luchar contra el
destino? Se siente muy india, ha
aprendido a querer a la gente de este
país, y se sabe querida por ellos. ¿Cómo
romper ese nexo de unión con la
memoria de su marido que representan
los amigos, los compañeros, el afecto de
la gente de la India? Sería un poco como
desalmarse. Además, el cuerpo no
miente: sus gestos, su forma de andar, de
mover la cabeza de lado a lado para
decir que sí pareciendo decir que no tan típico de los indios-, su manera de
juntar las manos, de mirar, de escuchar
su acento ... todo su lenguaje corporal
evoca al de una persona genuinamente
india. ¿Qué haría ella en Italia? ¿Qué
vida la espera en Orbassano, aparte de
la compañía de su familia más cercana?
Aquí está su círculo de amigos, aquí está
su mundo, aquí están veintitrés años de
vida intensa -y feliz. Además, sus hijos
ya no son niños... ¿Y ellos, querrán ir a
vivir a un lugar que sólo han visitado de
vacaciones? Después de haberse criado
en las casas de dos primeros ministros
de la India, la de la abuela Indira
primero y la de su padre Rajiv, con todo
lo que eso significa, ¿podrán
acostumbrarse a una vida anónima en el
extrarradio de una ciudad italiana de
provincias? Es cierto, hablan italiano
con fluidez, son medio italianos, pero se
sienten indios por los cuatro costados.
Aquí se han criado, aquí han aprendido
de su padre a querer este inmenso,
difícil y fascinante país; aquí han
asumido los valores del bisabuelo
Nehru, el gran héroe de la
independencia y fundador de la India
moderna, valores que tienen que ver con
la integridad, la tolerancia, el desprecio
al dinero y el culto al servicio a los
demás, sobre todo a los más
necesitados. Aquí se han criado, como
una gran familia india, en la casa de la
abuela Indira, que lo mismo les daba un
achuchón mientras tomaba el té con
Andrei Gromiko o Jacqueline Kennedy
que les ayudaba a hacer los deberes en
la mesa de la cocina. ¿Se conformarían
sus hijos con una vida próspera y
confortable en el mejor de los casos,
pero alejada de todo lo que han mamado
desde que nacieron? Y, para ella, ¿no
sería una derrota regresar al pueblo de
donde salió?
-Creo que mi vida está aquí, mamá...
-acaba diciéndole Sonia cuando
recupera la capacidad de hablar.
-Señora, tiene una visita.
El secretario que la ha interrumpido
permanece en el umbral de la puerta
hasta que Sonia le hace un gesto
diciendo «ahora voy», y entonces el
hombre se retira. Ella se despide de su
madre y cuelga el teléfono, secándose
las lágrimas. Al incorporarse se ajusta
los pliegues del sari y se dirige al
despacho de su marido, en la planta baja
de la villa colonial donde han vivido
desde que abandonaron la residencia del
primer ministro. Al ver todos los
objetos en su sitio, sus cámaras de fotos,
sus libros, sus revistas, sus papeles, su
radio, le parece por un instante que está
todavía vivo, a punto de llegar de viaje,
que lo que está viviendo no es más que
un mal sueño, que la vida sigue igual
porque es más fuerte que la muerte. Pero
no es Rajiv quien entra por la puerta,
sonriente, cansado y dispuesto a
abrazarla, sino tres de sus compañeros
de partido, tres veteranos con semblante
triste y desconsolado, dos de ellos
vestidos con camisas indias de cuello
alto, el otro con traje tipo safari. Porque
si este atentado ha devastado a la
familia, también ha dejado al Partido del
Congreso sin cabeza. y alguien tiene que
liderar el Partido. ¿Quién será el
próximo?, ésa es la pregunta que los
gerifaltes que ahora visitan a Sonia se
han hecho horas después de conocer la
tragedia.
-Soniaji -dice el portavoz de la
comitiva utilizando el sufijo ji que
denota cariño y respeto- quiero que
sepas que el Comité de Trabajo del
Partido del Congreso, reunido bajo la
presidencia del viejo amigo de tu
marido, Narashima Rao, te ha elegido
presidenta del partido. La elección ha
sido unánime. Enhorabuena.
Sonia se los queda mirando,
impasible. ¿No es la pena algo puro y
sagrado? No le han dejado secarse las
lágrimas por la muerte de su marido y ya
están aquí los políticos. La vida sigue, y
es cruel. Incapaz de sonreír, no tiene ni
ganas ni fuerzas de fingir que está
honrada por el resultado de la votación.
-No puedo aceptar. Mi mundo no es
la política, ya lo sabéis. No quiero
aceptar.
-Soniaji, no sé si te das cuenta de lo
que el comité te está ofreciendo. Te
ofrece el poder absoluto del mayor
partido del mundo. Y lo hace en bandeja
de plata. Te ofrece la posibilidad de
liderar un día este gran país. Sobre todo,
te ofrece la posibilidad de asumir la
herencia de tu marido para que su
muerte no haya sido en balde...
-No creo que sea el momento de
hablar de esto...
-El Comité de Trabajo ha deliberado
durante largas horas antes de hacerte
esta propuesta. Te aseguro que lo hemos
pensado mucho. Tienes las manos libres
y cuentas con todo nuestro apoyo.
Te pedimos que continúes con la
tradición familiar. Es tu deber de buena
hija de la India.
-Eres la única que puede colmar el
vacío que ha dejado Rajiv -añade otro.
-La India es un país muy grande... -
responde Sonia-. No puedo ser la única
entre mil millones.
-Eres la única Gandhi...
Sonia alza la vista al cielo, como si
estuviera esperando ese argumento.
- ... Sin contar con tus hijos, claro.
-Mis hijos son muy jóvenes todavía,
y tampoco están hoy para hablar de
política.
-No es poca cosa en la India
llamarse Gandhi... -añade otro.
-Sé lo que me quieres decir -le
interrumpe Sonia-. Es un apellido que
obliga, pero que también condena. Mira
lo que ha pasado.
En realidad, Sonia se llama así
porque su suegra Indira se casó con un
parsi llamado Firoz Gandhi, no porque
tuviera alguna relación de parentesco
con el padre de la nación, el Mahatma
Gandhi. Podía haberse llamado Kumar,
o Bosé, o Kapur, o cualquiera de los
apellidos comunes de la India. Pero la
casualidad quiso que su apellido
coincidiese con el del más célebre de
los indios, el hombre más querido por su
pueblo por haberlo guiado por el camino
de la libertad. El hombre que se hizo tan
íntimo de los Nehru que era considerado
como uno más de la familia. Juntos
consiguieron la independencia y lo
hicieron gracias a un poderoso
instrumento, el Partido del Congreso,
que hoy está huérfano. Eso da a los
Gandhi, incluida Sonia, un aura ante las
masas que tiene un incalculable valor
para los políticos de su partido.
-Mira... Tú eres la heredera de esta
foto.
Uno de ellos señala una foto sobre
una mesilla junto al sofá. Está en un
marco de plata, y muestra a Indira, de
niña, sentada junto al Mahatma.
-Os agradezco mucho, de verdad,
que hayáis pensado en mí para ese
cargo. Es un gran honor, pero no lo
merezco. Sabéis que detesto la
notoriedad. Además no pertenezco a la
familia directa, soy la nuera...
-Te casaste con un indio, y ya sabes
que aquí la nuera pasa a formar parte de
la familia del marido en cuanto se casa...
Has cumplido religiosamente con
nuestras costumbres. Eres tan india
como cualquiera, y no cualquier india es
la mujer de un Nehru-Gandhi. Mira esta
foto... ¿ese sari rojo que llevabas el día
de tu boda, no es el que Nehru tejió en la
cárcel?
-Sí, pero eso no quita que sea
extranjera...
-Al pueblo le da igual dónde hayas
nacido. No serías la primera extranjera
de nacimiento en ser presidenta -
interrumpe el tercero-. Recuerda que
Annie Besant, una de las primeras
líderes del partido y la primera en
liderarlo a nivel nacional, era irlandesa.
La idea no es tan descabellada.
-Eran otros tiempos. Soy demasiado
vulnerable para asumir ese puesto. ¿Os
imagináis los ataques de la oposición?
instrumentalizarían al pueblo contra mí,
y sería un desastre para todos.
-Soniaji, te hacemos una oferta sin
condiciones ... -dice el mayor de todos,
un astuto político conocido por su
habilidad en manipular, y que parece
estar a punto de sacarse un as de la
manga- ... Quizás lo más importante para
ti es que vas a volver a disponer del
grado máximo de protección, como
cuando Rajiv era primer ministro.
-Lo siento, pero habéis llamado a la
puerta equivocada. No tengo ambición
de poder, nunca me ha gustado ese
mundo, me desenvuelvo mal en él,
aborrezco ser el foco de atención. A
Rajiv tampoco le gustaba. Si se metió en
política, fue porque se lo pidió su
madre. Si no, seguiría siendo un piloto
de lndian Airlines, estaría vivo hoy y
seríamos probablemente muy felices...
Así que, lo siento mucho, pero no
contéis conmigo.
-Eres la única que puede evitar que
el partido se derrumbe. Y si se rompe el
partido, es muy probable que el país
entero se desmorone. ¿Qué ha mantenido
unida a la India desde la independencia?
Nuestro partido. ¿Quién es el garante de
los valores que permiten que todas las
comunidades convivan en paz? El
Congress. Desde que no estamos en el
poder, mira cómo ganan terreno los
viejos demonios: el odio entre
comunidades, entre religiones, las
tentaciones separatistas de tantos
estados... El país entero corre hacia la
ruina, sólo tú puedes ayudarnos a
salvarlo. Tienes prestigio y la gente te
quiere. Por eso hemos venido
personalmente... a apelar a tu sentido de
la responsabilidad.
-¿Responsabilidad? ¿Por qué ha de
ser esta familia la que pague con la
sangre de sus miembros un tributo
constante al país? ¿Es que no ha bastado
con Indira y Rajiv? ¿Queréis más?
-Piénsalo, Soniaji. Piensa en Nehru,
en Indira, en Rajiv...
Vuestra familia está tan íntimamente
ligada a la India como una liana
alrededor del tronco de un árbol. Sois la
India. Sin vosotros, no somos nada. Sin
ti, no hay porvenir para esta gran nación.
Éste es el mensaje que venimos a
transmitirte. Sabemos que son horas
amargas, y te pedimos perdón por
interrumpir tu duelo, pero no nos
abandones. No tires por la borda tanto
sacrificio y tanta lucha. Tienes en tu
mano la antorcha de los Nehru-Gandhi,
no la apagues.
Palabras,
palabras,
palabras...
Siempre hay un propósito mayor, una
meta más alta al final del camino, una
razón más noble, una mejor justificación
para adornar el fin último, que no deja
de ser hacerse con el poder. Los
políticos siempre encuentran argumentos
y excusas para hablar de lo único que
les interesa, el poder. A fuerza de haber
vivido tantos años a la sombra de dos
primeros ministros, Sonia se conoce el
percal. Se imagina perfectamente la
desolación de todos los cabezas de lista
que iban a presentarse a las elecciones y
que hoy también se sienten huérfanos. El
asesinato de su marido ha roto los
sueños de mucha gente, no sólo los
suyos. Se imagina todas las conjeturas,
las maniobras, las zancadillas, los
engaños de todos los que luchan por la
sucesión de Rajiv en el seno del partido.
Es mucho lo que está en juego, por eso
vienen los mandamases a rendirle
pleitesía, sin perder un ápice de tiempo.
No piensan en ella como ser humano, ni
siquiera en estas horas bajas, sino como
instrumento para mantener las riendas
del poder. Es hora de posicionarse en el
partido porque el poder no soporta el
vacío. En un país de escasos recursos,
donde las oportunidades son pocas, el
poder político es la clave de la
prosperidad individual.
Sonia aprendió de Rajiv e Indira a
mantener a raya a los políticos, a no
dejarse utilizar por ellos. Pero ellos son
astutos y piensan que Sonia acabará
cediendo, que lo hará, si no por ella, por
sus hijos, por mantener vivo el nombre
de la familia, porque el poder es un
imán del que es imposible escapar. ¿No
dicen los poetas védicos que ni siquiera
los dioses pueden resistirse a los
elogios?
El día siguiente, Sonia manda una
carta a la sede central del partido:
«Estoy profundamente conmovida por la
confianza depositada en mí por el
Comité de Trabajo. Pero la tragedia que
se ha abatido sobre mis hijos y sobre mí
no me permite aceptar la presidencia de
esta gran organización.» Es un jarro de
agua fría para los fieles que no aceptan
su rechazo y que deciden seguir
presionándola con todos los medios a su
alcance. Cada mañana, simpatizantes del
partido se manifiestan frente a su
domicilio, una villa colonial situada en
el número 10 de Janpath, una avenida
del centro de Nueva Delhi. Llevan
pancartas y gritan eslóganes de «Viva
Rajiv Gandhi; Soniaji presidenta».
Sonia, irritada, le ruega al secretario de
su marido que eche a los manifestantes,
que ponga fin a este espectáculo que le
parece estúpido y sin sentido. «Que se
busquen un sucesor -piensa ella-. Mi
familia ya ha hecho bastante... »
Los que de verdad se sienten
tranquilizados cuando leen la noticia en
el periódico son sus parientes en
Orbassano, cerca de Turín. «En la
ciudad respiramos todos con alivio declara una vecina-. Menos mal que no
ha aceptado el puesto de su marido,
hubiera supuesto un gran riesgo para ella
y para sus hijos.»
ACTO I
LA DIOSA DURGA
CABALGA SOBRE
UN TIGRE
Lo propio del poder es proteger.
PASCAL
3
Sonia tenía dieciocho años, la edad
en que decidió ir a Inglaterra a aprender
inglés, cuando se enamoró de Rajiv. Era
tan guapa que la gente se volvía en la
calle para mirarla. Caminaba muy
erguida, y su pelo castaño oscuro y lacio
enmarcaba su rostro de madonna. Josto
Maffeo, un compañero de clase que los
fines de semana compartía con ella el
trayecto en autobús desde el pueblo de
Orbassano, donde vivía con su familia,
hasta el centro de la ciudad de Turín,
hoy convertido en un conocido
periodista, la recuerda como «una de las
mujeres más guapas que he conocido en
mi vida. Además de guapa era
interesante, muy amiga de sus amigos,
tranquila y equilibrada. No le gustaba
participar en juergas multitudinarias y,
eso sí, siempre mantenía una cierta
reserva respecto a los demás».
No es de extrañar entonces que el
padre de Sonia, un hombre fornido cuyo
rostro de montañés llevaba la huella de
un pasado duro de trabajo al aire libre,
se opusiese con tanta vehemencia a que
su hija fuese a estudiar inglés a
Cambridge. El bueno de Stefano Maino,
con su pelo corto peinado hacia atrás, su
bigote espeso que hacía cosquillas a sus
hijas al besarlas y sus mejillas
encarnadas, estaba chapado a la antigua.
Tanto es así que años atrás, al instalarse
en Orbassano y enterarse de que la
escuela del pueblo era mixta, se negó a
que sus hijas la frecuentasen y optó por
mandarlas a Sangano, una población a
diez kilómetros de distancia, a un
colegio
exclusivamente
femenino.
Cuando se fueron haciendo mayores,
siempre quería saber en qué lugar y con
quién se encontraban sus tres hijas.
Tampoco le hacía mucha gracia que
saliesen los fines de semana, y eso que
no eran salidas nocturnas, lo que no
hubiera tolerado. Eran salidas a Turín, a
media hora de tren o de autobús, a
pasear bajo los soportales de sus bellas
avenidas o, si hacía malo, a merendar
con las amigas en una de las famosas
cremerie de la ciudad. Stefano era un
hombre de principios estrictos e
irremediablemente chocaba con sus
hijas adolescentes. Quien solía hacerle
frente era Anushka, la mayor, una chica
de carácter fuerte, rebelde y peleona. A
su lado, Sonia era un ángel. La más
pequeña, Nadia, todavía no daba
problemas.
Su esposa, Paola, una mujer con
facciones regulares, una sonrisa franca y
aire más refinado, compensaba con su
flexibilidad la severidad de Stefano. Era
más abierta, más tolerante, más
comprensiva. Quizás por ser mujer, era
más capaz de entender a sus hijas,
aunque su adolescencia fue muy distinta,
en una aldea montañosa que no llegaba a
los seiscientos habitantes, y en una
época en que Italia era un país pobre.
Muy pobre. Sus hijas no han tenido
nunca que ordeñar vacas por obligación,
o atender las faenas del campo o servir
cafés en el bar de la familia. Ellas han
sido fruto de la posguerra, hijas del Plan
Marshall, de la expansión económica,
del resurgir de Italia en Europa. Sólo
han conocido la pobreza de refilón,
cuando eran pequeñas, porque en los
años de posguerra era imposible
escapar al espectáculo de los lisiados y
mendigos que buscaban el calor del sol
y la caridad pública apoyados en los
muros de la plaza del pueblo. y ese
contacto las marcó para siempre, sobre
todo a Sonia. En Vicenza, la ciudad
grande más próxima a la aldea donde
vivían, la pobreza se veía antes de
llegar al centro, en esos barrios de
chabolas, donde los niños jugaban
desnudos o andaban con ropa hecha
jirones.
-¿Por qué sus mamás dejan que
vayan así, en cueros? -preguntaba
perpleja la pequeña Sonia.
-Esos niños van así porque no tienen
ropa. No van así por gusto, sino porque
no tienen más remedio. Porque son
pobres.
La niña entendió por primera vez lo
terrible que era la pobreza. Además,
añadió su madre, algunas familias
pasaban hambre. ¿No venía todos los
meses el párroco del pueblo a casa a
hacer acopio de leche en polvo, comida
y ropa que luego repartía entre los más
necesitados? Aquel párroco sabía que
siempre podía contar con la familia
Maino que, aunque también pasaba
estrecheces, era católica devota y
practicaba la caridad.
-El Evangelio dice que los pobres
serán los primeros en entrar en el Reino
de los Cielos... ¿No te lo han enseñado
en la catequesis?
Sonia asentía, mientras ayudaba a su
madre a preparar un paquete de ropa
usada. En casa de los Maino, no se
tiraba nada, no se desperdiciaba nada.
Las pequeñas heredaban de las mayores.
Lo que no se usaba se daba a los pobres.
El recuerdo de la guerra estaba
demasiado próximo como para olvidar
el valor de las cosas.
Los padres de Sonia eran oriundos
de la región del Véneto, en concreto de
la aldea de Lusiana, en los montes
Asiago, en las estribaciones de los
Alpes, una zona ganadera que da su
nombre a uno de los quesos más
apreciados de Italia y conocida también
por sus canteras de mármol. La familia
paterna, los Maino, eran de modales
rudos, honrados, directos y muy
trabajadores. Una cualidad que no se le
escapó a la madre de Sonia, Paola
Predebon, hija de un ex carabinero que
llevaba el bar del abuelo en la aldea de
Comarolo di Conco, en el fondo del
valle. Stefano y Paola se casaron en la
bonita iglesia de Lusiana, consagrada al
apóstol San Giacomo, con su torre
alargada como una flecha que apunta al
cielo y que parece el minarete de una
mezquita, influencia sin duda de los
otomanos que anduvieron por allí hace
siglos.
Sonia nació a las nueve y media de
la fría noche del 9 de diciembre de 1946
en el hospital civil de Marostíca, una
muy antigua y pequeña ciudad
amurallada a los pies de los montes
Asiago. «É nata una bimbaaa!», la buena
nueva alcanzó rápidamente la aldea de
Lusiana, y el eco retumbó en los muros
de piedra de las casas, en los establos,
en las escarpaduras rocosas y las
montañas de los alrededores hasta
perderse a lo lejos, en cascada. Como
homenaje a la recién llegada y siguiendo
la tradición, los vecinos anudaron lazos
de tela rosa en las verjas de las ventanas
y las puertas de la aldea. A los pocos
días fue bautizada por el párroco de
Lusiana con el nombre de Edvige
Antonia Albina Maino, en honor a la
abuela materna. Pero Stefano quería otro
nombre para su hija. A la mayor,
bautizada como Ana, la llamaba
Anushka, y a Antonia la llamó Sonia.
Cumplía así la promesa que se había
hecho a sí mismo después de escapar
con vida del frente ruso. Como muchos
italianos anclados en la pobreza, Stefano
se había dejado seducir por las ideas
fascistas y la propaganda de Mussolini y
al principio de la guerra se había
alistado en la división de infantería 116
de Vicenza, un regin1iento que
pertenecía al cuerpo de bersaglieri, de
gran reputación en el ejército italiano y
en el que también había servido el Duce.
Los bersaglieri, que eran conocidos por
su rápida cadencia al desfilar, más de
ciento treinta pasos por minuto, y sobre
todo por el casco de ala ancha del que
pendía un penacho de plumas de gallo
negras y brillantes que caían de lado,
estaban rodeados de un aura de valor e
invulnerabilidad que la campaña de
Rusia barrió de un plumazo. La división
perdió tres cuartas partes de sus
hombres en el primer encontronazo con
los soviéticos. Hubo miles de
prisioneros, entre los que se encontraba
Stefano, que logró escapar junto con
otros supervivientes. Consiguieron
refugiarse en una granja en la estepa
rusa, donde vivieron semanas bajo la
protección de una familia de
campesinos. Las mujeres les curaron las
heridas, los hombres les proporcionaron
víveres, y la experiencia, aparte de
salvarles la vida, les cambió por
completo. Como miles de soldados
italianos, regresaron desilusionados con
el fascismo y agradecidos a los rusos
por haberles salvado. A partir de
entonces, Stefano dejó de hablar de
política; para él, estaba hecha de
mentiras. En homenaje a la familia que
le salvó la vida decidió poner a sus
hijas nombres rusos. y por no discutir
con su familia política ni con el cura
para quien el nombre de Sonia no
formaba parte del santoral -Sofía era
aceptable; Sonia, no-, Stefano aceptó
inscribirla en el registro con nombres
plenamente católicos. Después del
bautizo invitaron a vecinos y familia a
un plato de bacalao a la Vicentina, el
favorito de la región, con mucha polenta
para mojar en la salsa. Fue un lujo
conseguir bacalao porque en aquellos
tiempos de posguerra había escasez de
todo, hasta en Vicenza, la capital de la
región situada a cincuenta kilómetros de
distancia, abajo en la llanura.
La alegría de los Maino hubiera sido
total de no ser por las dificultades que
tenía Stefano para sacar adelante a su
creciente prole. En esos años, era muy
difícil escapar del zarpazo de la
miseria. Tenían para comer, para
vestirse, y poco más. Los Maino no
tenían tierras, sólo unas vacas y una casa
de piedra que él mismo levantó con sus
manos, la última de la Rua Maino, la
calle donde generaciones de parientes
suyos, que originalmente habían llegado
de Alemania, habían ido construyendo
sus moradas. Eran espartanas, pero
tenían unas magníficas vistas al valle.
Muretes de piedra separaban los prados
donde pacían las vacas, cuya cría era el
recurso principal de la zona porque la
tierra era mala para la agricultura, había
demasiada piedra y demasiadas cuestas.
Sonia y sus hermanas crecieron frente al
espectáculo sublime del valle de
Lusiana, que cambiaba de color según
las estaciones. Todas las tonalidades y
matices de verdes y pardos desfilaban
ante sus ojos, del color esmeralda de los
árboles en primavera al amarillo de los
campos en verano, pasando por el
cobrizo del otoño y el blanco del
invierno. Para los niños, la primera
nevada del año era como una gran fiesta
que celebraban con júbilo; jugaban a
hacer muñecos de nieve y a tirarse bolas
por las calles blancas. Pero a Sonia la
mezcla de ejercicio físico y frío le
provocaba una fatiga en el pecho que la
obligaba a volver pronto a casa. Le
gustaba refugiarse al calor de la estufa
de hierro fundido de la cocina, mientras
el viento silbaba por las rendijas de las
ventanas.
Los domingos por la mañana, el
tintineo de los cencerros de las vacas se
mezclaba con las campanadas de la
iglesia, mientras la familia endomingada
se dirigía a la misa que nunca se
saltaban. Rezaban para que Stefano
encontrara trabajo, para que el asma de
Sonia remitiese, para que la situación
general mejorase, para que las niñas
tuvieran todo lo necesario y se criaran
sanas y felices. A principios de los
cincuenta, Stefano acabó encontrando
trabajo, pero no en su pueblo, sino del
otro lado de las montañas, en Suiza. Su
experiencia como albañil y su seriedad
le valieron ser contratado varias
temporadas. Se iba un mínimo de dos
meses y regresaba con los bolsillos
llenos de liras que duraban menos de lo
que hubiera esperado.
En 1956, Stefano tomó la decisión
de emigrar, como lo estaban haciendo
sus tres hermanos y tantos paisanos. El
polo industrial turinés, que había
crecido alrededor de la Fiat, actuaba de
imán para millones de italianos que
querían huir de la pobreza del campo.
Los Maino cruzaron en tren todo el norte
de Italia y se instalaron en Orbassano,
un pueblo industrial a las afueras de
Turín.
Así lo hicieron porque Giovanni,
uno de los hermanos de Stefano, al que
llamaban «el Moro» por el color cetrino
de su piel, se había casado con una
chica de un pueblo cercano y aseguraba
que el boom de la construcción
necesitaba muchos brazos. Además
Stefano conocía la región porque en los
años treinta había trabajado de obrero
para el ejército en la rehabilitación de
fuertes militares en la frontera con
Francia, en los Alpes. Le gustaban los
piamonteses, quizás porque también eran
montañeses; gente directa, franca, que no
pierde el tiempo en contemplaciones.
Trabajo, trabajo y trabajo, ésa era la
receta de Stefano para prosperar
rápidamente. No hacía otra cosa, no se
le conocían hobbies ni era aficionado a
los deportes, aunque le gustaba ir al bar
de Pier Luigi a ver en la televisión las
finales del Juventus. A ese mismo bar
acudía asiduamente su hija Sonia,
porque Pier Luigi vendía los mejores
helados de la zona. «Era molto vivace,
molto biricchina», diría de la niña.
Cuando llegó a Orbassano, Stefano
ya era oficial y de allí pasó a montar su
propia empresa de construcción
inmobiliaria. Empezó con reformas,
luego construyó chalets, pequeños
palazzi y más adelante casas adosadas.
«Era un hombre muy recto», decía de él
su amigo Danilo Quadri, un mecánico
que le reparaba las averías de sus
hormigoneras y demás maquinaria y que
acabó convirtiéndose en su gran amigo.
Todos los días se veían a la hora del
café en el Bar de Nino, en la plaza frente
al Ayuntamiento, un edificio de dos
plantas con soportales, un reloj en la
fachada y una bandera italiana en el
balcón. Al lado estaba la iglesia de San
Juan Bautista, con su torreón
característico y sus tejaditos picudos
color turquesa, donde acudían a misa los
domingos con sus respectivas familias.
Stefano era un hombre de horarios fijos,
amante de la rutina. Después de su cita
diaria con su amigo Danilo, regresaba
andando a casa por la Via Frejus,
flanqueada de edificios sin gracia ni
estilo donde un bloque de pisos surgía
junto a una villa antigua en una mezcla
muy característica del urbanismo
popular de la posguerra. Su casa se
encontraba en el número 14 de la Via
Bellini,
a
una
distancia
de
aproximadamente kilómetro y medio de
la plaza del pueblo. Aquella villa de
tres pisos rodeada de un pequeño jardín
había sido el sueño de su vida. Cuando
hubo saldado las deudas contraídas al
empezar su negocio, buscó un solar a
buen precio que estuviera cerca de la
estación del trenino y de la de autobuses
y lo compró a toca teja. Stefano levantó
su casa en tiempo récord, con la típica
tavernetta que ocupaba toda la planta
baja. No había una casa que se preciase
que no tuviera su tavernetta, muy
cuidada, con su barra, su bar, su
chimenea, que los padres utilizaban para
reunirse con amigos o para celebrar
aniversarios, y los hijos para sus
guateques. Hizo la casa grande con idea
de repartirla entre sus hijas cuando
fuesen mayores. Aparte del trabajo, la
familia era un valor fundamental en la
vida de Stefano Maino, como buen
italiano. Y, por supuesto, la religión.
Valores todos que compartía con su
mujer Paola, y que se esforzaban en
transmitir a las niñas.
Sonia tenía diez años cuando llegó a
Orbassano. El cambio de una aldea de
montaña a un suburbio de una gran
ciudad como Turín fue impactante. Era
una vida mucho más fácil, más
entretenida, que ofrecía posibilidades
infinitas. La única sombra en esa nueva
vida tenía que ver con su origen. Eran
unas paesane, como se llama
despectivamente a los inmigrantes del
campo en el norte de Italia. Un estigma
que les hizo sentirse menos que los
demás y que les creó un complejo que
les duraría toda la vida. En la aldea
nunca se habían sentido diferentes; aquí
sí, sobre todo al principio, en el colegio,
donde otras niñas las trataban de
paesane por vestir a la antigua o con
ropa «de pueblo». Orbassano no era
ajena al ambiente clasista de Turín, una
ciudad conservadora donde se almuerza
a las doce, se toma el capuccino a las
cinco en grandes pastelerías de estilo art
déco y se cena a las siete de la tarde.
Donde las señoras van siempre muy
repeinadas, y los señores visten a la
última. Donde el obrero quiere vivir
como el patrón y lo imita, el patrón
como los ricos burgueses de los que
quiere formar parte, y los burgueses
como los aristócratas a los que
secretamente admiran. En aquella época,
no existían veleidades de rebelión;
nadie quería colgar al jefe, todos
querían ser como él. La prosperidad
parecía no tener fin y permitía que todos
persiguiesen su sueño de movilidad
social. Poco a poco y a medida que el
padre prosperaba, el estatus social de la
familia Maino fue elevándose. De hijas
de «pastor de vacas y albañil», las niñas
pasaron a ser a hijas de un constructor
que vivía desahogadamente. De hijas de
campesino inmigrante a hijas de
empresario. Paola, la madre, una mujer
más sensible al entorno social que su
marido, en seguida captó los gustos de
la burguesía turinesa -el estilo de vestir,
los ademanes, etc... -, y los transmitió a
sus hijas, que rápidamente se hicieron
unas «señoritas». Nunca hasta el punto
de que ellas renegasen de sus orígenes,
eran demasiado honradas para eso. Pero
siempre supieron que nunca alcanzarían
el estatus de los turineses de pura cepa
porque no habían nacido allí.
Después de terminar la primaria en
el colegio de chicas del pueblo de
Sangano, Sonia hubiera querido
continuar sus estudios en la escuela de
Orbassano, pero su padre se opuso.
«Nada de escuela pública para mis
hijas. Para ellas, siempre lo mejor.» Lo
mejor, según los Maino, era el colegio
de las hermanas de María Auxiliadora
en Giaveno, una bella ciudad medieval a
unos veinte kilómetros de casa,
conocido lugar de esparcimiento de
muchos turineses. Allí tendrían la
posibilidad de mezclarse con niñas de
un «mejor ambiente» que en la escuela
pública de Orbassano. Aparte de que
valoraban mucho la educación religiosa,
también querían quitarse el sambenito de
paesane. De modo que dejaban a las
niñas los lunes por la mañana y las
recogían los viernes. No era un
internado duro, al contrario, estaba lleno
de monjas salesianas amables que en
seguida tomaron afecto a Sonia. «La
mayor tenía mucho genio y era difícil,
pero Sonia era la bondad misma», diría
de ella la hermana Domenica Rosso,
quien fue asignada su tutora. «Che bel
carattere, sempre gioviale», recuerda la
hermana Giovanna Negri, antes de
añadir: «Estudiaba para salir del paso,
pero era risueña y siempre muy
servicial.» Sonia mostraba ya una
cualidad que se revelaría de gran
importancia en su edad adulta: era
conciliadora. «Tenía un talento especial
para que dos compañeras que se
peleaban dejasen de hacerlo, o para
poner de acuerdo a un grupo y hacer una
actividad en común. Era una chica muy
serena, desde pequeña, quizás a causa
de su problema, que la hizo madurar
antes de tiempo... » El problema al que
se refería la hermana Giovanna era el
asma. Recuerda que los ataques de tos
eran de tal intensidad que tuvieron que
acomodarla
en
una
habitación
individual. Era la única interna que
dormía sola, y lo hacía con las ventanas
abiertas hasta en invierno, a pesar del
viento glacial que soplaba de los Alpes.
El internado, que contaba con doscientas
alumnas, estaba en una loma que
dominaba la ciudad: las torres de sus
iglesias medievales emergían entre un
mosaico de tejados antiguos, y del otro
lado del río había un gran risco cuya
cima solía estar cubierta de nieve.
Cuando los ataques de tos cedían, Sonia,
bajo su edredón de plumas, se quedaba
mirando esa montaña, levemente
iluminada por el reflejo de las luces de
la ciudad y que le recordaba a su
Lusiana natal.
Sonia aprendió a esquiar, como
todos los piamonteses, para quienes el
esquí es el rey de los deportes. Pero
nunca fue una gran aficionada, como no
lo fue a ningún deporte, porque temía
que el ejercicio desencadenase un
ataque de asma. Para compensar, a lo
que sí se aficionó mucho fue a la lectura,
una pasión que le duraría toda la vida.
Al principio, como era de rigor en los
colegios católicos leía las vidas de los
santos. Sobre todo le gustaban las
historias de los misioneros que lo daban
todo por los pobres en países lejanos.
Ser misionera le parecía una vida
heroica, llena de sentido, porque había
que entregarse a los demás, y excitante,
porque estaba llena de aventura. Las
monjas del internado proyectaban
regularmente películas que contaban las
grandes gestas y mitos del cristianismo como la vida de San Francisco de Asís,
por ejemplo- y que dejaban a las niñas,
sobre todo a Sonia, petrificadas de
emoción. Pero el placer de los libros
duraba más que el de las películas, y
podía releerlos y recrearse al tiempo
que aprendía de las experiencias y de
los pensamientos de los personajes. La
lectura le abría las puertas al mundo.
Gracias a ella, y a su curiosidad innata,
la adolescente Sonia desarrolló un
sentimiento que las monjas llamaban
amor mundi, amor del mundo según la
exquisita descripción que había hecho
de ello San Agustín.
En las clases tuvo que aprenderse la
vida de los grandes héroes de la historia
moderna de su país como el filósofo y
político Mazzini, que contribuyó a que
Italia fuese una república democrática; o
las andanzas del peculiar Garibaldi,
idealista y guerrero que peleó por la
unificación del país. Aprendió sobre el
Risorgiraento,
el
movimiento
nacionalista del siglo XIX, pero del
resto del mundo las monjas enseñaban
poco. Por ejemplo, de la India, de su
lucha por la independencia y de su
irrupción como un Estado moderno ni
siquiera oyó hablar. La vaga figura de
Gandhi le sonaba algo, pero tampoco
hubiera podido decir de quién se
trataba, como la gran mayoría de
estudiantes no sólo italianos, sino
europeos. Nehru, en cambio, le era más
familiar. La silueta de ese hombre
elegante, tocado con su característica
gorra, la vislumbró alguna vez de
camino a la cama, ya con el camisón
puesto, en el noticiero nocturno que sus
padres veían en la televisión.
De todas maneras, a Sonia la
historia no le interesaba particularmente,
como tampoco las materias científicas, o
las que tuvieran que ver con la política.
De siempre le gustaron los idiomas,
para los cuales tenía una cierta
facilidad. Su padre le había animado a
aprender ruso y le había pagado un
profesor particular. Sonia lo entendía y
lo hablaba, aunque le costaba leerlo.
También aprendió francés, en casa.
Además los idiomas servían para viajar,
para conocer otra gente, otras
costumbres, otros mundos, para
descubrir esos lugares que había podido
avistar en las vidas de los misioneros.
Más tarde, cuando hubo dejado el
internado de Giaveno y se matriculó en
un instituto de Turín para hacer el
preuniversitario, sus sueños infantiles se
fueron transformando. Se fueron
adaptando a la realidad. La idea de ser
azafata de Alitalia, de ganarse la vida
viajando por el mundo, llegó a
seducirla. No requería un esfuerzo
excesivo y, cuando hubiera terminado el
bachillerato, cumpliría con casi todos
los requisitos; era bien parecida, de
buenos modales, medía lo que tenía que
medir, sabía ruso y francés, lo tenía
todo... Sólo le faltaba perfeccionar su
inglés.
-Papá, quiero ir a Inglaterra a
aprender bien inglés...
-Ni hablar.
A Stefano, la idea de que su hija
viviese entre aviones y hoteles de acá
para allá no le hacía la más mínima
gracia, y tampoco le parecía algo serio.
Si quería aprender inglés, ya le pagaba
clases en una academia, no necesitaba
marcharse de casa. ¿Acaso no había
aprendido ruso con un profesor
particular? ¿Acaso no había aprendido
francés sin ir jamás a Francia? Sonia,
que conocía bien la testarudez de su
padre, evitaba enfrentarse a él, pero en
el fondo era igual de cabezona cuando
estaba convencida de lo que quería. De
casta le viene al galgo...
Así que se granjeó el apoyo de su
madre y mientras terminaba sus estudios,
trabajaba
esporádicamente
en
Fieratorino, la organización encargada
de los congresos y las ferias
industriales, como el famoso Salón del
Automóvil Sonia hizo sus pinitos de
azafata, y hasta de intérprete de ruso en
un campeonato de golf. Le gustaba el
contacto con gente diversa. La misma
curiosidad que sentía hacia los idiomas
la sentía hacia la cultura y el espíritu de
la gente que los hablaba. El mundo era
definitivamente mayor que la pequeña
Orbassano,
yesos
trabajitos
le
ensanchaban el horizonte. Poco a poco,
su sueño de ser azafata se fue
transformando en el de ser profesora de
idiomas o, mejor aún, intérprete en
algún organismo internacional como las
Naciones Unidas.
Como buen montañés, Stefano era
autoritario y rígido, pero no tan terco
como para no darse cuenta de las
necesidades de sus hijas. Estaba
atrapado en un dilema común a la gente
de su generación: por una parte sentía la
necesidad de tenerlas bajo control y de
educarlas a la manera tradicional (las
chicas podían hacer ciertas cosas; los
chicos, en cambio, podían hacer todo lo
que quisieran) y por otra veía que los
tiempos cambiaban y que ya no se
trataba de esperar a que encontrasen
marido. y aun así, mejor que fuesen
económicamente independientes para no
tener que vivir bajo la férula de un
hombre. De modo que ante la presión de
su mujer que estaba empeñada en que
sus hijas tuvieran una profesión,
transigió, y aceptó hacerse cargo del
viaje y de los estudios de Sonia en
Inglaterra. Pero no estaban dispuestos a
que su hija fuese de au pair a vivir con
cualquier familia en una ciudad
cualquiera. Eligieron Cambridge, cuna
de una de las más prestigiosas
universidades y colleges. En la edad en
la que estaba Sonia, más valía rodearla
del mejor ambiente posible... Ella se lo
agradeció abrazándole y besándole
como cuando era pequeña, buscando las
cosquillas de su bigote.
El 7 de enero de 1965, se despidió
de sus hermanas y dio un fuerte
achuchón a Stalin, el viejo perro que
había sido su compañero de juegos
durante toda su infancia. Sus padres la
acompañaron hasta el aeropuerto de
Milán, a una oretta de distancia. La
neblina de la mañana dio paso a un día
soleado y frío. Sonia se debatía entre la
excitación de viajar sola por primera
vez y el miedo a lo desconocido. Tenía
dieciocho años y la vida por delante.
Una vida que ni en sus sueños más
descabellados hubiera podido imaginar.
4
«Para ellas, siempre lo mejor... »
Stefano nunca escatimó con sus hijas. La
Lennox Cook School era una de las
mejores y más caras escuelas de
idiomas de Cambridge, situada en una
bonita calle un poco apartada del centro.
Presumía de haber tenido al famoso
escritor E. M. Foster entre sus
profesores de literatura, aunque en
aquellos años era demasiado mayor y
sólo iba esporádicamente a dar alguna
charla. Por el precio de la matrícula, la
escuela se encargaba también de buscar
una familia inglesa a cada estudiante que
lo solicitase, para que pudiese vivir
como huésped de pago.
Comparado con el de Turín, el clima
de Cambridge le pareció a Sonia
deprimente: el frío congelaba los huesos
a causa de la humedad, caía un chirimiri
constante y se hacía de noche a las
cuatro de la tarde. Además era un frío
penetrante porque, para ahorrar, los
radiadores de la casa se mantenían
apagados la mayor parte del día. Para su
sorpresa, el de su habitación funcionaba
sólo con monedas. Había pensado que
vivir en el seno de una familia inglesa
sería como hacerlo con cualquier
familia italiana, donde todo se
compartía. Pero eso era desconocer las
costumbres locales. Ser huésped de
pago era un negocio más y, como tal,
todo se contabilizaba. Descubrió
horrorizada que tenía que pagar cada
vez que quería darse un baño y que le
iba a salir caro mantener el nivel de
higiene
diaria
al
que
estaba
acostumbrada. Pero lo peor eran las
comidas. Nunca había comido col
hervida ni carne con mermelada ni
tortilla de patatas acompañada de...
patatas. Levantarse por la mañana y
encontrarse frente a una tostada con
judías blancas en salsa de tomate le
cortaba el apetito. Y la tostada con
espaguetis blandos y pegajosos que le
dieron un día le pareció una broma de
mal gusto, aunque al ver que los demás
le hincaban el diente con fruición, se dio
cuenta de que así eran las cosas en ese
país tan raro. A esto se sumaba la
dificultad que tenía de expresarse: era
incapaz de sostener una conversación
fluida con la familia de acogida. En
realidad, sabía menos inglés de lo que
se había imaginado.
Al principio, pensó que nunca se
acostumbraría. Su timidez constituía un
obstáculo para relacionarse. Evitaba
verse con otros italianos porque estaba
allí para estudiar y no para divertirse.
Los primeros días se dedicó a descubrir
la ciudad. La iglesia gótica del King's
College y el río lleno de bateas con
turistas eran dos de sus lugares
preferidos. Pero había muchos sitios
interesantes como la capilla del Trinity
College con sus estatuas y placas en
honor a los grandes personajes que
habían estudiado o investigado allí,
como Isaac Newton, Lord Byron o el
propio Nehru; el «puente matemático»,
el primer puente en el mundo diseñado
según el análisis de las fuerzas
matemáticas que actúan sobre su
estructura ... No le pareció extraño que
Cambridge fuese considerada una de las
ciudades más bellas de Inglaterra, pero
eso no dejaba de ser un pobre consuelo
a su soledad. A la salida de clase solía
deambular por las calles del centro. De
vez en cuando entraba en una de las
numerosas librerías, sobre todo en las
que tenían prensa extranjera, para hojear
alguna revista o periódico italianos. Ese
fugaz contacto con su país era como un
bálsamo. Sentía tanta nostalgia, echaba
tanto de menos a los suyos, que al
regresar a su cuarto gélido se le caía el
alma a los pies. Pero ¿por qué demonios
se me habrá antojado venir a estudiar a
un sitio así?, se preguntaba mientras
daba una fuerte calada a su inhalador.
Por muy tímida que fuese, era
imposible no hacer amigos a los
dieciocho años en un lugar como
Cambridge, donde uno de cada cinco
habitantes era estudiante. Los había de
todas las nacionalidades y todas las
razas y se dedicaban a todo tipo de
actividades durante su tiempo libre,
desde el deporte al arte dramático,
pasando por escuchar música en vivo o
ir de pícnic al Orchard Tea Garden, unos
jardines en un paraje idílico que parecía
sacado de una novela de Thomas Hardy
y cuya cafetería servía una deliciosa
tarta de queso. Son ellos los que habían
impreso a la ciudad ese ambiente
cosmopolita, divertido y a la vez
interesante, por el que Cambridge era
mundialmente conocida, y muchos eran
como Sonia, es decir extranjeros sin
familia ni amigos. Se necesitaban los
unos a los otros.
Fue un chico alemán quien le habló
por primera vez de un restaurante donde
se comía decentemente. Christian von
Stieglitz era un estudiante de Derecho
Internacional en el Christ's College, un
chico alto, bien parecido, con ojos de un
azul intenso y mirada pícara. Medio
inglés medio alemán, hablaba varios
idiomas, aunque sentía predilección por
el italiano y el francés. y por las
italianas y las francesas, de modo que ...
¡qué mejor manera de unir lo útil a lo
agradable que pululando por las
escuelas de idiomas, llenas de guapas
estudiantes! Así fue como conoció a
Sonia, y la convenció para que probase
el único lugar en Cambridge donde se
comía decentemente. No era muy caro, y
tampoco estaba lejos de la escuela. El
Varsity era conocido por ser el
restaurante más antiguo de la ciudad y se
jactaba de haber tenido como ilustres
comensales al príncipe Faisal y al duque
de Edimburgo en su época de
estudiantes. Diez años antes había sido
comprado
por
una
familia
grecochipriota y desde entonces ofrecía
platos mediterráneos a su numerosa
clientela, que incluía tanto profesores
como alumnos. Se encontraba en un
edificio antiguo de fachada de ladrillo
visto pintada de blanco con dos grandes
ventanas a cuadritos en el piso superior.
Estaba anunciado por un rótulo discreto
de letras negras. Era un local estrecho y
desde los ventanales que daban a la
calle se podían ver los edificios del
Emmanuel College, otra institución con
mucha solera donde había estudiado el
mismísimo señor Harvard, y que le
sirvió de inspiración para fundar la
universidad que lleva su nombre cerca
de Bastan.
Para Sonia fue una auténtica
revelación, y un consuelo para su pobre
estómago. Era lo más cercano a la
comida casera que había probado desde
que había llegado a la ciudad. Así que
pronto se aficionó a los mezze, los
aperitivos que incluían mojar pan en
tarama, una crema hecha a base de
huevas de pescado y limón, los pinchos
de carne asados a la parrilla de carbón o
la especialidad de la casa, el cordero al
horno que se derretía en la boca como si
fuese mantequilla. Además le gustaba el
ambiente. Uno podía ir solo a comer al
Varsity y no sentirse solo. Más de una
vez debió cruzarse con un personaje que
cojeaba un poco por aquel entonces y
siempre iba cargado de libros.
Desarrollaba investigaciones sobre
cosmología en la universidad y años
más tarde su nombre daría la vuelta al
mundo. Se llamaba Stephen Hawking y
también era asiduo del Varsity.
Otro personaje que acudía allí
saltaría a la fama mundial, pero por
otras razones. Sonia se había fijado en
él varias veces porque ocupaba, junto a
un grupo de estudiantes bullangueros,
una mesa larga próxima a la suya. «Uno
de aquellos chicos destacaba por su
aspecto y por sus modales --contaría
Sonia-. No era tan escandaloso como los
demás, era más reservado, más amable.
Tenía grandes ojos negros y una sonrisa
maravillosa, inocente y desconcertante a
la vez.»
Unos días más tarde, mientras Sonia
estaba almorzando con una amiga suiza
en una mesa en una esquina del piso de
arriba, le vio acercarse, acompañado de
Christian van Stieglitz, su amigo alemán.
Después del habitual intercambio de
saludos y bromas, el europeo le dijo:
-Mira, te presento a mi compañero
de piso, es de la India, se llama Rajiv...
Se dieron la mano: «A medida que
nuestras miradas se cruzaban por
primera vez -diría Sonia- sentía latir mi
corazón.» Rajiv la había estado
observando durante todo el almuerzo,
cautivado por su belleza serena.
-¿Te gusta? -le había preguntado
Christian-. Es italiana, la conozco...
-Pues preséntamela.
El alemán estaba sorprendido
porque Rajiv no era especialmente ligón
ni mujeriego, sino más bien distante y
apocado. «La primera vez que la vi contaría Rajiv-, supe que era la mujer de
mi vida.»
Esa misma tarde decidieron ir los
cuatro a Ely, un pueblo a veinte
kilómetros de Cambridge conocido por
su soberbia catedral románica erigida
dentro de los muros de un monasterio
benedictino. Se desplazaron en el viejo
Volskwagen azul de Christian, cuyo
techo parecía picado de viruela. El
responsable de ello había sido Rajiv,
que había dado dos vueltas de campana
un día en que había salido a dar una
vuelta. Conducir era una de sus
pasiones. Como no tenían dinero para
llevarlo a un taller de chapa y pintura,
para arreglarlo tuvieron que meterse
dentro del vehículo y enderezar el techo
a patadas. Por lo demás, el Escarabajo
era el sueño de todo estudiante porque
suponía tener un medio de transporte
privado para salir de la rutina y
descubrir el país a su antojo.
El paseo a Ely no tuvo nada de
extraordinario, sin embargo fue el más
especial de los que Rajiv y Sonia
hicieron juntos en toda su vida. El que
nunca olvidarían. Era una tarde sin
lluvia, y parecía que los rayos de sol
acariciaban el musgo de los muros e
iluminaban los tejados de pizarra negros
y brillantes por la humedad. Ely era un
maravilloso pueblo conocido por
albergar el mayor conjunto de edificios
medievales todavía en uso en toda
Inglaterra, Un lugar mágico, donde era
fácil perderse entre las casas viejas y
los jardines antiguos, donde disfrutaron
de unas vistas espectaculares sobre la
campiña inglesa desde lo alto de los
torreones. Christian, que lo conocía
bien, hacía de cicerone y les mostraba
los rincones más bonitos y románticos,
como un mago sacando prodigios de su
chistera. Fue una tarde tranquila, en la
que Rajiv y Sonia hablaron poco,
dejándose mecer por un sentimiento de
plenitud que parecía sobrepasarles. «El
amor de Rajiv y Sonia empezó allí
mismo, en los jardines de la catedral, y
en ese preciso instante. Fue algo
inmediato. Nunca vi a dos seres
conectar de esa forma, y para siempre.
Desde ese momento hasta el día de su
muerte se hicieron inseparables»,
recordaría Christian más tarde.
¿Puede el amor surgir de una manera
tan instantánea, insolente casi? Cuando
Rajiv le cogió la mano mientras
paseaban a la sombra de los muros
vetustos de la catedral, Sonia no tuvo
fuerzas para retirarla. Pensó en hacerlo,
pero no lo hizo. Esa mano cálida y suave
le transmitía una seguridad y, ¿por qué
no decirlo?, un placer inmenso y
profundo. Como si toda su vida hubiera
estado
esperando
ese
contacto
envolvente. No pudo retirarla, aunque su
conciencia le indicaba que debía
hacerlo.
En los días siguientes, intentó luchar
contra ese sentimiento que le ponía el
corazón al galope y que le provocaba
cierta
ansiedad
porque
era
incontrolable.
Se
empeñaba
en
dominarlo, en no dejarse consumir por
ese fuego que la sonrisa de Rajiv había
encendido en su interior. Las mujeres no
ceden ante los intentos de seducción del
primero que llega, eso le habían
enseñado desde la ll1ás tierna infancia.
Y ella había cedido, aunque sólo fuese
dándole la mano, paseando como si
fuesen novios de toda la vida. ¿No había
que
contenerse,
disimular
los
sentimientos, poner los pretendientes a
prueba? Pero todo lo que se suponía que
debía hacer se estrellaba contra aquella
sonrisa,
esa
mirada
de
ojos
aterciopelados, esa voz tierna que se
quebraba porque Rajiv era casi tan
tímido como ella.
-¿Quieres venir esta tarde al
Orchard?
-No, gracias, hoy no -respondió ella
con un nudo en la garganta, sin poder
apartar su mirada de los ojos de él.
-Es sólo un rato, y volveremos
pronto...
Ella negó de nuevo, esta vez con la
cabeza, y sonrió como para no
desanimarle, porque en el fondo estaba
deseando decir que sí. Rajiv no insistió,
se quedó allí plantado, sin saber qué
cara poner ni qué hacer con sus manos,
como un niño vergonzoso que no sabe
cómo encajar una negativa. No era el
prototipo del pretendiente italiano, más
bien al contrario. Era un poco patoso
con las chicas, pero eso, en lugar de
disminuirlo, aumentaba su encanto.
Rajiv carecía de malicia y de
vulgaridad; la verborrea no era lo suyo.
Era un chico serio, y su sonrisa parecía
franca. Pero para Sonia siempre existía
la duda... ¿Y si quiere aprovecharse de
mí?
Durante una temporada ella decidió
no ir más al Varsity para no caer en la
tentación de encontrárselo de nuevo.
Mejor cortar por lo sano. Pero entonces
su vida volvía a ser tan gris como antes,
una vida sin sabor... ni color. ¿Esa
atracción hacia ese chico, será por no
estar sola?, se preguntaba en su gélida
habitación mientras hincaba el diente a
una manzana. ¿Cómo puede ser un
sentimiento auténtico, si casi no hemos
hablado? ¿Cómo se puede querer lo que
no se conoce? Todas estas preguntas se
agolpaban en su mente mientras
intentaba convencerse de que no, no
podía ser, su imaginación le estaba
jugando una mala pasada, no sentía nada
por aquel chico. Luego, en momentos de
lucidez, se daba cuenta de que él debía
ser muy distinto de ella en todo. Era de
otro país... ¡Y de qué país! Ni de Europa
ni de Estados Unidos, sino de un lugar
distante y exótico del que ella no sabía
casi nada... ¡Un indio, nada menos! De
otra raza, con la piel un poco cetrina y
que seguramente profesaba otra religión,
que habría sido criado con otras
costumbres, casi medievales... ¡Sería
una locura enamorarme de alguien así!,
se decía entonces. ¿No estaba el mundo
lleno de historias de indios o africanos
colados por europeas que) una vez las
consiguen y las llevan a sus países,
acaban de esclavas? Ella se veía de
pronto como el capricho pasajero de un
príncipe oriental, o algo por el estilo.
Entonces por un momento se olvidaba de
todo y volvía a ser ella misma, una
estudiante
italiana
perdida
en
Cambridge, deseando que llegasen las
vacaciones para volver a casa y acabar
con el vértigo de la soledad y la
incertidumbre que, sin saberlo, la estaba
convirtiendo en adulta.
Pero el recuerdo de aquella sonrisa
no desaparecía con la mera voluntad de
borrarlo, como si bastase con apretar un
botón para dar órdenes al corazón. La
sonrisa de Rajiv se colaba por los
entresijos de su mente y, en un despiste,
volvía a ocupar un lugar central en su
imaginación. Como era mucho más
agradable dejarse llevar por la
ensoñación que estar luchando contra el
dictado del corazón, acababa por dar
rienda suelta a sus divagaciones... ¿Qué
tenía esa sonrisa que la seducía tanto?
¿Era el refinamiento de sus modales y su
manera de expresarse lo que le llegaba
al corazón? ¿Era su compostura de
príncipe oriental? Rajiv hablaba con el
mejor acento inglés, como si hubiera
vivido toda su vida en Cambridge. Era
cortés y galante, un poco a la antigua,
cualidades que escaseaban entre los
demás estudiantes. Christian, que le
conocía desde hacía ya varios meses,
acababa de enterarse de que era nieto
del que fuera primer ministro de la
India, y eso es algo que impresiona, o
por lo menos azuza la curiosidad casi
tanto como el hecho de que Rajiv no lo
hubiese mencionado antes. A quien le
preguntaba, Rajiv explicaba que su
apellido no tenía relación alguna con el
del Mahatma Gandhi, pero se abstenía
de comunicar su parentesco con Nehru.
Precisamente de lo que más disfrutaba
en Inglaterra era de la tranquilidad que
le proporcionaba vivir de manera
anónima. Toda su vida en la India había
sido el nieto del primer gobernante de la
India independiente, un icono venerado
por millones de personas. Ahora que
podía ser él mismo, quería disfrutarlo al
máximo.
A pesar de ser quien era, no tenía
dinero para salir. Hubiera querido
invitarla a uno de los escasos clubes
nocturnos donde se podía escuchar
música en vivo y que se llamaba Les
Fleurs du Mal, pero el presupuesto no le
alcanzaba para tanto. A Christian le
sorprendía la diferencia abismal que
había entre los dos grandes grupos de
estudiantes asiáticos en Cambridge, los
pakistaníes y los indios. Los primeros
solían tener mucho dinero y lo
derrochaban, pero los indios estaban
todos en las últimas. La razón se debía a
la restricción impuesta por el gobierno
indio a sus ciudadanos para limitar la
compra de divisas, no pudiendo cambiar
más de 650 libras cada vez que salían
de viaje. «La belleza de Cambridge recordaría Christian- es que era un gran
nivelador de clases sociales y
económicas.»
La vida nocturna era prácticamente
inexistente porque cerraban las puertas
de los colleges a las once. Había que
salir de día, y las distracciones eran muy
sencillas: pasear, ir en batea por el río
Cam, pasar la tarde en los digs de uno u
otro... La segunda vez que Rajiv le
propuso salir, ella aceptó, y estuvieron
escuchando música en el minúsculo
alojamiento
de
estudiantes
que
compartía con Christian y que estaba a
rebosar de amigos y de discos. Sonia
acabó esa tarde con la certeza de que
Rajiv la quería de verdad. Daba hasta
pena verlo tan enamorado y tan
impotente
para
expresar
sus
sentimientos. Sonia percibió que él era
presa de un torrente de sentimientos que
le revolvían por dentro tanto como a
ella. Ese día no habían cogido las
bicicletas porque llovía, de modo que él
la acompañó andando a su casa, un buen
trecho, porque ella vivía más cerca del
centro. Estaban tan ensimismados en su
conversación que se perdieron por la
ciudad desierta mientras él le abría su
corazón. Confesó que le encantaba vivir
en Inglaterra porque aquí se sentía libre
por primera vez en su vida. Le contó que
desde niño había vivido escoltado por
guardias de seguridad en la casa del
centro de Nueva Delhi donde su abuelo
ejercía de primer ministro. Le contó lo
mucho que le disgustaba ser reconocido
como hijo de la familia a la que
pertenecía, porque cercenaba sus
movimientos y su libertad, porque nunca
sabía quiénes eran de verdad sus
amigos, ya que la gente se le acercaba
con segundas intenciones por su
proximidad al poder. Le habló de la
sensación
tan
placentera
que
experimentó la primera vez que condujo
el viejo Volkswagen de Christian y que
le hizo sentirse libre como nunca antes.
También le habló de la muerte de su
padre, ocurrida cuatro años atrás. De la
de su abuelo el año anterior, que le
dolió aún más porque le quería como a
otro padre. «Sí--dijo Sonia tímidamente, de eso me acuerdo.» Sonia recordaba
vagamente haber visto el año anterior en
los noticieros de la televisión imágenes
de los funerales de Nehru, grandiosos,
solemnes y tristes.
Rajiv le hablaba de todo un poco,
mezclándolo todo, volcando en desorden
recuerdos con deseos, añoranzas con
esperanzas, anhelos con pesares. Sonia
entendió que, más allá de la diferencia
de raza o de nacionalidad, ese chico
pertenecía a un mundo al que ella nunca
había tenido acceso, ni siquiera mero
conocimiento. Más que el hecho de ser
de la India, lo que más le separaba de él
era la órbita en la que él giraba, tan
lejos de la vida de clase media de una
italiana de Orbassano como la Tierra de
la luna. Todo les separaba, y sin
embargo, y quizás por eso mismo, la
atracción mutua era todavía más fuerte.
Ella simbolizaba para él todo lo que
ansiaba: tener una vida normal. No era
india, no era inglesa, no era
identificable en ningún peldaño de la
jerarquía social. Ella representaba el
anonimato de la clase Inedia; en otras
palabras, la libertad, que es lo que más
podía desear un chico de veintiún años
que había crecido en una jaula dorada.
Le contó su pasión por la fotografía,
por músicos de jazz como Stan Getz,
Zoot Sims y Jimmy Smith, aunque
también apreciaba a los Beatles y a
Beethoven. Pero su auténtica pasión era
volar, y había surgido a los catorce
años, el día en que su abuelo Nehru le
llevó a dar una vuelta en planeador: «El
sonido del viento, la sensación de total
libertad, la impresión de que estás fuera
de todo ... es algo fantástico. Me
enganché para siempre.» y la belleza de
volar sobre las llanuras del norte de la
India, con sus ríos sinuosos, sus
pueblecitos rodeados de campos verdes
y pardos donde el más mínimo pedazo
de tierra está cultivado... A raíz de esa
experiencia se hizo miembro del
Aeroclub de Delhi y cada vez que
volvía de vacaciones, salía en planeador
a darse una vuelta y a olvidarse del
mundo. Ahora tenía ganas de probar el
vuelo con motor y jugaba con la idea de
hacerse piloto.
A Sonia, este chico le abría las
puertas de un mundo desconocido y que
brillaba como las estrellas en el
firmamento. Era un chico cálido,
práctico y a la vez un poco soñador, y
sobre todo le inspiraba confianza.
Hablaba con total naturalidad, y no
presumía de nada porque no lo
necesitaba. Era lo contrario de un
fanfarrón, lo contrario del típico ligón
italiano que tan bien conocía.
Caminando junto a él, le parecía de
pronto que esas calles no eran las de
siempre, que estaba en otra ciudad
mucho más bonita que la que había
conocido hasta entonces. Rajiv la hacía
soñar, la sacaba de su concha, le hacía
olvidarse de sí misma y de la nostalgia
que había sentido hasta entonces. Esa
noche al dejarla en su casa él se le
declaró a su manera un poco torpe,
diciéndole que era la primera chica que
le había gustado de verdad, y que
esperaba que fuese la única. Lo dijo con
tanto candor que era difícil no creerle.
Pero aun así, Sonia siguió luchando
por quitárselo de la mente, porque era
testaruda y porque su corazón oscilaba
como un péndulo, desgarrado entre la
razón y el deseo. Presa de un torbellino
de sentimientos contradictorios, sentía
vértigo como si se encontrase frente a un
precipicio, titubeando, con miedo a caer.
¿Qué pinto yo en el mundo de ese chico?
¿Qué tengo yo que ver con un niño
mimado al que su célebre abuelo
paseaba en planeador? ¿Por qué me dejo
deslumbrar? Sonia se jactaba de tener
los pies en la tierra, y los tenía. Pero
cuanto más se obsesionaba, más distante
se mostraba con él, y esa aparente
frialdad era para él un acicate aún
mayor para seducirla. La realidad era
que pensaba en él día y noche, como si
se hubiera convertido en su propio
aliento. Cuando no estaba con él,
buscaba la compañía de las chicas de su
clase con el solo fin de hablar de él y de
su encanto arrebatador. El sentimiento
que la embargaba le sirvió de estímulo
para aprender inglés más rápidamente y
mejor, tal era la necesidad de estar a la
altura, de no perderse los matices de la
conversación con Rajiv y sus amigas.
¡No hay como el amor para aprender
bien un idioma!, se dijo sorprendida al
notar que de repente entendía una
conversación, un noticiero, un artículo
en el periódico.
Pero era agotador vivir siempre a la
contra, cuestionar esa atracción que la
llenaba de esperanza y, un momento
después, de dudas y temores. Cansada
de ese vaivén que la llevaba de la
euforia a la melancolía, un día dejó de
luchar y se abandonó en sus brazos,
cuando todavía retumbaba en sus oídos
la música de Gerry Mulligan desde el
interior de un bar de la concurrida
Sydney Street.
5
Del brazo de Rajiv, la vida adquiría
otro tono, otro sabor. Los paseos por el
río en una batea que llevaba él como un
auténtico gondolero por detrás de los
colleges, las vistas desde lo alto de la
iglesia de St. Mary que disfrutaban
sentados en el césped y comiendo un
sándwich, el olor de los parques
después de la lluvia... Lo más anodino
cobraba un relieve inesperado. "Alguna
noche acudieron a Les Fleurs du Mal a
escuchar música en vivo y a bailar twist,
el ritmo que hacía furor en la época y
que Sonia bailaba muy bien. Cambridge
era de pronto la ciudad más romántica
del mundo, y ya no quería estar en
ningún otro lugar para disfrutar del
presente. Un presente que consistía en
verse todos los días, ir en bicicleta de
casa de uno a casa del otro, ir de pícnic,
hacer planes de fin de semana ... Rajiv
era muy aficionado a la fotografía y
pronto él, su cámara Minox y Sonia
formaron un trío inseparable; había
encontrado a su musa perfecta y no
paraba de retratarla. El romance alcanzó
tal intensidad que el dueño del Varsity,
Charles Antoni, dijo que nunca había
visto «una pareja tan enamorada...
parecía de novela».
El presente también era viajar en el
Volkswagen Escarabajo que Rajiv
terminó comprando a su amigo por un
puñado de libras. Recorrieron la
campiña inglesa, visitaron Londres y
disfrutaron de una libertad que en ese
momento parecía no tener fin. Cuando se
les rompió el parabrisas, seguían usando
el coche pero envueltos en mantas.
Rajiv
vivía
como
cualquier
estudiante inglés, trabajando en sus
vacaciones para conseguir dinero extra.
Había sido vendedor de helados, otro
año había trabajado en la recolección de
la fruta, cargando camiones o haciendo
el turno de noche en una panadería.
«Cambridge me dio una visión del
mundo que no hubiera tenido nunca si
me hubiera quedado en la India»,
recordaría Rajiv más tarde. En Sonia
encontró una perfecta aliada. Ella era
enemiga de las estridencias y las
extravagancias y aspiraba a lo que había
conocido, a una vida tranquila y estable
sin sobresaltos ni sustos. Si Sonia
percibía la diferencia tan grande que le
separaba de él, también vio los puntos
que tenían en común. Ambos eran de
naturaleza tímida y no buscaban
protagonismo de ningún tipo. Ni las
mieles del éxito ni la notoriedad les
llamaban la atención, más bien al
contrario, era algo de lo que más valía
huir. «No les interesaba el mundo
exterior ni la vida mundana... Valoraban
ante todo la privacidad», diría Christian.
Ambos tenían un concepto muy parecido
de la vida familiar, quizás porque en sus
respectivas culturas la familia es el
valor supremo. Rajiv carecía de
ambición política, le gustaban las
cuestiones técnicas y las actividades
manuales. Le confesó que si había hecho
el esfuerzo de ingresar en el Trinity
College, había sido por complacer a su
abuelo, que había estudiado allí y que
albergaba la ilusión de que uno de sus
nietos siguiese sus pasos. Pero ahora
que había muerto Nehru, Rajiv estaba
pensando seriamente en dejar el Trinity
College y dedicarse a su verdadera
vocación, ser piloto de avión. No sabía
todavía cómo decírselo a su madre.
Lo que sí supo decirle por carta a
Indira, en marzo de 1965, mes y medio
después del encuentro en el Varsity, es
que había conocido a Sonia: «...
Siempre me preguntas sobre las chicas
que conozco y si hay alguna que me
atraiga especialmente. Pues ahora te
digo que he conocido una chica muy
especial. Todavía no se lo he pedido,
pero es la chica con quien quiero
casarme.» En su respuesta, su madre le
recordó que la primera chica que uno
conoce no es necesariamente la más
adecuada. Quería atemperar la pasión de
su hijo. Al fin y al cabo, sólo tenía
veinte años. Pero en su siguiente carta,
Rajiv le confesó: «Estoy seguro de que
estoy enamorado de ella. Ya sé que es la
primera chica con la que salgo, pero
¿cómo saber si uno va a conocer otra
que sea mejor?» A vuelta de correo,
Indira le anunció que acababa de aceptar
su primer puesto oficial, que lo había
hecho un poco a regañadientes, pero que
ya estaba: era ministra de Información
del gobierno de la India. Como tal, tenía
la intención de hacer un viaje oficial a
Londres a finales de año y le gustaría
aprovechar esa oportunidad para
conocerla. A Sonia se le hizo un nudo en
el estómago al enterarse de la noticia.
En cuanto a contárselo a los suyos, era
totalmente incapaz de armarse del valor
necesario. No quería ni imaginar cuál
sería la reacción de su padre...
Pero la noticia de la llegada de
Indira le hizo olvidar por un momento el
presente. De pronto presintió nubarrones
en el horizonte de su felicidad.
Volvieron los miedos y se preguntaba
qué futuro había en aquel romance. Era
demasiado bonito para durar. Ya no
dudaba de sus sentimientos; al contrario,
estaba loca por Rajiv, nunca había
conocido un arrebato semejante, pero
intuía que la diferencia tan enorme que
había entre sus orígenes acabaría por
hacer mella en la relación, y podría
quizás arruinarla por completo. Lo poco
que sabía de la India lo había aprendido
de un amigo que lo había descrito como
un país lejano e inmenso poblado de
encantadores de serpientes y de
elefantes y anquilosado por la pobreza y
el atraso. Un país que carecía de las
comodidades más básicas, un país
castigado por un clima implacable, un
país sucio donde las vacas campaban a
sus anchas y eran más respetadas que los
miembros de las castas más bajas, en
definitiva un país difícil y apasionante...
para un antropólogo o un yogui, pero no
para una chica que aspiraba a trabajar
en un organismo internacional y a tener
una vida familiar sin problemas. ¿Dónde
encajaba Rajiv en aquel cuadro? Los
Nehru, le había explicado ese amigo que
tampoco estaba demasiado al corriente,
eran de origen aristocrático, de
Cachemira.
De
alguna
manera
dominaban la sociedad de su país, y
hasta cierto punto habían estado
controlando la política mundial... A su
lado, ¿qué eran los Maino?, pensaba
Sonia. Unos paesani, se decía a sí
misma. ¿Qué podía aportarle a Rajiv la
hija de un pequeño constructor de
provincias italiano? Estaba segura de
que la madre de Rajiv se haría la misma
pregunta, y eso le provocaba una gran
desazón. Sonia era consciente de que sus
familias «no podían ser más distintas»,
según sus propias palabras. Tampoco
conseguía imaginarse diciéndole a su
padre que se había enamorado de un
hombre de piel cetrina, que encima era
indio y que además profesaba, al menos
oficialmente, la religión hindú. No, ésa
era una píldora que el bueno de Stefano
Maino no iba a tragarse con gusto, por
muy primer ministro que hubiese sido el
abuelo.
Su naturaleza introvertida le impedía
compartir sus temores con Rajiv. No
quería romper la felicidad, que podía
ser tan frágil como el cristal más fino.
Con él era de una dulzura llena de
reserva y los ojos con los que le miraba
estaban cargados de interrogantes. Era
indio, pero en sus gestos y su manera de
hablar veía a un inglés. Era distinguido y
a la vez se comportaba con una sencillez
pasmosa.
Sonia,
en
realidad,
experimentaba un cambio extraño y
definitivo que abocaba a la aceptación
ciega, total, de lo que podría, a causa de
Rajiv o gracias a él, ocurrirle más
adelante. Sentía que en la frontera lejana
de su propio ser todo había sido fijado
de antemano por el destino, antes
siquiera de que hubiera nacido.
Un fin de semana Sonia conoció a
Sanjay, el único hermano de Rajiv, dos
años menor, que estaba haciendo un
curso de aprendizaje en la casa RollsRoyce en Crewe, a tres horas de camino,
y que solía ir a Cambridge a divertirse
de vez en cuando. Era muy guapo, como
su hermano, pero con un atractivo
diferente. Sanjay tenía un rostro oval,
unos labios más gruesos y sensuales y
unas incipientes entradas. Al igual que
su hermano, exhibía unos modales
impecables y hablaba con voz suave con
un perfecto acento británico. Ambos
eran frugales en sus hábitos. Sanjay
comía poco, pero hablaba mucho de
política y le encantaban los parties. A
Rajiv no le gustaba ni fumar ni beber, no
le interesaba nada la política, más bien
renegaba de ese mundo y prefería una
cena tranquila con amigos a una fiesta
ruidosa. Sanjay era más frío que su
hermano mayor, no desprendía esa
sensación de tranquila calidez, de buena
persona que tanta seguridad daba a
Sonia. Y sus miradas eran distintas.
Rajiv lo hacía como acariciándote con
sus ojos almendrados. Su hermano, en
cambio, tenía una mirada distante, algo
insolente. Se le notaba muy orgulloso de
ser quien era, al revés que su hermano.
Fue un año maravilloso, quizás el
más feliz de sus vidas, si por felicidad
se entiende la ausencia casi total de
preocupaciones y problemas. Pero el
curso llegaba a su fin, y las vacaciones
de verano iban a interrumpir el idilio de
Cambridge.
En julio de 1965, Rajiv y Sonia se
separaron por primera vez. Sonia
regresó a Italia. Había llegado unos
meses atrás como una chiquilla, ahora
regresaba como una mujer, con la idea
firme de hacer su vida con Rajiv. No
sabía cómo ni cuándo, pero estaba
decidida. Fue una despedida feliz e
inquietante al mismo tiempo porque, si
bien estaban convencidos de que
volverían a encontrarse, Sonia temía la
reacción de sus padres. El futuro estaba
sembrado de incógnitas.
Le llenó de satisfacción darse cuenta
de lo mucho que había mejorado su
inglés cuando le salieron unos trabajos
de intérprete en las ferias de Turín. Qué
diferencia, qué soltura... Al menos, el
signor Maino no había tirado el dinero.
Fue una buena noticia para sus padres.
La otra, la importante, no conseguía
verbalizarla. Por mucho que lo ensayara
mentalmente, no le salía. «Quiero
deciros que estoy enamorada de un
chico... ¡No, así no, es ridículo! -se
decía, antes de ensayar otra manera-: He
conocido a alguien muy especial y me
quiero casar con él... Pero ¿cómo les
voy a decir eso?», volvía a decirse
desesperada. Cuando llegaba el
momento de enfrentarse a ello, se
quedaba paralizada. «Aunque éramos
una familia muy unida -escribiría Sonia
más
tarde-,
ellos
eran
muy
convencionales, especialmente mi padre
que era un patriarca a la vieja usanza.
En aquel tipo de familias, el contacto
entre
chicos
y
chicas
estaba
estrictamente vigilado y controlado.»
Rajiv no entendía la reticencia de
Sonia a hablar con sus padres. Ella
intentaba explicarse: ¿Cómo contarles
de sopetón que había estado viviendo
una historia de amor apasionada todos
estos meses sin haberles comunicado
nada? No sabía cómo romper el hielo.
«No parece que sea capaz de decírselo escribió Rajiv a su madre-. No puedo
entenderlo. Debe ser algo muy peculiar.
Sólo hace lo que dice el padre.» Claro
que Rajiv no conocía a Stefano Maino,
nunca había visto su rostro enrojecido,
sus facciones rudas de montañés, nunca
había oído su voz ronca ni su tono
tajante cuando algo no le gustaba.
«Me llevó mucho tiempo hacerme
con el valor suficiente para hablar a mis
padres de mis sentimientos hacia un
chico que para ellos no sólo era un
extraño sino un extranjero también,» La
ocasión se produjo después de la boda
de Pier Luigi, el dueño del bar-estanco
en Via Frejus. Pier Luigi, que la había
visto crecer, había querido que fuese
testigo de su boda. Fue el gran
acontecimiento del verano en el barrio.
Una fiesta con música y mucha bebida
en el bar, que estaba a rebosar de gente,
tanta como en la cita anual que reunía
ritualmente a los vecinos para ver en la
televisión el Festival de San Remo.
-Estoy enamorada, le quiero -les
dijo después de explicarles quién era el
chico y cómo se habían conocido.
-¿Qué edad dices que tiene?
-Veinte años...
-Es demasiado joven -terció su
madre.
-¡Y encima es de por ahí! -añadió el
padre.
Tal y como se lo había imaginado,
no mostraron el más mínimo entusiasmo.
Reaccionaron con un desdén total, como
si su hija hubiera sido presa de un
ataque de locura pasajero. No había
nada en aquella relación que pudiera
gustarles: el chico tenía apenas dos años
más que Sonia, era extranjero, pero no
era inglés ni francés sino de un país que
sólo salía en las noticias por sus
desastres, era un terrone, como los del
norte de Italia llaman a los inmigrantes
del sur, con el agravante de que ni
siquiera era italiano. Y tenía otro
defecto importante: no era católico. Para
ellos, Sonia había ahogado la inquietud
de sentirse sola por primera vez en un
país extranjero cayendo en brazos del
primero de turno.
-Ya se le pasará...
Pero no se le pasaba. Hasta el
cartero bromeaba con la familia porque
ahora traía cartas diarias, todas con
membrete de Inglaterra, todas para
Sonia. La «niña» se pasaba largas horas
en su cuarto, respondiendo su
volun1inosa
correspondencia,
o
esperando ansiosa una conferencia
telefónica. Luego estaban las hermanas,
que entendieron que Sonia estaba
realmente enamorada. El «ya se le
pasará» de los padres dio lugar al « ¿y
si va en serio?» de Anushka y Nadia. Lo
único que dulcificó la postura de su
madre fue enterarse de que por lo menos
el chico era «de buena familia». ¡De
algo había servido mandarla a la escuela
más cara de Cambridge! Que fuese el
nieto de Nehru, que su madre Indira
estuviese en el gobierno a Stefano le
dejaba indiferente, pero Paola sí era
sensible a ello. Y las hermanas también.
Ya se veían desfilando a lomos de
elefante en los jardines de algún palacio
indio. Para ellas, la historia tenía algo
de cuento de hadas; un príncipe oriental
se había enamorado de su hermana... Era
excitante.
El caballo de batalla fue el regreso a
Cambridge. Su padre no quería que ella
volviese. Según él, ya sabía suficiente
inglés. En realidad, quería cortar por lo
sano el idilio de su hija. Pero Sonia
estaba empeñada en conseguir su título,
el Proficiency in English, y para ello
necesitaba un año más. Como siempre,
la influencia de Paola fue decisiva. Ella
y su marido sabían perfectamente que su
hija quería volver porque estaba
enamorada, pero Paola insistió en la
importancia de que obtuviese un título.
Sonia se mantuvo firme. Les dijo que si
no querían ayudarla, estaba dispuesta a
hacer como muchas chicas que
estudiaban inglés allí, se buscaría un
trabajo y se haría independiente. A nadie
le gusta enfrentarse a sus padres, a Sonia
aún menos porque no iba con su carácter
de chica dócil. Pero podía más el amor.
Sus padres acabaron por ceder,
pensando que oponerse al romance de su
hija no haría más que exacerbarlo.
Mejor que regrese a Inglaterra,
pensaron. Por lo menos volvería con un
título. Estaban seguros de que aquella
historia de amor, que ellos veían como
una excentricidad, no aguantaría el paso
del tiempo... Lo único que podían hacer
era aconsejarle: ojo donde te metes, no
te precipites.
Sonia era tan respetuosa con las
tradiciones familiares, y tan poco
amante de la confrontación, que les
prometió tenerlos al corriente de todo.
De modo que, de regreso a Cambridge y
ante la próxima llegada de Indira, que
había mostrado el deseo de conocerla,
pensó que era mejor que sus padres lo
supieran. Rajiv, que estaba deseando
ponerse en contacto con los Maino,
aprovechó la ocasión para mandarles
una carta y pedirles permiso para que el
encuentro entre su hija e Indira Gandhi
tuviera lugar. Una carta archiformal y
muy respetuosa que dejó a los Maino
pasmados, pero ¿qué iban a hacer,
negarse a ello? Stefano no lo hubiera
dudado ni un segundo, pero su mujer le
convenció
para
que
diese
su
autorización.
6
Era invierno y la carretera brillaba
por la lluvia. Estaban llegando a la City
en el Volkswagen desvencijado de Rajiv
cuando a Sonia le entró un ataque de
pánico. De pronto, la perspectiva de
acudir a una recepción en la embajada
de la India y de encontrarse con la
madre de su novio en un ambiente que
desconocía la aterrorizó y la paralizó.
¿Qué voy a hacer yo allí?, se dijo
súbitamente. Un torrente de preguntas,
algunas serias, otras triviales, se
atropellaban en su cabeza: ¿Cómo hay
que
tratarla?
¿Estaré
vestida
adecuadamente? ¿Qué tengo que
decirle? ¿Y si me desprecia? ¿Y si se
muestra agresiva conmigo?
-No digas tonterías -le repetía Rajiv.
De repente, a Sonia se le caía el
mundo encima. Le parecía que los meses
pasados en compañía de Rajiv habían
sido un sueño que estaba a punto de
hacerse añicos. Pensó que no estaba
preparada para conocer a su madre.
Además, ese encuentro significaría
comprometerse aún más, ¿y cómo podía
hacerlo si sus propios padres se habían
mostrado tan reacios a su idilio?
-Pero si están al corriente, si tu
padre te ha dado permiso... ¿Ahora te
echas atrás?
Rajiv no entendía nada. Sonia estaba
asustada. Pensaba que quizás su padre
tuviera razón y había llegado el
momento de pisar el freno, de serenarse,
de dar marcha atrás...
-Sonia, hemos quedado, nos están
esperando...
-Lo siento, no voy, no puedo.
Sonia perdió los estribos, era
incapaz de controlarse. Los esfuerzos de
Rajiv para calmarla no dieron resultado,
de modo que tuvo que llamar a su madre
e inventarse una excusa para cancelar la
cita.
La pospusieron para unos días más
tarde, cuando Sonia se hubo serenado.
Esta vez se prometió a sí misma portarse
bien, pero seguía siendo un trago difícil
de pasar. Le temblaban las piernas
cuando subía los peldaños de la
residencia del embajador de la India,
donde se hospedaban Indira y su amiga
del alma, Pupul Jayakar, que le había
ayudado a organizar el homenaje a
Nehru. Las dos estaban todavía
excitadas porque la víspera, después de
un recital de poesía de Allen Ginsberg y
otros poetas de la generación beat,
habían terminado a la una de la
madrugada en un restaurante español
comiendo tapas y viendo bailar
flamenco. A su regreso, se habían
encontrado
con
el
embajador
preocupadísimo; estaba a punto de
llamar a la policía porque pensaba que
les había pasado algo.
Indira les recibió en su habitación,
levemente perfumada de incienso. Sonia
se encontró frente a una mujer de
aspecto frágil envuelta en un elegante
sari de seda. Reconoció en sus ojos
negros y almendrados los de Rajiv. El
cabello recogido en un moño dejaba ver
en la frente un mechón de abundante
pelo blanco a pesar de sus cuarenta y
ocho años. Ese mechón, que se
convertiría en su seña de identidad, le
confería una innegable distinción. Tenía
una sonrisa llena de encanto, maneras
delicadas y una prominente nariz que
procuraba disimular con maquillaje bajo
los ojos para atenuar las sombras. En
realidad y según le había confesado a su
amiga Pupul, lo que le hubiera gustado
de verdad hubiera sido operarse esa
nariz.
«Me encontré frente a un ser humano
perfectamente normal -diría Sonia-,
frente a una mujer cálida y acogedora.
Hizo todo lo posible para que me
sintiese a gusto. Me habló en francés
cuando notó que yo dominaba más esa
lengua que el inglés. Quería saber de mí,
de mis estudios.» Rajiv debió de
haberle contado a su madre algo sobre
el ataque de nervios, porque Indira le
dijo que «ella también había sido joven,
terriblemente tímida, y enamorada, y que
me entendía perfectamente».
Sonia, relajada, disfrutó de ese
primer encuentro, que terminó de la
manera más familiar posible. En efecto,
la pareja tenía que asistir a una fiesta de
estudiantes y Sonia pidió cambiarse de
ropa en un cuarto de la embajada. Pero
nada más salir, tropezó y el tacón de su
zapato rasgó el dobladillo de su traje de
noche. «La madre de Rajiv -contaría
Sonia- se hizo con una aguja e hilo negro
y, fiel a su estilo pausado, que
observaría de cerca más tarde, se puso a
coser
el
dobladillo.
¿No
era
exactamente eso lo que hubiera hecho mi
madre?
Todas
mis
dudas
desaparecieron, por lo menos de
momento.»
Una corriente de simpatía pasó entre
esas dos mujeres tan diferentes en todo,
excepto en el amor por Rajiv. Indira no
se lo había comunicado a su hijo, pero
la idea de tener algún día una nuera
extranjera
la
tenía
un
poco
desconcertada. Ahora, después de
conocerla, sus reservas se habían
disipado: «Aparte de guapa -le escribió
a su amiga norteamericana Dorothy
Norman- es una chica sana y directa.»
Dorothy se alegró de recibir esas
noticias de su amiga. Por fin, parecía
que Indira salía de la profunda crisis
existencial en la que se debatía desde la
muerte de su marido Firoz hacía cuatro
años, y desde la más reciente de Nehru,
su padre. Viuda primero, y después
huérfana. Además, como sus hijos
estaban en el extranjero, se había
quedado sola. El día en que Rajiv se
había marchado a Cambridge, Indira
había escrito a Dorothy: «Me siento
triste. Es un momento desgarrador para
una mujer cuando su hijo se hace un
hombre. Sabe que ya no depende de ella
y que de ahora en adelante él va a hacer
su propia vida. Y aunque a veces la
dejen echar un vistazo a esa vida,
siempre lo hará desde fuera, desde la
distancia de otra generación. Mi corazón
sufre.»
A Indira le costó mucho reponerse
de la muerte de Nehru, ocurrida en una
calurosa tarde del 27 de mayo de 1964.
En sus últimos días, ella no le había
dejado ni un segundo, siempre pendiente
de sus necesidades, administrándole las
medicinas, supervisando su dieta,
apartando las visitas. La última foto que
les hicieron juntos, en la que se la ve en
cuclillas a su lado, muestra una
expresión de profunda tristeza y gran
ternura en su rostro. Indira había pasado
los últimos años pegada a él,
organizándole la agenda, coordinando
las visitas de dignatarios extranjeros
como el Sha de Irán, el rey Saud, Ho Chi
Minh o Krushchev. Había llegado hasta
a hacer de canal de comunicación entre
él y sus ministros. El propio Nehru, al
ser nombrado máximo mandatario
cuando la India se hizo independiente en
1947, le había pedido que asumiese el
papel de «primera dama», ya que su
esposa había fallecido tiempo atrás y él
necesitaba a alguien de confianza que
supiera llevarle la casa. Indira había
aceptado con reticencia al principio,
luego con auténtica devoción. Lo había
hecho no sólo porque era una obediente
hija india, sino porque su matrimonio se
desmoronaba. Estaba harta de las
infidelidades de Firoz, su marido. De
hecho, vivían prácticamente separados
desde hacía tiempo, de modo que ella y
sus hijos se instalaron en Teen Murti
House, la bonita residencia del primer
ministro de la India en el centro de
Nueva Delhi. Lo primero que hizo Indira
fue descolgar la colección de retratos de
héroes imperiales y mandarlos al
Ministerio de Defensa. Luego, los
reemplazó por artesanía india, y trocó
las gruesas cortinas francesas por
visillos de algodón crudo, el tejido que
la rueca de Gandhi convirtió en símbolo
de autarquía. Arregló el cuarto de su
padre con una cama baja rodeada de sus
libros y fotografías favoritos. Un día
confesó que le hubiera gustado ser
decoradora de interiores, pero el destino
le tenía reservado otro papel.
Si la muerte de Nehru había privado
al mundo de un gigante -había sido el
líder indiscutible del movimiento de
países no alineados que agrupaba a más
de la mitad de la población mundial-; si
había dejado a la India sin el símbolo de
su lucha por la libertad y sin primer
ministro, y al Partido del Congreso sin
su máxima autoridad, a su hija Indira la
había dejado en medio de un inmenso
cráter, como si su muerte hubiera sido
una bomba que hubiera arrasado todo a
su alrededor. Nehru había sido la
presencia y la fuerza dominante en su
vida, el faro que había guiado sus pasos.
Quizás esa pasión por su padre era
consecuencia de lo mucho que le había
echado de menos de niña, ya que él pasó
casi más tiempo entre rejas que en casa
debido a su activismo político. Pero
cuando volvía, su presencia llenaba de
alegría la mansión familiar de Anand
Bhawan, en Allahabad. Ya entonces era
una leyenda de carne y hueso, siempre
relajado, por mucha tensión que hubiera
a su alrededor, con un rostro que parecía
esculpido por un cincel, un cuerpo bien
proporcionado, una mirada tímida e
inquisitiva al mismo tiempo, una risa
franca y una elegancia natural que
resaltaba llevando una rosa en el ojal
del tercer botón de su sherwani. Su gran
cultura, su afilado sentido del humor y
sus dotes de orador le granjeaban la
simpatía allí donde se encontrara. Se
desenvolvía con la misma facilidad en
los salones de la alta sociedad que en
las cárceles de su graciosa majestad.
Llegó a tener de interlocutores desde sus
profesores de Cambridge a jefes de
gobierno y virreyes, desde el mismísimo
rey emperador de Inglaterra -y sus
carceleros- a jefes tribales de
Afganistán.
Después de que su padre, el gran
Motilal, le dejase solo a los trece años
en el internado de Inglaterra, Nehru se
quedó siete años aprendiendo Ciencias
Políticas e interesándose por los últimos
avances tecnológicos. Volvió de
Inglaterra en 1912, transformado en un
caballero británico. Empezó a trabajar
en el bufete de su padre, y éste se mostró
muy satisfecho con los sustanciales
ingresos que ahora le proporcionaba su
hijo. El resto del tiempo lo repartía
entre la biblioteca del Colegio de
Abogados y la institución que no podía
faltar en la India colonial, el club, donde
pasaba largas y tediosas horas sentado
en los sillones chester de los salones
sobrecargados discutiendo temas legales
con
viejos
miembros
de
la
administración británica. Una vida
aburrida, según el propio Nehru, que
cambió a raíz de un hecho aparentemente
insignificante, cuando recibió la visita
de un grupo de campesinos que le
pidieron
ayuda
contra
unos
terratenientes que usaban métodos
crueles y expeditivos para expulsarlos
de sus legítimas tierras. Nehru accedió a
acompañarlos a su aldea para dilucidar
el caso. Fue un viaje de tres días que le
transformó de abogado tímido y
engreído que, según sus palabras,
desconocía las condiciones en las que la
gran mayoría de indios vivían y
trabajaban, a revolucionario. «Viéndoles
con su miseria y desbordante gratitud,
sentí una mezcla de vergüenza y dolor escribió-, vergüenza de mi vida fácil y
cómoda y del politiqueo de las ciudades
que ignora a esta vasta multitud de hijos
e hijas semidesnudos de la India, y dolor
ante tanta degradación e insoportable
pobreza.»
A esto se unió la noticia que le llegó
de la ciudad santa de Benarés, a orillas
del Ganges-. Mohandas Gandhi, ese
abogado
que
todavía
era
un
desconocido, había causado una
auténtica conmoción al hacer un
discurso
incendiario
contra
la
desigualdad y a favor de los pobres con
motivo de la inauguración de la
Universidad Hindú. «La exhibición de
joyas que nos ofrecéis hoyes una fiesta
espléndida para la vista -había dicho a
un auditorio compuesto por autoridades
coloniales y aristócratas indios-, pero
cuando la comparo con el rostro de los
millones de pobres, deduzco que no
habrá salvación para la India hasta que
os quitéis esas joyas y las depositéis en
manos de esos pobres.» La audiencia
reaccionó con indignación. Príncipes y
dignatarios abandonaron el claustro de
la universidad. Sólo los estudiantes
aplaudieron las palabras de Gandhi.
Pero el eco de esa intervención retumbó
en la India entera, y Jawaharlal Nehru
quiso conocerle.
«Era como una corriente potente de
aire fresco -escribiría Nehru de Gandhi-
; como un rayo de luz que atravesaba la
oscuridad; como un torbellino que lo
cuestionaba todo, pero sobre todo la
manera en que funcionaba la mente de la
gente. No venía de arriba, parecía
emerger de entre los millones de indios,
hablando su idioma e incesantemente
desviando la atención hacia ellos y a sus
acuciantes necesidades.» Su fuerza se
resumía en un concepto que acuñó en
1907 cuyo nombre derivaba del
sánscrito, satyagraha, que significa la
fuerza de la verdad, y cuyo propósito
implicaba la idea de una energía
poderosa pero no-violenta para
transformar la realidad. Para las masas
indias, satyagraha representaba una
alternativa al miedo. Fue el poeta
bengalí y premio Nobel de literatura,
Rabindranath Tagore, quien otorgó a
Gandhi el título por el que sería
conocido. Tagore le llamó Mahatma:
«alma grande».
Pero la gran alma necesitaba a un
gran lugarteniente. En eso se convirtió
su discípulo y amigo Nehru, y a pesar de
que no tenían nada en común, la
combinación de fuerzas que surgió de
aquella intensa amistad acabaría
cambiando el mundo. Porque Gandhi era
un hombre de fe, de religión; Nehru era
un racionalista, un producto sofisticado
de Harrow y Cambridge que apenas
hablaba los idiomas autóctonos de la
India. Sus años en Europa le hacían ver
como ridículas muchas costumbres de
sus compatriotas, como la de no salir de
casa en días considerados poco
propicios. En el país más religioso del
mundo, era un ateo que despreciaba a
los santones y a los yoguis, responsables
según él del atraso, de las divisiones
internas y del dominio de los
colonizadores extranjeros. Gandhi le
encontraba demasiado gentleman para su
gusto e hizo con él lo que hizo con otros
miembros de las clases altas. Los mandó
a las aldeas a reclutar nuevos miembros
para el Partido del Congreso y de paso a
conocer el verdadero rostro de su patria.
La mayoría no había visto nunca la
pobreza de sus propios compatriotas.
Pero ésa fue la belleza del movimiento
de Gandhi: puso en contacto a las clases
altas con las más bajas, que empezaron a
existir a ojos del resto de la sociedad.
Por primera vez, la India era presa de un
amplio movimiento popular que
rechazaba la manera de vivir impuesta
desde la lejana Londres.
Durante treinta años, Nehru recorrió
la India a pie, en carros de bueyes, en
tren, galvanizando a la población. Pero
si Gandhi soñaba con una India de
aldeas que viviesen en autarquía, una
India sin discriminación de castas pero
profundamente religiosa, Nehru lo hacía
con una India liberada de sus mitos y de
la miseria por la industria, la ciencia y
la tecnología. Para Gandhi, ésas eran
precisamente las desgracias de la
humanidad. Para Nehru, eran su
salvación.
Sus diferencias de opinión y de
visión nunca pusieron en jaque la
amistad y el profundo respeto que ambos
hombres se profesaban. Estaban de
acuerdo en lo fundamental; conseguir
una India unida e independiente sin
derramamiento de sangre. Nehru estaba
convencido de que Gandhi era, aparte de
un santo, un genio. Valoraba su
extraordinaria habilidad política, su arte
de hablar con gestos que llegaban al
alma del pueblo. Cuando ambos se
reencontraban, charlaban largo rato,
intercambiaban puntos de vista,
evaluaban los últimos avances en la
lucha, o los últimos reveses. Discutían
sobre estrategias, se enfadaban, luego se
reían o simplemente meditaban. Gandhi
siempre dejó claro que la antorcha de su
combate pasaría un día por las manos de
Nehru, y le aupó a la presidencia del
Partido del Congreso en tres ocasiones.
Indira se crió en ese ambiente donde
la frontera entre la vida familiar y la
vida política era inexistente. A Gandhi
le contaba sus confidencias de chiquilla,
le decía lo mucho que extrañaba a su
padre, le hablaba de su soledad, de sus
complejos por ser una niña feúcha.
Nehru pasó un total de nueve años
encerrado, interrumpidos por cortos
periodos de libertad. La vida familiar se
resentía tanto de ello que una vez Indira
tuvo que decirle a un visitante: «Lo
siento, pero mi abuelo, mi padre y mi
madre están todos en la cárcel.»
Desde la muerte de Nehru, a Indira
le venían a la memoria recuerdos
antiguos de su niñez, cuando se
disfrazaba de Juana de Arco y emulaba a
su padre diciendo: «Algún día conduciré
mi pueblo hacia la libertad», mientras
arengaba a una multitud imaginaria. O
como cuando cometió su «primera
acción política») como lo llamaría más
tarde, que fue agredir a un policía inglés
que irrumpió en la casa de Anand
Bhawan para embargar objetos y
muebles porque, por principio, su padre
y su abuelo, así como los miembros del
partido, se negaban a pagar fianza cada
vez que eran arrestados. Quiso ingresar
en el Congress a los doce años, pero
como no era la edad reglamentaria, fue
rechazada. Reaccionó a su manera,
como lo haría más tarde en la vida,
cogiendo el toro por los cuernos. Reunió
en los jardines de aquella mansión a
varios centenares de niños del barrio.
Indira se dirigió a ellos como lo hubiera
hecho su padre, conminándoles a luchar
por la liberación de la patria a pesar de
los peligros. Así creó el «ejército de los
monos», que eran niños que hacían
labores de espía, pegaban carteles,
confeccionaban banderas y se infiltraban
detrás de las líneas policiales para
pasar mensajes a miembros del partido.
Su ejército llegó a contar con varios
miles de niños que prestaban un apoyo
substancial a los que luchaban. ¡Qué
feliz se sentía cuando su padre se
mostraba orgulloso de ella...!
Sus relaciones estuvieron siempre
marcadas por el sufrimiento de la
distancia, que sólo las cartas conseguían
mitigar: «Quiero que aprendas a escribir
cartas y que vengas a verme a la cárcel.
Te echo mucho de menos», le escribía
Nehru cuando ella apenas tenía seis
años. Para su decimotercer cumpleaños,
Nehru le escribió: « ¿Qué regalo puedo
mandarte desde la cárcel de Naini? Mis
regalos no pueden ser materiales ni
sólidos. Sólo pueden estar hechos de
aire, de la mente y del espíritu, como los
que te concedería un hada, cosas que ni
siquiera los altos muros de una prisión
podrían retener.»
Indira buceó en esas cartas -fueron
cientos de cartas, una correspondencia
emotiva e interesante, porque ambos
escribían muy bien- para preparar la
exposición conmemorativa, ésa que
venía a inaugurar a Londres. Quería
resaltar la faceta compasiva de su padre
así como su increíble valor y entereza
con ayuda de fotos y objetos e
ilustrarlos con leyendas extraídas de sus
escritos y discursos. De todos los
proyectos que había emprendido desde
el Ministerio de Información que ahora
dirigía, en éste se volcó con especial
devoción. No sólo por la cuestión
sentimental, sino porque pensaba que
dar a conocer y exaltar la memoria de
Nehru era importante para el mundo y
para la India en particular, una nación
nueva necesitada del ejemplo de líderes
que forjasen su unidad.
Rajiv acompañó a Sonia a visitar la
exposición sobre Nehru. Era una manera
de introducir a la joven italiana en la
compleja historia de su país, una manera
de explicarle quiénes eran él y su
familia. Sonia se detuvo largamente ante
el traje de novia de la abuela de Rajiv,
Kamala, y observó los utensilios rituales
que se utilizan en las bodas de
Cachemira. El pie de foto explicaba que
la mujer también había estado en la
cárcel y que murió de tuberculosis a los
treinta y seis años... Sonia pensó en
Indira; con un padre en la cárcel y una
madre enferma... ¿Qué infancia había
sido la suya?
-Triste -le dijo Rajiv-. Además mi
madre también enfermó de tuberculosis.
Estuvo largas temporadas encerrada en
un sanatorio donde le aconsejaron que
no se casase y no tuviera hijos... -Menos
mal que no hizo caso... -dijo ella con
una sonrisa.
-Se salvó gracias al descubrimiento
de los antibióticos. Tuvo más suerte que
la abuela...
Había otro sari exhibido, rojo
pálido, con un festón plateado. -Ése es
el sari que tejió mi abuelo en la cárcel
para la boda de mi madre... Espero que
algún día lo lleves tú... -le dijo con
guasa.
Sonia se rió, poco convencida. No
se imaginaba envuelta en esa tela, que
había sido confeccionada en el interior
de una celda reconstruida allí mismo
para la ocasión a base de fotografías
ampliadas: se veía el catre, el cuaderno
en el que se podían leer frases de sus
diarios de prisión, la rueca con la que
Nehru había hilado ese sari en un gesto
que aunaba el amor hacia la hija y el
amor hacia el país... Gandhi había
convertido la rueca en un símbolo de
lucha por la independencia. Los ingleses
habían arruinado la rica industria textil
india poniendo tasas desmesuradas a los
productos indios para, en cambio,
vender ellos tejidos industriales
fabricados en Inglaterra. La rueca era un
símbolo de rebeldía, una manera de
decir que no era necesario comprar
productos textiles importados porque
cada uno podía hilar sus propias telas.
Había una carta que Sonia leyó. Estaba
escrita por Nehru desde la cárcel y la
dirigía a su hija, que se iba a casar: «Al
principio, hilar es muy aburrido pero en
cuanto te pones a ello, descubres que
tiene algo de fascinante. Le dedico una
media hora al día. Como no es mucho
tiempo, produzco poco aunque soy
bastante rápido. Desde que he
empezado, hace siete semanas, he hilado
casi diez mil metros. Tengo entendido
que se necesitan treinta mil para un sari.
Dentro de cuatro meses, ¡puede que
tenga un sari para ti!»
Ese sari no era sólo un traje de
novia, era también una bandera. Para
Sonia, un traje de novia debía ser
blanco, con velo, como los que veía
todos los domingos de primavera en las
novias que se casaban en la iglesia de
San Juan Bautista de Orbassano. A
veces olvidaba que Rajiv era indio.
Se exhibían filmaciones de las
celebraciones de la independencia, que
mostraban el último desfile del virrey
Lord Mountbatten y de su mujer Edwina
a bordo de un carruaje literalmente
asediado por la multitud. « ¡Llueven
niños!», decía asustada Pamela, la hija
de los virreyes, porque las mujeres
lanzaban sus bebés al aire para evitar
que la multitud los aplastase. Rajiv le
contó que su madre vio cómo una mujer
decidió que su bebé estaría más seguro
con Lady Mountbatten y se lo pasó.
Edwina lo tuvo en sus brazos largo rato.
Se veía a Nehru caminando literalmente
por encima de la muchedumbre, gritando
para que izasen la bandera azafrán,
verde y blanca de la nueva nación que
incorporaba en el centro un escudo
singular: una rueca. Mountbatten luchaba
para apartar a niños y jóvenes medio
desmayados por el barullo y ponerlos a
salvo. La bandera fue recibida con un
alboroto tremendo de alegría. Se
escuchó un cañonazo y luego, como por
arte de magia, un arco iris surgió en el
cielo, dando rienda a las más
variopintas interpretaciones sobre el
significado de ese «acto de Dios».
Pero también había fotos y
filmaciones de la tragedia que
acompañó a la independencia. Rajiv le
contó a Sonia que Nehru hizo su famoso
discurso de la independencia con el
corazón destrozado. Una grabación
reproducía su voz aquella noche del 15
de agosto de 1947: «Hace muchos años,
dimos una cita al destino y ha llegado la
hora de cumplir con nuestra promesa...
Al filo de la medianoche, cuando los
hombres duerman, la India se despertará
a la vida y a la libertad... » Escuchar así
la voz de Nehru hizo que Sonia se
estremeciese. Rajiv le explicó que su
abuelo sabía que mientras anunciaba la
mayor noticia en la historia de la India,
la ciudad de Lahore, antigua capital del
imperio mogol y la ciudad más
cosmopolita del sub continente, que
había pasado a pertenecer a Pakistán,
ardía en una orgía de violencia. Era el
principio
de
una
tragedia
de
dimensiones gigantescas conocida como
la Partición. La independencia de ambos
países desencadenó un movimiento de
limpieza étnica y religiosa sin parangón
en la historia. Los hindúes, que vivían
desde hacía generaciones en lo que
ahora era Pakistán se vieron forzados a
huir. A la inversa, los musulmanes de la
India huyeron en dirección opuesta. Las
filmaciones de aquellas columnas de
refugiados y el relato de las atrocidades
cometidas -familias quemadas vivas en
sus casas, mujeres lanzadas desde trenes
en marcha por ser de la religión
equivocada, hijas violadas frente a sus
padres ... - dejaron a Sonia sobrecogida.
-¿Y la no-violencia? -preguntó
tímidamente Sonia, que veía que sus
ideas preconcebidas sobre el carácter
pacífico de los indios se venían abajo.
-Gandhi consiguió detener gran parte
de la violencia con sus ayunos... -le
respondió Rajiv- pero al final ni él
mismo pudo escapar al fanatismo
religioso.
Entonces le contó que a los cuatro
años su madre le llevó un día a visitar al
Mahatma en casa de los Birla, una
acaudalada familia que le prestaba
alojamiento y apoyo cada vez que venía
a Delhi. Gandhi estaba muy deprimido
por las declaraciones de extremistas
hindúes que le acusaban de traición por
haber defendido a los musulmanes
perseguidos, y por toda la tensión que
soportaba el país, aunque la violencia
de la partición había cesado ya. «No
puedo seguir viviendo en esta locura y
en esta oscuridad», le había dicho
Gandhi a la fotógrafa Margaret BourkeWhite esa misma mañana. Gandhi, que
era como de la familia, se mostró muy
cariñoso con Rajiv. Mientras los adultos
charlaban e intentaban relajar el
ambiente con alguna broma, el pequeño
Rajiv jugaba con unas flores de jazmín
que su madre le había comprado al
Mahatma. En una foto se veía cómo el
niño las colocaba alrededor de los
dedos del pie de Gandhi.
-Me detuvo con un gesto suave de su
mano -contaba Rajiv-. «No hagas eso»,
me dijo, «sólo se ponen flores alrededor
de los pies de los muertos».
Siguió contándole que esa misma
tarde, mientras se dirigía al centro del
jardín para la oración, un hombre se
acercó a Gandhi y juntando las manos le
saludó «Namasté!», dijo, luego le miró
fijamente a los ojos, sacó una pistola
Beretta del bolsillo y le disparó tres
tiros a bocajarro. Era un fundamentalista
hindú.
La exposición mostraba imágenes
del caos que siguió al atentado. Quizás
la más dramática era la foto de Nehru
subido en el techo de un coche y
calmando a la población con un
megáfono en la mano. Todos querían
acercarse para dar un último saludo a la
«gran alma». Un altavoz reproducía las
palabras que Nehru dirigió a la nación
por radio en esa noche terrible: «La luz
se ha apagado sobre nuestras vidas y no
hay más que tinieblas. Nuestro líder
querido, el padre de la nación, nos ha
dejado. He dicho que la luz se ha
apagado, pero no es cierto. La luz que ha
brillado sobre este país no era una luz
ordinaria. Dentro de mil años, seguirá
resplandeciendo. El mundo la verá
porque seguirá dando consuelo a
innumerables corazones.» Sonia sintió
escalofríos al escuchar esa voz que
parecía surgir del más allá.
-Mi
abuelo
estaba
siempre
obsesionado con mantener la India unida
y laica -le explicó Rajiv-. Decía que la
nación sólo podía sobrevivir sobre esos
dos valores... y creo que tenía razón.
Otras fotos mostraban a Nehru con
Gandhi, unas sonrientes y obviamente de
acuerdo; otras serios y discrepando; a
Nehru con líderes chinos, soviéticos,
americanos; con científicos como
Einstein, con escritores como Thomas
Mann y Pearl S. Buck... Al final, Sonia
se detuvo largamente ante las fotos de la
familia reunida en Anand Bhawan,
buscando parecidos. Rajiv era más fino
que su padre Firoz; tenía la elegancia de
su madre, pensó. El patriarca Motilal se
parecía a su propio abuelo, el padre de
Stefano, con su rostro ancho de
mandíbula fuerte y cuadrada y el bigote
igual de espeso. No reparó en el texto de
la foto que hablaba del eterno dilema de
los Nehru entre el deber político y la
necesidad personal, y que, en ese
conflicto, el deber siempre había
triunfado.
Aunque
Sonia
estaba
visiblemente alterada por todo lo que
acababa de ver, no podía medir el
alcance de esas palabras ni imaginarse
que algún día su significado la
perseguiría.
7
La vida alegre de enamorados en
Inglaterra se cobró una víctima: los
estudios de Rajiv en el Trinity College.
Suspendió todas las materias del curso.
Nunca sería un científico. Ya había
avisado a su madre de que los estudios
eran demasiado arduos y de que los
resultados serían catastróficos. Indira no
se lo reprochó; al fin y al cabo, ella
también había suspendido en Oxford,
aunque sus circunstancias habían sido
muy distintas: nunca había tenido una
escolarización normal, y de joven estaba
siempre enferma. De entre los miembros
de la familia, sólo Nehru había
demostrado una genuina habilidad
académica. Su nieto Rajiv no era ni un
gran estudioso, ni un gran lector ni un
intelectual como su abuelo. Siempre le
había gustado lo práctico, las cuestiones
técnicas, entender cómo funciona una
máquina, intentar arreglarla si se
estropea. Era capaz de montar sus
propios altavoces para escuchar música,
o destripar una radio para arreglarla.
Era un manitas, una cualidad que había
heredado de su padre.
Rajiv tuvo que dejar Cambridge y
replegarse en el Imperial College de
Londres, cursando estudios más técnicos
de ingeniería mecánica. Pero ya tenía
una idea clara de lo que quería. Se había
fijado en la publicidad de la escuela de
aviación Wiltshire en Thruxton, una
antigua base de la RAF cerca de
Southampton reconvertida en escuela de
pilotos.
Quería
aprovechar
las
vacaciones de verano para empezar a
tomar clases de vuelo. Hacerse piloto
tenía una ventaja añadida a la del puro
placer de volar: era la manera más
rápida de conseguir ganarse la vida,
requisito indispensable para casarse con
Sonia. Mucho más rápida que una
carrera universitaria. Como no quiso
pedirle dinero a su madre, decidió que
trabajaría para pagarse las horas de
vuelo y el instructor hasta aprobar los
primeros exámenes.
En julio de 1966, Sonia volvió a
Italia con el título de Proficiency in
English de la Universidad de Cambridge
bajo el brazo. El cartero volvió a ser la
persona que más asiduamente visitaba la
casa familiar de Via Bellini ante la
exasperación del matrimonio Maino que,
a pesar de haber autorizado el encuentro
con Indira, seguían oponiéndose al idilio
de su hija con Rajiv. Ella decía
abiertamente que un día se casaría con
él. Sus padres intentaban disuadirla.
Stefano le propuso esperar a que tuviera
la mayoría de edad antes de tomar
cualquier decisión:
-Sólo es un año más -añadió su
madre-. Una decisión así no se puede
tomar a la ligera. Luego te podrías
arrepentir toda la vida.
-Mientras estés bajo nuestra
responsabilidad -prosiguió su padre-, no
puedo permitir que te cases con ese
chico. Estamos seguros de que es un
chaval estupendo, no es eso... pero sería
incumplir con mi deber de padre si te
dijese: adelante, vete a la India, cásate
con él. ¿No lo entiendes? Espera un
poco más.
Era una propuesta razonable, pero el
amor entiende poco de razones. A los
veinte años, esperar es una tortura. Las
huelgas de Correos, tan frecuentes en
Italia, se convirtieron ese año en el
mayor enemigo de Sonia. Rajiv seguía
escribiendo todos los días, contándole
la felicidad que sentía aprendiendo a
volar sobre la campiña inglesa. Lo hacía
en un biplano, un Tiger Moth, un modelo
de los años treinta, un avión ágil y
sensible que le proporcionaba horas de
intenso placer. La meta era volar solo, y
para conseguirlo debía acumular un
mínimo de cuarenta horas con un
instructor. Ése era el requisito
indispensable para examinarse luego de
piloto civil, y seguir escalando peldaños
hasta conseguir ser piloto comercial.
Rajiv tenía pensado hacer un viaje a
Orbassano. Quería convencer al padre
de Sonia para que la dejase viajar a la
India. «Quiero que vayas a la India -le
escribió- y te quedes con mi madre, sin
mí, para que puedas ver las cosas como
realmente son, y en lo que a ti respecta,
en su peor luz porque yo no estaré y no
tendrás a nadie en quien confiar. Así
conocerás el país y la gente... No quiero
arrastrarte a nada sin que sepas todo lo
que ello implica. Me sentiría
responsable si, más tarde, algo sale mal
y te sientes herida de alguna manera -en
los sentimientos o en otra cosa. No
quiero tener que pedirle cuentas a nadie
salvo a mí mismo, por eso no quiero
mentir ni engañarte.» La carta mostraba
una cierta altura moral y Sonia se sintió
conmovida, aunque pesimista en cuanto
a la probabilidad de que su padre
aprobase ese plan.
Para costearse el viaje a Italia,
Rajiv se vio obligado a conseguir más
dinero: «Siento mucho no haberte
podido escribir antes, pero he
conseguido trabajo de albañil en una
obra -decía en otra de sus cartas-. He
estado trabajando hasta diez horas al
día,
más
hora
y media
de
desplazamiento, de modo que al volver
a casa estaba muerto. Tengo tantas
agujetas que sólo puedo escribirte muy
despacio.» Eran cartas llenas de cariño,
de ilusión por el futuro, aunque las
últimas revelaban un gran temor. Rajiv
estaba preocupado por las noticias que
le llegaban de la India. El primer
ministro había muerto de un ataque al
corazón mientras estaba de visita oficial
en la Unión Soviética para firmar un
tratado de paz con Pakistán, después de
una corta guerra. «India vive una
situación muy convulsa, muy mala... -le
escribió
a
Sonia-.
Tengo
el
presentimiento de que mucha gente va a
querer que mi madre sea primera
ministra. Espero que no acepte, la
acabará matando.»
Rajiv tenía razón. La camarilla que
controlaba el Partido del Congreso
quería a su madre de primera ministra:
«Conoce a todos los líderes mundiales,
ha recorrido el mundo con su padre, se
ha criado junto a los héroes de la lucha
por la independencia, tiene una mente
racional y moderna y no se identifica
con ninguna casta, estado o religión.
Pero sobre todo, nos puede hacer ganar
las elecciones de 1967», escribió un
jefe del partido. Había otra razón, más
poderosa aún: la querían en ese cargo
porque la creían débil y pensaban que
era maleable. Los viejos mandamases
del partido estaban convencidos de que
podrían seguir en los puestos clave,
disfrutando del privilegio de tomar
decisiones sin la responsabilidad de
tomarlas. El mejor de los mundos. En
realidad, no conocían a Indira Gandhi. A
sus cuarenta y ocho años, ni ella misma
se conocla aun.
La víspera de su elección como jefa
del gobierno, la máxima autoridad del
segundo país más poblado del mundo,
Indira había escrito a Rajiv una carta
diciendo que no conseguía quitarse de la
cabeza un poema de Robert Frost que
resumía bien la encrucijada en la que se
encontraba: «Qué difícil es no ser rey
cuando está en ti y en la situación.»
También le contaba en la carta que al
amanecer de ese día visitó el mausoleo
del Mahatma Gandhi para impregnarse
de la memoria de quien había sido su
segundo padre. Luego fue a Teen Murti
House, ahora museo nacional, y se
quedó largo rato en la habitación donde
Nehru había muerto. Necesitaba sentir
su presencia. Recordó una de sus cartas
cuando ella tenía quince años: «Sé
valiente, y el resto vendrá solo.» Bien,
el resto había llegado. Iba a franquear el
umbral de una nueva existencia, una vida
para la que en el fondo siempre había
estado preparándose, aunque no lo
admitiese conscientemente.
Después de la muerte de su padre,
había soñado con retirarse del mundo.
Jugó con esa idea durante un tiempo,
hasta pensó en alquilar un pisito en
Londres y buscarse un trabajo allí de lo
que fuese, quizás de secretaria en alguna
institución cultural. Huir de sí misma,
eso es lo que buscaba. Pero pronto la
realidad la alcanzó, y no pudo seguir
soñando con su propia libertad. Tenía
que resolver problemas concretos. Se
había quedado sin casa y de su padre
había heredado sus objetos personales y
sus derechos de autor, poca cosa. Nehru
había estado comiéndose su capital,
porque su salario de primer ministro no
le alcanzaba para sus gastos de
representación, y no era de los que
metían la mano en las arcas del Estado.
Es cierto que Indira heredó la antigua
mansión de Anand Bhawan en
Allahabad, pero entrañaba tantos gastos
que mantenerla suponía una carga
importante. Además tenía dos hijos
estudiando en Inglaterra. ¿Cómo costear
todo eso? ¿Retirándose del mundo? Se
dio cuenta de que era una quimera, un
capricho. Su vida había estado
demasiado dominada por la política
como para poder retirarse tan joven.
Todos los días venía gente a verla, gente
de toda clase y condición, como lo
hacían cuando vivía su padre. Las
mismas multitudes que se congregaban
en Teen Murti House ahora venían a
verla a ella. Venían a saludarla, a
exponer sus quejas, a que ella les
escuchase, les dijera unas frases,
mostrase interés por sus agravios. Eran
los pobres de siempre, los pobres de la
India eterna y antigua, los mismos
pobres en nombre de los que Gandhi y
su padre habían luchado. Indira no iba a
dejarlos tirados, hubiera sido insultar la
memoria de Nehru. Al contrario, los
recibió y escuchó con atención lo que le
querían decir. Fueron ellos quienes de
verdad consolaron su corazón herido.
De ellos fue sacando fuerzas para salir
adelante, para encontrar un sentido a su
vida. Aquellos pobres le hicieron darse
cuenta de que lo que había heredado de
verdad había sido el poder de su padre.
La presencia de Nehru la sentía
también al entrar en el edificio del
Parlamento, en el centro ajardinado de
Nueva Delhi, un gigantesco edificio
circular de arenisca roja y beige con una
veranda llena de columnas. En su
interior, bajo una cúpula de treinta
metros de altura, los representantes del
pueblo la eligieron por 355 votos contra
169. Su partido votó en masa por ella.
En su breve discurso, les dio las
gracias. «Espero no traicionar la
confianza que habéis depositado en mí.»
Estaba radiante, muy consciente de que
su cita con el destino había llegado. Iba
a tomar posesión de esa «ancha
extensión de humanidad india» según la
descripción de Nehru.
La residencia que le fue asignada se
encontraba en el mismo barrio de Nueva
Delhi que la antigua mansión palaciega.
El número 1 de Safdarjung Road era una
típica villa colonial con muros pintados
de blanco, rodeada de un buen jardín y
con cuatro habitaciones de las que
convirtió dos en despacho y una en sala
de recepción. Dejó claro que todos los
días entre las ocho y las nueve de la
mañana la casa estaría abierta a todos,
sin importar la posición ni el estatus
social. Era el mismo horario que Nehru
había dedicado a la misma tarea.
Indira explicó a Rajiv las razones
que la habían impulsado a aceptar la
candidatura. En sus meses al frente del
ministerio de Información, se había visto
arrastrada a enfrentarse a una crisis
nacional grave que no dependía de la
jurisdicción de su propio ministerio. La
crisis la pilló de vacaciones en
Cachemira, la bellísima región de donde
los Nehru eran oriundos. Nada más
llegar, se enteró de que tropas
pakistaníes, disfrazadas de voluntarios
civiles, se disponían a capturar la
capital, Srinagar, para fomentar una
revuelta pro pakistaní entre la
población. Indira desobedeció la orden
del primer ministro de regresar
inmediatamente a Delhi. No sólo
permaneció en Cachemira, sino que voló
hacia el frente cuando estallaron las
hostilidades. «No daremos un centímetro
de nuestro territorio al agresor»,
proclamó en una gira por las ciudades
del norte. La prensa alabó su gesto:
«Indira es el único hombre en un
gobierno de ancianas», rezó un titular.
Los corresponsales que la seguían
estaban asombrados de comprobar cómo
Indira era recibida en todas partes por
enormes multitudes que gritaban su
entusiasmo. El ejército pakistaní fue
derrotado. La India, e Indira, salieron
victoriosos, dando lugar a la idea que
más tarde se adueñaría de la
imaginación popular: «India es Indira;
Indira es la India.»
Todo eso ocurría mientras a ocho
mil kilómetros de allí Rajiv aprendía a
controlar su Tiger Moth en el cielo de
Inglaterra. « ... Si mi madre no se
presenta a primera ministra, todo lo que
hemos
conseguido
desde
la
independencia se perderá», le dijo a
Sonia en una carta que parecía
contradecir a las anteriores. Y es que
Rajiv vivía a su manera el conflicto de
su madre, que era el de toda la familia,
oscilando entre el deber hacia la nación,
hacia la herencia de su padre y abuelo, y
las exigencias de la vida personal.
Cuando Rajiv supo que su madre había
salido elegida primera ministra, la carta
que le llegó a Sonia destilaba la angustia
que esta nueva situación le creaba: «Si
algo le ocurre a mi madre no sabré qué
hacer. No puedes imaginarte lo mucho
que dependo de ella, de su ayuda en
cualquier
situación,
especialmente
contigo. Lo vas a tener mucho más
difícil que yo. Para ti, todo será nuevo y
ella es la única que puede de verdad
ayudarte. No sé lo que haría si llegase a
perderla.»
La foto de su madre estuvo en
portada de la prensa mundial. En un
quiosco de Thruxton, el pueblo cercano
a la base aérea, Rajiv compró un
ejemplar del periódico The Guardian:
«Ninguna otra mujer en la historia ha
asumido semejante responsabilidad y
ningún país de la importancia de la India
ha entregado el poder a una mujer en
condiciones democráticas», decía el
texto. La foto de su madre también
ocupaba la portada de la revista Time:
«La India agitada en manos de una
mujer», rezaba el titular. Aunque ella
reclamaba que no era feminista, el
mundo entero tenía curiosidad por saber
cómo una mujer con poca experiencia en
asuntos administrativos iba a enfrentarse
a la inmensidad de los problemas que la
esperaban. Tan inmensos como la nación
que debía gobernar, compuesta por un
complejo mosaico de pueblos que
compartían razas, religiones, idiomas y
culturas de una enorme diversidad. Un
país de mayoría hindú, pero con más de
cien millones de musulmanes que lo
convertían en el segundo país musulmán
del planeta. Sin contar los diez millones
de cristianos, siete millones de sijs,
doscientos mil parsis y treinta y cinco
mil judíos cuyos antepasados habían
huido de Babilonia después de la
destrucción del templo de Salomón. Un
territorio donde convivían 4.635
comunidades distintas, cada cual
arrastrando sus propias tradiciones, y
lenguas tan antiguas como diversas,
como el urdu de los musulmanes, que se
escribía de derecha a izquierda, o el
hindi, que se escribía de izquierda a
derecha como el alfabeto latino, o el
tamil que se leía a veces de arriba a
abajo, u otros alfabetos que se
descifraban como jeroglíficos. En esta
babel se usaban ochocientos cuarenta y
cinco dialectos y diecisiete lenguas
oficiales. Pero el inglés, la lengua de los
colonizadores, seguía siendo el idioma
común después de que la imposición del
hindi fuese rechazada por los estados
del sur. Un país que arrastraba unas
desigualdades hirientes, con una
corrupción bien incrustada en todos los
niveles de la sociedad y una burocracia
paralizante. Un país conocido por sus
altas conquistas espirituales y a la vez
por sus nefastos indicadores de
bienestar material, un país donde el
hombre era más fértil que la tierra que
labraba, un país constantemente azotado
por calamidades naturales, y sin
embargo devoto de trescientos treinta
millones de divinidades. Quizás el
mayor logro de esa nación forjada por
Nehru y Gandhi es que seguía siendo
libre a pesar del rosario de maldiciones
y de abrumadores problemas heredados
de los colonizadores británicos. A pesar
de lo que había profetizado un general
inglés en el momento de la
independencia: «Nadie puede forjar una
nación de un continente de tantas
naciones.»
Pero ese país continente que su
madre debía gobernar estaba peor de lo
que había estado nunca bajo Nehru o su
sucesor. Varios años de sequías habían
provocado escasez de alimentos y
desencadenaron hambrunas pertinaces.
El estado de Kerala estaba sacudido por
violentos disturbios relacionados con el
reparto de comida. La economía era
víctima de una inflación galopante. La
región de Punjab estaba agitada porque
reclamaba un estado de exclusiva habla
punjabí; un líder sij amenazaba con
inmolarse si su petición no era atendida.
El pueblo Naga del nordeste luchaba por
la secesión. Como colofón, los santones
hindúes se manifestaban desnudos, con
el cuerpo cubierto de ceniza, frente al
Parlamento, en las propias narices de
Indira, para exigir la prohibición de
matar vacas en todo el territorio. Una
reclamación que iba contra la
Constitución aconfesional de la India,
que se obligaba a respetar los derechos
y la igualdad de todas las religiones. En
un país tan pobre, la carne de vaca era
una fuente esencial de proteínas para las
minorías como los musulmanes o los
cristianos. Las protestas degeneraron y
hubo muertos cuando la policía disparó
contra los alborotadores. «No voy a
dejarme intimidar por los salvadores de
vacas», declaró Indira desafiante.
Decididamente, la India no se parecía a
ningún otro país. En 1966 era una
gigantesca olla a presión a punto de
explotar, como si la independencia
hubiera dado pie al estallido de
millones de pequeñas rebeliones, fruto
de siglos y siglos de explotación de unas
minorías por otras, de unas castas por
otras, de unas etnias por otras... Los
gerifaltes del Congress no habían hecho
a Indira ningún regalo al auparla a la
cima.
Para Indira había una clara
prioridad, la misma que su padre o
Gandhi hubieran identificado: acabar
con las hambrunas, evitar la muerte de
los más pobres. Si para ello había que
solicitar ayuda a los organismos
internacionales y a los países más ricos,
sería necesario tragarse el orgullo y
poner la mano. Veinte años después de
la independencia, la India, muy a su
pesar, alcanzaba el poco envidiable
estatus de mendigo internacional. Indira
estaba avergonzada de tener que pedir,
pero sabía que no existía otra opción.
Sin embargo, estaba decidida a no
suplicar nada: «Cuanto más débil sea
nuestra posición, más fuertes debemos
parecer.»
Aceptó inmediatamente la invitación
del presidente Johnson a Washington y
preparó meticulosamente el viaje, de
cuyo resultado dependería la vida de
millones de compatriotas, y quizás su
futuro político. Elaboró puntillosamente
sus discursos y los corrigió consultando
su librito de citas, que siempre la
acompañaba. Buscaba ideas sencillas y
huía de los conceptos complicados.
Eligió su ropa con el mismo cuidado con
el que preparaba sus alocuciones: un
sari, un corpiño, un chal y unos zapatos
para cada recepción. Para coronarlo
todo, quiso ir acompañada de sus dos
hijos. Rajiv tuvo que interrumpir sus
clases de vuelo y viajar a París a
reunirse con su madre. Allí, después de
que el general De Gaulle ofreciese un
almuerzo en su honor, embarcaron en un
Boeing 707 que la Casa Blanca había
puesto a su disposición. Cuando le
preguntaron a De Gaulle qué le había
parecido Indira, el viejo estadista dijo:
«Esos hombros tan frágiles sobre los
que descansa el gigantesco destino de la
India... no parece que encojan de tanto
peso. Esa mujer tiene algo dentro, y lo
conseguirá.»
En Washington, B. K. Nehru, primo
de Indira y embajador en Estados
Unidos, recibió una llamada telefónica a
una hora temprana. Era del presidente
Lyndon B. Johnson, un gigante oriundo
de Texas:
-Acabo de leer en The New York
Times que a Indira no le gusta que la
llamen «Señora primera ministra»...
¿Cómo tengo que dirigirme a ella?
-Déjeme consultarlo, presidente. Le
vuelvo a llamar en cuanto tenga
instrucciones pertinentes.
Acto seguido, se precipitó a la suite
de Indira.
-Que me llame como quiera... -dijo
ella, y antes de que su primo se hubiera
marchado, añadió-. También puedes
decirle que algunos de mis ministros me
llaman «Sir». Si le apetece, puede
llamarme así.
El presidente Johnson sucumbió a
los encantos de Indira. Desbloqueó la
ayuda norteamericana, que había sido
interrumpida a raíz de la rápida guerra
con Pakistán, y emplazó al Banco
Mundial a prestar dinero a la India. El
único punto de desacuerdo durante la
visita fue cuando Johnson quiso sacarla
a bailar después del banquete oficial.
Indira se negó, no quería ni pensar en la
reacción de la prensa india ante una foto
de la «socialista hija de Nehru bailando
-enjoyada con el presidente gringo». Le
explicó a Johnson que podría hacerla
muy impopular, y él lo entendió. «No
quiero que nada malo le ocurra a esta
chica», dijo a su jefe de gabinete con su
fuerte acento tejano que le hacía parecer
permanentemente acatarrado, antes de
prometer a Indira tres millones de
toneladas de alimentos y nueve millones
de dólares de ayuda inmediata. Aquel
viaje fue el primer gran éxito de la
flamante primera ministra, aunque
confesó a uno de sus hombres de
confianza: «Espero no encontrarme
nunca más en una situación semejante.»
Sonia vivía todo esto desde la
distancia, con cierta aprensión porque
eran cambios espectaculares, y muy pub
licitados.
Los
medios
italianos
divulgaron ampliamente la noticia del
acceso de Indira Gandhi al poder, y el
matrimonio Maino pudo ver en su
televisor, desde el salón de Via Bellini
el rostro de la madre del pretendiente de
su hija con todo lujo de detalles. Pero el
hecho de que fuese ahora primera
ministra no parecía ablandarles. Al
contrario, Stefano le vio las orejas al
lobo. Para él, eso aumentaba el riesgo,
hacía la empresa aún más descabellada.
Todo lo que rodeaba a esa señora corría
peligro, lo tenía muy claro. ¿No habían
matado al propio Gandhi? Esos países
eran demasiado impredecibles... Paola,
sin embargo, no podía disimular una
cierta satisfacción. Su hija no se había
enamorado de un cualquiera. De alguna
manera, Sonia les había quitado la
pátina
de
paesani,
les
había
«ennoblecido», aunque no por eso
estaba dispuesta a que esa historia de
amor prosperase. Tampoco ella quería
perderla.
Rajiv volvió satisfecho de su viaje a
Estados Unidos, aunque fue demasiado
corto y estuvo demasiado saturado de
actos oficiales como para disfrutarlo
como le hubiera gustado. Desde niño, la
política siempre había significado lo
mismo para él: interminables sesiones
de fotos con su madre, tener que
escuchar
durante
largas
cenas
conversaciones aburridas, ser siempre
muy educado, llevar corbata, decir sí a
todo, etc. Estaba cada vez más
convencido de que lo suyo era una vida
alejada de todo ese trajín, una existencia
discreta y tranquila junto a la mujer que
le quitaba el sueño. También él quería
huir de sí mismo, de sus raíces, del peso
de la tradición familiar que, intuía,
podía un día aplastarlo. Confiaba
secretamente en que el destino que sus
apellidos marcaban nunca le alcanzaría.
En octubre de 1966, pidió el coche
prestado a su hermano para ir a ver a
Sonia; el viejo Volkswagen se había
deteriorado tanto que lo había vendido
por cuatro libras. Además el coche de
Sanjay era más apropiado para un viaje
tan largo. Era un Jaguar antiguo, un
modelo que su hermano había adquirido
gracias a sus contactos en la RollsRoyce a un precio excepcional porque
no funcionaba. Sanjay lo había arreglado
pacientemente hasta conseguir que
arrancase de nuevo. Al contrario que su
hermano, a Rajiv no le gustaba presumir,
y entrar con ese coche en Orbassano le
daba hasta vergüenza pero por otro lado
pensó que más valía presentarse así,
como alguien pudiente y no como un
mochilero. De esa guisa tendría más
posibilidades
de
impresionar
favorablemente a los padres de Sonia.
Ella estaba expectante ante su
llegada; llevaba meses sin verlo y la
espera se hacía eterna. Sus hermanas y
amigas también estaban nerviosas. No
todos los días llegaba a esa ciudad
dormitorio del extrarradio de Turín un
príncipe indio dispuesto a llevarse a su
cenicienta... La curiosidad era enorme,
incluida la de sus padres, que le habían
invitado a cenar ese mismo día, aunque
todos hacían como si nada.
