CosmoCaixa Barcelona, 3, 4 y 5 de junio de 2009 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén ¿Qué está pasando? Van a permitirme que comience con una referencia personal. Yo inicié mi actividad psiquiátrica en el Hospital Psiquiátrico de Leganés, el año 1969. Era un hospital enorme, con casi mil enfermos ingresados. En él estaban representadas todas las patologías que cabe encontrar en un tratado de psiquiatría. Entre ellas se encontraban, por supuesto, las toxicomanías. Pero no había enfermos ingresados que fueran heroinómanos, o cocainómanos. La única toxicomanía ampliamente representada era el alcoholismo, la drogadicción tradicional en nuestro medio. De entonces acá han pasado cuarenta años. Y con ellos muchas cosas en el mundo de las drogas. Hubo una fase de gran incremento de la adicción a drogas por vía parenteral, que además coincidió con el momento en que el SIDA hizo su aparición con la fenomenología propia de una enfermedad aguda y epidémica. Fue un periodo crítico, que disparó las dos estrategias clásicas de control: la que consideró al drogadicto un perverso social, y por tanto un delincuente, lo que llevó a la conclusión de que el control de estas personas debía hacerse por vía policial y penal; y la que los veía como enfermos mentales, y en consecuencia puso todas sus esperanzas en el control psiquiátrico. Fueron las dos estrategias clásicas en los años ochenta. Pero el uso y consumo de drogas ha seguido evolucionando en su fenomenología. De una fase aguda, dominada por las drogas llamadas «duras», la heroína y la cocaína, se ha pasado a otra crónica, en la que el consumo de heroína se ha estabilizado o ha comenzado a decrecer, a la vez que repuntaba un fenómeno nuevo, muy distinto y sumamente preocupante, la generalización y socialización del consumo de drogas presuntamente «blandas» por parte de jóvenes adolescentes. Es curioso que esto haya coincidido con el cambio de patrón epidemiológico del SIDA, que de ser una enfermedad aguda y de carácter epidémico, ha pasado a convertirse a partir de la segunda mitad de los años noventa en una enfermedad crónica y endémica. Esto ha rebajado los niveles de angustia y con ello la estrategia de manejo de la enfermedad. La angustia dispara siempre las llamadas reacciones de pánico, que Kretschmer describió como «reacción de sobresalto» y «reacción de sobrecogimiento». Vimos el 11 de septiembre cómo el pánico hizo que algunos se precipitaran por las ventanas desde alturas enormes; es la reacción de sobresalto. A otros, por el contrario, el pánico les paraliza y les impide hacer cualquier cosa: es la reacción de sobrecogimiento. Ambas son profundamente irracionales. Lo racional es ponderar todos los factores y buscar la salida más razonable o prudente a la crisis, por más que ésta no siempre se consiga o funcione. Cuando no sucede esto, nos hallamos ante una «tragedia», como fue aquélla. 1 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén Pues bien, esto mismo cabe aplicarlo al tema de la droga. La fase aguda de incremento casi epidémico del consumo de drogas duras, generó en la mayor parte de las personas típicas reacciones de pánico. El creer que todo iba a arreglarse mediante el control policial y la prohibición estricta, es una de ellas. La otra fue su intento de manejo como una enfermedad mental más. Con esto no pretendo decir que no haya casos en que el control policial es necesario, ni otros en los que a los drogodependientes hay que tratarlos como a enfermos. Pero una cosa es que haya delincuentes y haya enfermos, y otra muy distinta pensar que con eso se comprende el conjunto del fenómeno y se lo maneja adecuadamente. De hecho, hoy ya nadie lo ve así. Y es que las cosas han cambiado. De la fase aguda hemos pasado a la fase crónica, del problema epidémico a otro endémico. No es que uno sea peor y el otro mejor. No se trata de eso. Se trata, simplemente, de un cambio en la fenomenología, que en el caso de las drogas, como en el del SIDA, ha rebajado los niveles de angustia y las reacciones de pánico. Ahora ya nadie confía que el problema vaya a resolverse por vía policial o por vía médica. La disminución de los niveles de angustia ha permitido ver que el problema fundamental está, quizá, en otra parte. Y la cuestión