LITERATURA DEL ECUADOR (CUATROCIENTOS AÑOS) Galo René Pérez LITERATURA DEL ECUADOR (CUATROCIENTOS AÑOS) Crítica y Selecciones Ediciones ABYA-YALA 2001 LITERATURA DEL ECUADOR (CUATROCIENTOS AÑOS) Crítica y Selecciones Galo René Pérez 1era. edición: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1972 Quito-Ecuador 2da. edición: Ediciones Abya–Yala. Av. 12 de Octubre 14-30 y Wilson Casilla: 17-12-719 Teléfonos: 506-247 / 562-633 Fax: (593-2) 506-255 e-mail: admin-info@abyayala.org editorial@abyayala.org Quito-Ecuador Diagramación: Abya–Yala Editing ISBN: 9978-04-676-3 Impresión: Sistema DocuTech Quito-Ecuador Impreso en Quito-Ecuador, 2001 Contenido PRIMERA SECCION: LA COLONIA I. Quito, base de la nación ecuatoriana, a través de los Cronistas de Indias. Francisco de Jerez, Gutiérrez de Santa Clara, Cieza de León, Gaspar de Carvajal................... II. Quito a través de la investigación histórica de Juan de Velasco............................................... III. La cultura colonial. Preponderancia de la Iglesia. La arquitectura y las artes. Los centros universitarios. Los profesores jesuitas. La investigación científica.......................... IV. Autores y selecciones. Los profesores jesuitas y los estudiosos de la ciencia ........................... V. La creación literaria. Antecedentes precolombinos. Iniciación de la literatura propiamente ecuatoriana. El caso de Gaspar de Villarroel....................................................... VI. El gongorismo en Hispanoamérica. Razones de su rápida influencia. Los poetas gongóricos del Ecuador en los siglos XVII y XVIII. El libro más antiguo de poesía ecuatoriana. Su proyección sobre los trabajos líricos de Aguirre, gran figura del gongorismo. .................... VII. Autores y selecciones .............................................................................................................. SEGUNDA SECCION: EPOCA PRE-REVOLUCIONARIA I. La Ilustración en Hispanoamérica. El movimiento de las ideas del setecientos a través de la ciencia y la filosofía. La prensa. Eugenio Espejo y su discipulado revolucionario. Contenido ideológico del 10 de Agosto de 1809. La extraordinaria generación quiteña de José Mejía Lequerica........................................................................................................... II. Autores y selecciones .............................................................................................................. III. El neoclasicismo, otra rama de la corriente de la Ilustración. Libertad y positivismo material como estímulos de la nueva inspiración. La llamada literatura pre-revolucionaria. Los neoclásicos hispanoamericanos Olmedo, Bello y Heredia. Fuentes latinas e hispánicas. El poeta ecuatoriano Olmedo considerado como el máximo cantor de la emancipación del continente................................................................................................... IV. Autores y selecciones .............................................................................................................. TERCERA SECCION: LA INDEPENDENCIA Y EL SIGLO XIX I. Los libertadores. Sus propósitos de transformación política, económica y social. Vicente Rocafuerte, pensador liberal. El duelo ideológico de liberalismo y conservadorismo. La dictadura conservadora de García Moreno ......................................................................... II. El movimiento de restauración liberal. El pensamiento de Juan Montalvo, máxima figura ecuatoriana en las letras del siglo XIX. Eloy Alfaro ........................................... III. Autores y selecciones .............................................................................................................. IV. Liberalismo y romanticismo. El romanticismo, movimiento de caracteres uniformes en Hispanoamérica. Los antecedentes individualistas del siglo XVIII. El clima político de la emancipación continental como estímulo para la nueva literatura. Ingredientes románticos. La influencia europea, y particularmente la española desde Velarde hasta Bécquer. 9 14 16 19 45 48 50 61 64 85 87 99 102 105 V. Los poetas románticos del Ecuador. La prosa. Mera, iniciador del género novelesco, Montalvo, fundador del ensayo moderno en lengua castellana. .............................................. Autores y selecciones .............................................................................................................. CUARTA SECCION: EL SIGLO XX Influencia de la corriente arielista. Afirmación del nacionalismo y rechazo a la política I. anglo-sajona. Las nuevas ideas sociales................................................................................... II. El Modernismo, movimiento literario de esos mismos años. Unidad del Modernismo en Hispanoamérica. Su condición altamente estética. Su trascendencia. Advenimiento tardío del Modernismo ecuatoriano. Las corrientes francesas que fecundaron la poesía modernista en el continente y en el Ecuador. La generación de Arturo Borja, Humberto Fierro, Medardo Angel Silva y Ernesto Noboa Caamaño. El maestro de la prosa Gonzalo Zaldumbide............................................................................................................... III. Autores y selecciones .............................................................................................................. IV. El costumbrismo. Su convivencia con el romanticismo. Montalvo, Mera y Espinosa, románticos y costumbristas. Expresiones posteriores. Los casos de José Rafael Bustamante y José Antonio Campos. Aparición del realismo. Luis A. Martínez. Su novela “A la costa”...... V. Autores y selecciones .............................................................................................................. VI. La narración desde la tercera década del siglo XX hasta nuestros años. El determinismo telúrico y la diversidad regional de las producciones narrativas. Narradores de las dos regiones principales del país: la costa y la sierra. La novela como documento social y sus antecedentes hispanoamericanos. El montuvio y el negro, el mestizo y el indio. Los casos de José de la Cuadra, Jorge Icaza y otros autores..................................................................... VII. Autores y selecciones .............................................................................................................. VIII. La poesía de nuestro tiempo. Conducta esteticista del verso a través de la historia literaria ecuatoriana. Las renovaciones ultraístas. Carrera Andrade, Gonzalo Escudero y otros autores. El género teatral y su producción intermitente. Consideración general sobre los autores más recientes del país, a partir del año 1944 ............................................... IX. Autores y selecciones .............................................................................................................. X. El ensayo literario. Su ya largo prestigio. Proyecciones del ensayo montalvino. La crítica de las letras ecuatorianas: sus virtudes y deméritos. Los estudios panorámicos de la literatura nacional, base del juicio extranjero. Los casos de Isaac J. Barrera, Augusto Arias, Benjamín Carrión y Angel F. Rojas. Otros ensayistas........................................ XI. Autores y selecciones .............................................................................................................. XII. Antología de las últimas décadas............................................................................................. 114 120 145 149 152 174 176 181 186 264 270 292 296 311 Primera sección LA COLONIA I. Quito, base de la nación ecuatoriana, a través de los Cronistas de Indias.- Francisco de Jerez, Gutiérrez de Santa Clara, Cieza de León, Gaspar de Carvajal Ninguna duda cabe sobre el desarrollo colosal de la España que se desbordó hacia este flanco occidental del mundo para conquistarlo. Era un país en gran apogeo. En los más variados campos. Multiplicó las escuelas gratuitas antes que ningún otro país europeo. Tuvo más de treinta universidades, y una de ellas –la de Salamanca, ¡en esos años!– con siete mil estudiantes. Estimuló la inquietud humanística. Contó con Juan Luis Vives y Antonio de Nebrija. Durante dos centurias casi completas, las de XVI y XVII, produjo una literatura rica y diversa, quizás como ninguna en la Europa de entonces. Vivía España su Edad de Oro. Y en consonancia con ello, la historia la señaló para la aventura del descubrimiento americano y los fragores de la conquista y la colonización. Acá vinieron especialmente hombres de acción. De garra. Inquebrantables. Que se fueron curtiendo aun más en gigantescas y dolorosas empresas. La codicia y la búsqueda vehemente de poder, pero también la pasión de crear o construir, no les dejó tregua en su marcha difícil a través de una naturaleza celosa de su brava doncellez. Hubo muchos que se enriquecieron. Que se repartieron arrobas de oro y de plata. Otros que adquirieron títulos y autoridad que nunca hubieran alcanzado en España, dada la humildad de su origen. Mas tampoco faltaron los civilizadores, los que se afanaron en la germinación de pueblos semejantes a los que habían dejado al otro lado del mar. Tal parece recordarlo Pedro Cieza de León cuando alaba a aquellos españoles que, entre las sel- vas, los riscos y los desiertos, crearon, en sesenta años, más de doscientas ciudades. El acontecimiento mayor de la época fue sin duda el de la creación de este mundo nuevo, que partió del Descubrimiento y se reveló en muchas otras hazañas. Pero éstas se mezclaron, desgraciadamente, con innumerables infamias, con atrocidades innecesarias, con errores que no hay cómo perdonar. El espectáculo era macabro y glorioso. Impresionante en su sino de heroísmo como de tragedia. El esfuerzo, la aventura, la codicia, la violencia y la muerte eran la tarea de cada día. Bajo ese clima singular, cediendo al apremio de tan insólitas circunstancias, hubo españoles que quisieron dejar en la página escrita el testimonio imborrable de cuanto vieron y vivieron. Lo literario no les seducía. Ni su formación era para ello. Aunque en algunos casos, por la fuerza de la emoción o el deseo de ser claros y prolijos, consiguieron una expresión estética. Esos escritores, nacidos bajo el compromiso de narrar y describir con sencillez y fidelidad los hechos, hombres y lugares de la conquista y colonización de América, se llamaron Cronistas de Indias. Aunque extremado es decirlo, eran como periodistas poseídos del afán de informar y dejar material para el futuro. Su estilo perseguía pues la naturalidad. Que a veces era plebeyez. Pero no exenta de importancia histórica. Ser idóneo en su caso era ser veraz. Uno de los mejores Cronistas, Pedro Cieza de León, lo aclara bien: “a mí me basta –dice– haber escrito lo cierto”. y Agre- 10 GALO RENÉ PÉREZ ga: “y lo que no vi trabajé de me informar de personas de gran crédito, cristianos e indios”. Otro Cronista, Francisco de Jerez, que fue Secretario de Francisco Pizarro, tuvo también una actitud gallarda. Superó todo intento de pasión. Evitó juzgar. Prefirió referir con objetividad. Como el más atento “veedor”. Por eso sus páginas se enriquecieron de información. A tal punto que casi no hay detalles de desperdicio en las imperfecciones de su prosa. Y hay más casos que podrían citarse, porque muchos se documentaron y buscaron la verdad con tenacidad ejemplar. De ese modo en el Renacimiento español cobró vuelo un género más: el de la Crónica. En tanto que en nuestra América surgió, gracias a aquélla, un caudal histórico de vivo interés, indispensable para reconstruír hasta el pasado aborigen. En el caso concreto del Ecuador, hay páginas abundantes y muy útiles en varias Crónicas, como las del aludido Jerez, y de Sancho de la Hoz, Gutiérrez de Santa Clara, Pedro Cieza de León, Gonzalo Fernández de Oviedo, Agustín de Zárate, Pedro Ordóñez, Toribio de Ortiguera, Gaspar de Carvajal. Leyendo a tales autores se logra ver la antigüedad de la organización nacional ecuatoriana. Así como la importancia y solidez de su estructura primitiva. Antes del Imperio de los Incas, juzgado como cosa portentosa por sociólogos modernos, en el territorio del Ecuador hubo tribus que entretejieron ya sus aspiraciones comunes en el viejo telar de la patria. Formaron el Reino de Quito. Con idiomas, religión y costumbres que no consiguieron extirpar los incas conquistadores. Los Cronistas recuerdan cómo fueron de “soberbios y ricos” los aposentos de los Cañaris del Ecuador. En la época del Imperio peruano –cuando Huayna Cápac lo dilató como ninguno de sus antecesores– Tomebamba tenía el mismo rango que el Cuzco, que era la capital. Pedro Gutiérrez de Santa Clara hace una relación de las conquistas de los Incas en la América del Sur, esforzándose aun en la explicación del linaje de éstos y de sus hazañas. Se refiere, naturalmente, a Huayna Cápac y a su empresa guerrera. Pero cuanto toca el punto de su invasión a Quito habla de la existencia de un reino, como no lo había hecho en los detalles de la expansión austral. “Ganó aquel reino –dice– que era entonces muy grande y rico”. Cuenta que mató “en el campo al rey”, y que después se casó con la “reina viuda”, una india joven muy hermosa. Huayna Cápac engendró así un hijo de matrimonio, que se llamó Atahualpa, o Gallo Fuerte. Tal fue el hijo de su predilección. El que le acompañó en las guerras posteriores, y a quien dejó la parte más querida tal vez de su imperio. Ahora bien, Gutiérrez de Santa Clara agrega algo que tiene aun más interés dentro de la forja de la nación ecuatoriana. Manifiesta que después que Huayna Cápac partió los dominios imperiales entre Atagualpa y Guáscar o Soga de Oro, éste trató de reclamarlos para sí como único sucesor. A lo que el soberano quiteño supo responder virilmente, humillando a las armas del codicioso inca del Cuzco. Por otra parte, con una conciencia admirable de los derechos de su nación, de la intangibilidad de la vieja patria que defendía, mandó una contestación a Guáscar haciéndole entender que él, Atahualpa, era descendiente legítimo de Huayna Cápac, y como tal uno de los dos sucesores; pero que, principalmente, “el reino lo había heredado de su reina madre”. La soberanía sobre Quito nadie podía disputársela. Tenía origen más antiguo que las conquistas incaicas. A ese indio extraordinario lo vio el Secretario de Pizarro, Francisco de Jerez, cuando los españoles le tomaron prisionero en Cajamarca, a cuyo lugar –tan distante de Quito– había llegado tras guerrear y vencer a las fuer- LITERATURA DEL ECUADOR zas de Guáscar. El Cronista le vio aparecer radiante, precedido de miles de indios: unos barrían el suelo para su paso; otros entonaban cánticos para realzar la presencia solemne del soberano. Venía Atabalipa (así lo nombra Jerez) en “una litera aforrada de pluma de papagayos de muchos colores, guarnecida de chapas de oro y plata”. Desde ella apartó con ademán soberbio el brazo del Padre Vicente Valverde y echó lejos el texto sagrado que él no conocía. Es de veras interesante esta imagen que traza Jerez: “Atabalipa era hombre de treinta años, bien apersonado y dispuesto, algo grueso; el rostro grande, hermoso y feroz, los ojos encarnizados en sangre; hablaba con mucha gravedad, como gran señor, hacía muy vivos razonamientos, y entendidos por los españoles, conocían ser hombre sabio; era hombre alegre, aunque crudo; hablando con los suyos era muy robusto y no mostraba alegría”. El testimonio de los Cronistas ha dejado un criterio más o menos uniforme sobre la organización regia de los pueblos de Quito, que data pues de una época anterior a la del dominio incaico. Los episodios que solía evocar la pluma curiosa y diligente de esos recios aventureros no puede menos que mostrar la fuerte personalidad del reino quiteño. Lo hemos visto en el ademán de soberano con que Atahualpa supo responder a Huáscar, descubriendo ya entonces un lúcido convencimiento de la antigüedad y legitimidad de sus derechos. La actitud común de sus millares de súbditos parecía respaldar esa conciencia de unidad. Guerreaban, sin duda, por algo más que la simple fiereza de tribus salvajes. Les orientaba un destello de linaje más noble. Es interesante la referencia del Cronista Pedro Cieza de León a la lucha encarnizada con que se defendió Quito de los incas invasores. “Los de Otavalo, Cayambi, Cochasquí, Pifo, con otros pueblos –dice–, habían hecho liga todos 11 juntos y con otros muchos, de no dejarse sojuzgar del Inca, sino antes morir que perder su libertad”. Libertad o soberanía, parece que debiéramos entender. El episodio de Yahuarcocha (lago de sangre), en que Huayna Cápac, victorioso a la postre, hizo una atroz matanza de sus enemigos a orillas de aquel lago, para arrojar luego sus despojos en la profundidad, ha sido incorporado a la historia de la nación ecuatoriana como ejemplo de sacrificio de un pueblo rico de altivez y de amor a sus derechos. Recuerda Cieza de León que “tanta fue la sangre de los muchos que mataron, que el agua perdió su color, y no (se) via otra cosa que espesura de sangre”, y que sólo entonces el Inca se sintió seguro de su dominio. Los “huambras”, o pequeños hijos de las víctimas, ya no podrían hacerle la guerra. Los acontecimientos posteriores llegaron a convertir a Quito en el centro vital del Imperio de los Incas, no únicamente por la oriundez azuaya de Huayna Cápac, sino por las victorias que fue alcanzando uno de sus dos sucesores, el monarca quiteño Atahualpa. Por eso las caballerías de Pizarro lograron la conquista de los pueblos aborígenes tras la prisión de aquel indio y la masacre de los millares de súbditos que le acompañaban en las llanuras de Cajamarca. Atahualpa era la cabeza del imperio. Sus generales se empeñaron en defenderle. El Cronista Pedro Sancho de la Hoz hace clara referencia a “la resistencia de Quizquiz en el estado de Quito”. Y hay numerosos testimonios sobre los postreros alardes heroicos de Rumiñahui, que con doce mil guerreros se obstinaba en impedir a Belalcázar la fundación española de la capital del Ecuador. Esta se realizó al cabo, hacia 1534. El hecho ha sido registrado en la Crónica de Pedro Cieza de León, que en tono solemne asegura: “en nombre del emperador don Carlos, nuestro señor, siendo el adelantado don Fran- 12 GALO RENÉ PÉREZ cisco Pizarro, gobernador y capitán general de los reinos del Perú y provincias de la Nueva Castilla, año del nacimiento de nuestro redentor Jesucristo de 1534 años, fue fundada la ciudad en “sitio sano, más frío que caliente”. Iba a estar la urbe “arrimada a unas sierras altas”, como en los viejos tiempos. Y en medio de una tierra fértil, con “bastimentos de pan y legumbres, frutas y aves”. Para entonces ya se erguían ahí las moradas de los antiguos señores –los indios–: “casa de piedra con techo de paja”. Y sus templos fastuosos. A partir de esa empresa hispánica, Quito fue cobrando desarrollo, e importancia de las mayores en América. Se convirtió en uno de los centros más poblados y activos de la Colonia. Suyo fue el episodio más ingente de las aventuras en tierras americanas: el Descubrimiento del Amazonas. Los Cronistas dejaron que el tema imantara poderosamente su pluma. Había tanta peripecia que narrar. Tantas agonías. Tantos heroismos callados, fecundos. Se multiplicaron las relaciones, los comentarios y las alusiones. De allí surgió sobre todo la Crónica del fraile dominico Gaspar de Carvajal, que fue testigo presencial porque se halló entre los cincuenta que acompañaron a Francisco de Orellana, el descubridor. Apartadas las narraciones puramente fantásticas –que sí las hay en el texto pero en número muy reducido–, la obra de Carvajal es un documento inestimable para tener información prolija de la aventura amazónica, del extraordinario estado de prosperidad de muchos pueblos del oriente ecuatoriano, ahora desaparecidos, de la condición hospitalaria de algunos de aquellos, de las riquezas del suelo, de los esfuerzos apenas imaginables de aquella gente que se internó en la selva, e improvisó sus embarcaciones (fabricando hasta los clavos en los sitios del itinerario), y que navegó ríos desconocidos que le condujeron hasta el Atlántico. Pero la Crónica de Carvajal es útil además para salvar a Orellana de las acusaciones de traición que estableció contra él Gonzalo Pizarro, organizador y conductor de la empresa del descubrimiento del Amazonas, cuya culminación se le fue de las manos por los azares de la misión exploradora que él mismo confió a Orellana. El descubrimiento del Amazonas, del Río-Mar (camino de planeta lo llamó el poeta Neruda), del Río de Orellana, del Río de Quito, fue superior en conjunción de asperidades y hazañas a muchos acontecimientos de la historia americana. Aquél no tiene los rasgos ilusorios del mito o de la leyenda aprócrifa con que generalmente intenta fortalecerse la vanidad de los pueblos. Se yergue, al contrario, sobre documentos veraces. Y es un ejemplo de la máxima virilidad, del coraje más templado y constante. Partieron los expedicionarios de la ciudad de Quito. Cuatro mil indios iban con los españoles. Viajaban hacia regiones inhóspitas, con los fardos sobre el lomo dolorido. Se alejaban entre el llanto pasmado de sus familias humildes. para convertirse en los Ulises de ríos tempestuosos, sobre los que soplaba un eolo bárbaro y siniestro. Pero su condición, a la verdad, era distinta de la del Ulises de la leyenda homérica, porque éste tornaba hacia la lumbre acogedora del alero nativo, mientras que los indios de la vieja ciudad de Quito se alejaban del chozón cariñoso y de los brazos de los suyos sin la esperanza de un día volver. El sacrificio no pudo ser más generoso. Fueron desafiando páramos y ventisqueros. Ventisqueros y ríos. Ríos y selvas. Soportando los aguaceros andinos y la bruma y los peligros del aire enrarecido. Cien aborígenes se quedaron petrificados en los pasos de la puna de Papallacta y Guamaní. Testigos mudos de una empresa que el país no podía olvidar. El valiente capitán español Gonzalo Pizarro, Gobernador de Quito, que había iniciado LITERATURA DEL ECUADOR aquella expedición en marzo de 1541, llegó hasta el río Coca. Ahí esperó en vano el retorno de Francisco de Orellana y sus cincuenta compañeros, que rumbearon por ríos desconocidos en demanda de vituallas. Pizarro volvió a Quito al cabo de dos años, tras haber sufrido las peores penalidades entre los bravos tentáculos de la selva. Sólo ochenta españoles –de los quinientos que partieron de la ciudad– habían logrado regresar con Pizarro, y tan pobres y desmedrados como él. Orellana, 13 por su parte, navegó el Coca, salió al Napo, pasó al Curaray, y el 12 de febrero de 1542 dio en el Amazonas, que se convertía de ese modo en la llave fluvial del Ecuador al Atlántico, en su paso directo a Europa. Quito, vertiente humana y económica para el gran descubrimiento, pasaba a ser automáticamente, por derecho de tan ejemplares sacrificios, la dominadora absoluta de las vastas comarcas orientales, que más tarde ha ido perdiendo en la red de oscuros litigios internacionales. II.- Quito a través de la investigación histórica de Juan de Velasco Figura del siglo XVIII, el Padre Juan de Velasco es el historiador ecuatoriano más antiguo. Investigó el pasado precolombino. Por eso es preciso recordarle junto a los Cronistas a cuya obra nos hemos referido. Como ellos, se sintió atraído por el tema de la primitiva organización de Quito. Sabía que la mejor manera de profesar el amor a la patria es conociendo a ésta de veras, estudiándola, comprendiéndola, valorándola, estimulando con el ejemplo de lo antiguo lo más puro y característico de sus facultades. De ahí su vena histórica. Quiso documentarse, y lo consiguió admirablemente. Cotejó como pocos los textos de los Cronistas, para establecer la validez de algunos de ellos. Sus averiguaciones personales y el examen de vacíos, ambigüedades y contradicciones de esa pluralidad de testimonios le condujeron a exponer un criterio bastante idóneo. Ajustado frecuentemente a la verdad. Su lógica impresiona y convence. La riqueza de datos es indiscutible. Y, por sobre eso, consciente de cómo debía orientar aquella su disposición magistral para la historia, se propuso demostrar la antigüedad y grandeza del Reino de Quito, base de la nación ecuatoriana. Los trabajos del presbítero Juan de Velasco son de lo más notable que ha dado Hispanoamérica en dicho campo. Su pluma es erudita pero tiene el encanto de la sencillez y la desenvoltura. Sabe trazar con nitidez las imágenes. También animar los hechos. Y sustentar con buen sentido su teoría del famoso Reino de Quito. Por eso extraña que en su propio país se desplieguen juicios escépticos y peyorativos en torno de una obra cuyo acopio de material histórico ha sido tan prolijamente recogido y organizado. El Padre Velasco habla de lo primitivo de aquel reino, que durante varios siglos contó con muchos Régulos, de los cuales solamente se conservó el nombre del último: Quitu. Esos antiguos pueblos de origen desconocido, pero muy considerables en el decir de nuestro historiador, sirvieron para la composición definitiva de la nación quiteña. Porque con ellos se unieron los Caras, que llegaron a nuestras playas a fuerza de remo, en balsas enormes, hacia el 700 u 800 de la Era Cristiana. Primero demoraron éstos en el litoral. Estuvieron en Esmeraldas, y haciendo después rumbo por el río homónimo, en busca de condiciones naturales más benignas, ascendieron hasta Quito. Allí fundaron su propia dinastía: la de los Shyris, o Señores de todos. Su grado de organización y su tacto de gobierno se aprecian a través de esta referencia de Velasco: “El hijo del Shyri o de la hermana que debía suceder (en el ejercicio de la monarquía), nunca se presumía heredero, ni se podía llamar Shyri, mientras no era declarado por tal en la Junta de los Señores del Reino, y nunca lo declaraba si no era apto para gobernar, pasando en ese caso a la elección de uno de los mismos Señores”. (Historia del Reino de Quito.– Historia Antigua.– Libro 1º). Parece que esa nación, más antigua que la de los Incas, cubrió algo como quinientos años, durante los cuales hubo unos quince soberanos. Con el undécimo se extinguió la línea masculina de los Caras, porque aquél no tuvo más heredero que su hija Toa, LITERATURA DEL ECUADOR a quien casó por eso con Duchicela, primogénito del Régulo de la Provincia de Puruhá. De tal modo, el Schyri usó el artificio de la alianza matrimonial para extender las dimensiones de su reino. En la nueva dinastía sobresalieron Hualcopo y Cacha, que a su tiempo debieron hacer frente a las avalanchas militares de los Incas Túpac Yupanqui y Huayna Cápac. Ninguna conquista resultó para éstos tan dura como la de Quito, por la solidez y enormidad de sus dominios. Libraron batallas atroces. En una de las más sangrientas murió el General quiteño Epiclachima, con dieciséis mil de sus guerreros. En otra, la de las llanuras de Caranqui, hubo un número mayor de víctimas. Allí murió el último Schyri. Pero para que le sucediera su hija Pacha, hermosa joven de veinte años a quien hizo su esposa el Inca vencedor, Huayna Cápac. Así quedaba de nuevo anudada, sin menoscabo casi, la integridad de la soberanía de Quito. Y precisamente, el primogénito de aquella unión regia, que fue Atahualpa, habría de convertirse, hacia los años del arribo de los españoles, en la autoridad única de los Schyris y los Incas. El Padre Juan de Velasco ofrece en su Historia muchos aspectos de la vida del antiguo Reino de Quito, y en varios casos hace referencia a los Cronistas que ha consultado. Las fuentes que ahora son asequibles muestran a menudo la seriedad de su parecer. De manera que el estilo de sus exposiciones sobre el viejo asiento de nuestra nación no debe estar destituído de verdad. El conoció documentos ahora inencontrables. Recomienda como testimonios fidedignos los de Fray Marcos de Niza (franciscano que acompañó a los conquistadores) y de sus estudiosos: doctor Bravo Saravia, Francisco López de Gómara y Jacinto Collahuaso. Duda, en cambio, de la autoridad de Garcilaso de la Vega el Inca, que estuvo bien informado de las cosas del Cuzco, pero no de las de Quito. Y señala –hecho 15 que es evidente– la parcialidad de que están maleficiadas las páginas de éste. Tras considerar importantes cuestiones de organización, de costumbres, de conocimientos astronómicos, de religión, de artes y de armas, concluye Velasco que la de Quito “era una dilatada monarquía, casi tan grande como la del Perú, arreglada por sus soberanos en lo político, civil y militar, quizás muchos años antes que aquélla” (Historia Antigua.– Libro IIº). Admite, sí, que la escritura de los quipos o cordones de colores de los Incas, a pesar de su incipiencia, era superior a la de los Schyris. Pero no deja de recordar que el idioma de éstos sedujo a Huayna Cápac por la similitud con el suyo propio, que era el quechua. La relación histórica del Padre Juan de Velasco entra en detalles muy significativos. Interpreta con sagacidad los documentos que le sirven de apoyo. Elude los excesos que pueden dañar la verdad. No vacila en ensayar su crítica, aun contra los mismos religiosos. Por eso la figura de Fray Vicente Valverde queda execrada de modo admirable en sus justísimas alusiones. La actitud artera de Francisco Pizarro, a quien humilló con su talento el soberano de los indios –Atahualpa–, está juzgada también con la severidad del historiador. En medio del cuadro de crímenes, de codicias, de engaños de los conquistadores, destaca en cambio con relieve muy atractivo, no sólo por fuerza del contraste, la personalidad del extraordinario monarca quiteño. Ese Atahualpa, que tiene conciencia tan despejada de los derechos de su nación, y que acompañado de Quizquiz, de Calicuchima, de Rumiñahui, de Zota-Urco, va a defenderla de los amagos de conquista de Huáscar, hasta llegar vencedor a las lejanas llanuras de Cajamarca, se recorta en nuestra historia con la majestad de su ejemplar grandeza. III.– La cultura colonial. Preponderancia de la Iglesia. La arquitectura y las artes. Los centros universitarios. Los profesores jesuitas. La investigación científica Comunmente la crítica alude a los siglos coloniales como a un período de penumbra espiritual en nuestro continente. El conquistador quiso avasallarlo todo. Destruírlo todo. Arte. Lenguas. Religión. Se produjo, sí, la cópula racial de España y América por los reclamos insofocables del instinto, pero no el connubio fecundo de las culturas. El mestizaje en el orden espiritual tuvo que ir cuajándose lentamente, en un proceso que dura hasta hoy, gracias a la fuerza secreta e inextinguible de los factores naturales de la herencia. La dominación hispánica trató de ser absoluta y tajante. El coloso se acomodó con el ademán de un emperador inexorable en el recinto del Nuevo Mundo. Los intereses de España parecía que exigían una capitulación radical –de bienes y de conciencia– de los pueblos aborígenes. El triunfo de sus armas trajo consigo la imposición de la fe. Junto al conquistador se alzó siempre la figura del misionero. Por eso le quedó a Hispanoamérica un triste legado de inquisidores y guerreros; y el sayal del monje y la casaca militar habrían de convertirse en dos símbolos irrenunciables de su vida pública. Pero también ese ardiente celo religioso se proyectó hacia la cultura, y ella fue encauzándose y cobrando volumen bajo los dictados de la Iglesia. Tal puede observarse claramente en el Ecuador durante el período colonial. Quito se convirtió en un centro de estudios, de arte y de profesión religiosa. Dicho ambiente consonaba bien con su reclusión geográfica. El cascarón montañoso en que yace la ciudad parece castigarla con la austeridad, con la meditación silenciosa. En aquellos años se multiplicaron los templos. Se hizo de la capital un vasto convento. Las torres con el peso de sus campanas. Las calles con el peso de sus escurialenses muros de piedra. Las gentes con el peso de sus remordimientos y temores. Un ambiente por donde quiera agobiador. El alma se doblegaba para la oración y el estudio. Las órdenes religiosas alimentaban esa dual disposición. Y lo primero que surgió de su celo fueron escuelas en donde adoctrinar y enseñar la lengua y los oficios útiles. Pero las necesidades fueron expandiendo el ámbito de tal magisterio. Se organizaron entonces colegios y universidades cuyas cátedras pertenecieron al clero. En Quito se concentraron pues las labores de la Iglesia. La capital fue el eje político, administrativo, económico, religioso e intelectual del país. Allí tuvieron sus conventos y universidades las órdenes de San Agustín, Santo Domingo, La Compañía de Jesús o de los jesuitas. A los agustinos pertenecía la Universidad de San Fulgencio. A los dominicos la de Santo Tomás. A los últimos la de San Gregorio Magno, que sin duda fue la más importante. Todas ellas siguieron el viejo patrón hispano, que fue el de Salamanca. El pensamiento escolástico prestaba los moldes consabidos. Aristóteles y Santo Tomás presidían la enseñanza. El latín era el vehículo obligado de la cátedra. Se escribían páginas de mística y LITERATURA DEL ECUADOR ascética. La oratoria sagrada se desplegaba en los más presuntuosos alardes. La poesía tomaba frecuentemente una función moralizadora. Hacia el siglo XVIII la actividad cultural se había extendido apreciablemente, aun a pesar de la severidad con que el clero la moldeaba. Para entonces ya tomaban un lugar destacado la arquitectura y las bellas artes. El más antiguo centro americano que las introdujo para su aprendizaje y fomento fue precisamente uno de Quito: el colegio franciscano de San Andrés, fundado en 1553. Las consecuencias vinieron de suyo, dada la natural disposición de las gentes. Al extremo de que la ciudad pudo contar con monumentos religiosos y tesoros artísticos acaso inigualados después en abundancia y significación. Los estilos plateresco y herreriano, tan diferentes entre sí, se acomodaron en el medio quiteño sin hacer fracasar el gusto ni la habilidad de sus trabajadores, y dejaron el testimonio indestructible de los templos de la Compañía de Jesús y San Francisco. La pintura y la escultura se convirtieron en servidoras infatigables de la fe católica. Pero, a pesar de tal exigencia monástica, que tronchaba cualquier intento de ramificación temática, las obras supieron expresar la originalidad de sus creadores. Es imposible no observar, por ejemplo, el genio estético de Manuel Chilli o Caspicara, que quizás alcanzó una delicadeza y dulzura plásticas pocas veces conocidas. Su alma de indio parece que amaba, en una especie de éxtasis y de sensualidad, la albura y suavidad de la piel de la raza del conquistador español. De modo que sus esculturas son como un madrigal que canta la belleza de la forma humana. Caspicara es un nombre que nunca debería olvidarse en la apreciación del siglo XVIII hispanoamericano. En lo que concierne a la docencia misma de las aludidas universidades quiteñas, parece indiscutible el beneficio que rindieron. 17 Las disciplinas que se enseñaban era la Lógica, la Física, la Metafísica, la Psicología. Había muchos profesores nativos del Ecuador. Y de talento brillante. Que prepararon textos valiosos, muchos de los cuales se mantienen inexplicablemente inéditos. Prevalecía en aquellas aulas la ciencia especulativa. Pero no faltaba, en alguna oportunidad, el atrevido conato de la experimentación. Haciendo una salvedad a sus fuertes censuras de la época, lo dice Espejo cuando se refiere al jesuita Juan Bautista Aguirre. Aun más, había profesores que en el campo mismo de la especulación revelaban cierta encomiable autonomía de juicio, una atractiva manera de conducir la explicación de los problemas, una insospechada habilidad dialéctica. Llama la atención, por ejemplo, el religioso quiteño Francisco Guerrero, que enseñó durante el siglo XVII y dejó inédito un libro jurídico. En sus comentarios sobre el Tratado Universal del Derecho y la Justicia, según la mente de Duns Scott (“nuestro sabio Doctor”), hay argumentos que se exponen con mentalidad de penalista bien enterado de su materia. Guerrero no olvidaba que la explicación del Derecho demanda la mayor limpidez y precisión del idioma. Con una diafanidad propicia hasta para las consideraciones sutiles, va relacionando la ignorancia del agente del delito con los diferentes grados de su responsabilidad. Reflexiona pues sobre la participación de la voluntad en la comisión del hecho punible, más o menos como lo hace la ciencia moderna. Al nombre de Guerrero se agregan otros aun más valiosos –Pedro de Mercado, Jacinto B. Morán de Butrón y Juan Bautista Aguirre–, de quienes se dan referencias en la sección de esta Antología llamada Los Profesores Jesuitas. Por lo expuesto hasta aquí, se verá que procuraban los frailes ejercitar con acierto sus facultades. Pero la inquietud inte- 18 GALO RENÉ PÉREZ lectual no se quedó, no podía quedarse confinada entre las sombras solemnes de los claustros. Se expandió por eso, paulatinamente, hacia los seglares, con resultados también apreciables. La preocupación religiosa –carácter original de la cultura de entonces– siguió gravitando sobre ellos, aunque con menos fuerza y extensión. Otras exigencias, que tenían el lastre de la vida social, comenzaron a hacerse oír con mayor imperio. Podría decirse que apuntaba una intención utilitaria, de provecho concreto para la colectividad, en los nuevos empeños. Las personalidades de entonces intentaban armonizar la vocación de saber y la pasión de servir. Precisamente el siglo XVIII permitió ver la imponderable alianza de la ciencia y la acción civilizadora. Se lo comprueba recordando a Pedro Vicente Maldonado. Pero, por fortuna, él no fue el único ni en América ni en el Ecuador. Sin duda obró beneficios la presencia de investiga- dores europeos notables. La Condamine se entendió bien con Maldonado. Humboldt con una de las mentalidades más cabales: José Mejía. El sabio alemán encontró que las bibliotecas de botánica que habían formado en Bogotá los científicos Mutis y Caldas eran quizás más buenas que las de Europa. Y no desmayó su entusiasmo cuando se refirió a la vida del Quito de entonces, que ya contaba con sesenta mil habitantes. Pero lo mejor de todo era que los trabajos científicos no andaban divorciados de los altos intereses del hombre. Al contrario, la nueva filosofía, en que se batallaba contra las sinrazones de las conquistas de pueblos, la desigualdad social, la servidumbre ya centenaria del pensamiento, agitaba sus energías en demanda de prosélitos. Por ello algunas de las personalidades sobresalientes en el ejercicio científico, lo fueron también en el campo difícil de la libertad de nuestro continente. IV.– Autores y selecciones. Los profesores jesuitas. Los estudiosos de la ciencia Profesores Jesuitas Pedro de Mercado Nombre importante es el suyo dentro del período colonial ecuatoriano. Fue un jesuita que nació en la ciudad de Riobamba en el temprano siglo XVII. Vivió muchos años en Colombia. Se ha dicho, lamentablemente sin comprobación, que escribió como dos docenas de libros. Gustaba del género histórico, que a través de varias expresiones fue frecuentado en la Colonia. En Bogotá se publicó hace poco (1957) su “Historia de la Provincia del Nuevo Reino de Quito de la Compañía de Jesús”, en cuatro volúmenes. Dada la condición misma de Mercado, preponderan en sus páginas los asuntos de la Iglesia. Pero hay algo más en ellas, que enriquece su interés, que las hinche de contenido humano. Y es su aguda observación de la realidad de los indios y de sus hábitos. Aun más: hay descripciones del mundo natural, con referencias a tipos de plantas y animales, que imantan la curiosidad del lector común. Puede éste, en efecto, encontrar rasgos inimaginados de la existencia de monos, culebras y otras especies menos conocidas en el animado recuento “de algunos árboles y animales que se crían en estas tierras”, recogido en la presente sección. Con igual sentido de interés, y con mucho desenfado, este religioso ha escrito también las páginas que ahora reproducimos, sobre “los matrimonios entre estas Naciones que contiene el Gran Pará o Marañón”. Puntualiza claramente en ellas la libertad del comercio sexual entre los indios. Dice: “Todo era torpeza entre estos indios, lujuria era todo. No se hallaba matrimonio indisoluble entre estas naciones, porque no lo había”. Y agrega: “Cuando celebraban algunas fiestas trocaban los unos las mujeres con los otros”. Y concluye: “Hallábanse mujeres que habían mudado muchos maridos estando todos vivos”. Eso, leído ahora, en que las sociedades ultracivilizadas han promovido una rebelión contra la común ética del amor, deja advertir que ni los tiempos ni los pueblos o las razas cambian la naturaleza esencial del hombre. Jacinto B. Morán de Butrón (1668 - 1749) Nació en la ciudad de Guayaquil, también en el siglo XVII. Fue otro jesuita valioso de la Colonia. Profesó el magisterio. Amó la filosofía, en cuyo campo dejó algunos tratados que se hallan todavía inéditos. Como Mercado, sintió además gusto por las cosas de la historia. Dejó así el libro “Compendio Histórico de la Provincia de Guayaquil”, que apareció en publicación póstuma, en 1789. Pero fue más lejos el entusiasmo intelectual de Morán de Butrón: intentó componer una biografía, la de Mariana de Jesús. Y, si bien se echan de menos en su empeño los recursos privativos de ese género, de veras difícil, no se pueden desdeñar los méritos de fluidez para narrar, de perspicacia para observar el ambiente en que se movió la Santa quiteña, de certeza para componer una prosa llena de dignidad, que ahora se deja leer fácilmente. La “Azucena de Quito”, o vida de Santa Mariana de Jesús, editada por primera vez en Madrid en 1725, es efectivamente una demostración de cuánto 20 GALO RENÉ PÉREZ valía aquel Morán de Butrón. Su pluma, al iluminar la figura biografiada, aclaró también los detalles de la aflictiva condición del pueblo humilde de Quito. La compasión de la Santa trató de aliviar las llagas de la pobreza, la mendicidad y el desaseo, que transparecen en tal evocación, como puede comprobarse en el capítulo transcrito: “Caridad con sus prójimos en el socorro de sus cuerpos”. Juan Bautista Aguirre (1725-1786) Caso sin duda más notable que el de los dos anteriores parece el del Padre Aguirre. Fue uno de los mejores poetas del siglo XVIII hispanoamericano. De su producción lírica se hace una apreciación independiente en esta misma obra, en el capítulo siete, o de la creación literaria. Véanse también allí otros datos concernientes a su labor. Fue Aguirre un jesuita nacido en Daule, en la costa ecuatoriana. Pero gran parte de su vida transcurrió en Quito, en donde cumplió quizás lo más valioso de sus trabajos docentes y literarios. Fue profesor de Filosofía y Teología en la Universidad de San Gregorio. Dejó escritos algunos textos. Un ejemplo del estilo de comunicar sus conocimientos científicos es el de las encantadoras páginas de su “Disquisición sobre el Agua”, reproducidas en esta Antología. En ella se descubre su honrado afán de la experimentación, que apenas si se conocía en el medio americano. Refiriéndose a las “partes” del agua dice que “no son perfectamente esféricas, sino un tanto elípticas como lo pude personalmente observar al microscopio”. Cuando habla de la salobridad del mar (“así llamado porque sus aguas son amargas”), y de la temperatura de aquel elemento, discute a Aristóteles. Aun hace uso de cierta ironía leve y risueña. Conoce a filósofos más recientes. Ha leído a Descartes. Pero gusta de las discrepancias de juicio con todos. Su frase preferida es: “Yo por el contrario sostengo”. Y lo interesante es que va demostrando sus puntos de vista con lógica animada, ágil y erudita. Pedro de Mercado De los matrimonios entre estas naciones que contiene el gran Pará o Marañón Todo era torpeza entre estos indios, lujuria era todo. No se hallaba matrimonio indisoluble entre estas naciones, porque no lo había. Los varones se apartaban de las que habían recibido por mujeres cuando se les antojaba casarse con otras. Las mujeres repudiaban a los maridos cuando las maltrataban, y dejándolos se casaban con otros porque las trataban bien. Cuando celebraban algunas fiestas trocaban los unos las mujeres con los otros. En algunas ocasiones hacían lance en las mujeres ajenas, y quitándolas por fuerza a sus maridos o quitándolas contra la voluntad de sus dueños, se casaban con ellas. Comúnmente había gran facilidad de romper el contrato, con que parece que no había sido verdadero, y así se apartaban cuando querían. Hallábanse mujeres que habían mudado muchos maridos estando todos vivos. Varones había que remudaban mujeres sin aguardar a que se muriesen. La gente que entre ellas era común y plebeya se contentaba con tener sola una mujer. Los caciques, como principales, tenían muchas y las acataban con respeto tratándolas con diferente modo que a las concubinas. Los que eran valientes en las guerras eran privilegiados para tener también muchas mujeres: unos tenían dos o tres, pero otros ocho y diez. El parentesco de afinidad no lo juzgaban por impedimento para casarse, ni reparaban en él si no era en el de nuera y madrastra, yerno y padre, y aun en éste dispensaban alguna vez dejando el padre a su hijo en herencia al- LITERATURA DEL ECUADOR guna de sus mujeres y concubinas. El primer grado de afinidad de línea transversal no suele servirles de estorbo, y así suelen casarse con dos hermanas. El parentesco de consanguinidad lo juzgaban por tan grande impedimento, que no arrostraban a casarse con él en su gentilidad, y aun después de ser cristianos no arrostraban a tales casamientos aunque sea con dispensación si no es saliendo del cuarto o quinto grado. Los de la nación cocama son en esto singulares, pues, tienen como ley que el tío se case con la sobrina. En celebrar los matrimonios acostumbraban varias ceremonias. La más ordinaria era que el varón pedía la mujer a sus padres, si ella los tenía, y si no a sus hermanos o allegados, dándoles para obligarles alguna cosa de estimación. Después de esto los padres y allegados de la mujer y –lo que era más usado– el cacique en una de sus huelgas, llevaba a la novia con festejos y la hacía sentar en una hamaca donde, con algunas muestras de benevolencia entre el varón y la mujer, quedaba efectuado el contrato. Otras veces –y era lo común en muchas y en todas estas naciones– usaban criar desde la cuna a la niña que en edad mayor intentaban recibir por mujer. Los matrimonios que con éstas así criadas desde niñas se hacían, eran los más estables, y debía de causar esta estabilidad el mutuo amor que la crianza suele engendrar. Esta costumbre de criar las niñas con quien quieren casarse, no la dejan aún después de cristianos, diciendo que cuando estén crecidas pedirán a su cura que los case asistiendo a su matrimonio, conque éste se mejora siendo ya sacramento y dándoles gracia. Para que no la malogren acostumbra disponerlos la celosa enseñanza de los operarios desta niña, ya baptizando a los que antes del matrimonio no estaban baptizados, ya dictando actos de dolor a los que ya eran cristianos. 21 (O. c., t. IV, L. VII, c. 6) Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV-XVIII. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S.A., 1959, pp. 197-198. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). De algunos árboles y animales que se crían en estas tierras En estas montañas sin cultura produce la tierra muchas especies de palmas y de otros árboles que rinden frutos de buen gusto y de sustento. De donde se origina que cuando los indios se huyen o se pasean o se pierden –como de ordinario sucede en estos bosques– no mueren de hambre, porque para matarla hallan varios géneros de frutas, y algunas de ellas apetitosas porque regalan el paladar. Hay en estas tierras un género de palmas muy altas que como van creciendo se van saliendo de la tierra la raíz y tronco principal, de modo que quedan fuera de ella en vago, y para no caer y dar en tierra, va produciendo desde lo alto unas varas que fijándose en la tierra sirven de rodrigones para que los troncos principales, aunque están en vago, no se caigan. En algunas partes destas montañas nacen unos árboles grandes cuyas ramas, como van creciendo, se van inclinando a la tierra, y en llegando a ella se van arraigando de suerte que producen otras ramas, y así forman muchos arcos, pero mal formados, y suelen ocupar grandes espacios de tierra. Tratando de los animales que se crían en estas tierras, se pueden poner en primer lugar los monos, por la semejanza que tienen con los hombres en el rostro, manos y pies. Hay varias castas de monos, grandes y pequeñas que andan trepando y saltando por las ramas de unos árboles en otros. De sus carnes comen los indios, y no hay que maravillar que comen carnes de monos los que no tienen as- 22 GALO RENÉ PÉREZ co de meter en la boca y mascar la carne de los hombres; si bien los padres misioneros dicen que en quitándole al mono la figura en que se parece al hombre no causa asco y que tiene la carne comestible porque es buena y sana. Son de ver unos animalillos del tamaño de un perro pequeño manchados como el tigre y apetecidos por su buena carne. Estos en sus madrigueras tienen por compañera y amiga de ordinario una víbora de las más feroces. Sírveles de guarda con que si otros animales entran a cogerlos en sus madrigueras no consiguen su intento, porque los animalillos se retiran medrosos, y sale la víbora animosa y pica y muerde a los que se atrevieron a querer entrar; y cuando alguna persona humana se atreve a meter la mano para coger este animalillo en su madriguera, sale con la picadura y ponzoña en la mano y no saca con ella el animalillo. Tigres hay y muchos en estas montañas, y aunque son muy valientes, huyen cuando ven la gente y también cuando los espantan; pero a las veces no dejan de hacer presa en los hombres para engullir sus carnes, y por eso causan desvelo de noche a la gente que va por los caminos, especialmente cuando entre la obscuridad y tinieblas los oyen bramar; y en amaneciendo el día se ven las señales de sus pisadas que dejan en los arenales porque andan buscando tortugas y otros animalejos conque sustentan su vida; y no la pasan mal, pues hay muchos animalejos que mueren en sus garras. A manadas andan por estas montañas los puercos monteses que llaman saínos, los cuales suelen ser muy temidos por la fuerza conque despedazan a los hombres que cogen entre los colmillos, y así los acometidos se libran de ellos trepando por el primer árbol que topan. Si son temidos estos puercos monteses por su braveza, también son apetecidos por- que son comida de gusto, y por tenerlo los cazadores los matan con flechas y otros instrumentos que tienen para cazar, así a estos saínos como a los venados, dantas, hurones y otros animales que no tienen nombre en castellano. A estas crías han vivido atenidos por su sustento los indios porque no han tenido ganado vacuno ni ovejuno, como los españoles. Culebras hay cazadoras en esta tierra. Salen de los charcos cenagosos; para hacer este oficio espían entre los materiales el animal que les puede servir de sustento, enroscándose fuertemente en el cuerpo del que cogen, y lo aprietan de modo que le quebrantan y descuadernan los huesos, y quitándole la vida lo engullen entero. El mismo lance suele hacer este género de culebras en los indios, pero ya ellos escarmentados en cabeza de los que han perecido, tienen un ardid; y es que al punto que alguno se siente aprisionado, se sientan en el suelo y se da prisa a librar las manos, y sacando con ellas los cuchillos que suelen traer de huesos o cañas, procura matar con ellos a la culebra; y muchas veces ésta suele quedar muerta y el indio vivo y victorioso. Otro género hay de culebras que trepando a lo alto de los árboles empiezan a remedar a una especie de monos bermejos en el modo de gritar, y a este reclamo acuden algunos destos monos, y a los que coge se los traga enteros. De estas culebras debieron de aprender los indios de estas montañas a engañar con el reclamo, y así remedando con gran propiedad a todos los géneros de monos en las voces los llaman o los cazan. Lo mismo hacen con una especie de sapos que ellos suelen comer; lo mismo con los pájaros que así llamados vuelan a ser heridos y muertos. (O. c., t. IV, L. VII, c. 9). Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV -XVIII. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 199 - 201. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. LITERATURA DEL ECUADOR Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Jacinto Basilio Morán de Butrón Santa Mariana de Jesús. Caridad con sus prójimos en el socorro de sus cuerpos El tamaño de la caridad de esta virgen bien puede cotejarse con la estatura de la palma; porque como ésta es tan amante del sol que ansiosa se descuella y se levanta hacia el cielo pero echando sus frutos a la tierra, de modo que mientras más excelsa y levantada, el peso de su fruta la inclina hacia la tierra, mostrándosele favorable; así la caridad de esta virgen para con Dios, al paso que se remontaba hasta los cielos mirando siempre al divino Sol de justicia, se inclinaba hacia la tierra para favorecer a sus prójimos con los frutos de buenas obras y con los ejercicios de la misericordia. Y como para que dé fruto la palma es necesario que esté sembrada en temple cálido y no en temperamento frío, así también para que las palmas de las manos den el fruto de la limosna o caridad con los prójimos, han de estribar sus raíces en un corazón ferviente en amor de Dios y abrasado en fuego de caridad, no en tibiezas ni en frialdades del espíritu. Las palmas de las manos de Mariana se reconocieron siempre tan abastecidas de frutos de misericordia en las limosnas que repartía, que desde niña se vieron llenas de caridad. Porque tenía una grande inclinación a socorrer al necesitado; y tan presta era en ella la piedad en el socorro cuanta fuese la presteza en el desvalido en desplegar sus labios a pedir una limosna. Apenas se desenvolvió de las fajas y empezó a saber hablar, sucedió que viendo la niña una tropa de pobres que habían venido a su casa a pedir un pan que comer, movida de su natural compasión se fue a 23 su madre y con balbucientes palabras le pidió una torta, que por regalada se guardaba para su anciano padre. Resistió la madre a los ruegos tiernos de la hija con decir que la torta era para su padre y que todavía no se había comprado el pan necesario para el abasto de la familia. Replicó la hija con llantos en lugar de retóricas palabras, y por acallarla le dio la torta para que a repartiese a los pobres. Alegróse sumamente con el don y ella en persona lo repartió con notable gusto y devoción. Y como la limosna es la mejor usura que se ha reconocido para ganar (de suerte, dice San Basilio, que si requerida una persona de un pobre no se halla con más sustento que un pan, si se priva de él por dárselo liberal, tenga por cierto que de ese pan nacerán muchos y será semilla de otros), verificóse el dicho con el pan que distribuyó Mariana con los pobres, pues, acabando de decir a su madre con gracia “que Dios daría pan para el viejo” a breve rato entraron a su casa un niño y una india que no conocían, con dos canastillos de muy lindo pan, quienes en nombre de una persona, que tampoco conocían, regalaron a su madre. Todos quedaron admirados así por las circunstancias como por no saber quiénes fuesen los mensajeros ni quién el que les enviaba el recaudo. Pero la niña saltando de placer, dijo a su madre: “¿Ve, mamá, cómo Dios le ha enviado tanto pan porque dio a los pobres la torta?”. Hasta de la boca de los niños saca Dios las alabanzas de la limosna. Era muy caritativo su cuñado Cosme de Caso, y así todos los días se repartían limosnas de pan y de comida a los pobres, y a las horas que se daban salía Mariana a repartirles con sus manos el alimento. Ya queda dicho cómo primero les enseñaba a rezar, después escogía entre todos uno que pareciese más asqueroso y provocase mayores ascos, aplicábalo a sí y lo espulgaba con indecible humildad, quitándole las sabandijas que tie- 24 GALO RENÉ PÉREZ nen por albergue las carnes de un mendigo, como son los piojos que hierven en los indios y causa con su inmundicia horror a la naturaleza más fortificada. Pero Mariana, como si fuera la madre más piadosa, se portaba en limpiar al desdichado como a hijo; pero ¿qué mucho si a lo menos era su hermana la caridad? Vio aquel serafín en carne doña Sebastiana Caso la piedad que usaba su tía en la distribución de la limosna y el estilo que guardaba con los pobres, y envidiosa con santa emulación, quiso acompañar a su tía en espulgar a otro pobre. Admiración causaba ver competir dos niñas en lo que suele hacer melindres la santidad más heroica, y como era en entrambas semejante la fineza y oposición, medió la obediencia del confesor, diciéndoles se ayudasen juntas en el distribuir la limosna. ¿Qué ejercicio tan agradable a los divinos ojos sería ver que dos delicadas hermosuras estuviesen limpiando a los pobres llenos de piojos, exhalando intolerable hedor, horrores a la vista y repugnancias a la naturaleza, como son en lo común todos los pobres de Quito? ¿Qué vencimientos tan grandes no serían éstos en unas niñas inclinadas al aseo y melindrosas de natural? Pondérelo un confesor de la Compañía cuando confiesa un pobre indio recostado en una pobre piel de vaca por cama, sin tener un bocado que comer, comido de piojos, pues, al venir de casa viene asistido de tan prolijos animalejos. Si esto así sucede, ¿qué sucedería con Mariana? Pero si la caridad preserva de la peste que es más, también tengo por cierto que la libró de lo menos. Después de tan heroica mortificación los ponía en fila y les besaba los pies. Concluía la obra con un prodigio, que como a tal lo tenían en su casa todos los que lo vieron; porque algunas veces se entraba a su aposento y sacaba de él un canastillo de pan muy regalado, blanco como la nieve y éste lo repartía a sus pobres con tales demostra- ciones de gozo que rebozaba en su cara. En sacando la virgen este regalo, alzaban los pobres el grito de placer. Admirábanse todos los de su casa de ver tal pan y que Mariana lo tuviese, porque ni sus hermanas se lo daban ni de afuera pudieron saber que le viniese, haciéndose lince la curiosidad, con que tenían por cierto ser pan venido del cielo. Yo no lo dificulto y así lo juzgo, porque están los informantes contestes en el dicho. Y quien envió a Santa Dorotea manzanas del paraíso de sus delicias, también pudo enviar a Mariana pan para repartir a sus pobres. El pan que le daban de ración lo trocaba con uno de los que daban a sus pobres, quitándoselo de su sustento por dar la vida a su hermano y en esto mostraba ser su caridad muy singular. Porque si aconseja Dios por Isaías, que el pan que se ha de comer se parta con el hambriento, qué caridad tan heroica sería la de esta venerable virgen, pues no sólo lo partía sino que se lo quitaba de la boca por darlo entero a los necesitados. Semejante fue otra maravilla, que si no lo era, a lo menos la tuvieron todos los de su casa por tal. Tenía una pequeña ventana en su vivienda que salía a la calle, y solían los pobres, cuando se hallaban más aquejados del hambre, o por haber perdido su ración a medio día, o por ser mayor la necesidad que los congojaba, o por otra contingencia, tirar una piedra a su ventana o hacer otra seña como avisándole la necesidad en que estaban. Mariana advertida ya en lo que significaba la señal, si tenía en su cuarto alguna cosa que les pudiese servir de alivio les echaba por la ventana del consuelo; si no, dejaba a Dios por Dios y se iba a pedir a su hermana o su sobrina doña Juana una limosna para sus pobres. Dábanle sin escasear cosa alguna las llaves de la despensa, sacaba de ella todo lo que necesitaba para socorrer a tantos que por sus manos remediaban su miseria, y contenta iba a LITERATURA DEL ECUADOR despacharlos. Pero por mucho que de todo sacaba jamás se echó menos un grano de maíz ni una migaja de pan. Reprendíanla cariñosamente sus deudos, porque viendo que no había ninguna merma en la despensa, le decían que por qué andaba tan corta cuando le daban las llaves; mas sonriéndose les respondía que muy a su gusto y a su deseo lograba con los necesitados la generosidad de su ánimo. No es la caridad del prójimo como la plata, dice San Agustín, porque la plata cuando se da, pasa al que recibe y deja de estar en el donante, disminúyese en éste y acreciéntase en el otro. Pero con la caridad es al contrario; cuando se da la limosna entonces empieza a estar en el que da y no sólo pasa al que la recibe sino que queda en el que la ofrece. Con que dando Mariana el maíz, la carne, el pan, como todo era caridad saliendo de la despensa para el pobre, bien pudo acontecer quedarse en la despensa como si no se sacara. Con el voto de pobreza que hizo, no sólo se desposeyó de los bienes que llama el mundo de fortuna, sino que renunció el derecho que podía venirle en adelante, obligándose a no poseer ni disponer de cosa que le tocase, aunque fuese por el trabajo de sus manos, sin licencia de su confesor. Y aunque jamás se arrepintió de tan heroica promesa, parece que llegaba a lastimarle ver necesitados a sus prójimos y no poder, por la pobreza que había votado, remediarlos en sus conflictos. Tirábale mucho en su aprecio el voto, y tirábale juntamente ver a Cristo desnudo y necesitado en sus pobres. Dictóle Dios para atender a lo uno sin oponerse a lo otro el más seguro medio; pidió por dirección de su confesor licencia a sus deudos, en quienes renunció su patrimonio para distribuir entre pobres la porción que le tocaba en la mesa y los reales que pudiese adquirir con el trabajo de sus manos en los ratos que tenía puestos en su distribución; alcanzóla con toda liberalidad. 25 Y como esta venerable virgen conocía ser madre de las culpas la necesidad, que del afán de la pobreza proviene el sujetarse a una infamia, y que aún a Cristo tentó el demonio así que lo vió con hambre, procuró buscar personas en quienes, evitándose muchas culpas, se lograse el sustento que se quería quitar por mantener en el prójimo la vida del alma y del cuerpo. Halló personas muy a su deseo que fueron una pobre viuda con tres hijas y cada cual de juvenil edad y todas sin tener un pan qué comer ni de dónde las pudiese venir, tan arriesgadas a perderse aunque eran muy virtuosas como lo estaban las beneficiadas de la caridad del taumaturgo de Bari. En éstas, pues, empleaba todos los días su ración; porque acabando de alzar la mesa en su casa, ella con sus mismas manos la ponía en una olla y despachaba a su pobre viuda y a sus hijas, las cuales afirmaron que sólo con este socorro podían vivir, y faltándole lo pasarían con notable penalidad. Apoyó Dios con singular maravilla la complacencia de esta limosna, porque el pan que les enviaba lo procuraba amasar ella misma; pero de esta manera, que declaran contestes en los procesos. Los días que en su casa había amasijo se iba a trabajar al horno, sin que le acobardasen los rigores de la noche. Decíale la gente de servicio: “¿Señora, para qué viene a trabajar, si el pan que ha de hacer no lo ha de comer”?. Respondía tiernamente: “Y cuando yo no lo coma, ¿faltará un pobre en quien se logre mejor?” Y acabando con harto afán el amasijo, cogía en sus manos como dos onzas de masa y de tan poca materia se forjaba en sus manos un pan bien grande, con admiración y pasmo de los que le veían; de suerte que excedía en cantidad, en el regalo y aseo a todos los de la hornada. Tan repetido era este suceso que, cuando acaecía, no lo extrañaba la gente de servicio. Esto hace la caridad, dice la Luz de la Iglesia, crecer en la 26 GALO RENÉ PÉREZ persona de quien sale. ¿Qué mucho, pues, creciese esa masa cuando, si la caridad de Cristo hizo que unos panes produjesen otros para sustentar cinco mil bocas, pudo hacer como lo hizo, con la caridad de Mariana que dos onzas produjesen treinta para sustentar con dos libras cuatro bocas? Tan por suyo corría el sustento de estas mujeres que cobraban como por deuda lo que era tributo de su bella gracia; pero se alegraba más la venerable virgen de dar esta limosna por su Esposo, que de recibirla las necesidades para su remedio. Miraba en cada pobre a Cristo, que en el día del Juicio confesará por suyo el agasajo que se le hizo al mendigo, para proceder liberal a su retorno. Concebía tan altamente lo que vale la limosna en los aprecios de un Dios Omnipotente, que no necesitaba de los que nos dicen las Escrituras, prodigios y recomendaciones de los doctores de la Iglesia para ejercitar heroicos actos de virtud tan generosa. Ya vimos cuando tratamos de su abstinencia, cómo lo que le guisaban sus sobrinas y su criada lo empleaba en los pobres como en sus propios miembros, porque estaba perfectamente unida con ellos por caridad. Las horas, que gastaba en la labor de mano, que eran tres cada día, cuando estaba sana, más las ocupaba en hacer a Cristo la túnica inconsútil, como lo es la caridad con el prójimo, dice San Agustín, que en divertir el ánimo o evitar la ociosidad, porque por manos de sus confesores distribuía en limosnas las obrillas de su trabajo. A quien remediaba siempre con singular gozo de su alma, era a un sacerdote, de quien me ha parecido escribir su trabajo y necesidad para apreciar más la caridad de esta virgen. En las montañas de los Mainas y gran río Marañón hay un curato que se llama Santiago, cuyos feligreses de esta inculta selva o verdadera gentilidad, sobre vivir bárbaros en sus costumbres, son tan inclinados a todo gé- nero de hechizos y maleficios que, de lo que se usa frecuentemente y sin mucho reparo, se pueden colegir las innumerables maldades que se ejecutan por pactos claros con el demonio. Hay una flor, que en unas partes llaman campana y en otras cimuri; ésta, cocida, la beben, y, quedando con su fortaleza enajenados de los sentidos, ven con claridad y distinción todo aquello para cuyo fin se bebió pócima tan diabólica. El marido ve las traiciones de la mujer, la mujer las del marido; el que quiere rastrear el delincuente o ladrón, le conoce y ve dónde está el hurto, cómo y de qué manera; en fin todo aquello que desea saber y a cuyo fin bebe la campana o cimuri, se lo representa el demonio. De estas adivinaciones, encantos y maleficios abunda tanto ese gentilismo, pegándose el contagio por la cercanía a las ciudades Jaén y Borja, que a no tener por triaca y desencanto a la enseñanza de la divina Ley por los misioneros de la Compañía de Jesús, o se apoderara el infierno de región tan dilatada, o se apellidara absoluto monarca de sus almas. En el curato, pues, de Santiago era cura un celoso sacerdote secular, a quien sus mismos feligreses determinaron con infernal arrojo hechizarle de tal modo que perdiese el juicio por todos los días de su vida; y no hallando traza de cómo envenenarle la comida, porque vivía con notable cautela de sus émulos, se dieron maña para coger el cáliz en que consagraba la sangre de Jesucristo, y estrujando en él unas hierbas, en que estaba el hechizo y el veneno, dejaron con disimulo la sacrosanta copa para que el día siguiente al decir misa muy de mañana, echando en ella el vino para consagrar le brindasen el tósigo. ¡Oh Dios sufrido, quién podrá alcanzar los inescrutables secretos de vuestra Justicia! ¡Oh delito tan execrado, querer la malicia convertir al vino que alegra el corazón en funesta noche de los sentidos! Como lo dispusieron, así sucedió; porque el sacer- LITERATURA DEL ECUADOR dote incauto consagrando en dicho cáliz, y juzgando beber la sangre de Jesucristo para fortalecer sus potencias, se halló desde aquel instante privado de juicio, sin uso de razón y sin dictamen de prudencia, que pudo decir a Dios: Et calix tuus proeclarus, quam inebrians mihi! Quedó privado de juicio y tan conocido loco, que fue necesario traerlo a esta ciudad de Quito a curar lo que fue mal incurable por el maleficio. Socorríale toda la ciudad, a quien lastimaba ver un sacerdote de Cristo loco y frenético a manos de la venganza. Con este sacerdote tenía la venerable virgen especial cuidado en socorrerlo con todo lo que podía de limosnas, cogiéndole muy a su cargo su piedad. Movíanle para obra tan del agrado de Dios motivos muy superiores; lastimaba su alma ver a un Cristo en la tierra en tan infeliz fortuna, y así, cuanto más veneraba en él la dignidad del sacerdocio tanto se singularizaba su caridad; y cuando los muchachos, sin respetar lo sagrado, lo ultrajaban o hacían de él escarnio o mofa, lo sentía tan tiernamente que lloraba de sentimiento. Otra razón que ella misma dio para especializarse con este pobre sacerdote fue el decir en cierta ocasión, haberle cogido en gracia de Dios trabajo tan sensible. Dichoso él, si así sucedió, como piadosamente se ve por el dicho de Mariana, pues, es divisa de los predestinados parecer al mundo locos y necios por Jesucristo; y aunque del todo lo era éste, pero se mostraba muy cuerdo en estimar a su bienhechora, reconocido siempre de su piedad. Con los enfermos se esmeraba su cuidado, porque cuando había alguno en su casa, aunque fuese de tal bajeza de condición como la de los indios, era Mariana la madre, la cocinera, la médica y enfermera, ella les limpiaba el sudor, les componía las camas, barría los aposentos con todo aseo y devoción, con sus manos les guisaba la comida y la llegaba a la boca, recetaba los remedios 27 usuales que sabía; el ay que se escuchaba, llegaba a su corazón. Por último, ¿quién enfermó con quien ella no enfermase? ¿quién lloró con quien ella no llorase? Puedo decir resueltamente que los enfermos hallaron en ella total alivio. Con las ánimas benditas del purgatorio, como más necesitadas, no fue menor su caridad con ordinarias limosnas de oraciones, misas y penitencias; y así todos los días tenía tiempo señalado para ganar por ellas indulgencias y aplicarles eficacísimos sufragios. Y si atiendo que en el Evangelio se gradúa por la mayor caridad la que llega a dar la vida por los que se quieren en Cristo, no le faltó este elogio a Mariana, como se verá cuando trate de su muerte, pues, la caridad fue la que marchitó a esta Azucena, la que le quitó la vida, la que le fabricó la tumba y en cuyas alas voló dichosa a la gloria. (“Vida de Santa Mariana de Jesús”, L. III, c. 3) Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 233- 243. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima, la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Juan Bautista Aguirre Disquisición sobre el agua El agua es una substancia fluída, pesada, húmeda en sumo grado, muy diáfana, totalmente insípida e inodora, de poca temperatura, volátil, incombustible –más bien extingue ella el fuego. Sus partes no son perfectamente esféricas, sino un tanto elípticas como lo pude personalmente observar al microscopio. El agua no es muy fría por naturaleza, como pretende Aristóteles; de lo contrario estaría siempre en estado sólido, como sucede cuando se congela por el demasiado frío. 28 GALO RENÉ PÉREZ El principal sitio del agua es el mar, así llamado porque sus aguas son amargas (1). No están de acuerdo, por otra parte, los filósofos acerca del por qué de su sabor amargo y salobre. Aristóteles cree que tal gusto salobre procede de emanaciones de la tierra, las cuales junto con las lluvias caen al mar. Los filósofos más recientes, en cambio –y su parecer se me hace más aceptable– opinan que la salobridad del mar proviene de las partículas de sal en él mezcladas desde el principio del mundo, lo mismo que de las minas y montes de sal que hay en el fondo del mar. (De acuerdo con esto algunos llegan hasta asegurar que la isla de Ormuz es toda de sal). El amargor del mar se debe similarmente a las partículas de azufre, aceite y bituminosas mezcladas con sus aguas. Véanse al respecto Varenio y su colega Fernando Marsillo, quienes tratan del asunto con gran competencia. Por lo que hace a la profundidad del mar, es opinión común, apoyada por el Padre Ricciolo, por Varenio y Marsilio, que la profundidad máxima es de una legua y media. Algunas particularidades del mar 1º. ¿Está el mar a más alto nivel que la tierra? A esta pregunta hay que responder en sentido negativo, de acuerdo con la opinión común. En efecto, si el mar estuviese más alto se desbordaría sobre la tierra, lo cual vemos que no sucede. Ya lo dice el salmo 23: “El lo cimentó encima del mar”, es a saber el orbe terrestre. Lo mismo el salmo 32: “El reúne como en odre las aguas del mar”. 2º. ¿A qué se deben las mareas? Esta es una cuestión oscurísima, y como un sepulcro impenetrable para la curiosidad de los hombres. Hay quienes cuentan –no sé con qué fundamento– que Aristóteles, al ver que no podía comprender este misterio de la naturaleza, se lanzó al mar exclamando: “Ya que yo no te puedo abarcar, abárcame tú”. Los filósofos más recientes, más prudentes que Aristóteles, se han lanzado, no al mar sino a las más variadas hipótesis. Descartes creyó que la materia sutil, comprimida por el globo lunar y el terráqueo, presiona a su vez al mar, con lo cual sus aguas, así oprimidas, se derraman sobre la costa y al cesar la presión se retiran nuevamente hacia dentro. El Padre Dechales opina que el flujo marino es una especie de hervor, algo así como un hervor febril, producido por los efluvios lunares y las partículas sulfúreo-salinas contenidas por el mar, entre sí mezcladas y agitadas. Ambas hipótesis no dejan de tener sus dificultades serias. Yo por mi parte, sin avergonzarme de reconocer mi plena ignorancia, me limito a responder con Scalígero: “Yo no sé nada”. El agua en estado de vapor Todo el mundo sabe que el vapor de agua al ascender da origen a las lluvias. En cambio la causa de tal ascensión del vapor es cosa más oscura y discutida. Los filósofos de antaño y con ellos más recientemente el célebre Fontenelle, lo mismo que Benjamín Martini, creían que el sol poseía una fuerza magnética a cuya atracción se debía la elevación del vapor de agua. Yo por el contrario sostengo: 1º.– que el vapor de agua no sube a la atmósfera por atracción magnética del sol. Prueba de ello: a) Durante la noche también tiene lugar el desprendimiento abundante de vapor. Luego no sube por atracción solar; b) Los rayos solares poseen más bien fuerza repulsiva, como más adelante (en la Quaest. 1ª, art. 2º, assert. 3ª) lo demostraremos; y por lo mismo carecen de fuerza atractiva; LITERATURA DEL ECUADOR c) Si la ascensión del vapor se debiese al sol, consecuentemente cuando el sol se acerca más a un reino o región sería tiempo de lluvia en dicha región, y al alejarse de ella sería como primavera y haría calor; lo cual es falso y contra la experiencia. 2º. Sostengo que el vapor de agua se desplaza hacia lo alto debido a que el aire lo impulsa hacia arriba. Prueba: El humo sube empujado por el aire, luego también el vapor de agua. La ilación del argumento aparece a ojos vistas, pues ¿qué otra cosa es dicho vapor sino humo salido del agua o de un cuerpo húmedo? Hace falta probar el antecedente: al ser extraído el aire de la máquina neumática no sube el humo, antes al contrario permanece en la parte inferior, aun cuando la máquina esté al sol. Por consiguiente, el humo sube, no atraído por el sol, sino impelido por el aire. Tal hecho consta por los experimentos del Padre De Lanis, de Boyle y de Muschembroeh. Se podrá objetar trayendo el argumento del ingenioso Feijoo: El agua es más pesada que el aire; por consiguiente, cualquier partícula de agua es más pesada que cualquier partícula de aire; y como por otra parte, el vapor no es más que partículas de agua, luego es más pesado que el aire, y en consecuencia el aire no puede hacer que suba el vapor. A eso respondo: a) Concedo el antecedente pero niego la ilación: El agua es más pesada que el aire por ser más densa, más compacta, y porque tiene más partículas de materia que el aire. De modo que si en el espacio que abarca un dedo de agua (2) se dan v. gr. 50 millones de partículas, en igual volumen de aire sólo se darán 3 millones de partículas. Pero de aquí no se deduce que cualquier partícula de agua, por pequeña que sea, es más pesada que cualquier partícula de aire. Más bien se infiere que, si el aire es comprimido de tal modo que tenga igual densidad que el agua, tendrá igual peso, y si llega a tener ma- 29 yor densidad será más pesado que el agua. Más aún: El Sr. Amontons ha demostrado –y con él está de acuerdo el erudito Feijoo– que si se cavase un pozo hasta el centro de la tierra de modo que el aire inferior fuese cada vez más comprimido por el superior, en tal caso, a una distancia de 30 leguas de la superficie, el aire sería ya más pesado que el oro. Respondo: b) Dejando a un lado el entimema, hay que hacer un distingo en la siguiente premisa. Y así, niego que el vapor conste de partículas de agua y nada más. Si, en cambio, se dice: de partículas y algo más, concedo la premisa y niego la ilación del argumento. El vapor más bien consiste en unas como ampollas sumamente débiles y enrarecidas que contienen poquísima materia, según lo observó el Sr. Derhan y cualquiera lo puede observar en el microscopio. A estas ampollas o burbujas se mezclan partículas de fuego, a la vez que de aire enrarecido por el fuego, de donde resulta un compuesto menos pesado que el aire inferior. 2ª Objeción: Si el vapor fuese elevado por el aire subiría hasta la región más alta del aire, como un trozo de madera que al subir en el agua lo hace hasta la superficie de ésta. Mas tal cosa no sucede, ya que el vapor se eleva, a lo sumo, hasta una o dos leguas; luego… Doy vuelta a la objeción y digo: si el vapor se elevase por obra del sol subiría hasta el propio sol; lo cual es falso; luego… Por tanto niego la mayor del silogismo: el vapor sólo sube más arriba de este aire inferior más denso, por ser éste más pesado que el vapor, más cuando llega a las capas superiores de aire menos presionado y menos pesado, se equilibra con el mismo sin que pueda seguir subiendo. De aquí se deduce que el vapor sólo sube hasta aquella región en que el aire es del mismo peso que él. 3ª Objeción: El vapor, según nosotros, es más ligero que este aire inferior; luego no puede descender a través de él, ya que lo me- 30 GALO RENÉ PÉREZ nos pesado no puede bajar a través de lo más pesado, y por tanto nunca podrá haber lluvia. Devuelvo la objeción y digo a los adversarios: el vapor, según vosotros, es atraído por el sol, luego nunca podrá descender, porque si el sol lo atrae y detiene, ¿cómo podrá descender? A no ser que tal vez queráis decir que el vapor es “elevado a lo alto por obra del sol, pero que desciende luego por su propio peso”. Concedo, por tanto el estimema de la objeción, pero niego la última consecuencia. El vapor, como antes dije, consiste esencialmente en ciertas burbujas que constan de agua muy enrarecida, de aire también enrarecido y de partículas de fuego. Estas tales burbujas, una vez en las nubes, se deshacen, sea por la presión del aire exterior, sea por el movimiento y por el choque con las otras partículas. Tan pronto como se deshacen dejan de ser vapor por separarse las partículas de fuego y de aire enrarecido, de las partículas de agua; y así, el agua que antes estaba sumamente enrarecida, se condensa y se hace más pesada aún que al aire inferior. He aquí la causa por la que el agua desciende de las nubes, no enrarecida en forma de vapor, sino condensada en lluvia. 4ª Objeción: Si el vapor ascendiese gracias al aire, llovería todo el año, pues todo el año hay vapor de agua y hay aire; más no sucede tal, luego… Devuelvo la objeción: si el vapor fuese atraído por el sol, llovería todo el año, pues todo el año hay vapor y hay sol; más no sucede tal, luego… Dejando, pues, a un lado la mayor, niego la menor: ninguna época del año carece total e invariablemente de lluvias… Testigos de ello nosotros los americanos y testigos los europeos. Es cierto que cuando el sol se acerca al Ecuador poniéndose más perpendicular sobre nosotros entonces las lluvias son menos frecuentes. La razón es que entonces los rayos solares al caer perpendicularmente repelen con mayor fuerza el vapor y, por otra parte, enrarecen más el aire, el cual consiguientemente se hace menos pesado, con lo que el vapor no puede elevarse fácilmente. Mas cuando el sol se aparta hacia los trópicos, entonces el aire es más denso y más pesado por estar menos caliente y enrarecido; además el vapor no es tan impedido por los rayos solares. Así, pues, el aire puede hacerle subir más fácilmente. (Tomado del libro “Physica ad Aristotelis Mentem” (año 1757). L. III. Physicorum, Disp. III, Q. IX. Traducción de Eugenio Pallais, S. J.). Juan Bautista Aguirre, “Disquisición sobre el agua”, pp. 8592. Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 8592. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Estudiosos de la Ciencia Pedro Vicente Maldonado (1704 - 1748) Nació en la ciudad de Riobamba, a comienzos del siglo XVIII, y murió en Londres en lo mejor de su fecunda madurez. Fue uno de aquellos hombres que supieron ver con claridad las cosas de su país. La suya fue la aventura apasionante de un ser –todo energía– que quiso poseer la realidad en su plena desnudez. Pocas veces, por desgracia, se ha repetido aquel caso en el Ecuador, en donde la audacia y el impulso están en la retórica pero no en los hechos. A Maldonado le imantaron dos o tres propósitos concretos y de enormes consecuencias. En una nación en donde todo estaba por hacerse –y sigue estándolo en mucha parte– él tomó para sí, con responsabilidad y disciplina ejemplares, la realización de una tarea impostergable. Quiso abrir un camino que uniera Quito con el Océano Pacífico. Y lo abrió organizando la LITERATURA DEL ECUADOR empresa e interviniendo personalmente en sus rudos trabajos. Quiso trazar una carta geográfica de los territorios nacionales. Y la trazó después de ir como palpándolos por sí mismo: recorriéndolos y señalándolos. Quiso hacer una relación escrita sobre el estado material de los pueblos y las posibilidades naturales del país. Y la hizo sin divagaciones inútiles, tras una observación fiel y directa. El historiador González Suárez, realizando quizás el balance de estas virtudes, considera que no ha habido un ecuatoriano tan ilustre como Maldonado. Pero en la personalidad de aquel civilizador había otros antecedentes, que hay que mencionarlos siquiera. Hijo de una familia en la que había una exquisita atmósfera de cultura, adquirió conocimientos múltiples. Las Matemáticas y la Astronomía fueron el asunto de su predilección. También la Geografía y la Cartografía. Esas disciplinas le trocaron en uno de los máximos científicos hispanoamericanos. Como a tal le reconocieron los sabios de la Misión Geodésica Francesa. Y de igual manera la Academia de Ciencias de París y la Real Sociedad de Londres. La influencia social de que gozó fue notable. A los veinte años de edad fue Alcalde Ordinario y Teniente de Corregidor en Riobamba. Era, además, dueño de una inmensa fortuna. Pero la nobleza de su acción, la significación heroica de ella, está precisamente en su decisión de renunciar a los halagos y comodidades materiales, y aún a las vanidades del poder, para entregarse a una misión llena de abnegación, de sufrimientos y peligros, en medio de selvas no domeñadas todavía. Unicamente su coraje y su amor de coloso a las cosas del país hicieron posible un camino que venía tentando la voluntad de los mejores desde hacía siglos. Ahora bien, la obra vial de Maldonado era el fruto de una mente rica de lucidez, que había reparado en las necesidades de orden 31 económico que debían satisfacerse con la comunicación de las regiones de la sierra y el litoral. Veía las ventajas de un comercio regular entre Quito y Panamá, por una vía directa, que no sufriera la larga curva austral de la salida previa a Guayaquil. Por eso construyó su camino a Esmeraldas. Había advertido además la incomparable feracidad de la provincia esmeraldeña. Pero también, en duro contraste, la infortunada existencia de sus pocos pobladores: sus caseríos le parecían “cavernas de fieras” y no “lugares habitados por racionales”. Compadecía a aquellos infelices que dormían sobre el suelo, medio anegados por el agua corrompida. Y se llenaban de patriótica impaciencia por hacer de la selva un haz de tierras “más útiles para la labranza y más cómodas para la vida humana”. En el “Memorial Impreso” preparado para la corona española, como Gobernador de la Provincia de Esmeraldas, hace una descripción prolija de ésta llamándola región de feracidad incomparable, cuyos frutos tropicales son de mejor calidad que los que produce el resto de la costa ecuatoriana. Alude además a las riquezas auríferas y de piedras preciosas, que por cierto jamás despertaron en él ninguna codicia, puesto que no quería “exponer la gloria a que anhelaba con la apertura del nuevo camino”. Pero en sus páginas, densas de información y de innegables atisbaduras económicas, sobre todo demuestra las razones que le movieron a unir la capital quiteña con el puerto de Esmeraldas. Aquella vía comunicaba a Quito, directamente, con ciudades del comercio internacional, dándola mayor vida y prosperidad. También levantaba el desarrollo de pueblos que yacían perdidos en lo más inhóspito de la maraña. Articulaba las regiones del país y permitía la circulación de los productos exportables. Los dos capítulos que se transcriben muestran bien la certeza de las eruditas consideraciones de Maldonado. 32 GALO RENÉ PÉREZ Pedro Franco Dávila Es otra de las personalidades que se destacaron en el movimiento científico del siglo XVIII. Nació en la ciudad de Guayaquil, y allí pasó sin duda una vida de estudio que escapa a la investigación de los biógrafos. Lo que con más precisión se sabe es que pasó a Europa a los treinta y cuatro años de edad. Conquistó un sólido prestigio en las naciones de allá. Perteneció a las más célebres sociedades científicas europeas. Su talento fue alabado por Buffon. Había razones poderosas para tanto éxito. Casi toda su labor estuvo destinada a la formación de un gabinete de ciencias y artes que fue el centro de la curiosidad de los especialistas de la época. Lo transfirió a la corona española, abriéndolo en Madrid en 1776, con el nombre de Real Gabinete de Historia Natural, pero conservando para sí la dirección. El escritor guayaquileño Abel Romeo Castillo recuerda que Carlos III, dada la importancia de las colecciones de Franco Dávila, mandó a construir un edificio para ellas en el Paseo del Prado. Pero aquél no se terminó sino en los años de Fernando VII, que ordenó que se le destinara a la célebre pinacoteca que conocemos hoy. Tal fue el curioso antecedente del frecuentadísimo Museo del Prado. Franco Dávila dejó una obra escrita de inestimable interés: “Catálogo Sistemático y Razonado de las Curiosidades de la Naturaleza y de las Artes”. Hay en esas páginas instrucciones útiles para que se recojan y envíen al Gabinete, de la mejor manera, “todas las producciones curiosas de la Naturaleza”. Se habla de cómo preparar las muestras. De cómo se hacen las disecaciones. Abundan las referencias sobre especies de veras raras e interesantes. En la “Nota de algunos animales más curiosos y apetecidos para el Real Gabinete de Historia Natural”, que aquí se trans- cribe, hay descripciones muy útiles de animales, pájaros, insectos, reptiles y peces. Es un mundo animado, pluricolor, atractivo, que prueba simultáneamente la abundancia de la naturaleza americana y el celo de las investigaciones de Pedro Franco Dávila. Resulta, por lo mismo, una lectura provechosa para especialistas como para profanos. Pedro Vicente Maldonado Descripción de la provincia de Esmeraldas “MEMORIAL IMPRESO” Representación que hace a Su Majestad el Gobernador de la Provincia de Esmeraldas, don Pedro Vicente Maldonado, sobre la apertura del nuevo camino, que ha descubierto a su costa y expensas, y sin gasto alguno de la Real Hacienda; empresa no conseguida hasta ahora, aunque, con el mayor anhelo, se ha solicitado de orden de Su Majestad por espacio de más de un siglo, para facilitar por este medio las considerables utilidades y favorables efectos, que no podrán dejar de resultar con el frecuente y recíproco comercio entre la Provincia de Quito y Reino de Tierra Firme. Dase noticia de la situación, distancias, pueblos, vasallos, doctrinas, ríos, frutos, puertos y costa de la referida Provincia de Esmeraldas, y demás que ha observado este Gobernador, en el dilatado tiempo que estuvo ocupado en la apertura y descubrimiento de dicho camino; y últimamente se proponen varias providencias para el establecimiento y subsistencia, así en lo espiritual, como en lo temporal, de dicho Gobierno y Provincia de Esmeraldas. Señor: Don Pedro Maldonado Sotomayor, Gobernador y Teniente de Capitán General de la Provincia de las Esmeraldas, en vuestros reinos del Perú, puesto a los reales pies de LITERATURA DEL ECUADOR Vuestra Majestad, con el más profundo respeto y veneración dice: Que siempre se ha tenido por muy útil, conveniente y aun necesario al real servicio, a la causa pública y a vuestra erario real, el establecimiento de un mutuo y recíproco comercio entre las ciudades de Quito y Panamá y que, no habiendo entre ellas otra diferencia de distancias que la de un grado de longitud y nueve de latitud de los de a diecisiete leguas y media castellanas, con la favorable circunstancia de que la de Quito dista sólo treinta y un leguas de elevación de la Mar del Sur, en cuyas costas está la de Panamá; la única senda que, en el espacio de casi dos siglos, han tenido estas ciudades para su correspondencia, ha sido la desviada y retorcida que, por tierra y río, corre desde Quito al puerto y ciudad de Guayaquil, situada en tres grados de latitud austral, carrera que tiene en sí todos los obstáculos que dificultan un vivo, útil y frecuente comercio. 