25 marzo 2015 17 horas Filmoteca Municipal Albacete J. M. W. Turner: “El sol es Dios” Dejemos dicho antes de nada que resulta imposible resumir con mínimas garantías la ajetreada vida de Turner y la gigantesca amplitud y la apabullante variedad, en temas, motivos, técnicas y desarrollos, de su obra en solo unos pocos párrafos. El pintor británico más famoso y prolífico nació en Londres el 23 de abril de 1775. Frente a su compatriota y gran paisajista J. Constable -del que fue contemporáneo casi estricto y con cuya trayectoria a menudo se le compara-, Turner disfrutó de un éxito extremadamente precoz y poco menos que unánime entre la crítica y el público, al menos hasta que las libertades formales a las que le condujo su evolución estilística en sus dos últimas décadas de vida chocaron con un gusto dominante de orientación más clasicista y conservadora, que a menudo le reprochó su heterodoxia técnica, el desdibujamiento de sus composiciones y su ardoroso colorido apenas sujeto a normas y convenciones. Los primeros dibujos que se conservan fechados y f i r m a d o s p o r Tu r n e r fundamentalmente copias de grabados- los realizó con doce años de edad; con catorce ingresa en la Escuela de Arte de la Royal Academy, donde un año después expone sus primeras acuarelas. Para entonces, varios arquitectos confían trabajos a su extraordinaria habilidad con este procedimiento, del que seguramente fue el más consumado maestro que haya existido. Entre 1793 y 1795 dibuja vistas topográficas que servirán de modelo para ilustraciones de libros de viajes o serán vendidas como láminas sueltas (más adelante, él mismo produciría grabados basados en sus propias acuarelas para diversas publicaciones). Sus primeros óleos datan de 1796; la escena nocturna Pescadores en el mar, expuesto en la Academia ese mismo año, destila un sentimiento romántico de la naturaleza conjugado con un dominio técnico sorprendente en quien era casi un novato. Tres años después tiene lugar un acontecimiento decisivo en su vida y en su obra: en una colección privada conoce la pintura de Claude Lorrain (160082), que le conmueve hasta las lágrimas y afianza su inclinación por la representación pictórica de efectos lumínicos y atmosféricos. Dido construyendo Cartago (1815) es el lienzo que de manera más evidente acusa la influencia del gran paisajista francés; tan orgulloso quedó con esta obra que dispuso ser enterrado envuelto en ella, aunque más tarde modificó su testamento. En la órbita de Lorrain se sitúa también la más tardía Régulo (1828), que un crítico definió como “una explosión de luz solar”. El furioso resplandor dorado que parece irradiar la tela busca producir en el espectador -salvando las distancias- un efecto de deslumbramiento óptico semejante a la tortura que sufre personaje que da título de la obra, cuyos párpados le fueron cortados para impedirle cualquier reposo. Cuando Turner es elegido miembro de la Royal Academy con sólo veintisiete años, los encargos de acuarelas se le acumulan ya por decenas. Atento siempre a los aspectos comerciales de su oficio, en abril de 1804 abre una galería privada en su domicilio de Harley Street con una exposición de obras inspiradas en un reciente viaje a Suiza. En esta galería, repleta de cuadros dispuestos con escaso orden y no excesiva limpieza, recibe a posibles compradores con la fiel asistencia de su padre, quien, ya viudo, consagra el resto de su vida a hacer más fácil la de su hijo. Desde 1807 a 1828 ocupa la cátedra de perspectiva en la Escuela de Arte, y, aunque se toma grandes esfuerzos de preparación, parece que sus clases no son un ejemplo de amenidad (si hemos de creer al quisquilloso crítico J. Ruskin, “jamás en toda su vida dibujó [Turner] ni un solo edificio de modo fiel a la perspectiva”, si bien es preciso entender estas palabras como una lisonja hacia el artista). En estos años sus lienzos se colman de naufragios, tempestades, cielos apocalípticos, precipicios y vastedades inabarcables, ejemplos perfectos de la poética de lo sublime plasmada con un ejercicio de la pincelada y de los restregados que a menudo incurren en el maltrato al instrumento, al soporte y a la materia pictórica. Las figuras humanas, en caso de haberlas, equivalen a diminutos e impotentes actores de tercera fila que nada pueden contra el poderío de una naturaleza avasalladora que impone una ley que está por encima de la de los hombres. El incendio en plena noche del edificio del Parlamento en octubre de 1834, que el pintor contempla desde una barca