está en saber en dónde. Es lo que intentaremos analizar ahora. El ser humano, animal de posibilidades De nuevo he de remitirme a mi propia experiencia vital. Yo también fui adolescente, a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, en plena posguerra. Y cuando recuerdo aquellos años, no puedo menos de comparar el abanico de posibilidades que entonces tenía a su disposición un joven con el que tiene hoy. Muchas veces he dicho que en aquel entonces, la diferencia entre un niño malo y un niño bueno era que el primero mataba pájaros con un tirachinas y fumaba de vez en cuando alguna colilla, en tanto que el bueno no hacía eso. Nuestro abanico de posibilidades era ínfimo, escasísimo. Hoy sucede todo lo contrario, la oferta de posibilidades con que cuenta el adolescente es casi ilimitada. El joven actual está sometido a muchos más riesgos y a riesgos mayores que los de mi época. De ahí que la distancia que separa al joven bueno del malo sea también mayor. Cabe decir que el malo es más malo que antes, y el bueno más bueno. Y ello por la simple razón de que el abanico de posibilidades se ha incrementado hasta casi el infinito. Reflexionemos brevemente sobre esto de las posibilidades. ¿Qué son posibilidades? Es un tema típico de la filosofía del siglo XX. Alguien recordará, aunque sea superficialmente, la importancia que hace medio siglo tuvo en Europa el movimiento existencialista. El estereotipo social que ha quedado de él es el de unos sujetos bohemios, pintorescos, poco trabajadores, sucios y desarreglados. Pero eso no tuvo nada que ver con la realidad del movimiento, y menos aún con su filosofía. Hay una frase que los existencialistas hicieron célebre. Dice así: «la esencia del hombre consiste en su existencia». A primera vista, un galimatías. Pero si se la analiza con algo de cuidado, se ve la importancia y profundidad del mensaje, y además se entiende que esta filosofía surgiera en pleno siglo XX. Cada época tiene sus propios problemas, y por tanto tiene que generar su propia filosofía y su propia ética. En esto, como en todo, no hay peor consejera que la pereza, el vivir de prestado, el repetir morosamente patrones sin vigencia. Que es, desdichadamente, lo que más abunda. 2 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén Mesa redonda VI Prevenir, ¿qué? Redefiniendo el trabajo con jóvenes ¿Qué querían decir los llamados existencialistas con esa críptica frase? Era un ataque frontal al modo como había venido enfocándose el tema del ser humano en toda la tradición filosófica. Recordarán ustedes que desde Grecia se venía diciendo que el hombre es un compuesto de cuerpo y alma, y que en esto consiste su esencia, de tal modo que la vida no es otra cosa que la puesta en funcionamiento de esa esencia, su operativización. La esencia se tiene desde el principio, tiene carácter constitutivo, y la existencia consiste en la puesta en funcionamiento de esa esencia, es un mero resultado y por tanto tiene un carácter meramente derivado, operativo. Pero este modo de ver las cosas, por más que haya sido el más usual en nuestra cultura y aquel en que nos formaron a todos los que aquí estamos, choca con serios problemas. Uno, muy importante, es el papel que el futuro juega en el ser humano. Tendemos a pensar que los seres humanos vivimos en el presente. Es un error, nuestro tiempo es el futuro. Si para algo nos sirve la inteligencia, es para ir por delante de nosotros mismos, proyectando nuestros actos. La inteligencia sirve para anticiparnos a los acontecimientos, proyectándolos antes de realizarlos. Cuando alguien se encuentra en una situación que no había previsto, no se le considera responsable de ella. Somos responsables de nuestras acciones en tanto en cuanto hemos podido proyectarlas y, por tanto, anticiparlas mentalmente. La condición ética del ser humano, el hecho de que pueda pedírsenos responsabilidad de nuestras acciones, depende de esta capacidad de anticipación propia de los seres inteligentes. Si esto es así, entonces cabe decir, con Ortega y Gasset, que el hombre es un ser «proléptico», es decir, anticipatorio. Estamos continuamente anticipándonos a nosotros mismos, previendo y proyectando nuestras acciones; es decir, nuestro tiempo no es el presente sino el futuro. El