2. Lo primero, porque, desde Quito a Guayaquil, se camina casi al sur por rumbo opuesto y absolutamente contrario al del norte, en que está situado Panamá; por cuya razón se rodean como 180 leguas más que si se caminara en derechura desde Quito a Panamá, aunque por elevación sean algunas menos, como se puede ver en cualquiera mapa geográfico. 3. Lo segundo, porque, de estas 180 leguas, que se rodean desde Quito a Panamá por la vía de Guayaquil, las 90 de tierra y río, que hay hasta llegar a este puerto, son en la mayor parte de camino doblado y retorcido, con montes, quiebras ásperas y profundas, y ríos rápidos atravesados, en que por falta de puentes se han experimentado muchas desgracias, como también por tener algunas jornadas desiertas. 4. Lo tercero, porque, aun en esta única vereda para el mar, que por no haber otra 33 es apreciable y se transita con resignación, se llega a cerrar la mitad del año, en que, durando otro tanto el invierno, crecen los ríos, se roban los caminos, y se inundan de tal suerte las llanuras de la jurisdicción de Guayaquil, que, por debajo de las casas que se habitan por verano, pasan las canoas por invierno, imposibilitando no sólo los comercios, sino aún privando a Quito y a todos los lugares de su provincia de las noticias de las embarcaciones que salen y entran a Guayaquil de los puertos de Panamá, México y el Perú. 5. Estas dificultades, que ocasionan continuas pérdidas, riesgos, gastos y detenciones a los mercaderes y comerciantes, en perjuicio de la causa pública, son las que hasta el presente tiempo tienen a la provincia de Quito en tan débil, escasa y costosa correspondencia con los demás reinos, que ni puede lograr cómodamente los géneros de Europa y frutas de la América, ni expender los suyos, socorriendo con ellos al Reino de Tierra Firme y provincias del Chocó y Barbacoas, que tanto los necesitan, quedando por esto la provincia de Quito, como si fuera una de las más retiradas del mar, privada del beneficio que pudiera lograr en vivos y frecuentes comercios, que en todo el mundo son los espíritus vivificantes de los reinos, y las del Chocó y Barbacoas y ciudad de Panamá, sin los socorros y auxilios que en tiempo de paz y guerra pudiera comunicarles la referida provincia de Quito. 6. En fuerza de estas consideraciones, se ha discurrido mucho sobre el descubrimiento y apertura de un nuevo camino que, cortando desde aquella ciudad la corta distancia de tierra que la separa del Mar del Sur, saliese a algún puerto de la costa, desde donde las embarcaciones pudiesen hacer en breve tiempo sus viajes de ida y vuelta al de Panamá para establecer sus comercios y socorrer, así en tiempo de paz, como de guerra, las 34 GALO RENÉ PÉREZ urgencias que ocurren en el referido Reino de Tierra Firme. 7. Pero, siempre se ha tenido por muy dificultoso y casi imposible reducir a práctica lo que sobre esto se ha discurrido, por ser preciso dirigir este nuevo camino por encima de la cordillera de Pichincha y montañas de las Esmeraldas, que intermedian entre el territorio de los corregimientos de Quito, Otavalo, villa de Ibarra y la Mar del Sur, y no haber parte alguna de éstas en que dicha cordillera de Pichincha no sea eminente, doblada, tajada de peñas y cortada de precipicios, y en que sus caídas, faldas y llanuras occidentales, que bajan hasta la costa del mar, no estén cubiertas de bosques, estorbadas de colinas y cortadas de los muchos ríos que nacen de ella, y de los demás que riegan y atraviesan las jurisdicciones de los tres mencionados corregimientos, de cuyo conflujo se forman los más caudalosos de aquellas montañas, que son: el de Esmeraldas o Río Blanco, el de Santiago, y el de Mira, que, haciéndose navegables en sus fines, vienen a descargar en la Mar del Sur. 8. Considerándose invencibles estas dificultades, quedaron reputadas aquellas montañas por intrajinables, desiertas e inhabitables; pues, aunque se tenía noticia que había en ellas unos pueblos cortos de indios que, después que se redujeron a la fe cristiana, tenían curas doctrineros, y unas ciertas veredas difíciles, embreñadas y retorcidas por donde éstos entraban y salían, en partes a pie, y en partes cargados a espaldas de los mismos indios, haciendo grande mérito en la resignación con que se exponían a graves riesgos de la vida y a continuas penalidades, y aunque del mismo modo salían por las mismas veredas una y otra vez algunos pasajeros de las embarcaciones que arribaban a las costas de Esmeraldas, que, por librarse de los riesgos del mar, elegían, afligidos y despechados, exponerse a los de tierra, aunque fuese la más áspera y embreñada; las mismas pinturas y relaciones que de aquellos países hacían los unos y los otros ratificaban en todos el concepto de que por aquellas montañas incultas y fragosas era imposible conseguir jamás un camino transitable para los comercios. 9. Pero, sin embargo de estas dificultades, ha más de un siglo que, de tiempo en tiempo, algunos animosos y celosos vasallos de Vuestra Majestad se esforzaron a romper un nuevo camino, y en efecto lo emprendieron en distintas ocasiones por los parajes que cada uno consideró menos fragosos; cuyas empresas no sólo no tuvieron el éxito deseado, sino que, con las pérdidas de sus caudales y aún de sus vidas, terminaron en funestas consecuencias, que dejaron para la posteridad muchos escarmientos y desengaños, hasta que el Suplicante, superando tan arduas dificultades, a costa de muchas fatigas, imponderables riesgos y muy crecidos gastos de su propio caudal, y sin alguno de la Real Hacienda, ha conseguido la apertura de dicho camino, habiéndose verificado ya por él algunos de los favorables efectos que se esperaban con su descubrimiento. 10. Por los últimos y ventajosos, que se ha considerado siempre no podrían menos de seguirse, así al público como al real erario, facilitándose un recíproco y mutuo comercio entre las ciudades de Quito y Panamá, se halla haber mandado repetidamente los gloriosos predecesores de Vuestra Majestad, en diferentes Cédulas… se solicitase por todos medios el descubrimiento de un nuevo camino, porque, de conseguirse y entablarse por él una fácil y breve correspondencia y comunicación entre la provincia de Quito y Reino de Tierra Firme, sin las muchas penalidades, que no pueden menos de experimentarse, y precisos costos, que no pueden dejar de hacerse por la carrera de Guayaquil a causa de su larga distancia, forzosamente habrían de resultar LITERATURA DEL ECUADOR las considerables conveniencias y favorables efectos, que se expresarán inmediatamente. 11. Lo primero, porque siendo el Reino de Tierra Firme la llave y paso de los dos Mares de Norte y Sur, península tan precisa, como ha manifestado la experiencia desde el descubrimiento de las Indias, y siendo al mismo tiempo tan estéril de mantenimientos, que sólo produce maíz, plátanos y carne de vaca, abundará de todo, conduciéndose desde Quito y por este nuevo camino los alimentos de que carece, y no habrá necesidad de esperarlos del Perú y de Chile, con la incomodidad e inconvenientes que se padecen por su larga distancia, lográndolos frescos y baratos, no sólo los habitadores del referido Reino de Tierra Firme, sino es también los del comercio de España, por cuyo medio se evitarán también las costosas incomodidades y pestes que se han experimentado, principalmente en tiempo de ferias, por haberlos obligado la necesidad de mantenerse con frutos corrompidos; cuya utilidad tan apreciable en tiempo de paz, por lo mucho que importa, como saben todos, la subsistencia y conservación del referido Reino de Tierra Firme, por ser el antemural y defensa de todo el del Perú, será de mucha mayor consideración en tiempo de guerra, porque, por este nuevo camino, fácilmente y con prontitud podrá ser socorrida Panamá de gente, bastimentos, municiones, pólvora y demás auxilios en las ocasiones que fuere necesario para defender el Reino de Tierra Firme, sus plazas y castillos, que con grande dificultad y pérdida se ha conseguido hasta ahora por la vía de Guayaquil, por ser intrajinable en los seis meses de invierno el camino por tierra desde la ciudad de Quito a aquel puerto, por las inundaciones que padece en ellos aquella provincia, siendo preciso para subir desde el de Panamá al referido Guayaquil, para dar aviso de las invasiones y hostilidades que puede padecer el Reino de Tierra 35 Firme y solicitar los socorros y auxilios necesarios, montar los peligrosos cabos y puntas de su costa, lo que, por no poderse ejecutar sin mucha dilación y trabajo en los ocho meses, desde el mayo en adelante, por los vientos contrarios, se ven obligadas las embarcaciones a arribar al puerto de Atacames, entre el cual y el de Panamá no se hallan semejantes obstáculos, pudiéndose subir desde aquel con comodidad por el río de Esmeraldas o Blanco, y salir en derechura por el nuevo camino, que ha abierto el Suplicante, a la ciudad de Quito, para dar pronta noticia de cualquiera urgencia y conducir de vuelta con brevedad y facilidad todo género de bastimentos al referido puerto de Panamá. 12. Lo segundo, porque trajinándose este nuevo camino se seguirá también beneficio a los navíos en el viaje desde Panamá al Puerto del Callao, que, por engorgonarse de ordinario al subir con las corrientes de las aguas y no poder salir de la ensenada de la Gorgona, padecen graves daños, que no experimentarán, pudiendo ser socorridos con brevedad y facilidad por el nuevo camino y río Blanco o de Esmeraldas con bastimentos y pertrechos de la referida provincia de Quito. 13. Lo tercero, porque, con la misma brevedad y facilidad se podrán conducir los pliegos, así del real servicio, como de particulares, cosa importantísima en todos tiempos y principalmente en el de guerra; por cuyo medio lograrán también más pronto y fácil viaje a sus respectivos destinos los provistos por Vuestra Majestad para obispados, canongías y otras prebendas eclesiásticas, plazas de Audiencias, Gobiernos y otros empleos, de cuyo beneficio participarán también los demás pasajeros que desde Panamá hubieren de hacer viaje para la provincia de Quito y otras partes del Reino del Perú. 14. Lo cuarto, porque, los mercaderes de Quito, que tienen que bajar a Cartagena a 36 GALO RENÉ PÉREZ hacer empleos de ropas de Castilla, en que con muchas incomodidades gastan un año para hacer tan dilatado y penoso viaje, con mucho menos costo y en más breve tiempo podrán hacerle a Portobelo, feria más barata que la de Cartagena, de que resultará tener estos géneros los vecinos de Quito con más conveniencia y a menores precios que a los que se compran, y pueden vender los dichos mercaderes conduciéndolos desde Cartagena. 15. Lo quinto, porque, por este medio tendrá salida la provincia de Quito de los muchos frutos de que abunda lo fértil y fructífero de su terreno, por los que se conducirán a Panamá y Reino de Tierra Firme y a las provincias de Barbacoas y el Chocó, los que comprarán dando su valor en oro los mineros de ellos, cuyos frutos por no tener salida se pierden muchos años, dejando de sembrar muchos por esta causa, lo que no sucederá así, sino que antes bien se aumentarán las sementeras de dicha Provincia de Quito, teniendo países vecinos donde despacharlos y consumirlos, con lo que conseguirán también mayor aumento los diezmos y consiguientemente los reales novenos, evitándose en gran parte al mismo tiempo la extracción de las considerables porciones de planta con que regularmente bajan los mercaderes de Quito sin llevar frutos algunos a las ferias de galeones, así porque por el nuevo camino, aunque ninguno lo ha conseguido si no es el Surán, empleando su producto en ropas de Castilla, como porque los de Panamá subirán con ellas a Quito, donde podrán permutarlas con frutos de la tierra, con lo que aquella provincia quedará rica y abundante y no pobre y exhausta como ahora se halla por no tener salida de los frutos de que tanto abunda, no pudiendo conseguir este beneficio en la mayor parte del año por la vía de Guayaquil, por la larga distancia y demás, que, como se ha expuesto antecedentemente, dificulta por ello el comercio y frecuente comunicación de dicha provincia de Quito con el expresado Reino de Tierra Firme. 16. Lo sexto y último, porque también resultará el que los vecinos y comerciantes de la Provincia de Quito no tengan que pasar siempre a Lima, como ahora lo hacen, para despacharlos paños, sarguetas, bayetas, estameñas, lienzos de algodón y otras brujerías que se fabrican en la misma provincia, porque haciendo su viaje por el nuevo camino algunos mercaderes de Lima a la vuelta de las ferias de Portobelo, comprarán en Quito estos géneros a su elección y con conveniencia, o los permutarán con ropas de Castilla, para conducirlos a aquella capital y extenderlos en las provincias de arriba. 17. Para que lograse el público el beneficio de tan considerables utilidades, han sido muchos los que han intentado por espacio de más de un siglo la apertura y descubrimiento de este nuevo camino, aunque ninguno lo ha conseguido si no es el Suplicante, como deja expuesto a Vuestra Majestad antecedentemente. Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A. 1959, pp. 441-448. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Relación de los frutos que produce y de las riquezas que esconde en sus entrañas el fértil terreno de la provincia de Esmeraldas 289. El terreno de la provincia de las Esmeraldas es el más fecundo de todos cuantos ha visto el Suplicante en lo mucho que ha andado, y produce los mismos frutos que la provincia de Guayaquil su vecina y continente, con la ventaja de ser más abundante y me- LITERATURA DEL ECUADOR jores los de Esmeraldas en aquellas partes que no padecen inundación en los seis meses de invierno (que son los más), pues se libra de este perjuicio toda la distancia que media desde el Cabo de San Francisco hasta el río de Vainillas, a diferencia de lo que sucede en Guayaquil, cuya provincia se inunda toda dichos seis meses. 290. El cacao es muy mantecoso, blanquizco y de tan superior calidad al gusto que compite con el de Caracas; y si en Esmeraldas hubiera a quienes repartir tierras y personas que las labraran, abundarían mucho este fruto, con la circunstancia de que, por haber desde allí 150 leguas menos que de Guayaquil a Panamá, se podría conducir con más facilidad y menos riesgos a España donde fuera muy celebrado, pues allá sucede que en Barbacoas, al mismo tiempo que compran una arroba del cacao de Guayaquil por 12 reales, pagan 4 pesos por una del de Esmeraldas, consistiendo la diferencia de calidades en que, como se ha dicho, la provincia la Guayaquil se inunda en invierno, de suerte que por huertas de cacao andan navegando en canoas para recoger el fruto por aquel tiempo, y en las más partes de Esmeraldas, por ser el terreno alto, jamás se ve inundación alguna. 291. Los plátanos, fruto con que se abastecen principalmente las embarcaciones que arriban necesitadas al puerto de Atacames, sobre ser muy abundantes en Esmeraldas, uno de allí vale por tres de Guayaquil, y a voto de los que han visto toda la América son los mejores de toda ella. 292. Hay algodón otro tanto mayor que en Guayaquil; peje de mar, como el de la Punta de Santa Elena y mejor en los ríos donde no entra la marea; palmas de cocos mayores en el árbol y en el fruto, el cual es más abundante en el Cabo de San Francisco, donde hay tantos sin que nadie se sirva de ellos, 37 que con su estopa se pueden abastecer las fábricas de Guayaquil. 293. Hay vainilla, achiote, zarzaparrilla, hierba de tinta añil y otros frutos de las selvas calientes y templadas. 294. Hay también brea, cera blanca y amarilla. 295. Hay maderas preciosas y algunas incorruptibles, las mismas que en Guayaquil, bálsamos amarillos, cedros, guayacán, guachapelí, cocobolo, roble, laurel, ébano, cascol, moral, negro, colorado, ceibo, higuerón, matapalo, mangle, espino, canelo y maría, con la ventaja de que los bosques de Guayaquil están talados y aniquilados por las fábricas continuas de cien años a esta parte, de suerte que, para arbolar una embarcación, tienen que conducir de grandes distancias y con muchos gastos los árboles mayores, tirándolos desde el monte de Misambulo con 50 y más yuntas de bueyes, y en Esmeraldas los bálsamos y amarillos están casi al borde del mar y de los ríos, y en el de Santiago abundan los árboles marías para arboladuras, porque están vírgenes las selvas; y si las maderas preciosas y finas que hay en Esmeraldas se trabajaran en máquinas de agua o de viento, como las que hay en La Habana, y en otros dominios, lograría gran comodidad la ciudad de Lima, a donde se llevan desde Chile y de la Nueva España con crecidos costos. 296. Y aunque la provincia de Guayaquil logra la ventaja de ser al presente más cómoda y amena por tener campañas descubiertas en que se mantienen muchos ganados por el verano, si las llanuras de Esmeraldas estuvieran despojadas de los bosques que las hacen terribles y de aspecto sañudo, no es dudable serían más útiles para la labranza y más cómodas para la vida humana, por no inundarse nunca, como se inundan las de Guayaquil los seis meses de invierno, en los cuales por esta razón son inútiles e inhabitables. 38 GALO RENÉ PÉREZ 297. Los preciosos frutos y riqueza que encierra la provincia de Esmeraldas, y de que carece la de Guayaquil, son oro y esmeraldas, porque, según refieren los autores de las conquistas del Perú, es constante que las primeras que se trajeron a estos reinos fueron las que hallaron en aquel, de extraordinario tamaño y fineza, sus primeros conquistadores, y que éstas fueron sacadas de las montañas de Manta, que son las mismas de la provincia de las Esmeraldas, de que tomó ésta su denominación; y habiéndose logrado este hallazgo antes de que en el Nuevo Reino de Granada se descubriesen los minerales de Muzo, de donde después se han traído, es evidente haberlas muy preciosas y singulares en dicha provincia, consistiendo sin duda el no haberse descubierto en los principios ni después los minerales de ella, en que las conquistas del Perú por aquella consta no pasaron del puerto de Manta y en haber quedado y estado hasta ahora poco conocidas y nada traficadas las siguientes montañas. 298. Los zambos de Esmeraldas no sólo no niegan que las hay en aquella provincia, sino que antes bien como cosa sabida muestran el cerro o monte donde se crían, el cual, bajando el río de Esmeraldas, está dos leguas distante de él, a la banda izquierda del Sur cuatro leguas antes del pueblo del mismo nombre. 299. Y aunque niegan el conocimiento de la boca de la mina, diciendo que sus antepasados la conocían en tiempo de su gentilidad, pero que los que hoy viven no ponen los pies en aquel monte, lo cierto es que ellos tienen horror de que se descubra, porque temen que los obliguen al duro trabajo de sacarlas, y también lo es que los primeros doctrineros que bajaron a doctrinarlos y los primeros españoles que los acompañaron ahora cien años, hallaron que las mujeres las traían colgadas al cuello y supieron que luego que di- chos zambos vieron que los blancos las estimaban, las arrojaron todas al río, y entre ellas algunas de extraordinario tamaño, y que por esto trasladaron al sitio en que hoy habitan la población en que vivían antes a vista de aquel monte, cuya situación y la del pueblo antiguo se podrá reconocer en el mapa que acompaña a esta representación. 300. En las riberas de los ríos de Santiago y de Mira y en todas las de los demás ríos pequeños que entran en aquellos, hay criaderos y veneros de oro, del que se valen algunos de sus habitantes mulatos y mestizos, que se han retirado allí de la provincia de Barbacoas, los cuales siempre que les urge alguna necesidad lavan la tierra que les parece y la que menos trabajo les cuesta, y sacan el que necesitan sin recato ni misterio alguno, porque estando lastrado de estos veneros todo el país que comprenden estos dos ríos, no es cosa capaz de ocultarse a quien quisiere servirse de ellos. 301. Las principales razones para no haberse establecido labores de minas en la referida provincia de las Esmeraldas, son las siguientes. La primera, por ser país desierto, inculto y embreñado de selvas, en que antes de trabajar en sacar oro, es menester abrir la tierra, desmontarla y sembrarla para asegurar el alimento. La segunda, por no haber caminos cómodos para la provincia de Quito, y por esta razón no poderse abastecer los mineros de lo que necesitan, y faltar en aquellos desiertos pasto espiritual para los consuelos y alivio de las almas. La tercera, porque en fierro, sin el cual no se pueden emprender semejantes labores es tan caro, que cuando menos vale en Quito 50 pesos el quintal y hay tiempos en que no se halla por 100 pesos ni por ningún dinero. La cuarta y última, la falta de negros y el excesivo precio a que los vendían los ingleses cuando tenían la factoría de Panamá. LITERATURA DEL ECUADOR 302. También es cierto que hay perlas muy preciosas en toda la costa desde este puerto hasta el de Manta, lo que es constante a todo el reino del Peru; pero, como hasta hoy son costas desiertas de hombres capaces de solicitarlas y de costear buzos y hacer establecimientos para conseguirlas, no se logra este beneficio. 303. Todas estas riquezas encierra el terreno fecundo de Esmeraldas y, para que no parezca extraño no haya traído oro, perlas ni esmeraldas el Suplicante, debe hacer presente a Vuestra Majestad que ni pudo adquirirlas, ni sus deseos tuvieron por término solicitar para sí estas riquezas, porque ni era dueño del tiempo, ni de los hombres, ni de un caudal distinto, que era necesario para las intendencias de minas y de pesquerías, ni era razón exponer la gloria a que anhelaba con la apertura del nuevo camino a que se confundiese y aún malograse con un objeto que, siendo prueba de la codicia, le hubiera malquistado con los indios, y zambos del país, a quienes necesitaba para perfeccionar su proyecto. Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A. 1959, pp. 458-462. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Pedro Franco Dávila Instrucción Hecha la orden del Rey N. S. para que los virreyes, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores e intendentes de provincias en todos los dominios de S. M. puedan hacer, escoger, preparar y enviar a Madrid todas las producciones curiosas de Naturaleza que se encontraren en las tierras y pueblos de sus distritos, a fin de que se coloquen en el Real Gabinete de Historia Natural que S. M. ha es- 39 tablecido en esta Corte para beneficio e instrucción pública. Nota de algunos animales más curiosos y apetecidos para el real gabinete de historia natural La fara o ravala es un cuadrúpedo de América que tiene una bolsa en el pecho, en donde, después de parir, recoge sus hijos para criarlos. El mapurito es un animalito muy hermoso, que cuando le persiguen, se defiende con una ventosidad tan hedionda, que no hay hombre ni animal que la pueda tolerar, y le dejan. El león, el tigre, la pantera, el rinoceronte, la gazela, la cebra o asno rayado, el erizo de cola larga de la América, muy raro, el gato de Argelia, el oso hormiguero de México, llamado por los indios izquiepalt; otro oso hormiguero pequeñito de color de canela, más raro; la ardilla volante de la Virginia; otra ardilla muy rara de Nueva España, con pintas blancas sobre un color gris que tiene la cola abierta o partida en cuatro colas, que parecen otras tantas ramas que salen de un tronco; el gato montés, y el venado de Nueva España diferente de los de Europa: el ciervo de especie muy pequeñita, cuyas piernas suelen los curiosos engastar en oro porque son tan delgadas como una pluma de escribir; el ratón salvaje, llamado marmota, cuyos hijos se agarran por el rabo al de la madre, y se tienen sobre las espaldas, y así los libra ella cuando teme algún peligro; el jabalí de las Indias Orientales, llamado babirossa, raro, que tiene dos colmillos que salen del cráneo, encorvados hacia arriba, a manera de dos cuernecillos; el perro volador que se encuentra en la América Austral, y tiene desde la cabeza hasta la extremidad del cuerpo una membrana extendida de ambos lados con la que vuela; el cutú, animal que conocemos en Europa de poco tiempo a esta parte, se cría en las Indias Orientales, y es una especie de cabrón que 40 GALO RENÉ PÉREZ tiene las astas muy grandes, levantadas en alto y torneadas en espiral, que parecen trabajadas con arte. De los cuadrúpedos con conchas, llamados armadillos en unas partes de las Indas y en otras quiriquinchos, hay muchas especies que se distinguen por las más o menos fajas que tienen encima del cuerpo, como también por sus cabezas, asimilándose en unos a la de un puerco, y en otros a la de un perro. Los portugueses tienen una especie que se cría en las cercanías de Macao y le llaman vergoñoso. Los holandeses tienen otro, que llaman el diablo de Jaba. Estos son mucho más grandes y en todo diferentes de los de nuestra América; los cocodrilos difieren de los caimanes o lagartos, y se desearía lograr de cada especie uno de los más grandes. Hay tortugas o galápagos de mar, de tierra y de agua dulce. Entre los géneros que conocemos, la tortuga que da la concha o carei de que se hacen cajas para tabaco, embutidos, etc., es muy estimada. En las Islas de Barlovento y en otras partes de Indias es comida muy sana y regalada la tortuga; y hay algunas grandes, que pesan hasta cuatrocientas libras. Los géneros de monos y micos que hay son muchos, que llaman hombres de los bosques; otros tan pequeñitos, que no son mayores que un gato de un mes. En Filipinas hay una especie de ellos todos blancos; hay otros que tienen los labios y los pechos de color de rosa. De los titíes, que son los más chiquitos, hay unos que tienen un moño sobre la cabeza. Los macaos tienen el pelo verdoso, lustroso y bello. En la Provincia del Chocó hay una casta de monos negros, que tienen en aquella tierra por comida muy regalada; en los valles hay otros, que los naturales del país llaman en su lengua tutacusillo; éstos velan de noche, y duermen de día. La que llaman onza en el Perú, es grande como un carnero y diferente de la que tiene el mismo nombre en Africa, que es muy pequeña, y viene por Orán. El perezoso es común en las provincias de Guayaquil y de Cartagena de Indias, en donde los llaman por ironía pericos ligeros. De estos animalitos se conocen dos especies, que se distinguen por los dedos de las manos; los unos tienen tres, y los otros solamente dos. El ymansaca o samarguge en la Provincia de Jaén, es animal curioso. La vicuña, el guanaco y la llama se encuentran en el Perú, en la sierra. Entre los murciélagos que se conocen en las Indias los hay que tienen más de una vara de largo desde la extremidad de una ala a la otra. Entre los sapos se trae uno de las Indias Orientales, conocido con el sobrenombre de pipa o tonel, por ser muy grande y grueso. Hay otra especie de sapo o rana muy singular que tiene cuernos. Hay iguanas, camaleones, salamandras, zincos, lagartijas de muchas variedades y géneros, tanto terrestres como acuáticos; unas tienen rabos redondos y otras anchos; las hay espinosas, voladoras o con alas, llamadas dragones, de las que conocemos dos especies, unas que tienen las alas unidas a los brazos y otras que las tienen separadas; las hay que tienen a las extremidades de los dedos unas carnosidades orbiculares como verrugas. Los mexicanos tienen una, llamada tapayaxín, que es de forma redonda. Pájaros El avestruz, la mayor de todas las aves, se cría en las pampas de Buenos Aires y también en Africa. Hay dos variedades que se distinguen por los dedos de los pies; las unas tienen dos y las otras tres. El quebranta-huesos, alias carnero de las Malvinas, es muy grande. El cóndor tiene cuatro varas de largo desde la punta de una ala a la otra. El onocrótalo, alias pelícano, llamado en la América (donde hay muchos) alcatraz, se diferencia en tener pico dentado o pico sin dientes y también en el color blanco o encarnado. Hay otra suerte de pelícano o rabiorcado, que extendidas las alas, ocupa un espacio de más de catorce LITERATURA DEL ECUADOR pies. Este pájaro vuela tan alto que apenas se divisa. Solicítanse los flamencos y sus variedades; las cucharas llamadas en Europa patelas o espátulas por la similitud que tiene su pico con éstas; las garzas y garzotas de varios colores; los gallinazos todos negros, y los de cabeza colorada; el sopiloto o rey de los gallinazos; el piquero, pájaro de mar muy hermoso; el piche con el pecho colorado; la putilla con el pecho de color de nácar; el corregidor con cola grande; el cardenal todo rojo, de Nueva España; el cardenal blanco, negro y rojo, llamado dominicano, de Buenos Aires; las variedades de gallaretas, gallinetas y una multitud de otros que se encuentran en Lima y sus cercanías; los pavos de la montaña, y también los pavos granaderos que se crían en los valles y son muy hermosos; el cacique de Guayaquil, de color amarillo, negro y punzó, rojo es de los más vistosos y de mejor canto; los tucanes, conocidos en el Perú con el nombre de pájaros predicadores, y en España con el de pico-frascos, que se encuentran en los Reinos del Perú, de México y de Santa Fe de muchas variedades, con los picos ya dentados, ya sin dientes; unos que tienen las plumas del pecho todas amarillas, otras negras, otros punzó, etc.; el tucán verde de México, y el amarillo con una faja de color gris en el pescuezo, los cuales son muy raros; los guacamayos y papagayos; los loros, cotorras y pericos que son de tantas variedades; los pajaritos llamados en las Indias visita-flores, de los cuales hay muchas especies; unos tienen las colas tres veces más largas que el cuerpo, otros medianas; y los hay entre ellos tan pequeñitos, que los llaman pájaros moscas; sus colores son cambiantes, y parecen diferentes por cada parte que se miran, y por esta razón los llaman también los indios pájaros de siete colores. En los cerros de Puertobelo, en la Provincia de Caracas y en la Isla de la Margarita se crían unos pájaros hermosos llamados 41 paujies, que tienen un moño de plumas negras rizadas como la escarola, y otra especie, llamada pauji de piedra, porque en lugar de moño tienen una carnosidad o eminencia dura del tamaño de un huevo de gallina, de color ceniciento jaspeado, que parece efectivamente piedra. El pájaro llamado rinoceronte es grande y de los más raros; tiene el pico poco más corto que el de los picofrascos, pero más grueso, el cual en la parte superior tiene como otro medio pico, en unos encorvado hacia atrás, en otros oblicuo, siguiendo la dirección del pico principal; y otro hay que tiene encima del pico una prominencia de figura de media caña excavada espiralmente por su longitud. El pájaro llamado manucodiata, conocido también con el nombre de ave del paraíso, es de los más raros, y los autores cuentan cinco especies, de las cuales se hallan más fácilmente tres; la primera y más común es la de los que tienen las plumas de la cabeza verdes cambiantes, las del cuerpo de color obscuro, y las de las alas y cola, que son muy largas, amarillas; la segunda la de los que son todos rojos, con dos plumas sin pelo muy largas que salen de la cola como dos hilos, y se enroscan en sus extremos; la tercera, que es rarísima, tiene las plumas de delante del pescuezo como escamas de oro bruñidas, y las de detrás del mismo pescuezo parecen de plata resplandeciente; desde la cabeza hasta los pies caen dos plumas delgadas como hilos que rematan en una plumita redonda de color verde cambiante, siendo las de todo su cuerpo de color obscuro que tira a rojo. Todo género de águilas y aves carnívoras y de rapiña; de lechuzas, buhos y otras nocturnas; los pájaros palmistas, como ánsares, patos, y otros que abundan en los ríos, lagunas, y mares, de multitud de especies. Sólo en Guayaquil se conocen ocho, que son cucubíes, marías, labancos, bermejuelos, nadadores, zambullidores, patos reales y patillos. En Cartage- 42 GALO RENÉ PÉREZ na de Indias hay un ánade muy hermoso, llamado vindilia, que tiene el pecho rojo; en la laguna de México, hay una cantidad de ellos; en las Islas Malvinas es bien conocido el pájaro niño; y en el Reino de Chile en las Costas de Valparaíso hasta Chiloé hay otras especies más pequeñas. Las grivas, que vienen del Brasil, de color de púrpura y blanco y de los colores azul, púrpura y negro, son los más hermosos, como todos los otros pájaros que vienen de aquel país. En Mallorca y Menorca se encuentra una grulla conocida con el nombre de pájaro real, que es rara y hermosa por un moño que tiene sobre la cabeza de una especie de pluma o pelo que parece grama. En el Golfo de Honduras de la Provincia de Guatemala hay un pájaro rarísimo por la hermosura y variedad de sus colores, llamado por los naturales quetz-altototl; en el río Sinú, Provincia de Cartagena de Indias, hay el pájaro llamado chavaria, que es un acérrimo defensor de las gallinas y gansos; la especie de tordo, llamado por los naturalistas orfeo, y por los indios cencotlatolli, que canta dulzura que encanta a cuantos la oyen. En la Provincia del Chocó, en Cartagena, en el Reino de Santa Fe, en todas las Cordilleras son muchísimos los géneros de pájaros que se crían de colores exquisitos. Del Reino de México se trajo a España una águila de dos cabezas. Finalmente cada provincia tiene sus faisanes, sus tórtolas, sus palomas, sus pájaros caseros o domésticos y sus pájaros de canto. Se procurará enviar de todos los huevos de aves que sea posible y sus nidos. Insectos Las mariposas son los insectos que más adornan los gabinetes, por la gran variedad y hermosura de sus colores. Entre ellas unas son diurnas y otras nocturnas; las primeras se conocen por una masita oblonga o redonda, que tienen a la extremidad superior de sus antenas; las nocturnas tienen las antenas más cortas en masitas, con unos pelitos de un lado y otro como los de una pluma. No hay país conocido que no tenga sus mariposas. En el Río de las Amazonas se encuentran unas grandes como la mano de un hombre, de un color azul tan brillante que parece esmalte. Todas las que mademoiselle de Merian publicó en su Historia de Insectos de Surinam, las tenemos en Guayaquil, en donde los árboles frutales, y los otros son también los mismos. Las que vienen de la China son muchísimas y raras y se pueden adquirir por la vía de Manila. Las hay de una cuarta de largo, con unas pintas sobre las alas de un blanco transparente que parece talco. Los escarabajos y todos los insectos de estuche no son menos considerables y curiosos en sus géneros y variedades. Hay unos llamados rinocerontes por un cuerno que tienen sobre la frente. Los capricornios se distinguen por sus antenas nudosas, en algunos tres veces mayores que el cuerpo. Los ciervos volantes por sus astas ramosas que imitan las de un venado. El cucuyo es bien conocido en toda la América, por la luz tan clara y durable que despiden sus ojos en la obscuridad. Los indios dejan de noche en sus aposentos algunos de ellos a fin de tener luz toda la noche, pues se ve alternativamente que cuando unos ocultan la luz, otros la manifiestan. Encuéntranse muchos géneros de chicharras o cigarras, de cantáridas, de abejas, abejones, avispas, arañas, alacranes, gusanos, cienpiés, hormigas, e infinidad de otros insectos todos admirables, y todos dignos de conservarse en el Gabinete de Historia Nacional. Reptiles La culebra boba, o buyo que se encuentra en muchas partes de América, es tan LITERATURA DEL ECUADOR grande y gruesa, que ha sucedido sentarse un hombre sobre una que estaba dormida creyendo que era un tronco de árbol, sin haber salido de su engaño hasta que con asombro reparó empezaba el animal a moverse. En la Provincia de Jaén hay una culebra boba, llamada por los indios mecanchi, que tiene la singularidad de ser corta como de una vara, y gruesa como el muslo de un hombre. Las culebras de cascabel se crían en muchas partes de la India; tienen el cascabel a la extremidad de la cola, de suerte que cuando andan, avisan con el sonido del cascabel para que huyan de ellas, porque la mordedura es mortal. En Guayaquil hay dos culebras singulares: una toda verde que llaman de papagayo por su color, y voladoras porque se lanzan de un árbol a otro a distancia de cinco a seis varas; la otra que llaman de coral tienen todo el cuerpo dividido en fajas circulares alternativas, una blanca y otra de color coral. En el Chocó hay una víbora muy pequeñita, que llaman de bejuquillo. Esta suele estar debajo de las hojas secas que caen de los árboles; y si los indios, que de ordinario andan descalzos, la pisa, los pica; y es tan eficaz su veneno, que al instante el paciente empieza a echar sangre por las narices, y por todos los poros de su cuerpo, muriendo en poco tiempo sin remedio. En las costas de Malabar se crían unas culebras de dos cabezas, la una junto a la otra, de las cuales hay quien ha visto una conservada en licor, y también se halla grabada en autores clásicos como Aldobando, Seba, etc., por lo que se cree no ser monstruosidad sino una especie. Las culebras llamadas anphisbenas, que algunos pretenden tener dos cabezas, una a cada extremidad de su cuerpo, no tienen en realidad más que una; ocasionando este error el ser iguales por todo el cuerpo, y el que la cola no remata en punta, como en las otras, sino que es ancha como la cabeza. La culebra con anteojos, es llama- 43 da así, porque tiene encima de las espaldas cerca de la cabeza, unos, formados por sus escamas, que parecen pintados. Hay una culebra muy hermosa que tiene siete listas prolongadas desde la cabeza hasta la cola, cada una de diferente color; esto es, rojo, amarillo, azul, blanco, verde, negro y de violeta. Los portugueses tienen una serpiente de cabeza muy grande, que llaman cobra de capello, que tiene una banda hermosa, y sobre ella una especie de cara que se parece a la de un hombre. La serpiente portacruz, llamada así porque tiene en todo su cuerpo unas rayas que se atraviesan y forman cruces; la serpiente pintada como la piel de un tigre; la serpiente marina de cabeza coronada; la serpiente argos de Guinea, rara; la del Brasil llamada ibiara de color rojo con cola doble, muy rara; la de México llamada bitín, gruesa, y corta; la del Río de la Plata cubierta de estrellas; la serpiente negra como el carbón; otra del mismo color con cabeza blanca adornada de una especie de corona o diadema; la serpiente de Nueva España de cien ojos, llamada tamacuilla huilia, y otra del mismo paraje llamada el emperador de Guadalajara; la del Paraguay llamada tucumán, y otras son todas muy curiosas. No es el mar menos fecundo en animales que la tierra y el aire. Las ballenas son tan grandes, que sólo pueden esperarse para el Gabinete algunas de sus partes, como huesos, etc. El pez llamado narval tiene por defensa un hueso o marfil muy sólido, de forma redonda, de 8 a 9 pies de largo, que en su nacimiento tendrá como tres pulgadas de diámetro y va disminuyendo hasta acabar en punta. Se conocen dos especies: la una tiene este hueso de forma redonda retorcida, o en espiral, y la otra que lo tiene redondo y liso, es muy rara. El peje-espada tiene su defensa en la frente, y hay dos especies; la defensa del uno es como una hoja de espada ancha de 44 GALO RENÉ PÉREZ dos cortes, y la del otro como una sierra con dientes por ambos lados. El pez llamado martillo es singular por la similitud que tiene su cabeza con la de los martillos ordinarios. Entre los peces llamados orbes por su figura redonda, hay unos erizados de puntas en todo el cuerpo, otros con estrellas, otros cuyas escamas forman como unas rodelas pequeñas. El perro-marino es muy voraz: tiene la boca muy grande con diferentes órdenes de dientes. Hay el corcobado, llamado así porque tiene una gran prominencia sobre el cuerpo; el pez co- fre; el triangular; el manatí o vaca marina; el lobo marino, los dorados, los voladores, las serpientes y agujas de mar; los peces llamados rinocerontes, porque tienen un cuerno sobre la cabeza; la rémora, y otros infinitos, admirables por sus formas, colores, etc. Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A. 1959, pp. 500-510. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Notas 1 La similitud verbal es mayor en latín: “mare” = mar – “amare” = amargo. N. del Tr. 2 “Dedo de agua” (en lat. = digitus aquae): equivale a 1/12 de onza de agua. N. del Tr. V.– La creación literaria. Antecedentes precolombinos. Iniciación de la literatura propiamente ecuatoriana. El caso de Gaspar de Villarroel De cuanto se conoce de la época precolombina de nuestra América, ninguna de las literaturas nativas parece que alcanzó la jerarquía augusta de la maya y la quiché. No obstante, otros pueblos americanos tuvieron también expresiones literarias harto interesantes, que se fueron desprendiendo hacia el olvido porque no se fijaron en los símbolos de la escritura. Las lenguas aborígenes no eran lo suficientemente aptas para ello. La quechua, por ejemplo, que se extendió por el amplio dominio de los incas, desde Colombia hasta la Argentina, no logró otra representación gráfica que los quipos. Y fue ésta completamente simple y limitada: pequeños cordoncillos de diversos colores con nudos en niveles distintos. Probablemente los quipos no servían sino para cuentas o rápidos mensajes en clave. Una lengua literaria, a pesar de la admirable cultura a que los incas llegaron, no la tuvieron en verdad. Sus amautas y sus aravicos (llamémosles apropiadamente “yaravicos”, porque eran rapsodas indios que cantaban versos al son del yaraví), crearon sólo oralmente. Eso mismo ocurrió en el Ecuador, que contó con teatro, poesía y fábula únicamente orales. Algo de ello se salvó por la eventual diligencia de algún misionero español, que consiguió trasladar al alfabeto latino los sonidos quechuas. Quedó así la creación en la lengua original, pero a través de la grafía latina, y de ahí se la vertió al castellano. Un ejemplo importante es el de la elegía compuesta por la muerte de Atahualpa, que ahora se puede leer en los dos idiomas, y que ha si- do atribuída a un cacique de Alangasí, población de la sierra ecuatoriana. Pero aquellos versos, aun a pesar de su procedencia e inspiración, si se los mira bien, son ya coloniales, porque el sacrificio de Atahualpa ocurrió después de que los españoles tomaron posesión de América. Obedece a esa razón la común tendencia de nuestros países a estudiar sus letras desde la época del dominio europeo. Es decir desde cuando el antiguo continente se trocó en un nuevo mundo: el indo-hispánico. Durante los primeros decenios de aquel período, el ejercicio de escritor –enzarzado en las puntas sangrientas de la guerra y la aventura– no perteneció sino a soldados y frailes oriundos de España. Sus nobles empeños han quedado registrados en la épica y la crónica de Indias. Sabemos ya, según se ha explicado en el capítulo del pensamiento histórico de los Cronistas, la significación de aquella obra temprana dentro de la cultura del Ecuador. Pero mucho más que eso importa conocer la producción, no del conquistador establecido en nuestro hemisferio, sino del escritor nativo u originario de la propia Hispanoamérica. Ese tipo de escritor comenzó a aparecer a mediados del siglo XVI. En sus postrimerías había ya centenares de ellos, según la anotación del humanista Pedro Henríquez Ureña. De tal modo se fueron decantando los atributos literarios revelados entonces en varias partes del continente, que hacia la nueva centuria ya hubo personalidades de mérito indiscutible. Tal el claro y ameno Garcilaso de la Vega, el Inca, mestizo peruano. Lo mismo 46 GALO RENÉ PÉREZ Juan Rodríguez Freile, colombiano, autor de “El Carnero” o crónica viviente, rica de sabrosas anécdotas, de la sociedad bogotana. Igual también el chileno Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, dueño de una codiciable desenvoltura narrativa. Y aun más apreciable su compatriota Pedro de Oña, el poeta épico de “El Arauco Domado”, en cuyos versos destellan ya delicados primores de estilo. Pero más universales que todos ellos los mexicanos Sor Juana Inés de la Cruz, encantadora en la poesía y la prosa, y Juan Ruiz de Alarcón, estimado como uno de los cuatro grandes dramáticos de la época de oro de las letras castellanas (los otros fueron Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca), y a quien imitó el francés Corneille. En el Ecuador las manifestaciones literarias no estuvieron a la zaga de aquéllas. Durante el mismo siglo aparecieron los poetas Antonio Bastidas y Jacinto de Evia y un prosador de quien se habla a continuación: Gaspar de Villarroel. En un apretado recuento autobiográfico –de ésos que suelen preferir los que desprecian la fama pregonera– nos ha dejado Villarroel algunos datos personales, que podrían conjuntarse con los que se muestran dispersos en muchas de sus páginas, si se intentase componer una imagen completa de él. Tocando ahora de prisa lo prominente de sus hechos y su labor intelectual, debemos establecer siquiera las siguientes breves referencias y criterios. “Nací –dice el escritor– en Quito, en una casa pobre, sin tener mi madre un pañal en que envolverme, porque se había ido a España mi padre”. Eso fue, seguramente, en 1587. Cursó allí mismo sus primeros estudios. Después pasó a Lima, donde se “crió”, completó su educación y profesó en la Orden de los Agustinos. “Entreme fraile –advierte– y nunca entró en mí la frailía”. Pero no es fácil saber lo que quiere decir con ello, porque pocos religiosos habrá en quienes “entren” de modo tan cabal los hábitos monásticos de vivir y de pensar como en Villarroel. La suya fue una personalidad constreñida y a la vez magnificada por la Iglesia. Ya en el claustro, pronto comenzó a sentir el despertar de su vocación literaria. Y, simultáneamente, su singular disposición para el magisterio universitario (enseñó Artes y Teología) y para la oratoria sagrada. La suma de tales esfuerzo fue la base de su prestigio, de sus viajes, de sus dignidades eclesiásticas. Villarroel lo ha recordado: “Llevóme a España la ambición; compuse unos librillos, juzgando que cada uno había de ser un escalón para subir. Hiciéronme Obispo de Santiago de Chile”. Nada le envaneció. Quiso seguir vistiendo modestamente. “Un hilo no he trocado de mi hábito, y no me distingo en el vestir de un lego”. Alguien que le conoció corroboró: “Andaba remendado como un pobre capuchino”. Parecía sonreírse de la arrogancia de esos prelados que aun buscan lo suntuoso entre los mármoles de la muerte. Por eso confesó: “…pienso enterrarme donde se entierran los negros y los indios”. Pero, eso sí, en España se sublevó de coraje cuando percibió que era común el trato despectivo hacia los “indianos” o criollos, u hombres nacidos en América. Y no dejó de condenar el absurdo de que “los que nacieran libres vivan esclavos”. Desde luego, él triunfó plenamente en España, donde demoró como diez años, siempre arrebatando con su talento y su poder oratorio. También su obispado en Chile fue ejemplar. Consiguió que armonizaran –cosa suprema entonces– las autoridades de la Iglesia y el Estado. Para encarecer la significación de ello escribió “Gobierno Eclesiástico Pacífico”, o “Unión de los dos cuchillos, pontificio y regio”: obra en dos volúmenes, aparecidos entre 1656 y 1657. Rasgo también destacado de entonces fue lo heroico de su comportamiento en el movimiento sísmico que destruyó a la ciudad de Santiago. LITERATURA DEL ECUADOR Uno de sus discursos más elocuentes lo pronunció entre las ruinas, con el afán de fortalecer a los pobladores, desolados unos y empavorecidos otros. Las páginas de “El Gran Terremoto de Santiago de Chile en 1647”, con que describió el acaecido y que se encuentran en el aludido libro de Villarroel, tienen algo de la eficacia conmovedora que reveló el gran José Martí en el siglo XIX, al trazar la magistral imagen del terremoto norteamericano de Charleston. Tras el desempeño episcopal de Santiago, pasó el escritor, con la misma dignidad, a la ciudad peruana de Arequipa, donde murió en 1665. Gaspar de Villarroel dejó una obra extensa –como doce volúmenes pero poco variada. Los “Comentarios, dificultades y discursos literales y místicos sobre los Evangelios de la Cuaresma”, las “Historias Sagradas y Eclesiásticas Morales”, el “Gobierno Eclesiástico Pacífico”, que cuentan entre sus mejores libros, son una prueba de su limitación temática, de la rigidez de su preocupación religiosa. Las explicaciones del texto bíblico, la relación de numerosos milagros, los consejos a la clerecía, las enseñanzas morales, ocupan el mundo de sus letras. Jamás se salió Villarroel de sus sotanas de agustino para la realización de su aventura intelectual. Pero hubo recla- 47 mos de la realidad circundante que a veces le obligaron a un enfoque humano e inmediato. A esos momentos pertenecen denuncias como ésta: “Hemos visto en este Reino matar los soldados un indio, sólo por quitarle un caballo, que han de vender por un peso, y despedazar una india por robarle una manta”. Además, entre la narración de los milagros, que cobran perfiles de hechos tangibles gracias a su estilo persuasivo, confidencial y sincero, y confundidas con sus lecciones de moral, corren múltiples anécdotas llenas de vida y sugestión. Eso anima su prosa y la rescata de la monotonía. Hay rasgos amenos que hacen pensar en que son un antecedente lejano de las tradiciones de Ricardo Palma. Y limpidez idiomática y gusto de la frase que parecen una anticipación del estilo de Montalvo. Pero el parentesco se lo cree más notorio cuando se lee a Sor Juana. Las observaciones que ella escribió en la “Respuesta de la Poetisa a la Muy Ilustre Sor Filotea de la Cruz”, la preferencia por las letras de San Jerónimo, San Agustín, Plinio y Séneca, las frecuentes citas latinas, y en general su donaire estilístico, muestran cierta afinidad con lo mejor de la prosa del tan interesante clásico ecuatoriano del siglo XVII. VI.– El gongorismo en Hispanoamérica. Razones de su rápida influencia. Los poetas gongóricos del Ecuador en los siglos XVII y XVIII. El libro más antiguo de poesía ecuatoriana. Su proyección sobre los trabajos líricos de Aguirre, gran figura del gongorismo Entre las expresiones literarias de la España de los siglos de oro, que tuvieron sendos representantes de valor inmarchitable –novela de caballería, picaresca, género pastoril, drama amoroso, creaciones místicas, gongorinas, conceptistas–, seguramente fueron las dos últimas las que con mayor avidez saltaron el charco del Atlántico para tomar posesión de la pluma vacilante de los hispanoamericanos. Pero, sobre todo, eso lo hizo rápida y codiciosamente la poesía gongorina. Y produciendo muchos estragos, desde luego. Había una manera de ser gongórico entre los autores mediocres, como ahora la hay de ser abstractos o metafísicos: la oscuridad de cualquier vulgar laberinto mental o de la indocilidad de las palabras frente al sentido común. La falsificación no era difícil. Se podía engañar con el simple alarde. Además el jerarca del movimiento era un jesuita –Luis de Góngora– y al arrimo de su Orden religiosa pasó la influencia al clero, en cuyas manos estaba la cultura de la América de entonces. A todo eso se agregó, con un peso semejante o mayor, la propensión barroca de nuestros escritores. Porque comunmente ha faltado un verdadero desperezo intelectual, una sostenida energía para pensar, y el vacío de las ideas se ha disimulado bajo el vistoso ornamento formal. Abundaron los gongoristas en los siglos XVII y XVIII. Posteriormente tampoco ha dejado de haber autores que han asimilado ciertos atributos de las creaciones de Góngora. Pero la antigua proliferación no estuvo de acuerdo con una auténtica aptitud de poetas. Y sólo aquello que tuvo vigor propio no sucumbió bajo el impulso de la extraña corriente. En esos casos la muestra de su gongorismo ha conservado caracteres de gracia y permanencia. Si debieran citarse aquí algunos ejemplos hispanoamericanos, no se podría olvidar los nombres de Pedro de Oña, Hernando Domínguez Camargo, Sor Juana Inés de la Cruz, que elaboraron su verso bajo la sugestión del cultismo español. En el Ecuador contó el movimiento con tres figuras: Antonio Bastidas y Jacinto de Evia, en el siglo XVII, y Juan Bautista Aguirre en el XVIII. Este último es el más conocido de los tres, y el de más talento sin duda. El gongorismo, extinguido ya en España y declinante en Hispanoamérica, encendió en su obra uno de los últimos pero más vívidos y hermosos rescoldos. Comenzaban entonces a surgir las manifestaciones de la Ilustración y un nuevo despertar de lo clásico. En el propio país de Aguirre un contemporáneo suyo –Eugenio Espejo– alzaba ya la bandera ilustrada y desaprobaba acremente a los culteranos, con inclusión de aquel poeta. Las consecuencias se advertirían en las décadas siguientes, sobre todo a partir de la centuria decimonónica. LITERATURA DEL ECUADOR El libro de poesía ecuatoriana más antiguo es el “Ramillete de varias flores recogidas y cultivadas en los primeros abriles de sus años por el Maestro Jacinto de Evia, natural de Guayaquil”. Se lo publicó en Madrid, en 1675. Aquello de “flores” se debía a la manida simbología gongórica con que se quería significar virtudes, sentimientos, encantos: flores de lo heroico, de lo religioso, de lo bello, de lo amoroso y lo desventurado. Por eso la obra contiene secciones que se titulan “Flores Heroicas y Líricas”, “Flores Amorosas”, “Flores Fúnebres”, etc. Pero, además, se daba a entender que aquellas eran muestras de la mocedad, en que aún no maduran los frutos. Y al decir “recogidas y cultivadas”, se hacía alusión al carácter colectivo de tal antología: a más de los poemas del editor –Jacinto de Evia– había en ella los de otros dos autores: Antonio Bastidas y Hernando Domínguez Camargo. Colombiano éste último, pero asociado a los anteriores por los mismos menesteres religiosos, docentes y literarios. Si bien el “Ramillete” no es obra de cualidades muy estimables, no deja de resultar útil para formar un juicio sobre la poesía ecuatoriana de la edad colonial, especialmen- 49 te del siglo XVII. Su interés para la crítica es pues evidente. Hay prueba de ello en los estudios hispanoamericanos que se han venido publicando, que por lo común prescinden de los poetas del siglo XVIII que quiso salvar el Padre Juan de Velasco en su antología de Faenza (Andrade, Viescas, Orozco, Larrea), pero juzgan a Domínguez Camargo, a Evia y a Bastidas, o cuando menos los aluden. Además, la explicación del máximo valor de la lírica colonial del Ecuador, que es Juan Bautista Aguirre, requiere como paso conveniente el conocimiento del “Ramillete”. De las ciento ochenta composiciones que forman este libro, a Domínguez Camargo pertenecen cinco, a un jesuita cuyo nombre no se indica siete, a Bastidas noventa y nueve y a Evia sesenta y nueve. Es decir que el aporte de estos dos autores ecuatorianos no es escaso, y sin duda constituyó el antecedente de lo que llegó a escribir Aguirre, cuya obra se equipara a la producción mejor de la Colonia en todo el ámbito continental, y aun supera en ciertos momentos al modelo gongórico. Conviene considerarlos individualmente, que es lo que se hace en el siguiente capítulo. VII. Autores y selecciones Antonio Bastidas(1615-1681) Nació en la ciudad de Guayaquil. Entró muy joven en la orden jesuítica de Quito. Sus estudios le llevaron al ejercicio de la cátedra. Fue Maestro de Mayores y Retórica en el Seminario de San Luis, instituto docente en el que se formaron algunas de las figuras notables de la época. Uno de sus discípulos fue Jacinto de Evia, que le guardó una declarada admiración literaria. Al punto de que se afanó en publicar la antología del “Ramillete” para “ofrecer –él lo dice– a la florida juventud los versos que pude recoger de mi Maestro”. Los catorce últimos años de su vida los pasó Bastidas en Colombia, entregado al magisterio. Su producción poética puede llamarse numerosa, pero adolece de frecuentes altibajos. Bastidas no poseyó una conciencia estética que le garantizara un nivel estable. Los aciertos le fueron esquivos. De una gracia lírica evidente pasó sin transición, en el mismo poema, a una notoria cursilería. Hay versos en que consiguió la flexibilidad y dulzura propias del maestro que se ha familiarizado con algunos encantos recónditos del idioma, pero por desgracia se despeñó de ellos a expresiones incipientemente elaboradas en que la voz se le tornó bronca, áspera, deficiente. El contraste denuncia las inseguridades de un poeta al que le faltaron condiciones ingénitas de tal; esto es un más claro instinto de lo estético. Sus logros acaso fueron muestra de un arduo aprendizaje, de una habilidad adquirida con esfuerzo, que vaciló por pobreza de aquel innato tacto artístico y de inspiración. Eso precisamente le obligó a acudir a lugares comunes, a símiles manidos, y a pervertir el propó- sito de novedades del gongorismo con extravagancias del peor gusto, como la de llamar “maseta” al sombrero, o la de alabar lo florido del reino español llamándolo “vegetable monarquía”. Los temas de la poesía de Bastidas también limitaron su capacidad, avasallaron sus impulsos, cegaron toda vertiente de sinceridad, convirtieron en simple gesticulación externa el movimiento de la emoción. La época le hizo a Bastidas un poeta de compromiso y de certámenes constrictores. Escribió para elogiar a reyes y autoridades de España. A veces doblegándose hasta las actitudes del adulo. Abunda en hipérboles, en comparaciones ingenuas. Pero tal entusiasmo laudatorio y su insistente presencia en los certámenes no dejaron de comunicarle algunas destrezas. Especialmente una, la de las glosas. A pesar de sus deméritos, Antonio Bastidas es quizás el mejor glosador de los pocos con que cuenta la poesía ecuatoriana. Y su más estimable glosa es tal vez la que tituló “A la flor de la temprana muerte del Príncipe don Baltazar Carlos”. Desarrolló en ella el asunto que se había señalado en la siguiente estrofa: “Admirad, flores, en mí lo que va de ayer a hoy, que ayer Lis de España fui, hoy flor de ese cielo soy”. Empleando el octosílabo como en la estancia propuesta, e interpolando tales versos en los suyos propios, como es el estilo de la glosa, compuso una sugestiva elegía en que el símbolo de la flor expresa ya la hermosura, ya la fragilidad de la vida, ya la luz estelar que se abre en el fondo celeste del más allá. LITERATURA DEL ECUADOR Antonio Bastidas escribió liras, romances, canciones, décimas. Y tradujo magníficamente, parafraseándolos más bien como talento, los versos de “Silva a la Rosa” de Ausonio, que seguramente influyeron en las composiciones de Juan Bautista Aguirre, como se podrá apreciar en el estudio de su caso. A la flor de la temprana muerte del príncipe don Baltazar Carlos Admirad, flores, en mí lo que va de ayer a hoy, que ayer Lis de España fui, hoy flor de ese cielo soy. GLOSA En el jardín español tan agraciada me hallaron, que las flores me juraron (astros del prado) por sol. Pero al primer arrebol toda esa pompa perdí, y así en aquello que fui no admiréis la majestad; antes bien la brevedad admirad, flores, en mí. Ayer en botón vistosa fui de todos aplaudida, que aún me apuntaba la vida, y ya me aclamaban rosa. Mas ¡ay, qué acción tan ociosa! pues la muerte en que hoy estoy, me acuerda cuán breve soy, en mí dejando enseñanza en que advierta la esperanza lo que va de ayer a hoy. Qué breve vida, diréis, tiene el Príncipe de España, pues del hado a la guadaña morir tan en flor le veis. Pero ya no os admiréis, responde Carlos, que así mi vida toda adquirí, 51 que si hoy muerto he como flor, se declara así mejor que ayer Lis de España fui. Sólo mi muerte temprana ha sido para este suelo; pero, mejorando vuelo, flor vivo, eterna y lozana; y si a mi primer mañana, tan otra me vi y estoy, no siendo ayer lo que hoy, fue porque ayer de este prado fui flor, y en luz mejorado, hoy flor de ese cielo soy. Padre Antonio Bastidas, S. I., “A la flor de la temprana muerte del Príncipe don Baltazar Carlos”. Fuente: Los dos primeros poetas coloniales ecuatorianos, siglos XVII y XVIII; Antonio Bastidas, Juan Bautista Aguirre. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 93-94. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Jacinto de Evia (1620 - ?) Datos confusos, cuando no contradictorios, han recogido los críticos en rededor de Jacinto de Evia. Dentro de la sumaria información que sobre él existe se ha llegado a establecer que nació en la ciudad de Guayaquil, pasó a vivir y estudiar en Quito, en cuya universidad jesuítica de San Gregorio se doctoró en Artes, y finalmente se hizo religioso secular. Fue uno de los discípulos del jesuita Antonio Bastidas, a quien se acercó llevado por su devoción poética. Y precisamente éste aprovechó los servicios de Evia para la edición mancomunada que hicieron en Madrid, en 1675, de sus producciones en verso. Así apareció aquel “Ramillete de varias flores recogidas y cultivadas en los primeros abriles de sus años por el Maestro Jacinto de Evia, natural de Guayaquil”. Junto con los poemas de los dos autores se dieron a conocer algunos del celebrado gongorista colombiano Domínguez Ca- 52 GALO RENÉ PÉREZ margo, como en otro lugar de estas páginas se ha dicho. La centenaria antología ha sido juzgada generalmente con desdén. Tanto en el Ecuador como en los demás países. Y la crítica peyorativa quizás ha procedido de estudiosos intransigentes en materia estética, como Juan León Mera, cuyas apreciaciones se han venido repitiendo por mucho tiempo. En efecto, la endeblez de méritos a que se refiere aquel polígrafo en su “Ojeada” sobre la poesía ecuatoriana, ha creído ser advertida después por otros críticos que tal vez no han conocido de veras el contenido completo del “Ramillete” de Evia. Además, para conspirar también contra su difusión, Marcelino Menéndez y Pelayo lo ha llamado “monumento de hinchazón y pedantería”. Y de la trilogía Bastidas-Domínguez-Evia, el último es el que le ha parecido de “menores vuelos”. Véase su “Antología de Poetas Hispanoamericanos”. Intentar hoy una valoración de aquellos religiosos acudiendo al elogio desmedido, y no a la indispensable sensatez de criterio, sería tan erróneo como adoptar la conocida actitud desdeñosa. Es cosa evidente que su obra –fruto del siglo XVII– maduró desigualmente, bajo la acción del culteranismo. Les deslumbró el juego ingenioso del idioma de Góngora: el rebuscamiento de vocablos, las audacias de sintaxis, las vaguedades de sentido, la presuntuosa nomenclatura mitológica, los tropos. Se creyeron en la obligación de ascender a ese recinto amurallado, sólo bueno para espíritus cultos. Imitar al maestro cordobés les era como una inapelable demostración de méritos. Como una prueba fidedigna de aptitud poética. Pero muchas veces les falló el esfuerzo. Se quedaron con lo que tenía de escoria y de adorno caedizo el esforzado movimiento. Y en contadas ocasiones acertaron. Sobre todo cuando el modelo fue el Góngora de la luz y no el de las tinieblas. De ahí que no haya homogeneidad en la antología, ni tampoco en la producción aislada de Jacinto de Evia. Recuérdese que más o menos esas eran las características del verso hispanoamericano de la época. Evia escribió varios tipos de composiciones, aunque prefirió el romance. Entre sus temas no faltaron los panegíricos a las autoridades españolas, de la misma condición que los de su compañero Bastidas. La desmesura del elogio y los amaneramientos de la frase denuncian la ausencia de sinceridad. Uno difícilmente imagina la impresión que esos poemas habrán hecho en las personas a quienes estuvieron destinados, ni si éstas llegaron realmente a entenderlos alguna vez. Los otros asuntos que movieron la pluma de Evia –amorosos, religiosos y aun descriptivos– tuvieron más fortuna dentro del logro estético. Si Bastidas hizo un romance al “Arroyo de Chillo, en metáfora de un toro”, y Domínguez Camargo otro igual pero en metáfora de un potro, Evia romanceó sobre un manantial nacido en el Pichincha acudiendo a juegos metafóricos semejantes, en que saltan los aciertos entre expresiones forzadas. No es un mal poema. Pero Evia escribió también composiciones de apreciable sencillez, en las que la onda verbal corre ágil y desenvuelta. Se diría que entonces consigue conectar la lógica de la prosa a la inspiración lírica, para que ésta funcione con cierta plenitud y fluidez. Un ejemplo de soltura es el de los versos en que “Dícese la buenaventura a Cristo”: una gitana lee en las líneas de la mano del Niño Jesús el martirio de la crucifixión. En el “Ramillete” la sección de las “Flores Amorosas” es toda de Evia. Y éste cree necesario exculparse de la elección de tal tema, diciendo que esos poemas los escribió “por divertir el ingenio y por dar gusto a algunos amigos”. Pero de veras fue bueno que se decidiera a escribirlos. Porque en ellos entre- 53 LITERATURA DEL ECUADOR gó su mejor fruto. Recuérdese su hermoso romance “A un corazón de cristal, que presento”, con su estrofa final: “Ese, pues, cristal luciente, espejo sea a los dos, que, si me retrata amante, retrate también tu ardor”. Y recuérdese aquel otro titulado “A una rosa”, en que con el tacto de buen poeta canta a la joven amada, embellecida a través del símbolo de la rosa, y a quien le confiesa sus celos puesto que “Qué mal se guarda belleza – que en campo se ostenta hermosa”. El diligente religioso que recogió las primicias líricas del siglo XVII en el Ecuador, para publicarlas en el tan deficientemente conocido “Ramillete”, dejó algunos poemas suyos dignos de cualquier antología hispanoamericana de la época. Y quien juzgue al máximo valor de la poesía colonial de aquel país –Padre Juan Bautista Aguirre– no debe olvidar la vieja colección de Jacinto de Evia. Aunque no se lo ha dicho, parece que Aguirre leyó tales páginas. Las semejanzas no únicamente revelan la común procedencia gongórica, sino el influjo a través de temas y de lenguaje. Pero el talento de Aguirre fue superior, y entonces la asimilación vino a robustecer atributos naturales de importancia indiscutible. A UNA ROSA Sol purpúreo de este prado, que en los rayos de tus hojas, si das envidias al sol, ofreces lustre a la aurora. Los jilgueros de este valle festejan tu hermosa pompa, y admirando tu beldad, por dulce objeto te rondan. Todos tu carmín nevado labios de coral los nombran, y el rocío que te esmalta, dientes que guarda tu boca. Uno entre otros lisonjero, o se te atreve o te toca, queriendo beber el ámbar, y el rocío de tus hojas. Si fiado (ignoro) en sus alas, o en favores que le otorgas, por descanso de su vuelo escoge tu airosa copa. ¡Oh qué requiebros te dice! y aun con ellos enamora una azucena, que al lado te acompañaba gustosa. No sé si a su dulce acento fuiste insensible o sorda, o a sus importunos silbos, como a los vientos la roca. Mas no, ingrata, bien lo oíste; (¡oh cuántos celos me ahogan!) pues espinas que te guardan no te esquivaron honrosas. ¡Oh qué escarmientos me enseña esa tu inconstancia loca! no pienso prendar el alma de otra flor ni de otra rosa. Qué mal se guarda belleza que en campo se ostenta hermosa; que como muchos la miran su beldad alguno logra. Ya la cítara que un tiempo te celebraba gustosa, como está triste su dueño gime también ella ronca. Mas ya la pienso quebrar de mi firmeza en la roca; y pues ya no pienso amar, tampoco cantar me importa. Jacinto de Evia, “A una rosa”. 54 GALO RENÉ PÉREZ Fuente: Los dos primeros poetas coloniales ecuatorianos, siglos XVII y XVIII; Antonio de Bastidas, Juan Bautista Aguirre. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 317-318. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Juan Bautista Aguirre (1725-1786) Ninguna duda cabe sobre los singulares talentos de Juan Bautista Aguirre, considerado actualmente como uno de los valores del gongorismo hispanoamericano. Pero durante casi dos siglos anduvo perdido, sin que dejara oír su voz con claridad y plenitud. El que quizás lo descubrió para rescatarle de su aislamiento y olvido fue el crítico ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide. Poco después realizó un empeño semejante, en la Argentina, el profesor Tomás Carilla. Y ahora, por la difusión acaso mayor de las páginas de éste, los estudiosos de las letras de Hispanoamérica toman sus referencias y no las de Zaldumbide, que tienen no únicamente el mérito de la antelación, sino el de un juicio más amplio y comprensivo. Nació Aguirre en Daule, población cercana a Guayaquil, en abril de 1725. Fue hijo de guayaquileños. Estudió en Quito, en donde pasó la mitad de su vida: treinta años completos. En su adolescencia ingresó en la Compañía de Jesús, y allí profesó. Fue tal vez el jesuita hispanoamericano más destacado de su tiempo. Ejerció varias cátedras en la Universidad de San Gregorio Magno, de la capital del Ecuador. Pero las ejerció renovando los sistemas de enseñanza. La experimentación en la Física y una dialéctica atrevida en el campo de la Filosofía son testimonio del aire revolucionario que llevó a los viejos claustros universitarios. Por eso le respetó Eugenio Espejo al hacer la crítica severa de la educación jesuítica en el país, y aun al ensayar ciertos comentarios zumbones sobre la poesía gongórica de Aguirre. Y ese prestigio magistral se dilató más tarde, cuando los jesuitas fueron expulsados de América. El Padre Aguirre viajó a Italia. Anduvo por Faenza, Ravena, Ferrara y Tívoli. En ésta última murió en 1786. Aquella divagación italiana le colmó de éxitos. Las autoridades del clero se congregaban en su torno, para oírle discurrir sobre ciencias y filosofía. Era elocuente y ameno. “Ayudábale –dice Espejo– una imaginación fogosa, un ingenio pronto y sutil”. Fruto de sus estudios son las obras a que hemos aludido en la sección de los profesores Jeuitas. Pero fue durante sus largos años de Quito cuando se le manifestaron sus facultades poéticas. Para entonces ya se hallaba poseído del embeleso gongorino que había cautivado desde hacía más de una centuria a otros autores hispanoamericanos. En el propio Ecuador databa de 1675 la antología de Jacinto de Evia, que se mostró saturada de aquella corriente y que Aguirre sin duda la conoció. De modo que su producción vino a ser como el destello postrero, seductor y solitario, de la declinación del gongorismo. Quizás por eso concentró tan celosamente sus esencias. Los poemas de Aguirre, que él reunió bajo el título de “Versos castellanos, obras juveniles, misceláneas”, se quedaron inéditos cuando tuvo que arrancarse del país, por la expulsión jesuítica que decretara el monarca español. El manuscrito fue salvado muy posteriormente, recogiéndolo de Guayaquil, por el crítico argentino Juan María Gutiérrez, de cuyos archivos tomó Zaldumbide la producción lírica que le sirvió para su acertada estimación y exégesis del mayor representante de la poesía colonial ecuatoriana. Pero el título mismo de la obra no deja de promover la duda sobre el real contenido de ella, porque parece que pudo estar formada por algo más que “los versos castellanos” que se han dado a conocer. Al destino azaroso de los poemas de LITERATURA DEL ECUADOR Aguirre vino a sumarse la aversión de la crítica, que por torpeza no logró seguir el audaz vuelo metafórico de aquéllos. El primer adversario fue un contemporáneo de Aguirre: Eugenio Espejo. Y lo fue por varias razones: su repugnancia a las labores educativas y culturales de los jesuitas; su condenación y burla al cultiparlismo de conceptistas y gongoristas; su falta de disposición y destreza para profesar o entender el ejercicio de la poesía. Espejo hacía bien en molestarse con el encrespamiento culterano, y en declararle la guerra. El púlpito, la cátedra y las letras estaban viciados de un amaneramiento cursi y presuntuoso. Pero no hacía bien en creer que todo lo extraño y difícil debía merecer su desdén, olvidando que la lógica rutinaria es muchas veces inepta para entrar en los dominios de lo lírico. Por eso, precisamente, erró tanto cuando aventuró sus juicios irónicos acerca del “Poema heroico sobre las acciones y vida de San Ignacio”, que Aguirre dejó inconcluso. En “El Nuevo Luciano de Quito” dice Espejo sobre aquello: “Escribió un pedazo de poema… Nada tiene que divierta sino sus latinismos”. Y cita estrofas con las que, por pretender descubrir las extravagancias del poeta, muestra logros estéticos de singular calidad, suficientes para probar el talento de éste y la inhabilidad del crítico. En dicho fragmento hay un magnífico juego de imágenes sobre las rocas –”organizado horror de los luceros”, y su nieve, o marfil congelado que a la luz del sol “ofrece espejos”, y su torrente, que es “sierpe espumosa de rizada plata”. El descaminamiento crítico se ha mantenido tercamente. Contribuyó a agravarlo el parecer de Juan León Mera, que sintió pena de ver que Aguirre “delira y disparata”. Admitió lo poco que se conocía de versos sencillos de su producción, pero desaprobó lo que no se rendía a las exigencias de la llana y vulgar comprensión. Y esa pobre docilidad a los 55 conceptos que otros acuñaron, que en el caso de Aguirre duró tanto, fue por fin destruída por Gonzalo Zaldumbide, que hizo el estudio perspicaz de la “Carta a Lisardo”, uno de los poemas menos sencillos. En verdad el lírico ecuatoriano fue como su maestro Góngora, ángel de penumbras y de claridades. Y como aquél, en los versos de ejemplar tersura también puso la magia de lo estético. Aparte del don musical, que cautiva por sí solo. De los arduos recursos gongorinos, tomó las alusiones mitológicas, los latinismos, el hipérbaton, la elipsis. Pero, sobre todo, la predilección por el color y las metáforas. Y al hacerlo encontró que ése era el cauce apropiado para su inspiración. Aguirre era, naturalmente, un poeta selecto. De ahí que no se conformó con la vil condición de la imitación, sino que alcanzó a depurar el estilo gongorino, haciéndole más sobrio y esencial. Hay que reparar en eso cuando se piensa en Aguirre. De la fluidez de sus pensamientos y emociones, y de la posesión técnica de su verso hay muestras indiscutibles en las liras, sonetos, romances, silvas, octavas rimas y cuartetos que escribió. Su romance “A una dama imaginaria”, o aquellos versos antológicos que tituló “A unos ojos hermosos”, descubren el escondido encanto con que sabía tratar el tema del amor. Un ingenioso juego de contrastes le sirve para encarecer la belleza femenina. Cuando le reclaman los asuntos religiosos suele trazar cuadros dinámicos llenos de fuerza o de colorido, como los de “Llanto de la naturaleza humana después de su caída por Adán” y “A la rebelión y caída de Luzbel y sus secuaces”. Cuando le mueve la preocupación moralizante escribe sonetos con el símbolo de la rosa, que fue tan familiar en las letras latinas y españolas. Precisamente la alegoría y los símiles de la rosa, en las aludidos sonetos y aun en la encomiada “Carta a Lisardo”, parece que hu- 56 GALO RENÉ PÉREZ bieran tenido como antecedente los dísticos de Ausonio traducidos al castellano por Antonio Bastidas, en el siglo anterior. Pero este último poema, por sobre aquellas influencias, es de lo mejor que han producido las letras ecuatorianas. Cierto es que ni la idea central que allí se desenvuelve pertenece completamente al Padre Aguirre. Ya en la época de oro dijo Quevedo que nacer es comenzar a morir. Su originalidad estuvo en la manera personal de exponerla a través de sus versos. Y es lo que ha ocurrido siempre: presentar un mismo pensamiento con diferentes matices. Las verdades del Eclesiastés, por ejemplo, volvieron a oírse, con nuevo acento original, en las Coplas de Jorge Manrique. En la “Carta a Lisardo” se habla de esa serie de muertes sucesivas e impalpables en que se nos va desmoronando la vida. Existir es irnos consumiendo, segundo a segundo, hasta la extinción final. O sea un morir ininterrumpido, un pasar irreversible como el de las ondas del río. Por eso nacer es entrar en la carrera de la muerte. Nacer equivale a morir. Lo explica líricamente Aguirre, acudiendo al ejemplo de las cosas y seres vivientes del mundo. Nada resiste a la acción destructora del tiempo. Y lo que conviene entonces es acertar a morir, que sólo así se gana la inmortalidad en la otra orilla, la del “más allá”. Todo el poema es un gracioso juego de metáforas y reflexiones, logrado en liras perfectas, de una dulzura verbal insospechable. Carta a Lisardo persuadiéndole que todo lo nacido muere dos veces, para acertar a morir una LIRAS ¡Ay, Lisardo querido! si feliz muerte conseguir esperas, es justo que advertido, pues naciste una vez, dos veces mueras. Así las plantas, brutos y aves lo hacen: dos veces mueren y una sola nacen. Entre catres de armiño tarde y mañana la azucena yace, si una vez al cariño del aura suave su verdor renace: ¡Ay flor marchita! ¡ay azucena triste! dos veces muerta si una vez naciste. Pálida a la mañana, antes que el sol su bello nácar rompa, muere la rosa, vana estrella de carmín, fragante pompa; y a la noche otra vez: ¡dos veces muerta! ¡oh incierta vida en tanta muerte cierta! En poca agua muriendo nace el arroyo, y ya soberbio río corre al mar con estruendo, en el cual pierde vida, nombre y brío: ¡Oh cristal triste, arroyo sin fortuna! muerto dos veces porque vivas una. En sepulcro suave, que el nido forma con vistoso halago, nace difunta el ave, que del plomo es después fatal estrago: Vive una vez y muere dos: ¡Oh suerte! para una vida duplicada muerte. Pálida y sin colores la fruta, de temor, difunta nace, temiendo los rigores del noto que después vil la deshace. ¡Ay fruta hermosa, qué infeliz que eres! una vez naces y dos veces mueres. Muerto nace el valiente oso que vientos calza y sombras viste, a quien despierta ardiente la madre, y otra vez no se resiste a morir; y entre muertes dos naciendo, vive una vez y dos se ve muriendo. Muerto en el monte el pino sulca el ponto con alas, bajel o ave, y la vela de lino LITERATURA DEL ECUADOR con que vuela el batel altivo y grave es vela de morir: dos veces yace quien monte alado muere y pino nace. en río, en flor, en ave, considera, que, dudando quizá de su fortuna, mueren dos veces porque acierten una. De la ballena altiva salió Jonás y del sepulcro sale Lázaro, imagen viva que al desengaño humano vela y vale; cuando en su imagen muerta y viva viere que quien nace una vez dos veces muere. Y pues tan importante es acertar en la última partida, pues penden de este instante perpetua muerte o sempiterna vida, ahora ¡oh Lisardo! que el peligro adviertes, muere dos veces porque alguna aciertes. Así el pino, montaña con alas, que del mar al cielo sube; el río que el mar baña; el ave que es con plumas vital nube; la que marchita nace flor del campo púrpura vegetal, florido ampo, Juan Bautista Aguirre. “Carta a Lisardo”. todo clama ¡oh Lisardo! que quien nace una vez dos veces muera; y así, joven gallardo, 57 Fuente: Los dos primeros poetas coloniales ecuatorianos, siglos XVII y XVIII; Antonio de Bastidas, Juan Bautista Aguirre. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 463-465. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Segunda sección ÉPOCA PRE-REVOLUCIONARIA I.– La Ilustración en Hispanoamérica. El movimiento de las ideas del setecientos a través de la ciencia y la filosofía. La prensa. Eugenio Espejo y su discipulado revolucionario. Contenido ideológico del 10 de Agosto de 1809. La extraordinaria generación quiteña de José Mejía Lequerica El ensayista colombiano Germán Arciniegas está en lo cierto cuando afirma que el imperio de España en América se extendió entre el Renacimiento y la Ilustración. Esos dos movimientos de la cultura, como él lo explica, fueron decisivos para la historia de nuestros pueblos. Las ideas ha sido en todo tiempo la gran palanca de las transformaciones. Los renacentistas, con su avidez humanística, con su impaciencia en el campo de la investigación, la invención y el descubrimiento, promovieron la navegación por mares no explorados todavía, y terminaron redondeando la fisonomía del mundo. América se alzó desde la profundidad de su retiro. Tendría que convertirse en una nueva fuerza en el destino universal. Pero no podría revelarse como tal sino después de varias centurias, tras el quebrantamiento de los yugos de la España conquistadora. Y ello comenzó a cobrar entidad precisamente al estímulo de la nueva actitud espiritual del hombre, que fue la de la Ilustración. O sea, hacia el siglo XVIII. Las colonias hispanoamericanas se despertaron al clamor de las ideas de entonces, de irresistible empuje revolucionario, que llegaban de la Francia de la Enciclopedia, de Inglaterra, la de la revolución económica, y de los Estados Unidos, dueños ya de su emancipación política. Durante el siglo XVIII se leen en nuestros pueblos las obras de los pensadores de la Ilustración. A fuerza de traducirlos y comentarlos van haciéndose familiares los nombres de científicos y filósofos modernos: Copérnico, Galileo, Laplace, Lavoisier, Buffon, Bacon, Boyle, Leibniz, Locke, Condillac, Voltaire, Rousseau, Montesquieu. Sus páginas circulan por los principales lugares de América, aun venciendo las vallas del control y la prohibición de las autoridades españolas. Y tales ideas van a descargar una influencia poderosa precisamente allí en donde, en cierto modo, se inspiraron. Porque, como lo dice Arciniegas, los principios de la Ilustración, que se incorporaron a la Enciclopedia o diccionario razonado, procedieron del juicio sobre la realidad americana, fruto de las injusticias de la conquista y de la negación de la libertad y la igualdad humanas. Nunca antes se había hecho caso, en verdad, de la condición de los pueblos lejanos (del Asia o del Africa) para despertar dudas sobre la esclavitud. Pero quizás no obraba en ello únicamente el prestigio del “buen salvaje”, ni de fascinadoras ciudades indígenas, como el Cuzco y Tenochtitlán (que es lo que recuerda Arciniegas), sino también la presencia de un nuevo núcleo racial, vigoroso y singular: el del mestizo hispanoamericano. El movimiento de las ideas del setecientos produjo pues un efecto muy significativo en la conciencia de nuestro continente. El 62 GALO RENÉ PÉREZ ambiente estaba dispuesto para eso. Las labores docentes, especialmente universitarias, aun a pesar de la tiranía aristotélicotomista habían prendido fecundas curiosidades intelectuales y científicas. Lo hemos indicado ya en el caso del Ecuador. Algunos países contaban, desde hacía muchos años, con imprentas. En México se estableció ella en 1535. En Lima en 1583. A Quito llegó más tarde: en 1760, después de haberse instalado temporalmente, hacia 1754, en Ambato. Y la imprenta dio nacimiento a los periódicos. De ellos tienen que citarse admirativamente siquiera tres, por su dedicación a la literatura y las ciencias: “El Mercurio Peruano”, de Lima, cuyo principal redactor fue el físico y naturalista Hipólito Unanue; “El Semanario de la Nueva Granada”, de Bogotá, dirigido también por un naturalista, Francisco José de Caldas, y “Primicias de la Cultura de Quito”, que dirigió el escritor y científico Eugenio Espejo. Lo de veras importante es que los tres periodistas y hombres de estudio respondieron positivamente al influjo de la nueva corriente espiritual y a los reclamos de una América que iba ya decantando su madurez política. Y sirvieron, por lo mismo, a la causa de la emancipación del continente. Lo demostraremos en el caso de Eugenio Espejo (cuya apreciación detallada se encuentra en la sección antológica): El grupo de patriotas que promovió la primera gran revolución emancipadora en Hispanoamérica –que fue la de Quito, el 10 de Agosto de 1809– maduró en efecto bajo el ala espiritual de Eugenio Espejo. Bajo su cautelosa y privada docencia. Acostumbraban aquéllos visitarlo. Escuchar las enseñanzas de su ciencia innumerable. Aprovechar la ocasión de leer una sorprendente multiplicidad de obras, que él había adquirido a fuerza de sacrificios, y entre las que había lo mejor del caudal filosófico y científico de la época. De ese modo el grupo, bajo el ademán orientador del infatigable maestro, podía incorporarse al movimiento ilustrado del siglo XVIII. Sin aquella base ideológica, su decisión subversiva contra la Corona, aunque habría sido significativa, no hubiera tenido la forma acabada, plena, que la convirtió en el primer intento hispanoamericano de independencia perfectamente definido. En verdad había habido pronunciamientos revolucionarios anteriores. Acaso desde la actitud arrogante de Gonzalo Pizarro. Pero ni los más nuevos descubrieron una estructura tan sólida, tan inteligentemente forjada al auxilio de los principios de la Ilustración, como el movimiento quiteño. Tras la invasión napoleónica a España y el juego vergonzoso de intrigas, traiciones, cobardías, humillaciones y abdicaciones de sus reyes, los hombres de Agosto, inconfundiblemente rousseaunianos, proclamaron que estaba roto el pacto social de gobernantes y gobernados, y que la soberanía volvía al pueblo. El Pueblo era el Soberano. Afirmación entonces audaz. Lógica en el pensamiento de ese núcleo de visionarios, buenos discípulos de la Francia de la Enciclopedia. Pero insólita e inadmisible para las autoridades de la Colonia. El enfrentamiento de las dos tendencias fue inminente. Y su resultado no pudo ser más funesto para los jóvenes revolucionarios, que fueron sacrificados como mártires; pero las consecuencias mediatas, en cambio, tuvieron mucho de positivas: avivaron el clima emancipador por todas partes. Juan Pío Montúfar, Manuel Antonio Rodríguez, Antonio Ante, Manuel Rodríguez de Quiroga, Juan de Dios Morales, hombres formados en torno de Espejo, supieron buscar las normas para ese esperado cambio. Su criterio era de rechazo a la invasión napoleónica y de adhesión al gobierno del depuesto Fernando VII. Pero proclamando la necesidad de constituír Juntas Soberanas en las naciones de Hispanoamérica. Tal era –ellos lo sabían muy bien– el camino que LITERATURA DEL ECUADOR las circunstancias aconsejaban para conseguir la autonomía política. Y los quiteños de Agosto organizaron tan bien su movimiento, que no faltó en él ni el consenso popular de los barrios, ni la designación de un gobierno de criollos, ni la moderna división de las tres funciones del Estado. Fue lamentable que no alcanzaran el respaldo de las demás regiones del país, y que circunstancias fortuitas permitieran la intervención sangrienta de las armas españolas. Pero hasta hoy conmueve el énfasis heroico de aquellos hombres que declaraban que se habían levantado contra “los opresores de los criollos y usurpadores de sus derechos naturales”. Que decían en su Manifiesto: “Un pueblo que conoce sus derechos, que para defender su libertad e independencia ha separado del mando a los intrusos y está con las armas en la mano, resuelto a morir o a vencer, no reconoce más Juez que Dios, a nadie satisface por obligación, pero lo hace por honor”. Que a través de la voz de uno de sus representantes –Manuel Rodríguez de Quiroga– y ante el pueblo devotamente reunido, reafirmaban: “…y los augustos Derechos del Hombre ya no 63 queden expuestos al consejo de las pasiones ni al imperioso mandato del poder arbitrario”. Y que, tras la dolorosa frustración del movimiento, sepultados en la lobreguez de la cárcel, próximos ya a su exterminio, tenían el coraje que se refleja en el alegato de Juan de Dios Morales, el cual aseguraba que se defendía sólo porque la República está interesada en su vindicación, pues que la posteridad debía conocer la justicia de su conducta. En lo que concernía a su suerte personal, escribía estas palabras aleccionadoras: “Morir, para mí, como decía un filósofo, no es otra cosa que una acción de la vida, y quizás la más fácil”. A aquella generación formidable, una de las más brillantes de Hispanoamérica, perteneció José Mejía Lequerica. Claro discípulo de la Ilustración, también. Pero el escenario de su labor destacada no fue el mismo que tuvieron sus compañeros. El se hizo escuchar por un auditorio mucho mayor, dentro de la propia España. Y sus ideas alcanzaron a desenvolverse en un estilo libre y soberano, con fuerza irresistible, con magnético poder e influjo. II.