STilvia Tieffemberg aller de Letras N° 39: 143-147, 2006 Amores perros, una lectura cínica de América Latina issn 0716-0798 AMORES PERROS, UNA LECTURA CÍNICA DE AMÉRICA LATINA SILVIA TIEFFEMBERG stieffem@uc.cl Pontificia Universidad Católica de Chile Universidad de Buenos Aires La gota de sangre sobre la piedra, la mata de pelo retenida por la zarza, el olor del animal asustado, son algunos de los indicios que el oficio milenario del cazador ha aprendido a descifrar. “El cazador habría sido el primero en “contar una historia”, dice Carlo Ginzburg, “porque era el único que se hallaba en condiciones de leer en los rastros mudos [...] dejados por la presa, una serie coherente de acontecimientos”. En este sentido, entonces, podría pensarse que aquel hombre tendido sobre el suelo, escudriñando su presa, es “el gesto más antiguo de la historia intelectual del género humano”. Las propuestas teóricas de Ginzburg no están, por cierto, aisladas; ya unos años atrás Paul Veyne decía que si la historia es relato de acontecimientos, estos se perciben “de forma incompleta y lateral, gracias a documentos y testimonios”, esto es, a través de lo que los griegos denominaban tekmeria, cuya traducción más corriente es vestigios. En definitiva y como decía Arthur Danto, “sin narración no hay historia”, pero, al mismo tiempo, tampoco hay narración sin vestigios que denoten el ocurrir del acontecimiento. Vestigios, indicios, reliquias, pero también residuos, fragmentos, astillas poseen, si bien no un origen etimológico común, una similaridad semántica: remiten a lo que queda de un todo. Pero mientras que para una línea de pensamiento –en la que Ginzburg y Veyne pueden considerarse incluidos– lo que queda de un todo está teñido de una connotación positiva que le permite estar en el “inicio de la historia intelectual del género humano”; para otros pensadores “lo que queda” es el resabio de un todo que se desmorona, es el deshecho de un todo que el propio deshecho pone en crisis. Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, raíces. Barcelona, Gedisa, /1986/ 1994, p. 144. Op. cit., p. 146. Paul Veyne, Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia. Versión española de Joaquina Aguilar. Madrid, Alianza, /1971/ 1984, p. 14. Arthur C. Danto, Historia y narración. Ensayos de filosofía analítica de la historia. Introducción de Fina Birulés. Barcelona, Paidós, 1965/1989. 143 ■ Taller de Letras N° 39: 143-147, 2006 Me interesan en este sentido, y a simple manera de ejemplo, los trabajos de dos investigadoras latinoamericanas que analizan períodos históricos similares en países diferentes –Brasil y Chile– desde lo fragmentario residual, resignificado como perspectiva epistemológica. Recientemente se ha publicado un texto de la brasileña Flora Süssekind que reúne una serie de ensayos que provienen de fuentes diversas y, si bien el título del volumen no es el original, este ha sido un acierto por parte de los editores, puesto que sintetiza lo medular de los ensayos: se trata de Vidrieras astilladas. Ensayos críticos sobre la cultura brasileña de los sesenta a los ochenta. Süssekind analiza allí la prosa de los ochenta y en ella lee una proliferación de imágenes en las que se privilegia la vidriera en la paradoja de exhibir a través de la transparencia del cristal la opacidad de las mercancías que la habitan. Pero fundamentalmente vidrieras que no muestran, sino que ocultan multiplicando imágenes del que mira y es mirado en un juego de espejos y fragmentos que se superponen, “convirtiéndose la prosa en una vidriera en donde se exponen y observan personajes sin fondo, sin privacidad, casi imágenes de video en un texto espejado en donde se cruzan, fragmentarias, veloces, otras imágenes, otros pedazos de prosa igualmente anónimos, igualmente fragmentarios”. Para Nelly Richard en Residuos y metáforas (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición), lo residual se convierte en hipótesis crítica en tanto “connota el modo en que lo secundario y lo no integrado” es capaz “ de desplazar la fuerza de la significación hacia los bordes” [...] “para cuestionar” “jerarquías discursivas” “del saber disciplinario”. El