sobre el Támesis acompañado de sus sempiternos cuadernos de apuntes, le sirve para dos óleos fechados el año siguiente. El paso del tiempo y los crecientes achaques de salud ahondaron su hosquedad y la excentricidad de su carácter, apenas mitigadas por el relativo sosiego que le proporcionó la relación semiclandestina que desde 1834 y hasta su muerte mantuvo con la viuda Sophia C. Booth, a quien conoció en la localidad costera de Margate. Entre los cuadros hoy celebérrimos de aquellos años, empapados de ensoñadora poesía romántica, se cuentan El “Temeraire” es transportado a su último fondeadero para su desguace (1838), donde el ocaso actúa como trasfondo melancólico del postrer viaje del gran buque de guerra, El barco de esclavos (1840), descrito por Ruskin como “el más bello mar jamás pintado por el hombre, la tumultuosa Tormenta de nieve (1842), recreación artística de las cuatro horas que pasó amarrado a un mástil bajo el temporal, y Lluvia, vapor y velocidad (1844), con su negra locomotora atravesando el puente del ferrocarril recién construido en Maidenhead. El estilo de Turner se instala definitivamente en lo antitopográfico: sus cuadros abandonan la descripción y recalan en la sugerencia, de modo que los elementos paisajísticos apenas entrevistos y la condición de cada atmósfera requieren el concurso de la imaginación del espectador para completar lo que la pintura extendida sobre el lienzo o sobre el papel apenas insinúa, para estabilizar mentalmente lo que un torbellino de pinceladas nos lanza a los ojos como un desafío de interpretación, que no obstante cuenta con el asidero del título del cuadro para que la retina y el cerebro no anden demasiado perdidos en este galimatías, como sucede en la composición semiabstracta El castillo de Norham al amanecer (1845). Los cuadros de sus últimos años son las obras de quien ha comprendido que hay algo lírico y verdadero situado más allá de lo visual y de lo pictórico, ideas embrionarias que fueron dejadas adrede a la mitad del camino porque el artista sabe que sólo es cierto lo incompleto, lo inacabado, o que llegaron a ese nivel de abocetamiento gracias a haber alcanzado el mayor grado posible de evolución, reflejos de un mundo a medio hacer o en trance de disolución en el que no existen sino el color y la facultad de ver y de soñar. Turner muere el 19 de diciembre de 1851 en su vivienda del barrio londinense de Chelsea; se dice que en su lecho de muerte pronunció las siguientes palabras: “El sol es Dios”. Su cuerpo quedó expuesto al homenaje público en su estudio y fue enterrado el penúltimo día del año en la cripta de la catedral de San Pablo, junto a otras glorias del arte británico. El inventario de su taller contabilizó cientos de óleos y casi 19.000 obras entre dibujos, acuarelas y bocetos, pintado todo a la mayor gloria de la luz y de todo cuanto alumbra. Es difícil afirmar que sea Turner el mejor paisajista de la historia del arte, aunque nadie discute que, gracias a sus pinceles, el paisaje se sacudió el sambenito de ser considerado un género pictórico menor para convertirse, sin más apoyo que el de sus propios medios, en una fuente de supremo deleite visual y emocional. Turner, nómada y pintor infatigable, abrió la puerta a esa sensibilidad tan de nuestros días que consiste en organizar escapadas por el simple gusto de contemplar, degustar y fotografiar panoramas hermosos. Quizá más que con ningún otro artista, el amor a la pintura de Turner define una actitud ante el paisaje, ante la pintura e incluso ante la misma vida. Si no cambiarías algunos cielos por todo el oro del mundo, si el olor a tierra mojada vuelve vulgar el perfume más caro de tu repisa, si una ruina encaramada en un peñasco se le antoja a tu imaginación un hogar confortable, si alguna vez has contemplado el furor de la naturaleza con placer aterrado, si un efecto de luz te paraliza y te obliga a buscar una razón dentro de ti, si en ocasiones jurarías que el viento intenta decirte algo, si crees que la lluvia no malogra una excursión y que merece la pena madrugar sólo por escuchar el silencio del amanecer, si has sentido, vivido o si has querido sentir o vivir algo de todo ello, entonces, aunque no lo sepas, Turner es tu pintor y deberías correr a su encuentro. Diego Gómez Sánchez Formador del Aula de Artes Plásticas de la Universidad Popular de Albacete Ficha Técnica: Guión y dirección: Mike Leigh Protagonistas: Timothy Spall, Dorothy Atkinson y Marion Bailey Servicio de Educación, Cultura, Juventud y Deportes