– Autores y selecciones Eugenio Espejo (1747-1795) Eugenio Espejo fue ciertamente un hombre de la Ilustración. Asimiló las ideas que los pensadores modernos echaban a circular desde Europa. Poseía una biblioteca apreciable. Se entusiasmaba con los nuevos libros. Y congregaba en su hogar pobre y solitario a los jóvenes de Quito, para explicar y comentar la doctrina de aquéllos. Se lo consideraba un verdadero filósofo (tal se desprende de las palabras de José Mejía, una de las personalidades más cabales dentro de la oratoria en lengua castellana, y en cierto modo discípulo de Espejo). Pero en su espíritu hallaban lugar no únicamente las ideas de su tiempo, sino también las de los clásicos. Estos ejercían sobre él mucho sugestión. Los citaba a cada paso. Y hasta prefirió la estructura de los diálogos a la manera de Luciano para exponer sus propias enseñanzas. Por eso se llamó a sí mismo “el nuevo Luciano de Quito”, o “despertador de los ingenios”, que es precisamente el título de la primera obra que escribió. El propósito que entonces alentó, y que persistió a lo largo de su carrera, fue el de hacer una crítica sin contemporizaciones al estado intelectual de la Colonia. Usó para eso argumentos escolásticos y modernos. Gracias a esa conciliación de filosofías completamente disparejas, y a su posición política, de proclamación de la capacidad americana de autogobierno pero sin el desconocimiento completo de la monarquía hispánica, Leopoldo Zea lo estima como un ecléctico del grupo de Francisco Xavier Alegre, Francisco Clavijero e Hipólito Unanue. Pero el caso de Espejo es de los más únicos de nuestra América. Por su ancestro. Por su condición social. Por sus estudios. Por su investigación científica. Por su periodismo. Por su crítica de la educación pública y de las instituciones españolas. Por su docencia estética. Por su nítida comprensión de la realidad americana. Por su empeño revolucionario, mantenido con el sacrificio de la propia vida, y llevado hasta los países vecinos con ánimo ejemplar. Todo ello requiere no uno, sino múltiples comentarios. O a lo menos una imagen general de su vida y de su obra, que justificará sin duda el juicio de los críticos sobre que Espejo fue “una de las figuras más descollantes de la Ilustración”, y sus libros “la mejor exposición de la cultura colonial del siglo XVIII”. Hijo de un indio y una mulata. De un pobre indio cajamarqueño, que había llegado a Quito como paje de un fraile. De una mulata cuya madre había sido esclava de otro religioso. Ni siquiera poseía apellidos propios. Los de sus padres, que él recibió, eran apellidos adoptados. El indio se hacía llamar Luis de la Cruz Espejo. La mulata, Catalina Aldás y Larraincar. Alguien que quiso denigrarlo, un cura del poblado de Zámbiza, le echó en el rostro la humildad de tal origen, y dejó así este chisme para la posteridad: “es constante que su padre, Luis Chuzhig por apellido y mudado en el de Espejo, fue indio oriundo y nativo de dicha Cajamarca, que vino sirviendo de paje de cámara al Padre Fray José del Rosario, descalzo de pie y pierna, abrigado con un cotón de bayeta azul y un calzón de la misma tela”. Esa traza cambió también con el abandono del nombre aborigen. Y, sobre todo, con el aprendizaje del nuevo oficio, adquirido en el Hospital de la Misericordia (San Juan de Dios), bajo la protección de su direc- LITERATURA DEL ECUADOR tor el Padre del Rosario. Porque el antiguo peón de Cajamarca puso todo empeño y aptitud en convertirse en cirujano de aquel centro de salud. No hay que asombrarse mucho de ello. El cirujano de entonces, en ese medio, era simplemente un sangrador, que a veces hacía el papel de barbero. De lo que hay que hablar con admiración es más bien de la manera con que educó y formó a su hijo Eugenio Francisco Xavier. Batallando con circunstancias desalentadoras, aflictivas, estimuló tempranamente las facultades intelectuales de éste. Alimentó su vocación médica, originada sin duda en el ambiente del hospital, en donde el pobre vástago indio pasó los años de la niñez y la adolescencia. Y cuya culminación no fue solamente la de un título de doctor en medicina, sino la de la forja de una sólida personalidad de investigador. Ella está explícita en el mejor de sus libros: :”Reflexiones acerca de las viruelas”. Aquel hijo de indio y de mulata, destituído hasta de apellidos propios, debió soportar la adversidad de un medio que discriminaba tercamente los grupos sociales siguiendo los prejuicios de la sangre y el dinero. No podemos suponer cómo fue el aspecto verdadero de tal hombre. Su fisonomía y su figura. Aun a pesar del breve autorretrato que él escribió. Los óleos y bronces que ahora pretenden mostrarnos su imagen son una pura invención del artista Seguramente el continente personal denunciaba a las claras la oscuridad de su linaje. Y por eso muchos se sentían inclinados a mirarlo con desdén. Como se miraba entonces a un indio que tenía la avilantez de introducirse en círculos que no eran los del peón y el sirviente. El pobre doctor Eugenio Francisco Xavier Espejo no pudo menos que sufrir el conflicto psicológico que eso producía. Se lo advierte en sus actitudes y confesiones. Intentaba hacer valer el abolengo español de los apellidos Aldás y Larraincar de su 65 madre, sin querer recordar que ésos fueron apellidos adoptados. Otras veces usaba nombres supuestos para firmar sus libros. Uno de ellos, tan empenachado y extraño, que quizás llevaba en sí una punta de ironía amarga: Xavier de Cía Apéstegui y Perochena. Por otra parte, las confidencias son elocuentes: nos dice que trató de hacerse conocer como “bello espíritu”, pero que “el vulgo lo despreció”. El desengaño lo llevó a esquivar los contactos sociales. “Se ocultó –asegura de sí mismo– lo más que pudo y así ha conseguido el arte de esconderse”. De trabajar calladamente. Con la esperanza de un día poner fin al “pozo de tinieblas” que era su ciudad nativa. La reacción de disconformidad le resultaba pues lógica. La actitud crítica era la que en esas circunstancias le correspondía. Además, ninguna otra podía consonar mejor con su impaciencia de reformador. De ahí que su pluma se sublevara constantemente, y que hasta en páginas de índole científica vibrara el metal de la condenación y la rebeldía. El ambiente se conmovió. Se le tornó tempestuoso. Al desprecio se sumó el rencor. Y esos aspados enojos persistieron hasta mucho después de producidos. Así, pasados ya diez años de la aparición de “El Nuevo Luciano de Quito”, el Presidente de la Audiencia José de Villalengua y Marfil todavía lo juzgaba acremente, diciendo que contenía “sátiras a sujetos muy conocidos y de clase muy diferente a la de Espejo”. ¡Siempre la torpe acusación a la humildad de su origen! Y en 1810, quince años después de su muerte, las autoridades españolas seguían recordándolo con amargo resentimiento. El Presidente Molina, en efecto, al referirse a los revolucionarios quiteños les calificaba de “herederos de los proyectos sediciosos de un antiguo vecino nombrado Espejo”. A un hombre de aquella condición social, determinada por la pobreza de su origen, que además se atrevía a opinar 66 GALO RENÉ PÉREZ con desenfado crítico sobre el estado de las colonias, tenían las autoridades que hacerle víctima hasta de un desdén póstumo. Y así su defunción fue registrada en el libro de indios y negros que mantenían aquellos feroces guardianes de castas y de clases. Pero no hay manera de doblegar al espíritu superior, y menos de sustraerlo a la veneración de los pueblos. El doctor Espejo cumplió su destino a pesar de todas las dificultades del ambiente. Soportó cárceles. Fue aherrojado como un “facineroso”. Se trató de confinarlo en las selvas con pretexto de una expedición científica. Se lo enjuició haciéndole responsable hasta de hechos y papeles que nunca se comprobó que le eran realmente imputables. El aclaró su posición sin cobardía. Reconoció la paternidad de libros de que se enorgullecía. De “escritos, decía, que he ordenado a la felicidad de este país, por la mayor parte bárbaro”. Tuvo que ir a defenderse ante el propio Virrey, en Bogotá. Esa fue una sorpresa que le reservaba su azaroso destino. Porque allí estableció amistad con dos jóvenes colombianos que habrían de honrar a toda Hispanoamérica, y en los que acaso estimuló el pensamiento revolucionario: Antonio Nariño, el primer traductor en lengua castellana de la Declaración de los Derechos del Hombre, y el científico Francisco Antonio Zea. Y, allí también, encaminó en la misma conducta al quiteño Juan Pío Montúfar, patriota del primer movimiento emancipador de su país. Fruto de su labor infatigable fueron “El Nuevo Luciano de Quito” (1779); “Marco Porcio Catón” (1780); “La Ciencia Blancardina” (1780); “Reflexiones acerca de las viruelas” (1785); “Defensa de los Curas de Riobamba” y “Cartas Riobambenses” (1787); “Representación al Presidente Villalengua”; “Memoria sobre el corte de Quinas”; “Voto de un Ministro Togado de la Audiencia de Quito” y “Primicias de la Cultura de Quito” (1792). Allí está la suma de su saber. Su activo pensamiento crítico en los campos de la estética, la cultura y la enseñanza. Sus alegatos con razonamientos igualmente severos sobre las instituciones del país. Sus puntos de vista en materia económica. Sus desvelos de fundador del periodismo nacional y la lúcida y conmovedora apología de los artesanos quiteños y las figuras destacadas en la cultura de entonces. Pero están sobre todo las ideas de su obra más seria, “Reflexiones acerca de las viruelas”, que con tan inteligente juicio recomienda González Suárez. Eugenio Francisco Xavier Espejo no fue quizás un escritor notable. Su prosa es lenta. Difícil. A veces afectada. Hay muchas páginas suyas que carecen de sugestión. Su prolija crítica literaria se pierde frecuentemente en superfluidades de forma. Pero cuando tiene cosas vitales que comunicar, el estilo se le torna espontáneo, animado, persuasivo. Hasta impresionante. Ese es el caso de su tratado sobre las viruelas, rico de ciencia, de atisbaduras geniales, de imágenes desoladoras de la condición material de Quito, de su economía, de su higiene pública, y rico también de rebeldía contra las autoridades, los explotadores y los beneficiarios de la ignorancia y el fanatismo. “Reflexiones acerca de las viruelas” (Año 1785) REMEDIOS. 1º.– Todo vecino dueño de hacienda es un perpetuo y molestísimo pregonero de injustas quejas contra la Divina Providencia, culpándole de ignorante o cruel, pues que todos los temporales ordinarios los predica contrarios y funestos a sus mieses y cosechas, a sus siembras y sus esquilmos; no hay estación que la juzguen ni publiquen favorable. Lo peor es que el cielo de Quito suele ser, para el malvado chacarero, la regla de LITERATURA DEL ECUADOR sus malos pronósticos, y en lloviendo aquí con alguna constancia o siguiendo con la misma el tiempo seco, afectará que pasa lo mismo o peor en su hacienda, aunque de propósito suceda lo contrario. El fin de todo es encarecer los géneros de maíz, papas y trigo, que son los ramos más gruesos de nuestro abasto. Y así su continuo clamor es el siguiente: este año no tenemos papas que comer, se han helado, se han agusanado, se han podrido, no han nacido; este año se pierden los trigos, no hay vientos, les ha dado el achaque, llueve mucho antes de tiempo, les han caído las lanchas o no han nacido; este año no cogeremos maíz, etc. ¿Qué sucede con esto? Que tiene y se toma la libertad de vender estos géneros a como le diere la gana. Y como sucede que en la hacienda más fértil, o por la flaqueza de algún terreno, o lo que es más cierto, por la desidia del amo y de un malísimo mayordomo, no dan a las tierras todo el beneficio que necesitan, sale alguna cantidad de mal trigo, o mezclado de mucha cizaña que aquí se llama ballico; todo el fin es salir de éste, vendiéndolo a precio bien subido. Con este mi genio naturalmente propenso a todo género de observación literaria y especialmente física, he notado que el año más abundante es aquel en que más se quejan los hacendados. Y por lo mismo también he notado que en estos tres meses se ha interrumpido su clamor; es el caso que como ha visitado la muerte a todas sus casas y ha estado la ciudad en lamento con la epidemia del sarampión, el mayor ruido ha apagado el menor, o la presencia de un verdadero y universal daño les ha obligado a no proferir mentiras aflictivas y en común. Débeseles, pues, pedir razón jurada de la cosecha de buen y mal trigo que hubiesen hecho; obligarlos a la venta de la mayor parte del bueno, y a la conservación o reserva de la restante. Con aquella se beneficia al público, 67 con ésta se provee a una futura necesidad que podría acontecer, o por mal año subsiguiente, o por la venida de muchas gentes extrañas. El mal trigo se les debe obligar a que lo gasten en ceba de puercos u otra especie de animales útiles. Como el comercio que interviene en la venta del trigo se hace con ciertas personas llamadas trigueros, que se dedican a comprarlo a los hacendados y acopiarlo en sus casas para revender a las panaderías; debe obligarlos el procurador general de la ciudad a que todas las semanas le vayan a dar aviso de las arrobas de trigo que hubiesen comprado, de su buena calidad y de la cantidad que por menor hubiesen revendido a las panaderías, con confesión del precio reportado por lo que conviniere a la vigilancia del gobierno. Ultimamente al hacendado que se quejare tan injustamente y en público, debe sacársele una buena multa para que en otra ocasión no se queje y perturbe de ese modo la quietud y alegría general, que tanto contribuyen al aliento, robustez y sanidad de toda la república. Y si alguno advirtiere que siguiendo esta máxima de ahogar este clamor, no se lograría oir el verdadero, para implorar en este caso la protección y clemencia del cielo, trayendo las sagradas imágenes de la Santísima Virgen de Guápulo y del Quinche; se le debe persuadir a éste que es falsa su piedad por todos lados y que no considera los escándalos y sacrílegos pecados que va y viene cometiendo la gente que trae y lleva la sagrada imagen, juntándose promiscuamente ambos sexos, y al mismo tiempo profanando con sus labios impuros las oraciones más santas y las preces más humildes que ha consagrado nuestra adorable religión. Después de eso se da pábulo a ciertos abusos, supersticiones y malas ideas acerca de los principios de nuestra creencia, y de la naturaleza de los milagros. Entre tanto el hacendado va haciendo su bolsa a costa de la miseria y hambre del 68 GALO RENÉ PÉREZ público. Y mientras mayores son éstas más encarece su trigo, vende el más malo que tiene y carga sus graneros del bueno para cerrarlos absolutamente. El año pasado y éste ha sucedido así; nada más que porque cayeron algunas aguas intempestivas y se mojaron los trigos de las siembras postreras, que se llaman últimas suertes, los cuales en verdad estuvieron pésimos; pero es también muy cierto que todos se vendieron al precio de doce pesos la carga. 2º.– El mal pan.– Las panaderas solicitan con todo anhelo comprar de los hacendados y trigueros trigos o harinas que sean de menor precio. Con este fin compran las más veces, y en mayor cantidad el malo; pero cuidan también de tener alguna cosa del bueno. Su fin es mezclar éste por libras con aquel otro por arrobas. Lo que resulta es que el mal trigo vence al bueno y sale un pan mal cocido, pegajoso, ácido, amargo, fétido, y por consiguiente capaz de causar no solamente una enfermedad, sino una muerte repentina. Así con esta indigna y malditísima negociación, nos han dado las panaderas en todo este año y el pasado, la levadura de las epidemias y un olor a muerte que se esparce por todo el ambiente, y aún nos amenaza con mayor catástrofe. Sería mejor no comer pan alguno que comer el que procuran todavía darnos aún en estos días, en que, a pesar de las falsas lágrimas de los hacendados, hay en sus trojes y en sus eras muy superiores especies de trigo. A ninguna otra cosa atribuyo los pésimos síntomas con que ha venido acompañado el sarampión, sino al mal pan que se comió, el cual dispuso la naturaleza a contraer con malignidad su contagio, en otras ocasiones benignísimo. No es fácil ponderar las funestas consecuencias que éste ha traído. Las disenterías malignas, las fiebres hécticas, las hambres caninas, las inflamaciones de los pulmones, de los intestinos; los tumores y abcesos repen- tinos y de enorme magnitud; el escorbuto, las gangrenas, el cáncer; un caimiento y postración de fuerzas inacabable en algunos; en otros una inapetencia inmortal; en todos la debilidad de todas las funciones del estómago con elevaciones, eructos fétidos, que llaman los cultísimos médicos, nidorosos; vómitos frecuentes, facilidad increíble a cámaras mortales de diversísimos colores, y en particular verdes. Finalmente, parece que caer con el sarampión hoy día es lo mismo que despedirse de este mundo y de sus cosas, porque siendo como ha sido por lo ordinario feliz su éxito, poco después han venido en tropel todas las enfermedades que llevo referidas, y durando por más de dos meses han quitado, casi sin admitir auxilios, a los dolientes la vida. Para obrarse tan funestos efectos, sin duda hay una causa común; y aunque quieran decir los malos físicos de nuestro país que ha dependido esto de la mala constitución del año, habiendo causa conocida más inmediata, más natural, más perceptible, es ocioso recurrir a otros principios dudosos, distantes y contingentes que en muchas otras ocasiones no han obrado estos efectos. Podré citar personas de la mayor veracidad, y al mismo tiempo de los alcances más finos y perspicaces, a quienes descubrí, muchos meses antes del sarampión, el pronóstico que hice de una epidemia mortal, por causa del malísimo pan que se nos vendía. Y con este motivo tuve la satisfacción de oir que en la misma casa había hecho igual vaticinio físico el doctor Gaudé, médico francés. El remedio consiste en arrojar a los perros y a los ríos todo pan que se hallare negro y hediondo, empezando esta diligencia primeramente por las casas ricas donde se cuece. Con este ejemplo las pobres panaderas de los portales tendrán escarmiento y se guardarán mucho de vender al público un veneno tan mortífero en vez de pan. Ya Hipócrates había dicho que toda hartura era mala, pero que la LITERATURA DEL ECUADOR de pan era pésima. El de Quito, como parece plomo, harta luego y verifica la sentencia del príncipe de la medicina. Repito, pues, que es más conveniente a la salud pública que falte absolutamente pan, y no que se coma el que, denegrido y crudo, lo venden hoy las panaderas. Estas mismas para emblanquecerlo añaden a la harina de trigo la de maíz y se conoce fácilmente esta mezcla por las cortezas del pan ásperas, duras y desiguales con una blancura nada propia de aquella que manifiesta el pan de puro trigo. Sería mejor que en caso apurado de la absoluta falta de éste, se hiciera de solo maíz, como estuviera muy bien cocido. 3º.– La confección de licores espirituosos.– Hay ciertas casas (las que por moderación no nombro y que el pueblo y el gobierno las conocen bien) en donde se fabrican aguardientes que para sacarlos muy fuertes les infunden muchos materiales acres, cáusticos y soporíferos. Hay también otras tiendas, que vulgarmente llaman chicherías, en donde también confeccionan en vez de la simple chicha de maíz, ciertos mostos que al solo llegarlos a la nariz, atacan la cabeza. Estos llevan en su preparación, entre muchos simples muy calientes, dos hiervas narcóticas llamadas huantug y chamico, que tienen la virtud de enloquecer y turbar la cabeza. Parécense a la planta fabulosa dicha Nepenthe, cuyo sumo, decían los antiguos, bebido con vino, excitaba la alegría. Todos estos licores, aunque no se beben con mayor cantidad, he visto que han producido las inflamaciones del hígado, mortales disenterías, tumores en el bazo y caquexias o verdaderas hidropesías imposibles de curarse. ¿Cuánto no dispondrán los cuerpos a fiebres malignas con síntomas fatales? En el exterminio de estos licores consiste la salud pública. Y por más que las providencias dadas hasta aquí por los magistrados y el gobierno hayan sido en mucho número y com- 69 prensivas de muy buenos y oportunos medios cooperativos a su extinción, todavía se necesita que el celo extienda la pesquisa por todas partes, derrame los licores donde los hallare, quiebre los vasos que los contienen y obligue a los vendedores de raspaduras a que tengan apuntamientos de las personas a quienes las venden y por aquí saber las que compran con más frecuencia. Y sin más que esta señal se debería tratar de rondar las casas de éstas muy a menudo por cualesquiera de los ministros de justicia, porque esta frecuente compra de raspaduras da a conocer que éstas no sirven a otro uso que la composición de mostos para destilarse en aguardientes de una naturaleza venenosa. Si, por desgracia, sucediere que en algún monasterio se entendiese en esta fábrica, deberá darse la prevención de allanamiento por el muy reverendo e ilustrísimo señor obispo, y esta sola noticia vastará a intimidar a las mujeres seglares, o a las religiosas que mantuvieren tan detestable negociación. 4º.– Escasez de víveres.– Este punto mirado tan solamente por la parte que concierne a facilitar en la ciudad el acopio de víveres y su venta cómoda, fácil y a precios moderados, es del resorte del muy ilustre cabildo. Pero mirando por el lado que toca a la penuria que trae tras sí las enfermedades y la muerte, ya pertenece a la medicina. Paréceme que por cualquier parte que se atienda esto, estoy autorizado por este muy ilustre cuerpo que me concedió en uno de sus ayuntamientos la facultad de hablar aun en asuntos políticos, para decir sobre el punto que tengo a la mano lo que juzgare conveniente. La verdadera escasez tiene su principio en la mala constitución del año. Las lluvias inmoderadas e intempestivas; un tiempo seco muy prolijo y que se extiende por muchos meses hacen estériles los campos. ¿Pero es verdad que la escasez de víveres tiene siempre estas causas? Nada menos. Regularmente 70 GALO RENÉ PÉREZ no se reconoce otra que la dureza de los que dispensan a su arbitrio, y poniéndoles a su antojo el arancel y precios que quieren. La Providencia Divina, aun en la desigualdad de los temporales de un año irregular, produce en un terreno lo que se perdió en otro; a falta de un género, provee de otro igualmente necesario, o no repugnante al gusto y costumbre de las gentes, v.g., cuando por un año lluvioso se pierde el maíz en Chillo se logra abundantemente este grano en los valles de Pomasqui, San Antonio y Chinguiltina. Y, al contrario, cuando las papas se hielan en Machachi, abundan éstas en los Cangahuas, Pesillos y territorios inmediatos. Los trigos son abundantísimos o se cosechan en grandísima copia, empezando desde Tabacundo hasta la villa de Ibarra y sus alrededores. Nunca sucede que se pierden todos, ni en todas partes. Y se puede decir que quien nos ministra todo el pan es el lado de Ibarra, vulgarmente La Villa; de modo que los trigos de nuestras inmediaciones, Chillogallo, Uyumbicho, Amaguaña, Machachi, etc., podremos decir que nos vienen de superogación. Además de esto, cuando se escasea alguna especie de alimento en una parte, abunda otra en otra. Hay de esto innumerables ejemplos. Pues, ¿de qué viene que casi todos los años estamos temiendo un hambre, y nos amenazan casi siempre con ella? A mi ver viene de malicia e ignorancia. La primera de los hacendados, la segunda del populacho. Aquellos tienen un idioma que les es común y observan en su lenguaje, afectos y expresiones, cierta monotonía de la que no se separan ni un momento ni un ápice.; Alguno de ellos decreta un mal pronóstico, y luego sigue una voz general de los demás; otro levanta el precio a algún género, y entonces, ya está dada la ley. No haya miedo que otro le dé por menos ni falta en algo al último estatuto que propuso el primero. El populacho promueve la escasez de víveres con su ignoran- cia. En faltando papas, dice, ya no tenemos que hacer, ya no tenemos que comer; y aunque tenga mies, calabazas, no hacen uso de estos géneros; con lo que obligan a los hacendados a que no cuiden de hacer en sus haciendas siembras copiosas de legumbres y otras especies comestibles. El maíz, en lo que se gasta es en la fábrica de una bebida tenue, de mal gusto, llamada chicha. La carne no alcanza a comprarla la gente pobre en la carnicería; conténtase con probar alguna comprada, a la que llaman mitades de mercado, en la venta que dicen chagro; papas, col y queso hacen toda la comida de los infelices. Si se extendieran a hacer uso de otras cosas, ya tendrían fáciles recursos para volver menos escasa su subsistencia. Pero el muy ilustre cabildo podría pedir a los diezmeros respectivos, que le diesen memorias de los frutos que hubiesen cogido, y su calidad, para tener presente, (hechos los cálculos necesarios), cómo corre el año y se debe temer prudentemente una verdadera escasez. En habiendo grave fundamento para esperarla, debería tomar muchas providencias, y no dudo, que, por su celo, por su aplicación y conocimientos de la materia, ocurriría con demasiada felicidad a todos los remedios. Entre las que diere o tuviere que hacer, me parece proponer una, con uno u otros ejemplos. ¿Faltará, v. g., necesariamente este año el trigo? Pues particípese inmediatamente la noticia al señor presidente regente y pídasele que, por bando, mande al populacho que no haga chichas y compre el maíz para los usos necesarios de la vida. ¿No vendrán papas? Pues, minístrese igual aviso a la superioridad del mismo señor presidente, y comunicándosele la idea de lo que va a mandar, mande este muy ilustre cuerpo que los semaneros obligados al abasto de carne traigan para cierto tiempo mayor número de ganados y se venda no en pie sino descuartizado y en ventana, a la gente necesitada. Esta última es- LITERATURA DEL ECUADOR pecie, me acarreará quizá las imprecaciones de los obligados, porque su utilidad consiste en vender los novillos cebados, como llaman, en pie y vivos, a los indios carniceros. ¿Era preciso preguntarles si con esto cumplen con su conciencia? ¿Si tienen con esto en mira el bien público? ¿Si saben que esos indios no tiranizarán al común con su venta doméstica y particular? Cuando satisfacen a estas preguntas con buenas razones, que no choquen al sentido común, a las leyes de la sociedad y a las reglas indefectibles de la propia razón, puédeseles dejar que hagan lo que gusten. Veo ahora que me harán dos réplicas que les parecerá ponerme en el mayor embarazo. Primera, que se han perdido los ganados; y segunda: que su ceba es muy costosa, su hallazgo muy difícil, con mayores expensas, sin utilidad ninguna, etc. A esta réplica o, por mejor decir, a este cúmulo de dificultades satisfaré con otras preguntas. ¿Cuándo se encuentran algunos embarazos para facilitar el comercio de ganado con Guayaquil, Cuenca y Loja, se ha agotado acerca de esta especie la Providencia? ¿Se ha vuelto Dios de piedra a nuestras calamidades y se está complaciendo con crueldad de nuestra ruina? Si se han alterado los pactos con aquellas ciudades, ¿faltan el Taminango, los pueblos vecinos, los hatos de cinco leguas? Cerca de cuatro años ha que la queja de que faltan los ganados se está oyendo diariamente, en junta del pronóstico de que faltará la carne de un día para otro; ¿y en verdad que aquellos han faltado y que de ésta hemos carecido en el todo? Y si la pérdida de los semaneros es efectiva, ¿por qué la continúan y con eso adelantan más su atraso? ¿Por qué se empeñan tanto en ser preferidos para las semanas? Segunda réplica: el filósofo desde el retiro de su estudio sólo es bueno para coger un libro, para formar una crítica mal hecha; y para maldecir lo que no conoce ni entiende, 71 porque le faltan años, experiencia, comercio, trato de gentes experimentales, etc. Respuesta.– Pues el filósofo debe estar instruído en todas las materias literarias y civiles, lleno de todas las especies que conciernen a la economía. Y así sabe que el mejor y más adecuado ramo para lograr utilidad, es, en esta provincia, la ceba de ganados. Sabe lo que cuesta cada cabeza por los contornos de Riobamba, Cuenca, Latacunga y Pasto, cuánto vale el potreraje de cada año, según la situación de los pastos, dehesas o potreros; cuántos y cuáles son los derechos que se pagan en la carnicería, y se llaman mechas. Sabe aún más, que la miseria y pobreza del común llega a ser extrema y lo pone en estado de perecer. Y que su obligación es procurar su alivio y reparación; pues no en balde la proporcionó Dios que tocara en esta epidemia, y antes con sus manos esta triste verdad, que se le ofreciera esta ocasión de hablar públicamente en su favor. Sobre todo sabe que a la escasez de víveres se sigue indefectiblemente la peste; porque los pobres corrompen la sangre volviéndola viscosa, melancólica y escorbutiza en sola la consideración de un grave mal que les amenaza y temen aún más allá de los justos límites que da al temor un juicio despejado y generoso. Sin saber cual es el instinto porque obran los racionales, se observa que cuando se forman la idea de que un mal ha de ser común, es su aflicción sin consuelo y propensa siempre a un ahogo mortal y por decir mejor a la desesperación. Desde este caimiento de ánimo los pobres pasan a nutrirse de cuanto llega a sus manos, porque el temor del hambre, obrando en su imaginativa el espectro de la misma hambre, ya se la hace sentir, y padecer en realidad. Todos estos afectos son unas previas disposiciones para contraer una epidemia maligna y contagiosa. Pues la observación constante de los buenos físicos y aun de los historiadores asegura que 72 GALO RENÉ PÉREZ el hambre trae tras sí la calamidad de la peste. Y ésta empieza ordinariamente entre las gentes de la ínfima plebe; porque su alimento es de los peores siempre. “Surate, dice mister James, en las Indias orientales, raras veces está libre de peste, y es cosa notable que entre tanto los ingleses que están allí establecidos, no la contraen. Aquellos que ocupan el primer puesto entre los naturales del país, son unos Bramanos que no conocen ni la carne ni el vino y no se alimentan sino de hortalizas, de arroz, de agua, etc., y la mayor parte de los habitantes viven del mismo modo a excepción de los extranjeros. Este mal alimento, junto al calor del clima, es el que los hace tan sujetos a las enfermedades malignas; y viviendo con un método del todo contrario, es que los extranjeros consiguen el fin de preservarse de ellas”. Véanse aquí las horribles resultas de una hambre, y éstas son las que debe prevenir la policía, procurando que haya abundancia de todo lo necesario; que las panaderas v. g. no tengan el atrevimiento de minorar los panes y darlos, aun en tiempo de la abundancia de trigos, tan pequeños que cada uno no llega a tener tres onzas de peso; que ellas mismas no mezclen el que llaman de huevo, con ciertas drogas nocivas, que le dan un barniz amarillo por fuera parecido al que causa la mezcla de los huevos, que finalmente sepa el público todo que está bajo del suavísimo imperio de las leyes, y que no le es lícito erigirse en dueño absoluto y arbitrario de sus acciones civiles sino que debe sujetarse a lo que ellas prescriben. Pues no sabiendo bien muchos particulares estas obligaciones, ha sucedido que cuando el gobierno ha mandado ciertos reglamentos para facilitar los abastos algunos de ellos muy malvados, miembros viciosos de este público, se han sustraído de la obediencia, o bien introduciéndolos por la noche o bien absolutamente dejándolos de introducir, para que experimentada la total falta de ellos sufra con dolor el gobierno un mal que le parece irremediable. Para mí es una increíble maravilla oir y ver la abundancia de esta provincia, su feracidad y copia de alimentos nobles y delicados; y al mismo tiempo oir y ver la escasez, esterilidad y falta aun de todo lo necesario para la vida. Cuando llega de fuera algún individuo de tierras muy distantes, le hacemos concebir una providencia copiosísima de víveres que él no quiere creer, y cuando matamos domésticamente de lo que no nos abunda; nos hallamos con un vacío de los alimentos más ordinarios. ¿Cómo poder explicar esta estupenda paradoja? Me parece que fácilmente con viajar por la consideración al reino mexicano y a su capital México. Esta opulentísima ciudad abunda sin término en el oro y en el plata. Hay casas allí de caudales cuantiosísimos que podrían enlosar una o muchas calles con planchas de oro, del granito y el pórfido. Y en tanto esa misma ciudad, la mejor y más brillante de ambas Américas, carga o tiene dentro de sí mendigos que se cubren no con andrajos de alguna tela, sino con un pedazo de estera, en una palabra, desnudos. Así respectivamente sucede con esta ciudad en lo que mira a los víveres. La gente de alguna comodidad, come con abundancia, la rica puede presentar en su mesa sin mucha diligencia, afán ni costo, manjares muy exquisitos y capaces de lisonjear la gula de los mismos que se jactan de haber comido con esplendidez en Europa. Por la gentalla, esta que parece tener alma de lodo por inopia, no se atreve a gastar el infeliz medio real que coge en pan, sino por hacer más durable su socorro, le expende en harina de cebada. De esta desigualdad de condiciones resultan estas monstruosidades de parecer una tierra fértil, y al mismo paso estéril. En corriendo la moneda con alguna suerte de equilibrio y en circulando esta sangre (digámoslo así) de las repúblicas, no LITERATURA DEL ECUADOR solamente por los ramos mayores, sino hasta por las ramificaciones de las venas capilares, está todo el cuerpo expedito, sano, y en disposición de girar por todas partes. No sucede esto por aquí y proviene de muchos principios que los conozco, pero que no es fácil explicar en el breve volumen que he meditado escribir. Bastará decir que la mujer más hábil en costura, fábrica de tejidos que llaman pegadillos o en hilados de lana y algodón, no alcanza trabajando todo el día a ganar un real y medio. ¿Qué habrá de admirar después de esto, que el año pasado de 41 y 42 en que aún no fui nacido, se experimentase en esta ciudad tan solamente por las lluvias copiosas y tenaces en más de seis meses consecutivos, una hambre que mató bastante número de gentes? Creo que ha sido la única que haya padecido Quito, desde el tiempo de la conquista; por lo menos, no hallo contradicción, que de este linaje de calamidad pública nos hayan transmitido nuestros mayores. Pero es muy de extrañar también, si atendemos a las quejas de los hacendados, que no experimentemos casi todos los años igual azote; especialmente si a la falta de la industria se añadiera la indolencia quiteña de aquellos tiempos, para prevenir un mal futuro. Vade ad fornicam o piger! se debía gritar entonces no al artesano, no al menestral, no al pobre que trabajaba lo que podía, sino al que era desidioso en dar providencias de seguridad, en caso de que hubiese la urgencia de alojar aquí un considerable número v. g. de soldados o de estorbar las malas consecuencias de un mal año. En este defecto consistió el hambre del que ya citamos. Y ella no sirvió a más que para enriquecer algunos pocos insensibles monstruos, de quienes y de sus riquezas ya no hay memoria más que para la execreación. Con el genio que Dios que me ha dado, he inquirido sagazmente de estas personas que se dicen prudentes y advertidas, cuales fuesen 73 los motivos de aquella pasada penuria, y no he podido saber cosa que satisfaga, y en vez de manifestarme las causas sólo me han referido sus efectos. Me atreveré a pronosticar (sin ser un osado escrutador de los secretos divinos) que hoy en circunstancias idénticas no vendría a Quito tan cruel castigo; y será porque hoy las gentes están más advertidas, los padres de la patria atentos a las cargas de su oficio público, y el gobierno con unos ojos vigilantes y fijos en la conservación de la salud, sosiego y felicidad pública. LIMPIEZA LOCAL DE QUITO.– A ésta se opone constantemente la suciedad de algunas casas, que son los depósitos de las inmundicias. 1º.– Los monasterios. 2º.– El hospital. 3º.– Los lugares sagrados. REMEDIOS.– 1º.– Los monasterios.– No se diga una sola palabra de los dos del Carmen Alto y Bajo de esta ciudad. Ambos están respirando igualmente que el olor de las virtudes, el de la limpieza de sus celditas. Hablo de los tres monasterios de la Concepción, Santa Clara y Santa Catalina. Estos tres conventillos están llenos de porquerías, de basuras y de toda especie de suciedades, así en sus patios y corredores principales, como con mayor especialidad en sus tránsitos menos frecuentados. Si alguna peste se había de encender en esta ciudad, su cuna la debía tener en cualquiera de estos tres suavísimos monasterios. Y si no la padecemos, es, sin duda, por la benignísima constitución de nuestro clima, porque en lo demás, como llevo dicho, estos monasterios son los seminarios de las inmundicias. Parece que el remedio consiste en que se exhortase a los capellanes a que cada semana una vez, visitasen todo el convento, habiendo prevenido antes a las abadesas y vicarías de casa de esta solemne visita y el saludable objeto de ella. Pero supongo a estos vicarios autorizados con el expreso mandato del señor obispo, quien por las altas facultades 74 GALO RENÉ PÉREZ ordinarias y por las de delegado de la Santa Sede, que residen en su ilustrísima persona, puede dar a aquellos este género de comisión gubernativa y económica, por amor a la salud pública. Esto mismo deberá mandar al vicario de monjas catalinas el devoto provincial de Santo Domingo, exhortado a este fin por este muy ilustre ayuntamiento; pues aquel puede por facultad que le da el santo concilio de Trento, dar licencia aun a los seculares, in scriptis para que entren a los monasterios, se entiende que por este fin. 2º.– El hospital.– Hay, por desgracia, uno solo en esta ciudad, y se desearía que abundaran éstos dentro de cualquiera numerosa población; pues son los asilos a donde va a salvar su vida la gente pobre y desamparada de parientes y benefactores. Pero es también cosa muy cierta, que ellos deben estar extramuros de la ciudad, por lo menos no en el centro de ella; porque sus hálitos corruptos no inficionen al vecindario con alguna enfermedad contagiosa. El hospital que aquí tenemos que es de patronato real y a quien el rey da el noveno y medio para su subsistencia, está a cargo de los religiosos legos del beato José de Betancourt, y se llaman Betleemitas, orden regular que tuvo su principio en la América septentrional en la ciudad de Guatemala. El dicho hospital está situado dentro de la misma ciudad, a distancia de tres cuadras de la plaza mayor, a dos de las de San Francisco y Santo Domingo, a una de la del convento de Santa Clara, y pocos pasos del Carmen de la antigua fundación. Por aquí se puede ver, cuán unido se halla con el principal vecindario de la ciudad. Debería ser que estuviese más distante y aún fuera de ella. Pero mediando la autoridad del gobierno, no es cosa imposible ni difícil que se traslade a la casa que fue de los regulares extinguidos del nombre de Jesús. Y con esto se lograría que el cuartel de la corta tropa de infantería del fisco, que hay aquí, se alojase cómodamente en el que ahora es hospital; o bien, según lo arbitrara mejor el señor presidente regente, de acuerdo con el ilustrísimo señor obispo, se podría dar otro uso útil y público, como de colegio seminario o universidad, etc. Pero aun cuando esta propuesta se reputara como un alegre sueño de hombre despierto, debemos estar a una ley de nuestras municipalidades acerca de la fundación de hospitales, que ordena que, si son para curar enfermedades contagiosas, se pongan en lugares levantados. Con todo esto, si el hospital citado se ha de quedar allí, como se quedará para siempre, se ha de velar y procurar infatigablemente en que haya cuidado de los enfermos, asistencia perenne, curación hecha por gentes hábiles así en medicina como en cirugía; pero seglares, como lo mandan con justísimos motivos las constituciones de estos frailes. Sobre todo se ha de celar, en que, habiendo una buena ropería, se promueva la mayor limpieza que sea posible, de manera que no se levanten de sus salas aires dañosos a la población. Para facilitar todo esto están mandadas hacer las frecuentes visitas así del patrón real como del obispo diocesano, y tanto las de derecho o en forma jurídica cuanto extraordinarias y sin forma para la inspección de cómo van las cosas de los hospitales, pues sus religiosos no son dueños sino ministros de ellos, y por tanto están obligados a sufrir las visitas, a dar cuenta y razón de su buen porte en razón de su hospitalidad. Ni menos pueden hacerse cargo de cuidar hospitales, sin sujetarse a este género de gobierno económico, como está ordenado aún a los frailes de San Juan de Dios, no obstante a esto el que sean sacerdotes, y gocen los privilegios que han alcanzado de la Santa Sede. Ahora es menester decir que estoy en la persuasión de que estos religiosos betleemitas no necesitan de que se les estimule al cumplimiento de sus obligaciones con la me- LITERATURA DEL ECUADOR moria de la visita por la que deben pasar. Otro método de remedio sería el que habría menester, si hubiesen caído en relajación. Pero es oportuno saber, cuándo acontecería ésta y por consiguiente cuándo se debería echar mano de aquella medicina. Ya se ve que todos los congresos regulares, a poco después de sus primeros calores de disciplina monástica, han venido a dar en el olvido de sus principales votos, y del cumplimiento de sus santas leyes. Es ocioso referir lo que ha pasado con las órdenes monacales; pero mucho más con las más famosas, o todas las de los mendicantes; prescindo ahora de lo que habrá pasado con la modernísima hospitalería de frailes betleemitas. Sólo pretendo retratar una imagen de su caída regular, para que, en caso de que ésta llegase (lo que Dios no permita), se apliquen los remedios convenientes, no a la reforma de los frailes, sino al alivio de los míseros dolientes. Si sucediese, que a una orden hospitalaria se acogiesen no por vocación sino por necesidad gentes sin cultura ni pulimento, entregadas al tráfico o a las maniobras en los navíos que es lo mismo que decir a los vicios más feos y costumbres más disolutas; si, de verdad y efectivamente estas gentes fuesen admitidas a recibir el hábito de penitencia y a la profesión de los votos comunes, como también del particular de hospitalidad, aun cuando hubiesen pasado de los cuarenta años; si estos mismos, habiendo probado ya la modificación de una vida menos laboriosa que la que antes tenían, por el trato de Reverencia y Paternidad que les da cortés y gratuitamente el secularismo, se volviesen orgullosas y engreídas, como que valiesen más ahora que antes sus personas (siendo que debía suceder lo contrario por naturaleza), y no quisiesen trabajar más que en la vida secular, haciéndose nobles y más dedicadas; si después de esto, estos religiosos, acordándose de sus malas 75 costumbres pasadas, fuesen díscolos y escandalosos; no cuidasen a los enfermos, les diesen por alimento una mala sopa, una mala pitanza, una mala legumbre cocida, sin atender a sus particulares necesidades, aquellas que demandan diverso género de manjares y de guisados; si en vez de prodigar los remedios farmacéuticos de su botica a beneficio de los dolientes, se los escaseasen hasta un grado supremo de negarles lo preciso, contentándose con recetarles algunas purgas de mechoacán, algunas ayudas, cuyos cocimientos se guardan en depósitos comunes, para evitar la leve ocupación de hacerlos; si sus roperías estuviesen destituídas de buenos colchones, sábanas enteras y limpias, y abundasen sólo en andrajos sucios; si estos religiosos se contentasen con algún barbero para erigirlo despóticamente en cirujano de las enfermerías, alterando con esta atrevida conducta el orden de la sociedad, y previniendo el juicio de los tribunales, a quienes compete llamar un profesor público bien acreditado, científico, en una palabra, un buen médico secular, hiciesen trabajar en la curación de sus enfermos a cualquiera practicón o enfermero de su orden mismo (lo que está vedado por sus propios estatutos), para que no recete con la prudente libertad que requieren la buena práctica y las reglas del arte; si estos medicamentos que se niegan a los dueños legítimos, que ellos son de los pobres, se tuviese el ansia de venderlos al público. Si, en efecto, al venderlos, no se tuviese otra mira que satisfacer la avaricia de algún prelado, que mandase a los boticarios levantar el precio a las drogas. Si en la misma venta de éstas fuesen tan irracionales, que habiendo cogido en el despacho de las primeras recetas un precio excesivo, fueren (al ver que se repiten por los médicos las mismas), levantando de punto la tasa, como que van a vender carísimamente la necesidad. Si después de todo esto se advirtiere que los prelados su- 76 GALO RENÉ PÉREZ periores v. g., prefectos, viceprefectos generales, andan a traer de aquí para allí a sus súbditos sin hacerlos parar, porque lo pide así, o la dureza cruel de los prefectos locales, o las pésimas costumbres de los conventuales, en cuyos transportes se gastaría mucho dinero de los pobres en viáticos. Si no tomasen ya la silla de manos para buscar, y conducir a sus enfermerías los afligidos con las enfermedades, que es punto de sus constituciones, y al contrario repeliesen con fiera crueldad a los que en sus conventos solicitan camas para curarse. Si se viese que sus salas no estuviesen llenas de estos miserables, en los que abunda esta ciudad. Si estos padres cuidasen más de tener y edificar una iglesia suntuosa, una torre eminente, unas campanas muy sonoras, y tocadas con frecuencia, que son obras de la vana y mundana ostentación, con olvido de los verdaderos templos de Dios, que son las criaturas racionales enfermas, y con desprecio de la laudable fama de su hospitalidad. Si finalmente se oyese un rumor tierno y continuado de que los enfermos más bien quieren arrastrar una vida dolorosa que ir al hospital; porque le ven a éste como el lugar de su dilatado suplicio, y de su muerte… Si se encontrase todo ese cúmulo de maldades en nuestros betleemitas, no solamente que se les deberá visitar sino que especialmente el prelado debería informar al rey de esta pésima conducta, pidiendo al mismo tiempo a su majestad la separación, supresión y absoluta extinción de estos individuos nocivos a la sociedad. No creeré que nuestros betleemitas se hallen en este caso. Desde luego mi retrato no está seguramente cerca de su original. Le veo muy lejos, le temo muy cerca. Todo lo que aquí se dice debe ser antes bien una precaución, que una historia verdadera; antes bien una sombra de lo que podrá suceder, que una pintura cabal de lo que ahora es. Pero no dudemos, que si yo encontrara que había cogido la relajación a estos regulares, la profesión que hago de filósofo cristiano, no me permitiría el ocultarla. La publicaría, esto es, la haría venir en conocimiento de quien podía remediarla, sin faltar a la justicia por la misma notoriedad del hecho. En caso igual, equilibrando rigurosamente las cosas, vería que importaba más el remedio del público (en cuya comparación es una nonada particular la comunidad de 12 sujetos, malversadores del patrimonio de los pobres, fundado en la real munificencia y en la misericordia de los particulares), que la falsa reputación de un puñado de hombres faltos de conocimiento de su estatuto, y, lo que es más, de la caridad cristiana. ¿Cómo éstos, faltando a sus más urgentes obligaciones, no descuidarían de la limpieza de los hospitales, juzgándola asunto de ninguna consecuencia? ¡Oh cuánto importa el que nosotros lo sepamos! 3º.– Los lugares sagrados.– En ninguna parte de la ciudad se puede venir a padecer, no digo una peste, sino una muerte súbita, que dentro de las iglesias más frecuentadas, de San Francisco, San Buenaventura, Capilla Mayor del Sagrario, y todas las demás, según que en ellas se sepultan más o menos los cadáveres de los fieles. La causa de un daño tan funesto consiste en la continua exhalación de vapores venenosos, que despiden las bóvedas sepulcrales. A esta llaman los médicos Mephitis, palabra latina, que en el siglo de Augusto, según lo atestigua Servio, significaba un dios llamado así, por el aire de olor bueno y malo. Hoy significa entre los buenos latinos el hedor de la tierra o de las aguas. Sea lo que fuere, lo que importa saber es que la fetidez vaporosa, que exhalan los sepulcros en las iglesias, son unos hálitos verdaderamente mephíticos de los que dice Ricardo Mead, que es cosa notoria, que puede ser uno envenenado por los LITERATURA DEL ECUADOR vapores y exhalaciones venenosas, o el aire apestado, que penetra en el cuerpo mediante la respiración. ¿Pero necesitamos acaso de la autoridad, aunque fuese del mismo Apolo, para establecer una cosa tan verdadera que nos está dando en los ojos? Casi no hay año en que no se vean los lamentables efectos de esta verdad. En la bóveda de San Francisco han perecido muchos de los indios sacristanes que codiciosos de algunos lucidos despojos de los muertos han entrado para quedar allí mismo sofocados y sepultados de una vez. No es difícil dar la razón de este violentísimo efecto a quien sabe el mecanismo de la máquina del hombre. Porque en conociendo en qué armonía, concierto y funciones de los fluidos y de los sólidos consiste la vida, no hay cosa que dificulte la inteligencia de varios fenómenos adscritos a la constitución maquinal del cuerpo. ¿La vida, pues, en este sentido, qué es sino el perpetuo giro de la masa sanguinaria? Conforme corre, y según por donde da sus perennes vueltas, se obran todas las filtraciones de los líquidos o materias acomodadas a los diversos diámetros de las partes glandulosas. Y ellas son buenas o malas, correctas o viciosas, naturales o preternaturales, ya por la correspondencia regular, o ya por la pérdida del equilibrio y del resorte de aquella, y de éstas últimas. Para comprender esto no hay sino echar la vista a la fuerza elástica del corazón, que, según el cálculo de Borelli, puede superar a la resistencia de 780.000 libras. ¿Considérese cuál ímpetu, cuál movimiento, cuál celeridad no imprimirá a la sangre, cuando la impele desde su seno al tiempo de su contracción hacia las arterias, y por consiguiente hasta las más remotas extremidades de los miembros inferiores? Era menester un vigor motriz de ésta, y superior elasticidad, para obrar este curso de la sangre que vulgarmente se llama circulación, y era 77 preciso que en ésta corriese tanto aquella, que en pocos minutos la misma porción de sangre que salió del corazón, volviese a entrar en sus ventrículos. Por lo menos el inglés Jacobo Keil dice que el curso veloz que adquiere la sangre al empezarlo por las arterias, es capaz de llegar a cincuenta y dos pies en cada minuto; si ésta va con la mayor comodidad (digámoslo así), por los vasos mayores, es preciso que se estreche, se adelgace, y atenúe muchísimo para girar libremente por las ramificaciones menudas, y tal delgadas, que superan con mucho a la delicadeza y fineza de los cabellos más sutiles. Entonces, ¡qué división de partículas tan imperceptibles! ¡Qué distribución tan uniforme! Pero una y otra se perfeccionan en los vasitos mínimos y estrechísimos de los pulmones, y una y otra obligan a éstos a la atracción y expulsión del aire, que fuera de servir a la misma circulación esencial e inmediatamente, tiene otros diversos destinos así en las vejiguillas pulmonares como en lo restante del cuerpo. En este mecanismo consiste el uso y la necesidad de la respiración. Si ésta cesa, para el giro de la sangre, se detiene en los pulmones, se subsigue la cesación de las funciones animales, que es decir se acaba la vida, o con menos prontitud, o más excesivamente, según que se respira en vez del aire puro, otro flúido que sea más o menos diferente de él; porque cualquiera otro no ha de tener ni la consistencia fácil de separarse, ni la elasticidad que goza el aire. Ahora, pues, en las bóvedas sepulcrales, es necesario que se respire un flúido o una exhalación que además de ser inerte e impropia para todo movimiento activo y pasivo, está llena de partículas corruptas y venenosas. Así las muertes violentas se deben atribuir a la inercia de aquel flúido que ocupó los pulmones e hizo parar su alternada acción mecánica. Pero, porque el mismo fluído lleva en sí los principios de putrefacción, si es conducido por el 78 GALO RENÉ PÉREZ aire y su ventilación a alguna distancia, producirá él en los cuerpos que allí se hallaren no la muerte pronta, ya se ve, pero sí una alteración enorme, febril, pestilencial o de otra naturaleza morbosa. Luego véase aquí que los sepulcros son los depósitos de este veneno activo y trascendental, que en ninguna parte puede llegar a adquirir tanta fuerza mortífera sino en la estructura cóncava de las bóvedas, y en la misma constitución del cuerpo humano, capaz de más subida fetidez y corrupción, quizá, que todos los otros entes que conocemos. Es constante la unanimidad de pareceres de los autores médicos sobre que las enfermedades pestilenciales que se suscitan en los campos de batalla y en los ejércitos, se deben a la corrupción de los cadáveres que se descuidó de enterrar. Es el caso que como por lo regular se empieza la guerra por la primavera y sigue su horror en el estío; el calor intenso del aire pone en mayor fermentación los humores de los difuntos, y hace que se exhalen partículas activísimas que, esparciéndose en la atmósfera, encienden una fiebre contagiosa. No es de omitir a este intento una historia de mister Baynard, referida a mister James. Dice que, habiendo ido algunos muchachos a jugar al contorno de un cadalso, donde algunos meses antes se había expuesto el cuerpo de un malhechor, hicieron el cadáver de éste, el objeto de su diversión y se entretuvieron empujándole de un lado a otro. Uno de los muchachos, que era más atrevido quiso adelantar la invención, y tuvo a bien darle una puñalada encima del vientre, que estando descubierto, seco por el calor de la estación, por dentro esponjado por los humores que habían caído, se abrió por la violencia del golpe y despidió una agua tan ardiente y corrosiva, que el brazo del muchacho por el que corrió se le llagó violentamente y tuvo que padecer muchísimo, para impedir el que se le encancerase. Si este efecto produce un solo cadáver, ¿qué causaría la junta de muchos? ¿Igual tósigo no se confeccionará en esos lugares subterráneos? Dos son, pues, los daños irreparables que causan estos depósitos venenosos. El primero las muertes violentas. El segundo las enfermedades populares. Y cualquiera precaución que se tome por los curas y religiosos, a quienes pertenecen los sepulcros, para impedir la comunicación de la causa, no alcanza a extinguirla ninguna, como que se halla siempre cebada y acopiada en los sagrados templos. ¿Pues qué remedio habrá acaso escogitado el celo de algún buen ciudadano? Si se le ha ocurrido felizmente, lo debería publicar y pedir a los magistrados que se ponga en uso. Parece que no tiene el menor inconveniente todo esto. La medicina de tan grave, pernicioso y universal daño, está en que se hagan los entierros de los fieles difuntos fuera de la ciudad, y no dentro de los lugares sagrados de ella. Allá en la parte posterior de todo el recinto de la que se llama Alameda, hay una caída plana que forma ya el principio del Ejido, y está muy a propósito para que se forme en ella un cementerio común donde se debería enterrar todo género de gentes. Toda su fábrica no debe constar más que de paredes que tengan la altura de diez varas puestas en cuadro. Su extensión podía ser de ciento sesenta varas de longitud y cincuenta de latitud. En alguno de los extremos se podría hacer una especie de mesa de piedra a donde por mayor decencia, y aquella piedad religiosa que demandan los cuerpos que fueron morada de un alma inmortal, se pudiesen poner, por el breve rato que dure la excavación de la tierra. Los curas ya se ve, como muy bien lo saben, han de llevar con cruz alta, el cadáver de su feligrés difunto, y llegando al cementerio dirán las últimas preces que por alivio de su alma manda la Iglesia se digan, y hecho el LITERATURA DEL ECUADOR entierro vuelven a su parroquia a celebrar el oficio y divinos misterios de nuestra reparación. A este mismo cementerio se deberían trasladar todos los esqueletos, y osamenta que estuviesen depositados en las bóvedas o sepulcros cóncavos de las iglesias… Fuente: Precursores. (Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A. 1960), pp. 160 - 181 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). José Mejía Lequerica (1775-1813) Nació Mejía en la ciudad de Quito. Estaba llamado a pasar por la horizonte de la época con la celeridad de un meteoro. Vivió treinta y ocho años apenas. Pero el ritmo de su personalidad, de sus acciones, de su obra, fue distinto del común, cual si sintiera el apremio de la extinción temprana. Educado entre las zozobras de la falta de hogar, pues que era hijo adulterino de una mujer casada, no por aquello dejó de obtener varios grados universitarios, de empeñarse en investigaciones botánicas con notables naturalistas de la época, de ejercer la docencia superior, de adquirir, como uno de los más ejemplares autodidactos, una abrumadora suma de conocimientos filosóficos, históricos, jurídicos, políticos. Mentalidad realmente universal la suya. Pocas personalidades se yerguen tan alto en Hispanoamérica. Fue Maestro en Artes, Doctor en Teología y en Derecho Civil. A los veintún años de edad consiguió por oposición la Cátedra de Latín. Y a los veintitrés la de Filosofía, de idéntica manera. La prisa parecía ser su signo. A los veinte años se casó con una mujer que le doblaba en edad: Manuela Espejo, hermana de Eugenio, el prócer quiteño. Aludiendo a ello, el naturalista colombiano José Caldas, que no dejó de mirarle con egoísmo, decía en una carta a José Celestino Mutis: “Se me olvidaba advertir a usted que Mejía es ca- 79 sado con una vieja de quien no tiene hijos”. (Esa laya de chismes dañó tristemente parte del epistolario de aquel hombre ejemplar). Lo cierto es que Mejía fue hacia Manuela a través de las tertulias y las lecturas en la casa de Espejo, que quizás fue el alero familiar que echó de menos desde su infancia. El ambiente de Quito no fue propicio a José Mejía, a pesar de sus talentos. O quizás por eso mismo. Se le pusieron trabas en el otorgamiento de sus títulos universitarios. Se le zahirió de hijo ilegítimo. Se le despojó injustamente de sus cátedras. Uno de los frailes que le combatieron porque no estaban a su altura en el magisterio, escribió: “suponiéndose el tal Mejía el único inteligente en materias filosóficas, en agravio a muchas personas que hay en esta ciudad muy versadas en esta Facultad, incurría en el escandaloso exceso de informar (¿enseñar?) siniestramente”. Destituído al fin de sus medios de trabajo, salió del país. Pero eso mismo le puso en el camino de su singular destino. Es lo que ha ocurrido casi siempre en Hispanoamérica. La fatalidad del destierro, impuesto o voluntario. El necesario y duro aprendizaje del mundo como condición inesquivable para la carga dinámica que reclaman los pueblos en el servicio que les debemos. El viaje de Mejía, en las circunstancias en que se hizo, tuvo el sabor de una amarga aventura. Tomó rumbo a España. Llegó a ésta en una hora difícil. Preñada de todo lo peor. Acaso nada había tan vil como la conducta de sus monarcas. Un rey –Carlos IV– que dilapidaba el tiempo de las obligaciones de gobierno en los cotos de cacería. Una soberana –María Luisa– que compartía secretamente su lecho con el capitán Manuel Godoy. Un heredero –Fernando VII– que se movía como un pelele, entre dubitaciones, cobardías y sometimientos. Y al pie de ese retablo canallesco un pueblo menesteroso, no de civismo sino 80 GALO RENÉ PÉREZ de poder conductor, que se revolvía furiosamente contra la invasión de Bonaparte. Corría el año de 1807. El viajero quiteño, hombre de tantas profesiones, consiguió trabajo en el Hospital General de Madrid. Allí se estuvo hasta cuando la ciudad se levantó en armas contra el extranjero que la sojuzgaba (2 de Mayo de 1808). Se incorporó entonces a esas milicias populares porque odiaba la agresión y la conquista. A su esposa le dirigió en aquella ocasión una carta, recogida por Pablo Herrera en su “Antología de Prosistas Ecuatorianos”, en donde ha quedado constancia de tal hecho: “entonces –dice– empuñé el fusil y fui a ocupar mi puesto en una puerta, la cual no desamparé de día ni de noche hasta que se rindió la villa por capitulación, que fue el 4 de septiembre”. Tras la derrota tuvo que salir de Madrid. Bajo el disfraz de carbonero. Haciendo largas marchas a pie. Soportando toda suerte de incomodidades y contratiempos. Despertando sospechas entre los unos y los otros, españoles y franceses. Hasta que dio en Sevilla. Pero la aventura, sólo para sufrida por un hombre de naturaleza inquebrantable, no había terminado. Aún faltaba otra prueba heroica. En la nueva ciudad se alistó otra vez en el ejército popular. Lo hacía voluntariamente, por convencimiento propio. Y nuevamente escribía a su esposa: “… si salgo con vida y honra, como lo espero de Dios, tendrás en tu compañía un hombre que habrá mostrado no estar por demás en el mundo”. Estas experiencias, en que todo lo puso a riesgo, completaron su personalidad, enriquecida antes por el laboreo intelectual. El humanista había demostrado que era ante todo un hombre cabal. Y tan bien se había dejado penetrar de la dolorosa y aleccionadora atmósfera colectiva, que un día, cuando sonó su voz en el parlamento español, pudo lanzar esta admonición rotunda: “Desaparezcan de una vez esas odiosas expresiones de pueblo bajo, plebe y canalla. Este pueblo, esta plebe, esta canalla, es la que libertará a España, si se liberta”. De igual modo hablaron, casi un siglo más tarde, aquellos profetas de la célebre Generación de 1898. Cómo José Mejía se convirtió en representante parlamentario es cosa comúnmente sabida. Depuestos los monarcas españoles, vinieron las cortes o asambleas que la Regencia reunió sucesivamente en lugares distintos. Hasta que aquellas se instalaron definitivamente en Cádiz, en 1810. Con 105 diputados. Hubo algunos hispanoamericanos que representaron a las colonias, escogidos sobre todo entre los que entonces se encontraban en España. Quito eligió a José Matheu, Conde de Puñoenrostro. El Virreinato de Nueva Granada nombró diputado suplente a José Mejía. El principal no asistió. De haberlo hecho, jamás hubiera podido llenar el lugar del orador quiteño. Ningún hispanoamericano alcanzó el nivel de Mejía. Ni seguramente ningún español. La suya era una de las más brillantes inteligencias de la época. Y su palabra tenía un magnetismo que pocas veces será igualado. A la vuelta de pocas sesiones Mejía estaba ya dominando a la multitudinaria asamblea. Todos sentían que él no representaba a una región limitada de nuestra América, sino al continente completo. Y el propio orador aseguraba con énfasis: “Señor, tengo un derecho a decir que nadie me disputará el amor a la América”. Aun más, se identificaba con ella. Por eso, al iniciar uno de sus discursos, tras las intervenciones de los representantes peninsulares, dijo: “Oiga V. M. por fin a la América”, y continuó. Pero el americanismo de José Mejía no era alarde vulgar, insincero o declamatorio. Era el resultado de una visión despejada, profunda, más que consciente, acaso profética. Era el corolario de sus reflexiones penetran- LITERATURA DEL ECUADOR tes, de su amorosa comprensión y de su fe. Era la consecuencia de su lucidez para comparar continentes y pueblos y para interpretar las señales del futuro. “… La última tabla –decía– que ha de salvar a las cortes, a la patria y a la humanidad, es la América”. Y en cuanto alguien pretendía calumniarla, o malentenderla, o desestimarla, él se erguía a defenderla y valorarla. Son frecuentes tales casos, pero sirvan a lo menos estos breves ejemplos: “Quién sabe si este gran maestro de la verdad (se refería al tiempo) hará ver que había más que esperar de esas provincias alborotadas que de algunas de las que en el inmenso ámbito de la monarquía yacen en un profundo reposo!” Aludiendo a la desigualdad de derechos de americanos y españoles observaba que eso era causa para la constante conmoción de las colonias. La igualdad, cual la concebían sus compañeros en las cortes, “sólo sirve para que tenga la España mayor o menor número de esclavos ultramarinos”. Pero todo deberá llegar a su término. “¿Qué importa –afirma José Mejía– qué importa el que apele V. M. a las armas? ¿Qué ha podido Napoleón por medio de ellas con el pueblo español? Nada, señor, hasta aquí y quizá nunca jamás; pues lo mismo y aun menos podrá V. M. con la América, si la América no quiere ser de V. M. Media un inmenso océano; y ¿quién saltará ese lago?” Repudiaba con la máxima energía la tendencia a convertir a los pueblos “en recua de jumentos destinados a servir a un señor de naturaleza superior a la de ellos, y a sufrir en silencio los palos que su furioso capricho les repartiese”. “El deseo de la felicidad es –decía– quien fundó los reinos; la justicia quien los conserva, y la precursora inmediata de su ruina la impunidad de los magistrados inicuos”. Sirvió Mejía a los intereses de su América con noble obstinación. Frecuente- 81 mente estaba ella envuelta en sus alusiones, en sus juicios, en su crítica de las instituciones españolas. De ahí que a los pocos años de sus discursos, en 1826, el norteamericano Carlos Le Brun escribiera estas expresivas palabras sobre Mejía: “Hombre de mundo, como ninguno en el Congreso. Conocía bien los tiempos y los hombres; los liberales le querían como liberal pero le temían como americano que sabía muy bien cómo se iba y se venía a América por las discusiones”. Y su posición se afirmaba en una entereza personal, en una decisión, en un coraje que enaltecía su figura de orador. “Yo soy inviolable –decía–; y cuando no lo fuera diría lo mismo”. En alguna sesión preguntó con énfasis: “Si no han venido las cortes para echar el sello de la libertad, ¿para qué se han juntado? (He venido a hablar claro)”. Pero, por sobre todos los atributos que se han mencionado aquí, estaba el de su filosofía de reformador y de invicto defensor de los derechos del hombre. Era Mejía una de aquellas grandes personalidades que debieron su formación a las corrientes del setecientos. “Se habla –decía– de la revolución, y que eso se debe desechar: señor, yo siento, no el que haya de haber revolución, sino el que no la haya habido. Las palabras revolución, filosofía, libertad e independencia, son de un mismo carácter”. Y abundan sus discursos –todos expuestos en un estilo elevado, claro, elegante y persuasivo– en favor de la libertad de imprenta, de la correcta administración de justicia, de la abolición de las torturas, de la igualdad ante la ley, etc. ¡Qué hombre excelente, único, hubiera sido Mejía para la conducción de la naciente república ecuatoriana si no hubiera caído en Cádiz, a los 38 años de edad apenas, víctima de una violenta enfermedad! 82 GALO RENÉ PÉREZ Sobre la igualdad ante la ley y la preservación de la libertad individual (Sesión de 18 de febrero de 1811) Con motivo del dictamen de la comisión de justicia sobre la administración de la misma, Mejía pronunció el siguiente discurso que contiene interesantes apreciaciones acerca de la igualdad ante la ley y los medios jurídicos de preservación de la libertad individual. “Congratúlome, señor, con V. M., al ver que los representantes del respetable pueblo español se llenan de entusiasmo y peroran con tanta elocuencia cuando se habla de los desórdenes que el despotismo ha introducido en la administración de justicia. No he oído en esta memorable discusión una sola palabra que no lleve el memorable carácter de la verdad, ni un solo dictamen que no adelante algún paso en el camino de la reforma de los más desastrosos males que tanto tiempo han sufrido con demasiada paciencia los españoles. He aquí una prueba experimental de que, mientras no nos salgamos de la esfera de nuestras atribuciones (quiero decir, mientras las discusiones del congreso no rueden sino sobre objetos generales, grandes, necesarios y verdaderamente legislativos), no habrá diputado que no se exprese con energía y acierto, ni decisión que desdiga de la majestad nacional. Queriendo, pues, concurrir por mi parte con algo a promover su decoro y a restablecer su dignidad primitiva, diré dos palabras en el asunto de que se trata, porque no parezca que rehuso contribuir con mi pequeña prorrata (permítaseme la expresión) a este convite magnífico que presentan las cortes a toda la monarquía. Si no hubiésemos de resucitar para vivir inmortalmente gloriosos, ¡cuán necios seríamos los cristianos!, decía el apóstol San Pablo; y, siguiendo yo el espíritu de esta sublime sentencia, no tengo embarazo en preguntar: si no han de triunfar por fin la libertad y seguridad de los españoles bajo la égida de la justicia, ¿para qué tanto y tan ímprobos sacrificios? ¡Ah! Si la arbitrariedad, que hasta ahora ha dominado anchamente por la inmensidad de la monarquía española, no hubiera de caer en tierra y sepultar para siempre su nombre y memoria, nos haríamos merecedores de perder la independencia nacional y arrastrar las pesadas cadenas del tirano que detestamos, pasando sucesivamente de la elevación de hombres libres a la abyección de esclavos, y poco después a la brutal clase de bestias, y bestias precisamente de carga, o salvajes y feroces. Porque, si la arbitrariedad hubiese de decidir de las propiedades, de la vida y del honor del hombre, o no existiera nación alguna en el mundo, disueltos por todas partes los vínculos de la sociedad y reducidos los miserables mortales a ese imaginario estado de guerras de todos contra cada uno, que algunos se figuran precedió a la fundación de los pueblos, o no serían éstos más que recuas de jumentos destinados a servir a un señor de naturaleza superior a la de ellos, y a sufrir en silencio los palos que su furioso capricho les repartiese. El deseo de la felicidad es, señor, quien fundó los reinos; la justicia quien los conserva, y la precursora inmediata de su ruina la impunidad de los magistrados inicuos. Considere, pues, V. M. si puede oirse con indiferencia ese patético dictamen de la comisión, consiguiente al informe del consejo real. El es un retablo de los desastres del despotismo, y sólo el brazo de V. M. puede convertirlo en risueño cuadro de la libertad civil, de esa libertad preciosa que consiste en la fiel observancia de las leyes. Muchas tenemos, y muy juiciosas, que precaven los abusos destructores del bien general: una sola nos falta, y (aunque ya está grabada en todos los corazones) nada valdrán sin ella las otras, ni ella misma subsistirá si V. M. no la promulga LITERATURA DEL ECUADOR cuanto antes y la sostiene a todo trance. Hablo de aquel sublime principio que la política y la justicia proclaman a porfía: “Delante de la ley, todos somos iguales”. Cuando al grande le aguarda la misma pena que al chico, pocos serán injustos; pero, si se ha de rescatar el castigo con el dinero, si las virtudes de los abuelos han de ser la salvaguardia de los delitos de sus nietos, entonces las leyes, frágil hechura de una tímida y venal parcialidad, se parecerán a las telas de araña, en que sólo se enredan los insectillos débiles y que rompen sin resistencia los más nocivos animales. Pero, no basta que sean imparcialidades las leyes si no se aplican imparcialmente, ¿y qué imparcialidad puede haber en su aplicación a los casos que ocurran, esto es, en la administración de la justicia, si se envuelven los juicios en un impenetrable misterio, y si para cada reo se ha de erigir un tribunal o juez peculiar? Así es que, examinando el venenoso origen de tantas iniquidades, le hallaremos reducido a dos fuentes inagotables de impunidad, la tenebrosa formación de los autos, y la multitud de juzgados. La verdad ama la luz, y la unidad es la base del orden; que se popularice, que se simplifique la administración de justicia, y cuando de este modo no se eviten todos los crímenes, sabrá a lo menos el público quienes son verdaderamente criminales; y aun los que lo fueren, recibirán el alivio de no sufrir doblados castigos, teniendo que salir al suplicio de haber padecido años enteros de horrorosas prisiones. De lo contrario, cada ejecución será una alarma pública, cada absolución una sentina de sospechas y cada día que dure una causa, un hormiguero de quejas, odios y peligrosas inquietudes. Para demostrarlo, no hay más que reducir a un plano la numerosa nomenclatura de desdichados que acaban de experimentar el consuelo de la visita. Porque los hallaremos 83 como formados en dos grandes e igualmente lastimeras filas: los unos lamentándose en los calabozos de que, por lo mismo que todos desean juzgarlos, no hay quien les haga justicia; y los otros que (a causa de la oscuridad y alevosía con que se pueden ejecutar las prisiones), cuando debían andar en palmas, estaban avasallados a los pies de los alguaciles y alcaides. ¿Qué ejemplo más concluyente que el del benemérito Padilla, que a no llevar casualmente en su cartera tan expresivas recomendaciones del general Copons habría perecido en la infamia y desesperación de una mazmorra en premio de su patriotismo, de su valor y de sus servicios? A cuyo propósito ruego a V. M. observe la conducta de este oficial, luego que se le puso en libertad. Convidósele a reclamar su derecho y querellarse contra quien le hubiese ocasionado sus perjuicios y padecimientos; en una palabra, parecía ponérsele en las manos la compensación y el desagravio. ¿Pero qué hace Padilla? Lejos de tomarlo judicialmente, huye de este país de opresión y mirando con horror un suelo manchado por todas partes con las sangrientas huellas del despotismo, no se cree seguro hasta verse refugiado en Gibraltar. Conducta prudente y propia de un hombre desengañado, que sin duda diría: “Si no habiendo incomodado a nadie y llevando conmigo las credenciales de mi honradez me persiguieron así, ¿cuál será mi suerte cuando para acreditar mi justicia he de patentizar la iniquidad de mis jueces? ¡Ah! ¡No irritemos a unos malvados que tienen en su mano la facultad de hacer infelices aun a los que no pueden volver criminales!” Así, que ya ve V. M. que los medios comunes no bastan contra tantos desórdenes. Por lo cual, apoyo con todas mis fuerzas cuantos arbitrios extraordinarios han propuesto los señores preopinantes, y por mi parte pido a V. M. que interin la comisión encargada 84 GALO RENÉ PÉREZ de la mejora de nuestra legislación criminal se ocupa de tan largo como útil trabajo, recomiende V. M. a otra comisión especial o a la justicia el arreglo de un más sencillo y auténtico método de enjuiciar, disminuyendo en todo lo posible la ruinosa multitud de fueros, y dando al seguimiento, sentencia y conclusión de las causas, suficiente publicidad. Si esperamos a la reforma completa de nuestros voluminosos códigos, la arbitrariedad hollará, entretanto, los más preciosos derechos. Y nosotros, ¿qué haremos? ¿Seremos testigos indolentes de sus estragos; cerraremos los oídos a los clamores del pueblo; nos constituiremos cómplices de los tiranos, y aceleraremos la explosión de la monarquía, siempre consiguiente a los extremos del despotismo? Es cierto que los consejos se desvelarán por evitarlos; pero (como dijo muy bien el señor Luján) si la raíz está intacta bajo de tierra ¿de qué sirve cortar las ramas, que luego han de retoñar más pomposas? Insisto, pues, en que se nombre una comisión que, teniendo presente el dictamen que diere el consejo sobre las causas de infidencia, simplifique y mejore el método de enjuiciar, y desde ahora para entonces recomiendo a V. M. la bella máxima que acaba de proponer el señor Ric y era uno de los pensamientos que me ocurrieron desde el principio de la discusión, a saber: que a nadie se ponga preso sin orden por escrito del respectivo juez, en donde se expresen los motivos de la prisión, bajo apercibimiento a los alcaides que si alguna vez se halla alguno en las cárceles de su cargo sin esta diligencia previa, serán tratados como reos de lesa nación, y sufrirán por lo menos los castigos y penas a que hubiere estado expuesto aquel preso. Esta ley no será más que una consecuencia de lo que V. M. tiene acordado en el reglamento del poder ejecutivo, donde V. M. previene que mirará como un atentado contra la libertad del ciudadano español, cualquiera prisión arbitraria, y aun el que, a pretexto de detenido, se mantenga arrestado a un hombre de más de cuarenta y ocho horas, sin entregarle a un juez para que le forme causa. Acaso parecerá pequeño y de poca influencia este remedio de precaución. La experiencia hará ver lo contrario; y mientras sus infalibles lecciones nos desengañan, quisiera que se me dijese si podrá nadie estar preso contra la voluntad del carcelero, si éste admitirá en su causa un proceso vivo que ha de perderlo. Y finalmente, si habrá quien se atreva a expresar baho su firma motivos de arresto que no pueda justificar ante el tribunal superior, que se los ha de exigir, so pena de ver expuesto a la indignación soberana de la inflexible representación nacional”. Fuente: Precursores. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica, 1960, pp. 443 - 448 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima). III.– El neoclasicismo, otra rama de la corriente de la Ilustración. Libertad y positivismo material como estímulos de la nueva inspiración. La llamada literatura pre-revolucionaria. Los neoclásicos hispanoamericanos Olmedo, Bello y Heredia. Fuentes latinas e hispánicas. El poeta ecuatoriano Olmedo considerado como el máximo cantor de la emancipación del continente El pensamientode la ilustración influyó grandemente en la cultura y la política de Hispanoamérica. Al decir ello se entiende que en el Ecuador también fue notable su influencia. Puede vérsela hacia el siglo XVIII y en algunos decenios del XIX. Los ideólogos de la emancipación del continente y de su inmediata organización republicana debieron mucho de su formación a la nueva filosofía europea. Lo mismo ocurrió con los escritores, cuyas fuentes de renovación estuvieron en Francia. De allí, en efecto, brotó la corriente del neoclasicismo, que fue como la otra rama del movimiento ilustrado. Ese origen y las exigencias políticas de la época prendieron en la conciencia de los neoclásicos hispanoamericanos el interés por la libertad y la suerte de sus pueblos. Las ideas liberales –de lucha contra la tiranía y la intolerancia– movieron su pluma y levantaron su elocuencia. Aparte la obra y los hechos ingentes de los pensadores, científicos y hombres públicos del Ecuador de entonces, a que nos hemos referido en los capítulos anteriores se descubre el doble estímulo de la libertad y de un positivismo material (que acelerase el progreso) en los discursos y páginas literarias de sus figuras más destacadas. Es significativo recordar que José Mejía, José Joaquín Olmedo y Vicente Rocafuerte hablaron con fervor liberal en las cortes de Cádiz. Y pusieron su vehemencia en el destino progresista de estas patrias, especialmente de la suya el Ecuador. La invasión napoleónica a España, que generó con fuerza más apremiante que ninguna otra el movimiento emancipador de Hispanoamérica, fue encendiendo por todas partes la elocuencia de la libertad. Se lanzaban dicterios contra el invasor francés, pero al mismo tiempo se extendía una crítica corrosiva contra las autoridades que en América representaban a la corona española. El descontento se multiplicaba. Se maldecía de la servidumbre. La sátira y la burla gesticulaban amargamente en la prosa y el verso. Algunos críticos suelen llamar a esa literatura con el nombre de pre-revolucionaria, por su intención y por haber antecedido a las guerras de la independencia. La mayor parte de aquélla, que en realidad fue escasa, quedó perdida entre el anonimato y la invalidez estética. No tuvo otro destino que el de servir como simple arma de combate político. El neoclasicismo, que no podía avenirse con una condición tan gris y pasajera, dirigió sus caudales con una mayor eficacia intelectual. Y de ese modo, sin abdicar las características de su origen, maduró con sensatez, con equilibrio, con extremada prudencia artística. Su verdadera afirmación en el campo 86 GALO RENÉ PÉREZ de la poesía no vino sino tras la independencia hispanoamericana. Si habría que citar a tres figuras representativas de este movimiento, es indudable que se tendría que pensar en Olmedo, Bello y Heredia. Nacidos en el Ecuador, Venezuela y Cuba, respectivamente. Todos ellos pusieron en ejercicio un gusto inconfundiblemente neoclásico. Tuvieron predilección por los mismos autores. Olmedo nombraba con delectación a Homero, a Virgilio, a Horacio, a Ovidio. Y se exaltaba recordando a Meléndez Valdés, buen representante del neoclasicismo español. Bello también estimó como a sus maestros a los poetas latinos. José María Heredia fue, a su vez, traductor de éstos, e igual que el ecuatoriano profesó apego ferviente a Meléndez y a Quintana, de la renovada escuela de Salamanca. En lo que concierne a los temas preferidos por los neoclásicos hispanoamericanos, ya se dijo que sobre todo les sedujo los de la libertad y el progreso. Había en eso la gravitación de las circunstancias de su tiempo. Primero sintieron el arrebato del espíritu heroico que poseía al continente. Se estaba viviendo una etapa decisiva, enrojecida por la sangre de millares. El fulgor de la espada saltaba a la pluma del poeta y entonces quedaban inscritos para la gloria los nombres de Bolívar, de Sucre, de San Martín. Surgían los cantores ansiosos de pregonar las hazañas de los libertadores. Pero ninguna se elevó al plano excepcional de José Joaquín Olmedo. Hasta ahora la crítica, revisando decenas de autores de Hispanoamérica, encuentra que aquél sigue insuperado dentro de su género. Y el eco de su voz se extendió hasta bastante después. El romántico argentino Olegario Andrade dejó percibir la resonancia olmediana en su poema “El nido de cóndores” (un canto a San Martín), publicado medio siglo después de “La victoria de Junín”. El extraordinario novelista José Eustasio Rivera, tan celebrado por “La vorágine”, compuso versos admirables en algunos de los cuales persistía el acento de Olmedo. Algo más: Rubén Darío, el gran renovador de la lírica castellana, sentía la necesidad de poner término en América a esa perduración resonante de la oda a Bolívar. Su efecto aún no había desaparecido. Pasados los años climatéricos de las batallas de la independencia, la poesía neoclásica tendió también hacia los temas del trabajo fecundo y del progreso. Como en las lecciones de Virgilio, en que se cantaba la belleza de los campos y la necesidad de laborarlos. Buena prueba de eso nos la da don Andrés Bello, contemporáneo y amigo de Olmedo. También él amó la libertad, pero no por eso dio a su poesía un carácter belicoso. Prefirió cantar la autonomía del pensamiento y de la emoción artística (“Alocución a la poesía”), y escribir silvas de conmovedor enamoramiento del paisaje americano, luminoso de sol y de frutos, y llamar al mismo tiempo al trabajo de esa tierra generosa (“A la agricultura de la zona tórrida”). Por su formación clásica y sus gustos, no es infrecuente hallar unidos los nombres de Olmedo y de Bello en la valoración crítica de las letras del continente. Tampoco lo es el asociar a aquéllos el de José María Heredia. Pero el neoclasicismo de este poeta, nacido veinte años más tarde, fue abriendo más bien el cauce para que circulara la nueva corriente, que era la del romanticismo. IV.– Autores y Selecciones José Joaquín Olmedo (1780-1847) Un militar español, llegado desde Málaga, se unió conyugalmente a una criolla guayaquileña y fundó el hogar al que perteneció José Joaquín Olmedo como uno de sus hijos. Nació éste en el último tercio del siglo XVIII, en la ciudad de Guayaquil. A los nueve años de edad pasó a Quito, para estudiar en el colegio de San Fernando gramática española y latín, cuyos conocimientos siguieron reclamándole interés, de tiempo en tiempo, en el resto de su vida. En 1794 (catorce de edad) fue a Lima. Nueve largos años entre el colegio de San Carlos y la Universidad de San Marcos. Luego, el doctorado y la docencia universitaria. Porque fue maestro en los dos Derechos y profesor de Digesto en las mismas aulas en que se graduó. Lima le formó. Allí alimentó su ciencia y su vocación poética. Aquel fue un período de lecturas clásicas y de reconocimiento de las primeras aptitudes para el verso. Quizás también de amores inconfesados, pues parecía un soñador tímido y romántico. La dilatada permanencia en Lima se fijó para siempre en el mundo de sus afectos. Sirvió al Perú como diplomático y parlamentario. El asunto del mejor de sus poemas, “La victoria de Junín”, tiene relación más estrecha con la historia peruana que con la del Ecuador. Se resistió a la anexión de la ciudad de Guayaquil, exigida por Bolívar, a los países colombianos que éste acababa de libertar, porque quizás pensaba en el Perú de San Martín. En sus últimos días fue a buscar, inútilmente, el restablecimiento de su salud en las tierras del sur, según lo confiesa en carta a su amigo Andrés Bello. En fin, la estada en Lima gravitó sentimentalmente en Olmedo. A Guayaquil volvió a los veinticinco años de edad (1805). Después viajó a España porque la municipalidad guayaquileña le nombró representante ante las cortes de Cádiz. Si bien su labor en ellas no tuvo el brillo excepcional que la de su compatriota Mejía, es justo mencionar que su “Discurso sobre la supresión de las mitas” le colocó entre los defensores de América, y que su actitud frente al absolutismo de los monarcas españoles le dio digno lugar entre los mejores liberales. En la aludida pieza oratoria Olmedo siguió la línea del generoso y aborrascado Padre Bartolomé de las Casas, abogado de los indios, cuya pasión parecía admirar. Condenaba la pobre condición del indio mitayo, esclavo señalado para el trabajo embrutecedor y la muerte. Cumplida su representación en Cádiz, Olmedo volvió a Guayaquil. Fue en 1816. Gozó entonces de un cuatrienio de reposo, que era lo que siempre pidió para su ejercicio de poeta irregular, intermitente. Pero la proclamación de su puerto natal como ciudad independiente le aventó otra vez a los azares de la vida pública. Se le designó Jefe Político de Guayaquil “por voluntad del pueblo y de las tropas”, según aparece en el Acta de Cabildo del 9 de octubre de 1820. Surgió más tarde el problema de la anexión de Guayaquil a que hicimos referencia, que determinó la renuncia de Olmedo y un disgusto pasajero con el Libertador. En 1824 ganaron los patriotas, comandados por Bolívar y por Sucre, las batallas de Junín y de Ayacucho, que fueron la culminación de las campañas de emancipación del continente. Tal episodio arrebató al poeta ecuatoriano, haciéndole escribir una de las mejores odas de la lengua castellana. Poste- 88 GALO RENÉ PÉREZ riormente fue a Londres, como Ministro Plenipotenciario nombrado por Bolívar. Así apareció en su horizonte personal e intelectual el otro gran neoclásico de esa época, don Andrés Bello. El retorno al país fue para nuevos servicios. La primera Asamblea del Ecuador como república separada de la Gran Colombia (1830) eligió a Olmedo Vicepresidente. Tras eso vinieron los años de la dictadura de Flores y la oposición popular. Venció aquél en los campos de Miñarica. El poeta se sintió de nuevo arrebatado: “…me despertó la oda de Miñarica”. Había corrido toda una década desde “el trueno” de Junín hasta el de la lucha fratricida que le inspiró estos nuevos versos, tan recomendados por la crítica. Y habría de pasar otro tiempo igual, pero de retiro de la carrera política y de placiente descanso, en que el ejercicio de la lírica lograría hacerle rendir nuevos frutos: catorce composiciones y una traducción muy personal del “Ensayo sobre el Hombre”, del poeta inglés Alejandro Pope. Su dominio de esta lengua era evidente. Aun escribió “The delight of Spring”, breve canto al deleite de la primavera, con delicadeza y sobriedad. Pero no quiso respetar celosamente las expresiones del poema de Pope que tradujo. Y en vez de una versión fiel nos dio una paráfrasis. El mismo confiesa su capricho –no sabemos si excusable–: “El traductor no ha querido dar lección de laconismo sino de moral”. Finalmente (todos los mortales somos inaplazables, según el expresivo decir nerudiano), vino el año de 1847 y con él la terminación de una existencia fecunda, consagrada al bien público en una época de veras fragosa. Tenía entonces Olmedo 67 años de edad. La producción poética que nos ha dejado no es numerosa. Ni tampoco homogénea en sus calidades. Sobresalen sus dos odas, a Bolívar y a Flores, tan conocidas y ce- lebradas. Casi todo lo demás es de una opacidad irremediable. Ni siquiera se puede atribuir ello a los titubeos de la iniciación juvenil, porque escribió versos bastante ramplones en la plenitud de su madurez, después de los dos aludidos aciertos. Un ejemplo es el poema “A su esposa señora doña Rosa de Icaza”, con ocasión del viaje del autor a la ciudad de Londres, fechado en 1825. Y como éste, tiene algunos otros que nos dejan ver su propensión a hacer poesía de circunstancias, intrascendente y caediza, condenada al limbo del álbum familiar. Las composiciones escritas en los años de la juventud, durante su estada en Lima, sirven para entender mejor los rasgos de su personalidad poética. Lo que en ellas se descubre, de primera impresión, es la facilidad para expresar líricamente las emociones. La pluma se le desliza sin tropiezos, espontáneamente. Improvisa con naturalidad. Para eso prefiere las estructuras estróficas más simples. El romancillo y las combinaciones de endecasílabos y heptasílabos de rima consonante son los que preponderan en esa primera etapa. Se advierte también su clara percepción auditiva. Está como admirado del milagro de sonoridad de los vocablos. Ha leído a los clásicos. Les cita fervorosamente. En los versos de “Mi retrato” (1803) nombra repetidamente –una, dos, tres veces– a su Virgilio, a su Horacio, a su Ovidio. También al neoclásico español Meléndez Valdés, cuya influencia no dejó de asimilar. Pero hay algo más: para el lector atento hay en las creaciones juveniles de Olmedo el antecedente de sus composiciones mayores, sobre todo del célebre “Canto a Bolívar”. Efectivamente, en el poema titulado “En la muerte de Doña María Antonia de Borbón, Princesa de Asturias”, se usan las combinaciones métricas que luego se usaron en aquel “Canto”, y se demuestra el gusto por LITERATURA DEL ECUADOR ciertas expresiones resonantes, que se repitieron casi literalmente en los versos ahora famosos, como éstas: “rómpese el aire en rayos encendido; retumba en torno el trueno estrepitoso”. Un antecedente semejante es el de “El Arbol”, de la misma época (1809), en que se encadenan largamente los versos para la exposición coherente del asunto y se disparan anatemas contra el Napoleón sojuzgador de reyes. En el “Canto a Bolívar”, bajo la acción del gran hecho histórico de América, los venablos cambiaron de dirección: fueron precisamente contra los reyes que antes exaltó el poeta, pero se mantuvo el mismo acento arrebatado. Y, finalmente, un ensayo o tentativa del mismo estilo de su oda, pero en que Olmedo parece aún desconfiar de su capacidad de vuelo, es la “Parodia épica”, también del período de la iniciación. Además, es evidente que en aquellos años de sus ajetreos de estudiante y de poeta Olmedo ya ensayaba algunas maneras en la expresión del verso. Quería la adaptación del lenguaje y de la técnica al fondo del asunto. Parecía que se afanaba en robustecer su conciencia estética, perdida casi bajo los atractivos mediocres de la facilidad y la improvisación. Por eso era capaz de escribir a los veintidós años de edad esta acertada advertencia: “cada objeto particular exige su particular estilo, sus colores, sus imágenes y aun su metrificación”. Aquel escrúpulo le mantuvo vigilante en la composición de sus dos odas famosas, pero sin enfriarle el entusiasmo. Sin conspirar contra el ardiente clima interior. Este a su vez era efecto fugaz de ciertos acontecimientos que le ponían como delirante. Y por ello duraba solamente lo que era menester para que escribiera su poema. A eso obedece la creencia de Olmedo en una inspira- 89 ción sobrenatural, colocada más allá de la inteligencia y del control de la voluntad. En los pocos momentos felices de su creación habla de “agitaciones”, de “fiebre”. En la “Victoria de Junín, Canto a Bolívar”, se pregunta: “¿Quién me dará templar el voraz fuego en que ardo todo yo?”, o “¿Quién me liberta del dios que me fatiga?”