Toda Gipuzkoa es bella como ella sola, y la ubicación de San Sebastián, en la bahía de la Concha, el escenario más hermoso que pueda soñar un constructor de ciudades. Los montes Igueldo y Urgull marcan los límites occidental y oriental de la bahía de la Concha, luminosa y serena, que está relativamente cerrada a los malos humores del Cantábrico por la isla de Santa Clara. Los bosques y prados que rodean San Sebastián y que descienden hacia las dos playas de la bahía, la de la Concha y la de Ondarreta, completan el hermoso cuadro de la capital donostiarra, Capital Europea de la Cultura 2016. En el extremo oriental de la bahía, entre el puerto, el río Urumea y el Boulevard, se apiña el casco viejo, que es la zona tradicional de pintxos y txikitos y la que alberga los monumentos más antiguos de San Sebastián. No es esta, sin embargo, una ciudad que conserve demasiada piedra con historia. Las tropas napoleónicas la saquearon y la incendiaron en 1813, y a partir de las murallas derruidas se levantaría poco después la ciudad romántica, de amplias avenidas flanqueadas por elegantes teatros, hoteles y palacios, que hoy son recuerdo de la época en que fue elegida como residencia de verano por la Casa Real y su corte, a finales del siglo XIX. La bahía de la Concha, con ser hermosísima, es solo una de las muchas maravillas que atesora la costa guipuzcoana: tanto en el breve tramo de litoral que se extiende al este de la capital, hasta Hondarribia, como en el más largo que lo hace al oeste, hasta Mutriku, se suceden los acantilados, las playas y las aldeas de pescadores que llevan la ballena en el escudo y en la memoria el orgullo de grandes navegaciones alrededor del orbe. Fuera de la costa, se ofrece, entre otras muchas posibilidades, una excursión inolvidable por la sierra de Aizkorri, por donde discurre la anciana calzada que atraviesa el túnel de San Adrián. La Concha Es fama que fue la familia de Isabel II la que inauguró la moda del veraneo playero al preferir San Sebastián a La Granja, una sorprendente elección que hizo que la revolución de 1868 sorprendiera a su vez a toda la corte en bañador y que fue ratificada por la reina regente María Cristina al instalar aquí a final de siglo la capital diplomática y política de España durante dos meses al año. Hoy han cambiado mucho las cosas, pero la bahía de la Concha sigue conservando el ritmo de aquel turismo de zarzaparrilla y panamá, y hoy como antaño continúa vigente el sosegado paseo por esta bellísima corniche jalonada de edificios, villas y palacios decimonónicos. El paseo, llanísimo y de cerca de dos kilómetros, puede emprenderse en el extremo occidental de la bahía, junto al Peine de los vientos. Esta obra, la más conocida de Chillida y la imagen más emblemática de la ciudad, se halla en un entorno excepcional: arriba, el monte Igueldo, con su funicular y su veterana montaña rusa de vagones de madera; abajo, las olas agitadas por los vientos que peinan las tres monumentales estructuras de acero. Y, al frente, la boca de la bahía a punto de comerse la isla de Santa Clara. Nada más ponerse a pasear se le vienen a uno encima el Real Club de Tenis y la señorial playa de Ondarreta, que está separada de la de la Concha por el pico del Loro, como se conoce el extremo del promontorio sobre el que se alza el palacio de Miramar, construido a finales del XIX en estilo cottage inglés reina Ana. Una vez franqueado el pico del Loro a través de un túnel, se enfila el paseo de Miraconcha, que a la altura de la Perla del Océano –antigua caseta real de baños–, pasa a llamarse paseo de la Concha y a hacerse acompañar de altos edificios sobre los que señorea el venerable hotel de Londres y de Inglaterra, construido en 1863. En sus más de 150 años de historia este célebre establecimiento, que fue casino y hospital durante la segunda guerra carlista, ha hospedado a personajes ilustres, a los que rinde homenaje en sus habitaciones. El hotel hace un guiño a Luis Mariano, las estrellas del Festival de Cine, Toulouse- Lautrec, la archiduquesa Isabel de Austria, David Strauss o la legendaria espía Mata Hari, mostrando fotos históricas y objetos de época rescatados de algún anticuario. La historia del hotel es la propia historia del último siglo y medio de vida de la ciudad, con narraciones como las protagonizadas por Hubert Le Blond, el piloto más famoso