La llegada de Rajiv en su Jaguar fue
una auténtica conmoción en el
vecindario. ¿Quién sería ese inglés rico
que venía a ver a la hija Maino?, se
preguntaban entre murmullos. El
desconcierto era aún mayor porque su
aspecto no cuadraba con su automóvil.
«Parece siciliano», bromeaba un
compañero de Sonia. «Con ese cochazo,
podría ser un terrone de la camorra»,
comentó otro. Rajiv llegaba desaliñado
y con barba de varios días porque había
dormido en el coche para ahorrarse
habitaciones de hotel. Sonia no supo si
era el cansancio o la perspectiva de la
cena, o los recientes acontecimientos
que habían catapultado a su madre a la
escena internacional, pero le notó
preocupado cuando por fin pudo
abrazarlo, en una calle desangelada de
Orbassano donde se habían citado la
mañana de su llegada.
-Voy a tener que volver a la India -le
confesó en cuanto se hubo calmado la
pasión del reencuentro.
-Entonces... ¿tú licencia de piloto?
-Me la sacaré allí. De todas
maneras, no tengo dinero para sacármela
en Inglaterra. Lo que me preocupa de
todo esto es estar tan lejos de ti.
Había otra razón, y es que su madre
le había pedido que volviese.
-Está muy sola. Tiene unos
problemas enormes -le confesó a Sonia.
Le explicó que nada más volver de
Estados Unidos, la oposición la atacó
con saña, acusándola de haber caído
bajo la influencia de los americanos y
de abandonar la política de noalineamiento de su padre... Pero no sólo
la oposición, sino los que la habían
elegido para el puesto de primera
ministra, los jefes de su propio partido
también. Estaban molestos por la manera
en que Indira encaraba los problemas,
directamente, saltándose la jerarquía del
partido, como en el caso de la
escaramuza pakistaní. Un viejo colega
de Nehru había lanzado una dura
diatriba contra Indira en el Parlamento
cuestionando no tanto la ayuda como las
condiciones que los americanos habían
impuesto para entregarla. Entre ellas
estaba la de devaluar la rupia, una
medida muy impopular que Indira tomó
a pesar de tener a todo el país en contra,
demostrando así que no era una
imitación de su padre, que era capaz de
administrar una amarga medicina a la
nación si creía de verdad en ello, y que
no le debía nada a nadie. Pero el
resultado es que estaba en su punto más
bajo, mientras las predicciones sobre el
futuro de la India se hacían cada vez más
sombrías. Prevalecía la idea de que
únicamente la personalidad y el ejemplo
de Nehru habían conseguido mantener a
la India unida y democrática, pero que
ahora, con las sequías sucesivas, las
innumerables y pequeñas rebeliones
étnicas, la tensión con Pakistán y el
liderazgo de Indira, el país estaba al
borde de la desintegración.
-Y culpan a mi madre por ello -dijo
Rajiv-. Como si fuera ella responsable
de que haya habido tres años de sequías
y la gente se muera de hambre... El caso
es que tengo la impresión de que la
estoy abandonando y no me gusta.
Escuchar a Rajiv hablar de su madre
representaba para Sonia su peculiar
iniciación a la política india. No era
consciente de ello, pero entraba en
contacto con conceptos e ideas que
siempre le habían parecido muy lejanos
e incomprensibles, y que pronto se
convertirían en algo tan familiar como
en su casa era comentar los resultados
del Juventus o la pasarela de la moda de
Milán. Empezaba a darse cuenta de que
no se podía vivir cerca de alguien como
la madre de Rajiv sin que ello afectase a
la vida de todos los que la rodeaban,
ella incluida. Pero era todavía algo
demasiado nebuloso y lejano como para
alterarla. Cada batalla a su tiempo. La
de ahora era vencer la resistencia de sus
padres.
Sonia acompañó a Rajiv a casa de
un amigo que se ofreció a alojarlo, y
luego le mostró su pueblo. Tomaron
sendos capuccini en el bar de Nino,
caminaron por las calles del centro, y se
detuvieron en el bar de Pier Luigi.
Aparte de llevar su establecimiento,
Pier Luigi era un radioaficionado en sus
horas libres, un hobby al que Rajiv
también quería dedicarse. Lo había
descubierto en sus estudios de vuelo y,
aparte de la atracción por la magia de la
electrónica, también veía en ello una
manera de comunicarse con Sonia desde
la distancia. La desesperación de
encontrarse un día tan lejos de ella le
hacía soñar con cualquier posibilidad de
colmar ese vacío.
Sonia le dejó para que pudiera
descansar y quedó en recogerle por la
noche para llevarlo a cenar a casa de
sus padres. Mientras tanto, iría a la cita
anual de antiguos alumnos en su colegio
de Giavena. «Recuerdo ese día como si
fuera ayer», diría la hermana Giovanna
Negri. Sonia tenía veinte años. Después
de la reunión de antiguas alumnas del
colegio, Sonia anunció que se marchaba.
-¿Por qué no te quedas a cenar con
nosotros? -le dije-. Has estado mucho
tiempo en Inglaterra y casi no te hemos
visto.
-No puedo quedarme -respondió
Sonia-. Tengo un invitado que viene a
cenar esta noche a casa.
-¿Y quién es...? -preguntó guasona
Sor Giovanna.
Sonia sonrió, dejando ver los
hoyuelos de sus mejillas. Al final, lo
soltó:
-Mi novio.
-¿Tu novio? ¡Vaya sorpresa!
Cuéntame... ¿Quién es?
Sonia se mostraba reacia a
responder, lo que azuzó aún más la
curiosidad de la monja.
-Es indio... -dijo con reticencia.
-¿Indio? -repitió asombrada.
Sonia se puso un dedo en los labios,
para que bajase la voz.
Luego le dijo, casi como un suspiro:
-Es hijo de Indira Gandhi.
«Me quedé pasmada», recordaría la
hermana Negri años más tarde.
Aquella cena fue un poco la versión
italiana de la célebre película que
protagonizarían Katharine Hepburn y
Sidney Poitier. Sólo que no era ficción y
no hubo final feliz, aunque las
reacciones de Stefano Maino y de
Spencer Tracy fuesen semejantes. Rajiv
habló de sus estudios. Acababa de
sacarse el título de piloto privado, y
pensaba que en año y medio conseguiría
el de piloto comercial. Quería colocarse
lo antes posible. Tenía una poderosa
razón para ello:
-He venido con un propósito muy
serio -le dijo a Stefano Maino-. He
venido a decirle que quiero casarme con
su hija.
Sonia no sabía dónde meterse
porque le tocaba traducir. Su madre,
nerviosa, empezó a colocar bebidas
encima de la mesita del tresillo. Le
temblaban las manos. El patriarca se
mantuvo cordial, pero firme:
-No me cabe la menor duda de su
sinceridad y de su honradez -le
respondió, mirando a Sonia para pedirle
que continuara traduciendo-. No hay más
que mirarle a los ojos para ver cómo es.
No dudo de usted. Todas mis dudas
tienen que ver con mi hija. Es
demasiado joven para saber lo que
quiere... -Sonia miraba al techo,
exasperada-. No creo que pueda
acostumbrarse a vivir en la India,
francamente. Son costumbres demasiado
distintas.
Rajiv sugirió que Sonia fuese allí a
pasar unas cortas vacaciones. Le explicó
su idea de que primero fuese sola, antes
de que él llegase, para que así pudiese
juzgar por sí misma. Pero Stefano se
opuso categóricamente.
-Hasta que no cumpla la mayoría de
edad, no puedo dejarla marchar.
Era un hueso duro de roer, Sonia lo
sabía pero no podía permitir que el
ambiente de la reunión se degradase.
Los silencios de su padre podían
cortarse con un cuchillo. Ese hombre era
una roca, y sólo hizo una mínima
concesión:
-Si para entonces seguís sintiendo lo
mismo el uno hacia el otro, la dejaré ir a
la India, pero eso será dentro de un año,
cuando sea mayor de edad -dijo antes de
girarse hacia su mujer y añadir-: Si el
asunto sale mal, no me podrá reprochar
que haya contribuido a fastidiarle la
vida.
Pero Stefano seguía creyendo, y
esperando de todo corazón, que las
aguas volverían a su cauce y que Sonia,
ante las dificultades que iría
encontrando, acabaría por tirar la toalla.
Le atormentaba la idea de separarse de
su hija.
8
Cuando Rajiv le contó a su madre su
encuentro con los Maino en Orbassano,
Indira se mostró de acuerdo con la
condición que había impuesto el
patriarca italiano. Poner a prueba los
sentimientos de los jóvenes era la única
manera de saber si esa historia tenía
futuro. Había que ganar tiempo; en el
fondo, ella también hubiera preferido
que Rajiv no escogiese una extranjera.
Pero si el tiempo demostraba que ambos
se querían, Indira no pensaba oponerse a
la decisión de su hijo. Había sufrido
demasiado con el rechazo de su propio
padre a su boda como para infligir lo
mismo a ninguno de sus vástagos.
«El matrimonio no lo es todo. La
vida es algo mucho más grande», le
había dicho Nehru cuando ella había ido
a verlo a la cárcel de Dehra Dun para
decirle que quería casarse con Firoz.
Nehru le aconsejó que recobrase fuerzas
antes de tomar cualquier decisión. Había
estado muy enferma y su padre le
recordó que los médicos le habían
desaconsejado tener hijos. Además, el
deseo de Indira le parecía una
trivialidad, porque significaba tirar por
la borda «la herencia y la tradición
familiar» para casarse con un hombre de
un entorno y de una educación muy
distintos al suyo. Indira no estaba de
acuerdo, por lo menos en ese momento.
Le dijo que quería una vida anónima y
libre de tensiones, lo que nunca había
tenido. Quería casarse y tener hijos. Más
de uno, recalcó, porque no quería que su
hijo sufriese la soledad que ella había
conocido. Quería ocuparse de ellos y de
su marido en una casa llena de libros, de
música y de amigos. Si para alcanzar
ese sueño, tenía que desafiar a los
médicos y hasta su propia salud, estaba
dispuesta a hacerlo.
Firoz era hijo de un parsi llamado
Jehangir Ghandy, cuya biografía oficial
le atribuye ser ingeniero naval pero
otras fuentes aseguran que era un
vendedor de licor, aunque sin relación
alguna con Gandhi. A finales de los años
treinta, cambió la ortografía de su
nombre por el de Gandhi, el apellido de
una casta de perfumistas, un apellido
corriente en las castas Bania de los
hindúes de Gujarat, de donde era
oriundo el Mahatma. No ha quedado
registrada la razón de ese pequeño
cambio que acabó siendo de inestimable
valor para la futura carrera política de
su mujer.
Seguidora de Zaratustra, la religión
parsi es una de las más antiguas de la
humanidad, pero Firoz nunca fue
religioso, al contrario. Había entrado en
contacto con los Nehru a raíz del
movimiento de lucha contra los ingleses
que lo llevó a hacerse miembro del
Partido del Congreso. Militante muy
activo y muy radical, conocía los textos
de Marx y Engels mejor que el propio
Nehru. Juntos habían participado en
Francia en un mitin de protesta por los
bombardeos contra las poblaciones
civiles en la guerra de España. Firoz
había intentado convencer a los
organizadores anticomunistas del acto
que dejasen hablar a La Pasionaria, pero
no lo consiguió. Nehru, furioso, hizo un
discurso
encendido,
defendiendo
ardientemente el derecho a la libertad de
expresión.
Nehru no cuestionaba a Firoz como
militante, pero pensaba que era un mal
partido para su hija. Ambos hombres
eran opuestos en todo. Firoz era bajito y
cuadrado, un poco fanfarrón, hablaba en
voz muy alta y usaba palabrotas a
destajo. Ni era refinado ni era un
intelectual. Le gustaba la buena mesa y
el alcohol y le interesaban los coches y
los gadgets eléctricos y mecánicos,
pasiones que Rajiv y Sanjay heredarían.
Había sido un pésimo estudiante, aunque
le gustaban la música clásica india y las
flores, como a Indira. Pero sin título
universitario ni profesión ni perspectiva
de ganarse la vida, con una sólida
reputación de mujeriego, era lógico que
los Nehru viesen a ese don nadie que
pretendía entrar en la primera familia de
la India con gran recelo.
-Tú te has criado en Anand Bhawan
rodeada de lujo y de criados -le dijo su
abuela a Indira en un intento por
presionarla-. Firoz carece de fortuna, es
de otro ambiente y de otra religión.
-No nos importa la religión porque
ninguno de los dos somos religiosos -le
respondió Indira-. Soy austera como mi
madre, y aunque he vivido en Anand
Bhawan, puedo ser igual de feliz en la
choza de un campesino.
Más o menos lo mismo le decía
Sonia a sus padres cuando estos
evocaban la dificultad de vivir tan lejos,
en un país tan diferente. Para Sonia, la
India era una abstracción. No le
asustaba lo más mínimo, a pesar de todo
lo que había oído. Si Rajiv hubiese sido
un esquimal, le hubiera dado igual
seguirle al Polo Norte. «Cuando estás
enamorada -escribió- el amor te da una
fuerza muy poderosa. Armada de esa
fuerza, nada te da miedo. Sólo quieres a
la persona que amas. Sólo quería a
Rajiv. Hubiera ido al fin del mundo con
él. Él era mi mayor seguridad. No podía
pensar en nada ni en nadie, sólo en él»
Si Nehru acabó por dar su
consentimiento a la boda de Indira con
Firoz, Indira accedió a la petición de su
hijo cuando éste le rogó que escribiese
al padre de Sonia para que la dejase ir a
la India. Había transcurrido un año, el
plazo que había impuesto Stefano
Maino, y la pasión de los jóvenes no
mostraba signos de enfriarse. Ni Sonia
ni Rajiv estaban dispuestos a vivir el
uno sin el otro; la separación se hacía
demasiado dolorosa. Indira entendió que
la cosa iba en serio. En realidad hubiera
preferido seguir la vía tradicional,
elegir una hija de buena familia de
Cachemira para casarla con su hijo, tal y
como manda la tradición, tal y como
hizo su abuelo Motilal eligiendo a
Kamala, su madre. Los «matrimonios
concertados» eran lo común, y los love
marriages, las bodas por amor, las
excepciones. Los primeros solían
funcionar mejor; la tasa de divorcios
entre este tipo de uniones es
asombrosamente baja porque los padres
buscan candidatos para sus retoños en
medios sociales y culturales afines, lo
que de por sí constituye una ventaja a la
hora de la convivencia. Los segundos
eran una lotería. Indira no había tenido
suerte. Quizás Rajiv la tuviera, aunque
arrastraba el hándicap de que su novia
era extranjera. En la sociedad
tradicional, los extranjeros ni siquiera
merecían un lugar en el escalafón, eran
considerados «sin casta». Nueva Delhi
no era la India profunda, pero aun así
Indira era perfectamente consciente de
lo difícil que podía resultarle a una
chica occidental adaptarse a la vida en
su país, aunque ella estaba dispuesta a
hacérselo lo más agradable posible
porque la chica le había gustado.
La carta de Indira Gandhi invitando
a Sonia a pasar unas vacaciones a
Nueva Delhi fue un disgusto para
Stefano Maino, pero era un hombre de
palabra y no tuvo más remedio que
cumplir con su compromiso. Lo
discutieron en familia y como no había
escapatoria, quedaron en que Sonia iría
a la India, pero un mes solamente, y
después
regresaría
a
casa
definitivamente convencida de que no
podría nunca vivir allí, pensaban sus
padres. Aquí no sólo tenía a los suyos,
sino también un futuro. Había estado
trabajando todo el año en Fieratorino, y
le salían cada vez más oportunidades de
ganarse la vida con los idiomas que
había aprendido. Si no le gustaba
Orbassano porque le parecía pequeño y
suburbial, siempre podría irse a vivir a
Turín. Sus padres todavía soñaban que
algún hombre de negocios la conocería
en una de esas ferias y acabaría
casándose con ella. Sonia hacía como si
escuchara todas esas sugerencias con
atención, pero su mente estaba ya muy
lejos, a ocho mil kilómetros de
distancia.
El 13 de enero de 1968, exactamente
treinta y cuatro días después de haber
cumplido la mayoría de edad, Sonia
aterrizaba en el aeropuerto Palam de
Nueva Delhi. Tenía un nudo en el
estómago. Sus padres y hermanas habían
ido a despedirla al aeropuerto de Milán
y ni siquiera el duro de Stefano había
podido contener las lágrimas.
-Si no te gusta, te vuelves en
seguida, ¿eh? -le había dicho mientras su
madre le metía en el bolso de mano más
medicinas todavía, como si fuese a la
selva.
Sonia no durmió durante el vuelo.
Ahora que se enfrentaba sola a su
destino, le entró una especie de angustia.
La ilusión de ver a Rajiv se
transformaba en un miedo impreciso.
Llevaban un año sin verse. ¿Y si me
decepciona? ¿O yo le decepciono a él?
¿Y si en su propio ambiente se comporta
de otra manera? ¿Si no es el mismo que
el que creo que es? Eran preguntas
inevitables, la justa reacción de alguien
que había apostado fuerte a una carta.
Ahora tocaba poner la carta boca arriba.
Desde el aire, el entrelazado de
avenidas y rotondas de Nueva Delhi
sugería las figuras geométricas de
mármol en forma de estrella que
decoraban los palacios mogoles. El
avión aterrizó por la mañana. El clima
no podía ser más distinto al frío invierno
que había dejado atrás. Hacía una
temperatura exquisita, el cielo estaba
azul, y nada más salir del avión su olfato
quedó impregnado de un olor muy
característico,
que
más
tarde
identificaría con el olor de la India: una
mezcla de olor a madera quemada y a
miel, a ceniza y a fruta pasada. y un
sonido, el graznido de las cornejas, esos
cuervos siempre presentes, vestidos de
gris o de negro, cacareando, insolentes,
familiares, que le dieron la bienvenida
desde la barandilla del vestíbulo de
llegadas, desde los postes y los bordes
de las ventanas. Allí la estaba esperando
Rajiv: «Nada más verlo -contaría Sonia-
me invadió una profunda sensación de
alivio.» También estaban su hermano
Sanjay y un amigo llamado Amitabh,
hijo de un matrimonio, los Bachchan,
que los Nehru conocían desde hacía
mucho tiempo. El padre era un célebre
poeta en hindi y diputado parlamentario
e Indira le había pedido el favor de
alojar a Sonia mientras durase su visita.
Los temores que había sentido
durante el vuelo desaparecieron
súbitamente, como si nunca hubieran
existido. Al contrario, ahora tenía la
certeza de que había hecho bien en
seguir el dictado de su corazón a pesar
de las dificultades. «Estaba de nuevo a
su lado y nada ni nadie nos separaría de
nuevo», escribió Sonia recordando su
llegada.
Nueva Delhi no era la India tal y
como se la había imaginado, por lo
menos la parte donde vivía, con sus
anchas avenidas bordeadas de grandes
árboles siempre verdes, muchos de ellos
en flor. La casa de los Bachchan estaba
en Willingdon Crescent, la avenida de
los banianos. Los urbanistas ingleses
que hicieron de Nueva Delhi una
agradable ciudad jardín quisieron que
cada avenida tuviese su propia especie.
Janpath, la antigua Queen's Way, era la
de los nims, esos árboles sagrados
conocidos
por
sus
propiedades
medicinales; Akbar Road la de los
tamarindos; y en Safdarjung Road,
donde se encontraba la residencia de
Indira Gandhi, había profusión de
flamboyanes con un follaje verde y
brillante
sembrado
de
flores
anaranjadas. El escaso tráfico rodado se
componía de ciclistas, carros tirados
por burros o camellos, carricoches con
el
techo
anlarillo,
motocicletas
petardeantes,
viejos
Ambassador,
réplica de los Morris Oxford III de 1956
que se fabricaban bajo licencia en
Bengala, todos sorteando las vacas que
campaban a sus anchas en medio de la
calzada. No era raro toparse con un
carro de bueyes y hasta con algún
elefante que transportaba mercancías,
detenido en un semáforo. Era una ciudad
tranquila de tres millones de habitantes,
sin grandes almacenes ni centros
comerciales, con un solo hotel de lujo en
el corazón del barrio diplomático.
Sonia fue recibida con toda la
calidez que podía esperarse de una
familia india, aunque Rajiv no podía
atenderla como hubiera querido porque
el 25 de enero iba a examinarse de
piloto comercial y tenía que seguir
acumulando horas de vuelo y estudiar.
Pero sus primos y amigos, y hasta Indira
Gandhi, se volcaron para que su estancia
fuese lo más agradable posible. Aunque
dormía en casa de los Bachchan, pasaba
gran parte de la mañana en casa de su
prometido. En aquella época, la primera
ministra vivía sin apenas medidas de
seguridad. Recibía a la gente todas las
mañanas a las puertas de su casa con la
simple presencia de un guardia. Sus
hijos tampoco tenían escolta, excepto en
ciertos
eventos
considerados
arriesgados.
Amigos y familiares se turnaron para
enseñarle a Sonia la ciudad, llena de
parques y jardines, de monumentos
antiguos y de edificios soberbios que
habían sido levantados por los ingleses
cuando en 1912 habían decidido
cambiar la capital de Calcuta a Delhi.
Trazaron una ciudad nueva en la que
plantaron miles de árboles. Desde
tiempos inmemoriales, la vegetación
había sido la obsesión de los
gobernantes de Delhi. Algunos jardines
decoraban mausoleos y tumbas con la
idea de que los muertos se sintiesen
felices y en paz, otros habían sido
concebidos como actos de caridad para
el pueblo, y otros los habían hecho los
reyes para uso y disfrute propio. A Rajiv
le gustaba especialmente pasear por los
jardines de Lodh al atardecer, con sus
estanques y sus hileras de palmeras
gigantescas que rodean la tumba de
Mohamlned
Shah,
un
precioso
monumento de estilo indomogol que
conservaba restos del alicatado turquesa
y de la caligrafía original que lo
ornamentaban. Era un lugar popular
donde las parejas de enamorados podían
disfrutar de un momento de tranquilidad
y de cierta privacidad. En su moto
Lambretta le mostró también la Nueva
Delhi
imperial,
y
las
vistas
espectaculares que los arquitectos
británicos habían concebido para
impresionar e intimidar a la población
local. La que admiró Sonia desde el
arco de triunfo de la Puerta de la India,
donde arde una llama eterna en memoria
de los soldados indios muertos en las
dos guerras mundiales, era grandiosa.
Como lo era el imponente edificio de
South Block, mezcla de estilo mogol y
neoclásico donde, del otro lado de la
fachada decorada con bajorrelieves de
flores de loto y elefantes, se encontraba
la oficina de Indira Gandhi, y sobre todo
el Palacio de la Presidencia de la
República, otrora el palacio del virrey
británico, un elegante edificio de
arenisca beige y roja coronado por una
vasta cúpula de cobre, de exquisitas
proporciones y considerado por muchos
como uno de los edificios más bellos
del siglo xx.
¿Y dónde estaba la India de la que le
habían hablado?, se preguntaba Sonia.
¿La India que aterrorizaba a sus padres?
¿La otra India? No era necesario
desplazarse mucho. Bastaba seguir la
ancha avenida Rajpath, la antigua King's
Way, y llegar a la Vieja Delhi. Eso era
otro mundo. Alrededor del Fuerte Rojo,
otro espectacular monumento construido
por el emperador Shah Jehan, el mismo
que había levantado el Taj Mahal en
honor a su mujer, bullía una
muchedumbre colorida y ruidosa que
parecía estar participando en un
gigantesco carnaval de encantadores de
serpientes,
malabaristas,
adivinos,
músicos, tragadores de sables y faquires
que traspasaban sus mejillas con
puñales. Ésta era la India eterna, la
misma que invadía las callejuelas
alrededor de la Gran Mezquita, con sus
puestos de ropa llenos de telas de
colores, sus vendedores de fruta, de
dulces, de linternas, de betún y pilas, sus
limpiabotas, sus peluqueros en plena
calle, sus talleres oscuros en los que
niños trenzaban alfombras y otros
fabricaban instrumentos de precisión...
Una explosión de vida, un caos exótico y
bullanguero que la dejaba ebria de
colores, ruidos y olores. Y por doquier,
detrás de una calle, al fondo de un
jardín, se podía ver una antigua tumba o
cenotafio, un monumento musulmán o
hindú que se remontaba a la noche de
los tiempos, como un recordatorio de lo
antigua que es la India. ¿No había
descrito Nehru su país como «un antiguo
palimpsesto en el que capas sobre capas
de pensamiento y ensoñación han
quedado grabadas, sin que ninguna haya
podido borrar u ocultar lo que
previamente había sido inscrito»?
Y luego el espectáculo de la
pobreza, que veía sentada en la parte
trasera de la moto cuando circulaban por
ciertos
barrios:
niños
desnudos
corriendo por las calles, ancianos
haciendo tintinear sus escudillas, gente
que se lavaba y hacía sus necesidades en
las aceras. A Sonia le recordaba un
poco a los pobres de su Lusiana natal
cuando era niña, en los años cincuenta,
aquellos niños desnudos en invierno,
aquellas familias que pasaban hambre y
que su madre tanto compadecía,
aquellos tullidos en las plazas, antiguos
soldados que habían vuelto heridos del
frente ruso... Pero lo que nunca había
visto eran deformidades como las que
exhibían algunos leprosos de Nueva
Delhi que acechaban a los coches que se
detenían en los semáforos. La India de
1968 contaba con tantos leprosos como
habitantes tenía Portugal, tantos
mendigos como para poblar un país
como Holanda, once millones de
santones, diez millones de niños
menores de quince años casados o
viudos. Cuarenta mil niños nacían cada
día, una quinta parte de los cuales moría
antes de cumplir los cinco años. Aun
así, eran cifras mejores que cuando la
independencia, veinte años antes. La
mejoría, aunque leve, de las condiciones
sanitarias estaba creando un problema
aún mayor, y es que la edad
reproductiva de los indios se alargaba.
Como consecuencia de ello, la
explosión de la natalidad se estaba
convirtiendo en el mayor problema del
país porque literalmente se «comía» el
desarrollo económico. Cada año, la
población de la India aumentaba en una
cifra igual a la población de España
entera.
Para Sonia, todo a su alrededor era
nuevo v extraño: los colores, los
sabores, las personas. «Pero lo más raro
de todo eran los ojos de la gente, esa
mirada de curiosidad que me seguía por
todas partes.» Sonia estaba iniciándose
en el mundo de la India, descubriendo lo
curiosos e inquisitivos que podían ser
sus habitantes, máxime en aquellos días
cuando no había prácticamente turistas.
Si un extranjero ya de por sí llamaba la
atención, una mujer aún más, y si era
guapa y vestía con minifalda, que era la
moda en Europa aquel año, entonces se
convertía en un polo de atracción
inmediato. O en objeto de oprobio.
Sonia tuvo que aprender a controlar sus
gestos, sus movimientos y su manera de
vestir, pero no era siempre fácil: «La
falta absoluta de privacidad, la
obligación de reprimirme y de no dar
rienda suelta a mis sentimientos era una
experiencia exasperante.» Las muestras
públicas de afecto eran mal vistas, no
sólo en la calle sino también en la vida
cotidiana. No podía dar un beso a Rajiv
si había alguien delante, ni siquiera ir de
la mano con él sin que resultase
escandaloso. Descubría que la India era
el país más púdico del mundo, herencia
de la Inglaterra victoriana. Luego había
cosas difíciles para una italiana: la
comida, por ejemplo. Sonia no se
acostumbraba al picante, le parecía que
anulaba el sabor de los alimentos. Ni a
las salsas tan fuertes ni a los sabores
agridulces de ciertos platos. O la
costumbre de las cenas sociales, donde
se hablaba y se bebía mucho durante un
rato interminable, se cenaba de pronto y
luego no existía la sobremesa, todos se
iban en cinco minutos.
No tardó en darse cuenta de que las
miradas que tan insistentemente se
posaban sobre ella no se debían sólo a
que fuese extranjera, o un bicho raro, o
una chica muy guapa. Era vista como un
nuevo miembro de una familia que
durante años había vivido de cara al
público. Todo lo que hacían y decían, o
al contrario, lo que dejaban de hacer o
decir, era minuciosamente escudriñado,
analizado y juzgado. ¿Cómo se puede
vivir así?, se preguntaba agobiada.
Pero, a pesar de todo, Sonia no se
veía de regreso en Italia. Esto era un
mundo muy diferente, y quedaba mucho
camino por recorrer, mucho por
explorar. De la mano de Rajiv, era una
singladura fascinante a pesar de los
escollos. Además estaba rodeada del
afecto de los demás. Sanjay la trataba
como a una hermana, entre protector y
divertido por verla adaptarse. Amitabh y
su familia también. Se sentía arropada y
querida. Para ambos, la idea de
separarse de nuevo era simplemente
inconcebible. ¿Para qué perder más
tiempo, para qué regresar a Italia y
esperar de nuevo, como otra agonía, a
reunirse aquí o allí? Rajiv no podía
plantearse ir a vivir a Europa, pensaba
ingresar en Indian Airlines en cuanto se
hubiera sacado el «comercia!». Luego
podrían irse a vivir a un apartamento.
Aquí en Delhi lo tenía más fácil; la vida
en común estaba al alcance de la mano.
Sonia era quien debía dar el paso, quien
debía arriesgar porque debía dejar atrás
su país y su familia por un tiempo
indefinido. Había venido a conocer la
India y sus costumbres, pero no
necesitaba saber más porque, en el
fondo, antes de embarcar en aquel avión
ya había tomado la decisión de ser fiel a
su propio corazón. Aunque eso
significase hacer algo que iba muy en
contra de sí misma. No quería ni
imaginarse la cara de su padre cuando le
dijera que no volvía, que se casaba.
Indira se sorprendió cuando supo
que Sonia estaba dispuesta a quedarse,
que querían casarse ya. Hacía
exactamente tres años que se habían
conocido en Cambridge. Habían
cumplido todos los plazos, habían hecho
todo lo que les habían dicho, y ahora
llegaba el momento de tomar la
decisión. Indira era consciente de que la
llegada de Sonia había supuesto una
pequeña revolución en el mundillo
social de Nueva Delhi, aunque ni Sonia
ni Rajiv lo hubieran buscado, al
contrario. Su mera presencia, por ser la
novia de quién era y porque era la
primera vez que un Nehru iba a casarse
con una extranjera de otro continente,
había dado pie a toda clase de
conjeturas. Aunque era la capital de un
país de setecientos millones de
habitantes, la sociedad era pequeña,
convencional, y todas las familias
relevantes se conocían entre ellas. En
sus mentideros, los comentarios eran la
mayoría elogiosos -¡qué guapa es!-.
Pero otros aludían a su falta de
«pedigrí» -no es nadie o, peor, «es de
baja casta»-; otros a su manera de vestir
-«quiere llamar la atención»-; otros a su
mera presencia -« ¿qué verá ese chico
en ella?»-; otros a un sentimiento de
ultraje nacionalista -« ¿es que no ha
podido encontrar una chica mejor
aquí?». Sin comerlo ni beberlo, se había
puesto en contra a muchísimas chicas
guapas de la buena sociedad y a sus
madres, que veían cómo una extranjera,
y encima una intrusa, se llevaba a uno de
los solteros de oro del país.
«Después de una semana -diría Usha
Bhagat, la secretaria de Indira-, la
señora Gandhi se dio cuenta de que los
dos iban muy en serio y que no serviría
de nada esperar más. El hecho de que
estuviesen saliendo por Nueva Delhi
fomentaba el cotilleo y la mejor manera
de cortarlo era dejarles que se casasen.»
Pero cuando Rajiv le sugirió a su madre
que se mudarían a un piso propio en
cuanto tuviera trabajo, Indira le impuso
su única condición: «Una cosa es
casarse fuera de tu comunidad. Pero
vivir aparte es totalmente contrario a la
tradición india de la familia unida. Nos
tildarían de occidentales, nos acusarían
de
abandonar
todas
nuestras
tradiciones.» Si Rajiv hubiera sido
europeo u occidental, probablemente
hubiera desobedecido a su madre y se
hubiera ido a vivir con su mujer. Pero
era indio, y en la India, los hijos acatan
la tradición. Sobre todo cuando hay que
dar ejemplo. La solución al conflicto en
el que se encontraba pasaba porque
Sonia aceptase una condición que la
mayoría de mujeres occidentales
hubieran considerado inadmisible. Pero
a Sonia le tocaba adaptarse a la India,
no podía ser al revés, y en la India el
matrimonio es un asunto familiar, más
que individual, donde la armonía entre
sus miembros se valora más que la
fascinación individual. Eso significaba
pasar a formar parte de la familia del
marido. Tendría que vivir en la casa
familiar, al estilo indio, compartiendo el
mismo techo con la suegra, el hermano y
la familia del hermano si éste se casaba
algún día. Todos en el número 1 de
Safdarjung Road. Sonia aceptó porque
estaba ciega de amor. Además, vivir en
familia no era algo que asustase a una
italiana que había vivido su infancia en
un pueblo donde los Maino eran un clan.
También se convenció de que no estando
sola se encontraría más protegida y eso
le permitiría adaptarse mejor. A todo le
veía el lado positivo: es una de las
ventajas del amor, que actúa como una
droga.
Decidieron fijar la fecha del 25 de
febrero para la boda. Todo muy rápido,
pero más valía así. Indira quería evitar
que la boda de su hijo se convirtiese en
un asunto nacional, como había ocurrido
con la suya. A Sonia y Rajiv les contó
cómo se había puesto a todo el país en
contra, como si cada uno de los
habitantes de la nación se hubiera
sentido con derecho a opinar. Miles de
cartas y de telegramas habían inundado
Anand Bhawan, unos insultantes, la
mayoría
hostiles,
algunos
de
felicitación. Había una explicación, y es
que Firoz e Indira habían transgredido
dos
tradiciones
profundamente
enraizadas: ni se habían sometido a una
unión concertada por las familias, ni se
casaban «dentro de su fe». Esto último
había enfurecido a los hindúes
ortodoxos. Y ahora la historia se repetía.
Como si los hijos heredasen de sus
padres no sólo las características físicas
y las habilidades sino también sus
conflictos, sus contradicciones y sus
situaciones vitales.
«Queridos padres -les escribió
Sonia-. Soy muy feliz. Os mando esta
carta para anunciaros que Rajiv y yo nos
casamos. Os espero a todos aquí el 25
de febrero... » Sonia no sospechaba que
al llegar su carta, la noticia del anuncio
de su boda ya había sido difundida por
los medios de comunicación del mundo
entero. Un periodista del diario turinés
La Stampa fue a visitar a la familia al
número 14 de Via Bellini. «Los padres y
las hermanas viven momentos de
extrema tensión -escribió-. El teléfono
no para de sonar, periodistas y
fotógrafos hacen cola delante de la
puerta. El padre, de cincuenta y tres
años, es hombre de pocas palabras:
“Toda la vida trabajando para asegurar
el porvenir de mis hijas... de la boda
mejor hablar cuando haya ocurrido, o
mejor sería no tener que hablar de ello
nunca" -declaró en un tono que deja
intuir que está dolido. Su mujer, Paola,
de cuarenta y cinco años, no consigue
retener las lágrimas. "Me aterroriza la
idea de que mi hija se vaya a vivir a un
lugar tan lejano", declaró. Preguntados
por el novio, añadieron: "Es un chico
tranquilo, educado y serio”, y a la
pregunta de si acudirían a la
celebración, el padre respondió: "Me
temo que el deseo de Sonia no podrá ser
realizado. Sólo irá mi mujer, yo tengo
demasiado trabajo y no puedo perder
tiempo. Estaré con mi hija en el
pensamiento."»
Iba a ser una boda civil, no podía
ser una boda religiosa. Una boda simple,
no una estrafalaria boda «a lo indio»
que dura varios días. Indira era
contraria a la pompa y al despliegue
derrochador de las bodas indias, hechas
para presumir de relaciones, de poder y
de dinero. Los Nehru no necesitaban
presumir. Pero sí necesitaban espacio
para vivir. La villa colonial que el
gobierno había asignado a Indira al ser
nombrada
primera
ministra
era
demasiado pequeña, tanto que las
secretarias y los asistentes trabajaban
bajo cobertizos en el jardín. Al dar a la
nueva pareja un cuarto y un pequeño
salón en la parte del fondo, con salida
independiente al jardín, estarían todavía
más apretados. De modo que Indira
estaba en conversaciones con su
gabinete para agrandar la casa. Pronto
los operarios iniciaron las obras.
El alboroto de los preparativos
absorbió de golpe a todos los miembros
de la familia, especialmente a Sonia. No
le gustaba nada tener que trocar sus
pantalones ajustados por un sari, una
prenda en la que se veía ridícula. No
conseguía sentirse a gusto porque vivía
con el temor de que en cualquier
momento los seis metros de tela en las
que estaba envuelta se viniesen abajo.
Se veía como esas turistas de piel muy
blanca que se pavoneaban luciendo saris
chillones. Claro que para ellas era un
juego, un disfraz para hacerse una foto y
enseñarla de vuelta a su país; para
Sonia, el sari era mucho más. Marcaba
el primer paso en su proceso de
indianización. Tarde o temprano, tendría
que acostumbrarse.
Había que ocuparse de multitud de
detalles: listas de invitados, diseñar las
invitaciones, pruebas de peinado, de
maquillaje, etc. Sonia estaba aturdida,
porque además no entendía bien el
inglés de los indios, impregnado de un
fuerte acento. En el fondo, estaba
deseando que todo acabase lo antes
posible. Su proverbial timidez le
impedía sentirse a gusto siendo el foco
de atención, aunque no podía hacer nada
por impedirlo. Fue literalmente asediada
por fotógrafos el día de su primera
salida en familia, como novia oficial de
Rajiv, para asistir a un desfile de
modelos de Pierre Cardin en el hotel
Ashok de Nueva Delhi. Un extenso
reportaje dio cuenta del evento en la
revista Femina. Sonia aparecía muy
guapa, con el pelo lacio cayendo sobre
sus hombros, cubiertos por un sari de
seda estampado, sentada entre Rajiv y
Sanjay mientras hablaba con Indira. Una
foto que dejaba augurar una perfecta
armonía familiar. A la salida, Sonia
contestó a una insidiosa pregunta de un
periodista: «Me vaya casar con Rajiv la
persona, no con el hijo de la primera
ministra.» Era inevitable que muchos la
viesen como una aprovechada, una
ambiciosa que había pescado un pez
gordo. Yeso la sumía en un estado de
profunda tristeza e indignación. Cuando
otra periodista le preguntó qué pensaba
sobre el hecho de quedarse a vivir en la
India, tan lejos de su casa, Sonia alzó la
vista hacia Rajiv y esgrimiendo una
sonrisa tímida, dijo: «Con Rajiv iría al
fin del mundo.»
¿Y no era la India el fin del mundo
en aquellos días? Para la familia Maino,
lo era, y apenas tuvieron tiempo de
organizarse. Al final sólo fueron la
madre de Sonia, su hermana Anushka y
el tío Mario (hermano de su madre),
quien oficiaría de padre entregando la
mano de su joven sobrina. Llegaron la
víspera de la boda cuando se celebraba,
en el jardín de la casa de los amigos
donde Sonia se alojaba, la ceremonia
del mehendi, que equivalía a una
despedida de soltera de la novia.
Aunque tradicionalmente no deben
asistir ni el novio ni sus padres, en esta
ocasión se hizo una excepción y tanto
Rajiv como su madre estaban presentes
porque querían saludar a los familiares
que habían llegado de Italia. Indira fue
cálida y extremadamente atenta con
Paola, que se sentía entre intimidada e
impaciente por ver a su hija. La buscaba
por todas partes con la mirada. Cuando
le indicaron dónde estaba, se asustó:
-Oh, marnrna mía!
Casi se le saltan las lágrimas. No la
había reconocido porque Sonia llevaba
la cabeza cubierta por un velo rojo y
morado, iba vestida con una falda roja
hasta los pies, típica de Cachemira, y un
corpiño rojo bordado. Llevaba pulseras,
collares y una tiara confeccionada con
pétalos de nardos y jazmín engarzados
-«joyería floral» lo llamaban-, y un tilak
en la frente, el punto rojo que simboliza
el tercer ojo, ese que es capaz de ver
más allá de las apariencias. Sus manos,
sus brazos y sus pies estaban totalmente
cubiertos de curiosos tatuajes hechos a
base de henna, una pasta extraída de las
ramas molidas de un arbusto, tatuajes
que dibujaban graciosos arabescos e
intrincados diseños. Cuando se hubo
repuesto del susto de ver a su hija de esa
guisa, su madre la abrazó: « ¡Mejor que
tu padre no te haya visto así!», dijo
conmovida. El pobre Stefano, a ocho mil
kilómetros de distancia, estaba triste. A
su amigo del alma, el mecánico Danilo,
le confesó en el bar de Nino, a propósito
de Sonia: « ¡La echarán a los tigres!»
Qué razón tenía el antiguo pastor de los
montes Asiago.
En seguida unas chicas jóvenes
rodearon a Anushka y a Paola y se
ofrecieron para pintarles las manos.
Mientras les aplicaban henna, les
explicaron la tradición: cuanto más
negros salían los dibujos en las manos
de la novia, más amor habría en el
matrimonio. Y cuanto más tardasen en
borrarse, más tiempo duraría la pasión.
Paola y .Anushka miraron los arabescos
de Sonia: eran negros como si los
hubieran pintado con tinta china.
La boda propiamente dicha tuvo
lugar al día siguiente, a las seis de la
tarde, en el jardín del número 1 de
Safdarjung Road. Indira había rebuscado
en sus armarios el sari que quería que
Sonia llevase, el mismo que había
llevado ella, el que Nehru había hilado
durante
sus
largas
horas
de
encarcelamiento, una vez que hubo
aceptado la voluntad de su hija de
casarse con Firoz. Sonia lo reconoció,
lo había visto en la exposición de
Londres y le vinieron a la memoria las
palabras de Rajiv: « ¡Ojalá lo lleves tú
algún día!» Entonces las había tomado a
broma. Todavía soñaba con casarse de
blanco. Ahora se lo tomaba como un
honor y una señal de afecto, sin
sospechar por un momento que al vestir
ese sari rojo pálido entraba a formar
parte, ella también, de la historia de la
India.
Un pequeño incidente enfureció a
Rajiv al descubrir que había dos
periodistas entre los invitados. Ésa era
su
celebración,
y
no
quería
interferencias ni publicidad. Ese día
quería ser sólo Rajiv, no el hijo de la
máxima autoridad del país, lo que no
dejaba de ser una ingenuidad. Se negó a
salir de la casa hasta que los paparazzi
no fuesen expulsados. Indira tuvo que
calmarlo, con mucha paciencia. Cuando
la marcha nupcial de Mendelsohn
anunció la llegada de la novia, se
tranquilizó. Rajiv salió a recibir a Sonia
al jardín, donde había unos doscientos
invitados, entre amigos y conocidos de
la familia. Cuando la vio entrar, del
brazo de su tío Mario, le cambió la cara.
Sonia estaba espléndida. Era la imagen
misma de la elegancia, el cabello
recogido hacia atrás en un moño sujeto
por un broche de pétalos de jazmín, la
piel resplandeciente por la mascarilla
de cúrcuma que le habían puesto unas
horas antes, una simple pulsera de plata
en la muñeca, los ojos pintados de khol
y el rostro enmarcado por unos aretes de
flores. Hacían buena pareja. Él llevaba
pantalones estrechos blancos, una larga
chaqueta color crema abotonada hasta el
cuello, un turbante color salmón (al
igual que sus amigos y primos), y unos
zapatos tipo babucha, con la punta curva
hacia arriba, como un príncipe de Las
mil y una noches. Después del
intercambio ritual de guirnaldas, se
dirigieron hacia un rincón del jardín
donde, alrededor de una mesa
resguardada por un enorme biombo
hecho también de flores engarzadas en
cuerdas colgantes, se encontraban los
familiares más próximos. Firmaron en el
registro civil y se intercambiaron los
anillos. Sonia luchaba por controlar sus
emociones. Cada vez que se cruzaba con
la mirada de su madre, le entraban ganas
de llorar. Entonces prefería buscar la
mirada de Rajiv para encontrar fuerzas.
El tío Mario parecía perdido; miraba a
su sobrina con cariño y algo de
condescendencia. Paola mantuvo el tipo,
aunque por dentro aquella boda sin
sacerdote le daba una pena infinita. Las
palabras de Rajiv, que leyó unos versos
del Rigveda escogidos especialmente
por su madre, pusieron el punto final a
la ceremonia:
Suave sopla el viento,
suave fluye el río,
que los días y las noches
nos traigan felicidad,
que el polvo de la tierra
produzca felicidad,
que los árboles
nos hagan felices con sus frutos,
que el Sol
nos envuelva de felicidad...
Y eso fue todo. Los novios salieron
del recinto para encontrarse con una
lluvia de pétalos de flores y el estruendo
de fuegos artificiales sabiamente
orquestados por Sanjay. La ceremonia
no había podido ser más sencilla. Así lo
había querido Indira, sin el paripé de
tener que contentar a los hindúes
ortodoxos
que
reclamaban
una
ceremonia religiosa completa. Cuando
se casó ella, Nehru le había pedido que
aceptase hacerlo por el rito hindú,
dando siete vueltas alrededor del fuego
sagrado
y
escuchando
mantras
interminables, porque no quería
enemistarse con ellos. Había accedido,
pero ahora se tomaba la revancha. Indira
era más dura que su padre. De hecho, no
había llorado durante la ceremonia de su
propia boda. Nehru sí, se le habían
humedecido los ojos.
9
Por la tarde, Sonia había mudado sus
enseres de la casa donde había estado
alojada a su nueva residencia. Las obras
habían servido para ampliar el salón
principal que Indira había amueblado en
tonos rosa pastel y verde musgo; una
puerta corrediza daba a un paraje de
árboles enormes y arbustos entre los que
revoloteaban pájaros y mariposas.
Después de la fiesta, se dirigió a su
nuevo hogar, una habitación grande y
cómoda que había sido añadida al fondo
de la casa y que todavía olía a yeso. Su
madre le había traído ropa de Italia,
unos cuantos libros y discos y los
periódicos del avión porque temía que a
su hija le entrase la nostalgia. Sentada
en la cama, Sonia echó un vistazo a los
titulares. «El viento hace temblar la
Torre de Pisa», «Lucía Bosé ha pedido
la custodia de sus hijos» y una entrevista
al primer hombre que había vivido
quince días con un corazón trasplantado,
un sudafricano llamado Blaiberg. Le
parecían noticias de otro planeta.
Noticias de un mundo que ya no era el
suyo. Mientras Rajiv se quitaba el
aparatoso turbante frente al espejo del
cuarto de baño y varios criados entraban
y salían mirándola de reojo, Sonia sintió
vértigo al pensar que ya no había vuelta
atrás. La suerte estaba echada. ¿Cómo
había llegado hasta aquí? Ella misma
estaba sorprendida de la fuerza que
había sacado para lograr su propósito.
Ella, que siempre se había mostrado
enemiga de la confrontación, había
tenido que tensar la cuerda con su
familia hasta un extremo del que se
hubiera creído incapaz. A la dicha por
haberlo conseguido, a la felicidad de
sentir tan cerca la presencia de Rajiv, se
mezclaba un profundo sentimiento de
sorpresa, y también de pena. Pena por su
padre. Pena de no poder compartir el
momento más importante de su vida con
todos los que quería, con sus amigas del
barrio, con sus antiguas profesoras, con
sus compañeros... Pena de tener que
decir adiós a la niñez, a los padres, al
pueblo, a su país. Pena por su madre,
porque Sonia era capaz de adivinar en
su mirada todo lo que podía
atormentarla, desde las costumbres
«exóticas» hasta el hecho de vivir así,
en la casa familiar, con la suegra al
fondo del pasillo, por muy primera
ministra que fuese. Al haber forzado la
situación, la armonía familiar de los
Maino se había resquebrajado y Sonia
se sentía culpable. Pero la vida le había
colocado en esa tesitura, y desde el
momento en que se había aferrado a la
mano de Rajiv en respuesta a su tímido
avance, allá en los jardines de la
catedral de Ely, fue consecuente consigo
misma. A nadie le extrañó esa
melancolía porque la tradición india
contemplaba la salida de una hija de la
casa de su padre a la de la familia del
novio como un momento de gran
angustia. La mayoría de las novias
indias lloran y sus amigos y parientes se
muestran muy apesadumbrados. Sonia no
iba a llorar, pero tenía el corazón
henchido de pena, aunque los eventos se
sucedían con demasiada rapidez como
para apiadarse de sí misma.
Al día siguiente por la tarde tuvo
lugar una recepción en Hyderabad
House, un palacio de estilo anglomogol
que el Nizam de Hyderabad mandó
construir en 1928 para regalárselo a una
amante suya, y que ahora, bajo control
del gobierno, servía de residencia para
dignatarios extranjeros. También se
organizaban allí grandes eventos
mediáticos o conferencias de prensa.
Acudieron unas mil personas -amigos de
la familia, compañeros del partido,
políticos, diplomáticos, periodistas,
artistas, etc.-, todos presentando a la
entrada la invitación dorada que habían
recibido de la oficina de la primera
ministra y deseosos de conocer de cerca
a la novia extranjera para juzgar por sí
mismos si todo lo que habían oído, tan
dispar y deformado por el cotilleo, era
cierto. Sonia, ataviada con otro
espléndido sari, se sentía como un
animal en un zoo. Le parecía que las
mujeres la atravesaban con sus miradas,
intentando adivinar de qué pasta estaba
hecha. La mayoría había viajado al
extranjero eran conscientes de lo
diferente que era la India de Europa.
Algunas la miraban con lástima, otras
con envidia, otras con genuina simpatía.
Llegó la hora de cenar, en el suelo, a la
manera de Cachemira. Al son de una
pequeña orquesta de música clásica
india, los convidados degustaron
suculentos platos típicos con aromas de
canela, cardamomo, azafrán y clavo:
cordero con nabo, pollo con espinacas,
pescado con raíz de loto... También
había patatas en salsa de yogur o queso
fresco frito para los vegetarianos. Los
familiares de Sonia pudieron cenar
comida italiana, y los tíos de Rajiv,
comida parsi. El delicioso té verde de
Cachemira, el Kavha, se sirvió al final.
Pero no fue una recepción ostentosa. «El
presupuesto era pequeño», confesaría
Usha, la secretaria de Indira.
Tampoco había presupuesto ni
tiempo para un viaje de novios en
condiciones. Pero Rajiv quería mostrar
un poco de la India a los parientes de
Sonia, así que salieron todos para
Rajastán, la India romántica, tierra de
antiguos señores feudales, la región más
espectacular del subcontinente. Les
parecía increíble que tan cerca de una
ciudad como Delhi existieran aldeas
medievales, sin luz ni agua corriente,
pero de una deslumbrante belleza, donde
en la plaza del mercado se codeaban
todos los oficios de la India: vendedores
de ropa usada, dentistas ambulantes,
campesinos en cuclillas junto a sus
puestos de verduras, sastres, herreros,
carpinteros, joyeros ... Cabras, vacas y
camellos pululaban entre montones de
esencias de todos los colores -polvo de
azafrán ocre, de cúrcuma amarillo, de
guindillas molidas rojas-. En camino al
parque nacional de Ranthambore, veían
por el campo manchas de color
amarillo, rojo, malva, rosa, que eran los
turbantes de labradores y pastores que
caminaban entre el polvo ocre que
levantaban sus rebaños. Sus mujeres
iban vestidas en los mismos tonos;
lucían joyas de plata vieja y piedras
semipreciosas y parecían princesas en
lugar de campesinas.
Ranthambore era un parque natural
creado en 1955 en una zona
semiselvática
para
proteger
la
supervivencia del tigre. ·Una inmensa
fortaleza, que conservaba en su interior
templos en ruinas, palacios y cenotafios
aprisionados por raíces de ceibas
gigantescas, dominaba el parque desde
lo alto de un promontorio. Abajo, entre
colinas cubiertas de vegetación y
lagunas de aguas plateadas, se podían
ver ciervos, antílopes, osos, chacales,
cérvidos y jabalíes. Si había suerte,
algún tigre al amanecer. A Rajiv le
gustaba ese lugar porque aunaba dos
pasiones suyas: el amor a los animales y
su afición a la fotografía. Además pensó
que la familia de su mujer se llevaría un
buen recuerdo de la India porque en esa
selva no se veía miseria humana. Rajiv
les contó que él y su hermano habían
vivido la infancia rodeados de animales,
disfrutando de un auténtico zoológico en
los jardines de Teen Murti House.
Muchos de los animales eran regalos
que jefes de Estado o políticos
nacionales hacían a su abuelo. Habían
tenido loros, palomas, ardillas, un
cocodrilo y un panda del Himalaya
llamado Bhimsa, un regalo del estado de
Assam a su abuelo. También habían
tenido tres cachorros de tigre. Rajiv los
adoraba y uno de sus grandes disgustos
de niño fue cuando su abuelo decidió
desprenderse de uno para regalárselo al
mariscal Tito.
De regreso a Delhi, se detuvieron en
una aldea donde se celebraba una boda.
Era una auténtica boda hindú, llena de
colorido y de ruido. El novio, el rostro
tapado por una cortinilla hecha de
flores, apareció montado en una
escuálida yegua blanca cubierta con una
alfombra de terciopelo bordada en oro.
Al son de tambores y panderetas,
avanzaba caracoleando hacia su novia,
que lo estaba esperando bajo una tienda.
Las familias estaban muy orgullosas de
que unos forasteros asistiesen a la
ceremonia y en seguida les agasajaron
con té y dulces, mientras el chico
desmontaba. El sacerdote invitó
entonces a los novios a conocerse
oficialmente. Lenta y tímidamente, cada
uno de ellos apartó el velo del otro con
su mano libre. El rostro alegre del chico
apareció frente a la mirada apocada de
la novia, una niña que no debía tener
más de doce años, frágil y asustada
como un pajarito. Su familia la
observaba con una emoción mal
contenida. Rajiv hacía de intérprete, no
sólo con el idioma, sino con las
costumbres. Esa simple boda, que
parecía tan ingenua e inofensiva,
escondía varios males de la India,
auténticas enfermedades sociales. Los
matrimonios infantiles como éste
exponían a niñas a ser madres, con la
consiguiente mortalidad y problemas de
salud para la madre y el niño. Además
los padres de la novia, que parecían
campesinos pobres, seguramente se
habían endeudado durante muchos años
para
pagar
la
dote,
requisito
indispensable para casar a una hija. Sí,
todo eso era muy bonito y muy
pintoresco, pero esas costumbres
mantenían a los pobres hundidos en la
miseria. Fue allí cuando Sonia oyó por
primera vez hablar de la costumbre del
sati, que todavía se practicaba
esporádicamente en esta región. Los
comensales comentaban un caso
reciente, no muy lejos de donde se
encontraban, que había sido un
escándalo nacional. Una joven viuda se
había lanzado a la pira funeraria del
marido. La policía había investigado el
caso sin conseguir averiguar la verdad.
Las opiniones de los invitados a la boda
estaban muy divididas: unos decían que
la viuda era una santa por haber tenido
el valor de convertirse en sati, otros que
había sido drogada y forzada a saltar a
la hoguera para que no pudiera heredar
ninguno de los bienes del marido...
Rajiv se inclinaba por esto último.
¿Cómo conseguir modernizar este país?,
parecía preguntarse, pensando en la
tarea ingente que le había tocado a su
madre, mientras conducía el coche de
regreso a Delhi.
A Sonia le llegó la hora de
despedirse de su familia. Los acompañó
al aeropuerto. Después de abrazar a su
madre, y quizás porque adivinó el
quebranto que sentía al dejar a su hija,
Sonia se vino abajo y rompió a sollozar.
Para su madre, ésa era la verdadera
despedida: unos volvían a casa, al hogar
de siempre; Sonia permanecía en esa
tierra extraña, sola, sin ellos. Nunca
como en ese momento se había mostrado
la realidad con tanta crudeza, tanta que
hacía daño. Ambas estaban hechas un
mar de lágrimas, y no eran
especialmente propensas al llanto, lo
que hacía la escena todavía más
desgarradora.
-Escribe
mucho,
llámame
a
menudo...
-Te lo prometo, mamma.
En el coche que la traía de vuelta a
casa, Sonia se secaba el rostro mientras
le venían a la memoria flashes de
momentos felices de su infancia en
Lusiana, cuando salía a ordeñar las
vacas con su padre y su madre, o cuando
venían amigas y primas a celebrar su
cumpleaños llenas de regalos. ¡Qué
lejos parecía esa vida! Quedándose en
la India, se daba cuenta ahora de que
empezaba de cero. Tanta tensión y tanto
ajetreo la habían dejado agotada y
deprimida. Necesitaba ver a Rajiv lo
antes posible. Sólo él podía consolarla
porque él era la justificación de toda su
zozobra.
Pero Rajiv no estaba en casa, estaba
en su curso, en el aeroclub. Sonia se
dirigió a su cuarto. Si no estaba su
marido, entonces prefería quedarse sola,
tumbarse en la cama y llorar todas las
lágrimas, conjurar la melancolía
esperando su regreso. Pero nada más
abrir la puerta, vio un sobre encima de
la cama, con membrete de la oficina de
la primera ministra. Lo abrió. Era una
nota de Indira que decía: «Sonia, todos
te queremos mucho.» Entonces se le
iluminó la cara. La melancolía se
evaporó como por encanto, sonrió y
salió de su habitación.
10
La vida cotidiana en casa de los
Gandhi empezaba pronto, casi al alba.
Cuando Sonia se despertaba, ya estaba
Indira al fondo del jardín en su charla
diaria rodeada de los pobres que venían
a tener su darshan. Luego se metía en su
coche oficial, que la llevaba a su
despacho de South Block, donde pasaba
toda la mañana. Por las tardes solía ir a
trabajar a su despacho personal, que
hacía de sede del Congress, y que se
encontraba muy cerca de su casa, en el
número 1 de Akbar Road, a unos
cincuenta metros de distancia. Era una
agradable caminata por el jardín,
siempre verde y con arriates de flores y
plantas odoríferas. El gobierno le
acababa de ceder esta casa para que
todos cupieran en la suya.
Rajiv también salía pronto para sus
clases de vuelo. Aprobó sin dificultad el
examen de piloto comercial y ahora
hacía prácticas en la compañía nacional
Indian Airlines. Pilotaba un DC-3, el
famoso Dakota, el avión de sus sueños
de infancia. Su hermano Sanjay estaba
absorto en la tarea de diseñar un coche
autóctono, adaptado a las carreteras de
la India. Cada miembro de la familia
llevaba una existencia independiente,
pero Sonia pasaba mucho tiempo sola.
Un tiempo que le permitía observar el
ajetreo y el bullicio de una gran casa
india y adaptarse al calor, que llegó de
pronto. Un calor seco, intenso y
abrasador que subía cada día,
irremediablemente, y que seguiría
haciéndolo hasta las lluvias de junio, si
es que este año llegaban a tiempo. No le
gustaba el aire acondicionado porque
temía que le provocase crisis de asma;
prefería colocarse bajo las aspas de los
ventiladores colgados del techo.
Entendió por qué el personal de servicio
se movía con tanta lentitud. Al principio
le parecían unos perezosos; ahora
comprendía que el calor, parecido al
ferragosto de Italia, sólo que estaban en
marzo, aflojaba los músculos y
ablandaba las voluntades. El personal
de servicio era escaso para una casa de
esas características. Lo normal es que
hubiera un mínimo de diez o quince
criados, cada uno encargado de una
tarea específica a su casta. Aunque
Nehru y Gandhi se habían encargado de
suprimir oficialmente las castas en la
Constitución de la nueva nación
independiente, la realidad es que
seguían influenciando las conductas,
sobre todo en los estratos más bajos de
la sociedad y en las zonas rurales. En
ninguna casa de los Nehru habían
podido combatir esa jerarquización de
la vida doméstica, por más que lo
habían intentado. No era fácil borrar de
un plumazo miles de años de historia.
De modo que la tradición seguía
imperando, y quien servía la mesa no
era el mismo que la recogía, el chófer
conducía pero no lavaba el coche; la
cocinera guisaba, pero no fregaba los
platos; los que barrían el suelo no
limpiaban los baños, etc. Los Nehru se
contentaban con menos servicio que lo
usual, pero aun así Sonia no estaba
acostumbrada a la eterna presencia de
los criados, que al deslizarse sin ruido
por los pasillos le pegaban unos sustos
de muerte. Quizás lo que más le
molestaba es que le parecía que nunca
estaba al abrigo de miradas indiscretas,
ni siquiera en la privacidad de su casa.
Más de una vez, después de haberse
encerrado en su cuarto de baño, se había
sobresaltado al descubrir al encargado
de la limpieza, un hombre huesudo y de
piel renegrida que, en cuclillas y con un
trapo en la mano, estaba arrinconado en
una esquina. Poco a poco aprendió lo
mismo que tenían que aprender las
esposas de los diplomáticos afincados
en la India: a convivir con ese enjambre
de gente, a saber mandarles, a tener
paciencia con los sweepers, los
barrenderos, que sólo desplazan el
polvo de un lugar a otro, a dirigirse a
cada cual según su rango o su religión
de manera que en ningún momento
sientan que «pierden casta», a llevarles
al médico si se ponen enfermos porque
no existe seguridad social, etc.
Ni siquiera la casa de la primera
ministra escapaba al trajín de la vida
cotidiana en las ciudades indias. A
media mañana, Sonia oía a los
pintorescos vendedores ambulantes
anunciando desde la calle sus
mercancías con voces cantarinas. Unos
empujaban carritos repletos de verduras
y fruta, otros cargaban cajones llenos de
dulces, otros traían leche, o los
periódicos... De vez en cuando un
hombre con un mono danzarín y unos
osos llamaba desde fuera para ofrecer
su espectáculo. También acudían
vendedores de telas con sus fardos de
manteles y juegos de mesa, tejidos a
mano, lisos o estampados, del más fino
algodón o de seda cruda, multicolor o
blancos. El sastre se sentaba en la
veranda cosiendo toda la mañana,
mientras Sonia miraba fascinada las
pulseras de cristal pulido que le ofrecía
un vendedor ambulante que el servicio
había dejado entrar pensando que la
distraería. Las puertas y ventanas
abiertas al jardín dejaban entrar los
aromas de las flores y del césped recién
cortado y húmedo, pero que amarilleaba
según pasaban los días.
A menudo Sonia aparecía en el
despacho donde trabajaban las dos
secretarias particulares de su suegra.
Una de ellas, Usha, recordaría que venía
a hacerle todo tipo de preguntas sobre
cosas indias: ¿Cómo se ajusta un sari?
¿Cómo se celebran los cumpleaños?
¿Qué regalo se lleva a la fiesta del
primer corte de pelo de un bebé? ¿Cómo
se dice «cierra la puerta» en hindi?, etc.
Ellas la tomaban el pelo diciéndole que
no tenía una, sino tres suegras. A la
verdadera apenas la veía de lo ocupada
que estaba, aunque su presencia siempre
se hacía notar. Era la persona central en
la familia. Un día Sonia entró en el
despacho de Usha muy alterada. Llevaba
una nota que le había dejado Indira
expresando sus puntos de vista sobre
ciertos aspectos, la mayoría críticos,
como el hecho de que Sonia se negase a
aprender hindi o fuese tan paradita ante
los que no conocía. « ¿Por qué no me lo
dice en persona en lugar de escribirme
una nota?», preguntaba la italiana al
borde de las lágrimas.
-A la señora Gandhi le cuesta
comunicarse -le contestó Usha-, es una
mujer bastante introvertida. Pero no te
preocupes por lo de las cartas, también
se comunicaba así con su marido y con
su padre.
La timidez de Sonia y quizás un
cierto complejo llegaban a paralizarla
tanto que se convertía en un problema a
la hora de atender unas visitas
importantes, o simplemente a la hora de
socializar. Fuera de los amigos de su
marido y de su cuñado, con los que ya
tenía confianza, le costaba mucho
romper el hielo y abrirse a la gente. En
el fondo, seguía siendo la pequeña
campesina de los montes Asiago, la
estudiante de una ciudad de provincias
italiana trasplantada a otro planeta, la
casa de una primera ministra, donde
siempre entraba y salía gente de todo
tipo y condición. «Durante mucho
tiempo, Sonia fue muy retraída -contaría
Usha-. Era una tarea complicada
persuadirla de algo.» Indira, a pesar de
lo ocupada que estaba, no perdía de
vista los asuntos de casa y se esforzaba
para que su nuera saliese de su
caparazón: «Sería estupendo si pudieras
convencer a Sonia para que venga esta
noche. Pero no la fuerces si de verdad
no le apetece», decía una nota suya a su
secretaria. Tanto Rajiv como su madre
eran caracteres más bien reservados, de
modo que entendían que Sonia
necesitara tomarse su tiempo para
aclimatarse a esta nueva vida.
Procuraban presionarla lo menos
posible, porque veían que le costaba
acostumbrarse. Aquí no podía hacer
cosas sencillas, como salir con una
amiga a pasear, por ejemplo. Las anchas
avenidas de Nueva Delhi no estaban
hechas para caminar, las distancias eran
demasiado grandes para recorrerlas a
pie. Además, aquella parte de la ciudad
era puramente residencial, no había
tiendas ni comercios. La restricción de
movimientos, la comida, el calor y el
alejamiento de los suyos le provocaban
ataques de nostalgia que la revista
italiana Oggí que le mandaba
puntualmente su madre cada semana
apenas conseguía n1itigar. Estaba entre
dos mundos sin hacer pie en ninguno de
ellos. Se acordaba de su padre, y de sus
advertencias, y había momentos en los
que le hubiera gustado coger el teléfono
y hablar con él, pero Sonia era fuerte y
sabía que tenía que aguantar. La
presencia de Rajiv, por la tarde, solía
calmar sus angustias.
En mayo hacía tanto calor que Indira
invitó a Sonia a acompañarla a un viaje
oficial al reino de Bhután, un pequeño
país en las estribaciones del Himalaya
que vivía totalmente apartado del
mundo, pensando que le sentaría bien
cambiar de aires. Para acompañarla
también invitó a la hija del ministro de
Asuntos Exteriores, Priti Kaul, que tenía
la misma edad que Sonia. Fueron sólo
dos días de viaje, pero se divirtieron
mucho. Nada más bajar del helicóptero,
les recibió el rey Dorje Wangchuk,
hombre muy afable, devoto budista y
monarca absoluto que mantenía su reino
cerrado al exterior. Hacía una
temperatura perfecta; daban ganas de
beber el aire cristalino. ¡Qué alivio!,
pensó la italiana al sentir la brisa fresca
de la montaña acariciarle el rostro,
como cuando iba de excursión a los
Alpes. Aquí no había telesillas ni
restaurantes, sino banderines de rezo
que flotaban al viento, esparciendo las
oraciones budistas hacia la cordillera
del Himalaya, que mostraba sus picos
acerados contra un cielo intensamente
azul. No había nada que pudiese ser
considerado «moderno». Prácticamente
no existía el tráfico rodado, excepto
algunas motocicletas, y la gente vestía a
la manera tradicional con una especie de
delantal de colores muy pintoresco. Iban
a caballo o en carros tirados por bueyes
parecidos a los yaks. La comitiva llegó
al
imponente
monasterio
de
Tashichhodzong, que dominaba un
paisaje luminoso de montañas de crestas
blancas en cuyas faldas había bancales
dorados de cebada que descendían hacia
el valle como una gigantesca escalera.
Era como un viaje a la Edad Media: no
existía la televisión, no había cárcel ni
delincuencia, la única concesión a la
modernidad era la electricidad, pero
sólo durante dos horas al día. El propio
rey les acompañó a sus aposentos, tres
habitaciones y un cuarto de baño, todo
más bien modesto, explicándoles que
eran los suyos propios. En la época no
existía infraestructura hotelera en
Thimpu, la capital, que parecía más bien
un pueblecito, así que cedió a sus
huéspedes lo mejor que tenía. Después
del banquete, en el que Indira y el
monarca hablaron de cómo democratizar
el reino y al mismo tiempo preservarlo
de las influencias nefastas de la
modernidad, las chicas regresaron a su
cuarto. Sonia descubrió una trampilla en
el suelo, debajo de una alfombra.
Muertas de curiosidad, las dos la
levantaron y vieron una habitación con
un camastro, sencilla, parecida a la
habitación de un monje. De pronto se
encendió una linterna y vislumbraron al
rey, ligero de ropa, que se disponía a
acostarse. Cerraron la trampa muertas
de vergüenza. Se lo contaron a Usha,
quien a su vez se lo dijo a Indira,
temerosa de que aquel incidente pudiera
desencadenar un conflicto diplomático.
Indira se limitó a reírse.
Al día siguiente volaron en
helicóptero desde Thimpu hasta el
estado de Sikkim, fronterizo con el
Tibet. Fueron recibidos por el rey local
y su mujer, una neoyorquina encantadora
llamada Hope Cooke, en su palacio. Por
la noche, cuando ya Indira se había
acostado, llegó la americana al cuarto
de las chicas con el manjar que más le
gustaba a Sonia: salmón ahumado. Le
recordaba a su época de Inglaterra,
donde lo había descubierto.
Fue un breve paréntesis de frescor
en medio de la canícula que abrasaba el
norte de la India. Cuando regresaron a
Delhi, abajo en la llanura el mercurio
marcaba 43 grados a las once de la
mañana. El asfalto se derretía. Los
árboles parecían tan cansados como los
hombres. La gente caminaba con
paraguas abiertos para protegerse del
sol. Los conductores de rickshaws
esperaban a sus clientes tumbados bajo
cualquier sombra. En casa, las flores de
los arriates del jardín se habían
marchitado y el césped parecía paja
seca. Los criados regaban la fachada.
Sonia tuvo que aprender a restringir sus
movimientos al mínimo para ahorrar
energía. La temperatura nocturna se
hacía tan intolerable que tuvo que
claudicar ante el aire acondicionado. Le
aconsejaron no salir de casa al mediodía
porque el sol golpeaba con demasiada
fuerza. Poco tenía que ver este calor con
el ferragosto. El aire era tan denso que
se podía cortar con un cuchillo y la
temperatura subió hasta los 46 grados
unos días más tarde. Era un clima cruel
y despiadado. Sonia esperaba ansiosa el
regreso de Rajiv, tumbada en la cama y
soñando con el paisaje bucólico del
Véneto, recordando el crujido que sus
botas de goma producían en la nieve
recién caída, el agua helada que de niña
bebía directamente de los arroyos, el
olor del campo después de la lluvia, los
prados verdes salpicados de amapolas
en primavera ... Pero ya estaba aquí su
marido, y esperaban al atardecer para
salir a dar una vuelta en moto y tomarse
un helado en uno de los escasos lugares
que los servían en condiciones
higiénicas saludables. Había que tener
cuidado al comer fuera de casa, porque
el calor alteraba la conservación de los
alimentos.
La tensión en casa aumentaba
proporcionalmente al calor, no por lo
incómodo que pudiera resultar, sino por
sus repercusiones políticas. Al fin y al
cabo, aquélla era la casa de la primera
ministra, y su labor y su futuro
dependían en gran medida, ese año, de
que las lluvias monzónicas llegasen a
tiempo. La mayor preocupación de
Indira seguía siendo luchar contra el
hambre. Tenía claro que la escasez de
alimentos se combatía introduciendo
nuevos métodos agrícolas que habían
probado su eficacia en otras partes del
mundo, y fomentando la construcción de
fábricas de fertilizantes. Conseguir una
auténtica revolución verde, hacer que la
India fuera auto suficiente, ésa era su
principal prioridad y a ella se dedicaba
con ahínco. Todo lo demás, que era
mucho, podía venir después: sanidad,
educación, mejorar el estatus de las
mujeres, etc.
El problema es que ese ambicioso
programa necesitaba tiempo para que
diese sus frutos. Mientras, la gente tenía
que comer. Y la mala suerte quiso que la
India sufriese tres años de sequías
consecutivas. Si aquel cuarto año no
llegaban tampoco las lluvias, el desastre
estaría servido. A esto había que añadir
el fiasco de la ayuda americana. A pesar
de todas las indicaciones de lo
contrario, el presidente Johnson había
querido utilizar la ayuda alimentaria
como palanca para someter a la India a
su política. Aunque Indira estuvo
dispuesta a hacer algunas concesiones
(enfrentándose a una tormenta de
protestas en casa), nunca tuvo la
intención de abandonar la política de
no-alineamiento de su padre. Como
represalia por una crítica que el ministro
de Exteriores indio hizo a Israel por su
actitud hacia los países árabes, Johnson
empezó a retrasar los envíos de
alimentos. Pidió que todos los informes
de cargamentos de grano pasasen por su
despacho antes de darles el visto bueno
final. Indira tenía un mapa de la India en
la pared de su oficina de South Block
donde rastreaba el movimiento de cada
carguero con alimentos. La lentitud era
exasperante.
-¡Esos americanos no se dan cuenta
de que cada día que pasa supone la
muerte de mucha gente! -decía en casa,
indignada, un día en que Sonia había
preparado un plato de pasta-. No te lo
tomes a mal, no es nada personal -siguió
diciéndole a Sonia, apartando su plato-,
pero he decidido, y así lo acabo de
anunciar en el Parlamento, que dejo de
comer trigo y arroz en señal de protesta.
La sesión parlamentaria la había
dejado exhausta, y apenas cenó. Se
quejaba de una fuerte jaqueca. Ninguna
de la recetas del médico había
conseguido quitarle los persistentes
dolores de cabeza que llevaban varios
días haciéndola sufrir. Los problemas de
la India no eran para menos.
-Como no lleguen las lluvias, habrá
otra hambruna.
-Te vaya preparar un remedio casero
que mis padres me enseñaron para
luchar contra el dolor de cabeza.
Sonia hizo una infusión de
manzanilla y humedeció unas gasas que
aplicó en la frente de su suegra. Indira
seguía hablando. Temía que otra sequía
dejase en evidencia su política agraria,
pilar de la acción del gobierno, que tan
buenas señales había comenzado a
mostrar. «Empezó a tranquilizarse y a
encontrarse mejor», recordaría Sonia,
que no entendía los matices ni los
detalles de los enormes problemas a los
que se enfrentaba su suegra, pero que sí
comprendía su importancia y su alcance.
De pronto, Indira cambió de tema.
-¿Cómo vas con el hindi? -preguntó
de sopetón.
-Mal -contestó Sonia.
Indira quería a toda costa que Sonia
aprendiese hindi. Además de por
razones políticas, porque siempre se
había acusado a los Nehru de ser
demasiado
«británicos»
u
«occidentales», Indira creía que era
genuinamente bueno que su nuera
pudiese expresarse en el idioma del
pueblo porque le abriría contactos y
también las puertas de la India profunda.
¿No era el idioma el alma de una
cultura? Pero Sonia no entendía por qué
tenía que aprender un idioma que sólo
hablaba el servicio, ya que el inglés era
lo que amigos e invitados utilizaban
siempre. Le habían puesto un profesor
particular que se había empeñado en
enseñarle el idioma desde el punto de
vista académico, con mucha gramática.
-Las clases son aburridísimas -le
confesó Sonia, satisfecha de haber
conseguido aliviarle el dolor.
Indira no insistió, pero unos días
más tarde dejó una nota a Usha, su
secretaria: «Parece que los progresos de
Sonia son inexistentes. El método del
profesor no funciona. Por favor, cuanta
más conversación en hindi practiques
con ella, mejor.»
Ciertos hábitos de esa casa hubieran
sido difíciles de entender para
cualquiera. Por ejemplo, desde siempre
en casa de los Nehru se había hablado
hindi en el almuerzo del mediodía e
inglés en la cena, y cada día, una de las
comidas era india y otra occidental.
Sonia no entendía por qué cada uno no
podía comer lo que quisiese y hablar en
el idioma que quisiese. Pero como era
dócil, no se obcecaba. Y era
suficientemente inteligente como para
saber que tenía que encontrar su lugar en
esa familia aunque hubiera que plegarse
a exigencias que no entendía bien.
Aceptaba que eso formaba parte de su
proceso de adaptación.
Junio se hizo eterno. Parecía que
toda la ciudad estuviera mirando al
cielo barruntando indicios de lluvia. La
primera página de los periódicos
mostraba en gruesos caracteres los
récords de temperatura: 46 grados en la
Puerta de la India de Rajpath, anunciaba
el día 15, cuando ya el monzón tenía que
haber llegado. Una foto mostraba grupos
de niños bañándose en las fuentes
públicas. El aire seco y abrasador
resecaba la garganta. Los ojos picaban
como si tuviesen arenilla. Una capa de
polvo gris, que el viento había traído de
los desiertos de Rajastán, cubría el
jardín del número 1 de Safdarjung Road.
Para Sonia, lo extremo del clima era
algo novedoso. En Europa, el clima era
regular, y las predicciones servían sobre
todo para saber si habría nieve en la
montaña o sol en la playa el fin de
semana siguiente. Aquí el clima era algo
mucho más dramático por su intensidad
y su importancia en la vida del país,
eminentemente agrícola. El fracaso de la
cosecha de arroz podía significar la
muerte de un millón de campesinos. Por
eso estos días cruciales en la vida de la
India eran seguidos con tanta atención
por la gente y por los medios de
comunicación.
Por fin, a finales de mes, un ruido
atronador seguido de un torbellino de
aire ardiente que levantó nubes de polvo
y arrancó las hojas de los árboles
anunció las primeras tormentas. Como si
la noche cayese de pronto, gruesos
nubarrones negros invadieron el cielo y
el viento seco dejó paso a una lluvia de
gruesas gotas que martilleaban el techo
de la casa. Los empleados de servicio
parecían revivir después de tanto
amodorramiento. Salieron a la calle a
dejarse empapar y las sonrisas
volvieron a iluminar sus rostros. Parecía
que las altas palmeras de la rotonda
también temblaban de emoción. La
televisión mostraba imágenes de la
euforia que se estaba apoderando del
país. Gentes de diferentes religiones y
castas saltaban y bailaban juntos en las
calles, como niños, chapoteando en el
agua, duchándose bajo los caños de los
tejados. Era como una gran fiesta en la
que el monzón hubiera hecho
desaparecer las diferencias entre los
hombres.
Pero a la intensidad del calor, ahora
le sucedía la intensidad de las
precipitaciones. Caía el agua con tanta
fuerza que el ruido, dentro de casa, era
ensordecedor. La temperatura descendió
de golpe unos grados, y una suave brisa
aportó una caricia de frescor. En el
jardín, las ranas cruzaban croando por el
césped que reverdeció como por arte de
magia, pero dos días más tarde el jardín
estaba tan inundado que parecía un lago.
Si muchos barrios de chabolas
literalmente desaparecían con las lluvias
para luego ser reconstruidos, los barrios
de Nueva Delhi no eran inmunes a las
consecuencias del diluvio. Las elegantes
rotondas del vecindario de las
embajadas estaban inundadas, así como
los túneles, y muchos vehículos se
quedaban como muertos, taxis y
rickshaws con los motores ahogados que
soltaban sus últimos estertores ajenos a
los esfuerzos de sus dueños por
arrancarlos de nuevo. Aunque el calor
se hizo menos intenso, la sensación de
bochorno era desagradable. Sonia tenía
la sensación de tener las manos siempre
húmedas; se cambiaba varias veces al
día porque el sudor empapaba la ropa.
Estaba asombrada de que durante días
no parase de llover, como si los dioses
del clima se vengasen del calor seco y
ardiente de los meses anteriores. Ahora
entendía por qué las fachadas de tantos
edificios parecían sucias y con
chorretones, por qué había tantos
socavones, y es que el clima arrasaba
con todo y convertía cualquier tarea de
mantenimiento
en
una
empresa
demasiado cara para un país tan pobre.
La parte positiva es que las lluvias
trajeron a la casa la alegría de fuera,
como si la felicidad de todo un país
gigantesco se colase por las ventanas e
invadiese cada rincón. Un país que, al
no morirse de hambre este año, quizás
conseguiría salir adelante y no volver a
conocer las atroces hambrunas del
pasado. Indira, muy en sintonía con el
sentimiento
del
pueblo,
parecía
contagiada de esa alegría. A pesar de
tantos otros problemas, volvía a ser una
mujer radiante.
11
Quizás porque no percibía el
comportamiento retraído de Sonia como
una amenaza, en un periodo de tiempo
sorprendentemente corto, Indira, que era
más bien de naturaleza desconfiada,
llegó a tomarle verdadero cariño. La
italiana era una mujer discreta y directa,
dos cualidades que en un principio le
habían granjeado su inmediata simpatía.
Pero también era hogareña y le gustaba
«hacer familia». No empujaba a Rajiv a
vivir en pareja separada del resto, como
hubiera podido pensar al principio. Al
contrario, insistía para que siguiesen
respetándose las costumbres de siempre,
como juntarse a la hora de las comidas,
una tradición que se remontaba a los
tiempos de Teen Murti House.
Independientemente de dónde se
encontrase cada miembro de la familia,
todos se esforzaban en volver a casa a
comer, a menos que hubiera algún acto
oficial. Desde que eran niños, Rajiv y
Sanjay se habían acostumbrado a dejar
lo que estuvieran haciendo para
almorzar en familia. A Sonia esto le
parecía
muy bien porque
las
conversaciones en la mesa eran siempre
muy animadas, salvo cuando Sanjay se
enredaba a hablar de política con su
madre. Lo habitual era intercambiar
puntos de vista, chistes y experiencias
personales. Si Rajiv y Sonia salían de
noche con sus amigos, esperaban a que
Indira terminase de cenar haciéndole
compañía. Indira tenía un gran talento
para la conversación; era rápida en sus
observaciones,
clara
en
sus
descripciones y tenía un fino sentido del
humor. Sus intereses no se limitaban a la
política, sino también a las artes, a las
innovaciones
científicas,
al
comportamiento de la gente, a los libros,
a la naturaleza... Había cosas
sorprendentes en ella, que sólo con el
tiempo se descubrían. Por ejemplo, solía
reconocer un pájaro por su canto, y es
que en los cincuenta había sido miembro
de una sociedad ornitológica y había
aprendido mucho de pájaros. También
contaba multitud de anécdotas de sus
viajes al extranjero. En Santiago de
Chile la mujer de un político la recibió
diciendo: «Uy, qué fina y delicada
parece. Esperaba ver a una especie de
Golda Meir... » Sonia se desternillaba
con aquellas historias. Como la del
Kremlin, cuando después de un banquete
que Brezhnev y Kosiguin dieron en su
honor, a la hora del café se observó la
costumbre rusa de segregar a los
hombres de las mujeres, e Indira, para
su gran sorpresa, se encontró en el grupo
de los hombres ... O cuando Indira fue a
ver a Gandhi para hablarle de su boda
con Firoz, y el viejo santón en lugar de
animarla a tener familia, le sugirió que
ella y Firoz se hicieran adeptos de su
ideal matrimonial de mantenerse célibes
después de casados. ¿Entonces para qué
casarse?, le había espetado Indira,
irritada. A Sonia, que tenía la risa fácil,
todas esas anécdotas le encantaban.
Cuando
la
italiana
hubo
comprendido el funcionamiento básico
de una casa india, fue reemplazando a
Usha en los asuntos domésticos. El
sentirse útil y estar ocupada resultaba la
mejor arma para luchar contra la
nostalgia. «Sonia era una persona
organizada, era fuerte, aunque mantenía
un perfil bajo, pero sabía lo que
quería», diría la secretaria de Indira. La
italiana se comportaba como realmente
era: afectuosa, siempre pendiente de
complacer, huyendo de la confrontación,
hasta un poco sumisa ante la tremenda
autoridad que emanaba de su suegra.
«Entendí que había que dar tiempo a mi
suegra para que ella también se hiciese a
la nueva situación familiar, aunque no
era especialmente posesiva con Rajiv.
En esos días, yo estaba siempre a su
lado, dispuesta a apoyarla», afirmó en
una entrevista publicada en el Weekend
Telegraph años más tarde.
En esa casa de costumbres indias,
pero también cachemiríes e inglesas,
Sonia aportó su contribución de manera
sutil. Y lo hizo con un arma poderosa,
que manejaba con brío. Sonia había
aprendido de su madre los secretos de la
cocina italiana, y pronto la casa de la
primera ministra exhalaba aromas de
lasagna al forno, de salsa al pesto con
albahaca cogida del jardín y hasta de
ossobuco a la milanesa. Era imposible
en aquellos años conseguir queso en
Nueva Delhi, pero siempre un amigo que
venía de Europa le traía mozzarella o
gruyer rallado envasado al vacío. No
faltaba algún bromista que decía que en
lugar de indianizar a Sonia, ella estaba
italianizando a la familia... La broma era
de puertas adentro, porque si un
comentario así llegaba a la prensa,
sabían que la oposición lo utilizaría con
saña. Lo cierto es que en el hogar de los
Nehru-Gandhi cabía de todo, a imagen y
semejanza de la India, crisol de culturas
y tradiciones siempre dispuesto a
integrar lo extranjero y a hacerlo suyo.
Si Sonia se adaptaba a la cultura
imperante, también ella libraba su
peculiar y silenciosa batalla para dejar
su huella, cacerola en mano, en ese
hogar cosmopolita.
Más tarde, fue aprendiendo a
adivinar los gustos y las preferencias de
Indira, como su afición por las flores,
por ejemplo, y siempre velaba para que
hubiera espléndidos ramos en las mesas.
A ambas les gustaba especialmente el
olor de los nardos, bálsamo que invadía
cada rincón de esa casa decorada con
una sencillez casi espartana, pero con
gusto. Las cortinas eran de algodón
crudo, las alfombras provenían de
varios lugares del norte; había objetos
tribales, cuadros de pintores indios,
algunas antigüedades como un precioso
biombo, y muebles de estilo colonial
inglés. Sonia entendió que la sencillez y
la economía eran las claves de la
personalidad de su suegra. A Indira no
le gustaba tirar nada; al contrario,
guardaba las bolsas de plástico bien
dobladas para utilizarlas de nuevo.
Sonia aprendió a hacer las maletas como
le gustaba a Indira, aprovechando el más
mínimo hueco, sin desperdiciar espacio.
Si Indira necesitaba algo para la casa,
Sonia se encargaba de conseguírselo. La
vendedora de la tienda The Shoppe en
Connaught Place recordaría que la vio
llegar un día, vestida con pantalones de
cuero y con su bonita melena cayendo
sobre los hombros. Venía a comprar una
mantelería de hilo para regalársela a su
suegra en su cumpleaños. Lo único que
Sonia no compartía con Indira eran los
entresijos de la política india, que ni le
interesaba ni hacía esfuerzos por
entender.
Pero en aquella cocina que Sonia
transformó en punto neurálgico del
hogar, donde todos acababan por
encontrarse aunque sólo fuese para
preguntar qué sorpresa les tenía
preparada para comer, se hablaba
inevitablemente de todo.
-La familia del maharajá de Jaipur
nos ha retirado el saludo -llegó diciendo
un día Sanjay, socarrón-. Los de Kota y
los de Travancore también. No contéis
con que nos inviten a ninguna de sus
fiestas.
Así se enteró Sonia de que su suegra
había abolido los últimos privilegios de
los maharajás. Le explicó Rajiv que
cuando sus estados integraron la Unión
India, los maharajás recibieron la
garantía constitucional de que podrían
conservar sus títulos, sus joyas y sus
palacios; de que el Estado les pagaría
una suma anual proporcional al tamaño
de sus reinos; y de que se les eximiría
de pagar impuestos y tasas de
importación.
-Pero con tantos indios y tan pobres,
a mi madre y a su gobierno les parece
que esos privilegios son anacrónicos y
están fuera de lugar -le siguió diciendo-.
El caso es que los maharajás se han
puesto en pie de guerra. La maharaní de
Jaipur, que es la líder local de un
partido
derechista,
ha
dado
instrucciones a sus simpatizantes para
reventar un mitin de mamá. Pero ella se
les ha encarado. ¿Sabes lo que les ha
dicho? « ¡Id y preguntad a los maharajás
cuántos pozos han cavado para el pueblo
cuando gobernaban sus estados, cuántas
carreteras construyeron, lo que hicieron
para luchar contra la esclavitud a la que
nos sometían los ingleses!» El resultado
es que mamá ha acabado arrasando,
como siempre.
Indira lo había hecho porque había
tenido que dar un giro a la izquierda en
su política, al ver que los americanos la
habían dejado en la estacada. Para no
seguir perdiendo apoyos en su partido,
había firmado en la Unión Soviética un
tratado pidiendo el final incondicional
de los bombardeos americanos sobre
Vietnam. Johnson, furioso, había
retrasado aún más los envíos de
alimentos. Los pobres se morían de
hambre sin sospechar que eran el precio
que pagaba su país para mantener su
independencia frente a la potencia más
poderosa del mundo, que quería
utilizarlos como moneda de cambio. Los
maharajás no habían sido las únicas
víctimas de ese giro de orientación
política. El programa de Indira dio
escalofríos a los más liberales, a los
patronos de la industria, a los hombres
de negocios, a los aristócratas y en
definitiva a las elites del país porque
anunció también la nacionalización de la
banca y de las compañías de seguros.
Sonia fue testigo de la euforia del
pueblo llano ante esas medidas.
Empleados y funcionarios, taxistas,
conductores de rickshaws, parados y los
que nunca habían estado en el interior de
una sucursal bancaria bailaban en la
calle, a las puertas de casa. Fueron
medidas populistas y atrevidas que
granjearon a Indira un enorme éxito
político porque el gobierno quitaba los
recursos financieros a los capitalistas
para entregárselos al pueblo. Los
campesinos, los pequeños comerciantes
y negociantes también estaban contentos
porque iban a beneficiarse de créditos
en mejores condiciones en los bancos
nacionalizados, y todos los partidos de
izquierda se alinearon firmemente con
Indira.
En los primeros meses de 1969,
Sonia empezó a encontrarse mal. Al
principio lo achacó a una intoxicación
alimentaria, a algún virus local, pero el
médico
la
sacó
de
dudas
inmediatamente. Estaba embarazada. La
noticia llenó de alegría a la familia.
Indira se sintió muy feliz y redobló los
cuidados a su nuera. Estaba eufórica con
la idea de ser abuela. Los niños siempre
habían sido su debilidad. Ahora dejaba
notas del tipo: «Mañana es navroz (año
nuevo parsi), pero me voy de gira pronto
por la mañana. ¿Puedo ir a darte un beso
ya
mismo?»
Indira
le
estaba
profundamente agradecida a Sonia por
la estabilidad que aportaba a su vida. Ya
no volvía de sus giras extenuantes o de
largas sesiones en el Parlamento a la
soledad de una casa vacía, sino a un
hogar con vida. Y esa felicidad se veía
alentada por una noticia que, más que
ninguna otra, provocaba en Indira una
íntima y profunda satisfacción. Su nueva
política agrícola empezaba a dar
resultados. La cosecha de grano del año
en curso estaba siendo el doble de lo
habitual gracias a las abundantes lluvias
de los últimos monzones. La mayor
producción se registraba en los estados
del Punjab, al norte, el país de los sijs,
una comunidad bien organizada y
trabajadora cuyos campesinos habían
plantado nuevas variedades de trigo
enano desarrolladas por científicos
indios a partir de modalidades
mexicanas. Las nuevas variedades de
arroz, algodón y cacahuete también
habían
mostrado
un
resultado
espectacular. El aumento de la
producción era tan esperanzador que
auguraba que la escasez endémica podía
convertirse pronto en cosa del pasado.
Qué ganas tenía Indira de quitarse la
espina de Lyndon Johnson...
Sin embargo, Sonia no participaba
de esa euforia. Su felicidad se veía
teñida por un sentimiento nuevo, que no
había experimentado con anterioridad, y
que surgía de lo más profundo de su ser.
Era un miedo atávico, difuso e intenso.
Miedo a dar a luz tan lejos de su familia,
miedo a coger una enfermedad rara, una
infección tropical, miedo a que el niño
naciese con algún problema... Volvía a
sentir nostalgia de los suyos y hasta
pensó en ir a Italia a tener el niño, pero
no, aquello era imposible porque ¿cómo
estar lejos de Rajiv en un momento así?,
¿qué dirían los políticos de aquí? ¿Que
la nuera de Indira no se fiaba de la
medicina
india
(lo
cual
era
perfectamente lógico en aquella época)?
¿Que lo que era bueno para el pueblo no
lo era para la bahu de Indira? Lo
quisiese o no, la política interfería en la
vida privada. Pero Sonia era
suficientemente lúcida para aceptarlo y
para entender que las transformaciones
hormonales de su cuerpo estaban
jugándole una mala pasada, y que su
estado de ánimo mejoraría con el
tiempo.
Pero a los cinco meses de embarazo
seguía con mareos constantes. Como se
encontraba mal físicamente, la moral se
resentía también. Sanjay se volcó en
atenciones con su cuñada. Cuando sabía
que su hermano estaba volando, no salía
de casa sin cerciorarse de que Sonia no
quisiese acompañarle a dar una vuelta, a
tomarse un helado en Nirula's, uno de
los escasos establecimientos parecidos
a una cafetería occidental, o a visitar a
un amigo. Pero Sonia no tenía ganas de
salir. Prefería quedarse en casa,
acariciando durante horas a los perros
Putli y Pepita, dos Golden Retrievers,
los preferidos de los Nehru desde los
tiempos de Anand Bhawan, y un chucho
llamado Sona que Rajiv recogió en una
callejuela de la Vieja Delhi cuando era
niño. Cuando volvía su marido, pasaban
horas escuchando música. Rajiv
atesoraba en casa una importante
colección de discos que había reunido a
lo largo de los años y que trataba con
sumo cuidado. No quería que nadie
tocase el equipo o los discos sin
asegurarse antes de que lo haría de
manera tan escrupulosa como él. De vez
en cuando asistían a conciertos de
música clásica india, donde Sonia
aprendió sobre ragas (melodía clásica)
y ghazals (poemas cantados en urdu) y a
distinguir instrumentos como el sarangi
o la tabla, precursores de las guitarras y
los tambores de Occidente. Muchas
veces Rajiv grababa los recitales de
grandes maestros como Ustad Ali Khan
o Ravi Shankar y luego los añadía a su
colección,
que
clasificaba
metódicamente. Pero si solían salir poco
y no eran aficionados a las fiestas, ahora
que Sonia se encontraba frágil de salud,
todavía menos. Nunca quisieron formar
parte de la jet de Nueva Delhi ni
pertenecer a ningún grupo o pandilla.
Rajiv se encontraba a gusto con amigos
de extracción social muy dispar, desde
un mecánico del aeroclub a sus antiguos
colegas de Cambridge que venían a
Delhi con cierta frecuencia. Sonia,
mareada y con náuseas, sólo accedía a
dar una vuelta los domingos por la
mañana por Khan Market, donde estaban
las tiendas de discos y las librerías
mejor surtidas de la ciudad. Era una
vuelta corta, que la italiana aprovechaba
para comprar fruta y también algún
producto europeo en uno de sus
comercios,
frecuentados
por
diplomáticos. A los cinco meses, la
suave curvatura de su vientre, que veía
con orgullo reflejada en los escaparates,
era objeto de la comidilla de los
conocidos con los que solía cruzarse,
porque en cierto sentido Nueva Delhi
era como un gran pueblo.
Cinco meses es un intervalo de
tiempo en el que se considera que un
embarazo ha pasado su momento más
crítico. En el caso de Sonia, no fue así.
En mitad de una noche de calor, fue
presa de unos dolores punzantes en el
vientre, y sintió que perdía sangre a
borbotones. Eran tan agudos los dolores
y tan fuerte la sensación de estar
vaciándose por dentro que pensó que se
moría en ese mismo instante. Rajiv
organizó el transporte al hospital en el
coche de su madre. Veía a Sonia tan
pálida y tan ida que tuvo miedo a
perderla. Después de la transfusión,
cuando se hubo recuperado, le dijeron a
Sonia que había perdido mucha sangre,
pero que ahora, una vez efectuada una
pequeña intervención, iba a encontrarse
mejor. « ¿Y el niño?», preguntó ella,
aterrada porque en el fondo sabía lo que
había ocurrido. La mirada de Rajiv, que
bajó los ojos al suelo, lo decía todo.
Fue el momento más duro hasta ese
instante en la vida de la italiana. A los
cinco meses de embarazo, no
consideraba que había tenido un aborto,
sino que había perdido a su hijo. A esa
pena profunda se unía un sentimiento
aciago de fracaso personal. Le parecía
que había fallado a su marido, a Indira,
a su propia familia y al mundo entero.
Le parecía que estaba pagando por toda
la felicidad que la vida le había
regalado, como si tuviera que expiar el
pecado de su extraordinaria historia de
amor. Las explicaciones médicas, que le
aseguraban
que
lo
suyo
era
relativamente corriente en un primer
embarazo y que no significaba que al
próximo intento fuera a pasar lo mismo,
no conseguían sacarla de una profunda
melancolía. Además, no faltaba algún
comentario del personal de servicio
sobre el mal augurio que presagiaba
semejante percance, o el rumor de la
calle que achacaba la responsabilidad
de lo ocurrido a Indira «porque
empujaba a su nuera a moverse y a
caminar, obsesionada con que se
mantuviese en forma y no engordase
demasiado durante el embarazo». En
ciertos mentideros de la ciudad, después
de todo lo que había pasado con las
nacionalizaciones y la abolición de los
privilegios de los maharajás, se había
puesto de moda tildar a Indira de
monstruo. Como era de esperar, la
familia reaccionó como una piña y todos
rodearon a Sonia de atenciones y afecto.
Indira estaba muy afectada. Esto le había
recordado un percance similar, al nacer
su segundo hijo, el 14 de diciembre de
1946. Los dolores de parto habían
surgido de noche, de manera totalmente
imprevista. Fue llevada de urgencia a un
hospital donde los médicos ingleses
llegaron a temer por su vida porque se
estaba desangrando. Desde el principio,
aquel niño había sido un problema.
Nehru llegó cuando por fin la
hemorragia estaba controlada. En la
madrugada nació un varón, al que Nehru
nombró Sanjay, en homenaje a un
sacerdote visionario que en el
Mahabharata, la gran epopeya del
hinduismo, describe la gran batalla con
el rey ciego. Firoz, su marido, no acudió
hasta unos días más tarde. Trabajaba en
la ciudad de Lucknow, e Indira acababa
de enterarse de que mantenía una
relación amorosa con una mujer
musulmana, hija de una prominente
familia de la ciudad. Por eso, la llegada
del pequeño no había sido un
acontecimiento tan feliz como la del
primero, Rajiv. E Indira, en su
subconsciente, se sintió culpable por
ello. Debió pensar que era injusto y que
debía repararlo. Toda su vida, le
pareció que debía algo a Sanjay.
Poco a poco, la italiana fue saliendo
del océano de tristeza en el que estaba
sumida, aunque no volvió a sonreír hasta
que no quedó de nuevo embarazada,
unos meses más tarde. Esta vez, su
ginecóloga fue tajante: nada de
caminatas ni de esfuerzos. Cuanto más
tiempo pasase tumbada, menos riesgo de
otro aborto correría. Decidida esta vez a
llevar el embarazo a buen puerto, Sonia
se dispuso a pasar nueve meses en cama.
Su inspiración le venía de otra italiana
conocida mundialmente, Sofía Loren,
que acababa de pasar por el mismo
trance, con un final feliz. Era una
experiencia dura, pero Sonia se lo tomó
como una prueba que debía superar.
Contaba con el apoyo de Rajiv, que la
mimaba y cuidaba con gran devoción.
Afortunadamente, no había salido a
Firoz, su padre: era hogareño, afectuoso
y de una fidelidad a toda prueba. Seguía
tan enamorado de Sonia como el primer
día. O más, porque ahora se engarzaba
un sentimiento más profundo, ese que
nace de la compenetración, de mirarlo
todo con los ojos del otro, de una vida
en común plenamente asumida y
realizada.
Indira estaba de nuevo entusiasmada
y se ocupó de la canastilla del niño con
todo lujo de detalles. «Siempre estás
jactándote de las alegrías y del "estatus
superior" de ser abuela -le escribió a su
amiga norteamericana Dorothy Norman
desde un avión que la transportaba al sur
de la India para celebrar el cuarto
centenario de la sinagoga de la
comunidad judía de Kerala-, por eso te
revelo un secreto: también yo estoy
compitiendo por ese estatus. Sonia
espera un niño para finales de mayo.
¿No es emocionante? Aunque cuando
una nuera es de otro continente, hay
muchas complejidades también.» Se
refería al temor de Sonia a dar a luz en
Delhi, y a exigencias nuevas de su nuera,
que surgían como una reacción a la
presión del entorno. De pronto Sonia
declaró que no quería ni nodriza ni
criada para ocuparse del niño, y que lo
haría ella misma. Decir eso era un poco
una chiquillada, una manera de
afirmarse dando a entender: «Soy
europea y en mi esfera privada haré las
cosas a mi manera.» Indira y Rajiv así
lo entendieron, así que no insistieron,
convencidos de que esa intransigencia
se le pasaría cuando naciera el niño. Ya
se ocuparía la realidad de poner las
cosas en su sitio. Le iba a ser muy difícil
a Sonia prescindir de ayuda teniendo en
cuenta que tendría que estar disponible
para acompañar a su marido o a Indira
en las salidas oficiales. Pero, en
general, la alegría de recibir a un nuevo
miembro de la familia compensaba esas
leves fricciones domésticas. Cuando
Rajiv estaba trabajando, su madre o su
hermano procuraban turnarse para
acompañar a Sonia durante las comidas.
No querían que se sintiese sola en
ningún momento ni que su ánimo
decayese. Rajiv ahora volaba de
copiloto en los turbohélices Fokker
Friendship de Indian Airlines, aviones
de ala alta con capacidad para unos
cuarenta pasajeros, dignos sucesores de
los DC-3.
Sonia pasaba mucho tiempo con
ambos hermanos, que compartían amigos
e intereses comunes, aunque a Sanjay se
le veía cada vez menos. Estaba
obsesionado con su proyecto de
construir un «Volkswagen indio». Con un
amigo había abierto un taller en la
periferia de la ciudad y allí, rodeado de
depósitos de basura y alcantarillas a
cielo abierto, perseguía su sueño de
convertirse en un «Henry Ford» local
entre piezas de metal y hierros oxidados.
El proyecto de construir un coche
popular producido para las masas
llevaba más de diez años siendo
discutido en las oficinas del gobierno, y
finalmente se tomó la decisión de
encargar su producción al sector
privado. Hasta entonces, sólo se
fabricaban en la India bajo licencia dos
modelos, los famosos Ambassador,
réplicas del Morris Oxford que servían
de taxis en la posguerra londinense y
que aún hoy siguen fabricándose en las
instalaciones de Hindustan Motors en el
estado de Bengala, y los Fiat Padmini,
que se convertirían en el modelo único
de los taxis de Bombay (en Europa era
conocido como Fiat 1100). El coche que
quería fabricar Sanjay tenía que ser
totalmente autóctono, sería barato,
alcanzaría la velocidad de ochenta
kilómetros por hora y consumiría cinco
litros a los cien kilómetros. El nombre
que había elegido era Maruti, en alusión
al hijo del dios del viento en la
mitología hindú.
En aquel entonces, Indira no miraba
más allá de su propia carrera. No
imaginaba una dinastía familiar, como
tampoco la había imaginado su padre.
En numerosas entrevistas repetía que sus
hijos no tenían interés en política y que
haría lo que estuviera en su poder para
apartarles de ese mundo. No mostraba
deseos de traspasarles la «carga»
familiar. A Indira no le gustaba nada
mezclar lo político y lo personal.
Pero su hijo Sanjay, empeñado por
todos los medios en sacar adelante su
proyecto, iba a trastocar esa frontera que
su madre tenía tanto interés en preservar.
¿Por qué no tenía el derecho a fabricar
un coche genuinamente indio?, se
preguntaba. No le parecía justo que por
el hecho de ser hijo de la primera
ministra, semejante empresa le fuese
vetada. Indira estaba en un aprieto,
desgarrada entre su sentimiento de
madre y su deber de gobernante. Le
había pedido a Sanjay que no presentase
su proyecto al Ministerio de Desarrollo
Industrial, pero éste había hecho oídos
sordos y había solicitado formalmente la
licencia, a pesar de que ni siquiera
había terminado su aprendizaje en la
Rolls-Royce y no era ni un hombre de
negocios ni un fabricante de coches. De
hecho, su historia de amor con los
coches había sido una fuente constante
de dolor de cabeza para su madre.
Siendo adolescente, más de una vez la
policía le había traído a casa después de
haberle descubierto, junto con un amigo,
abandonando coches que habían hurtado
previamente de un aparcamiento para
darse una vuelta. Esas gamberradas de
niño mimado fueron adoptando formas
distintas al crecer. En Inglaterra, Sanjay
había provocado varios accidentes sin
daños físicos, y varias veces había sido
arrestado por sobrepasar el límite de
velocidad al volante de su viejo Jaguar
o por no llevar un permiso de conducir
válido.
Al contrario que Rajiv, Sanjay era
agresivo en su manera de luchar por lo
que creía y ejerció una presión
considerable sobre su madre para que le
fuese concedida la licencia. Indira
presidió la reunión del gabinete en la
que el ministro de Industria concedió a
Sanjay un permiso para producir
cincuenta mil automóviles al año,
enteramente con materiales autóctonos.
Y eso a pesar de que Sanjay carecía de
experiencia y no podía presentar
resultados de anteriores proyectos.
Estaba claro que si no hubiera sido el
hijo de la primera ministra, nunca se lo
hubieran concedido. Por una vez, Indira
faltó a su sacrosanto principio de
anteponer el deber a su deseo personal,
una excepción que acabaría costándole
muy caro. Un escándalo y una protesta
general acompañaron el nacimiento del
proyecto de coche nacional Indira fue
acusada en la prensa de practicar el
peor tipo de nepotismo. Un diputado de
la oposición tildó la concesión de «una
desgracia para la democracia y el
socialismo».
Otros
hablaron de
«corrupción sin límite». Sus propios
aliados, los comunistas de Bengala, se
unieron al aluvión de críticas. Indira
respondió de manera poco convincente:
«Mi hijo ha demostrado tener espíritu
emprendedor... Si no se les anima,
¿Cómo pedir a otros jóvenes que asuman
riesgos?» En el fondo, Indira creía
ciegamente en su hijo y seguramente
pensó que el Maruti era una oportunidad
de oro para que Sanjay saliese adelante
y probase su valía. Sabía que era joven,
inmaduro, impetuoso, pero lo creía hábil
y fuerte. Pensaba que aprendería y que
podría controlarlo. También sabía que
eso equivaldría a exponerle a la vida
pública. A años vista, significaba que
Indira, a pesar de seguir repitiendo que
no quería que sus hijos entrasen en
política, ya veía a su hijo menor como
digno sucesor del linaje de los NehruGandhi. Era quizás una manera de
sentirse un poco menos sola en el
ejercicio del poder.
En esa lucha contra el sentimiento de
soledad que la embargaba desde la más
tierna infancia, el nacimiento de su
nieto, el 19 de junio de 1970, la llenó de
júbilo. Como en todos los hogares de la
India, el nacimiento de un hijo era un
acontecimiento de gran relevancia.
Rajiv asistió al parto, lo cual era
insólito para un hombre en la India de
entonces, y lo hizo con su cámara en la
mano para grabar el primer llanto de su
hijo, que había nacido un poco
prematuro. Sonia estaba exhausta, pero
su marido la ayudaba mucho, cambiaba
al niño y le dormía entre las tomas. Se
comportaban como unos padres
modernos, aunque la India eterna ya
acechaba a las puertas de casa cuando
volvieron del hospital y un santón
esperaba al bebé para hacerle la carta
astral El nombre escogido fue el de
Rahul, propuesto por Indira. Le explicó
a Sonia que era el nombre en el que
había pensado originalmente para su
hijo primogénito, aunque al final le puso
Rajiv para complacer a su padre. Nehru
había estado recibiendo sugerencias de
nombres en la cárcel, y había escogido
Rajiv porque en sánscrito significaba
«loto», el mismo significado que
Kamala, el nombre de su mujer fallecida
ocho años antes. De la misma manera
que Indira cedió al deseo de su padre,
Sonia cedía al de Indira y al hacerlo, se
hacía un poco más india cada vez. Rahul
era el nombre de un hijo de Gautama
Buda y en sánscrito significaba «el que
es capaz». Aunque la familia no fuese
religiosa, la fuerza de la costumbre hizo
que el niño fuese recibido con los ritos
hindúes correspondientes. La ceremonia
del primer corte de pelo tuvo lugar tres
semanas después de su nacimiento, y se
juntaron en casa todos los amigos de la
pareja. Afeitaron el cráneo del bebé,
dejando sólo un mechón de pelo que,
según la tradición, protegería su
memoria. Raparle tenía el significado
simbólico de liberarle de los restos de
sus vidas pasadas y prepararle para
encarar el futuro.
Indira
estaba
absolutamente
cautivada por el bebé. Procuraba volver
por casa entre sesiones del Parlamento
sólo para verlo y estrecharlo en sus
brazos.
La
mujer
que
estaba
persiguiendo con dureza a los
aristócratas de la India, que acababa de
plantarse ante el partido para quedarse
con el poder, que expulsaba a los
compañeros que no habían votado por
ella, era una abuela que se derretía
frente a su nieto. « ¡Cómo se parece a
Rajiv!», decía, sin que nadie le
encontrase parecido alguno todavía.
Además, eso no era ningún cumplido
porque había contado mil veces lo feo
que había sido Rajiv al nacer. Pero esa
criatura le tocaba la fibra más íntima y
le recordaba los tiempos de su propia
maternidad. Indira había dado luz a
Rajiv el 20 de agosto de 1944, no en un
hospital sino en casa de su tía más
joven, en Bombay, en condiciones
precarias. Se había quedado embarazada
a pesar de su historial de tuberculosis,
de las advertencias de los médicos y de
la oposición de su padre a su boda, de
modo que ese nacimiento fue vivido
como un auténtico triunfo sobre la
adversidad. Indira quería a toda costa
que Nehru conociese a su nieto. Todavía
faltaban tres años para la independencia
y estaba encerrado en una cárcel
británica en lo que sería su noveno y
último encarcelamiento. Cuando se
enteró de que iban a trasladarlo, Indira
se presentó a las puertas de la prisión de
Naini en Allahabad, y en el intervalo
que había entre la puerta de la cárcel y
el furgón celular, sostuvo al pequeño
Rajiv en brazos. «Bajo la luz tenue de
una farola, mi padre descubrió a su nieto
por primera vez, y lo estuvo mirando el
escaso tiempo en que se lo permitieron»,
contaba Indira.
Cuando Sonia se hubo repuesto,
viajaron a Italia con el niño. Sonia había
soñado con ese momento en numerosas
ocasiones
durante
su
larga
convalecencia. El aroma del delicioso
café nada más llegar al aeropuerto, el
silencio en los grandes lugares públicos,
el frío lacerante, el confort y la rapidez
de los automóviles, el agua que se podía
beber del grifo, los supermercados que
ofrecían de todo... esas cosas sencillas
de las que carecía en la India la
maravillaban. Parecía que era la
primera vez que pisaba su tierra. Fue un
momento de intensa alegría encontrarse
con los suyos, en su pueblo. Se fundió en
un abrazo con su padre, no se dijeron
nada, no era necesario. Stefano Maino
se encontró de pronto con el pequeño
Rahul en brazos y ya sólo importaba el
bienestar del niño. ¿No valía ese
momento todas las penurias del pasado?,
parecía preguntarse Sonia. Por fin,
estaba reunida bajo el mismo techo con
todos los que poblaban su corazón.
12
Regresaron pronto a Nueva Delhi, a
seguir con su vida familiar tranquila,
aunque era una calma ficticia porque
estaba siempre amenazada por los
altibajos de la política. A pesar de lo
mucho que Indira quería a su nieto, casi
no lo veía de lo ocupada que estaba.
Pasaba largas horas en su despacho de
South Block, y cuando volvía a casa,
siempre estaba cansada y con el
semblante preocupado.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó
Rajiv nada más regresar.
-Dicen que va a haber un golpe de
Estado -le comentó Sanjay.
-¿Quién lo dice?
-Todo el mundo. En las fiestas, en
los cócteles, en las cenas no se habla de
otra cosa... Mamá lo sabe, y se teme lo
peor.
Indira se había hecho muchos
enemigos con sus ataques contra la clase
pudiente, que la acusaba de querer hacer
de la India un país comunista. Se había
puesto a toda la derecha en contra, a la
patronal, los propietarios de los medios
de comunicación, a los maharajás y sus
descendientes, etc., y temía, como buena
parte del país, una reacción violenta.
Pero no quería hacer de la India un país
comunista como los que había conocido
en sus viajes tras el telón de acero. Al
contrario, hacía grandes esfuerzos para
asegurar a las clases pudientes que sus
intereses no estaban en peligro. Había
compensado a las grandes familias
financieras
con
generosas
indemnizaciones por la nacionalización
de sus bancos. La libertad -individual
colectiva, nacional- era un valor
supremo que no estaba dispuesta a
sacrificar en el altar del socialismo.
Pero el rumor de que los militares
preparaban un golpe se había propagado
como la pólvora en las grandes
ciudades, Bombay, Delhi y Calcuta. La
idea de que la India no podría
sobrevivir ni como democracia ni como
país unido se estaba afianzando en los
sectores más elitistas de la sociedad.
Las figuras de Nehru y Gandhi
empezaban a contemplarse como
reliquias de un pasado idealista que ya
poco tenía que ver con la realidad.
Indira, cada vez más aislada en la cima
del poder, empezó a sentirse paranoica.
y no era para menos. Al general Sam
Manekshaw, un parsi que era
comandante en jefe del ejército indio, le
hacían la misma pregunta allá donde iba:
¿Cuándo va a hacerse con el poder? Él
se abstenía de responder. Lo que más le
chocaba es que entre los que le hacían la
pregunta, había ministros del gabinete de
Indira.
Harta de tanto rumor, que se había
infiltrado hasta en su propia casa, Indira
convocó a su despacho de South Block
al general Manekshaw. Eran viejos
amigos; Indira había estado casada con
un parsi yeso siempre añadía
familiaridad a la relación. Sam se la
encontró sentada del otro lado de su
mesa de despacho en forma de riñón, los
codos apoyados sobre la mesa y la
cabeza entre las manos. Después de
saludarse, ella le dijo con voz cansina:
-Todos dicen que vas a sustituirme...
¿Es cierto eso, Sam?
El militar se quedó de piedra, pero a
los pocos segundos reaccionó: «Di unos
pasos hacia donde estaba sentada. Tenía
una nariz larga, y la mía también era
prominente, de modo que acerqué mi
nariz a la suya y le pregunté, mirándola
fijamente a los ojos:
» " ¿Y tú qué piensas, primera
ministra?"
» No puedes hacerlo, contesto.
»"
¿Piensas
que
soy
tan
incompetente?"
»"No, Sam, no quería decir eso.
Quiero decir que no lo harás."
»"Tienes toda la razón, primera
ministra. No interfiero en asuntos
políticos. Mi trabajo consiste en mandar
sobre el ejército y velar por que se
mantenga como un instrumento de primer
orden. El tuyo es velar por el país."
»”Mis ministros dicen que se está
tramando un golpe militar. Hasta mis
hijos lo han oído."
»”Esos ministros, tú los nombraste.
Líbrate de ellos. Tienes que confiar en
mí."
Nunca el general la había visto tan
preocupada y con el ánimo tan abatido
como ese día. «Tenía muchos enemigos
políticos -recordaría Manekshaw-.
Constantemente tramaban complots
contra ella. Pero era una chica lista. Me
vino a decir: "Sam, si estás pensando en
hacer algo, que sepas que lo sé todo."»
Fueron unas navidades turbulentas.
Aunque de puertas adentro Indira hiciese
lo posible por no dejar traslucir su
inquietud, era imposible ser inmune a la
tensión de la calle. Sanjay era quien más
a menudo le preguntaba sobre lo que iba
a hacer, pero Indira respondía con uno
de sus famosos silencios y cogía al
pequeño Rahul en brazos, como si en
ese gesto simple buscase la respuesta a
cuestiones complicadas. ¿Qué hubiera
hecho su padre en esas mismas
circunstancias?, se preguntaba ella. En
1951, Nehru se había encontrado en una
situación parecida, aunque no tan
extrema. Y había decidido consultar al
pueblo. Eso mismo iba a hacer Indira.
Sentía que su gobierno, dependiente
únicamente del apoyo de los partidos de
izquierda, no sobreviviría a los ataques
de las poderosas fuerzas que se habían
unido contra ella. Tenía la intuición de
que el pueblo, si era consultado, la
apoyaría. Pero esta vez separaría las
elecciones generales de las estatales.
Hasta entonces, siempre se habían
realizado conjuntamente, con el
resultado de que consideraciones
locales de casta y etnia se mezclaban
con grandes cuestiones nacionales.
Ahora quería asegurarse de que estarían
disociadas. Quería presentar un
auténtico programa nacional ante el
electorado.
El 27 de diciembre de 1970, a las
ocho de la mañana, después de su
reunión diaria en el jardín, Indira se
tomó un té con Sonia.
-Hoy no vendré a comer -le dijo-.
Voy a ir a ver al presidente de la
República y le voy a solicitar que
disuelva el Parlamento. Va a ser un día
muy cargado. Dile a Rajiv que hablaré
esta noche por la radio.
En efecto, esa misma noche se
dirigió a la nación para anunciar que
adelantaba las elecciones generales un
año. Sonia la escuchó desde la cocina
de casa: «El tiempo no nos va a esperar
-decía Indira con cierto tono
apocalíptico-. Los millones de personas
que piden comida, alojamiento y trabajo
tienen prisa por que hagamos algo. El
poder en una democracia lo tiene el
pueblo. Por eso nos dirigimos a él para
pedirle un nuevo mandato.» Poco tiempo
después del anuncio, un periodista de
Newsweek preguntó a Indira cuál sería
el gran tema de la campaña. Sin dudarlo,
Indira respondió: «El tema soy yo.»
Durante las diez semanas siguientes,
apenas apareció por casa, y si lo hacía
era para cambiarse de ropa y volver a
salir. A veces eso ocurría a la una de la
madrugada, y al oírla, Sonia se
despertaba, dispuesta a ayudarla a
buscar un sari o hacerle un té. Le daba
noticias del niño, e Indira le hablaba de
la campaña. Estaba animada: «Me gusta
estar con la gente, con el pueblo. Se me
va el cansancio cuando estoy con ellos decía mientras ambas despedían el día-.
¿Sabes, Sonia? No les veo como masa,
los veo como muchos individuos
juntos... » Estaba contenta porque la
gran alianza que aglutinaba partidos
opuestos -desde partidos de derecha a
socialistas- y que eran sus adversarios,
había cometido el error de escoger un
eslogan que reflejaba su deseo más
profundo: «Acabemos con Indira.»
-Yo he propuesto otro eslogan: «
¡Acabemos con la pobreza!» ¿No crees
que tiene más sentido?
Sonia asintió. Indira prosiguió, en
voz baja para no despertar al niño.
-Esa frase da a nuestro partido la
razón moral y una imagen de progreso
frente a una alianza reaccionaria. Al fin
y al cabo, los pobres son la gran
mayoría del electorado...
-Te verán como su salvadora...
-Ojalá.
La campaña que realizó durante los
meses de enero y febrero de 1971 fue
muy intensa. El tener hábitos frugales apenas comía y dormía muy poco- le
ayudó en su esfuerzo. Más de trece
millones de personas asistieron a sus
mítines y otros siete millones la
recibieron a ambos lados de las
carreteras, según estadísticas oficiales.
«En los cuarenta y tres días que tuve a
mi disposición -escribió a su amiga
Dorothy Norman- recorrí más de sesenta
mil kilómetros y hablé en unos
trescientos mítines. Era maravilloso ver
la luz en los ojos de la gente.» Aún más
maravilloso fue comprobar que, excepto
en ciertas áreas pobladas por intocables
y comunidades tribales, el tipo de
pobreza que existía hacía veinte años ya
no se daba. No se veían deformaciones
atroces como antaño, ni niños con
barrigas hinchadas por la desnutrición.
«Quizás no tengan todos un techo y un
trabajo, pero la gente parece sana. A los
niños les brillan los ojos», le contaba a
Dorothy.
Ése era su gran orgullo, refrendado
por las estadísticas. En cinco años, la
producción anual de trigo y de arroz se
había duplicado. «Por primera vez, no
tengo la impresión de que la economía
dependa exclusivamente del éxito o del
fracaso de los monzones», había escrito
un periodista británico que viajaba
regularmente a la India. Los medios de
comunicación indios, la mayoría en
manos de la oposición, no hablaban de
esto, pero el pueblo sí se pronunció, en
la mayor convocatoria electoral hasta la
fecha en el mundo.
La noche de los resultados, la
familia entera estaba reunida en casa.
Sonia se había encargado de que hubiese
dulces y flores en todos los rincones. La
casa estaba iluminada por fuera, y en el
interior la atmósfera era de entusiasmo
contenido. A medida que la Comisión
Electoral desgranaba cifras y resultados,
la euforia se fue desatando. Doscientos
setenta y cinco millones habían votado
en esta quinta convocatoria desde la
independencia. Ningún individuo había
tenido que caminar más de dos
kilómetros para depositar su papeleta.
Casi dos millones de voluntarios habían
actuado de agentes electorales. Sesenta
y seis intentos de fraude habían sido
contabilizados, un número insignificante
en un país tan enorme. La tendencia de
los resultados era clara: el partido de
Indira
ganaba
en
todas
las
circunscripciones. Empezaban a llegar a
casa coches sin parar. Una victoria
semejante venía acompañada de una
ineludible corte de aduladores. Gente
que no dudaba en agacharse y tocarle los
pies, una manera tradicional de saludar
que los Nehru siempre vieron como una
muestra de servilismo cuando los que lo
hacían eran de clase pudiente. Sus
ministros, los mismos que hablaban a
sus espaldas sobre un golpe militar,
fueron los primeros en llegar y en
postrarse. Sonia aprendió a reconocer a
estos melifluos cobistas que cambiaban
de chaqueta según la temperatura
política. En esa época nació su obsesión
por identificarlos y mantenerlos a raya,
una obsesión que no la abandonaría
nunca. También venían amigos sinceros
a felicitar a Indira, que entraba y salía
de su estudio atiborrado de colegas del
partido sentados en el suelo con las
piernas cruzadas. Otra habitación, cerca
de la entrada, se vio pronto invadida de
gente. Los teléfonos sonaban sin tregua.
Los perros también participaban en la
excitación general y se colaban entre las
piernas de los visitantes a los que Sonia
atendía con el pequeño Rahul en brazos.
Indira procuraba disimular su regocijo,
pero en verdad había conseguido para su
nuevo mandato una holgada mayoría de
dos tercios. Una victoria que la
convertía en la primera ministra más
poderosa desde la independencia. En la
persona más venerada, más temida, más
querida y en ciertos ambientes, la más
odiada.
Pero también fue una victoria para la
India. Las elecciones demostraban ser
una genuina fuerza unificadora de la
nación, por encima de las diferencias y
la diversidad. La democracia se
confirmaba como la nueva religión de
este país tan antiguo y tan poblado de
dioses, una religión que ayudaba a
despejar el camino hacia el futuro.
No tuvo mucho tiempo Indira de
saborear su triunfo. Quince días después
del anuncio de su fenomenal victoria, el
ejército pakistaní lanzó un ataque feroz
contra los ciudadanos bengalíes de
Pakistán oriental. Las imágenes en la
televisión mostraban una marea humana,
compuesta por millones de refugiados,
en su mayoría mujeres, niños y ancianos,
que cruzaban la frontera buscando
refugio en la provincia india de Bengala
occidental, ya de por sí muy poblada, y
cuya capital era Calcuta. Ni Sonia, ni
Rajiv ni Sanjay se perdían un
informativo.
Aquella
marea
de
refugiados recordaba los trágicos
acontecimientos de la Partición. Sabían
que Indira estaba frente a una crisis de
enormes proporciones. ¿Cómo un país
pobre como la India podrá acoger tantos
refugiados?, se preguntaban angustiados.
¿Habrá que intervenir en Pakistán
oriental para detener el flujo de los que
llegan? ¿Qué hará mamá?
-¿Es una guerra civil? -preguntó
Sonia. Le explicaron que lo parecía
porque ocurría dentro de un mismo país,
Pakistán, pero era un país compuesto
por dos entidades separadas por más de
tres mil kilómetros de territorio indio,
producto
de
la
partición del
subcontinente según dudosos criterios
religiosos y comunales cuando la
independencia de los ingleses. En
realidad, no había unidad real entre esas
dos naciones, cuya parte occidental
acababa de declarar la guerra a la
oriental. Los habitantes de Pakistán
occidental hablaban urdu y eran más
bien altos y de piel clara. Los de
Pakistán oriental eran bajos, de piel
oscura y hablaban bengalí. Lo único que
compartían era el Islam, pero esto no era
suficiente base para cimentar una
nación. Sobre todo porque, a pesar de
ser la parte oriental la más poblada, la
mayoría de los recursos -sanidad,
educación,
electricidadera
sistemáticamente desviada a la parte
occidental. Los del oeste explotaban
descaradamente a los del este, que
reclamaban la autonomía.
En contraste con la India, donde la
democracia había sobrevivido a
disturbios políticos, hambrunas y guerra,
Pakistán llevaba trece años de régimen
militar. Su presidente, el general Yahya
Khan, conocido por su afición al
alcohol, había prometido celebrar el
primer plebiscito libre en la historia del
país en diciembre de 1970. No pudo
prever las consecuencias de esas
elecciones
que
destaparon
las
contradicciones y la fragilidad de la
entidad política conocida como
Pakistán. En el oeste ganó Zulfikar Ali
Bhutto, un abogado educado en
Inglaterra que se había metido en
política al regresar a su país y que era
líder del PPP (Partido del Pueblo de
Pakistán). En el este arrasó un partido
liderado por un personaje carismático,
Sheikh Mujibur Rahman, amigo y aliado
de Indira, que había hecho campaña
denunciando el colonialismo ejercido
por Pakistán occidental sobre la parte
oriental. Obtuvo una victoria tan
aplastante que consiguió la mayoría en
la Asamblea Nacional de Pakistán.
Según la lógica de los resultados tenía
que haber sido nombrado primer
ministro. Pero el general en el poder no
tenía intención de que la parte oriental
asumiese el poder político. Ante el
movimiento de desobediencia civil que
lanzó Sheikh Mujibur Rahman en todo
Pakistán oriental, convocando una
huelga general indefinida, el dictador
Yahya Khan decidió reprimir la rebelión
por la fuerza. De pronto y sin previo
aviso, mandó cuarenta mil soldados de
Pakistán occidental a invadir la parte
oriental. Los informativos de prensa
hablaban de un ataque despiadado y
brutal. Muchos de los oficiales,
jactándose de que iban a dedicarse a
mejorar los genes de los niños
bengalíes, violaron a miles de mujeres,
saquearon y quemaron viviendas y
negocios y asesinaron a miles de
inocentes. Cualquier sospechoso de
disidencia era perseguido y eliminado,
especialmente
si
eran
hindúes:
estudiantes, profesores de universidad,
escritores, periodistas, profesionales e
intelectuales, nadie escapaba al terror
de aquellos soldados altos, fuertes y
bien pertrechados que degollaban sin
piedad. Ni siquiera los niños escapaban
a la brutalidad: los que tenían suerte
eran asesinados junto a sus padres, pero
otros miles tendrían que pasar el resto
de sus vidas sin ojos o con miembros
horriblemente
amputados.
Sheikh
Mujibur Rahman fue arrestado y
trasladado a Pakistán occidental, donde
fue encarcelado.
-¿Vas a declarar la guerra, mamá? le preguntaba Sanjay a la hora de la
cena, como quien pregunta si se iba a ir
de viaje o de compras.
-Si no encuentro otra manera de
arreglar el problema, no me quedará
más remedio. De todas maneras, mañana
hablaré con el general Manekshaw.
Indira sabía que si el dictador
pakistaní había actuado con tanta
seguridad, era porque contaba con el
respaldo de su principal aliado, Estados
Unidos. El otro aliado era China, que
había declarado la guerra a la India en
1962, y que en un ataque relámpago
había anexionado territorios fronterizos
en el Himalaya. Aquello había sido una
humillación para la India, y un golpe
mortal a la vieja idea de Nehru de la
solidaridad de las naciones no
alineadas. También había marcado el
principio del fin de Nehru. Su salud
empezó a decaer, y más de un
observador achacó su muerte a la
aflicción que le produjo el ataque de los
vecinos del norte.
-¿Sabes lo que está pasando en
Pakistán oriental? -le preguntó Indira a
su viejo amigo Sam Manekshaw,
comandante en jefe del ejército, nada
más llegar a una reunión de su gobierno.
-Sí, hay matanzas -respondió el
militar.
-Nos llueven telegramas de los
estados fronterizos -prosiguió Indira-.
Dicen que los refugiados no paran de
llegar. Sam, hay que detener el flujo
como sea, no tenemos recursos para
atender a más gente. Si es necesario
entrar en Pakistán oriental, hazlo. Haz lo
que sea, pero detenlos.
-Sabes que eso significa la guerra.
-No me importa que haya guerra zanjó la primera ministra.
El general pasó a explicarle los
peligros de una invasión. Las lluvias
monzónicas estaban a punto de
descargar, el transporte de tropas tendría
que hacerse usando las carreteras
porque los campos estarían inundados.
La Fuerza Aérea no podría actuar en
esas circunstancias. Le dijo francamente
que en esa situación no podrían ganar
una guerra.
-La cosecha ha empezado en Punjab
y Haryana -añadió el prudente general-.
Si el país va a la guerra en temporada de
cosecha, necesitaré todas las carreteras
disponibles, y eso va a provocar
problemas en la distribución de
alimentos, y quizás hambrunas. Luego
está el problema de China. Los pasos
del Himalaya se abrirán dentro de pocos
días... ¿Se quedarán con los brazos
cruzados, ellos que son aliados de
Pakistán? ¿Qué hacemos si nos dan un
ultimátum?
-No lo harán -dijo Indira-. Le
informo que estamos a punto de firmar
un pacto de colaboración y defensa
mutua con la Unión Soviética. Un pacto
para los próximos veinte años.
Tanta era la rabia de Indira recordaba el militar- que su rostro se fue
enrojeciendo. Decidió interrumpir la
reunión y reanudarla por la tarde. Los
ministros abandonaron la sala, pero
Indira pidió a Sam que se quedase.
Cuando estuvieron solos, el militar se
sintió en la obligación de decirle:
-Mi deber es contarle la verdad,
señora. Pero a la luz de todo lo que he
expuesto, si quiere que presente mi
dimisión, estoy dispuesto a hacerlo.
-No, Sam Adelante. Tengo plena
confianza en ti.
A partir de ese momento, la primera
ministra y el comandante en jefe
trabajaron en perfecta sintonía. Indira
nunca permitió que nada ni nadie
interfiriese entre ellos. Sam le había
convencido de que la opción militar
debería ser la última, y solamente si se
veían forzados a ello. La estrategia
ahora era la de ganar tiempo, por lo
menos hasta que el invierno volviese al
Himalaya y congelase los pasos de
montaña, requisito indispensable para
que los chinos no tuvieran la tentación
de meterse en el conflicto.