. Y en la oda “Al General Flores, Vencedor de Miñarica”, se refiere a la inspiración, que le parece bajar desde lo alto, con estas palabras: “¡Ya está dentro de mí!”, “que ya en el seno siento hervir el canto”. Necesitaba pues ponerse en un estado de arrebato para producir. Eso explica la infrecuencia con que lo hizo y su propensión al énfasis, a la grandilocuencia. Uno de los grandes sucesos que le exaltaron a aquel estado fue el de la emancipación hispanoamericana. Olmedo fue un espíritu enamorado de la libertad. Una mente fascinada, además, por el brillo de los aceros heroicos. Su admiración por Bolívar fue sincera y de las más profundas. Pero por sobre todo ello fue un hombre con una conciencia bastante clara, que logró apreciar las dimensiones de la obra de los libertadores. Tuvo una buena percepción histórica. Alcanzó a ver lo que se proyectaba más allá de esa época de generosas agonías. Comprendió a Hispanoamérica en el momento de su mayor transformación, y así pudo hacer de su oda la expresión duradera del alma de todo el continente. Para que no se debilitaran los matices de su entusiasmo ni se falseara la admiración unánime de los pueblos emancipados acudió a las imágenes de grandeza de los versos de Homero. Creyó advertir un mismo linaje en las hazañas de los griegos y las de su tiempo. Bolívar, que hasta se resistía a permitirle que usara su propio nombre en el poema, le desaprobó lo que hallaba de hiperbólico en éste: “usted –le escribió– usted dispara… donde no se ha disparado un tiro”. Y esto más, termi- 90 GALO RENÉ PÉREZ nante: “Si yo no fuese tan bueno, y usted no fuese tan poeta, me avanzaría a creer que usted había querido hacer una parodia de la Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa”. Bolívar fue uno de los jueces más inteligentes y severos del canto que le destinó Olmedo; razonaba con una perspicacia crítica excelente. Pero la referida opinión la rectificó en una carta posterior, sin duda después de una lectura más sosegada. Efectivamente llegó a decirle: “el rayo que el héroe de usted presta a Sucre es superior a la cesión de las armas que hizo Aquiles a Patroclo. La estrofa 130 es bellísima: oigo rodar los torbellinos y veo arder los ejes: aquello es griego, es homérico”. Los juicios que se han vertido sobre aquel poema –”La Victoria de Junín, Canto a Bolívar”– han sido por lo común encomiásticos. A veces se ha llegado al más extremado fervor. El humanista Aurelio Espinosa Pólit, S. J., que ha escrito un detenido e inteligente estudio sobre Olmedo, ha hecho, por ejemplo, estas afirmaciones: Sin el poema de aquél –dice– el Libertador “no sería ante nosotros lo que ahora es. Porque a Bolívar lo ve la posteridad con la aureola de gloria que en su frente puso Olmedo”.– “…el Bolívar que ha pasado a la inmortalidad es el Bolívar de Olmedo”. Ingenuidad sería querer defender tan apasionado punto de vista, que subordina la grandeza de la obra de Bolívar –cada vez más conocida– a los versos de Olmedo, cada vez menos conocidos. El poeta, por su parte, se sintió también convencido del poder de perennidad de su “Canto”. Y al Libertador le dirigió estas frases, a través de sus cartas: “los dos, los dos hemos de entrar juntos en la inmortalidad”.– “Cuando yo amenacé a usted con arrebatarle parte de su gloria, usted me tendría por un jactancioso”. La verdad es que no le arrebató ninguna parte de su gloria. Sí, en cambio, contribuyó a enaltecerla como muchos otros, entre los que siquiera habría que recordar a Rodó, a Blanco-Fombona y a Neruda. Pero a Olmedo naturalmente le corresponde un primer sitio, por su antelación (ya se aludió a la oportunidad con que entendió el momento histórico) y por el mérito superior de su poema en el campo concreto de las odas de la emancipación hispanoamericana. “La Victoria de Junín, Canto a Bolívar” no es únicamente lo que su título indica. Es también la victoria de Ayacucho y un canto a Sucre. Porque hubo dos batallas decisivas en el Perú: la de Junín, ganada por Bolívar, en agosto de 1824, y la de Ayacucho, en que triunfó Sucre, en diciembre de ese mismo año. Y Olmedo, que se sintió conmovido por los dos episodios, y que se demoró algo más del tiempo que éstos abarcaron, fue cantándolos en un extenso poema. Le pareció entonces que iba a fallarle lo que él creía que era la unidad inviolable de los clásicos. Le atormentó esa vana preocupación. Y se afanó en trazar un plan previo de su composición. Cuando lo hubo terminado, dijo que aquel plan era “grande y bello”, “grande y sublime”, “magnífico y atrevido”. Se lo hizo conocer a Bolívar, y éste lo encontró defectuoso. Así comenzó la discusión sobre el plan, que se la ha mantenido más de cien años. En 1826, Andrés Bello tomaba partido junto a Olmedo. En 1879, Miguel Antonio Caro lo tomaba junto a Bolívar. En decenios recientes, Espinosa Pólit también ha condenado el plan olmediano. Y lo que promueve la disparidad de criterios es el artificio empleado por el poeta para unir la descripción de las dos batallas, de Junín y de Ayacucho, ocurridas en lugares y tiempos diferentes y con héroes distintos. Ese artificio es la aparición del Inca Huayna-Cápac, quien, estropeando el fondo de verosimilitud del canto, se acomoda majestuosamente entre las nubes del cielo y empieza a lanzar su profecía. Es la de la gloria de Ayacucho, una vez 91 LITERATURA DEL ECUADOR que ya se ha conseguido la de Junín. El Inca, a través de su visión, va describiendo los detalles de esa nueva batalla. Lo hace en el mismo estilo de Olmedo. De modo que el lector se confunde y no sabe a cuál de los dos está atendiendo. Y seguramente piensa para sí que nada hay más innecesario y postizo que esa aparición. El propio Olmedo pudo hacer de narrador de los dos hechos heroicos, uniéndolos con naturalidad, mediante cualesquiera frases ilativas y no con un aparato tan anacrónico y extraño. Además, el estilo o la atmósfera poética ha hecho ya por su cuenta la unión que codiciaba el autor. Respecto de los razonamientos que Olmedo puso en boca de Huayna-Cápac, que llamaba “generación suya” a la de los libertadores y daba consejos sobre la necesidad de una organización republicana, fue Bolívar el primero en hacer las objeciones. “No parece propio –dice– que Huayna-Cápac alabe indirectamente a la región que le destruyó; y menos parece propio que no quiera el restablecimiento de su trono para dar preferencia a extranjeros intrusos, que aunque vengadores de su sangre, siempre son descendientes de los que aniquilaron su imperio”. Ahora bien, si se mira con atención se puede advertir que la incorporación del Inca en “La Victoria de Junín” no es únicamente para hacerle servir de profeta y consejero, sino también para que contemple el pasado y anatematice a los españoles. En ese propósito, robustecido por las alabanzas a los pueblos indios y al “divino Casas, de otra patria digno”, José Joaquín Olmedo se muestra como uno de los primeros indianistas y precursores del romanticismo hispanoamericano. Finalmente, los méritos formales del poema son algunos: el don eficaz de la onomatopeya (aunque se cae en repeticiones), la expresividad y audacia de algunas comparaciones, la plasticidad de las descripciones, la fuerza dinámica de las imágenes bélicas, los cambios de ritmo según los pasajes del argumento, la naturalidad soberana en el despliegue de las estrofas, la impecable técnica en el manejo de metros y de rimas. Todo ello debe conducirnos a desterrar el repetidísimo criterio que puso a circular Menéndez y Pelayo, y que jamás la crítica se ha atrevido a rechazar, de que la oda “Al General Flores” es superior a la “Victoria de Junín”. Aquélla, a pesar de sus méritos, no es sino un pálido remedo de esta otra. La victoria de Junín CANTO A BOLIVAR (Fragmento) El trueno horrendo que en fragor revienta y sordo retumbando se dilata por la inflamada esfera, al Dios anuncia que en el cielo impera. Y el rayo que en Junín rompe y ahuyenta la hispana muchedumbre que, más feroz que nunca, amenazaba, a sangre y fuego, eterna servidumbre, y el canto de victoria que en ecos mil discurre, ensordeciendo el hondo valle y enriscada cumbre, proclaman a Bolívar en la tierra árbitro de la paz y de la guerra. Las soberbias pirámides que al cielo el arte humano osado levantaba para hablar a los siglos y naciones, –templos do esclavas manos deificaban en pompa a sus tiranos– ludibrio son del tiempo, que con su ala débil las toca y las derriba al suelo, después que en fácil juego el fugaz viento borró sus mentirosas inscripciones; y bajo los escombros, confundido entre la sombra del eterno olvido, –¡oh de ambición y de miseria ejemplo!– el sacerdote yace, el dios y el templo. 92 Mas los sublimes montes, cuya frente a la región etérea se levanta, que ven las tempestades a su planta brillar, rugir, romperse, disiparse, los Andes, las enormes, estupendas moles sentadas sobre bases de oro, la tierra con su peso equilibrando, jamás se moverán. Ellos, burlando de ajena envidia y del protervo tiempo la furia y el poder, serán eternos de libertad y de victoria heraldos, que, con eco profundo, a la postrema edad dirán del mundo: “Nosotros vimos de Junín el campo, vimos que al desplegarse del Perú y de Colombia las banderas, se turban las legiones altaneras, huye el fiero español despavorido, o pide paz rendido. Venció Bolívar, el Perú fue libre, y en triunfal pompa Libertad sagrada en el templo del Sol fue colocada”. ¿Quién me dará templar el voraz fuego en que ardo todo yo? –Trémula, incierta, torpe la mano va sobre la lira dando discorde son. ¿Quién me liberta del dios que me fatiga…? Siento unas veces la rebelde Musa, cual bacante en furor, vagar incierta por medio de las plazas bulliciosas, o sola por las selvas silenciosas, o las risueñas playas que manso lame el caudaloso Guayas; otras el vuelo arrebatada tiende sobre los montes, y de allí desciende al campo de Junín, y ardiendo en ira, los numerosos escuadrones mira que el odiado pendón de España arbolan, y en cristado morrión y peto armada, cual amazona fiera, se mezcla entre las filas la primera de todos los guerreros, y a combatir con ellos se adelanta, triunfa con ellos y sus triunfos canta. GALO RENÉ PÉREZ Tal en los siglos de virtud y gloria, donde el guerrero solo y el poeta eran dignos de honor y de memoria, la musa audaz de Píndaro divino, cual intrépido atleta, en inmortal porfía al griego estadio concurrir solía; y en estro hirviendo y en amor de fama y del metro y del número impaciente, pulsa su lira de oro sonorosa y alto asiento concede entre los dioses al que fuera en la lid más valeroso, o al más afortunado; pero luego, envidiosa de la inmortalidad que les ha dado, ciega se lanza al circo polvoroso, las alas rapidísimas agita y al carro vencedor se precipita, y desatando armónicos raudales, pide, disputa, gana, o arrebata la palma a sus rivales. ¿Quién es aquel que el paso lento mueve sobre el collado que a Junín domina? ¿que el campo desde allí mide, y el sitio del combatir y del vencer desina? ¿que la hueste contraria observa, cuenta, y en su mente la rompe y desordena, y a los más bravos a morir condena, cual águila caudal que se complace del alto cielo en divisar la presa que entre el rebaño mal segura pace? ¿Quién el que ya desciende pronto y apercibido a la pelea? Preñada en tempestades le rodea nube tremenda; el brillo de su espada es el vivo reflejo de la gloria; su voz un trueno, su mirada un rayo. ¿Quién, aquel que, al trabarse la batalla, ufano como nuncio de victoria, un corcel impetuoso fatigando, discurre sin cesar por toda parte…? ¿Quién sino el hijo de Colombia y Marte? Sonó su voz: “Peruanos, mirad allí los duros opresores, LITERATURA DEL ECUADOR de vuestra patria; bravos Colombianos en cien crudas batallas vencedores, mirad allí los duros opresores que buscando venís desde Orinoco: suya es la fuerza y el valor es vuestro, vuestra será la gloria; pues lidiar con valor y por la patria es el mejor presagio de victoria Acometed, que siempre de quien se atreve más el triunfo ha sido; quien no espera vencer, ya está vencido”. Dice, y al punto cual fugaces carros que, dada la señal, parten y en densos de arena y polvo torbellinos ruedan; arden los ejes, se estremece el suelo, estrépito confuso asorda el cielo, y en medio del afán cada cual teme que los demás adelantarse puedan; así los ordenados escuadrones que del iris reflejan los colores o la imagen del sol en sus pendones, se avanzan a la lid. ¡Oh! ¡quién temiera, quién, que su ímpetu mismo los perdiera! ¡Perderse! no, jamás; que en la pelea los arrastra y anima e importuna de Bolívar el genio y la fortuna. Llama improviso al bravo Necochea, y mostrándole el campo, partir, acometer, vencer le manda, y el guerrero esforzado, otra vez vencedor, y otra cantado, dentro en el corazón por patria jura cumplir la orden fatal, y a la victoria o a noble y cierta muerte se apresura. Ya el formidable estruendo del atambor en uno y otro bando, y el son de las trompetas clamoroso, y el relinchar del alazán fogoso que, erguida la cerviz y el ojo ardiendo en bélico furor, salta impaciente do más se encruelece la pelea, y el silbo de las balas que, rasgando el aire, llevan por doquier la muerte, y el choque asaz horrendo de selvas densas de ferradas picas, y el brillo y estridor de los aceros que al sol reflectan sanguinosos visos, y espadas, lanzas, miembros esparcidos o en torrentes de sangre arrebatados, y el violento tropel de los guerreros que más feroces mientras más heridos, dando y volviendo el golpe redoblado, mueren, mas no se rinden… todo anuncia que el momento ha llegado, en el gran libro del destino escrito, de la venganza al pueblo americano, de mengua y de baldón al castellano. Si el fanatismo con sus furias todas, hijas del negro averno, me inflamara, y mi pecho y mi musa enardeciera en tartáreo furor, del león de España, al ver dudoso el triunfo, me atreviera a pintar el rencor y horrible saña. Ruge atroz, y cobrando más fuerza en su despecho, se abalanza, abriéndose ancha calle entre las haces, por medio el fuego y contrapuestas lanzas; rayos respira, mortandad y estrago, y sin pararse a devorar la presa, prosigue en su furor, y en cada huella deja de negra sangre un hondo lago. En tanto el Argentino valeroso recuerda que vencer se le ha mandado, y no ya cual caudillo, cual soldado los formidables ímpetus contiene y uno en contra de ciento se sostiene, como tigre furiosa de rabiosos mastines acosada, que guardan el redil, mata, destroza, ahuyenta sus contrarios, y aunque herida, sale con la victoria y con la vida. Oh capitán valiente, blasón ilustre de tu ilustre patria, no morirás, tu nombre eternamente en nuestros fastos sonará glorioso, y bellas ninfas de tu Plata undoso a tu gloria darán sonoro canto 93 94 y a tu ingrato destino acerbo llanto. Ya el intrépido Miller aparece y el desigual combate restablece. Bajo su mando ufana marchar se ve la juventud peruana ardiente, firme, a perecer resuelta, si acaso el hado infiel vencer le niega. En el arduo conflicto opone ciega a los adversos dardos firmes pechos, y otro nombre conquista con sus hechos. ¿Son ésos los garzones delicados entre seda y aromas arrullados? ¿los hijos del placer son esos fieros? Sí, que los que antes desatar no osaban los dulces lazos de jazmín y rosa con que amor y placer los enredaban, hoy ya con mano fuerte la cadena quebrantan ponderosa que ató sus pies, y vuelan denodados a los campos de muerte y gloria cierta, apenas la alta fama los despierta de los guerreros que su cara patria en tres lustros de sangre libertaron, y apenas el querido nombre de libertad su pecho inflama, y de amor patrio la celeste llama prende en su corazón adormecido. Tal el joven Aquiles, que en infame disfraz y en ocio blando de lánguidos suspiros, los destinos de Grecia dilatando, vive cautivo en la beldad de Sciros: los ojos pace en el vistoso alarde de arreos y de galas femeniles que de India y Tiro y Menfis opulenta curiosos mercadantes le encarecen; mas a su vista apenas resplandecen pavés, espada y yelmo, que entre gasas el Itacense astuto le presenta, pásmase… se recobra, y con violenta mano el templado acero arrebatando, rasga y arroja las indignas tocas, parte, traspasa el mar, y en la troyana arena muerte, asolación, espanto GALO RENÉ PÉREZ difunde por doquier; todo le cede… aun Héctor retrocede… y cae al fin, y el derredor tres veces su sangriento cadáver profanado, al veloz carro atado del vencedor inexorable y duro, el polvo barre del sagrado muro. Ora mi lira resonar debía del nombre y las hazañas portentosas de tantos capitanes, que este día la palma del valor se disputaron digna de todos… Carvajal… y Silva… y Suárez… y otros mil…; mas de improviso la espada de Bolívar aparece, y a todos los guerreros, como el sol a los astros, oscurece. Yo acaso más osado le cantara si la meonia Musa me prestara la resonante trompa que otro tiempo cantaba al crudo Marte entre los Traces, bien animando las terribles haces, bien los fieros caballos, que la lumbre de la égida de Palas espantaba. Tal el héroe brillaba por las primeras filas discurriendo. Se oye su voz, su acero resplandece, do más la pugna y el peligro crece. Nada le puede resistir… Y es fama, –¡oh portento inaudito!– que el bello nombre de Colombia escrito sobre su frente, en torno despedía rayos de luz tan viva y refulgente que, deslumbrado el español, desmaya, tiembla, pierde la voz, el movimiento, sólo para la fuga tiene aliento. Así cuando en la noche algún malvado va a descargar el brazo levantado, si de improviso lanza un rayo el cielo, se pasma y el puñal trémulo suelta, hielo mortal a su furor sucede, tiembla y horrorizado retrocede. Ya no hay más combatir. El enemigo el campo todo y la victoria cede; huye cual ciervo herido, y a donde huye, LITERATURA DEL ECUADOR allí encuentra la muerte. Los caballos que fueron su esperanza en la pelea, heridos, espantados, por el campo o entre las filas vagan, salpicando el suelo en sangre que su crin gotea, derriban al jinete, lo atropellan, y las catervas van despavoridas, o unas en otras con terror se estrellan. Crece la confusión, crece el espanto y al impulso del aire, que vibrando sube en clamores y alaridos lleno, tremen las cumbres que respeta el trueno. Y discurriendo el vencedor en tanto por cimas de cadáveres y heridos, postra al que huye, perdona a los rendidos. Padre del universo, Sol radioso, dios del Perú, modera omnipotente el ardor de tu carro impetuoso, y no escondas tu luz indeficiente… Una hora más de luz… –Pero esta hora no fue la del destino. El dios oía el voto de su pueblo, y de la frente el cerco de diamante desceñía, en fugaz rayo el horizonte dora, en mayor disco menos luz ofrece y veloz tras los Andes se oscurece. Tendió su manto lóbrego la noche: y las reliquias del perdido bando, con sus tristes y atónitos caudillos, corren sin saber dónde, espavoridas, y de su sombra misma se estremecen; y al fin en las tinieblas ocultando su afrenta y su pavor, desaparecen. ¡Victoria por la patria! ¡oh Dios, victoria! ¡Triunfo a Colombia y a Bolívar gloria! Ya el ronco parche y el clarín sonoro no a presagiar batalla y muerte suena ni a enfurecer las almas, mas se estrena en alentar el bullicioso coro de vivas y patrióticas canciones. Arden cien pinos, y a su luz, las sombras huyeron, cual poco antes desbandadas huyeron de la espada de Colombia las vandálicas huestes debeladas. En torno de la lumbre, el nombre de Bolívar repitiendo y las hazañas de tan claro día, los jefes y la alegre muchedumbre consumen en acordes libaciones de Baco y Ceres los celestes dones. “Victoria, paz –clamaban– paz para siempre. Furia de la guerra, húndete al hondo averno derrocada. Ya cesa el mal y el llanto de la tierra. Paz para siempre. La sanguínea espada, o cubierta de orín ignominioso, o en el útil arado transformada, nuevas leyes dará. Las varias gentes del mundo que, a despecho de los cielos y del ignoto ponto proceloso, abrió a Colón su audacia o su codicia, todas ya para siempre recobraron en Junín libertad, gloria y reposo”. “Gloria, mas no reposo”, –de repente clamó una voz de lo alto de los cielos; y a los ecos los ecos por tres veces “Gloria, mas no reposo”, respondieron. El suelo tiembla, y, cual fulgentes faros, de los Andes las cúspides ardieron; y de la noche el pavoroso manto se transparenta y rásgase, y el éter allá lejos purísimo aparece y en rósea luz bañado resplandece. Cuando improviso veneranda Sombra, en faz serena y ademán augusto, entre cándidas nubes se levanta: del hombro izquierdo nebuloso manto pende, y su diestra aéreo cetro rige; su mirar noble, pero no sañudo; y nieblas figuraban a su planta penacho, arco, carcaj, flechas y escudo; una zona de estrellas glorificaba en derredor su frente y la borla imperial de ella pendiente. 95 96 Miró a Junín, y plácida sonrisa vagó sobre su faz. “Hijos –decía– generación del sol afortunada, que con placer yo puedo llamar mía, yo soy Huayna-Cápac, soy el postrero del vástago sagrado; dichoso rey, mas padre desgraciado. De esta mansión de paz y luz he visto correr las tres centurias de maldición, de sangre y servidumbre y el imperio regido por las Furias. No hay punto en estos valles y estos cerros que no mande tristísimas memorias. Torrentes mil de sangre se cruzaron aquí y allí; las tribus numerosas al ruido del cañón se disiparon, y los restos mortales de mi gente aun a las mismas rocas fecundaron. Mas allá un hijo expira entre los hierros de su sagrada majestad indignos… Un insolente y vil aventurero y un iracundo sacerdote fueron de un poderoso Rey los asesinos… ¡Tantos horrores y maldades tantas por el oro que hollaban nuestras plantas! Y mi Huáscar también… ¡Yo no vivía! Que de vivir, lo juro, bastaría, sobrara a debelar la hidra española esta mi diestra triunfadora, sola. Y nuestro suelo, que ama sobre todos el Sol mi padre, en el estrago fiero no fue, ¡oh dolor! ni el solo, ni el primero: que mis caros hermanos el gran Guatimozín y Motezuma GALO RENÉ PÉREZ conmigo el caso acerbo lamentaron de su nefaria muerte y cautiverio, y la devastación del grande imperio, en riqueza y poder igual al mío… Hoy, con noble desdén, ambos recuerdan el ultraje inaudito, y entre fiestas alevosas el dardo prevenido y el lecho en vivas ascuas encendido. ¡Guerra al usurpador!– ¿Qué le debemos? ¿luces, costumbres, religión o leyes…? ¡Si ellos fueron estúpidos, viciosos, feroces y por fin supersticiosos! ¿Qué religión? ¿la de Jesús?… ¡Blasfemos! Sangre, plomo veloz, cadenas fueron los sacramentos santos que trajeron. ¡Oh religión! ¡oh fuente pura y santa de amor y de consuelo para el hombre! ¡cuántos males se hicieron en tu nombre! ¿Y qué lazos de amor…? Por los oficios de la hospitalidad más generosa hierros nos dan, por gratitud, suplicios. Todos, si, todos; menos uno solo: el mártir del amor americano, de paz, de caridad apóstol santo, divino Casas, de otra patria digno; nos amó hasta morir.– Por tanto ahora en el empíreo entre los Incas mora. José Joaquín Olmedo, “La victoria de Junín”. Fuente: José Joaquín Olmedo, poesía-prosa. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, pp. 103 - 115 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; La Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Tercera sección LA INDEPENDENCIA Y EL SIGLO XIX I.– Los Libertadores. Sus propósitos de transformación política, económica y social. Vicente Rocafuerte, pensador liberal. El duelo ideológico de liberalismo y conservadorismo. La dictadura conservadora de García Moreno Las ideas de los mejores hispanoamericanos del siglo XVIII, entre los que se cuentan los intelectuales del Ecuador a que hemos destinado algunas de estas páginas, tuvieron mucha eficacia. Multiplicaron los conatos revolucionarios en el continente. Los hubo en Quito, en México, en La Paz, en Caracas, durante la primera década de la centuria siguiente. También lo hubo en Buenos Aires en 1810, pero allí con un resultado definitivamente favorable: el de la independencia. La culpa era del propio gobierno español, que se resistía a entender a nuestra América. Pero tal empecinamiento le sería nefasto, como lo advirtió Mejía en las Cortes de Cádiz. El quebrantamiento del imperio se mostraba inevitable, inminente. Hoy no es difícil recordar los trazos del acontecimiento. Fernando VII hizo demostraciones de sanguinario absolutismo en cuanto recuperó el trono. Reforzó las tropas que mantenía en nuestros pueblos. Impuso en ellos una política de mayor intransigencia. Y la respuesta hispanoamericana no se hizo esperar. Las multitudes de los campos y las ciudades, después de tres centurias de servidumbre, obedecieron por fin a la incitación heroica de un grupo de revolucionarios, y se alzaron contra España hasta vencerla. Los nombres de Francisco de Miranda, Miguel Hidalgo, José María Morelos, Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O’Higgins, Antonio José de Sucre y José Artigas se fijaron para siempre en la hora más importante de la historia del continente. Miranda fue uno de los primeros visionarios. Se dirigió a nuestra América en un lenguaje que vibraba de coraje. Recordaba las atrocidades de los conquistadores. Las exacciones de las autoridades. Hacía ver que el designio de éstas no era sino “el de remachar más y más los hierros” con que las manos estaban atadas. E inició su movimiento emancipador decretando la igualdad de todos y poniendo bajo la obligación de las armas de la patria a los hombres comprendidos entre los 18 y los 58 años de edad. La obra comenzada por el admirable precursor venezolano fue continuada, esta vez triunfalmente, por su compatriota Simón Bolívar. Y él se constituyó entonces en la máxima figura de la época. Porque todo lo fue: estratega, guerrero, caudillo, estadista, legislador, escritor político. Tras libertar a cinco naciones, consciente como ninguno de la realidad hispanoamericana, en la que prevalecía la unidad impuesta por los tres siglos de la colonia, intentó formar una confederación de nuestros pueblos. Construir “la más grande nación del mundo”, sobre todo “por su libertad y gloria”. A su vez los libertadores mexicanos Miguel Hidalgo y José María Morelos –ambos curas– entendieron que el movimiento de independencia tenía que implicar una verdadera transformación social y económica. Iban en ese aspecto más lejos que los otros. Por eso señalaron plazos breves para la liberación de los esclavos, la devolución de los bienes a sus 100 GALO RENÉ PÉREZ antiguos poseedores, la división y reparto de las tierras a los indígenas. De ese modo ponían el insospechado antecedente de las reformas agrarias que conquistó México cien años después. En el Ecuador de aquel período hubo una figura especialmente destacada. Fue la de Vicente Rocafuerte. Su pensamiento liberal y republicano tuvo una significación innegable en el difícil proceso de la organización de nuestros pueblos. El que quiera conocer los hechos sobresalientes de la vida pública de Rocafuerte y los rasgos característicos de su pensamiento, expuestos de manera ordenada y objetiva, dispone de una fuente insustituíble: una de sus “Cartas a la Nación”, la número 11, firmada en Lima en el año de 1844. Es ésta la que da cuenta de “sus servicios a la causa de la independencia hispanoamericana”, como respuesta a su enemigo político el general Juan José Flores. Pero no se limita exclusivamente a ello. Es en sí misma un modelo de esbozo autobiográfico y de exégesis de su filosofía liberal y progresista. Las ideas liberales de Rocafuerte, que vinieron a remover el estancamiento espiritual preferido y amparado por la autoridad española y la masa tradicionalista, concitaron una inmediata oposición. Eso es lo que ha ocurrido no sólo en el Ecuador, sino en el resto de Hispanoamérica. Ha habido un duelo incesante entre liberalismo y conservadorismo. Entre el afán de reformas y el medroso amor de un pasado rutinario. Aquél se ha alimentado en la filosofía moderna y ha querido redimir a la conciencia de los gravámenes del prejuicio y el fanatismo. El otro se ha erguido contra todo lo nuevo y ha sellado su alma con una advertencia terminante: dogma e intolerancia. Las luchas internas en nuestros países, y las contiendas por el poder, se han hecho aborrascando las dos banderas antagónicas –de liberales y conservadores– y eso al precio de mucha sangre. Las tres centurias coloniales de exacerbado catolicismo tuvieron que pesar fuertemente en los años dramáticos del cambio político del continente. Por eso los libertadores no intentaron volverse de súbito contra las viejas prácticas. Algunos estadistas que vinieron después, como Bernardino Rivadavia en la Argentina, Benito Juárez en México y Vicente Rocafuerte en el Ecuador, fueron los que se empeñaron en establecer instituciones liberales, esencialmente reformadoras. Pero parte de esa labor encontró su contrarresto vigoroso, enardecido. En la Argentina surgió Rosas para destruír las conquistas de Rivadavia. Decía que restauraba la religión. Se alió con el clero. Su retrato personal fue paseado en procesión de fieles y colocado en los altares. Sus enemigos eran los impíos unitarios. Dominó en un clima de terror hasta cuando la acción heroica de los librepensadores, organizada desde el destierro, logró arrojarle del mando. En el Ecuador apareció Gabriel García Moreno para borrar los caminos de la reforma trazados por aquel hombre de la Ilustración que fue Vicente Rocafuerte. También decía que restauraba la fe católica. Y además la moral pública. Pero igualmente bajo el sistema del terror: “A los que corrompe el oro los reprimirá el plomo”.… “De hoy más, el patíbulo del malvado será garantía del hombre de bien”. La oposición de los librepensadores, y de manera más eficaz la de Juan Montalvo, entonces en el destierro, lo echó del palacio presidencial, por lo balcones. Literalmente, por uno de los balcones. Ha habido más de una razón para que la pluma de los biógrafos hiciera el paralelo de García Moreno y de Rosas. Pero el gobernante ecuatoriano tiene semejanza aun más estrecha con el déspota guatemalteco Rafael Carrera, contemporáneo suyo. La diferencia está en que aquél fue un hombre de ciencia y de letras, al paso que Ca- LITERATURA DEL ECUADOR rrera fue un cuasi analfabeto. Los otros rasgos, en cambio, los emparientan. El déspota de Guatemala enarboló el lema de “viva la religión”, “mueran los extranjeros y los herejes”. Derogó las leyes que podían mellar la autoridad de la Iglesia. Se rodeó de los jesuitas. Puso en manos de éstos la educación pública. Celebró un concordato con el Vaticano. Fue condecorado por el Papa. El déspota del Ecuador comenzó luchando contra los extranjeros, representados por el general Juan José 101 Flores, y contra los conatos de invasión peruana. Ya en el gobierno, el blanco de su persecución y castigos fueron los herejes. Destruyó cuanto atentaba contra la preponderancia de la Iglesia. Celebró un concordato con la Santa Sede. Pidió al general de la Compañía de Jesús el envío de jesuitas para entregar a éstos la enseñanza. Nada le parecía más acertado ni benéfico. El Papa alabó su obra. Ha habido después elementos que han solicitado que se le canonice. II.– El movimiento de restauración liberal. El pensamiento de Juan Montalvo, máxima figura ecuatoriana en las letras del siglo XIX. Eloy Alfaro Epoca difícil había sido pues la de la iniciación republicana en nuestra América. Años de incertidumbre. De vacilaciones y paradojas. De conflictos. De discordias y de choques crudelísimos. Años tempestuosos. Amagaba la anarquía. Se descargaba el puño vengador de la dictadura Las masas ya estaban redimidas del yugo español. Pero aún no habían aprendido a deletrear los nombres de sus derechos y sus responsabilidades. Había tanta obra por delante. Por eso surgieron los caudillos. Y también los ideólogos. Era aquello una prueba de ambiciones y coraje. El clima creaba personalidades de gran reciedumbre. Se establecían con esfuerzo ejemplar instituciones civilizadas. Pasaba cierto tiempo, y ellas eran destruídas por gentes que entendían de otro modo el momento histórico, o la confusa realidad de cada país. Tal aconteció en el Ecuador, donde las libertades fueron sofocadas bajo la consigna del orden. El caso de García Moreno fue ése. Interrumpió las conquistas liberales de la república en su empeño autocrático de moralización y progreso material. Cumplió parte muy apreciable de su propósito, pero engendró la consecuencia funesta de nuevas reacciones populares sangrientas. Porque el cauce que su dominio tiránico había cerrado tenía que abrirse de nuevo, para la evolución normal de las instituciones democráticas. El movimiento de esa restauración de libertades políticas y tolerancia religiosa tuvo como protagonistas a escritores, universitarios, estadistas y hombres de espada. Las figu- ras destacadas de entre todas –la una en el plano de las ideas y la otra en el de la acción– fueron las de Juan Montalvo y Eloy Alfaro. Si a Montalvo, considerado por la crítica más reciente como fundador del ensayo moderno en lengua castellana y precursor del modernismo se lo estudia en otro capítulo, no por eso se puede olvidarle en la explicación del desarrollo del pensamiento ecuatoriano. A lo largo de la abundante literatura que escribió se encuentra claramente expuesta su filosofía. Llama la atención, por eso, que se la hubiera malentendido, creyendo ver en ella –a veces tendenciosamente– principios que el escritor repudió de modo terminante. Montalvo perteneció a una familia de liberales. Sus hermanos simpatizaban con los regímenes de Urbina y de Robles, legatarios de la ideología política que difundieron los hombres ecuatorianos de la Ilustración. Vio en su niñez el atropello que la soldadesca del dictador Juan José Flores cometió contra su casa, y quizás ello influyó en su conducta de más tarde, que fue de oposición inquebrantable a los déspotas. Sintió una inclinación temprana hacia las biografías de las grandes figuras de la antigüedad grecolatina. Le apasionaban las Vidas de Plutarco y cuanto se relacionaba con la personalidad y la obra de Cicerón. Extraía lecciones morales de aquel rico pasado. La poesía y la filosofía de la misma época vinieron a completar su cultura clásica. De ese modo fueron cobrando solidez y pureza sus normas éticas y estéticas. A todo ello se sumó la conciencia del idioma: una disposición innata, de veras LITERATURA DEL ECUADOR excepcional, encontró auxilio inestimable en la lectura paciente y reflexiva de los autores españoles de los Siglos de Oro. Y los viajes a Francia hicieron lo demás, que fue la absorción del espíritu romántico. Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, y también el inglés Byron, se contaron entre sus escritores preferidos. Brevemente insinuadas estas circunstancias, no es ya difícil observar la base en que se estableció la posición de Montalvo en la vida pública del país. Recomendó una entereza moral semejante a la de los varones de la antigüedad. Enarboló como valores irrenunciables los de las libertades del individuo –fruto de esa alianza huguesca de liberalismo y romanticismo–, y se convirtió en el más brillante sagitario que han conocido en Hispanoamérica los enemigos de las instituciones civilizadas. Acumuló como ningún otro ecuatoriano ideas y hechos de la cultura del mundo para hacer correr con fuerza plenaria una filosofía de tipo liberal. La eficacia de su labor radicaba en su insuperada condición de polemista. Disparaba sus condenaciones y anatemas con mano certera. El blanco eran los tiranos y los sistemas de barbarie y fanatismo que ellos practicaban. Su arrojo no era común. El brío de su pensamiento tampoco. Tan admirablemente había asimilado las lecturas múltiples de que gustó, que todo aquello fue aplicándolo a las circunstancias de su tiempo y de su medio. Y con maestría lograda a fuerza de un talento impar. Surgieron los prosélitos de sus principios, los discípulos de su ideal estético y su credo político. Una de las consecuencias fue la conspiración de un grupo universitario de liberales contra la dictadura garciana, que terminó con el asesinato del temible autócrata. Montalvo, entonces desterrado en Ipiales, población fronteriza de Colombia, comentó el hecho con esa frase de “mi pluma 103 le mató” que tanto han repetido sus biógrafos y glosadores. El malentendido cuando se ha juzgado a Montalvo no ha provenido de sus ideas políticas generales, sino específicamente de sus digresiones de carácter religioso. Tenía razón Emilia Pardo Bazán cuando le calificaba de alma cristiana y pensamiento heterodoxo. La fe de Montalvo en Dios no desmaya jamás. Está presente a la vuelta de cada página, a lo largo de toda su obra. Frecuentemente invoca el nombre de la Providencia. Su estilo –como ha dicho la crítica– parece el de la oratoria sagrada. Pero combatió al mal clero. Sintió a su modo la fe, desconfiando del valor de la liturgia de la Iglesia y del culto a las imágenes. Sus “Siete Tratados” motivaron una pastoral condenatoria del Obispo de Quito Ignacio Ordóñez. Prohibía éste su lectura a los fieles porque afirmaba que contenían proposiciones heréticas, máximas escandalosas, principios contrarios a los dogmas revelados. La respuesta que escribió Montalvo es la de su célebre panfleto “Mercurial Eclesiástica”. La defensa se le convirtió en un ataque ardoroso en que zumban las expresiones satíricas. Hace un recuento de las guerras de la religión, de los males del fanatismo. Aconseja la tolerancia y un espíritu amplio y comprensivo frente a las manifestaciones artísticas. Las ideas de Montalvo apasionaron a los nuevos escritores y conductores políticos. Entre estos últimos al general Eloy Alfaro, que le apoyó económicamente, en uno de sus destierros. Y que durante el tiempo de su gobierno trató de establecer las instituciones por las que había combatido la pluma montalvina. Aunque más joven, pues que nació diez años más tarde (1842), puede asegurarse que Eloy Alfaro perteneció a la misma generación de Montalvo. Luchó contra los mismos enemigos, llevado por idénticos ideales. Pero la 104 GALO RENÉ PÉREZ lucha suya fue en el campo fragoso de la acción, con las armas, desafiando a la muerte en episodios realmente heroicos. Comenzó su brava y singular carrera en los años de la mocedad, poco después de haber abandonado su villorrio costeño de Montecristi. Y la sostuvo sin debilidad hasta las postrimerías de su vida. Por eso se le llamó como a Sarmiento, seguramente con rara coincidencia, “el Viejo Luchador”. A los treinta y cinco años de su infatigable agitación de montonero, en que di- lapidó fortuna y energías personales, llegó al Poder. Fue tras la victoria liberal del 5 de Junio de 1895. Su primera declaración, absolutamente sincera, fue la de “vengo sin odios ni venganzas”. Desgraciadamente su ánimo de conciliación se vio turbado por la reacción conservadora, que le obligó a mantenerse con su blusa de campaña. Pero no por ello desistió de sus planes de progreso material y de reformas liberales, que siguen siendo uno de los legados inapreciables de que goza el Ecuador. III.– Autores y Selecciones Vicente Rocafuerte (1783-1847) Nació Rocafuerte en la ciudad de Guayaquil. Perteneció a una familia de inmensos recursos económicos. “…mi casa, que era una de las más ricas del Ecuador antes de la revolución”, dice en sus “Cartas a la Nación” (la número 11, de Lima, 1844). Y lo fue, en efecto. Como para permitirlo frecuentar “la más fina y alta esfera social”. Viajar a Europa a educarse. Ser condiscípulo de un príncipe, de Jerónimo Bonaparte, hermano de Napoleón, y de “la juventud más florida de París”. Eso le sirvió, a su vez, para “ser presentado y admitido en la familia de Napoleón”, y para “la facilidad de frecuentar los más brillantes salones de París”. La capital francesa lo sedujo. La miró como a la “mansión del gusto, de las gracias y de las bellas artes”. Pero, además, como a un centro político y cultural de importancia, que sabía modelar el espíritu de los hispanoamericanos que hasta allí llegaban. En París encontró “al distinguido joven Simón Bolívar”. Cuando volvió a su puerto guayaquileño, en 1807, lo hizo llevándose “todas las ideas de la independencia y de la libertad con que se había familiarizado en Francia”. Era el liberal y romántico que lo fue toda la vida. Se metió luego en la rica heredad paterna de Naranjito, en la costa del Ecuador. Hasta allá fue un día el doctor Juan de Dios Morales, héroe de la revolución de Quito del 10 de Agosto de 1809. Su presencia obedeció a la necesidad de establecer las conexiones que requería el movimiento que con sus compañeros preparaba, y que les costó la vida. Rocafuerte estuvo de acuerdo con Morales en el proyecto sedicioso, pero no en el modo ni el tiempo de realizarlo. Cual lo había aprendido en Europa, creía que “había que extender la opinión de independencia, por medio de sociedades secretas”. Debelada la revolución quiteña, a Rocafuerte se le consideró comprometido con ella, y fue arrestado. Vinieron entonces las investigaciones y las influencias sociales y familiares. Con tanto efecto, que no sólo recuperó su libertad personal, sino que pudo satisfacerse con la caída del propio Gobernador de Guayaquil. Había llegado la hora de su nuevo viaje a Europa. Se lo eligió diputado a las cortes de Cádiz. Fue un buen pretexto para un largo itinerario europeo. Le sobraban el dinero y la ambición de experiencias. Suponía que éstas le eran indispensables antes de ejercer su labor parlamentaria. A las cortes no asistió sino a partir de 1814. Un año atrás había muerto el máximo orador de aquéllas: José Mejía Lequerica. Pudo en seguida hacerse conocer por sus ideales liberales y democráticas. Defendió “el sistema representativo que no reconoce más fuente de legitimidad que la emanada de la soberanía del pueblo”. Dejó ver su agria condenación al absolutismo de Fernando VII. Huyó de España para no ser encarcelado. Iba cargado de odio hacia el monarca. “Hubiera volado en el acto –dice– a las órdenes de Bolívar, de Morelos o de San Martín, contra los serviles españoles; pero me era im- 106 GALO RENÉ PÉREZ posible salir de ningún puerto de Europa”. Estaba vigilado. Ese confinio europeo le sirvió para ir de ciudad en ciudad, de país en país de los del viejo mundo. Todo lo veía a través de su conciencia política: “yo no veía sino pueblos libres o esclavos”. Observaba el grado de civilización. La intensidad del comercio. El volumen de la producción. El nivel de vida común. Y sus opiniones muestran los trazos de un evidente positivismo material. Pero junto a esas observaciones tomaron lugar también sus enfoques sentimentales, de carácter romántico. Las contemplaciones históricas frente a las ruinas de sitios célebres son del mismo linaje que las de Juan Montalvo. No es difícil advertir que era una la fuente de que ellas procedieron. Cuando en 1817, tras una larga ausencia, volvió Rocafuerte a Guayaquil, se empeñó en enseñar francés a cuantos quisieron aprenderlo, con la condición de que transmitieran a otros tales conocimientos y de que leyeran la “Historia de la Independencia de Norteamérica”, del abate Raynal, el “Contrato Social”, de Juan Jacobo Rousseau, y “El espíritu de las leyes”, de Montesquieu. Ello revela su lugar en la Ilustración y su fe en la fuerza revolucionaria de las ideas. Pocas almas como la de Rocafuerte, tan convencidas de los poderes de la filosofía. Ahí está parte de su grandeza. “Preparar los ánimos –aconsejaba–, convencerlos, persuadirlos, ilustrarlos, y entonces el éxito es seguro”. Esperaba “un nuevo triunfo de las luces del siglo”. Pero la hora de la acción, de su acción directa en la suerte del país, siguió demorando. Y no llegó sino cuando Rocafuerte contaba ya cincuenta y dos años de edad. Hubo antes otros viajes, por Europa y América. Esta vez con frutos concretos para el nuevo mundo. Hizo periodismo en La Habana. Se opuso a la coronación de Iturbide en México. Publicó en los Estados Unidos su ensayo “Ideas ne- cesarias a todo pueblo independiente que quiere ser libre” y sendos trabajos sobre la revolución mexicana y el sistema popular electivo y representativo. La experiencia norteamericana marcó en él una profunda huella. Avivó su admiración por el gran país. Le llevó a recomendar, como más tarde lo hizo Sarmiento, el ejemplo de los Estados Unidos. Al alabar la “libertad política, religiosa y mercantil”, dice que aquéllos han sido “la primera nación que ha puesto en práctica estas sublimes verdades”. Y agrega, con observación penetrante, en ese temprano año de 1830, que “en el corto período de su existencia (Estados Unidos) ha llegado al grado más portentoso de riqueza y prosperidad que ofrece la historia; ¿y por qué medios? Por los que brinda la moderna civilización”. Y entre ellos coloca especialmente el relativo a la tolerancia religiosa. El lema de Rocafuerte es “liberalismo y tolerancia religiosa”. Una vez que se emancipó Hispanoamérica, aconsejó a nuestros pueblos “la cuestión vital de la libertad de cultos”. Decía: “…hemos cesado de ser esclavos, y no hemos aprendido aún a ser libres”. Advertía que “la independencia mutua del estado y de la religión contribuye a mejorar la moral pública y a facilitar la prosperidad social”. Cargaba el énfasis en ello, porque “todo gobierno libre debe ser tolerante, y admitir la libertad de cultos sin proteger ninguno; no se conoce ya, en el nuevo vocabulario de la civilización, religión de estado”. Veía en el libre ejercicio de la fe la base de una “rivalidad fecunda en la conducta”, que permite el desarrollo material de los pueblos. No se le entendió entonces en el Ecuador, y hay muchos que no le han entendido todavía. Se le llamó “hereje”. No se quiso recordar que, según su propio convencimiento, él juzgaba al cristianismo como “el complemento de todas las necesidades fundamentales de la sociedad”. Lo que ocurría era LITERATURA DEL ECUADOR que Vicente Rocafuerte defendía la libertad de la conciencia como uno de los primeros atributos del hombre. Era, en ese campo, un civilizador. En el mismo año que Sarmiento en su “Facundo”, 1845, él explicaba el problema político del Ecuador acudiendo a la célebre antimonia de civilización y barbarie. Pero en el lenguaje de Rocafuerte “civilización” significaba específicamente “liberalismo”, y “barbarie”, era “conservatismo”. Por eso dijo: “El triunfo de Roca sobre Olmedo es el triunfo de la barbarie sobre la civilización”. En el electuario ideológico de Rocafuerte figuran también su hispanoamericanismo y su condenación del caudillismo militar. Esos dos aspectos son siempre saludables, pero más lo eran entonces. El rompimiento de la férrea unidad colonial, que vino con la independencia, acicateó la división nacionalista. Oponiéndose a ésta, el político ecuatoriano sirvió también a otros países. Aun fue diplomático de México, en cuyas funciones se interesó por la suerte de la economía continental. Aluden a ello estas palabras suyas: “…Yo deliraba en ese tiempo con el singular proyecto de formar entre todas las nuevas repúblicas de América una nueva federación pecuniaria”. Y nuestro siglo nos ha encontrado todavía en esa brega. En cuanto a su antimilitarismo, éste se le agudizó durante su campaña de prensa, también en México. Allí era el principal editor del “Fénix de la libertad” cuando se le arrestó y vejó. De esa impresión le brotó esta frase rotunda: “Yo hubiera sucumbido a la inclemencia de la atmósfera, y al rigor del maltrato que me daba una de esas fieras militares que tanto deshonran la historia de nuestra época”. Y la corroboró de este modo: “¡Pobre América! ¡Hasta cuándo serás víctima de las criminales aspiraciones de tus pérfidos generales!”. Cuando volvió a su patria, ya no pudo resistirse a la necesidad de combatirlos. Se enfrentó al general Juan José Flores, extran- 107 jero que había convertido al Ecuador en su feudo. Y así sonó la hora triunfal de Rocafuerte. La Convención Nacional de Ambato, en 1835, lo eligió Presidente de la República. El estadista, el conductor, de tan lenta y juiciosa preparación, estaba enteramente formado. No tenía sino que mover hacia el campo de las realizaciones el vasto caudal de sus ideas. Esto es llevar a la práctica su filosofía liberal y progresista. Y ese fue precisamente el empeño de su gobierno, que organizó la Hacienda Pública, mejoró la educación, abrió caminos, procuró acrecentar la inmigración, y dio leyes en que se plasmaba la política liberal y de tolerancia religiosa que tanto había aconsejado. Pero las asperezas que conllevaba el mando de un país todavía turbulento, en la agitación de los comienzos de su experiencia republicana, le obligaron más de una vez a abandonar su idealismo. A crispar el puño. A descargar toda la fuerza del régimen sobre la oposición. A ese momento pertenecen estas palabras suyas: “De día en día me persuado más de la importancia de dar al Ejecutivo una energía que raye en benéfico despotismo”. Y estas otras: “…me he revestido de una firmeza que inspira terror”. Seguramente su posición era justa. Pero –es fácil imaginarlo– concitó los recelos, los desacuerdos, los rencores. Bajó del poder aborrecido por muchos. Murió lejos del país. Y la triste filosofía de los desengaños le había hecho escribir estas expresiones, que como casi todas las suyas encierran una certera admonición: “Estoy cansado del alto honor de ser ecuatoriano de nacimiento, y tan hostigado de la horrible prostitución que impide los progresos de este hermoso país, que estoy casi resuelto a irme a Europa… a no volver nunca más a esta bendita América, tan llena de reptiles venenosos en los bosques como en las ciudades”. 108 GALO RENÉ PÉREZ Ensayo sobre la tolerancia religiosa (Fragmentos) Introducción El 21 de junio empieza el invierno en muchas partes del continente americano; ese mismo día principia el verano en Europa; las estaciones llevan en algunas de estas regiones del Nuevo Mundo un orden inverso al que se observa en el antiguo; esta diferencia que se nota en la parte física ¿no podría extenderes a la moral? Observemos lo que ha pasado más allá de las columnas de Hércules, y lo que está sucediendo entre nosotros. El renacimiento de las ciencias y de las artes en Italia produjo ese espíritu de investigación, de duda y de análisis, que aplicado por los alemanes a descubrir los abusos de la curia romana, dio origen a la libertad de conciencia, que condujo a la libertad política. Nosotros hemos seguido un rumbo opuesto. Hemos establecido la libertad política, la que envuelve en sus consecuencias la tolerancia religiosa, y así, por diversos caminos que los europeos, llegaremos al mismo resultado de civilización. El sistema federal que hemos adoptado contribuye a emancipar el entendimiento de las trabas que le ha puesto una gótica educación, generaliza las ideas de independencia mental y conduce a observar, auxiliar y despejar la verdad de los errores que la rodean; todo se enlaza y se une en el siglo actual, que merece justamente el nombre de siglo positivo: todo se discute en nuestros congresos; todo conduce a ilustrar los hechos, a reformar los abusos y a mejorar nuestra existencia social. De ese modo la razón humana se va desarrollando lentamente por los progresos de la civilización, la que pugna constantemente con la superstición y el despotismo: la una corrompe al hombre sustituyendo el error a la verdad, el otro lo degrada agobiándole bajo el peso de las cade- nas y de las desgracias; y así como son correlativas las ideas de fanatismo y de tiranía, lo son igualmente las de liberalismo y de tolerancia religiosa. Después de haber sacudido el yugo de los españoles hemos cesado de ser esclavos, y no hemos aprendido aún a ser libres ni podemos serlo sin virtudes y buenas costumbres; a este gran objeto se dirigen mis conatos. Considero la tolerancia religiosa como el medio más eficaz de llegar a tan importante resultado. Bien sé que un gran número de mis compatriotas muy ilustres por su virtud y saber, y en cuyos pechos arde, como en el mío, el más puro patriotismo, no creen que la opinión pública esté bastantemente formada, ni las luces suficientemente generalizadas para promover este punto y presentar al sublime cristianismo con todo el brillo de su divina tolerancia. Sólo un exceso de timidez, que raya en indiferencia por la moral pública, puede aconsejar el silencio sobre la cuestión vital de la libertad de cultos. Siendo el principio de tolerancia una consecuencia forzosa de nuestro sistema de libertad política, consecuencia que no es dado a nadie impedir y contrariar, pues nace de la misma naturaleza de las instituciones, ¿no dicta la prudencia prepararnos poco a poco a esta inevitable mudanza? Si después de diez años de independencia y de ensayos políticos de libertad no nos hallamos en estado de entrar en el examen de la tolerancia religiosa, ¿para cuándo dejaremos la resolución de este importantísimo problema? Discútase esta materia con la calma que requiere su importancia, con el espíritu de verdad, de benevolencia y de caridad que exige el mismo cristianismo, y pronto desaparecerán los fantasmas que nos asustan. Hace veinte años me pronuncié por el sistema de independencia; mis parientes, mis amigos me trataban de visionario y me sostenían que era imposible viera en mis días la ejecución de tamaña em- LITERATURA DEL ECUADOR presa; el tiempo ha manifestado la falsedad de sus profecías, y así como ha triunfado el principio de la independencia, así triunfará igualmente el de la tolerancia religiosa. Sembremos ahora para recoger dentro de cuarenta o cincuenta años los frutos de virtud y moralidad que ella debe producir; el tiempo hará lo demás, irá perfeccionando la instrucción pública, disipando las tinieblas del error, aclarando la verdad y proclamando el siguiente axioma: “Que la libertad política, la libertad religiosa y la libertad mercantil son los tres elementos de la moderna civilización, y forman la base de la columna que sostiene al genio de la gloria nacional, bajo cuyos auspicios gozan los pueblos de paz, virtud, industria, comercio y prosperidad”. Bien sé que en un país naciente no pueden introducirse innovaciones sin que estén precedidas de la opinión pública y acompañadas de circunstancias favorables; querer atropellar usos anticuados para reemplazarlos con otros infinitamente superiores, pero nuevos, es armar la vanidad contra las proyectadas reformas, y alborotar la ignorancia que es uno de los más firmes apoyos de las preocupaciones. En la introducción de toda mejora política y religiosa la prudencia aconseja preparar los ánimos, convencerlos, persuadirlos, ilustrarlos, y entonces el éxito es seguro; ésta es la grata esperanza que me anima, y la que me estimula a exponer mis ideas sobre la tolerancia religiosa, para que se establezca en los tiempos futuros, ya que la fuerza de la superstición y la ignorancia no nos permiten entrar en el inmediato goce de los incalculables bienes que produce. Esta doctrina de tolerancia fue la de los primitivos cristianos; perseguidos por los paganos, éllos la invocaron a su favor, como la invocaron después los judíos y los musulmanes en tiempo de Fernando y de Isabel de Castilla, y como la invocaron en el día las luces y la civilización. Los 109 primeros mártires hicieron ver la injusticia con que se les perseguía por su nueva religión, que no tenía ningún contacto con la política; probaron que la una se ocupa de los intereses del cielo y la otra de los de la tierra; que ambas deben ser independientes, y que entre ellas debe haber tanta distancia como la que separa el firmamento del globo terráqueo. Ellos insistieron en el divorcio entre la Religión y el Estado cuando declararon y repitieron que el reino de N. S. J. Cristo no es de este mundo, y que mientras pagaban contribuciones como ciudadanos y daban al César lo que es del César, la autoridad civil no tenía derecho para impedir el libre ejercicio de su culto. Esta sublime verdad, que se oscureció después con las tinieblas de la ignorancia y el transcurso de los siglos bárbaros, ha renacido con mayor vigor en nuestros tiempos, y es un nuevo triunfo de las luces del siglo. La independencia mutua del estado y de la religión contribuyen a mejorar la moral pública y a facilitar la prosperidad social; se adapta admirablemente a la organización física y moral del hombre, y suministra al mismo cristianismo una prueba de la sublimidad de su origen. Como éstas son ideas abstractas que necesitan explicaciones, séame lícito valerme de la filosofía del profesor Cousin, para exponerlas con orden y claridad. Mundo industrial El hombre expuesto al calor, al frío, a la insalubridad de los pantanos, a la explosión del rayo, a los terremotos, al furor de lo tigres, al veneno de las culebras, al ataque de feroces animales, se encuentra en un mundo extranjero y enemigo, cuyas leyes y fenómenos parecen conspirar contra su existencia y estar en contradicción con su naturaleza. Si se sostiene, si vive, si respira dos minutos, es a condición de conocer estos fenómenos y estas le- 110 GALO RENÉ PÉREZ yes que destruirían su ser si no supiera estudiarlos, observarlos, medirlos y calcularlos. Por medio de su inteligencia paulatinamente desarrollada y bien dirigida toma conocimiento y posesión de este mundo; por medio de su libertad lo modifica, lo enseñorea, lo sujeta a su voluntad, y así transforma los desiertos en campos cultivados, descuaja montes, ensancha ríos, nivela terrenos y obra, en fin, en la sucesión de los siglos, esa serie de milagros que nos arrebatarían de admiración sino los poseyéramos y sino estuviéramos tan acostumbrados a las felices consecuencias de nuestro poder. El primero que midió el espacio que lo rodeaba, que contó los objetos que veía, que observó sus propiedades y su acción, ese creó y dio a luz las ciencias matemáticas y físicas; el que hizo el primer arco, el primer anzuelo o primero se vistió de pieles, ese creó la industria; multiplíquese este débil germen fabril por los siglos y por el trabajo acumulado de tantas y diversas generaciones, y tendremos todas las maravillas que nos rodean, y a las que somos casi insensibles. Las ciencias físicas y matemáticas son una conquista de la inteligencia humana sobre los secretos de la naturaleza; la industria es una conquista de la libertad sobre las fuerzas de esta misma naturaleza. El mundo, tal como el hombre lo encontró, le era extranjero; tal como lo han transformado las ciencias físicas y matemáticas, y en seguida la industria, es un mundo semejante al hombre, reconstruído por él a su imagen; por todas partes se encuentra más o menos degradada o debilitada la forma de la inteligencia humana; la naturaleza sólo ha producido cosas, es decir, seres sin valor: el hombre, transformándolas y dándoles su forma, les ha puesto la marca de su personalidad, las ha elevado a simulacros de libertad y de inteligencia, y de ese modo les ha comunicado la mayor parte del valor que tienen. El mundo primitivo no es más que una base, una materia a la cual el hombre aplica su trabajo, y en el que brilla con mayor esplendor su inteligencia y libertad. La economía política explica como de estas acumulaciones de trabajo nacen las riquezas, se aumentan, progresan y resultan las maravillas de la industria, las que están íntimamente ligadas con las de las ciencias exactas. Las matemáticas, la física, la industria y la economía política satisfacen las primeras urgencias y tienen por objeto lo útil; ¿pero, lo útil es la única necesidad de nuestra naturaleza, la única idea que reconcentre todas las que están en la inteligencia, el único aspecto por el cual el hombre considera las cosas? No ciertamente. A más del carácter de utilidad existe el de justicia, que nace de las mismas relaciones que engendra el trato de los hombres entre sí y este nuevo carácter produce resultados tan ciertos como los primeros, y aún más admirables. Mundo político La idea de lo justo es una de las glorias de la naturaleza humana. El hombre la percibe a primera vista; pero se le presenta como un relámpago en medio de la oscura noche de las primitivas pasiones, la ve cubierta de nubes y a cada instante eclipsada por el desorden necesario de impetuosos deseos y de intereses encontrados. Lo que se llama sociedad natural es un estado de guerra, en el que reina el derecho del más fuerte, en el que predomina el orgullo y la crueldad, y en donde la pasión siempre siempre avasalla y sacrifica la justicia. Esta idea de lo justo una vez concebida, agita el entendimiento del hombre, le atormenta, le impele a realizarla, y así como antes había formado una nueva naturaleza sobre la idea de lo útil, del mismo modo forma, de la sociedad natural o primitiva en donde todo es desorden, confusión y crimen, otra LITERATURA DEL ECUADOR nueva sociedad fundada sobre la única idea de la justicia. La justicia constituída es el Estado. La misión del Estado es hacer respetar la justicia por la fuerza, la que debe emplearse no sólo en reprimir sino también en castigar la injusticia; de aquí se deriva un nuevo orden de sociedad, la sociedad civil y política, que no es otra cosa más que la justicia puesta en acción por el orden legal que representa el Estado. El Estado no se ocupa de la infinita variedad de elementos humanos que pugnan en la confusión y caos de la sociedad natural, no abraza al hombre en su totalidad; solamente lo considera bajo las relaciones de lo justo o de lo injusto, es decir, como capaz de cometer o de recibir una injusticia, de perjudicar o ser perjudicado por el fraude o por la violencia en el libre ejercicio de su actividad voluntaria; de aquí resultan todos los deberes y todos los derechos legales. El único derecho legal es el de ser respetado en el pacífico ejercicio de la libertad; el único deber (se entiende en el orden civil) es el de respetar la libertad de los otros; esto es lo que llama justicia; su objeto es el de mantener y conservar el equilibrio de la recíproca libertad. El Estado, pues, lejos de limitar la libertad (como se supone) la desenvuelve, la asegura y le da mayor latitud legal; lleva mil ventajas a la sociedad primitiva, en la cual existe una gran desigualdad entre los hombres por sus necesidades, sus sentimientos, sus facultades físicas, intelectuales y morales; en un estado civilizado toda desigualdad desaparece ante la ley; y así puede decirse que la igualdad, atributo fundamental de la libertad, forma con esta misma libertad la base del orden legal y de este mundo político que es una creación del ingenio humano, aún más portentosa que la del mundo científico, económico e industrial, comparado al mundo primitivo de la naturaleza. 111 Mundo artístico En la variedad infinita de objetos exteriores y actos humanos, la inteligencia no se limita a la idea de lo útil o nocivo, de lo justo o de lo injusto; se extiende a la consideración de lo feo o de lo hermoso. La idea de la belleza es tan natural en el hombre como la de la utilidad y de la justicia; ella nace del mismo espectáculo de la naturaleza, de la viva impresión que producen en nuestros sentidos los brillantes colores en la aurora, el reflejo de la luna sobre la vasta extensión del mar, las prismáticas y nevadas cimas de nuestras grandiosas cordilleras; también procede de la contemplación de seres animados, como la cara risueña del inocente niño, el elegante talle de una hermosa joven en la primavera de sus años, la gallardía de un guerrero o el entusiasmo que inspira el heroico patriotismo. Apoderándose el hombre de la idea de lo bello, la despeja, la extiende, la desenvuelve, la purifica, la perfecciona, y así como por la industria y por las ciencias modificó el mundo físico y sacó del caos de la sociedad primitiva la justicia y la virtud, así en el mundo de las formas sacó la belleza de los misterios que la cubrían, recompuso los objetos que le habían suministrado la idea de la belleza, la que reprodujo con mayor esplendor y pompa triunfal. Como no hay nada de perfecto sobre la tierra, que el sol tiene sus manchas; que la cara más hermosa tiene sus lunares; que la misma heroicidad, que es la más grande y más pura de todas las bellezas, está sujeta a mil miserias humanas, si se observa de cerca o con imparcialidad el hombre se desentiende de estas imperfecciones, y elevándose sobre las alas de su genio sólo busca hermosuras y perfecciones que encuentra disminadas en varios objetos; las junta, las combina, de ellas forma un todo y crea una naturaleza artificial superior a la primitiva. ¿Qué hermosura hay 112 GALO RENÉ PÉREZ en el mundo que pueda compararse a la que inventó Fidias y admiran todos en la famosa estatua de la Venus de Médicis? ¿Qué formas humanas pueden compararse a las del Apolo de Belvedere? El bello ideal es la creación de una nueva naturaleza que refleja la hermosura de un modo más vivo, más diáfano y más sublime que la misma naturaleza primitiva. El mundo artístico es pues tan verdadero y positivo como el político y el industrial; es la obra de la inteligencia y de la libertad aplicadas a groseras bellezas, en lugar de aplicarse, como en la industria y en la política, a una rebelde naturaleza o a la sujeción de pasiones indomables. Mundo religioso No basta al hombre haber recompuesto una naturaleza a su imagen, haber organizado una sociedad sobre principios de justicia, haber hermoseado su existencia con el prestigio de las artes; su pensamiento se arroja y penetra en las regiones etéreas, concibe una fuerza motriz, un poder superior al suyo y al de la naturaleza; un poder que se manifiesta en la magnificencia de sus obras; y que es ilimitado en la superioridad de esencia y de absoluta omnipotencia. Encadenado en los límites del globo, el hombre lo ve todo bajo formas térreas; a través del prisma mundanal percibe y supone irresistiblemente alguna cosa que es para él la substancia, la causa y modelo de todas las fuerzas y perfecciones, causa que presiente en sí misma, y que reconoce en la tierra que habita; en una palabra, más allá del mundo industrial, político y artístico, concibe a Dios. El Dios de la humanidad no está concentrado en la tierra ni separado de ella; todo lo abraza; su divino soplo reanima, vivifica y alegra el universo entero. Un Dios sin mundo no existiría para el hombre; un mundo sin Dios sería un enigma inexplicable para su pensamiento y un tremendo peso para su corazón. La intuición de Dios, distinta en sí del mundo, pero manifestada patentemente, es la religión natural; y así como el hombre adelantó el mundo primitivo, la sociedad primitiva y las bellezas naturales, estaba en el orden que deseara perfeccionar la religión natural, que no es más que el vago instinto de la divinidad, un maravilloso pero fugitivo relámpago que surca las tinieblas de la ignorancia y deslumbra la imaginación del salvaje abandono a la naturaleza. El cristianismo vino en nuestro auxilio, el mismo Dios reorganizó el mundo religioso, nos enseñó la aplicación de la inteligencia y de la libertad a las ideas de santidad, y las puso en armonía con las de utilidad, justicia y belleza. El cristianismo está, pues, hermanado con el mundo industrial, político y artístico y con todos los elementos de la moderna civilización; puede considerarse como el complemento de todas las necesidades fundamentales de la sociedad, como el resorte moral el más poderoso para fijar la tranquilidad pública por medio de las buenas costumbres. Siendo puramente intelectual su estudio cultiva y desarrolla la inteligencia; siendo eminentemente pacífico y tolerante desenvuelve las ideas de orden, y por consiguiente de libertad; se modifica y adapta perfectamente a la organización física y moral del hombre. El estado, como lo hemos visto, no abraza al hombre en su totalidad, lo considera únicamente en sus relaciones de justo o de injusto, se limita a los intereses civiles, a la parte física de conveniencias que constituye la felicidad social; salir de este círculo de atribuciones térreas es contrariar el mismo objeto de su establecimiento; su influjo está ceñido al mundo industrial, político y artístico, y nada tiene de común con el mundo religioso. La religión no abraza tampoco al hombre en su totalidad, lo considera en la parte espiri- LITERATURA DEL ECUADOR tual, en sus relaciones con Dios, en el arreglo de su conducta y en la práctica de las virtudes que lo han de guiar a una futura bienaventuranza. Ambas instituciones son indispensables al hombre, ambas se proponen su felicidad; el gobierno, la de la tierra, y la religión la de la eternidad; la una se apodera del cuerpo, la otra del alma; y así como el alma es invisible y manifiesta su existencia por los movimientos arreglados que la voluntad comunica al cuerpo, del mismo modo la religión debe ser invisible en el gobierno y carta constitucional, y sólo darse a conocer por los efectos de moralidad y buenas costumbres que produzca, por la dignidad de su culto y por la virtud de sus ministros. Debe imitar en la tierra el orden del cielo, que de un modo invisible nos colma de alegría enviándonos diariamente al rutilante sol. La invisibilidad política del clero en el estado, o su perfecta separación de los negocios públicos, realza el brillo de la visibilidad moral del sublime cristianismo, y facilita el desempeño de las espirituales y augustas funciones del sacerdocio. Tan penetrados están los modernos de esta verdad, que han segregado los intereses del gobierno de los de la religión, han proclamado la independencia absoluta de ambos, y han establecido por principio de absoluta necesidad social, que todo gobierno libre debe ser tolerante, y admitir la libertad de cultos sin proteger a ninguno; no se conoce ya, en el nuevo vocabulario de la civilización, religión de estado, o teoría del altar y del trono. Toda religión dominante es opresora Toda religión dominante es opresora y perseguidora de las demás sectas; los roma- 113 nos persiguieron a los primitivos cristianos, como los persiguen en el día los turcos y los argelinos; el Mufti con sus Ulemas, los Rabinos y los Bracmanes son tan intolerantes como los inquisidores de España y de Portugal. Los obispos y clérigos protestantes de Inglaterra son insufribles en su egoísmo intolerante; han estado en continua lucha con los católicos de Irlanda, hasta que el espíritu de tolerancia y de justicia del siglo ha triunfado de su poder apoyado en el trono, y ha libertado en fin a los católicos de Irlanda del yugo que ha pesado sobre ellos desde el tratado de Leimerick hasta el año de 1828. Proclamar una religión dominante es lo mismo que establecer un monopolio de opiniones religiosas, con el cual se enriquecen con perjuicio de la sociedad los únicos intérpretes legales del cielo; de aquí provienen las inmensas riquezas del clero protestante nacional de Inglaterra, del católico de España, la opulencia de los Ulemas en Turquía y el tributo de adoración que los Bracmanes reciben en el Indostán. El monopolio religioso es tan perjudicial a la propagación de la moral y desarrollo de la inteligencia humana, como lo es el monopolio mercantil a la extensión del comercio y prosperidad de la industria nacional, y así la triple unidad de libertad política, religiosa y mercantil es el dogma de las sociedades modernas. Vicente Rocafuerte – “Ensayo sobre tolerancia religiosa”, pp. 109 -122. Fuente: Escritores políticos. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, pp. 109-122 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; La Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana). IV.– Liberalismo y romanticismo. El romanticismo, movimiento de caracteres uniformes en Hispanoamérica. Los antecedentes individualistas del siglo XVIII. El clima político de la emancipación continental como estímulo para la nueva literatura. Ingredientes románticos. La influencia europea, y particularmente la española desde Velarde hasta Bécquer. Los poetas románticos del Ecuador. La prosa. Mera, iniciador del género novelesco. Montalvo, fundador del ensayo moderno en lengua castellana El romanticismo ecuatoriano heredó los caracteres de su progenie europea. Igual aconteció con el resto de Hispanoamérica. En lugar de producirse una influencia recíproca entre los países del continente, se originó un sometimiento común a la corriente de ideas y normas estéticas de Europa. Las semejanzas y coincidencias que guardan entre sí las obras románticas hispanoamericanas no son pues fruto de un contacto directo de nuestras culturas nacionales, sino más bien de la general aproximación de ellas a una misma fuente. Lo que se diga sobre autores colombianos, argentinos, uruguayos o cubanos es, de ese modo, aplicable también a los ecuatorianos. Y cualquier explicación de su romanticismo necesita de los antecedentes europeos. El movimiento surgió sin duda de la fuerte rebelión individualista del siglo XVIII. Venía a ser la expresión estética de los ideales de la Enciclopedia. De los principios de la nueva filosofía, puesta al servicio de la persona humana o de la zona inalienable de sus atributos y derechos. Pero sólo salió victorioso después de la disolución del imperio bonapartista. Eso parece una paradoja porque fue precisamente Napoleón Bonaparte quien hizo realidad los postulados de la Revolución de 1789. Lo hizo a través de sus leyes. Sin embargo, es necesario reconocer dos cosas: la de que el Corso mismo fue un neoclásico por el estilo de sus escritos –cuya sobriedad alaba Saint-Beuve– y por los modelos que escogió para su acción: lo más noble de ella, que fue el legislar, estuvo inspirado en los códigos de Justiniano. Y la otra cosa, de veras definitiva, fue que los nacionalismos europeos y la ardida proclamación y defensa de las libertades, que generaron el romanticismo, sólo tomaron lugar con la derrota de las armas conquistadoras de Bonaparte. El clima político de afirmación de los derechos y facultades individuales extendió su influencia al campo estético. En la literatura adquirió resonancia el mismo metal de belicosa y arrogante autonomía. Frente a la vieja norma opresora se erguía el alarde de la voluntad indomeñable. El gusto personal reemplazó a la regla. El tipo al arquetipo. Tal fue la época en que el Yo conquistó su máximo relieve. La inspiración estuvo socorrida por el mundo íntimo de cada cual. Por la necesidad LITERATURA DEL ECUADOR de las grandes confidencias. “Cuando tengo una pena hago un soneto”, decía Goethe. A aquella se entregaron los mayores de los escritores románticos. Y los públicos veneraban a éstos. Hubo algo como la apoteosis del hombre de letras. Lejos quedaba el recuerdo de la triste condición de Cervantes, y de la humildosa dedicatoria de sus libros a príncipes, duques o señores. Hasta el periodista que batallaba por el afianzamiento de las nuevas libertades dejó de ser el soldado gris de un regimiento anónimo. Firmó sus columnas. Voceó su nombre. Orgullosamente se descubrió ante las multitudes. La experiencia europea pasó a Hispanoamérica. Aceleradamente. Nada era entonces más oportuno, por los rasgos mismos que dieron carácter al romanticismo. Si en Europa éste prosperó al impulso de los afanes nacionalistas y de exaltación de las libertades, en nuestro continente, que en los primeros decenios del siglo XIX se desgarraba de España, ocurrió lo mismo. Las banderas de la independencia política de las nuevas repúblicas y de la corriente estética triunfadora se enlazaron fraternalmente. Parecía que se cumplía la advertencia de Hugo: el romanticismo en el arte es lo mismo que el liberalismo en la política. Haya sido cualquiera la obra constructiva de España, las colonias hispanoamericanas con su emancipación se salvaban de más de tres centurias de cierta penumbra intelectual. Por eso buscaron ansiosamente el horizonte cultural de otros países europeos. Francia a la cabeza. Y anatematizaron a quien les había esclavizado. En el Ecuador la reacción romántica se produjo dentro de las mismas circunstancias. Se debe considerar a José Joaquín Olmedo, a pesar de su neoclasismo, tan evidente en muchos aspectos, como un precursor del romanticismo. Ya por su canto a la libertad y su condenación a España. Ya por su sentimiento na- 115 cionalista, que buscó, inclusive, las raíces del pasado aborigen. Ello se acentuaría después, con los autores de mediados del siglo XIX. Montalvo y Mera, especialmente. En efecto, el primero de éstos fue el mayor sagitario que las ideas de libertad han tenido en el Ecuador. Y, no obstante su hispanismo de buena estirpe, enderezó duras observaciones a España. El otro, Juan León Mera, a pesar de su espíritu tan cristiano y español, también cantó la emancipación con fervor patriótico y sentó graves acusaciones contra el conquistador. Aún más, quiso envolver con una atractiva aura de lirismo el pasado indígena del país. Los dos autores, por otra parte, respondieron positivamente, como en el resto de Hispanoamérica, a la incitación de otras literaturas extranjeras, la francesa sobre todo. Aquellos años de la centuria anterior fueron turbulentos. La salida violenta a la luz y a la intemperie descontroló a las antiguas colonias. Tardaron, y quizás aún demoran, en organizarse. Vacilando entre la libertad y la anarquía, dieron paso a los caudillismos militares y las dictaduras. La política avivó entonces los rescoldos románticos. El escritor puso sus ideas, y hasta su acción, al servicio de su pueblo. Comenzaba ya en Hispanoamérica la llamada literatura comprometida. El argentino Alberdi rechazaba el ejercicio del arte por el arte. Se multiplicaron las dictaduras, pero también los escritores que reclamaban la libertad. El tirano Rosas, en la Argentina, tuvo la oposición indeclinable de Sarmiento. El General Mosquera, en Colombia, la de Jorge Isaacs. García Moreno, en el Ecuador, la de Juan Montalvo. Otro de los caracteres con que el romanticismo apareció en Europa fue el de la contemplación sentimental de la naturaleza. El obsesivo culto del individualismo coincidía con la vocación de soledad. Surgían los “paseantes solitarios”. Y su alma se placía en los 116 GALO RENÉ PÉREZ coloquios con el paisaje desierto. Chateaubriand escogió para su relato romántico la naturaleza salvaje del nuevo mundo, que a él le era completamente exótica. Por sensibilidad misma, y por la presencia cercana de un vasto paisaje seductor y en plena doncellez, los escritores hispanoamericanos del romanticismo asimilaron inmediatamente aquella preferencia de los maestros europeos. La poesía, la novela y el ensayo se enriquecieron de emoción y gracia descriptivas del medio geográfico de América. Tal ocurrió también en el Ecuador, en la obra de cuyos románticos el paisaje terruñero hace un ademán de corroboración de los estados anímicos del autor o de los protagonistas de sus ficciones literarias. Quizás una breve aclaración habría que agregar a todo esto. Coleridge decía que se nace platónico o aristotélico. La vida espiritual del hombre está entre esos polos. Para Aristóteles la poesía era mimesis, imitación, aprendizaje retórico. Para Platón era embriaguez, arrebato. Los románticos, bajo esta consideración, no podían ser otra cosa que platónicos. Pero en Hispanoamérica, en más de un país, y en el Ecuador indudablemente, el romanticismo tuvo de mimesis y de exaltación. Nuestros escritores sintieron el frenesí de la inspiración pero no abandonaron por eso la severidad de los preceptos. Ejemplos clarísimos de ello: Juan Montalvo y Juan León Mera. A pesar de los caracteres de antiespañolismo que se han expuesto como denominador común de la época, no dejó de ser evidente el influjo de los escritores de España también. José Espronceda, José Zorrilla, Gustavo Adolfo Bécquer fueron nombres familiares para nuestros románticos. Pero quizás un gran suscitador, no sólo en el Ecuador sino en algunas repúblicas de Hispanoamérica, fue otro español: el poeta Fernando Velarde. La presencia fue más eficaz que la acción de los libros. Velarde vagaba entonces por estos la- dos haciendo sonar el sincero acento de su romanticismo. Buscaba inspiración en nuestro paisaje. Por eso el colombiano Rafael Pombo dijo en 1861, en tono de exaltación: “La musa de Velarde es la América”. En lo que concierne al Ecuador, casi no hubo poeta de aquel movimiento que dejara de escribirle un panegírico. Miguel Riofrío le destinó el artículo “Un poeta en nuestros Andes”. Juan León Mera los versos de “A Fernando Velarde”. Otros semejantes Miguel Angel Corral. E igualmente Numa Pompilio Llona. A su vez Velarde, buen amigo de todos y especialmente de Vicente Piedrahita, dedicó a éste su poema “En los Andes del Ecuador”. La generación romántica ecuatoriana contó con algunos autores cuyo valor es recomendable, sobre todo si se le aprecia bajo la consideración general de lo que era la poesía de esos años en todo el continente. No desentona, en efecto, del conjunto, ni por el acento sentimental ni por las formas expresivas que se habían convertido en patrimonio común de los prosélitos del romanticismo. Los temas se repitieron en los países de la Hispanoamérica de entonces, e igualmente las modalidades estilísticas. El ecuatoriano Rafael Carvajal –que fue desterrado por la dictadura militar de Veintemilla– escribió su “Impresión a la vista del mar”, soneto que recuerda el aire nostálgico de los versos del argentino José Mármol, de los cubanos Heredia y Gómez de Avellaneda, del colombiano José Eusebio Caro, también tristemente alejados de la ribera patria De modo semejante se extendió por estas latitudes el gusto de las leyendas, que poseyó también a los románticos españoles. Las leyendas fueron aquí de inspiración indianista. Miguel Riofrío compuso “Nina”, o “leyenda quichua”, en fluído romance. Juan León Mera, antes de lanzar su novela “Cumandá”, publicó los poemas legendarios titulados “La virgen del sol” y “Mazorra”. A esos asuntos se LITERATURA DEL ECUADOR agregaron, naturalmente, los de las confidencias íntimas, tan propias de la índole sufriente de esos discípulos de una lira mojada en lágrimas, estremecida desde los tiempos de Ossian. Recuérdese el acento elegíaco de la “Plegaria” de Francisco Javier Salazar, o la exaltación de “Grandeza Moral” de Numa Pompilio Llona, o los versos doloridos de Luis Cordero, o las notas becquerianas de Antonio C. Toledo. Y, finalmente, se incorporó al romanticismo ecuatoriano el fervor religioso, la poesía de unción. En el marco rosado de las tardes de mayo sonaron tiernamente las canciones a la Virgen María. En esa orilla, también romántica por la sensibilidad frente al paisaje y la exaltación interior, están Miguel Moreno y Honorato Vásquez. Pero dentro de todo el movimiento poético se mostraron con personalidad quizás más interesante Dolores Veintimilla de Galindo y Julio Zaldumbide. A eso, naturalmente, hay que hacer una importante aclaración: la de que las manifestaciones de la prosa de la época –también saturadas de romanticismo– deben ser consideradas aparte, por la calidad magistral de sus máximos autores, que son el novelista Juan León Mera y el ensayista Juan Montalvo, tantas veces citados aquí. A la cultura ecuatoriana interesa vivamente el porfiado amor de Mera por los temas nativos. La unidad inquebrantable que hay en su obra, de poeta, de crítico, de investigador, de novelista, es en efecto la que le dictan sus preferencias por todo lo que concierne a su país. En ello va, por cierto, la revelación de su fe romántica y la feliz atisbadura de lo que habrían de perseguir los escritores hispanoamericanos del porvenir. No hay en sus trabajos una realización plena y afortunada. Son harto visibles algunas deficiencias, ya en el campo de la ficción, ya en el del laboreo crítico, especialmente de su “Ojeada”. Pero nadie puede atreverse a negar la significación de Mera 117 en la búsqueda y robustecimiento del genio nacional. Las leyendas indígenas y los cantares populares comparecen al conjuro de su amorosa preocupación. El bravo rincón de nuestra selva, desatendido tercamente, en todos los órdenes, trata de tomar forma animada en las líneas de su narración. Las muestras dispersas de la poesía ecuatoriana son recogidas por su mano para el enfoque de los estudiosos. Y algo más, que pertenece a lo radical, a lo sagrado e inalienable de los sentimientos colectivos: con los versos del Himno Nacional que escribió Mera se aprende a saludar a la Patria desde la época temprana de las primeras lecturas escolares. El juicio de afuera no alude casi a estos aspectos porque se dirige, sobre todo, a las páginas de la novela “Cumandá”. Publicada en 1879, aparte de ser una de las primeras que aparecieron en Hispanoamérica, vino a ser la fundadora del género novelesco en el Ecuador. La tentativa de Mera, rica de coraje en un medio en el que faltaban antecedentes de esa índole, tuvo que sufrir el gravamen de muchos defectos, explicables en casi toda etapa de iniciación. Los críticos actuales hallan así muy expedito el cauce de las observaciones, de los reparos, pero no fijan su atención en las fuertes razones que, empezando por el precario ambiente cultural y la difícil formación de la personalidad del novelista, obraron en su carácter y su producción. Enrique Anderson Imbert es quizás el que más pobre le encuentra. La mira como un despojo de otro tiempo. Parecida actitud asume Fernando Alegría, que ve a “Cumandá” como novela concebida dentro de las normas de una escuela literaria en decadencia, y cuya trama “seudo-legendaria” no le emociona. Tampoco los personajes, “sin dimensión sicológica”. Y ni siquiera sus descripciones, “retóricas”. Apenas sí recomienda como aspecto sobreviviente de esa obra lo que hay en ella de in- 118 GALO RENÉ PÉREZ quietud social y de conocimientos etnológicos. Por su parte el crítico uruguayo Alberto Zum Felde da apreciaciones sobre “Cumandá” sin conocerla. De veras se ve que no la ha leído. Se refiere a personajes y episodios que no existen en ella. Cosa semejante le ocurre a Robert Bazin, estudioso francés de atinado criterio, que esta vez yerra en la alusión a los pasajes del argumento de la novela. No hace falta aquí una fiscalía de los apresurados o parciales comentarios de la crítica hispanoamericana. Conviene, en cambio, recordar que Mera inició el género novelesco en el Ecuador, y remitir al lector a las apreciaciones que se hacen en la sección antológica de este libro. En lo que concierne a Montalvo, la crítica hispanoamericana y española suele considerarle como una de “las grandes personalidades” del continente. Y lo fue sin duda por sus muchas obras y su extraordinaria voluntad de estilo. El prestigio de Montalvo como estilista ha persistido. Se lo encomia aún, a pesar de los cambios que se han operado en los gustos literarios. No significa esto que el autor ecuatoriano tenga que ser el modelo que se ha de imitar. Lo que Ortega pensaba de Cervantes es aplicable también a aquél, con una ligera modificación: nada sería más innecesario y aburrido que otro autor con la misma religiosa manía del bien decir. El celo arcaizante de Montalvo, en que deseaba hacer consistir parte de su gloria, no lograría ser ahora más que engaño de pedantes e ineptos. Su respeto a las normas de clásicos y académicos –que en más de una ocasión parece una especie de beatería frente al idioma– ya no persuade del todo. No hay hazaña más hermosa que la de conocer bien la gramática para salvarse de ella. Buen consejo del estilista contemporáneo Alfonso Reyes. Pero ninguna observación conseguirá amenguar el mérito montalvino. El escritor ecuatoriano rescató del olvido airosos giros antiguos, de la mayor época de España. Puso a circular de nuevo, con gracia original en que se advierte el poder de su genio, muchos vocablos caídos en desuso. A fuerza de amor, de estudio y afanes estéticos, fue dando vitalidad a una porción ya inerte del idioma castellano. Dictó como ninguno una lección de pureza estilística, que deberían aprovechar esos muchos que en América suelen cocear hasta contra las reglas más elementales de la expresión. Se irguió así en maestro de escritores conscientes de su profesión, los modernistas. José Enrique Rodó le tuvo precisamente por tal. Y le consagró páginas críticas difícilmente igualadas, en que considera a Montalvo “uno de los artífices más altos que hayan trabajado en el mundo la lengua de Quevedo”. Le halla distinto a Sarmiento, improvisador genial que no se desvelaba puliendo morosamente la frase. Pero distinto también a los sobrios y remilgados que carecen del indispensable entusiasmo de la creación. “Para buscar a tan personal estilo imagen propia –dice Rodó– sería necesario figurarse una selva del trópico ordenada y semidomada por brazo de algún Hércules desbrozador de bosques primitivos, una selva donde no sé qué jardinería sobrehumana redujese a ritmo lineal y estupendo concierto la abundancia viciosa y el ímpetu bravío”. En fin, múltiples elementos fueron entrando en la composición, tan culta y a la vez tan voluntariosa, de la literatura montalvina. Hasta que la hicieron única e inconfundible, como puede apreciarse en casi todas sus páginas, aun en las de vehemente sagitario. Por eso es obligado reconocer que él fue un maestro del ensayo. Algo más todavía: el fundador del ensayo moderno en lengua castellana. Los grandes prosadores españoles de la Generación del 98 –Ortega y Gasset y Unamuno a la cabeza– continuaron la tradición montalvina de expresar estéticamente sus LITERATURA DEL ECUADOR ideas, de producir el fecundo abrazo de letras y filosofía. Cierto es que Montalvo no tuvo la solidez del filósofo. No fue un pensador a quien animase la pasión de penetrar en el tuétano de las cosas, o de desagotar los temas. Ni siquiera supo caminar derechamente, con orden y disciplina, por el campo de sus asuntos. Cuanto se hace, por ejemplo, para demostrar que sus “Siete tratados” no tienen el carácter de tales porque son una yuxtaposición, en determinados momentos artificiosa, de pequeños ensayos, es justo e irrefutable. Lo ha demostrado bien Anderson Imbert. Pero, en cambio, es admirable su conocimiento e interpretación de los filósofos griegos. Se acercó amorosamente a la cultura antigua y la comprendió con ejemplar lucidez. Su erudición no es superficial ni aparente. Por temperamento, por inclinación natural que se vio estimulada con la lectura de 119 Montaigne, por la intención concreta de algunos de sus libros, Juan Montalvo prefirió ser lo que se ha llamado un pensador fragmentario. Agil, imaginativo, inestable, obliga a sus lectores a un viaje sin ruta prevista, rico de varias sorpresas, aleccionador a la postre. El guía en el viaje no es un filósofo. Es un poeta. En los últimos años aquel estilo montalvino se tornó aun más eficiente, porque se modernizó más. Parecía que se iba descargando de sus lujos inútiles, de sus alardes barrocos, de sus vestiduras suntuosas. Por eso las páginas de su última obra –”El espectador”– satisfacen mejor los gustos de ahora. Desgraciadamente nada más consiguió escribir, pues mientras corregía las pruebas de aquellos breves ensayos contrajo la enfermedad que le enfrentó a la muerte. V.