del momento cuando en 1910 se alojó aquí para participar en el festival aéreo de la primavera. Con tan solo 38 años, su avioneta se estrelló en la Concha y la capilla ardiente se instaló en el hotel. Y así hasta llegar, por la plaza de Cervantes y por entre los tamarindos del parque Alderdi-Eder –lugar hermoso, en euskera–, frente al actual Ayuntamiento: actual porque lo es desde 1947; antes, desde 1887, fue casino. Al lado, ya en el extremo oriental de la bahía, se halla el puerto, que es centro de una actividad pesquera esencialmente artesanal. Aquí se encuentran el Museo Naval, el Aquarium-Museo Oceanográfico y varios restaurantes donde el pescado se sirve más que fresco, sorprendido. El casco viejo Reconstruido después del incendio de 1813, el casco viejo, de calles angostas y sin aceras, contrasta con las amplias avenidas del resto de la ciudad. En esta zona abren numerosos bares y restaurantes en los que se pueden degustar exquisitos mariscos, sabrosos chipirones y muchos otros manjares típicos de la gastronomía vasca. Entre las calles Puerto, Muñoa y Fermín Calbetón, el arte de los pintxos alcanza una de sus más altas cotas. El centro vital del casco viejo es la plaza de la Constitución. Delimitada por altos soportales, la Consti ‒que así la denominan familiarmente los donostiarras– es escenario de numerosas fiestas, como lo fue en su día de las primeras corridas de toros de San Sebastián. De hecho, los números de los balcones corresponden a los de las antiguas tribunas. La basílica barroca de Santa María (1764) es, por su parte, el centro espiritual, y el antiguo convento dominico de San Telmo (armonioso edificio renacentista, hoy convertido en museo etnográfico, histórico y de pintura) sería el lugar de recogimiento. La iglesia de San Vicente, dentro también del casco viejo, es el edificio más antiguo de la ciudad (siglo XVI). La ciudad romántica Construida a partir de las antiguas murallas, a orillas del río Urumea, la ciudad romántica alberga el teatro Victoria Eugenia y el hotel María Cristina, el neoclásico palacio de la Diputación y la plaza del Buen Pastor, presidida por la catedral del mismo nombre, que data de 1897 y es de estilo ojival. Los tres puentes sobre el río –Zurriola, Santa Catalina y María Cristina– unen esta parte de la ciudad con los barrios de Egía y Gros. En este último se alza el flamante palacio de congresos Kursaal, de Rafael Moneo, doble cubo de cristal erigido junto a la tercera playa de la ciudad –la de Zurriola– que en su día suscitó mucha polémica por aquello de que no mantenía el estilo decadentón de San Sebastián, pero en cuanto recibió varios premios de arquitectura –entre otros, los de mejor edificio de España y de la Unión Europea–, se terminó la discusión. Desde su inauguración es sede principal del Festival de Cine de San Sebastián. En la localidad vecina de Hernani está el Museo Chillida-Leku, que alberga la más amplia colección de obras del escultor donostiarra. Actualmente está cerrado al público. La costa guipuzcoana Bordeando la costa hacia levante desde San Sebastián, lo primero que se encuentra es el industrioso Pasaje de San Pedro o Pasai San Pedro, donde, para evitar tener que dar un largo rodeo por carretera, hay un barquichuelo que pasa en un periquete al interesado a la margen contraria del abra, la que ocupa Pasajes de San Juan o Pasai Donibane, que es el puertecito con más sabor de la costa guipuzcoana y probablemente de todo el Cantábrico. Es una aldea de postal, de casitas amontonadas unas sobre otras en la empinada ribera, de galerías y balcones asomados sobre las barcas de colores. En el número 61 de la calle Donibane se alza la casa donde, en 1843, pasó una breve temporada de exilio Víctor Hugo, y donde hoy se exhiben útiles del escritor y maquetas de varias embarcaciones botadas en Pasajes, entre ellas, la carabela Santa María. En este puerto, según los entendidos, se come el mejor txangurro (centollo) del mundo. La otra población que se reparte con Pasajes toda la belleza de esta costa oriental es Hondarribia. Erigida junto a la desembocadura del Bidasoa, en un alto atalayador de la frontera hispano-francesa, ha sido sujeto y objeto de mil batallas, a pesar de las cuales conserva un impecable casco histórico entre sus potentes murallas de los siglos XVI y XVII. En uno de esos hechos de armas se halla el origen