La marea de refugiados era
imparable. Hasta ciento cincuenta mil
cruzaban la frontera cada día. Llegaban
en camiones, en carros de bueyes, en
rickshaws y a pie. Sonia vio a Indira
muy afectada al regreso de un viaje que
había hecho a Calcuta.
-He visitado los campamentos bajo
una lluvia torrencial -contó en casa,
sentada a la mesa pero sin probar
bocado porque se le había cortado el
apetito-. Pensaba que después de la
experiencia de los campos de refugiados
durante la Partición, estaría preparada
para lo que iba a ver. Pero no. He visto
hombres y mujeres como palillos, niños
esqueléticos, ancianos transportados en
las espaldas de sus hijos que caminaban
a través de campos inundados... Se
quedaban de pie durante horas en el
barro porque no había ningún lugar seco
donde sentarse. Mis acompañantes
esperaban unas palabras mías, pero
estaba tan conmovida que no pude
hablar.
En ocho semanas, tres millones y
medio de refugiados habían entrado en
la India. Aunque la mayoría eran
hindúes, también había musulmanes,
budistas, cristianos... Gente de todo el
espectro social y de todas las edades.
Costase lo que costase -repetía Indira-,
no les abandonaría a su suerte. Ella y
sus consejeros se dedicaron a planear
meticulosamente la organización de los
campos de refugiados. Quiso que su
gobierno se volcase en alojarlos,
alimentarlos y protegerlos de las
epidemias. Si de nuevo tenía que ir a
pedir dinero por el mundo para asumir
ese coste, estaba dispuesta a hacerlo.
A Sonia le asustaba un poco el cariz
que tomaban los acontecimientos, pero
no lo dejaba ver. Tenía una fe ciega en
su suegra. La prensa insistía en que no
cesaban las atrocidades y que el flujo de
refugiados tampoco disminuía. ¿Adónde
abocará todo esto?, se preguntaban en
casa, pegados frente al televisor a la
hora de las noticias. Por todas partes, se
oía un mismo clamor para que el
gobierno enviase al ejército. Pero a
pesar de los frenéticos llamamientos,
Indira mantenía la sangre fría. Como
siempre en tiempo de crisis, permaneció
en total control de la situación. La
atmósfera familiar en su casa de Nueva
Delhi la ayudaba a relajarse. Ver crecer
a su nieto Rahul era para ella un
bálsamo. La toma de decisiones, sobre
todo cuando afectaba a una sexta parte
de la humanidad, podía fácilmente
convertirse en una tortura mental.
Mantenerse lúcida y serena era
fundamental, para ella, para el país y
para el mundo. En eso, encontró en
Sonia una valiosa ayuda. «Su hija es una
joya», le escribió a Paola. En público,
no paraba de hacerle cumplidos. A un
veterano periodista le dijo: «Es
sencillamente una maravillosa mujer,
una esposa perfecta, una nuera perfecta,
una madre estupenda y un fabulosa ama
de casa. ¡Y lo increíble de todo esto es
que es más india que cualquier chica
india!» Un día, toda la familia asistió a
la proyección de un documental que una
amiga de Indira, la periodista Gita
Mehta, había realizado sobre los
refugiados y que iba a ser difundido en
Estados
Unidos.
Sonia
quedó
profundamente conmovida por las
imágenes. El documental mostraba y
entrevistaba a mujeres que los soldados
pakistaníes habían mantenido cautivas
en las trincheras. Una de ellas, de unos
quince años, debía haber sido violada
unas doscientas veces. No le salían
lágrimas, estaba en estado de shock
catatónico. También se veían imágenes
de ancianos y jóvenes regresando a sus
hogares destruidos, imágenes de campos
quemados y devastados. Al terminar la
proyección, Sonia se dio cuenta de que
Indira lloraba.
13
Indira se disponía a quemar todos
los cartuchos para evitar una guerra, o
por lo menos retrasarla. Pensaba que
sólo la intervención del resto del mundo
podría conseguir un acuerdo pacífico
para detener la sangría. La prensa
mundial se hacía eco de las atrocidades
cometidas en lo que empezaban a llamar
Bangladesh. Los comentarios editoriales
eran críticos con el apoyo que el
presidente Nixon daba a los pakistaníes.
La elite norteamericana parecía unida en
su fuerte condena al general Yahya
Khan. En Francia, André Malraux
propuso entregar armas a la resistencia
de Bangladesh. El ex Beatle George
Harrison y el maestro indio de sitar
Ravi Shankar organizaron un gigantesco
concierto para recaudar fondos para los
refugiados. Allen Ginsberg, el poeta al
que Indira había escuchado en Londres
cuando fue a inaugurar la exposición
sobre su padre, cantó el sufrimiento de
los campos.
No le quedaba a Indira otro recurso
que salir de gira por Estados Unidos y
Europa, intentando galvanizar a la
opinión pública mundial.
-Si en Occidente la gente viese las
imágenes del documental que vimos el
otro día -le dijo a Sonia- estoy segura de
que se movilizarían.
Tenía la intención de pasarse varios
meses viajando por el mundo. Se iba
con la certeza de que el frente doméstico
estaba bien atendido, lo que le
proporcionaba una muy necesitada
tranquilidad de espíritu. Así lo confesó
a un periodista árabe en una de sus
escalas: «No tengo ninguna ansiedad por
la familia cuando Sonia está en casa.»
Antes de partir, su nuera le había
comunicado otra noticia feliz: estaba de
nuevo embarazada, y esta vez no parecía
que tuviera que quedarse otros nueve
meses en cama.
La gira empezó mal; su encuentro
con Nixon fue un sonado fiasco.
Decididamente, Indira acumulaba malas
experiencias con los presidentes
norteamericanos que la consideraban
demasiado izquierdosa, aunque Nixon le
parecía cien veces peor que el bruto de
Johnson. Las discusiones estuvieron
teñidas de desconfianza mutua y
antipatía. Indira y Nixon se encontraron
sentados en sillones con orejeras a cada
lado de la chimenea del despacho oval
de la Casa Blanca mientras su consejero
y Kissinger, como sendos ayudantes en
un duelo, escuchaban sentados al borde
de unos sofás el diálogo de sus jefes.
Nixon se negó a reconocer las
dimensiones de la tragedia humana que
estaba asolando Pakistán oriental. Se
negó también a aceptar la sugerencia de
Indira de convencer al general Yahya
Khan para que liberase a Sheikh
Mujibur
Rahman y estableciese
negociaciones directas con él y su
partido, la única posibilidad seria de
detener el conflicto. Nixon no se apiadó
de la suerte de los refugiados ni de la de
Sheikh. Las palabras de Indira parecían
resbalarle. «Fue un diálogo de sordos»,
declaró Kissinger a la salida. Luego
hizo el comentario de que Nixon había
dicho
cosas
«que
no
eran
reproducibles». Años más tarde, cuando
los documentos de aquella época fueron
desclasificados, se supo que Nixon basó
toda su política en ese rincón de Asia en
su simpatía personal por el dictador
Yahya Khan -«un hombre decente y
razonable»- cuya lealtad a Estados
Unidos debía ser recompensada
ayudándole a reprimir la rebelión de
Pakistán oriental, y su aversión hacia los
indios -«esos bastardos»- como los
llamaba. Ambos estaban seguros de que
no irían a la guerra. Eran pobres hasta
para eso, pensaban.
Al día siguiente, Nixon hizo esperar
a Indira cuarenta y cinco minutos en la
antesala del despacho oval. La primera
ministra estaba llena de ira contenida
cuando se sentaron a hablar. Era la
cabeza de un país de gente pobre, pero
de una gran nación democrática con una
enorme población y con una civilización
milenaria, y no se merecía un trato
semejante. Enfrente tenía un personaje
que no parecía humano, un hombre que,
según su consejero, «carecía de
principios morales». Y un Kissinger que
era «un ególatra que se creía
Metternich». ¿Para qué perder más
tiempo con ese tipo de interlocutores?
La suerte de los refugiados y la carga
financiera que debía soportar la India
les había dejado fríos. «Hubiera sido un
error babear sobre lo que nos contaba la
vieja bruja», había dicho Nixon en
privado a su consejero. Eran claros
aliados de Pakistán, e Indira se dio
cuenta de que eso no lo iba a cambiar
ella en esa visita. De modo que en este
segundo encuentro, Indira le devolvió su
grosería con sutileza. No hizo ninguna
referencia al problema con Pakistán,
como si el sur de Asia fuese la región
más pacífica del mundo y, en su lugar,
preguntó sobre Vietnam y sobre política
exterior americana en otras partes del
planeta. Nixon se lo tomó como un
insulto. «Esa vieja zorra», así la
llamaba en privado.
A pesar de lo apretado de su agenda,
Indira consiguió un par de tardes libres
para sus actividades privadas. Su amiga
Dorothy Norman la encontró agotada. La
tensión de las reuniones con Nixon y de
los viajes continuos, el esfuerzo de tener
que dominarse siempre y mantenerse
razonable frente a la provocación
empezaban a dejar su huella en el rostro
de Indira. Dorothy había comprado
billetes para asistir a una representación
del New York City Ballet de una obra de
Stravinsky
coreografiada
por
Balanchine, lo que más podía gustarle a
su amiga. En el último momento, Indira
le dijo que no podía ir. «Parecía triste y
nerviosa», recordaría Dorothy, que no
entendía lo que le pasaba. Indira intentó
explicarse:
-No puedo, Dorothy. Será demasiado
bonito. No podré soportarlo.
Estaba a punto de echarse a llorar.
Dorothy se quedó preocupada, pero al
día siguiente notó aliviada que Indira
«había recuperado su equilibrio».
En los demás países, Indira se topó
con el mismo mensaje. Le pedían que
tuviera paciencia, que aceptase la
presencia de observadores de la ONU y
que encontrase una solución pacífica.
«El mayor problema con el que me
encuentro -dijo a la prensa- no es la
confrontación en la frontera, sino el
esfuerzo constante de la gente de otros
países en desviar la atención sobre lo
que es la cuestión básica.» En la
televisión inglesa, se mostró como una
primera ministra a la altura de las
circunstancias. Había perdido peso y en
sus facciones aparecían rasgos de su
padre, el mismo aire imperioso, de gran
dignidad, y una mirada de fuego. Cuando
el periodista le habló de la necesidad de
la India de ser paciente, Indira estalló: «
¿Paciencia? ¿Paciencia para que siga la
masacre? ¿Para que continúen las
violaciones? Cuando Hitler estaba
agrediendo a todo el mundo... ¿os
quedasteis sin hacer nada? ¿Dejasteis
que matase a todos los judíos? ¿Cómo se
controla un éxodo semejante? Si la
comunidad
internacional
hubiera
reconocido la situación, ya se habría
solucionado el problema.» No era sólo
al periodista a quien se dirigió, sino a
todos los líderes mundiales que la
ignoraban.
Cuando regresó a la India, se enteró
de que el número de refugiados había
ascendido a diez millones. Ahora estaba
convencida de que la guerra era
inevitable, pero no dijo nada en casa.
Omitiendo las tensiones de los viajes y
de lo que se avecinaba, les contó que
había conseguido arañar tiempo para
asistir a la ópera Fidelío en Viena donde
también había visto un espectáculo que
le había gustado mucho, la escuela de
equitación española. En París, había
cenado en casa de unos amigos donde
había conocido a Joan Miró y a un
político llamado François Mitterrand
que le había causado muy buena
impresión. Parecía que regresaba de un
viaje de placer en lugar de una
agotadora y frustrante gira internacional.
Pero Rajiv y Sonia no se dejaban
engañar. Sabían perfectamente el nivel
de tensión que estaba soportando y al
final Indira no pudo esconderles la
verdad: habría guerra. A Sanjay no
pareció afectarle la noticia, pero Rajiv y
Sonia se inquietaron. El pequeño Rahul
gemía en su cuna.
-Tendréis que acostumbraros a salir
menos y a vivir rodeados de mayor
protección, por lo menos mientras dure
todo esto -dijo Indira-. El país entero
reclama una acción rápida y eficaz. El
tiempo se acaba.
Esa noche, vino su amigo el general
Sam Manekshaw, y Sonia y Rajiv
pudieron oír fragmentos de la
conversación en la que el general
hablaba de los preparativos del ejército,
de las bases de operaciones que había
montado en el interior de Bangladesh y
de cómo había protegido la frontera de
Pakistán occidental con unidades de
defensa.
-Me temo que hay que ir a la guerra,
Sam -oyeron decir a Indira.
-Si vamos, tiene que ser ya,
aprovechando la luna llena del 4 de
diciembre. Ese día, podemos atacar
Dacca.
Indira se quedó un momento
pensativa. Nunca pensó que le tocaría
algún día iniciar una guerra. Pero si el
mundo se abstraía del problema y la
situación se hacía insostenible, no tenía
más remedio que tomar el asunto en sus
propias manos. Se acordó de unas
palabras que le dijo un día su padre:
«Sé la dueña de tu propia vida, de tu
presente y de tu futuro, consúltame si lo
necesitas, pero decide tú.» No podía
consultarle, pero sí podía decidir.
Volvió la cabeza hacia su viejo amigo y
le dijo:
-Adelante, Sam
En casa, procuraba no dejar traslucir
su preocupación. En realidad, todos
hacían el mismo esfuerzo. Temían por
Sonia, que estaba en avanzado estado de
gestación.
Los
Nehru
estaban
acostumbrados
a
disimular
sus
sentimientos cuando la cosa se torcía.
En eso, eran muy británicos. ¿Y si se
iban a Italia una temporada? La
sugerencia había venido de una amiga,
pero Sonia la desestimó. No tenía
intención de dejar a Indira sola en ese
trance. Eso no se correspondía con su
concepto de lealtad. Sonia conocía
suficientemente bien a su suegra para
adivinar que ahora más que nunca
necesitaba el calor y la cercanía de los
suyos. Además, tanto ella corno Rajiv
tenían confianza en la vida, en el futuro,
en Indira y en la India, y nunca se les
ocurrió pensar en las consecuencias en
caso de derrota. Esa eventualidad
simplemente no se contemplaba.
Lo que hicieron fue rodear a Indira
de afecto, sin hacer demasiadas
preguntas y procurando no agobiarla
más de lo que estaba. Eran muy
cariñosos con ella y cuando la veían
especialmente preocupada, Rajiv le
daba un largo abrazo.
Indira viajó a Calcuta el 3 de
diciembre de 1971, un día antes del
previsto ataque. En la gran explanada en
el centro de lo que fue la capital del
imperio británico, se dirigió a una
multitud de medio millón de personas:
«India quiere la paz, pero si estalla la
guerra estamos preparados para luchar,
porque es tanto cuestión de nuestros
ideales como de nuestra seguridad... »
Justo
cuando
pronunciaba
estas
palabras, un ayudante subió al podio y le
pasó una nota: «Cazas pakistaníes han
bombardeado nueve bases aéreas
nuestras en el noroeste, el norte y el
oeste, incluyendo las de Amritsar, Agra
y Srinagar en Cachemira.» Indira
terminó su discurso apresuradamente,
sin anunciar lo que acababa de leer.
Nada más salir del mitin le dijo a su
ayudante: « ¡Gracias a Dios, han atacado
ellos!» La tercera guerra indo-pakistaní
había estallado. Y Pakistán era el
agresor.
Esa noche, Indira voló de regreso a
Nueva Delhi, y su avión estaba
escoltado por cazas indios. Existía el
peligro de que la Fuerza Aérea pakistaní
localizase el avión y lo derribase. Pero
Indira no parecía afectada por la
aceleración de los acontecimientos. Al
contrario, cogió de su bolso un libro de
Thor Heyerdal sobre la expedición del
Ra y estuvo leyendo durante todo el
vuelo. De nada servía ya ponerse
nerviosa: la suerte estaba echada.
Cuando aterrizó, la capital estaba
sumida en la oscuridad más completa,
fruto del apagón que habían ordenado
las autoridades militares. Indira se fue
directamente a su oficina de South Block
donde, en la sala de mapas, fue
informada de los daños infligidos por la
aviación pakistaní. Después se reunió
con miembros de la oposición para
informarles de que había dado órdenes
para que el ejército indio invadiese
Bangladesh. La describieron «tranquila,
serena y confiada». Era más de
medianoche cuando se dirigió a la
nación por radio para anunciar la
agresión pakistaní y advertir sobre los
grandes peligros que amenazaban a esa
región del mundo. Ese día no durmió en
casa. Se quedó toda la noche
monitorizando la escalada de la
situación militar. A la mañana siguiente,
en el Parlamento, anunció a los
representantes del pueblo que debían
prepararse para una larga lucha.
Sonia, a punto de dar a luz cuando
estalló el conflicto, estaba más
preocupada por el parto que por una
guerra que percibía lejana, a pesar de
haber tenido que pasar las últimas
noches a oscuras por el apagón. Si sintió
angustia, en ningún momento lo
demostró. Aparte de un retén
suplementario del ejército protegiendo
la casa y de que ahora el general Sam
Manekshaw venía a desayunar todas las
mañanas para informar a la primera
ministra sobre el desarrollo del
conflicto, la vida discurría con
normalidad. A Sonia le gustaba servir el
té al general, un hombre simpático y muy
cortés, conocido por su afición a las
tradiciones militares británicas. Todos
los días, nada más levantarse a las cinco
y media, le gustaba tomarse un trago de
whisky, escuchar las noticias en la BBC
y cuidar un poco el jardín antes de ir a
trabajar. El mismo comportamiento
sereno y seguro de Indira, que inspiraba
tranquilidad a todos los que la rodeaban
-colegas, militares, soldados- también
repercutía en casa.
El sexto día, Sam llegó con el
semblante grave. Sonia le oyó decir que
varias unidades de su ejército se habían
estancado en ciénagas cercanas a Dacca,
la capital de Bangladesh. Estaban
perdiendo unas horas cruciales. El
general informó a Indira del número
preciso de bajas y de aviones
derribados. Parecía muy afectado. Ella
hacía preguntas, siempre sosegada y
positiva. «Sam, no puedes ganar todos
los días», le dijo a modo de consuelo.
Sonia les vio salir al porche. No había
el más mínimo resquicio de ansiedad en
el rostro de Indira mientras daba la
mano al comandante en jefe. El general
Manekshaw decía que el coraje de
Indira era una inspiración para todos.
Sonia pudo comprobarlo cuando
escuchó, del otro lado de la verja, a la
gente lanzar gritos de victoria.
Ni siquiera ese día dejó Indira de
interesarse por los asuntos de la familia.
Cuando regresó a casa después de una
jornada agotadora en el Parlamento y en
su despacho de South Block, se encerró
con Usha para dirimir cuestiones que le
merecían la misma importancia que las
que había discutido durante el día: cómo
organizar la fiesta nacional del Día de la
República sin conocer el resultado de la
guerra, por ejemplo, o qué regalar a
Sonia el 9 de diciembre, día de su
cumpleaños, y elaborar una lista de
regalos para las próximas navidades.
Quizás la procesión iba por dentro e
Indira no estaba tan segura de sí misma
como quería aparentar porque en esa
época empezó a solicitar los servicios
de astrólogos y quirománticos. Aquella
noche llegó su profesor de yoga, un gurú
llamado Dhirendra Brahmachari, bien
parecido, con barba y cabellos largos,
siempre vestido con una kurta naranja y
calzado con sandalias. Se encerró largo
rato en una habitación con ella. A las
nueve, mientras Usha, Rajiv y Sonia
veían las noticias en la televisión sobre
las tropas indias empantanadas, Indira
entró en el salón, con el semblante un
poco inquieto. Acababa de despedir al
visitante. «Piensa que vamos a pasarlo
mal hasta febrero», dijo algo perturbada.
El 6 de diciembre, mientras el
ejército indio salía de la ciénaga y se
acercaba a Dacca, Indira anunció en el
Parlamento el reconocimiento oficial de
la nueva nación de Bangladesh. Una
sonora ovación recibió sus palabras. De
todas partes recibió un apoyo
incondicional. La oposición y todos los
sectores de la sociedad se mostraron
unidos como una piña bajo su liderazgo.
El pueblo empezaba a identificarla con
Durga, la diosa de la guerra que cabalga
sobre un tigre y que venció a los
demonios después de que éstos hubieran
expulsado a los dioses del cielo.
Sonia no estaría dispuesta a olvidar
aquel 9 de diciembre en el que cumplía
veinticinco años con una barriga de
ocho meses. Indira llamó a media
mañana para decir que no asistiría a la
comida familiar de celebración porque
había surgido un tema grave. Muy grave
tenía que ser para que Indira no
estuviera presente en el cumpleaños de
su nuera, pensaron los que la conocían.
La noticia, que venía de Estados Unidos,
hizo que el mundo se estremeciera.
Nixon había decidido despachar a la
Séptima Flota a la bahía de Bengala,
encabezada por el portaaviones nuclear
Enterprise. Toda una provocación que
podía desencadenar una conflagración
mundial.
Mientras unos amigos festejaban el
cumpleaños de Sonia en la intimidad de
su casa, Indira, excitada, hacía un
discurso incendiario en la explanada de
Lila Ram en Nueva Delhi, frente a una
multitud de cientos de miles de
personas.
Unos
cazas
indios
sobrevolaban el lugar para prevenir
cualquier ataque sorpresa de la Fuerza
Aérea pakistaní. Indira había desoído el
consejo de sus asesores de seguridad de
hablar por la radio en lugar de hacerlo
en público. Era valiente; parecía que
nada le daba miedo.
Por la noche, se reunió con el
general Manekshaw y su consejero. Sin
amedrentarse por la provocación
estadounidense, Indira confirmó su
decisión de seguir con la guerra.
Pensaba que el gesto de Nixon era un
farol porque los americanos no estarían
tan locos como para abrir otro frente en
Asia después del de Vietnam. Pero
también era cierto que de un tipo como
Nixon podía esperarse todo. Se giró
hacia el general Manekshaw:
-Sam, ahora es imperativo capturar
Dacca antes de la llegada de la Séptima
Flota a aguas indias -le dijo-, ¿Lo crees
factible?
-Sí -respondió el militar sin
dudarlo-, a menos que los chinos
intervengan.
El consejero de Indira tomó la
palabra:
-Están molestos con la situación,
pero no han lanzado ninguna amenaza
directa -dijo.
-Entonces -continuó Indira- mandaré
mañana mismo al ministro de Asuntos
Exteriores a Moscú para activar el
tratado que tenemos con los soviéticos y
asegurarnos su apoyo en caso de un
ataque americano o chino. Mi opinión,
lo repito, es que tenemos que seguir con
la guerra. ¿Estáis de acuerdo?
Ambos respondieron con un gesto
afirmativo.
La visita del ministro de Asuntos
Exteriores indio sirvió para que los
rusos despacharan una flota a la bahía
de Bengala que en pocos días seguía la
estela de los barcos americanos. La
situación había alcanzado un punto
crítico. Desde la Casa Blanca, Nixon
lanzaba furibundos ataques contra la
«agresión india». Su administración
anunció la supresión de la ayuda
económica y militar a la India, pero
seguía enviando material bélico a
Pakistán, algo que fue denunciado por la
propia prensa norteamericana. Indira le
escribió una carta tajante: «Esta guerra
se hubiera podido evitar si las naciones,
especialmente Estados Unidos, hubiera
usado su influencia, su poder y su
autoridad para encontrar una solución
política. Usted, como presidente de
Estados Unidos y representante de la
voluntad, las aspiraciones y el idealismo
del gran pueblo norteamericano, por lo
menos hágame saber dónde exactamente
nos hemos equivocado para que sus
representantes y su portavoz nos traten
con un lenguaje tan duro.» Indira pasó el
día dudando sobre si debía mandar la
carta o no. Por la noche, decidió
enviarla. El norteamericano tendría una
razón suplementaria para aborrecerla
aún más.
El 13 de diciembre, cuando su
ejército se encontraba a las puertas de
Dacca, el general Manekshaw mandó un
ultimátum a su homólogo pakistaní en el
que le daba tres días para rendirse. A
las cinco de la tarde del día 16, Indira
estaba siendo entrevistada por un
reportero de la televisión sueca más
interesado en saber qué ropa le gustaba
ponerse y cómo había sido su infancia
que en el desarrollo de la guerra, cuando
de pronto sonó el teléfono. Era
Manekshaw: «Señora, les hemos
vencido. Acaban de rendirse. Dacca ha
caído.» Indira cerró los ojos y apretó
los puños.
-Gracias, Sam -le dijo.
Terminó
su
entrevista
apresuradamente y se fue al Parlamento.
Ante la asamblea de diputados
expectantes, empezó diciendo: «Dacca
es hoy la capital libre de un país libre...
» Pero una intensa ovación mezclada
con gritos de júbilo ahogó el resto de su
discurso.
«
¡Hemos
ganado!»,
vociferaban hasta los diputados de la
oposición. « ¡Aplastemos al enemigo
para siempre!», decían otros. « ¡Larga
vida a Indira Gandhi!», clamaba el
pueblo.
Más tarde se reunió con la cúpula
del ejército. El balance para los indios
era de cuarenta y dos aviones y ochenta
y un tanques destruidos; los pakistaníes
habían perdido ochenta y seis aviones y
doscientos veintiséis tanques. La mayor
disparidad residía en el número de
prisioneros. Los pakistaníes habían
conseguido un puñado de prisioneros en
los combates en el oeste. La India se
encontraba con noventa y cuatro mil
prisioneros pakistaníes. Indira se dedicó
a calmar los ánimos de sus generales,
que no estaban de acuerdo con el alto el
fuego unilateral que ella reclamaba. El
alto mando se hacía eco de una gran
parte de la opinión pública, que quería
seguir coleccionando victorias bélicas
«hasta la derrota total del enemigo».
Pero Indira era pragmática: «Tenemos
que detenernos una vez alcanzados
nuestros objetivos, no demos ni a China
ni a Estados Unidos excusas para
intervenir. Hay que devolver los
prisioneros y zanjar el conflicto ya.»
Los militares carraspeaban, excepto
Sam, que escuchaba impertérrito, su
larga
nariz
apuntando
a
los
interlocutores según iban hablando.
Indira explicó que su posición estaba
basada en una apreciación política de la
situación y que hablaba con la autoridad
que le daba el respaldo de un gabinete
unánime. Una vez hubo terminado, los
militares se levantaron, saludaron y
dijeron que llevarían a cabo las
instrucciones del gobierno. «Esto es
algo que no hubiera podido ocurrir en
muchos países, y no sólo del Tercer
Mundo», recordaría Indira.
La estrategia de Indira de ganar
tiempo, su exquisito sentido de la
oportunidad y del momento, la
compenetración que mantuvo con el
general Manekshaw, su manera casi
maternal de arengar a las tropas fueron
cualidades unánimemente reconocidas
por todos los sectores de la sociedad.
La prensa internacional hablaba de ella
en términos grandiosos. La diosa Durga
se había convertido en la «Emperatriz
de la India».
Indira había destapado el farol de
Nixon.
Efectivamente,
los
norteamericanos no pudieron correr a
salvar a su aliado el dictado!" pakistaní
porque no podían permitirse abrir un
nuevo frente en Asia. Nixon estaba
furibundo con el desenlace de la guerra.
«Hemos sido demasiado blandos con
esa maldita mujer -le dijo a Kissinger-.
Mira que hacerles eso a los pakistaníes
cuando le habíamos advertido a esa
vieja zorra que no se metiese.»
Kissinger estaba irritado consigo mismo
por haber subestimado el poder militar
de los indios. «Los indios son tan malos
pilotos que ni siquiera saben hacer
despegar sus aviones», había comentado
a su jefe cuando la visita de Indira. Un
comentario que a Rajiv no le hubiera
hecho ninguna gracia. Pero la opinión
del pueblo norteamericano, y la de su
prensa, discrepaba de la de sus líderes.
En una encuesta de opinión, Indira
Gandhi fue clasificada como la persona
más admirada del mundo.
La decisiva acción de Indira salvó la
vida a Sheikh Mujibur Rahman, que
había sido condenado a muerte en
Pakistán. Una de las condiciones del
acuerdo de armisticio fue la liberación
inmediata del líder del nuevo
Bangladesh. El 11 de enero de 1972,
Rahman hizo escala en el aeropuerto
Palam de Nueva Delhi, de paso hacia
Dacca. Venía a dar las gracias a Indira y
ambos pronunciaron sendos discursos
llenos de emoción: «Su cuerpo estaba
encerrado, pero nadie pudo encerrar su
espíritu, que siguió inspirando al pueblo
de Bangladesh... », dijo ella. «Indira
Gandhi no es sólo una líder de un país,
es una líder de la humanidad», declaró
Sheikh Mujibur. Fue un momento de
intensa euforia después de la tensión
acumulada de los últimos meses.
En los días y las semanas siguientes,
a miles de niñas nacidas en la India sus
padres les pusieron el nombre de Indira.
Una de ellas, sin embargo, nacida un día
después de la visita triunfal de Sheikh
Mujibur Rahman a Nueva Delhi, no fue
llamada así. Sus padres, Sonia y Rajiv
Gandhi, le pusieron el nombre de
Priyanka, que en sánscrito significa
«agradable a la vista».
ACTO II
EL ÁNGEL
EXTERMINADOR
¿Qué puede el río contra el fuego,
la noche contra el sol,
las tinieblas contra la luna?
Aforismo sánscrito
14
Usha llamó por teléfono a Indira,
que estaba de gira en el estado de Bihar,
para anunciarle la buena nueva. Año y
medio después del nacimiento de Rahul,
la familia se enorgullecía con este nuevo
miembro. La primera ministra estaba
radiante. ¿Qué más podía pedir? Era la
líder indiscutible del país, su posición
era inatacable' y encima la vida le hacía
el regalo de una nieta, como una
coronación. Dispuesta a mimarla mucho,
se mantenía siempre al tanto de sus
necesidades y, fiel a su estilo, mandaba
mensajes a Sonia desde los lugares más
insospechados con preguntas del tipo:
¿cómo ha pasado la noche la niña? o
¿sigue teniendo Rahul muchos mocos?
Ese momento de regocijo le recordaba
otro igual de intenso, cuando había
decidido casarse con Firoz. «Siento una
serena felicidad muy dentro de mí que
nada ni nadie puede robarme», le había
escrito a su padre. Nehru le había
respondido desde la cárcel, templando
el entusiasmo de su hija desde la altura
de sus años y su experiencia: «La
felicidad es algo más bien fugaz,
sentirse realizado es quizás un
sentimiento más duradero.» Nehru sabía,
e Indira ya lo había aprendido, que la
felicidad es tan frágil como la más fina
de las porcelanas. Más vale preservarla
y disfrutarla mientras dure, porque se
puede romper -o la pueden robar.
Indira
se
sentía
ciertamente
realizada, y en plena posesión de sus
facultades. Se había acostumbrado al
poder, no por lo que derivaba de él en
términos materiales, porque sus escasas
necesidades
estaban
ampliamente
cubiertas y carecía de ambición en ese
sentido, sino por el sentimiento de
plenitud que le proporcionaba. El
sentimiento de que era fiel a su destino
por el hecho de pertenecer a la familia
en la que nació. El convencimiento
íntimo de que cumplía con su deber, que
no brotaba de una elección personal,
sino de la herencia moral que había
recibido de su padre, y éste del suyo. El
sentido mesiánico que le había instilado
Nehru había terminado por calar en lo
más hondo de su espíritu.
Pero también había aprendido Indira
que el poder, la fama y la popularidad
no duran eternamente. ¿Cómo seguir
ascendiendo cuando se ha llegado a la
cima? ¿O es que, una vez en lo alto, sólo
se puede bajar? Eran consideraciones
que la asaltaban en momentos difíciles,
cada vez más numerosos. «Me siento
prisionera -le escribió a su amiga
Dorothy Norman en junio de 1973- por
el equipo de seguridad, que piensa que
puede disimular su incompetencia a base
de rodearme de más y más gente, pero
sobre todo porque me doy cuenta de que
he llegado a un final, de que ya no se
puede crecer más en esta dirección.» En
realidad, se habría concentrado
exclusivamente en los temas de política
internacional si hubiera podido, porque
eran los que de verdad le gustaban. Se
sentía con alma de estadista: las grandes
cuestiones y los grandes desafíos la
inspiraban. Había firmado un acuerdo
con Bhutto que garantizaba una larga paz
con Pakistán; quería resolver el
contencioso de Cachemira, el país de
sus antepasados; buscaba normalizar las
relaciones con los chinos. En cambio, la
política interna, los rifirrafes entre
partidos, las traiciones, las alianzas
forzadas, el ruido de la vida pública
india la abrumaban. «No hay días
normales para una primera ministra de
la India -le oía decir Sonia, mientras
servía el té a Indira y a su amiga Pupul-.
En un día bueno, a lo mejor hay dos o
tres problemas muy urgentes. En un día
malo, quizás haya una docena. Después
de un tiempo, consigues vivir con ello,
aunque nunca te acostumbras del todo.
Si lo haces, entonces es mejor que dejes
el cargo. Un primer ministro debe de
estar siempre un poco a disgusto,
siempre buscando un equilibrio.»
A nivel personal, la diosa Durga
seguía viviendo a su manera austera.
Apenas llevaba joyas, reflejo de su
personalidad frugal Sus saris más
preciados eran los que había tejido su
padre en la cárcel. Tenía sin embargo
una bonita colección que utilizaba de
manera «política», en el sentido de que
se los ponía según el lugar y la
población que pensaba visitar. Los había
de todas partes del subcontinente.
También había en su ropero trajes
regionales que lucía cuando iba de gira
por los territorios del noreste, para
dejar claro que el sari no era la única
prenda que llevaban las mujeres en la
India.
Sonia aprendió a reconocer toda esa
ropa y la ayudaba a escogerla antes de
cada viaje. Durante el conflicto de
Bangladesh, Indira se había inclinado
por el rojo, como si la guerra hubiera
realzado su sensibilidad a ese color, que
tradicionalmente estaba vetado a las
viudas. Indira había confesado durante
esa época que lo veía todo como si fuera
a través de un filtro rojo y que ese color
le había acompañado a lo largo de toda
la guerra. Pero después volvió a sus
gustos de siempre, es decir, todos los
colores excepto el malva y el violeta.
Prefería los tonos luminosos a los tonos
pastel, muy especialmente el verde.
Como era difícil para ella ir de tiendas,
Sonia y Usha le acercaban los saris a
casa. Rápidamente Indira escogía los
que le gustaban. Sabía llevarlos con
estilo, y lucía tan elegante en un simple
sari de algodón tejido a mano como en
uno recargado, hecho con seda de
Benarés.
Sonia se había convertido en la
presencia indispensable en esa casa.
Indira la quería como la hija que no
había tenido. Ahora que había más
recepciones y cenas de dignatarios
extranjeros, Sonia asumió con su suegra
el papel que Indira tenía cuando vivía en
Teen Murti House con su padre. Era muy
concienzuda a la hora de elegir los
menús, en los que no se incluía nunca
carne de vaca ni de cerdo. Los hindúes
vegetarianos no comían huevos pero sí
lácteos, y los más estrictos, los veganos,
no admitían nada animal. También
preparaba comida halal para los
musulmanes y kosher para los judíos.
Cuidar de que todo estuviera en perfecto
orden no era tarea fácil, sobre todo
cuando venían extranjeros. Era difícil
obtener productos indispensables para
un buen menú occidental, incluso en el
economato
de
la
embajada
norteamericana. Sonia aprendió a
planificar las comidas con mucho tiento,
mezclando platos indios y europeos
según la disponibilidad de los
ingredientes. Lo grave es que de nuevo
había escasez de alimentos básicos.
Después de seis años de abundantes
monzones, las lluvias habían vuelto a
fallar. La nube de polvo que asfixiaba
Nueva Delhi era tan densa que Sonia no
se desplazaba sin su inhalador. Veía el
desorden en las calles desde el interior
de su Ambassador blanco con cristales
negros.
Por
doquier
había
manifestaciones, vías cortadas, gente
que protestaba. « ¡Indira no acaba con la
pobreza! -decía un hombre armado de un
megáfono frente a una pequeña multitud
en un cruce de Nueva Delhi, haciendo
alusión al eslogan electoral de Indira-,
¡sino que está acabando con los pobres
matándonos de hambre!» La victoria no
había perdonado al vencedor, y la India
estaba herida. La atención a los
refugiados había vaciado los graneros
del país. Las arcas del Estado estaban a
cero. La crisis petrolera mundial había
disparado el precio del crudo y la
inflación estaba desbocada. Si antes
Sonia tardaba veinte minutos en llegar a
Connaught Place, ahora tenía que prever
más del doble por las vueltas que había
que dar, tal era el desorden en las calles.
Era paradójico tener que recorrer la
ciudad haciendo la compra para
banquetes de lujo mientras los pobres
pasaban hambre en las calles. Ésa era
una realidad a la que Sonia no se
acostumbraba. De vuelta a casa,
controlaba
que
cada
bombilla
funcionase, y que los grifos de los
cuartos de baño no goteasen. Se
aseguraba de que los invitados altos
tendrían sillas apropiadas y que los muy
bajitos podrían contar con reposapiés.
Cuando estaba en casa, siempre que
podía Indira seguía utilizando su
pequeño estudio en la veranda adjunta a
su dormitorio, a pesar de que dispusiese
de un despacho grande en Akbar Road, a
unos cincuenta metros de distancia. Pero
dentro de casa, sentía cercana la
presencia de los suyos, podía escuchar
el trajín doméstico, veía pasar a Sonia
con el bebé en brazos y eso le hacía la
vida más dulce. Para ella, el trabajo, el
ocio y los deberes familiares no eran
actividades compartimentadas, sino que
fluían las unas en las otras. Rendía más
cuando se dedicaba a varias cosas al
mismo tiempo. «Cuanto más haces, más
puedes hacer» era su máxima favorita.
Sus
facultades
funcionaban
simultáneamente, y eso quizás era el
secreto de que pudiera despachar mucho
más trabajo que la gente normal. Sonia
observó que para su suegra el trabajo y
el descanso no eran periodos separados.
De lo que se trataba era de hacer algo
distinto, aunque fuese por poco tiempo,
como leer, arreglar ramos de flores,
ordenar libros o ropa, o hablar con la
familia. Durante el almuerzo, Indira a
veces se dedicaba a completar un
crucigrama, lo que parecía extraño con
la cantidad de problemas que la
acechaban. «Me ayuda a relajarme y a
organizar las ideas», decía. En casa
seguía con la costumbre de dejar notas:
«Hoy te has perdido una foto bonita -le
dejó escrito a Rajiv un día-. Esta
mañana en Akbar Road, dos periquitos
posaron largo tiempo en la rama de un
árbol. También había un par de pájaros
carpinteros aleteando sin descanso. »
Sonia aprendió mucho de ella, por la
relación afectuosa que ambas habían
tejido y que se consolidaba con el
tiempo. Los problemas de Indira, que en
gran parte eran los problemas de la
India, acababan siendo discutidos en
casa. No se hablaba tanto del día a día
de la vida política como de los grandes
temas: la severa crisis económica que
había empezado en 1972 y que
amenazaba con convertirse en la más
seria de todas, la sobrepoblación que
asfixiaba el desarrollo del país, las
eternas tensiones entre comunidades
religiosas, la ocupación por chabolistas
de terrenos públicos en todas las
ciudades o los efectos de los desastres
naturales, eternos compañeros de la
existencia del hombre en Asia. El amor
que Indira sentía por el pueblo llano se
lo contagió también a Sonia, a quien
conmovía el papel de su suegra como
adalid de los pobres, un eco de sus
sueños adolescentes con heroicos
misioneros. Además, la admiraba, no
tanto por sus éxitos en la vida política,
sino porque era espontánea e informal,
totalmente carente de soberbia. La
italiana apreciaba «su capacidad de
querer y de dar.» «Para nosotros, era
alguien que compartía generosamente
sus amplios conocimientos, su calidez y
su presencia. Cuando iba de viaje, nos
escribía sobre sus encuentros y sus
experiencias. Cuando estaba aquí,
velaba por todos y cada uno de nosotros.
Indira se tomaba muy en serio los
pequeños acontecimientos del día a día
de sus nietos, como el primer diente o
los primeros pasos. Le maravillaba el
fenómeno extraordinario, tan viejo como
la humanidad y sin embargo siempre
nuevo, de cómo un niño desarrolla su
conocimiento del mundo exterior, con
ese inacabable sentido de la aventura,
esa pasión por la investigación de todo
lo que le rodea... «Verás que muy
rápidamente el niño pasa a través de
milenios de historia humana, e
inconscientemente,
y
en
parte
conscientemente también, vivirá dentro
de sí la historia de su raza», le había
escrito una vez su padre, y había querido
mostrarle la carta a Sonia. A la italiana
le conmovía que a pesar de toda la
presión del mundo exterior que recibía
Indira, ésta siguiese sensible al
espectáculo, pequeño y grandioso a la
vez, de ver crecer a sus nietos.
A pesar de que estaba muy pendiente
del bienestar de su suegra, Sonia
mantenía su vida privada con Rajiv. Que
hubiera una cena en el comedor
principal no significaba que tuvieran que
asistir ellos también. A veces lo hacían,
otras no. Ellos tenían su vida familiar
muy organizada, tan estable como lo era
su relación. «Siempre se quisieron
mucho; nunca he visto una pareja igual
de unida desde el día en que se
conocieron», diría Christian, el amigo
que les había presentado en Cambridge.
«Nuestro matrimonio funcionó siempre
muy bien, desde el primer momento.
Sonia fue siempre muy comprensiva»,
confesó Rajiv, que había ascendido a
piloto y ahora volaba un avión inglés, el
Avro HS-748, otro digno sucesor del
famoso DC-3 Dakota. Entre sus colegas
de la aerolínea, se le tenía por un buen
profesional, aunque a veces le tomaban
el pelo por ser demasiado meticuloso
con los planes de vuelo, con los
problemas técnicos y con los horarios.
No soportaba la chapuza, pero siempre
estaba dispuesto a hacerse cargo de un
vuelo si por alguna razón un colega le
pedía el favor de reemplazarle. Era buen
camarada, campechano e indiferente con
la jerarquía.
15
Por quien estaba preocupada Indira
era por su otro hijo, Sanjay. «Rajiv tiene
un trabajo, pero Sanjay no lo tiene y está
metido en una empresa costosa. Se
parece mucho a mí cuando tenía la
misma edad -con sus asperezas también, tanto que me da pena el sufrimiento que
debe soportar.» Dos años después de
haber conseguido la licencia del
gobierno para fabricar un coche
autóctono, la empresa de Sanjay no
había producido un solo vehículo que se
pudiera comercializar. No le había
faltado ayuda, desde la posición
privilegiada que el auge de su madre le
proporcionaba. Había conseguido que
algunos políticos y hombres de
negocios, deseando congraciarse con
Indira, invirtiesen grandes sumas de
dinero en su empresa. Sabían que en
caso de perder la inversión podrían
reclamar favores políticos. Del jefe del
gobierno del estado de Haryana, un
individuo regordete con gafas llamado
Bansi Lal, que buscaba acercarse a la
cúpula del poder como fuese, había
obtenido cincuenta hectáreas de tierra
agrícola a las afueras de Delhi. «Cuando
cazas al ternero, es seguro que la madre
le seguirá», había declarado con una
lógica primaria Bansi Lal a un amigo.
Cuando la prensa destapó que fue
necesario «realojar» a más de un millar
de campesinos para levantar la Fábrica
Maruti, el Parlamento reaccionó con
virulencia a lo que llamó un nuevo acto
de «flagrante nepotismo». El precio
conseguido era sospechoso, y la
ubicación de los terrenos, próximos a un
antiguo polvorín del ejército, violaba
las leyes del gobierno que prohibían
levantar una fábrica industrial a menos
de un kilómetro de una instalación de
defensa. Pero nunca se pudo probar que
hubiera cohecho. Indira se mantuvo
callada, como si no fuese con ella, a
pesar de que su principal consejero y
hombre de confianza le advirtiese sobre
la ingenuidad de los planes de su hijo y
su
inexperiencia
con
proyectos
industriales.
-El fracaso de Sanjay en producir un
automóvil podría afectar seriamente tu
posición política -le dijo-. El Maruti
puede ser la grieta que los partidos de la
oposición están buscando en tu coraza.
Indira alzó la vista hacia su
consejero, le miró unos segundos y no
contestó. Sentía una mezcla de fe y
compasión por su hijo que le impedía
ver la realidad tal y como era.
Pero había otro potente factor que
contribuía a la ceguera en Indira: su
inmenso poder. Los hombres que Indira
elegía para puestos relevantes adquirían,
por el mero hecho de haber sido
designados por ella, un poder enorme
para dispensar favores y patrocinio.
Contaban con una gigantesca fuente de
corrupción, que eran las medidas que el
propio partido había puesto en marcha
para controlar la actividad económica
como parte de su programa socialista.
Para hacer cualquier negocio, para abrir
cualquier empresa, para importar bienes
de equipo o piezas de recambio se
requería un sinfín de licencias, permisos
y autorizaciones. Un sistema que
llamaron License Raj, algo así como el
«Imperio del Permiso». Burócratas y
políticos tenían allí la posibilidad de
enriquecerse intercambiando favores
por dinero o por otros favores. El
Lícense Raj abonaba el terreno a cotas
aún más altas de corrupción. Y Sanjay
se dedicó a pescar en esas aguas.
Indira era consciente de la influencia
que el dinero y el poder ejercían sobre
los que estaban a su alrededor, pero
pensaba que cierto grado de corrupción
había existido siempre y era parte
integrante del sistema. Lo importante era
que no se descontrolase. Además, cerrar
los ojos sobre las corruptelas de su
gente era también una manera de
tenerlos atados. Ciertamente, Indira no
era el único caso -en la India o en el
mundo- de líder político personalmente
intachable pero que hacía la vista gorda
ante la corrupción de los demás. Le
parecía que eran asuntos que revestían
poca importancia comparados, por
ejemplo, con las cifras que acababan de
publicarse de que menos del 20 por
ciento de las mujeres de la India sabían
leer y escribir, y en el estado de Bihar
sólo un 4 por ciento ... O que la
población del país iba a pasar el umbral
de los setecientos millones, es decir más
del doble de la población que existía en
el momento de la independencia ... A ese
ritmo, en pocos años, la población india
sobrepasaría a la de China. Ésos sí eran
problemas que exigían la máxima
atención. Como lo eran la oleada de
huelgas, el descontento popular y el
espectro de las hambrunas. Hasta Rajiv
y Sonia, que salían poco, empezaron a
notar la corrupción por la manera de
vestir de las mujeres y las hijas de los
miembros del Partido del Congreso, que
ahora llevaban saris de seda importada,
joyas de diamantes y zapatos italianos
cuando acudían a las recepciones
oficiales.
Muy a pesar del apoyo tácito de su
madre, el proyecto de Sanjay no
despegaba. Todos los prototipos tenían
defectos en la dirección, la caja de
cambios, la suspensión y el circuito de
refrigeración. Un día invitó a Sonia a
probar un prototipo en el circuito
alrededor del perímetro de la fábrica.
Sanjay se afanaba en demostrar que su
vehículo era capaz de alcanzar los cien
kilómetros por hora, pero el terreno
estaba tan lleno de baches y matorrales
que Sonia, muerta de miedo, le rogó que
redujese la velocidad. Aunque era
nuevo, el coche parecía viejo. Las
puertas no cerraban bien, la suspensión
era durísima y el ruido del motor,
ensordecedor. Pero Sanjay no veía esos
defectos. Tanto era así que, en mayo de
1973, pensó que por fin podía presentar
un modelo a la prensa e invitó a una
periodista de la revista Surge a
probarlo. El coche se calentó y perdió
aceite. En los talleres, la periodista notó
que había sólo cinco coches sin pintar y
otros quince en proceso de fabricación.
Los
motores
se
ensamblaban
manualmente y no había signos de una
cadena de montaje. Se dio cuenta de que
el Maruti, en lugar de ser el coche
barato producido en masa que quería el
gobierno, era un producto artesanal de
muy baja calidad.
El problema es que Sanjay había
recaudado mucho dinero y estaba
entrampado. Al principio, como
tampoco podía llamar directamente a los
que podían ayudarle financieramente,
utilizaba los servicios de uno de los
secretarios de su madre, un hombre con
el pelo engominado peinado hacia atrás
y una ancha sonrisa mecánica llamado
R. K. Dhawan (había sido el taquígrafo
de Nehru) que vio una buena
oportunidad, cultivando el contacto con
Sanjay, de mejorar su posición con
respecto a su jefa. Él se encargaba de
llamar a empresarios y hombres de
negocio desde el número 1 de
Safdarjung Road y éstos acudían
corriendo porque no querían perder la
oportunidad de hacer un favor a la
primera ministra, vía su hijo. Es posible
que pensasen que la propia Indira se
interesaba por estos negocios, pero en
realidad ella lo ignoraba absolutamente
todo de los tejemanejes de su vástago.
Más adelante, Sanjay pidió un
depósito de medio millón de rupias a
cada uno de los setenta y cinco
concesionarios que había designado a
cambio de la promesa de entregar los
primeros coches para la venta en los
seis meses siguientes. También había
acudido a los bancos, nacionalizados
recientemente por su madre, y había
conseguido créditos sin garantía por
valor de ocho millones de rupias. Pero
el coche seguía sin materializarse y la
ineptitud de Sanjay salió a relucir. Para
defenderse de los ataques, cada vez más
numerosos, él achacaba su fracaso a la
burocracia y a la cantidad de cortapisas
administrativas que tenía que sortear.
Algo de razón tenía, pero si alguien
estaba en disposición de lidiar con las
dificultades y los obstáculos del License
Raj, era él. Aun así, optó por echar la
culpa a los demás. Pero la protesta de
los diputados se hacía muy estridente y
los periódicos empezaron a hablar del
asunto Maruti relacionando a Indira con
su viejo enemigo Nixon. El asunto
Maruti, según la prensa, era el Watergate
de Indira.
A finales de 1973, angustiada ante la
proporción que tomaba el asunto, Indira
pidió a su ministro de Economía que
echase un vistazo a los papeles del
Maruti. Sonia la veía muy preocupada.
Su suegra estaba convencida de que la
oposición utilizaba el asunto de Sanjay
para destruirla, y no le parecía justo.
Seguía pensando que su hijo merecía una
oportunidad. Un día le contó que en su
juventud había conocido a un cura
católico que había construido un avión
en dos garajes en Bombay y que solía
pasear a sus amigos sobrevolando la
bahía. «Si ese hombre pudo construir un
avión... ¿Por qué no puede Sanjay
construir un coche?», preguntaba.
Las razones de la incapacidad de su
hijo en emular al cura católico salieron
a relucir en la entrevista que tuvo lugar
entre Indira, Sanjay y el ministro de
Economía, Subramanian, que había sido
el arquitecto de la «revolución verde».
El ministro pidió a Sanjay el informe del
proyecto.
-No puede haber informe del
proyecto antes de realizarse el proyecto
-contestó Sanjay.
El ministro pasó a explicarle que
aunque posiblemente pudiese diseñar un
coche, debía tener un informe con la
especificación de cada componente, la
manera en que se producirían y el coste
por pieza.
-Eso ya no es necesario -contestó
Sanjay con su punto de arrogancia-. Ésas
son viejas maneras de operar.
El ministro dijo a Indira que su hijo,
por muy dinámico que fuese, carecía de
los conocimientos necesarios para
triunfar en semejante empresa. Le
prometió conseguir la ayuda de
profesionales para aconsejarle, pero
Sanjay se opuso a ello con vehemencia.
No quería que nadie le hiciese sombra
ni perder el control de su negocio. Todo
hacía presagiar que Indira escucharía a
su ministro, pero no lo hizo. Presa entre
su deber de gobernante y la fe ciega que
tenía en su hijo, no sólo hizo caso omiso
de los consejos de Subramanian, sino
que apartó a los consejeros más críticos
con Sanjay. El poder absoluto del que
ahora disponía Indira exigía gente sin
carácter y maleable alrededor. No
admitía sombras, ni discrepancias, ni
crítica, aunque fuese amistosa. El poder,
que estaba envenenando al hijo y cegaba
a la madre, sólo admitía sumisión.
A Rajiv nunca le había gustado el
proyecto de su hermano, que veía como
el sueño de un megalómano que podía
dañar la reputación de su madre, y por
extensión la del resto de la familia.
Ambos hermanos tuvieron su primer
gran desencuentro de adultos cuando
Rajiv, al regresar de un viaje, se enteró
de que Sanjay había convencido a Sonia
para que firmase varios documentos que
la hacían socia de una nueva empresa,
Maruti Technical Services, con sueldo,
bonificaciones y gastos de viaje
incluidos. También aparecían como
socios los pequeños Rahul y Priyanka.
-¿Cómo has podido hacer eso? -le
dijo enfurecido a su hermano-. No
quiero acabar pringado en tus
tejemanejes, ni que metas a Sonia y a los
niños en líos...
-Líos ninguno...
-¿Cómo que no? ¿Cuánto tiempo
crees que va a tardar la oposición en
enterarse de esto?
-No es nada ilegal.
-Sí lo es. Te has olvidado de que
Sonia, por ley, no tiene derecho a poseer
acciones de una empresa india por ser
extranjera.
Sanjay alzó los hombros, como si
aquello no tuviera la más mínima
importancia. Rajiv estaba también
enfadado con Sonia.
-He aceptado por hacerle un favor a
tu hermano -le dijo ella-. Siempre ha
sido muy cariñoso conmigo, y si me pide
un favor, no iba a decirle que no.
-Pero has firmado que vas a cobrar
un sueldo, ¿te das cuenta?
-He firmado a ciegas, no sabía lo del
sueldo, ni he tenido nunca intención de
cobrar nada, eso lo sabes tú...
-Vas a ver cómo tarde o temprano, el
lío del Maruti va a acabar por
salpicarnos.
Rajiv estaba furioso, como pocas
veces le había visto Sonia. Bajo la
denominación
de
empresa
de
consultoría, era en realidad una tapadera
creada para desviar dinero de la
empresa matriz Maruti Limited a manos
de Sanjay y de los que habían invertido
grandes sumas en la fábrica de coches
que no acababan de existir. Ahora Rajiv
sólo quería una cosa: alejarse
completamente de todo lo que tuviera
que ver con el Maruti.
Ambos hermanos se habían criado
en la misma casa, pero desde la más
tierna
infancia
habían mostrado
marcadas diferencias. La maestra de
escuela infantil que les dio clase
describía a Rajiv como un niño cortés,
dócil, un estudiante correcto. En cambio
Sanjay era rebelde, destructivo,
porfiado, sin interés alguno por las
actividades de la escuela, soberbio con
sus profesores y muy difícil de tratar.
Creció como un adolescente turbulento y
caprichoso, trasteando con coches y
atrayendo a dudosas amistades. Ambos
ingresaron en el Doon School, el colegio
más elitista de la India, creado a imagen
y semejanza de las grandes instituciones
educativas británicas como Eton o
Harrow. Pero Sanjay no aguantó la
disciplina ni el ritmo de estudios. Tenía
tan poco interés por la lectura que en
una entrevista que le hicieron de adulto
no pudo nombrar un solo libro que le
hubiera influenciado o inspirado, ni
siquiera los escritos por su abuelo. Sólo
le gustaban las actividades del taller
mecánico. Vivía obsesionado con los
coches y los aviones. A pesar de ser
quien era, fue expulsado del colegio.
Fue
entonces
cuando
Indira,
desesperada, lo mandó a hacer un curso
de aprendizaje a la Rolls-Royce en
Inglaterra. «Lo que más le gustaba era
hablar de política india y burlarse de la
política inglesa», diría su supervisor
antes de añadir: «Una vez, cuando le
llamé la atención por un error que había
cometido, me dijo: "Mira, los británicos
han jodido a la India durante siglos, y
ahora yo he venido a joder a
Inglaterra."»
Criado entre primeros ministros que
la gente adulaba como a dioses, Sanjay
acabó pensando que la India era su
dominio personal. Nunca conoció
privaciones, al contrario que su madre y
su abuelo. Nehru, después de una vida
de lucha, daba rienda suelta a sus ganas
de mimar a sus nietos, como si
haciéndolo compensase los sufrimientos
que había padecido. A veces les hacía
regalos excéntricos, como un cocodrilo
que se convirtió en la mascota preferida
de Sanjay hasta que Indira terminó por
mandarlo al zoo cuando casi le mordió
los dedos. Tampoco Sanjay heredó de
ellos su inmenso amor hacia la gente de
la India ni su genuina compasión por los
pobres. Nunca le tocó ver los rostros
esqueléticos de ancianas llorando a sus
muertos, nunca le tocó mirar a los ojos
de los campesinos que contemplaban sus
campos resquebrajados por la sequía,
nunca sintió el silencioso clamor de un
pueblo que desde hacía siglos pedía
protección. A Sanjay parecía molestarle
el atraso de su país y no entendía su
complejidad. Era un rebelde contra la
tradición, impaciente con las leyes y los
reglamentos. Pasaba de ser cariñoso y
atento a franco y brutal en un santiamén,
pero esa brusquedad era chocante en un
país donde las relaciones entre la gente
están impregnadas de una antigua
cortesía, como una pátina, producto de
miles de años de ininterrumpida
civilización. Para él, la vida era un
juego en el que había que ganar y los
problemas de la vida eran obstáculos
que había que franquear para conseguir
llegar a la meta. Y tenía prisa. Prisa por
cambiar las cosas, por llegar antes, por
acumular un poder que no le
correspondía. Tenía tanta prisa que no le
importaban los medios para llegar al fin.
Su hermano había crecido en una
dirección opuesta. Desde pequeño había
sido siempre más sensible al sufrimiento
de los demás. Había heredado la
sensibilidad de su madre hacia los más
desfavorecidos y su amor a la India, y
eso se manifestaba en las fotos que
hacía. De joven, visitaba a los amigos
de sus padres que estaban enfermos, de
forma espontánea, sin que nadie le
empujase a ello. Un día, cuando tenía
diecisiete años, Indira se lo encontró
cuando fue a dar el pésame a la familia
de un amigo y veterano líder del
Congress que acababa de morir. Así se
enteró de que su hijo le había estado
visitando los últimos días. Rajiv era el
tipo de persona que no dudaba en
detenerse y ofrecer su ayuda si veía un
accidente en la carretera; y si fuese
necesario, llevaba a la víctima al
hospital y luego se preocupaba por su
evolución. En el jardín de casa, vigilaba
un nido de petirrojos y si se encontraba
con una cría herida, la llevaba al
hospital de pájaros de Chandni Chowk,
arriesgándose a llegar tarde a su trabajo.
Rajiv era feliz con lo que tenía, con
Sonia, sus hijos, sus perros y el lujo de
poder dedicarse a sus aficiones. No
pedía más a la vida, y precisamente en
eso consistía su sabiduría. Pero su
madre no parecía apreciarla; más que
sabiduría, ella veía en ello falta de
ambición, lo que no suscitaba su
admiración.
Sin embargo, Indira pensaba que una
existencia privilegiada no significaba
que no hubieran sufrido en su niñez.
Habían vivido en una casa siempre llena
de adultos, cuyo ambiente estaba
impregnado de la gravedad de las
discusiones y de la solemnidad de lo
que se dirimía en los despachos, los
salones y los estudios de Teen Murti
House. Que no se hubieran aficionado a
la lectura quizás era una reacción contra
ese mundo oficial y protocolario en el
que les tocó ser niños, pensaba ella,
siempre buscándoles una disculpa.
Cuando se lo pasaban bien de verdad
era cuando iban a visitar a su padre, los
fines de semana y en vacaciones. Firoz
era extrovertido, charlatán' afectuoso y
les daba su atención total. Sabía jugar
con sus hijos y entretenerlos. Les
enseñaba a montar y desmontar juguetes,
a plantar y a cuidar rosas, porque era
muy aficionado a su cultivo. Lejos de la
adusta formalidad del palacete del
primer ministro donde vivían, Rajiv y
Sanjay encontraban en su padre a una
persona con una capacidad de diversión
desbordante. Además supo instigarles el
sentimiento de que eran muy importantes
para él, lo que les causó un profundo
impacto. Como en todos los matrimonios
separados, al final son los hijos quienes
soportan las tensiones de los padres,
aunque no las entiendan. ¿Pero acaso
podía Indira explicárselas? ¿Podía
contarles que no vivía con Firoz porque
éste le había sido reiteradamente infiel?
¿Porque no se entendían y estaba harta
de pelearse? Su propia dignidad se lo
impedía. Los hijos veían que el abuelo
Nehru no albergaba simpatía alguna por
su yerno, y ellos lo acusaban. Quizás,
inconscientemente, culpasen a su madre
de que Firoz fuese apartado y no
formase parte del hogar del primer
ministro. Después de la cremación,
Sanjay, devastado, echó en cara a su
madre haber descuidado a su padre. La
acusó directamente del infarto que le
había matado.
Indira encajó el golpe. Debía de
sentirse culpable de que su matrimonio
no hubiera funcionado. Y por lo tanto
culpable de que sus hijos hubieran
sufrido por ello. Su debilidad con
Sanjay quizás escondía su voluntad de
enmendar esa culpa. A Sonia le chocaba
que ella, la mujer más fuerte de la India,
fuese de una debilidad tan asombrosa
con su hijo pequeño. Sus numerosos
enemigos no tardarían en darse cuenta
de que Sanjay era su talón de Aquiles.
Indira, que tenía una confianza total
con Sonia, charlaba a menudo con ella.
Era quizás la única de la casa con quien
compartía confidencias. Un día le
confesó que su matrimonio había
conocido muchos altibajos, pero que no
hubiera podido casarse con ningún
hombre salvo Firoz. Fue el único al que
de verdad amó. Le hablaba de él a
menudo, y con cariño porque decía que
Rajiv le recordaba a su marido. Ambos
tenían los pies en la tierra, eran
sensibles a la belleza de la naturaleza y
a la música, hábiles con sus manos y
prácticos en su manera de encarar los
problemas. Nunca pensó que Firoz
moriría tan pronto, tan joven. Es cierto,
reconocía que lo había desatendido en
los últimos tiempos, pero lo había hecho
pensando que ambos tenían la vida por
delante y que recuperarían el tiempo
perdido. Se habían reconciliado en
1958, después de un primer infarto. Para
que se recuperase, Indira organizó unas
vacaciones en familia en una casa-barco
sobre el lago de la ciudad de Srinagar,
la Venecia de Oriente, como se conoce a
la capital de Cachemira. Firoz y los
chicos se lo pasaron en grande, nadando,
montando en barca y haciendo fotos.
Indira aprovechó para empezar a
aprender castellano, un idioma que
siempre le atrajo.
El espectáculo de la naturaleza de
Cachemira, la tierra de sus antepasados,
la llenaba siempre de emoción. Las
puestas de sol sobre las aguas
centelleantes del lago Dal eran
sublimes. Había magia en el aire.
Parecía que los martines pescadores
estuvieran amaestrados. Uno de ellos
entró en la casa-barco y se posó sobre el
hombro de Rajiv. Luego hicieron una
excursión de varios días a Daksun, un
lugar paradisíaco donde pescaron
truchas silvestres en caudalosos ríos que
bajaban entre prados cubiertos de flores
y bosques de pinos y abetos enmarcados
por cumbres de nieves eternas. Firoz le
contó que acababa de comprar un
terreno en Mehrauli, cerca de Delhi, y
hablaron de construirse una casa algún
día. Sería su propia casa, para no tener
que vivir más en las del gobierno (Firoz,
como diputado del estado de Uttar
Pradesh, también vivía en una vivienda
oficial). Fue un hermoso reencuentro
para Indira, después de un matrimonio
tan tormentoso, con tantas peleas,
traiciones y humillaciones, aún más
dolorosas porque la mayoría habían
acabado expuestas a la luz pública.
Ahora la sombra de los picos del
Himalaya actuaban de bálsamo que
curaba las heridas del pasado. Durante
ese tiempo en el que pudieron disfrutar
de la paz de las montañas, volvieron a
hablar de un futuro juntos. Fue entonces,
en ese intervalo de felicidad, tan fugaz
como intenso, cuando Indira decidió,
una vez que su padre hubiera muerto,
consagrarse totalmente a Firoz. Pero el 8
de septiembre de 1960 vino el infarto a
romperle el ensueño.
16
Sanjay ya no tenía la reputación de
mujeriego que se había granjeado en
Inglaterra. Obsesionado con el Maruti,
llevaba una vida de puro trabajo. Salía
de casa antes del amanecer y regresaba
a las siete u ocho de la noche para ver
cenar a sus sobrinos o para compartir un
tentempié con Sonia. Rara vez con su
hermano o con su madre, porque estaban
tan absorbidos por el trabajo que en
aquella época se dejaban ver poco en
casa.
Desde su regreso de Inglaterra,
Sanjay había tenido dos relaciones, una
con una mujer musulmana, que duró
poco, y otra, más seria y más larga, con
una alemana, Sabine von Stieglitz, la
hermana de Christian, el amigo que
había presentado Sonia a Rajiv, y que
trabajaba en Nueva Delhi como
profesora de idiomas. Sabine, alta,
rubia, guapa y cosmopolita, era
culturalmente más inglesa que alemana
porque casi toda su vida había vivido en
Inglaterra. Era muy amiga de Sonia.
Pasaban
muchas
tardes
juntas,
ocupándose de los niños, jugando con
ellos o leyéndoles cuentos. Uno de ellos,
«Los animales de mi ciudad», era
especialmente
gracioso
porque
describía al elefante, al mono, la boa, el
cuervo, el buitre, la corneja... como los
animales familiares. Y era cierto,
estaban en todas partes. El graznido de
las cornejas era la banda sonora de la
vida en la India.
Sonia era muy madraza, y muy
meticulosa con la educación de los
pequeños. No toleraba caprichos con la
comida, y sabía ponerles límites en su
comportamiento, sin llegar a ser severa
como lo había sido Stefano con ella y
sus hermanas. Les hablaba en italiano
cuando estaban a solas, y en inglés si
estaban todos juntos o en presencia de
Sabine. En realidad, Sonia era
meticulosa en todo, de ahí que quisiese
hacer un curso de restauración de
pinturas antiguas. Esa afición cuadraba
con su personalidad discreta, hacendosa,
detallista y concienzuda. Pensaba
dedicarse a ello en cuanto los niños
creciesen un poco y la necesitasen
menos.
Sonia albergaba la esperanza de que
la relación entre Sanjay y Sabine se
estabilizaría algún día y acabaran
casándose. Pero Sabine se cansaba de
esperar.
-Sanjay está más enamorado del
Maruti que de mí -le confesó un día a
Sonia-. Ya no me creo que acabe
comprometiéndose
conmigo.
Sólo
piensa en su proyecto de negocio, no
cabe nada más en su vida.
-¿Qué vas a hacer?
-Me vuelvo a Europa.
-¡Qué
pena!.
Hubiera
sido
formidable tenerte de cuñada.
-También a mí me hubiera gustado le dijo a Sonia, mientras Priyanka y
Rahul se peleaban por una galleta.
Sonia la acompañó al aeropuerto a
despedirla. Lo que no sabía es que la
volvería a ver dos días más tarde.
-¿Pero qué ha pasado? ¿No estabas
en Londres?
Sabine le contó que en la escala de
Teherán, el piloto del avión de Indian
Airlines la mandó llamar por megafonía.
Sabine, sorprendida, acudió a la cabina
del Boeing.
-Alguien quiere hablar con usted por
la radio -le dijeron. Era Sanjay. Allí,
frente a una tripulación que no salía de
su asombro, vivieron su penúltima
escena de amor. Sanjay le rogó que
regresase a Nueva Delhi: «Démonos una
última oportunidad», le suplicó. Sabine
no pudo resistirse al hombre que amaba
y por eso había vuelto. Le daba un poco
de vergüenza haber cedido. Sonia estaba
encantada, y volvió a soñar con que su
amiga podía convertirse en su cuñada.
Pero unas semanas después rompían
de nuevo, y esta vez para siempre. El
sueño de Sonia de tener a su amiga
cerca se esfumó, pero sólo durante una
temporada. Sabine no se instaló en
Inglaterra. Se había acostumbrado a
vivir en la India. En Europa, echaba de
menos el calor de la gente, la cortesía
asiática, el ritmo de vida. «A mí me
pasa lo mismo», le confesó Sonia.
Además, Sabine tenía un trabajo que le
permitía vivir mejor que si se hubiera
marchado a Londres. De modo que, para
gran alegría de Sonia, volvieron a pasar
tardes juntas, y fines de semana en los
alrededores, como aquel que terminó en
una pequeña tragedia cuando se
acercaron a un nido de avispas y
acabaron cubiertas de picotazos.
Sabine acabó conociendo a uno de
los profesores del Instituto Goethe de
Nueva Delhi y se casó con él. Vivieron
seis años en la capital india. No
tuvieron hijos hasta más tarde, cuando se
hubieron mudado a México, pero tenían
perros que juntaban con los de Sonia
cuando se iban al campo, para delicia de
los niños. Sabine guardó de Sanjay el
recuerdo de un chico serio, con empuje,
pero demasiado egocéntrico.
Para Indira, fue mejor así, porque el
hecho de que sus dos hijos se casaran
con dos europeas no hubiera sido
políticamente lo más correcto. Habría
sido como confirmar públicamente que
los Nehru se hacían del todo
occidentales y se alejaban para siempre
de sus raíces indias, y para entonces
Sanjay ya se había metido en política, no
tanto por vocación como para
defenderse de las críticas que le llovían
por doquier a consecuencia de su nefasta
gestión del asunto Maruti.
Fue en un cóctel para celebrar la
próxima boda de un antiguo amigo del
colegio donde Sanjay conocería a su
futura esposa. Era el 14 de diciembre de
1973, y la fecha coincidía con su
cumpleaños. Ese día Sanjay estaba muy
animado, y no era por el alcohol porque
no bebía nunca. Pero era consciente de
ser el soltero más codiciado de la India.
Guapo aunque a sus veintisiete años ya
tenía una calvicie avanzada, procuraba
tener cuidado de no liarse con mujeres
que sospechaba podían estar interesadas
únicamente en convertirse en miembros
de la primera familia de la India. El
amigo que se iba a casar le presentó a
una prima suya llamada Maneka Anand,
una chica larguirucha, con facciones
regulares y bien proporcionadas,
pecosa, suficientemente atractiva como
para haber ganado un concurso de
belleza y que trabajaba esporádicamente
de modelo para una marca de toallas.
Era guapetona y fotogénica, con un
carácter vivaracho y enérgico. A Sanjay
le atrajo inmediatamente y pasó la
velada hablando con ella. Maneka le
contó que había abandonado sus
estudios de Ciencias Políticas en el Sri
Ram College de Nueva Delhi y que
quería convertirse en periodista. Era
hija de un coronel del ejército, un sij, y
de su esposa llamada Amteshwar, hija
de un terrateniente y ganadero de
Punjab.
A partir de ese día, Sanjay dedicó
todo su tiempo libre a Maneka. Se veían
a diario. Como a él dejó de gustarle
salir a restaurantes o al cine, prefería
verla por las tardes en casa de una de
las dos familias. A Sonia esta nueva
novia no le causó una gran impresión.
Comparada con Sabine, era una
chiquilla inmadura que duraría con
Sanjay lo que éste tardase en darse
cuenta de lo ambiciosa que debía de ser.
Porque ahora Sonia se había contagiado
de la desconfianza que viene con el
poder o la cercanía al poder. Como su
suegra, pensaba que todo el que se
acercaba a la familia lo hacía por
interés. La mayoría de las veces no le
faltaba razón. Pensó que Maneka, una
más de las que cortejaban al soltero de
oro de la India, sería flor de un día.
Pero a principios de 1974, Sanjay la
invitó a comer a casa, signo de que el
chico estaba tomándose su relación más
en serio de lo habitual. La chica estaba
muy nerviosa porque tenía que pasar por
el trance de conocer a la primera
ministra.
Sonia
la
entendía
perfectamente, ella que había tenido un
ataque de nervios el día que Rajiv debía
presentársela. La diferencia era que
entonces ella y su novio llevaban un año
juntos, y no un mes, como Sanjay y
Maneka. Pero conocía a su cuñado,
sabía lo impulsivo y lo impaciente que
era. También, en la época de Inglaterra,
Indira era otra mujer, más pausada, sin
el agobio ni la tensión del poder.
Maneka,
visiblemente
intimidada,
miraba todo como un pajarito asustado:
los muebles, los cuadros, las fotos.
Cuando de pronto se encontró frente a
Indira, no supo qué decir. Se puso roja y
empezó a balbucear. Indira rompió el
hielo:
-Como Sanjay no nos ha presentado,
dime cómo te llamas y a qué te dedicas le dijo.
Maneka siguió balbuceando como
pudo, omitiendo que hacía de modelo
para una marca de toallas, lo que no le
pareció digno de mención.
Indira charló un rato con ella y,
como estaba acostumbrada a ver desfilar
a chicas que Sanjay seducía, no pensó
nada en especial, excepto que era un
poco joven. Aunque le hubiera gustado
encontrar una nuera entre las buenas
familias de Cachemira, no se metía en
los asuntos sentimentales de su hijo,
como tampoco lo había hecho con Rajiv.
Hacía tiempo que había abandonado la
idea de organizarle un «matrimonio
concertado» a lo indio. Eso lo dejaría
para otra vida en la que tuviera más
tiempo y más sosiego...
Pasaron los meses y parecía que
Maneka estaba allí para quedarse. No
era una más en la vida de Sanjay. Éste se
había enamorado y, fiel a su carácter
impulsivo, quería casarse ya. Indira no
tuvo reparo, al principio, en admitirla.
Que fuese de una familia sij no suponía
un problema para los Nehru, que habían
pregonado siempre la igualdad entre las
comunidades religiosas del país.
Presionada por las prisas de su hijo, no
tuvo tiempo de informarse sobre la
familia de su futura nuera y fijaron la
fecha del 29 de julio para la pedida.
Ambas familias se reunieron en el
número 1 de Safdarjung Road donde
después de una breve ceremonia, se
sentaron todos a celebrarlo comiendo.
Indira se dio cuenta en seguida de que
no eran gente educada, ni cosmopolita,
ni culta y en la madre fue capaz de
adivinar la satisfacción profunda de
haber colocado a su hija en la familia
más codiciada del país. Hubiera podido
decir algo parecido de la familia de
Sonia, pero la diferencia es que aquéllos
eran sencillos, no presumían de nada y
carecían de ambición. Éstos eran
ruidosos y ostentosos, con un gusto
hortera en la manera de vestir y de
exhibir sus joyas. De todas maneras,
Indira estuvo a la altura de las
circunstancias. Nobleza obliga. El anillo
de pedida que luda su nuera se lo había
regalado ella. Y era un regalo muy
especial. Había pertenecido a Kamala,
su madre, y había sido diseñado por su
abuelo Motilal. Confiaba secretamente
que algún día esa chiquilla llegaría a
entender el profundo significado de tan
preciado presente. También le ofreció un
conjunto oro y turquesa, así como un sari
de una seda muy fina y bordada al estilo
Tanchoi, mezcla de estilos indio y chino.
Un mes después, le regaló un sari de
seda italiana por su cumpleaños.
Los temores sobre la familia de
Maneka se vieron confirmados por la
información que empezó a fluir después
de la pedida. Indira se enteró de que
Arnteshwar, su futura consuegra, había
estado diez años litigando con su
hermano por la herencia del padre, que
era una mujer con una educación muy
elemental y, según los que la conocían,
intrigante y codiciosa. Le llegaban
rumores de que los demás miembros de
la familia eran rudos y descarados.
Otras fuentes les tildaban de arribistas.
Se había colado en la vida de Sanjay
justo el tipo de persona que siempre
habían intentado evitar. Aunque rara vez
los padres están contentos con la
elección de las parejas de sus hijos,
ahora Indira iba a beber la misma copa
que dio a beber a su padre cuando le
informó de su decisión de casarse con
Firoz. Como en aquel caso, también
ahora se trataba de familias que venían
de mundos opuestos, que no compartían
los mismos valores. ¿Pero serviría de
algo enfrentarse con su hijo, como Nehru
se había enfrentado con ella? Pocas
veces en la vida lo había pasado tan mal
como entonces, de modo que no estuvo
dispuesta a hacer lo mismo. No podía
abrir un frente más. La cantidad de
problemas con los que tenía que lidiar la
habían deprimido. No veía cómo sacar a
la India de la pobreza, yeso la
desesperaba. Su fiel secretaria Usha
recordaría que, al regresar de un funeral
a finales de julio por el eterno descanso
de un viejo amigo de la familia, Indira le
confesó que estaba cansada de vivir. Le
dio instrucciones sobre la manera de
disponer de su cuerpo cuando hubiera
muerto.
-No quiero un funeral, Usha.
Apunta... Quiero que pongan mi cuerpo
en un ataúd y que lo dejen caer desde un
avión sobre las nieves eternas del
Himalaya. Quizás así consiga disfrutar
de una paz que no he disfrutado en vida.
-Madam, lo importante es tener paz
en esta vida, ¿no cree? En la otra está
garantizada...
-Sí, lo sé, pero no está en mis manos
y no creo que ya sea posible.
-Tiene que serlo, señora. Además,
déjeme decirle que nadie estará de
acuerdo en disponer de su cuerpo de esa
manera. Si fuesen cenizas todavía... pero
¿cómo quiere que tiren un ataúd desde
un avión y que se estrelle contra el
suelo?
-Pues no quiero ni ser enterrada ni
que me quemen -zanjó Indira.
En ese estado de ánimo, la
perspectiva de casar a su hijo con una
chica de diecisiete años de una familia
que consideraba «ordinaria» no era algo
que le levantase la moral Lo único que
pudo hacer fue retrasar la boda. Cuando
se enteró de que en la fecha fijada
Maneka no habría cumplido la mayoría
de edad, le dijo a su hijo:
-Tendrás que esperar a que cumpla
los dieciocho. No puedo permitir que
incumplas la ley.
El problema de los casamientos
infantiles seguía siendo un tema
espinoso en la India que había sido
denunciado por Gandhi, Nehru y por
todos los que querían modernizar el
país. Miles de niñas acababan siendo
«negociadas» por sus padres, casadas y
convertidas en criadas de la familia del
marido, sin poder alguno para decidir
sobre el número de hijos que tendrían.
El caso de Maneka distaba mucho de
esto, pero Indira no estaba dispuesta a
que Sanjay no predicase con el ejemplo.
Además, ganando tiempo, quizás su hijo
acabaría recapacitando.
Pero no ocurrió. Ese verano, Sanjay
tuvo que someterse a una pequeña
operación de hernia. Después de sus
clases matutinas, Maneka pasaba la
tarde y parte de la noche en la sala
privada del All India Institute of
Medical Sciences, el hospital más
puntero de Nueva Delhi. Unas semanas
después de su convalecencia, el 23 de
septiembre de 1974, se casaron en una
ceremonia civil en casa de un viejo
amigo de la familia, Moharnmed Yunus.
La boda fue una demostración de la
India aconfesional que siempre habían
defendido los Nehru: el hijo de un parsi
y una hindú se casaba con una chica sij
en casa de un amigo musulmán frente a
una nuera católica. Indira fue generosa
con Maneka: le regaló veintiún saris de
las telas más finas, algunas joyas de oro
y, lo más valioso, uno de los saris de
algodón que Nehru había hilado en la
cárcel con su rueca. Cumplió al pie de
la letra con su deber de suegra. Para
recibir a su nuera, asignó a la nueva
pareja un dormitorio que daba al salón
principal, cerca de la puerta de entrada,
en la parte de la casa opuesta al cuarto
de Rajiv y Sonia. Lo decoró y lo arregló
con mimo, colocó objetos y frascos
sobre la mesa del tocador y eligió unas
pulseras que, por tradición, Maneka
debía ponerse en su noche de bodas y
que dejó en la mesilla.
Justo después de la celebración,
Maneka ingresaba en el hogar de los
Gandhi - Nehru igual que Sonia lo había
hecho con Rajiv seis años antes. «La
boda ha transcurrido tranquilamente escribió Indira a Dorothy Norman esa
misma noche-, Maneka es tan joven que
tenía mis dudas sobre el asunto y no
acertaba a adivinar si sabía lo que
estaba haciendo. Pero parece que ha
encajado, y es jovial y alegre.»
Pero Maneka no era Sonia y, aunque
venía de una familia que vivía a un
kilómetro de distancia, su adaptación
resultó mucho más ardua que la de su
cuñada que venía de la otra punta del
mundo. A pesar del deseo de Indira, a la
chica le costaba encajar en esa casa.
Para empezar, fumaba, un hábito que era
muy mal visto. Sanjay odiaba el tabaco;
Indira, que había sido tuberculosa, lo
detestaba; y Sonia, asmática, era
alérgica al humo. Mal comienzo.
Además, era locuaz y hablaba en un tono
de voz alto. «En mi propia casa éramos
informales y a veces deslenguados -diría
Maneka-. Los Gandhi mantienen el
decoro
entre
ellos
en
toda
circunstancia.» Sanjay y ella tenían
temperamentos diametralmente opuestos
y sumaban muchos ingredientes para un
fracaso matrimonial. Es cierto que no
siempre debía ser fácil comunicarse con
Indira, una presencia imponente. A
veces durante las comidas Maneka se
ponía a hablar de libros que había leído
o que estaba leyendo como si quisiera
impresionarla con su capacidad
intelectual. Indira levantaba la vista, le
lanzaba una mirada de reojo y seguía
comiendo. «Era fogosa e inteligente diría Usha, la fiel secretaria de Indirapero al mismo tiempo era ambiciosa y
muy
inmadura.»
Varias
veces
mencionaba que Sanjay sería un día
primer ministro, lo que provocaba
vergüenza ajena en los demás. Otras
veces hablaba de la felicidad con cara
mustia: «Sabía que no se refería a una
búsqueda filosófica -recordaría Ushasino a su propia infelicidad causada por
la ausencia de Sanjay.» Lo que le
gustaba de verdad era salir y ser vista,
precisamente lo que su marido no podía
ahora permitirse, ocupado como estaba
en dejar su huella en la sociedad india.
Consecuentemente,
Maneka
se
aburría mucho en una casa donde nadie
fumaba, ni bebía ni decía palabrotas.
Pasaba las horas muertas en la oficina
de Usha preguntando por el programa de
su marido, que estaba siempre muy
cargado, e intentando descubrir las
claves de ese mundo nuevo en el que
estaba metida. El mundo tradicional, a
ese no quería ni acercarse. Cuando
Sonia le propuso enseñarla a cocinar,
aunque sólo fuese para que se distrajera,
porque nadie mejor que ella sabía por lo
que estaba pasando su cuñada, Maneka
le contestó que no le interesaban ni la
cocina ni las cosas de casa.
Todos se dieron cuenta rápidamente
de que Maneka era una nota discordante.
A Rajiv le ponía nervioso encontrársela
tumbada en un sofá del salón fumando
mientras Sonia estaba atareada con la
casa.
-¡No pega ni golpe! -decía en voz
baja a Sonia-. ¿Quién se cree?
Sonia alzaba los hombros, como
diciendo: es lo que hay. Tampoco les
gustaba su manera de tratar al servicio, a
gritos y sin respeto, muy típico de la
clase pudiente india. A Indira también le
disgustaba su comportamiento vulgar y
chillón. El problema es que el único
lugar donde encontraba protección
contra la dureza de la vida política era
su casa, que ahora se veía perturbada. El
número 1 de Safdarjung Road dejó de
ser un remanso de paz.
17
El humor de Indira reflejaba el de la
India, que no levantaba cabeza después
de la guerra de Bangladesh. El paro
subía y con ello el descontento popular.
La
cadencia
de
huelgas
y
manifestaciones era infernal, y muchas
acababan en violentos choques con la
policía. Para Sonia, la tarea de hacer la
compra podía convertirse en un
auténtico vía crucis: calles cortadas,
desvíos arbitrarios, reyertas a pedradas,
tiendas cerradas por falta de
avituallamiento debido a una huelga de
transportes, etc. No había un día normal,
era como si el país hubiera perdido el
norte y abrazase la anarquía. En toda la
geografía nacional no se hablaba de otra
cosa que no fuese corrupción,
disturbios, encierros, sentadas y huelgas.
A Sonia le impresiono mucho el
escándalo del azúcar como se dio a
conocer, que causo la muerte de mucha
gente, especialmente niños. Unos
comerciantes sin escrúpulos habían
puesto a la venta una mezcla de azúcar
con cristal molido, que resulto letal y
que sacaba a relucir la falta de control y
la
desidia
completa
de
la
administración. Sonia que siempre tenía
presente a sus hijos, se preguntaba
horrorizada: ¿y si ese azúcar habría
acabado en la guardería de Rahul?
Ante el espectáculo desolador que
ofrecía el país, un héroe del movimiento
de liberación y antigua amigo de la
familia Nehru, un hombre frágil de
setenta y dos años llamado J.P. Narayan,
fue capaz de unificar distintos grupos
opuestos a Indira. Su programa abogaba
por una federación de aldeas y pretendía
lanzar una revolución total, una
democracia sin partidos. Era una locura,
la idea vaga de un idealista mesiánico,
pero sirvió para galvanizar a las
multitudes contra el partido de Indira,
acusado de corrupción. En realidad, la
semilla de la caída de Indira estaba ya
plantada y yacía en el inmenso poder
que había conseguido acumular y que
actuaba como un veneno que lo inundaba
todo, hasta su propia casa a través de
Sanjay. Como no existía un sistema legal
de financiación de partidos, el congreso
dependía de sustanciosas donaciones
privadas. Demasiados miembros de su
partido, conscientes del poder que les
otorgaba el hecho de contar con una
abrumadora mayoría en el Parlamento
nacional y en la mayoría de parlamentos
estatales, se hicieron codiciosos y
expertos
en intercambiar
ayuda
económica por favores políticos.
El movimiento de J.P. consiguió
organizar varias huelgas importantes,
que acabaron en enfrentamientos con la
policía. La protesta degenero en una
revuelta general cuando salió a relucir
que un líder del Partido del Congreso
había permitido una subida del precio
del aceite de cocina a cambio de una
importante donación de los productores.
Fue la chispa que hizo estallar la furia
popular. Hubo pillaje de viviendas y
tiendas, incendio de autobuses y
destrucción de bienes del gobierno.
Rajiv estuvo varios días sin volver a
casa porque su avión no había podido
despegar al cerrarse los aeropuertos.
Indira, incapaz de controlar todas las
chapuzas y los tejemanejes de los
miembros de su partido, se sintió
amenazada. Su miedo se sumaba a la
paranoia que sentía desde el año
anterior, cuando tuvo lugar el golpe,
apoyado por la CIA, que derrocó en
Chile al presidente democráticamente
elegido
Salvador
Allende,
otro
socialista. Conocía bien a los que lo
habían orquestado, y temía que
intentasen aprovecharse de la situación
caótica de la India para intentar lo
mismo con ella. Sobre todo, porque
Nixon acababa de ser reelegido, y
Kissinger estaba de nuevo a su lado.
¿Qué hacer? No se planteaba dimitir,
por lo menos sin luchar. Achacaba los
disturbios a la pérfida manipulación de
la oposición, empeñada en expulsarla
del poder, y a una oscura conjura
internacional. Le costaba creer que el
pueblo estuviese perdiendo su fe en ella.
Pero no podía dejar por más tiempo que
la anarquía se extendiese como una
mancha de aceite, nunca mejor dicho.
Así que se armo de coraje para
enfrentarse al mayor desafío de su
carrera, una huelga nacional de
ferrocarriles que amenazaba con
paralizar el país. Ganar ese pulso era
decisivo para ella y para la India. Se
enfrentaba a millón y medio de
trabajadores ferroviarios que exigían,
entre otras reivindicaciones, horarios de
trabajo de ocho horas y un aumento de
sueldo del 75 por ciento, concesión ésta
que era imposible otorgar. «En un país
donde hay millones de desempleados y
muchos millones más con empleos
precarios -explicó con audacia en una
conferencia sindical-, lo que se necesita
es
una
justa
distribución
de
oportunidades. En este sentido los
trabajadores deberían reconocer que en
nuestro país ser empleado es en sí
mismo un privilegio.» Palabras que
inflamaron aún más los ánimos, de modo
que la huelga fue convocada. Un millón
de ferroviarios la secundaron. De pronto
subieron el listón de sus exigencias: «Lo
que queremos es cambiar la historia de
la India y derrocar el gobierno de Indira
Gandhi.»
Como siempre en estos conflictos,
estaba en juego la vida de los más
pobres. La paralización de los trenes, al
alterar el transporte de mercancías, era
susceptible de provocar hambrunas, algo
que Indira no estaba dispuesta a
consentir. Así que aplicó una reciente
ley (MISA, Maintenance of Security
Act) que permitía realizar detenciones
preventivas. Un despliegue nunca visto
de policías invadió las railway
colonies, los antiguos barrios creados
por los ingleses para alojar a los
ferroviarios y que se encontraban cerca
de las estaciones de tren. «Parecía un
país ocupado», diría un líder sindical
que no salía de su asombro. Al alba, la
policía entraba en las viviendas de los
ferroviarios y detenían a todo el que se
negaba a ir a trabajar. Algunas familias
fueron expulsadas de sus casas -eran
propiedad del gobierno- y obligadas a
vivir a la intemperie. Los arrestos eran a
veces violentos -hubo un caso en que la
policía prendió fuego a la casucha de un
ferroviario- y algunos huelguistas
acabaron heridos. En total, sesenta mil
trabajadores fueron arrestados. Indira
actuaba como un general en el fragor de
la batalla. Mandó al ejército y a la
marina a proteger las instalaciones
ferroviarias contra eventuales sabotajes.
Los militares hicieron funcionar las
señalizaciones y las telecomunicaciones,
y manejaron los trenes bajo la
protección de guardias armados. Estaba
convencida de que si aplastaba esta
huelga, no habría otra en cincuenta años.
Indira estaba muy lúcida, con pleno
dominio de sus facultades, como era
habitual en momentos de alta tensión.
Confiaba en sí misma. Procuraba hacer
varias cosas al mismo tiempo, era su
receta infalible para relajarse y
encontrar soluciones a problemas
difíciles. Una tarde, mientras atendía una
rueda de prensa en el jardín de su casa y
veía a su nieto Rahul entretenido en el
césped jugando a la guerra con armas de
plástico, se le ocurrió una idea. Pensó
que había llegado el momento de dar la
autorización que los científicos llevaban
esperando desde hacía años para
detonar una bomba nuclear. Había sido
precisamente la decisión de Nixon de
mandar un portaaviones nuclear a la
bahía de Bengala lo que había
provocado la aceleración del programa
atómico indio. No era precisamente una
idea de abuelita, pero sí la de una
brillante estratega. La mantuvo en
secreto hasta el momento de la
explosión, que tuvo lugar en Pokhran, en
el desierto de Rajastán, próximo a la
frontera con Pakistán, unos días más
tarde.
Tal y como había previsto, la noticia
provocó el entusiasmo de ciertas capas
de la población que la vivieron con
auténtico
fervor
patriótico.
Los
diputados que se levantaron en la gran
sala del Parlamento para felicitarse los
unos a los otros parecían haber olvidado
los acuciantes problemas económicos y
la huelga de trenes. Indira había
conseguido su propósito, que era
desviar la atención del país. La India,
superpoblada y casi paralizada, cuya
renta per cápita la situaba en el puesto
102.0 del ranking mundial, se convertía,
en gran parte por necesidades de
política interna, en la sexta potencia
nuclear mundial. Las críticas arreciaron
en el extranjero. Indira se defendió: «...
India no acepta el principio del
apartheid en ningún ámbito, y la
tecnología no es ninguna excepción.»
Tardó veintidós días en aplastar la
huelga con mano de hierro. A pesar de
que la prensa condenó la brutalidad de
la represión, la clase media, la gente que
siempre había apreciado la puntualidad
de los trenes, alabó la firmeza de la
primera ministra. Las cámaras de
comercio también, aunque eso no
significaba muchos votos. Para Indira,
fue una victoria agridulce. Mientras que
la de Bangladesh la había elevado a la
categoría de diosa, ésta dejaba un
amargo sabor de boca. La primera
ministra había demostrado que podía ser
dura y hasta despiadada. Su manera de
reprimir la huelga dejó una estela
profunda de miedo en amplios sectores
de
la
sociedad.
El
efecto
contraproducente de tanta severidad fue
que la oposición se unió aún más contra
ella. Hasta los observadores políticos
más afines tuvieron que admitir que su
popularidad caía en picado. En las
elecciones previstas para 1976, una
derrota del Congress aparecía ahora
como una posibilidad real.
El 12 de junio de 1975 amaneció
con gruesos nubarrones negros en el
cielo, que anunciaban las ansiadas
lluvias, o quizás predecían tiempos
aciagos. El calor, a esas horas de la
mañana, ya era intenso, pero Indira
siguió con su rutina diaria de hacer
veinte minutos de ejercicios de yoga en
su habitación. El llanto de su nieta
Priyanka le provocó la tentación de
interrumpir el ejercicio, pero como en
seguida remitió, pensó que Sonia se
había levantado ya y estaba ocupándose
de la pequeña. Luego se duchó y se
vistió en cinco minutos «algo que pocos
hombres pueden hacer», le gustaba
presumir. En su mesilla de noche los
libros se amontonaban. Con jornadas
que duraban dieciséis horas, no tenía
tiempo de nada, ni de estar con la
familia ni de recibir a amigos, ni por
supuesto de leer, y lo echaba de menos.
Estaba desayunando en su habitación
frente a una bandeja con té, fruta y
tostadas cuando su secretario R. K.
Dhawan, ese que se mostraba tan
solícito con Sanjay, llamó a la puerta.
Traía una mala noticia. D. P. Dhar, viejo
amigo y consejero de Indira, el hombre
que había enviado a Moscú cuando la
crisis de Bangladesh para asegurarse el
apoyo de los soviéticos y que desde
entonces oficiaba de embajador en la
URSS, había muerto minutos antes de
ser operado para instalarle un
marcapasos. Otro pilar de confianza y
amistad desaparecía de su vida. Indira
fue rápidamente al hospital a consolar a
la familia y a ayudar en la organización
de los ritos funerarios.
Volvió a casa hacia mediodía, donde
le esperaba otra mala noticia. Su
secretario le comunicó que en las
elecciones de la víspera en el estado de
Gujarat, el Frente Janata, una coalición
de cinco partidos que incluía a los
simpatizantes de J. P. Narayan, el
idealista que quería derrocarla, habían
vencido al Congress. No le sorprendió
demasiado. Lo malo era que esos
resultados auguraban derrotas en otros
estados. ¿Era quizás el principio del
fin?, se preguntaba. ¿No seguían todas
las empresas humanas el mismo modelo
de evolución que el de la naturaleza, es
decir una fase de crecimiento, otra de
desarrollo, y un final? Había intentado
hacer las paces con J. P., pero su idea
utópica de establecer un gobierno sin
partidos era inaceptable porque
significaba la muerte del funcionamiento
democrático. Así se lo había expresado,
pero J. P. era un revolucionario que
seguía creyendo en grandes ideas
abstractas. No cejaba en su empeño ni
se mostraba flexible en sus demandas.
-¿Estarás de acuerdo conmigo en que
el gobierno de Bihar es muy corrupto? le preguntó J.P. con su voz temblorosa.
-Sí, eso lo sabemos todos -replicó
Indira.
-Pues insisto en que tienes que
destituirlo
y
convocar
nuevas
elecciones.
-No puedo hacer eso, J.P. Es un
gobierno elegido democráticamente y
carezco de autoridad para destituirlo.
No hubo reconciliación, al contrario.
Indira acabó acusándolo de contar con
el apoyo de la CIA y Estados Unidos
para derrocarla, y él le reprochó querer
hacer de la India un satélite soviético.
Sin embargo, al terminar la reunión,
J.P. pidió verla a solas, sin sus
consejeros. Pasaron al salón y allí, ante
la sorpresa de Indira, el hombre tuvo un
gesto de amabilidad personal, a pesar de
lo enconado de su enfrentamiento
político. Le entregó una vieja carpeta
que había pertenecido a su esposa y que
contenía cartas que la madre de Indira,
Kamala, le había escrito cincuenta años
antes en el fragor de la lucha por la
independencia.
-Las tenía guardadas desde que
murió mi mujer -le dijo J. P.- con la
esperanza de dártelas cuando tuviera la
oportunidad de verte.
A Indira le conmovió el gesto de ese
hombre que sin embargo estaba
empeñado en destruirla. Qué rara es la
política -debió pensar- que permite el
odio y el afecto al mismo tiempo y en la
misma persona. Sintió un pellizco en el
corazón cuando leyó esas cartas, que
resucitaban a su madre, tan frágil, tan
enferma siempre, y que ahora revelaban
su infelicidad por sentir el desprecio de
las hermanas de Nehru que la
encontraban demasiado tradicional y
religiosa. Le dio las gracias a J.P. de
todo corazón, aun a sabiendas de que
éste cumpliría su amenaza de
intensificar su cruzada contra ella.
La tercera mala noticia del día llegó
a las tres de tarde. Rajiv, vestido con su
uniforme de piloto, irrumpió en el
dormitorio de Indira. Al volver del
aeropuerto, se había cruzado con uno de
los secretarios de su madre que le había
puesto al corriente de una noticia que
acababa de llegar por el teletipo.
-Ha salido el veredicto del Juez de
Allahabad... -dijo Rajiv.
-¿Y...? -preguntó Indira, girando un
poco la cabeza, como si esperase el
golpe que iba a recibir.
Rajiv le leyó el texto de la sentencia
que le había entregado el secretario.
Decía que la primera ministra había sido
declarada culpable de negligencia en los
procedimientos electorales del sufragio
de 1971. En consecuencia, el resultado
de esas elecciones quedaba invalidado.
El tribunal daba veinte días al Congress
para tomar las medidas necesarias de
cara a que el Gobierno siguiese
funcionando. Además, se le prohibía
asumir un cargo público en los
siguientes seis años.
Indira suspiró y se mantuvo serena.
Miró al jardín. Sus nietos jugaban en la
hierba. Todo parecía tan normal y
tranquilo, excepto por los nubarrones
que seguían amenazando con descargar
lluvia. Qué curiosa era la vida, debió
pensar. El mayor mazazo de su carrera
se lo daban en su ciudad natal, en los
mismos tribunales donde su abuelo
Motilal Nehru hizo sus más brillantes
alegatos. Se volvió hacia su hijo:
-Creo que no queda otra solución
que la de dimitir. Ha llegado el momento
-dijo sin el menor atisbo de emoción.
Esperaba
una
sentencia
condenatoria,
pero
no
tan
desproporcionada. La oposición había
utilizado una triquiñuela legal para
acorralarla. La sentencia correspondía a
la denuncia que un rival político
llamado Raj Narain, que había perdido
por cien mil votos de diferencia, había
presentado cuatro años antes en el
juzgado de Allahabad. Las acusaciones
eran triviales y se referían al uso
indebido de personal y transporte
propiedad del gobierno durante la
anterior campaña electoral. En privado,
todo el mundo, incluido sus adversarios,
reconocían que los cargos contra ella
eran ridículos y que los jueces se habían
excedido. Según el diario Times de
Londres, era equivalente a «destituir un
primer ministro por una multa de
tráfico». Pero en la India de 1975, la
gente se echó a la calle a celebrarlo.
Su amigo Siddharta Shankar Ray,
jefe del gobierno de Bengala, llegó a
casa poco tiempo después. Era un
hombre de confianza, Íntegro, la vieja
guardia de los amigos incondicionales.
El partido estaba conmocionado, le dijo.
Luego prosiguió:
- ... Lo que la oposición no ha
conseguido en las urnas, intenta
manipularlo a través de una sentencia
jurídica.
-Tengo que dimitir -soltó Indira,
impasible.
El hombre tomó asiento. Miró a
Indira: su rostro dejaba traslucir un
cansancio infinito.
-No tomes esa decisión a la ligera.
Vamos a pensarlo.
Indira alzó los hombros:
-¿Hay otra solución?
-Siempre se puede apelar.
-Tardará meses... Sabemos cómo
funciona la justicia.
La conversación fue interrumpida
por la llegada de dos ministros,
seguidos poco tiempo después por la del
presidente del partido y varios colegas
más. La casa se fue llenando de gente.
Sonia les ofrecía dulces y bebidas. Con
sus propios ojos, veía cómo unos
estaban preocupados por perder el
puesto, otros al contrario, excitados
porque el sillón de Indira estaba al
alcance. Los rumores, la incertidumbre y
el calor hacían que el aire fuera
irrespirable. Unos hablaban con Indira,
intentando disuadirla de que presentase
su dimisión; otros hacían corrillos,
midiendo las fuerzas de distintos líderes
que podrían reemplazarla. La todavía
primera ministra escuchaba a todos,
callada. «Creo que debería dimitir
inmediatamente», repetía.
Por la tarde, Sanjay llegó de la
«fábrica». Se había enterado de la
noticia por la radio. Entrando en casa,
se encontró con su hermano:
-¿Qué va a hacer? -le preguntó.
-Dimitir. No le queda otra.
-No -dijo Sanjay-, eso no puede ser.
En un segundo Sanjay vio su sueño
de ser un gran empresario hecho añicos.
Si su madre cedía ante sus enemigos,
podía despedirse para siempre de
Maruti Ltd. Entró en el salón abarrotado
de gente y, sin apenas saludar a nadie
como era costumbre suya, cogió a su
madre del brazo y le pidió hablar a
solas unos minutos. Se retiraron al
estudio contiguo.
-Me ha dicho Rajiv que piensas
dimitir.
-Lo estamos sopesando. No tengo
muchas opciones.
-No debes hacerlo, mamá. Si cedes
ahora y dimites por esos cargos tan
nimios, cuando no tengas inmunidad
parlamentaria conseguirán meterte en la
cárcel por cualquier cosa que se
inventen.
-Tengo la conciencia tranquila.
Estamos pensando en cambiar los
papeles. Que el presidente del partido
asuma el cargo de primer ministro hasta
que mi recurso sea tramitado en el
Tribunal Supremo. Mientras, yo me
encargaría de la presidencia del partido.
-¡Eso es una locura, mamá! -dijo
Sanjay, y el grito se oyó en el salón
contiguo-. ¿Te crees que el presidente
del partido, una vez esté en tu sillón, te
lo devolverá después? Nunca lo hará.
Parecen todos muy leales y muy amigos,
pero sabes mejor que yo que sus
sonrisas esconden sus ambiciones
personales. Todos quieren tu sitio.
Todos buscan el poder. No debes dimitir
bajo ningún concepto.
Aceptar la derrota no era algo fácil
para Indira. ¿Podía retirarse con el rabo
entre las piernas por algo tan trivial, ella
que había dedicado su vida a la política
y que había ejercido de primera ministra
durante casi una década? No se
correspondía con su concepto de
dignidad. ¿Podía dejar en la estacada a
sus compañeros de partido, a todos los
que dependían de ella? ¿Al país entero?
¿No decían que India es Indira e Indira
es la India? ¿Iba a permitir que J.P.
Narayan acabase con la democracia
hundiendo el país en la anarquía? Es
cierto, estaba cansada, a veces hasta
deprimida por no encontrar soluciones a
los males del país. Si sólo tuviera que
escuchar su voz interior, esa que le
pedía sosiego, quizás optaría por la
dimisión. Por ella, lo haría. Pero no
estaba sola. Pensó en Sanjay... ¿Qué
sería de él, si ella perdía el puesto? Se
lanzarían como sabuesos a devorarlo
por haberse atrevido a ser emprendedor,
o simplemente por ser quien era. ¿Qué
sería del resto de la familia? El poder se
revelaba como una defensa necesaria
contra todos los enemigo s que ese
mismo poder había creado al filo de los
años. El poder protegía a la familia. Sin
ese escudo, estaban en peligro.
Indira volvió al salón. «Estoy
decidida a luchar para mantenerme en el
cargo», le dijo a su abogado. Quedaron
en que éste solicitaría a la Corte
Suprema el aplazamiento de la sentencia
hasta que el tribunal decidiese sobre su
recurso. La maniobra permitiría ganar
tiempo y mantenerse como primera
ministra hasta conseguir reunir fuerzas y
apoyos. Nada más anunciar su decisión,
la tensión en casa se relajó. Para
disimular su decepción, los que ya se
habían atrevido a soñar con relevarla se
fundieron en los más serviles elogios.
Sonia estaba desconcertada. En el
fondo, le hubiera gustado que su suegra
dimitiese, porque echaba de menos una
vida más sosegada.
18
En los días siguientes, Sanjay y su
compinche el secretario Dhawan
organizaron manifestaciones y marchas
de apoyo a Indira. No tuvieron reparo en
requisar los autobuses de la empresa
municipal de transportes de Delhi para
transportar a miles de manifestantes.
Todo el aparato del partido se movilizó
para que se oyese alto y fuerte la voz a
favor de Indira. Llegaron a la capital
trenes fletados especialmente para los
mítines llenos de simpatizantes.
Ahora Sonia y Maneka no podían
entrar y salir tan fácilmente de casa
porque permanentemente había una
multitud a las puertas reclamando la
presencia de Indira, que salía una vez al
día a saludarlos. Ni a Sonia ni a Rajiv
les gustaba el cariz que tomaban los
acontecimientos. Ella estaba asustada
porque el coche que la llevó una mañana
a Khan Market había recibido una
pedrada. Sólo había causado un rasguño
en la carrocería, pero había bastado
para meterle el miedo en el cuerpo.
Además, la convivencia con Maneka se
le hada muy difícil. Y Sanjay parecía
otro. Apenas le veía, pero cuando lo
hacía ya no era tan cariñoso como antes.
Se daba cuenta de que la presencia de
Maneka estaba envenenando las
relaciones entre los hermanos, y entre
ella y Sanjay también.
-¿Por qué no nos vamos a Italia una
temporada -le pidió a su marido- hasta
que las aguas vuelvan a su cauce?
A Rajiv le apetecía la idea, y
reconocía que sería bueno para los
niños. Pero se mostraba preocupado.
-¿Cómo se lo decimos a mi madre?
¿Podemos abandonarla en un momento
así?
Sonia se quedó ensimismada, sin
respuesta. Por primera vez tenía miedo,
por ella y por los niños. Nunca había
estado el ambiente tan caldeado.
El 20 de junio de 1975, Sanjay tuvo
la idea de que la familia entera asistiese
a un mitin de solidaridad que había
organizado en el Boat Club de Nueva
Delhi.
-Es bueno que nos vean a todos
juntos -había dicho.
-Prefiero que no decidas por
nosotros -le espetó Rajiv.
-Es por mamá -le contestó su
hermano.
Puestos en un compromiso, Rajiv y
Sonia accedieron a regañadientes. Fue
quizás el primer acto político de Sonia.
Le impresionó encontrarse frente a una
multitud de más de cien mil personas.
Vestida con un sari color caqui, estaba
junto a Rajiv, Maneka y Sanjay detrás de
Indira. Desde allí, daba vértigo imaginar
la desmesura de su país de adopción.
Tanta gente, tantas creencias, tantas
religiones... Cuando su suegra se giró
hacia ellos, Sonia le sonrió. De pronto
la veía en contacto con el pueblo del que
siempre
hablaba,
ese
contacto
privilegiado que justificaba todos sus
sinsabores y que ahora no era algo
abstracto, sino bien real. Estaba allí,
rendido a sus pies. Sonia pudo
comprobar el enorme apoyo popular del
que todavía disfrutaba Indira, que
excedía en mucho la mera presencia de
los simpatizantes pagados por Sanjay.
Se le puso la piel de gallina cuando
escuchó a su suegra decir a la
muchedumbre que servir al país era la
tradición de la familia Nehru-Gandhi, y
que se comprometía a seguir sirviéndole
hasta su último suspiro. Era la primera
vez que Indira se mostraba flanqueada
por su familia y el mitin fue un gran
éxito. Sonia se dio cuenta de lo mucho
que Indira necesitaba tener a la familia a
su lado. No, no era momento de
abandonarla.
Los seguidores de J. P. organizaron
contramanifestaciones frente al palacio
del presidente de la República y en
varias ciudades del inmenso país. La
periodista Oriana Fallaci fue la primera
en enterarse de boca de un líder de la
oposición que planeaban bloquear la
entrada del número 1 de Safdarjung
Road con hordas de gente para convertir
a Indira en prisionera en su propia casa.
«Acamparemos allí día y noche -dijo el
líder-. La forzaremos a dimitir. Para
siempre. La señora no sobrevivirá a
nuestro movimiento.»
En la mañana del 25 de junio, Indira
convocó a su despacho de casa a
Siddarta Shankar Ray, el jefe de
gobierno de Bengala, que se encontraba
casualmente en Nueva Delhi, y que al
hacerse pública la sentencia le había
aconsejado no dimitir. La encontró muy
tensa. Su mesa estaba cubierta de
informes del Servicio de Inteligencia.
-No podemos permitirlo -le dijo
Indira-. Tengo información de que J. P.
Narayan, en un mitin esta misma noche,
va a pedir a la policía y al ejército que
se amotinen. Es posible que la CIA esté
implicada. Sabes que estoy en los
primeros puestos en la lista de personas
odiadas por Richard Nixon... ¿Qué
podemos hacer?
Ray era un experto en asuntos
legales, con fama de honesto y de duro.
Seguía pensando que Indira debía
mantenerse en su puesto. Ella continuó
describiendo cómo el país estaba
sumido en el caos.
-Hay que poder detener esta locura.
Siento que la democracia india es como
un niño y, de la misma manera que a
veces hay que sacudir a un niño, pienso
que hay que sacudir al país para
despertarlo.
-¿Estás pensando en el estado de
excepción?
Indira asintió con la cabeza. En
realidad, no buscaba consejo sobre qué
decisión tomar, porque ya la había
tomado el día anterior. Su hijo Sanjay se
lo había mencionado, pero la idea no
venía de él sino de su protector Bansi
Lal, el regordete jefe de gobierno de
Haryana que le había proporcionado los
terrenos para erigir la fábrica. Según
Bansi Lal y Sanjay, había por lo menos
cincuenta políticos en el país que era
necesario eliminar de la vida pública.
El primero, por supuesto, era J. P.
Narayan.
Declarar el estado de excepción era
una huida hacia adelante...
Pero ¿qué opción le quedaba a
Indira? Entre una salida deshonrosa y el
estado de excepción, prefirió lo último.
-Quiero hacerlo todo de una manera
impecable desde el punto de vista legalprecisó la primera ministra.
-Déjame estudiar el aspecto
constitucional. Dame unas horas y te
diré algo.
-Por favor, que sea rápido -le rogó
ella.
Ray se fue y regresó a las tres de la
tarde. Había pasado varias horas
revisando el texto de la Constitución
india, y de la norteamericana también.
-Bajo el artículo 352 de la
Constitución -le dijo a Indira-, el
gobierno puede imponer el estado de
excepción si hay riesgo de agresión
externa o de disturbios internos.
-¿La llamada de J. P. Narayan a que
el ejército y la policía se amotinen no es
una amenaza interna suficientemente
grave?
-Sí, lo es.
-Entonces, al hacerlo, han caído en
su propia trampa.
-En efecto. Te han entregado en
bandeja de plata la justificación que
necesitas para suspender la actividad
parlamentaria e imponer el estado de
excepción.
Hubo un silencio. Los ojos de Indira
brillaban en la oscuridad.
Faltaba un requisito, la firma del
presidente de la República, pero éste
era un aliado e Indira no dudaba de su
lealtad.
-¿Me acompañas al palacio del
presidente? -le pidió a Ray.
-Vamos.
Con el documento de cuatro líneas
que el presidente firmó esa misma noche
en el espléndido salón Ashoka en el
antiguo palacio del virrey, y que
ratificaba la proclamación del estado de
excepción, la mayor democracia del
mundo se convertía en una dictadura
virtual. El gobierno de la India estaba
ahora autorizado a arrestar a gente sin
orden previa, a suspender los derechos
civiles y las libertades, a limitar el
derecho de interferencia de los
tribunales ya imponer la censura.
Rajiv llevaba dos días fuera de casa,
volando, y en una de las escalas de su
ruta, se llevó una gran sorpresa al
enterarse por la prensa de que la víspera
su madre había declarado el estado de
excepción. Nadie le había dicho nada.
La medida chocaba con su carácter
pacífico y, aunque no era un hombre
político, le parecía que iba contra los
principios democráticos de la tradición
familiar. Sobre todo, lo que le
preocupaba era que su madre había
claudicado ante su hermano. Conocía el
ascendente que Sanjay tenía sobre su
madre. Por alguna oscura razón, su
madre era incapaz de resistir el chantaje
emocional al que su hermano la tenía
sometida. Y nadie mejor que él conocía
a Sanjay, sus puntos fuertes, sus
limitaciones y el peligro que podía
representar. Por eso estaba entre turbado
y alarmado, y la idea de Sonia de ir a
Italia una temporada volvió a rondarle
por la cabeza.
-No sé qué es lo que deberíamos
hacer -le dijo Sonia-. Me preocupa
mucho el comportamiento de tu hermano.
Está cada vez más metido en política.
Le contó que Maneka estaba en
Cachemira, donde la había enviado
Sanjay por indicación de Indira, ya que
temía que la chica, tan locuaz, pudiese
revelar sus intenciones respecto a la
declaración del estado de excepción,
que mantuvieron en un secreto total hasta
su promulgación. Le siguió contando que
la víspera Sanjay había estado reunido
en el despacho de Indira hasta muy tarde
con el secretario Dhawan y con el
segundo del ministro del Interior.
-¿Sabes qué hacían? Se estaban
poniendo en contacto con jefes de
gobierno locales y les mandaban
órdenes de detención. Tenían una lista
negra de «enemigos». Lo peor no es eso,
lo peor es que lo hacían en nombre de tu
madre.
-Sé que detuvieron a J. P. Narayan
de madrugada, me enteré en el
aeropuerto -dijo Rajiv, suspirando-. Una
patrulla de la policía se lo llevó
esposado al calabozo. Parece ser que
Narayan no podía creérselo; le parecía
inconcebible que mamá hubiera tomado
una medida tan drástica.
Sonia le siguió contando que a las
tres de la madrugada, Siddharta Shankar
Ray, después de haber ayudado a Indira
a terminar el borrador del discurso que
iba a anunciar el estado de excepción a
la población, se disponía a marcharse
cuando se cruzó en el pasillo con el
secretario Dhawan, que le dijo: «Ya
están tomadas las medidas para cortar el
suministro eléctrico a los principales
periódicos del país y para cerrar los
tribunales.»
-Ray se quedó de piedra -prosiguió
Sonia-, y se puso furioso. Pidió que
despertasen a tu madre, que estaba
agotada después de un día tan largo. En
ese momento, salió Sanjay, que empezó
a discutir con Ray. ¿Sabes lo que le
dijo? Le dijo: ¡Vosotros no sabéis llevar
un país!
-¡Como si él supiera! -dijo Rajiv
alzando la vista al cielo.
-El caso es que no se marchó hasta
que apareció tu madre, que estaba
asombrada porque ella no sabía nada de
esas órdenes de detención. Las había
dado tu hermano. Le pidió que le
esperase unos minutos, y se fue a hablar
con Sanjay.
-Lo que Sanjay busca con esas
medidas es protegerse a sí mismo y a su
negocio, haciendo ver que también
protege a mamá de las acciones legales
emprendidas contra ella.
-Tu madre puede tener tentaciones
autoritarias, pero tiene principios.
Cuando salió de la habitación en la que
se había encerrado con Sanjay, tenía los
ojos rojos de haber llorado. Le dijo a
Ray que los periódicos tendrían
electricidad y no se cerraría ningún
tribunal.
-Pero es mentira -dijo Rajiv-. Hoy
no hay periódicos en la calle porque les
han cortado la luz. De nuevo, Sanjay se
ha salido con la suya.
Hubiera sido un gran éxito de Indira
si el estado excepción hubiera durado
poco tiempo, y sobre todo si Sanjay no
hubiera crecido como un poder en la
sombra. El primer día, cuando el
ministro de Información, I. K. Gujral, un
hombre respetado, culto y suave en sus
modales, llegó al despacho de Akbar
Road, Sanjay le ordenó que todos los
boletines de noticias le fuesen sometidos
antes de su difusión. Usha, sentada en su
despacho, fue testigo de la escena.
-Eso no es posible -le dijo el
hombre-,
los
boletines
son
confidenciales.
-Pues de ahora en adelante, tendrá
que ser posible.
Indira estaba en el quicio de la
puerta y escuchó la conversación:
-¿Qué ocurre? -preguntó.
El ministro repitió su explicación.
-Entiendo -le dijo Indira-, si no
quieres dárselos a Sanjay, te sugiero que
un empleado de tu ministerio me los
traiga a mí todas las mañanas para que
los pueda ver.
El ministro se marchó con la firme
intención de presentar su dimisión, pero
fue convocado de nuevo por la tarde a lo
que ya llamaban «el palacio», que no
era sino la residencia de Indira Gandhi.
Sanjay le pidió que expulsase del país al
corresponsal de la BBC, un periodista
muy conocido y muy querido llamado
Mark Tully, por haber enviado una
crónica que «distorsionaba» los hechos.
-No es tarea del ministro de
Información arrestar a corresponsales
extranjeros -le contestó Gujral.
Cuando acto seguido Sanjay le
reprochó que el discurso de su madre no
había sido difundido en su integridad
por la televisión, el ministro perdió la
paciencia:
-Si quieres hablar conmigo, tendrás
que aprender a hacerlo con cortesía -le
dijo-. Eres más joven que mi hijo y a ti
no te debo explicaciones.
No le dio tiempo a presentar su
dimisión. Indira le llamó esa misma
noche para relevarlo de su puesto
«porque el ministerio de Información
necesitaba a alguien que pudiera llevar
los asuntos con mayor firmeza dadas las
circunstancias».
El nuevo ministro promulgó
durísimas leyes de censura, incluyendo
la prohibición de citar a Nehru y a
Gandhi en sus declaraciones a favor de
la libertad de prensa, lo que no dejaba
de ser una cruel ironía de la historia.
Uno a uno, los representantes de la
prensa internacional fueron invitados a
marcharse.
El único de sus ministros que
cuestionó la necesidad de imponer el
estado de excepción fue relevado del
cargo y reemplazado por Bansi Lal, el
jefe de Gobierno de Haryana y el
primero en sugerir la necesidad de
imponer el estado de excepción... A los
veintinueve años, Sanjay, por el mero
hecho de ser el hijo de su madre, estaba
en camino de convertirse en el hombre
más poderoso de la India.
La censura de prensa fue más dura
que la que los británicos habían
impuesto durante la lucha por la
independencia. Al menos, en aquel
entonces, los periódicos estaban
autorizados a anunciar los nombres de
los que habían sido arrestados y las
cárceles donde se les había encerrado.
Ahora la gente se enteraba por rumores
de dónde se encontraban sus seres
queridos, casi todos miembros de la
oposición. Aproximadamente unas cien
mil personas fueron arrestadas sin cargo
alguno ni juicio. Las condiciones de
detención de la gran mayoría eran tan
insalubres que veintidós detenidos
murieron en sus celdas sucias y
abarrotadas. Si
los ferroviarios
guardaban el mal recuerdo de la manera
en que la huelga había sido aplastada,
ahora ninguna capa de la población
estaba a salvo. Los arrestos más
sonados fueron quizás los de las
maharaníes de Jaipur y de Gwalior,
antiguas princesas que lideraban en sus
respectivos estados partidos opuestos a
Indira, y que fueron encerradas en la
infame cárcel de Tihar, en Delhi, junto a
criminales y prostitutas. Gayatri Devi, la
elegante maharaní de Jaipur, no se quejó
de la mugre, ni de la promiscuidad ni
del hedor. Únicamente se quejó del
barullo que hacían las otras presas y le
pidió a una amiga que le enviase tapones
de cera para los oídos.
Por otra parte, el Parlamento otorgó
a Indira la misma inmunidad de la que
gozaban el presidente de la República y
los gobernadores de los estados. De
manera retroactiva, la primera ministra
fue absuelta de los cargos de fraude
electoral que pesaban sobre ella, y que
habían sido el desencadenante del actual
estado de excepción.
De nuevo Indira, guiada por su
instinto de supervivencia, se encontraba
con el control absoluto del país, ahora
más que nunca, aunque la manipulación
de los mecanismos democráticos le
estaba granjeando un número creciente
de enemigos, dentro y fuera de la India.
Pero en los primeros tiempos, el estado
de excepción fue visto con alivio por
una parte de la población, sobre todo la
clase media urbana. Hasta la propia
Sonia, cuando iba a llevar al niño al
colegio, tenía la impresión de
encontrarse en otra ciudad, no en la
Nueva Delhi de los últimos tiempos. El
ambiente era de una tranquilidad
pasmosa. No había cortes de tráfico, ni
manifestaciones,
ni
sentadas,
ni
arrebatos de violencia contra su suegra.
Hasta los taxis y los conductores de
rickshaws conducían en el lado correcto
de la carretera. Como ella, una gran
parte de la población estaba contenta de
que las huelgas y los disturbios hubieran
cesado, y poder disfrutar de una cierta
paz. En las ciudades, la gente celebraba
que se pudiese de nuevo caminar sin
miedo, ya que el índice de criminalidad
descendió en picado debido a la mayor
presencia policial y al endurecimiento
de la ley. Los funcionarios, conscientes
del nuevo ambiente de seriedad, hacían
sus jornadas completas y trabajaban con
mayor eficacia. Los trenes y los aviones
eran puntuales, para alivio de los
usuarios, y también de Rajiv, que ahora
podía disfrutar de una vida familiar más
estable, sin los retrasos de los últimos
tiempos, que le hacían volver a casa a
horas imposibles. Carteles enormes con
la foto de Indira decoraban rotondas y
plazas: «La diferencia entre el caos y el
orden», rezaba un eslogan junto a su
foto.
La idea de que Indira había
restaurado la paz y el orden en el
territorio caló también en el extranjero.
Usha, su secretaria particular, era la
encargada de traer y leer o apuntar los
artículos de la prensa internacional que
tenían que ver con la actualidad india.
Muchas veces leía los titulares o las
cartas que aparecían publicadas sentada
en la mesa del comedor. «El gobierno
autoritario gana amplia aceptación en la
India», rezaba un titular de The New
York Times. Pero había otros titulares
abiertamente hostiles que provocaban
inquietantes cruces de miradas entre
Sanjay y su madre. Un día, Usha estaba
sola en su despacho cuando entró Sonia.
Las dos mujeres se apreciaban mucho.
-Usha, creo que es mejor que no leas
nada de las críticas que salen en la
prensa extranjera delante de todos, no lo
digo por mami -como ahora llamaba a
Indira- sino porque no quiero que te
miren mal.
-Gracias por avisarme -le dijo Usha,
que también había notado que el
ambiente había cambiado y recelaba de
la influencia de Sanjay sobre su madre.
En la India podían silenciar las
voces críticas, pero no en el extranjero.
Dorothy Norman, la vieja amiga del
alma de Indira, se mostró abiertamente
hostil con ella. Reunió firmas de
personalidades norteamericanas -el
escritor Noam Chomsky, el tenista
Arthur Ashe, el Premio Nobel Linus
Pauling, el pediatra Benjamín Spock,
etc.- para publicar un texto en la prensa
deplorando las duras medidas del estado
de excepción y reclamando su
levantamiento. Entre los firmantes, y
para mayor humillación de Indira,
figuraba Allen Ginsberg, el poeta que
había conocido en Londres cuando había
ido a inaugurar el homenaje a Nehru y
que años después había cantado la
tristeza de los refugiados de Bangladesh.
Eso le dolió. La correspondencia entre
ambas cesó, y no se reanudaría hasta
cuatro años más tarde. Su otra amiga,
Pupul Jayakar, se enfrentó a Indira
cuando regresó de viaje: « ¿Cómo es
posible que tú, la hija de Jawaharlal
Nehru, permitas esto?» Indira no se lo
esperaba y se quedó petrificada. Nadie
se atrevía a desafiarla abiertamente.
-No sabes la gravedad de lo que está
pasando -le respondió-. No conoces los
complots que existen contra mí. A J.P.
nunca le ha gustado que sea primera
ministra. Él no ha descubierto todavía su
verdadero papel .. ¿Qué quiere ser? ¿Un
mártir? ¿Un santo? ¿Por qué no acepta
que no es más que un político y que
quiere ser primer ministro? -le contestó.
Indira le comunicó que su intención
era mantener el estado de excepción
durante dos meses solamente, y que de
todas maneras ese tiempo lo iba a
aprovechar para lanzar un programa de
veinte puntos para sacar al país del
subdesarrollo. Entre esas medidas,
había dos que eran revolucionarias: la
ilegalización del trabajo esclavo y la
cancelación de las deudas que los
pobres mantenían con los prestamistas
de las aldeas.
Pupul se dio cuenta de que era inútil
discutir con Indira. Lo único que podía
hacer era escucharla para que su amiga
se sintiese libre de vaciar su corazón
con alguien de confianza. Pupul la
conocía bien y sabía lo sola que se
sentía. Aunque estaba en profundo
desacuerdo con ella, decidió mantenerse
cerca.
19
Indira tenía la intención de anunciar
el fin de la Emergency, como se conocía
el estado de excepción, el 15 de agosto
de 1975, el mismo día y en el mismo
lugar en el que su padre, veintiocho años
antes, había hecho el famoso discurso de
la independencia: «Llega el instante,
raramente ofrecido por la historia,
cuando un pueblo sale del pasado para
entrar en el futuro, cuando una época
termina, cuando el alma de una nación,
largamente asfixiada, vuelve a encontrar
su expresión ... » En aquel momento
histórico, esas palabras la habían dejado
como paralizada de emoción. Había
declarado al corresponsal de la BBC:
«Ya sabe, cuando se va de un extremo de
dolor a otro de placer, se queda uno
como entumecido. La libertad es algo
tan grande que cuesta asimilarlo.»
Ahora, mientras su coche circulaba
por las anchas avenidas de Nueva Delhi,
de donde los mendigos y las vacas
errantes
habían
misteriosamente
desaparecido -fue uno de los efectos
milagrosos del orden impuesto por el
estado de excepción-, y se dirigía al
Fuerte Rojo para devolver la libertad al
pueblo, esa libertad que se había visto
obligada a secuestrar, su jefe de
protocolo le dio una noticia que la
conmocionó profundamente. Sheikh
Mujibur Rahman, su amigo, el héroe que
ella había restituido en la presidencia de
Bangladesh, había sido derrocado en un
golpe militar. Pero eso no era lo peor:
Sheikh, su mujer, tres hijos, dos nueras y
dos sobrinos habían sido pasados a
cuchillo. Los golpistas se habían
asegurado de que no sobreviviera una
dinastía Rahman.
Indira estaba devastada. «Noté que
había algo raro en el momento en que
empezó su discurso -contaría su amiga
Pupul que estaba entre la multitud del
Fuerte Rojo-. El timbre de su voz estaba
forzado como si estuviera intentando
suprimir emociones poderosas. Esa voz
había desterrado la capacidad de
conmover a la gente.» Pupul estuvo
escuchando atentamente el discurso, en
el que Indira habló de libertad, de la
necesidad de tomar decisiones duras, de
las nociones de sacrificio y de servicio,
del coraje, de la fe, de la democracia...
pero ni una palabra sobre el final del
estado de excepción.
Pupul fue a verla por la noche y la
encontró en estado de shock. Indira
estaba convencida de que la CIA estaba
implicada en esas muertes (lo que
resultó ser cierto). Y no quería acabar
como Allende, se lo había repetido
recientemente al líder laborista británico
Michael Foot. Pensaba que lo de
Bangladesh había sido el primer eslabón
en una cadena de complots para
desestabilizar el sur de Asia y cambiar
el color ideológico de sus gobiernos.
Estaba convencida de que ella sería la
próxima víctima. El jefe del Servicio de
Inteligencia le había confirmado que
habían
descubierto
varias
conspiraciones para eliminarla. Según
Pupul, estaba paranoica, sospechaba de
todos, cada sombra escondía un
enemigo.
-¿En quién puedo confiar? -le
preguntó Indira-. Mi nieto Rahul tiene la
misma edad que la del hijo de Sheikh
Rahman. Mañana podría tocarle el turno
a él. Quieren destrozarme como sea, a
mí y a mi familia.
Fue la primera vez que Indira se dio
cuenta de que no era sólo ella quien
estaba en peligro por el hecho de ser
primera ministra. Toda su familia,
incluidos sus nietos, estaban en el centro
de la diana, pensaba. Se encontraba
prisionera en un círculo vicioso que ya
no sabía cómo romper. En esas
condiciones, pensó que no era el
momento de suspender el estado de
excepción. Al contrario, había que tomar
medidas para protegerse intensificando
las detenciones sin juicio y la actividad
del Servicio de Inteligencia.
Indira se sentía segura entre las
multitudes, pero en el interior de su
casa, ahora fuertemente custodiada,
empezó a sentirse en peligro. La verdad
es que estaba enferma de miedo,
cansada por el ejercicio del poder,
desgastada por tanta lucha, desanimada
por la falta de resultados. Era una mujer
intensamente patriótica y tenía una fe
absoluta en el destino de la India. Pero
se daba cuenta de que su política
izquierdista había sido incapaz de sacar
al país de su atraso. ¿Cómo hacer de la
India un país moderno, próspero y
fuerte? No sabía ya qué formula utilizar,
excepto la mano dura, que iba en contra
de su propia tradición. Había metido a
la India, a su familia y a sí misma en un
callejón del que no sabía salir.
Instintivamente se volvió hacia sus
hijos. El mayor, Rajiv, no podía serle de
gran ayuda. Había expresado varias
veces su desacuerdo con la Emergency,
y lo había hecho también en público, y
siempre que podía frente a sus amigos.
El contacto entre ambos se redujo tanto
que él, que trabajaba mucho y estaba
poco en casa, se enteraba de los viajes y
de las decisiones de su madre por los
periódicos. Además, Indira sabía que él
no estaba por la labor de apiadarse de
ella. Hasta Sonia se había compadecido
de un antiguo rival político que había
dado con sus huesos en la cárcel en la
primera oleada de detenciones. «Debe
ser terrible para ti que tu padre esté en
la cárcel. De verdad que lo siento
mucho», le había dicho en una recepción
al hijo de este político, y la frase llegó a
oídos de los demás, que no tardaron en
hacerla circular por los mentideros de
Nueva Delhi. Indira no les guardaba
rencor por ello; siempre había pensado
que Rajiv no servía para la política y
que ni él ni Sonia eran capaces de
entender las profundas razones que la
habían llevado a tomar esa decisión. Por
otra parte, sabía que Sonia insistía en ir
a Italia una temporada con los niños
hasta que la situación se normalizara de
nuevo. Nada se contagia tanto como el
miedo...
Quedaba el pequeño, Sanjay, su
favorito. Lo veía lleno de energía,
fuerte, fiel. Arrogante, cierto, capaz de
meter la pata como nadie, pero un hijo
en el que podía confiar, que estaba junto
a ella y que asumía sus problemas. y
que, pensaba ella, siempre podría
controlar. Además, había otra razón, que
nada
tenía
que
ver
con el
sentimentalismo de una madre. Sanjay
era ferozmente anticomunista y defendía
una política liberal, que fomentase la
iniciativa privada y el espíritu
emprendedor de los indios. Su
experiencia con el Maruti le había
convencido aún más de la necesidad de
librar al país de tanta cortapisa
burocrática. Indira pensó que podía
utilizar a su hijo para abrir la economía
y dar un giro a la derecha. Y no sólo por
pura convicción, sino por necesidad
política. En efecto, se habían infiltrado
radicales comunistas en su partido que
abogaban por «eliminar la propiedad
privada como derecho fundamental» en
la Constitución, entre otras medidas de
corte estalinista que querían imponer.