– Autores y selecciones Julio Zaldumbide (1833 - 1887) Nació en Quito. Rodeó a su casa un largo prestigio familiar. Entre sus antecesores se contaron personas de algún relieve histórico, que se interesaron en la eficiente organización del país emancipado. Cursó estudios de Derecho, pero no se graduó en ellos. Le reclamaban otros reinos intelectuales más afines con su sensibilidad. Especialmente el de las lenguas (antiguas y modernas) y el de las creaciones literarias, tanto clásicas como románticas. Traductor, poeta, ensayista y suscitador de cultura, eso era él principalmente. A su hogar, abundante de libros, acudían los jóvenes que aspiraban a tomar sitio en la historia de las letras ecuatorianas. Entre tales jóvenes figuraron Juan Montalvo y Juan León Mera, cuya importancia se ha extendido tanto. Los dos, entre sí divergentes en muchos aspectos, pudieron no obstante conciliar ideas y maneras de sentir con Zaldumbide, espíritu de veras ecléctico. La hurañía de Montalvo se vio gratamente combatida por la disposición fraternal de Zaldumbide. Los días de esa amistad juvenil llenaron de emoción al primero cuando –entre las procelas de la madurez– tuvo que escribir una conmovedora carta elegíaca para lamentar la muerte de su antiguo compañero. Aparte de la devoción estética, poseían en común el credo del liberalismo y el aborrecimiento a la dictadura de García Moreno. La alianza de Mera y Zaldumbide fue, en cambio, de puro carácter literario. Los dos sentían la misma necesidad de recomendar el marco de lo nacional –buenos románticos– como el más apropiado para el ejercicio de las letras. Seguramente, pues, la vocación de escritor era la preponderante en la personalidad de Julio Zaldumbide. Y a pesar de ello, no publicó ningún libro durante toda su vida. A los requerimientos amicales él respondía negativamente, aludiendo al horror que le producían las ediciones nacionales, tan pobres y defectuosas entonces. Lo que se ha recogido en antologías póstumas demuestra que el autor, brillantemente dotado, careció de vanidades literarias, hasta de la tan justificable de publicar lo que se escribe. Entre las cosas dispersas que hizo circular, quizás únicamente se empeñó en la edición de su folleto “El Congreso, don Gabriel García Moreno y la República” (1865), de condenación política, y al que se refirió Montalvo poco más tarde, en su célebre obra “El Cosmopolita”. Aquellas páginas son la revelación de otro aspecto de Julio Zaldumbide: el del hombre público, que lo fue de manera intachable. Tuvo representaciones parlamentarias. Fue Ministro de Educación. Intervino como candidato a la Presidencia de la República en unas lecciones que se frustraron por un movimiento subversivo. Corroboración de tal carácter es también, sin duda, su ejemplar consagración a los trabajos de la tierra. Soportando la primitivez de un medio selvático y llevando una vida sencilla y abnegada, a que hace ágiles referencias en su epistolario, transformó en campos labrantíos la montaña de su heredad. Murió a los 55 años de edad sin haber conocido otros horizontes que los de su patria. La crítica ecuatoriana recuerda que la primera composición que dio a conocer Zaldumbide fue su “Canto a la Música”, antes de haber cumplido sus veinte años. Ya se ve en 121 LITERATURA DEL ECUADOR esos versos el afán de afinar el estilo, de probar el buen gusto y el celo de la forma. Tales propósitos se mantuvieron siempre. A través de temas diversos: elegíacos, amorosos, filosóficos y descriptivos. Como en varios de los autores del Ecuador y de otros países de Hispanoamérica, en él siguieron ejerciendo poder las exigencias de corrección de los clásicos. Es decir que romanticismo y clasicismo hicieron alianza en sus creaciones poéticas. Entre los clásicos, prefirió a los españoles de la época de oro, especialmente a Fray Luis de León y Garcilaso de la Vega. En cambio entre los románticos no se avino con la influencia de España, sino con la múltiple de Europa. Una muestra de la presencia de Fray Luis en los versos de Zaldumbide es la que se halla, por el tema, por la emoción, por los símiles, en su canto “A la soledad del campo”. Eso es evidente. El gusto garcilasista, y sobre todo su acompasado donaire, se encuentran asimismo en varias de sus otras composiciones eglógicas. Pero Julio Zaldumbide no fue únicamente un romántico arrebatado por las delicias de la naturaleza. Algunos de sus contemporáneos le conocían más bien como el “poeta filósofo”. Se debió eso a cierta inquietud intelectual por los enigmas de ultravida. La expresó especialmente en los seis cantos titulados “La Eternidad de la Vida”. Se preguntó si los intensos afectos del alma terrenal persistirán en el más allá, y movido por su fe cristiana supo consolarse con una respuesta afirmativa. Poesías filosóficas La eternidad de la vida Versos dedicados a mi amigo Juan León Mera MEDITACIÓN I Cosas son muy ignoradas y de grande oscuridad aquellas cosas pasadas en la horrenda eternidad, por hondo arcano guardadas. ¿Quién pudo nunca romper de la muerte el denso velo? ¿Quién le pudo descorrer, y en verdad las cosas ver que pasan fuera del suelo? Que por fallo irrevocable padecemos o gozamos los que a otro mundo pasamos, es cuanto de este insondable alto misterio alcanzamos. Si medir nuestra razón procura, ¡oh eternidad, tu ilimitada extensión, ¡qué flacas sus fuerzas son para con tu inmensidad! Sube el águila a la altura del vasto, infinito cielo; medirle quiere de un vuelo; mas, toda su fuerza apura, y baja rendida al suelo: Así el loco pensamiento se encumbra a medirte audaz; mas se apura su ardimiento, y abate el vuelo tenaz al valle del desaliento. II En verdad que da tormento este funesto pensar: ¿En qué vienen a parar esas vidas que sin cuento vemos a la tumba entrar? 122 GALO RENÉ PÉREZ En la tumba, de los seres precisa fin pavorosa, remate así de placeres como de los padeceres de esta vida trabajosa: En la tumba, oscura puerta cuya misteriosa llave vuelve con la mano yerta la muerte: playa desierta de donde zarpa la nave, de la vida a navegar con brújula y norte inciertos en no conocida mar, mar sin fondo, mar sin puertos, ni ribera a do abordar. “las cadenas que al cuerpo sujetaron “mi esencia divinal, los demás lazos “rompe también, que al mundo me ligaron? ¿”Piensas que del amor, que fue mi vida “en la vida del mundo, me despojo “estando al otro mundo de partida, “cuál de la arcilla que a la tumba arrojo? “No! No es capricho de la carne impura “la amistad, o de amor la llama ardiente; “del espíritu sí la efusión pura, “y el espíritu vive inmortalmente. “Y así a la eternidad lleva consigo, “cuando abandona su terrestre estancia, “amor de amante, o amistad de amigo, “sujetos nunca más a la inconstancia”. IV Y ¿a dónde va quien deja nuestro mundo? A dónde el que en tu sombra, muerte, escondes? ¡Jamás a esta pregunta, tú, profundo silencio de la tumba, me respondes! ¿Sus lazos terrenales se desatan? ¿Se acuerda del humano devaneo, o todos sus recuerdos arrebatan las soporosas ondas del Leteo? ¿Está por dicha con la eterna unida esta rápida vida que se acaba? O allá el amigo la amistad olvida, y el amante también lo que adoraba? El amor, la amistad ¿son vanos nombres que borra el soplo de la muerte helada? ¿del alma, que no muere de los hombres, son ilusión no más, sombras de nada? V Oigo una voz que eleva el alma mía, voz de inmortal y de celeste acento: “¿Qué a mí, la muerte ni la tumba fría?” dice hablando secreta al pensamiento; “¿Piensas que la segur que hace pedazos Julio Zaldumbide, “Poesías filosóficas: La eternidad de la vida”. Fuente: Poetas románticos y neoclásicos. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, pp. 367-371 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; La Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Dolores Veintimilla de Galindo (1829-1857) Nació en Quito. Creció en un hogar en el que todo le era propicio para ir formándose con finura y dominio de sus atributos personales. La poesía, la música y la pintura le tentaron graciosamente. Pero lo más legítimo de sus experiencias íntimas halló expresión en el verso. Fue una joven bella y trágica. O sea un alma señalada como pocas para el culto romántico. Cedió al impulso –muy de la corriente– de escribir los “Recuerdos” de su brevísima existencia, de 27 años apenas. Por ello sabemos “que era completamente dichosa bajo la sombra del hogar doméstico”. En cuanto a su vida social, “nada –asegura– me quedaba que pedir a la fortuna”. Desde los doce años de edad se vio “constantemente rodeada de una multitud de hombres, cuyo esmerado empeño era agradarle y satisfacer LITERATURA DEL ECUADOR hasta sus caprichos de niña”. Pero se le había “enseñado que los hombres no aman nunca y que siempre engañan”: esto –agrega– “me hacía reír de ellos sin escrúpulo”. Hasta cuando, muy temprano todavía, “un sentimiento de gratitud” se le fue convirtiendo en amor apasionado. Buena expresión de éste quedó en los versos que dicen: “Si ángel fuera a quien templos y altares –en mi culto se alzaran, tal vez– con tormentos cambiara, eternales, –por estar un instante a tus pies”. Se casó al fin, a los 18 de edad. Su marido era un joven colombiano que, buscando éxito en su profesión médica, fue de sitio en sitio y terminó abandonando a la poetisa. Así estragada su suerte, ella acudió al recurso balsámico de la confidencia lírica, contenida en estos versos dirigidos a su madre: “Mi corona nupcial, está en corona – de espinas ya cambiada… – Es tu Dolores ¡ay! tan desdichada!!!” La triste peripecia sentimental de Dolores va cabando una huella muy nítida a lo largo de su poesía. Parece que entre las palabras que ha escrito nos dejara percibir la onda íntima del suspiro, o ver el brillo puro de sus lágrimas. Como ejemplos los más altos de sus desahogos quedaron “La noche y mi dolor”, “Quejas” y “A mis enemigos”. En el primero de estos poemas evoca a los poseedores del sueño tranquilo: el pastor en su cabaña, el marinero en su bajel, la fiera en la espesura, el ave entre las ramas, el reptil en su morada y el insecto en su mansión florida, mientras ella se desvela bajo el acoso de su dolor y mira que hasta “murieron ya sus fábulas soñadas”. Son cuartetos concebidos con una deleitosa dulzura verbal. En “Quejas” su malestar interior alcanza el grado de la exasperación. Y es consecuencia de la humillación de sentirse desamada. Finalmente, en los versos que tituló “A mis enemigos” apostrofa a las gentes lugareñas que hablaron de ella en forma cominera y calumniosa porque no entendieron el supe- 123 rior donaire de su autonomía de espíritu, y que así la precipitaron en el suicidio. En la breve producción poética que escribió Dolores Veintimilla de Galindo, publicada después de su muerte por Celiano Monge, está la temblorosa confesión de su trágica historia. LA NOCHE Y MI DOLOR El negro manto que la noche umbría tiende en el mundo, a descansar convida. Su cuerpo extiende ya en la tierra fría cansado el pobre y su dolor olvida. También el rico en su mullida cama duerme soñando avaro en sus riquezas; duerme el guerrero y en su ensueño exclama: –soy invencible y grandes mis proezas. Duerme el pastor feliz en su cabaña y el marino tranquilo en su bajel; a éste no altera la ambición ni saña; el mar no inquieta el reposar de aquél. Duerme la fiera en lóbrega espesura, duerme el ave en las ramas guarecida, duerme el reptil en su morada impura, como el insecto en su mansión florida. Duerme el viento, la brisa silenciosa gime apenas las flores cariciando; todo entre sombras a la par reposa, aquí durmiendo, más allá soñando. Tú, dulce amiga, que tal vez un día al contemplar la luna misteriosa exaltabas tu ardiente fantasía, derramando una lágrima amorosa, duermes también tranquila y descansada cual marino calmada la tormenta, así olvidando la inquietud pasada mientras tu amiga su dolor lamenta. Déjame que hoy en soledad contemple de mi vida las flores deshojadas; hoy no hay mentira que mi dolor temple, murieron ya mis fábulas soñadas. 124 GALO RENÉ PÉREZ Dolores Veintemilla de Galindo, “La noche y mi dolor”. Fuente: Poetas románticos y neoclásicos. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, pp. 192-193 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; La Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Juan Montalvo (1832-1889) Seguramente la personalidad más singular y atractiva de la historia literaria ecuatoriana es la de Juan Montalvo. Su nombre cobró prestigio internacional después de mediado el siglo XIX, desde la aparición de su primera obra: “El Cosmopolita”. Tuvo Montalvo un acierto nada común: imprimir todo el sello de su carácter en esas páginas de iniciación, y en las que posteriormente fue publicando. Pero ese carácter era, en sí mismo, cosa del mayor interés. Las facultades naturales recibieron en su caso el estímulo de los grandes ejemplos del pasado, sobre todo de griegos y romanos, que él tanto conoció y comprendió. El sostenido esfuerzo le hizo sentirse superior y conducir con el aire de tal los actos de su vida privada y de escritor. Se miró a sí mismo como un predestinado. Suya tenía que ser una misión elevada y perdurable. No importaban las desazones. Ni los heroísmos silenciosos de cada día. El calificativo de genial surgió entonces para aludir a los rasgos de su conducta y a más de uno de los atributos de su literatura. Montalvo está adherido de manera definitiva a la historia del Ecuador, y con los trazos de un hombre de genio. Fue un creador en el campo de las letras. Fue además un combatiente político de los que demandaba su tiempo. Como lo fue Sarmiento. Pero él nunca se decidió a la acción. Le faltó para ella la naturaleza eléctrica del gran argentino. Le sobró, en cambio, la pasión del esteta, que iba a fundir en un solo cuerpo excepcional la fuerza del luchador y los bienes de la perennidad artística. No necesitó Montalvo el apoyo de la vida pública para dar el máximo re- lieve a su nombre, ni para contar después con el respeto y el fervor de su pueblo. Le fue suficiente su obra de escritor, buena parte de la cual sirvió –esto sí– para combatir ciertos hábitos siniestros del país y para enderezar la actividad de sus gobiernos. Y esas lecciones de ética depurada tuvieron desde luego la subraya de una existencia personal bastante ejemplar. Conviene ir aludiendo siquiera a tales aspectos. Nació Juan Montalvo en Ambato en 1832. Perteneció a un hogar muy austero: la energía para el trabajo, la firmeza de las ideas, la honradez, el orgullo que todo eso concita, puede decirse que formaban el ambiente familiar. Nada más propicio para un espíritu que aspiraba porfiadamente a su grandeza. Los dos hermanos mayores profesaban el liberalismo. Y eran adversarios de los sistemas dictatoriales de gobierno. Uno de ellos combatió el despotismo del general Flores y fue desterrado. Desde niño, pues, conoció en la intimidad hogareña el sabor del atropello político. Aprendió a amar y defender la libertad sin cobardía ni vacilaciones. Se educó primero en una escuelita de Ambato, “una casa de hormigas” a la que no se atrevió a mirar sino desde afuera el viejo Rocafuerte. Después fueron el Convictorio de San Fernando, el Seminario de San Luis y la Universidad, en la ciudad de Quito. Enseñanza dirigida por religiosos que no dejó de gravitar sobre su conciencia. Los años universitarios no fueron sino dos, de Derecho. Como estudiante llamó la atención por su talento, seriedad y excepcional memoria. Esta fue un instrumento eficaz en su labor literaria, cumplida casi siempre en la soledad de pueblos perdidos a trasmano de la cultura, sin bibliotecas ni librerías. Ya en la juventud se manifestó su vocación de escritor. Leía a los clásicos. Era un enamorado de las páginas ciceronianas, y de la vida misma de Cicerón. Anda- LITERATURA DEL ECUADOR ba con curiosidad intensa por los libros de literatura, filosofía e historia de la antigüedad. Se interesaba por las lenguas extranjeras, aunque jamás en el mismo grado que por el castellano, cuyos veneros supo aprovechar como nadie. Asistía a las tertulias del grupo romántico de Julio Zaldumbide. Apareció en un acto público leyendo su primera prosa, que fue de execración del despotismo de Flores, ya liquidado. Para la mente perspicaz están en ese trabajo juvenil, firmado a los veinte años de edad, los caracteres más constantes de la literatura posterior de Montalvo: condenación de los abusos del poder y vigilancia del idioma. Tenía acceso, por entonces, a dos hojas periodísticas: “El Iris” y “La Democracia”. Cabe pues asegurar que en el limitado ambiente cultural de la época el joven escritor no era ya un desconocido. Pronto el triunfo liberal, que contó con el empeño de sus hermanos, puso su atención en él. Se lo nombró funcionario de las embajadas ecuatorianas en Italia y Francia. Sirvió en una de ellas al Ministro Pedro Moncayo, personalidad inmaculada del liberalismo. La permanencia en Europa fue significativa en su formación y su destino. En la pasada centuria, aun más que ahora, los intelectuales necesitaban el concurso modelador de las viejas capitales europeas. Divagaciones por museos y lugares históricos. Largas horas de paseo y de solitarias reflexiones por los parques de París (especialmente el del Luxemburgo). Contemplaciones sentimentales. Viajes por Suiza y España. Peregrinación por la Córdoba de los moros. Observaciones de la ruina que mostraban Roma y los pueblos castellanos. Eso, y todo cuanto podía aposentarse en el alma de un viajero culto y sensible, fue alimentando su disposición literaria. Pronto estuvo recogido el material para la elaboración de una buena parte de “El Cosmopolita”, libro de juventud pero de los mejores de 125 Montalvo. Su aparición demoraría aún algo más de cinco años. Ese tiempo europeo le fue también útil en la asimilación del romanticismo, que en varios aspectos le resultaba congenial, y en el acercamiento a Víctor Hugo y Lamartine, con quienes se relacionó siquiera una vez epistolarmente. Pasado un trienio volvió al Ecuador. Fue a comienzos de 1860. Ambicionaba el regreso. No eran solamente asuntos de salud, sino del alma misma. Le vencía la nostalgia. Nunca desamó a su país, a pesar de tantas ausencias, de tantos destierros. En él se producían las reacciones naturales del intelectual que se convierte en emigrante por la estrechez del medio propio. Cuando estaba en el Ecuador suspiraba por los aires del extranjero. Sentía la desambientación del que no contemporiza con la exaltación cínica de los mediocres, que lo invaden todo: administración pública, partidos, prensa, dirección de la cultura, congresos. Le repugnaban la simulación, la intransigencia política, la ilicitud, el latrocinio, el comadreo de los grupos en su persecución del poder, la réplica avinagrada de la envidia y el rencor: en fin, todas las aberraciones que comenzaban ya a confabularse contra la integridad de la República. El no podía sofocar su rebeldía. Levantaba su voz condenatoria. Y le aguardaba el destierro, impuesto o voluntario. Pero cuando esto ocurría, llevaba a la patria consigo, amasada con su ternura, con sus radicales afectos. Por eso rompía a quejarse de la soledad del extranjero. Y se conmovía evocando el caso de aquel haitiano a quien vio en el Jardín de Plantas de París abrazarse sollozando al árbol de su lejana tierra nativa. Y se deleitaba nostálgicamente viendo al cóndor de los Andes, o a la ortiga de América, o a la coronilla, u oyendo al “gallo tanisario, de canto solemne y melancólico”. Muchos secretos guardaba el corazón complejo de aquel hombre. 126 GALO RENÉ PÉREZ Pues bien, cuando retornó al Ecuador después de ese su primer viaje, se encontró con una realidad desalentadora. El país había vivido una de sus horas más aciagas. Amagado por las fuerzas navales del Perú. Desgarrado por las batallas partidarias, codiciosas del poder. El Presidente Robles había trasladado su gobierno a Guayaquil. En Quito se había alzado un triunvirato revolucionario cuya cabeza era García Moreno. Se habían hecho negociaciones oscuras con el gobernante peruano, con el correspondiente desmedro de la dignidad nacional. Había corrido sangre en las luchas intestinas. Y a la postre se había impuesto la férrea personalidad de García Moreno. Al caos sucedía el orden brutalmente despótico. Eso halló Montalvo a su vuelta. Naturalmente, no pudo sufrirlo en silencio, impasible. Ni siquiera esperó llegar a Quito. Desde la población costeña de Bodeguita de Yaguachi, el 26 de septiembre de 1860, escribió una carta de fuertes amonestaciones al nuevo jefe de Estado. Le expresaba en ella su desdén a las facciones. Le aclaraba que no era la suya la voz del amigo que pide su parte en el triunfo. Estaba por sobre la ruin condición de tales contiendas políticas. Lo que le interesaba era la rehabilitación del país y la salvación de las instituciones legales. Pero había que comenzar exigiendo la rehabilitación moral del mandatario mismo, adicto a los sistemas dictatoriales. El requerimiento montalvino se convirtió, en los párrafos finales de la carta, en una amenaza: si García Moreno no suavizaba su estilo de gobernar, tendría en él a un enemigo nada vulgar. El joven Montalvo –de 1860– no ejercía aún ninguna influencia. No pesaba en la opinión pública ecuatoriana. De modo que el tirano hizo fisga de sus admoniciones, y ni siquiera se dio el trabajo de contestárselas. Pero aquella carta señaló clara y definitivamente el destino del futuro polemista, jamás comprometido con los partidos ni los grupos, nunca dispuesto a simpatizar con los caudillos victoriosos, bajo ninguna circunstancia contemporizador con los excesos del poder, o tolerante con la ilicitud y la inmoralidad. Por otra parte, las palabras de amenaza que contenía su carta, y que con tanta desaprensión desoyó García Moreno, se cumplieron fielmente y con la máxima severidad. De ahí que los dos antagonistas –según la expresiva comparación de uno de sus contemporáneos– parecían en su rudo enfrentamiento la fiera y el domador. Durante la primera administración garciana el escritor se recluyó en las soledades de su provincia: los parajes de Baños, la casa de Ambato, los huertos aledaños de Ficoa. Fueron cinco años de elaboración de “El Cosmopolita” y de una apasionante historia de amor. Sólo de tarde en tarde iba a Quito. Llamaba la atención su singular figura, después aborrecida por algunos y admirada por muchos. Era Montalvo un hombre alto y delgado, cuidadoso de su arreglo personal. No vestía sino trajes de paño negro. Disimulaba elegantemente, apoyándose en un bastón, su andar cogitabundo. No se le veía sonreír ni detenerse a mirar a su alrededor. Solitario siempre, absorto en qué cosas extrañas, parecía como que navegase en un aire de altura. El mismo ha trazado algunas imágenes de esas divagaciones calladas, reflexivas, sin compañía de nadie. Ya por 1866 iba a Quito para publicar los cuadernillos de su primer libro. Porque “El Cosmopolita” apareció así, en varias entregas. El autor le calificó de “periódico”. La crítica ha seguido llamándolo de la misma manera. Pero cualquier lector perspicaz halla absurda esa denominación. “El Cosmopolita” no fue un periódico, bajo ningún aspecto. Ni siquiera se editaron con regularidad las páginas que lo fueron formando, y todas ellas pertenecían exclusivamente a Montalvo. Los temas ni el estilo eran periodísticos. Quienes no conocen LITERATURA DEL ECUADOR afirman, además, que su propósito había sido estrictamente político: luchar contra García Moreno. “El Cosmopolita” fue otra cosa. Fue un haz de ensayos que sólo por circunstancias secundarias no se publicó en un volumen. Algunos de ellos son de apreciable extensión, y su forma, en que hay un gran desvelo estético, nada tiene de la espontaneidad del periodismo. En cuanto al contenido, éste es preponderantemente literario. También se encuentran asuntos políticos. De enjuiciamiento severo a la dictadura garciana, que ya había terminado. Pero la nota magnética está sin duda en las remembranzas de los viajes por las ciudades europeas y en los trabajos en que enamoran los alardes de gracia y de cultura. Los ataques montalvinos a García Moreno tuvieron, esto sí, consecuencias importantes en la vida del escritor y en lo que después ocurrió al tirano. Dos regímenes débiles, como de títeres movidos por el capricho de éste, y que duraron poco tiempo, prepararon la atmósfera para una nueva revuelta que degeneró otra vez en el despotismo garciano. Sus opositores advirtieron el inmediato peligro. Montalvo se refugió en la Legación de Colombia. Y abandonó pronto el país. Recorrió difícilmente varios lugares extranjeros, y al fin halló asilo en la población colombiana de Ipiales. Este es un rincón andino situado en la frontera norteña del Ecuador. En aquel tiempo era una aldea de muy pocas gentes. Con el ceño oscuro de los cerros. Con un aire cortante. Con un ambiente muchas veces compungido de niebla y de llovizna. Triste lugar, como para agravar la tristeza del desterrado. Una familia generosa le dio hospitalidad, que por su temperamento personal él sufría como una humillación. Hasta su retiro le llegaban a veces pequeñas ayudas, enviadas por algunos íntimos y por amigos ecuatorianos. Con la pluma, entonces, no se podía vivir. Ni 127 a Montalvo le hubiera agradado tal cosa. Creía que la pluma no debía ser convertida en “cuchara”. Mal creer, desde luego. La profesión de las letras –noble como la mejor de las profesiones humanas– necesita que se le reconozcan sus derechos pecuniarios, sin ninguna condición de enajenar la conciencia o debilitar la autonomía e integridad del escritor. Montalvo se resignó a mantenerse con los préstamos, que nunca conseguía pagar completamente. No quiso aceptar otra tarea que la de su sacerdocio literario. La literatura era su atmósfera. Unicamente a través de ella cumplió su memorable destino. En ocasiones, cierto es, sus libros le daban algún dinero (tal fue el caso de “Las Catilinarias”), y obtenían resonancia política Por esto último, el voto popular de una provincia del Ecuador elevó a Montalvo a una diputación, que él jamás desempeñó. Entregado pues únicamente a escribir, en la soledad del villorrio de Ipiales produjo obras de aliento inestimable: “Siete Tratados” y “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”. Además, algunas piezas dramáticas. Que también muestran que el gran ensayista tuvo talento para el teatro. Finalmente compuso allí mismo artículos de condenación a la tiranía de García Moreno, que aparecían en publicaciones liberales de Quito, y sobre todo el opúsculo titulado “La dictadura perpetua”, que se publicó en Panamá en 1874. La vehemencia de tales ataques, que ya le preparaban para convertirse quizás en el más singular polemista de la lengua castellana, se tradujo en una confabulación de jóvenes cuyo objetivo fue la muerte del déspota. Este fue asesinado en el Palacio de Gobierno el 6 de agosto de 1875. Montalvo había ganado su primer gran duelo político: “Mía es la gloria. Mi pluma lo mató” fue su primer comentario. Pasaron largos meses, y entonces sí se halló de nuevo en el Ecuador. Desgraciadamente la vida pública 128 GALO RENÉ PÉREZ seguía como antes, como siempre, incierta, procelosa, cargada de siniestros presagios. El Presidente Borrero, a cuyo régimen se refieren las críticas de “El Regenerador” montalvino, no pudo conservar el poder. Y en 1876 había ya otro dictador en el país: el militar Ignacio de Veintemilla. De nuevo la primera víctima del destierro fue Juan Montalvo. Su réplica no se hizo esperar. Vino con el expresivo título ciceroniano de “Las Catilinarias”. Libro admirable, que muestra en su pellejo desnudo una parte de la realidad hispanoamericana. Es digno de ser leído con el entusiasmo con que todavía se lee el “Facundo”, de Sarmiento. Fue lo que prefirió Miguel de Unamuno, a quien aquellas páginas le conmovieron “hasta las raicillas del alma”. Nadie, en todo el ámbito de la lengua, había manejado el insulto con más eficacia ni alarde estético. Publicado el libro en la ciudad de Panamá durante el tránsito de Montalvo a París, iba aquél a tener una doble consecuencia: la de inmortalizar en trazos caricaturescos la figura del soldado dictador Ignacio de Veintemilla, y la de levantar prosélitos e imitadores en la condenación implacable de la tiranía y la perversión de la vida pública en el continente. No se olvide que los más altos exponentes de nuestra cultura han lanzado sus arietes en el mismo sentido, y que el Premio Nobel 1968 –Miguel Angel Asturias– aludió al Montalvo de “Las Catilinarias” en su famosa novela “El Señor Presidente”. Tras dejar iniciada la publicación de los capítulos de aquella obra combativa, nuestro escritor continuó su viaje a Europa. Y llevaba como el estratega a un campo de batalla todo el plan para la codiciada victoria. Esperaba vencer en el frente al que siempre concedió la mayor importancia: el de la literatura. Esa tentativa estaba precedida de años de esfuerzo solitario. De lecturas minuciosas. De aprendizaje arduo. De un porfiado afán de hacer lo que hicieron los mejores, o de aproximarse a los modelos. De enriquecimiento y estímulo, también, de sus singulares atributos espirituales. Había escrito abundantemente, pero para públicos semialfabetos que mantenían a Hispanoamérica en la condición de una vasta aldea literaria. Quizás se sentía tristemente desubicado en medio de “esas nacioncillas”. No había otro eco que el de dos o tres críticos notables. Ni otra resonancia que la esporádica de carácter político, producida por las expresiones corrosivas de sus páginas de combate. La aspiración de Montalvo era la de triunfar en Europa. Libros como “El Cosmopolita” y “Las Catilinarias” podían pregonar bien sus dones superiores de escritor. Pero a aquéllos se agregaban ya los inéditos de Ipiales: “Siete Tratados” y “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”, que él deseaba publicar en Francia. Necesitaba relacionarse con los buenos autores de su tiempo. Saturarse de la atmósfera intelectual europea. Trabajar literariamente en un medio condigno de su capacidad. En Besanzón, Francia, publicó efectivamente sus “Siete Tratados”. Y, como lo esperó Montalvo, aquella obra fue recibida con entusiasmo. Pocos hispanoamericanos de esa época lograron recibir la adhesión de la crítica en el mismo grado que él. Pocos pudieron internacionalizar tan rápidamente su fama. El relieve del escritor fue adquiriendo caracteres definitivos. Lo más encumbrado de la cultura española de entonces celebró a Montalvo como a una de las personalidades más singulares de las letras castellanas: Juan Valera, Pedro de Alarcón, Emilia Pardo Bazán, Gaspar Núñez de Arce, Emilio Castelar, Leopoldo Alas. Era cosa inusitada el descubrir la opulencia de aquella prosa. Más inesperada aun por llegar de lejos, de las desdeñadas por mal conocidas latitudes hispanoamericanas. Un hombre de América exhibía ante los ojos deslum- LITERATURA DEL ECUADOR brados de los españoles el tesoro lingüístico quizás más abundante de todos los tiempos. Habrían de pasar algunos años para que se volviera a ofrecer un fenómeno semejante: el de Rubén Darío, nicaragüense, que mostró en España hasta qué grado de finura y eufonía podía llegar la ductilidad de las palabras de nuestra lengua. Pero las adhesiones a Montalvo sufrieron el torpe contrarresto de la crítica clerical y conservadora del Ecuador, que aun tomó medidas para impedir la lectura de los “Siete Tratados” en el país. De la indignada y vehemente reacción montalvina es buen testimonio su “Mercurial Eclesiástica”, que volvió a mostrar que en aquel escritor tan acicalado había sobre todo la garra del polemista. Esa imprevista ocupación, más la elaboración de sus románticas páginas de “Geometría Moral”, que se estiman como su “octavo tratado”, y nuevos ensayos en los que dio más fresca naturalidad a su estilo y que agavilló bajo el título “El Espectador”, fueron retardando la aparición de “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”. Al fin éstos no se publicaron sino después de su muerte. Las excelencias de tal obra no las han señalado los partidarios del género novelesco, porque falta ahí el carácter de una verdadera novela; pero, en cambio, los filólogos y apreciadores de la crítica y el ensayo las han recomendado insistentemente. Entregado pues al laboreo literario, y viviendo pobremente en un solitario habitáculo de la calle Cardinet, de París, pasó Montalvo esos últimos años. Precisamente corregía las pruebas de imprenta de “El Espectador” cuando contrajo la pleuresía que le ocasionó la muerte. Pero pocos habrán mostrado un valor más entero en los momentos de la enfermedad y la agonía. Rechazó voluntariamente la anestesia en una intervención quirúrgica de varias horas, en las que no dejó escapar de su pecho ni una expresión de dolor. 129 Por desgracia todo ese heroico padecimiento resultó estéril. Sobrevino la gravedad. El escritor sentía que toda la vida se le concentraba en el cerebro. Decía que podía componer una elegía como no la había hecho en su juventud. Además, prefirió no recibir el auxilio religioso. Creía estar en paz con Dios y consigo mismo. Y cuando por fin vio inminente su desenlace, se vistió con el mayor decoro y se sentó a esperar estoicamente el instante de partir. Pidió que le comprasen unas pocas flores, aquellas que no podían escamotearle sus exiguos francos y el invierno de París. (Véase también nuestra crítica sobre Montalvo en el II capítulo de esta misma sección). El Luxemburgo: Bosquejos de Francia María de Médicis gustaba de morar en este alcázar, y mucho le quería como obra de su propia industria, y más aun como recuerdo de su patria; de esa hermosa amada patria en donde el Arno discurre silenciosamente reflejando las veletas de oro de las torres de Florencia y los mármoles de sus palacios. Un vasto jardín se extiende al pie de aquella mansión regia en el cual susurran con el viento las aguas de una fuente, que las ofrece hospitalaria a dos cisnes grandes, blancos, inflados y armoniosos, como los que Virgilio hace volar en mangas por las riberas de Pedusa llenando los contornos de musical estrépito. Los árboles son copudos y sombrosos, los arbustos limpios, bien peinados, si cabe decir, casi todos aromáticos y cargados de nidos de gorriones y jilgueros. En los calores sofocantes del estío, la sombra de ese bosque es refrigerio saludable para el cuerpo; grato, bienhechor para el alma, que si bajo el peso de los sinsabores humanos gime a solas en medio de la misma gente atumultuada en la ciudad, aquí siente el alivio de la soledad, las caricias de la naturaleza. 130 GALO RENÉ PÉREZ Forse sia qu’ il mio core infra quest’ ombre Del suo peso mortal parte disgombre. París es una como sirena: dice mucho a los ojos; mas su aliento emponzoña y acarrea la muerte. Figuraos una mujer bella de alma corrompida, una mujer hirviendo en ardides, filtros diabólicos y misterios de amor y brujería; una Cirse a cuyos palacios se puede llegar con el juicio sano, pero de los cuales no se sale jamás, o se sale diferente de lo que en ellos se entró. Tal es esa ciudad extraordinaria: todo es gozar, pero sus goces tienen amargos dejos; todo es placer, mas sus placeres son seguidos de desdicha. En el aire respiramos un principio insano, en el agua que bebemos bebemos el fastidio. Bajo este limpio cielo de América sentimos por ventura esa enfermedad horrible que el alegre francés tiene en el alma? El ennui nos es desconocido; los puros aires de nuestros grandes montes conservan la pureza de nuestro espíritu; cien millones de bocas ávidas no se disputan el ambiente de estrechos horizontes. Los días iguales a las noches; las nubes, blancas, hacinadas en torno de la bóveda celeste figurando la cordillera de los Andes, o ya purpurinas y violáceas en forma de templos o de pórticos por donde se llega al mismo Dios; el clima templado, sano, como hecho precisamente para el caso de la salud; ni escarcha heladora de los miembros, ni calor desesperante, ni pesadas y oscuras nieblas henchidas en las calles: cosas son que deben hacernos muy adictos a esta porción del globo que nos señaló la Providencia, y no locos o necios admiradores y ambiciosos de las regiones en donde la naturaleza no sonríe sino una vez al año, y todo lo demás lo pasa gestuda, aburrida, feroz, enemiga del hombre. Cuando estuve en París siempre anhelé por algo que no fuese París: busque la soledad, si soledad puede hallarse en medio de ese concurso inmenso, y al dar con algo que no fuese bullicio y alegría me sentí feliz y alegre. El Luxemburgo tiene eso más de bueno: reina en él una melancolía, un espíritu incierto, una cosa triste y vaga que le hace por todo extremo grato a quien en algo tiene esa influencia de lo misterioso. Complacíame yo en aquel jardín: buscábale como sitio de descanso, le tenía por consuelo. Sus dos cisnes fueron mis amigos; mireles mucho, y mucho me gustaba verlos surcar la fuente con sus cuellos blancos y estirados. Las calles de rosales, las anchas avenidas de castaños, el bosque umbrío, la grama que verdea el suelo, la hojarasca sonora, la estatua solitaria llorando bajo su árbol con lágrimas de lluvia, y la música del órgano ambulante que allá tras las verjas del jardín pedía el pan de su dueño infeliz; todo era de mi genio, todo despertaba en mi alma tristes, pero gustosas sensaciones. El viejo autor de Chactas conocía íntimamente los recodos de ese parque, y mucho se agradaba de la sombra de sus ancianos árboles. Figurábase tal vez andar poetizando todavía a orillas del Metchacebé, departiendo sin testigos con la naturaleza en el selvoso Nuevo Mundo, cuyo silencio y grandiosidad imprimen en el alma grande una imagen de la Soberana esencia, creadora de las cosas. De aquí es que el poeta se gozaba en ella, mediante los recuerdos traídos a él por una hoja, un árbol, un bosque, si bien de ciudad, y como tal raquítico y mezquino. En las doradas tardes del verano, cuando el sol se acerca al horizonte, una luz viva cae sobre los vidrios del palacio y hace de cada ventana una hoguera de púrpura deslumbrante que no pueden afrontar los ojos; las cimas de los árboles están bañadas por un flúido amarillento, las hojas se mueven, y murmuran, y conversan en secreto con las brisas precursoras del crepúsculo. LITERATURA DEL ECUADOR Mas no todo es poesía, que teatro ha sido el Luxemburgo muchas veces de horrorosos, pero nada poéticos sucesos. Desde María de Médicis hasta Gastón de Francia todo fue ventura en este plácido recinto: una joven tan hermosa como grande, tan perversa como hermosa, lo convirtió luego en una pequeña Cápua. Como la prostituta de Babilonia, dábase al más extravagante desenfreno: inventaba placeres nunca oídos, ideaba pasatiempos nunca usados, era su vida una perpetua orgía. Sin cubrir el eminente blanco pecho, la cabellera ondeando profusa, desnuda de pie y pierna, hacía la ninfa enamorada, y como genio de las flores se dejaba estar oculta entre ellas. Los amores la descubren, dan tras la diosa que echa a huir corriendo leve por la encepada tierra, pero no tan veloz que no se deje alcanzar y vencer por un Narciso afortunado. Esta fue la desdichada cuanto hermosa duquza de Berri: sus impúdicas aventuras escandalizaron a Francia, privando al joven príncipe de la majestuosa aureola de su abuelo, y haciendo anticipadamente del infausto reinado de Luis XV un reinado de Eliogávalo. Llega el terror: las prisiones no alcanzan para los culpables; París se convierte en un vasto calabozo. Los palacios, los templos mismos oyen en su recinto augusto el chischas de las cadenas, y el ¡ay! del condenado a la guillotina resuena en donde no se había oído sino la voz de la piedad o la alegría. El Luxemburgo es ahora cárcel; gruesas barras de hierro desfiguran los balcones regios. “De qué se quejan estos perros aristócratas? decía un revolucionario; les damos palacios por prisiones”. Y allí donde el placer tuvo su trono se escuchan solamente los sollozos de la víctima; y en vez de la animada orgía de la vida, reina la infausta orgía de la muerte. Pero qué dramas tan tiernos y sublimes en medio de tanta sangre! El duque de 131 Mouchy, persona de alto lugar y puesto, es arrastrado a la prisión: su esposa se presenta y dice al carcelero: pues que mi marido está preso, yo lo estoy también. El esbirro sin comprender nada corre estúpidamente el cerrojo, y la espontánea prisionera va a echarse inundada en lágrimas en los brazos de su dueño. La víctima es conducida al tribunal que no perdona, el club de salvación pública; su esposa le sigue y dice al fiscal: pues que mi marido está en juicio, yo lo estoy. El duque es condenado a la única pena que el terror conoce, la muerte; su esposa le sigue al cadalso y dice al verdugo: “pues que mi marido es ajusticiado, quiero serlo también. Y el carcelero, y el juez, y el verdugo aceptaron la tierna solidaridad, el noble y voluntario sacrificio. He aquí los contrastes de la vida: al lado de esa mujer de Claudio esta sublime esposa, al lado de la duquesa de Berri la mariscala de Mouchy. La escala del género humano es tan dilatada como la de la creación: puede haber de hombre a hombre tantos grados como hay del bruto al hombre, porque el alma es suceptible de la virtud más encumbrada como el vicio más profundo; entre estos dos extremos media infinita distancia que ocupa la mayor parte de los hombres. Entre una mujer y otra, ¡qué diferencia, oh Dios! Mesalina es respecto de la esposa de Colatino lo que una mosca inmunda respecto de la fiel paloma: el propio ente que hace la felicidad y grandeza del hombre puede labrar su infortunio y su vergüenza. Pero qué dicha, qué gloria sin par, qué distinción de la Providencia no sería hallar una mujer como la de Mouchy? Con tal de tenerla, morir aunque sea en el cadalso. Aquí acabó también su gloriosa carrera el bravo de los bravos, el héroe del Rin y de Moscow (1). Su bajo acusador pretendió empañar su gloria, el verdugo arrancar de su 132 GALO RENÉ PÉREZ frente los laureles inmarcesibles: Ney fue juzgado injustamente, ejecutado oscuramente, como el vulgo de los criminales. Era el otoño: la madrugada fría y nebulosa: el jardín del Luxemburgo estaba desierto, sin un testigo para el acto que iba a tener lugar. Se corren los cerrojos, las puertas del calabozo se abren con lúgubre ruido, y el bravo de los bravos, que ha vencido a la muerte en cien batallas, es ignominiosamente arrastrado a perder la vida en un rincón secreto. Su cabeza cayó; pero la justa Providencia atormentó con espectros y delirios infernales al infame acusador: Bellart huye de una sombra, Ney le persigue, ensangrentado el pecho, la mirada espantosa, la mano amenazante! En el lugar del suplicio levántase ahora la estatua del guerrero, al pie de la cual he meditado sobre la inestabilidad de la fortuna y la suerte de los grandes hombres. Si el pensamiento me transporta a los lugares por donde anduve errante en la melancolía y soledad del extranjero, conmuéveseme el corazón al recuerdo de los sitios que lisonjearon mis ojos, y me tengo por feliz en experimentar esas mismas sensaciones que experimentaba entonces. ¡Qué cosas las de ese mundo tan diferentes de éste en que he nacido! ¡Qué cuadros para la vista, qué armonías para el oído, qué impresiones para el alma! El susurro de las olas batidas por el remo del barquero veneciano, su negra góndola remontada en las lagunas del Adriático llevando dentro de ella alguna beldad misteriosa; el canto melancólico que al compás de la palamenta se alza y se difunde lejano y confuso por el aire, todo lo oigo, todo… “Vidi al émpio in sedio altiero, Ripasai, non era piú: Boga, Boga, gondoliero, Solo entenra é la virtú”. La música de Rossini llenando los ámbitos grandiosos del teatro de San Carlos, resuena, derrepente, en mis oídos: me sorprende, me suspende, para la circulación de mi sangre, y leve, aéreo, siento que me alzo, me encumbro, vuelo en alas del entusiasmo, y en silencio estoy gozando de un raudal infinito de divina melodía. ¿Sabemos, sospechamos siquiera nosotros lo que es la música y hasta donde alcanza su poder? Los antiguos legisladores la prescribieron a los bárbaros y bruscos hombres, cuando recién principiaban a asociarse, como un moderador poderoso de las pasiones violentas, como refinador del alma. En esos mismos tiempos la locura y las enfermedades procedidas de la tristeza se curaban con la música; con la música se vence, se hace bonancible a la serpiente; con la música se desentrañan y se doman los monstruos de la mar; con la música se arrancan los árboles y se les hace venir tras uno, como hacía el tracio Orfeo. ¡Música! poder soberano, blanda, seductora influencia… ah! nada me sedujo más, nada echo tan de menos como a ella. Italia es un instrumento: todo suena allí armoniosamente, todos son músicos, todos cantan y saben cantar de suyo. A tiempo que íbamos a hacer vela de la bahía de Nápoles, una multitud de canoítas rodeaba al vapor, casi todas de gente pordiosera que se aprovechaba de la venida a bordo de los viajeros para ver cómo se agenciaban un carlino. Ya la máquina ardía, ya las anclas se elevaban, cuando una voz argentina, viva, llena se elevó del agua y salió hasta nosotros para llenarnos de dulzura los oídos. Nos asomamos, vemos: era un muchacho de diez o doce años, un pequeño lazzaroni que cantaba y aun representaba la Traviata como un verdadero Mario (2). Cuando el vapor tambaleando empezó a abrirse al rui- LITERATURA DEL ECUADOR do de la máquina, el lazzaroni se dio de puñaladas y cayó trágicamente en la canoa, por llevar a cima su papel, aun cuando nada le hubiese valido. ¡Oh Italia! ¡oh Italia! Y esa Francia que tantas veces me causó fastidio se presenta ahora a mis recuerdos con los rasgos más graciosos: las turbias aguas de ese viejo Sena murmuran a mi oído; la majestad y el silencio de Versalles me rodean. Y tú, paraje melancólico, amable Luxemburgo, te reproduces en mi pensamiento con todo el atractivo con que supiste seducirme. Te veo, sí, te veo, la vespertina luz se extiende sobre tu verde oscuro bosque como dorado velo: el majestuoso Valde-Grace se encumbra allá a lo lejos: el Observatorio acá más cerca levanta en sus altos miradores a los sabios que persiguen al planeta por su órbita aun no bien determinada. Y tu historia también es tentación a mis recuerdos. Luxemburgo, gran palacio, lleno de las alteraciones tristes que caracterizan a los hombres: riquezas y placeres, amores y felicidades; sangre, luto, lágrimas y crímenes, todo ha tenido lugar en este circuito, y en tan reducido espacio han sucedido y se han visto las innumerables cosas que forman este todo heterogéneo y vasto que el hombre en su lenguaje llama Mundo. Juan Montalvo, “El Luxemburgo: Bosquejos de Francia”. Fuente: El Cosmopolita. Número 1-2. Ambato, Ecuador, Imprenta Municipal, 1945, pp. 79-86 (Publicaciones del Ilustre Concejo Municipal). Juan León Mera (1832-1894) Nació este escritor en Ambato, en el mismo año que Montalvo. Los dos tuvieron vida diferente. Profesaron ideas políticas antagónicas. Mostraron más de una vez lo inconciliable de sus temperamentos. Pero hay predilecciones de carácter literario que los conjugan: la común admiración sincera a ciertos 133 autores románticos y su gustosa ubicación dentro del romanticismo; la vigilancia idiomática en busca de la mayor pureza; el alarde de la frase poética, clausulada con armonía. Desde luego, aun en ese campo de la literatura, hay entre ellos desemejanzas notorias: sus páginas corren con una filosofía distinta y por géneros más bien diversos. Mera tiene más títulos de polígrafo. Pero Montalvo es espíritu más “cosmopolita”, más universal. Se crió Mera “bajo el ala materna”. El padre había abandonado el hogar antes ni de que aquél naciera. No fue a la escuela. En la clausurada atmósfera hogareña aprendió las primeras letras. Y comenzó entonces su empeñosa, conmovedora, ejemplar pasión de autodidacto. En un medio pobre, sostenido por las energías de la madre trabajadora, todo debió haberle parecido muy cuesta arriba. No es difícil adivinar que la austeridad de toda su vida, así como la timidez y cautela con que participó en la brega política, procedían de esa realidad familiar. Su posición ultraconservadora –como la calificó Valera– quizás reconoce un origen semejante. Y también sus limitaciones literarias. Porque a la precariedad de la cultura de entonces hay que agregar la de las condiciones de la infancia y juventud de Mera. Su vocación de escritor fue más bien cosa espontánea, don ingénito que en otro ambiente se hubiera manifestado con mayores excelencias. El mismo aludió a esa verdad cuando escribió en la carta-prólogo de “Cumandá”: “…mis imperfectos trabajos literarios jamás me han envanecido hasta el punto de presumir que soy merecedor de un diploma académico. Todos ellos, hijos de natural inclinación que recibí con la vida, y fomenté con estudios enteramente privados, son buenos, a lo sumo, para probar que nunca debe menospreciarse ni desecharse un don de la naturaleza”. En el rinconcito del pueblo en que nació fue conociendo la literatura romántica que 134 GALO RENÉ PÉREZ llegaba a las lejanas provincias de Hispanoamérica, y para ello tuvo afortunadamente la ayuda de un hombre de formación universitaria, hermano de su madre. Pero la contribución no dejaba de ser modesta. Así aprendió a deslumbrarse con los autores españoles, ya vulgares entonces en casi todos nuestros países, que encontró a mano: Martínez de la Rosa y José Zorrilla. Lo que recibió de ellos persistió en sus gustos. Y bajo tal estímulo comenzó a escribir versos que no quiso conservar. Otra tentativa artística apareció en él en esos mismos años difíciles de la iniciación de su juventud: la de la pintura. Mera no solamente pintó, como se ha dicho, con el ánimo de vender sus cuadros a los viajeros que de tarde en tarde pasaban por el lugar. Lo hizo, ante todo, movido por su sensibilidad, vehemente como pocas frente a las sugestiones del paisaje nativo. Amaba la gracia de la naturaleza, los árboles, ríos y montañas que circuyen la vieja casa en que se crió. Algo de lo más característico y noble de su personalidad está en ese arrobamiento de contemplativo frente al augusto contorno geográfico. Por eso su literatura tiende a lo descriptivo. Por eso la nota que domina en las páginas de “Cumandá” es el amoroso descubrimiento de una porción de la naturaleza selvática, vecina a su provincia, que él vio con ojos ávidos. Por eso se sintió estimulado a demandar a los escritores de su tiempo la tendencia a nacionalizar la literatura buscando temas en el medio propio. Aunque cumplió él mismo a medias esa lúcida aspiración, porque no percibió la necesidad de abandonar los moldes extranjeros, su obra es uno de los fundamentos de la índole regional que han preferido muchas de las mejores novelas hispanoamericanas. Examinémosla aquí de modo personal y directo, evitando la influencia de otros pareceres críticos, a veces descaminados. Y recor- demos que el propio Mera parece entregarnos la clave de su novela en las brevísimas líneas de su carta-prólogo. Dice así: “refresqué la memoria de los cuadros encantadores de las vírgenes selvas del Oriente de esta República”; “reuní las reminiscencias de las tribus salvajes”; “acudí a las tradiciones de la época en que estas tierras eran de España, y escribí “Cumandá”. Expliquemos eso recordando el carácter general de la obra, y hallaremos la esencia absolutamente definidora de aquellas palabras del autor. Dice que refrescó la memoria, o evocó los cuadros encantadores de las selvas orientales del Ecuador. Con esa calidad de belleza se le representaban. Y su “encanto” se depuraba aun más –como es lo común– a través de la nostalgia. O sea que su selva tenía que ser una selva transfigurada por la poesía de la impresión lejana. Diferente en mucho a la de la realidad. Esta otra se presentó después, con toda su funesta agresividad, en las páginas de Rivera, de Gallegos, de Quiroga. Los cuadros de Mera son ingenuamente bonitos. Sin rugidos de alimañas. Sin venenos mortales. Sin insectos carniceros. Sin fiebres. Los ríos están allí para que los dos jóvenes amantes, a impulsos de sus remos, se aproximen cantando. O para que la naturaleza pueda inclinarse sobre ellos, mansamente tendidos, a contemplar su faz risueña. En el Lago Chimano, en la fiesta de la “querida madre luna”, se produce un coloquio entre la luz dormida del astro y las flores y el pecho que suspira de la joven virgen enamorada. Los árboles juegan fantásticamente con todas las formas de la arquitectura. La culebra, como otro objeto de gracia, se columpia entre las ramas para mostrar la belleza de sus colores. El tigre exhibe la línea flexible de su lomo pintado, y pasa. Arriba cantan las aves, pero no mejor que Cumandá, que tiene la dulzura del ruiseñor. Así es la selva de esta novela. LITERATURA DEL ECUADOR Ahora bien, para describirla Mera gasta todo su talento lírico, que es bastante apreciable. Seguramente es hiperbólico decir –como lo han dicho algunos críticos ecuatorianos– que en primor descriptivo no le ha superado ninguna otra obra del país. Pero tiene, sí, excelencias evidentes. Una bien sostenida emoción artística del paisaje. Que, por desgracia, en ciertos momentos es estorbada por la prolijidad del dato geográfico e histórico, tan extraños allí como indispensables en un texto pedagógico. E igualmente hay que confesar que el excesivo afán de decoración del ambiente conspira contra la acción, que en ciertos pasajes se desenvuelve perezosamente. Y aun se podría aventurar una observación más, que quizás va a desconcertar: no hay una relación certera y armoniosa entre el lenguaje y los asuntos de la novela. Ese es uno de los errores sustanciales de “Cumandá”. Juan León Mera eligió un tipo de expresión que disuena con la realidad del medio geográfico y humano. La principal causa de falsificación está en el idioma empleado, como después se explicará. Decíamos que en las breves líneas de la carta-prólogo asegura el novelista que reunió las reminiscencias de las tribus salvajes y acudió a las tradiciones de la época colonial. Esa es la verdad. El escenario es el de las selvas orientales. El tiempo de los episodios que se cuentan es de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Ello significa que Mera quiso dar un doble salto, en el espacio y en el ámbito temporal. Buscó lo exótico. Chateaubriand, a quien él cita, le impuso su ley. Lástima grande para su poder de narrador. Desoyó el reclamo de la realidad que se alzaba frente a sus ojos. No se atrevió a tomar la sufrida arcilla de los indios que convivían con él, que pasaban por los caminos de su pueblo con los lomos quebrados por la carga o la fatiga. Prefirió evocar tribus lejanas, dóciles a 135 cualquier falsificación literaria. Eso admite explicación en autores como Zorrilla de San Martín o Manuel de Jesús, Galván, que debieron alimentarse de leyendas porque no tuvieron en sus países, cerca de sus ojos, indios zarandeados por la humillación, el hambre, la pobreza, la enfermedad y la ignorancia, como los vio Juan León Mera. Pero el caso es que el autor ecuatoriano se hallaba bajo la sugestión de “Atala”. El mismo la evoca como punto de referencia de su obra. Los narradores hispanoamericanos querían escribir a la manera de Chateaubriand. Que era, según Rodó, como la onda balsámica que venía a aliviar a una América que aún sufría las convulsiones de la sangre y la pólvora. El destello que orientaba la estética de la narración no estaba en el mundo de los tropiezos cotidianos. Dimanaba de lo exótico. Había pues que transportarse a regiones de la naturaleza que todavía no habían perdido su doncellez y su misterio, y hacer que allí se animaran figuras cuya rusticidad se tradujera en inocencia y amor: el “buen salvaje” al que con tanta reiteración aludió la literatura francesa. Mera quiso que una vasta porción de las selvas del sur de América se revelara a la contemplación de afuera, exactamente como las tierras del Mississipi, al norte, se habían mostrado gracias a Chateaubriand y a Cooper. Y entonces tomó como parte central de su obra el afán de pintar el escenario del rincón selvático del oriente ecuatoriano. Lo descriptivo iba pues a ser lo preponderante. Así resultó, en efecto. Desde la iniciación de la novela se ensaya la facultad de ir trazando el cuadro de la naturaleza. Pero con el pulso lírico a que antes hemos aludido. Las imágenes geográficas se suceden a través de los capítulos, a veces con desmedro del engranaje episódico. Porque el paisaje no es dinámico. Es tan sólo decorativo. Semeja un cortinaje opu- 136 GALO RENÉ PÉREZ lento. No hay en “Cumandá” la fusión de hombre y ambiente que se encuentra en narraciones posteriores sobre la vida de la selva. Y esa falta de relación penetrante y activa, que a la vez determina el falseamiento de la personalidad del salvaje, obedece a las inseguridades de técnica del autor, que desde el comienzo presentaba al mundo exterior como cosa aparte, ajena al protagonista. Exactamente como si fuera una pura decoración: “Lector, hemos procurado hacerte conocer, aunque harto imperfectamente, el teatro en que vamos a introducirte: déjate guiar y síguenos con paciencia”. Las necesidades de componer literariamente el paisaje, y de querer darle por otro lado ciertas trazas de auténtico, llevan a Mera a mezclar la transparencia de lo lírico con las escorias de las monografías de historia y de geografía de sabor didáctico. Y entonces, en ciertos pasajes, se le subleva el estilo volviéndose declamatorio: “¡Oh felices habitantes de las solitarias selvas en aquellos tiempos, cuánto bien pudo haberse esperado de vosotros para nuestra querida Patria, a no haber faltado virtuosos y abnegados sacerdotes…” El novelista de “Cumandá” ha ido buscando todos los acentos artísticos del idioma, hasta los más arrebatados, para armar atractivamente la tramoya de su selva, y ahí hacer que sus criaturas representen, como algo postizo, que no les pertenece, el destino de salvajes. Todo funciona de un modo solemne, siguiendo un compás establecido y repasado de antemano, ante los ojos incrédulos del espectador. El lenguaje en que se expresan tales criaturas es abrumadoramente literario. Hay un desajuste absoluto entre la índole que corresponde a un hombre de condición primitiva y las palabras que pone Mera en labios de éste. Es como si el autor hiciera sonar su voz en el pecho de cada personaje. Algo más: como si cada frase del diálogo, antes de ser pro- ferida, estuviera mentalmente escrita. O como si cada figura hablara con un papel en la mano. Ya desde la primera muestra de las conversaciones entre los indios se observa hasta qué grado va a llegar el artificio. Y desde el primer intercambio de frases entre Cumandá y Carlos se sabe que, en vez de diálogo, va a haber confesiones exaltadas del sentimiento, una apoteosis lírica del amor. Pero el tema amoroso en una selva tan bien acicalada, con seres gobernados por el novelista con mano cristiana y rígidamente moralizadora, es una pura abstracción. El más ardiente frenesí –si es que lo hay– se resuelve apenas en un beso en la frente. Se debe recordar que esa era la ética del amor dentro del romanticismo. Pero, en el caso de “Cumandá”, hay algo especial: a Mera se le ocurrió como eje del argumento que Carlos y Cumandá, hermanos carnales que ignoran tal relación de la sangre, y que se reencuentran al cabo de años, ya jóvenes, en medio de la selva, se enamoren entre sí. El novelista no quiso reparar en que se estaba creando un enorme problema para su alma cristiana. Jamás podía tolerar su imaginación el incesto. Y entonces se puso a espíar la conducta de sus protagonistas, a vigilarla estrechamente, a no permitir más que un casto amor de hermanos que se interrumpe con la muerte de la heroína. Aquel celo le obligó a falsear aun más el asunto de su novela. No es necesario detenerse a ver lo que hay de ineficaz engaño en la obra. Cumandá, la joven blanca criada en medio de los bosques orientales del Ecuador, no es sino un sueño amable de Mera. Y Yahuarmaqui, la figura india más marcada de la narración, no es ningún salvaje de “manos sangrientas”, sino un patriarca venerable, que todo lo resuelve pausada, sabia y majestuosamente. Dejando pues a un lado aquella propensión obsesivamente literaria de Mera, y su postura románti- LITERATURA DEL ECUADOR co-chateaubrianesca, conviene más bien mirar lo que hay de vivo y auténtico, de trama tejida con nervios sensibles, en “Cumandá”. Y esto es precisamente todo lo contrario de lo exótico: es lo que le dictó la cruda realidad que él logró conocer. En efecto, nada hay en la narración de tanta fuerza ni animación como el capítulo VI, titulado “Años Antes”. Se presentan allí cuadros humanos de mucha intensidad. Se evoca, justificándolo, el levantamiento de los indios contra los colones españoles que habían establecido el hábito de “andar siempre vibrando el látigo sobre los vencidos”. Se condena la brutalidad de los obrajes (“el que nombraba una hacienda de obraje, nombraba el infierno de los indios”). Se habla de infelices que morían “con la cardadera en la mano”. De obligaciones que no terminaban de pagarse jamás. Y tras el episodio de la rebelión, se ofrecen imágenes tan vigorosas como ésta: “La feroz Huamanay –una india cabecilla–, supersticiosa cuanto feroz, había sacado los ojos a un español y guardandolos en el cinto, creyendo tener en ellos un poderoso talismán; pero viéndose al pie del patíbulo, se los tiró con despecho a la cara del alguacil que mandaba la ejecución, diciéndole: ¡Tómalos! Pensé con esos ojos librarme de la muerte, y de nada me han servido”. También por el acertado arrimo en la realidad es uno de los mejores capítulos el XVI, titulado “Sola y Fugitiva en la Selva”. Allí se siente de veras la transpiración del medio bárbaro. E igual sentido de autenticidad tienen las hesitaciones del Padre Domingo Orozco enfrentado al conflicto de salvar a uno de sus dos hijos. En fin, cuando Mera quería ensayar su talento de observador perspicaz, poniéndolo por encima de la influencia extranjera, daba con lo que se requería para componer una novela rica de emoción y vitalidad. Puede afirmarse que él estuvo en el lugar al que as- 137 cienden los precursores para señalar el camino a los que vienen después. Capítulo XVI de Cumandá SOLA Y FUGITIVA EN LA SELVA En nuestra zona, cuando el cielo está limpio de nubes, las estrellas despiden tanta luz que reemplaza a la de la luna; merced a ella Cumandá pudo guiarse fácilmente en su fuga. Caminó largo trecho formando ángulos entre las márgenes del río y el fondo del bosque. Esta manera de caminar alargaba el trayecto; pero con ella pretendía la joven desorientar a los jíbaros que luego se lanzarían en su persecución, y que tienen el instinto del galgo para seguir una pista. Las monótonas voces de los grillos y ranas turbaban el silencio del desierto; de cuando en cuando cantaba la lechuza, o el viento azotaba gimiendo las copas de las palmeras, o se escuchaba el lejano ruido de algún árbol que, vencido por el peso de los siglos y ahogado por las lianas venía a tierra, estremeciendo el bosque y destrozando cuanto hallaba al alcance de su gigantesca mole. Los micos, los saínos, las aves al sentir ese terremoto de sus moradas, huían golpeándose entre las ramas y dando chillidos de espanto. Mas a poco se restituía la calma, y sólo quedaba la desapacible música de los reptiles y bichos, hijos del agua y del cieno, que no cesan de zumbar y dar voces en diversos términos durante el imperio de las nocturnas sombras. Millares de luciérnagas recorrían lentas el seno tenebroso de la selva, como pequeñas estrellas volantes; a veces se prendían en la suelta cabellera de la joven fugitiva o se pegaban a su vestido como diamantes con que la misteriosa mano de la noche la engalanaba. Otras veces no eran los luminosos insectos los que brillaban, sino los ojos de algún gato montés que andaba a caza de las avecillas 138 GALO RENÉ PÉREZ dormidas en las ramas inferiores o en los nidos ocultos en la espesura. Cumandá se asustaba y huía de ellos, apretando contra el pecho el amuleto o haciendo una cruz. El cansancio le obligaba en ocasiones a detenerse, y arrimada al tronco de un árbol dejaba reposar algunos minutos los miembros que empezaban a flaquear con el violento ejercicio. No sabía, entretanto, dónde estaba ni cuánto se había alejado del punto de donde partió; sin embargo, iba siempre por la margen del río y no podía dudar que había caminado mucho. Quince días antes amaneció junto a Carlos, presa por los moronas, después de haber andado, prófuga también, gran parte de la noche. Entonces la animaba la presencia del amado extranjero; ahora, además del temor de dar en manos de los bárbaros, la anima asimismo la esperanza de volver a verle, de volver a juntársele quizás para siempre. Con la imagen de Carlos en el corazón salió de la cabaña, con ella vagó en la oscuridad de la noche, con ella le ha sorprendido la luz de la mañana. Su pensamiento es Carlos, su afecto Carlos, Carlos su esperanza, Carlos su vida. Cada paso que da la acerca a él; cada hora que transcurre la aleja de la muerte y la aproxima a la salvación. Toda la naturaleza la convida a acompañarla en sus magníficas armonías matinales. Hay gratísima frescura en el ambiente, dulces susurros en las hojas, suave fragancia en las flores; y una infinidad de mariposas de alas de raso y oro dan vueltas incesantes, cual si en área danza siguiesen los caprichosos compases de aquella maravillosa orquesta de la selva. Cumandá siente hambre; busca con ávidos ojos algún árbol frutal, y no tarda en descubrir uno de uva a corta distancia; se dirige a él, y aún alcanza a divisar por el suelo algunos racimos de la exquisita fruta, mas cuando va a tomarlos, advierte al pie del tronco y medio escondido entre unas ramas un ti- gre, cuyo lomo ondea con cierto movimiento fascinador. La uva atrae al saíno, al tejón y otros animales, y éstos atraen a su vez al tigre que los acecha, especialmente en las primeras horas de la mañana. La joven, que felizmente no ha sido vista por la fiera, se aleja de puntillas y luego se escapa en rápida carrera. Se le ha aumentado la sed, y no halla arroyo donde apagarla; en vano busca algunas gotas de agua en los cálices de ciertas flores que suelen conservar largas horas el rocío. El sol es abrasador y los pétalos más frescos van marchitándose como los sedientos labios de la joven; en vano prueba repetidas veces las aguas del Palora; este río no es querido de las aves a causa de lo sulfúreo y acre de sus aguas, y los indios creen que el beberlas emponzoña y mata. Es más de medio día y el calor ha subido de punto. Parece que la naturaleza, sofocada por los rayos del sol, ha caído en profundo letargo, ni el más leve soplo del aura, ni el más breve movimiento de las hojas, ni una ave que atraviese el espacio, ni un insecto que se arrastre por las yerbas, ni el más imperceptible rumor… Es la ausencia de toda señal de vida, es la misteriosa sublimidad del silencio en el desierto. Creeríase que se ha dormido en su seno alguna divinidad, y que el cielo y la tierra han enmudecido de respeto. No obstante, de cuando en cuando atraviesa por el bosque un gemido, o una voz sorda y vaga, o un grito agudo de dolor, o un sonido metálico y percuciente. Tras cada una de esas rápidas y raras voces de la soledad se aumenta el silencio y el misterio; y el espíritu se siente sobrecogido de invencible terror. Cumandá desfallece; sus pasos comienzan a ser vacilantes e inseguros, y los ojos se le anublan. Casi involuntariamente se recuesta sobre el musgo que cobija las raíces de un árbol, y busca en el fondo de su alma la virtud de la resignación al triste fin que juzga LITERATURA DEL ECUADOR inevitable; pero le es difícil hallarla, porque su corazón clama como nunca por la vida. Acuérdase al mismo tiempo de haber oído a un salvaje como una vez descubrió una fuente para apagar la sed. Cava la tierra, mete la cabeza en el hueco y atiende largo espacio.– Por ahí… Ahí si no me engaño, murmura. Y en el acto se dirige a un punto algo distante del amargo río. Repite la observación por dos veces en cada una de las cuales se detiene menos. Al fin llega a un lugar donde se levantan del suelo húmedo unas matas bastante parecidas a la menta. En medio de ellas hay una charca, y en ésta habitan unas ranas, cuyo grito, aunque leve, alcanzó a percibir Cumandá. Bebe de esas aguas hasta saciarse, y siente singular alivio. Mas al Palora se dirige otra vez la joven tomando un camino oblicuo de aquellos anchos y limpios que, con admirable industria, abren las hormigas por espacio de largas leguas, y logra adelantar bastante en su fuga. Descansa un momento en la orilla, mientras mide con la vista la anchura del cauce en que se mueven las ondas pausadas y serenas, y flexiona sobre el punto más a propósito donde conviene arribar al frente. Echase a nado en seguida, y en pocos minutos está en la margen opuesta, por la cual sigue andando más de una hora. Los pies se le han hinchado y lastimado con tan larga y forzada marcha; los envuelve en hojas; cambia las sandalias, que se le han despedazado, con otras que improvisa de la corteza de sapán, y torna a caminar. Viene la noche acompañada de brillantes estrellas, como la anterior, y la virgen de las selvas, con breves intervalos, en los que se ve obligada a descansar, no obstante el anhelo de adelantar más y más en la fuga, marcha entre las sombras, cuidando siempre de no llevar vía recta, sino de zetear como lo había hecho en la otra margen del río. Luce el 139 alba, brilla un nuevo día, y se repiten algunas escenas de la víspera; pero Cumandá no pasa por tantos peligros, si bien el cansancio la abruma y crece el dolor de los lastimados pies. Con todo, conoce que ha adelantado mucho, y que se avecina al antiguo hogar de sus padres, abandonado a la sazón, desde donde piensa cruzar la selva por la derecha en busca de Andoas, o a lo menos de alguna de las chacras que sus habitantes poseen en la orilla del Pastaza. Faltan casi dos horas para la noche, y ha habido en el cielo un cambio súbito, de esos tan frecuentes en la zona tórrida; está cubierto de negras nubes, y acaso sobrevendrá la tempestad, y al fin llegarán las sombras nocturnas sin ninguna estrella. En efecto, óyese a lo lejos un trueno sordo y prolongado; a poco otro y luego un tercero más cercano. Violentas ráfagas de viento que vienen del este sacuden las copas de los árboles, que lanzan rumor bronco y desapacible, semejante al del primer golpe del aluvión que arrebata las hojas secas de la selva, o al de las olas del mar que ruedan tumultuosas sobre la arena de la orilla y se estrellan en las rocas; o bien se cruzan en la espesura y dan agudos y prolongados silbos chocando y rasgándose en los troncos y ramas. El estado de la atmósfera y el temor de una noche tenebrosa alarman a la virgen del desierto; mas por dicha advierte que la parte de la selva por donde camina está bastante desembarazada de rastreras malezas y le es algo conocida, y aunque el trayecto que debe andar es muy largo todavía, cree que no le será difícil seguirlo, no obstante la oscuridad, hasta las cabañas de su familia. Además, puede decirse que la oscuridad es menos oscura siempre para los ojos de un salvaje. Las nubes han bajado hasta tenderse sobre la superficie de la selva como un inmenso manto fúnebre; las sombras se aumentan y comienza la llu- 140 GALO RENÉ PÉREZ via. Hojas, ramas, festones enteros vienen a tierra; luego son árboles los que se desploman, y aún animales y aves que han perecido aplastados por ellos o despedazados por el rayo que no cesa de estallar por todas partes. Por todas partes, asimismo, corren torrentes que barren los despojos de las selvas, y los llevan arrollados y revueltos a botarlos a los ríos principales. Cumandá se ha guarecido bajo un tronco, único asilo para estos casos en aquellas desiertas regiones; de pie, pero medio encogida en su estrecho escondite, el espanto grabado en el semblante, temblando como una azucena cuyo tallo bate la onda del arroyo, y puestas ambas pálidas manos sobre la reliquia que pende del cuello, siente crujir la tierra y los árboles a su espalda y a sus costados y gemir uno tras otro los rayos que se hunden y mueren en las ondas que pasan azotando la orilla en que descansan sus plantas. Nunca había visto espectáculo más terrible e imponente, ni nunca se halló, como ahora, por completo sola en esas inmensas regiones deshabitadas, cercada de sombras densas y amenazada por las iras del cielo, cuyo favor invocaba con toda el alma. Una hora larga duró la tempestad. Cuando cesó del todo, la noche había comenzado, y era tan oscura que aún la vista de una salvaje apenas podía distinguir los objetos en medio del bosque. A los relámpagos siguieron las exhalaciones que, rápidas y silenciosas, iluminaban los senos de aquellas encantadas soledades. Al sublime estruendo de los rayos y torrentes sucedió el rumor de la selva, que sacudía su manto mojado y recibía las caricias del céfiro, que venía a consolarla después del espanto que acababa de estremecerla. Las plantas, como incitadas por una oculta mano, erguían sus penachos de tiernas hojas, y los insectos que habían podido salvarse de la catástrofe levantaban la voz saludando la calma que se restituía a la naturaleza. Algu- nas aves piaban llamando al compañero que había desaparecido, y que ya no volverían a ver ni con la luz del día; el bramido del tigre sonaba allá distante, como los últimos tronidos de la tormenta. El cielo comenzó a despejarse, y algunas estrellas brillaban entre las aberturas que dejaban las negras nubes al agruparse al oeste. Con esta escasa luz que apenas penetraba la espesura, resolvió Cumandá seguir su camino. Hizo bastón de una rama y empezó a dar pasos como una ceguezuela. Conocía la dirección que debían llevar y fiaba en su admirable vista, que luego acomodada a las sombras le permitiría andar más libremente; pero, con todo, jamás se había visto rodeada de mayores obstáculos ni abrumada de más grave angustia. En adelante anduvo con mayor desembarazo; a quinientos pasos del arroyo halló la sementera de yucas, después la hermosa hilera de plátanos, tras ella las cabañas, cabañas pocos días antes tan animadas, alegres y llenas de dulce paz, ahora abandonadas, tristes, silenciosas como la muerte, y dominadas por una paz que infundía dolor. Al verse delante de ellas Cumandá no pudo contenerse. El más agudo pesar le rasgó las entrañas; se arrimó a una de las puertas, ocultó el rostro con ambas manos y soltó el llanto, exhalando quejas lastimeras que turbaron el silencio de la soledad y fueron repetidas por los ecos del río y de la selva. Todo estaba allí en armonía con el estado de ánimo de la infeliz Cumandá. Las casas sin sus dueños, la selva maltratada por la tormenta, las sombras, la soledad, el silencio. Un incidente inesperado viene a dar un toque más al doloroso cuadro. Ve la joven que se le acerca un bulto arrastrándose y dando leves quejidos; es el perro de la familia que agoniza de hambre, pero que no ha querido dejar su puesto de guardián de la casa de sus amos. Sintió que se acercaba Cumandá, y haciendo LITERATURA DEL ECUADOR los últimos esfuerzos viene a sus pies a perecer en los transportes del cariño que todavía puede consagrarla. Este encuentro la conmueve de nuevo y aviva su llanto; el buen animal le lame los pies lastimados; ella le devuelve caricia por caricia y le habla con ternura, cual si pudiese entenderla, apesarada de no poderle dar cosa alguna que coma.– ¡Pobrecito! le dice, ¡pobrecito! ¡a ti también te ha sobrevenido el tiempo de la desgracia, y te estás muriendo de hambre sólo por ser leal y bueno! ¡Cuánto me duele no poder hacer nada por ti, no poder darte ni un bocado! Transcurrió buen rato; Cumandá dejó de llorar, y meditaba sobre la manera de terminar su fuga. No estaba aún cerca de Andoas, y tenía que vencer algunas dificultades, atravesando el bosque tendido al oeste de la población por espacio de bastantes leguas. Por agua el camino es corto y fácil, y cuando el río está crecido, como en la actualidad, la navegación es, aunque asaz peligrosa, rapidísima; pero ¿dónde hallar una canoa para emprenderla? No obstante, tiene esperanzas de dar con la de algún pescador del Pastaza, o de algún labrador que hubiese subido a la chacra. Si cerca ya de la Reducción se ve en peligro de caer en manos de sus perseguidores, se echará a nado. ¿Qué es para ella sino cosa de lo más hacedera fiarse de las olas del Pastaza, cuando tantas veces ha pasado y repasado el Palora en una misma mañana? Pero Cumandá no contaba con que éstas eran pruebas de la robustez y agilidad que a la presente no poseía. Así dando y cavando, Cumandá, maltratada de alma y cuerpo, se dejó rendir por el sueño. Este grato beneficio de la naturaleza, que mitiga a veces el dolor y restaura las fuerzas del ánimo, fue cortísimo para la cuitada joven. Un ruido extraño la recordó sobresaltada; advirtió que una luz roja, aunque no viva, la rodeaba; dirigió las miradas hacia donde 141 sonaba el ruido, y vió levantarse por el lado en que muere el sol una espesa columna de humo salpicada de innumerables centellas que morían en el espacio. Era un incendio a no mucha distancia. No podría ser efecto de ningún rayo, pues la tempestad había pasado ya completamente, y era verosímil que fuese una hoguera encendida por los salvajes. ¿Quiénes podía ser éstos? ¡Los paloras, lanzados, sin duda, en todas direcciones en persecución de la fugitiva! Comprende la desdichada la urgente necesidad de proseguir la marcha y ponerse en salvo. Alzase al punto, y al hacerlo resbala y cae de sus pies la cabeza del perro. Está muerto. Las caricias que hizo a su ama le habían agotado las últimas fuerzas vitales. Ella vierte algunas lágrimas por la pérdida del único amigo hallado en su fuga por el desierto, y echa a andar apresuradamente. Sigue como guiada por secreto impulso una vereda, en tiempos felices por ella transitadísima, y da pronto con otro recuerdo grato y triste a la par. Allí está el arroyo de las palmeras. ¡El arroyo! ¡Las palmeras! ¡Ah, carísimos testigos del más casto y puro de los amores, de las más sencillas, tiernas y apasionadas confidencias, de los más fervientes y sinceros juramentos! ¡También vosotros os habéis cambiado! El arroyo es un río, y está turbio y brama y parece que amenaza de muerte a su amiga de ayer; las palmeras están destrozadas; la una ha doblado tristemente la cabeza y apenas se sostiene en pie. Es la de Carlos; la otra, ¡ah! la otra ¡qué ruina!… ¡Es la de Cumandá y está como su corazón!… ¡Dios santo! ¡qué cuadro! ¡y qué recuerdos!… Allí le faltan a la joven voces y lágrimas y le sobra dolor. El dolor intenso nunca grita ni llora, y como que se resiste a esas manifestaciones externas, por no ser profanado por la indiferencia del mundo; ese dolor necesita de lo más recóndito del santuario del corazón, o de las sombras de un sepulcro donde junto con 142 GALO RENÉ PÉREZ el corazón deba ocultarse para siempre. La desolada virgen se llega a la palma medio viva, le habla en voz trémula y secreta, abraza el tronco ennegrecido por el fuego y apoya un momento la cabeza en él, repitiendo casi delirante: –¡Carlos! ¡Amado extranjero mío! ¿Dónde estás? Al fin se aleja unos pasos, y se sorprende de divisar una cano que balancea en el río, atada a la raíz donde solían sentarse los dos amantes. Detiénese; no sabe qué pensar; se acerca a la orilla; vuelve a pararse. ¿Acaso los pescadores de Andoas han subido hasta aquí?… ¡O tal vez es la canoa del extranjero!… ¡Ah, si así fuese!… Este pensamiento la hace estremecer de gozo. Pero en esto oye un breve rumor hacia la parte superior del río, entre la espesura. Se sobresalta, pues cree que sus perseguidores se aproximan. Atiende de nuevo. ¿Es una voz humana? Sí, si. Alguien habla por lo bajo.– Son ellos, piensa, ¡los paloras! y al punto se echa de un salto a la canoa; hace un esfuerzo violento con ambas manos y arranca la atadura que la sujeta a la raíz. El río, a causa de las avenidas, baja lodoso, negro y rápido, y la barquilla es arrebatada como una hoja. ¡Espantosa navegación! Negro el cielo, pues hay todavía nubes tempestuosas que se cruzan veloces robando a cada instante la escasa luz de las estrellas; negras las aguas; negras las selvas que las coronan, y recio el viento que las hace gemir y azota la desigual superficie de las olas; el cuadro que la naturaleza presenta por todos lados es funesto y medroso. El remo es inútil; la canoa se alza, se hunde, choca contra la orilla y retrocede; o encontrada con los troncos que arrebatan las ondas, da giros violentos, y ora la popa se adelanta levantando montones de espuma en la anormal carrera, ora va saltando de costado el frágil leño como caballo brioso que, impaciente del freno que le contiene, no toma en derechura la vía que debe seguir. Cumandá tiembla de terror. Ya no es la dominadora de las olas, porque la cercan tinieblas y apenas divisa el enfurecido elemento que brama y se agita bajo ella. Llevada por la corriente en medio de los despojos del bosque, semeja uno de ellos. La joven prófuga ha invocado mil veces al buen Dios y a la Santa Madre, ha besado la reliquia que lleva al cuello, ha hecho cruces para ahuyentar al mungía, a quien atribuye la alteración de las aguas, las tinieblas y el viento. Al cabo no le queda más arbitrio que abandonar del todo el remo, asirse fuertemente del borde de la canoa y cerrar los ojos, porque el aparente trastorno del cielo y la tierra va ya desvaneciéndola. ¡Recurso vano! La infeliz está helada, siente angustia que le oprime el pecho, respira con dificultad, los oídos le zumban y la inanición y el síncope van apoderándose de todo su ser. Las manos se le abren y caen, inclina la cabeza y todos los sentidos se le apagan… La canoa, juguete de la crecida violenta y de los iracundos vientos, ya no lleva sino un cuerpo inanimado, del cual puede desembarazarse en una de las rápidas viradas o en la más breve inclinación a que le obliguen las ondas. Juan León Mera, “Sola y fugitiva en la selva”. Fuente: Cumandá. Boston. D. C. H. and Co. 1932, pp. 115126. Notas 1 El mariscal Ney es llamado en Francia le brave des braves. 2 Famoso cantor trágico. Cuarta sección EL SIGLO XX I.