residuo, el fragmento ya no es el deshecho de un sistema simbólico cultural incuestionado, sino “el pequeño tajo practicado por el análisis cultural” que muestra “las urdimbres semiocultas” de los enunciados “formados por lo que no recibe una definición precisa, una explicación segura, una clasificación estable ‘f”. Desde el margen, aunque no marginal, la mirada que nace de lo residual como postura epistemológica busca lateralizar o descentrar la henchida vanidad de los discursos demasiado seguros de sí mismos. La mirada desde el margen es también una mirada cínica y es en esta perspectiva que quiero acercarme –de manera somera– a la producción cinematográfica de Alejandro González Iñárritu.10 Flora Süssekind, Vidrieras astilladas. Ensayos críticos sobre la cultura brasileña de los sesenta a los ochenta. Buenos Aires, Corregidor, 2003. Op. cit., p. 57. Op. cit., p. 157. Nelly Richard, Residuos y metáforas (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición). Santiago, Cuarto Propio, 1998. Op. cit., p. 12. 10 Las obras más importantes de González Iñárritu son Amores perros, México, 2000 y 21 gr, Estados Unidos, 2003, ambas con guión de Guillermo Arriaga Jordán. ■ 144 Silvia Tieffemberg Amores perros, una lectura cínica de América Latina “Los filósofos de la Antigüedad”, dice Michel Onfray, “tenían la costumbre de dar sus lecciones en sitios particulares que se asociaban a la corriente filosófica. [...] A manera de burla, Antístenes [considerado fundador de la escuela cínica], habría de elegir, en las afueras de la ciudad un espacio independiente de ella. Desde el punto de vista de un urbanismo simbólico, el cínico decidió escoger un lugar lindero con los cementerios, los extremos, los márgenes”.11 Si bien no parece apropiado hablar de un “protagonista” en un film como Amores perros que interrelaciona tres historias diferentes, la tensión narrativa responde –por lo menos en dos de ellas– al accionar de “El Cofi”, un perro, y “El Chivo”, un hombre, tensión que se resuelve cuando abandonan juntos la ciudad desde el espacio emblemático de una desarmaduría de autos, hacia la tierra baldía del afuera, conformando la dupla hombre /perro, dos cuerpos y una misma alma, como la tradición recuerda que gustaba decir Diógenes, el cínico. El Chivo tiene una profesión “reciclada”, antiguo guerrillero es ahora matón a sueldo del mismo policía que lo capturara. Vive en un barrio marginal de la Ciudad de México y su trabajo aparente es revolver la basura de la que extrae objetos para su uso personal. Aunque no hay referencias temporales expresas, el D.F. que “El Chivo” recorre empujando un carro de dos ruedas es una ciudad ajenizada por la presencia de lo extranjero: el gran cartel de Blockbuster, el apelativo brother, brothy que se repite en el habla cotidiana, probablemente una alusión a la llegada –o inminente llegada– de Vicente Fox al poder. Cabellos y barbas de considerable extensión, muestras ostensibles de falta de higiene: las marcas que connotan a “El Chivo” con las características físicas de los cínicos no se agotan en lo corporal. Como recuerda también Onfray, para diferenciarse de los pitagóricos que “se vestían de blanco, usaban ungüentos de aromas penetrantes y se bañaban regularmente, los cínicos “desdeñaban la higiene más elemental y rechazaban [...] los perfumes, los cosméticos y cualquier accesorio de belleza”,12 pero su misión fundamental fue hacer caer una tras otras las máscaras de la vida civilizada y oponer a la hipocresía en boga las costumbres [elementales] del ‘perro’”:13 alcanzar la felicidad y vivir en libertad con un mínimum de objetos materiales, acercándose a los que lo aman y delatando con su ladrido a los enemigos. “El Chivo” está construido como un personaje cínico no solamente porque vive de lo que queda, de los residuos de una sociedad industrial, en la tranquila compañía de una pequeña jauría (hacia el final nos enteramos de que el dinero obtenido como asesino será para su hija), sino porque, además y en especial, pone de manifiesto la violencia fratricida que encierra esa misma sociedad. 11 Michel Onfray. Cinismos. Buenos Aires, Paidós, 1990/2002. Op. cit., p. 45. 