presente es el tiempo del animal. El tiempo del ser humano es el futuro. Volvamos ahora a la frase de los existencialistas. Si consisto en proyecto, si soy puro proyecto, entonces cabe concluir que mi ser consiste en poder-ser, en pura posibilidad. Mi ser se logra o malogra en el proyecto. Soy en forma de «ex», «desde» el proyecto. Y como en latín estar se dice sistere, estar o consistir en proyecto o posibilidad se dice ex-sistere. Yo soy ex-sistiendo, y por tanto mi esencia consiste en existencia. Todo un juego de palabras, se dirá. Pero del que derivan consecuencias muy importantes. Una, fundamental, es que el ser humano se la juega en la gestión de sus proyectos y sus posibilidades. Si somos bajo forma de posibilidad, nuestro ser dependerá del modo como gestionemos nuestras propias posibilidades. Esto es lo que se llama «responsabilidad». De tal modo que cuantas más posibilidades tiene uno, más necesario es el incremento del sentido de responsabilidad. Contar con muchas posibilidades y gestionarlas con poca responsabilidad, es suicida. La promoción de la responsabilidad es tanto más necesaria cuanto mayor es el acervo de posibilidades con que uno cuenta. Los adolescentes de mi niñez no necesitaban ser muy responsables, porque no contaban con muchas posibilidades. Pero hoy las posibilidades se han incrementado hasta límites entonces inimaginables, y la cuestión es si ha aumentado el sentido de responsabilidad de modo parejo. Ésta es la gran cuestión y éste también nuestro drama. A cualquiera se le alcanza que muchas posibili3 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén dades con poca responsabilidad no puede conducir más que a la catástrofe. Y la pregunta es si no será eso lo que está sucediendo. Frente a prohibición y liberalización, responsabilidad Ésta es mi consigna. En eso es en lo que creo. Estoy cansado de ver normas y más normas que no se cumplen o se cumplen poco y mal. Quien hace la ley, hace la trampa, dice nuestro pueblo. No sé si lo que vamos buscando es un mundo de personas responsables o de tramposos. ¿Es así como queremos educar a nuestros jóvenes? ¿Somos incapaces de idear algo mejor? No acabo de creérmelo. Parece sorprendente que este tema de la responsabilidad esté casi en mantillas. Nadie puede imaginarse que el término responsabilidad tenga en nuestra lengua no más de dos siglos. Nunca se ha educado en la responsabilidad, por extraño que parezca. La educación tradicional ha estado marcada por un concepto muy distinto al de responsabilidad, que es el de culpa. Merece la pena dedicar algunas líneas a este tema. A poco que echemos la vista atrás, veremos que a los jóvenes no se les ha pedido nunca responsabilidad sino docilidad, obediencia. Lo que había que hacer venía marcado por instancias externas al propio individuo, los padres, los profesores, la Iglesia, y todos ellos pedían no tanto responsabilidad cuanto obediencia. El buen chico era el obediente y el chico problemático, el que pensaba por su cuenta. La educación tradicional no ha promovido la autonomía sino la heteronomía. Y sin autonomía no hay responsabilidad. Se ha querido un pueblo de siervos, de súbditos obedientes y dóciles, no un mundo de personas autónomas y responsables. Y eso, que funcionaba más o menos en las sociedades tradicionales, está hoy de antemano condenado al fracaso. ¿Qué hacer, entonces? Frente a la tesis de la autoridad como valor supremo y, por tanto, frente a la imposición de los valores y las normas, exigiendo para ellas una obediencia ciega, surgió como antítesis el liberalismo a ultranza. O dicho de otro modo, frente a la imposición de los valores, la aceptación de su pluralidad y la guarda de una exquisita neutralidad ante ellos. Fue la táctica del liberalismo moderno. No se trataba ya de imponer sino de guardar una completa neutralidad ante ellos. Ya que no pueden imponerse, que cada uno gestione su vida de acuerdo con sus propios valores. Está claro que sobre los valores no cabe debate racional posible, que no son como los hechos, sobre los que sí cabe discusión lógica, motivo por el cual el respeto de la pluralidad de valores exige no discutir sobre ellos sino conservar la neutralidad. Frente a la actitud impositiva, pues, la actitud neutral. Los valores son subjetivos, y