— Influencia de la corriente arielista. Afirmación del nacionalismo y rechazo a la política anglo-sajona. Las nuevas ideas sociales Hubo una época -comienzos del siglo veinte en que el maestro de “Ariel” tuvo su discipulado. Se lo leyó con deleite. Con fervor. Con afán imitativo. Aunque no siempre con la claridad que demanda su obra. Y precisamente por esto se multiplicaron los tergiversadores, los falsos exégetas, los fingidos legatarios de su pensamiento. Pero de modo más acelerado los repetidores de sus formas expresivas. Aparte Al fonso Reyes, Henríquez Ureña, García Calderón o el ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide, que dieron muestras de un estilo en que conviven armoniosamente el poder de las ideas y la gracia del vocablo, y que por lo mismo se revelaron bajo la docencia estética e intelectual del creador de “Ariel”, la literatura hispanoamericana se ha poblado de figuras rodosianas de muy magra significación. Como sucede generalmente, esa masa de conciencia desdibujada, de individualidades sin relieve, ha pervertido las enseñanzas de José Enrique Rodó trocándolas en especial frívola o en inepta garrulería verbal. Porque es frecuente que la imitación vulgar lleve al empobrecimiento de los manantiales reflexivos de la obra original, o a ciertos alardes idiomáticos cada vez más vacíos e inelegantes. El ensayista uruguayo se sintió solicitado por las circunstancias conflictivas de su tiempo. Quiso hacer un libro que se hallase saturado de su atmósfera temporánea. El amaba la milicia de las letras. La beligerancia del intelectual. Pero la contienda tenía que ser en el plano imponderable de la mente. Y esgrimiendo ideas esenciales. Parece que el estí- mulo eficaz de la elaboración de “Ariel”, según testimonios confidenciales de amigos del autor, fue el de la intervención norteamericana en favor de la independencia de Cuba, hacia 1898. José Enrique Rodó celebró la emancipación cubana, como lo hicieron otras figuras de nuestras repúblicas, ya libres del yugo peninsular. Pero, también como esas figuras, condenó la acción armada de los Estados Unidos contra España. De manera que hubo una inspiración, por lo menos inicial, de carácter político. Ello debió haber alimentado la curiosidad de muchos espíritus en torno de “Ariel”. Y explicaría la inmediata proliferación editorial de aquel libro. Mas el problema concreto de esa intervención norteamericana no aparece en las páginas arielistas. Lo que allí se dice, entre tantas consideraciones lúcidas, y con el acento de una admonición, es que Latinoamérica debe preservar su idealismo, los bienes más alados de su alma. Idea noble, aunque de efectos muy discutibles si se mira con cuidado. Porque aquella alma latinoamericana, tan desatenta con su propio cuerpo, ha originado las calamidades de nuestra astenia para el progreso, organización, orden, trabajo útil y prosperidad de los grandes grupos sociales. Hemos sido en cierto modo lo que reclamaba Rodó. Y aun más que eso. Hemos sido la representación viva de “Ariel”, “el genio del aire”. Nos hemos negado en el presente, inventándonos una cándida ilusión del futuro. Tristes de nosotros, omnipotentes con la palabra, indigentes en la acción. Quién sabe si no era conveniente que cediéramos cautelosamente a las incitaciones 146 GALO RENÉ PÉREZ de esa materialidad de los Estados Unidos que el ensayista uruguayo encarnaba en Calibán, desdeñándola tanto. En los años de la influencia de “Ariel” no se pensó así. Se miró al país del norte como a una realidad antagónica frente a la que no se debía capitular, a ningún título, bajo ningún pretexto. Ello hubiera sido conspirar contra el culto sagrado de lo nacional. Además, ciertos hechos políticos habían exacerbado esa posición nacionalista, adversaria de la América anglosajona. Al punto de que hay hasta versos del refinado y exótico Darío que fueron como la enérgica y temprana incitación de los violentos dicterios nerudianos del “Canto General”. Se combatió la nordomanía exaltando los llamados “valores de la raza”: lo indio y lo hispánico. En el Ecuador tomó varias direcciones el espíritu imperante: una fue de encarecimiento —a veces extremado y falso— de las raíces españolas; otra fue de apología —también en algunos casos insincera y retórica— del ancestro indígena, y una tercera fue de indiscernida pasión antiyanqui, estimulada por ciertos grupos políticos. Esa triple proyección dura todavía, en el campo literario, en el sociológico y en el de la acción pública. Una de las expresiones más antiguas de la alarma arielista en el Ecuador apareció en 1916. Tal lo son las páginas de “¿Imperialismo o Panamericanismo?”, escritas por Agustín Cueva. En ellas no se habla únicamente del peligro nórdico, de la amenaza imperialista, sino de yerros de interpretación de la doctrina de Monroe y de hechos arbitrarios de los Estados Unidos en los conflictos de orden interno del país. En cierta manera dentro de la misma corriente de pensamiento, pero sobre todo dentro de la intención nacionalista en boga, el historiador y estudioso de la sociología Belisario Quevedo expuso ideas penetrantes sobre la realidad del pueblo ecuato- riano. Bajo la luz del positivismo —Spencer, Comte y Mill, citados en “Ariel”, iban siendo familiares en toda Hispanoamérica—, parece que realiza Quevedo su apreciación de las condiciones sociales del país. Su punto de vista sobre la composición étnica del Ecuador, en que se percibe una marcada decepción del mestizaje, recuerda el criterio pesimista del boliviano Alcides Arguedas, también discípulo del positivismo. Pero el afán de los autores hispanoamericanos no era otro que el de conocimiento de lo propio para buscar las soluciones que demandaban los problemas nacionales. Los últimos decenios han traído consigo nuevas y nuevas exigencias. Las reformas conseguidas por el liberalismo, que se han ido afianzando paulatinamente, con destreza, a través de una legislación moderna, y que ahora se han incorporado ya a los hábitos de la vida social, no han cubierto —no podían hacerlo todo a un mismo tiempo— los reclamos colectivos de orden económico. Además, los problemas se han ido multiplicando con el crecimiento de la población y el enfrentamiento de capitalistas y asalariados. El liberalismo ha tenido que tender hacia la izquierda política, con el afán de hallar también una culminación material a su revolución ideológica. Uno de los primeros sociólogos liberales que lo advirtieron fue José Peralta. Con mucha elocuencia demostró que “el problema obrero” debía “preocupar a los hombres de Estado”. El trabajador —decía Peralta— se halla en la desocupación, y su familia en la indigencia y la ignorancia. Pero sobre todo reparaba en el paria de los campos, en el indio infeliz para quien la existencia no es sino una cadena interminable de obligaciones y sufrimientos. Y concomitantemente advertía los males del latifundio, que produce el fatal estancamiento de la riqueza pública. No pedía, desde luego, la abolición de la propiedad, si- LITERATURA DEL ECUADOR no “la equitativa repartición de los medios de vida”. Señalaba cuáles eran a su entender “los postulados sociales del liberalismo”. Creía, en suma, “en un socialismo científico, humanitario y justo”. Preocupaciones de linaje semejante reveló también Carlos Manuel Tobar y Borgoño. Escribió páginas sobre “la protección legal del obrero en el Ecuador”. E igualmente dirigió su enfoque a la situación del campesino, que sigue siendo el problema agudo del país “…para nuestro indio —afirma— no hay nada; por más pesada que se le haga la carga al gañán, no tiene él dónde escapar, no halla asilo en ningún sitio, de todas partes tiene que huir como un bandido”. Describe Tobar y Borgoño las condiciones aflictivas en que se va desmoronando la existencia del indio. Y lanza esta admonición: “Eduquemos al pueblo y démosle lo suyo, buenamente, generosamente, humanamente, y tengamos en cuenta que esto que le vamos a conceder será siempre de él el día de mañana, que le pertenecerá, pero cuando nos lo haya arrancado a puñadas y zarpazos”. Al estímulo de estos males inherentes a la organización económica y a la pluralidad racial del país; bajo la influencia de la corriente marxista de nuestro tiempo, y al impulso también de una literatura militante, contenida en novelas, ensayos y poemas, ha ido tomando lugar el ideario socialista, con todas las simpatías de lo nuevo, lo promisorio y pletórico. Algunas de las figuras destacadas de estos años han profesado el socialismo, y han insistido en la necesidad de una revolución pacífica, generada desde los organismos del estado, que dé término a los problemas populares. El caso de Cuba no ha dejado de amedrentar a aquellos que han venido oponiéndose tercamente a las reformas sociales y económicas que son necesarias. Y un buen núcleo de intelectuales ha atraído la atención, 147 sobre todo, hacia la gravedad de la situación que soportan el indio y el montuvio en el Ecuador. Han acudido para ello a la idoneidad de los medios que ofrece la sociología moderna. José de la Cuadra, Pío Jaramillo Alvarado, Luis Monsalve Pozo, Víctor Gabriel Garcés Rubio Orbe han escrito en esa materia trabajos de vital interés. Pero la verdad es que el fruto de las investigaciones sociológicas ni los vibrantes reclamos y enérgicos propósitos de organización y austeridad han sido atendidos desde el gobierno. Durante largos períodos ha faltado la eficacia de un régimen laborioso y constructivo. Al poder se ha llegado bajo el azar de las contiendas cuarteleras, o de la traición, o de los convenios de las camarillas políticas, o de los arrebatos vocingleros del caudillismo. Pocas veces la representación popular se ha cumplido de veras. Pocas veces la democracia se ha impuesto sin ilicitudes ni mancilla. Un enorme sector de la población —la indígena sobre todo, y en general la campesina— ha permanecido al margen de la vida pública, sorda, callada, indiferente a todo lo que es el drama de los partidos y a sus codicias y sus duelos de ideas e intereses. El país ha estado gobernado sólo en función de los grupos y para los grupos. El destino nacional ha estado en sus manos. Siempre entre las sombras de la incertidumbre. Siempre bajo la amenaza de algún peligro. Siempre en el vaivén de la improvisación de cada día, en una especie de interinidad que no acaba jamás. La ausencia de soporte popular y de idoneidad de los regímenes y facciones políticas ha determinado el cambio irregular de las instituciones legales y de los agentes del poder público. Ese carácter de la existencia republicana ha influído en el ritmo del desarrollo material, todavía precario. Y para ello ha tenido un cómplice secular en el estilo de la economía feudal. Las tierras desérticas del latifundio, 148 GALO RENÉ PÉREZ aprovechadas en mínima parte; la relación medieval de señor y siervo en los sistemas de trabajo del campo; la situación —más bestial que humana— de esos campesinos, han agravado la condición letárgica del país. El desierto en la puna, en las selvas y las sabanas del litoral deja la impresión de que apenas se habitara un trozo primitivo de planeta. Los caminos se despeñan o se fatigan y expiran antes de cumplir su función comunicante de ciudad a ciudad, de pueblo a pueblo, de villorrio a villorrio. La musculatura geográfica parece que se afana en separar los núcleos humanos. Y eso produce el debilitamiento gene- ral y las vacilaciones del esfuerzo en la obra del desarrollo material. La consecuencia inmediata de esos males ha saltado en la forma de una pobreza irremediable. Se muestra en los millares de muchachos sin escuela. En la descalcez, tan común. En la cólera pasmada de los trabajadores de la tierra. En la cuchara vehemente del hambriento. En el rostro vergonzante del tugurio. Y eso es, y todavía seguirá siéndolo por largo tiempo, lo que imanta la pluma de sociólogos, escritores políticos, periodistas y creadores de la literatura ecuatoriana. II.– El Modernismo, movimiento literario de esos mismos años. Unidad del modernismo en Hispanoamérica. Su condición altamente estética. Su trascendencia. Advenimiento tardío del modernismo ecuatoriano. Las corrientes francesas que fecundaron la poesía modernista en el continente y en el Ecuador. La generación de Arturo Borja, Humberto Fierro, Medardo Angel Silva y Ernesto Noboa Caamaño. El maestro de la prosa Gonzalo Zaldumbide El que habla de Modernismo sabe que fue una corriente hispanoamericana cuyas orillas o límites temporales se extendieron, más o menos, de 1880 a 1920, cuatro decenios apenas de los dos siglos. Eso especialmente se explica por la celeridad con que cobró cuerpo en todo el continente, desde México hasta la Argentina. Halló un entusiasmo unánime. Y, evidencia poco frecuente, una común aptitud lírica en las generaciones de muchos países. Cada uno de ellos pudo exhibir sus propios valores. Difícil es precisar si hubo un espontánea promoción de virtudes de refinamiento en la sensibilidad y el tacto literario de aquellos autores, o si la atmósfera del nuevo movimiento comunicó esas características a la mayor parte de ellos, pero resulta indiscutible la condición altamente estética del Modernismo. Se hicieron demostraciones de muy depurada calidad tanto en la prosa como en el verso. Poemas impecables. Cuentos de extremada finura. Novelas de acabado estilo. Crónicas y ensayos en que la luz intelectual cabrillea en la onda verbal rítmica y transparente. Innecesario es quizás el citar, siquiera como prueba parcial, los nombres de Darío, Gutiérrez Nájera, Larreta, Gómez Carrillo, Martí y Rodó. La rapidez con la que pasó el Modernismo por el horizonte completo de Hispanoamérica no significa, desde luego, que haya carecido de trascendencia o de gravitación en el futuro. A pesar del reclamo dariano de que cada uno busque su propia originalidad, rehuyendo la tentación simiesca de la imitación, y en desacuerdo con el parecer de Unamuno de que no se debía hablar de Modernismo sino de modernistas, la corriente tuvo caracteres homogéneos que aseguraron su vasta unidad en el continente. Uno solo fue su credo estético. Y muy semejante el fondo mental y afectivo de los autores. De ese modo la importancia del Modernismo como fenómeno global es evidente, y lo es también la duradera consecuencia que produjo. Algunas de las conquistas literarias de los últimos tiempos parten de aquella feliz experiencia. En el Ecuador hubo también una generación modernista. Y no desdeñable como parece suponerlo el investigador Max Henríquez Ureña. Lo que ocurrió fue que tales poetas ecuatorianos nacieron en la década del apogeo del movimiento en el resto de Hispanoamérica, y cuando escribieron sus primeros versos la hoguera ya se había extinguido. 150 GALO RENÉ PÉREZ Nuevas modalidades reclamaban la atención de todos. Gustadas las perfecciones estilísticas, registradas las extrañas predilecciones del alma (las esquiveces frente a las demandas ordinarias del ambiente, la abulia, la melancolía y la desazón metafísica), a través de los principales autores, poca o ninguna sugestión debió despertar ya la suma de alardes formales y de doliente exquisitez espiritual de los modernistas del Ecuador, llegados con fatal demora. Pero, por su avidez de las fuentes francesas, por su devoción a los fundadores del Modernismo hispanoamericano, por su fina conciencia del estilo, por la espontánea inclinación morbosa del temperamento, tan común en los años finiseculares, se incorporaron con características uniformes a ese movimiento. Y, como en los demás casos nacionales, ayudaron a mostrar el camino de las transformaciones que se han ido logrando en la presente centuria. Bastante conocido es el origen posromántico del Modernismo hispanoamericano. Apareció como una crisis del romanticismo, ni más ni menos que las tendencias europeas de fin de siglo. Pero no fue un fruto de la intransigencia. Conciliatorias eran las señales de su bandera. No venía a mirar al pasado como a un campo enemigo. Ni a los frentes que surgían en su mismo tiempo. Mejor que suprimir a ciegas cuanto se hallaba en pie a su alrededor, era respetar lo bueno y recibir inteligentemente su legado. La cultura era una divisa modernista. La capacidad de asimilación uno de los mejores bienes. El éxito estaba en saber discernir, en saber valorar y elegir. La figura máxima del Modernismo —Rubén Darío— daba el fecundo ejemplo: fundía en una nueva realidad los elementos del romanticismo, del simbolismo, del parnasismo, del naturalismo. O sea de todo aquello que ofrecía el laboratorio intelectual de Francia. Para conseguirlo era menester la condición supe- rior de Darío, que reducía a una admirable unidad lo múltiple y desemejante, y mostraba el camino a su espontáneo discipulado americano. Igual destreza reveló enlazando los recursos formales más antiguos de la poesía castellana con los acentuadamente modernos y revolucionarios. Los modernistas ecuatorianos conocían lo que con tanta brillantez se había logrado bajo el ademán conductor de Darío, a lo largo del continente. Pero conocían también a los representantes de los movimientos franceses: simbolistas y parnasistas especialmente. Además en el Ecuador mismo ya contaban con un predecesor —Francisco Fálquez Ampuero—, buen cincelador de la marmórea estrofa parnasiana. Y dos miembros de la generación anduvieron por Europa con un sutil don de percepción: Arturo Borja y Ernesto Noboa Caamaño. Asimilaron entonces de manera directa expresiones poéticas de aquellas tendencias y la actitud inadaptada, enfermiza, de algunos de sus autores. Ello les comunicó afinidad con los grupos modernistas que hacía poco habían declinado en las otras naciones de Hispanoamérica. Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Samain, Laforgue fueron nombres que se invocaron familiarmente entre los poetas de esa generación ecuatoriana. La elegancia en la frase lírica, el encanto musical, el trémolo de los amores infortunados, la ansiedad de partir hacia horizontes desconocidos, un hastío prematuro de todo, les hizo coincidir en sus preferencias de poetas y aun en sus destinos humanos. Hubo entre ellos una evidente unión generacional. Por eso el que juzga al Modernismo en el Ecuador tiene que apreciar de modo insoslayable a sus cuatro autores representativos: Arturo Borja, Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro y Medardo Angel Silva. Fueron semejantes hasta en su tragedia personal: los cuatro murieron jóvenes, y dos de ellos —Borja y Silva— LITERATURA DEL ECUADOR se suicidaron antes de cumplir sus veintiún años. La brevedad de esas vidas, la atmósfera de bohemia en que se aniquilaron y el desprecio hasta a la notoriedad literaria conspiraron sin duda contra la plenitud y extensión de la obra que los modernistas ecuatorianos habrían dejado. Arturo Borja poseyó una legítima naturaleza de escritor, explícita en tres o cuatro de sus mejores poemas, pero no alcanzó la madurez que merecía. Humberto Fierro amó la selección, el verso trabajosamente pensado, que destella en ciertas expresiones afortunadas pero descubre el artificio y la rigidez en otras. Careció de la exaltación lírica de sus compañeros. Medardo Angel Silva fue el que mejor llegó a la sensibilidad popular, el más ambicioso de todos. Se le reconocían aptitudes geniales. Hizo poemas admirables, pero a menudo cayó también en la creación me- 151 diocre, consecuencia de la prisa y la excesiva juventud. El más completo de la generación fue Ernesto Noboa Caamaño. Poseyó como ninguno la técnica del verso. Fue el más homogéneo. El que mejor se acopló al Modernismo hispanoamericano. Y sigue siendo uno de los poetas líricos más notables del Ecuador. En lo que concierne a la prosa del mismo movimiento, ésta tuvo un alto representante: Gonzalo Zaldumbide. Fue autor de ensayos críticos y de la novela “Egloga Trágica”. Desde su juventud se acercó a la obra del uruguayo José Enrique Rodó, cuyo estilo contribuyó a desarrollar su singularísima lucidez de prosador, el más estimado de entre los ecuatorianos. Sus largos años en París en compañía de otros maestros hispanoamericanos, su extraordinario tacto estético, su varia cultura, su genio crítico, le dieron un lugar eminente en las letras castellanas de nuestro tiempo. III.— Autores y Selecciones Arturo Borja (1892-1912) Nació en la ciudad de Quito, rodeado de un viejo prestigio familiar. Sobre todo su padre, el doctor Luis Felipe Borja, fue siempre estimado como jurisconsulto eminente. Aún ahora se acude a los comentarios que éste escribió, en prosa límpida y magistral, sobre el articulado del Código Civil ecuatoriano. Había en el hogar una atmósfera liberal, de puertas abiertas al aire de las renovaciones. Buen principio para la corta pero intensa avidez interior del poeta. El resto lo hicieron las circunstancias: una avería en el ojo, consecuencia de algún descuido en los años de la infancia, y un inmediato viaje a París para su tratamiento. Volvió a Quito con un sentido espiritual diferente. Con una nueva visión. Con los efectos del deslumbramiento que le produjo, no el portento material de la urbe ni nada de la realidad exterior, sino la extrañísima perspectiva de la poesía francesa finisecular, cuya fama se resistía a declinar. En el propio idioma de ellos pudo leer a Baudelaire, Lautreamont, Verlaine, Mallarmé y Rimbaud. Hay que darse cuenta de lo que eso significaba. Simbolismo y parnasismo le reclamaron lo más escogido de su natural vocación de poeta. Le estimularon sus facultades, afinándolas al mismo tiempo. Y le encaminaron hacia los horizontes del modernismo, que desde luego, ya para esa fecha, se desdibujaban en Hispanoamérica. Con todo, en el Ecuador la novedad no había comenzado todavía. Arturo Borja apenas tenía quince años cuando escribió sus primeros poemas. Para entonces ya adolecía de las morbosas desazones que atorbellinaron el alma de los autores franceses. Se sentía prematuramente desengañado. En los momentos de sus tempranas reflexiones confesaba: “Mi juventud se torna grave y serena como —un vespertino trozo de paisaje en el agua”. En otras ocasiones invocaba a la locura, la “Madre locura”, como libertadora del tedio, y a la melancolía— “Melancolía, Madre mía!”—, que es renunciamiento y laxitud. Pero en los instantes de mayor crispación interior exclamaba, como en “Vas Lacrimae”: “La vida tan gris y tan ruin — ¡La vida, la vida, la vida!”. O se quejaba de las amargas vulgaridades del medio nativo, como en su “Epístola a Ernesto Noboa Caamaño”, prosaica pero sincera muestra de su inadaptación a la realidad. O, por fin, dejaba ver su decisión misma de ir pronto a la muerte: “Voy a entrar al olvido por la mágica puerta — que me abrirá ese loco divino: Baudelaire!”. Y aquella urgencia en verdad se cumplió: Borja murió cuando apenas contaba veinte años de edad. A ello obedecen la brevedad y las imperfecciones de su producción lírica, recogida de manera póstuma en la “Flauta de Onix”. Pero la nota del refinamiento y la vibración sentimental se deja advertir en buena parte de sus versos. En algunos de ellos es tan expresiva la queja, que fácilmente se han incorporado al cancionero popular. Tal el caso de los versos de “Para mí tu recuerdo…” En otros, como en los de “primavera mística y lunar”, lo evidente es una seguridad mayor sobre los inasibles elementos de lo poético: el tema de mayo florido y devoto se ha tratado con un juego deleitoso de imágenes y musicalidad. LITERATURA DEL ECUADOR PRIMAVERA MISTICA Y LUNAR A Víctor M. Londoño El viejo campanario toca para el rosario. Las viejecitas una a una van desfilando hacia el santuario y se diría un milenario coro de brujas, a la luna. Es el último día del mes de María Mayo en el huerto y en el cielo: el cielo, rosas como estrellas; el huerto, estrellas como rosas… Hay un perfume de consuelo flotando por sobre las cosas. Virgen María, ¿son tus huellas? Hay santa paz y santa calma… sale a los labios la canción… El alma dice, sin voz, una oración. Canción de amor, oración mía, pálida flor de poesía. Hora de luna y de misterio, hora de santa bendición, hora en que deja el cautiverio, para cantar, el corazón. Hora de luna, hora de unción, hora de luna y de canción. La luna es una llaga blanca y divina en el corazón hondo de la noche. ¡Oh luna diamantina cúbreme! ¡Haz un derroche 153 de lívida blancura en mi doliente noche! ¡Llégate hasta mi cruz, pon un poco de albura en mi corazón, llaga divina de locura! ……………………………………………… El viejo campanario que tocaba el rosario se ha callado. El santuario se queda solitario. Arturo Borja, “Primavera mística y lunar” Fuente: Poetas parnasianos y modernistas. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S.A., 1960, pp. 259-260 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Ernesto Noboa Caamaño (1891-1927) Nació en Guayaquil. De igual manera que su compañero Arturo Borja, procedía de una familia notable. Cumplida su educación media, se estableció con sus padres en la ciudad de Quito, en donde su aleteo poético fue cobrando altura a través de periódicos y revistas. Pero su fama se extendía también al auxilio de las reuniones amicales en las que declamaba lo propio y lo ajeno, en noches de bohemia en que no faltaba la excitación letal de los paraísos artificiales. Había aprendido Noboa un estilo de escribir y de llevar su existencia que provenía del París de los poetas malditos, pero que casaba perfectamente con lo que él era por naturaleza: un hombre extremadamente sensible, desdeñoso de la ordinariez de las cosas cotidianas, acongojado por afecciones íntimas e ideas sombrías. Las incomodidades del ambiente local, rudo para su ambición de vagas delicadezas, le empujaron hacia Europa. El viaje depuró aun más sus gustos y sus percepciones. Le dio oportunidad de captar imágenes extranjeras saturadas de poesía. Un ejemplo de eso es su composición “Lobos de mar”, en el paisaje de Bretaña, cuando Noboa pudo contemplar a ese niño 154 GALO RENÉ PÉREZ que desde el regazo de la madre humilde “torna sus glaucos ojos de futuro marino — y se queda escuchando la promesa del mar…!” Las impresiones de su vagabundeo lejano y las que con alma sensible siguió recogiendo tras el regreso al país, pusieron el calor de lo humano en sus versos, aunque acentuaron al mismo tiempo su desazón, su pesimismo, su renunciamiento a la voluntad y el esfuerzo, su predilección por las drogas heroicas, su insalvable prisa hacia la muerte. Esta, por cierto, no le sedujo de veras, “con su paso humilde de reina haraposa”. Pero, en cambio, le poseía un desmayo invencible frente a las cosas de la vida: “Del más mínimo esfuerzo mi voluntad desiste, — y deja libremente que por la vieja herida — del corazón se escape — sin que a mi alma contriste — como un perfume vago, la esencia de la vida”. En medio de su abandono amaba más radicalmente las lecturas de los autores favoritos: “Heine, Samain, Laforgue, Poe _ y, sobre todo, ¡mi Verlaine!”. O, de igual manera que el modernista cubano Julián del Casal, confesaba su apetencia de morfina y de cloral para calmar sus “nervios de neurótico”. Seguramente Ernesto Noboa Caamaño fue la figura representativa del Modernismo en el Ecuador. Leyó a los franceses. A Darío. A Juan Ramón Jiménez. Y de ese modo asimiló virtudes de forma que le permitieron hacer poesía de gracia y delicadezas jamás logradas antes en el país. Rasgos estilísticos, predilecciones por lo francés y lo exótico, estado sentimental, singular aptitud renovadora, todo le asocia legítimamente a lo más caracterizado del movimiento modernista hispanoamericano. Pero no desoyó totalmente el reclamo de los temas cercanos. Por eso compuso con certeza y colorido aquel soneto titulado “5 a.m.”, que es un imagen fiel, viva, visual, de las gentes quiteñas que madrugan a la misa bajo el clamor de las campanas y que se mezclan con el truhán y la mujerzuela como en un apunte goyesco. Ernesto Noboa Caamaño publicó “Romanza de las horas’ en 1922. Y preparaba un segundo volumen de poesía —que jamás apareció– titulado “La sombra de las alas”. 5 a.m. Gentes madrugadoras que van a misa de alba y gentes trasnochadas, en ronda pintoresca, por la calle que alumbra la luz rosada y malva de la luna que asoma su cara truhanesca. Desfila entremezclada la piedad con el vicio, pañolones polícromos y mantos en desgarre, rostros de manicomio, de lupanar y hospicio, siniestras cataduras de sabbat y aquelarre. Corre una vieja enjuta que ya pierde la misa, y junto a una ramera de pintada sonrisa, cruza algún calavera de jarana y tramoya… Y sueño ante aquel cuadro que estoy en un museo y en caracteres de oro, al pie del marco, leo: Dibujó este “Capricho” don Francisco de Goya. EMOCION VESPERAL A Manuel Arteta, como a un hermano Hay tardes en las que uno desearía embarcarse y partir sin rumbo cierto y, silenciosamente, de algún puerto, irse alejando mientras muere el día; Emprender una larga travesía y perderse después en un desierto y misterioso mar, no descubierto por ningún navegante todavía. Aunque uno sepa que hasta los remotos confines de los piélagos ignotos le seguirá el cortejo de su penas, Y que, al desvanecerse el espejismo, desde las glaucas ondas del abismo, la tentarán las últimas sirenas. LITERATURA DEL ECUADOR Ernesto Noboa Caamaño, “5 a.m.”, “Emoción vesperal”. Fuente: Poetas parnasianos y modernistas. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S.A., 1960, p. 320 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Medardo Angel Silva (1998-1919) Nació en la ciudad de Guayaquil. Su caso familiar difiere del de sus compañeros de generación. Porque Silva tuvo un origen bastante humilde. La pobreza le obligó a dejar el colegio cuando cursaba el tercer año, para vivir por sus manos. De manera semejante a Whitman —cuyos versos conoció— empezó como trabajador de una imprenta, luego devino colaborador eventual de periódicos y revistas y finalmente consiguió ser redactor literario de un diario: “El Telégrafo” de su puerto nativo. Desde la niñez soportó sinsabores y se sintió rodeado de una atmósfera pesada, de dolor y de muerte. Por la calleja de su casa pobre desfilaban diariamente las lentas carretas funerales, camino al cementerio popular. Ese crujido del vagón siniestro, esos atuendos luctuosos, ese oficio cotidiano de la muerte le fueron invadiendo el alma, hasta que la desoladora impresión rebosó para siempre en ella. Imposible es no pensar en nuestro sino fallecedero cuando se recuerda a Medardo Angel Silva. Desde la hora de sus balbuceos líricos dejó percibir la triste admonición, que persistió a lo largo de su obra y halló la elocuente rúbrica de su propio suicido, a los veintiún años de edad. Era Silva un adolescente cuando escribió sus primeros versos. Se afanó entonces en publicarlos. No se le concedió importancia. Se le negaron los estímulos y consejos que modestamente solicitaba. Hubo revista que no aceptó sus originales. A eso él definió expresivamente como “la lucha del anónimo por el nombre”. Los reveses de orden perso- 155 nal y literario, si bien no lograron desalentarle fácilmente, con seguridad le ocasionaron una posición conflictiva, una inadaptación al medio que desembocó en su decisión trágica. Los que conocieron a Silva advirtieron el desajuste entre su espíritu y la realidad. Algunos han dicho que hasta entre su vestuario y maneras aristocráticas y la mulatez de su piel parecía notarse el contraste. En uno de sus versos ha confesado el poeta que la vida pasaba mirándole con desdén, “lo mismo que una reina ofendida”. Venciendo trabajosamente las adversidades del ambiente literario, alcanzó a publicar sus colaboraciones en Quito y Guayaquil. Prosa y verso. Comenzó así su resonancia local. Llamaba la atención, sobre todo, la extremada juventud del autor. Un comentarista alababa las grandes facultades del “poeta-niño”. Parecía Silva un lector vehemente y sensible. Una conciencia orientada hacia las experiencias estéticas de su tiempo. Una mente cultivada, como lo demandaban las exigencias del Modernismo hispanoamericano. Había leído a los franceses que también conocieron sus compañeros, y entre aquellos con predilección a Moreas. Citaba a Darío, a Jiménez, a Nervo. Se sentía cerca de dos miembros del grupo modernista ecuatoriano: Borja y Noboa Caamaño. Y hasta es perceptible en sus poemas la huella de éstos. Admiraba a Rodó, el espíritu de cuyo “Ariel” recomendaba en su patria. Precisamente en las páginas escritas con ese sentido se reveló, mejor que en ninguna otra ocasión, como uno de los militantes de aquel vasto movimiento renovador. Y las afinidades de dicho carácter consiguieron relacionarle con Abraham Valdelomar y con “Colónida”, entonces famosa publicación limeña. Pero su prestigio se fue expandiendo aun más. Llegó a colaborar Silva en “Nosotros” de Buenos Aires y en “Cervantes” de Madrid. 156 GALO RENÉ PÉREZ En su ciudad nativa se había convertido, además, en redactor literario de “El Telégrafo”, a través de cuyas páginas publicó la breve novela “María de Jesús”. A sus veinte años de edad contaba también con otro libro publicado: “El árbol del bien y del mal”, haz de numerosos poemas. Tal era su posición — fruto de un sostenido empeño– cuando se disparó un tiro en la sien. El hecho no se ha aclarado nunca del todo. Queda la gran interrogación de si fue un verdadero suicidio, o si el joven poeta sólo quiso hacer un romántico simulacro en casa de su amada… Amada Villegas. La obra lírica de Silva no tiene una realización uniforme. Adolece de notorios altibajos. Junto a composiciones brillantes, de maestro indiscutible, hay numerosas de opacidad evidente. Quién sabe si el apremio editorial del diario y las revistas en que colaboró –aparte de una juventud que no conocía aún el reposo para castigar adecuadamente la forma— conspiró contra la homogeneidad de su producción. Por cierto, lo que es bueno en ella sabe serlo de veras, en grado altamente sugestivo. Silva poseyó aquellas raras condiciones que hacen que un autor sea popular y selecto al mismo tiempo. El trazo de sinceridad de sus versos lo puso el tema de la muerte, ansiosamente sentido. A su poesía mejor lograda pertenecen los endecasílabos de “Danse d’ Anitra”, escritos para el álbum de Anna Pawlowa, en los que las imágenes y el ritmo van componiendo la graciosa corporeidad de la danza. DANSE D’ANITRA A Juan Verdesoto (En el album de Anna Pawlowa) Va ligera, va pálida, va fina, cual si una alada esencia poseyere. Dios mío esta adorable danzarina se va a morir, se va a morir… se muere. Tan aérea, tan leve, tan divina, se ignora si danzar o volar quiere; y se torna su cuerpo una ala fina, cual si el soplo de Dios lo sostuviere. Sollozan perla a perla cristalina las flautas en ambiguo miserere… Las arpas lloran y la guzla trina… Sostened a la leve danzarina, porque se va a morir…, porque se muere! Medardo Angel Silva, “Danse d’Anitra”. Fuente: Poetas parnasianos y modernistas. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, p. 433 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960). Gonzalo Zaldumbide (1884-1966) Nació este escritor en la ciudad de Quito. Fue su padre el poeta romántico Julio Zaldumbide. Cursó la enseñanza media y parte de la universitaria. Fue tempranamente requerido por el servicio diplomático de su país. Por eso vivió muchos años lejos, en naciones europeas y latinoamericanas. El consideraba tal ocupación como cosa nefasta para su vocación literaria, pues que las consabidas nimiedades oficinescas y sociales interfirieron el desarrollo de sus libros. En su ancianidad, singularmente lúcida, buscó el reposo del tranquilo medio nativo para recoger y revisar las páginas dispersas que había venido escribiendo a lo largo de su peregrinación extranjera, y así dirigió la publicación de su novela “Egloga Trágica”, aparecida fragmentariamente en los años juveniles, y de dos volúmenes antológicos de sus ensayos y crónicas. A Zaldumbide se lo estima tanto en nuestra América como en España. El estilo de su prosa tiene validez dentro de las amplias fronteras del idioma castellano. Y seguirá te- LITERATURA DEL ECUADOR niéndolo porque no es de esas cosas desmoronadizas que no resisten a la embestida plural de los cambios. Al contrario, hay en él un equilibrio de lenguaje y de ideas que es su fuerza, su soporte duradero. Porque Zaldumbide escribió siempre, desde su iniciación hasta su senectud, con una percepción clara de lo que debe ser esencialmente la literatura. Tal virtud no es frecuente en la incontenible aventura que corren las letras de nuestro tiempo. Muy pocos averiguan cuál tiene que ser su responsabilidad de escritores en medio de la creciente densidad de las multitudes literarias de nuestro siglo. Fenómeno sin duda ingrato, parece que hemos llegado — parodiando la expresión de Ortega— al escritor-masa. Los estímulos de la cultura han precipitado el nacimiento de millares de páginas impresas. Hay un cínico abuso de la palabra escrita. Lo que alguna vez fue apostolado singular ha degenerado en oficio de muchos, aun de los parias de la inteligencia. Y los vicios de las ocupaciones menos nobles han prendido también en esta manía papelera. Todo afán repugnante y toda ruin maquinación han entrado como en campo abierto en los dominios de la literatura. Se necesita un buen sentido de orientación para no errar en la elección de los frutos. Para saber encontrar la joya confundida entre los abalorios. Y se necesita, por cierto, una dimensión superior, una personalidad muy firme y muy rica de méritos para dejarse advertir entre esa multitud vocinglera. La literatura hispanoamericana ha ido colocando en una posición visible sólo a contadas figuras, quizás las verdaderas. Ellas destacan sobre la parda mediocridad. Y justamente Gonzalo Zaldumbide se muestra en ese grupo representativo de la cultura continental. Podrán ser disparejos los criterios que se expongan en torno de sus libros, pero difícilmente se quebrantará la unanimidad del 157 elogio sobre las condiciones de gran hablista de nuestra lengua que hay en aquel autor. La dignidad de su estilo es harto notable para que se pretenda discutirla. Ella procede del caudal ideativo como de la gracia natural del vocablo. Es decir de una inspiración de veras profunda e inteligente. Una carta conservaba Zaldumbide. Era de uno de los más ilustres ensayistas de nuestro continente, don Alfonso Reyes. Allí le decía éste que lo admiraba como a “una de las cabezas más cabales” de la América española. Y en decir eso no había ni hipérbole ni lisonja interesada y fementida. Poseía Zaldumbide una innata virtud de esteta frente a las palabras. Por eso escogió, aun en sus lecturas tempranas, las obras en las que no se echa de menos el encanto del estilo. Su afán de selección fue llevado al máximo rigor. Era como una aristocracia del gusto que no admitía contemporizaciones. Sentía repulsión por el desaseo de la frase y por cualquier plebeyez en los medios de persuasión. Había tanto de cosa radical en sus exigencias, que pocos autores le colmaban de veras de satisfacción. A pesar de todos los encomios de su hermosa crítica sobre Montalvo, más de una vez —en el grupo de sus íntimos– confesaba cierto desdén por el estilo montalvino. Parecía mostrar desestima semejante por lo de Unamuno y lo de Azorín. Acaso la prosa de Valle-Inclán ejercía sobre él una sugestión más poderosa. Todo eso tiene su explicación. La magia verbal dannuziana le había arrebatado desde la juventud. Se acercó a ella con deleite e interés crítico. Para disfrutarla al mismo tiempo que para analizarla. Vio que aquello coincidía con su ritmo de pensar y de decir. Con la rotación de sus ideas y de sus palabras. Asimismo se dio cuenta de que en nuestra América estaba sonando la hora del Modernismo. Se sintió reclamado. Se incorporó al discipulado arielista. Precisamente su primer 158 GALO RENÉ PÉREZ trabajo de algún aliento fue una exégesis de “Ariel”. El continente vivía la apoteosis de Rodó y de Darío. Esto es la gloria del estilo. El triunfo de lo selecto. Los ultrajes a la materialidad y a las asperezas de lo vulgar. Buen momento para acordar su voz acompasada con la del grupo. Gonzalo Zaldumbide se hizo también modernista. Lo fue en muchos aspectos. Y habrá que considerar siempre su nombre dentro de aquel movimiento hispanoamericano. Esa es su ubicación correcta. Odió, con sentimiento rodosiano, las imperfecciones de la democracia. Creía en efecto en la aristocracia del talento. Le seducía, por otra parte, nuestra vieja tradición latina, por la que batallaban Darío, Rodó y sus seguidores. Hizo entrar en la fluencia de su habla —como lo hicieron también aquéllos— la gracia de ciertos giros galicados. Pero siempre respetando y exaltando y ennobleciendo el rico decir castellano. Su parentesco más cercano en la prosa crítica hay que encontrarlo en el maestro uruguayo. Se parece a José Enrique Rodó en la perspicacia del juicio. En el equilibrio de las ideas. En la vigilada composición de la forma. Su alma consonaba sin duda con la de Rodó. Allí está la explicación de su magnífica obra en torno de la producción rodosiana, considerada una de las mejores que se han escrito con aquel tema. Fue pues Gonzalo Zaldumbide figura destacada de las promociones modernistas de este continente. Sus trabajos principales fueron: “En elogio de Henri Barbusse”; “La evolución de Gabriel d’Annunzio”; “Cuatro grandes clásicos americanos: Rodó, Montalvo, Gaspar de Villarroel, J. B. Aguirre” y “Egloga Trágica”. Esta es novela escrita en prosa poemática, con el tema del retorno a los campos queridos de la heredad paterna, en donde se desenvuelven conflictos de sabor romántico. Zaldumbide escribió esta novela entre fines de 1910 y 1911, en la hacienda de Pimán, al norte del Ecuador, tras seis años de ausencia vividos en Francia. Fue pues la narración de sus impresiones del regreso y de su inmersión en la paz eglógica de la provincia. Pareció no tener Zaldumbide otro propósito que el de probar para sí mismo la eficacia de sus condiciones de novelista, porque, a pesar de su juventud, no sintió el impulso natural de buscar notoriedad con la publicación de ella. Su primera edición completa sólo la hizo después de casi medio siglo, en 1956. En forma fragmentaria la había hecho aparecer en la Revista de la de la Sociedad Jurídico-Literaria de Quito, pero bajo el seudónimo de R. de Arévalo. Algunos críticos no dejaron de advertir, sin embargo, la identidad del autor, gracias a las inconfundibles excelencias de estilo que había mostrado Zaldumbide en sus breves trabajos anteriores. Y fueron justamente esos méritos formales los que le inclinaron a publicar hace poco su novela sin ninguna alteración. “Que salga intocada —expresó— y no en forma alguna retocada. Retocar ese testimonio, rehacerlo sería desnaturalizarlo”. Rara fortuna es la de no tener que cambiar ni corregir un texto ya antiguo, a pesar de las exigencias propias del esteta. Además, Zaldumbide creyó percibir en tales páginas una frescura que venía a remozarle impresiones abolidas, una sinceridad que no las había dejado envejecer. “Esas paginillas mías de juventud y terneza —escribe—, que no eran eco de nostalgia sino voz de presencia viva, brotaron al contacto de la realidad, y sólo por nacidas de la entraña perviven al través del tiempo que todo lo marchita”. “Egloga trágica” desarrolla en sus extensos cuatro capítulos titulados “El regreso”, “El soliloquio de Segismundo”, “El dilema” y “El lamento de Marta” –un argumento LITERATURA DEL ECUADOR elaborado según la tradicional estructura romántica. El triángulo del drama amoroso lo forman Segismundo, su tío Juan José y su prima Marta. Los tres sienten encenderse en su aislada interioridad una pasión que no se atreven a confesar a nadie, ni entre sí, y cuyo conflicto, que les envuelve secretamente, halla hacia el final de la narración una solución trágica: el suicidio de Marta. La historia, expuesta aquí de manera sumaria, es como sigue: el joven Segismundo vuelve de París, donde ha conocido el amargo sabor de una vida de placeres vacíos y de vano refinamiento, a su vieja heredad provinciana de Pimán, en el Ecuador. Siente entonces un enternecimiento romántico frente a “la gracia pobre” , a “la humildad franciscana’ de los paisajes nativos. Lo recibe su tío materno Juan José. Los demás, “se han muerto, o se han ido, que da lo mismo”. Le duele especialmente la pérdida de su madre y su hermana, cuyas ‘caras sombras” comparecen porfiadamente entre las imágenes lugareñas. Se queja de la “cruel impaciencia de partir”, de “la falacia de las tierras no conocidas que nos atraen de lejos”, de “los prestigios de mendaz hechizo que nos arrancan a lo más amado”. Y sus tristes sentimientos se agravan cuando comprueba que el que regresa a un sitio no es ya el mismo que era cuando se alejó de allí. Las cosas —algunas de ellas ya transformadas por la acción de las gentes y los tiempos– parece que le repelen, diciéndole” “tú también eres aquí como nuevo, has cambiado, ya no eres el mismo”. “¡Ay! en verdad, nunca vuelven los que se fueron”. Van sucediéndose, ligadas más bien por una corriente de sostenida emoción lírica y por una atmósfera de reflexiones de buena filosofía, algunas escenas en las que el protagonista observa la vida de los indios, el variado y pluricolor paisaje campesino, de montañas, páramos, valles, ríos y lagos, la austera conducta de ese gigante infatigable que es su 159 tío; y, simultáneamente, se observa a sí mismo, hallándose en el fondo solo y con el corazón baldío. Nunca ha amado. Quisiera hacerlo. Descubre en su hacienda los atractivos físicos de Mariucha, una indiecita de quince años. Le agradaría unirse con ella, en una relación que abrazase también sus caracteres, sus pensamientos, sus emociones. Pero se da cuenta de que es inalcanzable toda intimidad espiritual que les iguale en el amor. Advierte que “ni la convivencia doméstica del señor y el siervo”, ni los principios establecidos en las leyes, han conseguido fijar la “paridad” entre el indio y el blanco. Sus almas son como dos mundos sellados e incomunicables. Sus hábitos, totalmente distintos. Ni siquiera es fácil el elemental acto instintivo. El la persigue para aplacar a lo menos sus reclamos eróticos, pero ella le esquiva siempre, impedida “por el movimiento hereditario, por el recuerdo inconsciente del amo violador y brutal”. Parece que “todo ahonda entre la india y el blanco la desconfianza de los sexos, el abismo de alma a alma”. Cuando al fin la posee, con un impulso casi animal, comprueba que ese “raza bronca y sumaria conoce la ciega lujuria” e ignora, en cambio, el “adorno inútil”, el “rodeo superfluo” de las caricias. Segismundo no consigue pues satisfacer su necesidad de amar. Piensa entonces en Marta, una joven que es como el común de las heroínas románticas (bella, sentimental, pura y frágil). Ella vive en la pequeña ciudad de Ibarra, no lejos de la hacienda, aislada de todos, y cuidando de su madre loca. Aquí el relato da una vuelta retrospectiva, con la socorrida frase de ‘volvamos a años atrás”. Dolores, la madre de Marta, fue una mujer de rasgos seductores. Una viajero alemán logró tener acceso a ella, y la convirtió rápidamente en su amante. Cierta noche, informado el padre de Dolores de esos encuentros que deshonraban el rancio nombre familiar, pudo sor- 160 GALO RENÉ PÉREZ prenderlos en el coito; mató al extranjero junto al cuerpo de su hija, y a ella la repudió para siempre. Fruto de esa pasión clandestina fue Marta. Las dos mujeres recibieron la protección del primo de dolores, Juan José, Pero ésta enloqueció, y años más tarde murió. Fue así como Marta pasó a vivir en la hacienda de Pimán, en donde se produce el conflicto trágico a que hemos aludido. Segismundo ama calladamente a Marta. Juan José, estimulado por los celos, ve degenerar el afecto puro a su sobrina en una pasión sensual. Marta, a su vez, adivina lo que está pasando en el alma de Juan José, y ama, sin confesárselo y con una larga esperanza de ser correspondida, a Segismundo. Si en el drama de Dolores se pudo apreciar una descripción fuerte y realista de los hechos mismos, en éste de su hija Marta se alcanza a observar, en cambio, el agitado mundo de la subjetividad de los tres personajes. El problema amoroso que ellos sufren, no se lo descubren entre sí sino por cartas. Juan José se alejó de la hacienda escribiendo a Segismundo una súplica de abandonar también a la joven para libertarla de los dos, y a su vez libertarse ellos de una pasión funesta. Segismundo complace a su tío, y parte inmediatamente a Quito para preparar su retorno a Europa. Marta, que ha podido darse cuenta de lo que ocurre entre sus dos íntimos, dirige una carta de amor y de despedida a Segismundo, y se suicida en el estanque de la hacienda: “dulce Ofelia de este perdido rincón del mundo, no enloqueció de dolor como la otra, la amada de Hamlet, pero su alma pura se sublimó “para amar mejor, de su otro mundo”. Si bien hay mucha habilidad en la presentación de los estados interiores y en el mantenimiento de la intensidad del conflicto, éste no deja de tener cierto sabor melodramático, y descubre otras fallas de técnica, como la similitud estilística del relato (que se cuenta por boca de Segismundo) con las cartas de Marta y Juan José. También los diálogos y el habla de los campesinos tienden, en ocasiones, a perder legitimidad. Una parte del valor de la novela descansa en la maestría de la prosa, y otra, muy esencial, en los cuadros fieles de la existencia del indio. Se debe aclarar, sobre este respecto, que no hay en “Egloga trágica” los arduos problemas sociales que trajo después la novela indigenista (particularmente la de Jorge Icaza); pero no por eso se omiten escenas sombrías de los ilotas del campo, cuyo único bien es la resignación, “especie de triste felicidad, felicidad de los infelices que ignoran, callan y pasan”. José Enrique Rodó En América y en España, con alarmante unanimidad, José Enrique Rodó ha sido proclamado el primer prosista de Hispanoamérica. Y cuando decimos, en nuestras pequeñas repúblicas, que tal prosador o poeta es el más grande de los nuestros, no es, por desgracia todavía, que simplifiquemos en demasía o ingenuamente nos contentemos con ponerles número ordinal. Donde ingentes obras dominan el horizonte, por demás pueril e incierto es comparar su altura en la infinita perspectiva. Pero, entre nosotros, decir: “Tal es el mayor escritor significa, a veces, que es acaso el único de veras grande. Podríamos asegurarlo de José Enrique Rodó en el Uruguay. Y aun dentro de la América hispánica en general, quizá si en su rango excelso es él quien prevalece y reina. Aisladas se destacan las grandes obras entre nosotros. No las respalda, como en las literaturas tradicionales, la mole antigua y establece que a cada una presta la majestad del conjunto. Emergen a distancias imprevisibles, en la historia de ritmo aún convulso. Descollantes sobre la llana simplicidad del pasado y la incipiencia del presente, parecen en verdad LITERATURA DEL ECUADOR mayores. Preciso es recordar aquí esta proporción y relatividad; y, al mirar este breve diseño, tener en cuenta su escala. Pero hay casos en los cuales poner reparos a la obra buena parece profanación de algo tutelar. Tal es el caso con Rodó en relación a su América. No sólo porque unió Rodó, a la excelencia de la obra y a la pureza ejemplar de la vida, la suprema belleza tácita de un alma tímida para sí, magnánima para los otros, sino porque, en vez de aislarse en el “recinto interior”, que él mismo aconsejara un día como refugio, o de preservarse en su soledad meditativa y alta, mezcló, simple y cordial, su espíritu a las más discordes y confusas fuerzas de pueblos aún en formación. Adaptando sin quejas, por el amor de lo propio, su incontaminada superioridad a las miserias del medio todavía áspero y estrecho, apuró en sí la conciencia de la raza nueva; y por mejor orientarla, en vez de seguir los caprichos de la mocedad o las tendencias de moda, tempranamente enderezó el paso hacia las vías perennes. Y como, —a medida que ensanchaba su horizonte, el corazón se le henchía de certidumbres magníficas en lo tocante a su América—, del cuerdo vaticinio que es su obra toda, medio continente ha hecho una especie de palladium familiar cierto. De ahí que, a pesar de nuestra prontitud a todos los entusiasmos, no haya habido en América admiración más concorde que la suscitada por este espíritu, desde sus comienzos hasta el fin de la ascensión magnánima. No hubo en verdad adhesión más unánime ni más confiada. A que profundidad había llegado su acento en el alma americana, bastaría a probarlo el clamor de duelo que se exhaló a la nueva de su muerte. Ya, a la de Darío, un estremecimiento de liras llevó a todas las almas la vibración del treno más sentido y férvido que hasta entonces se había oído; pero el encantador imperio del poeta proclamado por Rodó mismo, 161 no rebasaba los límites de la literatura sino para extender los de nuestro joven orgullo y exaltar la esperanza de otra alba lírica. En tanto que, a la inesperada muerte de Rodó, toda Iberoamérica sintió que con él desaparecía, no sólo el escritor que había superado, en elocuencia serena y primor asiduo, a cuantos, contemporáneamente, escribían prosa castellana, sino también, la más pura autoridad moral de un mundo en formación, el vocero de veinte naciones grávidas, trabajadas todas por igual urgencia. Poetas y pensadores, políticos y letrados, exaltáronle como propio, aclamándole a una, maestro. Quisiéramos, pues, limitarnos simplemente a admirar y creer… Pero, parécenos ver la figura misma de Rodó, benévola y pensativa, inclinarse como a decirnos que almas del temple de la suya gustan más de ser comprendidas en su valor y medida, que no de ser ensalzadas sin tiento; que sólo el elogio concreto y dentro de los términos que resguardan los altos fueros del arte, es leal tributo de gloria, y lo demás vano ruido; y que, en cuanto a él particularmente, más bien le crisparon de pudor o vagamente le humillaron, siempre, las loas desmesuradas, y le apenó tanto como le hostigó el incienso demasiado crédulo. Si tan sólo a la altura de la obra es eficaz y durable su exaltación, nuestro exceso la agobia, la desirve y aun la traiciona. Y Rodó, maestro de mesura al mismo tiempo que de generosidad intelectual nos está fijando normas. Que si alabar siempre moderadamente es, con razón, para Vauvenargues, signo de mediocridad, violentar la elasticidad de los epítetos laudatorios y extremar el idolátrico diritambo sólo sirve a provocar reacción o burla. Todo esto es obvio y primario. Pero es preciso recordarlo… Pues diríase que en América sólo gustáramos de la que Lemaítre llamaba de la critique jaculatoire. Sobre todo 162 GALO RENÉ PÉREZ en encomio de Rodó ha subido tanto el tono jaculatorio, que, de no estar al diapasón, uno se expone a parecer menos cordial, cuando no otra cosa. ¿Necesitaremos, pues, protestar de nuestra intención, al señalar en la obra del artista insigne, si no defectos, lagunas y acaso insuficiencias? ¿Parecerá vano alarde crítico, sutileza, o algún otro afán deslayado? Contristaría el espíritu tener que poner por delante, casi a modo de excusa, precaución tan innecesaria, si el reproche o la incomprensión que con ello se quiere evitar, no proviniera de sentimiento tan precioso y cándido como es el anhelo, justísimo, de imponer viva fe en recientes superioridades, a pueblos que se obstinan en desconocerlas… Al indicar, dubitativamente, los límites o carencias de tan grande espíritu, harémoslo tan sólo a título de mera impresión personal. Además, cuanto tiene de grande, lo es en tal grado y con firmeza tal, que no le serán merma semejantes limitaciones, ni su figura aparecerá menos hermosa entre sombras realzadoras. Acicate prendido a su naturaleza de escritor y de hombre fue el ahinco por depurar la fatalidad que entrevera los defectos a las cualidades en proporción vital casi indiscernible. Mientras más humano en sus deficiencias, nos parecerá este espíritu más augusto, en su grave y tenaz esfuerzo de perfección; y en admirarlo nos complaceremos, aun allí donde nuestras más íntimas predilecciones vayan a otros. Reconoceremos además, en éste, por encima de su arte egregio, un dechado de probidad intelectual y desprendimiento en la cotidiana profesión de las letras, un magnánimo ejemplar de director y maestro, el más necesario en democracias como las nuestras, el mejor de cuantos se han alzado a señores y orientadores, tipo quizás augural, mensajero de “especie profética”. Y en esta fe y reconocimiento nos confundiremos con la muchedumbre, que en este caso, quizá porque le concierne en lo hondo de su destino, adivina como por instinto y acierta sin saber por qué. (Prólogo de la 1ª edición, REVUE HISPANIQUE, 1918) El espiritu y la obra de Rodo Poco a nada prueba el éxito entre nosotros, menos aún la clase de renombre. No sólo por lo fácil que es de ganar en patrias chicas y vanagloriosas, sino por la habitual falta de mesura o el incurioso “poco más o menos” con que se le discierne. Y si ya no es posible, ni en nuestras selvas, encontrarse de repente con algún genio desconocido, de esos que el romanticismo exaltó con reivindicadora predilección, tampoco es posible atenerse clásicamente a la fama de los consagrados. Si algo probase “la gloria”, probaría cosas desemejantes: tan a menudo aureola de igual prestigio a espíritus divergentes, a obras contradictorias. De tal suerte, que ni siquiera como revelación de los ideales en que de veras cree la época que la concede, es la tal gloria valedera y cierta. De juzgar a cada época por todas sus admiraciones, tomándolas a lo vivo, en su palpitante sinceridad, la hallaríamos más confusa y antitética que al considerarla por cualesquiera otros indicios demostrativos. ¿No llamamos todos un día, a esto de los diez y ocho años, y con fervor casi igual, maestros, así a Vargas Vila, que hoy nos hace reír, como a Rodó, a quien admiramos siempre, aunque vemos ya que nos enseñó poco? ¿Cómo conciliar ahora la doble sinceridad con que avanzábamos al porvenir, yendo, alternativo o simultáneamente, a embriagarnos de vacua magnificencia y vertiginosa vanidad con “Rosas de la Tarde”, pongo por caso, y a LITERATURA DEL ECUADOR delectarnos en esa diáfana manera de pensar, que era casi orar, con que la música patética de “El que vendrá” nos llenaba de un estremecimiento como de presagio? En perplejidades de este género o en paradojas sin ironía, a cada paso tropieza nuestra titubeante literatura. Sólo que, después, al inventivo, incoercible y desbordante ilogismo de la vida, sustituyen la historia y la crítica su dialéctica y sus jerarquías; y únicamente gracias al arte de las perspectivas sabias, esfuman en el fondo del cuadro las contradicciones que, mientras fueron vivientes y actuantes, pusieron en diaria evidencia interrogaciones que se han quedado sin resolver… El olvido ayuda a la historia más que el recuerdo; el tiempo y los analistas trabajan de consumo en borrar la vida. Si el mecanismo de las influencias y reacciones a que obedece la producción intelectual se nos escapa casi totalmente en su inextricable complejidad —sin que por eso desconozcamos que su ley, informulable, rige—, no es menos ilusorio, quizás, el fijar la acción que a su vez ejerce la obra moviéndose por sí misma. El signo exterior que parece indicarla más a las claras, su éxito o fracaso, sólo induce a problemáticas conjeturas al querer deducir de él la parte correspondiente en el espíritu de una generación. No nos fiemos, pues, demasiado del hecho de habérsele llamado en todas partes a Rodó maestro. En qué sentido fue Maestro ¡Maestro! Sí que lo es, y en modo excelso. Maestro por el natural ascendiente y la persuasiva unción, por la cadena platónica. Nunca se reunieron en alma tan noble más generosa dotes comunicativas, ni las abonó sinceridad más diáfana, probidad moral más delicada, autoridad más incólume. Su acento, sin ser patético ni arrebatado, diríase que convence sin más que revelar en su transparencia 163 la pureza interior de que brota. Pero si le hemos de llamar maestro por las doctrinas y las ideas, habremos de confesar que son pocas las que sin él no habríamos adquirido. Fue viviente armonía de ideas, de esperanzas y de creencias más o menos dispersas o casuales en otros espíritus. Mas no las creó ni inventó. Las coordinó, sin aplicación dialéctica, por obra de su bella naturaleza, congruente y abundante, generosa y clarificadora de contradicciones. Vivificó partes muertas o lánguidas, pero todas del credo común más humano; despertó voluntades dormidas, pero sin herirlas a una luz insólita; en la paz y esperanza del bien señaló de lo alto, sagaz, magnánimo, direcciones espirituales algo olvidadas, pero conocidas. Su impulsión hacia el ideal obró separadamente, en el seguro de cada uno; generó un movimiento en las almas, volviéndolas sobre sí mismas; pero no de ideales capaces de informar distintamente el espíritu de toda una época. Además, cuanto tenían, en su manera, de virtual, fecundo y sugeridor, el mismo Rodó lo desentrañó y exprimió con tesón aplicado y potente. No cabe, en verdad, insistir, ni es posible extender ya más su enseñanza, sin hacer ver que lo dejó exhausta y que en otras manos se queda inanimada, inerte. Su misma claridad es tal que el comentarla no puede ser sino parafrasearla, esto es, echarla quizá a perder, quitándola la insustituible gracia y nobleza de su ropaje, inseparable de su actitud estatuaria. Propiamente, pues, no caben aquí imitadores ni discípulos parafrastes. Al llamarle maestro, todos lo han hecho sin fijar mayormente el sentido de la apelación y no tan sólo en el sentido del ascendiente, de la autoridad moral y del don suasorio. La viril emoción en la manera, el arte casi musical de la exhortación, la virtud comu- 164 GALO RENÉ PÉREZ nicativa del acento, la sincera y amable gravedad, le adecuaron en verdad a la misión de mentor y guía que él se impuso generosamente. Ajeno al dogmatismo y a la férula, su delicada comprensión, sensitiva y cauta, le da un poder ejemplar en la obra de convencer y un infinito tacto en la de formar o levantar almas. Superfluo, en muchos casos, su razonar. Pero hábitos o escrúpulos de maestro le hacen insistir por asegurar la eficacia de su enseñanza, llevándola a su más explícita comprobación. Pues, aunque propiamente no los tuviera ni necesitara, se dirigió siempre a sus discípulos. Más o menos presentes o lejanos, más o menos ficticios o reales, parece tenerlos perennemente congregados en torno de su mesa. A ellos se dirigen, aun sin hacerlo expresamente, la página solemne, la plática íntima, la visión profética. Es Próspero for ever. Y de coro de discípulos ideales es un auditorio unánime —cual fue en verdad la multitud que le escuchó diseminada en el continente—, y como persuadido de antemano, sin más que saber que es Próspero quien habla. Lo que le sobra y lo que le falta Es el maestro, y no cabe, sinceramente, contradicción a su enseñanza. Se le oye, se le cree, se le sigue, sin esfuerzo, con fe entera. Pero esto don, como infuso, de persuasión y este amable y grave dirigirse siempre a discípulos ideales, quita acaso algo de nervio a su discurrir, ya de suyo blando por lo armonioso e insinuante. Y este continuo enseñar, aun sin quererlo expresamente, apesanta un tanto, con perjuicio de la esbeltez, ciertas partes de su obra. Limitada a sugerir, concebida y ejecutada como para iguales, ¡cuán potente y ligera habría ido su fuerza de “cumbre en cumbre”! Mas su placer predilecto parece el ir platicando en medio de sus caros discípulos, sin ansiedad ni premura, el hacer del iniciador, compartiendo hasta en el detalle su experiencia de almas e ideas. Tan sólo una vez hubo de dirigirse a adversarios y, por desgracia, inferiores. Y aun entonces fue para vivir su enseñanza, y sin violentarla. Quiso imponer lo más claro y humano de ella, la tolerancia y el respeto inteligente, la comprensión del ideal ajeno, la veneración de los refugios íntimos y el sentido de la historia. Salió a luchar con la “roja cosa jacobina”, que decía con horror el buen Darío. Y ni entonces alteró, para mejor defenderla, esa su vasta ecuanimidad como de mar y cielo. Volvió luego a la faena quieta y a la simpatía límpida. La belleza espiritual que empapa todas sus ideas y su forma toda, fluye intacta en la transparencia de la dicción, nos lleva en linfas diáfanas a remansos ciertos. ¿Por qué entonces no nos sentimos satisfechos del todo? Porque, si bien seguimos hasta el fin su ensueño o su razonamiento, cual si fueran nuestros, no nos hace, en verdad, penar ni soñar propiamente. Nos convence, pero de cosas que tal vez ya estaban en nosotros. Y tan suavemente, que, al removerlas, éstas apenas si se desperezan. No las sacude en inaudita revelación. A esta falta de sugestión, que provocara en nosotros indefinidas resonancias o respuestas, se añade la vaguedad de su llamamiento y su falta de imposición y absolutismo. No nos impone su creencia ni excita la nuestra a la reacción. Si probó la necesidad y la poesía de un ideal, ningún ideal impuso como verdadero con exclusión de otros. No nos dijo: esta es mi carne, esta mi sangre, y el que no está conmigo, está contra mí. Desde su mirador, abierto a los cuatro puntos cardinales, indicaba el principio y término de las más seguras sendas; pero no descendió a obligarnos a seguirle por una sola, LITERATURA DEL ECUADOR por la vía de su elección, unívoca e irrevocable; ni dio para la de cada uno el sésamo, o el infalible precepto, ni, en su defecto, el báculo con que tantear el terreno incierto, paso tras paso. Nos habló de la terra lontana con acento que purificó nuestro anhelo, pero amenguó quizá nuestra nostalgia; porque no es de ninguna patética felicidad, sino de deber común, de cotidiana virtud, de ideal accesible, que nos habló el sublime señolero. Quizá si por esta falta de arranque lírico o trágico no se creó en torno a su obra un ardiente proselitismo, a pesar de la adhesión tan fácil a su evidencia y de la irrestricta confianza en su probidad. Lo que pervive Todo movimiento hacia arriba puede hallar propulsión en su vasto impulso. Puso un toque de luz en el trabajo más servil y obscuro y de caridad en el orgullo del más elevado. Hermanó todos los espíritus en la región superior del destino humano. Por todas partes pues, en su obra, armonía, conciliación, “devenir’. Todo, en su empeño, es llamado, exhortación, estímulo. ¿Pero qué vía seguir, en la ilimitada extensión? No fijó normas ni límites. Cada cual debía hallar por sí, junto con su vocación, el ideal que la enalteciera y le diera la suprema gracia del desinterés, o el interés superior de lo universal humano. Para iluminar este fondo obscuro en que duermen todas las simpatías y todas las virtualidades, propagó el cuidado de la vida interior —no por inútil cultivo y exacerbación de las singularidades irreductibles, ni tampoco ascético desprendimiento y anulación, sino esencial sentimiento de una fraternidad por lo alto. No aceptó pasivamente la fatalidad del ser que somos o creemos ser; antes exaltó la liberación por obra del bergsoniano arranque vital, creador interno, que puede más de lo que sabemos y esperamos, y cuyo 165 impulso de renovación, invención continua, pasa, por encima de lo que muere en nosotros, a elaborarnos, a recrearnos incesantemente. Pero limitó —a mi ver demasiado cuerdamente— el drama de nuestro destino al problema inmediato de la vocación. Predicó el idealismo. Pero su ideal no es fervor del alma lanzada en pos de una iluminación ni ímpetu o vuelco del corazón. Es convicción razonada, belleza bien compuesta, de antemano garantizada contra el error y la decepción. Ningún relampagueo de pasión fustiga o subleva el ánimo dócil. Ideal hecho y perseguido con aplicación tenaz más que con ardor súbito y vidente, le alimenta una parca nobleza, no la llama del sentimiento voraz y fijo. ¡Y qué serenidad descorazonante! Apenas si el diapreado velarium del estilo apacigua la claridad inmutable; no tenemos felicidad que resista a su resplandor, ni podemos poner el alma a diapasón de su luz. En su palacio o en su jardín, buscamos un rincón de sombra, donde el alma, aunque consolada, pudiera sentarse a llorar. Del “ideal”, antes vaga aspiración del alma, ensueño errante e inapaciguable, incompatibilidad aristocrática, ornato y decoro de románticas melancolías, caballería irrealizable o sublimidad de anhelos incomprendidos, Rodó hizo cotidiana y mansa disposición del espíritu, dióle raíz y sustento en toda realidad. ¡Habíamos gastado en vano tanta esperanza, desde que dejamos el lago lamartiniano y el sauce llorón de Musset, y el byroniano bajel, —proa de orgullo y velas de melancolía!— Al ver que evitábamos la charca naturalista para caer en la mentida delicuescencia de nuestros “decadentes” y casi perdernos en la niebla del simbolismo más evanescente y otros vaniloquios que iban quitando toda médula al arte americano que él prefería, Rodó propuso simplemente a nuestra incerti- 166 GALO RENÉ PÉREZ dumbre un idealismo elegante y positivo, y operoso antes que rebelde e inaclimatable. No fue el de Renán, de dupe voluntario y colaborador irónico del Universo, que guarda en su lúcido quant á soi la reticente quintaesencia del nihilismo, pero da entretanto a la vida un sentido humano, a despecho de su contrasentido trascendental. Prefirió Rodó, en tiempos de nietzscheísmo sin freno, volver al buen gusto del honnéte homme y a la moral clásica, que se convierte toda en equilibrio y acción. Su cristianismo sin dogmas Tuvo el helénico amor de la acción por la acción, por su propia belleza o bondad. Moral clásica, vuelta en él más íntima por su compenetración con la irrenunciable sensibilidad cristiana. Dulcificada por esta virtud, bastaba a mantener y levantar la conciencia de una dolorida comunidad con los inferiores y a cubrir las asperezas que la edad antigua despojaba del necesario amparo fraternal. Su cristianismo enternecido y sin dogmas, acaso habría llegado, con los años y los desengaños, a echar de menos la fe, en cuanto favorece la eclosión de la esperanza supraterrestre. Tal vez no fue extraño del todo a la emoción religiosa; por lo menos llegamos a verle admirar en Roma, al contemplar la majestad del arte y de la historia, vivificados durante siglos por un solo sentimiento en las diversas tradiciones y cultos, una lección suprema de tolerancia, —paradoja aún viviente en la ciudad del dogma—. Mas de tolerancia, no ya tan sólo intelectual, como la que le bastará a justificar su “Liberalismo y Jacobinismo”, sino otra más embebida en el sentimiento del común misterio. Acaso habría pascalizado más tarde, y tal vez, tras una orgullosa abdicación del ra- ciocinio, o en algún movimiento desesperado del alma, se habría abandonado en brazos de una fe, quia absurdum. Mientras tanto, no reconoce otra soberanía que la de la inteligencia, ni otro límite que el dictado, humano y propio, que la conciencia le impone. Para otra obra que esta suya de conciliación por lo alto y de perfecta mise au point; para una obra, por ejemplo, de demolición audaz o de construcción quimérica, habríale acaso faltado, no sólo una constitutiva originalidad, sino también el arranque inicial. Faltádole habría, en todo caso, el fanatismo indispensable para obstinarse. Pues nada tuvo de fanático. Demasiado inteligente y demasiado consciente era, para no romper y sacudir de sí mismo la fatalidad de un dogma de vida o muerte. Faltóle para imponer un ardiente y preciso evangelio la fe del iluminado, el primitivo candor, la fuerza inconsciente e ingenua. Su apostolado sereno no arrastra sino a los persuadidos de antemano. Reconoció, sin embargo, en el revolucionario, en el agitador, en el fanático, una estética avasalladora. La estética del rebelde Admiró, en tipo tan entero y uno, el ímpetu que conquista o lleva a su dueño, que es su instrumento, al martirio; la potencia que, o arranca de cuajo el obstáculo, o se rompe, terca y magnífica; la simplicidad a un tiempo profunda y exigua; la pasión que concita y exalta las fuerzas vivas del ser en un solo sentimiento ingente para adorar o para maldecir. Revolución, agitación, fanatismo, fuerzas de la naturaleza, que aniquilan o crean, casi inconscientes, casi irresponsables; insustituible prestigio, sello del destino! Deslústranlo, por desgracia, el feo ceño del sectario, la incomprensión invencible, la estrechez, la LITERATURA DEL ECUADOR crueldad a menudo inútil y casi siempre brutal. Defectos que Rodó tenía en natural horror son los del fanático. Antes que aceptarlos, admira en el escéptico lo más contrario a ellos, y en particular la benevolencia, la gracia si no la ironía, la movilidad de la imaginación, el gusto parco y la fina cautela, el preciso sentido de los límites, la invitación errabunda a ir de una en otra parte, dejando siempre la puerta abierta al escape; la matizada sensibilidad, la superior inteligencia. Pero viendo la pobreza de la vida a que condena la esterilidad de la duda, la inutilidad de cordura tan precavida que se vuelve inerte, o el influjo corrosivo de la ironía cuando vierte sus agrios zumos sobre los estímulos esenciales, —no cayó nunca en la tentación de disolvente molicie a que le inclinaba el lado más débil de su naturaleza, su diletantismo—Se alzó por fuerza propia y voluntad vigilante a conciliar los dos tipos opuestos, la excelencia de sus dones, compenetrables no obstante su diversidad, cuando una inteligencia más completa de las cosas y el ardor de una generosa sensibilidad borran la aparente incompatibilidad y unen, como mitades que se repelían sólo porque se hallaban vueltas del revés, las que, bien ajustadas, forman el todo armonioso. On ne montre pas sa grandeur, decía Pascal, pour étre á une extremité, mais en touchant les deux a la fois et en remplissant l’ entredeux. Demasiado conoce la relatividad de todos los dogmas y sobre todo la parte de bondad y verdad que cabe en el error. La tolerancia es, en él, calor de optimismo, no indiferencia de escéptico. Si la justicia le parece estar en uno de los extremos, allá va con ánimo entero. Pero desconfía del sectarismo y en general de toda exageración. Alma que busca en todo transigir, nunca fue la suya. Si reduce a término medio los extremos contradictorios y violentos, no es por transar y con- 167 tentar a todos. Su medianía es heroica y sólo prueba el dominio de sí. Firmeza de la mente que sojuzga y de la mano que sofrena. Pone en exaltar la templanza y la armonía el ardor que un fanático pondría en extremar los contrarios. Disciplina vanidades y rebeldías. Exalta sinceridades probas y discretas. Su cordura no es de apocamiento ni de precaución, sino medida e instinto de justicia, de este anhelo de justicia que sería en él una forma del gusto por la ciencia y por la exactitud de las proporciones, si no fuera ante todo el deber moral por excelencia. En él, la afirmación del propio ideal no excluye, pues, la comprensión del ajeno, antes le busca en lo más hondo, en lo más humano, la recóndita hermandad. Ni la innoble perennidad de lo abstracto se sustituye a la fugacidad de la vida; ni la idea única seca el sentimiento vario. Sigue la ondulación de una sinceridad flexible pero irrompible: a la enseñanza de las horas dócil, variable al tenor de la experiencia propia y de la ajena sabiduría. “Este es, dice Rodó, el más alto grado a que puede llegarse en la hora de emancipación de la propia personalidad”. No es entretanto el tipo que seduce y arrebata. Pero es acaso el más indispensable en nuestras tierras excesivas. El ponderador El vulgo toma el dominio de sí por insensibilidad; el heroísmo de la medida, por pacato apego al término medio; el escrúpulo de la exactitud y de la proporción, que es perseverante y ubicua necesidad de justicia, por insuficiencia pasional. No excita la simpatía de la imaginación popular. Pero es su armonía superior la que prevalece sobre la algarabía de las disputas. Su fiel fija al fin el movimiento oscila- 168 GALO RENÉ PÉREZ torio de las épocas en trabajo. Son los reposoirs de la historia. Y puesto que en América vivimos de resultados ajenos, de asimilaciones, de exageraciones, gran misión la del ponderador, la del depurador. Rodó lo fue en modo egregio. Demasiado consciente de sus límites para aventurarse a creador o inventor, lo fue a punto para discriminador y juez. Si no nueva, fue siempre buena su enseñanza. Con ella atrajo a todos , indistintamente. Su extremada claridad y explicitez no la defendieron bastante de entusiasmos demasiado fáciles. Nada escarpado ni riscoso dejó que subsistiera en su eminencia. Aplanó hasta su altura los caminos más abiertos y seguros. Por ahí, desde temprano, se le sube y encarama toda esa chiquillería vocinglera y universitaria que ha ido repitiendo hasta la saciedad sus llamamientos al ideal. ¿Es, pues, cosa accesible al primer vuelo tan alta y purificada ecuanimidad? ¿Son cosas para niños ese ideal, esa elegancia, esa mesura? Felizmente, son ideas incapaces de dañar y de dañarse. Ni refractadas por el cerebro de un imbécil, pueden dejar de ser claras y buenas y en absoluto inofensivas. No corren el riesgo de casi toda idea genial. Al querer comentarlas, como buscando sombras en su meridiana claridad, sus parafrastes no hacen sino echarlas a perder, repitámoslo una vez más, en lo que toca a su forma, pero no en cuanto a su alcance y significado. Y por ahí se ve que lo que las preserva, en Rodó, de la vulgaridad, no es sino la nobleza del gran estilo. No, ningún peligro llevan de malearse. Lo peor que puede acontecerles, y ya Rodó hubo de sufrir por ello, es volverse favoritas de los mediocres de buena voluntad, aplebeyarse en la expresión y el uso familiares. Pero corromperse, no. Su idealismo Nadie podrá, en nuestra América, hablar de americanismo o de movimiento de almas hacia lo ideal, lo universal y humano, de acción y culto desinteresados, de idealidad o de mesura, sin evocar el recuerdo de su enseñanza, sin caer bajo el modelo insuperado. Es el destino de los grandes artistas, inventar un poncif de que se nutren luego una o dos generaciones (Un grand homme n’a qu’un souci: devenir le plus humain possible, disons mieux, devenir banal, asegura Gide, sin dar el ejemplo…). Agótanlo luego, de substancia como de virtud, los excesos de celo de los prosélitos antes que los ataques de adversarios quizás inexistentes. Propio es, en verdad, de este género de escritores apoderarse de un tema, crear una inspiración, fijar, en fin, una modalidad de espíritu, y en forma tal, que, de evidente en su hermosura o de esperada en su oportunidad, se vuelve a su vez un lugar común. Rodó creó uno, augusto y elevado, amplia manera de tomar las cosas por lo alto, y manera de pensar más bien que de decir; — que si pulió la expresión soberanamente, la trató siempre como medio, nunca como fin; adaptándola a la amplitud y prolijidad de su discurrir antes que sacrificando éstas a la esbeltez. Dijimos por esto, que imitar en él lo que en otros se debe a fórmulas y procedimientos, llevaría a reproducir su contenido. Imitarlo sería repetirlo. Redundancia intolerable, porque él mismo llevó ya su pensamiento a la extrema linde, sin dejar nada al azar de ulteriores interpretaciones. Así no tuvo discípulos en quienes se reconocieran su distintivo, o que, como todos los discípulos, a fuerza de acentuar su enseñanza, aislando y dando mayor relieve a lo que ella tiene de más saliente, exageraran sus intenciones o las traicionasen. LITERATURA DEL ECUADOR Ni es un método a otras aplicable lo que en su obra les ha dejado, ni ésta es un total, sino un todo, en que las ideas y su expresión más característica parecen congenitales. Además, su tema central, —ideal, desinterés, cuidado de perfección y conocimiento interior, regulados por un delicado sentido de la realidad y noblemente guiados hacia la acción—, no basta a constituir lo que podríamos llamar una doctrina suya. Sus ideas no forman sistema, ni contienen implícito alguno que diligentes continuadores pudiesen desarrollar y llevar a sus últimas consecuencias. No es propiamente un pensador, como han dado casi todos en llamarle, provocando la falsa imagen de una cabeza meditabunda inclinada sobre el misterio o en perenne interrogación al destino. No tiene ideas de filósofo propiamente y apenas si puede decirse que le inspiraron a veces emociones filosóficas. Carece, además, del don de la sentencia, de la fórmula apodíctica, de la frase en escorzo violento. Su inteligencia, si tiene la visión directa, la iluminada intuición, no la traduce en su brevedad y sucesión relampagueantes. El ritmo de su pensar no pone en las cosas ese fulgor intermitente y súbito del que entre sombras y luces se encuentra con inopinadas profundidades. No es un vidente. Es un razonador, y su manera no es la intuitiva y fulmínea, sino la discursiva, bien trabada y lenta. No penetra barrenando en el objeto. Lo circunvala y redondea, y vueltas le da hasta apurar el último sentido, hurgando por igual en los senos más abiertos como en los recónditos. Y nada de fragmentario o disperso en su bien trenzado razonar; de ahí la solidez y contextura de sus obras, conscientes hasta en sus mínimos toques y repliegues. Crítica creadora 169 Toda su obra es crítica. Mas si hemos de limitar esta palabra al dominio de la mera literatura, aunque es vasta y superior su labor de crítica propiamente literaria, Rodó no exaltó su aptitud para ella como el don predestinado a dejar rastro perdurable en sus escritos. No la dedicó con exclusiva predilección al estudio desinteresado y puramente estético de la emoción de la belleza, de la virtud o del heroísmo. Su espíritu había abarcado la extensión de nuestro horizonte, y midió la esperanza y los temores de la naciente civilización; y antes que hacer sobre ella obra de diletante, quiso preservarla del mayor peligro, y escribió “Ariel”; quiso guiar y socorrer a los obreros de ese gran destino, y escribió los “motivos de Proteo”; quiso exaltar el sentimiento y con él la conciencia, el poder del futuro de América, y empapó toda su obra del más cordial americanismo, como lo muestra su “Mirador de Próspero”. Hemos visto cómo, al oír su primera plática platónica, llamáronle todos maestro, y lo creyó él mismo. Sintiendo la gravedad del cometido, en la íntima sinceridad de su gran modestia, tomó más a lo serio, y la cultivó como su verdadera vocación, la de director de espíritus y guía de perfección interior encaminada a la acción, y en vez de enseñar no el múltiple secreto de la belleza en el arte, para lo cual era insuperable, propúsose, más generosa, pero quizá menos felizmente, enseñarnos moral y vida, ideal y acción. Insuperables son sus dones para la crítica. Y ayudados como están por sensibilidad tan receptiva y una imaginación tan simpatizante, hacen de él, en efecto, el crítico por excelencia y en grado tal, que ni tiene par en su lengua. Crítico artista y creador. Tuvo del artista no sólo la vida infusa en la expresión, la 170 GALO RENÉ PÉREZ ciencia de la música verbal, todos los prestigios de la belleza formal, sino también la imaginación que vuelve a crear la obra, tomándola por los adentros, y convive con su último espíritu. La ubicua simpatía de una inteligencia ardiente, pero no inquieta, y desligada de trabas, pero sometida a un orden, le lleva a internarse con fruto por todos los senderos, aun por aquellos adonde su inclinación personal no habría ido nunca en busca de morada. Mas no es el placer de comprender por comprender; cualquiera que sea el secreto de la obra de arte o de pensamiento, del acto de heroísmo o de virtud; sino el de explicar y desentrañar por el mero gusto de ver lo que hay dentro, o por vocación de esteta, lo que estimula su labor. Ni se complace en el espejeo de visiones fragmentarias y diseminadas, en que fulgura la beldad del mundo. Su crítica parte de un sentimiento central, y en el panorama diverso y vasto de su curiosidad pone su alma el reflejo de su unidad esencial. Es la obra del crítico artista, que no se limita a mensurar o aplicar reglas, o a ver la discrepancia entre el libro ajeno y sus gustos personales, sino que exprime la esencial verdad, desentrañándola de entre la inconsciencia de los elementos que la celan. Semeja a la obra del poeta o del novelista; sólo que en vez de animar figuras, de hacer vivir a personajes, vivifica ideas y realidades subyacentes. Ese es su modo de crear. Rodó vivirá por este arte y por cuanto ha incorporado a la conciencia en formación de su Ibero América. Difícil su retrato por demasiado fácil Tal se refleja —confuso aún y mal trazado por insuficiencia nuestra en este simple esbozo— este escritor sin contrastes ni contradicciones. Su unidad y coherencia debían de favorecer el trazo de su figura a grandes rasgos. Sin embargo, no hemos podido asentar de modo absoluto casi ninguna de sus condiciones, llevándolas hasta el último límite de su virtualidad así en las cualidades como en los defectos, que sólo son deficiencias. Impone, a toda afirmación algo absoluta, el correctivo de la proporción y de la mesura; de ahí el séquito de proporciones fuerte o levemente adversativas que acompaña a la aserción de sus principios directivos y al juego mismo de sus facultades. De ordinario, más interesan al crítico las personalidades que se prestan a un sutil discrimen o a una audaz síntesis. Contradicciones aparentes por resolver, visiones fragmentarias por recomponer, teorías por desentrañar de la obra que las lleva implícitas, son otros tantos fines y estímulos para la obra del analizador. Pero Rodó, lo hemos visto, no es artista contradictorio ni fragmentario, ni sus sentimientos e ideas son los dispersos del vidente fulmíneo y desatado. Es el razonador de lógica bien trenzada. Igualdad tranquilizadora: pero, al querer retratarlo, su faz vuélvese evasiva. Descomponerlo, casi sería mutilarlo, pues si no es complejo, es quizá completo dentro de su tipo. Si no abunda en matices cambiantes y caprichosos, atrayentes y fugitivos, tampoco se afirma rutilante en encendidos tonos. Colores francos y sosegados, combinados sabiamente en una paleta sobria y trasladados a la tela en toques a la vez tenues y firmes, nos darían el retrato de este mago prudente y cordial. LITERATURA DEL ECUADOR Su muerte La muerte abatió brutalmente a este pensador, que apartó siempre de su sombra el alma. Murió casi de súbito, cuando se preparaba a venir a Francia. Quería conocer de cerca esta dulce Francia que él había amado siempre y sobre todo ahora. La muerte vino a sorprenderle, apenas dimidiada la meseta de la vida, antes del descenso, y en el fervor de una nueva vida. Pues su viaje fue doble: para los ojos y para el alma. Este gran cuerdo, que aconsejó alguna vez las necesarias ingratitudes del Hijo Pródigo para preparar los retornos profundos, habría sabido sacar de esta peregrinación emocionantes lecciones para su espíritu, que él quería renovar errando por el mundo antiguo “padre y maestro”. La política no aceptó por entero al hombre de realización serena, que en él vivía de acuerdo con el soñador sagaz. Apartóse suavemente, quizás con desdén compasivo, de la lucha contra las fuerzas inferiores que rigen el mundo de la acción. No tardó en recuperar, con la soledad, la limpidez de sus mejores días. Trabajó siempre en calma, largamente, por devoción, y más que todo por probidad, ignorando la mayor parte de sus conquistas espirituales, sin correr nunca tras el éxito, ni coger de él otra cosa que el honor, con puras manos consagradas a abolida caballería. La vida, tan pura, de este solitario amigo de las muchedumbres, es también una enseñanza. Condenado por su propia alteza, aun en medio de sus discípulos, a una de las más vastas soledades de espíritu, no se quejó jamás. Tal vez no amó ni su gloria; de entre sus admiradores más sinceros, sus íntimas predilecciones iban “a los que callan”. La plenitud de la fuerza, de la gloria, de la cordura, le esperaba con todas las coro- 171 nas. Y habría sabido envejecer con belleza, él, que durante su juventud pensativa y grave no quiso ser joven de veras. Este hombre sin melancolía ni condescendencia para con las voluptuosidades, no reconoció sino tarde, quizás demasiado tarde, el sufrimiento de los sueños mutilados, de las pasiones malgastadas, de las ambiciones aridecidas. Tuvo por lote en la vida aquella “divine raison” que Madame de Sévigné admiraba en la dulce y grave confidencia del amargo La Rochefoucauld. ¡Divine raison! Y este amigo de la verdad, que pocos tienen, fue como ninguno respetuoso de sus fueros en el adversario y como nadie leal para consigo mismo, aun en daño propio. Toque final A la muerte de los que fueron proclamados en vida maestros sucede generalmente un eclipse. Aun cuando el nombre de Rodó se hunda por un tiempo bajo la profusión de elogios, exasperantes de mediocridad y monotonía, que ha recubierto su tumba, mil páginas de las suyas, escritas para durar, perdurarán ciertamente. Resurgirá quizá, no ya para proseguir en su cura de almas y dirección de espíritus sumisos, sino en su magisterio de arte, en su crítica literaria y su sentido de la realidad coronada de idealidad. Nunca en América se apagará el eco de la voz de Próspero despidiéndose de sus amigos. Cada generación le escuchará de nuevo; suavemente pensativa y seria, avanzará hacia la vida, sintiéndose mejor después de haberlo oído. Tal vez el maestro y guía de levantamiento espiritual sea buscado por uno que otro vacilante que espera hallar su vía. Pero quienes gustan de nutrirse con médula de leones irán únicamente a su “Bolívar’, quizás a 172 GALO RENÉ PÉREZ su “Montalvo”, y llevarán consigo, de preferencia, por su conjunto de modelos en acción, no en lección, el libro menos amado por su autor, el vario y rico y fuerte “Mirador de Próspero”. Admirarán siempre en él la ponderación de esa feliz naturaleza de árbitro. Pero preferirán, a la actitud con que a veces centraliza un debate para darle la cima, aquella ya no inmóvil como de juez, sino dinámica y arrebatada por un extraordinario don de vida, con que, discóbolo insigne, lanza su esculpido medallón de bronce, por encima de los libros, de los pueblos y de las edades. Gonzalo Zaldumbide, “José Enrique Rodó” Fuente: Páginas de Gonzalo Zaldumbide. Introducción de Miguel Sánchez Astudillo S.J.; selección de Humberto Toscano. Quito, s.f. (1959), t. I, pp. 349-370. Acerca de los cinco rostros de la poesía (Carta de crítica a su autor, Galo René Pérez) Mil gracias, querido amigo, por su libro y dedicatoria.— Deleitable libro, éste, que, como una mano cordial nos tiende en abanico cinco rostros en paisajes soñados por usted. Pintor iluminado, usted ilumina de su propia luz esos cinco rostros que se parecen entre sí, y que, —en espíritu, ideas y tendencias— se conjuntan con su pintor. Son así, por añadidura, un autorretrato: y se lo ve , más y mejor al retratista que a sus modelos. Sin quererlo, se lo ve a usted reflejado, multiplicado en esa galería de espejos. Cinco poemas son, estos cinco líricos estudios. Su ditirámbico pero sincero Elogio de esos poetas, hace que parezca “verdad tanta belleza”. Sus comentarios dilatan la emoción y los conceptos o metáforas, de ellos, en versiones suyas de usted, concordantes pero suyas, que resultan más elocuentes que el texto que comentan. Como si usted dudara del poder evocador que espera susciten en el lector las estrofas que cita y reproduce de muestra, usted las parafrasea y las desenvuelve en espiral. A menudo sus paráfrasis llegan a sustituir con ventaja las estrofas que usted ensancha, amplifica y profundiza, corroborándolas, sosteniéndolas, ayudándolas, cual si ellas no pudieran de por sí llegar a tanto. Y en efecto, a veces, esas estrofas no convencen por sí solas. Pero uno admira la prodigalidad de imágenes con que usted las circunda y hermosea en su florida didascalia. Sus paráfrasis son la prolongación de su estremecimiento subjetivo, que riza en círculos concéntricos el agua transparente de su contemplación. Difunde, cada vez más lejos, cada vez más tenue, la imagen que usted vuelve trascendente. No que usted pierda su lucidez al alabar. Pero ella es más convincente cuando critica propiamente, al disentir, —en algo, aquí o allá—, de lo que dicen sus poetas, sobre todo cuando lo que dicen de través está, además, mal dicho.— sí, sus reproches, reparos o censuras son más eficaces que sus alabanzas a un poeta como Neruda, por ejemplo, a quien usted admira tanto, que le perdona hasta el estrafalario “Estravagario”. Usted aprecia y subraya todo acierto de expresión, y no acepta, o mas bien, rechaza la impropiedad en los vocablos, el desgaire, la falta de escrúpulos de la actual anarquía gramatical. Para hallar los mas pertinentes y precisos vocablos, usted los rebusca en las arcas del idioma, en los diccionarios, y así sean arcaicos los adopta. Su léxico es abundante, superabundante. No es menos exigente usted en punto a claridad. La claridad, primer deber de todo escritor que respeta a la lengua y que respeta su oficio, usted la practica a todo trance al procurar dar sentido aun a contrasentidos sin sentido, de los poetas simuladores de falsa LITERATURA DEL ECUADOR profundidad, que tapan con arbitrarias oscuridades o con vaguedades, su vaniloquio, para encubrir su vacuidad. Lector amante de toda bella prosa, la tan poética de usted me ha arrastrado otra vez a tomar contacto con esta especie de particular poesía. Los cinco poetas que usted estudia y exalta en su libro, y su mismo libro, presentan, sobre un fondo de tendencias homogéneas, aspectos varios: el apuntarlos solamente, y de paso, alargaría demasiado esta carta que me ha ido saliendo extensa y resultará corta para lo mucho que me quedará por decir. 