Indira les había parado los pies
alegando que cualquier atajo que no
respetase el procedimiento democrático
era peligroso. Pero constituían una
amenaza susceptible de provocar una
escisión en el Congress. Apoyándose en
su darling boy Sanjay, pensó que podría
contrarrestarles.
Indira tenía tanto miedo de que le
ocurriese algo a su hijo que le pidió
cambiarse de cuarto. «No quiero que
sigáis aquí, tan cerca de la entrada
principal y de la calle, no es un lugar
seguro», le dijo. «Mejor os mudáis al
cuarto del fondo del pasillo, a la
habitación contigua a la mía.» A una
amiga que le preguntó la razón de ese
cambio, le respondió: «No me encuentro
muy bien, duermo en mi habitación y
Sanjay en la de al lado. Si me ocurre
algo de noche, puedo avisarle en
seguida.» La realidad era que Indira se
envolvía con Sanjay como con uno de
esos chales de pashmina de Cachemira
que tanto le gustaban y lo hada para
protegerse del frío que sentía en el alma,
sin darse cuenta de que ese hijo era su
mayor problema y, en cierto sentido, su
mayor amenaza.
Sanjay se había quedado sin dinero
y, convencido de que ya no saldría
ningún vehículo Maruti de la fábrica,
estaba vendiendo la estructura como
chatarra. Había dejado en la estacada a
los concesionarios que se habían
endeudado con los bancos para construir
llamativas tiendas y que ahora se veían
forzados a vender sus propiedades para
pagar esos préstamos. Por si fuera poco,
Sanjay mandó arrestar a los dos únicos
concesionarios que tuvieron la osadía de
reclamar el adelanto que habían pagado.
Con el desastre del Maruti, los
coches habían dejado de interesarle.
Ahora le daba por volar, como su
hermano. Antes de la Emergency, se
había sacado el título de piloto privado
y como le gustaba la velocidad, en
seguida se aficionó al vuelo acrobático.
Su debilidad por aparatos cada vez más
rápidos y el exceso de confianza que
tenía en sus propias habilidades
asustaban a la mayoría de sus conocidos
y amigos, que tenían miedo de volar con
él. Maneka acabó siendo su única
pasajera.
Sanjay necesitaba una excusa para
operar de manera paralela a su madre.
Para justificar su poder extraconstitucional, Indira decidió ponerle al
frente de una organización moribunda, el
Youth Congress (el ala juvenil del
Partido del Congreso) y en una
ceremonia
en
Chandigarh,
la
ultramoderna capital de Punjab diseñada
por Le Corbusier, fue nombrado
miembro del Comité Ejecutivo. Pero
todos
interpretaron
el
mensaje
subliminal: Sanjay era oficialmente el
heredero de Indira. La primera ministra,
que había sido despiadada con los
príncipes
porque
anteponían
el
nacimiento al talento, sucumbía ahora a
la misma tentación e instauraba la
dinastía.
Rajiv y Sonia asistían asombrados y
disgustados al auge de Sanjay,
confundidos y muchas veces con
vergüenza ajena. La prensa le tildaba de
«Mesías», «el Sol» o «la voz de los
jóvenes y de la razón». Le veían siempre
rodeado de aduladores que llamaban
chamchas, lo que en hindi significa
cuchara, aludiendo al movimiento curvo
que exige la manipulación de ese
cubierto. Eran individuos correosos
bajo un aspecto dócil, hábiles en la
manipulación, sin conocimiento real de
los desafíos del gobierno, con escasa
educación y formación, al igual que
Sanjay. Una mezcla de políticos,
amiguetes y matones. Lo único que les
interesaba era sacar partido a su
relación con el poder. Empezaron
encargándose de revitalizar las arcas del
Youth Congress organizándose en
brigadas que exigían donaciones, casi
siempre de manera intimidatoria. Los
comerciantes de Delhi se quejaban a
Rajiv o a Sonia de que los chicos del
Youth Congress les extorsionaban. Pero
las protestas de Rajiv caían en saco
roto.
-No te creas las mentiras que dice la
gente -le respondía invariablemente su
hermano.
El caso es que nadie parecía
responsabilizarse de lo malo, sólo de lo
bueno.
Porque también había algo bueno en
las intenciones de Sanjay, que,
inmediatamente
después
de
ser
nombrado en ese cargo, añadió cuatro
puntos más al programa de su madre,
que él mismo se encargó de llevar a
cabo. Los cuatro puntos eran: luchar
contra el chabolismo ilegal en una
campaña para embellecer las ciudades;
erradicar el analfabetismo y el sistema
de la dote y fomentar la planificación
familiar.
En
teoría,
nadie
estaba
en
desacuerdo con esas medidas, sobre
todo la lucha contra la superpoblación,
causada en parte por el éxito de los
programas de salud que habían logrado
reducir mucho la mortalidad infantil y
que había hecho aumentar la esperanza
de vida de veintisiete a cuarenta y cinco
años en un par de décadas. En suma,
había más gente viviendo más años
reproductivos. Los progresos en la
agricultura, la industria y la educación
no podían seguir el ritmo de la
demografía. Había más riqueza, pero
también más pobreza. Más educación,
pero también más analfabetos. «Hoy, si
se crea un millón de puestos de trabajo,
ya tenemos a diez millones buscando
esos puestos -había dicho Sanjay-. De
nada sirven el desarrollo industrial y el
aumento de la producción agrícola si la
población continúa creciendo al ritmo
actual.» Tenía razón, así no había
manera de salir de la pobreza. No fue en
la idea, que era obvia, sino en su puesta
en práctica donde Sanjay fue por mal
camino, consiguiendo desacreditar
completamente el estado de excepción, y
de paso a su madre.
Al final fueron los pobres, a los que
se suponía que el estado de excepción
debía ayudar, los que más sufrieron. Los
hombres de Sanjay eligieron la
esterilización como método más
apropiado para reducir la población de
la India. Los demás métodos de
planificación familiar habían dado
pobres resultados. La píldora no estaba
disponible todavía y el diafragma era
imposible de usar para campesinas que
vivían sin privacidad alguna. Durante
una
temporada
los
condones
cristalizaron la esperanza de controlar la
natalidad. A las aldeas llegaban
elefantes con cargamentos de condones
que
debían
ser
distribuidos
gratuitamente a la gente, pero los niños
descubrieron que era muy divertido
inflarlos y atarlos a unos palitos para
jugar, de modo que los interceptaban
ellos. A nadie se le escapaba la ironía
del eslogan del gobierno que decía que
la planificación familiar producía niños
felices... La esterilización masculina
resultaba el método más barato, eficaz y
seguro. Además, había dinero de
Occidente para llevar a cabo esos
programas.
Sanjay empezó a recorrer el país,
animando a los jefes de gobierno locales
a ir más allá de lo que hacían los demás.
«El jefe de Haryana ha conseguido
sesenta mil operaciones en tres semanas,
¡a ver cuántas conseguís vosotros!», les
decía. Los objetivos a alcanzar se
anunciaban a los distintos jefes de
distrito, que eran recompensados si los
sobrepasaban, o al revés, eran
trasladados o degradados si no los
conseguían. Un sistema así fomentaba el
abuso de poder. Modestos funcionarios
del gobierno tuvieron que someterse al
bisturí del cirujano para cobrar pagos
atrasados. A los camioneros y a los
conductores de rickshaws no se les
renovaba el permiso de circulación a
menos de que mostrasen un certificado
de esterilización. La misma condición
era aplicable a los chabolistas que
solicitaban una escritura de propiedad
de sus chozas para regularizar su
situación. Un antropólogo llamado Lee
Schlesinger fue testigo de cómo, después
de una visita relámpago de Sanjay
Gandhi a la aldea donde realizaba sus
investigaciones, empezó la campaña.
Funcionarios locales prepararon listas
de «candidatos», es decir los que tenían
ya tres o cuatro hijos, y unos días más
tarde aparecieron camionetas de la
policía para llevárselos al centro de
salud más próximo donde, a cambio de
120 rupias, una lata de aceite de cocina
o un transistor, salían esterilizados. Más
tarde, algunos hombres, cuando se
enteraban de que la camioneta estaba en
camino, corrían huyendo a las montañas.
Otros sin embargo se hacían operar dos
veces para conseguir más de un premio.
En las ciudades, el miedo se
apoderó de la gente. Delhi se quedó sin
obreros, lo que era insólito en una
ciudad donde la gente acudía del campo
a buscar trabajo. Los inmigrantes
regresaron a sus pueblos para evitar la
fatal incisión de sus genitales. En
noviembre de 1975, la celebración del
cumpleaños de Nehru, que incluía
meriendas gratis para cientos de niños,
tuvo que cancelarse porque las madres
se negaron a enviar a sus hijos varones
por miedo a que los «médicos de Sanjay
Gandhi» los esterilizasen. Pronto, el
certificado oficial de esterilización se
convirtió en un requisito indispensable
para sortear las necesidades de la vida
cotidiana.
Era inevitable que una campaña así
se topase en seguida con una fuerte
resistencia, sobre todo al extenderse el
falso rumor de que la esterilización
abocaba a la impotencia. Para luchar
contra esa resistencia, el gobierno
estableció un sistema de cuotas por el
cual los sueldos de policías, profesores,
médicos y enfermeras les eran abonados
sólo después de que motivasen a cierto
número de personas para someterse a
una vasectomía. Como no podía ser de
otra manera, las víctimas de esta
despiadada política fueron los más
débiles, los más pobres, los grupos
sociales más marginados como los
intocables o ciertas comunidades
musulmanas y tribales que en principio
eran los que siempre habían apoyado
incondicionalmente a Indira. No
entendían cómo su diosa, a la que
siempre
habían
votado,
podía
castigarles así. ¿Era ése el premio que
recibían por su lealtad?
Los
indios
no
estaban
acostumbrados a que el Estado les
dictase el tamaño de sus familias. La
India no era una dictadura como China,
donde las decisiones tomadas desde la
cúspide podían ser ejecutadas a la
fuerza. Esa tradición dictatorial no
existía. Aquí, los hijos eran un recurso
muy valioso, algo así como «la
seguridad social de los padres», porque
desde pequeños trabajaban en los
campos, en los talleres, en las fábricas
textiles, o mendigando en las calles. Las
familias eran grandes porque a más hijos
más brazos y, como consecuencia, más
recursos. Para los pobres campesinos,
obreros y mendigos sin hogar, la
posibilidad de tener niños representaba
casi el único acto de libertad individual
del que podrían disfrutar en la vida.
Quitarles a los pobres el placer de hacer
y de tener niños era quitarles lo único
que tenían. Pero claro, eso no podía
verlo Sanjay, cuyo corazón estaba
cegado al sufrimiento de los pobres.
Tampoco tenía experiencia en gobernar,
en el arte de manipular a funcionarios y
burócratas. Al intentar sacudir la
estratificada jerarquía administrativa
para hacerla eficaz, utilizando métodos
como la amenaza de traslado, los
dudosos incentivos a la esterilización o
la amenaza de ser investigado por las
autoridades fiscales, lo que consiguió
fue que esa tácita hermandad de
burócratas, que se mantenía unida por
lazos invisibles desde hacía siglos, se
uniese todavía más para defenderse de
los ataques. Por un lado le adulaban, por
otro le boicoteaban. Y él era demasiado
ingenuo para darse cuenta de ello.
En cuanto a su madre, optó por no
creer lo que le contaban. Completamente
alejada de la realidad por la misma
corte de aduladores de su hijo que le
aseguraban que los informes de abusos
estaban basados en rumores no
comprobados, Indira veía las críticas
como ataques personales, y las
descartaba de un plumazo.
-La gente exagera mucho -le decía a
Rajiv cuando se cruzaban en casa,
haciéndose eco de las palabras de
Sanjay-. No hay que creerse lo que
dicen.
-Acabo de regresar de Bhopal insistía Rajiv-, y allí los musulmanes
están aterrados. Dicen que los hindúes
manipulan la campaña en su contra...
Hay que tranquilizar a esa gente antes de
que lo conviertan en un conflicto entre
comunidades.
-Lo que hay que hacer es limitar la
población como sea. No hay salida para
la India si no lo conseguimos.
Rajiv también se daba cuenta de que
hablar con su madre era imposible. No
admitía que nadie la contradijese. Todo
lo interpretaba en clave de vendetta
política, o en clave sobrenatural, lo que
era especialmente preocupante. La
influencia de su profesor de yoga, el
gurú Dhirendra Brahmachari, era mayor
que nunca. El hombre se aprovechaba de
la soledad de la primera ministra. Llegó
a tener un acceso más fácil a Indira que
su propio hijo Rajiv. Esa proximidad al
poder, la supo aprovechar a su favor,
porque durante el estado de excepción
fue amasando una pequeña fortuna, tanto
que le permitió comprarse una avioneta.
En la ciudad era conocido como «el
santo volador». Rajiv y Sonia lo
detestaban porque se daban cuenta de lo
mucho que estaba aprovechándose de
Indira. Le habían estado observando:
primero la asustaba hablándole de
complots sobrenaturales contra ella y
Sanjay, y a continuación la convencía
para que aceptase recitar ciertos mantras
y protegerse así de los que buscaban su
destrucción. De esa manera, mantenía
una notable influencia de la que Indira
no conseguía librarse. Cuando Sonia y
Rajiv intentaban ponerla en guardia, se
encerraba en uno de sus famosos
silencios. Sonia no podía soportar la
presencia del gurú en casa, que exigía
comida y bebida a su antojo. Estaba
cada vez más gordo, fruto de su voraz
apetito, y carecía de modales.
-¡Es un guarro! -decían asqueados al
verlo comer.
-No sé cómo mi madre le aguanta... decía Rajiv-. Vive encerrada en una
torre de marfil, y si su único contacto
con el mundo son Sanjay y el gurú,
¡estamos aviados!
-Vayámonos a Italia, de verdad,
Rajiv, demos a los niños un poco de
vida normal.
Cuando se lo comunicaron, la
expresión del rostro de Indira mudó por
completo, tanto que inmediatamente se
arrepintieron de haberlo siquiera
mencionado. Comprendieron, aun antes
de que Indira hubiera pronunciado una
palabra, que aquello iba a ser difícil,
por no decir imposible.
-Te entiendo, Sonia, entiendo que
estés harta de vivir en este ambiente -le
dijo Indira-, que tengas que escuchar
todas esas críticas infundadas que se
vierten sobre mí, entiendo que tengas
ganas de marcharte a Italia... ¿Pero os
imagináis lo que dirían aquí si ahora os
vais? Lo interpretarían como una
deserción, como una oscura maniobra
mía... «Manda a los hijos a Europa,
luego seguirá ella, está preparando su
huida», puedo oír lo que dirán...
-Es que hemos pensado que eso es
algo que podemos hacer ahora que los
niños son pequeños -dijo Sonia-. Luego
será imposible...
-¿No podéis esperar un poco?
Sonia miró a Rajiv y agachó la
cabeza. Él estaba pensativo. Sonia
adivinó el desgarro que debía sentir por
dentro. Indira prosiguió:
-Es que es tan mal momento...
-Lo entiendo, y lo último que
querríamos sería perjudicarte -le dijo la
italiana incorporándose, antes siquiera
de que Rajiv tomase la palabra.
-En momentos difíciles, la familia
tiene que mostrarse unida.
Es importante que la gente, que el
pueblo lo perciba.
Sonia hizo un gesto de aprobación
con la cabeza.
-No te preocupes, mami, nos
quedamos -le dijo con una sonrisa de
comprensión.
Lo que no se mencionó en la
conversación era igual de importante.
Aparte del miedo a que ocurriese algo,
Sonia quería irse una temporada porque
estaba muy harta del comportamiento de
su cuñada Maneka, que la tildaba
despectivamente de «italiana» y que
actuaba con una insolencia digna de una
reina consorte al abrigo de su marido,
deus ex machina del estado de
excepción. Por su parte, Indira tampoco
mencionó la aversión que le producía
separarse de sus nietos, a los que
adoraba. Jugaba con ellos, a veces les
llevaba a su despacho, se enorgullecía
de presentarlos a la gente. Eran su gran
pasión. La verdad es que Indira se había
convertido en una matriarca tan posesiva
y protectora como lo había sido su
abuelo Motilal Nehru, el antiguo
patriarca del clan.
20
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scelerisque.
Fue un pobre individuo, con las
suelas de sus sandalias gastadas por los
cinco días de caminata que había
tardado en llegar hasta el despacho de
Akbar Road, quien abrió los ojos de
Indira sobre la realidad de los abusos
cometidos en nombre de la Emergeney.
Era un joven maestro de una escuela que
venía de una aldea perdida. Un hombre
cándido, idealista y luchador, que vino a
contar a Indira cómo le habían
esterilizado a la fuerza, a pesar de sólo
tener una hija. La policía le había
reducido a golpes y le había llevado a
un dispensario junto a otros vecinos de
la aldea. Contó la desesperación de su
esposa y toda la familia por no poder ya
tener más progenitura, sobre todo un hijo
varón. Habló de pueblos enteros que la
policía rodeaba de noche para perseguir
a los varones y esterilizarlos. Por
primera vez, Indira escuchó de viva voz
el testimonio de una víctima de su
política y salió conmovida del
encuentro. «Sí -admitió-, quizás Rajiv y
tantos otros tengan algo de razón,
después de todo.» Estaba horrorizada
por lo que contaba el maestro sobre
otros profesores que habían sido
golpeados por no poder conseguir
cumplir con su cuota de voluntarios para
la vasectomía. De pronto, la verdad la
asaltaba con toda su crudeza por boca
de aquel hombrecillo valiente y
huesudo. No cabían más excusas: «Hay
que mandar un mensaje urgente y tajante
a todos los jefes de gobierno regionales
-ordenó a su secretario- diciendo que
cualquier individuo sorprendido en acto
de hostigamiento mientras lleva a cabo
el programa de planificación familiar
será castigado.» Por fin Indira
reaccionaba.
Sonia creyó entonces que adoptaría
alguna medida para parar los pies a
Sanjay, pero se equivocó. No hizo nada.
« ¿Cómo puede el amor por su hijo
cegarla tanto? -se preguntaba-. ¿Me
pasará lo mismo a mí con Rahul?»
-Espero que no, que nunca pierdas la
objetividad -le decía Rajiv, que
soportaba cada vez más difícilmente la
situación.
Ya prácticamente no se hablaba ni
con su hermano ni con Maneka.
Aborrecía los métodos y el estilo de
Sanjay y se sentía impotente para
cambiar las cosas. Impotente ante su
madre: «Lo bueno de Sanjay es que
consigue resultados», la oyó decir Rajiv,
aludiendo a los casi cuatro millones de
indios que habían sido esterilizados en
los primeros cinco meses del estado de
excepción. A ese ritmo la meta de
alcanzar veintitrés millones en tres años
estaba en visos de cumplirse, por eso
Indira estaba, en el fondo, satisfecha. El
propio Rajiv, gracias a las relaciones
que tenía con sus colegas y en la
empresa, se daba cuenta antes que su
propia madre, del desastre que se
avecinaba. Sabía que los contadores de
historias, los sabios mendicantes y los
adivinos narraban en las cuatro esquinas
de este país continente, a veces
distorsionando y exagerando los hechos
para darles una dimensión épica, los
abusos y sufrimientos que había
desatado la campaña de esterilización.
El terror que invocaban esas historias y
la inseguridad que generaban rompían la
confianza que la gente tenía depositada
en sus gobernantes. El estado de
excepción empezaba a volverse contra
el poder, contra Indira. Pero la primera
ministra no se daba cuenta de ello.
-Mi hermano y mi madre están
traicionando el legado de la familia repetía Rajiv a Sonia, con un tono de
voz desesperado.
Se encontraba atrapado en una
situación sin salida. No podía irse, y
quedarse le repugnaba. No le gustaba
que le identificasen con todo lo que
estaba ocurriendo. A pesar de tener una
de las profesiones más asépticas del
mundo, era inevitable que los colegas y
la gente en general le metiesen en el
mismo saco que su hermano. No le
importaba enfrentarse a Sanjay...
-¡Estáis traicionando al abuelo! -le
soltó varias veces a la cara.
-¡Estamos modernizando este país! replicaba Sanjay.
-¡Os estáis echando a la gente en
contra!... El fin no justifica los medios.
Pero decirle lo mismo a su madre, le
resultaba imposible a Rajiv. Un hijo
indio no se enfrenta a sus progenitores.
Una cierta sumisión a la figura de los
padres es un rasgo que forma parte del
acervo cultural más profundo de la
India. Sonia lo sabía, por eso procuraba
no echar más leña al fuego. Confiaba
que el paso del tiempo terminaría por
arreglar las cosas. Huyendo de la
tensión latente, se refugiaron en sus
habitaciones del fondo de la casa,
participando lo mínimo en la vida
común. Ya no sentían que ese hogar les
perteneciera, como ocurría antes. El
escritor Kushwant Singh, un asiduo
visitante de la casa, llegó un día para
ver a Maneka mientras Rajiv y Sonia
celebraban el cumpleaños de uno de sus
hijos: «Me di cuenta de que los niños y
cada una de las mujeres ocupaban
lugares alejados de la casa y que tenían
poco que ver unos con otros.» Las
peleas de los perros reflejaban la
tensión de sus moradores. Sanjay y
Maneka tenían dos lebreles irlandeses
«grandes como burros», según contaba
el escritor, que estuvo varios minutos
paralizado de terror en el salón cuando
le dejaron con una taza de té en la mano
junto a los canes. Fue Indira quien le
salvó de aquella situación llevándoselos
al jardín. En contraste, Sonia tenía una
perra salchicha llamada Reshma, y
Zabul, un afgano manso. Cuando los
perros
se
enzarzaban,
Sonia,
horrorizada, intervenía para separarlos,
mientras Maneka contemplaba la escena,
imperturbable porque sabía que sus
perros eran más fuertes.
A pesar de la agresividad latente, en
el interior del hogar de los Gandhi
intentaban huir de la confrontación
directa. La comunicación se reducía a
notas escritas, siempre con cortesía,
para expresar quejas y discrepancias:
«Ayer dejaste el perro suelto dentro de
casa, por favor no lo vuelvas a hacer,
que se asustan los niños.» Maneka leía
la nota, pero no hacía caso.
Rajiv y Sonia encontraron apoyo en
sus amigos, entre los que se encontraba
Sabine y su marido, así como un
matrimonio italiano recién llegado,
Ottavio y Maria Quattrochi, muy
dicharacheros y simpáticos y con
quienes salían a menudo a cenar.
También formaban parte de ese grupo un
piloto de Indian Airlines, un matrimonio
indio compuesto por un hombre de
negocios y una decoradora muy amiga
de Sonia, un periodista y su mujer
editora y algún matrimonio más. Sonia
se reía mucho con su paisano Ottavio
Quattrochi, un avezado hombre de
negocios, representante de grandes
empresas italianas, y que estaba dotado
de un fino sentido del humor. Los amigos
ayudaban a soportar la desagradable
situación familiar.
Sonia se enteró de lo que estaba
ocurriendo en la Vieja Delhi por una
amiga india que la avisó por teléfono.
Le dijo que su chófer y su cocinero,
ambos musulmanes, le habían pedido
ayuda, a sabiendas de que se
relacionaba con la familia de Indira.
Ambos estaban horrorizados porque,
según decían, «los hombres de Sanjay
estaban arrasando el barrio». Querían
que su «señora» intercediera para salvar
sus casas. Sonia no sabía nada.
-Siempre somos los últimos en
enterarnos. Ya sabes cómo está la
situación en casa, no sé si podremos
hacer algo.
Cuando indagó, se enteró de que
Sanjay había ordenado la demolición
del barrio, un laberinto de callejuelas,
antiguos edificios en ruinas y chabolas
insalubres.
Un
barrio
sucio,
congestionado y contaminado pero con
alma de ciudad vieja. Formaba parte de
su programa de «embellecimiento de
ciudades». Los vecinos se habían
rebelado, lanzando piedras, ladrillos y
hasta cócteles molotov contra las
excavadoras. Una turba de mujeres
había
rodeado
la
clínica
de
planificación
familiar
coreando
eslóganes y amenazando a los obreros
con esterilizarlos. La policía no tardó en
llegar y dispersó a la multitud con gases
lacrimógenos. Se desató una batalla
campal que se saldó con cientos de
heridos y una decena de muertos, entre
los que se encontraba un niño musulmán
de trece años que miraba los disturbios
como si se tratase de una película. Al
final la policía impuso el toque de queda
para que los derribos pudieran
continuar. Cuando Sonia le contó todo
esto, Rajiv puso el grito en el cielo.
-¿Cómo es posible que mi madre
permita que destruyan esa zona, una de
las áreas que ella misma protegió
cuando los disturbios de la Partición?
Esta vez, Rajiv se atrevió a
decírselo a su madre:
-El programa de embellecimiento de
ciudades está causando un enorme
malestar entre la población, los pobres
se ven forzados a desalojar sus chabolas
sin tiempo de recoger sus cosas... Se han
arrasado cientos de miles de chabolas,
nos llaman hasta los empleados de
nuestros amigos para que hagamos algo
...
Indira le escuchó sin apenas decir
nada. Rajiv prosiguió:
-El abuelo convenció a esos
vecinos, en su mayoría musulmanes,
para que se quedasen y no huyesen a
Pakistán. Eso, tú lo sabes, mamá. Les
prometió protección. ¡Y ahora su nieto
los está expulsando a palos!
Indira mandó llamar a Sanjay, que
inmediatamente
desmintió
las
acusaciones de su hermano.
-¡Estupideces! -terció el joven-. A
todos
los
desalojados
se
les
proporciona alojamiento alternativo.
Indira le creyó.
-En este país, hay una gran
resistencia a la modernización -musitó.
Siempre creía a Sanjay en temas de
política, o de calle. Creía a Rajiv
cuando algo se estropeaba en casa; sólo
entonces su palabra valía oro.
Lo que había dicho Sanjay era una
verdad a medias. En la Vieja Delhi, más
de setenta mil personas, entre las que se
encontraban el cocinero y el chófer de la
amiga de Sonia, habían sido obligadas a
punta de fusil a entrar en camiones para
ser
conducidas
a
sus
nuevas
«residencias», un eufemismo para
designar ínfimas parcelas de tierra
rodeadas de una alambrada al otro lado
del río Yamuna, a unos veinte kilómetros
de la ciudad. Cada familia tenía derecho
a un lote de ladrillos para construirse su
nuevo refugio y a tarjetas de
racionamiento para comprar materiales
y comida. Pero mientras, no tenían techo
para guarecerse.
Al final, quien hizo ver a Indira la
verdad sobre las barbaridades que
estaban ocurriendo fue su amiga Pupul.
Regresó escandalizada de Benarés, la
ciudad sagrada a orillas del Ganges. Lo
asombroso, lo maravilloso de Benarés,
es que la vida seguía prácticamente
igual desde el siglo VI a.C. Sin
embargo, Pupul había visto con sus
propios ojos cómo unas excavadoras
destruían edificios antiguos para
ensanchar Vishwanath Gali, una
callejuela
estrecha,
serpenteante,
pavimentada con viejas piedras de río
que brillaban de una pátina producida
por los pies de innumerables
generaciones de peregrinos y que
atravesaba el corazón de la ciudad. Una
calle donde las vacas tenían preferencia
desde el alba de los tiempos, y que
recorrían santones con el cuerpo
cubierto de ceniza y el cabello
enmarañado, campesinos recién casados
con sus mujeres del brazo, abuelas con
sus nietos y ancianos que venían de muy
lejos para llegar al templo de
Vishwanath, el señor del Universo.
Considerado el más sagrado del mundo
por los fieles hindúes, ese templo
albergaba una piedra de granito pulido,
la reliquia más preciada de Benarés, el
lingam original, un emblema fálico que
simboliza la potencia vital del dios
Shiva, representante de la fuerza y del
poder regenerador de la naturaleza. Al
prosternarse y al ofrecerle agua del
Ganges, los fieles hindúes expresaban
así una de las formas más antiguas del
fervor religioso hindú. Benarés, y el
templo de Vishwanath en particular, eran
el centro de ese culto. Había lingams y
yonis (el equivalente femenino) en todas
partes, en los templos, en los pequeños
altares empotrados en las fachadas de
los edificios, en los peldaños de los
ghats, esas escaleras monumentales de
piedra que se hunden en las orillas como
raíces gigantescas, sellando así la unión
de Benarés con el más sagrado de los
ríos. Todas las mañanas desde que el
hombre tenía memoria, miles de hindúes
untaban con devoción la superficie
pulida de los lingams con pasta de
sándalo o con aceite. Trenzaban coronas
de jazmín y de claveles de la India que
colocaban con esmero alrededor de la
piedra erecta junto a pétalos de rosa y
hojas amargas de bilva, el árbol
preferido de Shiva.
-Queremos ensanchar la callejuela
para que puedan circular coches -le dijo
a Pupul el delegado de la corporación
municipal que la acompañaba. Pupul se
quedó helada.
-¿Y qué vais a hacer con los
templos, con los dioses, con todos estos
altarcitos?
-Los cambiaremos de sitio, está
prevista una estructura de hormigón para
meterlos todos dentro.
-Pero no podéis, son los guardianes
de la ciudad, no podéis cambiarlos así
como así. ..
Pupul estaba tan indignada que no
encontraba las palabras. El hombre se
hacía el
loco. Luego añadió,
explicándose:
-Es que Sanjay quiere embellecer la
ciudad.
-Pero no se puede jugar con
Benarés, es la más sagrada de las
ciudades sagradas... No se puede jugar
con la fe de la gente.
Pupul entendió que era inútil intentar
convencer al delegado, que se limitaba a
cumplir instrucciones. Conmovida y
nerviosa, le pidió que suspendiese toda
actividad de demolición hasta que
regresase a Delhi y hablase con la
primera ministra. El hombre accedió.
Cuando Indira vio las fotos de Pupul
y escuchó su relato, «saltó al techo»
según su amiga. «Nunca la había visto
tan enfurecida. Descolgó el teléfono y
pidió a su secretario que le pusiese al
habla con el jefe de gobierno del estado
de Uttar Pradesh. Estalló cuando habló
con él: "¿Es que no sabes lo que está
ocurriendo en Benarés?", le preguntó,
antes de ordenarle que acudiese
inmediatamente a verla a Nueva Delhi.
Luego colgó el aparato y se tapó la cara
con las manos: "¿Qué está ocurriendo en
este país?.. Dios mío, nadie me cuenta
nada.»
Cuando el jefe del gobierno de Uttar
Pradesh se enteró de lo que intentaban
hacer con Vishwanath Gali, se quedó
mudo de estupefacción. Tampoco él
estaba al corriente de lo que estaba
pasando. ¿Quién había dado las
órdenes? Todo el mundo sabía que
venían de Sanjay, pero su autoridad era
difusa y difícil de rastrear. Era
imposible conseguir explicaciones
suyas. Rara vez hablaba en público,
apenas daba entrevistas y cuando lo
hacía eran penosas. Su firma nunca
aparecía en papeles oficiales. Era la
sombra que reinaba en la oscuridad del
estado de excepción. Los funcionarios
subalternos, encargados de cumplir sus
órdenes, redoblaban de celo para
congraciarse con él e interpretaban las
órdenes a su manera siendo aún más
intransigentes de lo que se les exigía. A
muchos se les subía el poder a la cabeza
y se convertían en seres tiránicos
bruscos e incontrolables.
21
En la época de la Emergency, Rajiv
pasó del Avro a copiloto del Boeing
737, que de ahora en adelante
compondría el grueso de la flota de
Indian Airlines. Después de uno de sus
vuelos a Bombay, mientras iba al hotel
en la camioneta de la compañía para
pasar la noche, una larga caravana de
motos y coches de policía, con las
sirenas ululando y las luces giratorias
iluminando el aire brumoso, obligó a su
vehículo a detenerse. El despliegue era
impresionante. « ¡VIP!», le dijo el
chófer, aludiendo al paso de una
personalidad importante. Cuando quiso
proseguir su camino, un policía le
desvió hacia una bocacalle adyacente. «
¿Quién es?», preguntó el chófer al
policía.
-¡VVIP! -le respondió-. ¡Shri Sanjay
Gandhi!
Rajiv, sentado en la parte trasera,
alzó los ojos al cielo. Así circulaba su
hermano, como si fuese el hombre más
poderoso de la India, aunque no tuviera
autoridad formal ni en el Partido ni en el
gobierno. El chófer no perdió la ocasión
de chinchar a su pasajero:
-Hermano pequeño pasa, hermano
mayor desviado a las callejuelas... ¿Qué
le parece?
-¡Así es la política! -respondió
Rajiv con humor, satisfecho en el fondo
de no tener que formar parte de ese
circo.
Inasequibles
al
desaliento
provocado por las críticas de la
oposición, Sanjay y Maneka hacían giras
por el país como si de una pareja real se
tratase, supervisándolo todo, dando
órdenes e instrucciones y siendo
adulados por obsequiosos funcionarios,
ministros y jefes de gobierno regionales.
La prensa se hacía eco de aquellos
viajes al detalle. «Su imagen brilla con
luz propia», declaraba un semanario.
«Sanjay está firmemente establecido en
los corazones de la gente», rezaba otro
titular. La realidad era bien diferente: en
aquel entonces, Sanjay era quizás el
hombre más odiado de la India.
Prueba de su inmenso poder era por
ejemplo que Bansi Lal, el regordete jefe
de gobierno de Haryana y compinche
suyo, que había sido nombrado ministro
de Defensa, antes de decidir a quién
promovería a almirante, llevaba a sus
dos candidatos ante Sanjay para que éste
los entrevistase. O cuando Sanjay visitó
Rajastán y tuvo que inspeccionar
quinientos un arcos erigidos en su honor.
Un recibimiento similar le esperaba en
Lucknow, y allí ocurrió un incidente muy
revelador del aura que emanaba de su
poder. Cuando perdió una sandalia en la
pista del aeropuerto, fue el mismísimo
jefe de gobierno de Uttar Pradesh quien
se agachó, la recogió y se la entregó
reverencialmente.
La
familia
de
Maneka,
especialmente la madre, se vio
catapultada al estrellato. «De no ser
nadie se convirtió en la principal dama
de honor de la emperatriz de la India,
Indira Gandhi -recuerda el escritor
Kushwant Singh-. Se hizo arrogante más
allá de lo imaginable.» La conoció un
domingo cuando, acompañada de su
hija, fueron a visitarle. Ambas querían
fundar una revista semanal de
información y entretenimiento y Sanjay
había sugerido que fuesen a verlo para
pedirle consejo e involucrarlo en el
proyecto. Kushwant Singh aceptó el
encargo, halagado de encontrarse tan
próximo a Indira y a su hijo. «Sentí que
Maneka exigía demasiado a Sanjay y
que éste quería involucrarla en cualquier
actividad que redujese la presión que
ella ejercía sobre él», diría el escritor.
La revista, prácticamente escrita,
corregida y editada por Singh, fue un
éxito, lo que dio a Maneka un poder que
no había tenido antes y una relevancia
social que la hacía feliz. ¿No
confirmaba el éxito de Surra, como se
llamaba su revista, que era la digna
esposa del hombre más influyente del
país? En casa, ese éxito se tradujo en un
comportamiento aún más soberbio.
Comparada con ella, ¿quién era esa
italiana a quien sólo le gustaba cocinar o
quedarse en casa? Ahora más que nunca,
a sus cuñados les hacía sentir su desdén.
Ni siquiera los niños se libraban. Un
joven miembro del Congress fue testigo
de una escena reveladora del carácter de
«la primera dama», como algunos la
llamaban. Sonó el teléfono y este chico
descolgó, pero en seguida Maneka se lo
quitó de las manos. Era una llamada
para su sobrino Rahul. « ¡Aquí no vive
ningún Rahul!», exclamó, sencillamente
porque en ese momento no deseaba ser
interrumpida.
-¿Cómo podéis vivir así? -preguntó
a Rajiv y Sonia una amiga íntima-. ¿Por
qué no os mudáis a otra casa?
-No puedo hacerle eso a mi madre contestó Rajiv.
Era cierto, en ese momento al menos
no podían. Veían que Indira estaba
cambiando y a punto de reaccionar.
Suficiente información se había filtrado
hasta ella para que por fin admitiese la
veracidad de los abusos cometidos en
nombre de las campañas de su hijo.
Empezó a dudar de sus consejeros y a
escuchar a gente de fuera. Afectada por
la creciente ira que sentía bullir entre el
pueblo, ya no encontraba justificación
para seguir con las medidas represivas.
También le afectaban las continuas
peticiones de distintas personalidades
dentro y fuera de la India para levantar
el estado de excepción. Su tío B. K.
Nehru, embajador en Inglaterra, le habló
francamente y sin rodeos de la mala
imagen que tenía ahora la India, que ya
no era considerada un faro de civismo
brillando entre las dictaduras de Asia.
Indira ya había pospuesto las
elecciones en dos ocasiones, a petición
de Sanjay, aunque la segunda vez lo
había hecho a regañadientes. Pensaba
que posponerlas era mandar una señal
equivocada a la sociedad, como si
estuviera asustada de enfrentarse a la
gente. Había proclamado el estado de
excepción como medida transitoria, pero
no quería convertir a la India en una
dictadura. La imagen de «dictadora
benévola» que le llegaba del extranjero
la perturbaba mucho. ¡Qué diría su
padre! A veces le parecía escuchar la
voz de Nehru desde lo más profundo de
su ser, empujándola a tomar una
decisión conforme a su conciencia.
Además, Indira notaba que había
perdido la conexión íntima con esa
«extensa masa de humanidad india», y
quería recuperarla. Sentía nostalgia de
las multitudes, necesitaba volver a
vibrar con el clamor y el amor del
pueblo. Echaba de menos sus éxitos
electorales anteriores... ¡Qué lejos
quedaba el triunfo apoteósico de 1971!
Sanjay, como era de esperar, se
opuso terminantemente a los designios
de su madre.
-Estás cometiendo un error garrafal sentencié-.
Puedes
perder
las
elecciones, ¿y qué pasará entonces? El
informe que has recibido del Servicio
de Inteligencia asegura que el Congress
perderá...
-No me fío de esos informes contestó Indira-. El Servicio de
Inteligencia
está
infiltrado
por
extremistas hindúes. Dicen lo que les
viene en gana...
-¿No puedes esperar antes de
levantar el estado de excepción?
-¿Esperar a qué?
-A que salgan algunos prisioneros
políticos, a que se calmen los ánimos.
No es que estemos en contra de las
elecciones -Sanjay hablaba también en
nombre de sus protectores y compinches
Bansi Lal y el secretario Dhawan, que
ahora tenían miedo de ser víctimas de
eventuales represalias- ... Pero sería
mejor soltar a la oposición primero y
esperar un año a que se olviden los
problemas y se acaben los rumores.
Indira se lo quedó mirando, en uno
de sus largos silencios, un silencio
espeso que hablaba de su determinación
con más contundencia que si le hubiera
contestado.
Pero esta vez Indira no le escuchó.
Al día siguiente, 18 de enero de 1977,
sorprendió a toda la nación anunciando
elecciones generales al cabo de dos
meses. «Será una oportunidad para
limpiar la vida pública de tanta
confusión», declaró. Sanjay estaba
deshecho. Era la primera vez que su
madre le desautorizaba. Lo hizo de
nuevo ordenando la liberación inmediata
de todos los líderes políticos y
levantando la censura de prensa. La
oposición recibió esas medidas con
recelo. A estas alturas, no se fiaban de
Indira, nutrían sospechas sobre su
motivación profunda y estaban seguros
de que se trataba de alguna trampa. Pero
su antiguo enemigo J.P. Narayan, que
había sido detenido y encerrado en una
celda en los primeros tiempos de la
Emergency y que luego, por razones de
salud, había sido autorizado a volver a
casa, confesó a un amigo de los Nehru:
«Indira ha sido muy valiente. Es un gran
paso el que ha dado.» Como él, muchos
no se lo esperaban.
La decisión de actuar con tanta
rapidez, que dejó atónito a Sanjay, fue
en el fondo una maniobra astuta de una
política experta. Se trataba de pillar por
sorpresa a toda la oposición, débil y
fragmentada, y no darles la oportunidad
de organizarse. Era su mejor baza para
ganar esas elecciones, porque no las
tenía todas consigo.
Quería pensar que la magia que
había actuado en otras ocasiones
también actuaría en esta contienda.
Pasaba de la duda al convencimiento de
que el pueblo seguía queriéndola, a
pesar de todo.
Como siempre, se lanzó a hacer
campaña con vigor, haciendo giras por
todo el país, durmiendo poco, viajando
en cualquier medio de transporte. Como
en otras ocasiones, pudo contar con
Sonia, siempre presente, siempre
dispuesta a ayudarla a organizarse y a
hacerle la vida más fácil. Sonia se
compadecía de su suegra. La veía
agotada persiguiendo una quimera: el
afecto y la veneración del pueblo. Esta
vez la seducción no funcionaba. Indira
regresaba cabizbaja de los mítines. Le
contaba a Sonia que había escuchado
gritos contra ella, voces que reclamaban
su derrota, a veces insultos. Había visto
a gente abandonar las concentraciones,
dejándola sola frente a un grupo cada
vez más reducido de fieles seguidores.
Le tocó escuchar muchas historias sobre
los excesos del programa de
esterilización, sobre las torturas, los
arrestos arbitrarios... No sabía si
creerse todo lo que decían, pero acabó
dándose cuenta de que ese contacto
privilegiado del que había disfrutado
con el pueblo ya no existía. «No puedo
soportarlo -confesó un día-. Me han
tenido encerrada entre estas cuatro
paredes.» Sonia no se atrevía a decirle
que no había querido escuchar.
Nadar contra corriente debilitó a
Indira y cayó varias veces enferma, sin
conseguir recuperarse de una especie de
gripe que le producía fiebres
recurrentes. Los golpes que empezó a
recibir de sus propios compañeros de
partido la hundían aún más en la
zozobra. De pronto, su ministro de
Agricultura, un conocido líder de la
comunidad de los intocables, desertó de
sus filas para unirse a la oposición. La
vida política del país pareció
electrificarse. Una ola de pánico
recorrió las filas del Congress. Indira se
mantuvo impasible de cara a la galería,
pero Sonia adivinaba lo dolida que se
sentía. Aquel líder había sido un amigo
personal, un compañero de ruta, un
bastión del partido. Se llamaba Jagjivan
Ram y había reclamado el levantamiento
inmediato del estado de excepción. Más
tarde, Indira descubriría que la
verdadera razón por la que Ram le había
dado la espalda era su oposición al
límite de edad que Sanjay quería
imponer para presentarse a las
elecciones. A sus sesenta y ocho años,
Ram -y muchos otros- quedaban así
fuera de juego. Cuando Indira quiso
enmendar el problema, ya era
demasiado
tarde.
Inmediatamente
después, una plétora de antiguos
camaradas tomaron el mismo camino y
luego siguieron los tránsfugas. «Qué
extraño que os hayáis callado todos
estos meses... », Les dijo Indira, que
entendía que las ratas empezaban a
abandonar el barco... ¿Pero no sabía ya
que la política estaba hecha de
traiciones? ¿No decía Churchill que
había tres clases de enemigos: los
enemigos, sin más; los enemigos a
muerte; y los compañeros de partido? Lo
que más le dolió fue que su propia tía,
Viyaja Lakshmi Pandit, hermana de
Nehru, abandonase su retiro político y
se lanzase al ruedo denunciando que
Indira y el estado de excepción habían
«destruido»
las
instituciones
democráticas. Después de hacer esas
declaraciones incendiarias, ingresó en
una coalición de partidos opositores que
se había formado bajo las siglas de
Janata Party. Para Indira, más que una
traición, aquello fue una humillación.
Fue entonces cuando le salió un herpes
en la boca que la obligó a hacer sus
discursos con medio rostro cubierto por
el faldón de su sari. «Lo que me
preocupa es que luego me queden
cicatrices en la cara», le decía a Sonia
mientras ésta le aplicaba un ungüento.
-Estoy cansada de la política -le
confesó de sopetón, sin drama, sin
exageración, casi sin emoción.
Ver a Indira herida en el alma hizo
que Sonia se diese cuenta de que la alta
política y las bajas pasiones eran las
dos caras de un mismo mundo. Nunca le
había atraído, pero ahora, al ver a su
suegra traicionada y sufriendo, sentía un
rechazo total. A su amiga Pupul, Indira
le confesó: «Pelearé estas elecciones y
luego dimitiré. Estoy harta. No puedo
fiarme de nadie.»
Ante el fortalecimiento de la
oposición, Sanjay rogó de nuevo a su
madre que cancelase o por lo menos
pospusiera la convocatoria. Pero ella
siguió en sus trece. Su hijo entonces
decidió presentarse como candidato a
diputado al Parlamento por la
circunscripción electoral de Amethi,
vecina de la circunscripción de su
madre, Rae Bareilly, en el estado de
Uttar Pradesh. Era territorio de los
Nehru y los Gandhi, donde la victoria
estaba asegurada. De ganar un escaño,
Sanjay estaría protegido de la venganza
de sus innumerables enemigos por la
inmunidad parlamentaria. Maneka y él
eran tan ingenuos que en su primer
discurso alabaron los resultados de la
campaña de esterilización. Fueron
abucheados por un grupo de mujeres
enfurecidas:
-¡Nos habéis convertido en viudas! gritaron-. ¡Nuestros maridos ya no son
hombres!
Indira se encontró con reacciones
parecidas a lo largo y ancho del país. Un
discurso suyo fue interrumpido por una
campesina que la increpó: «Todo lo que
nos cuenta de su preocupación sobre el
bienestar de las mujeres está muy bien,
pero ¿qué pasa con las vasectomías?
Nuestros hombres se han hecho débiles,
y nosotras sus mujeres también.» En un
lugar cercano a Delhi, otra campesina a
quien pedían el voto sacó a relucir el
tema de la esterilización, y lo hizo en un
lenguaje sugerente: « ¿Señora, de qué
sirve un río sin peces?» Por fin Indira se
daba cuenta de que en un país de
mayoría hindú, que venera el lingam (la
piedra fálica) como deidad primigenia y
fuente de toda vida, la campaña de
esterilización masiva había sido un error
monumental. Y sabía que, en política,
los errores se pagan.
Después
de
aquellos
viajes
extenuantes, Indira volvía a casa con
lágrimas en los ojos.
El 20 de marzo de 1977, día de la
convocatoria, Pupul fue a verla a su
casa. Eran las ocho de la noche y las
calles de Nueva Delhi desbordaban de
una alegría nunca vista desde las
celebraciones de la independencia de
los ingleses treinta años antes. Grupos
de gente tocaban el tambor, payasos
caminando sobre zancos repartían
caramelos a los niños, los vecinos
bailaban en las calles, olía a la pólvora
de los petardos y de los fuegos
artificiales... El pueblo soberano había
votado y celebraba la caída de la
«Emperatriz de la India».
La casa, sin embargo, estaba
envuelta en un silencio inquietante. No
había ajetreo ni luces ni coches
aparcados fuera como en anteriores
veladas de citas electorales. No se veían
niños ni perros. Un secretario con cara
patibular condujo a Pupul al salón
decorado en tonos beige y verde claro.
Indira estaba sola, y se levantó para
saludarla. Había envejecido diez años.
«Pupul, he perdido», dijo simplemente.
Ambas tomaron asiento, y se quedaron
en silencio, uno de los clamorosos
silencios de Indira que hacían que las
palabras sobrasen.
Sanjay y Maneka estaban en Amethi,
su circunscripción. Rajiv y Sonia en su
cuarto, muy preocupados. Sabían mejor
que nadie en esa casa la animadversión
que había producido la Emergency en la
sociedad y tenían miedo de las
represalias contra su madre, contra su
hermano, y contra ellos también. Temían
por su seguridad, ahora que Indira tenía
que desalojar el poder. A esto se
añadían un montón de incógnitas
derivadas de la nueva situación: ¿dónde
vivir?' por ejemplo, porque era
necesario devolver la casa al gobierno.
Pero, sobre todo, tenían mucho miedo
por los niños. Sonia estaba muy
afectada. Ahora sentía el zarpazo de la
política en carne propia. Lo había visto
venir, pero ¿qué hubiera podido hacer
ella para impedir un desenlace
semejante? Un sirviente les interrumpió
llamando a la puerta:
-La cena está lista.
La mesa del comedor estaba puesta
como cualquier día normal. Sonia no
podía contener las lágrimas. Rajiv
estaba serio, lúgubre, callado. Sólo
comieron un poco de fruta, mientras
Indira cenaba copiosamente chuletas
vegetarianas con verdura y ensalada,
como si la derrota no la afectase tanto.
Más bien parecía que se había quitado
un peso de encima. Nadie abrió la boca.
Se oía el ruido de los cubiertos sobre la
loza, y el tímido lloriqueo de Sonia.
Sólo hubo una interrupción del
secretario Dhawan, el compinche de
Sanjay, que vino a anunciar unos últimos
resultados catastróficos. Sanjay había
perdido en Amethi, e Indira en su
circunscripción. Lo nunca visto: la
derrota era absoluta y total, hasta en su
feudo tradicional. Indira no se inmutó y
se sirvió fruta de postre.
Pasaron al salón, y siguieron sin
abrir la boca, excepto para intercambiar
banalidades con un amigo de la familia
que vino a acompañarles. Estuvieron así
un rato, hasta que Pupul anunció que se
iba. Rajiv la acompañó a la puerta.
-Nunca perdonaré a Sanjay el haber
empujado a mi madre a esta situación -le
confesó-. Él es el responsable de todo.
Pupul le escuchó en silencio. Rajiv
prosiguió:
-Le dije a mamá varias veces la
verdad sobre lo que estaba ocurriendo,
pero no me creyó...
-Circulaban rumores de que si
hubiera ganado el Congress, Sanjay
habría sido nombrado ministro del
Interior y la gente estaba aterrada con
eso -le dijo Pupul.
-Me lo creo. Estoy seguro de que lo
hubiera intentado.
Pupul notó, en la penumbra del
recibidor, que los ojos de Rajiv estaban
empañados de lágrimas.
A medianoche, Indira salió de casa
para reunirse por última vez con sus
ministros y levantar el estado de
excepción de manera formal después de
dieciocho meses, aunque casi todas las
medidas ya habían sido anuladas en la
práctica. Fue una reunión breve, en la
que casi nadie habló. Todos habían
perdido sus escaños. Se encontraban
frente a la mayor debacle que jamás
había ocurrido en el partido. Por
primera vez desde la independencia, el
Congress no estaba en el poder. De allí,
Indira se dirigió al Palacio de la
Presidencia de la República. Envuelto
en la neblina, los fogonazos de los
fuegos
artificiales
iluminaban
fugazmente el antiguo palacio del virrey
británico. Una vez dentro, presentó
oficialmente su dimisión ante el
presidente.
De camino a casa, vio a la gente
celebrar su derrota con júbilo -niños y
mayores seguían en las calles a esas
horas de la noche-, y de pronto sintió
miedo. Le pareció que su casa estaba
pobremente custodiada. Al llegar, se
dirigió a la habitación de Rajiv y Sonia.
Seguían despiertos.
-Sería prudente que os fueseis con
los niños a casa de unos amigos -les
propuso Indira- ... esta misma noche.
-No te vamos dejar sola.
-Sólo unos días, hasta que el
ambiente en la ciudad se haya calmado.
Ahora hay mucho alboroto. Estaré más
tranquila si os vais a otra casa.
-Vámonos todos entonces, tú
también.
-No puedo. Tengo que quedarme
aquí. Además Sanjay vuelve esta noche,
así que no estaré sola. Marchaos, no me
lo perdonaría si le ocurriese algo a los
niños.
A las dos de la madrugada, Rajiv y
Sonia, con Rahul y Priyanka medio
dormidos y envueltos en mantas,
salieron de casa como si fuesen
refugiados en un país en guerra. Indira
se había abstenido de decirles que unos
días antes había rechazado el
ofrecimiento del jefe de seguridad de
traer tropas a Nueva Delhi para
protegerla en caso de perder las
elecciones y de que la oposición
decidiese organizar una marcha contra
su casa.
-La
muchedumbre
podría
descontrolarse y asaltar su residencia...
-le había dicho el jefe de seguridad.
-No se preocupe por mí -le
respondió Indira-. Lo que le pido es que
vele por mis hijos.
Quizás Indira no se creyó nunca que
perdería, a pesar de los abrumadores
indicios. Quizás se sintiese protegida
por el aura de sus apellidos, casi de
manera sobrenatural, para no darse
cuenta de lo que se le venía encima.
Quizás estaba cegada por la idea que
tenía de sí misma. A la pregunta del
periodista y amigo Dom Moraes de:
«Señora, ¿volverá a la política?») Indira
respondió: «No. Siento que me he
quitado un peso de encima. Nunca
volveré a la política.» Quizás el alivio
que ahora sentía era porque la vida la
había puesto de nuevo en contacto con la
realidad. Pero era una realidad dura de
encajar: a los cincuenta y nueve años, se
encontraba sin trabajo, sin ingresos
económicos y sin un techo sobre su
cabeza. Por primera vez en su vida se
daba cuenta de que no tenía nada. La
casa familiar de Anand Bhawan la había
donado al Estado y ahora era un museo.
Aunque se la hubiera quedado, no
hubiera podido mantenerla.
Eran las cuatro de la mañana cuando
llegaron Sanjay y Maneka. No parecían
especialmente deprimidos o afectados
por la derrota. No parecían conscientes
de lo que significaba. Al contrario,
Maneka le contó que habían venido de
Amethi en el avión privado de un amigo
y pasó a relatarle cómo el propio Sanjay
había cogido los mandos para aterrizar.
Una maniobra perfecta, añadió. «Fue
entonces cuando me di cuenta de la
fuerza y del carácter del hombre con
quien me había casado», escribiría más
tarde. Ninguno de los dos se había
enterado todavía de que los habitantes
de Turkman Gate en la Vieja Delhi
habían vuelto a su barrio, eufóricos, y
amenazaban con esterilizar a Sanjay.
Indira les dispensó uno de sus
silencios significativos y se fue a
acostar. Era muy tarde y estaba exhausta
cuando se dejó caer en la cama. Pensó
en sus nietos. Lo importante es que
estaban a salvo, por lo menos
momentáneamente. A lo lejos, seguían
oyéndose las explosiones de los fuegos
artificiales.
22
Definitivamente, Indira era un
personaje desconcertante. La naturalidad
y la entereza con las que asumió su
derrota dejaron perplejos a seguidores y
enemigos. Pocos eran los ejemplos en la
historia de gobernantes que se hubieran
hecho el harakiri político con tanta
integridad. Si se sentía satisfecha a
pesar de todo, es porque había devuelto
a la India la confianza en el poder del
voto, en una nación que ahora era más
estable y más próspera que antes. En lo
que a ella respectaba, había cumplido su
misión y tenía la conciencia tranquila.
Del sufrimiento provocado por sus
medidas, no se hacía responsable. La
culpa la tenía el sistema, la burocracia,
el juego sucio de la oposición. «Con
estas elecciones, la India ha demostrado
que la democracia no es un lujo que
pertenezca a los ricos», dijo The New
York Times en su defensa. En lo que
todos los observadores coincidieron,
tanto nacionales como extranjeros, fue
en que la carrera política de Indira
Gandhi había llegado a su fin. Todos se
equivocaron, excepto una vieja colega
militante de un partido de izquierda que
fue a visitarla y le dijo:
-Ya verás, la gente volverá a ti...
Entonces Indira se giró hacia ella
con ojos cubiertos de lágrimas y le
preguntó:
-¿Cuándo? ¿Cuando me haya
muerto?
Su fiel secretaria Usha no sabía qué
cara poner ni qué decir cuando fue a
trabajar el día siguiente a las elecciones.
Nunca había estado a favor del estado
de excepción y sus comentarios al leer
artículos críticos casi le habían costado
el puesto, de no ser porque Sonia la
avisó que no siguiera haciéndolo. No
había dormido en toda la noche, la oreja
pegada a la radio. Al entrar en la
oficina, que estaba junto al comedor, se
encontró con Indira sentada a su mesa.
Sonriendo, la ex primera ministra le
dijo:
-Usha, tienes que devolver la mujer
gorda.
-¿La mujer gorda?
-Sí, la estatua que nos prestaron del
Museo Nacional.
Se refería a una estatua sin cabeza ni
brazos, y sin mucho valor, que Indira
había pedido prestada al museo para
decorar el salón de su casa. Usha
encontró en seguida el recibo
correspondiente y se puso manos a la
obra. «Sabía que la señora Gandhi había
dicho eso para relajar la tensión. Era
muy típico de ella.»
Había que mudarse pronto porque su
sucesor, el derechista hinduista Morarji
Desai, a pesar de disponer de una gran
casa confortable en Dupleix Road,
quería hacer de la residencia de Indira
su residencia oficial. Echarla de casa
era un símbolo de su victoria y a la vez
una mezquindad. Indira estaba dolida.
Pero ¿qué podía hacer? Ya estaban en
casa los funcionarios que venían a
registrar despachos y habitaciones con
un inventario en la mano. Empezaron a
llevarse objetos y aparatos que habían
sido prerrogativas del primer ministro:
teléfonos secretos, máquinas de escribir
fotocopiadoras, aparatos de aire
acondicionado, mesas y sillas de
despacho, y todo eso mientras Usha y
Sonia
clasificaban
documentos,
guardaban archivos e intentaban
desesperadamente poner orden en tanto
caos.
Sonia, que a los pocos días regresó
con el resto de la familia de la casa de
su amiga Sabine, donde se habían
refugiado, se encontró con funcionarios
llevándose
muebles,
lámparas,
cuberterías y vajillas. Toda la
decoración de sus últimos nueve años
estaba siendo levantada por unos
tramoyistas que actuaban con la
arrogancia del vencedor. La sensación
de desamparo se hacía aún mayor al
notar la ausencia de los sirvientes
oficiales, de los secretarios puestos por
el gobierno, de los guardias de la
entrada y hasta de los jardineros que se
esfumaban, algunos sin ni siquiera
despedirse. Muerto el perro, se acababa
la rabia.
Indira era dueña de una parcela de
tierra en Mehrauli, a las afueras de la
ciudad, que Firoz había comprado en
1959 y en la que soñaba jubilarse con su
familia. Rajiv había invertido parte de
sus ahorros en construir una casa de
campo, pero se había quedado sin
dinero para acabarla. De todas maneras,
Indira no quería exiliarse en el campo.
Prefería quedarse cerca de sus nietos, en
el meollo, en Nueva Delhi. Conocía la
frase de un general de Napoleón
llamado Desaix cuando la batalla de
Marengo: «Es cierto que acabo de
perder una batalla, pero son las dos de
la tarde y antes de que caiga la noche
puedo ganar otra.» A estas alturas,
Indira sabía que tanto las nociones de
éxito como de derrota eran efímeras en
política.
Fue un viejo amigo de la familia
quien la salvó. El diplomático
Moharnmed
Yunus
ofreció
generosamente desalojar su casa del
número 12 de Willingdon Crescent,
donde había tenido lugar la boda de
Sanjay y Maneka tres años antes, para
cedérsela a los Gandhi. Esta nueva casa
era bastante más pequeña y Sonia se
preguntaba cómo iban a caber todos. La
mudanza duró varios días, lo que se
tarda
en
trasladar
posesiones
acumuladas durante trece años, las
pertenencias de cinco adultos y dos
niños, cinco perros, innumerables cajas
de libros, archivadores rebosantes de
papeles y documentos, cuadros, objetos,
recuerdos de viaje, etc. Indira era reacia
a tirar nada: cada papel, cada regalo,
cada libro era un recuerdo. De modo
que se acumulaban cajas y baúles en los
pasillos. En la habitación de Indira sólo
cabía su cama y su sillón favorito, cuyo
respaldo utilizaba para apoyarse y
escribir. Ya no tenía taquígrafo, ni
siquiera un despacho propio. Recibía a
la gente en la veranda o en el abigarrado
comedor. Sonia se las arreglaba para
que hubiera siempre un jarrón con unos
gladiolos a la vista.
Gran parte de la labor de este
ingente traslado recayó en los hombros
de la italiana, que tuvo que comprar o
pedir prestados a sus amigas una nevera,
varios aparatos de aire acondicionado,
radiadores, cacerolas, sartenes y
cacharros de cocina. Su sentido de la
familia se había intensificado viviendo
en la India. Trabajaba con un perfecto
sentido de la organización, que le
recordaba al de sus padres durante su
niñez, cuando eran pobres en Lusiana y
tenían que trabajar a destajo para salir
adelante. Le volvieron a la memoria sus
conocimientos de horticultura y limpió
una parte del fondo del jardín que plantó
de lechugas, calabacines, tomates y
verduras desconocidas y exóticas en la
India como el brécol. El haber conocido
tiempos difíciles la ayudaba ahora a
superar el trance con más entereza que
su marido, que no se perdonaba el no
haber sido más firme: «He sido incapaz
de pararle los pies a mi hermano», le
había confesado a un amigo de la
familia, sin disimular su frustración.
Como el cocinero se había
despedido e Indira se mostraba reacia a
contratar uno nuevo por miedo a que
fuese un infiltrado del gobierno que les
pudiera envenenar, le tocaba a Sonia
encargarse de hacer la compra y
preparar las comidas. Nunca en ese
hogar se degustaron tan deliciosas
lasañas, pasta a la puttanesca y risottos
como en aquellos días aciagos. También
había aprendido a cocinar platos indios,
que sazonaba con menos picante de lo
habitual Era experta en espinacas con
queso y en pollo con salsa korma a base
de almendras molidas, cilantro y nata.
Cocinar era también su manera de mimar
a la familia y contribuir a relajar el
ambiente, que era siniestro. ¿No decía la
monjita de su internado que Sonia tenía
la cualidad de ser conciliadora? Esa
cualidad mantuvo a la familia unida
durante esa época. Rajiv y Sanjay
seguían sin hablarse, excepto para lo
indispensable, a pesar de que ahora sus
respectivas habitaciones estaban frente a
frente a cada lado del pasillo. Indira
insistía en preservar la costumbre de
comer juntos por lo menos una vez al
día, pero era casi imposible sentar a la
misma mesa a los dos hermanos. Rajiv
responsabilizaba a Sanjay del derrumbe
del estatus de la familia, de haber
pasado de ser los más respetados a ser
unos parias. También era cierto que
vivían del sueldo de Rajiv y de las
donaciones de los escasos amigos fieles
que no habían abandonado a Indira,
esperando quizás que su lealtad se viera
recompensada en un futuro. Sanjay no
aportaba nada, al contrario, necesitaba
dinero para pagar a la horda de
abogados que le defendían de un sinfín
de acusaciones que le achacaban los
crímenes más horribles. Él no podía
aportar dinero a la caja familiar, pero se
resarcía alegando que uno de los
magnates
que
les
ayudaban
económicamente era un joven amigo
suyo, dueño de una fábrica de refrescos
en Nueva Delhi. Maneka, fiel a sí
misma, no ayudaba en las tareas
domésticas, al contrario que Indira, que
no dudaba en coger una escoba y
ponerse a barrer. «Sonia cocinaba,
Maneka comía», decía un amigo de la
familia. El resultado fue que la relación
entre Indira y Sonia se hizo aún más
estrecha durante esa época, lo que
azuzaba los celos de la joven Maneka.
Cuando acabaron de instalarse, Usha
sintió que ya no tenía sentido quedarse.
Siguió yendo en días alternos, hasta que
decidió despedirse: «Voy a acompañar a
mi hermana a Bombay», le anunció a
Indira, que adivinó que se trataba de una
excusa y que no volvería. Pero Usha no
se atrevía a decirle la verdad: quizás se
hubiera quedado si Sanjay y su
compinche, el secretario Dhawan, no
hubieran seguido campando a sus anchas
con ese aire soberbio que Usha no
soportaba. Indira esbozó una sonrisa
triste al despedirse. Le daba pena perder
aquella mujer que había sido su
secretaria desde hacía treinta años, y
con la que tenía plena confianza. Sabía
que Usha conocía hasta los pliegues más
recónditos de su alma.
Indira estaba mental y físicamente
agotada, preocupada por la desbandada
general, por las peleas en casa entre sus
hijos, y por las represalias que el nuevo
gobierno, estaba segura, iba a tomar.
Tenía ojeras negruzcas, y parecía que
todo su cuerpo había encogido. Como
antigua primera ministra, tenía derecho a
seguir con protección oficial, pero el
nuevo jefe de gobierno y acérrimo
enemigo político Morarji Desai, hindú
ortodoxo, quería quitársela como le
había quitado la casa.
-¿De qué tiene miedo? -preguntó a
un ex ministro de Indira-. No es bueno
que vaya siempre rodeada de policías.
-Hay un ambiente hostil contra ella y
su hijo...
-No, no es por eso. Es por su
vanidad.
Acto seguido, el nuevo primer
ministro se lanzó a una diatriba contra
las mujeres en el poder desde Cleopatra
a Indira pasando por Catalina de Rusia,
llegando a la conclusión de que todas
habían sido vanidosas y desastrosas
como gobernantes.
La campaña de hostigamiento que
ese hombre desató contra los Gandhi se
tornó en una auténtica caza de brujas. Al
principio, Sonia se extrañó, cuando iba
a la compra, de observar siempre a los
mismos individuos que la seguían a
cierta distancia. Lo mismo ocurría con
los demás miembros de la familia,
incluida Maneka. Indira se enteró de que
eran funcionarios del CBI (Central
Bureau of Intelligence, el servicio
central de información del gobierno) que
tenían instrucciones de seguirles y de
pinchar sus conversaciones telefónicas.
Sanjay, con la arrogancia del que nunca
tuvo que enfrentarse a un percance del
que no se hubiera recuperado, ofrecía
socarronamente a los agentes del
servicio secreto que le seguían llevarlos
en su propio coche para ahorrar
gasolina. Un día, se presentaron en la
casa a medio construir de Mehrauli con
detectores de metales. «Pero ¿qué estáis
buscando?», les preguntó Rajiv. No le
contestaron, pero más tarde les oyó
gritar cuando el detector empezó a
emitir un silbido. Pensaron que habían
dado con el tesoro que Sanjay había
enterrado. El tesoro acabó siendo una
lata vacía de aceite para cocinar.
Fue aproximadamente en esa época,
en pleno calor anterior a las lluvias
monzónicas, cuando Indira apareció una
noche tarde en casa de su amiga Pupul.
Venía a visitarla a menudo, para escapar
de las tensiones de casa. De nuevo Rajiv
le había echado en cara que «Sanjay y
Dhawan son los que te han arrastrado
hasta aquí». Indira no le había
contestado, limitándose a bajar la
cabeza. Sabía perfectamente que la
responsable última de todo lo que había
ocurrido había sido ella, por eso
disculpaba a Sanjay. «He venido a
sentarme un rato, a disfrutar de la
tranquilidad», le decía a su amiga. Y
pasaba un rato en silencio, en la
veranda, encontrándose con ella misma.
Otra noche de canícula llegó muy
agitada y con una mirada desesperada:
«Tengo información fidedigna de que
quieren meter a Sanjay en la cárcel y
torturarlo.» Pupul se quedó de piedra,
sin saber qué decir. Indira tenía un
miedo cerval. «Ni mi hijo ni yo somos
el tipo de gente que se suicida, así que si
aparecemos muertos, no hay que creerse
lo que digan... » Que el nuevo gobierno,
en sus deseos de venganza, buscaba
afanosamente pruebas para vengarse de
ella a través de Sanjay era un secreto a
voces. Que hubiesen decidido torturar a
Sanjay era más producto de su
imaginación paranoica que de un plan
preestablecido. Nadie mejor que Indira
sabía que desde una posición de poder
era relativamente fácil manipular a los
servicios de información. Y la antigua
emperatriz de la India se sentía
desesperadamente sola. Veía a políticos
que iban a visitarla diariamente, pero no
podía contar con ninguno de ellos. Los
que podían ayudarla no se atrevían a
acercarse a su casa por temor a la
vigilancia. Por otra parte, la situación
financiera de la familia, con tanto gasto
de abogados, se hacía insostenible. Los
medios de comunicación, que tan
dócilmente se habían plegado a sus
exigencias cuando había impuesto la
Emergency -tanto que un político de la
oposición, nada más levantarse el estado
de excepción, dijo del papel de la
prensa: «Os pidieron que os plegaseis, y
preferisteis arrastraros»-, ahora se
dedicaba con ahínco a inventar historias
terribles, o a exagerar rumores para
hacer ver que los Gandhi eran una banda
de malhechores. «Me acusan de todo
tipo de crímenes, hasta de haber matado
a no sé cuánta gente... », se quejaba
Indira. Era cierto, el ministro del
Interior había dicho en el Parlamento
que Indira había «planeado matar a
todos los líderes de la oposición que
había mandado encarcelar durante el
estado de excepción». Cinco días más
tarde, el gobierno encargaba la
formación de una comisión de
investigación al Juez de la Corte
Suprema J.C. Shah con la misión de
«investigar si hubo subversión de
procedimientos, abuso de autoridad, uso
indebido del poder y excesos durante el
estado de excepción». Otra comisión fue
creada específicamente para investigar
todo lo relativo al Maruti. El gobierno
estaba decidido a hacer tragar a Indira y
a Sanjay la misma amarga medicina que
ellos habían administrado al país
durante el estado de excepción.
En ese ambiente, la noticia del
suicidio del coronel Anand, padre de
Maneka, sonó como los primeros
acordes de un drama más amplio que
empezaba a desarrollarse en segundo
término, como los primeros acordes de
una marcha fúnebre. Su cuerpo fue
encontrado de bruces en un terraplén,
junto a una pistola y una nota que decía:
«Preocupación Sanjay insoportable.» Al
principio, no se supo bien si había sido
suicidio u homicidio, aunque Maneka y
los familiares próximos estaban
convencidos de que el coronel se había
quitado la vida. Ya había cometido un
intento semejante hacía tiempo con una
sobredosis de pastillas y tenía un
historial de inestabilidad mental y
depresión. No había podido soportar la
caída en picado de su reputación y de su
posición social. Sus innumerables
amigos de conveniencia se habían
esfumado en el aire enrarecido de
Nueva Delhi. Inmediatamente surgió el
rumor de que el suegro sabía demasiado
sobre los negocios turbios de Sanjay y
que su muerte era en realidad un
homicidio disfrazado de suicidio. Pero
no se pudo probar nada y en cuanto la
atención mediática desapareció, el caso
cayó en el olvido.
Indira quedó turbada, y Sonia
también. Una muerte así, en el momento
en que se produjo, infundió un miedo
difuso y profundo, una mezcla de
desasosiego y alarma. La caída del
poder se había cobrado una víctima muy
cercana. La sangre había llegado al río,
y donde menos se lo esperaban. Indira
se volvió aún más paranoica,
relacionando
inconscientemente
la
muerte de su consuegro con las
amenazas a Sanjay. Ahora más que
nunca, sentía que tenía que proteger a su
hijo como fuese. La noticia del suicidio
trascendió al extranjero y Sonia recibió
llamadas angustiantes de su madre. Allá
en Orbassano, los Maino seguían los
acontecimientos con una desazón y una
inquietud crecientes. Les llegaban
habladurías de Nueva Delhi, rumores de
que Sonia y Rajiv buscaban escapar y de
que Sonia había pedido asilo en la
embajada italiana...
-Mamá, nada de todo eso es cierto.
Estamos bien, los niños también, pero
no puedo hablar, ya te contaré...
E invariablemente, la conversación
se cortaba. Sonia se abstuvo de decirle a
su madre que el gobierno había
incautado el pasaporte a todos los
miembros de su familia política. Aunque
hubieran querido, ahora no hubieran
podido viajar a Italia, ni tan siquiera por
una emergencia.
Indira se dedicó con ahínco a
trabajar con sus abogados para
defenderse de la comisión Shah,
mientras públicamente mantenía una
vida muy discreta. Un periodista inglés
llamado James Cameron la entrevistó y
la encontró «la mujer más sola y más
aprensiva del mundo», según el titular
que dio a su artículo. «Está resignada y
no quiere hablar de nada. Parece un
boxeador derrotado esperando un
milagro. Pero no habrá milagro para
ella», escribió en The Guardian el 21 de
septiembre de 1977.
James Cameron se equivocó. El
milagro que iba a hacer resurgir al ave
fénix de sus cenizas se produjo en un
lugar llamado Belchi, una pequeña e
inaccesible aldea en el remoto estado de
Bihar, rodeada de arrozales, montañas y
cataratas. Un paisaje idílico que había
sido el escenario de una atroz matanza.
El crimen se había producido en parte
por la atmósfera de impunidad
propiciada por el nuevo gobierno, cuya
coalición incluía elementos hindúes
extremistas, y en la que hindúes de alta
casta se sentían de nuevo libres de
subyugar, como lo habían hecho durante
miles de años antes de la independencia,
a pobres campesinos intocables. En
Belchi, un grupo de terratenientes había
atacado a una comunidad de campesinos
sin tierra, exterminando a varias
familias y tirando los cuerpos al fuego.
Entre las víctimas había dos bebés. La
noticia tardó varios días en darse a
conocer, antes de convertirse en portada
de la prensa nacional. El gobierno no
reaccionó. A su presidente, Morarji
Desai, que consideraba la prohibición
de matar vacas y de consumir alcohol
como prioridades nacionales, no le
parecía que esta clase de sucesos
mereciesen atención prioritaria. Ni
siquiera se dio prisa en condenar el
crimen.
Indira vio inmediatamente la grieta
en el adversario. Supo lo que debía
hacer. Le pidió a Sonia que la ayudase a
preparar sus cosas para ir a Belchi.
-Todo el mundo dice que Bihar es un
lugar muy peligroso, que hay grupos de
bandidos que asaltan a la gente... -le
dijo Sonia que, en efecto, estaba bien
informada. Bihar era el estado más
atrasado, anárquico e inseguro de la
India. Y el más pobre también-. No
tienes un equipo de seguridad, es muy
arriesgado -insistió la italiana.
-No voy sola, voy con un grupo de
fieles del partido.
-Pero en Bihar el partido no ha
conseguido un solo escaño... ¿Tendrán
fuerza para protegerte?
-Claro que sí. No os preocupéis zanjó Indira- no pasará nada.
Sonia no insistió. La conocía
suficientemente bien para saber que
nada la haría cambiar de idea. Pero se
quedó preocupada. En un ambiente tan
cargado de animadversión como el de
aquellos días en la India, cualquier cosa
podía ocurrir.
23
Cuando volvió a casa cinco días más
tarde, Sonia casi no la reconoció. Indira
llevaba el sari sucio, toda ella estaba
cubierta de una capa de polvo y
chorreaba sudor. Tenía ojeras y había
adelgazado. Parecía una mendicante.
Pero Sonia adivinó una chispa de luz en
sus ojos, como un destello de vida. En
seguida supo que el viaje a Belchi había
sido un éxito. Indira le contó la odisea
que acababa de vivir con todo lujo de
detalles.
Sonia
la
escuchaba,
embelesada.
-Llovió tanto que todos los caminos
a Belchi eran impracticables. De los
quinientos simpatizantes que habían
empezado
el
trayecto
conmigo,
siguiéndome en una caravana de coches,
de pronto me di cuenta que sólo
quedaban dos. Los demás habían tirado
la toalla. Mi idea era llegar a Belchi
antes del anochecer, pero las carreteras
estaban tan anegadas que tuvimos que
cambiar el todoterreno por un tractor,
que a su vez acabó hundido en el barro
unos kilómetros más adelante. Mis
acompañantes insistían para que
diésemos la vuelta, pero les dije que yo
seguía a pie. Me miraban como si
estuviera loca. Yo sabía que no me iban
a dejar seguir sola, y tuve razón, se
vieron obligados a acompañarme,
aunque lo hicieron a regañadientes.
Después de una larga caminata, rendidos
y empapados, llegamos al río, y nos
dimos cuenta de que era imposible
vadearlo a pie. No había barcas bajo
aquel temporal, ni barqueros dispuestos
a pasar a gente al otro lado. Mis
compañeros estaban dispuestos a
regresar, pero yo pregunté a unos
aldeanos que habían salido de sus
chozas al vernos llegar:
«Tiene que haber una posibilidad de
cruzar... ¿Hay caballos por aquí?"
«No Madam..., me dijo uno.
« ¿Una mula? ¿Un burro?
«No, Madam. Sólo hay un elefante.
« ¿Donde? pregunté.
«En la aldea. Es el elefante del
templo. »
« ¿Lo podéis traer?
«Si, Madam, pero..., el hombre
parecía molesto, no le salían las
palabras.
« Pero... ¿Qué? le dije.
«Es que no disponemos de
howdah..., admitió por fin, como
avergonzándose.
« ¿Sabes lo que es el howdah? -le
preguntó Indira a Sonia.
-¿No es la torreta que se pone sobre
el elefante para pasear a personalidades
importantes?
-En efecto... ¡Siempre en la India,
por
encima
de
consideraciones
prácticas, está la preocupación por el
estatus! Parece que sea lo único que rige
las relaciones entre la gente. El caso es
que les dije que daba igual que no
tuvieran howdah, entonces uno de ellos
anunció triunfalmente que colocaría una
manta.
Indira
parecía
una
chiquilla
ilusionada contándole esa aventura a
Sonia. Verla tan viva y chispeante, tan
directa y cercana, era como milagroso.
Indira estaba transformada.
-Sabes... no me sentía cansada, y eso
que estuvimos esperando más de una
hora bajo la lluvia.
-¿Qué pasó con el elefante?
-Por fin llegó, se llamaba Moti. Los
campesinos me ayudaron a subir
primero, y luego alzaron a uno de mis
acompañantes, que se sentó detrás de
mí. Cuando me di la vuelta, vi que tenía
los ojos desorbitados de pavor.
Sonia se rió. Indira siguió contando:
-El otro optó por quedarse y
organizar el regreso. Fue terrorífico,
porque el animal se balanceaba
muchísimo y las aguas del río le
llegaban a la altura de la barriga. El
hombre estaba agarrado a mi sari como
un niño a la falda de su madre. Pensé
que se iba a echar a llorar...
Ambas prorrumpieron en carcajadas.
Siempre era gracioso oír historias donde
las mujeres tenían el control de la
situación. Luego el semblante de Indira
se tornó grave.
--Era tarde cuando llegamos a
Belchi
-siguió contándole-. Los
supervivientes de la masacre estaban
refugiados en un edificio medio
abandonado de dos pisos. De pronto vi
salir unas antorchas que iluminaban los
rostros de los que las llevaban: había
ancianos con la cara llena de arrugas,
jóvenes viudas, niños con grandes ojos
brillantes, hombres de piel oscura, todos
muy temerosos y sorprendidos ...
Cuando me reconocieron, se lanzaron a
mis pies. Creo que me veían como una
aparición divina. Yo no tenía nada que
ofrecerles, excepto mi tiempo, pero
aquella gente tan asustada no paraba de
agradecerme que me interesase por
ellos, que hubiese sorteado tantos
peligros para ir a escucharlos. Decían
que mi presencia era un milagro, ¿te das
cuenta? Nos quedamos varias horas) y
escuché historias horribles de la
matanza. Salí llorando de allí... era tanta
la pobreza, tanto el dolor de los
campesinos al mostrarme las cenizas de
la pira donde habían lanzado vivos a sus
familiares que salí destrozada. Era
noche cerrada cuando abandonamos
Belchi. Había ruido de truenos, pero no
llovía, de modo que un barquero se
ofreció a pasarnos al otro lado.
« ¿Sabes qué pasó entonces?
Sonia negó con la cabeza. Indira
prosiguió:
-Como la carga era excesiva, al
acercarse a la otra orilla, la barca
volcó.
Volvieron a estallar de risa. Indira
prosiguió:
- ... Nos encontramos todos
chapoteando en esas aguas negras.
Conseguí vadear hasta la orilla.
Seguimos caminando hasta la carretera
principal, donde nos esperaban unos
todo terreno. Estábamos empapados.
Entonces ocurrió otro milagro, Sonia.
Los campesinos de los alrededores que
se habían enterado de mi visita
empezaron a llegar. Nos traían frutas,
flores y linternas. De pronto oí un ruido
de tambores y unas voces de mujeres...
¿Sabes que cantaban? «Votamos en tu
contra. Te traicionamos. Perdónanos.» decían. Venían con dulces y me
ofrecieron sus modestos saris secos para
secarme o cambiarme. ¡Algunas me
pedían hasta mi bendición!
Sonia se dio cuenta de que Indira
había visto la luz al final del túnel.
Había buceado en «la masa de
humanidad india» y no se había sentido
rechazada. Al contrario, había vuelto a
encontrar su voz, y una respuesta.
Indira siguió contando que al día
siguiente fue a Patna, la destartalada
capital del estado de Bihar, a visitar a su
antiguo enemigo J.P. Narayan, el hombre
cuyo boicot la había precipitado a
declarar el estado de excepción. Estaba
muy viejo, casi en el lecho de muerte.
Ahora que Indira había sido derrotada y
vilipendiada, J.P. la perdonó. Estuvieron
reunidos durante cincuenta minutos,
hablando de los muchos recuerdos que
compartían de los tiempos en los que la
esposa de Narayan eran la mejor amiga
de la madre de Indira. También hablaron
de la masacre de Belchi y de la suerte
de los intocables. Luego posaron para la
prensa. Indira sacó de su bolsa de tela
un periódico arrugado y le mostró la
foto a su nuera. Era una foto importante
para Indira, porque sellaba su
reconciliación política. Sonia entendió
que su suegra volvía al ruedo.
-¿Pero... no decías hace menos de
dos semanas que te retirabas de la
política? -le preguntó Sonia.
-Todavía no he vuelto, y me gustaría
no volver, pero ¿cómo puedo
retirarme?... Mientras quieran la piel de
Sanjay o la mía, tendré que luchar para
defendernos.
Alentada, Indira decidió partir al día
siguiente a su antigua circunscripción de
Rae BareilIy, donde los votantes la
habían rechazado contundentemente
hacía menos de cuatro meses. Era
arriesgado, porque podía encontrarse
con multitudes hostiles, ya que ese
estado había sido objetivo preferente de
la campaña de esterilización, pero, ante
su gran sorpresa, miles de personas
acudieron a recibirla bajo un sol de
justicia.
También
aquí
supo
perfectamente lo que tenía que hacer y
decir. Sin ambages, pidió perdón por los
excesos del estado de excepción, y
luego lanzó un ataque contra la coalición
Janata, que estaba en el poder. La gente
la aclamó aún más cálidamente que en
Belchi. Decidió hacer una gira
relámpago por varios pueblos del
estado, repitiendo el mismo mensaje. En
todas partes, el recibimiento era
multitudinario.
Volvía
a
casa
derrengada, sucia, agotada pero
contenta.
El relato del viaje de Indira a Belchi
se propagó como un eco por el sub
continente hasta alcanzar las aldeas
engarzadas en las faldas del Himalaya,
las chozas de barro del desierto, las
barracas de hoja de palma de los de las
castas más bajas, las chabolas de
plástico y latón de los intocables del
sur... Más allá de la distinción de razas,
castas o religiones, la voz de los pobres
se había reencontrado con su fuente de
inspiración y consuelo. A pesar de sentir
que la India había empezado a
perdonarla, Indira seguía estando muy
preocupada con su situación y con la
amenaza de la Comisión Shah. Voces en
el gobierno exigían una «especie de
juicio de Nuremberg» por sus crímenes
durante la Emergency.
-Estoy segura de que encontrarán
cualquier pretexto para arrestarme.
-No se atreverán -dijo Sonia para
tranquilizarla
más
que
por
convencimiento.
-Me he enterado de que el gobierno
Janata ha prometido no perseguir
judicialmente a mis antiguos ministros si
aceptan echar la culpa a Sanjay de todos
los deslices cometidos durante el estado
de excepción. Sé perfectamente que me
traicionarán. A Sanjay también lo
quieren meter en la cárcel.
Esas
traiciones
la
herían
profundamente y la precipitaban a un
abismo de soledad que le daba vértigo.
Sonia la veía tan fuerte, y sin embargo
tan vulnerable. Al revés que su suegra,
la mayoría de los políticos estaban en
política por pura ambición personal, no
por un sentido del deber. La mezquindad
de ese mundo le asqueaba. Pero se daba
cuenta de que la vida pública, la política
entendida como servicio a los demás,
eran la razón de ser de Indira y de que
nunca cambiaría. Aunque le gustaba
decir que soñaba con retirarse del
mundo, Sonia ya no la creía. Retirarse
era un lujo que Indira no podía
permitirse.
Ante el cerco del gobierno y de la
Comisión Shah, Indira cogió el toro por
los cuernos. Fiel a la máxima de que no
hay mejor defensa que un buen ataque,
viajó extensamente para afirmar su
presencia, para entrar en contacto con el
mayor número posible de gente, para
afianzar lo que había conseguido en
Belchi, el perdón del pueblo. En la
estación de Agra, el recibimiento fue tan
triunfal que hubo una estampida que se
saldó con varios heridos. En todas
partes, empezaba disculpándose por
haber perjudicado a tanta gente, pero
también recordaba los logros del estado
de excepción, sobre todo en economía y
en seguridad, dejando bien sentado que
había sido ella quien había convocado
elecciones, y que al ser derrotada había
aceptado
con caballerosidad
el
veredicto del pueblo. Luego se lanzaba a
denunciar los errores del adversario. En
efecto, el nuevo gobierno se veía
incapaz de frenar la inflación, que de
nuevo se estaba desbocando, y de
controlar el mercado negro. Era una
coalición dispar, que ya mostraba signos
de resquebrajarse.
Sus viajes triunfales a Belchi y a
Rae Bareilly irritaron a ese gobierno
débil, cada vez más alarmado ante el
espectáculo de las masas venerando a su
archienemiga. Era necesario hacer algo.
El 15 de agosto de 1977, día de la
independencia, la policía arrestó a su
secretario, el repeinado R. K. Dhawan,
así como a su antiguo ministro de
Defensa, el regordete Bansi Lal, ambos
compinches de Sanjay. Se estrechaba el
cerco.
Sonia tenía miedo. Rajiv estaba
teniendo problemas en el trabajo,
parecía que la dirección no quería
renovarle la licencia para seguir
pilotando los Boeing 737. Olía a
represalia. Su posición clara en contra
del estado de excepción no era tenida en
cuenta por la empresa, a pesar de tener
una reputación intachable y apolítica
entre sus colegas de trabajo. A los
contratiempos en Indian Airlines vino a
añadirse una inspección que el
ministerio de Hacienda abrió contra
Rajiv. La inspección también atañía a
Sonia, que por hacer un favor a su
cuñado había firmado en 1973
documentos que la habían hecho
propietaria de acciones de una empresa
ficticia, Maruti Services Limited.
Aquello, que ya había causado una
violenta discusión entre los hermanos y
tensión en el matrimonio, fue utilizado
como munición por el gobierno,
empeñado en demostrar oscuros
tejemanejes financieros que en realidad
nunca habían existido. Sonia, por ser
extranjera, no tenía derecho a poseer
acciones ni a ejercer ningún cargo
remunerado en una empresa india sin la
aprobación
del
Banco
Central,
aprobación que de todas maneras nunca
existió. Por lo tanto no había habido
infracción. Pero ahora Rajiv se veía
obligado a demostrar que su mujer no
había cobrado una sola rupia de la
Maruti y que siempre había estado
desvinculada de esa empresa. A lo
máximo que podrían condenarla era a
una multa. El tiempo que Rajiv no
dedicaba a volar lo dedicaba a declarar,
a buscar papeles antiguos, o si no a
obtenerlos de nuevo, a sufrir un
auténtico vía crucis teniendo en cuenta
lo enmarañado de la burocracia india.
Pero se mantuvo sereno en todo
momento. Tenía la conciencia tranquila,
lo de Sonia era una nimiedad y él
siempre había pagado sus impuestos
religiosamente. A la italiana le
perturbaba la idea de que intentasen
alguna maniobra sucia con documentos
falsificados, por ejemplo. El miedo era
corrosivo y conseguía deformar la
percepción de la realidad. « ¿Y cuál era
la realidad?» Indira tenía las ideas
claras: «Esto es una guerra de nervios,
una guerra psicológica. Hay que
aguantar, nada más.» Sonia no quería
añadir más paranoia al ambiente, pero el
pensamiento de que podían pagar justos
por pecadores la azoraba. Cuando veía a
su marido salir de casa para declarar en
las vistas de la Comisión Shah, se le
hacía un nudo en el estómago, y hasta
que no volvía a casa y lo veía sano y
salvo, no se relajaba. Esas vistas eran
una prueba muy penosa porque se
desarrollaban
en
un
ambiente
desorganizado y hostil que recordaba a
los tribunales populares chinos más que
a una corte de justicia. Rajiv volvía
siempre agitado. Contaba que la sala
estaba a rebosar de gente que vociferaba
con gran animadversión mientras
algunos comían o dormitaban en el
mismo suelo. Los abogados, vestidos
con togas negras y pecheras blancas,
estaban sentados detrás de mesitas
llenas de papeles atados por un cordel,
bajo ventilado res que hacían volar los
documentos sueltos. Una fotografía
amarillenta de Gandhi decoraba las
paredes. Cada vez que él o su hermano
intentaban defenderse, un abucheo
enorme ahogaba sus palabras. El
público no les dejaba hablar. Apenas
podían distinguir el rostro del Juez Shah,
tras las filas de tomos del código penal
indio y de los legajos que cubrían su
mesa. Fuera de la sala, otros curiosos
seguían las vistas a través de altavoces.
Obviamente Sanjay era quien despertaba
mayor inquina. Cada vez que entraba en
la sala de vistas, era recibido por
fuertes silbidos e insultos. Varias veces
la tensión provocó auténticas batallas
campales entre sus detractores y sus
seguidores. Una de las sesiones acabó
en plena algarabía, con cruce de sillas
metálicas e intercambio de puñetazos.
Sonia entendía lo duro que para Rajiv
debía resultar soportar eso, él que
siempre
había
aborrecido
la
confrontación
y
siempre
había
procurado llevar una existencia discreta.
Pero, aparte de lo injusto de la
situación, tanto Rajiv como Sonia
estaban sobre todo alarmados por la
repercusión de tanta hostilidad sobre sus
hijos.
Sanjay y Maneka, si bien eran ellos
el centro de los ataques, se lo tomaban
sin embargo mucho más deportivamente,
en el sentido tanto figurado como real de
la palabra. El 3 de octubre de 1977
estaban jugando al bádmington en el
césped del jardín del número 12 de
Willingdon Crescent cuando, a las cinco
de la tarde, oyeron llegar un coche de
policía. Dos individuos llamaron a la
puerta. Uno de ellos era un sij, alto, con
turbante rojo y excelentes modales.
Indira, que estaba departiendo con sus
abogados, le abrió la puerta.
-Mi nombre es N.K.Singh, de la
dirección del Servicio de Inteligencia dijo el sij, apretando las manos
nerviosamente-. Venimos a informarle
de que está usted arrestada -dijo
mirando al suelo.
-¿Quiere decir que me llevan a la
cárcel?
-Sí. .. -balbuceó el hombre,
visiblemente intimidado.
-Será una buena oportunidad para
descansar -soltó Indira.
En realidad, llevaba tiempo
esperando este momento, como lo
esperaba el país entero.
-¿Se puede saber de qué se me
acusa?
El hombre le leyó los cargos. La
acusaban de haber coaccionado a dos
empresas para que donasen ciento
catorce todoterrenos para la campaña
del Partido del Congreso y luego
venderlos al ejército, lo que sugería
cohecho. También de haber otorgado un
contrato a una empresa que había sacado
a concurso una oferta más cara que
otras, lo que sugería corrupción. Indira
alzó los ojos al cielo: era todo mentira.
« ¡¿Eran ésos los horrores de la
Emergency?!», pensó para sus adentros.
-Mañana tiene usted cita en el
tribunal y allí la llevaremos -dijo el
hombre.
-Quiero ver la orden de arresto.
El hombre le entregó unos papeles.
Indira prosiguió:
-Si no le importa, voy a consultarlo
con mis abogados. Espere un momento,
por favor.
Se metió en casa con los
documentos. Salió una hora después.
El oficial sij esperaba fuera, sentado
en un escalón de la entrada.
-Aquí falta el First Information
Report -dijo Indira-. No pienso
moverme hasta que todos los papeles
estén en regla.
-Señora, no servirá de nada hacerme
el trabajo más difícil de lo que ya es.
-No se preocupe, aquí estaré cuando
vuelva.
-Está bien, mandaré a un oficial a
por el papel que falta.
-Puede usted esperar dentro si lo
desea.
El hombre entró, entre agradecido e
incómodo. La casa estaba rodeada de
policías
y
numerosos
curiosos
empezaban a acercarse. Sanjay y
Maneka habían abandonado su partido y
se habían encerrado en su cuarto. Usha,
que se enteró inmediatamente de lo que
había ocurrido, acudió rauda a
Willingdon Crescent. «Cuando llegué, vi
una escena que me entristeció. Antes, el
cordón de policía servía para proteger a
la primera ministra de posibles
altercados y manifestaciones. Ahora
estaba allí para impedir el paso de la
gente y arrestarla.» Usha consiguió
penetrar en el interior. Indira entraba y
salía de su habitación, muy atareada. Se
alegró mucho de verla.
-Usha, ¡qué bien que estés aquí! Por
favor, ¿por qué no ayudas a Sonia a
preparar mi bolsa de viaje?
Sonia estaba en el cuarto de Indira,
con ropa de su suegra desplegada sobre
la cama. Esta vez no sabía muy bien qué
meter dentro. Éste no era un viaje como
los demás.
-¿Dónde la van a llevar? -inquirió
Usha.
-No lo sé, no lo han dicho respondió Sonia.
-Mejor le metemos un chal, quizás se
la lleven a algún sitio en las montañas.
-Confío en vosotras para que me
arregléis bien el pelo --dijo Indira desde
el pasillo-. Quiero estar lo más guapa
posible.
-No te preocupes por eso -le dijo
Sonia, que ya sabía que a su suegra no le
gustaba nada ir descuidada, ni siquiera
en el interior de casa. Pero ese afán de
acicalamiento, que parecía que iba a una
boda en lugar de a la cárcel, era
inaudito. «Dios mío -se dijo Sonia-. ¡Y a
una cárcel india!... ¿Por qué quiere ir tan
peripuesta?», se preguntaba.
-La señora Gandhi es así -le dijo
Usha.
Mientras le elegían un sari, Indira
llevaba a la cocina algunos documentos
que consideraba peligrosos si caían en
manos de la policía o del Servicio de
Inteligencia. El cocinero se encargaba
de destruirlos de una manera muy
peculiar, utilizando la máquina de hacer
pasta de Sonia como trituradora.
Aunque los teléfonos estaban
cortados, Sanjay y los abogados se las
arreglaron para dar la voz de aviso a
compañeros del partido, que a su vez
avisaron a la prensa. Periodistas con
cámaras de televisión, seguidores del
Youth Congress de Sanjay y una multitud
creciente de curiosos fueron a agolparse
contra el cordón de policía.
El oficial sij, en el vestíbulo, seguía
esperando a Indira, cada vez más
nervioso. No le gustaba nada el circo
que se estaba montando alrededor de la
casa. De todas las misiones que le
habían encomendado a lo largo de su
carrera, ésta era quizás la que más le
repelía. A nadie le gusta arrestar a una
diosa. Estaba intranquilo e indeciso.
Procuraba hacerse el simpático con
Priyanka y Rahul, pero los niños le
respondían con miradas hostiles.
Por fin, a las ocho de la noche,
apareció Indira, bien maquillada y mejor
peinada, vestida con un precioso sari
blanco con borde verde que Usha y
Sonia le habían elegido. Era la imagen
misma de la distinción. El oficial sij no
salía de su asombro, eso era como
arrestar a una abuela elegante... Encima,
cuando Indira salió de casa, en el jardín
fue recibida con vítores y con una lluvia
de pétalos de flor. En ese momento, se
volvió hacia el oficial sij:
-Quiero que me ponga las esposas le dijo.
N. K. Singh se quedó perplejo, con
la boca entreabierta. « ¡Ahora la
abuelita le pedía esposas!», pensó
horrorizado.
-Señora, por favor...
-Quiero salir esposada de mi casa.
¿No estoy detenida?.. Pues póngame las
esposas.
Sonia, que la seguía a escasa
distancia con su marido y su cuñado,
estaba igual de pasmada que el sij. El
policía, al borde del ataque de nervios,
fue a consultar con sus colegas. Volvió a
los pocos instantes.
-Señora, no la vamos a esposar.
-Si no me esposan, no me muevo.
Aquí me quedo.
-Señora, por favor, no me ponga en
un aprieto... -dijo avergonzado-. No
estoy autorizado a esposarla. Haga el
favor de seguirme o la tendremos que
llevar a la fuerza.
Ante la determinación del sij, Indira
cedió y siguió a los policías, mientras la
multitud en la calle le lanzaba flores y la
aclamaba. Rajiv, antes de abandonar la
casa con Sonia, pidió a Usha el favor de
quedarse cuidando de los niños. No
sabía lo que tardarían en regresar.
Antes de meterse en el coche, Indira
se dirigió a un grupo de periodistas.
«Tenía que haber ido mañana a Gujarat a
visitar unas comunidades tribales. Os
pido que por favor transmitáis mis
disculpas al pueblo de Gujarat.»
Preguntada por su detención, declaró:
«He intentado servir a nuestra patria de
la mejor manera posible. Los cargos
presentados contra mí carecen de base.
Éste es un arresto político.»
El coche arrancó, precedido de un
jeep militar y seguido de una caravana
de vehículos en los que viajaban sus
hijos y nueras, simpatizantes y
reporteros. Atrás, los niños quedaban
llorando, a cargo de Usha. La historia se
repetía de nuevo en la dinastía de los
Nehru, como cuando la policía venía a
arrestar a Jawaharlal y su hija intentaba
impedirles el acceso.
No la llevaron a la infame cárcel de
Tihar, donde ella había mandado
encerrar a las maharaníes de Gwalior y
de Jaipur y a tantos otros. Su «prisión»
fue en realidad el dormitorio de una
comisaría de policía, espartano y
relativamente limpio. Muy digna, se
despidió de sus hijos y de sus nueras a
la entrada. Irradiaba serenidad, porque
intuía que a esta hora la noticia de su
arresto, como si de un criminal común
se tratase, viajaba ya por boca del
pueblo a los rincones más alejados de su
inmenso país. Sabía que si conseguía
darse una imagen de mártir -razón por la
cual había pedido las esposas-, ganaría
la partida. Sonia, ajena a esta maniobra,
la veía con una pena inmensa y hacía
esfuerzos sobrehumanos para contener
las lágrimas. Los Nehru no eran
efusivos, y menos en situaciones así.
Tampoco ella podía hundirse ahora. Los
policías de guardia se cuadraron ante
Indira cuando entró en su «cárcel». Les
costaba asimilar que la tenían de
huésped aquella noche. Era el mundo al
revés. En el interior, le ofrecieron
comida pero ella la rechazó. Temía ser
envenenada. Se tumbó en la litera de su
«celda» y estuvo leyendo largo rato una
novela que Usha y Sonia le habían
metido
en
la
bolsa.
Durmió
profundamente y al alba ya estaba
vestida, duchada y lista para enfrentarse
al tribunal
A las nueve de la mañana, Rajiv la
esperaba en la puerta del palacio de
justicia, en Parliament Street, el centro
de Nueva Delhi, acompañado de un
abogado. Esa mañana no estaban los
habituales vendedores de sarnosas y de
jugo de caña, ni los escribanos que por
unas rupias escribían cartas o alegatos a
los pobres analfabetos enzarzados con la
justicia. La noticia del arresto de Indira
había causado tal conmoción que a esa
hora el edificio estaba completamente
rodeado de gente apretujándose. Esta
vez, la coalición Janata había mandado a
sus propios manifestantes. Sanjay llegó
al frente de los suyos, de modo que
cuando Indira entró en el edificio, lo
hizo escuchando gritos de: « ¡Larga vida
a Indira Gandhi!», por un lado, y «
¡Colgadla!», por otro. Pero ella aguantó,
estoica, y en ningún momento agachó la
cabeza, ni siquiera cuando le lanzaron
una revista que pasó volando a escasos
centímetros de su cabeza.
En el interior de la sala diáfana,
Indira rechazó la silla que le ofrecieron
y se mantuvo casi dos horas de pie,
escuchando las discusiones sobre los
cargos que se le imputaban. Al arreciar
el calor, un bedel mal afeitado vestido
con un dhoti blanco y sucio dio una
palmada para ordenar que se pusieran en
marcha los ventiladores colgados del
techo. Las palas empezaron a girar con
lentitud, chirriando para desperezarse.
La brisilla hizo temblar el faldón del
sari de Indira, que sintió un poco de
alivio. Estaba casi desmayada por el
esfuerzo de mantenerse de pie con ese
calor. Pero sabía que el gesto de haber
rechazado una silla estaba siendo
susurrado de boca a oreja por cientos,
miles y quizás más tarde, por millones
de compatriotas... « ¡Se mantuvo de
pie!», « ¡Rechazó la silla!»... frases
sencillas que moldeaban su figura mítica
en el imaginario popular.
Afuera, simpatizantes y detractores
llegaron a las manos. La policía
intervino cargando con sus lathis, largos
palos de bambú y, más tarde, con gases
lacrimógenos.
Al final, el magistrado declaró a
Indira inocente y la absolvió. Acto
seguido,
ordenó
su
libertad
incondicional, sentenciando: «No hay
pruebas para confirmar las bases de la
acusación.» Sanjay salió corriendo,
gritando: « ¡Caso sobreseído! ¡Está
libre!», lo que provocó la euforia de
unos y la rabia de otros, que volvieron a
enzarzarse. La policía se vio obligada a
lanzar más botes de gas lacrimógeno.
Indira salió de la sala del tribunal con
los ojos enrojecidos y tapándose la
nariz, pero feliz porque había ganado.
Rajiv estaba muy excitado: «Ni siquiera
mamá hubiera podido soñar con un
mejor desenlace», declaró a un
periodista.
En efecto, la farsa de su arresto
consiguió que la noticia fuese portada de
todos los periódicos nacionales y buena
parte de los internacionales. El gobierno
consiguió que Indira pareciese una
víctima
de
una
administración
incompetente. Consiguió el efecto
adverso de lo que buscaba: encauzó a
Indira en el camino de su total
rehabilitación política.
Sonia empezaba a entender el
porqué del afán de su suegra de ir
inmaculadamente
ataviada.
Había
conseguido proyectarse como una mártir
de la justicia. Admiraba ese afán de
lucha y al mismo tiempo el desapego de
su suegra hacia los beneficios del poder;
ahora estaba segura de que Indira
volvería a la cúspide, aunque sólo fuese
por limpiar su nombre y ser de nuevo el
orgullo de los suyos, sobre todo de sus
nietos que adoraba. Sonia la entendía
porque ambas compartían un sentido
muy profundo e intenso de la familia.
Sin embargo, no veía el otro lado del
carácter de su suegra, porque nunca le
había atraído el poder. Para Indira, era
una especie de droga. ¿No había dicho
el propio Kissinger que el poder era el
mejor afrodisíaco que existía? De ser
una niña feúcha y solitaria, luego una
mujer frágil y delicada de salud, el
poder había hecho de Indira una
luchadora formidable, dura y tenaz.
Tenía el gusanillo muy dentro de sí, y lo
sentía agitarse cada vez que la
posibilidad de alcanzarlo, por muy
remota que fuese, despuntaba en el
horizonte.
Así que no perdió un segundo, sabía
que tenía que aprovechar el momento.
De nuevo Sonia la ayudó a preparar su
bolsa de viaje, y esta vez para largo
porque Indira quería recorrer el país
entero. En Gujarat, se dirigía a la gente
desde pequeñas plataformas erigidas a
varios kilómetros las unas de las otras.
Según transcurría el día, las guirnaldas
de jazmines y margaritas iban
acumulándose en el cuello hasta taparle
parte del rostro. Se quitaba el pesado
fardo antes de entrar en las chozas de
los aborígenes donde compartía su
comida, sobre hojas de platanero,
hablando con ellos de sus problemas: la
cosecha, la educación, la falta de
atención sanitaria, etc. Una noche,
mientras iba en coche atravesando un
bosque, pidió al chófer que se detuviera.
Había oído una voz. Unos minutos más
tarde surgió un aborigen, un hombre
medio desnudo con el pelo hirsuto y la
piel renegrida. Llevaba en la mano una
guirnalda de flores. «Madre, llevo diez
años esperando verla», le dijo en su
dialecto mientras le ponía el collar.
No siempre el recibimiento era
triunfal o afectuoso. El escritor Bruce
Chatwin, que la acompañó durante parte
de esa gira, estaba en un coche que fue
confundido con el de Indira. Una piedra
rompió el parabrisas e hirió al
conductor. Otra atravesó su ventanilla y
las astillas de los cristales le hicieron al
escritor una herida en el hombro. «Eso
es lo que les suele pasar a los que andan
a mi lado», le dijo Indira, que le llevó a
su cuarto a comprobar si la herida
estaba debidamente vendada. En otra
ocasión, en el estado de Kerala,
Chatwin fue testigo de cómo una
multitud de un cuarto de millón de
personas, totalmente empapadas por la
lluvia, se acercaron a escucharla cuando
ya había caído la noche. Indira se situó
en un balcón del último piso de un
edificio, sentada en una silla que había
sido colocada encima de una mesa. Se
puso una linterna entre las rodillas,
dirigiendo la luz hacia su cara y torso. Y
empezó a mover los brazos y a hablar,
mientras sus simpatizantes la confundían
con Lakshmi, la diosa cuyos numerosos
brazos movía de forma ondulante. La
comparación no era baladí: Lakshmi era
la diosa de la riqueza. Después de un
buen rato, se dirigió a Chatwin, que
estaba sentado abajo en la mesa.
-Señor Chatwin, páseme unas
cuantas nueces de anacardo más -dijo
agachando la cabeza hacia él. El escritor
le tendió un puñado, y se quedó perplejo
al oír a Indira añadir-: ... No tiene usted
idea de lo agotador que es ser una diosa.
24
El primer ministro Morarji Desai
reconoció el error que había supuesto
arrestar a Indira, y no estaba dispuesto a
repetirlo, a pesar de los informes de la
Comisión Shah que proclamó que la
decisión de imponer el estado de
excepción había sido inconstitucional y
fraudulenta por no existir «evidencia de
peligro a la integridad de la nación»,
una conclusión discutible. Entre los
males que había provocado la
Emergency, el Juez Shah destacó la
detención de miles de personas
inocentes y una «serie de acciones
ilegales que resultaron en miseria y
sufrimiento humanos». El inconveniente
es que la conocida tendencia pro
gubernamental
del
juez
restaba
credibilidad al informe de la Comisión
Shah. Era una interpretación muy
subjetiva de la evidencia, y además no
era vinculante.
De modo que se olvidaron de Indira
para concentrarse en su hijo, que no
estaba legalmente a salvo, aunque nunca
pudo probarse que hubiera desvío de
fondos públicos o cohecho en el negocio
del Maruti. El caso más problemático
que pesaba sobre Sanjay era una
denuncia por haber destruido una
película satírica llamada La historia de
dos sillones, en referencia al poder que
él y su madre acapararon durante el
estado de excepción. La realizadora de
la película había apelado al Tribunal
Supremo para conseguir que el juez
diese el visto bueno a la censura y
obtener así el certificado de exhibición
del film. Pero entonces Sanjay y su
compinche el ministro de Información
habían mandado destruir las copias y los
negativos en un acto que subvertía el
proceso de la justicia. Por eso fueron
condenados.
Así que Sonia fue de nuevo testigo
del arresto de otro miembro de la
familia, esta vez el de su cuñado. Fue
mucho más rápido que en el caso de
Indira. En cinco minutos se lo llevaron
esposado a la infame cárcel de Tihar,
donde él mismo había mandado a tantos
opositores a su madre. Indira, que estaba
viajando por el sur, cogió el primer
avión de regreso a Delhi. Fue
directamente a verlo a la cárcel y se
encontró allí con toda la familia y con un
nutrido grupo de periodistas y equipos
de televisión. El abrazo que dio a
Sanjay dio la vuelta al mundo, así como
sus consejos: «No te desanimes, sé
valiente, esto va a suponer tu
renacimiento político. Y no te
preocupes, recuerda que yo, mi padre,
todos hemos pasado por la cárcel»
Indira temía el efecto que la prisión
pudiera tener sobre Sanjay. «Lo que me
da miedo -confesó a Rajiv y a Sonia- es
que le agredan físicamente.»
A pesar de las tensiones, la familia
reaccionaba como una piña ante la
adversidad. Sonia se comprometió a
preparar a su cuñado una comida al día
que Maneka le llevaba a la cárcel. La
joven esposa estaba excitada con la
nueva situación. Le parecía que estaban
viviendo una aventura increíble y en el
fondo se regodeaba en su nuevo papel
porque se sentía más necesaria que
nunca ante su marido.
A lo largo de 1979, Sanjay fue
encarcelado seis veces, aunque no pasó
más de cinco semanas encerrado. Le
ocurrió como a su abuelo Nehru: la
cárcel le hizo sacar lo mejor de sí
mismo. No tenía ningún prejuicio en
mezclarse con todo tipo de reos;
organizaba torneos deportivos, juegos
de equipo y turnos de limpieza de las
instalaciones. Cuando algún prisionero
caía enfermo, Sanjay se ocupaba de
cuidarlo. Si lo estimaba necesario,
pasaba horas sentado junto a él Nada
más ingresar en cualquiera de los
centros penitenciarios, se convertía en
su líder indiscutible.
Mientras Sanjay sobrevivía entrando
y saliendo de la cárcel y de los
tribunales, su madre hacía acopio de
fuerzas, convencida como estaba de que
podría recuperar el poder, y con él la
seguridad y la dignidad para ella y su
familia. Estaba dispuesta a luchar como
una leona para proteger a sus cachorros.
De madre leona fue el mensaje que
mandó a Sanjay el día de su cumpleaños
en la cárcel: «Recuerda, todo lo que
hace fuerte, duele. Algunos quedan
aplastados o lisiados, muy pocos se
crecen. Sé fuerte en cuerpo y mente y
aprende a tolerar... »
Indira estaba intentando recomponer
su base, es decir el partido, que estaba
dividido entre los incondicionales,
dispuestos a seguirla hasta los confines
de la tierra, y los que achacaban a
Sanjay la responsabilidad de la debacle
de 1977 y que no lo querían en la
organización. A esto había que añadir
los numerosos ministros que la habían
traicionado ante la Comisión Shah,
confesando mentiras a cambio de
inmunidad
jurídica.
En
esas
circunstancias, recomponer el partido se
hacía imposible. Entonces Indira cortó
por lo sano. Decidió escindir la
organización y quedarse sólo con los
muy leales. Se convirtió así en
presidenta del Congress (I) -la I por
Indira- y el logo elegido fue la palma de
una mano, como una bendición. A sus
leales, les exigió también lealtad hacia
su hijo. «Los que atacan a Sanjay me
atacan a mí», había declarado en varias
ocasiones. Su querencia por el poder la
empujaba
inconscientemente
a
perpetuarse en él, de ahí que la figura de
Sanjay alimentase sus ambiciones
dinásticas.
Sonia pensaba que ya había vivido
lo peor con las detenciones, el
hostigamiento, la persecución fiscal a su
marido, pero desde el momento en que
Indira anunció la creación de su nueva
formación política, la vida en
Willingdon Crescent se hizo mucho más
irritante e incómoda. Era una casa
abierta día y noche. La gente llegaba a
cualquier hora para visitar a Indira. Los
miembros de su partido, con expresiones
que pasaban de la euforia a la angustia,
entraban y salían como Pedro por su
casa. De pronto se reunían en secreto, se
organizaban,
planificaban
nuevas
estrategias, decidían qué tácticas
emplear en cada circunscripción. A todo
esto, había que añadir las frecuentes
visitas de abogados que seguían guiando
a Indira y Sanjay por los vericuetos de
la justicia. De pronto Sonia encontraba
en el comedor a miembros de los
servicios secretos que venían a
interrogar a su suegra o a su cuñado. Ya
no sabía si la gente que pululaba por las
habitaciones eran aliados o enemigos.
No daba abasto preparando tés y
tentempiés para las numerosas visitas
que Indira recibía en el césped, bajo
unas carpas improvisadas en el jardín o
en la entrada de casa, que a veces
parecía la sala de espera de una estación
de tren. Indira parecía feliz con tanto
trajín; la promiscuidad no la molestaba.
Estaba en su elemento, en el ambiente en
que se había criado de niña. Además
contaba con la presencia de Sanjay que,
si no estaba en la cárcel o con sus
abogados, trabajaba muy pegado a ella,
viendo la manera de utilizar el Youth
Congress
para
boicotear
el
funcionamiento del actual gobierno del
Partido Janata.
-Me recuerda a los días de Anand
Bhawan cuando preparábamos alguna
acción de protesta... -decía Indira
encantada a Sonia, que estaba al borde
del llanto.
Ni ella ni Rajiv soportaban la falta
de privacidad. Más de una vez, les
ocurrió encontrarse en su cuarto a
miembros del partido discutiendo
acaloradamente porque no habían
encontrado un sitio mejor para hacerlo.
El ambiente desorganizado y revuelto,
las amenazas constantes y el porvenir
incierto les crispaba los nervios. Ésa no
era la vida que habían elegido para ellos
y sus hijos. Ahora ni siquiera sus amigos
podían venir a verlos. ¿Dónde los
recibirían? Tanto barullo le hacía temer
a Sonia por la seguridad de los
pequeños. « ¿Y si se cuela alguien en
casa con intención de secuestrarios o
hacerles daño?», se preguntaba.
Además, le preocupaba el efecto que las
tensiones familiares tendrían sobre
ellos. Sonia y Maneka habían dejado de
hablarse porque esta última seguía sin
colaborar en las tareas domésticas.
Pupul, que fue una testigo privilegiada
de esa época, escribió: «Es increíble
que, en esas condiciones caóticas, Sonia
pudiese encargarse de todas las tareas
domésticas sin venirse abajo.»
El siguiente paso que dio Indira fue
presentarse a las elecciones por una
pequeña circunscripción del sur. Le
habían llegado rumores de que el
gobierno Janata estaba preparando una
ley para imponer penalizaciones a los
políticos que hubieran cometido
crímenes contra el pueblo, como la
prohibición de votar y de ser elegido. Si
Indira conseguía entrar en el Parlamento,
tendría la seguridad de que semejantes
medidas no la afectarían al estar
protegida
por
la
inmunidad
parlamentaria. Había elegido la
circunscripción con sumo cuidado.
Chikmaglur era un pequeño distrito en
las colinas verdes de Karnataka, un
estado en el suroeste de la India, donde
en el siglo XVII un santo musulmán
llegado de La Meca plantó unas semillas
rojas desconocidas hasta entonces. Fue
el principio del cultivo del café, que
seguía vigente tres siglos después. Para
Indira, era un área perfecta: más de la
mitad del electorado estaba compuesto
por mujeres, de las cuales la mitad
pertenecían a las denominadas «castas
bajas». En total, más de la mitad de la
población vivía bajo el umbral de la
pobreza. La zona era también un bastión
del Congress. Su diputado por el
distrito, que dimitió para ceder el puesto
a Indira, era un viejo líder muy
respetado.
Las pequeñas aldeas encaramadas en
las colinas estaban rodeadas de una
exuberante vegetación semitropical.
Indira disfrutaba de ese paisaje
bucólico. Visitó las plantaciones de café
para hablar con los recolectores y sus
familias. Era gente sencilla, satisfecha
con lo poco que tenían, aislada de la
vida política del resto del país. Indira
descubrió que las noticias de su derrota
de 1977 no habían llegado todavía al
interior de la comarca. Una anciana
recolectora ni siquiera se había enterado
de que ya no era primera ministra.
Cuando le dijeron que podía acabar en
la cárcel si se probaban los cargos
contra ella, la anciana preguntó con
lágrimas en los ojos: « ¿Qué cargos?»,
como si los grandes de este mundo no
pudiesen hacer nunca nada malo.
Aquellas gentes eran ingenuas e
inocentes.
Indira no dejó una sola aldea sin
visitar. En todas partes, la acogida era
muy cálida. Las mujeres se acercaban a
acariciarle la cara porque nunca habían
visto una piel tan clara. Captaban en sus
ojos un entendimiento tácito sobre lo
que representaba ser mujer, acarrear el
peso de los partos, los niños, el hambre
y la muerte. Las más mayores le
agradecieron que su gobierno hubiera
puesto en marcha programas de ayuda
gracias a los cuales fueron capaces de
comer arroz por primera vez. Antes,
sobrevivían de la recolección de trigo
silvestre y muchas no tenían ni para
vestirse, iban cubiertas de hojas de
banano. Así de remoto y atrasado era
Chikmaglur; así de agradecidas eran sus
mujeres.
Mientras
sus
rivales
hacían
discursos sobre democracia frente a
dictadura y recordaban los excesos del
estado de excepción, Indira hablaba de
la espiral de precios, la escasez de
alimentos básicos y la creciente
pobreza. En aquel lugar, la Emergency
no se había notado. Por si fuera poco,
sus contrincantes le allanaron el camino
al pifiarla de una manera que sólo
hubiera podido darse en la India. En un
mitin multitudinario, colocaron un
enorme cartel en el que Indira estaba
representada en forma de cobra
amenazante. Abajo, un texto decía:
«Ojo, en estas elecciones una poderosa
cobra va a erguirse.» El efecto fue
totalmente contraproducente. Los autores
de la campaña ignoraban que en
Karnataka se veneraba a la cobra,
considerado un animal protector de la
tierra. Otro cartel mostraba flechas del
partido Janata matando a una serpiente
llamada Indira. Pero en Chikmaglur,
matar a una cobra era considerado de
pésimo agüero.
Llovió a cántaros el día de la
convocatoria electoral. Aun así, tres
cuartas partes de la población acudió a
depositar su papeleta. Indira regresó a
Nueva Delhi y dos días después,
mientras estaba con Sonia y Rajiv en la
embajada de la Unión Soviética
celebrando el día nacional de la URSS,
fue informada de que había ganado por
un amplio margen de setenta mil votos.
El embajador alzó una copa para brindar
por la victoria de Indira. En dos años, la
mujer que había sido vencida en las
urnas de manera humillante regresaba
como diputada al Parlamento por una
remota circunscripción del sur.
Cuatro días después, Indira volaba a
Londres. Había conseguido un pasaporte
diplomático para ella y había querido
que Sonia la acompañase. Era la única
que podía hacerlo, por disponer de
pasaporte italiano. Lo había hecho para
que su nuera cambiase de aires y además
porque era una manera de agradecerle su
dedicación a la familia. En los últimos
tiempos, la discordia en casa había
alcanzado
el
paroxismo.
El
comportamiento
errático
y
descontrolado de Maneka era una fuente
de tensión constante. Reaccionaba ante
la presión y la incertidumbre estallando
en frecuentes ataques de cólera contra
todo el mundo, incluido su marido. En
una de esas peleas, Maneka se quitó el
anillo que Indira le había regalado en su
boda y lo tiró al suelo con rabia.
-¿Cómo te atreves a hacer eso? saltó Indira-. ¡Ese anillo perteneció a mi
madre!
Maneka se fue dando un portazo y
Sonia se agachó para recogerlo.
-Lo guardaré para Priyanka -dijo, y
en efecto, años más tarde, su hija luciría
el anillo de su bisabuela.
El matrimonio de Sanjay y Maneka
era explosivo, lo contrario que el de
Rajiv y Sonia. En ese curioso hogar, la
italiana se comportaba como una
perfecta nuera india, y la india como una
napolitana exuberante. «En casa reina el
caos -confesó Indira a su amiga Pupul-.
Pero Maneka tiene apenas veintiún
años... Le esperan largas condenas de
reclusión a Sanjay. Hay que entenderla y
perdonarle su histeria.» La caza de
brujas había conseguido que todos
tuvieran que pagar un alto precio en
desgaste nervioso, hasta el propio
Sanjay, en quien habían hecho mella las
treinta y cinco querellas criminales
presentadas contra él por el Partido
Janata en dos años. Un día, mientras la
familia desayunaba en casa con unos
parientes que estaban de visita, Sanjay
protestó porque los huevos no estaban
cocidos como lo había indicado y tiró el
plato al suelo. Sonia era quien se los
había preparado, así que salió de la
habitación enfadada. Indira no pronunció
una sola palabra de crítica hacia su hijo,
aunque se la veía claramente molesta.
Cuando Sonia no podía más, se iba
con sus amigas, una de ellas decoradora
y otra editora, a comer a un pequeño
restaurante chino de Khan Market o al
American Embassy Club donde no la
reconocían. O salía al jardín con una
azada en la mano a cuidar de la huerta.
El brécol que había conseguido cultivar
causaba sensación entre sus conocidos.
Los diez días del viaje a Londres no
fueron vacaciones, pero a Sonia le sentó
bien estar fuera de casa. Londres le traía
recuerdos de una época muy feliz en su
vida. Pensaba que se alejaría del
ambiente insoportable de la política
india, pero no fue así. La política les
perseguía. Indira había aceptado ese
viaje para rehabilitar su maltrecha
reputación internacional, y fue recibida
con gran expectación y mucha
desconfianza. Le avisaron de que podría
encontrarse con audiencias hostiles en
los distintos actos a los que asistiría, de
modo que en la primera reunión con
parlamentarios, Sonia se temió lo peor.
-Señora Gandhi, ¿qué falló en su
estado de excepción? -le preguntó un
diputado sin preliminares ni rodeos.
Hubo un largo silencio. Indira se
levantó, ajustó el faldón de su sari, y
cogió el micrófono.
-Conseguimos enajenar a casi todos
los sectores de la comunidad
simultáneamente -respondió de manera
sencilla y directa.
Su franqueza causó una risotada
general y disolvió la tensión del
ambiente. Entre los asistentes estaba una
mujer que, si bien se encontraba en el
lado opuesto del espectro ideológico de
Indira, le profesaba una gran
admiración. Se trataba de Margaret
Thatcher, que estaba a punto de
convertirse en primera ministra. Quizás,
por ser mujer, entendía la mezcla de
fragilidad y firmeza de Indira y
comprendía muchas de sus reacciones en
el ejercicio del poder. La futura «Dama
de Hierro» no tenía reparos en admitir
que se encontraba frente a una maestra.
Aquel viaje sirvió en gran parte para
que Indira recuperase sus credenciales
democráticas.
Entre encuentros con la prensa, con
representantes de comunidades indias y
visitas a políticos ingleses -que irritaban
sobremanera al embajador indio- apenas
hubo tiempo de ir al teatro y al cine, de
hacer compras en Woolworth's y de
buscar libros en la famosa librería
Foyle's. Esos paseos fueron para Sonia
un auténtico bálsamo. En esas calles
brillantes de lluvia nadie la reconocía,
se sentía segura, no tenía que estar
pendiente de la escolta, podía
desplazarse a pie y no depender siempre
del coche... ¡Qué lujo! A pesar de todas
las dificultades de los últimos tiempos,
su relación con su suegra era más
estrecha que nunca. Sonia no tenía
reparo en reconocer que la quería como
a una madre. Aunque Indira no lo
mostraba abiertamente, su preferencia
por Sonia era notoria. Le inspiraba una
confianza que nunca podría inspirarle
Maneka. Pero a pesar de ello, siempre
la defendía, por lo menos en público.
«Maneka soporta una gran presión»,
decía disculpándola. Lo cierto es que
Maneka trabajaba con ardor en la causa
de su suegra. Había conseguido destapar
un escándalo que había afectado al
Partido Janata. Fotógrafos de su revista
Surya habían conseguido imágenes del
hijo del primer ministro, un hombre
casado de cuarenta años, en la cama con
una adolescente. En un país de hábitos
tan pudorosos, ese escándalo tuvo el
efecto de poner en ridículo la
persecución del Partido Janata contra
Sanjay y al propio primer ministro.
Maneka estaba muy orgullosa de haber
aportado su grano de arena en esta
batalla. Pero en su fuero interno, sentía
que nunca ocuparía el lugar que ocupaba
Sonia en el corazón de Indira, y eso la
perturbaba.
Mientras caminaban por Oxford
Street, haciendo compras de última hora
para los niños, ni Sonia ni Indira podían
imaginar que en Nueva Delhi el
gobierno estaba haciendo un último y
desesperado esfuerzo por derribarla de
nuevo. A medida que se afianzaba su
resurrección política, se multiplicaban
comisiones de investigación para
intentar vincularla a toda clase de
delitos. Las acusaciones iban de lo
macabro a lo absurdo, de «conspirar
para matar a un ex ministro» (que en
realidad había fallecido de muerte
natural)
a
«desviar
fondos
y
enriquecerse ilícitamente» (lo que era
obviamente falso). Quizás el más
absurdo de los cargos fue el de haber
robado cuatro gallinas y dos huevos, una
acusación que la obligó, nada más
volver de Londres, a viajar al lejano
estado de Manipur, en el este de la
India, un viaje de tres mil kilómetros,
para presentarse ante el juez local. El
caso fue sobreseído e Indira regresó a
Nueva Delhi.
En el Parlamento, donde era
recibida entre gritos y vítores, el Comité
de Privilegio, un grupo que vigilaba el
abuso de poder de los gobernantes,
había presentado una moción contra
Indira, acusándola de haber hostigado,
cuando era primera ministra, a cuatro
funcionarios que investigaban la Maruti
Limited. El informe concluyó que era
culpable, pero antes de que fuese
tramitado ante la justicia, los cabecillas
del Partido Janata decidieron castigarla,
haciendo uso de su mayoría en la
cámara. Aprobaron una resolución del
Parlamento pidiendo que «Indira fuese
encarcelada una semana, y en
consecuencia expulsada de la cámara».
Ahora los que estaban cometiendo abuso
de poder eran los propios gobernantes.
La condenaban antes de haber sido
juzgada. Era puro revanchismo, que se
explicaba por el miedo que tenían de
verla resurgir. Una cosa era tener a
Indira recorriendo el país, otra bien
distinta era tenerla pregonando en el
Parlamento. De modo que utilizaron una
triquiñuela para sacarla: primero
encarcelada, lo que no era del todo
legal, para luego aplicar la ley que
expulsaba
automáticamente
del
Parlamento a todo el que estuviera
condenado a alguna pena de prisión. En
realidad, cruzaron la raya de la
legalidad. y lo hicieron justo el día en
que en Pakistán, el ex primer ministro
Zulfikar Ali Bhutto se presentaba ante el
Tribunal Supremo para defenderse de
una condena a muerte dictada por un
tribunal inferior y urdida por Zia Ul
Haq, un general golpista que había
organizado un simulacro de juicio. La
sombra de esa sentencia injusta llegaba
hasta Nueva Delhi amenazando a Indira
y a su hijo. Si los gobernantes se
saltaban las reglas del juego, todo se
hacía posible en aquel ambiente de
linchamiento. Al actuar de manera
ilegal, los enemigos de Indira
arramblaban con los últimos vestigios
de la superioridad moral con la que
habían asumido el poder como
representantes
de
una
nación
traumatizada por la experiencia del
estado de excepción. De pronto, eran
ellos los que se convertían en tiranos
que
encarcelaban
sin
juicio,
subvirtiendo así los deseos del
electorado.
Bajo la bóveda del Parlamento,
Indira se defendió con pasión y furia
controladas: «Nunca antes en la historia
de ningún país democrático un solo
individuo, que lidera el principal
partido de oposición, ha sido objeto de
tanta calumnia, difamación y vendetta
política por parte del partido en el
poder.» Volvió a decir que sentía
profundamente los excesos del estado de
excepción: «Ya he expresado mis
disculpas en muchos foros públicos y lo
vuelvo a hacer ahora.» Sus palabras
eran frecuentemente interrumpidas por
un estruendo de vivas y abucheos que
resonaban con fuerza en la cúpula
cóncava del edificio:
-Soy una persona pequeña, pero
siempre he sido fiel a ciertos valores y
objetivos. Cada insulto contra mí se
volverá contra vosotros. Cada castigo
que me inflijáis me hará más fuerte. Mi
voz no podrá ser silenciada porque no
es una voz aislada. No habla de mí, una
mujer frágil y sin importancia. Habla de
cambios significativos para la sociedad,
cambios que son la base de la verdadera
democracia y de una mayor libertad.
Terminado el discurso, Indira se
levantó y, dando la espalda a los
diputados, caminó hacia la salida. Al
llegar a la puerta, se dio la vuelta y les
miró largamente. Unos estaban sentados
con las piernas cruzadas, envueltos en
sus kurtas de algodón blanco y en sus
chales de pashmina, otros llevaban el
gorro característico que usaba Nehru,
otros el fez musulmán; muy pocos
vestían a la occidental. Parecía una
corte oriental antigua y abigarrada.
Levantó el brazo, con la mano extendida
que era el símbolo de su partido:
-¡Volveré! -dijo.
Sonia había preparado una pasta
exquisita para cenar. Además, de postre
había crema de guayaba y pastelitos de
mango de Allahabad, que le gustaban
mucho a Indira porque le recordaban a
su infancia. Llegó con una hora de
retraso, agotada. Los rasgos de su rostro
reflejaban la tensión que acababa de
vivir.
--En cualquier momento vendrán a
por mí... -les dijo a Rajiv y Sonia, antes
de contarles lo sucedido en el
Parlamento.
Sonia no consiguió probar bocado.
Como ocurre muchas veces, las
personas cercanas sufren más que las
propias víctimas. El miedo volvió a
apoderarse de su alma, mezclado con
una
desagradable
sensación
de
inseguridad, como si estuvieran
viviendo sobre arenas movedizas
dispuestas a engullirlos a todos. De
nuevo Indira sería arrestada, esta vez no
dormiría en una comisaría, sino en la
cárcel. Sus enemigos habían ganado una
batalla. Rajiv y Sonia estaban abatidos.
-¿Por qué no llamas a Priyanka y
jugamos una partida de scrabble? preguntó entonces Indira. Le encantaba
jugar con su nieta, que era muy despierta
y ganaba un buen porcentaje de veces...
Qué mejor compañía que la de la niña
de sus ojos en esos momentos de
incertidumbre.
25
Al día siguiente, Indira fue arrestada
a la salida del Parlamento, en medio de
una enorme manifestación de apoyo y
gritos de « ¡Larga vida a Indira
Gandhi!». Esta vez no pidió ser
esposada. El furgón celular donde la
introdujeron se abrió paso con gran
dificultad entre la muchedumbre. Fue
conducida a la cárcel de Tihar, cuya sola
mención era capaz de amedrentar a los
criminales más aguerridos. Pero
contrariamente a las maharaníes de
Jaipur y Gwalior, no fue encerrada en
una celda en compañía de prostitutas y
delincuentes comunes. La metieron en
los mismos barracones donde había
estado preso el jefe de la oposición
cuando el estado de excepción. Estaba
sola, todo un privilegio. Dos matronas
se turnaban para vigilarla. Cuando le
trajeron algo de comer, se negó a probar
bocado.
-No pienso comer nada que no haya
sido traído por mi familia -dijo de
manera perentoria, sabiendo que sólo
podía fiarse de las manos de Sonia. La
matrona salió y fue a discutir con su
superior. Como siempre en la India,
fueron largas conversaciones que
duraron un tiempo interminable.