por tanto que cada uno haga lo que quiera. Sobre eso no hay discusión posible, y lo único que cabe es fijar unos límites mínimos, indispensables para la convivencia pacífica. Ésas son las normas jurídicas, cuyo objetivo no es otro que el de hacer posible la convivencia. Me pregunto dónde estamos hoy nosotros. Y mi respuesta es que si los abuelos de quienes ahora son jóvenes vivieron aún la actitud que antes he llamado impositiva, sus padres asistieron sorprendidos al tránsito hacia la nueva actitud liberal y permisiva. Cabe decir que aún no se han salido de su sorpresa, y que es lo único que han sabido transmitir a sus hijos. Los valores tradicionales no sirven y 4 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén no parece que haya alternativa clara. Queda el vivir lo mejor posible, el gozar de la vida, el consumir a tope y plegarse a los requerimientos de la llamada, y no por azar, sociedad de consumo. Consumir es el horizonte, sin otra meta que el propio consumir. El consumo se consume en sí mismo, se consume consumiendo. ¿Qué? Todo lo posible. Y, por qué no, también sustancias adictivas. ¿Qué cabe hacer sino consumir? Vivimos en la sociedad de consumo. ¿Qué de extraño puede tener el que también quieran consumirse drogas? ¿Por qué no? ¿Y quién puede meterse en el modo como uno vive o en las cosas que consume? ¿Acaso no vivimos en la adicción al consumo? ¿La adicción al consumo no lleva necesariamente al consumo de la adicción? Hace ahora medio siglo, un profesor de psicología de la Universidad de Harvard, Lawrence Kohlberg, publicó sus célebres estudios sobre la evolución de la conciencia moral de los jóvenes. Su tesis es que los seres humanos pasamos por tres fases en el proceso de maduración moral. Kohlberg las llama, respectivamente, «preconvencional», «convencional» y «posconvencional». En la fase preconvencional el criterio de moralidad es siempre autorreferencial: bueno es lo que produce placer al propio sujeto y malo lo contrario. Es el criterio propio de la fase infantil. En la adolescencia se pasa a otra fase, la convencional, en la que el criterio lo marca otras personas o grupos distintos de uno mismo: los padres, los maestros, el grupo, la pandilla, etc. Dónde va Vicente, donde va la gente. Qué hace Vicente, lo que hace la gente. Bueno es lo que «se» dice o «se» hace. El impersonal «se» adquiere la categoría de norma de actuación. La tesis de Kohlberg es que esta fase es normal en la adolescencia, entre los doce y los quince años, pero que en ella se encuentran también la mayoría de los adultos, de modo que entre los veinte y los veintiséis años, cerca del 90% de los individuos que él estudió se hallaban en la fase convencional, de la que ya no saldrían en el resto de su vida. Sólo un 10%, aproximadamente, era capaz de alcanzar el nivel que Kohlberg llama posconvencional. Si en la fase convencional el criterio lo marca la convención, los usos y costumbres sociales, en el nivel posconvencional se pasa del impersonal «se dice» o «se hace» al personal «yo debo hacer» o «yo hago», y no de acuerdo con mi gusto sino siguiendo criterios, incluyendo en mi juicio los valores en juego y ponderando también en él las circunstancias y consecuencias de mis decisiones; es decir, siendo «responsable». Sólo en la fase posconvencional se es realmente autónomo y sólo en ella, consecuentemente, se es de veras responsable. La responsabilidad exige autonomía y, por tanto, una personalidad madura, capaz de ir más allá de las convenciones establecidas por el medio. Las conclusiones de los estudios de Kohlberg son realmente escalofriantes. En una sociedad de consumo, la convención, el uso, la costumbre, vienen marcados por la enorme maquinaria de estímulo y promoción del consumo. Ésa es la norma, ése es el criterio. Y el hecho de que la inmensa mayoría de nuestra sociedad, y por supuesto los adolescentes, se hallen en esa fase, demuestra bien el modo como se les ha educado y el modo como estamos educando. No educamos en la responsabilidad, en la promoción de personas adultas, maduras, autónomas, responsables, sino en todo lo contrario. Y como no sabemos hacerlo, endosamos todo tipo de control al sistema jurídico, al derecho. Que el derecho ponga las normas, que establezca los límites. Pero el derecho, así concebido, es de nuevo pura convención, pura heteronomía, que no merece otro respeto que el de la sanción que conlleve. 