173 Mándole mientras tanto mis impresiones de primera lectura: ella es ya buena y suficiente piedra de toque para libros tan atrayentes como el suyo por su estilo, si bien otra y otra lectura serían útiles para distinguir, en medio de su fluente abundancia, y fijarlos en su alcance, tantos puntos de vista como ofrecen estas 367 páginas efusivas. Felicítolo, pues, por lo mucho en que concuerdo con ellas por encima de lo poco en que discrepo. Gonzalo Zaldumbide Quito, marzo de 1961 Fuente: Diario “El Comercio”, Quito. IV.— El costumbrismo. Su convivencia con el romanticismo. Montalvo, Mera y Espinosa, románticos y costumbristas. Expresiones posteriores. Los casos de José Rafael Bustamante y José Antonio Campos. Aparición del realismo. Luis A. Martínez. Su novela “A la costa” No fue el costumbrismo una posición asumida con ánimo desafiante frente al romanticismo. Convivió largamente con éste. Los dos dieron frutos simultáneos, penetrados de igual espíritu. Pero gradualmente se fueron separando, y recortando con independencia sus líneas. Esto ocurrió cuando la fuerza de atracción de la realidad obligó a los costumbristas a descender cada vez más sobre ésta. A edificar su hogar entre los objetos que pueblan el mundo cotidiano. A ir enseñando a su progenie literaria, ya comprometida con circunstancias tangibles e hirientes, el repudio a las idealizaciones románticas. Más imperiosa era la abigarrada suma de los problemas inmediatos, de las diarias necesidades familiares y colectivas, que no el inventario sentimental ni las extravagancias imaginativas que antes avasallaron el alma de los escritores. Por eso el costumbrista preparó la insurgencia del realismo y el naturalismo. Tal proceso se advierte sin esfuerzo en Hispanoamérica, en donde tanto el fenómeno romántico como el realista entretejieron sus haces con los de la historia general de aquellas naciones. La misma lógica es aplicable a la literatura ecuatoriana. En los años en que tendía sus alas el romanticismo lo hacía también el costumbrismo. Por lo menos tres autores, todos de la misma generación, nacidos todos después de 1830 —Juan Montalvo, Juan León Mera y José Modesto Espinosa— tuvieron esa doble filiación, romántica y costumbrista. El primero, que por sobre todo fue un ensayista, no dejó de complacerse en la composición, a veces narrativa, de imágenes costumbristas, y también en el trazo satírico del ambiente ecuatoriano, cuya radical franqueza obliga a recordar a Larra, máxima figura del género en España. Por su parte Mera, que se consagró en el país como el primer novelista romántico, fue encaminándose hacia la narración de costumbres. Y allí sin duda está la demostración más eficiente de su talento. Entre sus “Novelitas ecuatorianas” (Madrid 1909) hay cuadros lugareños ricos de movimiento, de fidelidad y de gracia. El tercero, José Modesto Espinosa, aunque no se elevó al nivel de los dos anteriores, está considerado como el iniciador ecuatoriano de lo que se suele llamar artículo de costumbres. Publica sus páginas —muestras de buen humor y afán de la frase castiza— en la revista “Iris” del Quito del ochocientos. Sentado así el ejemplo, los costumbristas posteriores depuraron las características de su tendencia. Esta debió mucho a los hijos mismos de Mera. El mayor de ellos —Trajano—, nacido en 1862, fue un entusiasta defensor de la inspiración nativista y del manejo de los elementos apropiados para que ésta resultase legítima. En el prólogo de su creación teatral “Los virtuosos”, explicándose ante una crítica de comprensión tarda, dijo lo siguiente: “Si se presenta una obra local, todo debe ser local en ella y más que todo el len- LITERATURA DEL ECUADOR guaje que es lo que más y mejor caracteriza a los personajes, ¿no sería un contrasentido que una criada quiteña hablara como una familia de Madrid?… “En uno de sus artículos de tema local describió la condición abyecta, sin parangón posible en su grado de miseria, del indio “guasicama”, siervo destinado a todos los oficios y a todos los ultrajes. Un hermano menor de aquel Mera —Eduardo— insistió en los mismos empeños localistas, pero su producción narrativa, que está contenido en “Serraniegas”, descubrió un sentido más penetrante del ingenio y el humor. Finalmente se hace indispensable poner también en esa corriente costumbrista, ya pronta a confundirse con el curso impetuoso del realismo, a José Rafael Bustamante y a José Antonio Campos. Diferentes los dos entre sí, pero unidos como todos los autores de su género en el propósito de captar caracteres y episodios de la realidad circundante. El primero de ellos fue por sobre todo un admirable expositor de Filosofía. Sus páginas alrededor de la “filosofía de la libertad”, que nunca quiso Bustamante publicar en la forma acabada del libro porque temía la incomprensión del medio nacional, pero que han aparecido fragmentariamente en revistas, le muestran como un ensayista que supo iluminar con profundidad la atractiva limpidez de sus frases. Pero él fue además un buen narrador, y prueba de eso es la novela “Para matar el gusano”. En sus capítulos hay cuadros locales trazados con mano experta, episodios hogareños y sociales que avivan el interés del argu- 175 mento y un corte castizo del estilo. Se percibe en más de un aspecto la huella del novelista español José María Pereda. El otro escritor —José Antonio Campos— publicó artículos costumbristas en periódicos guayaquileños, en los que principalmente mantuvo las columnas tituladas “Rayos Catódicos” y “Fuegos Fatuos”. Las firmaba con el seudónimo de Jack the Ripper. Hay en ellas tal sentido de vividez, de acción, de presentación del ambiente, de composición de diálogos populares, que hay quienes se inclinan a aceptar a Campos como un cuentista. La atmósfera de sus sabrosas crónicas es la del montuvio ecuatoriano. Su ingrediente más activo, el buen humor. Como se ve, no faltaban los antecedentes literarios para la promoción novelística del nuevo siglo que, con ademán tan resuelto, se lanzó hacia la borrasca de los problemas sociales. A aquéllos se sumó el estímulo llegado de la obra de los nuevos maestros hispanoamericanos. Pero, de manera más directa y cercana, el del indiscutible fundador del realismo en el Ecuador, Luis A. Martínez. Su gran novela “A la costa” se publicó a comienzos de la anterior centuria, en 1904. Y tuvieron que correr cinco lustros más para que la narración ecuatoriana asumiera una actitud semejante. El trabajo de Martínez contrastaba con los remilgos románticos y la mesura costumbrista de la época, por su desenfado, por su desnudez, por su reciedumbre. Era trabajo de precursor en cierto modo solitario. V.– Autores y Selecciones Luis A. Martínez (1868-1909) En un brevísimo apunte autobiográfico, este novelista, nacido en Ambato, nos habló de cómo le habían envejecido las experiencias en la mitad del camino de la vida. Y eso ocurrió efectivamente. Privaciones. Durezas. Trabajos agrícolas, desde peón hasta gerente; y administrativos, desde Teniente Político hasta Ministro. Excursiones por montañas y selvas impracticables. Desafío a las inclemencias tropicales. Enfermedades contraídas en ese laboreo titánico. Todo precipitó su derrumbamiento cuando apenas contaba cuarenta y un años de edad. Y todo, al mismo tiempo, alimentó el caudal de los hechos que entraron con enorme fuerza de verosimilitud en su única novela. Confesó, por eso, no pertenecer a ninguna escuela literaria. Creía no necesitar el aprendizaje de credos estéticos extranjeros. Su propio medio —brusco e indomeñable— y sus propias impresiones — desventuradas como intensas— le empujaron hacia un realismo áspero, trágico, penetrado de amargas esencias sociales. Críticos como Anderson Imbert prefieren llamar a Martínez narrador naturalista. “A la costa” es un obra ambiciosa. Su autor se propuso dar un enérgico golpe de timón a la novela ecuatoriana. A veces uno supone que Martínez tomó la creación hasta entonces consagrada como ejemplar, “Cumandá”, de su conterráneo y pariente Juan León Mera, para alejarse de ella todo lo posible, y así evitar los riesgos de la falsificación e ir en busca de lo verdadero. Casi todo, en efecto, hace de la novela de Martínez la antípoda de la de Mera. Su enfoque al tema religioso es el de un liberal que vio en el fanatismo popular y en la desaforada influencia del clero los factores disolventes de la sociedad. El fraile, según la definición del protagonista de la obra, es “lujuria, orgullo y cobardía”. Precisamente la prostitución de Mariana —otro de los personajes principales—, joven histérica, criada en la clausura de un hogar ultracatólico, se origina en la pasión sexual de un predicador de la Iglesia. Martínez vivió en la época de las luchas feroces de liberales y conservadores que antecedieron a la transformación política de Alfaro. Y en su obra no deja de condenar lo que hay de espejismo sangriento en las revoluciones, aunque siempre mostrando la acción nefasta de la gazmoñería y el mal sacerdocio. En lo que concierne a la relación de ambiente y caracteres, ésta es mucho más fidedigna que en “Cumandá”. Ni el medio geográfico ni el elemento humano se han transfigurado por discutibles halagos de orden poético. Al contrario, se muestran como ellos son y naturalmente vinculados entre sí. El paisaje no cumple pues una función puramente decorativa. Las descripciones de lugares se animan con la acción concomitante de los personajes y a veces se proyectan magistralmente a través de su conciencia, como en el cuadro del terremoto de Imbabura que el doctor Ramírez evoca silenciosamente entre las paredes de su despacho profesional. Por esa certera consonancia de hombre y ambiente, tanto el serrano como el costeño están caracterizados con exactitud y nitidez, acusando cada uno la influencia de su propia región. Porque “A la 177 LITERATURA DEL ECUADOR costa”, en que se narra la triste aventura del joven Salvador Ramírez, que abandona la ciudad de Quito después de la inutilidad de sus fervorosos estudios académicos, para ir a jugarse la vida como mayordomo de “El Bejucal”, hacienda cacaotera algo distante de Guayaquil, es una novela en cuyo argumento transparecen las dos regiones principales del país. Véanse los rasgos de aguda observación con que se presenta una zona intermedia, una ciudad que es la síntesis de las regiones serrana y costeña: Babahoyo. “Ciudad —dice el novelista— donde el indio melenudo y silencioso de los páramos, se codea con el montuvio de aire desafiador y petulante, donde el chagra sudoroso y de cara congestionada, envuelto en el grueso e incómodo poncho, hace contraste con el mulato vestido de cotona y pantalón blanco; donde los sacos de papas manchadas todavía con la tierra negra del páramo, están arrimados a los sacos de cacao, marcados con letras negras y recientes”. Por otra parte el juego sentimental que se ofrece en “A la costa” ya no tiene los recursos triviales ni el lenguaje declamatorio que se encuentran en aquel romanticismo añejo del tipo de “Cumandá”. Aunque no siempre se dan pruebas de sobriedad y de proporción en la imagen de personalidades y en la necesaria versatilidad del idioma, es encomiable la fuerza con que se crea a algunas de las figuras —Salvador, Mariana, Fajardo, Roberto Gómez— y también el grado de adaptabilidad del habla a los diálogos. Un buen número de consideraciones de naturaleza literaria y sociológica lleva a la conclusión de que la obra de Luis A. Martínez ha sido la base sobre la que se ha desarrollado el actual movimiento novelístico del Ecuador. A la Costa I Aquella mañana de agosto, clara y llena de sol, el doctor Jacinto Ramírez habíase puesto a trabajar en su escritorio antes de la hora acostumbrada. Sentado en un viejo sillón de vaqueta estampada, teniendo delante varios legajos de papeles amarillentos, y con su rostro enjuto, pálido y sombrío, y su larga barba gris, se asemejaba a los alquimistas de la Edad Media. Un rayo de alegre sol que entraba por una ventana abierta, iluminaba vivamente la figura del doctor, y dejando en una espesa penumbra lo demás de la habitación, daba a todo ese pequeño cuadro un aspecto casi fantástico. Profunda preocupación o tristeza contraía frecuentemente el rostro impasible del doctor. Algo como una idea penosa y pertinaz atormentaba su cerebro, porque a cada instante dejaba la pluma, volvía a tomarla, trazaba algunas palabras en el expediente que tenía delante, para volver otra vez a suspender el trabajo. Al fin abandonó el sillón y púsose a pasear lenta y maquinalmente por la larga y oscura sala, acariciándose con una mano la larga barba, los ojos distraídos y como sin vista clavados en el pavimento, señales todas de una grave preocupación. Un instante paróse en el cuadro de luz que entraba por la ventana y fijó sus ojos en un ennegrecido retrato de cuerpo entero que se difuminaba en el fondo de la sala, contuvo un involuntario suspiro, y algo como un lágrima brilló en la mejilla iluminada vivamente por el sol. Volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho, metió las manos en los bolsillos del largo paletó que llevaba, y continuó el interrumpido y monótono paseo. 178 GALO RENÉ PÉREZ ¿Qué era lo que atormentaba al doctor Jacinto Ramírez, abogado de Quito, en aquella mañana clara y soleada del mes de agosto? El recuerdo de una catástrofe espantosa, cuyos detalles rememoraba uno a uno como si se complaciera en ellos, era lo que le traía tan preocupado y abatido… El 16 de agosto de 1868, veintidós años antes, Jacinto Ramírez era estudiante de quinto año de leyes en la Universidad de Quito. Para esa fecha había ya rendido con buena votación sus exámenes, y prepárabase a marchar, para pasar las vacaciones, a Ibarra en donde vivía su familia, numerosa y considerada en la capital de Imbabura. Aquella noche déjose sentir en Quito un terremoto fortísimo, que agrietó casas y echó al suelo algunas construcciones viejas y mal equilibradas: lo que fue temblor fuerte en Quito, en la rica provincia de Imbabura fue cataclismo formidable. A la tarde del 17 de agosto circuló en esa ciudad la inverosímil noticia de la destrucción de los numerosos pueblos de Imbabura. Ramírez, intranquilo ya desde la víspera por la suerte de los suyos, con la noticia traída por un chagra de Otavalo, púsose violento y resolvió salir esa misma tarde para su tierra natal. Como concibió la idea, la realizó. Al anochecer del 17 galopaba en un mal caballo de alquiler, camino del Norte Confusamente recordaba el doctor los detalles de ese viaje, tenía idea de casas resquebrajadas o ruinosas que bordeaban el camino y de grupos de gentes azoradas que a cada instante detenían la marcha de su caballo. ¿Caminó toda la noche? No lo recordaba, pero sí tenía aún en sus oídos el aullido de un perro vagabundo, en una loma; y en su retina, el resplandor de una hoguera, en alguna choza cercana… En la mañana del 18, después de pasar, no sabía cómo, los ríos sin puentes y los caminos convertidos en precipicios, dio vista a la provincia de Imbabura, a la que diez meses antes había dejado tan risueña y próspera. Como un alucinado, sin hacer gran caso de los pueblos y caseríos arruinados, y sin conmoverse con los alaridos salvajes de los sobrevivientes, caminaba, caminaba, dando largos rodeos, con un especie de instinto maravilloso para salvar los abismos que a cada paso cortaban el camino. Al anochecer dio por fin vista a la llanura inmensa de Ibarra. ¿Por qué no enloqueció entonces? Lo que tenía delante de sus ojos era algo peor que las visiones terribles de la pesadilla. La gran campiña, sembrada antes de ciudades, pueblos y haciendas, estaba allí a su espantada vista, informe, monstruosa, como si en todo el territorio hubiera estallado una mina inmensa. Las casas eran montones fragmentarios de piedras, tejas pulverizadas y maderas reducidas a astillas. Algún arco de iglesia resquebrajado se levantaba todavía como gigante solitario. Los árboles mismos, los copudos nogales, las palmas, los sauces verdes, que daban a Ibarra un aspecto oriental, como si hubieran sido asolados por un ciclón furioso, estaban allí tronchados o arrancados de cuajo, las raíces al aire, asemejándose a tentáculos de pulpos gigantes. Las llanuras, ayer verdes, unidas, tersas como alfombras de terciopelo, surcadas estaban por anchas grietas de las que manaba, como la podredumbre de la tierra, un lodo viscoso y hediondo, y las tendidas lomas que por sus redondeces abultadas parecían antes los pechos de una naturaleza generosa, ahora estaban desgarradas por el azote, mostrando quebradas y precipicios, rocas y peñascos, vacíos de la tierra fecunda. Y luego, en medio de ese cuadro digno de las visiones del Apocalipsis, como natural cortejo de un mundo lacerado y herido de muerte, alaridos salvajes de los sobrevivientes que huroneaban los escombros; gritos ahogados entre las ruinas, pidiendo socorro; el ruido sordo de un lienzo de pared mal equilibra- LITERATURA DEL ECUADOR do que se desploma levantando nubes de polvo; algún perro enflaquecido, el pelo erizado, los ojos brillantes, aullando por el perdido dueño; y en los más remotos confines de ese campo de catástrofe, balidos temblorosos de reses espantadas… Todavía a la memoria del doctor acuden en confuso tropel, detalles vivos y horripilantes… Brazos y piernas sangrientos asomando entre las ruinas y sirviendo de pasto a miriadas de moscas; algún rostro exangüe y contraído por la visión última, saliendo entre dos fragmentos de muralla; alguna tela de vívidos colores, como florescencia de ese campo de destrucción. Y en todo el ambiente un olor de carne corrompida, olor de cementerio, de campo de batalla, de cataclismo. La desesperación, la locura, el idiotismo, pintados en los rostros de los sobrevivientes vestidos de harapos. Y la naturaleza, en tanto, como burlándose del dolor humano, haciendo lujo de nubes coloreadas, de cielo azul, de calma majestuosa y solemne; y el Cotacachi, eterno e impasible, resplandeciente con el último rayo de sol de la tarde, dominando la inmensa llanura cubierta ya de las tintas de la noche. En la memoria del doctor hay un vacío. No recuerda cómo encontró el sitio donde antes se levantaba el hogar de sus padres, ni de qué modo pudo orientarse en ese mar de ruinas informes que impedían el paso. Cuatro indios melenudos, de caras siniestras y miradas sombrías, le acompañaban de muy mal voluntad, sin embargo de haberles dado en pago todas las pocas monedas que llevaba. Tampoco tenía una idea clara de los trabajos emprendidos en medio de los escombros para encontrar los cadáveres de los suyos. ¿Todos habían parecido? ¿Alguno estaba vivo aún después de tres días de estar sepultado? ¿O andaba vagando por ese caos? Pronto lo supo. Como si la víspera hubiera presenciado 179 la escena, el doctor recordaba que al separar una enorme viga apareció el cadáver del padre con la cabeza partida y horriblemente desfigurada, y con una mano en actitud de separar el pesado madero. El mismo, el hijo, con una indiferencia estúpida, había ayudado a mover el obstáculo y él mismo levantó trabajosamente el cadáver y lo colocó sobre los escombros. Siguió la faena, y a poco fue encontrado el cadáver de la madre, abrazado al de una niña de pocos años. Ambas mostraban rostros horriblemente contraídos por la suprema angustia de la asfixia. ¿Cuántas horas esas dos criaturas agonizaron pidiendo un auxilio imposible? Más lejos, el cadáver de un niño, de un hermano del doctor, casi destrozado y convertido en un montón de huesos triturados y de carnes laceradas… y luego, más cadáveres, más horrores; toda la familia, en fin, sorprendida por la muerte en medio del sueño tranquilo y dulce. Después, el doctor no recordaba ni cómo ni en dónde enterró, en confuso montón sin duda alguna, a todos los seres más queridos. ¿Cuánto tiempo tardó en llenar esa faena horrible?… Luego vino otra noche, pasada tal vez, porque él no lo recordaba, al abrigo de una muralla en pie todavía, viendo circular por entre las ruinas, las lucecillas que iluminaban la labor de los vampiros, de los merodeadores que escudriñaban las ruinas en busca de infame botín; oyéndose algún sordo alarido de los infelices todavía vivos bajo los escombros; el mugido de un vientecillo helado entre los rotos arcos de un templo cercano; el aullido incesante de un perro extraviado, sintiendo que por el aire vagaba algo como el soplo de la muerte y del estrago… No enloqueció aquella noche horrible, no murió; pero sí al día siguiente había envejecido medio siglo. El alma fue herida como con un cuchillo agudo, las facultades se embotaron y la noción del tiempo desapareció de su conciencia. Aún después de veinti- 180 GALO RENÉ PÉREZ dós años, un horroroso estremecimiento conmovía todas sus fibras; el corazón le latía apenas, y a sus oídos llegaban los ruidos siniestros de aquella noche, y en el aire puro de la mañana que iluminaba la mesa de trabajo creía escuchar ese algo desconocido que anonadó entonces sus facultades como el soplo de un inmenso ángel de exterminio. Después, lo recordaba, sin saber cómo, fue a parar a un campamento improvisado por los sobrevivientes, con pedazos de puertas y con harapos arrancados de las ruinas. Allí comió unos granos de maíz tostado en una teja, con avidez salvaje, porque hacía cuatro días que no había comido, o a lo menos no lo recordaba. ¿Cuántos días pasó en ese campamento? No lo sabía; pero con lucidez rememoraba la venida de los socorros traídos por García Moreno, la actividad devoradora de éste, su energía sobrehumana para vencer los obstáculos de toda naturaleza, su caridad inmensa. ¿Acaso ese hombre era el mismo de Jambelí?… Años después había vuelto el doctor a su tierra natal. Los edificios se levantaban por todas partes; donde fue la casa de sus padres había otra, habitada por desconocidos; los árboles volvían a dar a Ibarra el aspecto de ciudad oriental; el césped de los campos estaba verde y unido; y las lomas, redondeadas otra vez por las lluvias y los vientos, asemejábanse a los pechos de una naturaleza fecunda; y allá en el fin de la llanura, el Cotacachi resplandeciente con su corona de nieve eterna, dominaba impasible y mudo la risueña provincia de Imbabura. Todo volvía a su antiguo estado, sólo el alma del doctor había quedado entenebrecida para siempre y tocada por una ponzoña incurable: la hipocondría. Fuente: Luis A. Martínez, “A la Costa”. Capítulo I p. 43-48. Ediciones Cultura Hispánica - Madrid, 1992. VI.– La narración desde la tercera década del siglo XX hasta nuestros años. El determinismo telúrico y la diversidad regional de las producciones narrativas. Narradores de las dos regiones principales del país: la costa y la sierra. La novela como documento social y sus antecedentes hispanoamericanos. El montuvio y el negro, el mestizo y el indio. Los casos de José de la Cuadra, Jorge Icaza y otros autores Es evidente que una parte muy extensa de la producción narrativa de Hispanoamérica está ligada, mediante el auxilio de elementos regionales concretos, a la base de realidad de los diversos lugares del continente. La preponderancia de lo ecológico —de la corporeidad geográfica y de la atmósfera social— sobre la difícil maraña de las experiencias subjetivas, ha sido imperiosa. Y bastante duradera. De ese modo hay una cuantiosa porción de novelas y narraciones breves que han cobrado vida gracias al enlace con el medio cercano. Lo que circula por ellas es el torrente de imágenes de la naturaleza y de los hechos con los que el hombre responde a ésta. Es decir que la peripecia humana, muchas veces dramática en los actos, en el movimiento externo, arranca por lo común de las condiciones de aquel soporte físico o natural. Los personajes están soldados a un rincón geográfico de caracteres definidos. Aun más, aparecen mostrándolo como el motor de su destino. Proceden según los dictados de la región. Que es una señal de autenticidad. De ser entes humanos de verdad. Esta actitud de los narradores hispanoamericanos es tan antigua como el género mismo. Se la encuentra en las primeras mani- festaciones de la novela y el cuento. Debería decirse que hasta en el antecedente —que de algún modo lo fue— de las crónicas. El reclamo telúrico o propio de la tierra se deja percibir, con diversa intensidad e inspiración, a través de épocas y tendencias literarias; en el romanticismo, en el modernismo, en el costumbrismo, en el realismo y las derivaciones de éste en nuestro tiempo. Tal persistencia, aunque no se ha salvado de ciertas características pobres y constrictoras, ha servido para que algunos autores llegaran a ofrecer ejemplos acabados de literatura regional. De literatura, por ende, de sabor hispanoamericano. Con trazos que hasta ayudan a tener una visión clara y animada del proceso de nuestra realidad. En el Ecuador se ve cómo han venido obrando estos mismos factores. La cultura ecuatoriana está ensamblada con las de los demás países del continente. Y sus reacciones literarias han seguido las normas que son comunes a todos. Por eso, con excepciones — que también la hay en los otros países— sus narradores han incorporado elementos regionales a las principales de sus creaciones. Aun más, como la naturaleza es distinta en sus tres grandes recintos geográficos de la sierra, la 182 GALO RENÉ PÉREZ selva y el litoral, y su habitante sufre el correspondiente determinismo telúrico, las producciones novelísticas acusan aquella diversidad. Y tanto énfasis tiene en efecto el ambiente, que los autores costeños están encerrados en su ámbito, y los de la sierra en el suyo. Hay un denominador común de tema, de escenario, de conciencia y de emoción en los novelistas de la costa. Lo hay, en el mismo grado, en los serranos. Los caracteres ecológicos han delineado pues la personalidad literaria de cada región. En eso se descubre una indudable lealtad a los reclamos de la realidad propia, pero también un cierto sometimiento, una conducta reiteradamente pasiva, frente a estímulos simples y concretos. Ello ha originado un sistema uniforme de creación en que la fuerza traslaticia es mucho mayor que la analítica, el poder descriptivo de cosas y actos es superior al de penetración en la compleja sustantividad del hombre. Los compromisos del género narrativo ecuatoriano con sus ámbito regional y las asperezas de una aflictiva realidad social, que le marcan una definida posición militante, empezaron a hacerse notar bien en los años treinta de este siglo. En la costa apareció precisamente en 1930 la promoción de “Los que se van” bajo esa doble y terminante responsabilidad. “Los que se van” es el título de un breve volumen de cuentos cuyos autores —bastante jóvenes en la época de su publicación— son Enrique Gil Gilbert, Joaquín Gallegos Lara y Demetrio Aguilera Malta. Todos éstos devinieron novelistas poco más tarde. Los comentarios de la crítica del Ecuador —fruto más del entusiasmo que de una disposición inteligente y razonadora— abultaron quizás la importancia de esa enteca y desigual producción. Se habla —y aún hoy se insiste en ello— de su novedad revolucionaria, de sus virtudes de brote inicial y de sorpresa. Eso es no saber mirar las cosas con un poco de perspectiva. De claridad y honradez. En el mismo decenio, y en el propio país, otros narradores mostraron una actitud semejante frente a la realidad. Revelándola. Y rebelándose contra ella. Dos valores lo atestiguan: José de la Cuadra y Jorge Icaza. Pero hubo además antecedentes, que ya hemos explicado, y que son especialmente los de la novela “A la costa” de Luis A. Martínez, aparecida veintiséis años atrás. Aparte de esta observación, conviene aclarar que en el resto de Hispanoamérica ya se había cumplido la aludida labor renovadora y revolucionaria, con las novelas excepcionales de Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera, Mariano Azuela y otros. El pequeño volumen de los tres cuentistas ecuatorianos, con una saludable sensibilidad de lo que exigía el momento, no hizo sino incorporarse a un movimiento continental ya en completo desarrollo, aunque sin poder ocultar la precariedad de su intrínseca virtud literaria. Aquellos tres nombres —Gilbert, Gallegos Lara y Aguilera— además del de Alfredo Pareja Diezcanseco, igualmente notable, han sido asociados por la crítica al de José de la Cuadra bajo la denominación de Grupo de Guayaquil. A De la Cuadra se le ha reconocido, por razones indiscutibles, la posición conductora de inspirador y maestro. Que la tuvo en verdad. Escribió cuentos, novelas y ensayos. Sus páginas, bastante homogéneas, demandan sitio entre las más brillantes de los pueblos de habla hispana. Demostró De la Cuadra las bondades de su lealtad al medio costeño. Había recorrido caminos, surcado ríos, conocido gentes y barajado pueblos del litoral. Disponía de un conjunto de episodios dignos de evocación, oídos o vistos en ese ávido vagabundeo. Y, sobre todo, había alimentado su comprensión y su solidaridad para con el montuvio. Este no había sido aún incorporado a la literatura social del Ecuador. LITERATURA DEL ECUADOR En el ensayo que escribió —y que lamentablemente es poco difundido y apreciado— De la cuadra recordó que apenas si había las imágenes festivas de la gente montuvia en las páginas de José Antonio Campos. El campesino del litoral, con su personalidad entera y sus auténticas circunstancias sociales, no entró en el mundo de la ficción sino gracias al relato de De la Cuadra. Y a las narraciones de los que, por su mismo tiempo, demostraron una similar aptitud de observación y de representación artística, y que por lo mismo no cayeron dentro de la irónica pero certera acusación de aquel maestro: “Cualquier escritorzuelo refugia su ignorancia de la gramática, haciendo hablar a nuestro campesino en la manera como el propio mojaplumas no sabe hablar el castellano. Construye y conjuga como lo hacen los niños de cuatro años, sustituye eres por eles, o viceversa; mienta las vacas, los caballos, la “jembra” y, sobre todo, el matapalo, insigne árbol montuvio; —y ya está”. Esos novelistas que acompañaron dignamente a su orientador insigne, fueron los del aludido Grupo de Guayaquil, a quienes destinamos (como a De la Cuadra) varias páginas críticas en la sección correspondiente de la antología de la literatura, de esta misma obra. Aunque es de tanta significación la personalidad creadora de Demetrio Aguilera Malta —autor de “La isla virgen” y “Don Goyo”, novelas ampliamente recomendadas por el juicio internacional, y de trabajos dramáticos muy conocidos, como “Dientes blancos” y “El tigre”—, hemos preferido incluir en la parte antológica al narrador Adalberto Ortiz, persuadidos de que su producción coincide mejor con las características de la del celebrado grupo guayaquileño. El relato regional de la sierra, aparecido simultáneamente con el de la costa, ha tenido un desarrollo paralelo al de éste. En las novelas del litoral está presente el paisaje fo- 183 restal del trópico. En las serranas el marco geográfico del risco y el páramo. Allá aparecen el montuvio y el negro. Acá el cholo o mestizo y el indio. En las tierras de la costa se dibuja el perfil esquelético, la figura palúdica, de la casa de caña o madera que se yergue sobre la amarillez del pantano. En las laderas andinas, semejando la imagen triangular del indio que se sienta en el suelo mientras se arrebuja en su poncho, descansa pesadamente el chozón de barro y de paja. En los dos medios se hace sentir por igual la tiranía de la miseria, de la ignorancia, de la enfermedad, del hambre. También la adversidad de los elementos naturales. Pero, sobre todo, la brutalidad y la explotación cínica que sufren los trabajadores en una sociedad viciosamente organizada. Y del modo como en la literatura costeña hay también narraciones de inspiración urbana —particularmente de la ciudad de Guayaquil, según lo demuestra el caso de Gallegos Lara, y también parte de la producción de Alfredo Pareja Diezcanseco y Adalberto Ortiz, así en las letras serranas hay cuentos y novelas cuyo contenido se refiere a la urbe, especialmente a Quito. Con ese carácter se ofrecen casi todas las creaciones de Humberto Salvador, uno de los modernos fundadores de la novela social en el Ecuador. La amplia cultura, la sensibilidad frente a lo más destacado de las corrientes contemporáneas, el calor narrativo, la perspicacia para sorprender las amargas sinrazones en que batalla la clase media de la ciudad, y sobre eso una fecundidad sin medida, dan a Salvador un lugar indisputable como significativo. Asimismo, si en el Grupo de Guayaquil hubo quien ensayara la narración de índole preponderantemente subjetiva —tal el caso de Gilbert en los “Relatos de Emmanuel”—, en la promoción de Quito y otros lugares de la sierra no han faltado los que han 184 GALO RENÉ PÉREZ intentado aventuras introspectivas y episodios acentuadamente anímicos. Dos autores, de extraño y trágico destino, se yerguen de manera destacada en este tipo de producción: César Dávila Andrade y Pablo Palacio, a cuyas obras nos referimos en la correspondiente sección antológica de estas páginas. Pero narradores que han cedido a los estímulos de carácter social y político, a la atracción omnímoda de una realidad áspera e hiriente, han sido los más. En ocasiones el cuento y la novela se han convertido en documento sociológico y en alegato de justicia en favor de las mayorías depauperadas. En este plano hay que aludir aquí, por lo menos, a los siguientes relatistas, realmente muy apreciables: Enrique Terán, autor de “El cojo Navarrete”, que en estilo vivo y expresivo presenta las peripecias de un mestizo y las luchas políticas entre liberales y conservadores; Angel Felicísimo Rojas, creador de “Exodo de Yangana”, bella muestra de gusto idiomático, de firmeza técnica, de animación narrativa y de revelación del drama de una comunidad de campesinos que desahoga su viejo resentimiento contra el amo explotador, matándole en un momento de exasperación alcohólica, y que luego tiene que expiar esa culpa colectiva y anónima abandonando sus tierras del pueblo serrano de Yangana, y perdiéndose en un éxodo angustioso a través de la selva (Rojas ha escrito, además, la novela “Banca”, con memorias personales hábilmente ensambladas, el libro de cuentos “Un idilio bobo”, y “Curipamba”, novela social que el crítico Anderson Imbert recomienda por sus méritos propiamente literarios. Luego, Pedro Jorge Vera, por su significativa producción dentro de la novela, el cuento, la poesía, el teatro y el periodismo. El denominador común de casi toda ella es el de una belicosidad que se alza de la suma tormentosa de los problemas sociales y políticos de este país, y cuya orienta- ción surge del credo comunista del autor. Además, hay que recordar a otras figuras en el género estrictamente narrativo: César Andrade y Cordero, polígrafo, que en el año de 1932 inició su feliz trayectoria con “Barro de siglos”, haz de relatos cuyo asunto capital es la tragedia cotidiana del indio, presentada con dominio de la realidad y de los elementos principales de la narración corta; Gonzalo Ramón, que demuestra indiscutible talento para la novela de vigor realista con su obra “Tierra baldía”, aparecida en 1958; Jorge Fernández, narrador y periodista, que escribió en 1937 la novela “Agua”, insegura en aspectos de técnica, pero de fuerza arrebatadora en la descripción de las luchas de los indios que sucumben en la búsqueda desesperada de agua, durante la sequía de una provincia serrana, y que en 1951 publicó en Chile “Los que viven por sus manos”, extensísima narración con el tema de la clase media ecuatoriana; Nélson Estupiñán Bass, que es autor de dos magníficas creaciones novelísticas: “Cuando los guayacanes florecían” y “El paraíso”. Ambas descubren el pulso firme con el que se ha conseguido la correlación vital del hombre negro y su provincia tropical de Esmeraldas, y toman como base de su no desfalleciente animación hechos guerreros y políticos en donde las intenciones sociales y vindicativas del autor se ejercitan sin desmedro de una bien equilibrada composición novelística. Por último se debe poner una subraya de recomendación especial en el nombre de Gustavo Alfredo Jácome, por sus talentos de gramático, con docencia alta y eficaz en el ámbito nacional; de crítico que ha buscado desentrañar con métodos modernos los valores sustantivos de la gran poesía; de narrador breve que atrae y conmueve por la dramaticidad de sus asuntos, y finalmente de novelista que, con su obra “Por qué se fueron las garzas” —traducida recientemente al francés— reveló dones de maestría LITERATURA DEL ECUADOR en la alianza de la materia narrativa con el lirismo bien administrado de su lenguaje. Pero, desde luego, estas consideraciones no estarían completas si no se insistiera en que la literatura de este género, en la región de la sierra, ha tenido una nota definidora en el indigenismo, y en que su expresión más cabal, más legítima y convincente, ha sido la de las creaciones de Jorge Icaza. La crítica ecuatoriana suele aludir a “La embrujada” y a “Plata y bronce”, breve producción de Fernando Chaves, educador serrano, como al antecedente del tema indígena que adquirió vigoroso desarrollo en los libros de Icaza. Sin duda eso es así. Más es difícil no pensar al mismo tiempo en un antecedente algo más lejano, que sirvió de base innegable al propio Chaves: la novela “Raza de bronce” del boliviano Alcides Arguedas, en que se presentan problemas similares del indio frente a los desmanes y la depravación del patrón blanco. También se acostumbra recordar con justicia la novela “Sumag Allpa” (tierra hermosa), de 185 G. Humberto Mata, buena muestra de su beligerancia radical y de su temperamento literario indócil a todo tipo de normación formal. Sin atentar contra el mérito de estos narradores, es imposible no reconocer a Icaza como al más representativo de todos. Descontados breves y muy pocos de sus trabajos, las páginas de Icaza toman al indio ecuatoriano como tema cardinal, o como uno de los puntos de sustentación del argumento. Ese es el centro humano desde el cual se despliega la amplia corola de cuadros descriptivos, caracteres y acciones. Aun en sus obras de ambiente urbano, como “En las calles” y “El Chulla Romero y Flores”, en que jadea la figura del cholo atormentado de conflictos raciales, sigue pesando poderosamente el ancestro aborigen. Nadie ha entrado mejor que Icaza en el alma hermética y recelosa, sufrida y siempre callada, del indio ecuatoriano. Nadie ha revelado con nitidez y fuerza semejantes las dimensiones de su espantable tragedia, no resuelta todavía. VII.– Autores y Selecciones José de la Cuadra (1903-1941) Nació en la ciudad de Guayaquil. Allí mismo se doctoró en leyes. Su vida estudiantil no pasó inadvertida. Fundó asociaciones universitarias. Intervino en actos culturales. Dio a conocer las primicias de su talento literario. El entusiasmo persistió más allá de las aulas, con esa misma doble proyección de los hechos y las ideas. Fue profesor de colegio y universidad. Hombre público. Ejerció la Secretaría General de la Administración y misiones consulares del Ecuador. Y simultáneamente fue enriqueciendo las letras con cuentos magistrales. Su muerte, ocurrida a los treinta y siete años de edad, cortó una obra en ascensión admirable. Es evidente que su temprana madurez se hizo notar en los años treinta con una producción abundante y homogénea, que no cesaba de aparecer bajo el rigor de una clarísima inteligencia y las demandas de un gusto bien cultivado. En el corto lapso de menos de un decenio consiguió De la Cuadra la creación de cuentos, novelas, artículos y ensayos que tienen más cualidades de solidez y gracia que los trabajos que otros se han esforzado en realizar en un tiempo tres veces mayor. Y ello a pesar de que De la Cuadra sentía repugnancia por la improvisación, vicio de mediocres. Pero las tentativas reveladoras dataron de la época de su adolescencia. Esto es de cuando el autor apenas contaba dieciséis años de edad. Para entonces demostraba ya un talento fecundo, que naturalmente vacilaba —eso es lo que conmueve por ser signo de honradez intelectual en el período difícil de la iniciación— entre inexperiencias de técnica, debilidades en el enfrentamiento a los asuntos e inestable dominio del lenguaje literario. Para la fecha en que publicó “Oro de sol” (1925) en las prensas del diario guayaquileño El Telégrafo, y cuyo contenido eran dos narraciones de alguna extensión tituladas “Nieta de Libertadores” y “El Extraño paladín”, los indicios de su capacidad de cuentista se insinuaban ya con mayor firmeza y nitidez. Cierto es que aún persistían los defectos e ingenuidades del que está comenzando una ardua profesión, pero en el otro lado pesaban las excelencias de una personalidad ansiosa de orientarse y moverse en un mundo propio, aprehendido de la realidad circundante con todo su impulso de vida, de autenticidad. En 1930 apareció una antología con seis de sus relatos, que volvió a editarse en Madrid en 1932. El ojo del crítico puede advertir fácilmente en ese volumen —titulado “El amor que dormía”— la evolución que se ha cumplido en el inteligente ejercicio narrativo de José de la Cuadra. Su lenguaje es más sobrio y eficaz. Mucho mejor el ensamble de los episodios. Más natural la manera de presentarlos. Ha aprendido a dominar con seguridad los secretos del buen narrador, manteniendo viva la expectación del lector hasta el punto final. En aquella antología sobresale “El maestro de escuela”, novela corta en la cual los personajes actúan, sienten y hablan como criaturas que realmente existieran frente a nuestros ojos. El ambiente realza su corporeidad humana. La caracterización de Gaspar Godoy, un inmigrante español convertido en maestro de una escuela rural, es buena prueba de las conquistas que hasta entonces había logrado el joven maestro del relato ecuatoriano. LITERATURA DEL ECUADOR Y esas conquistas se fueron definiendo mejor en los libros siguientes. En 1931 apareció su haz de narraciones titulado “Repisas”. Entre todas ellas destaca la que lleva el nombre de “Chumbote”, que consiste en la historia de un pobre muchacho costeño contra el que los patrones descargan diariamente su sevicia, hasta convertirlo en un pelele temeroso, cohibido, desolado y enfermizo, pero cuya resignación angélica se subleva al fin en una inesperada y atroz venganza. Lo admirable aquí es la certeza con que se sorprenden los estados anímicos de los personajes, y sobre todo la habilidad para extraer las impresiones del fondo espiritual del desventurado Chumbote. Después de “Repisas”, De la Cuadra publicó un libro aun más homogéneo en la calidad de sus narraciones: “Horno”. Ello fue en 1932 , en Guayaquil. Una segunda edición se hizo en 1940, en Buenos Aires. Contiene doce relatos. Es varia la dimensión de ellos. Los hay de brevísimas páginas, que contrastan con otros de apreciable volumen, a los que el autor llamó expresivamente con el nombre de “novelinas”, que hemos adoptado en el curso de estos comentarios. Conjuga a todos un mismo estilo. Algunos de los elementos del contenido son la violencia, que invade hasta el reino de la vida amorosa; la ternura, que establece un inteligente balance con aquella; las desventuras del pueblo humilde, serrano o montuvio; la ironía, que hace fisga de la insulsez común o que denuncia el viejísimo desequilibrio social y económico. Y si se intentara agregar a los méritos intrínsecos de la narración misma algunos atributos harto evidentes en esta obra, habría que pensar inmediatamente en la seguridad con que de la Cuadra construye su lenguaje literario: las descripciones son de una elocuente sobriedad, los diálogos se van armando con la naturalidad de la existencia, y los giros regionales, los términos 187 procaces y las alusiones a lo característicamente ecuatoriano, jamás entorpecen ni limitan la comprensión y el buen gusto de la obra total. “Horno” permite observar que lo más apropiado al genio o personalidad de este narrador es el ambiente del trópico. Nacido él mismo en Guayaquil, ciudad a la que llamó “capital montuvia”, esto es capital del ardiente litoral ecuatoriano; criado en el trato con ese vasto sector humano de la costa; peregrino frecuente de los ríos, las selvas, los bohíos; conocedor de las circunstancias sociales que los caracterizan, vino a ser por eso un fiel intérprete de la realidad tropical de su país. Entre los cuentos de aquel libro conviene recordar por lo menos “Olor de cacao”, clásico ejemplo de fuerza y de gracia en dimensiones mínimas, pues que todo se reduce a una escena lograda con la levedad y la certeza de una acuarela. No hay casi diálogo, sino la confidencia en frases cortadas, elípticas, de un pobre viandante que se sienta frente a una taza de chocolate, en una fonda del puerto, y cuya sobria elocuencia penetra en el alma sencilla y pura de la camarera que le ha servido en ese instante, levantando en ella su íntima ternura. El pasante ha aludido a sus nativas huertas de cacao, que también lo son de la sirvienta, y ello ha removido las nostalgias de la muchacha, que, sin más, paga con los céntimos de su delantal la cuenta de ese oscuro forastero. Y entre las novelinas, hay que nombrar siquiera a dos, que son estupendas y que no deberían faltar en las antologías hispanoamericanas: “Banda de pueblo” y “La Tigra”. Ellas son de lo mejor del libro. En la primera, se relata la forma cómo se fue constituyendo una pintoresca banda pueblerina, con siete hombres de la costa y dos de la sierra. Pero las evocaciones del autor son cortadas por la intervención de sus propios personajes, que momentáneamente lo desplazan, toman la 188 GALO RENÉ PÉREZ palabra y completan en su expresiva y graciosa jerigonza aquello que él estaba evocando. Asume así esta novela corta un aire de vida y autenticidad. En “La Tigra” hay méritos aun mayores de animación real. José de la Cuadra no se apartó de la verdad cuando dijo: “Bien; ésta es la novelina fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; el agua tras la cual se las mira…” Esas mujeres eran tres hermanas: Pancha, Juliana y Sara María, hembras lascivas de belleza bastante codiciable, que habitaban en una pequeña hacienda que poseían en medio de la selva. Contaban, en su orden, treinta, veinticinco y veinte años de edad. Las dos primeras se entregaban al más ardiente libertinaje sexual. La última, o sea la menor, sofocaba sus ansiedades entre protestas y reclamos, en la soledad de su pieza, donde acostumbraban encerrarla sus hermanas para alejarla del comercio impuro al que ellas se entregaban frenéticamente. Lo hacían por consejo del curandero y brujo del lugar, que no por la salvación de la moral y la integridad de Sara. En esa propiedad, reconocida por quienes la frecuentaban con el nombre de “Las Tres Hermanas” o la “Casa de Tejas”, vivían las tres bravas mujeres destituidas de todo amparo masculino. Sus padres fueron asesinados, y desde entonces Pancha gobernaba el hogar. Ella, que había logrado matar a los asesinos en la misma noche aciaga del asalto, dio en seguida muestras de una voluntad tan aguerrida y brutal, que se conquistó el apodo de “La Tigra”. La Tigra —dice el autor— “es una mujer extraordinaria. Tira al fierro mejor que el más hábil jugador de los contornos: en sus manos, el machete cobra una vida ágil y sinuosa de serpiente voladora. Dispara como un cazador: donde pone el ojo, pone la bala, conforme al decir campesino. Monta caballos alzados y amansa potros recientes”. La Tigra, que es sin duda el personaje creado con más vigor en el campo de las narraciones de este autor, tiene un alma gemela en la literatura hispanoamericana: la de Doña Bárbara. Como ésta, La Tigra es dueña de lo suyo y de lo circunvecino, sin que le importen los linderos que el derecho establece; hace burla de las autoridades, y cuando es necesario se enfrenta a ellas con el fuego de su arma sangrienta; es hombruna en el ejercicio de su voluntad incontrastable, pero también siente la demanda imperiosa de su sexo y provoca el deleite carnal con el compañero encontradizo que ha querido elegir: desde luego, como su hermana la llanera que creó Gallegos, tras el disfrute instintivo, detesta, humilla o elimina a su amante. Sin que se perciban influencias de un autor sobre el otro, es dable hallar este parentesco entre las dos grandes criaturas de sus ficciones. Además de otras bien elaboradas narraciones, entre las que no deben olvidarse las de su libro “Guasinton”, De la Cuadra escribió dos novelas: “Los Sangurimas” (Madrid, 1934) y “Los monos enloquecidos” (aparecida en Quito, 1951, en edición póstuma y fragmentaria). “Los Sangurimas”, o “novela montuvia” como la llamó el autor, no tiene el soporte de la novela tradicional. Con los mismos elementos, que corren como una fuerza fluvial que se echa por distintos cauces, pudo lograr De la Cuadra la unidad que demanda lo que se suele entender por creación novelística. No procedió así, pues que prefirió una estructura más fácil, menos idónea dentro de la complejidad técnica del género. Presentó, en efecto, tres momentos de la historia de una familia montuvia, la de los Sangurimas, pero sin vencer la disyunción de las imágenes sucesivas del abuelo, los hijos y los nietos. Puso su empeño en ir trazando, cual si se contuvieran 189 LITERATURA DEL ECUADOR en sendos marcos, los retratos de los principales de aquellos. Evocó los hechos de cada uno con cierto sentido autonómico que perturba la unidad del relato, la cual se esfuerza en mantenerse mediante la presencia reiterada del protagonista Don Nicasio y de algunos personajes como Ventura, el Coronel y el Padre Terencio. Con un diestro flashback, el autor hace que don Nicasio Sangurima ilumine su pasado, pleno de dramaticidad y bravura, que por fin le ha convertido en la autoridad inapelable, en el recio patriarca del vasto caserío de “La Hondura”. En toda su larga evocación hay una innegable intensidad narrativa, determinada por el relieve personal de Don Nicasio y de sus hijos, por las expresiones agudas —no exentas de filosofía popular— del viejo Sangurima, por los diálogos y las leyendas que forja la imaginación de los montuvios, por los cuadros de su existencia en los campos tropicales del Ecuador. La otra novela, “Los monos enloquecidos”, quedó sin concluirse. Y eso es una gran lástima. En alguna reunión de amigos, en la que el autor les ofrecía la primicia de una lectura íntima, todavía en originales, se le perdió la obra. Nunca la recuperó ni volvió a escribirla. Fue de ese modo condenada a no tener el final, seguramente ya meditado por De la Cuadra. Que ello estaba en su plan, es cosa que no admite dudas, por los sesgos que fue tomando la narración hasta el capítulo que alcanzó a terminar, y en el que se aprestan a intervenir los monos, —acaso “enloquecidos”— que reúnen dos de los personajes, en una empresa exploradora vana e insensata. Algún aspecto de esta ficción nos hace recordar el cuento “Izur”, de Lugones. A través de una evocación que no se debilita ni en la combinación de los hechos ni en las experiencias subjetivas, el protagonista —Gustavo Hernández— va entregándonos un rico haz de sus aventuras por el mar, las islas y la jungla. Los treinta y siete capítulos de la novela componen una arquitectura en donde no se echa de menos ni lo técnico ni lo sustancialmente humano. Ello, aparte de las condiciones de nobleza del estilo, que dan aun más encanto a toda la producción de José de la Cuadra. Esta obra pudo ser publicada después de la muerte de De la Cuadra porque sus originales, incompletos como quedaron, fueron encontrados al fin entre los papeles de uno de sus amigos. OLOR DE CACAO El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al sucio mantel de la mesilla. La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la mano. —¿Taba caliente? Se revolvió el hombre fastidiado. —El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó. De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales. Concluyó: —¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa intomable? Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba. Continuó el hombre: —¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas… Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce… Y se quedó contemplando a la muchacha. Después, bruscamente, se dirigió a ella: —Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá, allá… en las huertas Agregó, absurdamente confidencial: —He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?, mordido de culebra… Lo dejé esta tarde en el hospital de niños… Se morirá, sin duda… Es la mala pata… 190 GALO RENÉ PÉREZ La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal. Quería decir: —Yo soy de allá, también; de allá… de las huertas… Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos. Gritó la patrona: —¡María! ¡Atienda al señor del reservado! Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado. No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose la una con el cuerpo de la otra. Nada más. Se levantó el hombre para marcharse. —¿Cuánto es? La sirvienta aproximóse más aún a él. Tal como estaba ahora, la patrona únicamente la veía de espaldas; no veía el accionar de sus manos nerviosas, ilógicas. —Cuánto es? —Nada… nada… —¿Eh? —Sí; no es nada…, no cuesta nada… Como no le gustó… Sonreía la muchacha mansamente, miserablemente; lo mismo que, a veces, suelen mirar los perros. Repitió, musitando: —Nada… Suplicaba casi al hablar. El hombre rezongó, satisfecho: ¿Ah, bueno… Y salió. Fue al mostrador la muchacha. Preguntó la patrona: —¿Te dio propina? —No; sólo los dos reales de la taza… Extrajo del bolsillo del delantal unas monedas que colocó sobre el zinc del mostrador. —Ahí están. Se lamentó la mujer: —No se puede vivir… Nadie da propina… No se puede vivir… La muchacha no la escuchaba ya. Iba, de prisa, a atender a un cliente recién llegado. Andaba mecánicamente. Tenía en los ojos, obsesionante, la visión de las huertas natales, el paisaje cerrado de las arboledas de cacao. Y le acalambraba el corazón un ruego para que Dios no permitiera la muerte del desconocido hijo de aquel hombre entrevisto. José de la Cuadra, “Olor de cacao” de Horno Fuente: José de la Cuadra, Obras completas. Quito, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958, pp. 361363. LA TIGRA Los agentes viajeros y los policías rurales, no me dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio—. Ellos recordarán que en sus correrías por el litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?, ¿en los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelina fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una redoma; sólo el agua es mía; el agua tras la cual se las mira… Pero, acerca de su real existencia, los agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán mentir. “Señor Intendente General de Policía del Guayas: Clemente Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de esta ciudad, donde tengo mi domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta jurisdicción provincial, permanece secuestrada en poder de sus hermanas, la señorita Sara María Miranda, mayor de edad, con quien mantengo un compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón expresada. Es de suponer, señor Intendente, que la verdadera causa del secuestro sea el interés económico; pues la señorita nombrada es condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo, así como del ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Ultimamente he sido noticiado de que se pretende hacer aparecer como demente a la se- LITERATURA DEL ECUADOR cuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que ordene una rápida intervención a los agentes de su mando en Balzar. De usted, respetuosamente.— (Fdo.): C. Suárez Caseros”.— (Sigue la fe de entrega): “Guayaquil, a 24 de enero de 1935; las tres de la tarde: Telegrafíese al comisario de Balzar para que, a la brevedad posible, se constituya, con el piquete de la policía rural destacado en esa población, en la hacienda indicada, e investigue lo que hubiese de verdad en el hecho que se denuncia; tomando cuantas medidas juzgue necesarias en ejercicio de su autoridad. Transcríbansele las partes esenciales del pedimento que anteceder.— (Fdo.): Intendente General”.— (Siguen el proveído y la razón de haberse despachado el telegrama respectivo). Son tres las Miranda. Tres hermanas: Francisca, Juliana y Sarita. Su predio minúsculo —ellas le dicen “La hacienda”— no es más grande que un cementerio de aldea. Pero, eso no importa. Jamás las Miranda han tenido cerca en los linderos, sencillamente porque no los reconocen. Se expanden con sus animales y con sus desmontes como necesitan. Talan las arboledas que requieren. Entablan potreros ahí en la tierra más propicia para la yerba de pasto. El fundo está abierto en plena jungla, sobre las manchas de maderas preciosas. Se llama, en honor de sus dueñas, “Tres Hermanas”, y desde él cualquier lugar queda lejos. El poblado más próximo es Balzar; y, para venir a Balzar, hay que andar, o mejor, arrastrarse por senderos de culebras, un día con su noche. En invierno, exponiéndose a toda cosa —por ejemplo, a matarse entre las piedras filudas, bajo la correntada—, se puede utilizar el camino del río, por el cual descienden, ayudadas desde el ribazo por las mulas, las tupidas alfajías. Sólo que esta vía del agua tarda un poco más en ser cumplida: hasta Balzar “se gastan” cuatro días y cuatro noches. Entre cada Miranda y la siguiente, media aproximadamente un lustro de diferencia. Así, Francisca —la niña Pancha— va por los treinta años; Juliana, por los veinticinco; y Sarita es ya una ciudadana. 191 La hermosura de las tres hermanas no es únicamente rústica y relativa al ambiente. En justicia y dondequiera se las podría calificar de hembras soberanas. Refieren los balzareños que las Miranda tuvieron un antecesor extranjero, probablemente napolitano. Sin duda a este abuelo europeo le deberán las tres la tez mate y las cabelleras de ébano lustroso amplias como una capa; Francisca y Juliana los ojos beige; y, Sarita, los suyos maravillosos, color uva de Italia. A la niña Pancha le dicen “La Tigra”. No la conocen de otro modo. Ella lo sabe. Algún peón borracho mascullaría a su paso el remoquete, creyendo no ser oído. Ella habría sonreído. —¡La Tigra! No la molesta el apodo. Por lo contrario, se enorgullece de él. —Sí; La Tigra… A la niña Pancha le envuelve en sus telas doradas la leyenda. Pero, su prestigio no requiere de la fábula para su solidez. La verdad basta. La niña Pancha es una mujer extraordinaria. Tira al fierro mejor que el mas hábil jugador de los contornos: en sus manos, el machete cobra una vida ágil y sinuosa de serpiente voladora. Dispara como un cazador: donde pone el ojo, pone la bala, conforme al decir campesino. Monta caballos alzados y amansa potros recientes. Suele luchar, por ensayar fuerzas, con los toros donceles (Ella nombra así a los toretes que aún no han cubierto vacas). Muy de tarde en tarde, la niña Pancha trasega aguardiente. Gusta de hacer esto alguna noche de sábado, cuando el peonaje, después de la paga, se mete a beber en la tienda que las mismas Miranda sostienen en la planta baja de la casa-de-tejas. En tales ocasiones, la niña Pancha se convierte propiamente en una fiera; y a los peones, por muy ebrios que estén, en viéndola así se les despeja la cabeza. —¡La Tigra está ahumándose! —¿De veras? Yo me voy. 192 GALO RENÉ PÉREZ —Es pior. Hay que estarse quedito hasta ver a quién agarra. —Ahá. Si alvierte que te vas, te seguirá a bala limpia. Es así. Cuando la niña Pancha descubre que, mientras ella bebe, alguno deja furtivamente la cantina, lo caza a balazos en la oscuridad. —¡Ah, hijo de perra! ¡Corre! ¡Corre! Esto te ayudará a correr. Apoyada en el hombro la dos-cañones —”la gemela”—, dispara a las piernas del huidizo. También le place “hacer bailar”. —¡Baila, Everaldo! ¡Baila, Everaldo! Y el hombre tiene que bailar hasta que a la “patronita linda” le viene en gana, para caer luego rendido, acezante, como un perro con aviva, a revolcarse en el suelo de la mantina. —¡Flojo bía sido Everaldo! ¡Veremos con vos, Cara’e caballo qué tal eres pa’l baile! ¡La Tigra! Cuando ya está completamente borracha, necesita un domador. Vaga su mirada por el concurso de peones. Al fin, se fija en alguno. —¡Ven, Tobías! No cabe resistir a la voz imperiosa. Es la patrona y la hembra que llaman en la voz de la niña Pancha: la patrona implacable y la hembra implacable. —Ven, Tobías… Es una dulce orden; pero, es una orden. Lo sube a la casa tras de ella, y lo hace entrar en su propia alcoba. Con frecuencia, el escogido tiene que abandonar, horas después, antes del amanecer, por la ventana, la alcoba a que ingresara por la puerta. ¡La Tigra! Cuando a La Tigra se le esfuman las nubes del alcohol, le fastidian los hombres. —¡Largo, perro! Casi siempre, al domador ocasional lo despide, con todos los honores, un tiro de revólver que le cruza, juguetón, una cuarta arriba de la cabeza. Momentos antes, esa misma cabeza ha sido devorada a besos profundos. Ahora, nada vale. Es como la almendra de una fruta exprimida. Fue gustada. Se la arroja. —¡Largo, perro! Le desagrada a la niña Pancha que el domador ocasional recuerde. Satisfácele el amante desmemoriado. Un día, Venancio Prieto, que a su turno resultó favorecido, le dijo algo a la niña Pancha. Algo sobre aquello. ¡La Tigra! La Tigra estaba frente a él, con el machete en la diestra. De un revés admirable, que no tocó la nariz, que ni siquiera golpeó los dientes, se le llevó los belfos gruesos, abultados, de negroide. —Tenías mucha bemba, Venancio, y hablabas feo. Ahora te la he recortao pa que puedas hablar bonito. Desde los dieciocho años, la niña Pancha fue el ama. El jefe inexpugnable de su casa y de sus gentes. El señor feudal de la peonada. Amaneció señora. Una noche… Llovía a cántaros esa noche. parecía que la selva se venía abajo, que no podría resistir el peso de las aguas volcadas desde el cielo. Afuera, todo estaba oscuro, densamente oscuro, entre relámpago y relámpago. La vacada mujía aterrorizada en el potrero punzado de rayos que quebrantaban los troncos añosos. Desde su ventana, la niña Pancha adivinaba a las vacas apretujándose en redor del toro padre; creía verlo a éste, afirmándose con los cuartos traseros en el lodazal, recogiendo las manos como si se arrodillara a implorar clemencia del cielo tremendo. —¡Mariquita er “Segundo”, vea! ¡Mujerona! tiene miedo. Ella —la niña Pancha— no tenía miedo. ¿Y por qué habría de tenerlo? ¿Qué le iba a hacer el agua? ¿Qué le iban a hacer los rayos? ¿Se la iban a comer, acaso? ¡Já, já, já! ¿Se la iban a comer? No; a ella no le pasaba nada. Nunca le había pasado nada. Jamás le pasaría nada. Ella era la hija mayor de papá Bau- LITERATURA DEL ECUADOR dilio, el más hombre entre los hombres, y de mama Jacinta, la mujer más mujer… Y ella misma era ¡la niña Pancha! Todavía no la Tigra. Desde esa noche iba a empezar a serlo, precisamente. Baudillo Miranda se mecía en su hamaca de la sala. Cerca de la lámpara, junto a la mesa, mama Jacinta cosía. La niña Pancha estaba asomada en la galería, sobre el temporal. Sus hermanitas dormían ahí atrás, en la alcoba. Nadie más había en la casade-tejas esa noche. De repente ño Baudilio se levantó de la hamaca. Había percibido un ruido de pasos en la escalera, y se dirigió a la puerta. Pensó que sería gente conocida, pues los perros guardianes no ladraron. No alcanzó a pisar el umbral. Cayó de redondo, con el pecho atravesado de un balazo. Sonó en seguida otro disparo, y ña Jacinta se abatió sobre sus trapos de costura. Todo fue cuestión de segundos. En la sala penetraron cinco hombres armados. Uno de ellos inquirió: —¿Y las chicas? —Han de estar acostadas —repuso otro. —¿No se habrán recordado? —No… ¡qué va! El sueño del muchacho es como el sueño del chancho. —Ahá… Oye… ¿y la Pancha? ¡Buen cuerazo! ¡No hay que olvidarse! —Eso pa dispué. Ahora vamo a ver qué hay de plata. Este desgraciao —y el que hablaba sacudió un puntapié al cadáver de Baudilio Miranda—; este lagarto preñao era rico, dicen… La niña Pancha estaba en la penumbra de la galería, encogida como un pequeño animalito asustado. Pero, no estaba asustada. No se había alterado lo más mínimo. Antes se le habían templado los nervios. Debía hacer algo… Algo… ¡Ya!… Se resolvió Amparada en las tinieblas, se deslizó por las piezas interiores —¡ella se sabía su casa de memoria!— hasta la alcoba de las hermanitas. Las encontró dormidas y las alzó en vilo. Cargada con ellas se encaminó a la escalera del mirador y trancó la puerta por dentro. 193 Respiró. ¡Ahora sí! La niña Pancha subió muy despacio hasta el torreoncito que dominaba la casa. Por ventura, las chiquillas no despertaron, y las depositó en el suelo, una junto a otra. Conocía la niña Pancha las costumbres de su padre, hombre precavido, habituado a la vida de la selva. Estaba segura, por eso, de que en el mirador guardaba un rifle de ejército, de cañón recortado, listo siempre, y una reserva de cartuchos. Tanteó las paredes y dio con el arma. —¡Por fin, Dios mío! Estaba serena la niña Pancha. Sólo una idea la obsedía: vengar a los viejos. Pero, no se atolondraba. No; eso no. Había que aprovechar las ventajas de que en este momento gozaba. No la habían oído. ¡Ah, esta lluvia bendita! ¡Esta santa tempestad! Se asomó al ventanal con el fusil amartillado. Desde ahí veía toda la casa. La arquitectura montuvia ha dispuesto los miradores en forma que sean como torres de homenaje para la defensa. ¿Dónde estaban los asaltantes? ¡Ah! ¡Qué bien los distinguía! Se alumbraban con velas de sebo y rebuscaban en los dormitorios. Aún no se habían dado cuenta de nada. La niña Pancha se acodó en el alféizar y enfiló la dirección. Primero, a ése. Ese había matado a sus padres. Estuvo afianzando la puntería durante un largo minuto y disparó. Tumbó al hombre de contado. Los otros se alarmaron. ¿Qué ocurría? ¿De dónde aquel disparo? Sacaron a relucir sus armas contra el enemigo invisible. La niña Pancha no les dio tiempo para más. Un instante significaba la vida. Estaba decidida a exterminarlos. Disparó a los bultos sin tregua ni descanso. Parecía haberse vuelto loca. Un balazo tras otro. Los criminales se desconcertaron y sólo pensaron en huir; pero, en su terror ansioso, portaban en la mano las velas encendidas, ofreciendo blanco a maravilla. 194 GALO RENÉ PÉREZ Aun cuando la niña Pancha vio caer a los cinco hombres, no paró el fuego. La poseía una alta fiebre de muerte. Quería matar. ¡Matar! ¡Destruir! Golpeaba a las hermanas, que, despiertas ahora y temblorosas, se le abrazaban a las piernas. —¿Quiten! ¡Dejen! ¡Vaina! Disparaba. Disparaba. Disparaba al azar sobre las habitaciones. Oía los impactos en el piso de tablas gruesas. Oía el zumbido de los proyectiles que partían las cañas de las paredes. Oía el chililín de las lozas quebradas. Oía el campaneo de las ollas de fierro de la cocina tocadas por las balas. Y, en medio de esta algarabía que la excitaba más todavía, seguía disparando. A la postre, se calmó. Escuchó. ¿Qué habría abajo? ¿Estaban todos muertos? No; alguien se quejaba. —¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón, por Dios! ¿Quién sería? La voz herida suplicaba: —¡Agua! Agua, niña Pancha… La había visto. La había reconocido. A la luz de algún relámpago. De algún fogonazo. Pero, ¿quién sería? Y, sobre todo, ¿dónde estaría? La niña Pancha se guió por la voz. Y comenzó una horrible cacería. Disparaba sobre el sonido. Una vez. Otra vez. hasta que se extinguió la voz herida y el gran silencio reinó en la casa. Entonces, la niña Pancha sonrió. Sonrió… Pero, ¿qué era eso, ahora? Se estremeció la muchacha. Prestó atención. Semejaba un vagido de niño. ¡Ah! ¡Su perrito! ¡”Fiel amigo”! ¿Lo habría alcanzado alguna bala? ¿Estaría, no más, asustado? La niña Pancha se dispuso a socorrer al bicho. ¡No! ¡No! ¿Y si alguno de los asaltantes estaba vivo aún, escondido, esperándola? Se sintió, de pronto, una débil mujer, y soltó a llorar casi a gritos. Luego, sacudió la campana que convocaba a los peones. Desde ahí distinguía las masas negras de sus casas, destacándose más negras que la noche, en la sombra profunda. ¡Cobardes! ¡No venían! ¡No se atreverían a venir! ¡supondrían a los patrones difuntos, incapacitados ya de hacerse obedecer, detenidos en su gesto de mando por la muerte intempestiva! ¡Cobardes! El resto del tiempo hasta el alba, la niña Pancha se lo pasó en el torreoncillo, abrazada de sus hermanas, temblando, sintiendo miedo de todo, deslumbrada por los relámpagos. Cuando salió el sol, bajó a las habitaciones. había siete cadáveres humanos y el de un perro. La niña Pancha besó el rostro de ño Baudilio, besó el rostro de ña Jacinta, y mojó con lágrimas ardorosas, teniéndolo en los brazos, como a su bebé muerto la madre desolada, el cuerpecito frío de “Fiel amigo”. Ese día niña Pancha asumió su jefatura omnipotente, cuyo más sólido apoyo lo constituía el temor que inspiraba. Cualquier comarcano antiguo diría esto de ella, al comentar, con el cigarro de tras la merienda en la boca desdentada, la hazaña irrepetible: cinco hombres muertos. —Una tigra… Desde entonces la niña Pancha dejó de ser, para el vecindario, la niña Pancha, y se convirtió en la Tigra. —¡La Tigra! Hacia media mañana los peones atendieron a la convocación de la campana angustiada de llamarlos. Uno tras otro, primero los más valientes y arrojados, después los más tímidos y medrosos fueron aproximándose a la casa-de-tejas. —¿Qué ha pasado anoche, patroncita? Me dijeron. Yo no estaba. Me fuí temprano onde mi comadre Petita, que tiene un hijo enfermo… Mi comadre Petita, ¿ricuerda?, la de Piedra Güeca… —Ahá. Otro más se sinceraba: —Yo como usté estará cierta, tengo un sueño que parezco un palo, mala la comparación… Ni oí, siquiera… —Ahá. La niña Pancha se había recobrado por completo. Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos de llorar; pero, su voz era firme, y su ademán, seguro. Lo ha- LITERATURA DEL ECUADOR bía previsto todo. A las hermanas las había puesto a la máquina, a coser la zaraza negra de los trajes de luto. En cuanto a sus dos muertos queridos, los había vestido ya con lo mejor que encontró, acomodándolos en el gran lecho conyugal, en la postura yacente definitiva, con las manos cruzadas en actitud suplicante sobre el pecho. De los demás cadáveres no se había preocupado. Permanecían donde fueron cayendo en sus desesperados gestos de lucha contra la oscuridad y contra la muerte, revolcados en su sangre. La niña Pancha se dirigió a los peones: —A ver: cuatro de ustedes caven una fosa pa los patrones. ¡Vayan! —¿Y ónde niña Pancha? —Allá, en el cerrito, en la mancha de guaránganos. Me avisan. Un anciano se atrevió a preguntar, refiriéndose a los cuerpos muertos de los atacantes: —¿Y a ésos? ¿onde les enterramos? La niña Pancha se lo quedó mirando fijamente. Bailaba en sus ojos la burla. —¿Enterrarlos? ¿Es que eres mismo, o te haces, Gabriel? ¿O es que los años…? Conque, enterrarlos, ¿no? ¡A éstos! ¡Bah! Los haré tirar a medio potrero, pa que se los coman los gallinazos, de día, y los agoreros, de noche. Eso haré. Rió a carcajadas. —¡Enterrarlos! ¡Tas jumo, Gabriel! ¡Tas jumo! Lo hizo como lo dijo. Al atardecer llevó a sepultar los cadáveres de ño Baudilio y ña Jacinta. Los metió en una misma fosa, bajo los nervudos guaránganos, y colocó una rústica cruz para marcar el sitio. Antes, había mandado a arrojar a la sabana los cinco cadáveres restantes. No amanecieron. En la noche, los parientes se los robarían, sin duda. La niña Pancha se puso pensativa. —¿Se los habrán cargao ellos? —musitó. Luego la dominó una idea: —No; se los ha llevado el diablo. En breve, esta versión fabulosa, cara a la fantasía montuvia, se generalizó: 195 —El patica se los jaló al infierno, pues. La niña Pancha había olvidado a su perro. Al otro día tropezó con el cadáver en la azotea. Lo miró un instante. Hedía horrorosamente. La niña Pancha lo empujó al vacío con un palo de escoba. Al caer, “Fiel amigo” reventó como una camareta. Como al mes de aquellos sucesos se presentó en la hacienda el comisario de policía de Balzar. Lo acompañaban el secretario y dos números de la gendarmería rural. —Venimos, pues, a levantar el sumario. —Ahá. —¿Qué le parece, guapa? —Por mí, levante lo que le dé la gana, no más. Era la niña Pancha quien respondía. El comisario formuló una serie de preguntas, que después repetía de otro modo. —Así que usted mató a los cinco, ¿no? —Claro, pues; ya le hey dicho. —¡Ah!… —¿Y eran cinco mismo? —Sí, hombre; ya me’stá usté cansando. La delegación merendó en la casa-de-tejas. La niña Pancha hizo los honores de la mesa. El comisario era un tipo joven. Delatábase dado a las faldas. Galanteaba a la niña Pancha. La niña Pancha lo escuchaba, sonriente. El comisario hablaba acerca de su importante persona y de su ciudad natal. —Yo soy de Guayaquil, ¿sabe? —Ahá. —Silvano Moreira, el capitán Silvano Moreira, de Guayaquil. Me llaman capitán, por el cargo; pero, soy, no más, teniente. Teniente de infantería de línea. —Ahá. —¿Usted ha estado en Guayaquil, señorita? —No; en Balzar, no más. —Guayaquil es muy lindo. Precioso. ¡Qué calles! —En Balzar también hay calles. —Pero, no como las de Guayaquil. Son enormes. —Ahá. 196 GALO RENÉ PÉREZ La charla insulsa del comisario se desenvolvía de esa manera, pero sus ojos, más activos, devoraban a la muchacha. Notábase en ellos una exacerbada lujuria. El secretario y los gendarmes le llevaban la cuerda a su superior jerárquico. Alzada la mesa, el comisario tomó del brazo a la niña Pancha y la condujo a la galería. —Nosotros dormiremos aquí —dijo—. Nos acomodaremos en cualquier parte. Somos soldados y estamos acostumbrados a todo. Como en campaña. La niña Pancha guardó silencio. El capitán Moreira entendió el silencio por una tácita aceptación. —Y pasaremos los dos una noche jay… —murmuró a la oreja de la muchacha. Intentó ahora acariciarle los senos. —¡Dame un beso!… ¿Quieres? La niña Pancha se volvió bruscamente y cruzó la cara del comisario con la mano abierta. —¡Busque la manga, hombre! Usté y su gente dormirán en la casa del negro Victorino. Ya sabe. Dio un salto atrás, en guardia. El capitán Moreira pretendió imponerse: —Es que yo soy la autoridá, y hago lo que me parece; —Vea señor… ¡Déjese de cosas! Aquí…, aquí mando yo… La niña Pancha cobró un aspecto resuelto. Rebrillaron sus ojos de rabia. Y el bravo capitán Moreira recordó con toda oportunidad a los cinco asaltantes muertos a bala, y optó por retirarse. —Como sea su gusto. Yo soy muy galante con las damas. —Bueno; lárguese… A la madrugada, la delegación policial dejó la hacienda. El comisario dijo al negro Victorino, al despedirse: —¿Sabe? Para mí, este caso es legítima defensa. No Victorino no comprendió nada; pero, creyó menester asentir: —Así es, jefe. El capitán agregó, mientras tomaba el camino de regreso: —¿Y para qué instruir el sumario? Total, para nada. El muerto es muerto. Añadió aún: —¡Buen rancho la patrona, ¿no?, la niña Pancha! Ahora sí comprendió ño Victorino; y, poniendo los ojos en blanco y relamiéndose los labios, dijo picarescamente: —¡Y es coco, jefe! ¡Virgen doncella! Más o menos al año apareció por la hacienda el tuerto Sotero Naranjo. El tuerto era un hombrachón fornido, bajo de estatura, de regular edad y metido en sus grasas. Tenía un aire vacuno, pacífico, que justificaba su apodo de Ternerote. Les explicó a las Miranda. –Yo soy tío de ustedes, mismamente. La mama de ustedes, la finadita Jacinta Moreno, era sobrina del difunto mi padre. —Ahá. Las Miranda no discutieron el parentesco. Les convenía aceptarlo. Ellas necesitaban un hombre de confianza. Podía ser éste. Justamente ahora que habían abierto la tienda, les era indispensable. —Ta bien, Ternerote. ¿Te querés hacer cargo de la tienda? El tuerto Sotero Naranjo se encantó. ¡De perlas! Era para eso que él servía. En Colines había tenido una tienda de su propiedad. Pero lo arruinaron los chinos. Los chinos, claro; ¿quiénes otros? Como ellos no gastan en nada: no comen, no beben, no usan mujer… Así, venden más barato. ¡Vaya! Los nacionales, en cambio, son otra cosa, de otra madera, pues comen, beben, y lo demás… ¡Muy justo! El, Sotero Naranjo, era, antes que nada, un nacional. Bueno, pues; como iba diciendo, hubo de ceder el negocio. ¡Cuánto sufrió en esa ocasión! Fue, para él, tanta tristeza, mala la comparación, como si vendiera a su propia mujer. Y es que así quería a su negocio. Así quería a sus mostradores, a sus perchas, a sus anaqueles. Como a una mujer o como a un caballo. Así. Con decir que quería hasta los artículos de expendio. En fin… ¡Qué se le iba a hacer!… Pero, él era lo que se dice un entendido en materia de abarrotes. LITERATURA DEL ECUADOR —Es pa lo que me preciso. Por descontado, él, además, valía para muchos otros menesteres. Tumbar cacao, arguenear, pisonar; todo eso sabía. Rajar leña, ¡ah! Distinguía y separaba los palos como cualquier montañero el algarrobo del aromo; el ébano del compoño; el matasarna del porotillo. El algarrobo lo mejor, por supuesto. ¿Y dónde dejar el guarángano? Arde solo, también. El tenía visto, al venir, aquí en la hacienda, una mancha enorme de guaránganos que incitaba a meterle hacha. ¡Ah!, ¿y lo otro? Hacer quesos, batir mantequilla, ordeñar, chiquerear, herrar, señalar, castrar, los mil y un oficios menores de la ganadería: todos los dominaba. Pero, “más menos”. —Más menos, claro, que lo de enflautarle a uno, por verbigracia, ruán pasado en vez de olán pa calzonaria. Pa eso soy una águila. —¡Ah!… A poco de su llegada Sotero Naranjo estaba colocado como dependiente en el despacho de abarrotes. Se alojaba en la trastienda, pero comía con las hermanas a la mesa común. Hacía con las Miranda trato de familia. El tuerto era de trato simpático y agradable. Gustaba de contar picantes chascarrillos y aventuras obscenas, en las que se exorbitaba su fantasía, atribuyéndolas a su propia persona. Serían escasas dos vidas para que en ellas le hubiera sucedido cuanto narraba. Los peones, a quienes permitía muchas confianzas y lo llamaban ya por su remoquete, solían decirle: —¿Pero, por qué, ño Ternerote, no se aprovecha de las hembritas? Sotero Naranjo se defendía, escandalizado: —¡Cómo! ¡Si yo soy de la misma carne que ellas! ¡Hay cosas sagradas, amigo! Por mí, ni atocarlas… —¡Bay, ño Ternerote! Lo que se ha de comer er moro, que se lo coma er cristiano, como dice er dicho. El tuerto meditaba profundamente. —¿O es que le tiene miedo a la Tigra? —Yo no me abajo ante naide. —¿Entonce?… Vea, don Naranjo; cierto que la niña Pancha es brava y macha pa todo; pero, en eso… ¡quien sabe!… La mujer es frágil. 197 Concluía Sotero por franquearse: —Mire, amigo, ¡pa qué voy a engañarlo!, yo le dentro a la entremedia, a Juliana; pero, ¿sabe?, hay que cuidarse de Pancha. Pancha es, pues, fregada. Decía verdad Sotero Naranjo. Mantenía estrechas relaciones amorosas con Juliana Miranda; y si no habían pasado a mayores, según confesaba, no era por alta de ganas. Entre el afán de poseer a la muchacha y la realización del deseo, se interponía con su sangriento prestigio la figura temerosa de la Tigra. —¡Capaz me mata! —¿Y por qué no se acomoda con ella, pues? —¿Con quién? —Con la niña Pancha, pues. —¡Bay, usté está mamao, amigo! —Puede que se sea así, don Naranjo —concluía, transigiendo, el interlocutor—; pero, siga mi consejo, no más. ¡Déntrele a la Tigra! Esa fruta está madura; pudriéndose, mismo. De frecuentes diálogos de la laya, Sotero Naranjo salía envalentonado. Paulatinamente iba cobrando ánimos. Hasta que se decidió a echarlo todo por la borda. Cierta tarde de domingo cerró temprano la tienda, y se encaminó al picado donde estaba la cancha de gallos, en un redondo placer detrás de la casa. Apostó sin entusiasmo, al principio; mas, luego fue excitándose con las incidencias de la lidia y los tragos de chicha fuerte con punta de mallorca. Hasta que se resolvió. Iría a buscar a Juliana. Le propondría. Descontaba de antemano la aquiescencia de la chica. —Si sale mal la cosa, me largo, pues, ¡qué vaina! pa eso es grande el monte. Encontró a Juliana, en la orilla del río, sola, buscando pedruscos. Acababa de bañarse y llevaba el pelo suelto a la espalda. La ropa se le pegaba al cuerpo limpio, mal enjugado, delatando las formas oscuras. —Vamos a andar, ¿quieres? Juliana aceptó. Se metieron por los brusqueros apretados, entre el abrazo de los hierbajos rastreros y de las lianas colgantes. 198 GALO RENÉ PÉREZ —¡Cuidado las culebras, Sotero! —No; a mí me huyen. Tengo colgado de una piola en el pescuezo, el cormillo de una equis rabo’e hueso. Es la contra, negra. —¡Ah!… Dieron con un pequeño descampado y se sentaron en unos troncos caídos. Se habían alejado bastante. El tuerto Naranjo calculó que ni aún gritando los oirían de la casa-de-tejas. Esto lo acabó de envalentonar. —¿Quieres ser mi mujer, Juliana? Los catorce años bobalicones de Juliana estaban estremecidos de amor por Ternerote. —Ya te hey dicho de que sí… –balbuceó. La niña Pancha los había seguido. A la distancia. Sin que se dieran cuenta. Guiándose sobre la huella de las hierbas pisoteadas. Nada pudo impedir. Cuando ya llegaba al descampado, oyó el agudo grito con que su hermana se despedía de su virginidad florecida. La niña Pancha se sacudió como en un escalofrío. El grito ése, punzante, la agitó toda. Sentía que le hincaba las entrañas. Que le arañaba los nervios. Que le hacía hervir la sangre en las arterias intensas. ¡Qué grito! Era un alarido más que un grito. Estaba cargado de dolor, grávido de lujuria. Y, al propio tiempo, parecía una carcajada a la que un golpe de hipo intenso sofocara en suspiro. La niña Pancha pretendió ponerse en su sitio. ¡La Tigra! Pero, no lo consiguió. Se le nublaron los ojos y sintió que la cabeza le daba vueltas, como si fuera a desmayarse… Y nunca supo luego cómo hizo entonces lo que hizo. Irrumpió en la escena terrible. Vio a su hermana tumbada sobre el suelo, como dormida, con la respiración disneica. Y, frenética, se lanzó sobre Naranjo. Lo agarró fuertemente de los hombros, y le dijo, con vehemencia entrecortada: —Ahora…, ¡fórzame a mí, Ternerote!… ¡Fórzame o te mato!… Desde aquella tarde, al tuerto Sotero Naranjo se le hizo insoportable la existencia, hasta el extremo de que pensó seriamente en acabar con ella. En cambio, los hombres de la hacienda, viejos y mozos, sin excepción lo envidiaban. —¡Hay gente suertuda! ¡Veanlo al tuerto, que parecía pasado por agua tibia, como los güevos!… ¡Bia sido macho juerte!… Vive con las dos hermanas; y, de seguro, cuando madure la otra fruta…, se la come, también… Algún anciano buscaba oportunidad de interpolar su historia: —Todo tuerto es así, bragao de las entrepiernas. Mi recuerdo que pa’l año de los Chapulos, vide a un mentao Segundino que era falto de un ojo… Otro anciano lo interrumpía: —¿Y mi general Buen? ¿Onde me lo deja? El catiro tenia los dos ojos, y vía usté cómo era pa’l montamiento… Es que mismo habimos hombres así, ajustadores… —¿Usté, ño Serapio? —Juí; juí, en un tiempo antiguo, como dicen los samborondeños, hace-olla-e-barro… Las risotadas se sucedían; pero, volvían en seguida a los comentarios: —¿Y cómo se alcanzará Ternerote pa las dos? —¿De veras, no? —¡Y qué ranchazos, baray! ¡Pa quedarse templao como lagarto en playón! —Ahá. Lo envidiaban al infeliz; deseaban sustituirlo; y él, precisamente, habría dado algo porque lo reemplazaran. —Una mano, pongo por caso. —Pero, ¿es que está tan hostigado, don Sote? Cualquiera de los ancianos metería basa: —El mucho dulce empalaga pues… Ternerote sonreía tristemente: —¡Hostigao! ¿Usté ha visto un zorro apaeao cómo queda? Pues, igual… —¡Baray, don Sote; qué esageración! —Así es. El transcurrir del día era una gloria para el tuerto Naranjo. Desde la tarde aquella, las dos hermanas se desvivían por agasajarlo. Le separaban los platos más delicados, los bocados más suculentos. LITERATURA DEL ECUADOR —Tienes que alimentarte, Sotero. Estás amarillo como plátano pintón. No consentían que trabajara. Alternaban ellas en el despacho de la tienda. —Descansa, Sotero. Se pasaba el tuerto acostado en la hamaca de la galería, comiendo y durmiendo. Fumaba sendos cigarros dauleños. Punteaba la guitarra. Sí; el día era una gloria. ¡Pero, la noche! Las dos hermanas se disputaban la preferencia de sus favores. —Yo soy la mayor —alegaba la niña Pancha. —Pero, jué mío más primero —redargüía la niña Juliana. Sin embargo, no reñían, y terminaban por entenderse. El pobre tuerto pasaba de una alcoba a otra, como un mueble. Tanto amor lo iba matando. A pesar de los alimentos, a pesar del régimen de ocio, enflaquecía cada día más. Los ojos se le hundían en las órbitas excavadas. Se le brotaban los pómulos. Cobraba una facies comatosa. Al andar, vacilaba como un muñeco descuajeringado. Concluyó por rebelarse. No fue la suya una rebelión violenta. Carecía de fuerzas para eso. Fue una rebelión sórdida y oscura que apenas llegó a cuajarse en la fuga silenciosa. Aprovechando el sueño de hartura que dormían niña Pancha y niña Juliana, Sotero Naranjo, en la sombra de la alta noche, emprendió la huída. Todo lo dejó. Apenas si portó consigo el hato de sus mudas. Tomó la ruta de los Andes lejanos, y fue a caer, tras mil peripecias, en la aldea leonesa (*) de Angamarca. Lo último se supo meses después, cuando y se lo creía muerto en la selva, víctima de las fieras, comido de las aves… Pero, todo esto es historia antigua, marea pasadá… Los policías rurales han sentido siempre especial predilección por hospedarse en la casa-de-tejas del fundo “Tres Hermanas”. Probablemente, ahora no les ocurra lo mismo. 199 En sus cruceros sobre Manabí, cuando montaban la raya de Santa Ana y se introducían por las tierras ásperas y sedientas de los pañales, persiguiendo a los ladrones de ganado en sus ocultaderos del río Tigre; los jefes de piquete procuraban dejarse coger por las sombras en la hacienda de las Miranda. —¡Nos darían niñas, un güequito pa pasar la noche? Jugaban con las palabras en un primitivo doble sentido. —Un güequito, no más. Vamos lo que se dice atrasaos. Las Miranda, no entendían, o fingían no entender. Por lo común, la niña Pancha respondía en nombre de todas: —Como sea su voluntá. Aquí no se niega posada al andante. —Gracias, pues. Recibían con placer a los hombres armados. Gustaban de ellos más que de los civiles. Les brindaban la merienda sabrosa y el café bienoliente. —¿Prefieren con puntita? Era el comienzo. Les servían las grandes tazas, medidas de negra esencia y de puro de contrabando. Después, menudeaban las copitas. —¡Hay que alegrarse, pues! —decía la niña Pancha—. La noche está joven. —Así es, niñas. —Vamos, pues, a dar una vueltita. –Vamos. Ponían en marcha el caduco fonógrafo de corneta, marca Edison, cuyos rayados cilindros emitían sonidos destemplados, roncos, cascados, que limitaban perdidas armonías: valses somnolientos, habanereas lánguidas o desaforadas machichas brasileras. Por rústico que fuera el oído de los gendarmes, aquellos sones les molestaban, antes que agradarlos. No se atrevían, empero, a manifestarlo así, claramente. Alguno insinuaba: —Son un poco pasados de moda, mismo, estos toques. —Ahá. 200 GALO RENÉ PÉREZ —Mi mama no era mi mama, y ya se rascaban estas músicas —osaba decir el más atrevido. La niña Pancha miraba con rabia no disimulada a los soldados. ¡Imbéciles! Ella adoraba su máquina Edison. Pensaba que no había nada mejor que eso. ¡A qué, pues! Pero, intuía que era un deber suyo complacer a los visitantes. “Er güespe ej er güespe, le oyó repetir a su padre, el finado ño Baudilio; y había hecho de eso artículo de fe. —Bueno, pues. Paren el fonógrafo. De un rincón de la sala sacaba entonces una guitarra española, de honda y sonora barriga, adornada con un lazo de cinta ecuatoriana en el astil, cerca del clavijero. —Ya que no les place el Edison, aquí viene la vigüela. Si arguien sabe… De principio, no confesaba que ella misma glosaba para acompañamiento, y que la niña Juliana, sobre pulsar la guitarra, cantaba con la gracia de una colemba dorada. —También hay bandolina… Y un clarinete… Suspiraba al pronunciar la última palabra. Casi nunca faltaba entre los huéspedes algún gritador experto que se apoderaba en seguida del instrumento. La niña Pancha se apresuraba a expresar sus aficiones: —Valses, ¿quiere? O amorfinos. O pasillos. Pero, pasillos de acá; no de la sierra. —Ahá. La niña Pancha detestaba a la sierra y a sus cosas. Jamás había tenido un amante que fuera de esa región. Afirmaba que todos los serranos son piojosos y que, además, les apestan los pies. De la música se conformaba con decir que era triste. —Pa llorar no más sirve… Rompían el silencio de la selva anochecida, las notas simples de los pasillos: Cuando tú te hayas ido… O, si no: Yo te quise, Isabel, con toda mi pasión… Lo corriente era que la guitarra tomara su propio camino, y que la voz del cantador se trepara adonde podía, como mono en árbol. De cualquier manera, el baile se hacía, alentado por las repetidas libaciones de mallorca. —Era trago, pues, anima. —Ahá. En breve, Juliana y la Tigra se dejaban convencer a tanto ruego, y tocaban y cantaban. Pero, lo más que hacían era bailar. Bailaban… zangoloteábase la casa enorme. Trinaban sus cuerdas y sus vigas. Quejábanse sus tablones de laurel. Sus calces profundos de palo incorruptible, esforzábanse por mantener la firmeza del conjunto. —Este armazón se mueve, ¿no? —De vera. —Será que baila, también, como nosotros. —Así ha de ser pues. Las tres hermanas hacían las atenciones en la sala. Las tres se entregaban al movimiento melodioso y pausado del valse o al agitado sacudir del pasillo, o a las ráfagas lúbricas de la jota, en los brazos de los gendarmes. Las tres bebían el destilado quemante que cocinaba las gargantas. Pero, Juliana y la Tigra escamoteaban servidas a Sara, cuidando que no tomara demasiado. Vigilaban sus menores actos. Controlaban sus gestos más mínimos. —Vos eres medio enfermiza, Sara. ¡No vaya hacerte daño! Cuando advertían que, a pesar de todo, Sara se había embriagado o estaba en trance de embriagarse, acudían a ella. A empellones la conducían a su cuarto, la desnudaban y la metían en la cama, echando luego candado a la puerta y escondiendo la llave. Lo propio hacían cuando notaban que en los huéspedes el alcohol comenzaba a causar sus efectos, por mucho que Sara estuviera aún en sus cabales. Por supuesto, la muchacha, no dejaba gustosa la diversión. Negábase a salir de la sala, y sólo a viva fuerza conseguían sus hermanas sacarla de ahí. ya en su alcoba, se la oía sollozar. LITERATURA DEL ECUADOR Los huéspedes la defendían según sus aficiones: con interés o por elemental cortesía. —¿Y por qué, pues, se va la niña Sarita? La Tigra hablaba, entonces: —Es maliada, ¿sabe? No le conviene esto. —¡Ah!