del famoso Alarde, desfile que se celebra durante las fiestas de la Virgen de Guadalupe (7-11 de septiembre) y en el que unos 3.000 hombres recuerdan el sitio al que fue sometida la ciudad por las tropas francesas en 1638. Mucho más poderoso que las armas, el dinero de los turistas ha rendido sus soberbias torres y sus palacios, como el castillo de Carlos V, hoy Parador de Hondarribia, o como los nobles edificios que ocupan el hotel Pampinot –casa-palacio de 1587 en la que pernoctó la infanta María Teresa antes de celebrar sus esponsales con Luis XIV de Francia– y el hotel Obispo –palacio gótico donde nació el arzobispo de Oviedo y Sevilla y capellán de Carlos V, don Cristóbal de Rojas y Sandoval–; unos turistas que acuden aquí atraídos por la primera playa del Cantábrico, que además es una de las más hermosas y extensas. Con la playa de Hondarribia solo puede competir la de Zarautz, y así empezamos el recorrido por la costa que queda al oeste de San Sebastián. Zarautz, que alguna vez fue una importante villa marinera, a tal punto que pescadores de aquí y de Getaria arponearon al alimón la última ballena capturada en aguas del Cantábrico (1878), aquella cuyo esqueleto se exhibe en el Aquarium donostiarra, ahora es importante como lugar de veraneo, y como playa donde rompen las mejores olas de Europa, de ahí que hasta en los días borrascosos pueda verse surfeando a los zarautzarras. También es importante desde el punto de vista gastronómico, pues aquí está el restaurante de Arguiñano. Bellísima, sobrecogedora, la carretera que va de Zarautz a Getaria culebreando al pie de los acantilados, a escasos metros sobre el nivel del mar, cuanto más embravecido mejor, las olas golpeando sobre el parabrisas hasta que, tras la enésima curva, se presenta el promontorio de San Antón, por su forma conocido como el Ratón de Getaria. A socaire del Ratón, amarra la flota bonitera más importante de Gipuzkoa; en los muelles, las mujeres remendando las kilométricas redes de pesca; en una plazuela abalconada sobre el puerto, la estatua de Juan Sebastián Elcano, nacido aquí en 1467; y, en el escudo del ayuntamiento, en la lóbrega villa medieval, el cetáceo que fue la obsesión melvillesca de estos pescadores hasta 1878. Faltaba por decir que fueron los de Getaria los que, para inmensa rabia de los zarautzarras, se llevaron aquella última ballena a casa. Otra cosa que desde siempre se han disputado los de Getaria y Zarautz es quién hace el mejor txakoli. Un reducidísimo número de viticultores y de hectáreas de terreno se dedican a la producción de las uvas hondarrabi zuri y hondarrabi beltza, únicas que entran en la elaboración de este vino, las cuales, curiosamente, nada tienen que ver con Hondarribia, donde no se cultivan, sino solamente en los términos de Getaria, Zarautz y Aia. Se trata de hermosos cultivos en emparrados que parecen colgados sobre el mar, parras que antiguamente, según Humboldt, se sujetaban con huesos de ballenas. Hoy, la más moderna tecnología está al servicio de estos vinos frescos, ácidos y ligeros, que huelen a hierba fresca y a flores silvestres, que gozan de un creciente prestigio desde que Arzak los incluyó en la carta de su restaurante donostiarra y que cuentan con su propia denominación de origen desde 1989. Destacan por su calidad los de las bodegas Txomin Etxaniz y Txakoli Ulacia, en Getaria, y Txakoli Rezabal, en Zarautz. Tres últimas escalas en el confín occidental de la costa guipuzcoana: Zumaia, donde es preceptivo visitar la casa, finca y museo del pintor Ignacio Zuloaga; Deba, localidad de larga tradición balnearia, con dos playas que suman más de seis kilómetros de longitud y un paseo, la Alameda de Fermín Caballero, bordeado por más de 600 árboles de diversas especies; y, ya en la linde con Vizcaya, Mutriku, cuyas calles están dispuestas de tal forma a lo largo, ancho y alto del monte Elorrieta que, salvo que uno desafíe tozudamente la ley de la gravedad, siempre se desemboca en el puerto, un puerto recogido y pintoresco a más no poder. Túnel de San Adrián Al sur de la provincia de Gipuzkoa, ya cerca de Araba y Navarra, se alza la sierra de Aizkorri, cuya cima, el pico Aitxuri (1.551 metros), es la cumbre más alta del País Vasco. Por estos montes, aprovechando un túnel natural abierto en la roca caliza, pasa la calzada de San Adrián, que unos historiadores