5 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén El estadio convencional estimula el consumo y lo eleva a valor casi absoluto. Ése es el nivel en que hoy solemos movernos los seres humanos. Hay algunos adolescentes, empero, que evolucionan hacia niveles superiores de madurez psicológica y de responsabilidad moral. Son los que pasarán al estadio posconvencional. Pero ese paso no está exento de riesgos, como el propio Kohlberg advierte. En efecto, es frecuente que los jóvenes renieguen en un cierto momento de los criterios convencionales por los que se han venido rigiendo. Critican muy duramente los criterios que les dieron sus padres, o sus profesores, o las normas por las que se rige el grupo o la propia sociedad. Cabe decir que su fe en las convenciones ha entrado en crisis. Pero aún no tienen criterios claramente posconvencionales. Es una fase que Kohlberg considera crítica, porque el joven en esa situación intentará exhibir conductas que demuestren su despego de los criterios convencionales, las más de las veces haciendo lo contrario de lo que las convenciones dicen o prohíben. Es el momento de la llamada «protesta juvenil». Si las normas convencionales prohíben el consumo de drogas, el joven, como protesta, empezará a consumirlas, de igual modo que iniciará sus relaciones sexuales, e incluso asumirá el riesgo de un embarazo, en contra de las advertencias de su madre. De todo esto no puede salvarle más que la actitud posconvencional, es decir, la promoción de personalidades maduras, autónomas y responsables. Ésa es la gran asignatura pendiente, y ése el gran fracaso de nuestra sociedad. Los pueblos se construyen y se destruyen en las escuelas, se ha dicho mil veces. Pero parece que no sabemos qué hacer en ellas, o cómo hacerlo. Pocos espectáculos más bochornosos que el debate en torno a la «Educación para la ciudadanía». La Iglesia católica, que como es obvio aún no ha salido, ni quizá pueda salir nunca del modelo impositivo, quiere que a la sociedad se la eduque en sus valores, que por supuesto son no sólo los mejores, sino en el fondo los únicos merecedores de respeto. Quienes se les oponen abogan por otro modelo que ya no es impositivo, pero que cae en el otro extremo, el que antes hemos llamado liberal o de neutralidad a ultranza. De ese modo ambos se encuentran en un punto, el fomento de la heteronomía y los convencionalismos. Y nadie se plantea seriamente no imponer nada sino ayudar, socráticamente, a que cada uno saque de sí mismo lo mejor que lleva en su interior; promoviendo la autonomía y la responsabilidad; en una palabra, formando personalidades adultas y maduras, que son las únicas aptas para vivir humanamente en un mundo como el nuestro, en el que la libertad es muy grande y las posibilidades casi ilimitadas. Educar en la deliberación ¿Cómo formar esas personalidades maduras, responsables, autónomas, me dirán ustedes? Y me van a permitir que yo les responda con una sola palabra, con un gerundio: deliberando. Lo cual me obliga a explicar qué es esto de la deliberación y cómo se delibera. La deliberación es muy antigua, tanto como la cultura occidental. Sus orígenes se confunden con los de la ética. Aristóteles, el primer autor de un tratado de ética, es también el gran teórico de la deliberación. Para él es el método propio de la razón práctica. En la razón especulativa el procedimiento es la demostración, piensa él, teniendo en mente el modelo de la matemática. Y en la 6 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén razón práctica, donde la demostración es imposible, el método es la deliberación. Es curioso que la parte del león en la historia del aristotelismo se la haya llevado el primero de los procedimientos, el demostrativo, y que la deliberación brille por su ausencia en la historia de la filosofía y la ética occidentales. ¿Por qué será? A estas alturas es probable que a todos se nos ocurra la respuesta: porque hemos vivido en una cultura dogmática, impositiva, de verdades absolutas e indiscutibles. ¿Para qué puede servir la deliberación en un contexto como ése? La sociedad no ha deliberado, y en la escuela