Mientras tanto, Indira se dedicó a
observar la celda. Se oía la algarabía
del patio y de las otras internas. Era
espaciosa y en general estaba mejor de
lo que se había esperado. Disponía de
un camastro de madera, sin colchoneta, y
había barrotes en las ventanas, aunque
carecían de cristal o persianas. Hacía
mucho frío. A finales de diciembre, la
temperatura puede bajar de cero por la
noche.
Indira estaba tapando el hueco de la
ventana con una manta para protegerse
del frío y para procurar algo de
intimidad cuando regresó la matrona.
-Tiene una visita.
Sonia y Rajiv la estaban esperando
en el locutorio, una sala grande con
paredes desconchadas, algunas mesas y
sillas metálicas y mucha gente, la
mayoría pobres, hombres jóvenes y
huesudos que venían a ver a sus esposas
y madres encerradas. La parte baja de
las paredes estaba manchada de rojo,
vestigio de los innumerables escupitajos
de todos los que mascaban hoja de betel.
Olía a orines y a incienso rancio. Como
ya habían venido a visitar a Sanjay,
estaban curados de espanto. Pero
parecían muy afectados, y fue Indira
quien tuvo que levantarles el ánimo.
-Estoy bien, de verdad. Voy a
aprovechar para leer, me dejan tener
hasta seis libros... vaya suerte -dijo con
sorna-. Han hecho una especie de cuarto
de aseo especial para mí y me podré
duchar por la mañana con agua caliente.
La celda está bastante limpia pero todo
es indescriptiblemente feo, como podéis
ver... ¿Cómo están los niños?
-Priyanka quería venir a verte, pero
hemos pensado que... A Indira se le
iluminó el rostro.
-¡Oh, sí! -dijo sonriendo-. Traedla,
es bueno que vea lo que es una cárcel.
Nosotros los Nehru, desde pequeños,
hemos ido a visitar a nuestros parientes
a las cárceles... No hay que perder la
tradición.
Se rieron. Como siempre, Indira no
se dejaba vencer por la adversidad. Ni
una sola vez dejó traslucir el más
mínimo rastro de auto compasión. Le
bastaba estar convencida de que la razón
moral estaba de su lado.
-Vendré a traerte la comida... -le
dijo Sonia.
-Tráeme poca cosa. No tengo
hambre.
Sonia iba dos veces al día a llevarle
platos preparados en casa. Tenía que
pasarlo todo por un detector de metales.
Una celadora inspeccionaba luego los
recipientes.
Los
dulces
estaban
prohibidos porque en una ocasión un reo
había ofrecido a su carcelero un dulce
con alguna sustancia narcótica en su
interior y había conseguido escapar.
Tampoco estaban permitidos los
plátanos en la sección de mujeres: así de
puritanas y suspicaces eran las
autoridades...
Un día Indira le contó a Sonia que
había recibido dos telegramas anónimos.
Uno decía: «Vive frugalmente.» y otro le
aconsejaba contar los barrotes para
pasar el tiempo. «Los he contado, hay
veintiocho», le dijo. También le dijo
cómo mantenía una estricta rutina que la
ayudaba a pasar los días. Se despertaba
a las cinco de la madrugada y hacía sus
ejercicios de yoga. Luego bebía un vaso
de leche fría -que Sonia le había traído
la víspera- y volvía al camastro hasta
las siete. Después se aseaba, un poco de
meditación y se ponía a leer. Las tardes
se le hacían eternas, pero no se quejaba.
Aprovechaba
para
pensar,
para
replegarse en sí misma y, curiosamente,
para descansar. El mejor momento lo
vivió cuando fue a visitarla su nieta.
Todos en la familia decían que Priyanka
había salido a su abuela. Tenía carácter
y era voluntariosa y decidida. Indira la
adoraba. Rajiv y Sonia tuvieron que
enzarzarse en larguísimas discusiones
con las autoridades carcelarias para
conseguir pasar a la pequeña. Fue una
reunión alegre en un decorado lúgubre.
Antes de marcharse, Indira le pidió
un favor a Sonia.
-Quisiera que mandases de mi parte
un ramo de flores a Charan Singh con
una nota de felicitación por su
cumpleaños.
-¿Charan
Singh?
-preguntó
asombrada Sonia.
-Sí, el mismo. ¿Lo harás, por favor?
-Claro -respondió Sonia perpleja.
Charan Singh era uno de los
cabecillas del Partido Janata, ministro
del Interior y responsable de su primer
arresto, y ahora relegado a un ministerio
de menor importancia. Indira sabía lo
que hacía. Quedaban tres años por
delante de gobierno Janata, pero le
había llegado información de que los
integrantes de la coalición se estaban
peleando a muerte. Charan Singh estaba
resentido contra el primer ministro
Morarji Desai, ese que había insistido
en quitarle la casa y la protección a
Indira, por haber sido destituido de su
cargo de ministro del Interior. Indira
pensó que podría abrir una brecha entre
ambos líderes, azuzar sus ambiciones
para que el gobierno cayese como una
fruta podrida. Ése era el propósito del
ramo de flores.
Nada más salir de la cárcel, le
esperaba una carta de Charan Singh
invitándola a su residencia a celebrar la
fiesta de nacimiento de su nieto. En ese
marco tranquilizador y familiar tuvo
lugar una negociación maquiavélica, en
la que ambos adversarios políticos
perfilaron una estrategia para tumbar el
gobierno del primer ministro Morarji
Desai. A cambio de anular la nueva ley
de Tribunales Especiales bajo la que
Indira y Sanjay podían ser juzgados sin
la protección legal habitual, Indira
ofreció el apoyo del Congress para
derrocar a Morarji Desai. Y una vez
derrocado, se comprometía a apoyar a
Charan Singh para hacerlo primer
ministro, lo que le permitiría satisfacer
la ambición de toda su vida. Fue Sanjay
quien se encargó de continuar con las
delicadas negociaciones cuidándose de
no dejar ningún fleco suelto.
El resultado fue que la coalición se
rompió y el gobierno de Morarji Desai
cayó, pero Charan Singh no pudo, o no
quiso, revocar la ley especial, de modo
que Indira le retiró el apoyo, y su
gobierno duró menos de un mes. Para
salir del atolladero, el presidente de la
República disolvió el Parlamento y
convocó nuevas elecciones para enero
de 1980. Indira había maniobrado con
experiencia, frialdad y eficacia. Tal y
como le había dicho a los diputados
después de su discurso, se disponía a
volver, y por la puerta grande.
Unos meses antes, había pensado en
dejarlo todo. Ella y Sanjay habían
hablado hasta de retirarse a una pequeña
ciudad del Himalaya. El sabio y filósofo
Krishnamurti, amigo personal de Pupul,
había recomendado a Indira que
abandonase la política y ella le había
contestado que no sabía cómo hacerlo,
habiendo veintiocho causas pendientes
contra ella. No quería terminar como
Zulfikar Ali Bhutto, que había sido
ejecutado en la horca el 4 de abril de
1979 en el patio de la prisión central de
Rawalpindi. El dictador pakistaní,
temeroso de que Bhutto resucitase
políticamente como lo estaba haciendo
Indira en la India, había conseguido
manipular a la justicia para acabar con
su rival. Aquí no era tan fácil esa
manipulación, porque la India seguía
siendo una democracia. Pero el peligro
acechaba.
-Tengo dos alternativas -le había
dicho Indira a Krishnamurti-, luchar o
que me disparen como a un pato de
feria.
Ahora no había vuelta atrás posible.
El poder estaba al alcance de la mano.
Indira, fiel a sí misma, fue a
conquistarlo. Armada de dos maletas
que contenían media docena de saris de
algodón crudo, un termo para el agua
caliente y otro para la leche fría, dos
cojines, varias bolsas de frutos secos,
una caja de manzanas y un paraguas para
protegerse del sol, se adentró en los
confines del subcontinente. Recorrió
setenta mil kilómetros, dirigió una media
de veinte mítines al día y, en total,
alcanzó una audiencia de cien millones
de personas. Fue vista u oída por uno de
cada cuatro votantes. En seguida, se dio
cuenta de que su segundo paso por la
cárcel la había hecho inmensamente
popular. Mártir y heroína. En
comparación, los candidatos de la
coalición que componía el Partido
Janata parecían viejos dinosaurios.
Competían no tanto contra una diminuta
candidata de sesenta y dos años sino
contra un mito viviente, una leyenda
vestida con sari y sandalias polvorientas
que despertaba la pasión del pueblo. Su
mensaje era sencillo, lejos de
abstracciones e ideologías: «Votad por
un gobierno que os funcione.» Sonia no
podía imaginar que, años más tarde, ella
misma echaría mano de ese eslogan.
Como en los buenos tiempos, Indira
arrasó en las urnas. Sonia se lo esperaba
porque la había acompañado en algunos
de sus recorridos por las aldeas y la
había visto moverse con total soltura
entre
las
muchedumbres
de
desarrapados, diciendo una frase amable
a un anciano, teniendo un detalle con un
lisiado, sonriendo a una mujer,
regalando una flor a una niña. La
memoria de esa prodigiosa campaña se
quedó grabada en su mente y años más
tarde le sería de una enorme utilidad.
Cuando los resultados se hicieron
oficiales, la casa fue invadida por
amigos, periodistas, miembros del
partido,
grandes
industriales,
comerciantes del barrio y gente de todo
el espectro social. Había flores por
doquier. A duras penas, su amiga Pupul
pudo abrirse paso entre el gentío.
Cuando se encontraron, Indira casi se
echa a llorar. «Estaba muy emocionada y
un poco ida -contaría su amiga-. Aunque
se había dado cuenta de que la marea
corría a su favor, la conmoción de la
victoria la dejó como noqueada.»
Asumir que volvía a ser primera
ministra y que de un plumazo todos sus
problemas se solucionaban, llevaba su
tiempo. Pero enseguida reaccionó.
-¿Qué se siente al ser de nuevo líder
de la India? -le preguntó a Indira un
corresponsal europeo. Ella se giró hacia
él con una mirada de fuego.
-Siempre he sido la líder de la India
-le respondió secamente.
Otro periodista, sorprendido ante la
afluencia masiva de gente humilde,
comentó a Indira que algo muy bueno
debía haber hecho para ellos en el
pasado para que acudiesen tantos, a lo
que ella replicó de manera un poco
críptica: «No, aquellos a los que hemos
ayudado están donde no se dejan ver.»
Sanjay se encontraba a su lado,
sonriente, envuelto en un chal color
salmón, como un joven César. También
él había ganado, en la misma
circunscripción que le había desdeñado
tres años antes. Ahora su poder tendría
algo de legitimidad. La vida le sonreía
también por otra razón. Maneka se había
quedado embarazada unos meses atrás,
cuando la situación para ambos era muy
dura. Se habían llegado a preguntar qué
sentido tenía traer un niño al mundo en
medio de tanta amenaza. Ahora ese velo
de incertidumbre se alzaba y el futuro se
anunciaba radiante. Maneka, muy
excitada, departía con periodistas y
amigos, luciendo con orgullo su barriga
desnuda entre el corpiño y el faldón del
sari. Rajiv, Sonia y los niños pululaban
por la casa. Parecía de nuevo una gran
familia feliz.
Los que habían sido víctimas de las
campañas de nacionalizaciones y de
abolición de privilegios no compartían
ese júbilo. La foto de Indira sonriendo
junto a Sanjay, que ocupó las portadas
de los principales periódicos en días
sucesivos, hizo que más de uno en el
inmenso país sintiese un escalofrío de
miedo. Madre e hijo volvían a la carga.
En sus palacios ya decrépitos, los
herederos de los maharajás recibieron la
noticia con cinismo... ¿Qué podía
quitarles ahora que no les hubiera
quitado ya? Era tal el odio que inspiraba
Indira en muchas familias de la antigua
aristocracia del país que una vez,
estando de visita en Bhopal, fue invitada
a tomar el té a casa de los herederos de
las antiguas begums, que habían
gobernado
el
sultanato
durante
generaciones. Indira nunca supo que el
trozo de tarta de chocolate que
degustaba
con
fruición
estaba
impregnado de un escupitajo, regalo
oculto de la señora de la casa que,
nobleza obliga, la atendía por otra parte
con la máxima deferencia.
El 14 de enero de 1980, Indira juró
el cargo de primera ministra ante el
presidente de la República, rodeada de
su familia, de algunos amigos y
compañeros de partido, en el
resplandeciente salón Ashoka del ex
palacio del virrey, cuyas pinturas en
techos y muros contaban la historia
mitológica de la India eterna. Era la
cuarta vez que lo hacía en este mismo
decorado, cuya grandiosidad evocaba el
enorme poder que le otorgaban. Esta vez
no juró sobre la Constitución, como en
ocasiones anteriores, sino en nombre de
Dios. Siempre había sido un poco
supersticiosa, al contrario que su padre,
pero ahora sorprendía la mención al
Todopoderoso. Quizás reconocía en su
fuero interno que su regreso al poder se
debía más al destino que a sus propios
méritos o a los fallos de sus
adversarios. Quizás tanto ataque había
hecho mella en su coraza, y necesitaba
consuelo. Siempre había sentido respeto
por lo sobrenatural, herencia que
atribuía a su madre, una mujer
profundamente religiosa. Desde siempre
había escuchado a los astrólogos. Esa
misma fecha la había elegido su
profesor de yoga, el gurú Dhirendra
Brahmachari. Según él, era un día
favorable ya que correspondía con el
solsticio de invierno del calendario
hindú. Desde hacía veinte años este
curioso
personaje,
que
también
profesaba la astrología, le indicaba los
días de buen agüero o nefastos para
ciertas actividades. Últimamente su
influencia había disminuido mucho.
Indira le veía con suspicacia porque la
Comisión Shah había sacado a relucir
sus tejemanejes y cuestionaba el origen
de su fortuna. Aun así, continuaba
preguntándole sobre días buenos o
malos antes de tomar una decisión. A su
edad y después de lo que había vivido,
Indira no quería correr riesgos tentando
a la suerte.
Justo después de la toma de
posesión, Indira fue directamente del
palacio del presidente a su antiguo
despacho de South Block. No podía
contar con la mayoría de sus anteriores
ministros y colegas porque la habían
traicionado. Tampoco quería rodearse
de figuras que la gente pudiera
identificar con el estado de excepción.
Tuvo que elegir los miembros de su
gabinete entre un batiburrillo de
diputados sin mucha experiencia,
muchos de ellos de entre las filas del
Youth Congress de Sanjay. Para sorpresa
de muchos y alivio de algunos, no dio
ninguna cartera a su hijo, a pesar de su
legitimidad validada por las urnas. No
quería exponerlo demasiado.
Lo prefería a su lado, quería
formarlo, quería verlo madurar bajo su
protección. Tenía plena confianza en que
Sanjay sería capaz de revitalizar el
partido y asegurarse de que se
cumplirían los proyectos de desarrollo
en las áreas rurales. Y no quería repetir
los errores del pasado.
Mientras tanto, Sonia se encargaba
de nuevo de la mudanza.
La victoria de Indira significaba que
volvían todos al número 1 de Safdarjung
Road. Se hacía urgente recuperar
espacio. Antes que nada, Indira quiso
mandar a una docena de sacerdotes
hindúes a purificar la vivienda donde
Morarji Desai había residido mientras
la había estado persiguiendo. Se había
enterado de que su rival era practicante
asiduo de la urinoterapia, una ancestral
costumbre que consiste en beber todas
las mañanas en ayunas un vaso de la
primera orina del día. Para asegurarse
de que no quedaba un solo vaso del
antiguo inquilino en casa, Sonia e Indira
se afanaron en recogerlos todos,
colocarlos en una caja y devolverlos a
la administración. También envió a una
cuadrilla de albañiles para que
destrozasen el cuarto de baño al estilo
indio que su rival se había hecho
construir y lo reemplazasen por uno
european style, con inodoro y bañera.
Cuando se mudaron, parecía que nunca
se hubieran marchado de esa casa. «Un
aire de renovada elegancia reinaba en
todas las habitaciones, que de nuevo
estaban llenas de sirvientes y de
enormes jarrones de flores que caían en
cascada», escribiría Pupul. Sonia volvió
a asumir su papel de ama de casa
extraordinaria en ese hogar especial,
donde había que organizar cenas y
recepciones para un continuo desfile de
personalidades: Giscard d'Estaing,
Mobutu,
Yasser
Arafat,
Andrei
Gromyko, Jimmy Carter, etc. Todos
venían a estrechar lazos con una de las
mujeres más poderosas del mundo.
La vida familiar volvió a ser
agradable. La nueva situación y un
mayor espacio relajaron el ambiente.
Cesaron las peleas y, aún mejor, los
silencios. Todos estaban pendientes de
Maneka, que estaba a punto de dar a luz.
Durante el embarazo, Sonia había hecho
las paces con su cuñada de manera
tácita. Había optado por olvidar las
viejas rencillas, los saltos de humor, los
comentarios hirientes para centrarse en
su deber de «bahú mayor» -nuera
mayor- y ayudar a Maneka con su
experiencia. Estuvo pendiente de ella en
todo momento. La familia es lo primero.
Decididamente, Sonia era ya muy india.
Aunque ambas cuñadas eran como el
agua y el aceite, consiguieron una
especie de entente cordiale. Indira, que
no cabía en sí de gozo al pensar en su
nuevo nieto, ya le había elegido nombre:
Firoz, como su marido. Maneka no
estaba convencida, y quería llamarlo
Varun. Sanjay zanjó el asunto. El
pequeño se llamaría Firoz Varun.
Rajiv ya no tenía que pasar casi todo
su tiempo libre, fuera de las horas de
vuelo, en la oficina de impuestos del
ministerio de Hacienda. De nuevo podía
dedicarse a su familia y a sus hobbies,
como la fotografía o la radio. Era un
padrazo. No se perdía nunca una función
del colegio, o la lectura de un cuento si
llegaba a casa antes de que los niños
estuvieran acostados. La fotografía le
distraía mucho; era un relajo después de
la concentración que le exigían sus
vuelos, a menudo en horas imposibles.
Su afición había crecido con el tiempo.
Le gustaba experimentar con filtros y
con equipos nuevos, no se perdía una
exposición y se abonó a revistas
especializadas. Animaba a sus hijos a
que se aficionasen. Les enseñaba a
desarrollar su sensibilidad visual
pidiéndoles que identificasen varios
tonos de verde en el jardín. Más tarde,
aconsejaba a su hijo a que anotase el
tiempo de exposición y la velocidad a la
que tomaba las fotos para poder
corregirlas y mejorar. Su cámara estaba
siempre presente en todas las ocasiones
especiales: cumpleaños, aniversarios,
celebraciones familiares, etc., y si
estaba en casa cuando algún fotógrafo
venía a retratar a su madre, cogía su
cámara y participaba en la sesión.
Siempre disfrutó de un compañerismo
especial con los fotógrafos. A su madre
le regaló un álbum en miniatura plegable
que ella llevaba consigo en todos sus
viajes. «Rajiv, ponme fotos más
recientes», le pedía reiteradamente
cuando se cansaba de ver siempre las
mismas. A Indira le encantaban las fotos
de sus nietos. Elegía las que le gustaban
en las hojas de contactos y le pedía a
Rajiv que las ampliase y las enmarcase.
Su despacho estaba lleno.
Por las noches, Rajiv se encerraba
en su taller y establecía contacto con
radioaficionados del mundo entero.
Había comprado un transmisor de radio
en kit automontable y nada le hacía más
feliz que conectar con Pier Luigi allá en
Orbassano, el amigo de la infancia de
Sonia,
las
noches
claras
sin
interferencias.
Protegido
por
el
anonimato, hablar por radio con gente
del mundo entero era otra forma de
viajar y, al mismo tiempo, de olvidarse
de sí mismo y de relajarse.
El 16 de febrero de 1980, un mes
después de la toma de posesión de
Indira, ocurrió en la India un fenómeno
extraordinario que no se repetía desde
hacía casi un siglo: un eclipse total de
sol. Rajiv instaló un telescopio en el
jardín, ayudado por Rahul y Priyanka,
que estaban muy excitados con la idea.
Además disponían de gafas negras, que
Rajiv había conseguido de un colega
piloto. Sanjay se entretenía ajustando los
mandos de un avión controlado por
radio. La afición al aeromodelismo le
había venido después de que el gobierno
le retirase su licencia de piloto sin
mediar razón alguna. Ahora estaba a la
espera de recuperarla para volver a lo
que se había convertido en su afición
favorita: volar. Quedaba lejos la pasión
por los coches, sepultada por el fiasco
del Maruti. Pupul, que había sido
invitada por su amiga a presenciar el
acontecimiento, tomaba una taza de té en
la veranda. Cuando se acercó la hora del
eclipse, Indira, influenciada por las
sombrías predicciones de conocidos
astrólogos que habían anunciado en los
periódicos terremotos, inundaciones y
desastres de todo tipo, mandó a Maneka
a su cuarto. Considerado como una
amenaza directa hacia el niño no nacido,
ninguna mujer embarazada debía
exponerse a su nefasta influencia. Aun
en asuntos que nada tenían que ver con
la política, Indira estaba en sintonía con
su electorado. La mayoría de la gente
optó por esconderse en sus chozas. Los
hindúes no salen a la calle durante los
eclipses, considerados perjudiciales
porque, simbólicamente, la luz se oculta.
Unos ayunaron, otros realizaron
ofrendas o recitaron mantras para
conjurar el peligro. Cuando la luna
empezó a invadir el sol, una misteriosa
luz envolvió la casa y el jardín y las
sombras desaparecieron. Indira se
levantó, y fue a encerrarse en su
habitación hasta el final del fenómeno.
Su gurú Brahmachari le había dicho que
el eclipse era especialmente peligroso
para ella y para Sanjay, y ella prefirió
creerle. Rajiv, Sonia y los niños, todos
con gafas negras, asistieron extasiados
al paso de la luna delante del sol. Pupul
siguió a Indira a su cuarto. «Ésta no era
la Indira robusta de los días anteriores
al estado de excepción -pensó-. Me
sorprendió lo influenciada que estaba
por el ritual y la superstición. ¿De qué
estaba asustada? ¿Qué sombra, qué
oscuridad caminaba junto a ella?»
Los meses siguientes estuvieron
marcados por la armonía familiar y la
felicidad de volver a disfrutar de una
vida normal. Las atenciones que Maneka
recibía de parte de su suegra, de su
cuñada y de su marido, que la
acompañaba a todas las revisiones
médicas porque decía que el sufrimiento
físico la aterraba, la hacían sentirse en
la gloria. Al igual que su hermano Rajiv,
Sanjay participó en todo el proceso del
parto. Firoz Varun nació el 13 de marzo
de 1980 sin mayor problema. Fue la
guinda del pastel de la bonanza familiar.
A partir de ese momento, la pizpireta
Maneka empezó a disfrutar de su papel
de madre y esposa, aconsejada por
Sonia, en quien recayeron los primeros
cuidados del niño. Indira estaba tan
contenta que lo reclamó en su cuarto
para dormir con él. Le daba igual no
pegar ojo.
De nuevo Sanjay, por la proximidad
a su madre, disfrutaba de un poder
irresistible. Se inmiscuía en todos los
aspectos de la vida india, desde los
corredores aéreos de la capital a la
congestión en los hospitales, desde los
planes de desarrollo rural a la
protección de los animales, causa
favorita a la que su mujer le había
arrastrado. Corría el bulo por Nueva
Delhi de que antes de un año, sería
primer ministro, pero su madre no
estaba dispuesta a ello. Cuando los
miembros de la asamblea legislativa del
Congress de Uttar Pradesh eligieron a
Sanjay como su líder, le pidieron a
Indira que le nombrase jefe de gobierno
de ese estado, el mayor del país.
Maneka ya se veía disfrutando de las
prebendas que venían con el cargo,
incluido vivir en un palacio cargado de
sirvientes. Pero Indira se negó
rotundamente. A los admiradores de su
hijo les dijo que le quedaba mucho por
aprender antes de poder hacerse cargo
de semejante responsabilidad. Sanjay
protestó y discutió con su madre, pero
ella no dio su brazo a torcer. Al final, él
se tranquilizó y no volvió a insistir.
Aunque seguía rodeado de una corte
de aduladores, Sanjay no era el mismo
de antes. Hasta sus detractores
empezaron a admitir que, en efecto,
poseía cualidades que el país necesitaba
en ese difícil trance. Reconocían su
enorme capacidad de trabajo y su
probada aptitud para tomar decisiones
duras e impopulares. En realidad, le
estaba ocurriendo lo que le había
ocurrido a su abuelo Nehru y a Indira.
Todos en la familia habían tardado
tiempo en madurar como adultos, y lo
habían
conseguido
después
de
enfrentarse a grandes desafíos. A los
treinta y tres años, Sanjay estaba en
camino de convertirse en un hombre
responsable, sin las estridencias ni los
comportamientos aberrantes del pasado.
Su madre estaba convencida de que,
después de un buen aprendizaje político,
su hijo pasaría de ser un joven inexperto
e impulsivo a un político visionario y
enérgico. Tenía los genes para lograrlo,
pensaba ella. Lo increíble es que
muchos en la India también lo creían así,
algo impensable hacía tan sólo seis
meses. O el país se había vuelto
amnésico o el tirón popular de los
Gandhi seguía representando la única
posibilidad de salvación para millones
de indios.
Rajiv, Sonia y sus hijos pasaron esos
meses soñando con las vacaciones.
Habían decidido pasar unos días en
Italia, y tenían pensado hacerlo en junio,
cuando arrecia el calor en Nueva Delhi.
Pensaban coincidir con su amigo el
actor indio Kabir Bedi, que en aquellos
años era mundialmente conocido por su
papel estelar en la serie Sandokán, y que
había prometido visitarlos. Además esta
vez pensaban viajar por el norte de
Italia. Tenían pensado alquilar un coche
y visitar la región de Asiago y la aldea
de Lusiana, donde había nacido Sonia.
Quería enseñar a los niños el lugar
donde se había criado, presentarles a los
vecinos y a los parientes que todavía
quedaban allí. Una zambullida en las
otras raíces familiares.
El día de la partida, antes de
despedirse, Maneka le enseñó a Sonia
una bolsa, que contenía algo que había
comprado, con intención de empezar a
usarlo.
-No te lo vas a creer...
-¿Y qué es? -preguntó Sonia,
intrigada.
Maneka sacó de una bolsa un libro
de recetas de cocina. Les entró una
carcajada a ambas. Fue la última vez
que se las vio reír juntas.
26
De no haber sido interrumpidas,
hubieran sido unas vacaciones perfectas:
relajadas, divertidas e interesantes. Los
niños perfeccionaron su italiano, Sonia
se puso al día en sus compras de ropa
europea y Rajiv hizo lo mismo con su
material fotográfico. Al final, ni siquiera
tuvieron que alquilar un coche, su
hermana Anushka les prestó un
descapotable que hizo las delicias de
los niños. En él recorrieron el norte de
Italia, en la dirección opuesta a la del
patriarca
Stefano
cuando
había
abandonado su pueblo natal de Lusiana
en busca de un futuro mejor en el
cinturón industrial de Turín. Treinta y
cinco años después, su hija y sus nietos
volvían a los montes Asiago, como una
familia normal de italianos en
vacaciones. De camino, se detuvieron en
el bellísimo lago de Garda, rodeado de
olivares, campos de limoneros y tupidos
bosques de cipreses, pasearon en Verona
por las anchas calles de mármol rojo, se
dejaron seducir por el encanto de
Venecia y se bañaron en las playas del
Adriático. Ascendieron los montes
Asiago por un paisaje que reflejaba el
esplendor de la primavera. Flores
silvestres malvas, blancas y amarillas
crecían en la cuneta de la carretera que
serpenteaba entre bosques de abedules.
Los campos donde pacían las vacas se
habían vestido con un verde intenso y al
fondo los Alpes les recordaba la vista
del Himalaya desde la planicie. En
Lusiana, la aldea original de la familia,
el aire era cristalino, apetecía beberlo,
la temperatura era perfecta. ¡Pensar que
ahora en Delhi, la abuela, los tíos y
sobre todo el pequeño Firoz estarían
soportando 45 grados a la sombra, a la
espera de la llegada de las lluvias!
Desde el coche, Priyanka y Rahul se
reían leyendo los rótulos de los
negocios:
«Panadería
Maino»,
«Trattoria Maino», «Café Maino»,
«Gasolinera hermanos Maino»... ¡Cómo
habían prosperado las diferentes ramas
de la familia desde los tiempos de la
posguerra!, pensó Sonia. Fueron
recibidos con enorme cariño y
curiosidad: todos querían conocer a la
hija pródiga del pueblo cuyo destino
extraordinario seguían a través de la
prensa. A todos les sorprendía lo
mismo: la sencillez de la familia. Sonia
iba vestida con gusto, con pantalones
ajustados y camisetas sin mangas, un
lujo que no podía permitirse en la India,
donde una mujer podía enseñar la tripa
pero estaba mal visto que enseñase los
hombros. Se hicieron fotos frente a la
casa de piedra familiar, la última de la
Rua Maino, que llevaba tres décadas
deshabitada. Fueron espléndidamente
agasajados, tanto que no disponían de
tiempo para aceptar todas las
invitaciones, todas las visitas.
Volvieron a Orbassano, donde
Stefano y Paola les esperaban con
muchas ganas. Lo habían pasado tan mal
siguiendo la actualidad de la India
durante los últimos años que ahora
sentían un pellizco en el corazón cada
vez que su hija y sus nietos se
marchaban, aunque fuese al Véneto o
simplemente a pasar la tarde a Turín. A
esa inquietud se añadía la que sentían
por su hija pequeña, Nadia, que se había
casado con un diplomático español que
acababa de ser destinado a Nueva Delhi.
Por un lado, estaban contentos porque
las dos hermanas iban a hacerse
compañía; por otro, no les gustaba
tenerlas tan lejos. Bromeaban diciendo
que no podían escapar del karma de la
India. La hija mayor, Anushka, que vivía
en el piso de debajo del chalet de Via
Bellini, tenía la intención de abrir una
tienda de artesanía india en un centro
comercial próximo a Orbassano. A su
hija mayor le había puesto de nombre
Aruna.
Rahul y Priyanka también estaban
felices de volver a casa de los abuelos,
precisamente porque sus primos, los
hijos de Anushka, vivían abajo, de modo
que los niños lo pasaban en grande en
esa gran casa familiar, jugando en el
jardín o en la calle. Jugaban a lo mismo
que Sonia de niña, cuando dibujaba con
una tiza en el asfalto los días de la
semana y pasaba horas saltando de una
casilla a otra. Stefano se sentía muy feliz
con esas reuniones familiares. ¿No había
construido la casa para tener bajo el
mismo techo a todas sus hijas y a sus
familias? Ellas bromeaban diciendo que
debía haber sido indio en otra vida de
tanto que le gustaba la familia... Las
conocidas de Sonia se sorprendían de
que su antigua amiga siguiera teniendo
una actitud tan humilde, y vistiese de una
manera tan sencilla, con joyas pequeñas
y discretas. «A la "Cenicienta de
Orbassano"
-decía
una
vecina
aguantando la risa- no se le ha subido a
la cabeza la boda que ha hecho.» Así la
describía la prensa local desde su
matrimonio: «Cenicienta de Orbassano»,
un apelativo que provocaba en Sonia
vergüenza ajena: «Menuda cursilada»,
decía. Para Rajiv también las
vacaciones en Italia eran el mejor
desahogo que hubiera podido desear.
Huir de Nueva Delhi era un lujo. Saltar
en la Vespa naranja de Pier Luigi e ir a
la tienda de electrónica Allegro en el
Corso Re Umberto a comprar piezas
para su radio que no se encontraban en
la India y no ser reconocido era un
placer, como lo era visitar en familia el
fabuloso Museo Egipcio -donde Sonia,
de adolescente, quedaba con sus amigos
para evitar el frío de la calle- sin estar
inmediatamente rodeado de una nube de
gente pidiendo un autógrafo o señalando
con el dedo. Pero el placer duraría
poco. A finales de junio, la visita de
Sandokán a Orbassano causó una
auténtica conmoción. De pronto los
niños y los jóvenes del pueblo se
acercaron a Via Bellini para ver de
cerca a este príncipe de Borneo que
había jurado vengarse de los británicos
en la imaginación de Emilio Salgari. Se
formó tanto revuelo que Sonia propuso
abandonar la casa. Acabaron la tarde en
una pizzería del cercano pueblo de
Avigliana, felices y riéndose.
Y de repente, al amanecer del día 23
de junio, sonó el teléfono. Sonia sintió
un nudo en el estómago. No era una hora
normal, y enseguida pensó que podía ser
una llamada de la India. Su madre se lo
confirmó, de puntillas y en voz baja,
para no despertar al resto de la familia:
«Es una conferencia... de Nueva Delhi.»
Sonia se levantó, se arropó con su
albornoz y fue a coger el teléfono al
salón. Reconoció entre interferencias la
voz nerviosa de uno de los secretarios
de su suegra. Ahora estaba segura de
que serían muy malas noticias:
«Madam... Sanjay ha sufrido un
accidente... Ha fallecido.» Sonia se
quedó con la mente en blanco, sin
escuchar las explicaciones atropelladas
del secretario. Cuando colgó, estaba
aturdida. Volvió a su cuarto. Rajiv
estaba desperezándose. Esperó unos
segundos para decírselo, como si
quisiese darle unos segundos más de una
felicidad que, una vez totalmente
despierto, no volvería a conocer. En lo
más hondo de su ser, Sonia supo que esa
catástrofe iba a afectar profundamente a
su vida y a la de su familia.
Unas horas más tarde, volaban hacia
Roma para enlazar con el vuelo de
Indian Airlines que hacía la ruta
Londres-Nueva Delhi. Viajaron en
primera clase, junto a otros amigos y
conocidos, entre los que se encontraban
la madre y la hermana de Maneka, cuyas
vacaciones en la capital británica
también habían sido interrumpidas.
Asimismo viajaban en el avión un
antiguo ministro, un industrial y un
hombre de negocios, todos viejos
amigos de la familia, muy conmovidos
por las circunstancias. Cada uno de
ellos había recopilado información
sobre el accidente y durante el largo
vuelo pudieron reconstituir lo que había
pasado.
Sanjay se había estrellado a los
mandos de su último juguete, el Pitts S2A que había adquirido gracias a la
mediación
del
corrupto
gurú
Brahmachari. A las siete de la mañana
se había presentado en el aeroclub de
Nueva Delhi y había invitado a un
compañero piloto a hacer unos
ejercicios de acrobacia. Su amigo era
reacio a volar con Sanjay porque sabía
que carecía de experiencia, pero ante su
insistencia, acabó aceptando. Estuvieron
haciendo bucles en el cielo y caídas en
picado sobre Nueva Delhi durante doce
minutos, luego volaron sobre el número
1 de Safdarjung Road, donde había
estado hablando con su madre apenas
una hora antes.
-Ten mucho cuidado -le había
advertido Indira-. Me dicen que eres
muy imprudente...
-No hagas caso -le había contestado
Sanjay.
Según un testigo, la avioneta subió
como una flecha hacia el cielo, y luego
inició un picado como si fuera a coger
inercia para hacer un looping, pero no
pudo recuperarse. Se estrelló en el
barrio diplomático, en un descampado, a
menos de un kilómetro del número 12 de
Willingdon Crescent.
Un mes antes, el director general de
Aviación Civil había informado a sus
superiores de que Sanjay violaba
pertinazmente el protocolo de seguridad
y que por lo tanto ponía en peligro su
vida y la de los demás.
-El director de aviación se lo
comentó al ministro del Aire, que quedó
en hablarlo con tu madre, pero, por la
razón que fuese, no lo hizo.
-Si nadie hizo nada, fue por miedo a
ir contra Sanjay, me imagino... -dijo
Rajiv
Más tarde, se enterarían de lo que
había pasado con exactitud.
El informe del director de aviación
civil había caído en manos de Sanjay y
éste había reaccionado, fiel a sí mismo,
obligando al funcionario a tomarse una
excedencia voluntaria. Lo había
reemplazado por su segundo, un hombre
dócil que no le pondría problemas. El
caso es que Sanjay había muerto por
imprudente y por soberbio, porque su
sed de poder era tal que no aceptaba
ningún límite.
El anochecer en vuelo fue
rapidísimo, por la velocidad del avión y
por la rotación de la Tierra. Debían de
estar sobre Siria, o quizás Turquía.
Abajo, se veían lagos color turquesa y
las lucecitas de las ciudades que iban
abrazando la noche. Nadie seguía la
película. El grupo de los amigos y
familiares no habían querido probar
bocado. Amteshwar, la madre de
Maneka,
estaba
visiblemente
conmocionada. «Viuda a los veintitrés
años... y con un niño de tres meses»,
repetía la mujer. En menos de tres años,
había perdido a su marido y a su yerno.
Había pasado de estar en la cumbre a
ser condenada al ostracismo, y luego en
la cumbre de nuevo... ¿Y ahora qué
pasaría?
-Tienes que hacer lo posible por
mantener ambas familias unidas aconsejaban los tres amigos de la
familia a la madre de Maneka-. Ahora
que no está Sanjay, tenéis que hacer piña
alrededor de Rajiv.
A Sonia se le pusieron los pelos de
punta cuando escuchó esa frase. Estuvo
a punto de lanzar un « ¡No!» sonoro,
pero se contuvo. Ya sabía que
intentarían convencer a Rajiv para que
ocupase el vacío que había dejado su
hermano. Sonia lo tenía muy claro:
aquello significaba el final de la
felicidad. Estaba dispuesta a luchar con
uñas y dientes para impedirlo.
El avión aterrizó en Delhi a las dos
de la madrugada. Una oleada de calor
intenso les dio la bienvenida. La capilla
ardiente estaba instalada en la casa de
Safdarjung Road donde una fila de gente
-ministros, amigos, desconocidos- había
desfilado durante todo el día ante los
restos mortales, ordenadamente y en
silencio. Indira, muy nerviosa, había
estado yendo de una habitación a otra
toda la noche, preguntando si había
noticias de los que estaban viajando,
porque inconscientemente temía que otra
desgracia pudiera suceder.
Rajiv, Sonia y los niños ya habían
sido informados de lo que iban a
encontrarse pero, aun así, el shock de
llegar a casa en esas condiciones les
impresionó vivamente. Cuando vieron el
cuerpo de Sanjay tendido en un féretro
en el salón, en medio de aquellas
paredes donde parecía que todavía
retumbaba el eco de su risa franca y
nerviosa, Rajiv y Sonia se derrumbaron.
Y cuando Indira vio a Rajiv llorando
desconsoladamente, también rompió a
sollozar. Una vez recuperada la
serenidad, Sonia observó a Indira: tenía
los ojos enrojecidos e hinchados detrás
de sus gafas de sol, la tez color de
ceniza, andaba un poco encorvada, como
si le costase mantenerse erguida. «
¿Después de esto, adónde voy, hija?», le
preguntó con la voz rota. Lo había dicho
apretando las manos sobre la tripa, en un
gesto que las campesinas pobres hacen
cuando lloran a sus muertos. Volvieron a
abrazarse, y estuvieron largo tiempo en
silencia. Hacía menos de diez días,
Indira había instalado a Sanjay en su
primer despacho oficial, después de
haberlo nombrado secretario general del
partido. Ahora, de pronto, sólo había un
cuerpo yaciente: se había quedado sin
hijo, sin compañero, sin consejero y sin
sucesor. Luego Sonia vio a Maneka,
cuyos movimientos parecían inconexos.
Se había pasado todo el día llorando,
repitiendo: «Sanjay no, por favor...
Cualquiera menos Sanjay... » Rajiv la
abrazó y le dijo unas palabras de cariño.
Sonia tampoco pudo reprimir las
lágrimas al abrazarla. Los niños,
cansados y conmocionados, aguantaban
estoicamente. El llanto lejano de su
primo el pequeño Firoz Varun rasgó el
silencio.
En seguida Sonia se puso a atender a
los que estaban velando el cuerpo.
Ayudó a colocar colchonetas en el suelo
para que todos los amigos y familiares
cercanos pudieran descansar. También
se aseguró de que hubiera té, tostadas y
dulces.
Después de la efusión del
reencuentro, Indira les contó los
pormenores del ritual funerario que
había organizado para el día siguiente.
-Haremos
la
cremación
en
Shantivana, junto al mausoleo del
abuelo...
-No creo que sea buena idea, mamá -
sugirió Rajiv-. ¿No sería más prudente
hacer un funeral privado, más
restringido?
-Quizás, pero el jeque Abdullah, jefe
de gobierno de Cachemira, y todos los
jefes de gobierno estatales me han
pedido un funeral memorable.
-Sanjay no tenía un cargo oficial en
el gobierno. Puede causarte problemas
hacerle unos funerales de Estado.
¡Imagínate las protestas!
-Lo sé. Pero también es verdad que
Sanjay tenía muchos seguidores, y no
quiero decepcionarlos. Sería como
decepcionarlo a él.
Rajiv dejó de insistir.
La cremación tuvo lugar al día
siguiente, a orillas del río Yamuna. Era
demasiado cerca de donde había tenido
lugar la cremación de Nehru, el padre de
la nación, y su hijo, por mucho que
Indira no quisiese verlo, no merecía los
mismos honores que su padre. Muchos
vieron en este gesto de Indira otro signo
de abuso de poder. De nuevo, había
desoído el consejo de Rajiv para que
eligiese otro sitio, no ese lugar sagrado
de peregrinación para millones de
indios. Pero Indira se dejó llevar por la
insistencia de los compañeros de
Sanjay. No tuvo fuerzas para luchar
contra ellos, y seguramente estaba de
acuerdo en rendir un homenaje
desmedido a su hijo, como si así
pudiese compensar un poco su pérdida.
Indira, los ojos y toda la pena que
contenían protegidos por sus enormes
gafas de sol, estaba sentada junto a
Maneka en primera fila, frente a la pira.
Sonia, vestida con un sari blanco
inmaculado,
sollozaba
mientras
recordaba los días de recién casada
cuando su cuñado, su marido y ella eran
un trío inseparable. Detrás, se veía gente
hasta la línea del horizonte. A Rajiv le
tocó cumplir con los ritos: plantó la
antorcha en el fuego y dio varias vueltas
alrededor del cadáver de su hermano, al
son de los mantras que entonaban los
sacerdotes hindúes. Su hijo Rahul le
miraba con cierta aprensión. Su padre le
había dicho que le tocaría a él, como
primogénito, llevar a cabo los ritos de la
cremación cuando, por ley de vida, uno
de sus progenitores dejara este mundo.
Hasta ese día, nunca el chico había
pensado que eso podía ocurrir.
Por la tarde, Rajiv llevó las cenizas
de su hermano en una urna de cobre para
enterrarla bajo un árbol en el jardín de
Akbar Road. Al ver la urna, Indira no
pudo contenerse más y rompió en
sollozos. Por primera vez, lloró
desconsoladamente y sin inhibición en
público. Rajiv la abrazó y la sostuvo en
pie, porque la mujer, literalmente, se
derrumbaba. Su dolor parecía no tener
límite. Sonia se había enterado de que la
mañana de la tragedia Indira había
abandonado el hospital donde los
médicos remendaban el cadáver de
Sanjay para regresar al lugar del
accidente. Había regresado dos veces.
Las malas lenguas decían que había ido
a buscar el reloj y el llavero de Sanjay
porque una de las llaves era con certeza
la de alguna caja fuerte llena de todo lo
que debía haber robado el hijo pródigo.
En la tapa del reloj, siempre según los
rumores, estaría grabado el número de
una cuenta secreta en Suiza. Pero era
pura patraña. A Indira no le interesaban
los objetos personales, que además ya
habían sido recogidos por la policía. En
el fondo, lo que hacía era buscar a su
hijo;
intentaba
inconscientemente
recuperarlo a él, no sus cosas. Hurgando
con la mirada entre los hierros
calcinados, Indira se había dado cuenta
de la enormidad de la pérdida. Todos
sus sueños, sus grandes planes de futuro
también se encontraban hechos añicos
entre las ruinas de la avioneta.
Bajo la sombra del árbol del jardín,
Indira consiguió controlar el llanto y
recuperarse con asombrosa rapidez.
Luego fueron al salón. El lugar donde
había estado colocado el cuerpo estaba
ahora cubierto de flores de jazmín. Se
sentaron en el suelo de esa habitación
que olía bien y parecía purificada, las
piernas cruzadas y en silencio,
escuchando cantar a los sacerdotes
versículos del Ramayana, la gran
epopeya del hinduismo.
En los días siguientes, los
simpatizantes de Sanjay erigieron
estatuas en su memoria, bautizaron
calles y plazas con su nombre, así como
barrios enteros, escuelas, hospitales y
hasta centrales hidroeléctricas. El país
entero vivió con frenesí un culto
póstumo a la personalidad del hijo
pródigo que los más aduladores llegaron
a comparar con Jesucristo, Einstein y
Karl Marx. Ese despliegue de supuesto
afecto era más un intento desesperado
por parte de sus aliados y compinches
políticos de seguir con sus privilegios y
mantenerse cerca del poder, próximos a
Indira, que una demostración auténtica
de dolor nacional. Muchos otros, entre
los que se encontraban las antiguas
víctimas de su política de control de la
natalidad, vivieron esa muerte con
alivio. Para ellos, había sido un
accidente providencial, que había
ahorrado al país el cruel destino de
tener a Sanjay de primer ministro, lo que
todos pensaban que iba a ocurrir tarde o
temprano.
Para Indira, lo único positivo de la
tragedia fue que sirvió para recuperar
viejas relaciones y reconciliarse con
familiares y amigos que le habían dado
la espalda durante la Emergency. Se
sintió particularmente feliz al recibir una
carta de su vieja amiga Dorothy
Norman: «Hace tanto que no nos
escribimos que a cierto nivel no sé a
quién estoy escribiendo; en otro nivel,
escribo a la persona que conocí. Cómo
me gustaría que pudiéramos hablar,
aunque el silencio quizás, sea más
revelador que cualquier palabra. ( ... )
Mando esta carta como un puente. Las
amistades son lo más valioso en este
mundo a veces tan duro.» Indira le
contestó diciéndole lo emocionada que
se había sentido al recibir su carta y que
tenía tantas cosas que contarle que no
sabía por dónde empezar: «El pasado es
el pasado, dejémoslo estar. Pero tengo
que aclarar ciertas cosas. La falsedad, la
persistente campaña maliciosa de
calumnia debe ser refutada... » Nunca
Indira admitió las maldades o los
errores de Sanjay.
En casa, quedaban Maneka y el
pequeño Firoz Varun, que dormía en el
cuarto de Indira con los demás nietos
desde la muerte de Sanjay. La abuela se
pasaba largos momentos observando al
bebé como si detrás de cada gesto
reconociese a su hijo. Quedaban también
Rajiv y Sonia, cuyo matrimonio había
sobrevivido la separación física, la
diferencia cultural, la oposición de las
familias, el estrés de la Emergency y la
continua infiltración y corrosión de la
política en sus vidas. Tenían dos hijos
inteligentes, guapos y de buen carácter.
Hasta el accidente del tío Sanjay, lo más
grave que les había pasado a los niños
había sido ver a la abuela en la cárcel y
haber perdido a una perra. «Quedaros
con el recuerdo de cuando jugabais con
ella, lo mucho que se divertía y lo que
nos divertíamos todos cuando la
sacábamos... -les había escrito Rajiv en
una carta llena de ternura paterna, que
terminaba con un consejo-. Tenéis que
aprender a vivir sabiendo que en algún
momento todos tenemos que morir.»
La perfecta vida familiar que
disfrutaban parecía algo demasiado
bonito y bueno para durar.
ACTO III
LA SOLEDAD Y EL
PODER
Cada vez que das un paso adelante,
estás destinado a perturbar algo.
Agitas el aire mientras avanzas,
levantas polvo, alteras el suelo.
Vas atropellando cosas.
Cuando una sociedad entera avanza,
ese atropello se hace en una escala
mucho mayor;
y cada cosa que trastornes,
los intereses creados que quieras
suprimir,
todo se convierte en un obstáculo.
MAHATMA GANDHI
27
Veinte años antes, después de la
muerte de su marido, Indira tocó fondo y
tardó mucho tiempo en salir a flote.
Cuando murió su padre, entró en otra
crisis existencial profunda, que duró
largos meses. Pero ahora, menos de
setenta y dos horas después de la muerte
de su hijo, estaba de nuevo en su
despacho. «La gente viene y se va, pero
la nación sigue viva», declaró a la
prensa, situando la tragedia familiar en
un contexto nacional, como si de esa
manera pudiese trascender la desgracia.
Se había convencido de que la tarea
hercúlea de gobernar la India no podía
ser desatendida. Pero su actitud y auto
control eran sólo superficiales. En el
fondo, estaba irremediablemente herida.
Sonia la veía rota por dentro, con el
espíritu hecho añicos. Por las noches, la
oía levantarse y entre sueños buscaba a
Sanjay, y cuando se despertaba se ponía
a llorar repitiendo el nombre de su hijo.
Su rostro envejeció, su mirada se hizo
más dura y empezó a arrastrar un poco
las pisadas al caminar. Ya no era tan
picajosa con su atuendo, ni le pedía a
Sonia consejos sobre su peinado o sobre
los accesorios que debían conjuntar con
los saris. Al contrario, llevaba el pelo
estirado hacia atrás de forma
descuidada, y no parecía importarle.
A su inmensa tristeza se unía su
preocupación por Maneka, que se
pasaba los días sin hacer nada.
-Temo que la ambición de su madre
empuje a Maneka a querer ocupar el
lugar de Sanjay -confesó a su amiga
Pupul.
Aparte de melancólica, Maneka
estaba incómoda porque su posición en
esa casa se había vuelto muy delicada.
Sin la protección de su marido, se sentía
vulnerable. Ya no podía usarlo como
escudo para defenderse de su suegra o
de su cuñado, que en el fondo la seguían
intimidando. Su única fuerza era el bebé.
Por otra parte, Indira estaba tan
devastada que carecía de energía para
consolar a los demás. En otras
circunstancias, se hubiera volcado con
su nuera, pero ahora, su propio dolor la
absorbía por completo. Aunque al ver a
la joven viuda tan sola y tan perdida, en
un arrebato de compasión Indira le
ofreció ayuda. En realidad, temía que
Maneka, aburrida y aislada, terminase
por marcharse de casa, porque entonces
dejaría de tener a su nieto cerca. Esa
eventualidad la atormentaba:
-¿Quieres trabajar de secretaria
mía?.. Te podría llevar de viaje
conmigo, y creo que eso te distraería...
Al principio, la oferta pareció
satisfacer a Maneka. Luego, quizás
influenciada
por
su madre
o
simplemente porque se le subieron los
humos a la cabeza o por ser inmadura,
vio en ello una maniobra para apartarla
de su derecho natural a hacerse cargo de
la herencia de su marido. Su vida junto a
Sanjay le había dado la ilusión del
poder, y la oferta de su suegra, después
de pensárselo, le pareció casi insultante.
Ni siquiera respondió al ofrecimiento. «
¡Mírala!... ¿Qué se habrá creído?»,
confesó a uno de los amigos más
cercanos de su marido hablando de
Indira.
A Sonia tampoco le hizo gracia esa
oferta. Aunque había perdonado a
Maneka su trato despectivo de los
primeros
tiempos,
no
quería
imaginársela controlando la agenda de
Indira. Veía la inexperiencia y la
arrogancia de su cuñada como un
problema potencial para su suegra, y una
amenaza para el delicado equilibrio
familiar. Que no ayudase en las tareas de
casa, se podía aceptar, pero que se
parapetara tras el poder de Indira y
empezase a mover hilos para beneficiar
a su propia familia, a la que Sonia temía
tanto, era un peligro que había que evitar
a toda costa. Se lo comunicó a Rajiv.
-Lo hablaré con mi madre -le dijo.
-Mejor le dejo una nota -respondió
Sonia.
Al leerla, Indira se dio cuenta de que
Sonia tenía razón. Maneka de secretaria,
tan cerca, podía en efecto ser más un
problema que una ayuda. Temía su
impulsividad, que la hacía todavía más
impredecible.
Y
también
ella
desconfiaba de la familia Anand y de
sus tejemanejes. Sin embargo, de lo que
Indira era muy consciente, aun envuelta
en su nube de sufrimiento, era de la
necesidad que tenía de Rajiv y de Sonia.
Al fin y al cabo, Rajiv era su sangre; y a
Sonia la quería como a una hija. De
modo que no insistió más, y la oferta
cayó en el olvido.
La joven viuda, por su parte,
encontró una manera de distraerse que al
mismo tiempo daba sentido a su vida: se
concentró en el proyecto de hacer un
libro fotográfico sobre su marido, una
especie de homenaje que incluiría fotos
de familia y de su vida política. Le
preguntó a su suegra si querría escribir
el prefacio. Indira accedió.
Pero
entonces
ocurrió
un
desafortunado incidente, que tuvo una
larga e indeseada repercusión. El
escritor Kushwant Singh, que había
ayudado a Maneka y a su madre a lanzar
la revista Surya, publicó en su columna
periodística un texto en el que sugería
que el manto de Sanjay debía recaer
naturalmente en los hombros de su joven
esposa, «que le había estado apoyando y
que había compartido su visión de la
India, ya que Rajiv nunca ha mostrado
interés alguno por la política y su mujer
la aborrece». La idea tenía su
fundamento. El artículo acababa con una
frase que, más que cualquier otra, desató
la paranoia de Indira: «Maneka es como
su difunto marido, valiente y decidida,
la reencarnación de Durga cabalgando
sobre un tigre.» Esa imagen de Durga,
que había sido extensamente atribuida a
Indira y que encarnaba un simbolismo
que le pertenecía, la trastornó
profundamente. ¿Cómo podían vivir dos
Durgas bajo el mismo techo? Pensó que
Maneka se había confabulado con el
escritor para urdir ese artículo, que
estaba maniobrando a sus espaldas para
hacerle la competencia, para robarle la
herencia de Sanjay. Empezó a verla
como a una enemiga en su propia casa.
Inevitablemente, y ante la desazón de
Sonia, todas las miradas se iban
dirigiendo hacia el heredero natural,
Rajiv. Indira tenía sus dudas: «Nadie
puede ocupar el lugar de Sanjay confesó a su amiga Pupul-. Era mi hijo,
pero también me ayudaba como un
hermano mayor.» Veía a Rajiv
demasiado blando y sensible para el
mundo de la política. Además, estaba
casado con una extranjera, lo que era
considerado, en términos de política
nacional,
como
un
obstáculo
infranqueable. Y si dimitiese de Indian
Airlines, ¿de qué viviría? Sanjay era
muy frugal, en cambio a Rajiv y Sonia
les gustaba vivir bien, a la europea, sin
excesos pero confortablemente.
En este escenario de una familia
herida en la cúspide del poder, no sólo
decidían los individuos, por muy
poderosos que fuesen. Tan importante
como la voluntad de Indira era la
opinión de sus acólitos, sus amigos, sus
parientes, sus compañeros de partido,
sus consejeros, sus aduladores, sus
gurúes, el país entero. Después de haber
entonado la marcha fúnebre a raíz de la
muerte de Sanjay, ese coro de voces
empezó a salmodiar una melodía
familiar, la misma que sonó cuando
Indira fue llamada por primera vez a
presidir el partido o cuando la
cortejaban para que aceptase cualquier
cartera en el primer gobierno después de
la muerte de su padre. La misma voz que
en su día le había dicho «eres la hija de
Nehru, demasiado valiosa para no
tenerte en el gobierno», reclamaba ahora
un sucesor, como si en lugar de una
democracia se tratase de una antigua
corte imperial. Era un coro tan antiguo
como la India misma, cuya mitología
contaba la historia de una saga
ininterrumpida
de
monarcas
hereditarios. Era un llamamiento que
venía de lo más profundo de ese país
continente, tan inclinado a confundir el
poder temporal con el divino. Como en
las tragedias de la Grecia clásica, el
coro
reclamaba
una
víctima
propiciatoria. Había que responder a la
necesidad apremiante que el pueblo
tenía de estabilidad, de continuidad y,
¿por qué no?, de eternidad. Eso sólo lo
garantizaba una dinastía.
En cuanto a Rajiv, se mantenía lo
más distante posible. Su relación con su
madre era diferente a la de Sanjay. El
cariño era muy profundo, pero casi
británico en las formas, sin apenas
relación íntima. Él no se ofreció
espontáneamente a ayudarla, y ella
tampoco se lo pidió nunca, por lo menos
directamente. Pero cuando Indira se fue
dando cuenta de la enormidad del vacío
que había dejado Sanjay, así como de la
apremiante necesidad que tenía de
apoyo y proximidad física, le confesó un
día a su amiga Pupul: «Rajiv carece del
dinamismo y de las preocupaciones que
tenía Sanjay, pero podría serme de una
gran ayuda.» «...Podría serme de una
gran ayuda»: no se necesitaban más
palabras para poner en marcha el
engranaje que el coro de voces había
anunciado ya.
Fueron los amigos de la familia los
que empezaron a hablarles, a él y a
Sonia, de la soledad de Indira, de la
necesidad que tenía de apoyarse en
alguien en quien pudiera confiar a
ciegas, de contar con una persona que le
mantuviera abiertas las ventanas del
mundo... y ese alguien sólo podía ser su
hijo. Sonia se rebelaba contra esa idea.
-Sabemos lo que es la política, el
supuesto glamour, la adulación -decía
alterada-. Hemos visto de cerca a los
políticos, con su doble lenguaje, el
peloteo constante, las manipulaciones,
las traiciones' la inconstancia de los
medios y de la gente... Hemos visto lo
que el poder ha hecho con Sanjay y
Maneka. Sabemos perfectamente cómo
será la vida de Rajiv si se mete en
política.
Su marido callaba; y quien calla,
otorga. Estaba completamente de
acuerdo con los argumentos de Sonia.
Pero no podía impedirlo: la imagen de
su madre, sola, destrozada, con el fardo
de un país como la India a sus espaldas,
le pesaba en la conciencia.
La situación de Indira con Maneka,
después del artículo que salió en el
periódico, no podía mejorar. La joven se
puso nerviosa al sentir la hostilidad de
su suegra y que su presencia no era
deseada. Había vivido su vida de
casada en medio de un ambiente de
altísima excitación política, y ahora no
estaba dispuesta a hundirse en el
anonimato. Se daba cuenta, aunque no
era capaz de verbalizarlo, de que ésa
era la condición que tenía que cumplir
para convivir con Indira bajo el mismo
techo. Era el precio de la paz. Pero ella
no era Sonia, aborrecía la simple idea
de ser un ama de casa, de pasarse el día
encerrada entre cuatro paredes dando
órdenes a los sirvientes o recibiéndolas
de su suegra. Ocuparse del niño, con la
ayuda que las familias pudientes tienen a
su alcance en la India, le dejaba mucho
tiempo libre. Durante todos estos años,
había observado cómo funcionaban su
marido y su suegra, cómo planificaban
cada maniobra con mucha antelación, y
ella también empezó a planear su futuro,
empujada por su propio coro de voces,
la de su familia y la de los antiguos
amigos de Sanjay. « ¿Por qué no tendrías
tú derecho a ser la heredera de tu
marido? ¿Acaso no le has dado los
mejores años de tu vida? ¿Acaso no has
participado en todo lo que él ha hecho?
¿Acaso no te quería? Tú sabes más de
política que su hermano... » Querían que
reaccionase antes de que Rajiv fuera
obligado a hacerlo. Y el coro de voces
hacía mella en el espíritu maleable de la
joven.
El libro sobre Sanjay fue el caballo
de batalla de las relaciones entre Indira
y Maneka, que casi no se atrevía a
hablar con su suegra. La notaba distante
y fría, y le tenía más miedo que nunca.
Cuando iba a dirigirse a ella, no le
salían las palabras, como cuando llegó a
esa casa. Sólo obtenía de Indira la
atención debida cuando hablaba del
niño. Del resto, nada. Un día, se atrevió
por fin a sugerirle la idea que le rondaba
por la cabeza.
-Como te he visto tan atareada, he
pensado que, para quitarte trabajo, en
lugar de que escribas el prólogo, mejor
que lo haga el periodista Kushwant
Singh basándose en una entrevista
contigo.
Indira se la quedó mirando largo
rato, en uno de sus silencios que no
dejaban presagiar nada bueno.
-Ni hablar -le dijo por fin-. Eso
tenías que haberlo hecho inmediatamente
después de la muerte de Sanjay. Yo
hubiera tenido tiempo entonces de
escribir algo. Pero no me consultaste.
Ahora no voy a escribir nada y ese
hombre no me va a entrevistar.
Era su peculiar venganza contra el
artículo que tanto la había irritado. Era
también una manera de poner a su nuera
en su sitio. Había empezado la guerra.
Maneka salió destrozada de la
entrevista con su suegra. «Si no escribe
el prólogo, nunca más le dirigiré la
palabra», amenazaba a todo el que
quisiese oírla. Luego, en la soledad de
su cuarto, se puso a llorar. La maqueta
del libro, con fotos que había escogido
con sumo cuidado y amor, estaba
desplegada sobre su cama. « ¿Por qué
no quiere ayudarme? ¿Acaso no se trata
de su hijo?», se preguntaba entre
lágrimas.
Cuando se hubo calmado, Maneka
intentó una última aproximación. Llevó
la maqueta del libro al cuarto de Indira y
la dejó encima de su cama. Quizás, al
verla, su suegra recapacitaría.
Habían pasado más de seis meses
desde la muerte de Sanjay, y volver a
ver esas fotos después de una jornada
agotadora en el Parlamento conmocionó
profundamente a Indira. La cara de ángel
que Sanjay tenía de pequeño, las fotos
de sus juegos de niño, de cuando
acariciaba a su mascota preferida -su
tigre-, de sus coches de juguete, de sus
paseos a caballo con Nehru, de él e
Indira abrazados... todo ese pasado que
de pronto volvía a borbotones, como una
herida
reabierta,
la
dejó
emocionalmente devastada. No pegó ojo
en toda la noche. A su amiga Pupul le
dijo que el libro estaba bien concebido,
pero que estaba decidida a no escribir el
prólogo. «Había borrado a Maneka de
entre sus seres queridos», escribiría
Pupul, que observó un detalle simbólico
y revelador: la puerta que daba al cuarto
de Sanjay estaba cerrada y la que daba
al cuarto de Rajiv, abierta. Indira había
pasado una página de su vida y se
disponía a abrir otra.
28
-Rajiv, me aterra saber que estás
volando... -le dijo Indira un día en el
salón de casa.
-Mamá, eres una persona inteligente
y sabes perfectamente que, por
estadística, hay más probabilidades de
morir atropellado cruzando una calle
que volando en un avión.
-Lo sé, pero no puedo evitar pensar
en...
Rajiv se la quedaba mirando. Su
madre, envuelta en un sari blanco de
luto, parecía una ruina de sí misma. Y no
fingía; se la veía realmente intranquila.
La muerte de Sanjay, que proyectaba su
larga sombra sobre el presente, había
hecho de Indira un ser inseguro, y los
miedos que siempre la habían atenazado
ahora se magnificaban. A Rajiv, verla
así le daba una pena infinita. El simple
pensamiento de que ella le necesitaba y
que él no podía -o no quería- ayudarla,
empezaba a atormentarle. Indira
prosiguió:
-¿Sabes que un periódico de Gujarat
predijo que Sanjay moriría en junio?
-Mamá, por favor... Si hubiera que
creer las predicciones de todos los
astrólogos que hay en la India, nadie
podría vivir.
-Estoy recibiendo innumerables
cartas avisándome de que el peligro te
ronda, por eso me da miedo saberte en
el aire.
-¿Sabes lo mejor que se puede hacer
con esas cartas? Echarlas al fuego...
-No digas tonterías, Rajiv -replicó
con el rostro demudado por una
expresión de sombría desesperanza-. Lo
que le ha pasado a Sanjay es porque no
hicimos nada para evitarlo, no hicimos
caso de las predicciones que acertaron
con la fecha exacta.
-No, mamá. Lo que le ha pasado a
Sanjay es porque se lo buscó.
Indira se lo quedó mirando. No
estaba acostumbrada a que Rajiv la
contradijese.
Él prosiguió:
- ... Hacía lo que le daba la gana, y
cuando el Director de Aviación Civil lo
amonestó por no cumplir con el
reglamento y poner en riesgo su vida,
Sanjay lo echó de su cargo en lugar de
escucharlo. Tienes que ver la realidad
como es, mamá. Me preocupa mucho
que te dejes influenciar así por los
astrólogos...
Indira bajó la cabeza, como dando a
entender que se plegaba ante los
argumentos de su hijo. Rajiv entendía
que su madre intentaba buscar un sentido
a la tragedia que se había abatido sobre
ella, y ese sentido lo encontraba en las
fuerzas ocultas que sus enemigos habían
lanzado contra la familia. Esa vieja
paranoia suya estaba más viva que
nunca.
-Mamá -le dijo Rajiv para
congraciarse con ella-. Si hay fuerzas
malignas, seguro que también hay
fuerzas positivas que nos protegen... ¿O
no?
-¿Acaso fueron capaces de proteger
a tu hermano? -preguntó ella.
Rajiv levantó los ojos al cielo como
diciendo: « ¡Otra vez...!» Indira siguió:
-Si me hubiera muerto yo, hubiera
sido parte de un proceso natural. ..
Tengo sesenta y dos años, he vivido una
vida plena, pero tu hermano era tan
joven...
Rajiv se quedó cabizbajo. Su madre
era inconsolable. Guardaron silencio un
buen rato. De pronto, Indira se levantó:
-Me quedan tres horas de trabajo.
Me voy.
-Estás agotada y deberías descansar
-le dijo Rajiv.
-Si no hago ese trabajo ahora, tendré
que levantarme a las cuatro de la
madrugada para hacerlo. Buenas noches.
Rajiv se quedó pensativo. Vio a su
madre irse hacia su habitación como un
ave encorvada, arrastrando levemente
los pies. Parecía ir a la deriva, parecía
un náufrago... ¿Dónde estaban su energía
desbordante, su eterno optimismo? Era
desazonador verla en esas condiciones.
Y la pregunta que le asediaba era la
lógica consecuencia de ello: « ¿Tengo
realmente derecho a negarme a
ayudarla?»
Cuando le hizo partícipe a Sonia de
sus sentimientos con respecto a su
madre, a la italiana se le saltaron las
lágrimas, quizás porque en momentos de
lucidez se daba cuenta de que libraba
una batalla perdida de antemano.
Además sentía que su marido vivía un
dilema que le estaba haciendo sufrir.
-¿Vas a tirar por la borda todo lo que
hemos conseguido?... ¿Tu carrera, el
tiempo con tus hijos, tus hobbies, nuestra
felicidad?
Por primera vez, había tensión en el
matrimonio. Tanta que un día,
desesperada, Sonia le dijo:
-Si piensas meterte en política,
pediré la separación y me volveré a
Italia.
Nunca, en quince años de
matrimonio, habían tenido una pelea.
Nunca intercambiaron una palabra más
alta que la otra. Nunca Sonia había
llegado tan lejos. «Luché como una
tigresa por él, por nosotros y por
nuestros hijos, por la vida que nos
habíamos construido, por su vocación de
volar, por nuestras sencillas amistades y,
sobre todo, por nuestra libertad: ese
simple derecho humano que tan
cuidadosa y consistentemente habíamos
conservado», escribiría más tarde.
Pero las fuerzas contra las que
luchaba Sonia eran mucho más
poderosas que sus argumentos a favor de
la felicidad individual y de la armonía
familiar. ¿Qué peso podía tener el
bienestar burgués de una familia de
cuatro miembros comparada con el
destino de la India? Esas fuerzas, que
surgían de la historia profunda de la
nación, hablaban en nombre de un país
de más de setecientos millones de
personas. Eran las mismas fuerzas que
en su día habían empujado a Indira al
ruedo de la política y que ahora
reclamaban la presencia de Rajiv. Dos
meses después de la muerte de Sanjay,
trescientos
parlamentarios,
todos
miembros del Congress, firmaron una
petición rogándole que asumiese el
puesto de su hermano y se presentase
como candidato en su circunscripción.
El hecho de que estuviera casado con
una extranjera no parecía suponer un
problema, quizás porque en la
mentalidad popular una mujer adquiere
la identidad de la familia del marido.
Fue el principio de una intensa y
constante presión pública. A partir de
ese momento, no había día en que la
prensa no vaticinase su entrada en
política. Cuando los periodistas
preguntaban a Indira sobre el tema, ella
se mantenía impasible: «No puedo
hablar de ello. Rajiv es quien tiene que
decidir.» Los diputados empezaron a
asediar la casa. Venían a «visitarlo», es
decir a intentar convencerlo. Sonia se
veía obligada a preparar té con
cardamomo para todos esos «buitres»
que, según ella, venían a descuartizar
ante sus ojos la felicidad familiar.
No sólo la presión pública empezó a
ser notoria, la personal también. T.N.
Kaul, tío de Rajiv, diplomático de
intachable reputación, no era un hombre
cuyos consejos se tomaran a la ligera.
Kaul era el apellido de la mujer de
Nehru y T.N. había estado siempre muy
unido a Indira. Su lealtad había resistido
los embates de los últimos años. Su hijo
era un individuo simpático y vivaracho,
había estudiado en Cambridge con Rajiv
y formaba parte del círculo de amigos
íntimos del matrimonio. Los Kaul eran
parientes muy cercanos, y muy queridos.
-La vida de tu madre y la de tu
hermano
estaban
estrechamente
entrelazadas, más aún de lo que parecía
-le dijo T.N. Kaul a Rajiv en la primera
reunión que mantuvieron-. Sanjay era su
nexo de comunicación con los líderes
del partido, por eso está tan aislada
desde su muerte. Necesita a alguien
cerca, alguien que sea capaz de actuar
de forma eficaz para mantener la lealtad
del partido. Y ya sabes que no se fía de
nadie, excepto de los muy allegados.
-Lo sé, pero también sé, y lo sabe
todo el mundo, que no estoy hecho para
la política... Además, ya conoces la
postura de Sonia sobre el tema.
-Entiendo que Sonia tenga esa
visión, porque ha estado expuesta a los
peores aspectos de la vida pública, pero
no todo es despreciable ni malo en
política. Se supone que es el más noble
de los quehaceres...
Rajiv hizo un gesto de ironía. Kaul
prosiguió:
-Se trata de servir al pueblo, de
dedicarse en cuerpo y alma a los
demás... como lo hizo tu abuelo, como lo
hizo tu hermano, como lo está haciendo
tu madre.
- ... Como quieren que lo haga yo.
-Claro. Lo llevas en la sangre.
-No estoy seguro de que sea tan
hereditario como crees. Tengo todas las
de perder...
-Si tú tienes todas las de perder, tú
que has mamado el ambiente de la
política desde siempre, imagínate los
demás... Al contrario, tienes todas las de
ganar. Podrías ser un día primer
ministro.
-No, gracias. He visto a mi madre
llorar después de que sus más antiguos,
fieles y queridos colaboradores la
denunciasen para salvarse ellos, he visto
a socios suyos, gente en la que había
depositado toda su confianza, darle la
espalda y convertirse en críticos
sanguinarios... Gracias, pero prefiero
seguir viviendo mi vida en vaqueros
junto a mi mujer y mi familia, que me
dan todo lo que necesito.
-Rajiv, sabes tan bien como yo que
hay dos tipos de personas que se meten
en política: los menos son los que
consideran el poder como un medio para
hacer avanzar la sociedad, y los más, los
que lo ven como un arma para obtener
ventajas para ellos y para su grupo. A
este segundo tipo, lo que les importa es
todo lo que rodea el poder: el brillo, la
adulación, que te besen los pies y te
veneren como a un dios, todo lo que
detesta Sonia.
-¿Y cuál es la recompensa para los
otros?
-Sólo una. La satisfacción de verse
realizado como ser humano.
Rajiv se encogió de hombros. Era
una respuesta demasiado borrosa y
abstracta para su gusto. Luego preguntó:
-¿Qué dice mamá?
-Me ha dicho textualmente que no
quiere influenciar tu juicio, que hagas lo
que te parezca.
-¿Ella sabe que has venido a hablar
conmigo?
-Sí. Se lo pregunté... y me dijo que si
quería hablarte, por ella no había
problema.
Hubo un silencio. Rajiv le mostró
unos cuadernos y unos libros que tenía
desplegados sobre la mesa.
-¿Sabes que estoy a punto de cumplir
uno de los sueños de mi vida?
-¿Ah, sí?
-Indian Airlines está terminando de
renovar la flota, y sólo habrá jets. Hasta
ahora volaba de segundo en el Boeing
737. El mes que viene me examino de
comandante. Me subirán el sueldo y
podré pedir la ruta Delhi- Bombay, lo
que me permitirá tener unos horarios
más decentes.
Kaul paseó la mirada sobre el
compás, la calculadora, las cartas
desdobladas con anotaciones de
correcciones de rumbo y cálculos
escritos a lápiz en los márgenes...
Luego, con el semblante grave, se volvió
hacia Rajiv:
-¿Entonces entiendo que tu respuesta
es «no»?
Rajiv asintió con la cabeza, y
añadió:
-Para mí, entrar en política sería
como entrar en la cárcel. Al sentir la
mirada de su tío fija en él, soltó:
- ... Además, ni siquiera tengo el
carné del Congress.
-Piénsalo, Rajiv. Piensa en todos los
sacrificios que la familia ha hecho por
el país. Cuando erais pequeños y fuisteis
a vivir a Teen Murti House, lo hicisteis
porque tu abuelo estaba solo y
necesitaba ayuda. Como ahora tu madre.
Ella sacrificó su vida personal para
servirlo. Lo hizo porque era una mujer.
Tu deber como hombre es ayudarla y
apoyarla en lo que puedas.
Los argumentos del tío Kaul eran
contundentes y apelaban al deber filial y
a un cierto sentido de la predestinación,
a una supuesta misión familiar y
nacional inscrita en los astros. Los de
Rajiv eran racionales y prácticos.
Hablaban de cosas sencillas como la
vida cotidiana, la vocación, el cariño
familiar. Pero la realidad era más
compleja, era una mezcla de emociones
y ambiciones de mucha gente, de
temores y dudas, de sueños y ocultas
pulsiones, de historia y política. Durante
meses, la presión continuó sobre Rajiv,
y por ende sobre Sonia. «Me pasé horas
y horas intentando convencerla para que
dejase a su marido meterse en política,
pero ningún argumento le parecía
suficientemente bueno -diría Nirmala
Deshpande, una amiga de la familia-. A
cada intento, Sonia, muy educada pero
con firmeza, decía que no.» Un día, la
italiana llegó a confesarle: «Prefiero
tener a mis hijos mendigando en la calle
a que Rajiv se meta en política.»
Para el matrimonio, fue un año
terrible en el que ambos se sentían cada
día más impotentes a medida que se
acercaban al abismo. Les invadía el
sentimiento extraño y perverso que de
pronto su vida no les pertenecía. Habían
pasado de ser dueños de su existencia a
víctimas de una maniobra de acoso y
derribo en nombre de grandes principios
y nobles causas de las cuales, en ese
momento, se sentían ajenos. Como si ese
país tan gigantesco no pudiera vivir sin
ellos. Rajiv estaba desgarrado por el
conflicto entre su deber de hijo y su
propia felicidad. Sonia estaba atrapada
entre su marido y su suegra, dos
personas que adoraba. «Al mismo
tiempo -escribió más tarde- estaba
furiosa y resentida contra un sistema
que, tal y como lo veía, exigía un
cordero sacrificial. Un sistema que lo
aplastaría y lo destruiría -de eso estaba
absolutamente convencida.»
Rajiv adelgazó y apenas dormía. Su
sentido del deber le empujaba a ayudar
a su madre. Su amor por Sonia y el
compromiso que había adquirido con
ella le tiraban en dirección opuesta.
Todos tenían sus razones, todas eran
válidas, y él se encontraba en medio,
confuso y desgraciado. Entonces se
refugiaba en sus estudios para
examinarse de comandante del Boeing
737, lo único que le permitía abstraerse
de una realidad que se le hacía
insoportable. Él, que siempre había
huido de conflictos y confrontaciones,
vivía angustiado siendo el blanco de
todas las exigencias. « ¿No disminuirá
nunca esta presión? ¿No acabará nunca
este infierno?», se preguntaba al ver que
pasaban los meses y el coro de voces se
hacía ensordecedor.
«Yo esperaba un milagro -diría
Sonia-, una solución que fuera aceptable
y justa para todos nosotros.»
Pero ese milagro no se producía. Al
contrario, cada día que pasaba, los
principales actores de este drama se
encontraban peor:
Indira, cada vez más sola y
abrumada por los problemas, que se
amontonaban, Rajiv y Sonia, cada día
más atormentados.
-No puedo seguir viéndote así -le
dijo Sonia un día, abrazándole con
fuerza- no quiero verte tan mal. ..
-Es como si nos hubieran robado
nuestra vida...
-Rajiv, olvida lo que te dije cuando
estaba tan enfadada. Olvídalo todo. Si
piensas que debes ayudar a tu madre,
hazlo... No quiero verte tan infeliz. Nos
estamos consumiendo.
-No pienso tomar ninguna decisión
sin ti.
-Hazlo -le dijo Sonia llorando, la
cabeza apoyada en el pecho de su
marido-. Adelante. La vida cambia, a mí
me cuesta mucho aceptarlo... En el
fondo, pienso que voy a acabar
perdiéndote, pero quizás sea egoísmo
mío, no sé... Lo que sé es que no
podemos seguir así.
«Era mi Rajiv -diría Sonia-, nos
queríamos, y si pensaba que debía
ofrecer su ayuda a su madre, yo me
plegaría ante esas fuerzas que ya eran
demasiado poderosas para que yo las
pudiera combatir, e iría con él allá
donde le llevasen.»
Sonia demostró, una vez más, que su
amor por su marido le importaba más
que cualquier otra consideración. ¿No
era la lealtad la esencia misma del
amor? ¿No le había seguido siempre?
¿No había dejado su familia y su país
por él? ¿No se había convertido en una
impecable nuera india por él? Si toda su
vida había girado en torno a él, si un día
le había prometido seguirlo al fin del
mundo, ahora tocaba cumplir con
aquella promesa. Le seguiría adonde
fuese, al infierno de la política si fuese
necesario. Aunque ambos acabasen
ardiendo en sus llamas.
Después de cuatro larguísimas y muy
intensas visitas del tío T.N. Kaul, Rajiv
acabó diciendo:
- ... Si mamá quiere que la ayude, lo
haré.
Kaul suspiró.
-Es una decisión juiciosa -dijo-.
Estamos seguros de que puedes ganar
las
elecciones
de
Amethi,
la
circunscripción de tu hermano, lo que te
dará la legitimidad necesaria para
trabajar junto a tu madre.
-Pero no quiero formar parte del
gobierno, ésa es mi condición. Sólo
estoy dispuesto a trabajar dentro del
partido, porque me doy cuenta de que
hay un vacío y no veo a nadie que pueda
colmarlo.
-Lo importante es que ganes tu
escaño por Amethi.
-¿Y si pierdo?
-Dejas el campo abierto a Maneka y
a los seguidores de Sanjay, y eso es muy
peligroso, date cuenta.
-Maneka no tiene veinticinco años,
la edad reglamentaria para ser diputada
del Parlamento.
-Pero la tendrá en las próximas
elecciones. No puede haber dos
herederos distintos de Sanjay Gandhi.
De ahí la prisa para que aceptes. Y es
fundamental que ganes Amethi.
Hubo un silencio. El rostro de Rajiv
había envejecido. Casi en voz baja,
añadió:
- ... Hay un sentido de inevitabilidad
en todo esto, ¿no?
-Cuando tu madre fue a ayudar a tu
abuelo -le dijo Kaul-, tampoco formó
parte del gobierno -hizo una pausa,
consciente del ingente sacrificio que
esta decisión exigía de la familia-. ¿Qué
dice Sonia?
-No hubiera tomado la decisión sin
ella. Intentaré compaginar mi carrera de
piloto con la política, mientras pueda.
Luego veremos lo que pasa.
-Es una solución sensata -concluyó
Kaul.
Después
de
tanta
angustia
acumulada, la decisión fue una especie
de liberación, pero sin alegría. Como
siempre en la historia familiar de los
Nehru, lo que había triunfado había sido
el sentido del deber por encima de las
demás consideraciones. Sonia se
encerró en su cuarto y no salió en cuatro
días. Sus hijos no conseguían
consolarla. Decían que se pasaba el
tiempo llorando.
Cuando emergió de aquel pozo de
sufrimiento, estaba demacrada y en los
huesos. Durante los días siguientes,
apenas comió y dejó de vestirse de la
manera elegante y coqueta con la que
solía hacerlo.
29
Rajiv acabó cumpliendo su viejo
sueño y aprobó los exámenes para
obtener el título de comandante del
Boeing 737, pero el placer de surcar los
cielos en aviones a reacción iba a durar
muy poco. El plazo para presentarse por
la circunscripción de Amethi, la que se
preparaba a heredar de su hermano, se
acercaba inexorablemente. La ley de
incompatibilidades impedía que Rajiv
tuviese un empleo público (Indian
Airlines era una compañía del Estado) y
al mismo tiempo se presentase a
diputado. Como estaba claro que a partir
de aquí no podría compaginar su carrera
con la política, no le quedó más remedio
que hacer de la política su carrera. Así
que un día caluroso de mayo de 1981
tomó su decisión. Llegó a casa después
de haber pasado el día volando, se quitó
la corbata, la chaqueta y los pantalones
de uniforme, se vistió con una kurta
blanca, el «uniforme de los políticos», y
se fue a las oficinas centrales de la
aerolínea a entregar su acreditación de
piloto ya despedirse de sus colegas y
sus jefes. Sonia le vio marcharse con el
corazón encogido. Era el adiós
definitivo a la vida que él había elegido,
en Inglaterra, cuando buscaba la manera
de ganarse la vida para casarse porque
estaba loco por ella.
Como era previsible, la vida del
matrimonio cambió a partir de aquel día.
Ya no podían dejarse ver los sábados
por la noche en Casa Medici, el
restaurante italiano del lujoso Hotel Taj,
o en el Orient Express, en el nuevo hotel
Taj Palace. Cambiaron desde los
horarios hasta la manera de vestir. Rajiv
usaba kurtas porque le habían sugerido
que sería bueno dar una imagen más
«india», y no tan europea. Así que se
despidió para siempre de los tejanos
que llevaba cuando no iba de uniforme,
dijo adiós a los zapatos italianos que
Sonia le compraba cuando estaban de
vacaciones, y se calzó con sandalias,
aunque conservó sus gafas de sol RayBan, ovaladas y de montura metálica,
que estaban de moda en aquellos días.
La verdad es que la ropa india era más
agradable de llevar y resultaba más
apropiada para ese calor despiadado
que la occidental. Las kurtas de algodón
crudo se ponían sobre pantalones tipo
pijama o chowridars, esos pantalones
anchos en la cadera y que se van
estrechando hasta acabar en pliegues
sobre el tobillo. Llevaba también el
gorro típico de los miembros del
Congress, y a Indira le parecía que con
la edad era clavado a su padre, a Firoz.
Una vez que Rajiv hubo tomado la
decisión, ya no volvió la vista atrás. Si
el destino le ponía en ese trance, mejor
sacar provecho y hacerlo bien, lo mejor
posible. Los antiguos ideales de los que
su abuelo hablaba en la mesa cuando
eran adolescentes -la lucha contra la
pobreza, a favor de la igualdad, la
aconfesionalidad, etc.-, esos principios
que había heredado su madre, los hizo
suyos también. Él no se lanzaba al ruedo
para acumular riqueza o poder, porque
nunca le habían atraído. Carecía de
ambición personal, pero tenía ideas para
la India. Si ahora podía aportar su grano
de arena a la vida de la nación, mejor
era hacerlo bien informado.
Pero le costaba desprenderse de su
mundo, que era el de la tecnología, el de
los hechos probados, de las cosas
concretas que se rigen por leyes
conocidas y comprobables. Un avión
vuela porque el aire sustenta sus alas.
¿Qué sustenta el éxito de un político?
Eran muchas las respuestas posibles,
muchas las variables, pero ninguna
certeza, excepto en su caso: tenía un
apellido que era una marca reconocible.
Los intelectuales y los adversarios de
Indira se lo echaron en cara: «la única
calificación que posee Rajiv son sus
genes». Las clases privilegiadas estaban
desconcertadas por lo que consideraban
un nuevo acto de nepotismo por parte de
Indira. Pero la «gran masa de humanidad
india» lo veía a su manera, bajo el
prisma de la tradición, según la cual los
hijos siguen las vocaciones de sus
progenitores. Durante siglos, en las
aldeas y en las ciudades de la India,
maestros
artesanos,
músicos,
escribanos, cocineros, palafreneros,
curanderos, arquitectos y políticos
transmitían a sus vástagos los secretos
de su profesión. Al atraer a Rajiv a la
vida
política,
Indira
y
sus
correligionarios del partido no hicieron
más que seguir una tradición bien
establecida.
Durante su primera campaña, Rajiv
tuvo que hacer un gran esfuerzo para
luchar contra su propia timidez. Para
alguien tan celoso de su privacidad, ser
constantemente el foco de atención y
enfrentarse a las preguntas de los
medios de comunicación era difícil de
soportar. «La política nunca ha sido lo
mío -declaró un día a un periodista que
le preguntaba por qué se presentaba-.
Me presento porque de alguna manera
tenía que ayudar a mi madre... » Su
candidez lo convirtió en objeto de
escarnio, y pronto aprendió a medir sus
palabras, a dar siempre respuestas
claras que no pudieran prestarse a
malentendidos o a interpretaciones
sesgadas.
Hablar en público sin notas tampoco
era fácil, porque había que encontrar la
manera no sólo de decir lo que quería,
sino de conectar con los que venían a
escucharle. Los mítines tenían lugar en
la plaza del pueblo y los organizadores
no siempre disponían de medios para
colocar un toldo que los resguardase del
calor. La mayoría de las veces, Rajiv se
encontraba frente a una multitud de un
millar de personas a pleno sol. Muchos
estaban sentados sobre esterillas en el
suelo, la mayoría de pie al fondo, y
todos venían a tener el darshan de un
hombre que ya formaba parte del elenco
de personajes de la mitología de la
India. Había muchos campesinos pobres,
porque Amethi era una zona muy
atrasada del estado de Uttar Pradesh.
Pero también había tenderos, obreros,
notables del pueblo, empresarios sijs
cuyos turbantes destacaban entre la
multitud, muchos jóvenes desocupados,
enjambres de niños, algunos con el
uniforme raído inspirado en los
uniformes de las escuelas inglesas,
mujeres musulmanas con el rostro
cubierto, campesinas hindúes con saris
multicolores... Estaban todos muy
apretados a pesar de los más de 40
grados de calor. Olía a sudor, a flores, a
polvo y al humo de los bidis, esos
cigarrillos hechos a base de picadura de
tabaco que se conocen como los
«cigarrillos de los pobres». Antes de
hablar, Rajiv se quitaba las guirnaldas
de clavelinas anaranjadas que habían
desteñido sobre la blancura de su kurta y
las colocaba sobre una mesa o se las
entregaba a un ayudante. Tenía un estilo
muy distinto al de su hermano. Ni era
grandilocuente ni arengaba a la multitud.
Al contrario, su humildad y su
curiosidad le empujaban a hacer muchas
preguntas. En sus constantes viajes,
metido en la cabina del avión, Rajiv
había soñado con un país más justo, más
próspero, más moderno, más humano.
Ahora, a ras de suelo, la realidad se
veía de otra manera: el atraso era
tremendo; la falta de recursos,
desesperante, y la pobreza, extrema.
¿Cómo era posible? ¿Dónde fallaba el
sistema? En los momentos de descanso,
sacaba de una bolsa negra un invento
plateado que causaba admiración:
-Es un invento revolucionario -dijo
Rajiv-. Un día será tan popular como
una calculadora o una máquina de
escribir, ya veréis.
-¿Para qué sirve? -le preguntó un
joven miembro del partido.
-Para muchas cosas. Yo lo quiero
usar para tener una base de datos y hacer
el seguimiento de las mejoras que vamos
a impulsar aquí en Amethi.
Era un ordenador portátil, uno de los
primeros que se vieron en la India. El
método de Rajiv consistía en identificar
las carencias para luego saber dónde
podría intervenir para subsanarlas.
Algunos problemas eran obvios, como
la falta de carreteras, que obligaba a la
pequeña caravana electoral a caminar, a
veces durante una hora o más, por
estrechos caminos de tierra entre
campos
labrados
por
bueyes
descarnados, para acceder a las
pequeñas aldeas. La mayoría de las
viviendas eran chozas de adobe que los
campesinos tenían que levantar de nuevo
después de cada temporada de lluvias.
Esas aldeas no disponían de ningún tipo
de comunicación con el exterior. « ¡Si
por lo menos se les pudiera poner un
teléfono conectado vía satélite!», se
decía Rajiv. Sin embargo, había una luz
de esperanza: cuando a los más pobres
les preguntaba qué es lo que más
necesitaban, nunca pedían comida, o
dinero, o una choza donde alojarse, o
que hubiera un pozo de agua potable en
la
aldea
-todas
necesidades
apremiantes-. Los más pobres querían
sobre todo escuelas para sus hijos. En
primer
lugar
educación
e,
inmediatamente después, dispensarios
médicos.
Como era de esperar, Rajiv ganó por
un amplio margen. Sonia fue la primera
en felicitarlo. Se fundieron en un abrazo.
Ese triunfo daba a su marido un
espaldarazo muy necesario, y Sonia lo
adivinó en la expresión de su rostro, de
pronto más relajada y confiada. Era la
justificación a muchos meses de
tormento. Sonia sintió que a Rajiv
empezaba a gustarle la experiencia,
aunque ella echaba de menos el pasado:
«Antes, nuestro mundo era reconocible,
íntimo -contaría Sonia-. Había días de
actividad concentrada y luego largos
periodos de ocio. Ahora era al revés.
Nuestra vida se llenó de gente, cientos
cada día, políticos, trabajadores del
partido, todos presionando con sus
exigencias y sus problemas urgentes. El
tiempo dejó de ser flexible y la hora que
Rajiv pasaba con nosotros era cada vez
más valiosa.»
A lo que Rajiv seguía sin
acostumbrarse era al asedio de los
medios de comunicación. Respondía con
vacilaciones e interrupciones. «Vosotros
los periodistas os abalanzáis sobre los
políticos como tigres», soltó una vez,
agobiado. Pero a la vez sentía que
empezaba a ser apreciado por un
número cada vez mayor de gente. El
contraste con la personalidad de su
hermano resultaba tan refrescante que le
hacía ganar adeptos. Si Sanjay había
dejado el recuerdo de un individuo
abrasivo, despiadado y vulgar en la
ostentación del poder, Rajiv era todo lo
contrario: un hombre suave y de
modales impecables, un conciliador nato
que utilizaba el sentido común para
dirimir conflictos, y sobre todo un
hombre sin contactos extraños ni
asociaciones sospechosas. «Quiero
atraer un nuevo tipo de gente a la
política -declaró al Sunday Times-,
inteligente, jóvenes occidentalizados sin
ideas feudales, que quieran hacer
prosperar la India más que prosperar
ellos.» Mostraba siempre su verdadero
rostro, el de un hombre honrado, amable
y de buen corazón. Pronto le llamarían
Mr. Clean. Por si fuera poco, tenía una
familia bonita y fotogénica, aunque
Sonia era mucho más reacia que él a
dejarse fotografiar y aún menos a dar
entrevistas. Su temor y odio hacia la
prensa y los medios de comunicación se
habían convertido en una constante en su
vida.
Rajiv juró su cargo de diputado tres
días antes de cumplir treinta y siete
años, declarándose abiertamente a favor
de la modernización, de la libertad de
empresa y de abrir el país a las
inversiones extranjeras. Chorreaba
sudor bajo la misma bóveda que había
devuelto el eco de los discursos de su
abuelo y de su madre. Probablemente
Nehru se hubiera sentido desconcertado
al ver a su nieto en esa enorme sala
como un representante más del pueblo.
Pero también contento al comprobar
que, como él, Rajiv creía que la
solución a muchos de los males de la
India radicaba en la ciencia y en la
tecnología debidamente aplicadas.
Indira volvió a sonreír. Sintió que su
hijo, que asumía el papel de consejero
personal con sorprendente eficacia, era
la persona idónea para encargarse de un
ambicioso proyecto en el que el
gobierno
se
había
embarcado,
consciente de la necesidad de mejorar la
imagen del país. Se trataba de organizar
los Juegos Asiáticos, que debían tener
lugar en Delhi dos años después. El
proyecto contemplaba la construcción de
hoteles, autopistas, varios estadios y un
barrio para alojar a los atletas. Se
aprovecharía la iniciativa para ampliar
la cobertura de la señal de la televisión
en color, que sólo se podía captar en el
centro de las grandes ciudades. Llevar a
buen fin el proyecto requería una mente
con capacidad de organización,
emprendedora e imaginativa. Indira
sintió que para su hijo era un desafío
que, si salía bien, mejoraría su imagen y
le serviría de lanzadera en la política
nacional. De pronto Rajiv se encontró
coordinando arquitectos, constructores y
financieros, y supervisando un enorme
presupuesto.
Sonia no tenía ambición alguna de
hacerse un hueco en la vida pública -ese
que Maneka deseaba tanto-, ya fuese de
voluntaria en asuntos humanitarios o de
anfitriona de personalidades. Se
contentaba con su posición a la sombra
de su suegra y se afanaba en que
funcionase de la manera más eficaz
posible la casa de la primera ministra.
En aquellos días, Sonia llegó a estar
más próxima a Indira de lo que lo había
estado jamás. «Sabiendo lo profundas
que eran sus heridas, Rajiv y yo nos
volvimos aún más protectores con ella.»
Su suegra estaba profundamente
agradecida de tenerlos cerca. Hablaba
con mucho cariño y reconocimiento de
la manera en que Rajiv «se había
ofrecido para encargarse de algunas de
sus responsabilidades relativas al
trabajo en el partido». Cuando terminó
el periodo de luto de un año, en el que
Indira sólo había llevado saris blancos,
negros o de color crema, Sonia le
escogió un precioso sari color oro con
bordados al estilo de Cachemira para la
inauguración de
una
importante
conferencia de países asiáticos.
-Mira, este sari hace juego con la
decoración de la sala donde se va a
celebrar la conferencia... ¿Te gusta?
-Me encanta -dijo Indira- ... es
perfecto para los que sigan el evento
desde sus televisores en color.
Al verla envuelta de nuevo en saris
coloridos, su amiga Pupul le dijo:
-Me alegro de que lo vayas
superando.
Indira puso una expresión de
gravedad y no le contestó. Pero al día
siguiente le mandó una carta: «Has
dejado caer una frase sobre que podría
estar superando mi dolor. Uno puede
superar el odio, la envidia, la codicia y
tantas otras emociones negativas y
autodestructivas. Pero el dolor es algo
distinto. No se puede olvidar ni superar.
Hay que aprender a vivir con él,
integrarlo en el propio ser y hacerlo
parte de la vida.»
30
La nota discordante la puso Maneka,
que veía disgustada cómo la herencia de
su marido le era arrebatada por el
hermano, aunque sabía perfectamente
que ella no podía haberse presentado
por no tener la edad mínima requerida.
Siempre había sentido un profundo
desprecio hacia Rajiv, y ahora se puso a
hacer declaraciones a la prensa
tildándole de «indolente cuñado,
incapaz de levantarse de la cama antes
de las diez». Implícita iba la idea de que
ella, heredera del apellido Gandhi y
madre del único hijo de Sanjay, era la
más idónea para suceder un día a Indira
en la cúspide del poder. « ¿Cómo puede
Rajiv asumir el manto de su hermano si
nunca le ha gustado la política y está
casado con una italiana?», decía
públicamente. Maneka fue la primera en
utilizar los orígenes extranjeros de
Sonia contra la familia. Rajiv e Indira,
que inmediatamente olfatearon el
peligro, le pidieron que terminase los
trámites para adquirir la nacionalidad
india, a la que tenía derecho por
matrimonio. Tenía que haberlo hecho
hace tiempo pero siempre lo posponía
por pura pereza. En su ingenuidad, Sonia
había creído que bastaba con sentirse
india y cumplir con las costumbres y los
ritos de la sociedad para ser india. Ya
había relegado sus faldas, sus
pantalones entallados, sus tejanos, sus
camisas sin mangas y sus trajes
escotados a la oscuridad de los
armarios. Sólo se vestía de europea
cuando iba a visitar a su familia a Italia.
En la India, sólo usaba saris o la versión
musulmana del traje nacional indio, los
salwar kamiz, pantalones anchos de
algodón o seda cubiertos por una
camisola con muchos botones. Pero eso
no bastaba, ahora necesitaba la sanción
oficial, la nacionalidad, el pasaporte.
De modo que una mañana se fue al
ministerio del Interior y pasó varias
horas
rellenando
papeles
y
respondiendo
a
preguntas
de
funcionarios corteses. Unas semanas
más tarde recibió una carta: «Por la
presente, el gobierno de la India
concede a Sonia Gandhi, nacida Maino,
su certificado de naturalización y
declara que la susodicha tiene derecho a
todos los privilegios, deberes y
responsabilidades de un ciudadano
indio... » A continuación, entre los
papeles que acompañaban el pasaporte,
estaba el número y la dirección de la
oficina
electoral
donde
le
correspondería votar.
Lo único que Maneka consiguió con
sus declaraciones insensatas fue irritar
aún más a su suegra. Cuando la joven le
mostró un primer ejemplar del libro que
había diseñado sobre su difunto esposo,
Indira puso el grito en el cielo, alegando
que parte del texto y de los pies de foto
eran perniciosos y distorsionaban la
verdad. Así no podía publicarse.
-¡Pero si está prevista su
presentación para dentro de tres días!
-Tenías que haberme enseñado la
maqueta final antes, no en el último
momento. Tendrás que posponer la
presentación para cuando los cambios
estén introducidos.
-No puedo, ya está todo organizado.
-No permitiré que salga el libro tal y
como está ahora.
Maneka, rabiosa, salió de la
habitación dando un portazo.
-¡¡Maneka!! -gritó Indira-. ¡Ven aquí
inmediatamente! La joven regresó. Esta
vez, no parecía un chucho asustado.
Tenía la actitud desafiante de una
adolescente rebelde. Sostuvo la mirada
de su suegra.
-Las cosas no pueden seguir así,
Maneka. No puedo consentir tus
tonterías con la prensa ni que publiques
lo que te parezca sobre la familia.
Maneka dudaba entre responder o
aguantar la regañina. Indira lanzó un
farol, intuyendo que su nuera se
amedrentaría:
-Si quieres irte de esta casa, tú
misma -le dijo con firmeza. Maneka
vacilaba ante la tentación de usar la
única arma que podía asestar un golpe
letal a Indira: arrebatarle a su nieto.
Indira prosiguió:
-Si sigues así, nuestra relación en el
futuro será como si no te hubiera
conocido nunca. Tú eliges: eso, o seguir
siendo amigas.
Maneka apretó los puños y se
mordió la lengua, tal vez no era el
momento de prescindir de esa relación
tan prestigiosa. Bajó la mirada:
-Está bien, retrasaré el lanzamiento
del libro, cambiaré los pies de foto.
Indira
respiró
aliviada.
Era
consciente de haber ganado una batalla,
pero segura de que no sería la última.
Por el momento, se había evitado la
crisis.
Peleona y persistente, Maneka se
hizo experta en tensar la cuerda. Se
había convencido de dos cosas: una, que
no había lugar para ella en la estructura
de poder presidida por Indira, y dos,
que podría llegar a rivalizar con su
suegra. De modo que decidió, por un
lado, redoblar su actitud desafiante y
provocadora y, por otro, desarrollar su
propia base movilizando a los
seguidores, ahora destronados, de
Sanjay. Maneka había aceptado ir a dar
un discurso a la ciudad de Lucknow,
capital del estado de Uttar Pradesh...
frente a un grupo de disidentes del
Congress, capitaneado por un antiguo
amigo de Sanjay. Indira echaba humo:
«Me están desafiando con una mini
revuelta», le dijo a Pupul, después de
que Maneka le hubiera hecho saber que
había conseguido la adhesión de un
centenar de miembros de la asamblea
legislativa del estado de Uttar Pradesh
leales a Sanjay. Indira le mandó un
mensaje: «Si vas a Lucknow, no vuelvas
nunca a mi casa.» Maneka dio marcha
atrás y se disculpó, pero ya parecía
claro que un enfrentamiento era
inevitable. A Indira, esa «niñata»
correosa y testaruda que le hacía la vida
imposible la sacaba de quicio como no
lo conseguían sus poderosos adversarios
políticos, mucho más experimentados y
maquiavélicos.
Para intentar arreglar las cosas,
Indira se la llevó de viaje a Kenia con
Rahul y Priyanka. Pero el viaje que de
verdad le hubiera gustado hacer a
Maneka era el que hicieron Rajiv y
Sonia a Londres para la boda del
príncipe de Gales con Diana Spencer.
Indira les había mandado en nombre
suyo, para presentar en el extranjero a
quien acabaría con toda probabilidad
sucediéndola. Ése sí era un viaje con
glamour, codeándose con el poder y lo
más granado de la sociedad mundial. En
cambio a Maneka le tocaba ir con los
niños «a ver animales». Empezó
quejándose de que era la única de la
familia que carecía de pasaporte
diplomático. Casi no habló con sus
sobrinos en todo el viaje y apenas
contestaba a su suegra cuando ésta la
llamaba o procuraba animarla. En todo
momento se mantuvo apartada, con cara
mustia, porque en el fondo no quería
estar allí. Cuando, en la embajada en
Nairobi, llegó el momento de saludar a
los representantes de la numerosa
colonia india, lo hizo desganada y
fríamente, tanto que daba vergüenza
ajena. Taciturna, no se sabía muy bien si
se sentía aburrida o simplemente que
nada la interesaba. O si estaba tramando
algo. O las tres cosas a la vez.
Quien estaba tramando algo era su
madre.
Algo
explosivo.
Estaba
negociando la venta de la revista Surya
a un notorio simpatizante del RSS
(Rashtriya Swayamsevak Sangh) a
espaldas de Indira. Cuando ésta se
enteró, montó en cólera. El RSS era una
organización política hinduista de
extrema derecha con una disciplina casi
militar, que había estado involucrada en
las masacres de la Partición. Indira
siempre había considerado al RSS la
«mayor amenaza para la India» por su
carácter hinduista fanático y excluyente.
Estaba convencida de que ese partido
podía un día llevar el país a la
perdición. ¿No había sido uno de los
asesinos del Mahatma Gandhi miembro
del RSS? Esa venta, que acabó
realizándose, era una provocación en
toda regla. Aunque la propiedad era de
Maneka y de su madre, Indira era muy
consciente de que la revista había
podido ver la luz y funcionar gracias a
sus contactos y su influencia. La tensión
familiar llegó a un punto álgido. Hacía
meses que Rajiv evitaba encontrarse con
su cuñada en casa. Ahora estaba claro
que Maneka no podría seguir viviendo
allí.
Indira, que veía que el conflicto con
su nuera iba a privarla de su nieto, se
deprimió mucho. De todas las traiciones
que había vivido, sentía que ésa era la
más grave, la más dañina y la más cruel,
porque venía del interior de la familia,
territorio sagrado, y afectaba al hijo de
su hijo preferido. La inminencia de una
nueva crisis, esta vez definitiva, le
robaba la energía y la hacía sentirse
agotada. Por su nieto, hizo un último
esfuerzo. Mandó a su viejo profesor de
yoga y gurú, Dhirendra Brahmachari,
que seguía visitándola de vez en cuando,
a negociar la recompra de la revista, a
cualquier precio, a los nuevos dueños.
Pero éstos rechazaron la oferta. Indira
estaba en un callejón sin salida. Cientos
de millones de personas, el país entero,
esperaban expectante el desenlace de
esta telenovela en vivo, un reality show
antes de su época.
Indira
estaba
en
Londres,
inaugurando el Año de la India, un
esfuerzo colosal de su gobierno para
promover el intercambio cultural,
industrial y comercial entre la India y
Occidente. Había querido que Sonia
fuese con ella. A la fiesta de apertura
asistió un elenco numeroso de políticos,
científicos, personalidades del mundo
de la cultura, la aristocracia y los
medios de comunicación. Indira vivió un
momento conmovedor cuando Zubin
Mehta, que por cierto era parsi, como el
padre de Indira, dirigió la orquesta que
tocó los himnos nacionales de la India y
del Reino Unido y la audiencia se puso
en pie. Tenía un significado especial
porque era la primera vez que el himno
nacional indio era tocado en público en
Londres, la antigua capital del Imperio.
Hasta Sonia sintió escalofríos de
emoción. Indira, exquisitamente ataviada
gracias a los cuidados de su nuera,
estuvo radiante durante las diferentes
recepciones y cenas que acompañaron a
la inauguración. Tanto que hubiera sido
imposible adivinar que por dentro
estaba agitada y ansiosa. Los mensajes
que le llegaban de casa anunciaban que
Maneka estaba dispuesta a abandonar
definitivamente el hogar familiar y que
había decidido desafiarla abiertamente.
Sonia callaba, expectante, ante el
inexorable momento de la ruptura.
En efecto, Maneka había calculado
la fecha con precaución, aprovechando
que Indira y Sonia estaban de viaje, y
que Rajiv, demasiado centrado en su
tarea, no pisaba la casa para evitar
coincidir con ella. La joven no había
hecho caso a Indira y había ido a
Lucknow, donde, ante los seguidores de
su marido, pronunció un discurso
encendido, pero cuidándose de no
parecer desleal a la primera ministra. «
¡Larga vida a Indira Gandhi!», « ¡Sanjay
es inmortal!!», rezaban los carteles que
organizadores del encuentro habían
colgado por doquier. «Siempre honraré
la disciplina y la reputación de la gran
familia Nehru-Gandhi a la que
pertenezco», había concluido Maneka.
Pero esa muestra de falsa lealtad no
ablandó a Indira, que regresó de
Londres en la mañana del 28 de marzo
de 1982, decidida a hacerse respetar.
Cuando Maneka fue a saludarla, Indira
la cortó en seco:
-Hablaremos luego.
Maneka se encerró en su cuarto y
esperó largo rato, hasta que un sirviente
llamó a la puerta:
-Adelante -dijo Maneka.
El hombre apareció llevando una
bandeja con la comida.
-¿Y eso?
-La señora Gandhi me encarga
decirle que no desea que usted se una al
resto de la familia para el almuerzo.
-Llévesela. No pienso comer en mi
cuarto porque lo diga ella.
El hombre obedeció. Una hora más
tarde, regresaba:
-La señora primera ministra quisiera
verla
ahora
mismo
-dijo
obsequiosamente.
A Maneka le temblaban las piernas
al recorrer el pasillo. Había llegado la
hora de la verdad, pero no había nadie
en el salón. Tuvo que esperar unos
minutos que se hicieron eternos y en los
que volvió a comerse las uñas como
cuando era pequeña. De pronto, oyó
unos ruidos y apareció Indira fuera de
sí, caminando descalza, acompañada por
el gurú Dhirendra Brahmachari y por el
secretario Dhawan, el repeinado. Los
quería de testigos.
En circunstancias normales, Indira
hubiera lidiado este asunto con su
acostumbrada habilidad, esperando el
momento idóneo para actuar. Ahora,
quizás porque el pensamiento de
separarse de su nieto le nublaba la
razón, Indira cayó en la trampa que le
había tendido su nuera. Apenas se
entendían sus palabras. Sin embargo se
la oyó alto y claro cuando, señalándola
con el dedo, le gritó: « ¡Sal de esta casa
inmediatamente!»
-¿Por qué? -replicó Maneka con aire
inocente-. ¿Qué he hecho?
-¡He oído cada palabra del discurso
que has pronunciado!
-Tú diste el visto bueno.
Maneka alegaba que se lo había
mandado a Indira para su aprobación.
En efecto, Rajiv lo había enviado por
télex a Londres. Su madre lo había
leído, pero no había contestado. Había
decidido esperar el regreso para
pronunciarse.
-¡Te dije que no debías hablar en
Lucknow, pero has hecho tu santa
voluntad y me has desobedecido! Había
veneno en cada una de tus palabras...
¿Te crees que no me doy cuenta? ¡Vete
de aquí! ¡Vete de esta casa ahora mismo!
-chilló-. ¡Vuelve a casa de tu madre!
-No quiero ir a casa de mi madre respondió Maneka desafiante.
-Te vas a ir con ella. Ya que os
habéis confabulado con la escoria de
este país, a quienes habéis vendido la
revista que montasteis gracias a los
contactos que yo os proporcioné, no os
quiero volver a ver, ni a ti ni a tu madre.
Maneka empezó a llorar pero
añadió:
-Necesito tiempo para preparar mis
cosas.
-Has tenido todo el tiempo del
mundo. Te irás cuando se te ordene. Tus
cosas te las mandarán más tarde. ¡Tú y
tu madre sois escoria! -lanzó Indira
totalmente desatada.
Maneka fue alejándose hacia su
habitación, dando voces:
-¡No permitiré que insultes a mi
madre!
Pero Indira estaba resuelta a
expulsarla. No podía controlarse, todos
los agravios acumulados desde que
Maneka había entrado en aquella casa
estallaban como las compuertas de una
presa al reventar.
-¡Vete! ¡Lárgate ahora mismo! ¡Y no
te lleves nada de esta casa que no sea tu
ropa!
Maneka se encerró en su cuarto,
desde donde llamó a su hermana Ambika
para contarle lo sucedido, a fin de que
diese la voz a la prensa y pedirle ayuda.
El escritor Kushwant Singh se enteró de
lo que había ocurrido por una llamada
de Ambika rogándole que acudiese a
casa de la primera ministra.
Las tormentosas relaciones entre
suegra y nuera forman parte de la cultura
milenaria de la India, hasta el punto de
que muchas producciones de Bollywood
están basadas en historias que recrean
con todo lujo de detalles esos conflictos
domésticos. El que ocurrió en casa de la
más alta autoridad del país expuso a
toda la familia al escrutinio público de
una manera que los más avezados
productores de cine ni siquiera hubieran
podido imaginar.
Hacia las nueve de la noche, una
multitud de fotógrafos y periodistas,
incluyendo una representación bien
nutrida de corresponsales extranjeros, se
congregó ante la verja de entrada a la
casa.
La policía, cuyos refuerzos se habían
desplegado en los alrededores, no sabía
muy bien a quién dejar pasar y a quién
no. De modo que Ambika y el hermano
de Maneka entraron sin dificultad,
después de ocho años de ir de visita. Se
encontraron a su hermana en su cuarto,
hecha un mar de lágrimas, metiendo en
desorden todo lo que podía en unas
maletas. De pronto, cuando estaban
dilucidando cómo proceder, Indira
irrumpió en la habitación:
-¡Vete ya!... Te he dicho que no te
lleves nada.
Ambika, cuya lengua viperina era
bien conocida de Indira, intervino:
-¡No se irá! ¡Ésta es su casa!
-¡Ésta no es su casa! -gritó Indira
con ojos desorbitados-. i Ésta es la casa
de la primera ministra de la India! -y
señalando a Maneka, agregó-: No se
puede traer gente aquí sin mi permiso.
Ambika iba a hablar, pero Indira la
interrumpió.
-En todo caso, Ambika Anand, no
quiero hablar con usted.
-¡No tiene usted ningún derecho a
hablarle así a mi hermana! -lanzó
Ambika, sin intención alguna de dejarse
amedrentar-. ¡Ésta es la casa de Sanjay y
mi hermana es la mujer de Sanjay! Así
que ésta es su casa. Nadie la puede
echar.
Entonces Indira enloqueció. Lo que
no habían conseguido sus enemigos más
enconados lo consiguieron aquellas dos
hermanas. Los gritos de Indira alertaron
a Sonia, que corrió a avisar a Rajiv a su
despacho de Akbar Road. Rajiv intentó
controlar la situación, con la ayuda de
un primo que le ayudaba en sus
quehaceres políticos. Le pidieron al jefe
de seguridad, un sij alto y fornido, que
hiciera el favor de expulsar a las
hermanas de casa. El hombre, cauto
contestó:
-Señor, sólo puedo cumplir esa
orden si la recibo por escrito. Rajiv
estaba dispuesto a firmar una orden
escrita pero su primo intervino.
-No lo hagas -le dijo-. No firmes
nada que luego pueda ser utilizado por
la prensa en contra tuya o de la familia.
Os guste o no, Maneka tiene derecho a
estar en esta casa. Firmar un documento
de expulsión sólo puede traeros
problemas.
Rajiv miró al sij, que hizo un gesto
con la cabeza, en total acuerdo con lo
que el primo acababa de decir.
-No es prudente -añadió su primo.
-Está bien -dijo Rajiv, tirando la
toalla y volviendo la vista hacia el
fondo del pasillo desde donde, de
repente,
surgió
un
estruendo
ensordecedor.
Las dos hermanas, encerradas en el
cuarto de Maneka, habían puesto en el
reproductor de vídeo una película de
Bollywood a todo volumen para que
Indira, que estaba derrotada en la
habitación contigua, se diese por
enterada de que ellas harían lo que
quisiesen. Mientras, planearon su
estrategia y la hora exacta a la que
saldrían. El secretario Dhawan y el gurú
Dhirendra Brahmachari tuvieron que
hacer de mensajeros. Cada vez que
entraba Dhawan para rogarles que se
fueran, ellas le hacían una nueva
petición. Primero pidieron la cena, que
les fue servida en la habitación. Luego
le dijeron que los perros también
necesitaban comer, y el secretario
mandó alimentarlos con la mala suerte
de que Sheba, el lebrel irlandés de
Maneka, excitado por el ambiente de
hostilidad que había en casa, le mordió
levemente en el brazo.
Así estuvieron un par de horas, hasta
que las hermanas mandaron sacar sus
baúles, maletas y paquetes. Cuando ellas
ya estaban afuera, llegó de nuevo
Dhawan, esta vez acompañado por el
gurú:
-Lo siento, pero tenemos órdenes de
registrar sus pertenencias.
-Muy bien -dijo Maneka-, si vais a
registrarme, que sea aquí fuera, para que
lo vea todo el mundo. Y empezó a abrir
los baúles deliberadamente, sacando
ropa, zapatos, libros...
De pronto, el crepitar de los flashes
de los fotógrafos, desde la valla,
iluminó la noche como unos pequeños
fuegos artificiales. Indira apareció en el
umbral, y le dijo a su secretario que no
insistiese en lo del registro. Se había
dado cuenta de que su nuera le había
ganado la partida y empezó a ceder.
Maneka no había hecho sino aplicar una
lección de su suegra: «Deja que los
enemigos hagan lo que quieran contra ti,
pero siempre a la luz pública, para que
muestren su peor cara.» Cuando el
lamentable espectáculo del registro
llegó a su fin, Maneka y su hermana
volvieron a su cuarto, exigiendo que
fuesen enviados por adelantado sus
pertenencias y sus perros a su nuevo
domicilio. La última de las condiciones
fue que no se irían sin el pequeño Firoz
Varun.
En esa noche desastrosa, la peor
equivocación de Indira fue la de intentar
quedarse con su nieto de dos años.
Antes de la pelea había dado orden de
que lo llevasen a su cuarto. Había
pasado el día con unas décimas de
fiebre. Cuando los sirvientes fueron a
por él, Indira se negó a entregarlo.
-Mi nieto se queda conmigo -dijo en
un ataque de obcecación irracional.
Maneka le hizo saber que si no le
entregaba al pequeño, haría una sentada
en la puerta de la casa hasta conseguirlo.
Muy hábilmente, la joven viuda se
disponía a explotar su papel de víctima
usando el arma del Mahatma Gandhi, la
desobediencia civil. La lucha de Indira
era a la desesperada. Hizo venir a P.C.
Alexander, su principal secretario
oficial, que al ser despertado en plena
noche pensó que había estallado algún
conflicto internacional. «Nunca la vi tan
afligida, tan preocupada, tan ansiosa, tan
tensa como aquella noche -diría el
hombre-. Su rostro reflejaba una
angustia indescriptible.»
-Madam -le dijo Alexander-, ha
tenido usted que enfrentarse a tantas
crisis en su vida, a tantas batallas
políticas, a la muerte de su hijo. ¿Por
qué se pone usted así ahora?
-Alexander, esta chica quiere
quitarme a Firoz Varun. Tú conoces mi
relación con el hijo de Sanjay. Es mi
nieto. Me lo quieren quitar.
Indira seguía fuera de sus casillas.
El sufrimiento que le producía la
pérdida de su nieto le nublaba el juicio.
No había manera de hacerla entrar en
razón, de convencerla de que el derecho
estaba de parte de su nuera. Por muy
primera ministra que fuese, no podía
nada contra el hecho de que Maneka era
la madre del pequeño. ¿No reinaba en la
India la rule of law el estado de
derecho? Los abogados que hizo venir
en mitad de la noche para ver cómo
quedarse con el niño estaban de acuerdo
en que no había nada que hacer.
-Señora -zanjó por fin uno de sus
abogados-, si usted se queda con el
niño, su nuera presentará una denuncia y
estará usted obligada a entregárselo a la
policía, que a su vez lo devolverá a su
madre. Le sugiero que se ahorre todo
ese lío.
La batalla estaba perdida. Indira fue
a su cuarto, y se quedó mirando al niño,
que dormía en la cuna con una
respiración acompasada y bien audible.
La mujer era un mar de lágrimas. Rara
vez en su vida la vieron llorar tanto, tan
deshecha. Para ella, eso era como la
segunda muerte de su hijo. Cuando la
cuidadora fue a llevarse al niño, Indira
le hizo un gesto con la mano, lo sacó de
la cuna y lo estrechó en sus brazos,
largamente, consciente de que era la
última vez que lo vería. Luego se lo
entregó, rota por dentro, limpiándose las
lágrimas del rostro con el extremo de su
sari.
Eran más de las once de la noche
cuando
Maneka,
llevando
al
desconcertado y semidespierto Firoz
Varun en brazos, salió por fin de casa y
se metió en un coche acompañada de su
hermana. Una explosión de flashes
iluminó toda la secuencia de su partida.
Unas fotos conformes a la imagen que
ella quería dar, la de una nuera leal
tratada cruelmente por su poderosa y
autoritaria suegra. «Maneka saludando a
los periodistas desde el coche», rezaba
el pie de foto que salió a la mañana
siguiente en todos los periódicos de la
India y parte del extranjero. El diario
Indian Express publicó un artículo
comparando los esfuerzos de la primera
ministra por expulsar a Maneka con el
acto de «matar a una avispa a
hachazos». Indira había perdido y lo
sabía.
A Sonia se le partía el alma de verla
tan hundida. También ella sufrió con
aquel desenlace, aunque lo veía venir,
quizás con más lucidez que la propia
Indira. Sufrió porque se había ocupado
mucho del pequeño, desde su
nacimiento. Había sido una segunda
madre para él. La llegada al mundo del
pequeño evocaba recuerdos de una
felicidad familiar reencontrada después
de los sobresaltos de la Emergency. La
armonía había durado poco, sólo hasta
la muerte de Sanjay, pero había dejado
una honda impresión en todos los
miembros de la familia. Priyanka y
Rahul también se habían acostumbrado a
la presencia de ese primito, tan cercano
que lo consideraban más bien un
hermano. Durante los días siguientes, a
todo el que llegaba a verla, Indira le
decía: « ¿Sabes? Maneka y Firoz Varun
se han ido de casa», como si hubiese
sido la decisión consensuada de dos
adultos. Todo el país sabía con pelos y
señales lo que había sucedido.
31
Pintar. Concentrarse en cada
pincelada, sin que tiemble el pulso.
Mezclar y volver a mezclar la pintura en
la paleta, buscar el tono correcto, el
color justo. Quitarse las gafas y volver a
ponérselas. Avanzar despacio, pasito a
pasito. Rascar con la espátula, alisar,
limpiar, manchar de color, volver a
empezar... Para Sonia, sus cursos de
restauración de pinturas antiguas al óleo
en el Museo Nacional eran como una
terapia que le permitía olvidarse durante
unas horas del trajín de su hogar. Esos
momentos robados le proporcionaban
una intensa e íntima satisfacción y ahora
estaba segura de que ésa hubiera sido su
vocación real si la vida no la hubiera
llevado por otro derrotero. Era una
actividad que le permitía desarrollar su
potencial, su carácter de mujer
perfeccionista a la que le gustaba
arreglar, rehabilitar, remendar. Para
restaurar tenía que hacerse invisible. No
se trataba de inventar, sino de interpretar
la intención del artista original. No era
para rebeldes que acabasen imponiendo
su criterio. Era para personalidades
como la suya, maleables, poco amantes
de la confrontación y más bien dóciles,
que terminaban siempre adaptándose de
la mejor manera y sacando el mejor
partido a lo que había. Ahora podía
dedicarse a su afición porque su hogar
volvió a ser un remanso de paz, como
antes de que Maneka entrase a vivir en
ella. Y esa paz ayudó a Indira a
calmarse, poco a poco, rodeada del
afecto de los nietos que le quedaban y
con la seguridad de que Sonia se
encargaba de la casa, lo que implicaba,
por ejemplo, organizar una cena para
Mitterrand y su séquito, o una recepción
para dirigentes musulmanes a mediodía
y otra para jefes del partido por la tarde.
Sonia procuraba siempre ajustar sus
horarios y sus compromisos para
coincidir con los ratos libres de Rajiv y
de su suegra. Sentía que ambos, quizás
para contrarrestar la aspereza de la vida
política y para curarse de la conmoción
que supuso la lucha con Maneka,
necesitaban ahora más que nunca la
estabilidad, la intimidad y las relaciones
directas y francas que encontraban en el
universo familiar. Entre las cuatro
paredes del hogar, ni Rajiv ni Indira
tenían que medir sus palabras, ni
preocuparse de lo que decían o a quién
se lo decían. Sonia les custodiaba un
santuario para que se protegiesen del
barullo de la política. Para que
disfrutasen del reposo del guerrero.
«Estaba dedicada a mi marido con un
amor incondicional», diría. Lo mismo
hubiera podido decir de Indira. Rajiv le
estaba profundamente agradecido de que
hubiera aceptado dar el paso y cambiar
de vida, y se lo hizo saber: «Corno dice
la tradición hindú, un hombre es sólo
media persona y su mujer es la otra
media. Contigo, me siento exactamente
así», le dejó escrito un día en una nota
antes de irse a trabajar.
En aquella época Nadia, la hermana
pequeña de Sonia, fue a vivir a Nueva
Delhi con su marido, diplomático
español. Era una chica de rasgos finos,
morena, con una innegable distinción
natural. Era introvertida, le gustaba leer
y la influencia de su marido le hizo
aficionarse por la literatura española. Su
ambición era hacerse traductora de
italiano a español. Ahora estaba
demasiado ocupada con sus hijas
pequeñas, pero lo dejaba para el
futuro... Para Sonia, era maravilloso
tenerla tan cerca, poder organizar
salidas de fin de semana con los niños
de ambos matrimonios o asistir a cenas
de amigos, donde se juntaban indios
cosmopolitas y europeos residentes en
la ciudad. Nadia y su marido tenían una
vida social mucho más intensa que la de
Rajiv y Sonia, porque ellos formaban
parte del circuito diplomático en la
capital de la India. Comidas, cócteles,
recepciones,
inauguraciones
de
exposiciones, presentaciones de libros,
conciertos, partidos de polo, etc., se les
veía participando en muchos actos y
nada hacía presagiar las diferencias que
estaban surgiendo en el matrimonio. A
Sonia le llegaron algunos rumores, pero
como su hermana no le había dicho
nada, les quitó importancia. Estaría loca
si se fiara de la rumorología local.
Pero un día Nadia fue a verla a una
hora temprana, mientras terminaba de
arreglarse.
-¿Qué tal me queda? -preguntó
Sonia, aludiendo al sari que llevaba.
-Estás guapísima -le dijo su hermana
con voz apagada.
-Aquí sólo uso saris, nos atacan con
eso de que soy italiana, ¿sabes? La
verdad es que me siento igual de
cómoda de cualquiera de las maneras,
de europea o de oriental.
-Puedes pasar perfectamente por una
india, si no fuese porque tus joyas son
discretas, al contrario que las de las
señoras de aquí... En cambio, si yo me
pongo un sari, parezco una turista
vestida de india.
-Una vez, la mujer de un político se
acercó a ver la cruz que llevo colgada al
cuello y me preguntó que por qué
llevaba una cadenita tan fina cuando se
puede llevar un cadenote más visible...
Aquí se valora la ostentación, fíjate, en
un país con tanta pobreza...
Sonia sonrió al recordar la escena, y
cuando se dio la vuelta, después de
colocarse el sari, se encontró a su
hermana llorando.
-Pero ¿qué te pasa?
Nadia no se atrevía a decir nada.
Balbuceaba. Sonia tuvo que usar toda su
habilidad para sonsacarle lo que le
ocurría. Su marido la engañaba. Se
había corrido la voz en el mundillo de
Nueva Delhi, lo que añadía humillación
al dolor.
«
¿Cómo
puede
ser
tan
irresponsable?», se preguntó Sonia,
furiosa.
El diplomático había resultado algo
frívolo. Ni siquiera se esforzaba en
disimular sus líos. El más reciente, el
que había tenido con una diplomática de
la embajada danesa, hizo que Nadia se
viniese abajo.
-Me ha prometido que va a romper,
pero no sé si creerle. Para Sonia, fue un
golpe verla así. Le pidió que tuviera
paciencia, que le diese una nueva
oportunidad, si es que se lo había
prometido. Se había acostumbrado a
tenerlos en Nueva Delhi y le daba pena
que tuvieran que marcharse. Ojalá se
arreglase la situación con su marido.
Decididamente, no todos eran como
Rajiv. Al cuñado español empezó a
cogerle manía.
Como el de Nadia con su marido, la
vida está hecha de pequeños desgarros.
A principios de 1982, la familia vivió la
separación de Rahul. Siguiendo la
costumbre heredada de los ingleses, fue
enviado a un internado que se
encontraba en las estribaciones del
Himalaya. Había sido fundado por un
profesor inglés que se había quedado de
director después de la independencia.
Doon School era una institución de
excelente reputación, creada a imagen y
semejanza de los colegios británicos,
donde los hijos y nietos de las clases
privilegiadas cursaban sus estudios. Al
principio, Sonia se había opuesto a la
idea. Separarse de su hijo a los once
años no forma parte de la tradición
italiana, aunque Rajiv le recordó que sus
propios padres la habían mandado
interna a la escuela de monjas de
Giaveno.
-Ya, pero eso estaba a veinte
kilómetros de casa.
Doon School estaba a siete horas de
Delhi, lo que, a escala de la India, era
una distancia corta. Aun así, fue duro
separarse del niño. Era el mismo
sufrimiento que habían padecido el
bisabuelo Motilal y el abuelo Nehru. En
la época, las familias pudientes
mandaban a sus vástagos a Inglaterra al
cumplir los siete años. Rajiv estaba tan
convencido como su bisabuelo de que
separarse de su hijo, por muy doloroso
que fuese, era una experiencia que
ayudaría al niño a crecer, a ser más
fuerte e independiente. Lo que le
preocupaba, tanto como a Sonia, era que
Rahul fuese lo suficientemente maduro
como para sobrellevar los ataques y el
ensañamiento de sus compañeros. Ya
habían tenido que lidiar con ese tipo de
problemas cuando iban a la escuela en
Delhi y tanto Rahul como Priyanka eran
víctimas de las pullas de algunos niños
que se mofaban de la familia. Sólo que
entonces los padres estaban cerca para
ofrecerles su apoyo. « ¿Si se meten con
ellos allá lejos, quien les consolará?»,
se preguntaba Sonia, inquieta. «A veces
dirán todo tipo de disparates en los
periódicos sobre la abuela, sobre mamá
o sobre mí -escribió Rajiv a su hijo para
darle seguridad-, pero no debes
preocuparte. Quizás te encuentres con
algunos chicos en el colegio que lo
utilicen para meterse contigo, pero
descubrirás que la mayoría de esas
cosas no son ciertas... Tienes que
aprender
a
lidiar
con
esas
provocaciones... a no hacer caso a lo
que te pueda irritar, a no dejar que te
afecte.»
De lo que se enteraba el niño por los
periódicos era de los numerosos viajes
que efectuaban sus padres. En aquella
época, Indira viajaba mucho, y siempre
que podía iba acompañada de su hijo y
de Sonia. Juntos fueron a Nueva York,
donde Indira vivió la alegría de
reencontrarse con su vieja amiga
Dorothy Norman, que la describió así:
«Allí estaba, la mujer que lideraba una
sociedad altamente compleja de más de
setecientos millones de personas, la
mayoría pobres y enfrentados a
problemas de todo tipo; una mujer
todavía abrumada por el dolor de haber
perdido a su hijo, más triste que antes...
»
-Sí, estoy más tranquila, más triste le confirmó Indira-. ¿Pero sería justo
pedir más? La vida ha sido espléndida
conmigo, tanto en felicidad como en
dolor. ¿Cómo se puede apreciar lo uno
sin lo otro?
Dorothy recordaría a Rajiv y Sonia
con mucho cariño por la manera en que
se comportaban con ella. Vio a Indira
muy orgullosa de su hijo: «Rajiv ha
hecho un trabajo magnífico con los
Juegos Asiáticos», le contó. Los juegos,
inaugurados el 19 de noviembre de
1982, día en que Indira cumplía sesenta
y cinco años, habían sido una proeza de
organización. Seis estadios, tres hoteles
de lujo y un barrio entero con
alojamientos para los atletas se habían
levantado en un tiempo récord. La
fisonomía del sur de Delhi cambió para
siempre. Rajiv había salido bien parado
de su primera prueba, con una imagen de
líder eficaz, moderno, y de buen gestor,
aunque la prensa denunció las
condiciones de vida de los obreros, en
su mayoría inmigrantes del sur,
escuálidos hombres y mujeres de piel
oscura que fueron vilmente explotados
por la legión de intermediarios,
contratistas, jefes de obra, constructores,
fabricantes de ladrillos, de cemento y de
acero que manejaban el presupuesto. No
era tarea fácil modernizar la India. Sí, se
levantaban edificios vanguardistas, pero
lo hacía una sociedad medieval, donde
los niños trabajaban de sol a sol por una
cantidad de dinero que les era robada
por quienes los contrataban. Rajiv se
había dado cuenta de que el desafío
radicaba en cambiar esa estructura
social carcomida por la corrupción. Un
desafío inmenso, porque la sociedad
india arrastraba miles y miles de años
de vicios, de explotación de unas castas
por otras, de unas clases por otras. Si en
un presupuesto se asignaba un sueldo de
cien rupias al día a un obrero, todos
sabían que acababa cobrando treinta
rupias, en el mejor de los casos. El resto
se lo quedaba el contratista o los
intermediarios. Luego hubo un detalle
revelador de la pobreza del país. Gran
parte de los análisis de sangre
efectuados a los atletas indios indicaba
presencia de anemia. ¿Cómo pretendían
competir con japoneses, coreanos,
malayos? Por todo eso, los juegos
habían sido para Rajiv una victoria
agridulce.