dicen que es de época romana y otros, quizá con más fundamento, de la Edad Media. Lo cierto es que por esta vía empedrada discurre el ramal del Camino de Santiago procedente de Tolosa e Irún, por donde se alcanzaba la llanada alavesa y han transitado a lo largo de los siglos peregrinos, clérigos e incluso reyes. Así, se cuenta que Carlos V, que alardeaba de no inclinarse ante nadie, cruzó el túnel en su caballo teniendo que agachar la cabeza para no golpearse en la roca, y en esa humillante postura es como fue recibido por uno de los alcaldes de la zona. En las inmediaciones del túnel, se encuentran varias ermitas que sirvieron como oratorio, refugio y hasta hospital para los caminantes; ermitas que, junto con los bosques de hayas y los prados donde pastan miles de ovejas latxas, forman una de las estampas más bucólicas que imaginarse pueda. El paraje dista 68 kilómetros de San Sebastián. Desde la capital hay que seguir la N-I hacia Beasain y, poco después de pasar esta localidad, tomar la GI-2637 hasta Venta de Otzuarte, desde donde arranca una pista forestal que lleva al refugio de montaña de la casa de los Miqueletes, en las vecindades del túnel. Una vez atravesado este, los caminantes tienen la posibilidad de desviarse de la calzada a la altura de un túmulo y subir por la cuesta del Calvario, entre fresnos y hayas, hacia la cumbre de Aitxuri (dos horas, solo ida), desde donde se disfruta de una vista espectacular de estos picos y crestas calizas que semejan formidables almenas pétreas. Oñate, Aránzazu y Loyola En este entorno del parque natural de Aizkorri está también Oñate, una población pródiga en edificios históricos, bautizada por el pintor Ignacio Zuloaga como la Toledo vasca, y con la primera Universidad del País Vasco y el monumento identificativo de la villa. Con portada plateresca de corte renacentista, la fundación de la Universidad del Santi Spiritu se debe a Rodrigo Mercado de Zuazola, un obispo ilustrado natural de Oñate. El edificio mantuvo su vocación docente hasta 1901, que fue clausurada por decreto, y en la actualidad alberga el Instituto Internacional de Sociología Jurídica. En su interior destacan el claustro, la capilla y el artesonado mudéjar. Este templo del saber no es el único edificio que sorprende al visitante primerizo de Oñate, porque esta población vasca tiene gran cantidad y variedad de oferta cultural. La iglesia parroquial de San Miguel, de estilo gótico, presenta un claustro que se construyó por orden del mismo obispo mecenas de la universidad y que conserva la particularidad de tener un río, el Arranoaitz, que discurre por él a cielo abierto. Su interior es de porte catedralicio y cobija el sepulcro del contador mayor de los Reyes Católicos de Castilla, Juan López de Lazarraga, y su esposa. Oñate es, asimismo, la puerta de acceso al Santuario de Aránzazu, levantado en 1950 por Sainz de Oiza en el mismo lugar en el que hace 500 años la virgen se apareció a un pastor. El templo es un verdadero complejo artístico de vanguardia que lleva la firma no solo de Oiza, sino también de otros importantes artistas vascos como Jorge Oteiza, que talló la imagen de la Piedad y el friso con 14 apóstoles de la fachada, y Eduardo Chillida, responsable de las puertas de acceso. El conjunto destaca por sus tres esbeltas torres de planta cuadrada decoradas con puntas de piedra caliza. En este mismo corazón verde de Gipuzkoa se levanta, en pleno Valle de Urola, un segundo santuario, el de Loyola. Este templo barroco está erigido sobre el solar natal de Íñigo de Loyola, San Ignacio, nacido en 1491 y fundador de la Compañía de Jesús. El conjunto, obra del arquitecto italiano Carlo Fontana, discípulo de Bernini, incluye una basílica circular con una cúpula de 50 metros de diámetro y un altar mayor churrigueresco, presidido por una estatua de plata de San Ignacio. Las habitaciones de la aristocrática familia Lozoya son las actuales capillas, y fue en la de la Conversión donde el joven Ignacio, convaleciente de una herida de guerra sufrida en la defensa de Pamplona, decidió dedicarse a la religión y concibió la idea de peregrinar a Tierra Santa. Con la importante figura de este santo y disfrutando del entorno rabiosamente hermoso en el que se localiza el santuario, finaliza nuestro recorrido por la fascinante, señorial y atractiva Gipuzkoa. http://clubcliente.aena.es