tampoco se ha enseñado a deliberar. Se ha inculcado a los jóvenes exactamente lo contrario, cómo triunfar, es decir, cómo vencer al contrario o imponer el propio criterio. El juego ha sido siempre: verdades apodícticas y obediencia absoluta. La obediencia ciega se podía pedir, precisamente, porque las verdades eran absolutas, y por tanto indiscutibles. Sobraba todo análisis o comentario; es más, era peligroso. Cuánta gente no ha perdido la vida a consecuencia de esto. Deliberar es nuestra gran asignatura pendiente. Es la única manera de formar personalidades maduras, autónomas, responsables. Rememorando el supere aude! de Horacio, que no por azar recuerda Kant en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, y la consigna de Píndaro (Píticas 11 72), «llega a ser el que eres», cabría decir: «Atrévete a ser quien eres», o también, «Atrévete a ser autónomo». En ese mismo ensayo dice Kant que asumir esto significa la salida del ser humano de «su culposa minoría de edad». El término más importante es «culposa». Tratar a un mayor de edad como menor, es culposo. Eso es paternalismo, y eso es heteronomía. Lo contrario de lo que venimos buscando. La deliberación exige una gran madurez psicológica y humana. Quien delibera da razones, pero es capaz de darse cuenta de que sus razones no son absolutas, ni apodícticas, y que el otro, dando razones distintas e incluso contrarias, puede tener, al menos, tanta razón como tiene él. Aceptar esto requiere, sin duda, una gran madurez humana. Por eso la deliberación es una escuela de maduración y de humanidad. El asumir esto es lo único que nos permite escuchar de veras a los demás, concederles, como dicen los teóricos de la ética del discurso, competencia comunicativa. Es el único modo de hacer del otro un interlocutor válido, pensando que uno no tiene toda la razón y que los demás pueden tener, al menos, tanta razón como uno mismo; aún más, asumiendo que los otros, precisamente por tener puntos de vista distintos, pueden ayudarme en mi búsqueda de la verdad. Los otros me son indispensables. Por eso tengo que deliberar con ellos, para de ese modo mejorar mi percepción de la realidad y tomar decisiones más prudentes. Ortega y Gasset se dio cuenta de que éste era «el tema de nuestro tiempo», y en el libro que escribió con ese título, dice que «cada individuo es un órgano insustituible para la conquista de la verdad». Y poco después añade: «La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo; y así sucesivamente. Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta. Ahora bien: esta suma de las perspectivas individuales, este conocimiento de lo que todos y cada uno han visto y saben, esta omnisciencia, esta verdadera ‘razón absoluta’, es el sublime oficio que atribuimos a Dios.» Con tales premisas, ¿pensáis lo magnífico que sería hacer de las instituciones docentes escuelas de deliberación? ¿Por qué no enseñamos a deliberar? Es absurdo, y a la vez es trágico. Yo tengo para 7 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén mí que de este modo se formarían personalidades más maduras, también más autónomas, que son las únicas con posibilidades de éxito en una sociedad con tantísimas posibilidades como la nuestra. A mayor número de posibilidades, más difícil es el proceso de toma de decisiones, y por tanto más necesaria se hace la deliberación, lo que exige un incremento de madurez en sus miembros. El término de la deliberación es la prudencia. Las proposiciones apodícticas son verdaderas o falsas. Las proposiciones deliberativas son prudentes o imprudentes. Todos deliberamos con nosotros mismos antes de tomar una decisión. Y cuando éstas son complicadas, preguntamos a otros, intentamos incrementar los puntos de vista, las perspectivas sobre el asunto, a fin de asegurar la prudencia de las decisiones. ¿Cabe aplicar todo esto al tema de las drogodependencias? Yo pienso que sí. ¿Prohibición, liberalización? Es la cantinela de siempre. Ni entro ni salgo en esa disyuntiva. He defendido desde hace muchos años que la mente humana tiene la nefasta manía de simplificar las cosas, de convertir los problemas en dilemas, de reducir las soluciones posibles de los asuntos a dos, para de ese modo hacer más fácil la elección. ¿Prohibición o liberalización? Planteadas