Aunque Rajiv no pudiese siempre
acompañar a su madre, Sonia lo hacía
cada vez que se lo pedía Indira. Nunca
viajó tanto: recorrió varios países del
Este, Indonesia, las islas Fiji, Tonga,
Australia, Filipinas, así como otros
lugares de Sudamérica. Cuando el viaje
era a Europa, aprovechaba para dar un
salto a Orbassano y abrazar a los suyos.
Sonia evitaba siempre las cámaras y no
le gustaba nada que los funcionarios la
tratasen con una deferencia especial por
ser la nuera de la primera ministra, lo
que solía agradar tanto a la delegación
india como a los huéspedes extranjeros.
En Washington, Sonia pudo comprobar
que Indira seguía sin conectar con los
presidentes norteamericanos. Esta vez se
trataba de Ronald Reagan, cuya atención
Indira no conseguía mantener más de
algunos minutos, como si los estragos de
la enfermedad que más tarde le atacaría
hubiesen empezado ya. « ¿Te das
cuenta? -le comentó a su nuera después
de la escala en Moscú y de haberse
entrevistado con Brezhnev-. El futuro de
la raza humana está en manos de dos
ancianos, firmes en sus posiciones, sin
flexibilidad ni ganas de iniciar un
diálogo.» Pero en ese momento a Sonia
le preocupaba más la salud de Indira
que el porvenir del mundo. Había
notado que su suegra, cuando estaba
cansada, tenía un tic en el ojo, y sus
párpados se ponían a temblar
ininterrumpidamente. Y dormía muy mal.
De pronto decía cosas raras: «Cuando
cierro los ojos, veo a una anciana
deforme que quiere hacerme daño.»
De regreso a Nueva Delhi, Indira
dijo a su amiga Pupul:
-He recibido informes secretos de
que alguien lleva a cabo ritos tántricos y
de magia negra para destruirme. ¿Pupul,
tú crees que hay fuerzas malignas que
pueden ser liberadas a través de ritos
tántricos?
-Aunque eso sea cierto -le contestó
su amiga-. ¿Por qué reaccionas así? Al
hacerlo, sólo consigues que esas fuerzas
se hagan más poderosas...
-¿Tengo entonces que ignorar esos
informes que recibo cada día? ¿Qué
hago?
Pupul y Sonia estaban perplejas.
¿Era ese comportamiento producto del
sentimiento de soledad interior que en el
fondo nunca la había abandonado desde
niña, desde que esperaba sola en casa a
que sus padres volviesen de prisión o
del sanatorio? No había visto a su nieto
Firoz Varun desde hacía casi dos años, y
tanto Sonia como Pupul adivinaban que
el dolor de la separación hacía estragos
en el corazón de Indira. Mantenía su
compostura estoica, pero en el fondo
estaba tan herida, que quizás se
estuviera volviendo loca.
Sonia no lo creía así. Las locuras de
Indira las achacaba a la influencia
nefasta del gurú Dhirendra Brahmachari,
que seguía rondando por casa, siempre
vistiendo con kurtas de color naranja.
Era como un moscón que, por mucho que
uno intentaba apartarlo, siempre volvía.
Estaba más grueso, el pelo gris y
greñoso le caía sobre los hombros y se
había dejado crecer la uña de un
meñique, que estaba tan larga y acerada
como una cuchilla y que le daba a Sonia
un asco difícil de disimular. Todos
sabían que el gurú asustaba a Indira con
esos supuestos «informes secretos»,
pero nadie sabía qué hacer para
evitarlo. Era increíble: la primera
ministra de la India creía con más fuerza
esos
«informes»
que
los
del
departamento de Estadística del
gobierno. Lo cierto era que en sus
momentos de depresión, cada vez más
frecuentes e intensos, lo sobrenatural
adquiría una importancia preocupante.
Había otra razón que explicaba por
qué utilizaba los servicios del gurú, y es
que otro santón, un sij llamado
Brindanwale, de treinta años, le había
lanzado el desafío político más grave de
su vida. Aquel hombre era un simple
predicador
de
pueblo,
un
fundamentalista que exhortaba a
purificar el sijismo, devolverlo a su
antigua ortodoxia y luchar por una patria
sij. El conflicto con los sijs se
remontaba a la Partición que, con toda
su colección de horrores y masacres,
causó un trauma en la conciencia de esta
comunidad, nacida en el siglo xv para
luchar contra la idolatría y el dogma de
las dos religiones dominantes en la
época, el hinduismo y el Islam. En 1947,
la Partición desgarró la patria de los
sijs, el Punjab, «el país de los cinco
ríos», una de las regiones más bellas y
fértiles de la India, un paisaje de
campos dorados de trigo y cebada
atravesado por ríos de aguas plateadas.
La frontera entre Pakistán y la India
trazada por los ingleses cortó su
territorio por la mitad. Punjab
occidental se convirtió en parte de
Pakistán; Punjab oriental permaneció en
la India, con una población mitad sij
mitad hindú. Como reacción, un fuerte
sentimiento separatista hizo mella en la
población sij.
Lo curioso de Brindanwale es que lo
había descubierto Sanjay. Preocupado
por el avance del partido nacionalista
moderado que quitaba muchos votos al
Congress en Punjab, Sanjay pensó que al
apoyar y promocionar a Brindanwale
conseguiría dividir y debilitar el
nacionalismo sij. El problema, que
nadie supo prever, es que Brindanwale
se hizo incontrolable y terminó
convirtiéndose en un monstruo que ahora
amenazaba a su madre.
Parecía
un
santón
salido
directamente de la Edad Media, con una
barba negra, larga y sedosa que le caía
hasta la cintura. Tenía unos ojillos
oscuros penetrantes, una nariz de águila,
un rostro severo y enjuto, e iba siempre
tocado con un turbante. Vestía una larga
túnica azul, y lucía con orgullo su kirpan
(sable) de un metro de largo al cinto.
Con sus dos metros de altura, su
presencia era impresionante. Sus
discursos, impregnados de un ardor
fanático, encandilaban a muchos sijs que
soñaban con una independencia del resto
de los indios. Había abandonado a su
mujer e hijos para liderar una legión de
seguidores, tan extremistas como él
Sanjay no había contado con el hecho de
que, al crecer su influencia y al aunar
más gente a su alrededor, también
crecería la ambición de Brindanwale y
su deseo de autonomía. Poco después de
las elecciones de 1980, en las que
participó activamente en la campaña
apoyando al Congress y hasta compartió
podio con Indira en una ocasión, el
santón decidió que no quería ser más un
títere de los Gandhi y rompió sus
vínculos con el partido. Con el tiempo,
él y sus seguidores acabaron exigiendo
la creación de un Estado soberano
llamado Khalistán, «el país de los
puros». El país de los sijs.
El problema es que lo hicieron
utilizando la violencia como medio de
intimidación y de presión. En 1981,
Brindanwale fue acusado de ordenar el
asesinato del dueño de una cadena de
periódicos del Punjab cuya línea
editorial era muy crítica con sus
actividades y su ideario. Pero su
encarcelamiento provocó una oleada de
manifestaciones
tan
violentas
y
destructivas que el gobierno central
intervino. Vacilante, sin saber realmente
qué rumbo tomar, la propia Indira
ordenó al ministro del Interior que lo
liberase cuando sólo habían transcurrido
tres semanas. Lo hizo precisamente para
no hacer un mártir de Brindanwale, pero
ya era demasiado tarde. Había ingresado
en la cárcel como un fanático predicador
de provincias y salió como héroe
nacional. Hizo una gira por las grandes
ciudades en la que demostró su inmensa
popularidad entre los sijs de la
diáspora. Pero su regreso al Punjab
coincidió con un aumento de la
violencia. Cada día aparecían, en las
callejuelas de Amritsar o Jallandar,
cadáveres de hindúes o musulmanes
degollados. En varios templos, fieles
hindúes descubrieron horrorizados
cabezas de su animal sagrado, la vaca,
tiradas a los pies de los altares. A estas
sangrientas provocaciones se añadían
listas
negras
publicadas
por
Brindanwale en los periódicos con el
nombre de los adversarios que pensaba
eliminar. Y cumplía con sus amenazas.
El hijo del dueño de la cadena de
periódicos asesinado fue abatido a su
vez, lo que sembró el terror entre los
medios de comunicación y la población
en general. Los sijs que se atrevían a
criticarlo eran blanco de sus ataques.
Volvió a la cárcel, pero sus huestes
siguieron matando a opositores. Cuando
salió, él y su ejército se atrincheraron en
el complejo del Templo de Oro, en
Amritsar, la ciudad santa de los sijs.
Construido en medio de las aguas
brillantes de un amplio estanque ritual
salvado por un puente, el Templo de Oro
es un edificio de mármol blanco cuajado
de adornos de cobre, plata y oro. La
cúpula, enteramente recubierta de
paneles de oro, cobija el manuscrito
original del Libro Santo de los sijs, el
Granth Sahib. Alrededor del estanque
circulan fieles siempre en el sentido de
las agujas del reloj; caminan con los
pies descalzos sobre el mármol
reluciente, llevan la cabeza cubierta con
turbantes de colores y lucen luengas
barbas y espesos bigotes. Las huestes de
Brindanwale ocuparon este lugar de paz.
Se metieron en los edificios anexos al
templo, desde donde salían las órdenes
a los comandos terroristas para que
asesinasen, pillasen, profanasen e
incendiasen en las aldeas del Punjab.
Mientras Indira seguía sin saber cómo
lidiar con esta creación esperpéntica de
Sanjay, Brindanwale recibía a equipos
de televisión del mundo entero que le
trataban como a una auténtica estrella
mediática. La policía, que tenía la moral
por los suelos debido al aumento de la
delincuencia y la violencia, no se
atrevía a entrar en un lugar tan sagrado.
Otros brotes de violencia en
Cachemira y en Assam daban la
impresión de que la nación iba directa al
caos y la desintegración. El asesinato de
un inspector de policía mientras rezaba
en el Templo de Oro, el 23 de abril de
1983, por los disparos de los hombres
de Brindanwale, escondidos tras las
rejas de las ventanas, obligó a Indira a
tomar una decisión. Pero ¿cuál? ¿Asaltar
el templo con el ejército y arriesgarse a
provocar la furia de los demás sijs?
¿Sitiar el templo hasta que los
terroristas no tuvieran más remedio que
rendirse? Indira intentó negociar con
líderes
del
partido
nacionalista
moderado, mientras el pillaje y los
asesinatos continuaban, pero cualquier
acuerdo que no contemplase la plena
independencia de Khalistán era vetado
sistemáticamente por Brindanwale. Éste,
a su vez, envalentonado por la
indecisión del gobierno central y por el
hecho de que el asesinato del inspector
de policía quedase impune, se atrincheró
en el Akal Takht, el segundo edificio
más sagrado del complejo. Consiguió
armamento sofisticado pagado por sijs
del extranjero y convirtió el templo en
una auténtica fortaleza. Indira, Rajiv y
sus consejeros esperaban pacientemente
a que los líderes más moderados que
Brindanwale acabasen por imponerse, o
se distanciasen del predicador fanático.
Pensaban que el tiempo jugaría a su
favor, pero pasaron dos años, y los
terroristas seguían atrincherados.
-¿Puede el ejército asaltar el templo
sin causar demasiados estragos? preguntó Indira al jefe del ejército, el
general Sundarji, que había reemplazado
a su viejo amigo Sam Manekshaw.
El general desplegó sobre la mesa
unas fotos aéreas tomadas la víspera
mostrando que todas las ventanas,
puertas y demás aperturas del edificio
estaban protegidas por sacos terreros o
habían sido tapiadas. Le explicó que los
terroristas conseguían abastecerse de
armas, alimentos y municiones a través
de un laberinto de túneles que los unía al
exterior. Así, podían mantenerse
eternamente.
-Las posibilidades de causar daños
extensos es muy alta -sentenció el
general
Conscientes
de
que
la
susceptibilidad religiosa en el país con
más religiones del mundo podía hacer
estallar como un polvorín el frágil
equilibrio de la nación, los padres de la
independencia habían establecido un
acuerdo tácito por el que los lugares
sagrados eran todos intocables. Detrás
de ese acuerdo se había parapetado
Brindanwale, seguro de que el ejército
nunca se atrevería a intervenir. Tenía
enfrente a una mujer cansada, temerosa,
herida en el alma, desgastada por el
poder, que carecía del aplomo y del
ardor guerrero que la habían hecho
triunfar en el conflicto de Bangladesh.
Sentirse rehén de unos terroristas
que no dejaban el más mínimo margen a
la negociación la desesperaba. Con una
creciente desazón, Indira se daba cuenta
de que la única solución a ese desafío
pasaba por el uso de la fuerza. La
situación le recordaba a la crisis de
Bangladesh, cuando también supo que
acabaría teniendo que declarar la
guerra. Sólo que entonces no existía
problema interno religioso alguno. El
enemigo era externo y se podían medir
mejor las consecuencias. Ahora eran
imprevisibles. Cuando su amiga Pupul,
viéndola tan abatida, le preguntó si todo
eso no era demasiado para ella, Indira al
principio no respondió, pero luego dijo:
«No
tengo
salida.
Es
mi
responsabilidad.»
32
En 1983, un año después de que
Rahul ingresase en Doon School, le tocó
el turno a Priyanka de ir interna al
equivalente femenino de la escuela de su
hermano, Welham School, también en las
montañas, a unos doscientos kilómetros
de Delhi. De pronto, Sonia se encontró
con más tiempo libre del que había
tenido nunca, pero tampoco pudo
dedicarlo a sí misma. Tuvo que
acompañar a su marido a Amethi, su
circunscripción electoral. Maneka había
decidido, ahora que había cumplido la
edad mínima legal, arrebatarle el escaño
en las siguientes elecciones en la
circunscripción que había sido la de su
marido. Un desafío en toda regla. Que
hubiese desaparecido de casa no
significaba que la cuñada había
desaparecido del mapa. En sus
recorridos por la zona, se presentaba
como la viuda expulsada de casa con un
bebé en brazos, y obligada a buscarse la
vida por su malvado cuñado y su esposa
extranjera. No era cierto, pero sonaba a
esas historias sencillas y domésticas de
injusticia y envidia familiares que tanto
gustan al pueblo. Fue presentada por los
suyos en Amethi como «un triunfo del
coraje». Ahora que no temía vérselas
personalmente
con
Indira,
su
comportamiento se hizo aún más
agresivo. Puso en circulación cartas de
la familia críticas con Rajiv y en un
discurso, Maneka comparó a Indira con
la diosa Kali, «la bebedora de sangre» dijo
textualmente-,
llevando
al
paroxismo
las
habituales
malas
relaciones entre una suegra y su nuera.
Se vengaba así por verse excluida por la
familia de todas las conmemoraciones
oficiales. Al segundo aniversario de la
muerte de Sanjay, tampoco fue invitada,
y reaccionó convocando un mitin de
viudas y organizando una distribución
gratuita de ropa. El reto de Maneka era
para la primera ministra tan deprimente
o más que el desafío, mucho más
peligroso, del loco de Brindanwale.
Pero dolía más porque tocaba la fibra
íntima de la familia.
«Mamá también viene a Amethi
conmigo -escribió Rajiv a su hijo-. Va a
ser difícil para ella, porque al principio
será el blanco de todas las miradas y se
sentirá incómoda hasta que se
acostumbre. Es muy valiente.» Por
primera vez, Sonia se dio cuenta de lo
que era la vida de un político indio en
campaña. Recorrer un sinfín de
kilómetros por carreteras llenas de
socavones en automóviles de suspensión
durísima, aguantar el calor, el polvo y
las moscas en las numerosas aldeas,
verse obligada a aceptar un té, y luego
otro, y luego otro para no herir la
susceptibilidad de la gente ... Lo bueno
es que ahora hablaba hindi con soltura y
podía charlar con los campesinos, que le
preguntaban por sus hijos, su suegra, y
todo lo que tuviera que ver con la
turbulenta historia familiar: «¿Podrá
Indira volver a ver a su nieto?», le
preguntaban las mujeres, o «¿Es cierto
que Maneka no tiene ni para comer?» De
lo que no estaban nada convencidos los
campesinos es de que Maneka fuese la
genuina heredera de la dinastía NehruGandhi, como lo demostraron los
resultados en las urnas. De nuevo,
volvió a ganar Rajiv.
A principios de 1984, Rajiv
aparecía como un político en auge. Su
gestión de los juegos, unida a la eficacia
demostrada en su cargo de secretario
general del Congress, le granjearon un
respeto genuino, independientemente de
su linaje político. Su oficina era un
modelo de buena organización, un rincón
creado a su imagen y semejanza.
Comparado con los viejos dinosaurios
del partido, en su mayoría corruptos
aduladores, Rajiv era un dechado de
virtudes, sobre todo de eficacia e
integridad. Había roto con los
individuos turbios que habían pululado
alrededor de su hermano, y se rodeaba
de tecnócratas, de jóvenes con maletín y
traje de ejecutivo, ejemplos de una
generación moderna que creía en la
tecnología, en las estadísticas y en los
ordenadores. Muchos habían sido
compañeros de clase suyos en el Doon
School, otros en Cambridge, y todos se
encontraban más a gusto hablando inglés
que hindi. Vivían el presente, no eran
intelectuales sino pragmáticos y
totalmente ajenos a todo lo que tuviera
que ver con la religión, la ideología o la
superstición. Tanto ellos como Rajiv se
oponían a la actitud pasiva de Indira en
el tema del Punjab. La primera ministra,
siguiendo los consejos de su gurú
Dhirendra Brahmachari, había empezado
a hacer ofrendas con la esperanza de que
algún milagro pudiese resolver la crisis
del Templo de Oro.
-Hay que alejarlo de casa para
siempre -le dijo Rajiv a Sonia, hablando
del gurú.
No necesitaba Indira más dosis de
esoterismo ni más temores añadidos a
los negros pensamientos que poblaban
su mente. Al contrario, necesitaba tener
la cabeza bien fría y la visión lúcida.
Seguía hundida en una profunda
depresión.
Demasiados
desafíos,
demasiado cansancio. Sanjay había
cultivado la amistad con el gurú, no
porque creyera en sus poderes ocultos
sino porque le era útil. El «santón
volador» había conseguido comprar
avionetas, traficar con armas, contratar a
sicarios y blanquear dinero, yeso eran
habilidades que Sanjay admiraba y
utilizaba si lo estimaba necesario. Rajiv,
directo y honesto, era la antítesis tanto
de su hermano como del santón, un
individuo perspicaz, impreciso, astuto,
deshonesto y nada occidentalizado.
Sonia y Rajiv ya no lo soportaban más.
-¿Qué podemos hacer?
-Voy a intentar que le cancelen su
programa
televisivo
semanal
y
recortarle las subvenciones a sus
ashrams.
Como su estatura de político y su
influencia habían crecido, lo consiguió.
Para no herir a Indira, Sonia y los
consejeros más próximas de su marido
ensalzaban los logros de Rajiv, e Indira
acabó convencida de que los planes
estratégicos de su hijo representaban la
única solución para arreglar los males
de la India. Poco a poco, fue olvidando
el misticismo del gurú y dejó de hacer
ofrendas a los dioses para conjurar la
crisis del Punjab. Ante el gran alivio de
Sonia, el gurú desapareció por completo
de
la
mesa
familiar.
Casi
imperceptiblemente,
Dhirendra
Brahmachari vio su acceso a la primera
ministra denegado. «Lo siento, Madam
no tiene tiempo para recibirle», le decía
el servicio cuando intentaba volver a
verla.
El mes de febrero de ese año fue el
único en toda su vida en el que Indira no
disfrutó de la primavera, su estación
favorita, entre el frío del invierno y los
tremendos calores premonzónicos que
empiezan a castigar en marzo. Durante
ese mes, la ciudad se llena de color, la
vegetación de los árboles se vuelve de
un verde intenso, y los arriates de flores
iluminan los jardines. La temperatura es
exquisita y una suave brisa acompaña
las noches. En el pasado, a pesar de
todas las dificultades y los problemas,
Indira siempre se había sentido eufórica
en esta época del año. Ahora no.
Aislada y triste, el santón sij
atrincherado en el Templo de Oro le
quitaba el sueño. Escuchaba a todos, y
seguía sin saber qué hacer. En
situaciones insolubles, sólo cabía ganar
tiempo, esperar y mantener la confianza,
repetía Indira a sus próximos
colaboradores.
Siguiendo el consejo de Rajiv,
Indira hizo un último esfuerzo para
encontrar una salida negociada a la
crisis del Punjab accediendo a muchas
concesiones de los independentistas,
pero se topó con la intransigencia tanto
de los miembros del partido moderado
como de Brindanwale. La mayoría de
los siete millones de sijs estaban tan
desconcertados ante la situación
provocada por los extremistas como lo
estaba el gobierno. En lugar de negociar,
el líder del partido moderado dio el
paso definitivo que selló la ruptura, un
paso que sólo podía abocar a una
catástrofe. Anunció que a partir del 3 de
junio, aniversario del martirio del gurú
Arjun, precisamente el que había
levantado el Templo de Oro, toda
exportación de energía eléctrica y de
grano fuera del Punjab serían
interrumpidas. La ironía de la amenaza
no se le podía escapar a Indira. Si el
Punjab era el granero de la India, era
porque la región se había beneficiado
más que ninguna otra de «la revolución
verde», el ambicioso plan de desarrollo
agrícola que Nehru, y ella después,
habían lanzado para acabar de una vez
con las hambrunas. Y ahora resultaba
que un puñado de fanáticos no sólo
amenazaba con romper el Estado, sino
también con matar de hambre a los
pobres del resto de la India, si el
gobierno central no se plegaba a sus
exigencias. La situación había llegado a
un punto sin retorno. Muy a su pesar,
Indira se enfrentaba a lo inevitable:
sacar por la fuerza a Brindanwale y a
sus seguidores del templo.
Antes que nada, antes siquiera de
consultar con el jefe del Estado Mayor,
quiso hablar con Sonia:
-Sonia, creo que es mejor sacar a los
chicos del colegio... Temo por ellos. El
Servicio de Inteligencia me ha avisado
de que son blanco de los terroristas.
Nada nuevo en eso. Blanco de esos
fanáticos lo somos todos. Pero como la
situación
en
el
Punjab
sigue
deteriorándose, es cada vez más difícil
garantizar la seguridad en los colegios.
Me han aconsejado sacarlos de los
internados y traerlos a Delhi.
-¡Pero si aquí tú sólo tienes un
guarda armado para protegerte cuando
sales por las mañanas a hablar con la
gente en el jardín!
-Eso se va a acabar, van a reforzar
la seguridad aquí también, por supuesto.
-Está bien, mañana mismo me los
traigo. Ya veremos cómo nos
organizamos para escolarizarlos aquí...
Un secretario de Indira les
interrumpió. El comandante en jefe del
ejército la estaba esperando en el salón.
El hombre venía con sus informes de
Inteligencia bajo el brazo.
-Señora, están armados hasta los
dientes. Los terroristas atrincherados
siguen consiguiendo
armas
muy
sofisticadas. Les llegan escondidas en
bidones de leche y en sacos de grano, y
los envíos se hacen con el dinero de
simpatizantes sijs del extranjero.
Indira se quedó pensando. ¿Tenía
sentido seguir esperando un milagro?
Luego se dirigió hacia su jefe de Estado
Mayor y le preguntó:
-¿Cómo deberíamos proceder con el
ataque?
El
hombre
resopló.
Estaba
incómodo. Le costaba creer en el éxito
de la misión.
-Hay muchos riesgos, señora. Es mi
deber avisarla. Mi opinión es que más
vale un ataque rápido y masivo, con toda
la fuerza necesaria...
-¿Mejor que sitiarlos? -interrumpió
Indira.
-Ya están sitiados, señora, y las
armas les siguen llegando. Confío más
en un ataque rápido y contundente.
-¿De cuánto tiempo estamos
hablando?
-Unas cuarenta y ocho horas. A
menos tiempo, menos bajas.
-Es imprescindible la presencia de
oficiales y soldados sijs en la fuerza de
asalto. No se debe interpretar esto como
una agresión étnica, de hindúes contra
sijs.
-Sin duda. El oficial encargado es el
comandante Kuldip Singh, de la novena
división del Ejército, un sij.
-Hay que dar instrucciones muy
precisas para evitar dañar el Templo de
Oro. La comunidad sij no nos lo
perdonaría.
-Instruiremos a la tropa. Pero esos
terroristas son duros de pelar, Madam,
no puedo garantizar nada.
-Que Dios nos proteja.
El 30 de mayo, día de un calor
asfixiante, las tropas rodearon la ciudad
de Amritsar. El bullicio de las calles se
desvaneció como por encanto. Invadida
por un silencio aterrador, la ciudad santa
se convirtió en una ciudad fantasma.
El 2 de junio, los medios de
comunicación anunciaron que Indira
hablaría a la nación esa misma noche, a
las ocho y media. Sonia desayunó con
ella, y la notó perturbada, pesimista y
todavía indecisa. No le gustaba nada la
idea de tener que atacar «una casa de
Dios». Le confesó que no le salía el
discurso. De hecho, estuvo haciendo
tantos cambios de última hora que su
aparición en televisión tuvo que
retrasarse hasta las nueve y cuarto. Por
fin habló, en un tono grave) la expresión
del rostro angustiada: «Éste no es
tiempo de cólera -dijo-. La unidad y la
integridad de la patria están siendo
cuestionadas por un puñado de hombres
que se han refugiado en lugares
sagrados. De nuevo, hago un
llamamiento a los partidos moderados
para que no cedan su autoridad a
Brindanwale.» Acabó apelando al
sentido común de todos los habitantes
del Punjab: «No vertáis sangre,
deshaceos del odio. Unámonos para
curar las heridas.» Al escuchar ese
discurso, su amiga Pupul se dio cuenta
de que los próximos días iban a ser
trágicos para Indira y para el país. En
efecto, mientras la primera ministra
hablaba, tropas del ejército tomaban
posiciones alrededor del recinto del
Templo de Oro. Estaba a punto de
empezar la Operación Blue Star, estrella
azul.
Al día siguiente, los corresponsales
extranjeros fueron invitados a abandonar
el Punjab. El tráfico de autobuses, trenes
y aviones quedó interrumpido, así como
las líneas de teléfono y de télex. La
región fue aislada del resto del mundo
en preparación del asalto final. Desde su
santuario en el Akal Takht, el edificio
contiguo
al
Templo
de
Oro,
Brindanwale, ahora con una canana
cruzada al pecho sobre su túnica azul,
una pistola en la mano izquierda y su
sable en la derecha, declaró a un puñado
de periodistas locales: «Si las
autoridades entran en este templo, les
vamos a dar tal lección que el trono de
Indira se derrumbará. Los cortaremos en
pedacitos... ¡que vengan!»
A las cuatro de la tarde del 5 de
junio, oficiales del ejército armados de
megáfonos dieron orden a todos los
civiles de desalojar el complejo, y a los
terroristas, de rendirse. Salieron ciento
veintiséis sijs, en su mayoría hombres
que habían acudido a rezar y peregrinos,
pero ningún seguidor de Brindanwale lo
hizo. Por la noche, una avanzadilla de
comandos especiales se adentró en el
complejo, mientras los helicópteros
volaban en círculo encima del templo.
Se toparon con una resistencia feroz.
Más de la mitad de los noventa
miembros de los comandos fueron
abatidos por el fuego de los extremistas.
El jefe del Estado Mayor informó
inmediatamente de las bajas a la primera
ministra. El inicio del asalto no podía
ser más desalentador. Pero ya no había
marcha atrás posible. La suerte estaba
echada. Indira no durmió en toda la
noche, consciente de que se estaba
cometiendo un sacrilegio con los
símbolos más venerados de una religión.
¿Por qué le había puesto el destino en
esa tesitura? ¿Qué precio habría que
pagar por lo que estaban haciendo las
tropas? Sintió un escalofrío recorrerle la
espalda. De algo estaba segura, y es que
ni su gobierno ni ella saldrían indemnes
de esa situación. El karma te acaba
siempre atrapando. Pero a las ocho de la
mañana del 6 de junio, perfectamente
arreglada y ataviada, estaba en el jardín
atendiendo a un periodista del Sunday
Times. La temperatura ya rozaba los 40
grados. El periodista la encontró tensa y
cansada. Su última pregunta fue:
-Señora, ¿qué cree que ocurrirá en la
India cuando usted ya no sea primera
ministra?
-La India ha vivido un tiempo largo,
muy largo -miles de años- y mis sesenta
y seis años cuentan bien poco. La India
ha pasado muchas vicisitudes en su larga
historia y siempre ha salido adelante.
Mientras la entrevista tenía lugar, a
quinientos kilómetros al norte de Nueva
Delhi la batalla por el Templo de Oro
causaba estragos. Bajo una temperatura
infernal y un sol de justicia que hacía
refulgir la cúpula dorada del templo
principal, los soldados indios eran
abatidos como patos de feria bajo el
fuego de los hombres de Brindanwale.
De nuevo, más de cien hombres cayeron
en el intento de hacerse con el edificio
donde estaban atrincherados los
terroristas.
Las instrucciones recibidas para que
los soldados restringieran el uso de la
fuerza al máximo, y para que infligiesen
los mínimos daños posibles al templo
principal, carecían ya de sentido. El
mando, que no veía otra solución que no
fuese la de continuar el asalto, envió por
la tarde a la artillería apoyada por
tanques y vehículos blindados. Para
conseguir neutralizar a Brindanwale y a
sus hombres, no tuvieron más remedio
que bombardear el Akal Takht,
infligiendo enormes daños al templo,
construido paradójicamente por el
quinto gurú, un auténtico apóstol de paz
que había insistido en levantarlo a un
nivel inferior a los demás en signo de
humildad.
Después de un día de encarnizada
lucha, el Akal Takht fue casi totalmente
arrasado. Cuando bien entrada la noche
del 6 de junio los generales fueron a
inspeccionar el lugar, no quedaba una
sola columna en pie y las paredes de
mármol estaban ennegrecidas y picadas
por la metralla. En el sótano encontraron
el cuerpo de Brindanwale, su larga
túnica ya no era azul sino negra de
sangre. Yacía junto a treinta y uno de sus
hombres. No hubo supervivientes que
hubieran sido testigos del martirio del
predicador
terrorista.
En
otra
habitación, los soldados encontraron
documentos sorprendentes: la lista de
todas las víctimas que Brindanwale
había mandado matar, y una enorme
bolsa con cartas de admiración, no sólo
de ciudadanos indios, sino de fans del
mundo entero.
El coste de la victoria fue mucho
más alto de lo que el comandante en jefe
del ejército había pronosticado. Mucho
más alto de lo que Indira y Rajiv, que
estaban horrorizados, habían imaginado.
La Operación Blue Star fue en realidad
una hecatombe. Más de la mitad de los
mil soldados enviados al asalto
perecieron. En cuanto a los civiles, un
millar de peregrinos que no pudieron ser
desalojados murieron. Aparte de las
pérdidas humanas, la biblioteca del
templo principal, ese que no debía bajo
ningún concepto ser dañado y que
contenía los manuscritos originales de
los gurús sijs, ardió por los cuatro
costados. Para la comunidad sij en
general, ese ataque era comparable a lo
que hubiera sido una invasión y
destrucción del Vaticano para los
católicos. Un imperdonable sacrilegio.
Precisamente lo que Indira había
querido evitar.
33
-Me da miedo que jueguen en el
jardín -dijo Indira a Sonia al ver a Rahul
desde la ventana del comedor retozar en
el césped con uno de los perros-. Los
niños habían vuelto a Nueva Delhi,
después del aviso del Servicio de
Inteligencia, que habían encontrado sus
nombres en una lista negra de un grupo
extremista sij. Todas las mañanas
acudían, fuertemente custodiados, a sus
colegios respectivos. Luego pasaban el
resto del día en casa. Rara vez salían.
Una simple invitación a un cumpleaños
entrañaba una compleja operación de
seguridad. «Es como si una sombra
hubiera entrado en nuestra vida», le dijo
Sonia a Rajiv. Indira, muy consciente de
que el ataque había causado una herida
colectiva en los sijs del Punjab, estaba
convencida de que la iban a asesinar.
Estaba la primera en esas listas. Otro
grupo había jurado vengar el sacrilegio
del Templo de Oro asesinando a Indira y
a su descendencia hasta la centésima
generación. Así se lo dijo a Rajiv y
Sonia, que palidecieron. Pero Indira
quería que se tomasen muy en serio las
draconianas medidas de seguridad que
les estaban imponiendo. Ella se ponía un
chaleco antibalas bajo el corpiño del
sari cada vez que salía de casa,
siguiendo los consejos de la policía.
Quería que Rajiv y Sonia hiciesen lo
mismo.
-No es broma -les dijo.
-Ya lo sé -contestó Rajiv-. Y no te
preocupes, me lo pondré también.
Hubo un silencio. Indira adquirió
una expresión melancólica y un tono de
voz sombrío.
-Cuando
ocurra,
quiero
que
esparzáis mis cenizas sobre el
Himalaya. He dejado instrucciones
escritas para mi funeral. Están en el
segundo cajón del secreter de mi cuarto.
-No adelantes acontecimientos -dijo
Rajiv en tono socarrón, para relajar el
ambiente-. Todavía no estamos en ese
trance.
Pero Indira estaba agitada. Más
tarde quiso hablar a solas con su nieto
Rahul, que ya tenía catorce años:
-Tengo miedo de que os quieran
hacer daño. Os pido por favor a ti y a tu
hermana que no juguéis más allá de la
verja que conduce a las oficinas de
Akbar Road -le dijo señalando el lugar
en el jardín donde le había visto jugar
con el perro-. Siento mucho que tengáis
que padecer estas restricciones, pero no
me lo perdonaría si os pasase algo.
-¿Qué nos va a pasar aquí dentro,
abuela?
-Os pueden matar, así de claro.
El tono serio de Indira hizo que el
niño la contemplara con mirada de
incredulidad, como si la abuela
estuviera exagerando.
-Por favor, hacedme caso y no os
alejéis -continuó diciéndole-. Hay
muchos fanáticos que estarían muy
satisfechos de haceros daño. De
hacernos daño a todos. Lo que me
puedan hacer a mí no me importa. He
hecho todo lo que he debido y todo lo
que he podido en la vida, pero a
vosotros... no quiero ni pensarlo.
Rahul estaba ahora cabizbajo y
compungido.
Indira
prosiguió.
Abandonó su tono protector y siguió
hablando con gravedad, de una forma
que su nieto no le conocía y que le
impresionó.
-Si me pasa algo, no quiero que
lloréis por mí, ¿vale? Cuando llegue el
momento tienes que ser valiente. ¿Me lo
prometes?
El niño alzó los ojos hacia su abuela
y asintió.
Durante esos meses de 1984, Indira
realizó muchos viajes por
el
subcontinente, unos viajes que a veces
parecían despedidas, por la manera en
que hablaba de sí misma y de cómo le
gustaría ser recordada. En algunas
entrevistas, hacía balance de su
existencia, en otras hablaba como si
estuviera por encima de la política
nacional. Siempre se había sentido con
alma de estadista, y ahora su visión
global afloraba y se manifestaba en
discursos impregnados de sabiduría.
«Cuando a un país tan antiguo como éste
se le catapulta a una nueva cultura
tecnológica... ¿Qué ocurre con la mente
rural? ¿Podrán sobrevivir el misterio y
lo sagrado? Algo dentro de mí dice que
la India sobrevivirá con sus valores
intactos.» A principios de octubre,
después de que las últimas lluvias
monzónicas limpiasen el cielo y los
árboles y las plantas reverdeciesen,
Indira habló en Nueva Delhi ante una
multitud siempre enorme, un diálogo
más de los muchos que llevaba
manteniendo con el pueblo de la India en
las dos últimas décadas. Habló del
coraje como valor supremo para acatar
la mayor amenaza que se cernía sobre el
país: la presión de las fuerzas sectarias,
de las castas o de los grupos religiosos
para quebrar la unidad de la India. Fue
un discurso que le hubiera gustado a su
padre. Sí, la unidad de la India era el
valor supremo porque garantizaba el
estado de derecho para cada individuo,
independientemente de su origen social,
étnico o religioso.
El 11 de octubre ocurrió un hecho, a
miles de kilómetros de distancia, que la
hundió todavía más en sus oscuros
presentimientos. Margaret Thatcher, a la
que había conocido en Londres, fue
objeto de un atentado con bomba del
IRA en plena convención del Partido
Conservador. Se libró de la muerte por
los pelos. Indira la llamó en seguida.
Entendía
mejor
que
nadie
la
vulnerabilidad y el pánico de su colega.
Aunque la Dama de Hierro se mostrase
impasible de cara a la galería, por
dentro estaba tan alterada como puede
esperarse de alguien que pasa por
semejante trance. La diferencia entre
estas dos primeras ministras, que
llevaban ocho años siendo amigas, es
que para Margaret Thatcher el atentado
había supuesto una revelación y una
sorpresa. Nunca nada semejante había
ocurrido en Inglaterra antes, quitando el
asesinato de Lord Mountbatten, también
obra del IRA, pero éste había tenido por
objetivo a un hombre jubilado mientras
paseaba en barco con su nieto, no a un
jefe de Estado en activo. Indira, sin
embargo,
estaba
mucho
más
acostumbrada a la muerte violenta.
Había visto morir a Gandhi, Sheikh
Rahman y a Sanjay. No hacía tanto, el
asesinato de Salvador Allende en Chile
la había traumatizado y todavía seguía
atormentándola. Siempre pensó que su
vida acabaría igual. Sin embargo,
cuando el ministro de Defensa intentó
convencerla de cambiar a la policía por
el ejército para aumentar su protección,
ella replicó:
-Ni se te ocurra considerar esa
opción. Soy jefa de un gobierno
democrático, no de un gobierno militar.
Unos días más tarde, Ashwini
Kumar, jefe de la policía de fronteras,
dio la orden de que todos los guardias
de seguridad sijs destinados en la
residencia de Indira fuesen relevados en
sus funciones y reemplazados por otros
de distintas confesiones. Pero Indira se
opuso y vetó la orden. La medida iba en
contra de su credo político más íntimo, a
saber: que en un estado laico no se
hacen distinciones entre religiones.
Ashwini Kumar se quedó perplejo y
frustrado. «La primera ministra está muy
bien protegida de un ataque exterior dijo-, pero... ¿y si el ataque viene del
interior?» Indira apenas le prestó
atención y le contestó: « ¿Acaso no
somos aconfesionales?»
Aquel otoño fue también el otoño de
su vida. En noviembre iba a cumplir
sesenta y siete años. Era presa de un mal
presentimiento que el atentado contra
Thatcher había agudizado. Sin decírselo
a nadie, a mediados de octubre redactó
un documento que luego fue rescatado de
entre sus papeles: «Si tengo que morir
de una muerte violenta como algunos
temen y unos cuantos planifican, sé que
la violencia estará en el pensamiento y
en la acción del asesino, no en el hecho
de mi muerte, porque no existe odio
suficientemente oscuro como para hacer
sombra al amor que siento por mi gente
y por mi país; no existe fuerza capaz de
desviarme de mi propósito y de mi
esfuerzo por sacar este país adelante. Un
poeta ha dicho del amor: "¿Cómo puedo
sentirme humilde con tu riqueza a mi
lado?" Lo mismo puedo decir de la
India.» ¿Eran éstas las palabras de una
mente depresiva? ¿O se trataba de una
premonición? En todo caso, mostraban
que Indira sentía que había hecho la
elección correcta al haber decidido
continuar con el legado familiar de
servicio a la India en lugar de dedicarse
a buscar su realización personal.
Llegó Diwali, la gran fiesta hindú de
las luces, que en este país donde todo es
mito y símbolo significa la victoria de la
luz sobre las tinieblas. El cielo de la
ciudad estaba salpicado de una miríada
de resplandores mientras el estrépito de
los petardos se oía a lo lejos. Por todas
partes
centelleaban
bombillas,
lamparitas, velas. Los barrios de
chabolas parecían belenes y las casas de
las grandes avenidas de Nueva Delhi
exhibían
guirnaldas
de
luces
alambicadas y vistosas. Rajiv volvió de
Orissa para pasar la fiesta en familia,
como hacía puntualmente todos los años.
Fiel a la costumbre, Indira encendió una
lamparita de aceite ante la figura de
Ganesh, el Dios elefante, el dios de la
felicidad, que estaba en un altarcito en
la entrada. Luego toda la familia siguió
con el ritual de iluminar la casa con
velas y lamparitas de aceite, y los niños
empezaron a encender petardos. Sobre
el estruendo de la fiesta, Indira escuchó
a Rajiv decir que tenía que salir pronto
a la mañana siguiente.
-¿Adónde vas? -le preguntó Indira.
-A Bengala...
-¿Bengala? Qué curioso, ¿sabes que
allí creen que las almas de los difuntos
comienzan su viaje hoy mismo, el día de
Diwali? Allí la gente enciende
lamparitas para indicarles el camino...
En el momento, las palabras de
Indira no suscitaron respuesta alguna. Ya
estaban acostumbrados sus familiares a
oírle decir frases que achacaban a su
estado depresivo. Pero a Sonia la
conmovieron y se angustió tanto que esa
noche tuvo una crisis de asma. Eran las
cuatro de la madrugada cuando encendió
la luz de su mesilla y se levantó para ir
al armarito de las medicinas, teniendo
cuidado de no despertar a Indira, que
dormía en el cuarto de al lado. Pero
Sonia se sorprendió al ver aparecer a su
suegra, en camisón y con una linterna en
la mano.
-Déjame ayudarte a encontrar tus
medicinas -le susurró Indira, que
obviamente no había dormido nada.
Las encontró y fue a por un vaso de
agua para Sonia.
-Llámame si te encuentras mal otra
vez -le pidió Indira-.
Procura descansar.
-Eso te digo yo a ti, que descanses...
¿No consigues dormir?
-No... Estoy pensando en irme a
Cachemira el fin de semana. Quiero ver
los chinares en flor. ¿Los has visto
alguna vez?
Sonia negó con la cabeza. Indira
prosiguió, en susurros:
-Es el árbol más bonito que existe, y
sólo se da en Cachemira. Es como una
mezcla de plátano y de arce grande, y en
otoño se pone de unos colores
espectaculares... rojo, naranja, pardo,
amarillo. Es un espectáculo que me
recuerda a mi infancia. Hay uno en
Srinagar del que estoy enamorada desde
que era niña. El más bello de todos los
chinares". Tengo ganas de volverlo a
ver.
«Aquel árbol parecía tener un
significado especial para ella -diría
Sonia--. ¿Era acaso la necesidad de
despedirse de sus raíces, de los
recuerdos y de todo lo que representaba
Cachemira para ella?» Indira dudó en
quedarse más de una noche en Srinagar,
porque estaba preocupada por el asma
de Sonia. Pero su nuera la animó y al
final Indira se llevó a los nietos. Quería
enseñarles esa tierra bella como el
paraíso de donde eran oriundos. Y de
paso el árbol.
Estuvieron treinta y seis horas en
Srinagar y sus alrededores. Pero, para
su gran decepción, el chinar de su
infancia había muerto hacía poco
tiempo. La noticia la conmovió.
Supersticiosa como era, la reciente
muerte de este chinar centenario no
podía ser más que una señal del destino.
No dejó traslucir su desazón y tuvo
tiempo de llevar a sus nietos a dar una
vuelta en shikara, esos barquitos en
forma de góndola, sobre las aguas
centelleantes y cubiertas de lotos del
lago Dal. Les contó sus últimas
vacaciones con el abuelo Firoz en uno
de los barcos habilitados como
hotelitos. Les habló de su amor por las
montañas, que había heredado de su
padre, y de cómo Cachemira había
representado siempre, para Nehru y para
ella, una cierta idea del Edén. Luego
quiso mostrarles un bosque que exhibía
los colores de fuego de los chinares y
después los dejó en el hotel.
Acompañada de un solo guardia de
seguridad, se fue a ascender un monte
sagrado para visitar un templo donde
vivía un viejo sabio. Estuvieron unas
horas juntos. «Indira me dijo que sentía
que su tiempo se acababa y que le
rondaba la muerte. Yo también lo sentí»,
confesaría el sabio, que no quiso perder
la oportunidad de pedirle que fuese a
inaugurar un edificio nuevo adjunto al
ashram. «Volveré si sigo viva», fue la
respuesta de Indira.
«Regresaron a Delhi el 28 de
octubre e Indira pasó una velada
tranquila con nosotros en el salón escribiría Sonia-. Como solía hacer
siempre, trajo de su estudio su taburete
de mimbre y sus carpetas, y se puso a
trabajar, echando un vistazo de vez en
cuando a la televisión o charlando con
nosotros.» Indira tenía la intención de
convocar elecciones generales muy
pronto, quizás en dos meses. Por la
noche, Sonia le ayudó a preparar la ropa
que se pondría al día siguiente para
viajar a Orissa, en la costa este. Indira
escogió un sari burdeos. El actor Peter
Ustinov estaba dirigiendo un documental
para la BBC sobre la India e iba a
filmarla en su gira por el estado, uno de
los más pobres del país. En
Bhubaneswar, la capital de Orissa, la
primera ministra hizo un discurso
emotivo en el que habló de los grandes
momentos de la historia de la India,
desde los tiempos antiguos hasta la
lucha por la independencia. De pronto,
hacia el final cambió el tono de su voz,
así como la expresión de su rostro:
«Estoy aquí hoy, puede que no esté aquí
mañana -dijo-. No me importa si vivo o
muero... Continuaré sirviendo a mi
pueblo hasta mi último suspiro y cuando
muera, cada gota de mi sangre
alimentará y fortalecerá a mi país, libre
y unido.» Después, se dirigió a la Casa
del
Gobernador
donde
pensaba
pernoctar. El gobernador se mostró
sorprendido por la alusión a una muerte
violenta.
-Sólo estoy siendo realista y honesta
-le dijo Indira-. He visto a mi abuelo y a
mi madre morir lentamente y con dolor,
así que prefiero morir de pie.
La conversación se interrumpió con
la noticia de que el todoterreno en el que
sus nietos iban al colegio había sufrido
un pequeño accidente esa misma
mañana. Nadie había resultado herido.
Pero Indira se puso lívida y muy
nerviosa. Su eterna amiga, esa vieja
paranoia, afloró de nuevo. Decidió
regresar a Delhi inmediatamente.
Sonia estaba despierta cuando llegó
su suegra a las tres de la madrugada.
-¿Cómo están los niños? -preguntó
Indira, angustiada.
-Bien. Están durmiendo. No les ha
pasado nada.
Su secretario principal acudió a
verla. La encontró muy cansada. Seguía
llevando el mismo sari burdeos,
arrugado y polvoriento. Indira estaba
convencida de que el percance de la
mañana era parte de un complot para
secuestrar a sus nietos o agredirlos, y
nada de lo que dijo su secretario sirvió
para hacerla cambiar de opinión. Luego
insistió en discutir asuntos urgentes
sobre Cachemira y el Punjab.
-¿No prefiere dejarlo para mañana?
-sugirió el hombre.
-No, hablemos ahora. Mañana
quiero descansar un poco.
Tengo una entrevista con el ex
primer ministro británico James
Callaghan, y por la noche una cena
oficial aquí en casa en honor a la
princesa Ana...
-Está todo listo para la cena, no te
preocupes -dijo Sonia-. Sólo necesito
que me digas dónde quieres sentar a la
gente.
-Mañana mismo te haré una nota.
Sonia hizo un gesto de despedida y
se fue a acostar.
Cuando Indira terminó de dirimir los
asuntos pendientes con su secretario
principal, llamó al otro, el fiel Dhawan,
a quien dio instrucciones para que
cancelase todas las citas del día
siguiente, excepto la que tenía con Peter
Ustinov, que quería entrevistarla por la
mañana, y las previstas con la
delegación británica por la tarde. Estaba
muy cansada.
Dos horas más tarde, a las seis de la
mañana, se levantó. Hizo sus ejercicios
de yoga, se duchó y escogió un precioso
sari de seda en tonos pardos y azafrán
con un borde negro. Escogió esos tonos
porque le recordaban los colores
otoñales de Cachemira y además porque
le habían dicho que quedaban bien en
televisión. Por la misma razón no se
puso el chaleco antibalas que la
obligaban a llevar bajo la blusa desde
que se multiplicaron las amenazas contra
su vida. Probablemente no reparó en que
el color azafrán era el color de la
renuncia según la creencia hindú, y
particularmente sij. Luego desayunó una
tostada y una taza de té en su habitación
mientras ojeaba la prensa. Sus nietos
Rahul y Priyanka fueron a charlar un
instante con ella, antes de ir al colegio.
Cuando Priyanka le dio un beso de
despedida, se extrañó de que su abuela
la apretase tan fuertemente contra su
cuerpo. Lo achacó al miedo que debía
haber sentido con el pequeño accidente
de la víspera. Luego Indira llamó a
Rahul y le dijo: « ¿Te acuerdas de lo que
te dije el otro día, de que si me pasa
algo, no quiero que lloréis por mí?» El
chico asintió y, sorprendido, se dejó
abrazar.
Después del desayuno, Indira fue a
su vestidor, donde se puso en manos de
dos maquillado ras del equipo de
Ustinov. Sonia pasó a verla para
informarle del menú de la cena. Indira
siempre se cuidaba de no servir lo
mismo al invitado que repetía en casa.
No tuvieron mucho tiempo para hablar
porque en seguida el secretario Dhawan
fue a avisarla que el equipo de
televisión estaba esperándola en su
despacho de Akbar Road.
-Ultimaremos los detalles a la hora
de comer -le dijo a Sonia al marcharse.
Indira cruzó el comedor, la antesala,
y salió de casa. Era un día precioso, una
mañana clara, sin neblina, luminosa. El
sol teñía de oro la vegetación lujuriosa
del jardín. La temperatura era perfecta y
la brisa, un bálsamo. Olía a flores y a
césped recién cortado. Anduvo por el
camino que separaba su residencia de la
oficina del partido en Akbar Road, entre
macizos de flores y matorrales de hoja
perenne. Un policía caminaba a su lado,
llevando un paraguas negro para
protegerla del sol. El secretario Dhawan
seguía unos pasos detrás, y luego un
escolta. Pasaron delante de un gran arce
que exhibía hojas amarillentas y rojizas.
Al final del sendero, ahora bordeado de
buganvillas, Indira reconoció a su
escolta Beant Singh abriéndole la
pequeña verja que daba al jardín donde
se encontraban las oficinas. Era difícil
no verlo, porque Singh era un gigante, un
sij del Punjab, tocado con un turbante a
juego con el color caqui de su uniforme.
Iba acompañado de otro escolta,
también sij, que Indira apenas conocía.
Al acercarse a ellos, interrumpió la
conversación que mantenía con su
secretario por encima del hombro para
saludarlos. Lo hizo a la manera
tradicional, juntando las manos a la
altura del pecho, inclinando levemente
la cabeza y diciendo: «Namasté.» Como
respuesta, Beant Singh, su fiel escolta de
los últimos cinco años, desenfundó una
pistola y la apuntó contra ella. Hubo un
silencio que duró la eternidad de medio
segundo, interrumpido por el canto de un
pájaro en las altas ramas de los nims. «
¿Qué estás haciendo?», preguntó Indira.
En ese momento, Singh le descerrajó
cuatro tiros a bocajarro. Indira levantó
el brazo como para protegerse. El
escolta giró la cabeza hacia su
compañero y gritó: « ¡Dispara!» El otro
escolta sij vació el cargador de su fusil
automático Sten -veinticinco balas- en el
cuerpo de Indira. El impacto la hizo
girar sobre sí misma antes de
desplomarse sobre la tierra húmeda del
sendero. Tenía los ojos abiertos.
Parecían mirar las copas de los árboles,
quizás el cielo. Eran las nueve y
dieciséis minutos. Cayó en el lugar
exacto donde, unos días antes, había
visto jugar a su nieto Rahul con uno de
los perros.
34
Otro escolta, que seguía a Indira a
cierta distancia y que no formaba parte
de la conspiración, corrió hacia ella
pero, antes de alcanzarla, una ráfaga le
dio en el tobillo y cayó de bruces. Los
demás
acompañantes,
paralizados,
temiendo ser tiroteados, se agacharon
como parapetándose detrás del cuerpo
de Indira. Esperaban lo peor. Pronto
oyeron las voces de otros agentes de
seguridad que llegaban corriendo de
Akbar Road. Creyeron que empezaría un
violento tiroteo pero en ese momento los
dos escoltas sijs tiraron las armas al
suelo. «He hecho lo que tenía que hacer
-dijo el gigante Beant Singh en punjabí-.
Ahora vosotros haced lo que tengáis que
hacer.» Era su manera de decir que, en
nombre de los sijs, había vengado el
sacrilegio del Templo de Oro. El policía
que había sostenido el paraguas negro se
abalanzó sobre él y lo tiró al suelo
mientras el secretario Dhawan, que de
milagro había salido indemne de la
última ráfaga, consiguió salir de su
estupor, arrastrarse hacia Indira y
ponerse en cuclillas a su lado para
atenderla. En seguida llegaron más
soldados del cuerpo de policía de
fronteras, que estaban de guardia en una
garita en la calle, y neutralizaron al otro
escolta asesino. Los llevaron a la garita,
donde hubo una refriega. Se dice que
intentaron escapar. El caso es que fueron
tiroteados a su vez. Beant Singh murió
en el acto. Al otro, gravemente herido,
lo iban a trasladar a un hospital. Más
tarde, se supo que fuera de sus horas de
servicio
Beant
acostumbraba
a
frecuentar las gurdwaras (templos sijs)
de Delhi y que charlaba con los
elementos más exaltados. El otro
acababa de pasar un mes de vacaciones
en su pueblo del Punjab, en la cuna
misma del nacionalismo sij.
El médico personal de Indira, que
uno de los sirvientes había avisado nada
más oír el tiroteo, llegó resollando y se
afanó en realizar ejercicios de
reanimación.
«
¡La
ambulancia,
rápido!», gritaba: « ¡Llamad a la
ambulancia para llevar a la señora
Gandhi al hospital!» Una ambulancia
estaba siempre aparcada frente al
domicilio, como parte de la asistencia
rutinaria a la primera ministra. Pero en
el momento crítico no estaba disponible.
-¡El chófer se ha ido a tomar un té! dijo un sirviente.
-¡Pues un coche! ¡Traed un coche ya!
Consiguieron traer un Ambassador
blanco que maniobraron y metieron en el
jardín. El secretario Dhawan y el
policía agarraron el cuerpo inerte de
Indira y lo llevaron hasta el automóvil.
La tumbaron en el asiento trasero, y
ellos se sentaron delante. El coche
estaba a punto de arrancar cuando surgió
Sonia, en albornoz, demacrada' el pelo
mojado y revuelto y la mirada
espantada. El tiroteo la había
sorprendido en la ducha. Al principio lo
había confundido con petardos, como
los que los niños lanzan en Diwali. Pero
el grito de una de las sirvientas le hizo
darse cuenta de que algo terrible había
ocurrido.
Y allí estaba la confirmación de sus
temores: su suegra yacía sobre el asiento
trasero, sin vida. La mujer que desde
pequeña se había identificado con Juana
de Arco había sido a su vez traicionada
y llevada a la muerte por gente de su
confianza. Sonia se metió en el
automóvil. « ¡Oh, mami! ¡Dios mío,
mami!», decía al arrodillarse en el
asiento trasero para coger en sus manos
la cabeza de Indira y abrazarla, hablarle,
apurar el último soplo de vida y quizás
revertir el ineludible curso del destino.
El coche salió zumbando en dirección al
All India Institute of Medical Science, el
mismo hospital donde habían llevado a
Sanjay después de estrellarse en la
avioneta. Sonia recordaría aquel
trayecto de sólo cinco kilómetros de
distancia como el más largo de su vida.
El tráfico era muy denso y parecía que
no llegarían nunca. Nueva Delhi ya no
era la misma ciudad que cuando llegó;
ya casi no había carruajes tirados por
bueyes o camellos, ni elefantes, en las
calles. La población se había
multiplicado por cuatro y el tráfico
rodado era denso. Indira se desangraba
en sus manos y Sonia se sentía
impotente. « ¡Dios mío, más rápido!»,
repetía, mientras pasaba la manga de su
albornoz sobre el rostro de Indira y
procuraba enjugarle las heridas. Como
un péndulo enloquecido, su estado de
ánimo oscilaba de lo más negro a la
esperanza: « ¿Y si está simplemente
inconsciente?», se preguntaba de pronto
mientras el coche intentaba abrirse paso
a bocinazos. « ¡Rápido! -le decía al
chófer-. ¡A lo mejor pueden salvarla!»
Pero por muchos esfuerzos que hiciese
el chófer, era imposible sortear el
tráfico.
¿Podían
imaginar
esos
conductores aletargados que en ese
Ambassador blanco que ni siquiera
disponía de sirena yacía el cadáver de
la mujer que había regido sus destinos
desde hacía más de veinte años? En la
mente de Sonia se atropellaban
preguntas, en desorden, como un volcán
en erupción: « ¿Dónde está Rajiv?
¿Cómo le aviso? ¿Dónde están los
niños? ¡Tengo que mandar a por ellos!
¡Dios mío, mami, no te mueras!» Había
sangre por todas partes: en el albornoz
de Sonia las manchas eran de un rojo
vivo, en el bonito sari de Indira habían
adquirido un tono marrón. Los asientos
tapizados de terciopelo también estaban
empapados, formando una enorme
mancha negra. Pero, aun así, Sonia
seguía negándose a creer que lo peor
había ocurrido, que ya todo había
acabado para la mujer que hasta ese día
había sido el pilar de su existencia. En
el fondo, ya presentía que las balas de
los asesinos habían hecho otras
víctimas: su felicidad y la de su familia.
A las nueve y treinta y dos minutos,
es decir dieciséis minutos después del
atentado, llegaron al hospital. Pero
nadie había avisado desde casa para
decir que la primera ministra estaba a
punto de llegar. Cuando los jóvenes
médicos del servicio de urgencias la
reconocieron, les entró el pánico. Uno
de ellos tuvo la presencia de ánimo de
llamar a un experto cardiólogo y unos
minutos más tarde un equipo de los
médicos más veteranos del hospital
bajaron a ocuparse de Indira. Le
hicieron una traqueotomía para hacer
llegar oxígeno a sus pulmones y le
colocaron varias vías para una
transfusión de sangre. Decidieron
subirla al quirófano de la octava planta.
Allí, el electrocardiograma mostró
débiles signos de latidos del corazón. Se
lo hicieron saber a Sonia, que estaba
sola, en la antesala. Una tenue luz de
esperanza brilló en sus ojos húmedos.
Le dijeron que los médicos estaban
dando un vigoroso masaje al corazón de
Indira, pero se abstuvieron de explicarle
que estaba claro, por la dilatación de las
pupilas, que el cerebro estaba
irremediablemente dañado. Las balas
habían perforado el hígado, los
pulmones, varios huesos y la columna
vertebral de la primera ministra. «Es un
colador», dijo un médico. Sólo el
corazón se había salvado. Aun así,
durante cuatro horas, los médicos
intentaron realizar un milagro.
Sonia apenas podía controlar su
temblor. La idea de que el enemigo
estaba dentro de casa era terrorífica.
¿De quién fiarse? ¿Y si algún sirviente,
algún empleado, algún secretario estaba
compinchado? Era como si todas las
certezas de la vida se hubieran
desmoronado de golpe. ¡Otra vez esa
sensación de estar sobre arenas
movedizas, donde nada es lo que parece
y todo puede cambiar de un minuto a
otro! « ¡¿Dios mío, y los niños?!» No
podía evitar pensar en el asesinato de
Sheikh Rahman y de toda su familia. El
hijo tenía la misma edad que Rahul.
¿Habrán ido a por los niños al colegio?
¡Si solamente pudiese hablar con su
hermana! Pero Nadia no estaba en
Nueva Delhi por esas fechas.
Fue Pupul Jayakar, la amiga del alma
de Indira, quien llegó primero y quien la
tranquilizó. Los niños estaban en casa, a
salvo y estaban todo lo serenos que se
podía estar en esas circunstancias. Pupul
le dijo que la noticia todavía no había
trascendido y que los movimientos de la
calle eran normales. «Encontré a Sonia
en estado de shock -contaría más tarde-.
Casi no podía hablar. Empezó a temblar
y no quise hacer preguntas.» Pupul le
había traído ropa y Sonia trocó el
albornoz manchado de sangre por un
sari. En la hora siguiente, empezaron a
llegar otros amigos, miembros del
partido y del gobierno. A Sonia le
hubiera gustado echarles a todos de la
sala, a todos menos a los amigos íntimos
y los compañeros que habían mostrado
su lealtad inquebrantable hacia Indira,
tan pocos que se podían contar con los
dedos de una mano. Pero eso era olvidar
que Indira no sólo era la madre de su
marido, sino la de todo un pueblo. Su
asesinato revestía una gravedad extrema.
El país estaba descabezado, sin timonel.
Aún no sabía nadie si el atentado había
sido una venganza puntual contra Indira
o si formaba parte de un complot más
amplio para acabar en golpe de Estado.
De eso trataban las conversaciones
susurradas en los pasillos del hospital
entre miembros del gobierno y de la
oposición, mientras el vicepresidente
departía con altos funcionarios del
Gobierno en un cuarto del piso inferior.
Departían sobre el futuro del país,
porque Indira ya era el pasado. Estaba a
punto de entrar en la historia. A las dos
y veintidós de la tarde, cinco horas
después de ser abatida a balazos por
hombres cuya misión era proteger su
vida, los médicos declararon que Indira
Gandhi había muerto. Diez minutos
después, la BBC daba la noticia al
mundo.
A tres mil kilómetros de distancia, el
Ambassador de Rajiv corría lo más
rápidamente posible por una carretera
estrecha y llena de baches del estado de
Bengala,
sorteando
elefantes,
carricoches,
motos,
camiones
atiborrados de mercancías y gente,
mucha gente. Quería llegar a Calcuta lo
antes posible para desde allí volar a
Delhi y quizás llegar a tiempo para
despedirse de su madre. Su recorrido de
precampaña electoral había sido
interrumpido cuando, a doscientos
kilómetros al sur de Calcuta, su coche
fue interceptado por un Jeep de la
policía. Un agente le entregó una nota:
«Ha habido un accidente en casa de la
primera ministra. Cancele todas las citas
y regrese inmediatamente a Delhi.» Por
la radio del coche que circulaba por un
paisaje de centelleantes arrozales y
aldeas de adobe, Rajiv se enteró de que
su madre había sido tiroteada por sus
escoltas y transportada al hospital,
donde los médicos intentaban salvarla.
Reaccionó con aplomo y tranquilidad,
quizás porque todavía albergaba una
leve esperanza de que sobreviviese.
Después de dos horas y media de
estrepitoso viaje, cuando estaban a unos
cincuenta kilómetros de Calcuta, un
helicóptero de la policía interceptó su
coche. Rajiv subió al aparato, que lo
dejó en el aeropuerto, donde un Boeing
de Indian Airlines le estaba esperando
para llevarlo a casa. Hizo el viaje en
cabina, con los pilotos, que estaban en
contacto por radio con la capital. La
ausencia de noticias le hizo sentir que ya
no volvería a verla viva. Fue a través de
una comunicación llena de interferencias
como se enteró por fin de que había
fallecido. Se quedó quieto, sin hablar,
sin llorar. Los Nehru no lloran en
público cuando son golpeados, eso le
habían enseñado siempre. Parecía que la
noticia no le hubiera sorprendido, quizás
porque le embargaba un cierto sentido
de la fatalidad parecido al que tenía su
madre.
En el hospital, después del anuncio
de los médicos, Sonia pidió a Pupul que
la acompañase a casa a por ropa para
vestir a Indira para su último viaje.
Además, Sonia estaba deseando ver a
sus hijos y salir de ese hospital invadido
de gente. Fuera, la actividad de las
calles parecía normal. La noticia
todavía no había trascendido.
Cuando llegó a casa y sus hijos le
preguntaron: « ¿Cómo está la abuela?»,
Sonia se vino abajo. Sus sollozos
ahogaban sus palabras. ¿Pero eran
necesarias las palabras? Rahul se aferró
a su madre y Priyanka corrió al interior
de la casa y regresó con el inhalador.
Sonia no lo necesitó y poco a poco fue
calmándose. Luego, después de darles
todas las explicaciones, Pupul y Sonia
fueron al vestidor de Indira. Para su
viaje final, le eligieron uno de sus saris
favoritos, color rosa viejo, y un corpiño
que había sido un regalo de un viejo
sabio que ella admiraba mucho.
Los niños no quisieron quedarse en
casa. También ellos querían ver por
última vez a su abuela, y no querían
dejar a su madre en ese estado, de modo
que Sonia y Pupul se los llevaron de
vuelta al hospital. El ambiente de la
calle había cambiado por completo. Las
tiendas estaban cerrando. «Veíamos a
hombres con caras de ansiedad
pedaleando con rapidez para volver a
casa», diría Pupul. A medida que se
acercaban al hospital, vieron a cada vez
más gente caminar en la misma
dirección. Tanta era la afluencia que la
policía bloqueó la entrada principal, de
modo que tuvieron que utilizar una
entrada de servicio.
A la misma hora, Rajiv aterrizaba en
el aeropuerto Palam con un nudo en el
estómago. No estaban ni Sonia ni sus
hijos para recibirle, los únicos que de
verdad hubiera querido ver en ese
momento. En cambio, en la pista, a pie
de escalerilla, le esperaban sus
ayudantes, algunos amigos y, sobre todo,
muchos políticos del Congress. Ya
estaban allí. Rajiv supo enseguida lo
que venían a pedirle. Venían a exigirle
que, le gustase o no, fuese el próximo
primer ministro de la India.
Unos amigos lo condujeron al
hospital. También ellos estaban de
acuerdo con la idea de que él debía
suceder a su madre. Nadie parecía
disentir de lo que era considerado como
ley de vida. Además, era lo mejor que
podía pasarle para su seguridad y la de
su familia, porque dispondría de todo el
poder del Estado para protegerle. Era un
argumento poderoso, que hizo mella en
Rajiv.
-Pero eso lo tienen que decidir el
partido y el presidente de la República -
objetó-. El presidente es el encargado
por ley de escoger a la persona que debe
formar gobierno.
-Ya ha tomado la decisión.
-¡Pero si no está en Delhi!
-Ya lo ha hecho saber. Tienes que
aceptar, Rajiv, es lo mejor para
vosotros.
En el avión en el que regresaba de
un viaje oficial a Yemen, interrumpido
por la noticia del asesinato de Indira, el
presidente de la República, viejo amigo
de la familia Nehru, ya había tomado la
decisión de pedirle a Rajiv que fuese
primer ministro. Y además que asumiese
el cargo de inmediato, ya mismo, sin
dejar pasar más tiempo. El momento era
de una extrema importancia. La muerte
de Indira a manos de pistoleros sijs
hacía temer un estallido de violencia
entre comunidades, la pesadilla de todo
dirigente indio. Por eso era urgente
evitar el vacío de poder, para mantener
el país unido frente a semejante amenaza
que podía acabar con el orden
constitucional y, en definitiva, con la
India como nación. Así se lo hizo saber
el miembro decano del partido, en el
mismo aeropuerto: «No debemos dejar
el trono vacío, es muy peligroso.»
Cuando, más tarde, el presidente de la
República explicó las razones de su
elección, dijo que tenía que escoger a un
nuevo primer ministro del Congress,
porque era el partido con mayoría
aplastante en el Parlamento. ¿Y quién
mejor que Rajiv, que tenía una
reputación intachable y era joven e
inteligente? Existía otra razón, que no
tenía nada que ver con los méritos
profesionales de Rajiv, y es que esa
elección es la que le hubiera gustado a
Indira. «Conocía su manera de pensar y
lo que quería -confesó el presidente-,
aunque
nunca
lo
discutimos
específicamente. Simplemente, sabía
cómo era ella.» De modo que Rajiv se
encontró en un callejón sin salida.
Desde el más allá, la voz de su madre
retumbaba en sus oídos. Si no la había
abandonado nunca en vida, ¿iba a
hacerlo ahora en la muerte? ¿No había
tomado ya la decisión de entrar en
política? ¿No era lo que le pedía el país
la lógica consecuencia de ello? Nunca
había querido ser primer ministro, a lo
sumo tener un cargo en el gobierno, pero
a veces la vida se acelera y no deja
elegir.
En su recorrido por los pasillos del
hospital, Rajiv se fue encontrando con
toda una serie de personajes que habían
formado parte de la vida de su madre,
incluyendo a una llorosa Maneka, al
inefable gurú Dhirendra Brahmachari,
que repetía que Indira tenía que haberle
escuchado para conjurar el peligro que
se cernía sobre su vida, a ministros y
funcionarios, ayudantes y secretarios
que lloraban en pequeños corros. Los
barones del partido estaban todos en el
hospital y aprovecharon su llegada para
hacerle saber que lo querían como
nuevo líder del Congress y, en
consecuencia, nuevo líder de la nación.
Todos daban por hecho que hablaban
con el futuro primer ministro. «Tienes
que aceptar -le decían-. Si no por ti,
hazlo por tu mujer e hijos, por vuestra
seguridad. Y por tu madre, por la
memoria de tu abuelo, por la familia,
por la India.»
Eran las tres y cuarto de la tarde
cuando Rajiv llegó a la sala adjunta al
quirófano. Se fundió en un abrazo con
Sonia, que rompió en sollozos. Quizás
se acordaba de aquella primera cita con
Indira en Londres, cuando le había
entrado un pánico cerval a conocerla.
¿Quién iba a pensar entonces que la
querría tanto, y que les dejaría así, solos
ante el abismo?
Rajiv abrazó luego a los niños, que
estaban muy asustados. La ola de terror
que el atentado había desatado se había
propagado como una epidemia. ¿No
había jurado un grupo de fanáticos,
después de la Operación Blue Star,
exterminar a los descendientes de Indira
hasta la centésima generación? ¿Quién
sería el próximo? «... ¿Papá, mamá,
nosotros?» ¿Quién sabía si detrás de
cualquier enfermero, de cualquier
visitante, de cualquiera de los muchos
que recorrían los pasillos de ese
hospital no se escondía otro terrorista
asesino? ¿Dónde se detendría la furia
vengadora de los extremistas sijs?
No tuvo mucho tiempo de consolar a
su familia porque la gente le solicitaba
constantemente. El país exigía su
atención, sin siquiera darle tiempo a
llorar la muerte de su madre y
tranquilizar a los suyos. «Recuerdo que
sentí la necesidad de estar a solas con
él, aunque sólo fuese un momento», diría
Sonia. Se lo llevó a un rincón del
quirófano, a pocos metros de donde los
médicos estaban cosiendo el cadáver de
Indira. Olía a formol y a éter. La blanca
luz de los neones mostraba con toda su
crudeza las facciones devastadas del
rostro otrora suave de Rajiv.
-Me van a hacer primer ministro -le
dijo en un susurro.
Sonia cerró los ojos. Era lo peor que
podía haber escuchado. Era como el
anuncio de una segunda muerte en el
mismo día. Rajiv le cogió ambas manos,
mientras siguió susurrándole las razones
que le obligaban a aceptar el cargo.
-Sonia, ésa es la mejor manera de
protegernos, créeme. Dispondremos de
la máxima protección. Ahora, es lo que
necesitamos.
-Vámonos a vivir a otro sitio...
-¿Y crees que estaremos seguros en
otro país? Estamos todos en la lista
negra de los extremistas, y esos
fanáticos son capaces de golpear en
cualquier lugar. No, Sonia, no nos queda
más remedio que vivir protegidos
constantemente, por lo menos hasta que
la amenaza remita.
Sonia lloraba desconsoladamente.
Sabía lo que eso significaba.
Significa tener que vivir en un
entorno claustrofóbico, que los niños no
podrían disfrutar de una existencia
normal... ¿Era eso vivir? ¿Y la felicidad
en todo esto? ¿Esa felicidad a la que se
habían tan cómodamente acostumbrado?
-Te lo suplico, Rajiv, no dejes que te
hagan esto -le rogó Sonia.
-Te aseguro que es por nuestro bien.
-¿Por nuestro bien? Pero si ese
sistema de protección del que hablas ha
demostrado ser totalmente ineficaz. ¡Una
primera ministra tiroteada en su propia
casa, y ni siquiera el equipo de
emergencia más básico a mano...! ¿Te
das cuenta?
-La avisaron de que debía prescindir
de sus guardias sijs, pero no hizo caso...
-¿Qué quieres decir, que se lo
buscó?
-Tendría que haber escuchado al jefe
de la policía y al de Inteligencia.
Seguiría ahora con nosotros, si lo
hubiera hecho.
Él la abrazó de nuevo. Ella
prosiguió:
-Dios mío, te matarán a ti también.
-No tengo elección, me matarán de
todas maneras, esté o no en el poder...
-Por favor, no aceptes, diles que
no...
-No puedo, mi vida. ¿Te imaginas
seguir viviendo como si nada, siempre
con miedo, aquí, en Italia o en donde
fuese?.. Es lo que pasaría si no acepto.
Así es como tienes que verlo. Es mi
destino.
Nuestro
destino...
Hay
momentos en que la vida no te deja
elegir porque no hay elección posible.
Ayúdame a aceptarlo.
-¡Oh no, Dios mío, no!... -musitaba
Sonia inmersa en un mar de lágrimas-.
Te matarán, te matarán... -repetía
mientras el secretario oficial de Indira,
P.C. Alexander, vino a interrumpirles.
La rueda de la sucesión no podía
esperar. Era urgente ponerla en marcha.
Cogió a Rajiv del brazo.
-Tenemos que organizar la toma de
posesión -dijo en voz baja.
-Voy a casa a cambiarme de ropa -le
contestó Rajiv-. Estaré antes de las seis
en el palacio del presidente de la
República.
Entonces Sonia supo que no había
nada que hacer, que de nuevo tenía que
doblegarse ante unas fuerzas que le
sobrepasaban y que nunca podría
controlar. ¿Qué podía hacer ella contra
un país que se había quedado huérfano y
que reclamaba la cabeza del hijo?
Cuando Rajiv le dio un beso en la frente
y se separó lentamente de ella, Sonia,
presa de una indefinible sensación de
melancolía, sintió un desgarro en las
entrañas, como cuando estaba en el
Ambassador sosteniendo la cabeza de
una Indira moribunda entre sus brazos.
Por la tarde de ese mismo día tuvo
lugar la ceremonia de toma de posesión
de Rajiv Gandhi como sexto primer
ministro de la India en el salón Ashoka
del Palacio del Presidente de la
República, el mismo lugar donde su
abuelo y su madre habían sido
investidos para el mismo cargo. De los
seis primeros ministros, tres habían
pertenecido a la misma familia y los
otros tres habían sido muy breves. En
treinta y seis años de independencia, los
Nehru habían sido primeros ministros
durante treinta y tres años. Indira había
sido la tercera en morir en el cargo,
pero la primera de una muerte violenta.
No fue una ceremonia animada, como
correspondería
en
circunstancias
normales. Allí estaba un hombre joven,
a quien no le habían dado tiempo para
asimilar la muerte de su madre y su
repercusión en la nación, empujado a
aceptar el papel más difícil y exigente al
que podía aspirar cualquier ciudadano
de la India. Sin quererlo ni desearlo.
Antes de aceptar, Rajiv había dejado
claro que mantendría el gobierno
anterior, sin miembros nuevos ni
cambios de cartera. A continuación tuvo
lugar su primer consejo de ministros, en
el que el debate giró en torno a los
funerales de Indira. Decidieron instalar
la capilla ardiente en Teen Murti House,
la antigua residencia de Nehru, el
palacete donde Rajiv había pasado su
infancia. Usha, la fiel secretaria, fue de
las primeras en llegar y así describió a
su antigua jefa, tendida en el féretro, el
cuerpo amortajado pero el rostro
descubierto: «Su cara estaba hinchada y
sin color. Mejor que no se hubiera visto
así porque no se hubiera gustado, ella
que siempre iba tan bien arreglada y que
cuidaba tanto su apariencia.» Lo mismo
debió de pensar Sonia. La televisión
captó un momento corto e intenso, un
gesto que quedó grabado en la memoria
de millones de indios y que hablaba,
más que cualquier declaración escrita o
expresada oralmente, del vínculo que
unía a ambas mujeres. Sonia, serena,
pasó un pañuelo por la comisura de los
labios de Indira para secarle el brillo de
la piel. Como si en lugar de muerta
estuviera viva y siguiese necesitando sus
cuidados. La lealtad sobrevivía así a la
muerte.
Pasadas las once de la noche, el
nuevo primer ministro apareció en
televisión, en un discurso que fue
retransmitido por radio al mundo entero.
Sonia estaba en el estudio de grabación,
el corazón partido al ver cómo el poder
había secuestrado a su marido,
utilizando sin escrúpulos los apellidos
Nehru-Gandhi para mantener el país
unido en tiempo de crisis. ¿No era una
crueldad haber pedido a alguien con tan
poca veteranía en política como su
marido que aceptase un cargo que
precisaba de tanta experiencia, al menos
en esos tiempos tan difíciles?
«Indira Gandhi ha sido asesinada empezó diciendo Rajiv ante las
cámaras-. Sabéis cuán cerca de su
corazón estaba el sueño de una India
próspera, unida y en paz. A causa de su
muerte prematura, su labor ha quedado
interrumpida. A nosotros nos toca
acabarla.»
Su discurso, y el tono de emoción
contenida con el que lo pronunció,
recordó a muchos el discurso que hizo
su abuelo Nehru tras el asesinato de
Gandhi. Entonces Nehru tuvo miedo de
que los musulmanes fuesen culpados del
magnicidio, por eso se apresuró en decir
alto y claro que el culpable había sido
un fanático hindú. Treinta y seis años
más tarde, Rajiv Gandhi no hizo
referencia alguna a los asesinos de su
madre, o a sus motivos. Aludió a la
naturaleza religiosa del asesinato
cuando hizo un llamamiento a la calma y
a la unidad, diciendo que nada le dolería
más al alma de Indira Gandhi que un
brote de violencia en cualquier lugar del
país.
Pero la violencia ya había estallado.
Primero empezó en los alrededores del
hospital, cuando varios taxis conducidos
por sijs fueron apedreados y un templo
sij, incendiado. Cualquier hombre
enturbantado
parecía
de
pronto
sospechoso. Los vecinos sijs recogieron
a sus niños de las calles, se encerraron
en casa, bajaron las persianas y
apagaron la luz, procurando hacerse
invisibles. Las mujeres miraban
espantadas entre las rendijas. Algún sij
corría a buscar refugio. Para otros, no
había refugio. Sabían que el asesinato de
Indira Gandhi los habían convertido en
blanco de la ira del pueblo. Al caer la
noche, se formaron grupos de gente en
las callejuelas, la mayoría hindúes,
algunos con palos en la mano, otros
incitando a la caza del sij. Fue una
noche negra, aún más oscura por la
oleada de odio y terror que se abatió
sobre la ciudad, que apenas durmió. La
intensidad de las matanzas aumentaba a
medida que surgían rumores de que los
sijs habían envenenado los depósitos de
agua potable de la capital, o de que un
tren lleno de hindúes que venían del
Punjab había sido atacado. No eran
verdad, pero la gente los creía. Bandas
de gamberros, que al principio
destrozaban
casas
y
comercios
propiedad de sijs, sacaron luego de sus
hogares a hombres y niños con turbante
para despedazarlos a machetazos frente
a sus mujeres horrorizadas. En las
calles, grupos de matones se
abalanzaban sobre los sijs, a los que
daban palizas de muerte o rociaban de
gasolina para prenderles fuego. Familias
enteras fueron acuchilladas en trenes y
autobuses. La policía no se atrevía a
intervenir, por pura desidia y también
porque en el fondo estaban de acuerdo
en vengarse de esa turbulenta minoría.
Durante tres días, mientras miles de
personas desfilaban ante el cuerpo de
Indira Gandhi, entre los que se
encontraban estrellas de cine, jefes de
Estado, líderes políticos, amigos,
familiares y miles de ciudadanos que
nunca habían conocido a Indira pero que
sentían profundamente su pérdida, la
orgía de violencia siguió extendiéndose.
Más de dos mil coches, camiones y taxis
ardieron, así como un rosario de
fábricas propiedad de familias sijs,
como la de Campa Cola, la respuesta
india a la Coca -Cola, que pertenecía a
un antiguo amigo de Sanjay que les
había ayudado en tiempos de penuria.
Los periodistas documentaron un
episodio particularmente atroz en un
barrio de la margen derecha del río
Yamuna, donde un grupo bien
organizado dio muerte de manera
sistemática a todo sij frente a la
pasividad de la policía. Ni siquiera les
daban la oportunidad de salvarse porque
prendían fuego a las casas con sus
habitantes dentro. Una de las periodistas
que fue testigo de lo ocurrido llamó por
teléfono a Pupul: «Por favor, haz algo, la
situación es trágica», le dijo con voz
asustada. Pupul se quedó perpleja. Hasta
hacía muy poco tiempo, hubiera sabido
qué hacer. Habría cogido el teléfono y
hubiera llamado a su amiga Indira, que
habría actuado inmediatamente. Pero
ahora no sabía a quién dirigirse. De
modo que llamó al ministro del Interior
que casualmente estaba reunido con
Rajiv en el número 1 de Safdarjung
Road. Le explicó las masacres, las
violaciones, el horror de lo que estaba
ocurriendo a menos de diez kilómetros
de donde se encontraban. «Hable con el
primer ministro», le dijo, y acto seguido
le pasó a Rajiv. Pupul le repitió lo que
ya había contado. «Me era difícil
dirigirme a Rajiv como primer ministro,
me era difícil entender que el enorme
poder y la masiva autoridad de Indira
ahora recaían en él» Rajiv la hizo ir a su
casa, donde Pupul contó con más detalle
todo lo que sabía. El primer ministro
parecía desconcertado e indeciso.
-¿Qué hago, Pupul? -le preguntó.
-No me corresponde decir lo que
debe hacer el primer ministro -le
contestó ella-. Te puedo decir lo que tu
madre hubiera hecho. Habría llamado al
ejército y hubiera mantenido el orden a
toda costa. Habría salido en televisión y
con todo el prestigio de su cargo hubiera
dejado bien claro que bajo ningún
concepto consentiría las masacres.
-Ayúdame a redactar un discurso
como los que hubiera hecho mi madre le pidió Rajiv mientras la acompañaba
hasta la puerta-. Por favor, hazlo ya, es
urgente.
Pupul lo hizo, pero cuando se sentó
frente al televisor, no apareció Rajiv,
sino el ministro del Interior. Pupul pensó
que no era una presencia suficientemente
contundente para calmar los ánimos. Le
pareció que el discurso carecía de la
angustia del hijo y de la autoridad de un
primer ministro. De hecho, el ejército no
fue llamado a intervenir esa noche por
miedo a inflamar aún más los ánimos, de
modo que el terror y la barbarie
continuaron. Esa indecisión fue atribuida
por muchos a la inexperiencia de Rajiv.
Pero la verdad es que estaba superado
por los acontecimientos, todavía bajo el
trauma de haber perdido a su madre y de
encontrarse con las riendas del poder,
sin saber realmente cómo funcionaban
los resortes de ese poder.
Entre los sijs cundía tal pánico que
por primera vez en su vida, muchos de
ellos se quitaron el turbante y se
cortaron las barbas y el pelo para
salvarse. Unos cien mil huyeron de la
capital. El escritor Kushwant Singh se
refugió con su mujer en la embajada de
Suecia: «Lo que las turbas buscaban
eran los bienes de los sijs, los
televisores y las neveras, porque somos
más prósperos que los demás. Matar y
quemar gente viva sólo era parte de la
diversión.» Al anochecer, grupos de sijs
se dispersaban por la ciudad buscando
refugio. Dos de ellos llegaron a casa de
Pupul, y sorprendieron a la mujer del
dhobi, el lavandero, que a esas horas
debía estar participando en los
disturbios. Ante los gritos de susto de la
mujer, los sijs salieron corriendo, pero
Pupul les hubiera dado cobijo esa
noche, como lo hicieron también muchas
familias hindúes. De la misma manera
que muy pocos sijs habían sido
seguidores de Brindanwale, muy pocos
hindúes querían vengarse de los sijs.
Pero los que lo hicieron fueron de una
crueldad que recordaba a los tiempos de
la Partición. En tres días, unos tres mil
fueron masacrados.
Por la tarde del 2 de noviembre,
Rajiv salió por fin en televisión
exigiendo el fin de la violencia. «Lo que
ha ocurrido en Delhi desde la muerte de
Indira Gandhi es un insulto a todo lo que
ella defendía», dijo claramente. Al día
siguiente, por fin mandó intervenir al
ejército, que impuso el toque de queda y
entró con tanquetas en los barrios más
conflictivos con orden de disparar a
todo el que fuera sorprendido en
flagrante delito de agresión.
El 3 de noviembre, mientras la paz
se imponía por la fuerza, tenía lugar la
cremación de Indira muy cerca de donde
había tenido lugar la de Nehru y la de
Sanjay, en la ribera del río. Rajiv dio
siete vueltas a la pira funeraria de su
madre, antes de plantar una antorcha
entre los troncos de sándalo. Las llamas
fueron prendiendo mientras el sol teñía
de naranja, rojo y oro el cielo. Asistía
un
impresionante
elenco
de
personalidades, entre las que se
encontraban George Bush padre, la
Madre Teresa, miembros de la realeza
europea, artistas y escritores, magnates
de los negocios, científicos y jefes de
Estado. Para una elegante señora vestida
de negro, estos funerales revestían una
importancia muy particular. Margaret
Thatcher recordaba las cálidas palabras
de Indira cuando pocas semanas atrás la
llamó después del atentado del IRA.
«Tenemos que hacer algo contra el
terrorismo... », le había dicho.
La silueta de Rajiv entre las llamas
que devoraban el cuerpo de su madre
quedó grabada para siempre en los ojos
de todo un pueblo, como una antorcha de
esperanza. «Todo era caos a su
alrededor -escribió un conocido
periodista- pero él daba una imagen de
confianza,
parecía
controlar
la
situación.» La Dama de Hierro británica
comentó: «He visto en Rajiv el mismo
auto control que tenía la señora
Gandhi... » La que estaba absolutamente
desconsolada, y no lo escondía, era
Sonia. «Si alguien hubiera pintado la
escena -dijo Margaret Thatcher-, su
propio dolor hubiera bastado para
comunicar el sentimiento general.»
Paradójicamente, no había una enorme
multitud de gente humilde, de los
millones que habían venerado a Indira
como a una diosa. El miedo a los
altercados y la atmósfera de violencia
que reinaba en la ciudad disuadieron a
muchos de ir a rendirle su último
homenaje.
Fiel a las instrucciones que había
recibido de su madre hacía poco tiempo,
una mañana Rajiv cogió la urna de
bronce que contenía las cenizas v se
embarcó en un avión de la Fuerza Aérea
india. Después de una hora de vuelo,
sobrevolaba la cordillera del Himalaya,
una cresta de picos blancos que se
extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Le abrieron una compuerta en el suelo
del avión que dejó entrar un aire helado.
Rajiv, tocado un gorro de astracán,
vestido con un chaquetón de piel,
gruesos guantes forrados y llevando una
máscara de oxígeno, cogió la urna,
también envuelta en una bolsa de piel
para que su contenido no se congelase,
la abrió y dejó caer las cenizas sobre las
montañas, tal y como manda el ritual,
para que la muerte volviese a la vida,
trece días después de que Indira Gandhi
hubiese entrado en la historia.
35
Rajiv no tuvo un minuto para
detenerse a conjurar su propio dolor. La
vida política continuaba y los jefes del
partido le aconsejaron adelantar las
elecciones
generales.
Querían
capitalizar el voto de simpatía que el
asesinato de Indira era susceptible de
provocar. Rajiv entendió que esas
elecciones eran muy importantes para él,
porque le servirían para adquirir
legitimidad popular y no parecer
únicamente que había sido designado a
dedo por los seguidores de su madre. De
modo que fijó la fecha de votación para
el 26 de diciembre de 1984. Quiso que
Sonia le acompañase de nuevo a hacer
campaña en la circunscripción de
Amethi, donde Maneka, con su hijito en
brazos, se presentaba como candidata
rival. Sonia era ahora la primera dama
del país, y sólo pensarlo le daba vértigo.
El destino no podía haber elegido
alguien menos predispuesto para asumir
ese papel. Un papel que hubiera llenado
de orgullo y satisfacción a la mayoría de
las mujeres, pero que a ella le producía
melancolía, porque le hacía añorar su
antigua vida. ¡Qué lujo era vivir con
seguridad! ¡Qué lujo poder dedicarse a
restaurar cuadros, salir con las amigas,
ser libre y llevar una vida anónima!
Estaban todavía tan traumatizados que
antes del viaje a Amethi, y coincidiendo
con el 68.0 cumpleaños de Indira, Rajiv
y ella redactaron sendas instrucciones:
«En caso de mi muerte o la de mi mujer
Sonia en accidente, dentro o fuera de la
India, nuestros cuerpos deben ser
repatriados a Delhi y quemados juntos,
según el ritual hindú, en un lugar a cielo
abierto. Bajo ninguna circunstancia
nuestros cuerpos serán quemados en un
crematorio eléctrico. Según nuestra
costumbre, nuestro hijo Rahul deberá
encender la pira... Es mi deseo que
nuestras cenizas sean esparcidas en el
Ganges, en Allahabad, donde lo fueron
las cenizas de mis antepasados.» ¿No
decía el refrán que la cobra muerde
siempre dos veces, o sea que una
desgracia nunca llegaba sola?
Sonia, vestida con saris blancos,
como correspondía al luto por su suegra,
descubrió que ahora se encontraba
mucho más a gusto entre la multitud de
Amethi. «Me convertí en asidua de ese
lugar -escribiría más tarde-o Conocía a
la gente y sus problemas, y ya no me
sentía una extraña entre ellos.» Pero la
ausencia de Indira se hacía sentir
cruelmente. Había sido el centro del
universo familiar, una personalidad
fuerte, fiable, siempre presente para
guiar, aconsejar, animar y rodear a los
suyos. El vacío era abismal. Rajiv se
había quedado huérfano, sin la última
figura de su familia. Un día, estaba
Sonia buscándole en casa, pero nadie
parecía saber dónde se había metido.
Por fin lo encontró en el antiguo estudio
de Indira, observando objetos y fotos de
su madre, como si estuviera rastreando
su huella. «Parecía muy perdido y muy
solo -escribiría Sonia-. Muy a menudo
sentía intensamente su ausencia.» Era
inevitable. Allá donde iba, aun en los
confines más remotos del subcontinente,
veía carteles con la cara de su madre,
siempre acicalada con su mechón de
pelo blanco bien visible y saludando
con la palma de la mano hacia arriba.
Siempre alguien le hablaba de ella, de la
última visita que había realizado allí, de
lo que había hecho por esa comunidad,
de los niños que había bendecido y hasta
del funcionario que había reprendido.
Indira había dejado su huella en todo el
país, y a Rajiv a veces le parecía que
seguía viva, que estaba a punto de
aparecer para reconfortarlo y darle
ánimos. No le quedaba más remedio que
hacer acopio de sus reservas de coraje y
fortaleza mental para enfrentarse con
estoicismo al recuerdo de su madre.
La gira electoral de Rajiv por el
todo el país hubiera sido triunfal de no
ser por un grave accidente que ocurrió
en la ciudad de Bhopal, en el centro de
la India, cuando un escape de gas
venenoso de una fábrica de pesticidas,
propiedad
de
la
multinacional
norteamericana Union Carbide, se
extendió por los barrios más pobres de
la ciudad, causando miles de muertos y
heridos.
Considerado
el
mayor
accidente industrial de la historia, la
tragedia de Bhopal, justo al principio de
su carrera, fue vista por muchos como un
mal augurio para el hombre que quería a
toda costa desarrollar el país y estrechar
lazos con la elite de los negocios. Rajiv
decidió inmediatamente visitar la ciudad
siniestrada. Prefería que Sonia se
quedase en casa, no fuera a ser que el
veneno de la fábrica anduviese todavía
flotando en el aire, pero ella se negó y
fue con él. Nada más llegar, quedaron
impresionados por los efectos del
envenenamiento. Los hospitales estaban
atestados de gente que había perdido la
vista, de madres que lloraban la muerte
de sus hijos, de niños huérfanos y de
hombres
desesperados
por
la
aniquilación de sus familias. Ante
semejante tragedia, sus diatribas sobre
la industrialización de la India y su
llamamiento a preparar el país para el
siglo XXI parecían palabras huecas.
Rajiv se dio cuenta de los problemas
que el propio desarrollo era capaz de
engendrar. Por lo pronto, hizo lo único
que podía hacer, desbloqueó ayuda
urgente para las víctimas y se
comprometió a que el gobierno les daría
una compensación justa. Pero eso nunca
se consiguió*.
* Véase Era medianoche en Bhopal,
de Javier Moro y Dominique Lapierre,
Planeta, Barcelona, 2001.
Rajiv arrasó en las elecciones de
diciembre de 1984, con un resultado
mejor del que jamás habían conseguido
su abuelo o su madre. Sonia le felicitó
efusivamente, a pesar de intuir que esa
noticia les acercaba un poco más al
borde del precipicio. Durante los tres
últimos años su marido había sido
diputado del Parlamento responsable
únicamente de Amethi, y uno de los
secretarios generales del partido. Ahora
tenía a su cargo quinientas cuarenta y
cuatro
circunscripciones
y
la
responsabilidad de gobernar
un
inmenso, volátil y a veces ingobernable
país gripado por un gigantesco aparato
de Estado. ¿No había escrito un político
inglés que la cordillera del Himalaya
parecía pequeña comparada con la carga
que soporta un primer ministro de la
India a sus espaldas? La dinastía había
recibido el mandato del pueblo, un
mandato a escala nacional, pero Rajiv
no se hacía ilusiones sobre las razones
de su éxito: «Ha sido sobre todo por la
muerte de mi madre... Nadie me conocía
realmente, lo que han hecho ha sido
proyectar en mí las expectativas que
tenían puestas en ella. Me he convertido
en símbolo de sus esperanzas.» Quien
perdió estrepitosamente fue Maneka, a
pesar de haber hecho una campaña muy
dinámica. La ola de simpatía por Rajiv,
y quizás el hecho de que ella fuese hija
de una familia de origen sij, la barrieron
del mapa de la política, por lo menos
momentáneamente. Ahora quedaba claro
quién era el verdadero heredero del
manto de los Nehru-Gandhi.
A Sonia y a los niños se les hizo aún
más cuesta arriba luchar para
recuperarse del trauma de la muerte
violenta de Indira porque, después de
quince años viviendo en la misma casa,
tuvieron que dejarla y mudarse a otra
considerada más segura y más apropiada
como residencia oficial del primer
ministro, y que se encontraba cerca, en
Race Course Road. Ahora que el
terrorismo se había convertido en una
realidad ineludible de la vida política
india, la familia se veía rodeada las
veinticuatro horas del día de un
impresionante despliegue de fuerzas de
seguridad. En parte se trataba de un
alarde innecesario, desplegado para
compensar todos los fallos que habían
cometido con Indira. La responsabilidad
de proteger al primer ministro ya no
recaía en una fuerza paramilitar, sino en
un grupo profesional especializado, el
Special Protection Group, creado
precisamente a raíz del reciente
magnicidio. «Su presencia puso fin a lo
que quedaba de nuestra privacidad y
nuestra libertad», dijo Sonia. De
repente, un día, se pegó un susto cuando
estaba en el jardín, con sus tijeras de
podar en la mano, y vio en la rama de un
árbol a una especie de marciano,
totalmente vestido de negro, con
pasamontañas, chaleco antibalas y
metralleta en ristre. «Estoy de guardia»,
le dijo el hombre. En otra ocasión en la
que tuvo que salir deprisa a comprar
algo al economato americano, otro
marciano, en la puerta, se lo impidió.
-Señora, no puede salir ahora.
-¿Cómo que no puedo? Necesito ir a
la embajada americana, tengo invitados
esta noche...
-Señora, tiene que acostumbrarse a
avisarnos con un poco de tiempo. No
podemos
reaccionar
de
manera
improvisada. Hay unos trescientos
agentes encargados de la protección de
su familia en este momento.
« ¡A buenas horas!», pensó Sonia,
que no tuvo más remedio que llamar a su
hermana Nadia para que le hiciera el
favor de comprar lo que necesitaba y
traérselo a casa.
Aunque era desesperante vivir así,
no
hubo
más
remedio
que
acostumbrarse. A Rajiv, los agentes de
seguridad quisieron impedirle que
siguiera con la costumbre heredada de
su madre y de su abuelo de recibir a
cientos de visitantes muy pronto por la
mañana que le hacían preguntas y le
escuchaban sentados en el césped. Pero
él insistió en mantenerla, aunque sólo
fuese tres días por semana. Era
importante que pudiese tomar el pulso
del pueblo. y también aprovechaba para
perfeccionar su hindi, que hablaba con
errores de sintaxis y a veces de
pronunciación.
En casa se despertaban a las seis de
la mañana con el morning tea que les
servían en una bandeja. A las ocho y
media, toda la familia estaba reunida
para desayunar. Rajiv se iba en seguida
y Sonia se quedaba organizando la casa
y, si tenía tiempo, leyendo y recortando
la prensa. Sus hijos habían dejado de ir
al colegio el día del asesinato de la
abuela. Según la policía, era demasiado
peligroso que fueran a un lugar donde un
hombre armado pudiera penetrar con
facilidad. De modo que ahora unos
profesores particulares llegaban hacia
las diez para darles clase en casa. Sonia
aprovechaba ese momento para salir a
hacer compras o ir a alguna exposición.
Iba siempre inmaculadamente ataviada,
porque era consciente de que su persona
era sometida a un implacable escrutinio
público. «Tiene más saris que Imelda
Marcos zapatos», decía un rumor. Lo
que tenía era la colección de saris y de
chales de Indira, en su mayoría regalos
que, en su calidad de primera ministra,
había acumulado en todos sus recorridos
por la India. Sonia los había heredado.
Por las tardes se quedaba con los
niños y buscaban maneras de distraerse
sin salir, como viendo películas de
vídeo. Los domingos quiso mantener la
costumbre de invitar a sus amigos
íntimos al brunch, aunque Rajiv rara vez
pudiese asistir, por lo ocupado que
estaba. Pero le parecía importante
mantener la apariencia de normalidad.
Todos los visitantes, incluida su
hermana Nadia y el matrimonio
Quattrochi, tenían que ser registrados y
pasar una triple barrera de detectores de
metales antes de ser admitidos. Se
juntaban en el jardín y se charlaba
alegremente en italiano, francés, inglés y
español mientras degustaban delicias
indias servidas en thalis, típicos platitos
de latón. Sonia sorprendía con algunos
platos difíciles de cocinar en la India,
como langostinos en salsa de ajo, que se
convirtió en un favorito de los
domingos.
Aparte de esos momentos robados,
la normalidad era una quimera.
Cualquier pequeño retraso de Rajiv, que
se esforzaba en comer en familia
siempre que podía, provocaba grandes
sustos. Los únicos momentos de vida
normal los tenían cuando iban de
vacaciones a Italia, en verano y por
navidades.
También
allí
había
vigilancia, aunque no tan agobiante. En
Nueva Delhi, vivían como prisioneros.
Lo que tuvo que abandonar
totalmente Rajiv fueron sus aficiones
especialmente la fotografía, en la que
había conseguido un buen nivel
profesional. No le quedaba tiempo para
escuchar sus canciones preferidas ni
para asistir a algún concierto de música
clásica india con Sonia y sus hijos. Pero
estaba resuelto a continuar siendo un
piloto competente, porque era su pasión
y además le daba una cierta seguridad
ante la incertidumbre de la política.
Pidió a un colega que le avisase cuando
estuviera a punto de caducar su licencia
de vuelo para renovarla acumulando las
horas necesarias, lo que siempre podía
hacer pilotando él mismo los aviones en
los que viajaba recorriendo el país.
Pero se le acabó el tiempo para lo que
no fuese su actividad de primer
ministro: «Para mí sólo había tiempo
para la acción». Me lancé a restaurar la
confianza, a restaurar la amistad y la
fraternidad entre comunidades que
habían vivido juntas durante siglos»,
declaró.
Rajiv había recibido de su madre
una herencia envenenada, el problema
sij. Era fundamental poder solucionarlo
para recuperar la convivencia general.
Pensó que primero había que rebajar la
tensión, de modo que empezó soltando
lastre: declaró que estaba abierto a
cualquier compromiso para solucionar
el problema siempre y cuando no
constituyese una amenaza a la integridad
de la nación; liberó a los extremistas
arrestados durante los últinl0s meses del
régimen de su madre, y se comprometió
a iniciar una investigación sobre las
matanzas de sijs en Delhi. El líder del
partido sij moderado, tan deseoso de
conseguir la paz como el primer
ministro,
acabó
firmando
los
prolegómenos
de
un
acuerdo.
Inmediatamente después, Rajiv anunció
elecciones en el Punjab para septiembre
de 1985, con el fin de transferir la
administración de ese estado a los sijs
moderados y hacerles responsables de
lidiar con los extremistas. Pero el
terrorismo continuó, con pequeñas
bombas en Delhi y en los alrededores y,
sobre todo, con la explosión de un
Boeing 747 de lndian Airlines en pleno
vuelo de Toronto a Delhi. El atentado,
que costó la vida a los trescientos
veinticinco pasajeros a bordo, fue
atribuido a dos grupos extremistas sijs.
Esa noche, Rajiv estuvo reunido con su
gobierno, y Sonia le esperó despierta
hasta las cuatro de la mañana. Era muy
consciente de la magnitud de la amenaza
que se cernía sobre su marido y tanto
ella como sus hijos vivían aterrados.
Veían a los miembros del Special
Protection Group con escepticismo. Es
cierto, estaban siempre presentes, quizás
demasiado, pero ante la audacia de los
terroristas sijs... ¿serían realmente
eficaces?
Mientras esperaba a Rajiv, Sonia
habló por teléfono con su familia en
Orbassano. Desde la muerte de Indira,
sus padres estaban muy inquietos por lo
que pudiera ocurrirles y vivían muy
pendientes
de
los
informativos.
Cualquier atisbo de orgullo que Paola,
su madre, pudiera sentir por el hecho de
que su hija fuese primera dama de la
India quedaba ensombrecido por el
temor a otro atentado. Sonia siempre les
tranquilizaba, aunque su madre era
capaz de reconocerle el miedo en la voz,
a pesar de la distancia y las
interferencias. Ese día su madre estaba
doblemente preocupada. Su hija Nadia
le había anunciado su regreso a Italia.
-Qué suerte tienes, mamá, vas a estar
cerca de las niñas... -le dijo Sonia-. En
cambio, yo voy a echar mucho de menos
a Nadia.
-Estoy muy disgustada. ¿No crees
que se pueden reconciliar?
-No, mamá... A veces es mejor así...
-le respondió Sonia, adivinando la
angustia de su madre. Su cuñado español
había seguido engañando a su hermana,
y ésta, harta ya, había decidido pedir el
divorcio. Ya no tenía sentido quedarse
en la India. Sonia se quedaba sola, en un
momento delicado, en un ambiente
apocalíptico. Tenía que ser valiente, no
había alternativa.
Rajiv mantuvo la sangre fría y no
cedió a la tentación de responder a la
violencia con más violencia, como
quizás hubiera hecho su madre.
Concedió al Punjab el uso exclusivo de
Chandigarh, la ciudad concebida por Le
Corbusier, como su capital, a cambio de
un compromiso de lealtad por parte del
partido moderado sij, y anunció medidas
económicas, como la construcción de
una presa hidroeléctrica para aliviar el
problema de la falta de energía en ese
estado. Quería jugar a fondo su baza de
ganarse a los moderados.
Pero el 20 de agosto de 1985 todo se
vino abajo de nuevo. El líder del partido
moderado que recorría los pueblos y
ciudades del Punjab pidiendo el apoyo
de la gente, «vendiendo» a los suyos el
acuerdo con Rajiv, fue asesinado a tiros.
De nuevo la tragedia, de nuevo el
impasse. Los fanáticos imponían su
tiranía, boicoteando cualquier solución
negociada. En el Parlamento de Nueva
Delhi, se empezó a dudar de la
habilidad de Rajiv para conseguir una
solución rápida al problema. Pero él no
se amedrentó y decidió seguir adelante
con las elecciones en el Punjab. De la
misma manera que el asesinato de su
madre le había catapultado al poder,
pensó que el asesinato del líder
moderado sij crearía una oleada de
simpatía hacia ese partido. Estaba en lo
cierto. Por primera vez en la historia del
Punjab, los moderados arrasaron en las
urnas. El resultado era una clara victoria
contra el extremismo.
Pero los fanáticos sijs no iban a
desaparecer sin dar batalla. En un nuevo
intento por crear tensión, volvieron a
atrincherarse en el Akal Takht, el templo
arrasado durante la Operación Blue Star
y que luego había sido reconstruido.
Alegaban esta vez que la reconstrucción
había profanado el templo; en realidad,
cualquier pretexto era válido para
recurrir a la violencia. De nuevo, les
llegaron armas por los corredores y los
túneles del complejo. En el exterior del
Templo de Oro, jóvenes extremistas
redoblaron sus ataques contra hindúes y
contra todo el que no era considerado
suficientemente devoto, como por
ejemplo los barberos y peluqueros cuya
actividad chocaba de pleno contra el
precepto sij de nunca cortarse el pelo,
ya que lo que Dios había creado debía
ser respetado, incluido el vello. Fueron
tachados de enemigos del pueblo sij y en
consecuencia fueron blanco de los
ataques de los más ortodoxos.
«Sólo cabe el recurso a una acción
militar... », al oír esta frase, Sonia se
echó a temblar. La había oído una vez,
en boca de su suegra. A la vista estaba
el resultado... El hijo se encontraba de
pronto en la misma encrucijada. ¿Era
necesario un nuevo sacrilegio, cuando el
anterior no había solucionado el
problema? ¿Dónde acabaría esta espiral
de violencia? Por si fuera poco, los
acontecimientos se repetían con macabra
similitud. Como en la ocupación
anterior, un policía fue tiroteado cerca
del templo, poniendo al gobierno contra
las cuerdas y forzando a Rajiv a tomar
cartas en el asunto.
-¿Qué vas a hacer? -le preguntó
Sonia, angustiada.
-Sitiarlos hasta que se rindan.
Desde su despacho en Nueva Delhi,
dirigió personalmente la Operación
Black Thunder. Dio órdenes estrictas al
ejército y a la policía de no entrar en el
templo bajo ningún concepto y de sellar
el recinto, bloqueando todos los pasillos
secretos, así como las vías de entrada y
salida de mercancías. La espera se hizo
larga, eterna. Los primeros días, los
terroristas disparaban al aire y lanzaban
ráfagas intimidatorias. Fuera de estas
escaramuzas, en el Templo de Oro
reinaba el más absoluto silencio. Las
aguas del estanque sagrado reflejaban
como un espejo los templos colindantes,
y todo estaba tan inmóvil que parecía
que el tiempo se hubiera detenido. Los
terroristas esperaban un ataque, hasta lo
provocaban, pero sólo obtenían el eco
de sus tiros por respuesta. Al ejército y
a la policía siempre les cabía la duda de
que pudieran abastecerse por algún
canal que escapase a su control, lo que
les mantenía en un estado de extrema
tensión. Afuera, los habitantes del
Punjab rezaban en silencio para que sus
lugares sagrados no fueran de nuevo
profanados. Sonia lo seguía todo desde
casa, en Nueva Delhi, y cada vez que
sonaba el teléfono, el corazón le daba un
vuelco. Por fin, al cabo de diez días, la
voz de Rajiv al otro lado del auricular
le dio una buena noticia:
-Se han rendido, ya está. La
estrategia ha funcionado. No ha habido
violencia ni necesidad de entrar en el
templo.
Sonia suspiró, aliviada, aunque no
del todo relajada. Vivir sin tensión era
un lujo fuera de su alcance. Los
terroristas habían fracasado en su intento
de provocar al gobierno. Como siempre
cuando se quiere repetir la historia, ésta
acaba en parodia de sí misma. Esta vez
salieron de su guarida muertos de
hambre y de sed. Más de doscientos se
rindieron. La victoria de Rajiv se hizo
aún más patente cuando la prensa
publicó fotos del interior del templo,
que mostraban el escaso respeto de los
terroristas hacia ese lugar tan sagrado.
Había restos de excrementos por
doquier, montones de ropa, objetos rotos
y manchas de sangre producto de sus
propias peleas. El descrédito fue
completo a ojos de sus correligionarios.
36
Los críticos de Rajiv, que le
acusaban de falta de carácter, tuvieron
que admitir que sus cualidades de
conciliador daban resultado. Su gran
ventaja radicaba precisamente en la
diferencia de estilo con su madre y con
la mayoría de los políticos indios en
general. Aportaba savia nueva. Creía
que las políticas socialistas de su madre
y de su abuelo gripaban el
funcionamiento y el desarrollo de la
economía. Estaba convencido de que el
License Raj, que su madre había
colaborado a apuntalar, ahogaba el
espíritu emprendedor de los indios y
fomentaba la corrupción. Agilizar
permisos contra un soborno era práctica
corriente entre los funcionarios. Como
piloto de una compañía estatal durante
catorce años, Rajiv había sufrido sus
notorias incompetencias y sabía de lo
que hablaba. Su esfuerzo por hacer que
la administración fuese más eficaz y por
relajar los controles le valió el reproche
de los intelectuales de izquierda. Según
ellos, liberalizar el comercio y relajar
los controles harían de la India un país
excesivamente dependiente del capital
extranjero. Le identificaban más con la
creciente clase media que con la India
profunda. Le acusaban de haber nacido
de pie, de hablar mejor inglés que hindi
y hasta de llevar a su familia política de
vacaciones al parque nacional de
Ranthanbore. Cogerse vacaciones era
mal visto en la India, sobre todo para un
político. Pero Rajiv quiso invitar a su
suegro a ver tigres en el mismo parque
nacional donde había pasado con Sonia
la luna de miel.
Por fin Stefano Maino había
accedido a visitar a su hija preferida.
Fueron las primeras y únicas vacaciones
de su vida, una oportunidad que Rajiv
no iba a desperdiciar, por eso se volcó
en agasajarle. También formaba parte de
aquel viaje el viejo amigo de Stefano, el
mecánico Danilo Quadra. Sonia estaba
feliz de poder recibir a su padre después
de tantos años. Intuía que sería su única
visita a la India porque Stefano nunca
había sido amante de los viajes y porque
ahora padecía del corazón y se
encontraba frágil.
-Siempre tiene miedo por ti, incluso
desde antes del asesinato de tu suegra le confesó Danilo a Sonia.
El miedo lo tenía Stefano metido en
el cuerpo desde antes de que Sonia se le
escapase de las manos, desde el día
lejano en que había comentado a su
mujer: «La echarán a los tigres.»
También sentía miedo por Rajiv, ese
bravo ragazzo como lo llamaba.
Demasiado bravo para ejercer de
político en un lugar tan convulso y pobre
como la India, pensaba Stefano. El
espectáculo
de
la
miseria
lo
conmocionó, quizás porque le recordaba
a su infancia, cuando era pastor de vacas
y el tiempo discurría con exasperante
lentitud y la tripa estaba vacía. Parecía
que las cosas no iban a mejorar nunca y
que la escasez, el tedio y las
limitaciones serían eternas, como lo
veía reflejado en las miradas de los
jóvenes en las aldeas indias. Sonia lo
recriminaba constantemente porque era
muy proclive a dar generosas limosnas:
«Como sigas así, vas a tener a todos los
mendigos de la India persiguiéndote» le
decía ella, recordándole que la mayoría
de los mendigos trabajaban para las
mafias y que más valía dar dinero
directamente a los que se ocupaban de
los pobres. Pero este hombre parco en
palabras y que parecía tan duro no hacía
caso porque no podía resistir la sonrisa
de un niño que metía la mano por la
ventana abierta del coche. Al final del
viaje, cuando volvieron a Nueva Delhi,
su amigo Danilo se lo confirmó a Sonia,
alzando los hombros en signo de
impotencia: «No hay nada que hacer, le
gusta dar dinero a todo el mundo.»
Stefano Maino fue siempre fiel a su
propia memoria.
Rajiv era demasiado «occidental»
como para poder disimularlo, y hasta
muy british en sus modales y en la
manera de contener sus emociones. Una
vez, defendiéndose de un ataque de la
oposición dijo que ésta quería hacer
regresar a la India a la Edad Media, un
modismo que pertenece a la historia
europea y no a la india. También era
cierto que su grado de identificación con
los pobres no era tan intenso como el de
su madre o su abuelo, pero pensaba que
si la clase media urbana se enriquecía,
eso acabaría beneficiando a los pobres
de las aldeas. Los viejos dinosaurios del
partido le recordaban que lo importante
era mantener la lealtad de los votantes,
que en su inmensa mayoría eran pobres
de solemnidad. ¿Qué sentido tenía hacer
una política que no les beneficiase a
corto plazo? ¿Acaso quería Rajiv que el
partido
perdiese
las
próximas
elecciones? El joven primer ministro se
encontraba atrapado entre dar mayor
libertad a los empresarios para ganar
dinero, y mantener la fidelidad de la
base, de los pobres. Ése era su gran
desafío, y sabía que no iba a ser fácil
ganarlo. Para luchar contra el sambenito
de
«primer
ministro
de
los
privilegiados» que sus detractores
querían colgarle, y que en una
democracia de pobres era muy
perjudicial, hizo lo que hubiera hecho su
madre: recorrer el país de manera
exhaustiva. Hasta participó en una gran
peregrinación para mejorar su imagen
con las masas. Según Sonia, que le
acompañaba en muchos de sus
recorridos, su marido era incansable.
«Caminaba tan rápido que tenía que
pedirle que ralentizase el paso para que
los demás pudieran seguirle. Como se
había acostumbrado a no dormir más de
cuatro o cinco horas al día, solía echar
una cabezadita entre las distintas
paradas, dándome instrucciones de
despertarlo si alguien le estaba
esperando. A veces, le dejaba dormir
unos minutos más... Luego protestaba,
pero por lo menos descansaba.» Sonia
fue testigo del sentimiento que
despertaba en el pueblo. «La gente
respondía más a su encanto personal que
al puesto que encarnaba. Daba igual que
se encontrara en una aldea tribal del
norte, una ciudad en Tamil Nadu, en el
corazón del Punjab rural o en las
chabolas de Bombay. Rajiv no
pertenecía a ninguna casta, etnia o
grupo. Era indio y todos le consideraban
uno de los suyos.» Conducía su propio
todoterreno en las zonas rurales. Allá
donde había gente esperando, se detenía
a charlar. «Si nos retrasábamos contaría Sonia-, le seguían esperando
pacientemente para hablar con él, para
verlo. En sitios remotos, bien entrada la
noche, un campesino acercaba una vieja
lámpara de aceite a su rostro y yo veía
surgir un destello en sus ojos al
reconocer su sonrisa. Nos pedía que le
acompañásemos para presentarnos a su
familia, ponerle nombre a sus recién
nacidos, desear suerte a los jóvenes
matrimonios de la aldea.» Qué lejos se
veía la vida de Nueva Delhi desde esos
remotos rincones... desde las chozas
donde compartían su escasa comida,
donde escuchaban atentamente la
descripción de sus privaciones y donde
les hacían preguntas para averiguar
cómo poder ayudarlos. «Veo mucho
amor en los ojos de la gente -dijo Rajiv, y amistad, confianza, pero sobre todo
esperanza.» Rajiv creía firmemente que
la tecnología podía eliminar, o por lo
menos mitigar la pobreza. Se acordaba
de su madre, y de los esfuerzos que
había realizado para poner en marcha la
revolución verde, llevando a científicos
al campo y organizando encuentros con
políticos locales y campesinos. Cuando
le criticaban por destinar grandes sumas
de dinero del presupuesto del Estado a
centros de investigación científicos, se
defendía diciendo que los granjeros del
Punjab nunca hubieran tenido éxito de no
haber tenido acceso a cultivos de tejidos
y a la ingeniería genética. «Podemos
tener fallos si experimentamos -decía-,
pero si no lo hacemos no llegaremos
nunca
a
ninguna
parte.»
Las
contradicciones de la India eran
sangrantes: ¿Cómo era posible lanzar
satélites al espacio y no ser capaces de
proveer de agua potable a la población?,
se preguntaba. Fue descubriendo que no
era por falta de tecnología, sino por la
incapacidad de aplicar la tecnología a
los problemas de los pobres. De ahí
surgió una idea suya que llamó Misiones
Tecnológicas, un ambicioso programa de
investigación en seis áreas que Rajiv,
después de sus recorridos por las zonas
rurales, identificó como prioritarias:
agua
potable,
alfabetización,
inmunización, producción de leche,
telecomunicaciones
y
energías
renovables.
Como siempre ocurre con alguien
que sacude viejas estructuras e ideas,
fue objeto de escarnio. En Nueva Delhi
le tildaban de ingenuo, de querer saltar
del carro de bueyes al teléfono móvil,
algo que sin embargo terminaría por
ocurrir gracias a su visión y a su empuje
en esos primeros años de gobierno. Tres
décadas más tarde, la foto de un mahut
hablando por un teléfono móvil desde lo
alto de un elefante que transporta
troncos se convertiría en la imagen
publicitaria de una empresa de telefonía
india. Fue bajo el gobierno de Rajiv
Gandhi, y gracias a la intervención de
indios que vivían en el extranjero,
principalmente en Estados Unidos, que
se implantó un sistema de telefonía
interurbana e internacional que funciona
vía satélite y que ha llevado el teléfono
a todas partes, haciéndolo asequible a
esos pobres que vivían en el aislamiento
más completo.
También en la capital se burlaron de
su eslogan «Un ordenador en cada
colegio de pueblo para el siglo XXI».
Parecía el sueño de un hijo de papá
porque, en efecto, muchas escuelas en
las aldeas no disponían siquiera de
electricidad, o de una pizarra. Pero lo
cierto es que Rajiv entendió en seguida
el potencial de la informática, que años
más tarde serviría de locomotora a la
economía de la India, Pensaba que la
revolución industrial había conseguido
que Europa adquiriese su posición
preeminente y no quería que la India
perdiese el carro de otra revolución, la
de la electrónica y la informática.
Menos de un mes después de ser
nombrado primer ministro, redujo los
aranceles de importación de los
componentes informáticos y de los
ordenadores. Luego fue eliminando
muchos controles de la industria
informática y promovió el uso de
ordenadores en colegios, bancos y
oficinas, dando un fuerte estímulo a la
industria local. Bajo su mandato la
economía se empezó a liberalizar:
«Tenemos que librarnos de los controles
sin abandonar el control», decía. La
clase media vivió una expansión
deseada durante mucho tiempo. La gente
pudo comprar televisores, radios,
cámaras, relojes y electrodomésticos
que previamente eran inasequibles a
causa de los altísimos aranceles, tan
altos que la mayoría de esos objetos se
adquirían de contrabando. Fueron años
buenos para los consumidores y los
negocios. Por primera vez desde la
independencia, la creación de riqueza no
era considerada un crimen o un pecado.
La repercusión de estas medidas en
la vida de Sonia fue inmediata,
facilitando su labor de primera dama. En
previsión de las cenas oficiales, ya no
tenía que partir en peregrinación por los
mercados de Nueva Delhi para
conseguir queso, por ejemplo, o aceite
de oliva o una batidora. Poco a poco, el
mundo exterior empezaba a penetrar en
la India milenaria y ésta, a su vez, a
abrirse al mundo.
Pero en los años ochenta el país
seguía siendo un hervidero de
conflictos, y la labor de primer ministro
podía compararse a la de un bombero
apagando fuegos. Después del Punjab,
se dedicó a pacificar la región de
Assam, alterada por el influjo de
refugiados musulmanes que seguían
llegando de Bangladesh quince años
después de la guerra a buscar trabajo, y
a conseguir la paz con las comunidades
tribales del noreste, como los hados, los
gurkhas y los mizo, en una serie de
acuerdos que consiguieron disminuir y
hasta detener la violencia secesionista.
En esas visitas, no tenía reparos en
tocarse con aparatosos sombreros o de
vestirse con trajes locales muy
coloridos en símbolo de amistad,
exactamente como lo hubiera hecho
Indira. Se reía de sí mismo al verse así,
y aguantaba muy deportivamente que le
tomasen el pelo. Nunca perdía el sentido
del humor, y se quedaba perplejo cuando
alguien no captaba sus bromas. Cuando
Rajiv volvía a casa, se apresuraba a
enseñar a Sonia y a los niños los objetos
que le habían regalado en esos viajes, ya
fuese una vieja pipa de mujer de los
Mizo, un cesto de mimbre o una concha
esculpida, y que luego guardaba en su
despacho como auténticos tesoros. En su
fuero interno, sabía que conseguir la paz
y la seguridad de los distintos pueblos
de la India significaba también
conseguirlas para su familia, o por lo
menos eso creía hasta el 2 de octubre de
1986, cuando el conflicto sij dio un
último coletazo.
Ese día, mientras asistían a una
ceremonia para celebrar el 117º
aniversario del nacimiento del Mahatma
Gandhi en el mausoleo dedicado a su
memoria en Nueva Delhi, oyeron
nítidamente una explosión.
-Es el petardeo de un ciclomotor dijo muy seguro un miembro del Special
Protection Group.
Rajiv y Sonia se sentaron en el suelo
mientras los sacerdotes recitaban las
oraciones en memoria del padre de la
nación. Cuando la ceremonia terminó y
se levantaron para salir, oyeron más
explosiones. El guardia más próximo a
Sonia fue herido en la frente. Cundió el
pánico. La multitud gritaba mientras se
dispersaba. Rajiv protegía a su mujer
con su cuerpo cuando otros policías les
rodearon y los alejaron del lugar. «
¡...Conque un ciclomotor!», repetía
Sonia indignada. El frustrado asesino
fue inmediatamente capturado. Era un
sij, que había disparado desde lo alto de
un árbol. No hubo heridos, pero para
Sonia el intento era un recordatorio de
que no podían bajar la guardia ni un
segundo. Volvió muy alterada a casa,
con enormes ganas de abrazar a sus
hijos para comprobar que también ellos
estaban bien, porque siempre quedaba la
posibilidad de que el atentado formase
parte de una conspiración más amplia.
Pero esta vez no fue así, el sij había
actuado solo.
37
De pronto, parecía que Rajiv había
engordado.
¿Serán
los
penne
all'arrabbiata de Sonia que tanto le
gustaban los responsables de esa
prominente barriga?, se preguntaban sus
amigos con sorna. No, la culpa de ese
torso abultado bajo una camisa de
algodón era el grueso chaleco antibalas
que fue obligado a llevar desde el
último intento de atentado. De ahora en
adelante, realizaba sus viajes en uno de
dos grupos de coches idénticos, para
que nadie supiera en cuál viajaba. y
cada vez que salía, cientos de policías
patrullaban la ciudad en estado de
alerta. Los niños ya sólo veían a un
grupo reducido de hijos de amigos de
sus padres de toda la vida, que, a pesar
de ser conocidos de los guardias de
seguridad, debían someterse a cacheos
minuciosos antes de penetrar en «la
fortaleza», como llamaban a la
residencia familiar. Sonia dejó los
cursos de restauración en el Museo
Nacional, que había reanudado en su
escaso tiempo libre, y se puso a
recopilar las cartas entre Nehru e Indira
con la idea de publicarlas un día. Era un
trabajo que podía hacer en casa y que
además podía servir a su marido,
siempre en busca de buenas frases e
ideas para sus discursos. Buceando en la
memoria familiar, reconoció muchos de
los conflictos y problemas con los que
su marido se enfrentaba porque, de otra
manera y en otro tiempo, Nehru e Indira
también habían tenido que lidiar con
ellos: cómo controlar el poder de la
burocracia,
cómo
apaciguar
las
tensiones regionales, cómo sacar el país
de la pobreza... El desprecio a la
seguridad personal parecía ser un rasgo
común en la familia. Ni Nehru ni Indira
ni Rajiv sentían mucho respeto por «la
seguridad» en general, porque les
distanciaba del pueblo y les recordaba
más a una dictadura que a una
democracia. Pensaban que si alguien de
verdad quería matarlos, siempre
encontraría la manera de hacerlo. Sonia
no estaba convencida. Se estaba dando
cuenta de que si Rajiv no hubiese
acabado de primer ministro, con todo el
poder del Estado protegiéndoles, quizás
ahora estarían todos muertos. Le daban
sudores fríos de sólo pensarlo. Las
circunstancias de la vida habían metido
a su familia en una espiral que les
obligaba a huir hacia delante. Como no
existía posibilidad de detenerse ni
retroceder, Sonia no tuvo más remedio
que cambiar, aceptar su papel e
ingeniárselas para adaptarse y sacar
provecho de lo que esta vida le ofrecía.
No era fácil, porque la atípica situación
de la familia les creaba problemas
inesperados. Por ejemplo, Rahul y
Priyanka estaban llegando a la edad en
la que debían ingresar en un college.
¿Dónde mandarlos? Sonia daba por
hecho que no iban a estar más a salvo de
la venganza sij en el extranjero que en la
India, de manera que el problema se
convirtió en fuente de gran ansiedad.
Fue entonces cuando Rajiv sugirió
mandarlos al American College de
Moscú. De todos los países, la URSS
era de los más seguros y además no
había comunidad sij. A Sonia no le hizo
gracia la idea, así que por el momento la
desestimaron.
Como
primera
dama,
Sonia
acompañaba a su marido al extranjero.
Viajaban a bordo de un Boeing 747
especialmente
configurado
para
acomodar al séquito del primer ministro,
compuesto de ayudantes, ministros,
periodistas y por supuesto de una unidad
de agentes del Special Protection Group.
Durante los vuelos largos, Sonia se
enfrascaba en la lectura de un libro, su
gran afición desde la niñez, mientras
Rajiv revisaba discursos con sus
ayudantes, añadiendo toques de última
hora o alguna sugerencia inspirada por
algunas de las cartas de Nehru o de su
madre. A Rajiv le gustaban esos viajes
en los que dormía poco y trabajaba
mucho. Daba la impresión de que se
encontraba más a gusto en el extranjero
que en casa. «Es bueno estar entre
amigos», le dijo a Margaret Thatcher
nada más llegar a Londres. Sonia
procuraba hacerse lo más invisible
posible. No era fácil negarse a asistir a
recepciones en las que su presencia era
requerida o eludir hacer discursos. «Es
una mujer muy reservada a la que no le
gusta estar en el punto de mira»,
explicaba su marido, disculpándola.
Existía otra razón: no era bueno de cara
a la política interna que se hablase de
Sonia, porque automáticamente saldría a
relucir su origen extranjero, punto débil
que Maneka primero, y la derecha
fundamentalista hindú después, estaban
utilizando para desacreditar al primer
ministro.
Pero Rajiv se sentía como pez en el
agua entre estadistas internacionales. En
el fondo, se había criado entre ellos y
hablaba su mismo lenguaje. No daba la
imagen de un oscuro político del tercer
mundo, sino la de un hombre moderno y
progresista con ideas propias capaz de
medirse con cualquier líder mundial. Iba
respaldado por los logros conseguidos
en sus primeros dos años de mandato,
que sumaban más que los de ningún otro
primer ministro en un lapso de tiempo
comparable. Cuando le criticaban
porque su política de apertura
económica le acercaba a Estados Unidos
o viceversa, cuando en Occidente le
acusaban de que la India se inclinaba
hacia la Unión Soviética, a él le gustaba
repetir una frase de su madre: «Nos
mantenemos derechos, no escoramos
hacia ningún lado.» Rajiv consiguió que
el presidente Ronald Reagan hiciese una
excepción en su política de no vender a
la India tecnología que pudiera ser
desviada a países del Este. Quería una
supercomputadora
americana
para
ayudar a predecir la evolución de los
monzones con un alto grado de
precisión, algo que pensó sería de
inestimable ayuda para los campesinos.
Reagan lo entendió y accedió a la
petición.
Para Rajiv, esos viajes suponían
asistir a interminables mesas redondas,
ceremonias, conferencias y firmas de
acuerdos. Disfrutaba sobre todo
visitando laboratorios y empresas
punteras que producían los últimos
adelantos tecnológicos y se preguntaba
siempre cómo se podrían aplicar en la
India para aliviar la pobreza. En Japón,
Rajiv alabó al «primer país asiático en
haber asimilado el conocimiento
científico» y resaltó los logros de su
propio país: «En 1947, ni siquiera
producíamos tornos; hoy construimos
nuestros reactores atómicos y lanzamos
nuestros satélites al espacio.» Estaba
especialmente satisfecho de haber salido
airoso de lo que consideraba el mayor
desafío de su mandato, la sequía de
1987, catalogada corno la más severa
del siglo xx y que afectó a doscientos
cincuenta y ocho millones de personas y
a ciento sesenta y ocho millones de
cabezas de ganado. Tomó el asunto
firmemente en sus manos, manteniendo
un estrecho contacto con funcionarios
locales responsables de los programas
de
desarrollo
y
de
socorro,
asegurándose de que los excedentes de
reserva
eran
apropiadamente
distribuidos y de que los gastos de la
ayuda de urgencia se convertían en
inversiones para el desarrollo, por
ejemplo ayudando a cavar pozos de agua
y realizando obras de irrigación. Su
dedicación y la planificación casi
militar, que recordaba a muchos la
capacidad organizativa de su madre,
hizo que el país no tuviera que importar
grano y, por primera vez en su historia,
la India salía de una sequía a escala
nacional sin hambrunas, sin epidemias,
sin muertos y con un producto nacional
bruto positivo. « ¡Fue una gran
satisfacción para él!», diría Sonia.
En otros frentes, los resultados no
eran tan alentadores. En política
exterior, Rajiv había heredado una
situación viciada en Sri Lanka, creada
en parte por su madre. La antigua isla de
Ceilán era un país poblado por
diecisiete millones de habitantes, la
mayoría de cultura cingalesa y religión
budista, excepto una minoría en el norte
de dos millones y medio de tamiles, de
religión hindú, que tenían fuertes
vínculos raciales y lingüísticos con los
cincuenta y cinco millones de tamiles
que poblaban el estado indio de Tamil
Nadu. Esta minoría se había sentido
siempre marginada por la mayoría
cingalesa. Se sentían tratados como
ciudadanos de segunda, sobre todo
desde que el gobierno, en los años
cincuenta, declarase el cingalés idioma
oficial de la isla. Años de resentimiento
desembocaron en el surgimiento de una
guerrilla, los Tigres Tamiles, que
buscaba la independencia de su
territorio en la punta noreste de la isla.
Durante años, los Tigres contaron con el
apoyo discreto de la India. El jefe del
gobierno del estado indio de Tamil
Nadu, un ex actor de cine de Tamil
reconvertido
al
populismo,
les
suministraba armas, dinero y refugio.
Indira hacía la vista gorda por razones
de estrategia política interna, ya que este
hombre era su único aliado en el sur y
necesitaba su apoyo político.
En 1983, los Tigres eran tan fuertes
que intensificaron la lucha armada. El
gobierno de Sri Lanka reaccionó con
todos los medios a su alcance y de
manera brutal, de forma que el conflicto
entró en una espiral de terrorismo y
represión que reforzó aún más el deseo
de independencia de los tamiles. Las
altísimas cotas de salvajismo y de
crueldad de ambos bandos ofrecían un
contraste sangriento con la belleza
paradisíaca de la isla. La expresión
serena de los Budas esculpidos en
piedra por los antiguos moradores de la
isla parecían de pronto fuera de lugar.