13 Op. cit., p. 32. 12 145 ■ Taller de Letras N° 39: 143-147, 2006 Dos de las tres historias que se entrelazan en Amores perros remiten al pasaje del Génesis donde Caín vierte la sangre inocente de Abel. En la primera historia, Octavio trata de hacer matar a su hermano Ramiro; pero, finalmente, no puede cumplir sus deseos, porque Ramiro muere víctima de su propio accionar delictivo. En la historia protagonizada por El Chivo, Gustavo, un joven ejecutivo, lo contrata como sicario. Antes de cumplir con lo pactado, el Chivo emprende una minuciosa tarea de investigación que le permite constatar que aquel a quien debe matar es otro joven ejecutivo, medio hermano y socio del primero. Capaz de ver el lado que se oculta, al igual que los perros, El Chivo enfrenta a los hermanos en el espacio excéntrico de su propia casa, hace aflorar el odio que los une (a diferencia de la historia bíblica, en esta, no hay inocentes) y los hace conscientes y responsables de su propia violencia, cuando los deja solos y a distancia equidistante de un revólver con un simple: “y ahí los dejo para que aclaren sus diferencias”. En definitiva, los tres protagonistas se distinguen, porque mientras unos se construyen como trágicos y cumplen inexorablemente su “fatum”, los otros se construyen como cínicos, y el cinismo ofrece –en la lectura de González Iñárritu– la posibilidad del cambio. Octavio, enamorado de Susana, mujer de su hermano, persiste durante todo el film en lograr que ella abandone al marido, y termina por alejarse solo “sin haber comprendido nada”, como le reprocha Susana, inválido de una pierna; mientras que Valeria logra que Daniel abandone físicamente a su familia, pero la nueva pareja se establece sobre la base de la desconfianza, y la infelicidad se instala definitivamente cuando ella pierde una de sus piernas. Marcado con insistencia por la manera parsimoniosa con que coloca sus anteojos, El Chivo es quien tiene la capacidad de ver más allá de la opacidad de la realidad y operar sobre ella. Las fotografías, que en las tres historias muestran la “edad de la inocencia”: un pasado feliz e irrecuperable que puede ser presentizado únicamente por El Chivo, cuando superpone un fragmento de una imagen de su rostro sobre la imagen del hombre que ocupó su lugar en la vida de su hija. Esa nueva imagen que contiene ahora un fragmento produce una nueva visión de la realidad. El fragmento modifica y cuestiona el todo que lo contiene, pero no lo integra, por cuanto denuncia que esa familia feliz que la fotografía muestra ocultaba otra figura paterna, no reconocida por unos y desconocida por otros. “Hoy es perentorio”, dice Michel Onfray, “que aparezcan nuevos cínicos:” “figura de la resistencia” “a ellos les correspondería la tarea de arrancar las máscaras”.14 Dos son las “misiones” que “El Chivo” cumple en el decurso del film y las dos apuntan a la constitución de la familia; caen las máscaras: los hermanos pueden 14 Op. cit., p. 32. ■ 146 Silvia Tieffemberg Amores perros, una lectura cínica de América Latina reconocerse en el odio compartido y se restituye –al menos simbólicamente desde la imagen– la figura del padre. El cínico devela y el camino se abre, pero nada sabemos del futuro de aquellos que ahora saben quiénes son. Para finalizar, una última referencia al film de González Iñárritu, que siguió a Amores perros. 21 gr., ya no narra Latinoamérica, sino Estados Unidos; el fragmento se ha apoderado de la narración y esta se convierte en ensamble vertiginoso de tiempos y espacios desmembrados. Existen también, al igual que en Amores perros, dos figuras paternas ligadas por un fragmento: se trata, en este caso, de un corazón trasplantado, pero en 21 gr. está ausente la mirada develadora del cínico. Y, si el embarazo de la protagonista hace pensar en un “happy end” tributado a la cultura hollywoodense, puesto que un hombre ha podido engendrar en su esposa, a través del corazón que ha dado vida a otro hombre, la imagen final de la piscina sin agua –que en el film anterior es el lugar destinado a las peleas de perros– nos habla de los esfuerzos infructuosos, en la desolación del abandono, mientras cae lentamente la nieve. 147 ■