así las cosas, es prácticamente seguro que la mayoría nos iremos hacia la prohibición. Pero necesitamos preguntarnos si eso no es una simplificación de un fenómeno mucho más complejo, que conviene analizar en toda su amplitud. Como decían los lógicos clásicos, datur tertium. Y ese tercero en discordia es la deliberación. Recordemos lo ya dicho. La deliberación es el método de la razón práctica, que por eso mismo tiene siempre por objeto tomar decisiones sobre lo que hacer o no hacer, o sobre lo que se debe o no hacer. La razón teórica busca soluciones a problemas, su método es la demostración y su término la verdad. Las soluciones a los problemas serán verdaderas o falsas. La razón práctica necesita tomar decisiones, su método es la deliberación y su término la prudencia. Las decisiones que se toman serán prudentes o imprudentes. Mi opinión es que el tema de las drogas no es tanto un asunto de prohibición cuanto de prudencia. La prohibición es siempre heterónoma, viene impuesta desde fuera y la vemos como ajena a nosotros. También cabe decir que es un enfoque paternalista del problema. La deliberación es el procedimiento para la toma de decisiones responsables y prudentes, es autónoma y todos la vemos como propia. La deliberación nos implica como personas, que es el procedimiento más eficaz para cambiar conductas. Hace ya muchos años, en 1950, el sociólogo David Riesman publicó un libro con el expresivo título de The Lonely Crowd, la muchedumbre solitaria, en el que distinguía dos tipos de conductas sociales, que denominó «inner-directed» y «other-directed». Su tesis era que los nuevos sistemas de comunicación habían dado lugar al fenómeno que él, siguiendo a Ortega, denominó la «revolución de las masas». El ser humano hetero-dirigido, dice Riesman, forma parte de la Milky Way, la vía láctea, el camino que siguen todos, el más fácil, también el más anodino. Y añade Riesman: to shine alone seems hopeless, and also dangerous, ser autónomo parece desesperado y peligroso. Con lo cual se da la curiosa paradoja de que cuantas más posibilidades tenemos los seres humanos, cuanto más compleja es nuestra sociedad y nuestra cultura, es decir, cuanta mayor necesidad hay de personas 8 Conferencia de clausura El derecho a prohibir, el derecho a consumir Diego Gracia Guillén autónomas, maduras y responsables, porque es más difícil la toma de decisiones correctas, más se incrementan la heteronomía, la inmadurez y la falta de responsabilidad. Toda una paradoja. ¿Derecho de prohibición, derecho de consumo? No se puede prohibir todo. Y tampoco todo se puede consumir. La prohibición habrá de hacerse siempre en los casos más claros y extremos. Cuando las prohibiciones traspasan ese límite, pierden por lo general gran parte de su efectividad; la sociedad las ve como imposiciones arbitrarias, de las que intenta zafarse por todos los medios a su alcance. No lo dudemos, no se pueden prohibir todos los consumos, ni incluso los de sustancias adictivas. Hay que dejar un amplio espacio a la gestión personal. Esos espacios se han llamado siempre discrecionales. Son áreas que se dejan a gestión privada y autónoma de las personas. El diccionario de la Real Academia Española define discrecional como lo «que se hace libre y prudentemente». Con lo cual volvemos al principio. ¿Derecho de prohibición, derecho de consumo? Mi tesis es que cuando hay que hablar de derechos es que las cosas están ya muy mal, que se han vuelto muy conflictivas. Las batallas se pierden o se ganan antes, mucho antes. ¿Cuál es el mundo que yo desearía? ¿Cuál aquel por el que estoy dispuesto a luchar? Uno en el que se respete la libertad de los seres humanos, es decir, en el que no se les prohiba genéricamente el consumo de sustancias potencialmente dañinas, porque saben utilizarlas de modo razonable y prudente. Este es un mundo ideal, se me dirá. Y por eso son también necesarias otro tipo de medidas. Pero la ética trata de lo que debería ser y no es, por tanto de lo que no es aún real, pero tenemos la obligación de hacerlo real en el menor tiempo posible. Quizá no lo consigamos nunca. Pero aun así, ésa es nuestra obligación. Diego Gracia Guillén Catedrático de Historia de la Medicina y profesor de Bioética. Universidad Complutense de Madrid. 9