Cuando Rajiv llegó al poder, se
encontró con el problema de que una
avalancha de refugiados cruzaban a la
India, huyendo de la ofensiva del
ejército de la isla. Aparte del problema
logístico que suponía alimentar y alojar
a miles de personas, existía el riesgo de
que el descontento de los tamiles de la
isla se contagiara a los del
subcontinente, alimentando el deseo de
independencia del estado indio de Tamil
Nadu, uno de los estados con
personalidad propia muy marcada, y
creando más tensiones secesionistas en
la India, como si no hubiera bastantes.
-Me recuerdas a tu madre, cuando
tuvo que enfrentarse a la primera oleada
de refugiados de Bangladesh -le dijo
Sonia-. Al principio no sabía muy bien
qué hacer.
-Lo que hay que hacer es arreglar el
problema en su origen, es lo que hubiera
pensado ella. No hay que dar razones a
los tamiles de Sri Lanka para que
vengan. El problema hay que arreglarlo
en Colombo. Como mi madre, que tuvo
que arreglarlo en Bangladesh.
Rajiv despachó una serie de
enviados especiales a Sri Lanka, cuya
misión era convencer al gobierno de la
isla para que concediese un cierto grado
de autonomía a los tamiles, dejando
entender que si el gobierno hacía las
paces con los tamiles, la India se
comprometía a cortar por completo la
ayuda a la guerrilla. Pero el gobierno de
Sri Lanka, embarcado en una solución
militar, hizo oídos sordos. Continuó con
su ofensiva e impuso un bloqueo a la
península de Jaffna, el territorio de los
tamiles en el noreste de la isla.
Gasolina, alimentos y medicinas
empezaron a escasear.
-No hacen caso. Tienen que entender
que la India no puede quedarse de
brazos cruzados. Si no nos invitan a
colaborar en la solución de un problema
que
nos
amenaza
directamente,
intervendremos sin pedir permiso.
-¿Otra guerra? -dijo Sonia-.
Piénsatelo bien.
Rajiv planificó bien la jugada. En el
bloqueo vio la oportunidad de que la
India se impusiera de una vez por todas.
Decidió mandar cinco aviones de carga
escoltados por cazas en dirección a la
península de Jaffna para socorrer a la
población, lanzando cuarenta toneladas
de arroz, medicinas y suministros
varios. Era un gesto animado de un
auténtico motivo humanitario y al mismo
tiempo de la voluntad de la India de
afirmarse como poder regional.
La presión funcionó. El presidente
de Sri Lanka acabó por firmar un
acuerdo con Rajiv, según el cual el
gobierno cingalés concedía una amplia
autonomía a los tamiles. El acuerdo
también estipulaba que una fuerza de paz
india sería trasladada a la isla. El
ejército de Sri Lanka se retiraría a sus
barracones, y los militantes de los
Tigres Tamiles serían persuadidos -o
forzados- a deponer las armas. «Este
acuerdo no sólo acaba con el conflicto declaró Rajiv-, también trae paz y hace
justicia a las comunidades minoritarias
de la isla.»
-Tu madre se sentiría orgullosa de ti
-le dijo Sonia.
Pero no era como la victoria de
Indira en Bangladesh. Rajiv había
vendido la piel antes de cazar el oso.
La mayoría cingalesa, temerosa de
que sus intereses se viesen perjudicados
por las concesiones hechas a los
tamiles, reaccionó de manera violenta a
los términos del acuerdo. Cuando Rajiv
viajó a Colombo a finales del mes de
julio de 1987 para ratificarlo, los
agentes del Special Protection Group
que
le
acompañaban
intentaron
disuadirlo de pasar revista a la guardia
de honor como requería el protocolo.
«Puede ser peligroso -le dijeron-.
Pueden haberse infiltrado elementos
incontrolados, hay mucha tensión en la
isla... »
-¿Cómo? Aquí estamos para firmar
un acuerdo que garantiza su paz y
seguridad... ¿y vais a decirles que tengo
miedo de saludar a la guardia de honor?
Sus escoltas, que conocían lo
testarudo que podía ser su jefe, no
insistieron. Hacía poco tiempo, uno de
ellos había sufrido la ira del primer
ministro en carne propia. Había osado
quejarse de que Rajiv conducía
demasiado rápido su propio Range
Rover, regalo del rey Hussein de
Jordania, con el que le gustaba
desplazarse desde su domicilio hasta su
despacho en el Parlamento, y que no le
podía seguir por las calles de Nueva
Delhi. Rajiv lo había encontrado
demasiado insolente y había pedido su
traslado. La presión del cargo hacía
surgir en Rajiv rasgos de cabezonería y
determinación que recordaban a los de
su hermano y su madre.
De modo que siguió con su programa
y acompañó al presidente de Sri Lanka a
pasar revista a la guardia de honor, con
música de una banda militar, saludos
marciales y toda la parafernalia. De
pronto, un soldado, vestido del uniforme
blanco de la marina, rompió la fila y se
abalanzó sobre él, con la intención de
golpearle con la culata de un rifle en la
cabeza. Rajiv se percató del ataque y se
agachó justo a tiempo para esquivar el
golpe que le hubiera reventado el
cráneo, y que recibió de lleno en el
hombro. Todo ocurrió tan rápidamente
que los que estaban presentes no se
dieron cuenta de lo que había pasado.
Rajiv quiso minimizar el incidente y
rechazó ser atendido por los médicos.
Permaneció escuchando el himno
nacional, aguantando el dolor, y continuó
con su programa, impertérrito. Hasta que
no se metió en el avión para el viaje de
vuelta no se dejó tratar por su médico.
Hubiera querido esperar a decírselo a
Sonia personalmente, para que no se
asustase, pero la televisión había hecho
llegar las imágenes al mundo entero.
Sonia y sus hijos las habían visto en el
salón de casa y estaban de nuevo con el
corazón en vilo. Otro pequeño incidente
venía a recordarles el peligro constante
en el que vivían. «Durante mucho tiempo
-contaría Sonia no pudo mover el
hombro ni dormir sobre el lado
izquierdo.»
No había aterrizado Rajiv en Nueva
Delhi cuando el Gobierno de Sri Lanka
solicitó poner en práctica la cláusula de
asistencia militar. Una fuerza de paz de
varios miles de soldados indios fue
despachada a la isla con la intención de
supervisar el alto el fuego y el desarme
de la guerrilla y, una vez cumplido el
objetivo, regresar. Pero las tropas
fueron vistas con recelo por ambos
bandos, por la mayoría cingalesa que las
acusaba de violar la soberanía, y por los
Tigres, que hasta entonces habían
pensado que la India estaba de su parte.
Cuando los soldados de la fuerza de paz
les pidieron que depusieran las armas,
los tamiles añadieron de pronto unas
condiciones que eran inasumibles,
dando al traste con el acuerdo.
Regresaron a la selva, desde donde
lanzaban cruentos ataques contra la
fuerza de paz. Al tener que defenderse,
los indios acabaron todavía más
implicados en la contienda, asumiendo
el papel que tenía anteriormente el
ejército de Sri Lanka. Rajiv llegó a
enviar casi setenta mil soldados, lo que
hizo cundir el pánico en el Parlamento
de Nueva Delhi:
-¡El
primer
ministro
está
convirtiendo a Sri Lanka en el Vietnam
de la India! -le acusaron desde el banco
de la oposición.
Rajiv había sido muy ingenuo al
pensar que los tamiles jugarían limpio.
«Incumplieron cada uno de los
compromisos que habían adquirido con
nosotros -declararía Rajiv-. Se lanzaron
deliberadamente a destrozar el acuerdo
porque o no eran capaces, o no querían
hacer la transición de la lucha armada a
un proceso democrático.» Rajiv se lo
había jugado todo a una carta, pero los
tamiles le dejaron en la estacada. Al
quitarles el apoyo del que siempre
habían disfrutado en la India, le vieron
como un traidor a su causa.
Frustración,
desengaño
y
exasperación eran también el lote de un
primer ministro, sobre todo cuando los
resultados de elecciones regionales
parecían confirmar las predicciones de
los halcones de su partido, que le habían
puesto en guardia contra una política que
no diese resultados inmediatos a los
pobres. En 1987, el Congress perdió en
varios estados, provocando un aumento
del descontento entre la vieja guardia,
que empezó a cuestionar el liderazgo de
Rajiv al frente del partido. Al problema
de Sri Lanka y la derrota electoral se
sumó un escándalo que causó un daño
irreparable a su imagen de Mr. Clean. El
16 de abril de 1987, la radio sueca
anunció que millones de dólares habían
sido pagados en concepto de comisiones
a funcionarios indios y a miembros del
Congress por la empresa armamentística
sueca Bofors en conexión con un
contrato para la venta de cuatrocientos
diez morteros a las fuerzas armadas
indias. El contrato había sido el
resultado de la decisión de Rajiv de
mejorar el equipamiento del ejército
indio, el cuarto mayor del mundo
después del de Estados Unidos, la Unión
Soviética y China.
Rajiv y su gobierno reaccionaron
ferozmente contra las alegaciones de la
radio sueca, desmintiendo varias veces
que se hubieran pagado comisiones. La
oposición olfateó miedo en las filas del
gobierno y lanzó un ataque contra el
primer ministro con todos los medios a
su alcance. La prensa llegó a acusarlo
veladamente de haber cobrado una
comisión a través de la familia de Sonia,
aludiendo a la proximidad entre Turín y
Ginebra como dejando entender que se
habían utilizado cuentas suizas opacas
manejadas por la familia o amigos de la
familia. ¡Hasta hubo periodistas que
llamaron por teléfono a los padres de
Sonia allá en Orbassano, y el pobre
Stefano Maino se vio de repente
involucrado en una supuesta trama de
tráfico de armas y de cobro de
comisiones! Lo único que hicieron
aquellas llamadas fue alarmarlos aún
más, porque la distancia exacerba la
angustia, y el miedo a lo que pudiera
ocurrirle a su hija y sus nietos ya era
grande. Al escarbar en el asunto, la
prensa india sacó a relucir el nombre de
un hombre de negocios que había estado
involucrado en varios contratos de venta
de helicópteros y armamento de
empresas italianas al estado indio.
Ottavio Quattrochi, el amigo exuberante
que desde hacía años pertenecía al
círculo íntimo de Rajiv y Sonia, habría
cobrado seguramente una jugosa
comisión en el asunto Bofors. De ahí a
insinuar que Quattrochi les había pasado
parte de esa comisión en el extranjero,
sólo había un paso, que los periodistas
dieron alegremente. ¡Qué escándalo más
jugoso!
Aunque ninguna publicación pudo
aportar pruebas, el daño estaba hecho y
la ingenuidad y falta de experiencia de
Rajiv no hicieron más que agravarlo. En
lugar de ignorar acusaciones sin
fundamento, salió a defenderse en el
Parlamento: «Declaro categóricamente
en este alto foro de la democracia que ni
mi familia ni yo hemos recibido
comisión alguna en estas transacciones
de Bofors. Ésa es la verdad.» Pero la
verdad ya daba igual. Lo importante
para los adversarios de Rajiv era que
había picado, que en lugar de ignorar la
alegación desde el principio, había
reaccionado con tanto ímpetu que había
abierto la caja de Pandora de las
insinuaciones y falsas sospechas.
Desmintió de nuevo que se hubieran
pagado comisiones o que cualquier
ciudadano indio se hubiese beneficiado
de ese contrato, y al hacerlo se hundió
aún más en el fango del escándalo. En un
país donde hasta un cartero cobra una
pequeña mordida por entregar el correo
al pobre de una chabola, donde la
práctica del intermediario existe en
todas las facetas de la vida y es tan
antigua como la propia cultura, resultaba
difícil creer que en un contrato de mil
millones de dólares nadie hubiera
cobrado un céntimo. A pesar de que un
comité
parlamentario
conjunto
concluyese que el proceso de
elaboración y evaluación había sido
objetivo y correcto, que la decisión de
adjudicarlo a Bofors se había basado
sólo en el mérito y que no existía
evidencia de intermediarios en el
momento en que se firmó el contrato,
Rajiv ya era sometido a un veredicto
público, y ese veredicto le acusaba de
estar escondiendo algo. «Quizás sea
cierto que Rajiv no estuviese envuelto
en la corrupción -reconoció la prensa-.
¡Pero entonces estará involucrado en
camuflarla!», proclamaba acto seguido.
Cuando un periodista del India Today
preguntó por qué Rajiv no respondía a
esta última alegación, éste contestó
irritado: « ¿Tengo que contestar a
cualquier perro que ladra?» Más tarde,
Rajiv reconoció que ni él ni su gabinete
habían sabido manejar el problema. En
realidad, había reaccionado como un
hombre decente. No lo había hecho
como lo hubiera hecho un político
avezado, buscando un chivo expiatorio y
cargándole las culpas. No contó con que
se desenvolvía en el mundo sucio de la
política donde la verdad no era lo
importante, sino su manipulación para
sembrar dudas y descalabrar la imagen
del adversario. Sonia estaba triste por
él, y furiosa por haberse visto implicada
de manera tan ridícula pero tan
destructiva, a través de su familia y de
los
Quattrochi,
en
semejante
despropósito. Se dio cuenta de que se
había convertido en blanco de todas las
críticas y que ni siquiera en la intimidad
era libre. Se acabaron los brunch de los
domingos. Ni Maria ni Ottavio
Quattrochi ni ninguno de los hombres de
negocios o diplomáticos que conocían
volvieron a la residencia del primer
ministro. Qué injusto, pensaba Sonia.
Sobre todo porque ella había sido
testigo de primera mano de los términos
generales de la negociación. Habían
tenido lugar alrededor de una lasaña que
había cocinado personalmente para la
ocasión. Corría enero de 1986, y el
primer ministro sueco Olof Palme, de
visita a Nueva Delhi, había ido a comer
a casa. Él y Rajiv se habían hecho
amigos durante unas conferencias sobre
desarme en la sede de la ONU en Nueva
York. También Rahul y Priyanka
estuvieron presentes en esa comida, en
la que ambos estadistas discutieron
abiertamente los términos del contrato y
Rajiv insistió en su veto a los
intermediarios,
precisamente
para
abaratar el coste de la transacción.
¿Cómo podría olvidar Sonia a Olof
Palme, tan comprometido con los
problemas del Tercer Mundo y que
compartía con Rajiv tantos puntos de
vista, como la oposición al régimen del
apartheid o el apoyo a los países no
alineados? Menos de un mes después de
aquella cena, Sonia se quedó helada al
enterarse por la televisión, el 18 de
febrero de 1986, del asesinato del líder
sueco, en plena calle, cuando salía del
cine con su mujer. ¡Dios mío! ¿Es que ya
no existe ningún lugar seguro en el
mundo? Si algo así ocurre en Suecia,
¿qué puede pasarnos a nosotros aquí en
la India?
Por lo pronto, el asunto Bofors se
convirtió en una cruzada que utilizó la
oposición para echar a Rajiv de su
puesto, aunque los periodistas y los
editores de prensa se sentían frustrados
por su propia incapacidad para aportar
una
evidencia
definitiva
de
malversación por parte del gobierno.
Nadie parecía saber quiénes habían
cobrado de la empresa sueca, ni siquiera
el gobierno, y menos aún Rajiv. Pero
todos admitían ya que la cláusula del
contrato que vetaba a los intermediarios
había sido violada. ¿Habían cobrado
miembros del Congress desvinculados
del gobierno y el dinero había ido a
parar a las arcas del partido? ¿Había
cobrado Ottavio Quattrochi utilizando su
proximidad al poder? ¿Era eso posible
sin que lo supiera el máximo
responsable, es decir el primer
ministro? Rajiv sostuvo siempre que no,
pero la duda pesaba como una losa. El
clima de incertidumbre pulverizó su
credibilidad. Durante los primeros dos
años de su mandato, había disfrutado de
una prensa favorable y parecía incapaz
de hacer algo mal. Hasta la oposición
encontraba dificultades en criticar sus
acciones, limitándose a criticar su
estilo: «La política india ya no huele a
pobre como en tiempos del Mahatma
Gandhi -había declarado un famoso
periodista de un partido rival-; ahora,
con Rajiv, huele a after-shave.»
«Al principio nada de lo que hacía
estaba mal -diría Rajiv-.
De pronto, nada de lo que hacía
estaba bien. Por supuesto, ninguna de las
dos cosas eran ciertas.» De llamarle Mr.
Clean,
pasaron
a
llamarle
peyorativamente the boy, con la
intención
de
compararle
desfavorablemente con su madre. «
¿Conseguirá the boy estar a la altura?»
era el tema de un editorial de prensa
diario.
En realidad, la mayoría de los
problemas de Rajiv tenían que ver con
su inexperiencia política y su candor
como ser humano. Le costaba fijar los
límites entre la lealtad a los amigos y el
bien público. El nombre de los
hermanos Bachchan, amigos de la
infancia en cuya casa Sonia había vivido
sus primeros días en la India, se vio
asociado
a
oscuros
escándalos
financieros. Un primer ministro más
prudente se hubiera distanciado de ellos.
Pero Rajiv no lo hizo, al contrario, se
mostraba resentido porque criticasen a
sus amigos. Su madre decía siempre que
en política no existen las relaciones
sociales, pero él era demasiado buen
amigo para ser buen político. Al
principio, se negaba a admitir que sus
amigos pudieran fallarle y antes prefería
ver una conspiración de sus adversarios
políticos que la verdad. Sin embargo,
muchos amigos de confianza que había
nombrado como consejeros acabaron
desengañándole. Uno de ellos, un piloto,
el encargado de recordarle cuándo
expiraría su licencia de vuelo y de
ocuparse de los asuntos de su
circunscripción de Amethi, fue acusado
por la prensa de construirse una piscina
de mármol importado de Italia en su
casa. De nuevo Rajiv, en lugar de
distanciarse de él, salió a defenderle e
hizo un comentario que le causó más
daño político que si hubiese realmente
cometido un error de gobierno. Dejó
caer que muchos pilotos de aviación
tenían casas con piscina, una
declaración que, dicha en cualquier país
de Occidente por un jefe de Estado que
además hubiera sido piloto de aerolínea,
no hubiera causado furor alguno. En la
India levantó ampollas. La oposición le
echó en cara su falta de respeto hacia la
«sensibilidad india». Fue muy criticado
por la costumbre de cogerse unos días
de vacaciones en Año Nuevo con su
familia en sitios a veces exóticos, como
las islas Lakshadeep, en el Océano
Índico, o las islas Andamán, en la bahía
de Bengala. En Occidente hubiera
parecido razonable que alguien que
trabajaba tanto mereciese un descanso,
que los hijos que vivían enclaustrados
todo el año pudiesen disfrutar de unos
días de libertad y seguridad, pero en un
país pobre como la India, que el máximo
mandatario se lo pasase bien estaba mal
visto. En realidad, Rajiv y Sonia seguían
con la costumbre de reunirse en familia
en Navidad y año nuevo, pero en 1988
dejaron de hacerlo en Italia. En octubre
de ese año, Stefano Maino había caído
fulminado por un ataque al corazón y
pensaron que era mejor invitar a la
familia a algún lugar que no les
recordase las antiguas reuniones
alrededor del patriarca.
Sonia se desplazó a Orbassano para
el entierro, prácticamente de incógnito, y
casi no se dejó ver. A los problemas de
seguridad se unía un lógico sentimiento
de profunda desolación y las ganas de
estar en familia, con su madre y sus
hermanas, buceando en los recuerdos,
consolándose mutuamente. Al oír el
ruido de la primera palada de tierra que
el enterrador tiró sobre la caja, Sonia se
estremeció. Una parte de su vida
quedaba sepultada para siempre. Ya no
escucharía sus consejos de sabio
montañés que, ahora se daba cuenta, la
habían marcado más de lo que siempre
había creído.
De regreso a casa, estuvo charlando
con Danilo Quadra, el viejo amigo de
Stefano, que rememoró los últimos
momentos de la vida del antiguo pastor
de los montes Asiago. Le contó que
habían estado jugando al dominó en el
bar de Nino, en la plaza de Orbassano,
como lo hacían diariamente desde hacía
años, y que nada más volver a casa, esa
casa que para Stefano era el símbolo de
su triunfo en la vida, cayó fulminado.
Que murió sin sufrir. Unos días después,
Danilo le contó que Stefano estaba
irritado desde que se había enterado del
recrudecimiento de los ataques contra
Sonia en la prensa india.
-«A mi hija no la quieren allí porque
es de aquí», me dijo. ¿Es cierto eso?
-No lo creo -dijo Sonia-. Los que no
me quieren son los que están en contra
de mi marido.
-Le fastidiaba que por el hecho de
que seas italiana, el gobierno indio evite
cualquier contrato con empresas de aquí
-siguió contándole Danilo-. Unos días
antes de morir, me dijo que la Fiat había
hecho una oferta muy buena de venta de
tractores, pero que al final el contrato se
lo habían llevado los japoneses... por
miedo del gobierno de tu marido a ser
acusado
de
favorecer
empresas
italianas. ¿Es eso cierto? -volvió a
preguntarle Danilo.
Sonia le miró con sus ojos negros,
hinchados por el cansancio y la pena, y
asintió. Cuando se quedó sola y se fue a
dormir a la que había sido su habitación
de soltera, se preguntó, como
sorprendida de sí misma, ¿soy realmente
de aquí? Su padre se hubiera revuelto en
su tumba si la hubiera oído decir algo
así, pero sentía una indefinible
sensación de extrañeza, de no pertenecer
ya a ese decorado que había sido el de
su juventud. Como si la muerte de su
padre hubiera precipitado el sentimiento
de desarraigo. A Sonia le costaba
reconocerse en el país de su infancia. Su
mente estaba demasiado lejos de las
preocupaciones cotidianas de la gente
de Orbassano, como para que pudiera
identificarse con ellas. En el fondo,
había vivido más años en la India que en
Italia, más años en un ambiente volcado
en los problemas de gobernar a una
sexta parte de la humanidad que en un
ambiente orientado al mero bienestar
individual. Hacía tiempo que su corazón
había dejado de oscilar entre ambos
mundos. Era de allí, y la muerte de su
padre vino a confirmárselo, de una
manera secreta, como si la desaparición
de quien más se había opuesto a su
designio le hiciese ver con mayor
claridad de qué lado se encontraba de
verdad.
Se quedó encerrada varios días en
casa, sin ganas de nada. Ni siquiera tuvo
fuerzas para ir a ver a Pier Luigi; no
quería
hablar
con nadie,
dar
explicaciones, contar su vida... ¿Era
posible contarla? ¿Cómo pretender que
alguien entendiese la vida que llevaba?
Sólo lo podía entender su familia más
próxima, y ahora ni siquiera su padre.
Le asaltaron pensamientos oscuros...
«Tendría que haber sido más cariñosa
con él -se decía-, tendría que haberle
insistido para que viniera más veces a
Delhi, haber estado más cercana a él,
haberle llevado al médico y quizás se
hubiera podido evitar el infarto... » Era
una letanía de reproches provocados por
la pena inmensa de haber perdido al
hombre que, junto a Rajiv, más la
quería. Cuando cerraba los ojos,
recordaba el cosquilleo del bigote de su
padre en su mejilla, su olor a jabón, su
sonrisa y su ceño, sus palabras siempre
juiciosas, impregnadas de un sentido
común muy básico. Recordaba cuando la
llevaba a visitar una obra terminada, y
él se la mostraba con el orgullo del
trabajo bien hecho. « ¿Por qué se ha ido
tan rápido?», se preguntaba Sonia. Se
acordó de Indira, que había perdido a su
marido de un infarto, que es como
cuando se apaga la luz de golpe. O
cuando explota una bomba y deja un
cráter. Dicen que es mejor morir así,
pero a Sonia le hubiera gustado
despedirse de él, decirle lo mucho que
le quería... aunque sólo fuese una vez.
Le parecía tan extraño que su padre ya
no estuviera allí que una noche se
levantó y se fue al cementerio, a rezar
sobre su tumba. Se encontró con su
hermana, que había tenido la misma
idea. Querían estar con él, porque a
veces el inconsciente tarda en aceptar lo
inevitable. A los pocos días, Sonia se
marchó a Nueva Delhi y nunca nadie la
volvió a ver en Orbassano.
38
La historia se repetía. Rajiv Gandhi
no podía ser primer ministro sin
provocar la misma animosidad que
habían suscitado anteriormente su
abuelo y su madre. En 1989, partidos de
derecha e izquierda se aliaron con
miembros del antiguo Partido Janata, la
coalición que había nacido para derrotar
a Indira, con el objetivo de presentar un
frente común en las elecciones generales
y lograr una misma meta: de nuevo sacar
a un Gandhi del poder. Durante la
campaña, un episodio de violencia feroz
en el estado de Bihar entre musulmanes
e hindúes empañó aún más la ya de por
sí desgastada imagen de Rajiv. Hubo
más de un millar de muertos antes de
que Rajiv pudiese encargarse de aplacar
los disturbios.
Luego siguió recorriendo el país al
estilo de su madre, acumulando mítines
y kilómetros y vendiendo los logros de
su gobierno. La diferencia es que su
madre iba rodeada de poca protección,
lo que le permitía estrechar manos, dar
abrazos y, en definitiva, estar en
contacto físico con la gente. Cada
desplazamiento de Rajiv, en cambio,
implicaba la movilización de unos
trescientos agentes de seguridad, que no
le permitían acercarse tanto, salvo en
situaciones absolutamente controladas.
De vez en cuando se saltaba el
protocolo, aunque tuviera que discutir
con sus escoltas, pero en general cada
movimiento suyo implicaba tanta
logística que había que pensárselo bien
si merecía la pena o no. Sabía que tanta
limitación le hacía aparecer como un
líder lejano ante las masas y por eso
pugnaba por liberarse de la vigilancia.
«Nunca he tenido miedo por mí»,
declaró en una entrevista. Como
siempre, quien era más consciente del
peligro era Sonia.
En campaña, Rajiv viajaba en un
Boeing del ejército, costeado por el
partido, que despegaba de Nueva Delhi
antes del amanecer y que le permitía
visitar tres o cuatro estados en un día.
Para acceder a lugares remotos,
utilizaba helicópteros que la víspera del
viaje habían hecho prácticas de
aterrizaje en pistas de fortuna.
Terminaba la jornada después de
medianoche y se quedaba a dormir unas
horas en el avión, o en un alojamiento
del gobierno. Sólo alguien con la
resistencia y el sentido deportivo de la
vida que tenía Rajiv podía soportar un
ritmo semejante. Sin duda los indios no
profesaban por él la misma adoración
que sentían hacia su abuelo, ni el respeto
casi reverencial con el que rodeaban a
Indira, pero apreciaban a este hombre
decente que luchaba por mostrarse digno
de la carga dinástica que había
heredado. En varias ocasiones le
acompañó su hijo Rahul, un adolescente
con gafas que se parecía mucho a él.
Para el joven, fue el bautismo de
multitudes. La gente quería tocarle como
si al hacerlo se contagiasen de la magia
y del poder de un Gandhi. Priyanka no
iba a ser menos que su hermano, e
insistió para que ella y su madre fuesen
a la circunscripción de Amethi, de la
que Rajiv era diputado, a poner toda la
carne en el asador. Priyanka disfrutaba
mucho haciendo campaña junto a su
madre. Ambas eran muy populares y
muy queridas entre el millón y medio de
habitantes de Amethi, que disfrutaban
ahora de la prosperidad que les había
prometido Rajiv en su primera campaña.
Amethi podía alardear ahora de tener
todas las carreteras asfaltadas; casi
todas sus aldeas tenían electricidad
yagua potable y un pequeño boom
industrial había reducido drásticamente
el paro. Ésas eran las ventajas de tener a
su diputado de primer ministro. Madre e
hija fueron recibidas con mucho cariño y
efusividad. Sonia era la atracción
principal de los campesinos, deseosos
de colocar una guirnalda de flores
alrededor del cuello de esta extranjera
que les intrigaba porque siempre iba
vestida con sari y hablaba hindi con
fluidez. «Puede que sea hija de Italia,
pero soy nuera de Amethi», les decía
para explicar su origen, y su sonrisa
dejaba ver sus graciosos hoyuelos.
Como a Sonia no le gustaba hablar en
público prefería de ir de casa en casa, o
de choza en choza, y animar a la gente a
votar por su marido. También madre e
hija improvisaban mítines en la cuneta
de la carretera, donde explicaban lo
mismo que Rajiv y Rahul explicaban a
miles de kilómetros de allí a otros
campesinos todavía más pobres.
Repartían pegatinas e insignias a los
jóvenes, y a las mujeres unos bindis
adhesivos (el punto en medio de los
ojos) con el logo del Congress, la palma
de la mano abierta. «Sólo quiero que os
deis cuenta de lo que ha mejorado la
situación de vuestras aldeas desde que
Rajiv fue elegido parlamentario hace
ocho años... -les decía Sonia, antes de
añadir-. Hermanos y hermanas, si
queréis que sigamos trabajando, votad
por mi marido.»
Su marido ya no era el político un
poco verde de cinco años atrás. La
adulación no le hacía el mismo efecto,
apenas se avergonzaba de las canciones
que le dedicaban ni de los floridos
adjetivos con los que le describían.
Estaba impaciente por hacer entender
los avances conseguidos, las nuevas
políticas y las novedosas iniciativas
emprendidas. Se desgañitaba explicando
cómo había solucionado gran parte de
los conflictos heredados en 1984 y cómo
había conseguido colocar a la economía
en la senda de un crecimiento del 6 por
ciento, cuatro puntos más que cuando
gobernaba su madre, pero le daba la
impresión de que había perdido poder
de persuasión y que sus palabras se las
llevaba el viento. Le irritaba tener el
sentimiento de haberlo hecho bien y al
mismo tiempo tener que defenderse
constantemente
de
ataques
e
insinuaciones malévolas. Lo cierto es
que su imagen había pasado de «hijo
valiente que asumía el manto de su
madre» a «señorito europeo que vivía a
costa del pueblo». Era inevitable que
después de aplacar antiguos conflictos
surgiesen nuevos, pero lo importante era
que la India permanecía unida, era un
país respetado internacionalmente y la
economía despegaba. Sin embargo, la
oposición le martilleaba con una
avalancha de calumnias. Sonia era un
blanco favorito de las críticas: una
extranjera manipuladora que desviaba
recursos de los pobres indios hacia
paraísos capitalistas con la ayuda de
amigos y familiares en el más puro
estilo mafioso, tan de su país. El
problema de su nacionalidad era tan
espinoso que la aconsejaron no ir a
recibir al Papa en su escala en Nueva
Delhi. No se consideraba políticamente
correcto que millones de indios la
viesen hacer la reverencia y besar el
anillo del máximo pontífice de la Iglesia
católica. En realidad, ni los políticos ni
las masas ni los medios de
comunicación estaban acostumbrados al
glamour de una pareja en el más alto
puesto de gobierno. No existía en la
India la tradición de unos Kennedy, unos
Blair, porque todos los primeros
ministros anteriores habían sido viudos,
empezando por el abuelo Nehru.
Al término de la campaña, Rajiv
estaba escaldado y decepcionado.
Empezó a tener dudas de que su trabajo
y la sinceridad de sus propósitos
acabaran imponiéndose, como pensaba
al principio. «El mundo real es una
jungla -escribió a su hija Priyanka- pero
ni siquiera funciona la ley de la selva
cuando estás en la vida pública.» Su
aspecto reflejaba su desaliento. Ya no
tenía el rostro sereno y la expresión
relajada del pasado. Con la edad, sus
facciones se habían crispado, su andar
era más pesado, la voz perdió firmeza,
aunque seguía siendo cálida, porque él
era un hombre afable.
En la oposición, una exultante
Maneka Gandhi también ponía en
práctica, a su manera, todo lo que había
aprendido de su suegra. Hacía campaña
en una circunscripción vecina a la de
Rajiv con todo el vigor de su juventud y
sus ganas de tomarse la revancha. Indira
se hubiera escandalizado desde el más
allá al descubrir que su nuera se había
convertido en una de las secretarias
generales de una nueva versión de la
coalición Janata, las siglas bajo las que
había conseguido ser vencida y llevada
a la cárcel. Además, Maneka ejercía de
periodista y reportera especializada en
temas medioambientales, sobre todo la
protección de los animales, un tema muy
afín a la ideología de la derecha hindú,
siempre muy preocupada por proteger a
la vaca sagrada. La influyente revista
India Today describía así su estilo de
hacer campaña: «Ésta es la Maneka
real: madura, confiada en sí misma, una
infatigable
política
que
sabe
exactamente cómo ganarse el corazón
rural. Lleva saris con los colores
azafrán y verde de su partido y la cabeza
siempre cubierta; la perfecta imagen de
una viuda recatada, pero decidida.» No
tenía escrúpulo alguno en utilizar su
vínculo con la familia para apoyar al
partido contrario. Los eslóganes,
escritos en paredes y muros de adobe,
ofrecían un curioso panegírico de la
«cuñadísima»: «La tormenta de la
revolución: Maneka Gandhi» o «La
valiente nuera de Indira dará su sangre
por la nación», como si su relación con
la familia bastara para convertirla en
mártir potencial.
Las elecciones tuvieron lugar del 22
al 24 de noviembre de 1989. La mayor
movilización voluntaria en el mundo de
hombres, mujeres y material con un solo
objetivo
culminó
con
pocas
interrupciones y escasos disturbios. Tres
millones y medio de funcionarios
supervisaron
589.449
colegios
electorales para que quinientos millones
de personas depositasen sus papeletas
en las urnas. Todo el proceso, que se
vivió como una gran fiesta, era motivo
de orgullo para la gran mayoría de la
población, que encontraba en la
democracia un nuevo Dios que les unía
por encima de sus diferencias de casta,
raza o religión. Rajiv volvió a ganar en
Amethi, pero el Congress, por primera
vez en su historia, no obtuvo la mayoría
absoluta en el Parlamento nacional. Los
analistas coincidieron en que el asunto
Bofors había jugado un papel importante
en los resultados. Aquellas elecciones
marcaron el final de lo que se llamaba el
«sistema de partido dominante» porque
nunca más ningún partido ha vuelto a
conseguir la mayoría absoluta de
escaños en el Parlamento.
Había corrido el rumor de que Rajiv
tenía un vuelo reservado para ir a Italia
en caso de derrota, pero no era cierto.
Poco antes de las elecciones, un amigo
íntimo, también aficionado a la música,
le había preguntado:
-Vamos a suponer que pierdes las
elecciones...
-Para mí, sería la paz -contestó
Rajiv-. Me sentaré a escuchar música
con los niños. Retomaré mis viejas
aficiones, como la radio y la fotografía.
Pero lo había dicho a la ligera,
llevado por el cansancio y el desgaste.
Tanto él como su familia, después de
todo el esfuerzo realizado, estaban
desilusionados. Priyanka, que había
heredado el carácter luchador de Indira,
no se daba por vencida.
-Papá -le decía-, si el Congress ha
conseguido el mayor número de
escaños, tienes derecho a formar
gobierno... ¿Por qué no lo haces?
En efecto, Rajiv tenía derecho a
formar
gobierno,
pero
decidió
abstenerse. Aunque hubiera tenido
suficiente apoyo entre los partidos
minoritarios, pensó que no era momento
de seguir.
-Creo que es mejor mantenerse fuera
-le dijo-. Voy a dimitir, ahora les toca
preocuparse a los nuevos. Interpreto los
resultados como que el pueblo no está
todo lo satisfecho que tenía que estar. Es
lógico que después de tantas
expectativas al principio, ahora haya
existido una reacción en contra...
Apartado del poder por el péndulo
de la democracia, Rajiv sentía una gran
frustración. No por el veredicto del
pueblo, sino por no haber podido hacer
todo lo que se había propuesto, y por su
incapacidad en desenvolverse en el nido
de víboras de la política india. Ahora
que sabía lo difícil que era construir
algo, cambiar los conceptos y las ideas,
le daba vértigo pensar en la facilidad
con la que su labor de los últimos años
podía ser destruida. Quizás su visión de
la India había pecado de inocente: en
cinco años, quiso que su vieja nación,
tan temerosa de los cambios y al mismo
tiempo
tan deseosa
de
ellos,
emprendiese un viaje de varios siglos
hacia el futuro. ¿No era pedirle
demasiado a este viejo elefante indio?
Por un momento, Sonia pensó que quizás
abandonaría la política, pero al verlo
tan descorazonado fue ella quien le
animó a seguir en la brecha. A un
periodista que le preguntó a Rajiv si por
fin había aceptado la política como
profesión, él contestó de buen humor:
-Sí, sólo que a veces me apetece
tomarme un descanso. Creo que es algo
muy humano.
Sonia sabía que era imposible
volver a la vida de antes. Cuando su
marido miraba hacia atrás, lo hacía con
nostalgia, pero asumiendo que aquello
era el pasado: «Soy el mismo de
siempre -dijo en una entrevista en
televisión-, pero lo que ha cambiado es
todo lo demás. Tenía una vida muy
confortable, una familia pequeña, un
trabajo bien pagado con mucho tiempo
libre... pero todo eso se acabó.» Rajiv
estaba imbuido de un sentimiento de
fatalidad que le hacía pensar que un
hombre no reniega de su destino. Los
últimos años le habían hecho crecer en
una dirección que le había colocado en
un plano distinto en la vida. Ahora los
desafíos eran mucho mayores y las
expectativas eran diferentes. Sobre todo,
la responsabilidad de mejorar la vida de
ochocientos millones de personas se
había transformado en algo prioritario
para él. «Esa responsabilidad pesa tanto
que cambia todo lo que hacía y lo que
hago ahora. Lo que no va a cambiar es
mi compromiso con el pueblo de la
India para mejorar su existencia, y para
que la nación tenga su lugar en el
mundo.» La derrota no había alterado su
fe. Sabía que su nombre era, para su
partido, sacudido por varias derrotas en
distintos estados, el solo y único
recurso. Su plan era seguir reformándolo
para convertirlo en una organización
más democrática, como lo era en
tiempos de su abuelo. Un partido
aconfesional capaz de abarcar todas las
tendencias y las creencias. Una casa
común que sería el mejor antídoto contra
el creciente faccionalismo religioso que
vivía el país. Para hacer ese trabajo, era
mejor estar en la oposición.
-Con esta coalición entre comunistas
y la derecha fundamentalista hindú -le
dijo a su hija, siempre muy interesada en
el día a día de la vida política-...
ocurrirá lo que ocurrió con la abuela y
el Janata... Caerá por su propio peso. Es
sólo cuestión de tiempo antes de que sus
líderes se peleen por el poder, ya lo
verás.
Rajiv dimitió el 29 de noviembre de
1989: «Las elecciones se ganan y se
pierden... el trabajo de una nación nunca
termina. Quiero agradecer al pueblo de
la India el afecto que me ha dispensado
con tanta generosidad.» Eran palabras
que evocaban las del testamento de su
abuelo, en el que Nehru había afirmado
sentirse conmovido por el cariño que
todas las clases de indios le habían
profesado. Eran palabras que sonaban a
despedida. La cita que Rajiv Gandhi
tenía con el destino se acercaba
inexorablemente.
Tal y como lo había predicho, los
dos líderes más importantes de la nueva
coalición se enzarzaron en una pelea a
propósito de la designación del nuevo
primer ministro. Era un mal comienzo
que
presagiaba
una
singladura
borrascosa. Pero entre los nuevos
miembros del gobierno se encontraba
una persona especialmente eufórica que
había formado parte de la dinastía
familiar de los Nehru. Al ser nombrada
ministra de Medio Ambiente y Bosques,
Maneka Gandhi vio por fin cumplido su
viejo sueño. Ya estaba en el poder. Ya
se había tomado la revancha, y pensaba
llevarla muy lejos. Fue una humillación
más para Rajiv, aunque estaba curado de
espantos sobre los vericuetos torticeros
de la política y nada de ese mundo le
sorprendía. Para el resto de la familia,
que había visto cómo Maneka utilizaba
su apellido con una total falta de
escrúpulo, fue una amarga píldora que
sólo la certeza de que ese gobierno sería
flor de un día consiguió endulzar.
Para Sonia, haber perdido las
elecciones significaba una nueva
mudanza, esta vez la última. Tuvieron
que dejar la residencia oficial del
primer ministro y ocuparon otra villa
blanca de estilo colonial, de una sola
planta y rodeada de un amplio jardín. Se
encontraba en el número 10 de la
avenida Janpath, la antigua Queen's Way,
una de las grandes arterias de Nueva
Delhi bordeada de flamboyanes y de
nims, árboles con ramas muy abiertas y
frondosas, y cuyas hojas amargas, según
la creencia popular, «lo curan todo».
Quizás su sombra protectora fuese
responsable de curarles la melancolía
producida por la derrota porque, nada
más mudarse, el ambiente en casa se
animó. La vida se hizo un poco más
tranquila, más liviana, como si se
hubieran quitado un peso de encima, el
peso del poder. Rajiv seguía estando
muy atareado con su trabajo en el
Parlamento y en el partido, pero a un
ritmo más llevadero. «Estaba relajado escribiría Sonia-, casi aliviado. De
nuevo disfrutaba de placeres sencillos y
cotidianos
como
comidas
ininterrumpidas,
quedarse
en la
sobremesa con nosotros, ver de vez en
cuando un vídeo en lugar de encerrarse
en su despacho a trabajar.» El chef del
exquisito restaurante indio Bukhara,
donde antaño solían acudir en familia al
buffet de los sábados, les recibió con
los brazos abiertos cuando volvió a
verlos después de tan larga interrupción.
Fueron allí a celebrar el cumpleaños de
Rahul, y su inminente partida a Estados
Unidos. Los niños ya no eran niños, sino
jóvenes adultos devoradores de
periódicos y muy interesados en todo lo
que pasaba a su alrededor. Como no
podían seguir estudiando en casa porque
ya habían terminado el equivalente al
bachillerato, Rajiv y Sonia habían
decidido mandar a su hijo a la
universidad de Harvard, acabando así
con la tradición de educar a los hijos en
Inglaterra, como lo habían hecho tres
generaciones de Nehrus. Priyanka
prefirió quedarse en Nueva Delhi,
estudiando psicología en el Jesus and
Mary College. Su obsesión por la
política preocupaba tanto a su padre que
lo comentó con Benazir Bhutto, cuando
se encontraron por última vez en París,
invitados por el presidente Mitterrand a
asistir a las celebraciones del
bicentenario de la Revolución Francesa.
-Por favor -le dijo Rajiv-, cuando la
veas, intenta convencerla de que no se
meta en esto.
De escuchar a alguien, sabía que su
hija escucharía a Benazir, cuyo propio
padre había sido asesinado después de
una parodia dé juicio bajo las órdenes
de un dictador militar. Era otro ejemplo.
Próximo y terrible, del destino que
esperaba a los que se dejaban seducir
por la política. «No se da cuenta de lo
peligroso que es esto», insistió Rajiv
ante Benazir.
Él pensó que, estando fuera del
poder, la amenaza que pesaba sobre él y
sus hijos disminuiría, pero los informes
que le llegaban sobre su seguridad le
tenían siempre preocupado. Las
amenazas contra su vida se habían
multiplicado. En 1984, estaba el
primero en la lista de tres grupos
terroristas. Cinco años más tarde, lo
estaba en una docena de organizaciones,
incluida los Tigres Tamiles. El problema
del Punjab parecía haberse solucionado,
pero
había
otros
conflictos,
especialmente
entre
hindúes
y
musulmanes, potencialmente igual de
peligrosos. «Ambos habéis vivido en
circunstancias muy difíciles durante
mucho tiempo, cinco años en un espacio
limitado a la casa y el jardín -les había
escrito Rajiv a sus hijos en una
ocasión-. Es la época de vuestra vida en
la que teníais que haber vivido en
libertad, haber conocido gente de
vuestra edad, haber descubierto el
mundo
como
realmente
es.
Desafortunadamente, las circunstancias
no nos han permitido ofreceros una vida
normal.» Aquella carta desprendía un
sentimiento de culpabilidad y al mismo
tiempo de fatalidad. Rajiv era
consciente de que no era dueño de su
destino. Lo que le había catapultado a la
política había sido un accidente, luego
un atentado le había llevado al más alto
cargo del gobierno de la nación, y, al
fin, el escándalo Bofors le había
colocado en la oposición. No había
podido cambiar el rumbo de los
acontecimientos y en esa carta parecía
disculparse por el sufrimiento que ello
pudiera haber ocasionado a sus hijos.
En realidad, la derrota en las
elecciones fue una bendición para Sonia.
En agosto, se fueron unos días a
Mussorie, en las montañas, y Rajiv
condujo su propio coche. Era su primera
escapada juntos en diecinueve meses y
allí, con la cordillera del Himalaya de
fondo, celebraron el que sería el último
cumpleaños de él.
Luego, en Navidad, cuando Rahul
volvió de Harvard, toda la familia fue a
pasar una semana de vacaciones a la
casa de campo de Mehrauli, la que había
comprado Firoz Gandhi con la idea de
vivir sus últimos años tranquilo con
Indira. Nunca habían podido estrenar
esa casa, cuyos detalles de construcción
Rajiv había supervisado durante años y
costeado con sus ahorros. «Fue la
primera vez que nos quedamos a vivir
en una casa que era enteramente
nuestra», escribiría Sonia. Rajiv se
encargó de ponerla a punto. Sus hijos
ayudaron a sacar los muebles de jardín y
a limpiar el vetusto interior mientras él
preparaba algo para picar, porque lo
prefería a las comidas formales. Ellos le
escondían el chocolate que tanto le
gustaba porque les parecía que desde
que había dejado el poder había ganado
peso. Recordaron las fiestas de Holi que
habían pasado allí en la infancia,
tirándose polvos de colores hasta acabar
todos perdidos. Jugaron al bádmington y
al scrabble y Sonia empezó a limpiar de
rastrojos una parte del jardín con la idea
de plantar un huertecito. Le tiraba el
campo, desde siempre, desde su niñez
en Lusiana. ¡Cómo le hubiera gustado
tener a su padre con ellos en esas
vacaciones! ¡Cómo le hubiera gustado
esa casa! Se acordaba mucho de él. En
sus llamadas semanales a su madre en
Orbassano, casi se dejó llevar por el
reflejo de preguntar por su padre.
«Disfrutamos mucho cada minuto de
los seis días que pasamos allí recordaría Sonia-. Nos traía recuerdos
de nuestra vida tal y como era al
principio, y el sabor de la que
habríamos tenido si hubiéramos podido
elegirla por nuestra cuenta.» Muchos
amigos se sorprendían de que siguiesen
tan románticamente enamorados como el
primer día. «A mí no me sorprendía
porque siempre se quisieron mucho recordaría Christian von Stieglitz, el
amigo común que les había presentado
en Cambridge y que fue a visitarlos
durante aquellos días a la casa de
Mehrauli- ... Por razones de trabajo, iba
mucho a Delhi en aquella época, y era
un placer
verlos siempre tan
acaramelados después de tantos años de
matrimonio. En privado, no paraban de
darse besos y de cogerse la mano.» El 9
de diciembre de 1990, día de su
cumpleaños, Sonia recibió un regalo de
Rajiv con una nota: «Para Sonia, que no
cambia con el tiempo, que es aún más
hermosa hoy que cuando la vi por
primera vez sentada en una esquina del
restaurante Varsity, aquel día tan
bonito... »
39
Pero, como siempre, el paréntesis de
felicidad
lo
cerraron
los
acontecimientos políticos, que se
precipitaban más rápidamente de lo que
Rajiv esperaba. La India se deslizaba
por una pendiente peligrosa, empujada
por uno de los partidos de la coalición
en el poder, el BJP (Bharatiya Janata
Party),
la
antigua
derecha
fundamentalista hindú que tanto había
fustigado a Indira. El partido había
crecido hasta convertirse en el
adversario más peligroso del Congress y
un peligro potencial para la unidad del
país. Apoyado por el RSS, una
organización militante extremista, el BJP
reclamaba una «India hindú» donde las
minorías tendrían que vivir supeditadas
a la mayoría, no en pie de igualdad. Su
filosofía era diametralmente opuesta a la
de Nehru y el Congress, porque
renegaba del principio fundador de la
India moderna, es decir de la
aconfesionalidad que pregonaba la
separación del Estado y de la religión, y
la igualdad de todas las religiones ante
la ley. El auge del BJP coincidió con el
recrudecimiento de la violencia
religiosa en el norte del país. Eran
disturbios que no se aplacaban solos,
sino que duraban hasta que las fuerzas
de policía los aplastaban. El origen de
esos disturbios era siempre el mismo y
solía desencadenarlo un detalle nimio,
como una disputa por los lindes de un
terreno, por un espacio en una acera, por
un cerdo orinando en el muro de una
mezquita o una vaca muerta encontrada
cerca de un templo hindú. En cualquier
caso, en cuanto saltaba la chispa, la
violencia se propagaba de manera
fulgurante alimentada por rumores,
siempre falsos) que magnificaban el
incidente original, transformando un
simple
encontronazo
entre
dos
individuos en una guerra santa entre
religiones.
Las
organizaciones
comunitarias y los políticos que se
identificaban con una u otra de las
facciones alimentaban el fuego de la
discordia, de manera que de las
palabras se pasaba a los puñetazos,
luego a los cuchillos, y así hasta los
cócteles molotov y los balazos.
En la India, los conflictos de casta y
religión empezaron a retroalimentarse a
partir de los años ochenta, en concreto
después de que toda la población de un
pueblo de intocables en Tamil Nadu
tomase la decisión de convertirse al
Islam para escapar del rígido sistema
hindú de las castas. Aquellos pobres
cambiaron hasta el nombre del pueblo,
que de Menashkipuram pasó a llamarse
Rehmatnagar. Los fundamentalistas
hindúes pusieron el grito en el cielo -«
¡El hinduismo está en peligro!»- y
acusaron a los países del Golfo de estar
financiando a los musulmanes de la
India. La realidad era que los intocables
reaccionaban por fin a siglos de
opresión a manos de los terratenientes,
que en esa zona eran hindúes de alta
casta.
Luego,
un
acontecimiento
aparentemente inofensivo inflamó aún
más los ánimos de los fundamentalistas
hindúes: la retransmisión en 1987 de una
serie basada en el Ramayana, la
epopeya hindú más popular, lo más
parecido que los hindúes tienen a las
escrituras sagradas. La adaptación para
la televisión, una mezcla de telenovela y
mitología, constaba de ciento cuatro
episodios que se retransmitían los
domingos por la mañana. El éxito fue tan
fulgurante que la televisión estatal
encargó a otro productor de Bollywood
la realización de la epopeya del
Mahabharata. Ambas series fueron las
telenovelas de mayor audiencia en el
mundo entero. Un 85 por ciento de los
telespectadores indios vieron la
totalidad de los episodios, una cifra
única en la historia de la televisión.
Cuando emitían las series, la
actividad del país entero se paralizaba.
Taxis,
bicicletas
y
rickshaws
desaparecían de las calles. Los
teléfonos dejaban de sonar. Las
oraciones y los ritos de cremación se
posponían. Funcionarios, amas de casa,
tenderos, prostitutas, reos, vendedores
de agua, barrenderos, niños, pobres que
hurgaban en las basuras... todos
abandonaban sus quehaceres para
plantarse frente a un televisor en casa de
alguien, en un comercio, en la plaza de
la aldea, o mirando a hurtadillas por las
ventanas de las casas de las familias que
tenían el privilegio de contar con ese
invento
extraordinario.
Muchos
espectadores se creían a pie juntillas lo
que estaban viendo, como si los dioses
que salían en la pantalla habitasen el
mundo de los hombres. Cuando el dios
Rama salía en la serie, encendían una
lamparita de aceite y se ponían a rezar
allí mismo. En la India, las capas más
desfavorecidas de la población son
indiferentes a la distinción occidental
entre historia pasada y actualidad, entre
verdad y mito. Para ellos, todo es
verdad. Los políticos más avezados,
empezando por Indira, siempre supieron
utilizar a su favor esa tenue frontera
entre personas y dioses.
Las series desencadenaron una
auténtica marea de fervor hinduista. En
realidad el fervor había existido
siempre, y se había exacerbado con la
independencia, como una reacción a
tantos siglos de dominación por los
mogoles y luego por los ingleses. Nehru
y Gandhi, muy conscientes del peligro
de este tipo de fundamentalismo parecido al de los sijs o al de los
musulmanes, o al de los cristianos en
otras partes del mundo, pero más
peligroso aún en la India porque era la
religión mayoritaria-, se esforzaron en
predicar
las
virtudes
de
la
aconfesionalidad y en enfatizar la unidad
entre hindúes y musulmanes. El
Mahatma Gandhi lo pagó con su vida:
fue asesinado por unos militantes del
RSS, organización que más tarde se
afilió al BJP. Indira, muy consciente del
problema, al principio de su mandato
tuvo que enfrentarse con firmeza a
cientos de santones desnudos que
exigían la prohibición de matar vacas a
las puertas del Parlamento.
Rajiv y otros miembros del
Congress eran testigos de cómo el BJP
explotaba con fines políticos el
sentimiento religioso creado por la
retransmisión de las series. En 1987, el
BJP, de común acuerdo con dos
poderosas organizaciones sociales y
paramilitares ideológicamente afines,
iniciaron una campaña que llamaron de
«desagravio histórico». El objetivo era
derribar una antigua mezquita construida
en la antigua capital hindú de Ayodhya
por un general del emperador mogol
Babar en 1528. Alegaban que la
mezquita había sido construida en el
emplazamiento donde había nacido el
dios Rama.
Para los musulmanes indios, la
campaña del BJP y sus aliados era un
ataque directo a sus derechos y a su
religión. Impedir que las hordas hindúes
destruyesen la mezquita se convirtió en
símbolo de su supervivencia. Los
ingredientes
para
un
conflicto
enrevesado y violento estaban servidos.
En 1989, después de las elecciones
que le costaron el puesto a Rajiv, otra
organización fundamentalista hindú
asociada al BJP lanzó una campaña
nacional para que cada pueblo de más
de dos mil habitantes ofreciese un
ladrillo destinado a la construcción de
un templo a Rama a menos de treinta
metros del emplazamiento de la
mezquita. Era una provocación a los
musulmanes. En el Parlamento, Rajiv
urgió a que el gobierno tomase cartas en
el asunto. El nuevo primer ministro
mandó a las fuerzas del orden a
interrumpir la construcción del templo,
pero no consiguió sentar en una misma
mesa a los distintos líderes para
negociar una solución pacífica al
conflicto. Por su parte, Rajiv hizo el
gesto de ir a visitar a un santón hindú
muy venerado que vivía a orillas del
Ganges, un hombre que creía firmemente
que la India era el hogar común de
muchas religiones, y que debía seguir
siendo así.
Un año más tarde, el BJP hinduista
dio una nueva vuelta de tuerca a la
provocación. Uno de sus líderes, un
individuo alto, serio y carismático
llamado L.K. Advani, hizo un
llamamiento para que miles de
voluntarios de todo el país convergiesen
en Ayodhya con la idea de galvanizar las
pasiones chovinistas de los hindúes. Él
mismo encabezó una peregrinación que
salió de una pequeña ciudad de Gujarat,
y lo hizo a bordo de un carruaje
motorizado que exhibía grandes retratos
de los dioses y cuyos altavoces
recitaban versos del Ramayana. Los
campesinos se frotaban los ojos,
incrédulos, al ver pasar ese cortejo
seguido de voluntarios vestidos
exactamente igual que los héroes de las
series que habían visto en televisión.
Aquella marcha elevó tanto la
temperatura de la tensión comunal que el
gobierno, en principio reacio a
intervenir contra uno de los miembros
de su coalición, mandó interrumpir la
procesión de Advani antes de que ésta
llegase a su destino.
Como
represalia,
miles
de
voluntarios del BJP asaltaron la
mezquita de Ayodhya, armados de arcos
y flechas. Un escalofrío de pánico
recorrió el país entero. ¿Qué pasaría si
en cada barrio, en cada aldea, en cada
ciudad del subcontinente empezase una
guerra de religiones? ¿No había servido
la violencia desencadenada durante la
Partición para vacunar a la India contra
enfrentamientos basados en la religión?
Las consecuencias podían ser tan
terribles que daba miedo imaginarlas:
atrocidades contra personas inocentes,
el desmembramiento del país, quizás una
guerra civil. Pero el líder del partido
hinduista parecía inmune al sentido
común. Todo valía con tal de ganar
votos, incluyendo colocar a una nación
de ochocientos cincuenta millones de
habitantes al borde del abismo.
La policía no tuvo más remedio que
actuar con contundencia para proteger la
mezquita de la destrucción. Hubo una
docena de muertos entre militantes y
policías. El partido hinduista achacó a
la policía el desenlace violento y su
líder, Advani, anunció que retiraba su
apoyo al gobierno. Mucho antes de lo
que Rajiv había previsto, caía el primer
gobierno que le había sustituido.
-¿Vas a pedir que se convoquen
elecciones? -le preguntó su hija.
-No, el partido no está listo todavía.
No creo que saquemos más votos ahora
que en las anteriores. Prefiero esperar.
Rajiv, cabeza del partido con mayor
representación en el Parlamento, se
encontraba de nuevo en una posición
clave. Un líder rival del primer ministro
que acababa de caer solicitó su apoyo
para formar gobierno. Rajiv aceptó
dárselo, pero desde fuera, sin formar
parte del nuevo gabinete. Una maniobra
astuta, que le proporcionaba control sin
tener que asumir la responsabilidad de
lo que hacían los miembros de la nueva
coalición gobernante. La verdad es que
Rajiv no confiaba mucho en este líder, ni
en sus ministros, entre los que se
encontraba Maneka Gandhi, y no quería
verse asociado a su gestión, que preveía
iba a ser un desastre. Estaba convencido
de que en cuestión de meses la gente
pediría desesperadamente el regreso del
Congress al poder. Entonces sería el
momento de convocar elecciones.
Las predicciones de Rajiv se
hicieron
realidad.
El
gabinete
constituido por el nuevo primer ministro
ofrecía una colección de granujas de lo
más deprimente hasta para los
estándares del tercer mundo: «Una
extraordinaria colección de los más
despiadados e inmorales oportunistas
que jamás han entrado en la arena
política india», según la descripción del
escritor inglés afincado en Nueva Delhi,
William Dalrymple.
La ruptura no tardó en llegar, y
ocurrió de manera un tanto extraña.
Sonia estaba de nuevo muy ofuscada con
el tema de la seguridad porque, al
perder las elecciones, el nuevo gobierno
les había retirado los escoltas altamente
adiestrados del Special Protection
Group, como si el hecho de que Rajiv no
estuviese en el gobierno hiciese
desaparecer las amenazas. El cambio
había sido tan drástico que Sonia y
Priyanka vivían en un estado de miedo
perpetuo cada vez que Rajiv se iba de
viaje. De pasar a ser protegido por
cientos
de
agentes
en
cada
desplazamiento,
salía
de
casa
acompañado de un solo escolta, un buen
hombre, fiel y servicial, llamado Pradip
Gupta: «Si algo le ocurre a Rajiv, será
por encima de mi cadáver» le dijo una
vez a Sonia al verla tan desasosegada.
Pero era un pobre consuelo. Rahul
compartía la misma angustia. Llamaba a
menudo desde Estados Unidos para
cerciorarse de que nada le había pasado
a su padre. Estaba tan preocupado por
los detalles que le contaba su madre
sobre lo chapuceras que eran las
medidas de seguridad que insistió
mucho en ir a pasar las vacaciones de
Pascua a casa, en marzo de 1991.
Acompañó a su padre en un viaje por el
estado de Bihar y se quedó pasmado al
comprobar por sí mismo la ausencia de
previsión, la falta de medios y lo
expuesto que estaba Rajiv a cualquier
agresión. A veces los policías estaban
apartando a una muchedumbre y le
dejaban solo en el coche, otras veces no
se adelantaban lo suficiente y Rajiv
quedaba de nuevo expuesto. Antes de
embarcarse de nuevo para Estados
Unidos, Rahul dijo a su madre unas
palabras que en el fondo no quería creer,
pero que resultaron premonitorias: «Si
no hacéis algo al respecto, me temo que
la próxima vez que vuelva será para el
funeral de papá.»
El problema no era sólo la falta de
apoyo del gobierno, sino que Rajiv
estaba obsesionado con la idea de
mantenerse cercano al pueblo. Le habían
dicho que había perdido las elecciones
porque había dado la imagen de alguien
lejano y casi altivo. La presencia de
guardaespaldas era un impedimento a la
hora de labrarse una imagen de político
accesible, que era lo que buscaba.
«Vivir bajo una amenaza terrorista o una
amenaza de muerte nunca me ha
preocupado -había declarado-. Nunca he
dejado que interfiriese en mi manera de
pensar. Sí, me ha causado problemas por
todas las molestias que la seguridad
implica... pero si hay que morir por lo
que uno cree, no lo dudaría.» Christian
van Stieglitz estuvo unos días con ellos
en aquellas fechas, junto a Pilar, su
mujer española. «Pilar no conocía
Nueva Delhi, así que Rajiv nos llevó a
dar una vuelta. Nos metimos en un
pequeño Suzuki que conducía él mismo,
y salió a toda velocidad, sus escoltas
siguiéndole como podían en un
Ambassador blanco, hasta que consiguió
despistarlos. ¡No debía ser fácil ser
escolta de Rajiv Gandhi! Yo no podía
dejar de pensar que se arriesgaba
demasiado. Recuerdo que una tarde
fuimos al Qutub Minar, el monumento
más alto de la ciudad. Rajiv estaba entre
mi mujer y yo charlando con nosotros
mientras caminábamos entre las ruinas.
En un momento dado, me di la vuelta y
vi que nos seguían unas mil personas, a
cierta distancia, sin atreverse a
acercarse
demasiado.
Estaban
sorprendidísimos de ver a Rajiv pasear
como un turista más. Seguimos
caminando y de pronto Rajiv se agachó
y recogió del suelo dos florecitas
blancas. Se acercó a la multitud y se las
dio a una niña que le miraba
boquiabierta con grandes ojos negros.»
Cuando Christian le hizo un comentario
sobre los riesgos que asumía, Rajiv le
contestó: «No puedo desconfiar del
hombre de la calle. Tengo que vivir la
vida.»
La que no vivía era Sonia. Fue ella
quien se fijó, en un fin de semana que
pasaron en la casa de campo de
Mehrauli, en dos individuos que
vigilaban la casa y que no eran los
escoltas habituales. Se lo comunicó a
Rajiv, y éste salió a preguntarles quién
les había dado la orden de vigilarlos, y
así descubrió que había sido el jefe de
gobierno local, un individuo que
pertenecía al partido del nuevo primer
ministro. Irritado y desconcertado por lo
que consideraba una inaceptable
intrusión en su vida privada, Rajiv
llamó al primer ministro y exigió que le
quitasen esa vigilancia, así como la
dimisión del jefe de gobierno que había
dado esa orden. «Era una cuestión de
confianza -declaró Rajiv-. Había
depositado mi confianza en este hombre,
y apoyamos su gobierno. Y ahora
descubro que no somos de fiar y nos
ponen dos policías vigilando nuestra
casa. ¿Qué significa esto?» El nuevo
primer ministro intentó minimizar el
asunto y procuró aplacar los ánimos
encendidos de Rajiv, porque se
encontraba en un callejón sin salida. De
cara a su propio partido, no podía
despedir a funcionarios o a jefes de
gobierno locales a petición del líder del
Congress. Por otra parte, si Rajiv le
quitaba el apoyo, perdería el control del
Parlamento. Pero Rajiv insistió en
depurar responsabilidades. Como el
hombre
no
respondió
a
sus
requerimientos, Rajiv amenazó con
boicotear el Parlamento. De modo que
cuatro meses después de haber jurado el
cargo, ese primer ministro se vio
obligado a presentar su dimisión al
presidente de la República.
Ahora sí, había llegado el momento
de celebrar nuevas elecciones generales,
que la comisión electoral fijó para el 20,
23 Y 26 de mayo de 1991. La India
estaba en plena crisis, lo que podía
facilitar que un partido de oposición
como el Congress volviese al poder.
Aparte del auge del fundamentalismo
hindú, Cachemira vivía una escalada de
violencia. En el frente de la economía,
la gestión de los últimos gobiernos
había sido desastrosa. La inflación,
producida por el aumento del precio del
crudo a causa de la guerra del Golfo,
estaba desbocada y amenazaba con crear
graves problemas sociales. Rajiv
propuso un programa basado en la
estabilidad y en la reforma económica,
incluyendo más privatizaciones y menos
controles a la industria y el comercio. El
enemigo a batir en las urnas era el BJP,
el partido hinduista, que se perfilaba
como una organización en auge con un
programa potencialmente peligroso para
la estabilidad del país. Los demás
partidos, incluidos los de la coalición
saliente, sólo podían aspirar a un
número limitado de escaños.
De nuevo Rajiv partió en campaña,
seguro de su victoria. Así era la
política, como un reflejo de la vida
misma, donde nada es permanente y todo
cambia sin cesar, a veces a una
velocidad de vértigo. Quiso iniciar la
campaña junto a Sonia, y él mismo
pilotó el avión que el 1 de mayo de
1991 se posó en Amethi. Era la primera
de seiscientas escalas que tenía que
hacer en veinte días. Una multitud estaba
esperándoles a la bajada del avión,
entre las que había muchas mujeres que
fueron a dar la bienvenida a Sonia. Una
de las razones de su inmensa
popularidad en Amethi es que Sonia
tenía una memoria prodigiosa, y
recordaba los nombres y las caras de
mujeres que quizás había visto cinco
minutos en anteriores viajes. La italiana
se identificaba plenamente con aquellas
campesinas que la tocaban con una
curiosidad casi infantil para comprobar
que era de carne y hueso como ellas.
Tenía la intención de pasar tres semanas
acampando en la circunscripción de su
marido, solicitando el voto casa por
casa, mientras él recorrería el
subcontinente. Al final de la jornada,
antes de subir por la escalerilla del
avión, Rajiv se dirigió a sus electores y
les dijo una frase muy sencilla, pero que
a la postre resultó ser profética: «No
creo que pueda regresar aquí de nuevo,
pero Sonia se queda para velar por
vosotros.» Sonia sintió una punzada en
el corazón. No por el hecho de quedarse
sola, porque la calidez de la gente y la
actitud solícita de los miembros locales
del Congress la hacían sentirse como en
casa, sino porque era la primera vez en
veintitrés años de casados que iban a
pasar tanto tiempo separados, casi tres
semanas.
Aquella noche, mientras intentaba
conciliar el sueño tendida en un charpoi,
un catre hecho de cuerda trenzada,
dentro de una tienda de campaña y
luchando contra el calor y los
mosquitos, Sonia se acordó de la última
vez que había estado en Amethi. Era en
febrero, el mes en que cumplían su
aniversario de boda. Había venido a
inaugurar una campaña de vacunación
contra la polio. Pensaba que no podrían
celebrar juntos el aniversario, porque
Rajiv tenía previsto viajar en esas
fechas a Teherán. Iba con la idea de
lanzar una iniciativa diplomática para
acabar con la guerra del Golfo. Pero una
noche como aquélla, aunque menos
calurosa, le había llegado una nota de
Rajiv pidiéndole que cancelase sus
compromisos en Amethi y que por favor
volviese rápidamente a Nueva Delhi
para acompañarlo en ese viaje. «Siento
como... que me apetece estar contigo,
únicamente tú y yo, nosotros solos, sin
cientos de personas revoloteando a
nuestro alrededor como siempre», decía
la nota. Cuando Sonia llegó a Nueva
Delhi, al filo de la medianoche, se
encontró con un Rajiv nervioso porque
pensaba que no llegarían a tiempo para
coger el vuelo. Descubrió que ya había
hecho las maletas. Todo estaba listo
para el viaje. En Teherán, después de
los compromisos oficiales, se fueron a
cenar solos a un restaurante. ¿Hacía
cuánto tiempo que no se permitían
semejante lujo romántico? Ni se
acordaban ya... Rajiv le entregó un
regalo que había traído desde Delhi,
unos pendientes preciosos y sencillos
como le gustaban a ella. Cuando
volvieron al hotel, cogió su cámara, con
la que siempre viajaba, y se hicieron una
foto con el disparador automático, algo
que nunca habían hecho antes.
-¡Madam, Madam!..
Una voz susurrante fuera de la tienda
interrumpió su ensoñación. Sonia se
levantó, se puso una bata y salió. Un
hombre joven, un simpatizante del
partido, le entregó un sobre. Venía de
Nueva Delhi, era de Rajiv. Sonia lo
abrió y encontró una rosa, con una nota
escrita a mano. La leyó, sonrió
mostrando sus hoyuelos, y regresó al
charpoi. «Era un mensaje de amor»,
confesaría más tarde.
Priyanka llegó unos días más tarde a
Amethi para acompañarla. Visitaban una
media de quince aldeas al día.
Escuchaban las quejas de la gente por
una pensión que no llegaba, un niño
ciego que necesitaba dinero para una
operación o una anciana que se quejaba
de que después de las anteriores
elecciones, los del Congress los
ignoraron. Sonia tomaba notas y daba
instrucciones a sus ayudantes. «Tened fe
-les decía a los suplicantes-, me voy a
encargar de solucionaros esto.»
En una de las aldeas, Priyanka fue
testigo
de
un
acontecimiento
extraordinario, teniendo en cuenta la
aversión que tenía su madre a hablar en
público. Sin que Rajiv se lo hubiera
pedido, Sonia se atrevió a hacer su
primer discurso frente a una multitud de
varios miles de personas. «Mi marido
ha trabajado mucho por vuestro
bienestar y yo trabajo para mi marido...
Sólo el Congress puede representaros
dignamente, estrechad la mano de mi
marido... » Priyanka se reía de verla
exhortar a la gente a votar por el
Congress, y además con gracia. Las
frases en hindi con un ligero acento le
salían con facilidad, sonreía y parecía
disfrutar, quizás porque no había
periodistas, todos eran gente humilde
que no la intimidaban. Lo más notorio
era que lo había hecho motu proprio,
como un acto de entrega a su marido.
Ambas regresaron a Nueva Delhi el
día 17 de mayo, agotadas, sudorosas y
llenas de polvo, pero optimistas sobre el
resultado final de las elecciones.
Cuando la noche siguiente Rajiv llegó
de su gira y entró por la puerta
principal, se quedaron estupefactas.
«Estaba exhausto. Casi no podía hablar
ni caminar. No había dormido ni había
comido decentemente durante semanas.
Había estado de campaña unas veinte
horas al día. Sus manos y sus brazos
estaban llenos de arañazos y de marcas.
Le dolía todo el cuerpo. Miles de
admiradores le habían tocado, le habían
dado apretones de mano, abrazos
fraternales y palmadas en la espalda. Se
me partió el corazón de verlo en ese
estado.» Sus dedos estaban tan
hinchados por la cantidad de apretones
de mano que se había tenido que quitar
la alianza. Pero estaba contento, el
corazón henchido por tantas pruebas de
afecto, por tanto entusiasmo. Su
deficiente servicio de seguridad le había
servido para ir al encuentro de lo que su
abuelo y su madre llamaban «el amor de
la gente», y volvía emocionado porque
la gente respondía. «En Kerala y en
Tamil Nadu tienen la costumbre de
pellizcarte la mejilla, por eso la tengo
tan roja e hinchada -le contaba a Sonia
mientras ella le colocaba un reposapiés
para que pudiese estirar las piernas-... y
a veces, en zonas musulmanas, te dan
besos, ya sabes, uno, dos, tres besos y
luego ese abrazo especial que te parte la
espalda... Me duele todo el cuerpo, pero
no importa.» Estuvieron charlando
tranquilamente durante un buen rato,
intercambiando impresiones sobre sus
experiencias mutuas. Rajiv estaba
satisfecho porque había conseguido
demostrar que le importaba la gente.
Pero no estaba seguro de ganar: «Va a
ser una lucha dura», le confesó. Esa
noche durmió cinco horas, todo un lujo,
antes de salir para Bhopal, donde el 19
de mayo dio un mitin frente a cien mil
personas. La ciudad seguía traumatizada
por la catástrofe de 1984. La
multinacional responsable del accidente
había llegado a un acuerdo para pagar
una suma en concepto de compensación
a las víctimas, pero el dinero no
acababa de llegar a manos de los
necesitados.
Era
desviado
por
funcionarios corruptos e intermediarios.
De nuevo el sistema era lo que fallaba.
Después de Bhopal, ya sólo quedaba
el sur, «territorio amigo», como lo
llamaban los miembros del Congress.
Regresó primero a casa y estaba tan
cansado que se quedó dormido en el
salón, aliviado al pensar que la campaña
estaba llegando a su fin. Tres días más, y
estarían todos reunidos allí mismo,
porque Rahul iría a pasar las vacaciones
de verano. Tenía previsto llegar el 23 de
mayo. Sonia y Priyanka también estaban
contentas. Estaban más seguras que
Rajiv de que éste ganaría las elecciones
por un amplio margen. La familia entera
se había volcado en el esfuerzo de
volver a colocar a un Gandhi y al
Congress a la cabeza del país. Indira se
hubiera sentido orgullosa de todos ellos:
eso era «hacer familia».
El 20 de mayo, Rajiv y Sonia
salieron de casa a las siete y media de la
mañana para depositar su voto. A esas
horas, la temperatura era todavía
soportable. Las cornejas parecían
saludarlos desde las ramas de los
árboles con sus graznidos amargos.
Rajiv, vestido con una kurta blanca y un
pañuelo tricolor alrededor del cuello,
condujo el coche por las anchas
avenidas, que estaban casi desiertas,
pero a la entrada del colegio electoral
les esperaba un corrillo de gente y un
equipo de televisión. Sonia estaba
espléndida en un salwar kamiz rojo.
Saludaron a diestra y siniestra juntando
las palmas de la mano a la altura del
pecho y Rajiv firmó algunos autógrafos
mientras esperaban que abriese el
colegio. Detrás, la fila iba creciendo. Un
joven voluntario del partido se acercó a
Rajiv con una bandeja en la que había
incienso, azúcar y pétalos de flor con la
intención de realizar allí mismo una puja
(una ofrenda) para empezar el día con
una nota auspicios a en su honor. Sonia,
siempre que estaba con su marido en un
lugar público, observaba atentamente a
todo el que se acercaba, intentando
adivinar alguna intención oculta, un
bulto sospechoso, un gesto inhabitual. La
paranoia no le daba tregua. Quizás por
eso se asustó tanto cuando el hombre de
la bandeja, intimidado por Rajiv, la dejó
caer en un estrépito que hizo
sobresaltarse a todos. Sonia se crispó,
luego empezó a sudar copiosamente.
Rajiv se percató del malestar de su
mujer y pidió que le trajeran un vaso de
agua. Cuando le tocó votar, estaba tan
alterada que no encontraba la papeleta
con el símbolo del Congress. Por un
momento pensó que se iría sin votar. A
la salida, yendo hacia el coche, se lo
contó a Rajiv, que se reía: «Me cogió la
mano -recordaría Sonia- con ese toque
cálido y tranquilizador que siempre
ayudaba a disipar cualquier sentimiento
de ansiedad.» Fue quizás la última
ocasión en la que Rajiv estaba presente
para calmar a su mujer, porque después
de dejarla en casa, salió para su
siguiente gira. Por la tarde tenía previsto
volver a Nueva Delhi para cambiar del
helicóptero a un avión y partir con
destino al sur, donde las elecciones se
celebrarían dos días después.
Pero esa tarde, Rajiv les dio la
sorpresa de pasarse por casa. Sonia y
Priyanka estaban felices de verlo,
aunque fuera por poco tiempo. Rajiv se
duchó deprisa, picó algo y llamó a su
hijo a Estados Unidos: «Te llamo para
darte ánimos con tus exámenes, Rahul, y
para decirte lo contento que estoy de que
vuelvas pronto... Va a ser un buen
verano... Te quiero... Adiós.» Luego dio
un beso a Priyanka. De nuevo debía irse,
pero lo bueno es que aquélla sería la
última escala de la gira electoral. Estaba
tranquilo, iba al sur, territorio seguro, no
como el norte, tan convulso y peligroso.
-¿No puedes dejarlo ya? -le pidió
Sonia-. Este viaje no cambiará los
resultados...
-Lo sé, pero ya está todo
organizado...
Ánimo,
un
último
empujoncito y saldremos vencedores...
Sólo dos días más y de nuevo juntos -le
dijo a Sonia con su sonrisa cautivadora.
«Nos despedimos con ternura... recordaría Sonia- y se fue.
Me quedé mirando entre las rendijas
de la persiana y le vi alejarse, hasta que
le perdí de vista... Esta vez para
siempre.»
40
Al día siguiente, 21 de mayo de
1991, Rajiv se embarcó en un
helicóptero para visitar varias ciudades
del estado de Orissa, en el este del país.
Fue una jornada extenuante, y por la
noche se encontraba tan cansado que
pensó recuperar un poco de sueño
atrasado y cancelar la última visita que
tenía prevista a un pueblo del vecino
estado de Tamil Nadu llamado
Sriperumbudur. Además, un informe del
Servicio de Inteligencia del gobierno
central
le
había
expresamente
aconsejado no asistir a mítines en Tamil
Nadu después del anochecer, porque los
Tigres Tamiles disponían en ese estado
de un apoyo considerable entre la
población. Estaba hambriento, y la líder
local del partido, una joven profesional
que él había reclutado para el Congress,
le invitó a cenar a su casa, pero se
quedó pensando en los que le estaban
esperando en Sriperumbudur, en todo el
esfuerzo que sus compañeros de partido
habían invertido en organizar el mitin, y
a la postre no quiso defraudarlos y
declinó la invitación a cenar. El partido
bien se merecía un último esfuerzo.
-Ya dormiré a pierna suelta con
Rahul, Priyanka y Sonia a mi alrededor le dijo a su acompañante.
-¿Entonces no vas a hacer caso al
informe del Servicio de Inteligencia?
-Si tuviera que hacer caso a todos
esos informes, tendría que haber
abandonado la campaña hace mucho
tiempo. Además -añadió-, la violencia
política es poco común en el sur de la
India, eso lo sabemos todos. Aquí las
elecciones se parecen más a fiestas de
pueblo que a acontecimientos políticos
serios.
Al entrar en el avión, se encontró
con la agradable sorpresa de que la
líder local le había hecho llegar pizza y
unas empanadillas. Apenas había dado
un primer mordisco a su cena cuando le
comunicaron que el aparato no podía
despegar por un problema técnico.
«Mejor -se dijo Rajiv, que sólo pensaba
en echar una cabezadita-. Pues aquí nos
quedamos.» Bajó del avión y se metió
en un Ambassador que le condujo al
alojamiento del gobierno. Pero, de
camino, un coche oficial le alcanzó.
-Señor -le dijo un policía por la
ventanilla-, ya se ha solucionado la
avería, el avión está listo para el
despegue.
Durante una fracción de segundo,
Rajiv dudó en si debía seguir camino o
regresar al aeropuerto. Al final, se dejó
llevar por los acontecimientos y le dijo
al chófer que diese media vuelta. De
nuevo en el avión, tomó asiento, se
abrochó el cinturón y cuando el aparato
empezaba a rodar por la pista, se dio
cuenta de que había olvidado la comida
en el coche.
Llegó a Madras a las ocho y media
de la noche, asistió a una corta rueda de
prensa, bebió un refresco y siguió viaje
por carretera. Iba sentado delante, al
lado del conductor, con la ventanilla
abierta. En el salpicadero del
Ambassador, había una pequeña luz
fluorescente que le daba en la cara para
que la gente pudiera verlo en la
oscuridad de la noche. Se detuvo en un
pueblo en el que dio un mitin de veinte
minutos y a las nueve y media ya estaba
en otro dando un nuevo discurso. En el
trayecto, aprovechaba para charlar con
periodistas. Ese día iba acompañado de
Barbara Crossette, corresponsal de The
New York Times y especialista en temas
asiáticos. Al cruzar las aldeas, el coche
se abría lentamente paso entre la
multitud y la gente, con expresión de
frenética alegría en sus rostros, lanzaba
flores. «Esperamos buenos resultados en
esta zona», dijo Rajiv a los periodistas.
Nada más salir del coche, sus
seguidores pugnaban por colocarle
guirnaldas alrededor del cuello,
mientras otros le regalaban pañuelos y
chales. En un momento dado, se detuvo
para saludar a una mujer que estaba
siendo estrujada por la muchedumbre.
Le colocó una bufanda de seda
alrededor del cuello y le dijo unas
palabras. La mujer cubrió su rostro con
sus manos y apretó la bufanda contra su
pecho. Barbara Crossette se sorprendió
de la escasa protección de que disponía:
«Más de cien veces, cualquiera de las
manos que se habían metido en el coche
para tocarle el brazo o darle la mano
hubiera
podido
apuñalarlo
o
dispararle.»
Siguieron camino. A lo largo de la
carretera, había luces de colores y
pancartas dándole la bienvenida. De vez
en cuando, Rajiv indicaba al chófer que
fuese más despacio o que parase el
coche para salir y estrechar más manos
mientras les pedía el voto para el
Congress. Lo curioso es que lo decía en
inglés, porque no hablaba tamil. Cuando
tenía que explicar algo más largo, un
intérprete le hacía la labor. Las notas y
cartas que iba recogiendo de la gente las
metía en una bolsa gris de líneas aéreas
que siempre llevaba consigo. Barbara
Crossette le hizo su última entrevista. Le
preguntó si no tomaba suplementos
vitamínicos o si llevaba una dieta
especial para aguantar ese despliegue de
energía, teniendo en cuenta el calor de
40 grados y lo duras que eran las
carreteras... Rajiv prorrumpió en
carcajadas. « ¡Estos americanos!»,
debió pensar. «La mayor parte del
tiempo no como nada. Me mantengo con
esto... », contestó, señalando un par de
termos, uno de café y otro de té. Les
indicó que la única concesión al confort
eran las zapatillas de deporte blancas
que llevaba. Luego departió sobre sus
temas favoritos: «La gente está frustrada
porque el sistema no es eficaz, no
alimenta sus aspiraciones. Tenemos que
conseguir mejorarlo drásticamente.
Pero, sobre todo, estoy decidido a
acabar con todas las controversias sobre
la religión. Queremos una separación
completa entre religión y política. La
mezcla es explosiva, no sólo aquí, sino
en todo el mundo.»
A las diez de la noche, los líderes
locales de Sriperumbudur, un pueblecito
agrícola sin mayor interés, anunciaron la
llegada del líder. La gente estaba viendo
un espectáculo de danza típica de la
región, muy colorido y ruidoso, algo
normal en los mítines electorales, ya que
los candidatos importantes nunca
llegaban puntuales. Las dos horas de
retraso sobre el horario previsto no
quitaron las ganas a la gente de corearlo
y de lanzar petardos para celebrar su
llegada. Rajiv se asustó al oír las
primeras
explosiones,
pero
le
explicaron que era la manera habitual de
recibir a un dignatario importante en
Tamil Nadu. Normalmente, en un acto
así, en el norte, hubiera habido un arco
detector de metales a la entrada del
recinto. Pero aquí no existía nada
parecido, excepto los esfuerzos del fiel
escolta Pradip Gupta por apartar a la
gente y evitar que tocasen a su
protegido. Rajiv se detuvo frente a una
estatua de su madre y le colocó
ceremoniosamente una guirnalda de
claveles. La multitud estaba compuesta
sobre todo de hombres de aspecto
cordial, vestidos con longhis, unas telas
enrolladas alrededor de la cintura, y de
niquis o de kurtas sin cuello. Después
del homenaje a Indira, Rajiv caminó
sobre una alfombra roja hacia el estrado
donde le esperaban los líderes locales
del partido, sentados alrededor de una
larga mesa. Aceptaba con su eterna
sonrisa las guirnaldas que le iban
poniendo, se detenía para dar un apretón
de manos, respondía al saludo de uno, se
quitaba guirnaldas amontonadas en el
cuello y las lanzaba a las mujeres,
discutía con los policías locales que
intentaban mantener apartada a la
multitud, se reía y bromeaba con todos.
Sacaba su increíble energía del contacto
con la gente, entroncando de este modo
con el ejemplo de su abuelo y de su
madre.
Entre la multitud había dos mujeres
de unos treinta años. Una de ellas era
bajita, de piel oscura y llevaba gafas. Se
llamaba Dhanu. Vestía una chaqueta
vaquera sobre un traje punjabí de color
naranja que consistía en una falda larga
sobre pantalones anchos, contrariamente
al resto de las mujeres del sur, que
suelen llevar saris. Parecía estar
embarazada. Nadie sospechaba que las
razones de su corpulencia se debían a
que bajo su chaqueta tenía pegados al
cuerpo una batería de nueve voltios, un
detonador y seis granadas con metralla
envueltas en un material explosivo
plástico. La otra chica se llamaba
Kokila, y era la hija de un funcionario
del partido. Rajiv le puso cariñosamente
el brazo por encima del hombro
mientras ella recitaba un poema en su
honor. Dhanu, con una guirnalda en la
mano, consiguió abrirse paso y
colocarse detrás de Kokila. Cuando la
chica acabó el poema, le llegó el turno a
Dhanu, pero justo cuando iba a
entregarle su guirnalda a Rajiv, una
mujer policía la paró con el brazo. Rajiv
le sonrió. «Deje que cada uno tenga su
turno... No se preocupe, tranquila.» La
policía desistió y se dio la vuelta, sin
sospechar que de esa manera estaba
salvando la vida. Entonces Dhanu se
acercó a Rajiv para colocarle una
guirnalda de virutas de madera de
sándalo esculpidas en forma de pétalos
de flor alrededor del cuello. Rajiv se lo
agradeció con su hermosa sonrisa y,
siguiendo la tradición, se quitó la
guirnalda para entregársela a un
compañero del partido que estaba detrás
de él. Mientras, Dhanu se agachó para
tocarle los pies. Rajiv también lo hizo,
para mostrar humildad, como diciendo
que él no era digno de ese saludo. Pero
la mujer le engañó: no estaba tocándole
los pies en signo de veneración, sino
tirando de una cuerda que activó el
detonador.
La explosión fue apocalíptica.
«Cuando me di la vuelta -contó Suman
Dubey, ayudante de Rajiv y viejo amigo
de la familia- vi a gente volar por los
aires como a cámara lenta.» Barbara
Crossette, que se había quedado atrás,
vio «una explosión muy intensa... y
luego la gente cayendo alrededor, en
círculo, como los pétalos de una flor. En
el lugar donde se suponía que estaba
Rajiv, había un agujero en la tierra.» La
metralla había acabado con la vida de la
asesina, de Rajiv y de diecisiete
personas más. El pánico se apoderó de
la multitud y de los policías, que no
sabían si aquélla sería una explosión
aislada o si habría más. El polvo y el
humo se disiparon para dejar al
descubierto el espectáculo de la
masacre: cuerpos desmembrados, tierra
negra y humeante, objetos calcinados.
Curiosamente, el estrado seguía en pie,
lo que había saltado en pedazos había
sido la gente.
«Estaba buscando algo de color
blanco -contaría Suman Dubey-, porque
Rajiv siempre iba de blanco. Pero todo
lo que veía era negro, materia
calcinada.» Otros compañeros de
partido se fueron acercando y
encontraron a Pradip Gupta, el fiel
escolta de Rajiv. Seguía vivo, estaba
tumbado y con los ojos muy abiertos,
sufriendo en carne propia la predicción
que le había hecho a Sonia: «Si algo le
pasa a Rajiv, tendrá que ser por encima
de mi cadáver... » Murió unos segundos
después. Debajo de su cuerpo, alguien
encontró una zapatilla de deporte
blanca. Era de Rajiv. Un colega del
partido intentó girar lo que quedaba del
cuerpo, sin conseguirlo porque se
deshacía. Rajiv había sido literalmente
eviscerado por la explosión, el cráneo
estaba fracturado y había perdido casi
toda la masa cerebral. Había muerto en
el acto. Quince minutos después de la
explosión, sonó el teléfono en el número
10 de Janpath.
41
Quien descolgó el aparato fue el
secretario de Rajiv, que trabajaba en el
despacho privado de su jefe, en un ala
apartada de la casa. La familia dormía.
En su dormitorio, Sonia oyó el teléfono
entre sueños y le sonó como un alarido.
-Señor, ha habido un atentado con
bomba -dijo una voz entrecortada,
salpicada de interferencias.
-¿Quién habla?
-Soy del Servicio de Inteligencia.
Llamo de Sriperumbudur.
Al secretario se le hizo un nudo en la
garganta.
-¿Cómo está Rajivji? -preguntó.
El hombre no respondió. El
secretario oyó cómo su interlocutor
carraspeaba para aclararse la garganta
antes de volver a hablar.
-Señor, es que... -empezó diciendo,
sin terminar su frase.
Nervioso, el secretario le azuzó:
-¿Por qué no me dice de una vez
cómo se encuentra Rajiv?
-Señor, ha fallecido -soltó entonces
el hombre, y nada más decirlo colgó el
teléfono.
El secretario se quedó con el
auricular en la mano, la mirada perdida,
intentando asimilar lo que acababa de
oír. La leve esperanza de que hubiera
sido una falsa noticia se evaporó
cuando, nada más colgar, volvió a sonar
el teléfono. Un miembro del Congress de
Tamil Nadu vino a confirmarle la
noticia. Ya no había duda. En seguida
las demás líneas empezaron a vibrar, en
una
cacofonía
insoportable.
El
secretario salió apresurado.
-Madam, Madam...
Se encontró con Sonia en el pasillo,
que salía de su cuarto atándose el
albornoz.
Casi no podía abrir los ojos. Tenía
el pelo revuelto. Sabía que una llamada
en mitad de la noche no podía anunciar
nada bueno. Tenía grabada en su
memoria la que había recibido una
noche en la casa familiar de Orbassano
anunciándole el accidente de Sanjay.
Ahora estaba presa de un sentimiento
similar y se le hizo un nudo en el
estómago. Pero lo que la dejó helada fue
el aire asustado, casi histérico del
secretario, un hombre habitualmente
sobrio y comedido.
-Madam, ha sido una bomba... balbuceó.
Sonia le lanzó una mirada severa.
Tenía el rostro hinchado de sueño.
-¿Está vivo?
El secretario fue incapaz de
contestar. No le salieron las palabras.
Tampoco hacían falta, Sonia había
dejado de escucharle. Todo su cuerpo se
contrajo como si hubiera recibido una
descarga eléctrica y de lo más hondo de
su alma herida de muerte surgió un grito
gutural, ronco. Siete años después de la
conversación que había mantenido con
Rajiv en el quirófano del hospital donde
estaban cosiendo el cadáver de Indira, y
en la que le suplicó no aceptar el puesto
que su madre había dejado vacante
porque le matarían, la predicción se
había cumplido.
-¡iNooooo...!!
Su grito despertó a Priyanka, que
apareció en el pasillo, también envuelta
en un albornoz, el aspecto derrengado,
la mirada atónita. Se quedó muda,
incrédula, lívida. Agarró a su madre y la
llevó al salón como pudo. Nunca en sus
diecinueve años de vida la había visto
en ese estado de desesperación. Nunca
nadie la había visto llorar de esa
manera. Tanto duraron y tan fuertes eran
los sollozos que los primeros
compañeros de partido que más tarde
empezaron a llegar a la casa los oyeron
desde la calle.
Priyanka no conseguía confortarla.
De pronto, Sonia empezó a toser y a
ahogarse de tal manera que el secretario
temió que perdiese el conocimiento.
-Es un ataque de asma -dijo
Priyanka.
Resultó tan violento que se asustó
mucho.
-¡En seguida vuelvo! -lanzó.
Corrió hacia el cuarto de baño de su
madre y buscó afanosamente el
inhalador y los antihistamínicos. Cuando
volvió al salón, la vio sentada en un
sillón con los ojos casi en blanco, la
boca abierta y la cabeza echada hacia
atrás, buscando aire como un pez fuera
del agua. Pensó que se moría. En
realidad, una parte de ella había muerto
con su marido.
Las medicinas hicieron su efecto y
consiguieron detener la tos, pero no los
sollozos. Por mucho que su hija intentara
calmarla, Sonia era inconsolable. Su
llanto crecía sobre sí mismo, insistente y
regular como las olas en su acoso a la
playa. Priyanka se dirigió al secretario:
-¿Dónde está el cuerpo de mi padre?
-preguntó.
-En este momento, lo están llevando
a Madrás.
-Por favor, ayúdame a hacer las
gestiones pertinentes para que podamos
desplazarnos hasta allí -le rogó.
Priyanka se hizo cargo de la
situación, demostrando una madurez, una
sangre fría y un sentido de la
organización admirables. Departió con
los primeros amigos de su padre y
líderes del Congress que acudían con
aire perplejo y desolado, algunos
llorando a lágrima viva. Hasta habló con
el presidente de la República por
teléfono. Le pidió que pusiese un avión
a disposición de la familia. En el fondo
algo dentro de ella le impedía creerse
que su padre estaba muerto. Era como un
reflejo que protege del dolor y permite
actuar. Inconscientemente, le costaba
aceptar algo tan catastrófico sin
comprobarlo, por eso necesitaba ver a
su padre cuanto antes.
-¿Creéis
que
es
prudente
desplazaros hasta allí? -le dijo el
presidente de la República.
-Por favor, presidente, insisto. Mi
madre y yo tenemos la firme intención
de ir esta misma noche a Madrás.
-Está bien, hablaré con el ejército
para poner a vuestra disposición un
avión de la Fuerza Aérea. Luego pasaré
por vuestra residencia para daros el
pésame.
-Gracias, le esperaremos.
Ahora le tocaba dar la noticia a su
hermano, que estaba en Harvard. Allí
era la hora del almuerzo. Consiguió que
un compañero le transmitiese el mensaje
de que debía llamar a casa
urgentemente. Una hora más tarde, su
hermana y su madre le dieron la peor
noticia de su vida.
-¡Lo sabía, lo sabía! -dijo el chico
llorando y mordiéndose el labio-. Sabía
que iba a pasar.
Ese sentimiento de frustración e
impotencia acentuaba el dolor de toda la
familia.
-Hicimos lo que pudimos...
-¿Tú crees?
-Claro que sí.
Le dijeron que viniese en el primer
vuelo, que estaban empezando a
organizar los
esperaban.
funerales,
que
le
Eran más o menos las once de la
noche y ya la noticia había corrido por
Nueva Delhi. Una multitud se estaba
congregando ante la verja de casa.
Desde el interior, Priyanka y Sonia oían
gritos histéricos y lamentos. Seguían
acudiendo amigos de la familia,
compañeros, ministros, policías, etc.
Una invasión en toda regla. La prensa
tomaba posiciones en la verja y la calle.
La gente todavía no sabía contra quién
dirigir su rabia: ¿contra los sijs, los
fundamentalistas musulmanes o hindúes,
los Tigres Tamiles, los asameses, los
dalits...? No faltaban agravios en ese
país tan abigarrado. Por lo pronto, la
dirigieron contra los equipos de
televisión nacional e internacionales. La
gente allí congregada empezó a
insultarlos. Algunos amigos que al
volante de su coche franqueaban la valla
fueron recibidos de mala manera:
Ottavio y Maria Quattrochi fueron
abucheados y recibieron alguna que otra
pedrada, y lo mismo ocurrió con los
líderes de la oposición, que venían a
presentar sus condolencias. La furia de
la multitud se extendió hacia todos los
adversarios de Rajiv. Una turba intentó
asaltar la vecina casa de uno de sus
críticos más feroces cuando estaba en el
gobierno, un líder de una casta de
«intocables». Tal era el ambiente en las
calles que el presidente de la República
no pudo llegar hasta la casa. Se encontró
con una muchedumbre frenética y
desesperada. La gente se tiraba sobre el
capó de su automóvil, llorando y
sollozando.
-¿Los dispersamos? -preguntó el
oficial de seguridad al presidente.
-No, demos media vuelta. No quiero
que se inflamen más los ánimos.
De regreso a su residencia en el
antiguo palacio del virrey, el presidente
llamó por teléfono a Sonia. Estaba un
poco más tranquila, y pudo agradecerle
sus condolencias y las facilidades que
había dispuesto para ese singular viaje.
Vestida con un salwar kamiz blanco,
el pelo peinado hacia atrás y recogido
en un moño, nada más colgar salió de
casa con Priyanka. Fuera les esperaba
un coche para llevarlas al aeropuerto.
Conducía el tío Kaul, el que tantos
esfuerzos había hecho para convencer a
Rajiv de que siguiera los pasos de su
hermano. El coche se abrió paso con
dificultad entre la multitud que se
agolpaba alrededor de la casa. Las
calles estaban cada vez más agitadas.
Grupos de gente se arremolinaban en las
esquinas y en las rotondas, en un estado
de ánimo que oscilaba entre la rabia y la
pena.
-Espero que el gobierno actúe con
prontitud y no permita lo que ocurrió
después de la muerte de Indira -comentó
el tío Kaul.
El vuelo duró tres horas y media, el
tiempo que un jet tarda en cruzar el
subcontinente de norte a sur. Abajo, en
esa negra extensión de tierra salpicada
de puntitos de luz que indicaban las
ciudades y los pueblos, la India dormía.
Dentro de unas horas iba a despertar con
la tragedia de otro asesinato político.
Dentro de unas horas, pensaron, el país
estaría hundido en la aflicción. Nadie
habló durante el vuelo. Sólo se oían los
sollozos de Sonia.
Seguía siendo de noche cuando
aterrizaron en Madrás a las cuatro y
media de la madrugada. El avión rodó
hasta la vieja terminal, iluminada y
rodeada de una ingente multitud. Allí
estaba el cuerpo de Rajiv. Por
indicación del presidente de la
República, lo habían llevado hasta allí
para evitar que Sonia y Priyanka
tuvieran que desplazarse en coche hasta
la ciudad. Un aire húmedo y pegajoso
les envolvió nada más salir del avión.
Estaban muy nerviosas porque se
acercaba el momento. El momento de
verlo por última vez. ¿Qué iban a
encontrarse? ¿Estaban preparadas para
ello? ¿Lo soportarían? Se hacían esas
preguntas mientras bajaban la escalerilla
y saludaban a las personalidades que
habían acudido a recibirlas.
También aquí las autoridades temían
que estallasen disturbios, les dijo el
gobernador. La multitud buscaba un
chivo expiatorio y los ánimos en la
ciudad estaban muy caldeados. Por eso
habían dispuesto las medidas necesarias
para que el vuelo despegase antes del
amanecer. Cuando reconoció a Suman
Dubey, viejo y leal amigo de Rajiv que
había salido milagrosamente ileso del
atentado, Sonia se echó a llorar en sus
brazos.
Pero no vieron a Rajiv. No podían.
Les dijeron que su cuerpo estaba tan
destrozado que había sido imposible
embalsamarlo. Lo único que vieron fue
dos ataúdes. Uno contenía los restos de
Rajiv y el otro el de su guardaespaldas,
el bueno de Pradip Gupta. A partir de
entonces, todo fue muy rápido.
Agarradas la una a la otra, madre e hija
vieron cómo los metían en las tripas del
avión. Ellas volvieron a subir por la
escalerilla. Una vez dentro, Sonia pidió
que colocasen el ataúd a su lado. Con
una mano puso una guirnalda de flores
sobre el féretro, mientras con la otra se
cubrió el rostro con un chal para enjugar
sus lágrimas. Priyanka, al ver el ataúd
amarrado así, tuvo que admitir lo que su
subconsciente se negaba a aceptar, que
en esa caja estaba su padre, o mejor
dicho, lo que quedaba de él. Entonces no
pudo contenerse más y se desmoronó.
De pronto se dio cuenta de que no lo
volvería a ver nunca, de que nunca más
se dejaría mecer por el afecto y calidez
de su padre. Se abrazó a la caja y se
quedó sollozando largo rato.
El avión rodaba ya por la pista.
Suman Dubey y Sonia la tranquilizaron,
la hicieron sentarse y le abrocharon el
cinturón. En ese momento Sonia tuvo un
gesto que sin duda Rajiv hubiera
apreciado. Al darse cuenta de que el
ataúd del guardaespaldas Pradip Gupta
estaba sin nada, fue a colocarle una
guirnalda de jazmines.
Era de día cuando el avión despegó,
de vuelta a la capital india. Empezaba el
último viaje de Rajiv Gandhi.
ACTO IV
LA MANO OCULTA
DEL DESTINO
No conoces los límites de tu fuerza,
no sabes lo que haces.
No sabes quién eres.
EURIPIDES
42
Ya está. Ha terminado todo. A pesar
de que no ostentaba ningún cargo oficial,
sesenta y cuatro países han mandado un
representante oficial a los funerales.
Rajiv tenía algo especial, que le hacía
ser muy querido por los que le trataban.
Las cenizas ya viajan hacia el
océano, disueltas en el Ganges,
mezcladas con las del bisabuelo
Motilal, las del abuelo Nehru y las de su
hermano. El dolor individual es sólo una
parte del vacío tan grande que ha
dejado. El personal de servicio y de
seguridad está triste y desorientado.
Hasta los perros de casa están mustios.
El asidero al que todos podían aferrarse
ante los vaivenes de un mundo caótico e
inseguro ha desaparecido. ¿Cómo creer
que ya no está? Sonia y sus hijos sienten
su presencia en todo momento, sobre
todo de noche, en sueños. El
inconsciente va más lento que la
realidad, le cuesta alcanzarla, por eso
los despertares son especialmente duros.
Otras veces se desvelan sobresaltados y
se dan de bruces con la realidad, y
entonces se dan cuenta de que ésa es la
peor pesadilla.
Lo importante es que todo ha
transcurrido en paz. Se ha evitado el
baño de sangre, no como después del
asesinato de Indira. El gobierno ha
sacado el ejército a la calle a tiempo y
ha decretado siete días de luto nacional.
Lo que no se ha podido evitar han sido
varios casos de suicidio e inmolaciones
en el interior del país. La India eterna
sigue viva en los corazones de la gente.
Ahora, hasta sus adversarios
políticos concuerdan en que Rajiv ha
sido un hombre decente. En la muerte,
ensalzan al líder que han denigrado en
vida. También la prensa, que primero lo
encumbró y luego lo vilipendió, hace su
examen de conciencia. Una mañana,
Priyanka enseña a su madre un artículo
del Hindustan Times.
-Léelo, mamá, aquí publican un
homenaje que busca disculpar la actitud
que los medios han tenido con papá.
Sonia está orgullosa de sus hijos.
Han estado a la altura. Menos mal que
ha tenido a Priyanka cerca para
organizarlo todo, para mantener la casa
en orden, ir a recibir a Rahul y escoger
el lugar de la cremación. Ella no hubiera
podido. Es imposible tomar decisiones
cuando uno se siente muerto en vida.
Piensa que Indira también estaría
orgullosa de ellos.
Sonia se coloca las gafas y se pone a
leer. El texto tiene el mérito de la
franqueza: «Le tomábamos el pelo por
sus zapatos Gucci, sus gafas Cartier, sus
vaqueros de marca, sus viajes con su
mujer en los jumbos de Indian Airlines
... Nos burlábamos de su hindi, aunque
el nuestro fuese peor... La verdad es que
estábamos llenos de resentimiento y de
envidia... Sabíamos en nuestro fuero
interno que había viajado más que todos
nosotros juntos y que tenía una mejor
visión de los problemas de la India que
la que podíamos tener nosotros,
pontificando en nuestras columnas. Su
elegancia natural, su buen aspecto y sus
modales le daban una ventaja injusta
sobre todos los demás. Tenía tanto por
lo que vivir, tanto que hacer a pesar de
nuestros reparos y nuestras críticas.»
Sonia llora cuando le devuelve el
artículo a su hija. « ¿Por qué ha tenido
que pagar un precio tan alto un hombre
bueno que encima había hecho bien su
trabajo?», se pregunta. Son tantas las
preguntas y tan escasas las respuestas
que Sonia se desespera. Lo que sabe es
que su marido ha acabado siendo
víctima de un sistema que le ha exigido
lo imposible. Ah, si no se hubiera
metido en política, si hubieran dejado a
Maneka el papel de heredera... Maneka,
que apareció en el funeral junto a Firoz
Varun y que con ojos llorosos musitó
unas palabras de condolencia.
Ahora Sonia y sus hijos quieren
saber quién le ha asesinado. Dice la
policía que han sido terroristas del
Frente Tamil de Liberación Nacional...
¿Pero están seguros? ¿Cuándo lo podrán
confirmar? y sobre todo... ¿Cuándo se
podrá hacer justicia? Es un pobre
consuelo la justicia, pero a estas alturas
es lo único que queda.
-Señora, tiene una llamada -le
interrumpe un sirviente-. Es una
conferencia.
Desde que sus hermanas han
regresado a Italia después de pasar unos
días en Nueva Delhi, arropándoles,
Sonia habla todos los días por teléfono
con alguna de ellas, que insisten para
que vuelva. Piensan que con el tiempo
se dará cuenta de que ya no tiene sentido
quedarse a vivir en Nueva Delhi, aparte
de que es peligroso. Pero Sonia lo tiene
claro y ya se lo dijo a su madre. La India
sigue siendo su razón de vivir, aunque le
haya robado el corazón. Aquí es donde
están enterrados sus sueños.
-Ésta es mi vida -le repite a su
hermana Nadia al teléfono-. Ya no puedo
dejar este país e instalarme fuera, donde
seré siempre una extranjera. Me di
cuenta de ello cuando murió papá.
-Por lo menos, cámbiate de casa...
-¿Por qué? ¿Tú también crees que
está gafada? Aquí es lo que dice la
prensa...
-No, no creo en esas tonterías, lo
digo porque en esa casa todo te
recordará a Rajiv...
-Es precisamente por eso por lo que
no quiero mudarme. Sabes, quedarse
viuda no es como divorciarse. Además,
desde el punto de vista de la seguridad,
esta casa es adecuada.
¡La seguridad! Qué hueca parece esa
palabra desde la distancia. Dos
asesinatos, y Sonia sigue creyendo en
ella. Cuán testaruda puede ser una
hermana... Pero sólo se entiende el
miedo si se vive desde dentro. La
amenaza de los sijs a Indira de matar
hasta la centésima generación de sus
descendientes se ha quedado grabada en
la mente de Sonia. ¿Cómo olvidar una
amenaza semejante, que además se ha
visto confirmada con la sangre de su
suegra? Ahora, con lo de Rajiv, sabe
que la sed de venganza no tiene límite.
Nunca ella ni sus hijos podrán vivir en
una paz completa, por ser quienes son.
Nunca, ni aquí ni en Italia ni en ningún
otro sitio. Mejor aceptarlo. Por lo
menos, en la India, vuelve a disponer de
todo el aparato del Estado para
protegerles. «La seguridad de la familia
Gandhi es de interés nacional», ha
declarado pomposamente el presidente
de la República una semana después del
atentado. A buenas horas, piensa Sonia...
El caso es que el primer ministro en
funciones, por indicación del presidente
de la República, les ha asignado la
máxima protección. Vuelven a disponer
del servicio del Special Protection
Group, que ya demostró su eficacia
cuando Rajiv era primer ministro. Sonia
no ha podido evitar hacer un comentario
amargo:
-La policía me ha hecho saber que si
no le hubierais retirado la protección
del SPG a Rajiv, a la que tenía derecho,
se hubiera salvado del atentado.
-Soniaji -le ha respondido sin
alterarse el primer ministro-, sabes
perfectamente que si Rajiv hubiera
insistido, el gobierno se la hubiera
devuelto.
-No estoy tan segura.
¿Cómo estarlo? ¿Cómo creer la
palabra de un político? Es cierto, Rajiv
no lo había solicitado, pero ella sí.
Había insistido varias veces, siempre en
vano. Priyanka había insistido. Rahul
también. La realidad es que ningún
político tenía especial interés en
proporcionar a Rajiv una mayor
protección: los de su partido porque le
apartaba de las masas y por lo tanto
reducía sus posibilidades de éxito, los
de la oposición porque si le pasaba algo
a Rajiv, acababan con la preponderancia
del Congress. Todos ganaban dejando a
Rajiv indefenso.
Después de tanto ajetreo, de ver a
tanta gente, de tantas lágrimas vertidas,
Sonia sufre el contragolpe. Poco a poco
se va asentando la nueva situación, de
donde surge una pregunta aterradora:
¿Cómo seguir viviendo sin Rajiv? ¿De
dónde sacar fuerzas para estar sin él?
Ahora toca lo más difícil, inventarse una
vida. De poco le sirve el consuelo de la
religión. Dice que cree en todas las
religiones porque quizás no crea en
ninguna. Tiene el consuelo de que su
hijo Rahul se queda a pasar el verano.
El chico está deshecho. A la tristeza de
haber perdido a su padre, se añade un
fuerte sentimiento de culpabilidad por
no haber removido cielo y tierra, por no
haberse enfrentado a él y haberle
obligado a exigir más protección...
Sonia y Priyanka también se sienten un
poco culpables, pero ¿qué podían hacer
contra la voluntad de Rajiv y del aparato
del Estado? El caso es que la casa
familiar vuelve a ser la fortaleza de
antes, con sus vallas en la calle, sus
arcos detectores de metales, sus cámaras
de vigilancia, sus torretas, sus garitas y
su centenar de policías armados
rondando por la zona. La seguridad.
El atentado no ha interrumpido las
elecciones, sólo se han retrasado las dos
últimas jornadas. El Congress ha
arrasado en el sur, a causa del «factor
empatía» provocado por el asesinato,
pero ha sido derrotado en el norte.
Maneka también ha sido derrotada en su
circunscripción y pierde su escaño en el
parlamento. La gran sorpresa de estas
elecciones ha sido el espectacular
avance del BJP, el partido hinduista que
Rajiv había identificado como el
«enemigo a batir». Ha multiplicado por
cien sus escaños. Un auge espectacular y
terrorífico. ¿Cómo no sentir miedo
cuando el líder de un grupo paramilitar
hindú, aliado de este partido, ha
homenajeado al asesino del Mahatma
Gandhi? ¿No es algo que estaría
prohibido en la mayoría de las
democracias?,
pregunta
Sonia,
escandalizada como la mayoría de los
visitantes que recibe. ¿Puede uno cargar
tan fácilmente contra los pilares de una
nación con total impunidad? Con la
excusa del pésame, muchos diputados y
miembros del partido van a sondearla, a
veces hasta bien entrada la noche.
Acuden a discutir quién debería ser el
definitivo sucesor de Rajiv a la cabeza
del Congress. No se atreven ya a decirle
que ella debería asumir ese puesto, que
si lo hiciese habría esperanza para
luchar contra el avance del sectarismo
religioso. Saben que ella no quiere
oírlo. ¿No rechazó de manera tajante la
presidencia del partido, que fueron a
ofrecerle en bandeja de plata estando las
cenizas de Rajiv todavía calientes?
Sonia, sin embargo, les escucha con
atención: que si fulano representa
demasiado a los ricos y tiene mala
imagen entre los pobres, que si zutano es
desleal y no se puede confiar en él, etc.
-¿A ti qué te parece? -le preguntan.
-Yo me inclinaría más por
Narasimha Rao, creo que es el que
Rajiv elegiría... Pero ¿por qué no
decidís vosotros quién será el próximo
líder?
-Porque
este
partido,
con
personalidades tan imponentes como
Nehru, Indira y tu marido, nunca ha
tenido la necesidad de desarrollar un
mecanismo sucesorio y quieren que
alguien les guíe... Tú, por ejemplo -se
atreve a soltar uno de ellos, mirándola
fijamente.
Sonia pugna por mantenerse entera y
tranquila. ¿No entienden que no estoy
interesada? Les ha dicho cien veces que
no quiere hacer política, que no va a
participar en ningún acontecimiento o
evento relacionado con la política. Si
les sigue recibiendo, es por fidelidad a
la memoria de su marido, porque piensa
que a él le gustaría. Mantener esas
relaciones es mantenerlo un poco en
vida. No quiere cortar el cordón
umbilical que la vincula al mundo de
Rajiv, de Indira, a la herencia de la
familia. Lo hace por ella y por sus hijos.
Una amiga suya se ve en la obligación
de avisar a los que llegan. «No
disgustéis a Madam hablando de su
entrada en política. Le duele mucho.
Recordad que está de luto por un marido
que nunca quiso entrar en política.»
Muchos la recordarán vestida con un
sari blanco y un corpiño negro, sin
joyas, como manda la tradición en época
de luto, excepto la alianza, sentada en el
borde del sofá en el estudio de Rajiv,
con los retratos de la familia mirándoles
desde las paredes. La mesa de despacho
está exactamente igual que cuando él la
dejó. No ha querido descolocar ningún
objeto y nadie se sienta en su sillón,
ahora recubierto con la bandera que
envolvía su féretro. Nadie lo hará jamás,
ni siquiera ella. A pesar de su porte
elegante y su esfuerzo por mantenerse
entera, se le escapan lágrimas de vez en
cuando, que disimula pasándose un
pañuelo por el rostro. De tanto llorar
tiene ojeras perpetuas y se le ha
quedado una mirada acuosa. Ha
adelgazado mucho, la palidez marmórea
de su tez está veteada de gris, tiene una
expresión de tristeza infinita en la
mirada.
Pero su opinión pesa. Pesa tanto que
ella misma se sorprende.
Al final, los diputados la escuchan.
Una vez convencidos de que Madam
prefiere a Narasimha Rao, arreglan una
elección interna para que los diputados
le voten. El partido acaba colocando a
este viejo amigo de la familia Nehru de
primer ministro de un gobierno de
coalición, minoritario porque le han
faltado al Congress 30 escaños para
alcanzar la mayoría. A la prensa no se le
escapa este poder de influencia, que
denomina the Sonia factor. A la italiana
le pasa lo que a Indira cuando murió
Nehru, que automáticamente ha heredado
algo del poder de la familia. Para unos
se trata del «carisma» para otros del
«apellido». Si aquel día llega a haber
mencionado otro nombre, es probable
que Rao no hubiera salido. No es tan
fácil como parece desprenderse de la
política. El poder la persigue, el poder
la quiere. El poder la necesita.
El gobierno de Rao parece débil. Tal
y como están las cosas, nadie apuesta
por su supervivencia, ni por la del
partido. ¿Qué es el Congress sin un
Gandhi a la cabeza?.. Una organización
condenada a desaparecer, dando pie a
que el partido hinduista, el BJP, se
adueñe del terreno perdido. Es grave,
porque ese partido defiende la idea
peligrosa de «una India hindú», que para
muchos es la receta del desastre. Y
nadie se atreve a imaginar las
consecuencias para el país y el resto del
mundo de un desastre a la escala de la
India... Por eso redoblan las presiones
sobre Sonia. Para los responsables
políticos de un Congress en pleno
desconcierto, y para una gran parte de la
población, ella representa la última
centinela de una dinastía golpeada de
muerte.
-¿Algún favor, algo que necesites,
algún servicio? -así, con voz tintineante,
se anuncia el ministro de Bienestar
Social al entrar en el domicilio familiar
de los Gandhi.
En la dirección del Congress, no
saben qué inventarse para ganársela,
para que recapacite y acepte entrar en el
redil.
Son tantos los que quieren verla que
decide instaurar un horario de visitas, de
cinco a siete de la tarde. Las mañanas
las dedica a contestar las miles de cartas
de condolencia que ella y sus hijos
siguen recibiendo del mundo entero.
Insiste en leerlas todas, y procura
contestar personalmente a las de los
conocidos. A los demás, les manda una
nota de agradecimiento impresa y
firmada de su puño y letra, en inglés o
en hindi. Las tardes, después de las
visitas, es cuando el sentimiento de
pérdida y de soledad se hace más duro
de soportar. Por momentos se olvida de
que Rajiv ya no va a volver esa noche.
Tantos años acostumbrada a esperar su
regreso que se le ha quedado el reflejo
de esa esperanza vana. Afortunadamente
está rodeada de su familia. Su madre,
Paola, vive ahora con ellos, y sigue
esperando secretamente que Sonia
decida volver a Italia. Pero no quiere
insistir más, la última vez que lo ha
hecho, Sonia se ha puesto nerviosa.
Priyanka y Rahul están muy pendientes
de su madre. De vez en cuando se
presenta algún amigo a cenar y el
ambiente se anima mientras preparan la
comida.
Los amigos íntimos son escasos, los
fieles. Entre ellos están los hermanos
Bachchan (uno de ellos, Amitabh, se ha
convertido en la mayor estrella del cine
indio), una decoradora que conoció nada
más llegar y su marido, una pareja de
periodistas
y editores,
antiguos
compañeros de Indian Airlines, viejos
amigos de la familia como Suman Dubey
y su esposa... Los Quattrochi han
regresado a Italia, aunque si estuvieran
aquí, no podría verlos ... Sus amigos no
hablan con la prensa, no cuentan nada
que pudiera ser interpretado por Sonia
como una traición a su confianza. Saben
que es una mujer muy celosa de su
privacidad. No quiere que su dolor
aparezca en las revistas de papel
couché. Está muy irritada con la prensa
extranjera que proyecta a Priyanka como
la heredera de «la dinastía». A los
reporteros que las siguieron durante la
campaña en Amethi no se les escapó el
magnetismo de la joven, con esa mirada
penetrante, y ninguno se resistió a
compararla con su abuela.
Muchos dignatarios extranjeros de
paso por la capital también quieren
verla y ella está contenta de recibirlos,
porque así comparte recuerdos de los
numerosos viajes que hizo junto a su
marido. En el ministerio de Asuntos
Exteriores no entienden por qué Yaser
Arafat, Nelson Mandela o el rey Hussein
quieren entrevistarse con una persona
que no tiene un cargo oficial « ¿Qué
pasa con el protocolo?», preguntan. Pero
el primer ministro Rao desautoriza esas
objeciones. Mientras los dignatarios
extranjeros así lo deseen, el gobierno no
necesita plantear la cuestión del
protocolo, les responde. El poder la
trata, a ella y a sus hijos, como
miembros de una familia reinante. A los
Gandhi, muertos o vivos, se les sigue
reverenciando, como si la India les
reconociese el derecho divino de reinar
sobre ella. Ahora, junto a los grandes
retratos de Indira que adornan los
edificios públicos, se encuentra también
la foto de un Rajiv sonriente desde el
más allá. La familia sigue muy presente
en la mente de millones de indios.
Poco a poco, sus hijos Y sus amigos
la ayudan a encontrar un sentido a la
vida sin Rajiv. Sonia es consciente de
que necesita normalizar su existencia
cuanto antes, aunque sólo sea por sus
hijos, que tendrán que volver a la
universidad. «Lo que ha pasado no
puede ser un obstáculo para que lleven
una vida normal.» Está obsesionada con
esa idea. Toda su vida no ha querido
otra cosa, y todavía habla de ello como
si pudiera alcanzarlo. Luego se corrige,
y dice: «... una vida lo más normal
posible». Sí, ésa es la meta, la única
viable. Y aunque ya no puede vivir con
Rajiv, sí puede vivir para él.
Para su memoria. Para que su sueño
no desaparezca. Sus amigos le proponen
crear una fundación, un poco al estilo de
las
fundaciones
presidenciales
norteamericanas, que guardan el legado
de cada presidente. Sería una respuesta
a los terroristas que lo asesinaron, una
manera de que sus ideas y su visión
sobrevivan. Sonia escoge la fecha del
20 de junio para firmar el acta de
constitución de la Rajiv Gandhi
Foundation, porque también es una
manera de dar sentido al cumpleaños de
Rahul, que ese día cumple veintiún años.
Rodeada de sus hijos y amigos, ponen su
firma en el documento que consagra la
creación de una institución destinada a
promover la aplicación de la ciencia y
la tecnología al servicio de los pobres.
A Sonia le da la impresión de que de esa
forma Rajiv sigue vivo en la muerte.
El 20 de agosto, el día en que Rajiv
hubiera cumplido cuarenta y siete años,
van a rendirle un homenaje al samadhi,
el mausoleo en forma de flor de loto
erigido en el emplazamiento donde ha
tenido lugar su cremación. No está lejos
de los samadhi respectivos de Sanjay,
Indira y Nehru, símbolos todos que
recuerdan el considerable precio del
poder. Sonia lleva un sari blanco
bordeado de negro, tiene la mirada
extraviada y parece que su espíritu está
muy lejos, en algún lugar que sólo ella
conoce. Quizás se deja llevar por la
ensoñación y hace planes de vida con
Rajiv, como antes, y consigue arañar así
unos segundos de felicidad, aunque sean
ficticios. Huele al incienso que queman
los
sacerdotes
en
braseros
improvisados. De pie entre Priyanka y
Rahul, los tres parecen ensimismados y
absortos en sus pensamientos, mientras
los cánticos religiosos hindúes van
desgranándose como una letanía sin fin.
Al fondo, se oyen los ruidos de la
ciudad. De pronto aparece Maneka,
sola, la última persona que desean ver
allí en ese momento. Sonia se crispa
mientras su cuñada se acerca al samadhi
y deposita una ofrenda floral sobre el
mármol pulido. Luego sigue con la
tradición de dar una vuelta alrededor del
mausoleo y pasa delante de Sonia y de
sus hijos, pero no se saludan. Su
presencia ha roto la serenidad del acto.
Sonia, irritada, decide acabar y volver
al coche.
43
Cinco meses después del atentado,
la comisión electoral anuncia elecciones
locales en Amethi, y de nuevo se
empieza a oír el coro de voces. El coro
que reclamaba a Indira después de la
muerte de Nehru, y a Rajiv después de
la muerte de su hermano, reclama ahora
a Sonia. Antiguos compañeros de su
marido hacen un llamamiento al primer
ministro para que la convenza de que se
presente en Amethi como la sucesora de
Rajiv. Saben que Sonia tiene un vínculo
especial con la gente de esa
circunscripción. La adulación llega a
extremos inverosímiles cuando un
miembro del partido declara sin
vergüenza: «Si Sonia quisiese llevar
zapatos hechos con mi piel, se la
ofrecería sin dudar.» Pero la familia
pierde la paciencia: « ¿Qué se creen
estos militantes? -exclama Priyanka,
fuera de sí-. ¿Qué tenemos que seguir
sacrificando nuestras vidas? ¡Ya basta
de política!» Les parece aberrante que
el equilibrio de una nación de casi mil
millones de habitantes repose sobre una
viuda italiana, pero así lo creen en la
cúspide del gobierno, y del partido.
Ante el fracaso de convencerla,
prueban con otros medios. El gobierno
de Rao decide otorgar una donación de
diez millones de rupias, pagaderas en
cinco años, a la Fundación Rajiv, como
si de esa manera quisiese compensar la
pérdida del marido. Sonia se enfurece
aún más y manda una carta a Rao: «Le
agradecemos personalmente, así como a
sus colegas, esta generosa oferta, pero
sería mejor que el gobierno diseñase sus
propios
proyectos
y
programas
humanitarios
y
los
financiase
directamente, haciendo así honor a la
memoria de mi marido.» Pero es tarde,
el escándalo ya está servido. Nada más
hacerse pública la noticia de la supuesta
donación, la oposición ha arremetido
contra lo que llama el Rome Raj, el
«reino de Roma»: «Un gobierno que
puede robar a los pobres para dar diez
millones de rupias a la familia de Rajiv
Gandhi es capaz de cualquier cosa.»
Harta ya de tanta maniobra y
manipulación, de este nuevo e
innecesario escándalo que la oposición
exprime con fruición, de tanta presión
que no respeta ni su dolor, de la prensa
que especula sin cesar sobre su papel,
Sonia decide seguir el consejo de sus
hijos de marcharse de viaje a Europa y
Estados Unidos durante una temporada.
El viaje le sirve para distraerse del
barullo de la India, para descansar
mentalmente y para poner orden en sus
ideas. Está más decidida que nunca a
mantener viva la herencia de Rajiv sin
tener que meterse en la ciénaga de la
política. ¿Pero es eso posible?
Cuando regresa, la policía le
anuncia que ha identificado a los autores
del asesinato de Rajiv. La investigación
ha sido posible gracias al trabajo
heroico de un fotógrafo local de
Sriperumbudur, un joven llamado
Haribabu. Aquella noche aciaga, el
reportero
había
esperado
con
impaciencia la llegada del líder. Nada
más bajarse Rajiv del Ambassador
blanco, Haribabu le había bombardeado
con sus flashes, tanto que el escolta
Pradip Gupta le hizo un gesto para que
dejase de importunar. Pero el fotógrafo,
poco preocupado en ahorrar carretes de
película, siguió con su trabajo. ¿Quién
sabe cuándo volvería a ese lugar
perdido un personaje tan importante
como Rajiv Gandhi? Su persistencia le
costó la vida. El cuerpo de Haribabu
acabó reventado por el efecto de la onda
expansiva. Sus restos aparecieron a
veinte metros del lugar donde
originalmente se encontraba. Lo que la
policía descubrió fue su cámara entre
los restos humeantes de la deflagración.
Estaba milagrosamente intacta. Al
revelar el carrete contenido en su
interior, aparecieron los últimos rostros
que Rajiv había visto en vida, entre los
que se encontraba el de Dhanu, la
terrorista suicida.
-Mire bien la foto -le dice el jefe de
policía-. Ésta es la asesina de su
marido.
A Sonia le sudan las manos cuando
la
coge
para
observarla.
Es
profundamente turbador ver así el rostro
de la persona que tanto daño les ha
hecho. De ser una abstracción en la
mente, la asesina se le aparece como una
mujer aparentemente normal. « ¿Cómo
ha
podido
cometer
semejante
barbaridad?», se dice Sonia, mirándola
fijamente, como si buscase algún signo
exterior de su maldad, como si pudiese
penetrar en su mente, escrutar su alma,
adivinar por qué decidió matarlo. El
policía le indica con el dedo el rostro de
un hombre de piel oscura, un sureño, en
una esquina de la foto.
-El equipo de investigaciones
especiales de la policía ha conseguido
identificarlo. Se trata de un terrorista
conocido como Shivarasam, es un líder
del LTTE (Tigres de Liberación de la
Patria Tamil). Señora, esto viene a
confirmar lo que todos sabíamos: que su
marido cayó víctima de un complot de
los extremistas tamiles.
-Su asesinato fue la venganza de los
tamiles contra la intervención militar en
la isla, ¿no es así?
El policía asiente.
-Los extremistas se le volvieron en
contra, señora, precisamente como un
tigre que le da un zarpazo al que viene a
darle su comida.
Al pensarlo, Sonia descubre que
existe una horrible pauta en las muertes
de la familia, como si sus miembros
fuesen los arquitectos de su propia
destrucción. Indira ha muerto por un
problema que Sanjay desencadenó al
crear el monstruo de Brindanwale para
controlar políticamente a los sijs; Rajiv
ha muerto por un problema creado
originalmente por Indira, que durante
años facilitó apoyo a los Tigres para
granjearse los votos de los tamiles de la
India y no perder base electoral. ¿No
había oído decir a Indira muchas veces
que lo peor en política era, por miedo a
perder apoyo, no hacer lo que uno en el
fondo pensaba que debía hacer? Ambos
han acabada pagando el error cometido
en algún momento de debilidad, de falta
de fe, el error de anteponer
consideraciones políticas a corto plazo
al interés general del país a largo plazo.
Y los errores cuestan caro en política. A
Sonia, a Priyanka y a Rahul se les hiela
el corazón al pensarlo. Es la lección
más cara de sus vidas.
Contrariamente al Congress, los
fundamentalistas hindúes están muy
satisfechos
de
sus
resultados
electorales. Se dan cuenta de que la
campaña para destruir la mezquita de
Ayodhya y reemplazarla por un templo
hindú dedicado al dios Rama, ha dado
importantes réditos políticos. Los
disturbios se han convertido en votos.
Entonces, ¿por qué no seguir? En
octubre de 1991, las organizaciones
hinduistas extremistas afiliadas al BJP
se las arreglan para comprar los
terrenos alrededor de la mezquita.
Inmediatamente después empiezan obras
de nivelación del terreno. Para colmo de
la provocación, anuncian que el 6 de
diciembre iniciarán la construcción del
templo. Cuando los musulmanes ponen
el grito en el cielo, el gobierno envía a
Ayodhya un equipo para evaluar la
situación, y éste se encuentra con una
gran plataforma de hormigón levantada
por los extremistas junto a la mezquita.
Es una violación flagrante de la ley que
después de los últimos disturbios había
prohibido alterar las cosas. El equipo
del gobierno está consternado de que el
gobierno local haya hecho la vista
gorda, pero la explicación es muy
sencilla, su jefe es miembro del BJP.
Preocupado por una eventual
escalada de la violencia, el ministro del
Interior en Nueva Delhi envía a veinte
mil hombres, que se instalan en distintos
cuarteles situados a menos de una hora
de la mezquita. Pero, por otro lado, van
llegando cien mil militantes hinduistas,
disfrazados como los héroes de la
mitología, con tridentes, arcos y flechas,
y acampan en la zona. Algunos líderes
del BJP invocan el carácter pacifista y
simbólico de la concentración.
-¡Tenemos nuestro propio servicio
de orden! -argumentan ante las
autoridades.
Éstas deciden no mandar a los
soldados al recinto en la mañana del 6
de diciembre, la fecha anunciada para
poner la primera piedra del templo. «No
hemos querido provocar», dirán más
tarde, cuando la gravedad de ese error
salga a relucir.
En los alrededores de la mezquita
sólo está presente la policía del estado,
una fuerza escasa, mal motivada y peor
pertrechada para contener los ánimos de
una gigantesca multitud. A las once y
media de la mañana, mientras santones
medio desnudos cubiertos de ceniza
empiezan a entonar cánticos y oraciones
en la plataforma de hormigón, algunos
militantes se acercan a la mezquita en
actitud amenazante. Cuando intentan
pararles los pies, lo único que consiguen
el servicio de orden y algunos agentes
de policía es ser apedreados por la
multitud encolerizada.
-¡Levantaremos nuestro templo aquí
mismo! -gritan con fervor los militantes.
Un joven intrépido consigue saltar
por encima de la policía y escalar los
muros de la mezquita hasta llegar a una
de sus tres cúpulas. La multitud percibe
el gesto como una señal de ataque.
Armados de hachas, picos y palas, una
avalancha de militantes se lanza sobre la
mezquita. La policía huye despavorida.
Media hora más tarde, los militantes
caminan por el techo haciendo ondear
banderas color azafrán y lanzando
vítores. Mientras unos lanzan ganchos
atados a una cuerda para clavarlos en el
techo de los minaretes, otros atacan la
base con mazas, martillos y picos. A las
dos de la tarde, el primer minarete se
derrumba, y con él una docena de
hombres que estaban destrozando el
techo a hachazos. Pero parece que da
igual, la vida humana no importa, lo que
vale es acabar con los símbolos del
vecino musulmán. Una hora después, cae
el segundo minarete. Luego el último, y
finalmente la cúpula central. En una sola
tarde, un monumento que ha sido testigo
de innumerables convulsiones de la
historia, que ha soportado el azote de
más de cuatrocientos monzones es
reducido a escombros por la furia de
unos fanáticos.
La mayoría de los hindúes del país
no están de acuerdo con que una minoría
de extremistas consiga doblegar el
Estado a su voluntad. Si las fuerzas que
hubieran podido detener ese sacrilegio
están a mano, ¿por qué no les ha llegado
nunca la orden de intervenir? En esos
días de terror son muchos los indios que
echan de menos a Indira; con ella en el
poder en Nueva Delhi, piensan que
probablemente esto nunca hubiera
ocurrido. Lo achacan a un acto de
cobardía del gobierno de Narasimha
Rao, que no quiere ser percibido como
contrario a los hindúes en un país en el
que son mayoría.
La demolición causa seis muertos
entre los militantes y una cincuentena de
heridos. Los líderes del BJP son
arrestados por la policía y puestos bajo
custodia protegida. Un influyente
sacerdote local expresa el deseo de que
Ayodhya se convierta en el «Vaticano de
los hindúes» y hace un llamamiento a la
violencia. El primer paso, agrega, es
limpiar la ciudad de sus minorías. Los
militantes responden con ardor a este
grito de guerra y se lanzan a una orgía de
violencia, incendiando las casas de los
musulmanes y luego barrios enteros.
Pronto, la violencia se extiende a lo
largo y ancho de la India. Los
musulmanes salen a las calles, atacan las
comisarías de policía y prenden fuego a
edificios del gobierno. Las turbas
excitadas utilizan armas de todo tipo,
desde ácido hasta escopetas, pasando
por tirachinas y puñales. La prensa
relata casos de niños quemados vivos,
de mujeres acribilladas a bocajarro por
policías. El espectro de la Partición
vuelve a aparecer.
Hay miles de muertos por toda la
India. El ejército impone el toque de
queda. El país está paralizado por el
miedo. Los aviones no despegan, los
trenes no circulan. La pesadilla de
Nehru y de Gandhi, la del odio entre
comunidades, se está haciendo realidad
ante los ojos atónitos del pueblo, que ve
cómo la convivencia entre vecinos es
reemplazada por la hostilidad y la
suspicacia. Ya no juegan juntos los niños
musulmanes e hindúes como lo han
venido haciendo desde hace ya más de
mil años. Los padres no comercian entre
ellos, dejan de relacionarse. A los
musulmanes se les empieza a exigir que
prueben su lealtad hacia la India. En los
partidos de críquet contra Pakistán, se
les exige que desplieguen la bandera
nacional en la fachada de sus casas, y
que animen al equipo nacional. Están
obligados a mantenerse a la defensiva,
pero en Cachemira, donde son mayoría,
los papeles se invierten. Allí los
extremistas musulmanes lanzan una jihad
contra la comunidad de los pandits
hindúes, de la que los Nehru son
oriundos. Más de cien mil se ven
obligados a exiliarse. Ambos procesos
se retro alimentan, mientras la gente, que
no está acostumbrada a hacer política en
términos de fe y religión, se hace
multitud de preguntas: ¿se puede confiar
en un gobierno que no asume su
compromiso de proteger un antiguo lugar
de culto?, ¿se puede confiar en una
comunidad que expulsa de manera tan
drástica a los que profesan otra fe?
«Como los minaretes que coronan esta
vieja mezquita -escribe el Time
Magazine- los tres pilares del Estado
indio -democracia, aconfesionalidad y
estado de derecho- corren el riesgo de
ser derribados por la furia del
nacionalismo religioso.»
Durante tres años, Sonia ha estado
encerrada en casa, volcada en la tarea
de organizar el archivo de la familia. Ha
escrito un conmovedor libro sobre su
marido para el que ha tenido que bucear
entre cien mil fotos, quinientos discursos
e innumerables notas. Lectora voraz, ha
vivido su periodo de luto entre libros,
legajos, fotos y documentos. También ha
editado el segundo volumen de cartas
entre
Nehru
e
Indira,
una
correspondencia intensa y conmovedora.
«No puedes librarte de la tradición
familiar -escribió Nehru a su hija desde
la cárcel- porque te perseguirá y, lo
quieras o no, te dará una cierta posición
pública que no has hecho nada por
merecer. Es desafortunado, pero tendrás
que aguantarte. Aunque, después de
todo, no es mala cosa tener una buena
tradición familiar. Nos ayuda a encarar
el futuro, nos recuerda que tenemos que
mantener viva una llama y que no
podemos rebajarnos o envilecernos.»
Sonia no consigue quitarse esa carta de
la cabeza. Escrita en otro tiempo y otras
circunstancias, su eco retumba en su
interior porque contiene una ineludible
verdad.
Ahora, lo que ocurre a su alrededor
le revuelve las entrañas.
Que el gobierno, encabezado por un
primer ministro del Congress, no haya
podido impedir la catástrofe de Ayodhya
le duele en el alma. Es un insulto al
ideario, a la esencia misma del partido.
¿Es posible que los sacrificios de
Gandhi, Indira y Rajiv no hayan servido
para nada? -se pregunta desconcertada-.
¿Todo ese dolor ha sido inútil?
En una reunión del patronato de la
fundación que lleva el nombre de su
marido, propone emitir una dura
declaración de condena al gobierno.
-La fundación es una entidad
apolítica -le dice uno de los patronos, un
antiguo miembro del Congress y viejo
amigo de Rajiv-. No hay necesidad de
hacer un comentario sobre un tema
político.
Sonia niega con la cabeza.
-A Rajiv y a los demás miembros de
la familia, se nos identifica con el
laicismo, con la voluntad de no mezclar
política y religión. Me da la impresión
de que si la fundación no expresa su
condena estamos traicionando la
herencia de nuestra familia.
-Pero si lo haces, te estás metiendo
en política. Tienes que saber que si te
metes contra lo que hace el Congress,
estás dando fuelle a los adversarios, a
los extremistas hindúes...
-No se trata de hacer política o no.
Es una cuestión de principios. No puedo
permanecer impasible ante lo que está
ocurriendo.
No piensa callarse, le da igual quién
esté en el gobierno. Repite que la suya
es una autoridad moral, no política. ¿No
ha cometido el primer ministro Rao el
mismo error en la gestión de la crisis de
Ayodhya que cometieron en su día
Sanjay con los sijs e Indira con los
tamiles? ¿Es que de nada sirven las
lecciones del pasado? Está claro que
Rao no ha mandado al ejército a tiempo
para impedir la destrucción de la
mezquita a fin de no alienarse el
electorado hindú. Ha sacrificado la paz
del país por un beneficio electoral a
corto plazo. Ésa no es la política que
Sonia está dispuesta a apoyar, caiga
quien caiga, aunque sea el Congress.
De modo que sigue adelante con su
idea y redacta una declaración de
condena en términos severos, en la que
imputa
una
gran
parte
de
responsabilidad al propio gobierno de
Narashima Rao. Inevitablemente, se
desata una tormenta política. « ¿Se está
metiendo en política y lo hace contra
nosotros?», se preguntan en el gobierno,
atónitos. Como era de esperar, la
oposición disfruta del espectáculo de
esta pelea interna del Congress, que se
añade a otras entre distintos líderes. En
el partido se devoran los unos a los
otros, es un auténtico nido de víboras.
Los extremistas hindúes aplauden.
Pero Sonia lo tiene claro. Seguir fiel
al compromiso de preservar la memoria
de su marido y de la familia nada tiene
que ver con la suerte de los hombres de
Rajiv en política, sobre todo cuando no
existen razones para apoyarlos. Piensa
que quedarse de brazos cruzados es ser
desleal y Rajiv sigue estando muy
presente en su mente. Todo lo que ha
hecho en la vida, lo ha hecho por él.
Ahora también, en eso la muerte no ha
cambiado nada. Él vive en ella. Es su
razón de ser.
Y además tiene otro agravio contra
el gobierno de Rao. El juicio contra los
conspiradores arrestados por la policía
no tiene visos de empezar nunca. Como
resultado de los interrogatorios a los
detenidos, la policía ha descubierto un
plan meticulosamente trazado para
acabar con la vida de Rajiv. Saben que
fue diseñado en la profundidad de las
junglas de Sri Lanka por la dirección
colegiada de la organización terrorista,
que utilizó la cantera de activistas que
tienen en el sur de la India porque
necesitaban tamiles locales que no
pudiesen ser identificados por el acento
de la isla. La policía ha descubierto toda
una red de apoyo a la organización
terrorista, con una estructura donde los
que prestaban los pisos francos sólo
sabían que luchaban por la causa; los
que estaban más cerca de la dirección
sólo sabían que la misión consistía en
asesinar a un político «hostil a la lucha
de los Tigres»; y únicamente los
dirigentes sabían quién era el blanco.
Esos dirigentes temían que si Rajiv
hubiera vuelto al poder, habría enviado
de nuevo al ejército indio a la isla, lo
que les hubiera perjudicado.
Sonia
y
sus
hijos
están
decepcionados y molestos porque todo
ese buen trabajo de la policía corra el
riesgo de quedar en agua de borrajas por
la inacción de la judicatura.
-Espera un poco más, hay que tener
paciencia... -le repiten los antiguos
compañeros de Rajiv.
-La justicia, si es lenta, no es
justicia... ¿No lo sabemos todos? -dice
Sonia, repitiendo otra frase que ha oído
mil veces en casa cuando vivía Indira.
-No es el momento de atacar al
Congress. Está tan debilitado que sería
fatal. Sobre todo si el golpe viene de ti.
-Ni mis hijos ni yo seguiremos
esperando mucho tiempo.
Sonia, volcada en el trabajo de la
fundación, recorre el país como nunca lo
ha hecho antes. Es un redescubrimiento
de la India profunda, esta vez sola y con
otros ojos. Ya sea para inaugurar el
Lifeline Express, un tren convertido en
hospital ambulante para operar la
ceguera, o bien aportando material de
socorro a las áreas más afectadas por
los disturbios, lanzando programas de
alfabetización o abriendo un hospital
oncológico en una zona rural y apartada,
su presencia atrae un número creciente
de gente que invariablemente le
dispensa una acogida entusiasta. Al
sentirse querida, aprende a ser más
comunicativa, no con la prensa, de la
que sigue recelando, pero sí con las
mujeres con quienes comparte el té y la
charla, y con los niños a los que abraza
y ofrece regalos. Su trabajo la satisface
profundamente. Asume con vigor y
eficacia el antiguo compromiso familiar
con los pobres de la India, y lo hace a su
manera.
Pero si uno está comprometido con
la gente, tiene principios y el poder que
da pertenecer a la familia de Nehru,
¿puede callarse ante la ineficacia y la
desidia de las autoridades, sean del
signo que sean?
¿No equivale el silencio a aprobar
el comportamiento del gobierno, que ha
colocado el país al borde del abismo?
El 20 de agosto de 1995, fecha del
cumpleaños de Rajiv en el cuarto
aniversario de su muerte, Sonia, harta ya
de esperar, preocupada por el auge de
los enfrentamientos entre comunidades,
sale a la palestra, y lo hace en Amethi.
Diez mil personas en delirio corean: «
¡Sonia, salva al país!», mientras ella
sube despacio las escaleras del estrado,
la cabeza cubierta por el faldón de su
sari. Le tiemblan las manos de lo
nerviosa que está y parece insegura, en
contraste con su hija Priyanka, que
saluda relajada a la muchedumbre.
-Mamá, ¡mira qué de gente! ¿No
crees que deberías saludarlos?
Sonia hace caso a su hija y levanta
el brazo. La atronadora respuesta de la
gente la envalentona. Flanqueada por
Priyanka, da libre curso a su cólera:
«Desde hace cuatro largos años, el
gobierno ha sido incapaz de arrestar y
de llevar a juicio a los asesinos de mi
marido -declara en un hindi casi
perfecto-. Si el sumario sobre el
asesinato de un ex primer ministro tarda
tanto tiempo en hacer progresos, ¿qué le
ocurrirá al ciudadano común con los
asuntos pendientes ante la justicia?
Seguro que vosotros entendéis lo que
siento.» En medio de un huracán de
exclamaciones, continúa: «Hoy, los
ideales de Nehru, de Indira y de Rajiv
están amenazados. Hay divisiones en
todas partes. Ha llegado la hora de
restaurar sus principios y estaré con
vosotros en ese esfuerzo.» « ¡Sonia,
salva al país!», le responde la gente, que
siente afecto por esta viuda valiente y
digna. La admiran por su abnegación, su
fidelidad a la familia y su sacrificio.
Antes de meterse en el coche, una
periodista se le acerca:
-¿Su discurso marca el regreso de la
dinastía de los Gandhi a la escena
política india?
-No -contesta Sonia-, no tengo
ambiciones políticas, Siempre hablo en
calidad de presidenta de la Fundación
Rajiv Gandhi.
Pero la India entera ha oído su
mensaje. Al día siguiente, su foto con el
brazo alzado, acompañada de sus hijos,
está en portada de todos los periódicos
nacionales. A ojos de millones de
indios, Sonia deja de ser percibida
como el ama de casa que vive a la
sombra de su marido y de su suegra, y
pasa a ser la figura pública responsable
del legado de la familia.
A Sonia le está ocurriendo lo que le
pasaba a Rajiv y a Indira.
El contacto con la gente la anima, la
reconforta, la saca de su angustia
existencial, le hace olvidar la
contradicción que supone asumir el
legado de una familia tan política
detestando la política. El resultado de
las siguientes elecciones, las de 1996,
no la sorprende en absoluto. Está tan
bien informada que ya sabe que el
partido no va a alcanzar los doscientos
diputados. Pero no llega ni a ciento
cuarenta, un desastre histórico. Rao
disuelve el gobierno, dimite de primer
ministro y de líder del partido.
Pocos días después, recibe la visita
de un grupo de disidentes del Congress
que de nuevo vienen a solicitar su
consejo para elegir al próximo
presidente de la organización. Pero
Sonia se niega a dar su opinión. Esta
vez, consciente de su poder, «del factor
Sonia», ni siquiera menciona cuál sería
el sucesor favorito. No quiere ser
manipulada.
Quien ha salido victoriosa en estas
elecciones ha sido Maneka, que ha
conseguido de nuevo un escaño en el
Parlamento. Yendo y viniendo de su
puesto, la cuñada se ha labrado una
imagen propia de defensora de los
animales. Es nombrada de nuevo
ministra de Medio Ambiente, pero la
alegría le dura poco. A causa de las
presiones de los enemigos de la
coalición, el nuevo primer ministro se
ve obligado a relevarla unos días
después. No deja de ser irónico que la
nuera india de Indira, política y
charlatana, luche tanto por una parcela
de poder mientras que la tímida y
apolítica nuera extranjera siga teniendo
que rechazar ofertas de liderazgo.
Porque los líderes del Congress
vuelven a la carga, conscientes de que la
ausencia de la viuda es la presencia más
importante del partido. La situación es
catastrófica, le dicen, el partido se
desintegra, el país Cafre hacia el abismo
de las guerras de religión. No hay día
que no venga alguien a repetírselo. Las
peleas intestinas en el seno de la mayor
organización política del mundo la están
vaciando de los mejores militantes, que
desertan en masa. El nuevo líder que
sale elegido a costa de agrias disputas
es un individuo que no inspira respeto.
Se pasa las tardes en su casa, tumbado
en el suelo, la cabeza sobre una
almohada, bebiendo whisky, fumando
sin parar y hablando de política, de
chismorreos y de sexo. Sonia sabe que
ese hombre no es la solución, más bien
al contrario. Ante las presiones
constantes, ella sigue sin dar su brazo a
torcer. « ¿Y Priyanka?», preguntan,
como si valiese igual la madre que la
hija. Lo que sea, pero que sea un
Gandhi, es lo único que puede salvar a
la organización. Sólo un Gandhi puede
aglutinar las distintas tendencias, los
diferentes egos. Sólo un Gandhi puede
galvanizar la maltrecha moral de los
simpatizantes.
En
el
otrora
todopoderoso Congress, un partido con
ciento doce años de historia, cunde la
desesperación. «Millones de militantes
del partido están dispuestos a dar su
vida por ti. ¿Cómo puedes permitir que
el Congress se desmorone ante tus
ojos?», le repiten. Tanto se lo dicen que
Sonia empieza a sentir un vago complejo
de culpabilidad, la conciencia afligida
por una especie de dolor. ¿Puedo seguir
como una espectadora muda frente a la
desintegración del partido por el que
Rajiv dio su vida? La pregunta la
perturba. De pronto es como si la tierra
le faltase bajo sus pies. Además, está
cansada de tanta presión, a la que no ha
dejado de estar sometida desde que
murió Rajiv. También harta de tanta
adulación. Pero, sobre todo, está
atormentada. Si se desintegra el
Congress, se acaba la herencia familiar.
Pensar que el sacrificio de Rajiv ha sido
en vano le quita el sueño. Su hija
comparte su zozobra.
-Hay que hacer algo -le dice
Priyanka-, si no el BJP acabará
destruyendo todo lo que hemos
conseguido, desde el abuelo hasta papá.
Cuando viene a visitarla un viejo
amigo de la familia, Amitabh Bachchan,
en cuya casa estuvo viviendo cuando
llegó a Nueva Delhi y que se ha
convertido en el actor de cine más
popular de la India le hace partícipe de
su desazón.
-Me pregunto si al fallarle al
Congress, no le estaré fallando a Nehru,
a Indira y a Rajiv -le confiesa.
-No los confundas con los líderes de
ahora -responde Amitabh-. Éstos son
una panda de buitres que se quieren
aprovechar del poder de convocatoria
de vuestra familia para sus fines
políticos. No te dejes engañar, no cedas.
-Claro, tienes razón -le dice.
Pero Priyanka no está de acuerdo
con Amitabh.
-Entonces -le dice a su madre
cuando están de nuevo a solas-, ¿vamos
a dejar que el país se derrumbe sin
hacer nada?
Sonia le contesta con otra pregunta.
-¿No te parece que la familia ya ha
hecho bastante por el país?
Pero la duda la oprime como un
abrazo lúgubre, como si adivinase que
su resistencia está a punto de claudicar
ante lo irremediable.
Meses más tarde, otra visita de otro
antiguo amigo de Rajiv termina de
sembrar la duda en la mente de Sonia.
Es uno de los líderes del Congress
mejor valorados, un hombre íntegro
llamado Digvijay Singh. Su opinión
siempre pesaba en tiempos de Rajiv.
-Vamos de cabeza al desastre -le
dice de sopetón-. Con este nuevo
presidente, no vamos a conseguir ni cien
escaños en las próximas elecciones.
¿Sabes lo que significa eso?
Sonia hace una mueca de disgusto.
El hombre prosigue:
-Significa la desintegración del
partido, el final del Congress. Y quizás
de la India como nación.
Hay un silencio largo, denso.
-Conozco tu postura y la de tus hijos
con respecto a asumir el manto de
vuestra familia, pero ante la extrema
gravedad de la situación he venido en
nombre de los compañeros de Rajiv a
pedirte que lo hagas. Ya sé lo que
piensas de la política, lo sabemos todos.
Sé que me vas a decir que no, pero
faltaría a mí deber si no insistiera. Y no
lo haría, si pensase que hay una solución
mejor.
-Yo siempre he pensado que tú
tenías tirón, que podrías perfectamente
ser un buen presidente del partido -le
dice Sonia.
-No tengo suficientes apoyos. Quizás
en el futuro los tenga, ahora no. En este
momento de máxima gravedad, la
solución pasa por ti o por tus hijos.
-¿Me estás diciendo que si no entro
en política, estoy faltando a mi
responsabilidad?
El hombre no se atreve a responder.
-Quiero hacerte ver otro aspecto del
problema -prosigue-. Supongamos que
el Congress desaparece... ¿Qué pasará
con vuestra seguridad? Hagáis o no
hagáis política, hay mucha gente que os
ve como una amenaza por lo que
representáis. Los que están en contra de
los principios fundadores del Congress
están también en contra vuestra. Y
desgraciadamente son legión, cada día
más. Aunque nunca quieras hacer
política, el hecho de haberte quedado a
vivir en esta casa es en sí mismo un acto
político.
Sonia no contesta. La cabeza le da
vueltas. Digvijay Singh prosigue:
-Si se la quitaron a Rajiv, os la
quitarán a vosotros, que no te quepa la
menor duda. Si el Congress desaparece
como fuerza política, ¿quién va a costear
el enorme despliegue de seguridad que
tú y sus hijos necesitáis?
Sonia se estremece, porque sabe que
su interlocutor tiene razón. ¿Se
atreverían a dejarlos desprotegidos?
Todo es posible en este sucio mundo de
la política. Hay enemigos fuera, y
también dentro del partido, los mismos
que le retiraron la protección a Rajiv.
Unos por una razón, otros por otra. Está
claro que si el partido se hunde, quedan
indefensos. Pero si acepta y entra en
política para salvarlo, ¿no es tentar al
diablo? ¿No es exponerse aún más a las
balas de cualquier loco? No hay salida
en el laberinto de su vida. Todo se acaba
mezclando en su cabeza: el sentido de la
responsabilidad y el miedo, el odio a la
política y la necesidad de seguridad. Por
primera vez, Sonia se está dando cuenta
de que no sólo el poder la necesita a
ella; la familia también necesita la
protección del poder. Si no, está claro:
el legado dejará de existir, el sacrificio
de Indira y Rajiv caerá en el olvido y
quizás ellos -Sonia, Priyanka o Rahultambién dejarán de existir.
44
Mientras Sonia se debate en un mar
de dudas, la política india sigue
desintegrándose. El concepto de
«nación» creado por el Partido del
Congreso durante la lucha por la
independencia, y que aboga por una
nación plural, laica, y diversa (al revés
que Pakistán, una nación creada
alrededor de una religión), sigue
perdiendo terreno de manera alarmante.
Los mismos adversarios contra los que
lucharon el Mahatma Gandhi, Nehru,
Indira y Rajiv son los que ahora ganan
adeptos con su idea de una India hindú,
como un eco involuntario de Pakistán.
¿Qué pasará si se hacen con el poder?
¿Habrá una limpieza étnica? Luego está
el lamentable espectáculo de la
corrupción.
Un
centenar
de
parlamentarios en Nueva Delhi tienen
ahora un «pasado criminal», lo que
significa que han sido acusados de
varios crímenes, pero no condenados
formalmente. ¡Si Nehru levantara la
cabeza! Una vez que son elegidos es
prácticamente imposible condenarlos,
por eso la política se está convirtiendo
en un incentivo importante para
delincuentes de toda calaña.
La corrupción es tan grotesca que
una líder en alza del mayor partido de
«intocables» de la India, una mujer de
mediana edad llamada Mayawati y que
se ha hecho rica de la noche a la mañana
alegando que sus simpatizantes son
«muy generosos», ha sido pillada in
fraganti otorgando licencias a sus
amigos constructores para levantar un
gigantesco parque temático alrededor
del Taj Mahal. El escándalo la ha
obligado a abandonar el proyecto, pero
no le ha restado ningún voto. La prensa
publica fotos suyas recibiendo a sus
interlocutores sentada en un auténtico
trono de madera labrada recubierta de
pan de oro en su casa palacio de
Lucknow. Ha celebrado su cumpleaños a
lo grande, utilizando la maquinaria
oficial y fondos públicos. Y no es la
única.
Parece que, en lugar de progresar, el
país retrocede a los tiempos de los
corruptos maharajás. Vuelve a las
andadas, como cuando estaba compuesto
por una miríada de reinos que se
peleaban entre ellos, debilitándose
mutuamente, facilitando las invasiones
de mogoles y británicos. Si el Congress
acaba pulverizado en las próximas
elecciones, morirá el único gran partido
nacional. Ahora sólo quedan reinos de
taifas que luchan no por su ideología,
sino por granjearse los favores de sus
electores, cada vez más agrupados en
castas o comunidades regionales. La
política se atomiza. ¿Hasta dónde
llegará esa fragmentación? ¿Hasta la
desintegración de la India? Los analistas
no lo descartan. Algunos dicen que la
India eran los Nehru, que sin ellos la
India no es ni siquiera una nación.
En una de sus noches de insomnio,
Sonia siente de nuevo una presión en el
pecho. A veces es el frío lo que
desencadena una crisis de asma, otras
veces surge sin aparente explicación,
otras el estrés. Los bronquios se
estrechan y dificultan el paso del aire a
los pulmones. La sensación de ahogo, de
que al inhalar no entra aire, es
angustiosa. El asma crónica no se cura,
uno aprende a convivir con la
enfermedad, como lo ha hecho Sonia.
Reconoce que el yoga le es de una gran
ayuda. El yoga enseña a respirar.
Cuando esa noche nota los primeros
síntomas, ya está buscando su inhalador
y sus medicinas. Pero no los encuentra
en su lugar habitual, no están ni en el
armarito del cuarto de baño ni en la
mesilla de noche. «Debo de habérmelo
dejado en el despacho», se dice. Se
envuelve en su albornoz y sale de su
cuarto.
En efecto, el inhalador está en la
mesa del despacho. Sonia se sienta, se
lo pone en la boca, aprieta justo en el
momento de la inspiración y da unas
profundas caladas. En seguida nota el
efecto. Ya está, puede respirar. Se
relaja. La casa está en silencio, excepto
por el ruido del viento en el follaje de
los árboles del jardín y el de sus
profundas exhalaciones e inspiraciones.
La habitación sigue oliendo a incienso
frío, como cuando vivía Rajiv. Le
gustaba encender unos bastoncillos
cuando trabajaba. Decía que le
ayudaban a concentrarse.
De pronto Sonia levanta la vista y se
encuentra con el retrato de Indira. Y el
de Nehru. Y luego el de Rajiv. « ¿Por
qué me miráis con esa insistencia? ¿Con
esa sonrisa enigmática?» Esa noche, en
la penumbra, le parece que están vivos.
Sonia guarda su inhalador en el bolsillo
y, antes de apagar la luz, vuelve a mirar
los retratos. No consigue sostener esas
miradas y baja la vista, como
avergonzada. Apaga la luz y vuelve a su
cuarto a acostarse. Pero no concilia el
sueño y no quiere tomarse una pastilla
para no acostumbrarse. Da vueltas en la
cama, se enreda en la sábana, enciende
la luz, intenta leer, se cansa y la apaga
de nuevo. No puede apartar de su mente
las fotos del despacho. «Les estoy
fallando -se dice a sí misma-. Les estoy
traicionando. Dios mío, ¿qué hago?»
Necesita hablar con sus hijos. Rahul
acaba de llegar de Londres, donde ha
encontrado trabajo en una entidad
financiera después de haber terminado
sus estudios en Estados Unidos.
Priyanka tiene novio, un chico que
conoce desde que era pequeña. Al día
siguiente, alrededor de la mesa del
desayuno, Sonia les cuenta la sensación
que le han provocado las fotos del
despacho.
-Cada vez que paso delante de ellos,
me da la impresión de que me están
mirando, como si esperasen algo de mí...
-Es que lo esperan, mamá -le espeta
Priyanka-. A mí me pasa lo mismo, me
da vergüenza quedarme sin hacer nada
mientras todo se viene abajo. ¿Qué diría
la abuela? Estoy segura de que no le
gustaría... Tenemos que evitar el
descalabro del partido.
-¿Y cómo se hace eso? -pregunta su
hermano.
-Haciendo campaña por el Congress
en las próximas elecciones -contesta
Priyanka.
Rahul se encoge de hombros.
-No nos metamos en ese berenjenal.
-Yo creo que hay que pensárselo
bien -tercia Priyanka, que tiene los pies
en la tierra-. Sabes, mamá, yo he llegado
a la misma conclusión que tú, aunque
por otro camino. No podemos quedarnos
de espectadores. Es como... ¡como
inmoral!
Poco a poco, van barajando los pros
y contras de una decisión que
aparentemente lo trastoca todo, pero que
acaba mostrando su lógica profunda.
-Hay veces en que hay que dejar las
preferencias que una tiene de lado, ¿no
creéis? -pregunta Sonia, con el
semblante serio.
Sus hijos no contestan. Ella
prosigue:
-Estaría dispuesta a hacer campaña
por el Congress para intentar salvar a la
organización, pero no a asumir ningún
puesto de gobierno. ¿Me ayudaréis?
-Claro que sí -le dice su hija.
-¿Te acuerdas de lo que le decía el
bisabuelo a la abuela Indira en aquella
carta?... Que nunca podría desprenderse
de la tradición familiar. ¡Qué razón
tenía! Creo que nosotros tampoco
podemos. Es como una segunda piel, nos
guste o no.
A Rahul le cuesta aceptar la decisión
de su madre, porque no la ve contenta.
Sabe que ella va a adentrarse en una
senda que en el fondo le repele. Sabe
que lo hace porque ha heredado el
mismo sentido del deber que tenían
Indira y Rajiv. Pero al final el chico
entiende lo que está en juego.
-Mamá, dejaré el trabajo y te
acompañaré a todos los mítines -le dice
para animarla.
A Sonia le gusta servir ella misma el
té a los que vienen a verla. Esta vez no
es una visita habitual, ha sido ella quien
ha convocado al líder del Congress y
viejo amigo de la familia Digvijay
Singh, ese que hace unos meses le dijo
que iban derechos al desastre. Es un
hombre alto y bien parecido, con una
elegancia natural realzada por un
conjunto blanco de kurta y pantalones
tipo pijama. Ha acudido sin dilación, a
pesar de haber tenido que pasar una
noche en tren. Pero si Sonia llama, se le
hace caso, porque no suele llamar nunca.
La italiana le entrega la taza de té, que
desprende efluvios de jazmín. Antes de
sentarse, echa un rápido vistazo a las
fotos de las paredes, como si les pidiese
la aprobación ante el atrevimiento de lo
que se dispone a proponer.
-¿Qué pasaría si hago campaña por
el Congress? -suelta de pronto.
El hombre se quema los labios y se
atraganta. ¿Será verdad lo que está
oyendo?, se pregunta. No tenía ni idea
de lo que iba a encontrarse, por eso la
pregunta le pilla desprevenido.
Se hace el silencio, un silencio
denso, que Sonia aprovecha para
ofrecerle una servilleta de hilo bordada
con una G.
-Madam -responde secándose la
comisura de los labios-, eso tendría un
efecto galvanizador en nuestras filas.
Barreríamos en las urnas.
Sonia está seria, meditativa. Al
hombre se le iluminan los ojos.
-¿Lo crees de verdad?
-Estoy convencido.
-Para mí, es una decisión muy difícil
de tomar.
-Lo entiendo perfectamente, Madam.
Sonia prosigue:
-No soy una líder nata, ya lo sabes,
no es algo natural en mí...
-No creo que la capacidad de liderar
sea algo innato. Mira el ejemplo de
Indira. Era tímida y al principio hablaba
fatal. O tú marido. Todo se aprende. Y
en política se aprende aún más rápido.
-¿Tú crees que eso se puede
aprender?
-Estoy seguro. Fíjate en la cantidad
de gente que acude a verte a cualquier
acto. Parece que beben tus palabras...
Además, te podemos preparar. Tienes la
ventaja de tener a tu disposición la gran
reserva de talentos que existe en el
Congress, a menos que el partido se
desintegre tan rápidamente que acaben
todos marchándose antes de las
elecciones. Pero todavía tenemos a los
mejores especialistas en campos como
la economía, la administración o la
ciencia y la tecnología.
Sonia se lo queda mirando, pero no
dice nada. Tiene la expresión hermética
de la que se ha resignado a aceptar lo
irremediable.
Poco tiempo después de esa reunión,
Sonia realiza una gestión discreta, a su
n1anera. Se dirige a la sede del partido
en Akbar Road y rellena el formulario
que acompaña la solicitud de adhesión a
la organización. Con el carné en la
mano, que la vincula aún más a Nehru, a
Gandhi y a todos los que lucharon por
los ideales de una India independiente y
libre, vuelve a su casa. Se mete en el
despacho y, antes de guardarlo en un
cajón, dirige su mirada a los retratos.
Esboza una tímida sonrisa, como si ya
no sintiese vergüenza de mirarlos a la
cara.
El 28 de diciembre de 1997, Sonia
anuncia públicamente su decisión de
entrar en política y de presentarse como
candidata del Congress en las próximas
elecciones. La noticia da la vuelta al
mundo. Nadie entiende las razones de
esta pirueta, ni su madre ni sus hermanas
ni sus amigos ni el público en general.
Los líderes del partido hacen un gran
espectáculo dándole la bienvenida, pero
algunos están recelosos porque saben
que esta «neófita» acabará mandándoles.
Las malas lenguas escupen su veneno:
Sonia se mete en política para
escabullirse del escándalo Bofors, dicen
unos. Sonia quiere ser primera ministra,
dicen otros. Por fin muestra sus
verdaderos colores, clama un tercero.
Maneka Gandhi no pierde oportunidad
de añadir su grano de arena. «Saluda
como el limpiaparabrisas de un coche»,
dice aludiendo al saludo de Sonia a sus
entusiastas seguidores a la salida de la
sede del Partido. Y añade en una
entrevista al semanario Panchjanya:
«Sonia no saldrá elegida porque es
extranjera... Lo único que quiere es ser
un día primera ministra para tener una
vida regalada. Ese cargo es como un
juguete para ella, no es consciente de las
dificultades que entraña... »
Sonia rechaza hacer cualquier
comentario sobre su ex cuñada. Lo que
intenta es blindarse contra las críticas y
las burlas, vengan de donde vengan.
Siempre ha sabido que sería sometida a
un escrutinio público aún más intenso
que antes. Forma parte de la vida de un
político. Por eso quiere prepararse lo
mejor posible. Consciente de sus
limitaciones, se rodea de los mejores
especialistas: una historiadora, un
sociólogo, un jurista experto en derecho
constitucional, un ex director del
Servicio de Inteligencia, un experto en
ciencias políticas... En general, la
consideran una «estudiante aplicada»
que por ejemplo aprende rápidamente
las
costumbres
y
los
usos
parlamentarios. Pero comete algunos
fallos. Cuando le presentan a un
influyente líder de una casta del estado
de Uttar Pradesh, un hombre brillante,
con una mente analítica capaz de
explicarle el delicado equilibrio de las
castas, Sonia le comenta con candidez:
«En el Congress, yo quiero que se
minimicen las consideraciones de
casta.» El hombre se levanta de golpe y
dice que volverá cuando Sonia tenga
más idea de lo importante que es el tema
del que está hablando. Gajes del oficio.
El momento de su entrada en política
coincide con la boda de su hija.
Priyanka se casa con un diseñador de
joyas, hijo de un magnate del latón de
una ciudad próxima a Nueva Delhi. A
Sonia no le hace mucha gracia esa unión;
el novio no ha terminado la universidad
y, peor aún, algunos miembros de la
familia
tienen
vínculos
con
organizaciones extremistas hindúes
afiliadas al EJP. Pero a Priyanka eso no
parece importarle. Está enamorada de un
hombre, no de su familia, en eso piensa
como una europea, no como una india.
Ha tomado una decisión y va a seguir
adelante.
-Priyanka está siendo muy fiel a la
tradición familiar -le dice Rahul a su
madre, con sorna-. Se casa con alguien
con quien no tiene nada en común. ¿Qué
hay de malo en ello?
-Ése es precisamente el problema.
-¿Problema? ¿Qué tenía que ver el
bisabuelo Nehru con la bisabuela?
Nada. ¿La abuela Indira con el abuelo?
Nada tampoco. ¿El tío Sanjay con
Maneka? Y tú con papá... tú misma lo
has dicho, erais de mundos muy
distintos. A veces funciona, a veces no,
eso nunca se sabe.
-Si tu hermana y tú os confabuláis
contra mí, no pienso abrir otro frente -le
dice Sonia, que vuelve a sonreír.
A la boda de Priyanka, hija, nieta y
bisnieta de tres primeros ministros,
acude lo más granado de la sociedad.
Sonia, muy elegante en un sari de seda
color burdeos y oro, recibe al presidente
de la República, al primer ministro y a
los altos cargos del partido. El ambiente
está cargado de expectación en este
evento calificado por la prensa como la
«boda del año». Nunca como hoy la
familia «reinante» ha sido fuente de
tantos y tantos comentarios y
chismorreos. Desde que Sonia ha
anunciado su entrada en política, unos
predicen su inminente fracaso, otros
muestran su satisfacción de haber
encontrado una líder capaz de hacer
resurgir el Congress. Dicen que la
madre ha aceptado hacer el sacrificio de
entrar en política por sus hijos,
auténticos herederos naturales de la
dinastía. Entre los comensales se
encuentra también un chico alto y bien
parecido, que Priyanka ha insistido en
invitar. Es su primo, Firoz Varun
Gandhi, el hijo de Maneka, que está
estudiando en la London School of
Economics. Viene solo, sin su madre. Ya
sea Priyanka, Rahul o Firoz, los líderes
del partido tienen una fe absoluta en
ellos. Los consideran líderes natos,
carismáticos y capaces de decidir el
destino de millones de personas. Ahora
que la madre ha dado el primer paso,
están convencidos de que el futuro del
Congress, y de la nación, pasará por
ellos. No se les escapa que Priyanka,
radiante, luce el espléndido sari hecho
con el algodón que su abuelo Nehru hiló
en la cárcel. El mismo que llevó Indira
en su boda, y luego Sonia en la suya.
Todo un símbolo, ese sari rojo.
Todo un símbolo también, el hecho
de que Sonia empiece su campaña donde
su marido acabó la suya, en la ciudad de
Sriperumbuduro Tiene que sobreponerse
a la emoción de encontrarse en el lugar
que Rajiv vio por última vez, a su
timidez, a su nerviosismo y a sus ataques
de asma a la hora de hablar en público.
«Estoy aquí frente a vosotros, rodeada
de medidas de seguridad, en este mismo
lugar en el que Rajiv estuvo solo y
desprotegido frente a sus asesinos. Su
voz ha sido silenciada, pero su mensaje
y las ideas que defendía siguen más
vivos que nunca.» Ya no hace alusión a
la lentitud de la justicia con la inquina
de antes. Por fin, en enero de 1998, el
juez que preside el tribunal contra los
acusados de asesinar a su marido ha
dictado sentencia: pena de muerte. Los
condenados han apelado al Tribunal
Supremo, pero sus posibilidades de que
les conmuten la pena son mínimas. No es
un consuelo para Sonia, que siempre se
ha opuesto a la pena capital. Preferiría
que los mantuviesen entre rejas.
Haciendo referencia a sus orígenes
extranjeros, el punto débil que sus
adversarios ya utilizan en su contra,
añade: «Me convertí en parte de la India
hace treinta años, cuando entré en el
hogar de Indira Gandhi como esposa de
su hijo mayor. Fue a través de su
corazón como aprendí a entender y a
querer a la India.» Son frases sencillas,
dichas en un tono natural y amable,
entrecortadas por una sonrisa débil. Las
repite a lo largo de un mes, en los que
recorre treinta mil kilómetros, una de
esas palizas a las que ha visto someterse
a varios miembros de su familia. En sus
discursos, que lee directamente en
alfabeto hindi, habla también de
sacrificio, de estabilidad y sobre todo
de laicismo. Explica que se ha lanzado a
hacer campaña como reacción a la
angustia que le produce que haya
políticos pidiendo votos en nombre de
la religión. «Tenéis que elegir entre las
fuerzas de la armonía y el progreso o las
que buscan explotar nuestras diferencias
para ganar poder.» No deja de
aprovechar cualquier ocasión para
disculparse por los errores del pasado,
como la Operación Blue Star en Punjab
o la demolición de la mezquita en
Ayodhya. Asume los fallos de los demás
con total humildad. Habla con el
sentimiento de estar imbuida de una
misión. Las multitudes asisten a sus
mítines no sólo por la tremenda
curiosidad que suscita, sino porque
Sonia es capaz de combinar la emoción
con un discurso político contundente. Su
campaña aporta una nota de frescor y de
novedad al panorama general. Los
líderes más escépticos se sorprenden de
la eficacia de Sonia a la hora de llenar
los mítines y de galvanizar al
electorado. Al término de la campaña, el
Times of India titula en portada: «De
emperatriz esquiva a sufrida esposa y
poderosa política, la transformación de
Sonia Gandhi parece completa.»
Sonia no arrasa en los resultados,
pero consigue 146 escaños para el
Congress y que la participación de los
votantes aumente significativamente. Es
decir, consigue evitar la catástrofe.
Reconocida como salvadora del partido
y para que en el futuro la organización
no desaparezca en trifulcas internas, los
líderes deciden auparla a la presidencia.
Sonia Gandhi se convierte en el quinto
miembro de la casa de Motilal Nehru en
asumir tal cargo. ¡Ah, si Stefano Maino
levantase la cabeza!... Qué lejos quedan
las montañas Asiago, las veladas al
calor de la chimenea con sus hermanas
esperando la zuppa para cenar, las misas
eternas de los domingos en la iglesia de
Lusiana, el olor a nieve de finales de
otoño, los sueños de niña de querer
vivir en una ciudad y no en el campo
ordeñando vacas... y todo, por un cruce
de miradas en un restaurante en
Cambridge.
Once meses después de su boda,
Priyanka se topa en el periódico con una
noticia sobre los asesinos de su padre.
Una de las terroristas acusadas está a
punto de ser ejecutada en la horca junto
a tres cómplices. Uno de ellos es su
marido. La terrorista, conocida con el
nombre de Nalini Murugan, se ha casado
con él en la cárcel de Vellore, una
ciudad del sur, y han tenido una niña.
Todas las tardes, la pequeña,
acompañada por su abuela, va a visitar a
su madre a la prisión durante media
hora.
Priyanka,
profundamente
apesadumbrada por la noticia, lo habla
con Sonia y con su hermano. ¿Es
realmente necesario que muera más
gente? ¿No ha habido bastante tragedia
ya? ¿Hay que dejar una niña huérfana?
Sonia y Rahul están igual de alterados.
Ninguno de los tres está a favor de la
pena de muerte. Se ha hecho justicia, en
cierta medida eso ha servido para
reconciliarse con el drama vivido. Pero
que un acto de Estado deje huérfana a
una niña por las fechorías de sus padres,
es algo que les parece injusto.
-No nos va a aportar ningún
consuelo -dice Sonia.
-Más bien al contrario -añade
Rahul-. ¿Qué podemos hacer?
-Pedir clemencia para la madre sugiere Priyanka- y conseguir que la
ejecución de los demás se posponga
indefinidamente.
Cuando el presidente de la
República recibe a Sonia en audiencia
especial en su residencia de Rashtrapati
Bhawan, el antiguo palacio del virrey,
se queda atónito por lo que oye, después
de todo lo que Sonia ha protestado por
la lentitud de la justicia. «Mis hijos se
han quedado huérfanos de padre, y con
eso basta -le dice Sonia-. Nuestro
argumento es que ningún otro niño tiene
que quedarse huérfano. No queremos
que la tragedia engendre más tragedia.
Le pido que haga lo posible para
conseguir el indulto para Nalini
Murugan a fin que pueda criar a su hija.»
Cuando vienen a sacar de su celda a
la joven terrorista, está convencida de
que es para su último viaje. Pero la
llevan ante el juez de Vellore, que le
anuncia que su pena capital ha sido
conmutada por la de cadena perpetua.
«Ojalá esto sirva para algo, aunque sólo
sea para llamar la atención sobre la
futilidad de los actos terroristas, que
únicamente conducen a la destrucción y
a la muerte», declara Rahul a la prensa.
Luego, gracias a la mediación de Sonia,
Nalini consigue un visado para que su
hijita y sus abuelos paternos puedan
viajar a Australia, donde son acogidos
por miembros en el exilio de la
comunidad tamil. La niña podrá
educarse
en
un
ambiente
no
estigmatizado por la situación de sus
padres.
45
Sonia ha devuelto la esperanza al
mayor partido del mundo, aunque no lo
devuelve al poder. No ha conseguido
detener el auge de los hinduistas del
BJP, cuyos resultados le permiten
liderar una coalición para formar
gobierno. ¿Seguirán azuzando la
rivalidad entre comunidades? ¿Seguirán
empujando el país hacia el abismo?
Menos mal que el nuevo primer ministro
Atal Bihari Vajpayee, es un hombre
culto, moderado, muy respetado en
círculos políticos. ¿Conseguirá controlar
a los más extremistas? El país entero se
hace estas preguntas, sobre todo a la
vista del programa, que es para hacer
temblar a cualquiera: una India hindú,
reforma de la Constitución, construcción
del templo Rama en Ayodhya, etc.
Es lógico que muchos tengan
depositada su confianza en Sonia, a
quien le toca asumir el papel de líder de
la oposición por ser presidenta del
Congress. Allá en Italia, parientes,
amigos y vecinos se agolpan frente a sus
televisores para seguir la historia
inconcebible de esta hija de la tierra. La
Cenicienta de Orbassano ha cedido ante
las súplicas de sus cortesanos y se lanza
a luchar por el poder del reino... Pero
¿no le da vértigo? ¿No tiene miedo a que
la maten? ¿No teme por sus hijos? ¿Por
qué no lo deja todo y viene aquí a
montar una tienda de decoración y a
vivir tranquila? No entienden lo que
pasa por la cabeza de esta mujer... que
se ha enamorado de un príncipe y puede
acabar convertida en reina.
Ocho años después del asesinato de
Rajiv, a Sonia se le abren las puertas del
Parlamento. Al subir la escalinata, le
viene a la memoria una frase de su
suegra, que decía que la suya no era una
familia normal, «porque de nosotros se
esperan milagros». ¿No era un milagro
encontrarse en ese edificio singular,
redondo, inmenso, en el corazón de
Nueva Delhi, donde convergen las
aspiraciones de una nación que ahora
cuenta con mil millones de habitantes,
donde Nehru, Indira y Rajiv defendieron
sus ideas? Donde ahora le toca defender
las suyas, ella que viene de tan lejos,
que se muere de vergüenza cuando la
miran, que ha aceptado ese desafío tan
contrario a su temperamento para
proteger la familia del hombre que más
ha querido y para salvar el país del yugo
integrista. ¿Será capaz de realizar esos
milagros?
¡Cuánto camino recorrido, cuántas
alegrías
e
ilusiones,
cuántas
decepciones y lágrimas vertidas!.. Sobre
todo, cuánto amor por ese marido, cuya
cálida presencia ella siente en este lugar
que él frecuentaba. En su memoria se
concentra, a él le pide protección
cuando, el 29 de octubre de 1999, tiene
que hacer su primer discurso. Todo su
cuerpo está en tensión. Ha ido cinco
veces al baño pensando en el trance que
la espera. Es consciente de que hay
quinientos pares de ojos escudriñando
cada uno de sus movimientos, una
tortura para una mujer de una timidez
enfermiza. Pero ella lo hace por el
mismo sentido del deber por el que su
marido se lanzó a la política. No lo hace
por gusto, sino por amor. De ese amor
inconmensurable saca la energía para ir
a la contra, para vencerse a sí misma,
para aguantar las miradas de los que
ocupan la tribuna de la prensa, el de los
visitantes y el de los diplomáticos, que
están a rebosar. En el banco del
gobierno está Maneka, recién nombrada
ministra de Cultura de la coalición
liderada por el B JP. Ambas cuñadas
representan las facciones más opuestas
del espectro ideológica, como una
metáfora de la división que sufre el país.
¡Si Indira pudiese verlo! En el banco del
Congress, hay por los menos una docena
de compañeros dispuestos a socorrer a
Sonia, por si le falta un dato, por si se
equivoca, por si mete la pata. Ella es la
imagen misma de la elegancia, con su
pelo negro y brillante cayendo en un
suave bucle sobre sus hombros, su sari
de seda en tonos verde pastel, su porte
altivo, su mirada directa.
Se coloca las gafas. Viene preparada
con un texto impreso en letra muy grande
para que no parezca que lee, un viejo
truco de la familia. Un texto en el que
denuncia que el régimen actual se
atribuye reformas que en su origen
fueron promovidas por el Congress, y en
concreto por Rajiv. No hace caso a los
abucheos y silbidos que le lanzan desde
el banco de la coalición en el poder. Al
contrario sigue adelante y denuncia las
últimas maniobras del gobierno para
desacreditar a su marido en el caso
Bofors. «No se pueden lanzar sospechas
sobre un hombre que es inocente y que
además no está aquí para defenderse»,
exclama. Su discurso emocional causa
un impacto muy favorable en sus
diputados, que constatan que Sonia es
capaz de coger el toro por los cuernos
en un tema tan delicado como el de
Bofors. De pronto, es como si los
recuerdos de un Rajiv sonriente y jovial
reapareciesen. Pero todos se preguntan
lo mismo: ¿Qué va a pasar cuando tenga
que atacar o defender opciones
económicas determinadas? ¿Qué pasará
cuando su discurso no tenga carga
emocional?
A lo largo de varios meses se atreve
a hacer cortas arengas en el Parlamento
relativas a la actualidad del momento,
aunque evita pronunciarse sobre asuntos
económicos. En eso, confía plenamente
en un hombre que ha conocido cuando se
formó el primer gobierno después del
asesinato de Rajiv. Es un sij llamado
Manmohan Singh, antiguo alumno de
Cambridge,
brillante
economista,
arquitecto de las reformas que han
conseguido sacar al país de la crisis
económica de los noventa, conocido por
su irreprochable reputación de honradez.
Ha seguido la estela de Rajiv y está
comprometido con la modernización de
la economía. Su influencia sobre ella es
tan grande que los viejos socialistas e
izquierdistas del Congress la miran con
recelo. « ¿No nos estará apartando de
los viejos principios socialistas para
embarcarnos
en
la
vía
del
liberalismo?», se preguntan alarmados.
Al principio, su papel como líder de
la oposición despista tanto a sus
compañeros de partido como a sus
adversarios. Como teme enfrentarse a
temas espinosos, los reparte entre
diferentes diputados, considerados
especialistas, ya sea en política exterior,
política
económica,
asuntos
legislativos... Pero los de enfrente
atacan con saña esa oposición
fragmentada, sin timón, sin peso, sin
contundencia. En las filas del Congress,
los diputados llegan a temer las sesiones
parlamentarias tanto o más que la propia
Sonia, que se defiende mal de todo tipo
de acusaciones, lanzadas sin fundamento
alguno para menoscabar su imagen. Las
peores son las de Maneka, que en su
calidad de ministra de Cultura se
encuentra de pronto por encima de las
instituciones benéficas y familiares que
administra Sonia y que, para dejar bien
claro su poder, ordena una serie de
auditorías alegando sospechas de
irregularidades financieras. Por fin
disfruta del sabor de la venganza. Pero
su ensañamiento es tal, su rabia y su
inquina personal contra Sonia se notan
tanto que los demás partidos de la
coalición protestan por esa persecución
gratuita. De modo que, en una maniobra
abrupta, es apartada del cargo y puesta a
la cabeza del departamento de
estadística,
donde
su
actividad
inquisitorial queda neutralizada.
Las deficiencias del papel de Sonia
como líder de la oposición («una líder
que se esconde», como la acusan los del
gobierno) se ven compensadas por su
eficacia a la hora de dirigir el partido.
Los viejos sátrapas que pensaban que
podían manipularla se dan rápidamente
cuenta de que no se deja. Ha estado
demasiado próxima a Indira como para
no haber aprendido la lección. Pero,
además, Sonia acomete reformas
espinosas que siempre eran pospuestas
por las anteriores jefaturas. Por
ejemplo, consigue que el Congress sea
el primer partido que reserve una cuota
del 33 por ciento a las mujeres en todos
los niveles de la jerarquía. Más difícil
es atacar la corrupción, pero Sonia no
vacila. Bajo el nuevo mantra de
integridad y transparencia, consigue que
el partido sólo acepte donaciones en
cheques para facilitar la contabilidad y
exige que todos los miembros con cierto
peso paguen puntualmente sus cuotas, de
manera proporcional según su puesto en
la jerarquía. Los altos cargos son
obligados a pagar un mes de sueldo al
partido. Son cambios profundos, que
muchos
perciben como
triunfos
personales. «El Congress está preparado
para limpiar el sistema», dice con tono
amenazante ante unos diputados
escépticos y, en muchos casos,
corruptos, que ya conspiran para
echarla.
Aprovechan que su papel como líder
de la oposición deja mucho que desear.
Sonia no se atreve a comunicarse
directamente con los demás líderes
opositores por vergüenza y por timidez,
lo
que
provoca
una
gran
descoordinación. Queda claro que
desconoce el juego político. Le cuesta
disimular su falta de experiencia y de
confianza en sí misma, lo que la
convierte en un blanco fácil para los
ataques de la coalición en el poder, que
la desafía y la humilla cada vez que la
oportunidad se presenta. « ¡No saben de
lo que estoy hecha!», le dice un día a sus
hijos al salir de una sesión del
Parlamento en la que ha sido vapuleada.
Ha causado gran bochorno porque se ha
quedado muda cuando el primer ministro
le ha preguntado cuál es la posición del
Congress en temas de disuasión nuclear,
un tema que desconocía. De modo que
se jura a sí misma que no le volverá a
ocurrir, y convoca a los mejores
expertos en seguridad nuclear y defensa,
incluidos los que no forman parte del
think tank del Congress, para entender
los matices y lo intricado del tema.
Cuando se encuentra segura de sí misma,
vuelve al Parlamento. Parece otra: «En
la última sesión, el honorable primer
ministro se rió de mí porque no contesté
a su pregunta... Pero es un tema
demasiado importante como para
contestarlo entre las carcajadas de sus
diputados. Ahora le pregunto yo a usted:
¿Cuál es su posición al respecto?... Sólo
menciona usted tres palabras: mínima
disuasión creíble. ¿Cree usted que esas
tres palabritas conforman una política
seria?»
En mayo de 1999, el gobierno del
BJP pierde la mayoría en el Parlamento
y los consejeros y viejos líderes del
Congress piensan que la hora de Sonia
ha llegado. Creen poder articular la
formación de una coalición para
gobernar. Necesitan la cifra mágica de
doscientos setenta y dos diputados y
están convencidos de que la tienen. Ya
sueñan con el reparto de carteras: que si
fulano se peleará por el ministerio del
Interior, que si zutano irá a Asuntos
Exteriores... El humor en las filas del
partido es exultante. Tan seguros están
de conseguir el poder, que apremian a
Sonia para que anuncie que está en
condiciones de formar un gobierno
alternativo rápidamente. Para Sonia,
representa la oportunidad de sacarse las
espinas de los ataques constantes contra
ella. Por fin va a poder parar los pies a
sus adversarios. Cuando sale del antiguo
palacio del virrey, donde el presidente
de la República ha convocado a todos
los partidos para invitarlos a que formen
gobierno, se ve rodeada por cámaras de
televisión. «Tenemos doscientos setenta
y dos», asegura. En realidad ha querido
decir que, al estar la mayoría de
diputados en contra del BJP, un gobierno
alternativo es posible. Pero la prensa lo
anuncia a su manera: «Sonia Gandhi va
a encabezar un nuevo gobierno.» El país
parece súbitamente inflamado por la
perspectiva de que la italiana asuma el
poder, pero el suspense dura poco
tiempo. Sonia no consigue la mágica
cifra porque muchos grupos pequeños
opuestos al B JP, en concreto los
socialistas, se niegan a apoyarla como
primera ministra a causa de su origen
extranjero y del fuerte sentimiento en
contra del Congress que existe en
muchos partidos. El fiasco es tan grande
como las expectativas suscitadas. Queda
mal con los simpatizantes, y en ridículo
frente a la nación entera. Su
precipitación deja ver a la luz pública
su falta de experiencia en el ruedo
político así como la dependencia tan
grande que tiene de sus consejeros.
-Mamá, déjalo ya -le dice Rahul.
-¿Ahora? ¿Tú crees que puedo? No
pienso irme sin defenderme.
Poco a poco, Sonia va aprendiendo.
«Hay una luchadora en ella y eso es algo
muy bueno para la organización», dice
uno de sus compañeros de banco. Está
obligada a luchar porque la prensa y sus
adversarios políticos redoblan los
ataques. Se ríen del acento de «la
italiana»,
como
la
llaman
despectivamente. Aseguran que es
arrogante y fría, cuentan que desconoce
el alfabeto hindi y que sus discursos
están transcritos al alfabeto latino, lo
cual es mentira. «Lee sus discursos
como si leyese la lista de la compra»,
escribe un conocido periodista. Pero si
de algo sirven los enemigos es para
aprender de ellos, y Sonia aprende a
hacerlo tenazmente. Poco a poco, le
mete calor y pasión a sus discursos,
multiplica los viajes, los encuentros, los
contactos personales. Sostiene que no es
arrogante, sino tímida. Pero es una lucha
que desgasta, porque es estéril. Está
basada en prejuicios, en una actitud
machista y en un nacionalismo
exacerbado que enmascara la voluntad
de sus adversarios de apartarla del
poder a toda costa. En los ambientes
más extremistas, llegan a acusarla de ser
una agente de Roma, como si fuese una
espía del Vaticano infiltrada en el
laberinto de la política hindú... Su padre
tuvo una visión profética cuando dijo
que la echarían a los tigres. Bien, allí
está su hija, en el centro del anfiteatro,
esquivando zarpazos.
Nada le afecta tanto como el desafío
que viene de los suyos, de miembros de
su propio partido. Un día, recibe una
carta firmada por el jefe del grupo
parlamentario de su partido y dos
diputados más, en la que ponen en duda
su capacidad, vistas sus pobres
prestaciones como líder de la oposición,
en conseguir estar un día a la altura del
cargo de primera ministra. En la carta,
sugieren que
se
enmiende
la
Constitución para reservar los altos
cargos del Estado, presidente de la
República y primer ministro, únicamente
a los indios de nacimiento. Después del
fiasco de la coalición fallida, éste es un
golpe bajo que Sonia acusa con
amargura. No porque quieran impedirle
ser un día máxima mandataria, a lo que
de todos modos ni aspira ni desea. Pero
le duele la falta de confianza, le duele
que la quieran como reclamo de feria,
sin más. Como anuncio para las
elecciones, como un peón que presta su
apellido -y su vida entera- a un partido
que en el fondo la desprecia. Le duele
darse cuenta de que está sola cuando se
creía en terreno amigo.
Cuando esa tarde regresa a casa,
sólo tiene en mente estar con Priyanka y
Rahul. Su hija se da cuenta en seguida
de lo dolida que está su madre. Rahul
está irritado:
-¡Deja ya la política de una vez por
todas, mamá! -le dice.
-Creo que mi hermano tiene razón añade Priyanka-. No tiene sentido seguir
así.
-Ha llegado el momento de tirar la
toalla -admite Sonia-. Por favor,
ayudadme a redactar una carta al grupo
parlamentario del Congress --les pide.
Priyanka coge un papel y un
bolígrafo y juntos escriben un texto muy
claro y conciso: «Algunos colegas han
expresado la idea de que por haber
nacido en el extranjero, soy un problema
para el Congress. Me duele su falta de
confianza en mi habilidad para actuar en
el mejor interés del partido y del país.
En estas circunstancias, mi sentido de la
lealtad al partido y mi deber hacia la
nación me obligan a presentar mi
dimisión del cargo de presidenta del
Congress.» Más abajo, añade: «Vine a
servir al partido no por adquirir una
posición o por tener poder, sino porque
el partido se enfrentaba a un desafío que
cuestionaba su mera existencia y no
podía mantenerme impasible ante lo que
estaba sucediendo. Como tampoco
puedo mantenerme de brazos cruzados
ahora.» Sonia suspira largamente: « ¡Por
fin libre!», se dice.
La debacle. Su carta provoca un
auténtico cataclismo en las filas del
partido.
Sus
más
próximos
colaboradores están consternados por la
decisión. ¡Con lo que ha costado que
asumiese las riendas, y ahora unos
barones que ven su poder amenazado
dentro de la organización lo echan todo
por la borda! Cuando los miembros del
grupo parlamentario le ruegan que
reconsidere su decisión, ella les
responde que está muy resentida con el
despliegue de xenofobia que rodea el
tema de sus orígenes.
-Que eso ocurra en el BJP, un
partido ultranacionalista, o entre los
socialistas, ya es bastante triste -añade
Sonia-, pero de acuerdo, estaba
dispuesta a defenderme siempre y
cuando sintiese que el partido me
respaldaba. Lo que nunca pude imaginar
es que mis propios compañeros me
atacarían de esa manera. Así que me voy
yo
Empieza el desfile de los chief
ministers de los estados gobernados por
el Congress que vienen a rendirle
pleitesía a su casa. Amenazan con
dimitir en masa: «Sainas jefes de
gobierno gracias a ti. ¿Para qué seguir si
no estás tú?», le dicen.
El seísmo causado por su dimisión
es tan enorme que miles de
simpatizantes acampan frente a la verja
del número 10 de Janpath para pedirle
que regrese. « ¡Sonia, salva al Congress!
¡Salva a la India!», corean. Una tarde en
la que Rahul vuelve a casa con un
amigo, varios líderes del partido le
interceptan: «Tienes que convencer a tu
madre para que retire su dimisión.»
Entre la multitud que bloquea la calle,
hay mujeres que lloran pidiendo que
Sonia no las abandone. Una mañana, a la
salida de su casa, mientras su
Ambassador se abre paso entre la
multitud, Sonia es interceptada por un
viejo musulmán que se le acerca:
-¿Has pensado en la suerte de las
minorías en un gobierno dirigido por el
BJP? ¿Es que no quieres luchar por
nosotros?
Sonia no le contesta y sube la
ventanilla del coche, mientras las
palabras del hombre retumban en su
cabeza…
El colmo de la desesperación de sus
seguidores lo simboliza un hombre
joven, uno de los que acampan frente a
su casa. Intenta inmolarse con fuego, lo
que
provoca
una
considerable
conmoción. Los policías y los guardias
de seguridad se abalanzan sobre él y
consiguen ahogar las llamas antes de que
acaben con su vida. Las cámaras de los
reporteros graban la escena para que el
país entero la contemple en los
informativos de la noche. Para que todo
el subcontinente sepa las pasiones que
despierta «la italiana» que todos creen
poseer. Porque Sonia les pertenece,
porque lleva el apellido mágico de
Gandhi. Y por eso no se puede marchar.
El trágico incidente precipita los
acontecimientos. De nuevo Sonia recibe
en su casa, en el despacho de Rajiv, a la
cúpula del partido, un grupo de hombres
de cierta edad, vestidos con kurta y
anchos pantalones de algodón.
-No existe otro líder que pueda
mantenernos unidos como tú. No hay
otro capaz de conseguir los votos que
consigues tú. Por eso te pedimos que te
quedes de presidenta. El partido está
contigo. Escucha el clamor de la calle.
En sordina, se oyen eslóganes a
favor de Sonia que los simpatizantes
agolpados ante la verja corean de una
manera regular. Uno de los jefes del
partido prosigue:
-No desprecies las muestras de
afecto que te prodiga la gente... Los que
te mandaron esa carta no representan ni
siquiera una minoría dentro del partido,
no se representan más que a sí mismos,
más que a su propia ambición.
-No hay lugar para ellos en la
organización -añade otro-. Les hemos
expulsado. Ya no tienes nada que temer.
De nuevo le ofrecen el poder en
bandeja de plata, de nuevo escucha los
mismos argumentos, la misma adulación,
la cantinela de siempre...
-Tengo que hablarlo con mis hijos.
Ella está dispuesta a mantener su
dimisión, ya se ha hecho una idea de lo
agradable que sería volver a su
colección de miniaturas Tanjore que
tanto le gustan, y recuperar su afición a
la restauración de cuadros y muebles
antiguos. Pero Priyanka y Rahul están
conmovidos por el súbito estallido de
emoción y solidaridad. No se esperaban
una movilización semejante. A los tres
les embarga ese curioso sentimiento de
que el apellido que llevan no les
pertenece, que pertenece a la India, a las
multitudes que reclaman su liderazgo, y
de que no son dueños de su destino.
Sonia vacila, aunque ahora sabe que si
vuelve será por la puerta grande. Sus
amigos terminan de convencerla para
que se quede. No puede marcharse por
el ataque de tres rivales que quieren su
puesto. Su dimisión, dicen, sólo
reforzará a los que han escrito la carta y
a todos los xenófobos de la India. De
nuevo Sonia piensa en Rajiv, en sus
hijos, en la familia, en la tragedia del
poder, en el miedo a perder la
seguridad, en el sentido del deber... y de
nuevo cede. Lo hace a regañadientes,
pero el resultado es que vuelve a asumir
el máximo cargo dentro del partido con
más fuerza y autoridad que antes.
Anuncia su regreso en un estadio
abarrotado. Tanto, que un miembro del
partido comenta a un compañero:
-¿Te imaginas tanta gente junta sin
una Sonia Gandhi?
-Simplemente no existiría este mitin
-le contesta el otro-. Sin Sonia, no hay
mitin; sin Sonia, no hay partido.
«Aunque he nacido en el extranjero dice Sonia en cuanto la sonora y
larguísima ovación la deja hablar- he
hecho de la India mi país. Soy india y
seguiré siéndolo hasta mi último
suspiro. Aquí me he casado, aquí he
tenido a mis hijos, y aquí me he
convertido en viuda. En mis brazos
murió Indira. Si he decidido regresar
hoy es porque el partido me ha dado una
renovada confianza y esperanza. Quiero
un partido que esté preparado a
seguirme y listo para morir por los
principios que he decidido adoptar.»
Así, poco a poco, a base de
sinsabores, Sonia Gandhi va haciéndose
al juego de la política. Ciertos reflejos
le vienen inconscientemente, no por
vocación, sino por contagio, por haber
vivido tantos años en ese caldo de
cultivo. Ha limpiado el partido de sus
ovejas negras. Ahora tiene más
influencia sobre la organización que la
que tuvo su marido. Lo ha conseguido
sin tener la habilidad de distribuir
poder, y sólo con una remota esperanza
de conseguirlo algún día, lo que
demuestra lo desmoralizadas que
estaban las filas.
46
Con el tiempo consigue hacerse una
imagen pública de política reacia a la
política, la que transmite la prensa. Pero
vive en un estado de terror perpetuo
hacia los medios de comunicación. Cada
palabra suya es minuciosamente
escrutada por sus adversarios para
descubrir algún signo de que no es tan
india como pretende. Vive encerrada en
su caparazón, atrincherada en el número
10 de Janpath, una fortaleza más difícil
de franquear que todas las residencias
donde ha vivido con anterioridad. Vive
sin libertad, atendiendo desde el alba a
comités, a miembros del partido, a
compromisarios que vienen de todos los
rincones del país a pedirle consejo, a
solicitar su opinión como guía máxima.
Sólo las visitas de sus hijos le aportan
calor. Su madre pasa los inviernos en
Nueva Delhi, y las hermanas y los viejos
amigos van periódicamente a visitarla.
Pero son visitas que mantiene en
secreto, para que no la acusen de
«extranjera».
La sola mención de su nombre es
capaz de animar la más aburrida de las
cenas o acto social, dividiéndose con
vehemencia las opiniones entre los que
la admiran y los que la desprecian. Dos
conocidos diputados de su partido se
lamentan en cada cocktail de tener como
líder a «un ama de casa italiana sin
estudios». Poca cosa comparado con el
veneno de algún miembro de la
coalición en el poder, como el
fundamentalista hindú Narendra Madi,
que la tacha públicamente de «zorra
italiana». Sonia sabe que su condición
de extranjera es su talón de Aquiles, y la
coalición en el gobierno, ferozmente
nacionalista e hinduista, no pierde
oportunidad de meter el dedo en la
llaga. Su radical negativa a conceder
entrevistas se debe a que no quiere
definirse. Piensa que así puede dejar a
sus adversarios sin argumentos para
atacarla. No quiere tener que decir que
es católica, aunque no practique. No
quiere tener que hablar de su Italia natal,
ni de sus recuerdos de infancia ni de sus
amigos ni de su familia. Al contrario, le
parece esencial que se la vea cómoda
con las tradiciones de su país de
adopción. Se esfuerza en visitar
santones en grandes templos hindúes,
como hacía Indira. Cuando el BJP
arrecia sus ataques en el Parlamento
contra sus «orígenes extranjeros», Sonia
se refugia en el templo de la Misión
Ramakrishna de Nueva Delhi y pasa
tardes
enteras
con el
Swami
Gokulananda, un santón muy respetado
que le ata un cordel rojo en la muñeca
en signo de hermandad. Sonia tiene
mucha fe en ese cordel, se está haciendo
un poco supersticiosa, como lo era su
suegra. Cada vez que hay una
celebración familiar, convoca al
sacerdote de la familia, que vive en
Benarés, para que acuda a oficiar los
ritos religiosos pertinentes. Cuando nace
su primer nieto, el hijo de Priyanka, el
pandit realiza ofrendas sofisticadas
recitando sus oraciones. De la misma
manera que Indira escogió los nombres
de sus hijos, ahora Sonia es la
encargada de elegir el de su nieto. «
¿Rajiv?», propone. Priyanka teme que
ese nombre condene a su hijo a ser
comparado toda su vida con su padre.
Sonia sugiere un nombre que empiece
por R. Al final, se deciden por Rehan,
un nombre parsi, para conectar con la
tradición del abuelo Firoz Gandhi. Pero
Sonia insiste en llamarlo Rajiv. Al final,
se queda en Rehan Rajiv. Gracias a
Dios, el horóscopo que le prepara el
santón predice fama y fortuna para el
retoño, pero no un papel político para la
sexta generación de los Gandhi. Madre e
hija suspiran de alivio.
Pero ante la constante provocación,
el Swami Gokulananda se ve obligado a
salir en defensa de Sonia: «Es tan india
como cualquiera -declara-. Lleva una
vida disciplinada y no veo nada malo en
sus orígenes extranjeros.» En Gujarat, el
estado del que Narendra Madi, su feroz
adversario, es jefe de gobierno, una
oleada de ataques acaba con la vida de
varios misioneros cristianos, acusados
por los hinduistas de fomentar las
conversiones. «No dejes que te
provoquen -le dicen a Sonia sus
consejeros-, quieren que salgas en
defensa de los cristianos, no entres al
trapo, no lo hagas.» Ella les escucha y
opta por callarse, pero entonces las
críticas cambian de orientación. « ¿Por
qué se aleja del catolicismo? -se
preguntan sus adversarios con perfidia-.
¿Por qué está acomplejada de su propia
religión?» Sonia se da cuenta de que,
haga lo que haga, su religión y su origen
italiano son un estigma imborrable.
Obsesionada por disimularlo lo más
posible, cansada de la campaña de los
hinduistas sobre su fe, el 22 de enero de
2001 decide hacer un gesto simbólico de
gran significado religioso. Durante la
Khumba Mela, la gran celebración
religiosa hindú que reúne cada doce
años a decenas de millones de personas
en la confluencia del Ganges, el Yamuna
y el mítico Sarásvati a las afueras de la
ciudad de Allahabad, la ciudad de los
Nehru donde fueron a echar las cenizas
de Rajiv, Sonia decide darse un baño
ritual Se mete en el agua vestida, de pie,
y hace una ofrenda de pétalos de flor al
son de los mantras y del ulular de las
caracolas de mar que hacen sonar los
pandits en la orilla. Junto a ella hay
grandes santones hindúes, y también
representantes de otras religiones, como
el Dalai Lama. La explanada de arena
entre los ríos está llena de gente hasta
donde alcanza la vista. Es una multitud
tan impresionante como lo es el orden y
la ausencia total de disturbios o de
episodios violentos. El servicio de
seguridad de Sonia es tan estricto que la
policía no permite acercarse a nadie a
menos de doscientos metros de la orilla
donde se encuentra.
En los días siguientes, su foto
haciendo la puja a los dioses, publicada
en periódicos y en panfletos, es vista
por millones de campesinos en cientos
de miles de aldeas. Sonia espera así
neutralizar las críticas de sus
adversarios. De todas maneras, está
convencida de que el pueblo no da la
más mínima importancia al hecho de que
haya nacido en Italia. Además, se
pregunta... ¿Qué significa ser indio?
Entre un habitante del Himalaya y otro
del sur, las diferencias son abismales: ni
hablan el mismo idioma ni comen igual
ni veneran a los mismos dioses. Ni
siquiera tienen el mismo color de piel.
Sin embargo, ambos comparten el
orgullo de ser indios. La tolerancia es
parte esencial de la cultura del sub
continente, si no... ¿Cómo hubiera
podido sobrevivir tantos siglos esa
amalgama de pueblos, tradiciones,
culturas, etnias, razas y castas que se
llama la India? En un lugar que siempre
ha sabido asimilar la diversidad, la
noción de extranjero pierde sentido. Sus
consejeros le dan argumentos para
defenderse. Le recuerdan que cuando la
India alcanzó la independencia, fue un
inglés su primer jefe de estado: se
llamaba Lord Mountbatten, era el último
virrey del Imperio. Los líderes del
partido recuerdan que en 1983 Sonia
redactó un testamento expresando su
deseo de que su cuerpo sea quemado
según el rito hindú. En aquel entonces,
no era probable que Rajiv Gandhi
acabase de primer ministro, y aún menos
que Sonia asumiese ningún papel
político algún día. Lo hizo porque creía
en ello.
En el fondo, y eso lo sabe bien
Sonia, es indio quien se siente indio. Y
ella lo repite sin cesar: «Soy india. Al
entrar en esta familia me he convertido
en hija de la tierra de mi marido, en hija
de la India... » Está convencida de que
el pueblo percibe su amor al país.
Cuando le preguntan de dónde saca los
principios morales cuando tiene que
tomar una decisión en el ámbito de la
familia o de la política, no quiere mentir
y responde cándidamente: «Supongo que
de los valores católicos que siguen ahí,
en el fondo de mi mente: -y añade-: Soy
una ardiente defensora de que la India
siga siendo un estado laico. Por estado
laico, me refiero a uno que abarque
todas las religiones. El actual gobierno
no está por esa labor.» La ferocidad de
la campaña contra Sonia encuentra en
Orbassano un eco inesperado. Un
inmigrante indio, un ingeniero sij que
trabaja en la Fiat, ha sido elegido
concejal municipal de la pequeña ciudad
piamontesa. Si un sij puede participar en
la vida política de una ciudad italiana...
¿cómo es que una italiana no puede
participar en la vida política india?,
pregunta un diputado del Congress. La
respuesta del BJP es furibunda: «
¿Dejarían que ese sij acabase de primer
ministro de Italia? -pregunta un diputado
nacionalista-. ¡Claro que no!» En su
apoyo cita al alcalde de Orbassano, que
ha declarado a la prensa: «Me pregunto
si nosotros en Italia aceptaríamos un
extranjero, una mujer para más inri,
como líder de un partido que ha
simbolizado
la
lucha
por
la
independencia contra la dominación
extranjera y que sigue disfrutando de
gran apoyo popular, aunque menos que
antes. Que una parte de los indios
confíen su destino a Sonia dice mucho
sobre la tolerancia de la India.» En este
debate que transciende continentes, un
periodista italiano llega a su propia
conclusión: «No, sus orígenes no
cuentan porque ha sido absorbida,
indianizada, transformada. En ese
sentido, ya no es italiana.» Quizás se
hizo india de verdad cuando en medio
de un ataque de asma se quedó mirando
los retratos de la familia en el despacho
de Rajiv y en ese momento aceptó
lanzarse a la política. Fue entonces
cuando asumió plenamente el legado de
la familia.
Ahora el aluvión de críticas sobre su
falta de experiencia y la campaña de
odio sobre sus orígenes la están
haciendo madurar a marchas forzadas.
Su
personalidad
va
cambiando
sutilmente a medida que gana confianza
en sí misma y afianza su determinación
de solucionar los problemas del partido,
a lo que se dedica en cuerpo y alma. De
1998 a 2004, mientras dos coaliciones
sucesivas lideradas por el BJP
gobiernan la India, y sorprendentemente
de una manera muy moderada gracias a
la influencia del primer ministro Atal
Bihari Vajpayee, Sonia se ocupa de
regenerar el Congress, simplificando el
proceso de toma de decisiones y
buscando el consenso. Lo hace de
manera muy distinta a su suegra, que era
más imperiosa en su estilo y que
fomentaba una cultura de corte
palaciega. Sonia se rodea de sus hijos y
de los expertos que existen en la cantera
del Congress, sin dejarse influenciar por
el proceso de demonización en su
contra. Está demasiado ocupada en
escoger los candidatos adecuados y
asegurarse de que van ganando el favor
del pueblo, estado a estado, sin prisa
pero sin pausa. Muchas de sus
decisiones las basa en lo que ha
aprendido de su suegra y de su marido,
pero con mucho cuidado de evitar los
errores que a ellos les costaron tanto.
Por ejemplo, no cambia a los jefes de
gobierno de los estados a su antojo,
como hacía Indira. Al contrario, los
apoya incondicionalmente, les deja
hacer, y ellos se lo agradecen
mostrándole una lealtad sin fisuras. Sólo
tiene un problema con el jefe de
gobierno de Orissa que, después del
asesinato de un misionero, se alinea con
los argumentos de los fundamentalistas
hindúes: «Hay que disciplinar a los
misioneros cristianos», declara. Sonia
lo destituye en el acto, mostrando que no
le tiembla el pulso a la hora de tomar
una decisión. Pero excepto algún
problema puntual, bajo su mandato el
partido vuelve a ser una fuerza que hay
que tomar en cuenta. En 2002, y gracias
a la paciente labor de zapa de Sonia, el
Congress consigue el poder en catorce
estados, que suman más de la mitad de
la población. En marzo de ese mismo
año, barre en las municipales de Nueva
Delhi, consiguiendo tres cuartas partes
de los escaños. En todas partes, cesan
las deserciones de los afiliados y se
invierte la tendencia: el número vuelve a
crecer.
El 11 de mayo del año 2000, la India
celebra una extraña proeza. El gobierno
elige a una niña llamada Aastha Arora,
nacida en Nueva Delhi, como la bebé
número mil millones. La noticia de que
el país ha alcanzado esa cifra mágica
causa un brote de fervor popular teñido
de nacionalismo. Como todo en la India
se celebra, también en esta ocasión la
gente sale a la calle a tirar petardos y a
festejar. Hordas de periodistas y
reporteros de televisión se precipitan al
hospital e invaden el pabellón donde se
encuentra la niña, subiéndose a las
camas y a las mesas para conseguir un
retrato de la elegida. Una periodista del
Indian Express está consternada: «El
bebé mil millones ha sido recibido por
tantos millones de flashes que los
médicos temen que su piel se haya visto
afectada.»
Pero a pesar de la explosión
demográfica, por fin, en el umbral del
nuevo siglo, surge la esperanza de salir
de la pobreza. Los resultados de la
economía,
que
ha
seguido
liberalizándose desde los tiempos de
Rajiv, son boyantes. La India vive con
optimismo una oleada de fervor
nacionalista alentada desde el gobierno
liderado por el BJP. ¿No repite la
prensa que éste va a ser el «siglo de la
India»? Parece que el país está bien
encauzado en la senda de convertirse en
la gran potencia que promete ser.
Después de tantos años de controles y
de limitaciones, toda la energía y la
vitalidad contenidas se desbordan. Las
universidades y las escuelas técnicas
fundadas en la época de Nehru producen
un millón de ingenieros al año. Son
muchos, comparados con los cien mil de
las
universidades
europeas
y
americanas. Una nueva generación de
empresarios florece a la sombra de la
revolución informática y de las
telecomunicaciones. Pronto la India se
regocija al seguir de cerca a China en
otro récord, el de ser la segunda
economía con mayor tasa de crecimiento
económico del mundo. Parece que el
viejo elefante indio se despereza. El
BJP Y los hinduistas se atribuyen todo el
mérito. Desde el banco de la oposición,
Sonia denuncia que el progreso
económico sólo beneficia a una pujante
clase media que adora un nuevo dios, el
del consumo.
-¡En la próspera Nueva Delhi -les
recuerda apoyándose en cifras de un
estudio reciente publicado en la prensa-,
uno de cada cuatro niños es obeso, pero
en el campo la mitad de los niños de
menos de tres años sufren algún tipo de
desnutrición crónica! ¿Qué progreso es
ése?
Les repite que la nueva riqueza no
llega a la enorme masa de población que
vive en las aldeas. La India rural sigue
sufriendo el paro, los excesos del
sistema de castas, la escasez, la falta de
oportunidades, con el agravante de que
la expansión de la televisión les permite
ver con sus propios ojos cómo vive la
otra India, la que se divierte, prospera y
consume en las grandes ciudades. Sonia
le recuerda al gobierno que la India, ese
país tan orgulloso de sus centros
punteros de investigación y desarrollo,
alberga el 40 por ciento de los pobres
del mundo.
-No hay que dejarse llevar por la
euforia desatada por la propaganda del
gobierno sobre los beneficios de las
reformas. Algo no va bien cuando la
economía crece al ritmo de suicidios de
los campesinos pobres, que se quitan la
vida porque están endeudados con
prestamistas locales y no ven salida a su
situación.
Pero parece que la mayoría de los
diputados no quiere creer sus palabras,
incómodas en el fondo porque empañan
el sueño de prosperidad y nacionalismo
en el que viven. Sonia predica en el
desierto, pero le da igual que la tilden
de aguafiestas: Nehru e Indira sentían un
fuerte compromiso con los pobres y ella
es consciente de que su partido ha
sobrevivido por haberse alineado con
los más desfavorecidos, esos cuya voz
nadie quiere oír. Ella, quizás porque
conserva la inocencia esencial de una
extranjera, es todavía sensible al
terrible espectáculo de la pobreza que
muchos indios que acceden a un mejor
nivel de vida simplemente no ven. Es
como un reflejo inconsciente que les
ciega a la miseria circundante. Ojos que
no ven, corazón que no siente... No
mirar es no sufrir. Pero Sonia tiene los
ojos bien abiertos.
Y su voz se oye cada vez más alta y
clara en el Parlamento: rebate
invariablemente los logros de los que el
Gobierno hace gala. Si ha vuelto la paz
a los territorios del noreste, no es por la
acción del gobierno, sino por los
esfuerzos de Rajiv para fraguar un
acuerdo de paz que ha permitido que los
líderes separatistas, que antaño eran
insurgentes en las selvas, hoy se hayan
convertido en respetables políticos
elegidos por el pueblo. Si la situación se
ha calmado en el Punjab, tampoco es por
este gobierno, sino por los «acuerdos
del Punjab» que fueron obra de Rajiv. Si
los nacionalistas moderados sijs se han
dado cuenta de las ventajas que
comporta pertenecer a la Unión India y
han regresado al sendero de la
democracia, es gracias a su marido.
Pero el momento cumbre de sus
intervenciones ocurre en marzo de 2002.
De pronto surge una líder que habla sin
miedo y sin complejos, con la
contundencia
que
le
da
el
convencimiento profundo de sus
opiniones. Sonia acusa directamente al
gobierno de haber fomentado un nuevo
brote de violencia religiosa que ha
vuelto a poner el país al borde del
abismo. Es un acto más en la tragedia de
Ayodhya, iniciada por miembros de ese
mismo gobierno hoy en el poder.
Después de la destrucción de la
mezquita, los fundamentalistas hindúes
se toparon con el rechazo de las
autoridades judiciales a cualquier
intento
de
construir
en
ese
emplazamiento un templo al dios Rama,
precisamente para no añadir más leña al
fuego. Pero los militantes no se dieron
por vencidos y varios grupos
pertenecientes a organizaciones afines al
gobierno
siguieron
viajando
periódicamente a Ayodhya para insistir
en su reivindicación. « ¿No estaba
inscrita en el programa del gobierno del
BJP?», preguntaban. Al regresar de uno
de esos viajes, ocurrió un altercado
entre uno de esos grupos de
manifestantes
hinduistas
y
unos
vendedores ambulantes musulmanes en
la estación de Godhra, en el estado de
Gujarat. Los vendedores se negaron a
cantar canciones a la gloria del dios
Rama, como les conminaban los
militantes hindúes de modo que éstos
empezaron a insultarlos y a tirarles de
las barbas. En seguida se corrió la voz y
jóvenes musulmanes que trabajaban en
los alrededores de la estación corrieron
en defensa de sus correligionarios
agredidos. Los militantes hindúes se
subieron al tren, que arrancó bajo una
lluvia de piedras. Unos kilómetros más
allá, el convoy se detuvo. Una columna
de humo negro se alzaba en el cielo. Un
incendio se declaró a bordo con el
resultado de cincuenta y ocho personas
carbonizadas, la mayoría militantes
hinduistas.
Aunque posteriores investigaciones
determinarían que el fuego fue
provocado por la explosión accidental
de un hornillo de gas, los extremistas
hindúes no dudaron en acusar a los
musulmanes de haberlo provocado. La
noticia de que unos hinduistas fueron
quemados vivos desató la venganza de
la población. El jefe de gobierno de
Gujarat, el fundamentalista hindú
Narendra Modi, aliado del gobierno y
archienemigo de Sonia, declaró el 28 de
febrero un día de luto para que los
funerales de los pasajeros pudiesen
celebrarse por las calles de la ciudad.
Era una clara invitación a la violencia.
Los barrios musulmanes se convirtieron
en ratoneras. Miles de hindúes
enfurecidos la emprendieron contra
comercios y oficinas e incendiaron las
mezquitas. En lugar de actuar
contundentemente para aplacar la
violencia, Narendra Modi declaró: «A
cada acción corresponde una reacción.»
Esas palabras, interpretadas por los
extremistas hindúes como un aval de su
líder para justificar la venganza,
marcaron el principio de una orgía de
violencia comparable a la de los
acontecimientos trágicos de la Partición.
Pero esta vez, gracias a la televisión,
todo el país es testigo de imágenes
atroces de mujeres maltratadas y
violadas por militantes enfurecidos, y
después forzadas a beber queroseno
frente a sus maridos e hijos, a los que
obligan a ver cómo les prenden fuego,
antes de ser a su vez asesinados. Todo
ha ocurrido ante la impasibilidad de la
gente, que parece celebrar esa venganza
que simboliza el incendio del tren de
Godhra. Los periodistas que han
cubierto las matanzas están convencidos
de que no han sido espontáneas, como
pretendía el gobierno local, sino que han
sido planificadas. Han visto a
extremistas hindúes, con censos
electorales bajo el brazo, señalando
casas y chozas habitadas por
musulmanes en los barrios mixtos. Les
han visto señalar comercios propiedad
de musulmanes que han tomado la
precaución de adoptar un nombre hindú.
La eficacia en la persecución y en los
asesinatos hacen pensar que ha habido
cierto grado de planificación. En total,
más de dos mil musulmanes han sido
asesinados y más de doscientos mil se
han quedado sin hogar.
Sonia es la voz que más
ardientemente denuncia los hechos. En
el Parlamento, llega a acusar al gobierno
de fomentar el genocidio. «Señora, no
use palabras tan fuertes», le replica el
primer ministro. Pero Sonia no calla.
Denuncia la turbia actuación de la
policía. «En ciertos casos, se sabe que
hasta han ayudado a los militantes a
encontrar
las
direcciones
que
buscaban.» Cita en su apoyo informes de
las investigaciones de grupos de defensa
de los derechos humanos que
demuestran que la policía había recibido
órdenes de no interferir. «Lo que esta
masacre ha sacado a relucir, señor
primer ministro -le dice Sonia-, es el
rostro sectario y horroroso de su
partido, el BJP, que usted ha tenido tanto
cuidado en disimular durante sus años
en el poder, pero que ahora salta a la
vista... Además ¿cómo es posible que
usted no se haya dignado visitar los
lugares devastados por la violencia
inmediatamente? ¿Por qué ha esperado
un mes para hacerlo? Ya sabemos que el
señor Narendra Modi está detrás de
estas matanzas, ¡Y mucho nos tememos
que el gobierno central también lo esté!»
Por primera vez, Sonia da la talla de
gran política, denunciando al gobierno
con auténtica y sentida pasión,
sacudiendo al primer ministro con sus
invectivas, no dejando títere con cabeza.
Las atrocidades que ha visto en la
televisión la han escandalizado: «Eso no
es la India. Eso no representa a mi
país», declara. Sus intervenciones hacen
que los valores inherentes al Congress
resalten más que nunca. La pretensión
del partido más viejo de la India de
representar a indios de todas las castas y
religiones no sólo se ve como algo
atractivo, sino como algo indispensable.
La decencia de los principios del
Congress se solapan en el imaginario
popular con la imagen y la voz de esta
política accidental que habla con el
corazón en la mano.
Pero el primer ministro no consigue
que dimita su compañero de partido
Narendra Modi, una medida pensada
para pacificar el país. Los demás no le
dejan. Mejor esperar a que decida el
pueblo, le dicen. La gran sorpresa es
que en las elecciones estatales de
Gujarat, que tienen lugar dos meses
después de los sangrientos disturbios, el
temible Narendra Madi vuelve a arrasar.
La razón es que ese estado es
mayoritariamente hindú. Su campaña,
que se ha basado en un solo principio, el
odio a los musulmanes, parece
confirmar la vieja creencia del BJP: los
disturbios basados en el odio religioso,
si están bien orquestados, se convierten
en votos. Madi ha revelado ser un mago
prestidigitador en este arte. Se ha
aprovechado de que Gujarat hace
frontera con Pakistán, lo que favorece la
política del miedo al enemigo islámico.
Después
de
las
esperanzas
suscitadas por Sonia, llega ahora el
momento de una decepción masiva. En
la sede del Congress, el ceño fruncido y
las gafas puestas, Sonia lee el informe
del secretario general de su partido
sobre las elecciones en Gujarat. El
ambiente es sombrío. «El Congress no
ha ganado un solo escaño en un radio de
cien kilómetros alrededor de Godhra,
donde un vagón de tren ha sido
incendiado, matando a medio centenar
de personas. El Congress ha perdido
todos los escaños en las zonas próximas
al estado de Madhya Pradesh y
Rajastán... » La conclusión es que, ahora
como cuando la destrucción del templo
en
Ayodhya,
la
política
de
enfrentamientos comunales está dando
dividendos. Los hindúes, la gran
mayoría, ceden al miedo y al racismo.
¿Cómo evitar que ese modelo avance en
otras partes de la India? Nadie tiene la
respuesta.
Ahora que todo parecía sonreír a
Sonia, el resultado de las elecciones en
Gujarat es un jarro de agua fría que abre
un interrogante sobre su futuro. En
cambio, el gobierno, alentado por su
victoria en Gujarat, decide adelantar las
primeras elecciones generales del siglo
XXI a mayo de 2004 para aprovecharse
del viento a favor y revalidar su
mandato por otros cinco años. Los
críticos de Sonia dentro de su partido
alegan que si las fuerzas coaligadas con
el BJP siguen ganando terreno a este
ritmo,
ella
no
bastará
para
neutralizarlas. No se la percibe como
suficientemente sólida. Que bajo su
dirección catorce estados hayan
cambiado de color político empieza a
verse como algo insignificante. Sonia es
de nuevo vulnerable. Le reprochan que
no haya conseguido proyectarse como
una política en la línea de Indira o de
Rajiv. Hasta los más optimistas dentro
del Congress albergan dudas sobre su
capacidad de llevar el partido a la
victoria. « ¿Hemos tomado la decisión
adecuada al invitarla a liderar el
partido?», se preguntan ahora los
mismos que la empujaron a aceptar.
Algunos de sus seguidores hasta ahora
leales comentan a sus compañeros de
partido que Sonia es buena, pero no lo
bastante. Todos reconocen que ha
mejorado mucho, pero que no da la talla
ni la dará nunca. Y es que en el
Congress tienen prisa por volver al
poder. El partido que más tiempo ha
gobernado la India lleva más de siete
años apartado de él. Es el mayor lapso
de tiempo en toda su historia, y coincide
con la presidencia de Sonia Gandhi.
Poco a poco se va fraguando otra
conspiración. La proximidad de las
elecciones
generales
atiza
las
ambiciones personales. Si esta vez
Sonia sale indemne de ese complot es
porque el cabecilla muere en un
accidente de tráfico. Pero el descontento
reina en muchos sectores del partido.
Mientras el debate sobre sus
habilidades como líder y su falta de
experiencia continúa, Sonia se atreve a
presentar una moción de censura contra
el gobierno, acusándolo de una serie de
cargos que van de la anarquía a la
corrupción. Ataca de frente, mezclando
la agresión con alguna ocurrencia,
hablando con soltura y gracia. Por ser
minoría en el Parlamento, la moción es
rechazada, pero Sonia consigue dar la
imagen de una líder que puede ser una
alternativa al actual gobierno. Queda
lejos la diputada primeriza que buscaba
las palabras, se quedaba muda ante una
pregunta, o se sonrojaba cuando la
atacaban. Las elecciones están a la
vuelta de la esquina, y no hay otro líder
capaz de galvanizar a las bases. La
suerte está echada. Ya no hay vuelta
atrás, ni para Sonia, ni para el Congress.
47
Nueva Delhi, 10 de mayo de 2004. A
los cincuenta y siete años, Sonia sigue
siendo una mujer muy guapa, como
cuando era joven. Pero es una belleza
que lleva las marcas de las tragedias
que la han golpeado, y por eso su rostro
tiene una expresión que puede parecer
dura. Ella, que de joven tanto reía a
carcajadas, aparece siempre grave, con
una sonrisa que no termina de convencer
porque surge de un denso bosque de
tristeza. No sólo su rostro ha cambiado;
su lenguaje corporal es ahora distinto.
Su andar vigoroso, la manera en que
mueve los hombros bajo el tejido de sus
saris, todo en ella recuerda a Indira.
Sonia se ha hecho india hasta en los
ademanes.
Cuando está cansada, aflora un gesto
de crispación. Y hoy, en esta mañana de
lunes, mientras Sonia Gandhi se
maquilla los ojos con una fina pincelada
de khol frente al espejo de su tocador en
su casa de Nueva Delhi, se siente
agotada. Lleva varias semanas de
campaña electoral intensa en las que ha
recorrido miles de kilómetros por todo
el subcontinente indio, casi la distancia
de una vuelta al mundo, soportando la
canícula de esas fechas. La mayoría los
ha recorrido en coche, en helicóptero y a
pie, pero también ha tenido que hacer
diez kilómetros en camello para llegar
hasta una pequeña comunidad del
Rajastán. Y lo ha hecho para llegar a una
aldea de apenas doscientos habitantes
donde la esperaban con los brazos
abiertos porque nunca ningún candidato
se había dignado desplazarse hasta allí.
Esos días se ha acordado mucho de su
suegra, de su afán en llegar al corazón
del pueblo, en alcanzar la aldea más
remota, como aquella vez en la que tuvo
que cruzar un río de noche a lomos de
elefante para llegar a Belchi, una aldea
de intocables traumatizados por haber
sido víctimas de una matanza. Como su
suegra, Sonia no ha escatimado
esfuerzos para hacer llegar su mensaje a
los lugares más remotos. Y aunque no
gane estas elecciones, no podrá nunca
reprocharse no haber puesto toda la
carne en el asador. Como siempre, le ha
resultado muy gratificante el encuentro
con los pobres de la India. En momentos
de vacilación, las palabras del Mahatma
Gandhi que un día leyó en el muro de un
dispensario rural le vuelven a la
memoria: «Cuando dudes o te
cuestiones, haz la siguiente prueba:
recuerda el rostro del hombre más pobre
y más débil que hayas visto jamás y
pregúntate si el paso que estás a punto
de dar va a serie de alguna utilidad.
¿Ganará algo con ello? ¿Le devolverá
cierto control sobre su vida y su
destino? ... Entonces verás que tus dudas
se disiparán.»
Es dura una campaña electoral a
nivel nacional para alguien que nunca ha
disimulado su aversión al poder. Vivir
en esa contradicción intensifica su
sensación de cansancio brutal, que le
impide hasta cambiarse de sari esta
mañana para ir a votar. Decide dejarse
el que lleva puesto. Al fin y al cabo, es
blanco, el color de las viudas en la
India, y hoy, jornada electoral, llevar
ese sari será una manera de mantener
vivo el recuerdo de Rajiv. Que es como
ayudarse a sí misma a mantenerse viva.
Porque todo lo que hace, lo sigue
haciendo por custodiar su memoria a
falta de poder acariciarlo. y por sus
hijos, Rahul y Priyanka, que tanto la han
apoyado en la campaña, en la vida.
Nada une tanto como el dolor ante la
pérdida de los seres queridos.
Ella, que detesta llamar la atención y
ser protagonista; ella, que sólo ha dado
dos entrevistas en toda su vida, se ha
visto de pronto enardeciendo a
multitudes de hasta cien mil personas
unas seis veces al día en lugares
distintos. Ha hablado en hindi con
soltura y un ligero acento, y ha
pronunciado discursos al estilo de
Indira, esforzándose en convencer a
seiscientos millones de electores para
que voten al Partido del Congreso. A
veces le cuesta creerse que está a la
cabeza de la mayor organización
política democrática del mundo. Si
algún adivino se lo hubiera vaticinado
en su juventud, cuando todavía vivía en
Italia, lo hubiera tildado de charlatán.
¿Qué les ha dicho a esos millones de
votantes que la han escuchado absortos?
Les ha hablado de su familia política,
una familia que ha gobernado la India
durante más de cuatro décadas, pero que
lleva siete años fuera del poder. Les ha
hablado de los valores que siempre han
representado
los
Nehru-Gandhi:
libertad, tolerancia, laicismo y unidad.
Ha insistido en que éstas no son unas
elecciones
ordinarias,
sino
un
enfrentamiento histórico entre valores
distintos,
entre
ideologías
diametralmente opuestas. Una lucha
entre la luz y el oscurantismo; entre una
India donde caben todos y todas las
religiones, y otra medieval y excluyente.
Lo que está en juego, les ha repetido, es
la convivencia entre las innumerables
culturas, etnias, castas y religiones que
componen la India. En definitiva, la
mera existencia del país como nación.
Las ciudades están empapeladas con
carteles electorales. El BJP está muy
satisfecho de su eslogan: «India brilla»,
que alude a la buena marcha de la
economía. Con un país que crece al 9
por ciento dos temporadas de
abundantes lluvias monzónicas y unas
relaciones por fin distendidas con el
viejo enemigo Pakistán, están tranquilos
y confiados. Piensan que su rival, el
Partido del Congreso, está acabado,
incapaz de renacer de sus cenizas,
aplastado bajo el peso de su propia
burocracia. Están convencidos de que
Sonia no es una líder lo bastante hábil y
experimentada como para resucitarlo' y
menos aún para que obtenga suficientes
escaños en estas elecciones legislativas.
Primero, porque es extranjera y,
segundo, porque piensan que no tiene ni
el carisma de su suegra ni el encanto de
su marido. Dicen que nunca ha
expresado una opinión original sobre
acontecimientos internacionales o sobre
las orientaciones económicas de la
India. Tercero, porque creen haber
conseguido que sea percibida por la
opinión pública como una simple gungi
gudiya, una muñeca muda, manipulada
sin escrúpulos por los viejos
dinosaurios del Partido del Congreso.
¿Y no decían eso mismo de Indira
Gandhi en sus primeras elecciones?
Pero si sus adversarios la hubieran
seguido de cerca durante estas semanas
de campaña, quizás no se mostrarían tan
prepotentes. Hubieran sido testigos del
apoteósico recibimiento que hordas de
mujeres y hombres dispensaron a Sonia
y a sus hijos, cubriéndoles de rosas y
claveles, coreando sus nombres en una
especie de frenesí. «Esto no es político,
es emocional», comentó un día un
periodista europeo a Rahul, que a sus
treinta y tres años se presenta por
primera vez como candidato por la
circunscripción de Amethi, la de su
padre. Si Sonia pierde, ya está su hijo en
la línea de salida. Nadie escapa al
destino del apellido.
« ¿Para quién brilla la India? preguntaba Sonia en sus discursos-.
¿Para los campesinos que se suicidan
bebiendo raticida porque no pueden
pagar sus deudas?» La multitud recibía
sus palabras con rugidos de aprobación.
Al eslogan «India brilla», dirigido
sobre todo a una clase media urbana
compuesta por unos trescientos millones
de electores, Sonia ha opuesto uno
menos lustroso, pero destinado a esos
setecientos millones que todavía no han
catado los frutos de la prosperidad
económica: «Elegid un gobierno que os
funcione», les repite. Es un eslogan de
Indira, que utilizó en varias campañas. A
la manera moderna de hacer campaña
del partido en el poder, que ha mandado
un mensaje de voz del primer ministro a
ciento diez millones de teléfonos fijos y
móviles en todo el país (llegando a
trescientos cincuenta y cinco millones de
votantes menores de veinticinco años,
una auténtica proeza tecnológica), Sonia
ha opuesto el estilo tradicional de
recorrer la India estrechando manos,
dando abrazos, conectando con la gente,
sumergiéndose
en
la
adoración
sentimental de las masas.
Muy a menudo, el Tata Safari en el
que viajaban tuvo que detenerse hasta
diez veces en una hora al hallarse
totalmente rodeado de campesinos, los
rostros enjutos y los cuerpos delgados
pegados a las ventanillas. Sonia tuvo
que hacer fuerza para abrir la puerta
delantera y ponerse de pie sin bajar del
coche, mientras la muchedumbre se
apelotonaba aún más, lanzando gritos de
júbilo, estirando los brazos con la
esperanza loca de poder tocarla.
En esta campaña se ha visto que sus
hijos despiertan las mismas pasiones,
sobre todo Priyanka, que ya tiene treinta
y dos años. Ha sido una revelación
comprobar hasta qué punto cautiva a las
multitudes, que han acudido en masa a
oírla hablar. Y eso que ella no se ha
presentado a ningún escaño... Acaba de
tener una hija, Miraya, que junto al
mayor, Rehan, la tienen muy ocupada.
Por eso sólo ha ayudado a su madre y a
su hermano esporádicamente. Pero
bastaba que hiciese un saludo para que
inmediatamente cientos de manos se lo
devolviesen entre aclamaciones de
júbilo. Rahul también despertaba el
ardor de las masas: nada más abrir la
ventanilla, le llenaban el coche de
pétalos de rosa. Un día, el motor se
caló, y el chófer no conseguía arrancarlo
de nuevo. El hombre salió y abrió el
capó, mientras Sonia repetía: « ¡Qué
caos, qué caos!», intentando ver a través
del parabrisas sucio de sudor y de
pétalos aplastados si el conductor era
capaz de localizar la avería. «Mamá,
quédate en el coche», repetía su hijo
dándole una palmadita en el hombro,
asustado de que su madre tuviera la
ocurrencia de salir en ese momento,
ignorando los protocolos de seguridad.
Al final el conductor volvió y consiguió
que de nuevo rugiese el motor.
-¿Qué pasaba? -preguntó Sonia.
-Las flores, Madam -respondió el
hombre-. ¡Las margaritas habían
bloqueado la correa del ventilador!
Ésa no parece la imagen de una
dinastía política que va de cabeza hacia
el fracaso, como pronostican sus
adversarios, y hasta ciertos compañeros
de partido. Es más bien la imagen de una
mujer y una familia que consiguen
sintonizar con el pueblo, aunque pocos
lo quieran reconocer. Lo cierto es que
Sonia se ha ganado el respeto y el afecto
de su país de adopción por haber
aceptado vivir la misma vida que mató a
su cuñado, a su marido y a su suegra. El
pueblo, acunado desde hace miles de
años por las grandes epopeyas del
Ramayana y del Mahabharata donde las
hazañas de los hombres rivalizan con las
de los dioses, parece reconocerle ese
sacrificio y se lo demuestra cada vez
que se presenta la ocasión. Y ella no
pierde oportunidad de devolverle las
muestras de afecto. Durante la campaña,
después de cuatro días largos y
calurosos, se la vio relajada en una sola
ocasión cuando, en medio de una llanura
polvorienta, mandó detener la comitiva
electoral y se dirigió caminando sola
hacia donde había visto un grupo de
mujeres nómadas bajo un cobertizo de
palos y plásticos negros. Esas mujeres
no tenían la más mínima idea de quién
era ella. Sonia no entendía su dialecto.
Los fotógrafos se habían quedado atrás y
nadie iba a capturar ese encuentro. Pero
allí, lejos de la muchedumbre, de la
prensa y de las reuniones del partido,
Sonia Gandhi disfrutó abrazando a los
más pobres de la India.
Ella no piensa que vaya a ganar; casi
nadie lo cree en el partido, y aún menos
fuera del partido. Los sondeos
coinciden: el Congress no está entre los
favoritos. «She has no chance», reza la
prensa. No tiene posibilidades. Pero no
puede evitar que la gente le pregunte si
llegará a ser la primera india de origen
extranjero en convertirse en primera
ministra. En teoría sí puede, si el
Partido del Congreso y sus aliados
consiguen la mayoría de escaños
necesaria y luego la designan como
máxima
mandataria.
Legalmente
también, porque la Constitución no
estipula que sólo los individuos nacidos
en la India puedan aspirar a los más
altos puestos de gobierno. Conscientes
de que el mundo de la India es mayor
que la propia nación india, los que
redactaron la Carta Magna dos años
después de la Partición dejaron la
posibilidad abierta a todos; y lo hicieron
porque la tragedia de la Partición había
provocado tanto flujo de refugiados de
Pakistán y Bangladesh que prefirieron
no poner limitaciones, no añadir nada
que pudiera incitar a más división.
De momento, con estas elecciones,
Sonia sólo pretende pararles los pies a
los nacionalistas hindúes y aupar al
Congress, sacarlo del marasmo en el que
está sumido. Eso le bastaría para darse
por satisfecha. Habría cumplido con su
deber hacia su familia y hacia los
ideales que siempre defendieron sus
miembros, y que hoy se ven tan
amenazados. Se quitaría un poco el peso
de esa inmensa herencia que lleva a sus
espaldas. Y quizás podría descansar un
poco.
También, aunque no lo confiese,
unos buenos resultados tendrían un
agradable sabor de revancha contra
todos los que la calumnian, los que la
humillan sin tregua desde que en 1998
decidió aceptar la presidencia del
Partido. A medida que se ha ido
acercando la fecha de la votación, los
ataques se han recrudecido. Sus
detractores le han propinado un golpe
bajo: han sacado a la luz que Sonia optó
por la nacionalidad india en 1983, es
decir un año antes de que su marido se
convirtiese en primer ministro. « ¿Por
qué no lo hizo antes, si llevaba casada
desde 1968 y dice sentirse tan india?..
Lo hizo para ayudar a su marido a ganar
las elecciones, apuntan pérfidamente. Su
pretendida "indianidad" es pura sed de
poder», añaden. Es un argumento falaz
que busca ensuciar su imagen
mostrándola como una ambiciosa. En
realidad lo hizo para contrarrestar los
ataques de Maneka, que fue la primera
en agitar el espectro de su «italianidad».
Además, quizás en 1983 Sonia no se
sentía india del todo, quizás su proceso
de indianización ha sido lento y ha
crecido a la sombra de los años, y de las
tragedias familiares... pero ¿a quién le
importa la verdad? Sus orígenes se han
convertido en caballo de batalla
electoral.
Los ataques son tan bajos que la
Corte Suprema, a principios de abril,
intervino con una propuesta de ley para
prohibir las «calumnias» en tiempos
electorales. Pero ya era tarde; los
ánimos estaban demasiado caldeados.
La paz de las urnas seguirá siendo un
sueño inalcanzable. Hace dos días,
Sonia ha intentado por última vez zanjar
las críticas sobre sus orígenes. En un
mitin multitudinario de fin de campaña,
se ha dirigido a sus miles de seguidores
en Sriperumbudur, la ciudad donde
Rajiv fue asesinado: «Aquí estoy,
pisando esta tierra mezclada con la
sangre de mi marido. Os aseguro que no
me cabe mayor honor que compartir su
destino por el bien de la India.» El
pueblo no parece dudar de la sinceridad
de sus palabras, sabedor de que en
Sonia Gandhi lo político y lo personal
están íntimamente imbricados. Al final,
lo comedido de sus reacciones y la
inmensa dignidad que ha mostrado frente
a los ataques más sucios le hacen
parecer aún más india, más digna de su
confianza.
Hoy está afónica, por eso responde
con un gesto y una sonrisa al mayordomo
cuando éste le avisa de que ya la están
esperando para llevarla a votar. Sonia,
arreglada y con su bolso colgado del
brazo, permanece clavada frente al
televisor, cuyo informativo matutino
desgrana las noticias del mundo: hoy
hace diez años que Mandela, el hombre
que ella más admira ya quien conoce
personalmente, accedía al poder en
Sudáfrica, y en otra campaña electoral,
la norteamericana el presidente Bush
acumula ventaja frente al candidato
demócrata John Kerry, a pesar de que el
apoyo popular a la guerra de Irak está en
su momento más bajo... No sólo en la
India la política está llena de
contradicciones y de sorpresas.
Pero lo que espera con ansia es el
vaticinio electoral del conocido
astrólogo Ajay Bahambi, que se hizo
famoso cuando Hillary Clinton le pidió
que le leyese la mano. Por fin aparece
en pantalla, y con el tono firme y
decidido de quien está muy convencido
de lo que dice, el oráculo barbudo
asegura que el partido actualmente en el
poder revalidará su mandato con más de
320 escaños. Eso significa una derrota
humillante para el Congress. La
precisión del dato y el tono de
suficiencia del hombre dejan a Sonia
abatida. No teme la derrota, pero sí teme
ser barrida y hacer el ridículo. Aprieta
enérgicamente el botón del mando a
distancia para apagar el televisor y se
levanta. Antes de salir, pasa por la
cocina para dar instrucciones. Hoy
vendrán a comer sus hijos y sus
nietecitos. Hubiera preferido reunirse
con ellos en La Piazza, el exquisito
restaurante italiano del Hotel Hyatt,
como suelen hacer los domingos o
cuando hay algo que celebrar. Pero
como no quiere atizar la controversia
sobre su «italianidad», prefiere
quedarse en casa. No es el momento de
salir en una foto comiendo pasta.
Espera a que sean las nueve para
salir. A fuerza de vivir en la India, se le
han contagiado un poco las creencias
locales y según un diputado del partido
que le ha llamado esta mañana desde
Kerala, en el sur, el Rahu Kalam cae hoy
entre las siete y media y las nueve de la
mañana. Éste es un momento del día
considerado poco auspicioso para
emprender cualquier actividad. Lo
calculan meticulosamente los astrólogos
y lo publican en los calendarios hindúes.
No es que Sonia crea a pies juntillas en
esas supersticiones, pero nunca se sabe,
tal y como están las cosas mejor poner
todo de su parte...
Nada más franquear la puerta que da
al jardín, siente una bofetada de aire
caliente. Sólo falta un mes para que
descarguen las lluvias monzónicas, y
hasta entonces la temperatura seguirá
subiendo, inexorablemente. Se coloca
sus sempiternas y grandes gafas de sol y
echa un vistazo a su alrededor: el
césped amarillea, los parterres de flores
que lo engalanaban en febrero se han
marchitado ya. Pero la sombra de los
grandes árboles protege el resto de la
vegetación. Hoy el mercurio marca 43
grados, lo que no impide que, del otro
lado de la tapia de su casa, un grupo de
simpatizantes lleve horas aguardando en
la acera para tener su darshan. Pero no
podrán verla. Con tantas medidas de
seguridad, Sonia no puede hacer lo que
hacía Indira, que se quedaba a conversar
un rato a las puertas de su residencia
con los que venían a verla. Eran otros
tiempos. Ahora, el Servicio de
Inteligencia ha hecho saber que existe
una «amenaza permanente» contra ella y
su familia por parte de grupos
marginales y xenófobos hindúes. Sonia
está acostumbrada a convivir con ese
miedo en el cuerpo y no ha tenido más
remedio que aceptarlo después de tantos
años y tantos sustos. Pero lo más duro, a
lo que nunca podrá acostumbrarse, es a
pensar que podría ocurrirle algo a sus
hijos, y ahora también a sus nietos.
Los soldados de guardia en la garita
de su residencia apenas tienen tiempo de
saludarla cuando su Ambassador
blindado color crema sale a toda
velocidad con un rechinar de
neumáticos, seguido por sus escoltas en
otro automóvil con una luz giratoria en
el techo. Sonia ha bajado la ventanilla
de cristal ahumado y hace un gesto
rápido con la mano desde el interior del
vehículo, pero va tan deprisa que no está
segura de que sus admiradores la hayan
visto. El trayecto desde su casa hasta
Nirman Bhawan, un complejo de
edificios del gobierno donde está la
oficina en la que tiene que depositar el
voto, es corto. No se tarda más de diez
minutos, sobre todo hoy, día festivo por
ser jornada electoral. Y es agradable
porque las anchas avenidas están
bordeadas de grandes árboles siempre
verdes, muchos de ellos en flor. La
ciudad ha cambiado mucho, ha pasado
de tres millones de habitantes cuando
llegó Sonia a más de quince ahora. Hay
gasolineras coloridas con tienda anexa
como en Europa, grandes almacenes,
centros
comerciales,
cafeterías,
restaurantes de todo tipo, una plétora de
hoteles de lujo, supermercados donde se
encuentra de todo, desde salmón
ahumado de Escocia hasta vino de
Rioja. Pero el núcleo central sigue igual,
sobre todo cuando no hay tráfico. Todo
son recuerdos para Sonia. Cada esquina,
cada calle, cada comercio: en esa
confitería le compraba a Rajiv su postre
favorito; en esta plaza vivía su amiga
Sunita; en aquella bocacalle, que da a la
avenida Akbar, llevaba los niños a la
guardería; en ese terraplén se estrelló la
avioneta de su cuñado... Y por estas
mismas avenidas circulaba en un
Ambassador similar a éste el día que les
cambió la vida. Le parecía que aquel
coche no llegaba nunca. La sangre de
Indira empapaba los asientos tapizados
de terciopelo, formando una enorme
mancha negra.
Por eso siente que su corazón
pertenece a estas calles, a esta ciudad, a
este país. Para defenderse de tanta
calumnia, ha mandado pegar unos
carteles en la circunscripción de su
marido que muestran distintas fotos de
su vida en la India, empezando por su
llegada cuando era novia de Rajiv. «
¿Qué tradición india he incumplido? pregunta el texto-. ¿Como nuera, esposa,
viuda o miembro del Congress, qué
tradición he dejado de observar?» Sonia
sigue traumatizada por la virulencia de
los ataques contra ella.
Los accesos a Nirman Bhawan están
fuertemente custodiados por policías y
soldados en previsión de su llegada. Los
guardias en la verja de entrada la
saludan juntando las manos y
llevándolas al pecho musitando el
tradicional namasté. Todo son sonrisas.
El suyo es el único vehículo autorizado
a entrar en el recinto. Frente a su oficina
electoral, la número 84, la están
esperando caras conocidas y una nube
de
periodistas,
fotógrafos
y
simpatizantes. « ¿Cómo se siente una
italiana votando en la India?», le
pregunta un viejo periodista malicioso
que no disimula sus tendencias políticas.
«Me siento india. No me siento italiana,
ni siquiera un poco», le suelta Sonia con
la voz ronca.
El apoderado de su mesa electoral la
saluda con una ancha sonrisa y le cuelga
una guirnalda de clavelinas alrededor
del cuello:
-Unos compañeros del Congress nos
dijeron que vendría a las siete de la
mañana -le dice.
-Siento haberme retrasado. Me
disculpo.
-No hay de qué, por favor... responde el hombre, ruborizado-. Es
usted la decimosexta votante de esta
mesa... Es un buen número, señora, le
traerá suerte -añade mientras muestra a
Sonia el funcionamiento de la flamante
máquina de votar electrónica, orgullo de
la tecnología india. Más de un millón de
estas cajas de plástico, del tamaño de
una pequeña maleta y que funcionan a
pilas, se han repartido por primera vez a
lo largo y a lo ancho de todo el territorio
-en los lugares más remotos, a lomos de
elefante-, con la esperanza de acelerar
el recuento y de luchar contra el fraude.
Ya no habrá más muertos ni heridos
durante las peleas entre facciones
políticas rivales que se acusaban
mutuamente de traficar con el contenido
de las urnas. Ahora un simple bip
después de pulsar la tecla adyacente al
nombre y al símbolo del candidato
elegido indica que el voto ha sido
registrado en una unidad de control. De
esta manera novedosa Sonia emite su
voto, como una más entre los millones
de indios que hoy escucharán el mismo
sonido durante la última jornada de las
elecciones generales. La prensa de
pronto se vuelve hacia una anciana que
acude a votar, sentada en una silla que
unos parientes llevan en volandas. Tiene
ciento ocho años, es una refugiada
birmana que responde a los periodistas
con voz temblorosa: «Siempre he votado
por el Congress porque nos ayudó a
emigrar a la India cuando China declaró
la guerra a Birmania.» Aprieta la tecla
y... ¡bip!
A la salida de Nirman Bhawan, ya
de regreso a casa, hay tanta gente
jaleándola que el coche apenas consigue
abrirse camino. De modo que pide al
conductor que se detenga. Sonia baja del
automóvil e inmediatamente sus escoltas
la rodean y le indican que vuelva a
meterse en el vehículo, pero ella se
niega y hace un gesto con firmeza para
que se aparten. No piensa irse sin
saludar a toda esa muchedumbre
enfervorizada que jalea su nombre y que
repite sin tregua eslóganes que la
glorifican. Es lo mínimo que puede
hacer por todos los que están esperando
bajo este sol de justicia. Ajena al
nerviosismo de sus escoltas, se dirige a
la multitud, saluda con la cabeza, junta
las manos en alto, da las gracias,
sonríe... todos la quieren tocar y ella
quisiera abrazarlos uno por uno, si
pudiera. Reconoce la misma corriente
de simpatía que siempre ha existido
entre sucesivas generaciones de indios y
los miembros de su familia, una
corriente casi eléctrica entre ella y el
pueblo que se traduce en un intercambio
de miradas, a veces un apretón de
manos, una comunicación que surge por
encima de todas las barreras.
Cuando vuelve a meterse en el
coche, de pronto se pregunta si el
astrólogo de esta mañana en la
televisión no habrá exagerado en su
predicción negativa. Pero es un
pensamiento fugaz. Ella sabe mejor que
nadie que se pueden perder unas
elecciones, aunque un millón de
personas hayan estado aclamándote la
víspera.
48
A esta primera convocatoria del
siglo XXI acuden seiscientos setenta
millones de electores, un tamaño de
electorado dos veces mayor que el de su
rival más próximo, que serían las
elecciones al Parlamento europeo. Para
conseguir tal proeza organizativa y para
garantizar la seguridad de los electores,
se ha dividido esta convocatoria en
cuatro jornadas a lo largo de tres
semanas, la última siendo hoy, 10 de
mayo de 2004. Cuatro millones de
funcionarios han sido movilizados en
setecientas mil mesas electorales para
conseguir unos resultados que afectarán
la suerte de una sexta parte de la
población mundial durante los próximos
cinco años. La tecnología ha sido la gran
novedad en estas elecciones. En las de
1999, había sólo tres canales de
televisión; hoy hay más de una docena
que retransmiten veinticuatro horas al
día, y eso sin contar los que se ven por
satélite. Cinco años atrás había cerca de
un millón y medio de móviles; hoy hay
treinta millones. La televisión ha
retransmitido las sonrisas, los atuendos,
las expresiones de cansancio, de alegría,
de estupor de los candidatos, sus
miradas expectantes y también algún que
otro gesto que le ha costado a un
político su popularidad. Pero nadie sabe
en el fondo qué partido se beneficiará
más de la televisión.
El recuento comenzará el día 13 de
mayo y los primeros resultados se darán
a conocer el 14, a finales de semana,
gracias precisamente a la rapidez que
proporcionan
las
nuevas
urnas
electrónicas. Pero, para los candidatos,
será una semana larga. Ya le gustaría a
Sonia irse unos días a disfrutar del
frescor de las montañas, pero no puede
parecer que se desentiende de la gran
contienda. Sus propios compañeros del
Congress no comprenderían que no se
mantuviese en su puesto, en la capital,
en primera fila, defendiéndose de algún
ataque de última hora, galvanizando a
sus compañeros, corrigiendo a alguno de
sus diputados díscolos...
Jueves 13 de mayo de 2004. Esta
mañana se esperan los primeros
resultados. En las aldeas, los
campesinos aprovechan el calor para
hacer un alto en sus faenas y agruparse
alrededor de un transistor o un televisor.
En un país donde todos participan de las
celebraciones de los demás, el gran
espectáculo de la democracia se vive
como una festividad más, quizás porque
celebrar el valor supremo del individuo
adquiere aún más valor en un lugar tan
densamente poblado. En las numerosas
aldeas fuera del alcance de las ondas,
habrá que esperar la llegada de algún
viajero con noticias; allí, los resultados
pueden tardar hasta dos semanas en
saberse. En Nueva Delhi se vive una
gran expectación en los cuarteles
generales de los dos grandes partidos,
ambos en el centro, donde se han
decidido las estrategias y se han
marcado las pautas. Son salas diáfanas
bañadas por el nirvana del aire
acondicionado, llenas de monitores de
televisión, ordenadores, cámaras de
vídeo, impresoras y toda la parafernalia
tecnológica. Jóvenes vestidos a la
occidental se afanan entre los
despachos, los teléfonos portátiles
pegados a la oreja y, como concesión a
la tradición, una taza de té con leche en
la mano. En el cuartel general del
Congress, hay más periodistas que
miembros del partido; éstos se esconden
en sus casas, agobiados por las
especulaciones derrotistas de la radio y
la televisión. Algunos, los más
optimistas, tocados con el famoso gorro
que popularizó Nehru, charlan y
gesticulan con periodistas que están al
acecho de las primeras reacciones.
No muy lejos de allí, en la
residencia de Sonia, la atmósfera está
cargada de tensión. Un silencio espeso
envuelve la casa, decorada con objetos
traídos de toda la India, muchos de ellos
tribales, de bellísimas telas y de algunas
pinturas antiguas sobre cristal a las que
Sonia es muy aficionada. Nada evoca la
ostentación o el hecho de que sea el
hogar de una familia especial, excepto el
estudio, que sigue tal y como lo dejó
Rajiv. Las fotos, en marcos de plata
sobre las mesas, muestran momentos
compartidos de los Nehru con los
Kennedy, Gorbachov, De Gaulle y
demás personajes ilustres del siglo XX.
Y allí están los famosos retratos de
Nehru, Indira y Rajiv, colgados en sus
marcos de madera sobre las paredes
blancas, que hoy también parecen tener
vida propia, como si desde el más allá
estuvieran participando en el suspense
del momento.
Sentados en los sofás y en cuclillas,
los colaboradores de Sonia aceptan de
buen grado el té con aroma de
cardamomo que les ofrece la anfitriona.
Todos observan un silencio incómodo y
es que Sonia prefiere tener la televisión
apagada. Tiene miedo a los resultados y
quiere ahorrarse la agonía de ir
conociendo cifras parciales. Prefiere
saberlo todo de golpe, cuando tenga que
ser. Tan cerca del final, tiene miedo a
defraudar a «la familia». Sabe que, si
gana, será la victoria de Sonia Gandhi,
que se ha proyectado ante el electorado
como lo que es, una mujer vulnerable,
sincera y audaz; si pierde, será la
derrota de la «viuda de Rajiv» o de la
«nuera de Indira», la «italiana» que no
ha estado a la altura de las
circunstancias y que carecía tanto de
ambición como de talento político. «
¿Realmente se merece ganar?», parece
preguntarse en este momento en el que le
asaltan todo tipo de pensamientos
incongruentes y hasta contradictorios.
El portátil de su amiga Ambika,
secretaria general del partido y la
compañera que más horas ha pasado con
ella últimamente, suena con el estribillo
del Congress. La mujer posa su taza de
té sobre una mesilla y pega el móvil a la
oreja. En seguida esboza una sonrisa, y
cuelga: «Sonia, nuestros aliados en
Tamil Nadu han ganado.» La buena
nueva relaja un poco el ambiente. «Allí
no haremos el ridículo», piensa Sonia.
Tamil Nadu es un gran estado,
ciertamente importante en el resultado
final, pero todos están impacientes por
conocer las cifras de estados clave
como Uttar Pradesh, Maharashtra o
Karnataka. Sonia arde en deseos de
saberlo y al mismo tiempo no quiere.
Unos segundos después, suena otro
móvil. « ¡Sonia, hemos ganado en
Maharasthra!», anuncia otro miembro de
su equipo. El sonido del fax se suma al
de los móviles: la máquina escupe
fotocopias de periódicos con mensajes
que vienen de varias delegaciones del
partido... y todos con buenas noticias.
En un instante, el estudio está invadido
por una cacofonía de ruidos, sonidos y
fragmentos de conversación. Sonia está
desconcertada, hasta que recibe una
llamada por el teléfono privado de casa:
-¡Enhorabuena, Soniaji! No sólo
estamos ganando, estamos arrasando. En
mi nombre y en el de todos los
miembros del Congress, te transmito
nuestra más sincera enhorabuena.
-No lancemos las campanas al vuelo
todavía, hay que ser prudente... -dice
ella.
-Sí, tienes razón, pero ya conocemos
la tendencia...
Sonia pasea su mirada por los
miembros de su equipo, con una sonrisa
que resucita sus famosos hoyuelos, los
que siempre aparecían cuando se sentía
feliz.
-Voy a encender la televisión... -dice
al levantarse.
Lo que muestra la pantalla es un
lugar muy familiar: la calle Akbar,
donde se encuentran las oficinas del
partido, a menos de cinco minutos de su
casa. Simpatizantes enfervorizados
portan pancartas de apoyo y gritan
eslóganes: « ¡Viva Sonia Gandhi!», «
¡Viva el Congress!», mientras otros
encienden petardos, bailan y beben en la
calle. « ¡La han tildado de extranjera,
pero el pueblo ha dado una contundente
respuesta!», afirma una simpatizante
llevando una bandera con los colores
nacionales azafrán, verde y blanco. «
¡Esto es un regalo del todopoderoso!»,
declara un conocido miembro del
partido con lágrimas en los ojos. Esa
primera reacción de júbilo deja a todos
atónitos, pero para lo que Sonia no está
preparada es para oír un grito que surge
entre la multitud: « ¡Viva la primera
ministra Sonia Gandhi!» Se queda de
piedra, como si la realidad de su nueva
situación le asaltase desde la pantalla
del televisor. Aturdida por la enormidad
de lo que se le viene encima, se sienta
en el borde del sofá. Quiere disimular su
zozobra, pero está tan impresionada que
se le hace imposible.
-¿Te encuentras bien? -le pregunta
Ambika.
Sonia respira hondo, y se señala el
pecho, como si tuviera un principio de
crisis.
-¿Quieres que vaya a por tu
inhalador?
-No hace falta... ya se me pasa.
En el fondo reza para que no le dé un
ataque de asma. Lo que tiene es
ansiedad, una ansiedad que los gritos de
los enfervorizados simpatizantes de la
calle Akbar no hacen más que agravar: «
¡Sonia Gandhi, primera ministra!»
El presentador vuelve a los
resultados. Al desgranarlos por estados,
es como si la voz de los diferentes
pueblos de la India penetrase hasta el
interior del despacho, como un eco que
viene de muy lejos, de las aldeas que
pueblan las laderas tibetanas del
Himalaya, de las chozas de barro de los
bishnois del desierto de Thar, de las
tribus que habitan los manglares del sur,
de los pescadores en sus inmensas
playas de Kerala, de los musulmanes de
Gujarat que sobrevivieron a las
recientes
matanzas
de
los
fundamentalistas hindúes, de los
millones de chabolistas de Bombay y
Calcuta... y la voz del pueblo se repite,
asombrando
a
Sonia,
a
sus
colaboradores, a sus adversarios, a la
India, y también al mundo. Una voz que
desafía las predicciones de los expertos
en política, de los magnates de la
televisión y de los institutos de opinión.
Una voz que se rebela contra el
pretendido dominio de los medios de
comunicación sobre las masas. Ni un
solo experto ha sido capaz de barruntar
la derrota espectacular del partido en el
poder. Los resultados barren también de
un plumazo la credibilidad de tantos
astrólogos, quirománticos y supuestos
magos que han sembrado de engaños y
mentiras la vida del país. ¡El famoso
astrólogo Ajay Bahambi se ha cubierto
de gloria!..
La sorpresa inicial se torna pronto
en euforia, cuando la televisión anuncia
que el Congress está a punto de
conseguir 145 escaños, lo que le
permite, junto a sus aliados, alcanzar en
coalición la mágica cifra de 272. Es
decir, la capacidad de gobernar. Los 272
que Sonia anunció prematuramente en
1999, ahora sí los ha conseguido. A la
ansiedad se mezcla un sentimiento de
profunda satisfacción. Y como guinda de
esta jornada triunfal, salta la noticia de
que Rahul ha salido elegido diputado al
Parlamento por la circunscripción de
Amethi, digno heredero de su padre.
Doble victoria que restaura en el poder
a la familia más admirada y
vilipendiada de la India. En seguida, los
gritos de la muchedumbre que se ha ido
acercando hasta la casa y que aclama a
Sonia desde la calle ahogan el sonido de
la televisión. En la sede de Akbar Road,
el responsable de seguridad del partido
llama a la policía de Nueva Delhi para
que mande refuerzos al número 10 de
Janpath en previsión de grandes
concentraciones de personas.
El BJP pierde en veinticuatro de los
veintiocho estados de la India. Pierde
hasta en los bastiones que creía
inexpugnables, como la ciudad santa de
Benarés o la propia Ayodhya. Esta vez,
su convencimiento de que los disturbios
comunales se traducen en votos ha
resultado ser un error garrafal.
-El pueblo ha reaccionado -dice
Priyanka cuando viene a felicitar a su
madre.
Cada minuto que pasa, el eslogan de
los hinduistas, «India brilla», parece
más ridículo todavía, como si los
votantes hubieran destapado la falsedad
de esa propaganda triunfalista, que
dejaba fuera de juego a la mayoría del
pueblo, esa que no se ve en las ciudades
pero que ahora toma su revancha desde
las llanuras ardientes y las aldeas
perdidas. La expresión en la mirada de
Sonia traduce el sentir de sus
correligionarios: triunfo, placer, risas y,
en un momento dado, unas lágrimas. Ella
que se lanzó a la carrera electoral con la
única esperanza de no ser arrollada,
alcanza la meta como vencedora
absoluta.
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«Impresionante conmoción», titula la
portada de su edición especial el
Hindustan Times, el diario en inglés más
leído de Nueva Delhi, al día siguiente,
viernes 14 de mayo. En la residencia de
Sonia, la ingente cantidad de mensajes
de felicitación y de apoyo han colapsado
el fax. Cartas, telegramas, SMS... de
todas partes y por todos los medios
llueven mensajes de enhorabuena para la
futura «primera ministra». Carlo
Marroni, alcalde de Orbassano, le
manda un telegrama en nombre de los
veinticinco mil habitantes de su ciudad:
«Estamos orgullosos de usted y le
deseamos que siga por el camino del
desarrollo y la solidaridad en la mayor
democracia del mundo. Compartimos
con usted, con su India, esos valores que
nos unen a todos.» Paola, la madre de
Sonia, se ha enterado del triunfo de su
hija desde su casa de Via Bellini por un
periodista local. Luego ha recibido un
aluvión de llamadas. «Sí, claro que
estoy satisfecha -repite disimulando su
desasosiego-, pero me siento asediada y
no tengo nada que decir.» ¿Cómo decir
que teme que a su hija le ocurra lo
mismo que a su yerno? Por eso Paola
prefiere callarse, y decide no contestar
más al teléfono.
Ahora la tarea de Sonia es la de
afianzar una coalición capaz de
gobernar. No duda un instante en apelar
a su viejo amigo, el brillante economista
sij Manmohan Singh, su gurú en temas
de economía. Con él, se dedica a
redactar un acuerdo de mínimos para
conseguir la firme adhesión de los
demás miembros de la coalición, que
cuenta con más de veinte partidos. ¡Qué
lejos quedan los tiempos de Indira, o de
Rajiv, cuando el Congress gobernaba
con mayoría absoluta! La política es
ahora como una marmita gigantesca
donde
bullen los
sueños,
las
aspiraciones y los intereses cada vez
más diversos, incluso enfrentados, de
una sexta parte de la humanidad. Y
Sonia se encuentra de pronto en el
puesto de cocinera jefe. Tiene que
aderezar bien el guiso, contentando a los
comunistas del frente de izquierdas y
también a los liberales, a los partidos
regionales y a los representantes de
castas... Pero la tarea no la pil
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