… Miraba a los soldados con ojos relampagueantes; se ponía en jarras, con lo que sus senos robustos emergían soberbiamente, esculpiéndose en la tela de la blusa, como un par de boyas en la pleamar; contoneaba las redondas caderas en una actitud promisora y lasciva; y decía, con voz sorda, baja, hueca, de hembra placentera: —Aquí estamos nosotras: Juliana y yo… ¿Pa qué más? ¿No es cierto? Los hombres subrayaban la afirmación con los ojos desenfrenados. —Ahá. Era cuando la orgía llegaba a su máximum. Juliana y la Tigra escogían sus compañeros. —Bailamos ¿ah? Y en la mitad de la danza apretaban a la pareja contra los pechos enhiestos: —¿Vamos negro? Desaparecían las dos a un tiempo, o una después de otra, seguidas del elegido; y volvían luego con los rostros empalidecidos, castigados de fatiga amorosa, a continuar la fiesta. Solía ocurrir que no volvieran en toda la noche; y, entonces, los desdeñados se consolaban bebiendo hasta dormirse. Alguna vez, cuando los gendarmes eran novatos — ”altas”, les decía—, y no conocían las costumbres de la casa, ni la fama de la niña Pancha, provocaba riñas y alborotos por la preferencia. Si el jefe del piquete no metía orden, la Tigra se encargaba de ello. Contábase que más de una ocasión la sangre policía, que ella hizo verter, mojó las tablas de la sala. Pero, la verdad es que se referían tantas cosas… Mas, quien realmente daba la nota trágica en estas escenas, era la menor de las Miranda. Cuando desde su encierro Sara comprendía que sus 201 hermanas conducían a sus alcobas al amante transitorio, lloraba a gritos. —¿Y yo? ¿Y yo? Era terrible. Se revolcaba en su lecho de obligada virgen, como una envenenada; se tiraba sobre el piso; golpeaba las paredes y pretendía traer abajo la puerta. —¡Yo también! ¿Por qué no me dejan a mi también? Luego, insultaba a sus hermanas, endilgándoles los más asquerosos y repugnantes adjetivos, hasta que, extenuada, agotada, vacía, caía como una muerta, rendida de sueño profundo. A la niña Juliana la conmovía un tanto la angustia de la ñañita. A la Tigra, no. Decíales aquélla: —Acuérdate de vos, Pancha, con Ternerote… —Me acuerdo, ¿qué crees? ¡Pero, esa no! Tú sabes por qué; tú ya sabes… Y si alguno de los visitantes inquiría sobre lo que le acontecía a Sara, la Tigra respondía serenamente: —Mi ñaña es medio loca, ¿ve? Loca de la cabeza… Asentiría el preguntón: —Ahá… Histérica… La Tigra ignoraba la palabreja. Se le alcanzaba un poco que era algo así como romántica. Mascullaba el vocablo: —Romántica… Y por asociación de ideas se le venía a la mente el recuerdo del hombre del clarinete… —Del clarinete que está en la sala, —murmuraba para sí, como si ella misma se diera una explicación. Un telegrama “De Balzar, 26 de enero de 1935. —Intendente. _ Guayaquil. — Este momento, siete noche, salgo dirección hacienda “Tres Hermanas”, con piquete diez gendarmes montados, cumplir orden Ud. — Ref. suyo ayer. — (fdo) Comisario Nacional”. Intermezzo musicale: solo de clarinete El hombre repentino. el hombre inesperado. Era una historia fresca. Fresca como la carne de la 202 GALO RENÉ PÉREZ badea matrona. Así de fresca. Y sabrosa. Sabrosa como la carne del mamey Cartagena. Así de sabrosa. Al evocarla la Tigra sonreía para sí —¡ah, sólo para sí!—, con una dulzura escondida, como una madre que le sonreía al hijo de que está preñada, al hijo nonato. ¡Y era tan breve esa historia! Cierta tarde llegó a la hacienda un mocetón serrano. Era rubio y hermoso. —Era como un gringo, no más; ¿verdá, ñaña Juiana? El mozo no llevaba otra impedimenta que un clarinete roñoso, ese que ahora guardaba la Tigra. Iba para las tierras cordilleranas. Se alojó en la casa. Comió con las hermanas. Después, acompañado de la Tigra, bajó a la orilla del río. —¿Quiere oir tocar este instrumento, señorita? Mostraba su clarinete imprescindible. —Ahá. A la mujer le pareció una música de hechicería la que brotaba del clarinete. Palmoteaba como una chicuela: —¡Qué lindo! ¡Qué lindo! Después se puso melancólica, como no lo había estado nunca. El odio a los serranos se fue del corazón de la Tigra. ¡Ah, este mozo adorable! ¡Cómo lo amaría ella! Hubiera querido besarlo, morderlo; ser suya en ese instante y para siempre, ahí, ahí mismo, sobre las piedras humedecidas; entregársele toda… Pero, él nada decía. Estaba remoto. Estaba en su música. Cesó de tocar. —Estoy cansado. Mañana me iré, de mañanita. Desearía dormir… —¿Por qué no se queda? —alcanzó a balbucear la niña Pancha. —¡Ah, no; no! Tengo que irme. Tengo que irme… La Tigra no se atrevió a insistir. —Reposaré unas horas, hasta la madrugada. Esa noche no cerró los ojos la niña Pancha. La proximidad de aquel hombre la inquietaba. Sabía que estaba tendido en la hamaca de la sala, tan cerca, tan cerca que lo oía respirar; ¡y ella, ahí, propicia! A la luz del brasero de velones que no apagó, la niña Pancha contemplaba su cuerpo desnudo. —Si me viera así… ¿Osaría llamarlo? No. A otro se le habría brindado; a él, no. ¡Jamás!… Pero, si él la deseara… ¡Cómo sería suya! De qué suerte única, como no había sido de nadie! Cuando el alba inundó de luz amarillenta su alcoba, la niña Pancha abandonó el lecho insomne. Fue al hombre dormido. —¡Señor! ¡Señor! Despierto ya, le preparó ella el desayuno. La criada, no. Ella misma. Ella quería servirlo. —¿Se va, siempre? —Sí. ¡Y tan agradecido. El sostenía en sus manos el clarinete. Miraba a la mujer con una vaga tristeza en los ojos celestes. —Yo le dejaré un encargo, señorita. Un encargo, no más. Guárdeme este instrumento. Me descubrirían por él, ¿sabe? Pero, no quiero perderlo. Volveré por él. —¿Volverá? —Sí; cuando se acabe este invierno, vendré; y si no vengo en esa época, será que no vendré ya nunca. Entonces, este clarinete será suyo. Le oprimió la mano, y se fue. Y pasó el invierno. Y llegó el verano, dorado a fuego de sol. Y otra vez empezaron a caer las lluvias sobre los campos resecos. Pero, el hombre no regresó. En el corazón de la Tigra, el odio a los serranos fue de nuevo instalándose. El clarinete se inmovilizó en una mesa de la sala. Estaba más roñoso. más feo. Cualquiera figuraríase que había envejecido de abandono, muchos años en cada uno. La Tigra lo contemplaba con un sentimiento extraño: como con una burla triste. Cada mañana, al hacer la limpieza de los muebles, el pobre instrumento proporcionaba a su guardado- LITERATURA DEL ECUADOR ra un momento de emoción antigua, como un pedazo de pan romántico. Y ésta es la historia del clarinete. La marea ha de estar subiendo en el río, en este instante, porque —como cuando refluyen las basuras— vienen a la memoria cosas pasadas. “Tú ya sabes por qué, Juliana; tú ya lo sabes”. En verdad, Juliana conocía la causa tremenda en fuerza de la cual Sara tenía que conservarse virgen por siempre: fuente sellada; capullo apretado; fruto caído del árbol antes de la madurez, que habría de podrirse encerrando sin futuro la semilla malhecha. El negro Masa Blanca había andado por la hacienda años atrás. —¿No hay argún enjuermo que melecinar? Aquí está en mi modesta persona un médico vegetal. El negro Masa Blanca era un curandero afamado. Le rodeaba cierto ambiente misterioso. Se ignoraba dónde vivía. Según unos habitaba en los terrenos de “Pampaló”, el latifundii de los Hernández da Fonseca. Según otros carecía de residencia fija. Lo cierto es que se topaba con él en los sitios más distantes e inesperados. —Ha de volar de noche en argún palo encantao… —Es brujo malo. Tiene trato con er Colorao… El Colorao era el diablo. —Camina en l;agua sin mojarse los pieses… —Y cambia de cuero como er camalión… Masa blanca, sabedor de estos rumores de las gentes montuvias, colocaba su frase indispensable: —Yo soy médico de curar. Puedo dañar, claro; pero, no daño. Así es. Masa blanca se calificaba también de adivino: —Con más cábulas, veo lo que va pasar, como si ya haiga pasao mesmo. Las Miranda consultaron con Masa Blanca sus dolencias. —Yo, pues, tengo un lobanillo adebajo der pescuezo, —dijo Juliana—. ¿Qué hago pa quitármelo? Masa blanca le aconsejó: —Frótese er chibolo o lo que sea con saliva en ayuna; y, al acostarse, con unto sin sar, serenao. ¡La mano’e Dió!… 203 —Ahá. Sara era por entonces una muchachita traviesa, y nada tenía que consultar. Pero, la Tigra, si. La Tigra le confió sus ardores. Y Masa Blanca se hizo relatar el rojo cronicón de las hermanas Miranda. Cuando su curiosidad de vejete estuvo satisfecha, pensó en el negocio. —D’esta casa está apoderao er Compadre. El Compadre era, también, el demonio. —Y hay que sacarlo, pué. —¿Cómo, ño Masa? —Verán… Pero, mi precio es una vaca rejera… con er chimbote, claro… Las Miranda convinieron en el honorario. Masa Blanca celebró entonces lo que él llamaba “la misa mala”… En un cuarto vacío de la casa, acomodó un altarzuelo con cajas de kerosene que aforró de zarza negra; puso sobre el ara una calavera, posiblemente distribuyó sin orden trece velas en la estancia; y a media noche, inició la ceremonia. Daba manotones en el aire. Barría con los pies descalzos las esquinas de la pieza; en fin, se movía como un verdadero poseído. A la postre, hizo como si apresara un cuerpo. —¡Ya lo tengo garrao! —vociferaba. Accionó lo mismo que si arrojara por una ventana ese cuerpo imaginario al espacio. —Ya se jué —musitó, cansado. La Tigra y Juliana habían presenciado la escena ridícula y macabra, que a ellas le pareció terriblemente hermosa. Preguntó la Tigra: —¿No s’apoderará otra vez de la casa el Compadre? Masa Blanca vaciló al responder: — Puede de que no, si hacen lo que yo digo… Otro negocio. Cerrado el asunto, el hechicero habló pausadamente. Era visible que le costaba dificultad inventar “la contra”; pero, las Miranda no se percataron de ello. —¿Cómo? —¿Cómo? Estaban ansiosas. 204 GALO RENÉ PÉREZ —Ustede, pué, perdonando la espresión, han pecao mucho po’abajo; y er Compadre la’sigue como la hormiga a la cañafistola… Si se les priende, no las aflojará… Vaciló: —¿Ustede tienen una hermana doncella, no? —Sí. —Sí —Ahá… bueno; mientras naiden la toque y ella viva en junta de ustede, se sarvarán… De no, s’irán a los profundo… —¡Ah!… Fue esa la condenación a perpetua virginidad para Sara Miranda. La falta de imaginación de Masa Blanca, a quien no se le pudo ocurrir otra cosa, cayó sobre el destino de la muchacha. Era una sentencia definitiva a doncellez. Por supuesto, las dos Miranda mayores se guardaron el secreto. —Ta enferma la ñaña. —Es locona bastante. —Si conociera marido se fregaría pa nunca más. —Un doctor lo dijo. —Ahá. Por eso cuando Clemente Suárez Caseros, que pasó en tránsito a Manabí y hubo de hosperdar Al por ocho días en la casa-de-tejas, esperando cabalgaduras, se enamoró de Sara y la pidió en matrimonio, la Tigra se opuso: —No puede ser, don Caseros, vea. Mi ñaña está tocadita. No puede ser. Y lo invitó a marcharse. —Pa cualquier lao y en lo que sea, don Caseros… Pero, usté se va… No me venga a tolondrar a la loquita… Después, como Sara se dejó sorprender en preparativos de fuga, sus hermanas la encerraron bajo llave. La cuestión era esa. A vida o muerte. Y otro telegrama “De Balzar, enero 28 de 1935.— Intendente.— Guayaquil.— Regresamos este momento comisión ordenada su autoridad. Peonada armada hacienda “Tres Hermanas” ataconos balazos desde casa fundo. Señor comisario, herido pulmón izquierdo, sigue viaje por lancha ‘Bienvenida’. Un gendarme y tres caballos resultaron muertos. Ruégole gestionar baja dichas acémilas en libro estado respectivo. Espero instrucciones. Atento subalterno. — (Fdo.) Jefe Piquete Rural”. Del gendarme no se solicitaba baja alguna en ningún libro. ¿Para que? Antes bien, se le había dado de alta en el registro cantonal de defunciones. La marea estará, ahora, repuntando en el río… José de la Cuadra, “La Tigra” de Horno. Fuente: José de la Cuadra, Obras completas. Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958, pp. 415-447. Jorge Icaza (1906-1978) Nació en Quito. Vivió su infancia en una enorme propiedad rural, conociendo así, por observación directa, la aflictiva realidad de los indios, las características de su condición espiritual, sus costumbres. Aprobó en Quito los estudios escolares y parte de la instrucción media bajo la dirección de los frailes. Ingresó en la Facultad de Medicina, pero la abandonó poco después. Siguió entonces cursos de Arte Dramático, en el Conservatorio Nacional. La consecuencia inmediata de ello fue su profesión de actor, que la inició en 1928, y que estimuló sus primeras creaciones literarias. En efecto, lo que primero escribió estuvo destinado al teatro: “El intruso” (1928); “La comedia sin nombre” (1929); “Por el viejo” (1929); “Cuál es” (1931); “Como ellos quieren” (1931); “Sin sentido” (1932). La Compañía Dramática Nacional, a la que Icaza perteneció, puso en escena todos esos trabajos, cuyos temas habían sido tomados de conflictos íntimos de familia, o de prejuicios sociales. La experiencia personal de su autor, que llegó a conocer las exigencias del arte LITERATURA DEL ECUADOR teatral, le fue de positiva utilidad en el dominio de la acción y en la desenvoltura de los diálogos. Aunque no dejó de un modo definitivo la creación dramática (pues que escribió “Flagelo” en 1936), después de adquirir una práctica muy conveniente en dicho género decidió probar su talento en la narración. Había conseguido ya penetrar en el complicado mundo interior del hombre; había adquirido destreza en la movilidad de los hechos y en la vividez de la conversación y el monólogo de los personajes; había aprendido a amar la descarnada estructura del teatro: contaba pues con los elementos con los que fue armando sus cuentos y novelas. Pero el campo de su inspiración pasó a ser preponderantemente otro: el de los sufrimientos del indio y el cholo o mestizo en una sociedad corroída por el mal centenario de la discriminación racial, la desigualdad económica, las quiebras de la justicia y el sospechoso efecto de las leyes. Sus nuevos libros fueron: “Barro de la sierra” (cuentos, 1933); “Huasipungo” (primer premio de la novela de Hispanoamérica en un concurso de la “Revista Americana” de Buenos Aires, 1934); “En las calles” (premio nacional de la novela del Ecuador, 1936); “Cholos” (novela, 1938); “Media vida deslumbrados” (novela, 1942); “Huairapamushcas” (novela, 1948); “Seis relatos” (cuentos, 1952); “El chulla Romero y Flores” (novela, 1958). Se publicó finalmente, en Buenos Aires, su novela postrera: “Atrapados”. Icaza fue pues un escritor dedicado casi exclusivamente a su profesión literaria. Ha viajado por muchos países. Ha ejercido las funciones de Agregado Cultural ecuatoriano en la Argentina. Ha representado a su país en varios congresos intelectuales. Ha sido Director de la Biblioteca Nacional. Pero todo ello no ha tenido para él la significación que su la- 205 bor de novelista, que es justamente la que le ha conquistado celebridad internacional. En la enunciada producción narrativa de Jorge Icaza se muestran muy evidentes sus objetivos de crítica social. Son ellos los que establecen la unidad de sus ideas combativas, y los que dictan el estilo de su relato y la persistencia de ciertos cuadros episódicos. La reiteración de éstos, disimulada por el cambio de tal o cual matiz, por la variación de circunstancias más bien externas, quizás mueva a sospechar que el autor ha limitado defectuosamente su capacidad de observación. O su vuelo imaginativo. Y que hay un martilleo demasiado mecánico sobre los mismos asuntos. Pero no sería justa esa suerte de apreciación. El novelista ecuatoriano ha asumido una posición firme. Ha advertido con perspicacia los males del país y la trágica fuente de que proceden. Sabe cuáles son los adversarios a los que ha de enfrentarse en su lucha literaria, de escritor comprometido. Tales adversarios no han desaparecido aún de la escena pública. Siguen manejando la vida ecuatoriana desde los principales apostaderos políticos. Las causas que reclamaron el servicio de sus facultades intelectuales se resisten de ese modo a declinar, y mantienen su antigua exigencia sobre el novelista. Por eso él ha juzgado necesario que la realidad propia, y no ninguna inquietud adventicia, surta el argumento de sus ficciones. A un cambio en la estructura social y económica del Ecuador —que no lo ha habido de veras— correspondería una nueva modalidad de la literatura narrativa, que obligaría a Jorge Icaza a estudiar la necesidad de otra actitud. Pero hay males que sí duran más de cien años, y aquel novelista no puede sino trabajar bajo el gravamen de ellos. Descontadas muy pocas de sus producciones, las páginas de Icaza toman al indio ecuatoriano como tema cardinal o como 206 GALO RENÉ PÉREZ uno de los puntos de sustentación del argumento. Las novelas y los cuentos en que ha escogido el escenario rural, que son los más, presentan a la clase indígena como el centro del que se despliega la amplia corola de los cuadros descriptivos, caracteres y acciones. Las demás obras —las del ámbito urbano— anima en cambio al personaje mestizo, al cholo. Pero en su espíritu, atormentado de conflictos raciales, sigue pesando poderosamente el ancestro aborigen. Clarísimo testimonio de ello es el “Chulla Romero y Flores”, protagonista de la principal novela de Icaza. Y aun en este tipo de sus trabajos es corriente encontrar más de un episodio en que se mueven los indios rumiando su tragedia. Ahora bien, la intención política del narrador tiene un brío incontenible. Del retrato fidedigno da un salto brusco a la caricatura. Del análisis severo pasa resueltamente a la sátira. Avanza así a un punto peligroso: el de la deformación que impone el afán de extremar los rasgos. Es honesto decir que en el contenido de las novelas de Icaza hay más de una exageración. Pero tal proclividad parece justificable. Aun más: hábil y necesaria. Por eso se la descubre en muchos autores del mismo carácter. Cuando un novelista carga las tintas sombrías en la figura de un explotador cualquiera, cuando apela a los trazos caricaturescos, cuando se empeña en convertirle en un ser extremadamente repulsivo, sabe que dicho contorno es el adecuado para simbolizar más fuertemente a una clase. Icaza lo prueba cuando presenta en sus obras a la trilogía siniestra que esclaviza a los indios del campo: el patrón, el “teniente político” (o autoridad administrativa) y el cura del pueblo. Esa trilogía ha sido ya advertida por los críticos. Pero, si se examina bien, hay un enemigo más de aquellos infortunados parias: el mayordomo, ser generalmente híbrido, mestizo mal cuajado, que ahoga la porción india de su naturaleza para solidarizarse con el explotador blanco, y para cumplir el papel del verdugo que ejecuta dócilmente sus caprichos sádicos. Es además interesante notar el parecido estrecho, de tema, de propósitos sociales, de elementos narrativos, que hay entre los cuentos y las novelas de este autor. Cada uno de sus cuentos es como una novela en pequeño. concentra en sus dimensiones breves casi todas las características que se desenvuelven con ambiciosa amplitud en la creación novelesca. De ese modo el protagonista infortunado del cuento “Exodo” —el indio Segundo Antonio Quishpe—, a través de los vejámenes y desengaños que va sufriendo en su desesperado itinerario de la sierra a la costa, es como cualquiera de las criaturas que aparecen en las novelas indígenas de Icaza. Así también los conflictos anímicos de la mezcla racial del mestizo ecuatoriano se descubren por igual en los cuentos “Cachorros” y “Mama Pacha” y en las novelas “Cholos” y “El Chulla Romero y Flores”. Hay problemas colectivos, como el de la privación del agua a los campesinos, que tienen caracteres semejantes en el cuento “Sed” y en la novela “En las calles”. Y la confabulación de los explotadores contra el indio exhibe líneas más o menos invariables en los dos tipos de narración que componen la extensa literatura de Icaza. Aceptada la preponderancia de la actitud batalladora en todas sus obras, y particularmente en “Huasipungo”, que es la novela a la que más se ha venido refiriendo la crítica, conviene observar de cerca, a la luz de la estética, lo que es esta creación, tan difundida por el mundo entero a través de múltiples traducciones. Conocemos que las más de las narraciones hispanoamericanas han buscado el alarde artístico, la gracia de lo poético. Casi todas han dado con ello, y en grado admira- LITERATURA DEL ECUADOR ble. Sobre todo, a partir del modernismo. Buen legado de primores de la frase dejó éste, en su raudo paso de meteoro, a las promociones literarias posteriores. Pero esa impresión general cae derrotada, y se desvanece casi por completo, cuando se lee la novela “Huasipungo”. Y se recuerda entonces a Ortega y Gasset, que hablaba de los estilos sin estilo. El ensayista español juzgaba tras esa consideración el ropaje idiomático, o sea la revelación corpórea y visible de nuestra intimidad sentimental o ideativa. Se refería a la falta de preocupación en el arreglo de lo puramente formal o externo de algunas creaciones de la literatura. En “Huasipungo” hay algo de aquello. Falta el soplo de lirismo de las demás novelas de nuestro continente. Y tal ausencia ha determinado opiniones críticas quizás apresuradas e injustas. Como la del brillante escritor argentino Enrique Anderson Imbert, para quien la aludida obra de Jorge Icaza no tiene más valor que el de ser un documento de cierta realidad social. Un juicio de esa naturaleza implica el desconocimiento de virtudes fundamentales de “Huasipungo”, alcanzadas con una conciencia firme y original de novelista. Icaza ha sentido repulsión hacia el lirismo tradicional, hacia las formas usuales del arrebato poético en la composición novelesca. Y ha ensayado nuevos procedimientos, que no amenguan la calidad literaria de su obra. Al contrario, la enriquecen de originalidad, de fuerza, de vida. Que no hay la impotencia de dar con los ingredientes de la estética lograda por los otros novelistas hispanoamericanos, sino deliberado desdén de ella, lo prueban algunas de las descripciones de “Huasipungo”. El autor rehuye las sugestiones del estilo. La tentación graciosa de los vocablos. Cuando el acento lírico quiere manifestarse en alguno de sus cuadros, él lo debela sin vacilaciones. Lo anula 207 con alguna brusca alusión prosaica, dolorosamente apoética. Un ejemplo: “El páramo, con su flagelo persistente de viento y agua, con su soledad que acobarda y oprime, impuso silencio. Un silencio de aliento de neblina en los labios, en la nariz. Un silencio que se trizaba levemente bajo los cascos de las bestias, bajo los pies deformes de los indios —talones partidos, plantas callosas, dedos hinchados”. Las descripciones no abundan en la obra. Icaza quiere que los personajes de su narración no se hallen estorbados en su movimiento natural. Ni en la expresión de sus diálogos y monólogos. De manera que más bien éstos crean el ambiente con un carácter dinámico, como se demostrará después. Y aquellas infrecuentes descripciones buscan con certeza el rasgo primordial, la nota sustantivamente definidora. Así, la de la pequeñez y chatedad, la del encogimiento, en la imagen del pueblo serrano de Tomachi: “El invierno, los vientos del páramo de las laderas cercanas, la miseria y la indolencia de las gentes, la sombra de las altas cumbres que acorralan, han hecho de aquel lugar un nido de lodo, de basura, de tristeza, de actitud acurrucada y defensiva. Se acurrucan las chozas a lo largo de la única vía fangosa; se acurrucan los pequeños a la puerta de las viviendas a jugar con el barro podrido o a masticar el calofrío de un viejo paludismo; se acurrucan las mujeres junto al fogón, tarde y mañana…; se acurrucan los hombres, de seis a seis, sobre el trabajo de la chacra…; se acurruca el murmullo del agua de la acequia tatuada a lo largo de la calle…”. En otras ocasiones la descripción de Icaza encierra la clave de un enjuiciamiento social más profundo y trascendente. Tal se observa en sus insistentes imágenes del desaseo. Porque la suciedad es el signo de la miseria, de la incuria, de la ignorancia y la falta de educación en que viven las mayorías rurales 208 GALO RENÉ PÉREZ hispanoamericanas. Pero hay algo más entre los atributos descriptivos de “Huasipungo”: es la rima fiel entre la realidad ambiente y la experiencia interior del personaje. En ello se descubre no un simple recurso literario, sino una aguda perspicacia para entrar en la maraña subjetiva del hombre y para sentir en su verdadera proyección la fuerza telúrica o del medio natural. El indio, que es el protagonista de “Huasipungo”, tiene el alma clausurada y sombría. Su choza es otro mundo cerrado y oscuro. Lo es también el paisaje, que se aparece como un cascarón geográfico, amagado frecuentemente de nubes grises y pesadas. Todo da la impresión de estar circuyendo, oprimiendo, agobiando inexorablemente al indio. El cuadro es abrumador, y se exaspera aun más cuando a la hostilidad del ambiente se suma la hostilidad del ser humano que vigila el trabajo del infeliz paria de los campos: “¿Qué podía salvarle? Arriba, el cielo pardo, pesado e indiferente. Abajo, el lodo gredoso, sembrándole más y más en la tierra. Agobiados como bestias los leñadores en su torno. Al fondo, el húmedo olor del chaparral traicionero. Y encadenándolo todo el ojo del capataz— ¡Oooh!” Hay una especie de superposición de sufrimientos y de sombras en el destino del indio. Esa fatalidad asciende hasta el plano de lo metafísico. Porque al indio se le pasman la alegría y la esperanza, y finalmente la fe. Su más allá se le representa no como un mundo de promesas y de alivio, sino de renovadas amenazas y castigos. La repulsión que siente Jorge Icaza por los remilgos del estilo le conduce también a despreciar las vaguedades y los escrúpulos del eufemismo en las descripciones. En sus cuadros eróticos se descubre así el desenfado propio del naturalismo. Y en sus escenas de explotación y dolor queda la huella sangrante que produce el vigor de la garra; se siente la vibración de lo patético, de lo inenarrable, de lo que parece imposible, a pesar de su rotunda verosimilitud. Buenos ejemplos son los de las llagas agusanadas del indio y su bárbara curación; del hundimiento paulatino e inevitable del peón en medio del pantano; del desfile sigiloso, entre la noche callada, de los trabajadores de la hacienda que van a desenterrar los despojos letales de la res despeñada; de los rudos castigos corporales que aquéllos soportan, y de la masacre de que son víctimas entre las detonaciones de la fusilería militar y la “carcajada sarcástica” de la bandera ecuatoriana. Pero entre las características literarias de “Huasipungo”, y dentro de esta misma órbita de lo descriptivo, hay una que resulta nueva y singular en la narración hispanoamericana: es el empleo de la conversación colectiva, de las exclamaciones pueblerinas que por sí solas, lanzadas como saetas vivas, alegres, crean todo un cuadro de dinamismo y color, como se puede apreciar en la reproducción de la feria del lugar y de la pelea de gallos. Conviene recordar que la segunda es una diversión pueblerina que ha sido tema de hermosas páginas en las novelas más conocidas de este continente. Se la encuentra en “Don Segundo Sombra”. Y en “La Vorágine”. Y en “Los de abajo”. Y en “Doña Bárbara”. Cada uno de sus autores ha ejercitado un apreciable lirismo en la recreación de la riña sangrienta. Al punto que se podrá hacer una interesante antología con sólo esos capítulos. En “Huasipungo” se ofrece el episodio con trazos propios, que coinciden con la técnica y el estilo del resto de la obra. Todo —características de los gallos contendores, frenesí de las apuestas, alusiones admirativas e irónicas, incidentes de la riña y desenlace de ésta— se muestra vivo y palpitante a través de las expresiones de los espectadores, que se cruzan en el aire espontáneamente, pero llevando la secreta intención descriptiva del autor. LITERATURA DEL ECUADOR La certeza de las frases de los personajes se deja ver también en los diálogos y los monólogos. No tienen éstos la solemnidad de lo literario. Fluyen en la atmósfera de la rutina. Con sencillez. Y casi siempre con propiedad. El habla paupérrima, entrecortada y deformadora de las voces castellanas que usa el indio, y que el novelista toma como un elemento más de ambientación de su obra, se mantiene a lo largo de los capítulos sin sufrir adulteraciones que conspirarían contra la verosimilitud. Ese es el lenguaje del héroe central: el indio Andrés Chiliquinga. Proceder de otro modo hubiera sido abultar falsamente la personalidad de éste. Y parece que los monólogos son los que de modo principal buscan ser fieles a la verdad íntima. Como si efectivamente estuvieran brotando de los adentros de cada personaje. Obsérvese, para comprobarlo, el contraste entre las ruindades que van rumiando los patrones en su viaje por el páramo, sobre los lomos de los indios, y el obsesivo y triste pensamiento que ocupa la mente de éstos: que “todo en el huasipungo permanezca sin lamentar calamidades”. De igual manera convendrá que se advierta que el indio en su monólogo se trata a sí mismo con rudeza, ásperamente, siguiendo el tono despótico con que le hablan sus amos. Por eso Andrés Chiliquinga se dice en una de sus huídas: “Despacito… despacito, runa bruto”. Finalmente será bueno que se observe que con aquella técnica monologada se ha logrado en “Huasipungo” una auténtica elegía india: la de las lamentaciones de Andrés por la muerte de la Cunshi, su mujer. Ahí está el desgarrador lenguaje del propio indio expresando su dolor. Cual lo reclamara el ensayista Mariátegui. Pero estas consideraciones de orden literario —necesarias para que se estimen los aciertos de la novela de Jorge Icaza— faltarían 209 al rigor crítico si no contuvieran también un reparo indispensable. En “Huasipungo”, quizás por ser de las primeras producciones de aquel narrador, se encuentran vacilaciones en el buen dominio del idioma: excesiva simplicidad de frase, con abuso de las preposiciones con y sin, mal uso de ciertos modos del verbo, exagerada repetición de los paréntesis en la enumeración de características con que se describe la realidad. En lo que concierne a la autenticidad del ambiente en que se desarrolla el argumento de “Huasipungo”, hay un elemento más, que afianza y robustece su fuerza original: es el de la tierra. El poderoso factor telúrico. La novela de Jorge Icaza pertenece al páramo, de modo fiel y radical. Mientras en las narraciones de la pampa —”Don Segundo Sombra”, por ejemplo— tiene un interés destacado el caballo, aquí lo tiene la mula, apta para el difícil sendero de las breñas. Allá, en el territorio pampeano, está el gaucho con su sabiduría de baquiano, con su maravillosa capacidad de orientación. Acá en el páramo está el indio con su certero instinto en las plantas de los pies, que palpan cuidadosamente la superficie engañosa del suelo para no hundirse en el pantano. Y mientras en las narraciones del trópico y de las selvas adquieren dimensiones de crueldad y personificación trágica los ríos o la maraña, las fiebres o los reptiles, en esta novela del latifundio de la sierra tiene el látigo una vida y una expresividad impresionantes. La atmósfera doliente de “Huasipungo” no hubiera estado completa sin el látigo. Sin el instrumento de sevicia de patrones y capataces. Sin esa víbora que se anima en las manos brutales para hacer sangrar el pellejo del indio. El látigo levanta al miserable trabajador de sus fatigas y enfermedades, o lo deja desmadejado para siempre sobre el duro rostro de la tierra. El látigo aparece en “Hua- 210 GALO RENÉ PÉREZ sipungo” hasta con cierta categoría histórica, porque se alude a él como instrumento de progreso de la tiranía de García Moreno. Advertidas las características de técnica y los elementos que entran en la composición novelesca de esta obra de Jorge Icaza, no será difícil comprender la condición netamente humana de sus personajes. La crítica debía haberlo mirado así. Las reacciones del alma indígena no se han falseado, ni tampoco los trazos de su existencia sombría. El indio es una pobre bestia acorralada por las exigencias y los intereses de toda clase de gentes. Tal como lo describió Montalvo hace cien años. No disfruta de sus días. No conoce la esperanza. No vive. Se desvive al servicio de sus amos. Icaza ha logrado vencer las esquivez de las almas indígenas, penetrar en la enigmática y dolorosa profundidad de ellas. Por eso su Andrés Chiliquinga no es un héroe como el de cualquier otra novela, sino un pobre ser humano ultrajado, cohibido, disputado por el amor y la venganza, por la superstición y la fe, por el valor y el miedo, por la fortaleza física y la postración, por la honradez y el robo, por el ímpetu de rebeldía y las hesitaciones angustiosas del que se siente incapaz de conducir a los suyos. El protagonista de “Huasipungo” encarna bien los conflictos y tormentos de una raza multitudinaria, desatendida hasta hoy en ciertos países indios de nuestra América. Otra novela que ayuda a valorar las intenciones vindicativas y las virtudes creadoras de este autor es la titulada “En las calles”. Icaza ha escogido para ella un viejo problema ecuatoriano, rebelde como una sarna: el de la influencia omnilateral e irresistible de dos o tres familias en el desmedrado destino del país. Familias que poseen inmensas porciones de tierra y que hacen uso de las vidas de los indios como en los tiempos de la Colonia; que establecen lonjas y centros fabriles en la ciudad, y que como remate de su incontrolado enriquecimiento fundan un partido político y escalan al poder: tal es el asunto del que arrancan los episodios de esta narración. Luis Antonio Urrestas —uno de los personajes— encarna al oligarca serrano que provoca la marchitez de un pueblo (sus hambres, sus enfermedades, sus angustias, sus éxodos desventurados hacia la montaña o la urbe), pues que ha privado del agua a una multitud de labriegos y artesanos del campo. Dos de los trabajadores que han pretendido encauzar el descontento pueblerino esquivan la persecución policial desatada por el influyente propietario, y corren un destino trágico. En efecto, Manuel Játiva y Ramón Landeta huyen a la capital y se creen por fin libres del poder de Urrestas, pero tienen que volver a servirle por la fuerza inexorable de su posición oligárquica, y hasta llegan a entregarle sus vidas en una de las conmociones políticas y sociales que aquél produce a través de su codicia y su ambición de mando. El relato tiene unidad. Es ágil, dinámico. Muestra un indiscutible dominio de diálogos y expresiones vernáculas. La novela más sólida de este autor es “El Chulla Romero y Flores” (chulla es el nombre que se da a la persona que tras su apariencia y actitudes pretende ocultar la humildad de su verdadera condición). Esta obra trae una nueva virtud, la de carácter formal. El vocablo comparece con precisión y gracia; la sintaxis es tan ágil como correcta, y tan correcta como armoniosa. Hay apreciable abundancia de giros y de imágenes eficaces. En suma, un buen dominio sobre el estilo literario. Además, la técnica de Icaza parece haber mejorado en este trabajo. Hábilmente elude las truculencias. Así describe con austeridad hechos que suelen reclamar la nota patética, como la fuga, el intento de suicidio y la muerte. En los capítulos que forman la novela hay co- LITERATURA DEL ECUADOR herencias de todo orden, desde la episódica hasta la de la sostenida inspiración para contar. Pero sobre todo se las advierte en la composición de los caracteres de los personajes, que van revelando, o completando, su intimidad, sus pasiones y conflictos, paulatinamente, mientras se desenvuelve el ovillo narrativo. Y la personalidad de cada uno de ellos corresponde bien a la realidad del pueblo ecuatoriano, y más concretamente a la de las gentes de su capital. Luis Alfonso Romero y Flores y Rosario Santacruz son figuras a quienes se les siente su pulsación, su aliento. Ambas representan el ambiente pobre y baldío del suburbio quiteño. Ambas son víctimas de la crueldad de ese medio. Y en las dos se enciende una generosa y heroica necesidad de ayudarse, de servirse mutuamente en su vano anhelo de redención económica y social. La acción principal de la obra es sencilla: el Chulla Romero y Flores, fruto del concubinato de un señor venido a menos y una india del servicio doméstico, conjunta en su sangre los conflictos de ese choque racial. Desde niño percibe en su ser “el diálogo irreconciliable, paradójico” de sus padres, y eso “le hunde en la desesperación y en la soledad del proscrito de dos razas inconformes”. Siente, imperiosa, la necesidad de salir un día vencedor de su pobreza, de su oscuridad familiar, de la esclavitud de su clase. Halla trabajo en una oficina pública, para ejercer de fiscalizador; y precisamente le ocurre comprobar un desfalco cuantioso, cometido por don Ramiro Paredes y Nieto, candidato oficial a la Presidencia de la República. Un ingenuo afán de cobrar influencia y notoriedad, y acaso también cierto sentido de justa rebeldía, le llevan a acumular cargos contra aquél, que un día aparecen publicados en la prensa. La avilantez del mozo despierta la encrespada reacción gubernamental, que trata de aplastarlo como a quien ha mancillado el prestigio de la 211 patria. Si no sucumbe es solamente por la maña con que escapa a la persecución de los agentes de seguridad y porque, mientras afronta todos los riesgos de una fuga dramática, ha cambiado la orientación política del Gobierno, tan tornadiza entre nosotros. Vapuleado por su desdichada fortuna, y tras la experiencia de que es imposible levantarse con alguna decencia en el pantano nacional, vuelve a su hogar misérrimo, despojado ya de toda ambición. No ha conseguido ser de aquellos “que conservan el chulla bien puesto e impuesto en su farsa política, en su dignidad administrativa, en su virtud cristiana, en la arquitectura de su gloria, en la apariencia de su nobleza”. Pero lo medular de la novela está en la descripción espantable de lo que es el Ecuador de las últimas generaciones. Icaza ha desvelado sin recelo ni eufemismo el rostro de la realidad nacional: la administración pública convertida en capellanía de contadas familias, que ocupan a su antojo embajadas y ministerios; la corrupción, el asalto al erario, los mil y mil vicios funestos de la función pública; el juego siniestro de exacciones y escamoteos de la política. Pero, además, ha trazado una imagen real de la ciudad, cargada de mendigos, de hambrones, de prostitutas, de ebrios, de niños sin pan ni alfabeto, de gentes sin amor ni esperanza. Páginas finales de Huasipungo De acuerdo con lo ordenado por los señores gringos, don Alfonso contrató unos cuantos chagras forajidos para desalojar a los indios de los huasipungos de la loma. Grupo que fue capitaneado por el Tuerto Rodríguez y por los policías de Jacinto Quintana. Con todas las mañas del abuso y de la sorpresa cayeron aquellos hombres sobre la primera choza —experiencia para las sucesivas—. —¡Fuera! ¡Tienen que salir inmediatamente de 212 GALO RENÉ PÉREZ aquí! —ordenó el Tuerto Rodríguez desde la puerta del primer tugurio dirigiéndose a un longa que en ese instante molía maíz en una piedra y a dos muchachos que espantaban a las gallinas. Como era lógico los aludidos, ante lo inusitado de la orden, permanecieron alelados, sin saber qué decir, qué hacer, qué responder. Sólo el perro —flaco, pequeño y receloso animal— se atrevió con largo y lastimero ladrido. —¿No obedecen la orden del patrón? —Taiticu… —murmuraron la india y los rapaces clavados en su sitio. —¿No? Como nadie respondió entonces, el cholo tuerto, dirigiéndose a los policías armados que le acompañaban, dijo en tono de quien solicita prueba: —A ustedes les consta. Ustedes son testigos. Se declaran en rebeldía. —Asimismo es, pes. —Procedan no más. ¡Sáquenles! —¡Vayan breve, carajo! —Aquí vamos a empezar los trabajos que ordenan los señores gringos. —Taiticuuu. Del rincón más oscuro de la choza surgió en ese momento un indio de mediana estatura y ojos inquietos. Con voz de taimada súplica protestó: —Pur que nus han de sacar, pes? Mi huasipungo es. Desde tiempu de patrún grande mismu. ¡Mi huasipungo! Diferentes fueron las respuestas que recibió el indio del grupo de los cholos que se aprestaban a su trabajo devastador, aun cuando todas coincidían: —Nosotros no sabemos nada, carajo. —Salgan… ¡Salgan no más! ¡Fuera! —En la montaña hay terreno de sobra. —Esta tierra necesita el patrón. —¡Fuera todos! Como el indio tratara de oponerse al despojo, uno de los hombres le dio un empellón que le tiró sobre la piedra donde molía maíz la longa. Entretanto los otros, armados de picas, de barras y de palas, iniciaban su trabajo sobre la choza. —¡Fuera todos! —Patruncitu. Pur caridad, pur vida suya, pur almas santas. Esperen un raticu nu más, pes —suplicó el runa temblando de miedo y de coraje a la vez. —Pur taita Dius. Pur Mama Virgen —dijo la longa. —Uuu… —chillaron los pequeños. —¡Fuera, carajo! —Un raticu para sacar lus cuerus de chivu, para sacar lus punchus viejus, para sacar la osha de barru, para sacar todu mismu —solicitó el campesino aceptando la desgracia como cosa inevitable— él sabía que ante una orden del patrón, ante el látigo del Tuerto Rodríguez y ante las balas del teniente político nada se podía hacer. Apresuradamente la mujer sacó lo que pudo de la choza entre el griterío y el llanto de los pequeños. A la vista de la familia campesina fue desbaratada a machetazos la techumbre de paja y derruidas a barra y pica las paredes de adobón —renegridas por adentro, carcomidas por afuera—. No obstante saber todo lo que sabía del “amo, su mercé, patrón grande”, el indio, lleno de ingenuidad y estúpida esperanza, como un autómata, no cesaba de advertir: —He de avisar a patrún, caraju… A patrún grande… Patrún ha de hacer justicia. —Te ha de mandar a patadas, runa bruto. El mismo nos manda. ¿Nosotros por qué, pes? —afirmaron los hombres al retirarse dejando todo en escombros. Entre la basura y el polvo la mujer y los muchachos, con queja y llanto de velorio, buscaron y rebuscaron cuanto podían llevar con ellos: —Ve, pes, la bayetica, ayayay. —La cuchara de palu también. —La cazuela de barru. —Toditicu estaba quedandu comu ashcu sin dueñu. —Faja de guagua. —Cotona de longo. —Rebozu de guarmi. —Piedra de moler pur pesadu ha de quedar nu más. —Adobes para almohada también. —Boñigas secas, ayayayay. —Buscarás bien, guagua. —Buscarás bien, mama —Ayayayay. El indio, enloquecido quizá, sin atreverse a recoger nada, transitaba una y otra vez entre los palos, entre las piedras, entre los montones de tierra que aún LITERATURA DEL ECUADOR olían a la miseria de su jergón, de su comida, de sus sudores, de sus borracheras, de sus piojos. Una angustia asfixiante y temblorosa le pulsaba en las entrañas: ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Cómo arrancarse de ese pedazo de tierra que hasta hace unos momentos le creía suyo? A la tarde, resbalando por una resignación a punto de estallar en lágrimas o en maldiciones, el indio hizo las maletas con todo lo que había recogido la familia, y seguido por la mujer, por los rapaces y por el perro se metió por el chaquiñán de la loma, pensando pedir posada a Tocuso hasta hablar con el patrón. Un compadre, al pasar a la carrera por el sendero que cruza junto a la choza de Andrés Chiliquinga, fue el primero que le dio la noticia del despojo violento de los huasipungos de las faldas de la ladera. —Toditicu este ladu van a limpiar, taiticu. —¿Cómu, pes? —Ari. —¿Lus de abaju? —Lus de abajuuu. Aquello era inquietante, muy inquietante, pero el indio se tranquilizó porque le parecía imposible que lleguen hasta la cima llena de quebradas y de barrancos donde él y su difunta Cunshi plantaron el tugurio que ahora… Mas, a media mañana, el hijo, quien había ido por agua al río, llegó en una sola carrera, y, entre pausas de fatiga y de susto, le anunció: —Tumbandu están la choza del vecinu Cachitambu, taiticu. —¿Qué? —Aquicitu nu más, pes. Amu patrún policía diju que han de venir a tumbar ésta también. —¿Comu? —Arí, taiticu. –¿Mi choza? —Arí. Diju… —¿A quitar huasipungo de Chiliquinga? —Arí, taiticu. —Guambra mentirosu. —Arí, taiticu. Oyendo quedé, pes. —Caraju, mierda. —Donde el patoju Andrés nus falta, estaban diciendo. —¿Dónde patoju, nu? 213 —Arí, taiticu. —Caraju. –Cierticu. —Nu han de robar así nu más a taita Andrés Chiliquinga —concluyó el indio rascándose la cabeza lleno de un despertar de oscuras e indefinidas venganzas. Ya le era imposible dudar de la verdad del atropello que invadía el cerro. Llegaban… Llegaban más pronto de lo que él pudo imaginarse. Echarían abajo su techo, le quitarían la tierra. Sin encontrar una defensa posible, acorralado como siempre, se puso pálido, con la boca semiabierta, con los ojos fijos, con la garganta anudada. ¡No! Le parecía absurdo que a él… Tendrían que tumbarle con hacha como a un árbol viejo del monte. Tendrían que arrastrarle con yunta de bueyes para arrancarle de la choza donde se amañó, donde vio nacer al guagua y morir a su Cunshi. ¡Imposible! ¡Mentira! No obstante, a lo largo de todos los chaquiñanes del cerro la trágica noticia levantaba un revuelo como de protestas taimadas, como de odio reprimido. Bajo un cielo inclemente y un vagar sin destino, los longos despojados se arremangaban el poncho en actitud de pelea como si estuvieran borrachos; algo les hervía en la sangre, les ardía en los ojos, se les crispaba en los dedos y les crujía en los dientes como tostado de carajos. Las indias murmuraban cosas raras, se sonaban la nariz estrepitosamente y de cuando en cuando lanzaban un alarido en recuerdo de la realidad que vivían. Los pequeños lloraban. Quizá era más angustiosa y sorda la inquietud de los que esperaban la trágica visita. Los hombres entraban y salían de la choza, buscaban algo en los chiqueros, en los gallineros, en los pequeños sembrados, olfateaban por los rincones, se golpeaban el pecho con los puños —extraña aberración masoquista—, amenazaban a la impavidez del cielo con el coraje de un gruñido inconsciente. Las mujeres, junto al padre o al marido que podían defenderlas, planeaban y exigían cosas de un heroísmo absurdo. Los muchachos se armaban de palos y piedras que al final resultaban inútiles. Y todo en la ladera, con sus pequeños arroyos, con sus grandes quebradas, con sus locos chaquiñanes, con sus colores vivos unos y desvaídos otros, parecía jadear como una mole enferma en medio del valle. 214 GALO RENÉ PÉREZ En espera de algo providencial la indiada, con los labios secos, con los ojos escaldados, escudriñaba en la distancia. De alguna parte debía venir. ¿Dé dónde, carajo? De… De muy lejos al parece. Del corazón mismo de las pencas de cabuya, del chaparro, de las breñas, de lo alto. De un misterioso cuerno que alguien soplaba para congregar y exaltar la rebeldía ancestral. Sí. Llegó. Era Andrés Chiliquinga que, subido a la cerca de su huasipungo — por consejo e impulso de un claro coraje en su desesperación—, llamaba a los suyos con la ronca voz del cuerno de guerra que heredó de su padre. Los huasipungueros del cerro —en alerta de larvas venenosas— despertaron entonces con alarido que estremeció el valle. Por los senderos, por los chaquiñanes, por los caminos corrieron presurosos los pies desnudos de las longas y de los muchachos, los pies calzados con hoshotas y con alpargatas de los runas. La actitud desconcertada e indefensa de los campesinos se trocó al embrujo del alarido ancestral que llegaba desde el huasipungo de Chiliquinga en virilidad de asalto y barricada. De todos los horizontes de la ladera y desde más abajo del cerro llegaron los indios con sus mujeres, con sus guaguas, con sus perros, al huasipungo de Andrés Chiliquinga. Llegaron sudorosos, estremecidos por la rebeldía, chorreándoles de la jeta el odio, encendidas en las pupilas interrogaciones y esperanzadas: —¿Qué haremus, caraju? —¿Qué? —¿Cómu? —¡Habla no más, taiticu Andrés! —¡Habla para quemar lu que sea! —¡Habla para matar al que sea! —¡Carajuuu! —¡Decí, pes! —¡Nu vale quedar comu mudu después de tocar el cuernu de taitas grandes! —¡Taiticuuu! —¡Algu has de decir! —¡Algu has de aconsejar! —Para qué recogiste entonces a los pobres naturales comu a manada de ganadu, pes? —¿Para qué? —¿Pur qué nu dejaste cun la pena nu más comu a nuestrus difuntus mayores? –Mordidus el shungu de esperanza. —Vagandu pur cerru y pur quebrada. —¿Pur qué caraju? —Ahura ca habla pes. —¿Qué dice el cuernu? —¿Quéee? —Nus arrancarán así nu más de la tierra? —De la choza tan. —Del sembraditu tan. —De todu mismu. —Nus arrancarán comu hierba manavali —Comu perru sin dueñu. ¡Decí pes! —Taiticuuu. Chiliquinga sintió tan hondo la actitud urgente — era la suya propia— de la muchedumbre que llenaba el patio de su huasipungo y se apiñaba detrás de la cerca, de la muchedumbre erizada de preguntas, de picas, de hachas, de machetes, de palos y de puños en alto, que creyó caer en un hueco sin fondo, morir de vergüenza y de desorientación. ¿Para qué había llamado a todos los suyos con la urgencia inconsciente de la sangre? ¿Qué debía decirles? ¿quién le aconsejó en realidad aquello? ¿Fue sólo un capricho criminal de su sangre de runa mal amansado, atrevido? ¡No! Alguien o algo le hizo recordar en ese instante que él obró así guiado por el profundo apego al pedazo de tierra y al techo de su huasipungo, impulsado por el buen coraje contra la injusticia, instintivamente. Y fue entonces que Chiliquinga, trepado aún sobre la tapia, crispó sus manos sobre el cuerno lleno de alaridos rebeldes, y, sintiendo con ansia clara e infinita el deseo y la urgencia de todos, inventó la palabra que podía orientar la furia reprimida durante siglos, la palabra que podía servirles de bandera y de ciega emoción. Gritó hasta enronquecer. —¡Ñucanchic huasipungooo! —¡Ñucanchic huasipungo! —aulló la indiada levantando en alto sus puños y sus herramientas con fervor que le llegaba de lejos, de lo más profundo de la sangre. El alarido rodó por la loma, horadó la montaña, se arremolinó en el valle y fue a clavarse en el corazón del caserío de la hacienda: —¡Ñucanchic huasipungooo! La multitud campesina —cada vez más nutrida y violenta con indios que llegaban de toda la comar- LITERATURA DEL ECUADOR ca—, llevando por delante el grito ensordecedor que les dio Chiliquinga, se desangró chaquiñán abajo. Los runas más audaces e impacientes precipitaban la marcha echándose en el suelo y dejándose rodar por la pendiente. Al paso de aquella caravana infernal huían todos los silencios de los chaparros, de las zanjas y de las cunetas, se estremecían los sembrados y se arrugaba la impavidez del cielo. En mitad de aquella mancha parda que avanzaba, al parecer lentamente, las mujeres, desgreñadas, sucias, seguidas por muchos críos de nalgas y veinte al aire, lanzaban quejas y declaraban vergonzosos ultrajes de los blancos para exaltar más y más el coraje y el odio de los machos. —Ñucanchic huasipungo! Los muchachos, imitando a los longos mayores, armados de ramas, de palos, de leños, sin saber hacia dónde les podía llevar su grito, repetían: —¡Ñucanchic huasipungo! El primer encuentro de los enfurecidos huasipungueros fue con el grupo de hombres que capitaneaba el Tuerto Rodríguez, al cual se había sumado Jacinto Quintana. Las balas detuvieron a los indios. Al advertir el teniente político el peligro quiso huir por un barranco, pero desgraciadamente, del fondo mismo de la quebrada por donde iba, surgieron algunos runas que seguían a Chiliquinga. Con cojera que parecía apoyarse en los muletos de una furia enloquecida, Andrés se lanzó sobre el cholo, y, con diabólicas fuerza y violencia, firmó la cancelación de toda su venganza sobre la cabeza de la aturdida autoridad con un grueso garrote de eucalipto. Con un carajo cayó el cholo y de inmediato quiso levantarse, apoyando las manos en el suelo. —¡Maldituuu! —bufaron en coro los indios con satisfacción de haber aplastado a un piojo que les venía chupando la sangre desde siempre. El teniente político atontado por el garrotazo, andando a gatas, esquivó el segundo golpe de uno de los indios. —¡Nu has de poder fugarte, caraju! —afirmó entonces Chiliquinga persiguiendo al cholo, que se escurría como lagartija entre los matorrales del barranco, y al dar con él y arrastrarle del culo hasta sus pies, le propinó un golpe certero en la cabeza, un golpe que templó a Jacinto Quintana para siempre. 215 —¡Ahura ca movete, pes! ¡Maricún! Cinco cadáveres, entre los cuales se contaba el de Jacinto Quintana y el del Tuerto Rodríguez, quedaron tendidos por los chaquiñanes del cerro en aquel primer encuentro, que duró hasta la noche. Al llegar las noticias macabras del pueblo junto con los alaridos de la indiada que crecían minuto a minuto a la hacienda, míster Chapy —huésped ilustre de Cuchitambo desde dos semanas atrás—, palmoteando en la espalda del terrateniente, murmuró: —¿Ve usted, mi querido amigo, que no se sabe dónde se pisa? —Sí. Pero el momento no es para bromas. Huyamos a Quito —sugirió don Alfonso con mal disimulo terror. —Yes… —Debemos mandar fuerzas armadas. Hablaré con mis parientes, con las autoridades. Esto se liquida sólo a bala. Un automóvil cruzó por el carretero a toda máquina como perro con el rabo entre las piernas ante el alarido del cerro que estremecía la comarca: —¡Ñucanchic huasipungooo! A la mañana siguiente fue atacado el caserío de la hacienda Los indios, al entrar en la casa, centuplicaron los gritos, cuyo eco retumbó en las viejas puertas de labrado aldabón, en los sótanos, en el oratorio abandonado, en los amplios corredores, en el cobertizo del horno y de establo mayor. Sin hallar al mayordomo, a quien hubieran aplastado con placer, los huasipungueros dieron libertad a las servicias, a los huasicamas, a los pongos. Aun cuando las trojes y las bodegas se hallaban vacías, en la despensa hallaron buenas provisiones. Por desgracia, cuando llegó el hartazgo, un recelo supersticioso cundió entre ellos y huyeron de nuevo hacia el cerro de sus huasipungos, gritando siempre la frase que les infundía coraje, amor y sacrificio: —¡Ñucanchic huasipungooo! Desde la capital, con la presteza con la cual las autoridades del Gobierno atienden estos casos, fueron enviados doscientos hombres de infantería a sofocar la rebelión. En los círculos sociales y gubernamentales la noticia circuló entre alarde de comentarios de indignación y órdenes heroicas: 216 GALO RENÉ PÉREZ —Que se les mate sin piedad a semejantes bandidos. —Que se acabe con ellos como hicieron otros pueblos más civilizados. —Que se les elimine para tranquilidad de nuestros hogares cristianos. —Hay que defender a las glorias nacionales… A don Alfonso Pereira que hizo un carretero. —Hay que defender a las desinteresadas y civilizadoras empresas extranjeras. Los soldados llegaron a Tomachi al mando de un comandante —héroe de cien cuartelazos y de otras tantas viradas y reviradas—, el cual, antes de entrar en funciones, remojó el gaznate y templó el valor con buena dosis de aguardiente en la cantina de Juana, a esas horas viuda de Quintana, que se hallaba apuradísima y lloriqueante en los preparativos del velorio de su marido: —Mi señor general… Mi señor coronel… Tómese no más para poner fuerzas… Mate a toditos los indios facinerosos… Vea cómo me dejan viuda de la noche a la mañana. —Salud… Por usted, buena moza… —Favor suyo. Ojalá les agarren a unos cuantos runas vivos para hacer escarmiento. —Difícil. En el famoso levantamiento de los indios en Cuenca traté de amenazarles y ordené descargar al aire. Inútil. No conseguí nada. —Son unos salvajes. —Hubo que matar muchos. Más de cien runas. —Aquí… —Será cuestión de dos horas. A media tarde la tropa llegada de la capital empezó el ascenso de la ladera del cerro. Las balas de los fusiles y las balas de las ametralladoras silenciaron en parte los gritos de la indiada rebelde. Patrullas de soldados, arrastrándose al amparo de los recodos, de las zanjas, de los barrancos, dieron caza a los indios, a las indias y a los muchachos, que con desesperación de ratas asustadas se ocultaban y arrastraban por todos los refugios: las cuevas, los totorales de los pantanos, el follaje de los chaparros, las abras de las rocas, la profundidad de las quebradas. Fue fácil en el primer momento para los soldados —gracias al pánico de los tiros que seleccionó muy pronto un grupo numeroso de valientes— avanzar sin temor, adiestrando la puntería en las longas, en los guaguas y en los runas que no alcanzaron a replegarse para resistir: —Ve, cholo. Entre esas matas está unito. El cree… —Cierto. Ya le vi. —Se esconde de la patrulla que debe ir por el camino. —Verás mi puntería, carajo. Sonó el disparo. Un indio alto, flaco, surgió como borracho del chaparral, crispó las manos en el pecho, quiso hablar, maldecir quizá, pero un segundo disparo tronchó al indio y a todas sus buenas o malas palabras. —Carajo. Esto es una pendejada matarles así no más. —¿Y qué vamos a hacer, pes? Es orden superior. —Desarmados. —Como sea —dijo el jefe. —Como sea… También en un grupo de tropa que avanzaba por el otro lado de la ladera se sucedían escenas y diálogos parecidos: —El otro me falló, carajo. Pero éste no se escapa. —El otro era un guambra no más, pes. Este parece runa viejo. —Difícil está. —¿Qué ha de estar? Verás yo… —Dale. —Aprenderás. Un pepo para centro. Cual eco del disparo se oyó un grito angustioso; enredando entre las ramas del árbol las alas del poncho, cayó al suelo el indio que había sido certeramente cazado. —¡Púchica! le di. Conmigo no hay pendejadas. —Pero remordido me quedó el alarido del runa en la sangre. —Asimismo es al principio. Después uno se acostumbra. —Se acostumbra… En efecto: la furia victoriosa enardeció la crueldad de los soldados. Cazaron y mataron a los rebeldes con la misma diligencia, con el mismo gesto de asco y repugnancia, con el mismo impudor y precipitación con el cual hubieran aplastado bichos venenosos. ¡Que mueran todos! Sí. Los pequeños que se habían refugiado con algunas mujeres bajo el folla- LITERATURA DEL ECUADOR je que inclinaba sus ramas sobre el agua lodosa de una charca. Cayeron también bajo el golpe inclemente de una ráfaga de ametralladora. Muy entrada la tarde, el sol, al hundirse entre los cerros, lo hizo tiñendo las nubes en la sangre de las charcas. Sólo los runas que lograron replegarse con valor hacia el huasipungo de Andrés Chiliquinga — defendido por chaquiñán en cuesta para llegar y por despeñaderos en torno— resistían aferrándose a lo ventajoso del terreno. —Tenemos que atacar pronto para que no huyan por la noche los longos atrincherados en la cima. La pendiente es dura, pero… —opinó impaciente el jefe entre sus soldados. Y sin terminar la frase con salto de sapo, se refugió en un hueco ante la embestida de una enorme piedra que descendía por la pendiente dando brincos como toro bravo. —Huuy. —Carajo. —Quita. —Si no me aparto a tiempo me aplastan estos indios cabrones —exclamó un oficial saliendo de una zanja y mirando con ojos de odio y desafío hacia lo alto de la ladera. —Es indispensable que no huyan. A lo peor se conectan con los indios del resto de la República y nos envuelven en una gorda… —concluyó el jefe. Metidos en una zanja que se abría a poca distancia de la choza de Chiliquinga un grupo de indios —estremecidos de coraje— pujaba piedras pendientes abajo. Y uno, el más viejo, disparaba con una escopeta de cazar tórtolas. De pronto los soldados empezaron a trepar abriendo en abanico sus filas y pisando cuidadosamente en los peldaños que ponían —uno tras otro— las ráfagas de las ametralladoras. Al acercarse el fuego, la imprudencia de las longas que acarreaban piedras fuera de la zanja les dejó tendidas para siempre. —¡Caraju! ¡Traigan más piedras, pes! —gritaron los runas atrincherados. Por toda respuesta un murmullo de ayes y quejas les llegó arrastrándose por el suelo. De pronto, trágico misterio, del labio inferior de la zanja surgieron bayonetas como dientes. Varios quedaron clavados en la tierra. —Pur aquí, taiticu —invitó urgente el hijo de Chiliquinga tirando del poncho al padre y conduciéndole por el hueco de un pequeño desagüe. Cuatro ru- 217 nas que oyeron la invitación del muchacho entraron también por el mismo escape. A gatas y guiados por el rapaz dieron muy pronto con la culata de la chola de Andrés, entraron en ella. Instintivamente aseguraron la puerta con todo lo que podía servir de tranca —la piedra de moler, los ladrillos del fogón, las leñas, los palos—. El silencio que llegaba desde afuera, las paredes, el techo, les dio la seguridad del buen refugio. La pausa que siguió la ocuparon en limpiarse la cara sucia de sudor y de polvo, en mascar en voz baja viejas maldiciones, en rascarse la cabeza. Era como un despertar de pesadilla. ¿Quién les había metido en eso? ¿Por qué? Miraron solapadamente, con la misma angustia supersticiosa y vengativa con la cual se acercaron al teniente político o al Tuerto Rodríguez antes de matarles, a Chiliquinga. Al runa que les congregó al embrujo diabólico del cuerno. “El… El, carajuuu”. Pero acontecimientos graves y urgentes se desarrollaron con mayor velocidad que las negras sospechas y las malas intenciones. El silencio expectante se rompió de súbito en el interior de la choza. Una ráfaga de ametralladora acribilló la techumbre de paja. El hijo de Chiliquinga, que hasta entonces hacía puesto coraje en los runas mayores por su despreocupación ladina y servicial, lanzó un grito y se aferró temblando a las piernas del padre. —Taiticu. Taiticu, favorecenus, pes —suplicó. —Longuitu maricún. ¿Por qué, pes, ahura gritandu? Estate nu más cun la boca cerrada —murmuró Chiliquinga tragando carajos y lágrimas de impotencia mientras cubría al hijo con los brazos y el poncho desgarrado. Nutridas las balas no tardaron en prender fuego en la paja. Ardieron los palos. Entre la asfixia del humo que llenaba el tugurio —humo negro de hollín y de miseria—, entre el llanto del pequeño, entre la tos que desgarraba el pecho y la garganta de todos, entre la lluvia de pavesas, entre los olores picantes que sancochaban los ojos, surgieron como imploración las maldiciones y las quejas: —Carajuuu. —Taiticuuu. Hace, pes algo. —Morir asadu comu cuy. —Como alma de infiernu. —Comu taita diablu. —Taiticu. 218 GALO RENÉ PÉREZ —Abrí nu más la puerta. —Abrí nu más, caraju. Descontrolados por la asfixia, por el pequeño que lloraba, los indios obligaron a Chiliquinga a abrir la puerta, que empezaba a incendiarse. Atrás quedaba el barranco, encima el fuego, al frente las balas. —Abrí nu más, caraju. —Maldita sea. —¡Carajuuu! Andrés retiró precipitadamente las trancas, agarró al hijo bajo el brazo —como un fardo querido— y abrió la puerta. —¡Salgan caraju! ¡Maricones! El viento de la tarde refrescó la cara del indio. Sus ojos pudieron ver por breves momentos de nuevo la vida, sentirla como algo… “Qué carajuuu”, se dijo. Apretó al muchacho bajo el sobaco, avanzó hacia afuera, trató de maldecir y gritó con grito que fue a clavarse en lo más duro de las balas: —¡Ñucanchic huasipungooo! Luego se lanzó hacia adelante con ansia por ahogar a la estúpida voz de los fusiles. En coro con los suyos, que les sintió tras él, repitió: —¡Ñucanchic huasipungo, caraju! De pronto, como un rayo, todo enmudeció para él, para ellos. Pronto, también la choza terminó de arder. El sol se hundió definitivamente. Sobre el silencio, sobre la protesta amordazada, la bandera patria del glorioso batallón flameó con ondulaciones de carcajada sarcástica. ¿Y después? Los señores gringos. Al amanecer, entre las chozas deshechas, entre los escombros, entre las cenizas, entre los cadáveres tibios aún, surgieron , como en los sueños, sementeras de brazos flacos como espigas de cebada que, al dejarse acariciar por los vientos helados de los páramos de América, murmuraron con voz ululante de taladro: —¡Ñucanchic huasipungo! —¡Ñucanchic huasipungo! Fuente: Huasipungo, en Obras escogidas de Jorge Icaza. México, D.F., Aguilar, 1961, pp. 229-243. Enrique Gil Gilbert (1912-1973) Nació en Guayaquil en un hogar de influencias sociales y políticas, de cuya orientación se apartó, en ademán de arrogante y juvenil entereza. Hizo estudios en el Colegio “Vicente Rocafuerte”, de su ciudad nativa. Su personalidad toda se vertió, durante un decenio fecundo, en el campo de las letras. Ese ejercicio y el afín de una cátedra de literatura absorbieron buena parte de sus singulares talentos. Pero los reclamos de la deprimente realidad de su pueblo no tardaron en atraerlo hacia el trágico círculo de las contiendas políticas. Tomó la divisa de los humildes, aun a riesgo de incorporarse a partidos de la extrema izquierda. Llegó así a representar a su provincia en el Congreso Nacional de 1944. Aquella denodada y en ciertos momentos aciaga vida pública no malefició el contenido de su obra literaria, como ha pretendido sospecharlo una crítica mal informada. Tampoco le sirvió a Gilbert para difundir lo suyo a través de los canales internacionales de la propaganda partidaria, como lo han hecho algunos intelectuales hispanoamericanos. En cambio —y tal ha sido el precio de su profesión política—, ha sacrificado condiciones admirables de escritor, dando un adiós acaso definitivo a cuanto poseía como realización y promesa en el campo de las creaciones narrativas. El nombre de Enrique Gil Gilbert comenzó a ser conocido en la literatura gracias a “Los que se van”, libro tripartito con narraciones de él, Joaquín Gallegos Lara y Demetrio Aguilera Malta. La capacidad de Gil Gilbert se descubría con mayor firmeza que la de sus compañeros. Probablemente sus ocho cuentos de esa breve pero augural publicación de 1930 eran no sólo la parte destacada, sino la que de veras preservaba el interés de la obra. Buen estilo. Naturalidad para descri- LITERATURA DEL ECUADOR bir y narrar. Acertado sentido en la composición de caracteres. Destreza en la combinación de ambiente y actitudes humanas. La presencia de un cuentista de vocación parece ahí cosa irrefutable. Poco después —en 1933— el haz de narraciones de “Yunga” vino a corroborarlo. Enrique Gil Gilbert ascendía a la posición cenital de los mejores relatistas hispanoamericanos empleando procedimientos similares, de incorporación de lo regional, de cruda revelación de los problemas de la masa rural y de los trabajadores. José de la Cuadra pudo decir entonces que el joven autor guayaquileño conocía bien la jungla. “La conoce —afirmó—, en cierto respecto, al modo bíblico. Ha habitado en ella. Ha convivido con ella”. De ahí que de sus cuentos se sintiera subir un denso vaho de verosimilitud. Muestra acabada en el género fue su novela corta “El Negro Santander”, que figuró entre las narraciones de “Yunga”. La plenitud del talento de Gilbert se dejó admirar por fin en el trienio de 1939 a 1942, con la publicación de sus dos novelas: “Relatos de Emmanuel” y “Nuestro Pan”. Esta última alcanzó resonancia internacional, pues que conquistó el segundo premio en el Concurso de Novelas Inéditas Latinoamericanas, convocado por la Editorial Farrar and Rinehart de Nueva York en 1940, a través de la antigua División de Cooperación Intelectual de la Unión Panamericana. El primer premio lo obtuvo la celebrada novela “El mundo es ancho y ajeno”, de Ciro Alegría. Abundan las razones que explican el éxito de las páginas de Gilbert. Sin embargo, la crítica continental no se ha interesado en conocerlas de veras, y sólo las ha comentado vagamente, repitiendo casi siempre juicios confusos y discutibles. Hasta hay un historiador de la novela —Zum Felde— que cita al narrador ecuatoriano llamándolo con otro nombre: Alberto Gil Gilbert. 219 Intentemos nosotros una apreciación de su capacidad novelística exponiendo primero nuestra opinión sobre los “Relatos de Emmanuel” (Guayaquil, Editora Noticia, Vera y Compañía, 1939). En ocho breves capítulos se contiene el extraño y atractivo ramaje de los episodios, que se ofrecen de un modo indirecto, a través de evocaciones promovidas en el alma de los personajes, de vuelcos introspectivos, de confidencias que se vierten en cartas y memorias. La acción ni el diálogo son lo preponderante, pues que ese plano está ocupado por el movimiento de la conciencia y las reflexiones individuales, monologadas. Para emplear ese procedimiento era indispensable un buen dominio de los recursos estilísticos. Sacrificada, en efecto, la capacidad magnética de los hechos físicos, de bulto, que atrae sin esfuerzo al lector común, el novelista se enfrenta a la necesidad de tornar igualmente sugestivo el mundo de los estados anímicos, de los acontecimientos puramente subjetivos e intelectuales. Y eso es imposible si no se cuenta con un lenguaje dinámico, claro y eficiente. Enrique Gil Gilbert dejó advertir en los “Relatos de Emmanuel” hasta qué grado admirable ejercía el dominio estético del idioma. En ninguna de sus obras —ni aun en “Nuestro Pan”— dio muestras de mayor limpidez, exactitud y expresividad de la frase. Ello podría explicarse como ejemplo de la asimilación cuidadosa de los maestros de la narración europea. El joven escritor, de veintisiete años de edad, ambientó inteligentemente los estilos extranjeros al medio costeño de su país. El resultado fue excelente. De la misma calidad que las páginas del excepcional José de la Cuadra. Por otra parte, en los “Relatos de Emmanuel” se usaron elementos técnicos que, en lugar de sufrir deterioro a través de los últimos decenios, han ido exhibiendo su renovada frescura, su permanente validez. Hay un 220 GALO RENÉ PÉREZ enlace sutil de los episodios, que se alcanza no por la acomodación externa de ellos, como en los argumentos tradicionales, sino por la iluminación sucesiva de los diferentes lados del poliedro espiritual de los personajes. De esa manera vamos conociendo las reconditeces de la vida íntima de Emmanuel, de su madre ilegítima, de su padre y de la viuda de éste, de Mara y de Marengo. Los trazos descriptivos de la figura exterior y del ambiente aparecen con un buen sentido de lo esencial, de la economía del detalle. La expresividad de las metáforas desempeña una función importante en eso. Tanto que el relato cobra en algunos momentos una fuerza poética irresistible. Se podrían reproducir aquí cuadros ricos de acierto por la firmeza descriptiva, por la fidelidad indiscutible, por la graciosa eficacia del estilo. Asimismo, a trechos, sólo a trechos, lo dramático de la acción y el ritmo animado del diálogo establecen un grado equilibrio con el rebuscamiento interior y la gravidez de las reflexiones. A ello hay que agregar, como recurso también de buena ley, la finura de la sátira. En un tono que no se descompone por la exasperación o el alarde retórico, se ensaya una crítica persuasiva de la vida social. Finalmente, para definir mejor algunos conflictos psicológicos, se usa con perspicacia el arbitrio de barajar las fronteras del sueño y la vigilia, de lo iluso y lo real. Enrique Gil Gilbert adoptó, en el desarrollo de su pequeña novela, un procedimiento ya conocido suficientemente: imagina que uno de los personajes —Alberto—, que es el que desenvuelve sus impresiones en todo el primer capítulo, publica las memorias de su hermano muerto —Emmanuel—, que corren desde la segunda parte hasta el final. Se creería entonces que hay una división precisa y tajante entre los dos momentos del libro. Pero no hay tal. Ninguna diferencia se pulsa en la forma de mirar y decir las cosas a que acude cada uno de los dos personajes. Y en ello hay quizás cierto desajuste de la técnica. En todo lo demás, incluyendo la denuncia del problema de los hijos ilegítimos y de las agonías y pobrezas de la clase media, lo que se admira es el talento de un verdadero novelista. Los “Relatos de Emmanuel” fueron inmediatamente seguidos por “Nuestro Pan”. Apareció esta obra en la Librería Vera y Compañía de Guayaquil, en 1942. Después se publicó en Nueva York, en versión inglesa de Dudley Poore, en 1943. Y más tarde en checo, 1951, y en alemán, 1954. La expresión “nuestro pan” tiene sentido especial. Se refiere concretamente al arroz, alimento básico de las mayorías en el país del autor. Y para que mejor se la comprenda, éste reproduce como epígrafe de su libro el siguiente decir popular ecuatoriano: “En habiendo arroz, aunque no haya Dios”. Enrique Gil Gilbert quiso, efectivamente, tomar aquel tema de “nuestro pan” para hacer la historia del cultivo de la gramínea, de su recolección y de su reparto, con todos los problemas políticos y sociales que se generan. Trató de ser prolijo. De no recortar inescrupulosamente el rico asunto. Empezó su narración con el viaje de los “desmonteros”, que van a desbrozar el campo en que crecerán los arrozales. O sea que el lector puede asistir al desarrollo de “nuestro pan” desde cuando éste comienza a mover la imaginación y la voluntad de los sembradores. Luego verá los esfuerzos de la siembra, los azares del cuidado, las agonías de la cosecha, los planes arteros y codiciosos del explotador, la decepción de los trabajadores, la mancilla atroz de la política, el hambre de las clases populares. Todo eso ha demandado al novelista una observación inteligente. Una experiencia personal directa. Lo advertimos en la “dedicatoria”, que nos hace recordar el acento lírico de “Don Segundo Sombra”: “A los arroceros con desigual fortuna, de LITERATURA DEL ECUADOR cuyo plato comí y en cuya casa posé; y que me han olvidado luego de contarme sus sueños, sus buenos días y sus malas cosechas…”. También le ha solicitado aquello una técnica cuidadosa, en que la lógica asegure con destreza todos los elementos de la urdimbre. La organización sencilla y consciente de los episodios, de esta novela telúrica del trópico ecuatoriano, que precisamente revela el dominio de Gil Gilbert sobre el género, vuelve fácil cualquier intento de recordar en forma sumaria el argumento. Este se ha vertido en cuatro libros. El primero de ellos muestra casi completo el desarrollo del asunto cardinal: aparecen los balseros empujando reciamente la embarcación a golpe de remo, como en las páginas iniciales de Doña Bárbara, pero aquí el escenario casi incambiable va a ser el del río y la montaña. Después empiezan a recortar su figura, de indiscutible dimensión humana, y con ese tejido complejo de lo que está realmente vivo, casi todos los personajes de la novela. El montuvio que mató a su mujer aturdido por los celos y el alcohol, y que anda huyendo de “la rural”; el tísico que se aísla de sus compañeros, pero que no puede abandonar su trabajo; los viejos desmonteros que no cesan de aplazar su desmedrada esperanza hasta la cosecha siguiente; el seductor que incita a fugarse a la mujer de formas elásticas y sensuales; las familias de los arroceros, que han llevado el hogar a la rusticidad de las pampas y que ambicionan cosas conmovedoramente humildes como compensación a la enormidad de sus sacrificios, y, finalmente, el explotador, que llega a ajustar las cuentas cuando el doloroso laboreo ha terminado. Una cadena de hechos, impresionantes por su fuerza de verosimilitud, se van ofreciendo en un relato dinámico, que tiene muchas páginas impecables, numerosos cuadros certeros. Van desde la siembra rudimental, que obliga al trabajador a hundir su cuerpo en el fango co- 221 rrosivo, hasta la cosecha, que convierte en llagas sangrantes sus manos afanosas. En el libro segundo se presentan las peripecias de la figura mayor de la narración, el capitán Hermógenes Sandoval. Es uno de los guerrilleros de Eloy Alfaro, viejo revolucionario y estadista ecuatoriano; de modo que se advierte que la acción de la novela se ubica decenios atrás. Hay breves pasajes épicos, pero en ellos se ha eludido inteligentemente cualquier escena que pudiera parecer folletinesca. Sandoval, tras la muerte de los caudillos liberales, encuentra hospitalidad en una hacienda costeña. Y luego consigue poseerla por la confianza que recibe del anciano propietario y por sus amores con la hija de éste, Magdalena. Ese dominio material sigue dilatándose hacia las tierras circunvecinas por la firmeza de su ambición y nuevas conquistas amorosas. A Magdalena le une, no obstante, una relación sentimental indestructible. Por eso, a pesar de no serlo, la siente como si fuera su mujer legítima. De ella nace su único descendiente —el doctor Eusebio Sandoval—, que va a completar la titánica empresa arrocera que organizó el padre en esas propiedades, y a permitir así el amplio desarrollo argumental de la novela. Es exactamente en el libro tercero donde se desenvuelve la aventura de este nuevo Sandoval, a quien se le envió de niño a un internado de la ciudad, en el cual sintió los tormentos del desarraigo y echó de menos la fuerte libertad de la naturaleza en que se había criado: “Las puertas de las casas de campo son puertas que llevan hacia el viento y los caminos”. Solamente un afán de ascensión económica y social —el deseo de unirse a María de Lourdes Santistevan Coronel, superando su condición de cholo— le llevó a doctorarse. Pero el reclamo de la tierra fue imperioso. Y volvió a ella, a entregarse a la empresa arrocera de que había sido testigo desde la 222 GALO RENÉ PÉREZ infancia. Modernizó el cultivo. Y la energía heredada del capitán Sandoval la convirtió en astucia de especulador. A su descontrolada ambición de enriquecimiento se debió la tragedia de muchas gentes humildes. Sobre todo, de grupos de indios atraídos con el señuelo de los salarios, que bajaban ala costa a morir lentamente: nuevos mitimaes que soñaron en vano retornar “a la parcela de la vertiente andina para sembrar su propia cebada, su propio trigo, sus propias papas, su propio maíz”. El cuadro trágico de José Aucapiña es de una verdad desgarradora. Y las actitudes y reacciones de los indios se han captado con perspicacia y fidelidad. En el último libro la novela tiene una culminación técnica y estética de primer orden. Es completamente injusta la apreciación de ciertos críticos extranjeros que aseguran que allí la obra se descompone en un alegato político, propio de la condición partidaria de Enrique Gil Gilbert. Con el triángulo amoroso de Eusebio Sandoval, su mujer María de Lourdes y el amante de ésta, Antonio Chiriboga, y con la seducción política ejercida arteramente sobre estudiantes y obreros, se presenta en aguda sátira, de modo simultáneo, la infidelidad conyugal de las clases altas y sus hábitos corruptores de la vida pública ecuatoriana. Está perfectamente denunciada la aflictiva condición de un pueblo de parias frente a esas tropillas de políticos que se suceden en el poder usando toda clase de sofismas. Hay, a lo largo de la novela, un buen equilibrio de acción y de revelaciones psicológicas, de gravitación de lo telúrico como de los problemas sociales. Además, se produce sin esfuerzo el enlace de los elementos de la realidad exterior con los del mundo anímico de los personajes. Quizás, a veces, el intento descriptivo se muestra recargado y moroso, pero de ello nos compensa un estilo por lo común fluyente y socorrido de verdadera poesía. LADERAS, ESPERANZA Y RIO I Humeaba la choza. Estaba envuelta en humo azul. El perro bostezaba tendido junto al poyo. La leña de eucalipto crepitaba y perfumaba al quemarse. Y no era solamente el humo, sino la tenue neblina. Y abajo el valle, hondo, parchado de colores. José Aucapiña contemplaba el hogar, levantado sobre el piso. La olla no era ya de color rojizo. Estaba negra y mantecosa. Y negro todo el interior de la choza. Se rascaba cruzando la mano por todo su pecho para alcanzar el costillaje. Alborotosa, la gallina corría por todos lados. El valle era hondo, infinito hacia abajo. Sin embargo, era menester bajar más para llegar a la costa lejana. Y allá, entre la selva apretujada, más cerrada aún que las yunguillas, el calor dizque era una cosa densa que apretaba hasta hacer polvo los pulmones. Habrían culebras, animales sin pies, arrastrados, pero cuya mordedura mataba tan rápido como un rayo. Abandonaría esta tierra. Esta choza cobijada en la gran alforza de este cerro cuya cabeza solía generalmente curiosear las entrañas de las nubes. Restregaba entre sus manos polvo de esta tierra. Apretábalo compenetrándolo en sus poros. Dejaría a la Rosa vieja. Habíale hablado Saquisay. Pálido, recién llegado. Vestido de pantalón y saco. Con corbata de tres colores. Enzapatado, con calzado blanco de lona y suela de caucho. —Ajujuy! Vieras nomás. Pagan buena plata los monos. ¡Allá sí que se puede guardar! Y el Guayas grandazo. No hay río como ése. Y más. Las noches ventosas de octubre. Con frío casi serrano. Cundidas de luz y gente. Las calles anchotas como el río, con agua de gente. Como en la repunta de las mareas, remolinos y corrientes encontradas. Y bulla. Eso era para hacer plata y para gastar y guardar! ¡Ajujuy! Más, dejar todo esto. Los cerros medio rojos, medio verdes, medio amarillos, limitados de nubes y eucaliptos. Estas casas escalonadas. Estos embudos de paja. Aquí dentro el poncho, la cebada, la beta. La vieja que rezongaba. LITERATURA DEL ECUADOR —¿Qué es, pues? Aquí también hay plata. Nunca nos hemos ido y no nos hemos muerto de hambre. Junto a la yunta te habís criado… ¿Qué vas a buscar allá, pues? ¡A hacerte mono tísico! Incontenible, la voz monótona, alternaba el castellano con el quichua. José Aucapiña no movía la cara. Sus ojos bovinos parecían no mirar, no ver. La cabeza inclinada como la de los bueyes bajo el peso del yugo. Las manos caídas entre las piernas. También un poco cundido de neblina. Gimoteaba la vieja sentada, con una pierna recogida, doblada hasta tener la rodilla cerca del seno guindante y escuálido. Hilaba lana. —Como si esta tierra no fuera de cosechar. ¿Qué es, pues, lo que buscáis en la ciudad? Animales malos. Pobre runa. ¿A quién conocéis allá? ¿Dónde vais a llegar? ¿Con qué plata vais a comer? El camino polvoso y torcido en ladera, declinante hacia el camino de hierro, pasaba cercano a la casa. Trajinado de indios embutidos en largos ponchos. Inclinados, rojos, grises, verdes, bajo el peso de los fardos, con la cabeza agachada, a su trote rítmico, invariable, incansables, venían de largas distancias con rutas hacia los pueblos cercanos. Abriéndose humildes del camino para ceder paso a los caballeros, que de poncho, zamarros y espuelas, pasaban levantando trombas de polvo. Y el trote de los indios y el camino y la oferta contada de ganar dinero, mucho dinero, lo atraían a pesar de las lamentaciones de la vieja Rosa y del ambiente de la choza en que había vivido desde que naciera y del solo horizonte recorrido por las nubes y por los eucaliptos que viera en toda su vida. II Apretadas como si estuviesen encogidas de frío, las casitas del pueblo gris hacían ronda a la estación y a las líneas férreas. Desde mucho antes de la llegada estaban algunas vendedoras con los huevos duros acomodados en bateas grandes. habían matado el chancho la tarde de la víspera y ahora se apresuraban aliñándolo. La fritada esparcía su olor rumoroso por las calles sucias y torcidas. En los poyos de piedra, grandes y yuros, se molía apresuradamente el maíz para la masa de las empanadas. 223 Seguido de un perro flaco, cansado de beber agua de acequia, Andrés Quishpe deambulaba por la calle. Unos chicos barrigones se hurgaban las narices parados y quietos junto a las puertas grandes de los corrales. Manchados en la cara de mocos y tierra, tan quietos, no se moverían por nada. Bajaba desde la cordillera aire helado, cortante como hoja de acero. Transitaba por las calles del pueblo levantando polvareda de arena, llevándose hojas secas que raspaban sobre las piedras sacadas del río para evitar el lodo. Quishpe miraba todo. Ya no olvidaría jamás la facha del pueblo. Era negro. Calles, casas, horizonte de humo. Ponchos rojos ennegrecidos. Y techos de tejas ahumadas. Caminaba por las calles con su hato a la espalda. Lentamente. Un yaraví tocado en pingullo era como su alma. ¿De qué tierra venía esa música de pena, como un llanto? La llevaría consigo para siempre. Y no lo sabía. Pero estaba en él como la sangre. —Oyes Quishpe andan enganchando gente para la costa. El Romualdo Acosta ha venido anteayer nomás. Y en la casa de la chola Teresa, parado en la puerta: —Tres cincuenta con comida. Cuatro sin comida,. si tienen amigos, traeráslos. —Pero allá da el paludismo. —No seas pendejo, runa. Buena plata te has de meter. Poco tiempo de trabajo y ya tienes hartote… —Es que aún tengo deuda con el patrón Holguín… —Yo te embarco en el tren sin que nadie te vea… —Avisarán al político… —No hay cómo te cojan… Y se quedó de pronto quieto como un eucalipto sin viento. Sobre la ladera cercana había aparecido el convoy. Largo, rematado en la cabeza por la máquina bufante, empenachada de humo. Pitando. Estridente alarido repetido y alargado en los ecos de los cerros. Revoloteaban los gritos y las gentes que ofrecían sus ventas. Corrían las vendedoras con sus chillidos y los ojos despavoridos. Los muchachos metiéndose entre los cargadores presurosos. Acosta lo empujaba a la escalerilla del vagón de carga para que trepara al techo. Los pies de otro que iba delante suyo. Y los cabezazos y manotones del apurado que 224 GALO RENÉ PÉREZ lo seguía. Agrupados, en el techo, ardiéndoles los ojos por el humo de la locomotora, teniéndose con las manos fuertemente de unas varengas para no caer con los vaivenes, silenciosos, asombrados ante el paisaje vertiginoso que huía, ensordecidos por el rugir de la máquina. Un viento fuerte gritaba y golpeaba sobre sus caras abriendo grietas finísimas en los labios. Lo ayudaba la arena del camino. ¿Y el pueblo? III El alarido del chico, hipando inconteniblemente, rechazando la teta rematada en lila; el traqueteo del carro; el polvo adentrándose por la única puerta semi abierta y deteniéndose a dar vueltas por todo el coche haciendo una nube densa que se acostaba muelle y silenciosamente sobre todas las cosas, fastidiaban. La noche que era compacta fuera del carro, se hacía un bloque inviolable en su interior. Hacía mucho tiempo que había visto a manera de relámpago el último destello rojo cristalino del sol empinado forzadamente tras las cabeza de los cerros. Y hacía mucho tiempo que el frío había desaparecido. En su lugar entraban vaharadas de calor espeso. Era la Costa Entraba por la puerta un sopor cáustico. Se imaginaban que el tren horadaba un túnel de gelatina caída. A pesar de la velocidad entraba muchedumbre de animales pequeños. Los mosquitos atacaban con su puyas. Dejaban escozor en la piel y sentían las ronchas grandes, levantadas en los brazos, en la cara. El chico berreaba inconteniblemente. Venían desde la tarde metidos. Eran seis de familia y otros más. Los centros de las mujeres aumentaban el calor. Abigarrados, llenos de color en sus vestidos, sudaban. Se hinchaban por el calor. Amontonados juntamente con la carga. Temerosos de que los bultos cayesen el rato menos pensado. Había un olor insoportable a excremento humano. El mosquerío había invadido el departamento. —Hay un rico de Guayaquil que necesita harta gente. Está pagando buen diario. —¡Más que! No tenemos plata para el viaje. —El da todo. —¿Así nomás? —Claro que después descuenta. —¿Y la mujer y los guaguas? —También podía llevarlos. La Rosario Zaquizalema había contado que ella fue con su marido. La Costa era tan rica que daba trabajo para todos. Sabiendo hacer chicha y tortillas, las mujeres no eran carga pesada porque ayudaban a los maridos a hacer plata. Ella había ido en una soga que hicieron para hacienda de cacao. Pedro Yanuncay pasaba horas y horas mirando ese huasipungo en que trabajaba. —Muerto patrón Gutiérrez, los hijos que viven en París quieren vender. —¿Más que sea a los aparceros? —Aun siendo. Bajo la noche clara de luna, sentado a la puerta de la choza, miraba la parcela. La Nati se movía adentro en sueño intranquilo. Un perro distante ladraba con el hocico alzado hacia las nubes. Oía los movimientos del guagua despierto. Clocleaban las gallinas. Y enverdecida de luna, la siembra de cebada se movía. Inclinada en la ladera, amarilleaba verdosa, susurrando, mientras el viento le pasaba la mano sobre el lomo como a perro. Olor de fogón y de mujer dormida salía de la choza. ¿Si pudiera comprar la tierra? —Yo me fuí nomás con el difunto que Dios tenga en su gracia. Allá la plata corre. Parece río. Aquí, ¿cuándo? Iráse nomás con mujer y todo. Ella ayuda. Para el sábado hace chicha empanadas, fritanga… El sembrío de cebada ondulaba, meciéndose como los follones de las cholas. Se hundía zalamero como lomo de perro guardián saludando al dueño. Por eso venía. Con mujer, hijo y todo. Nada más que el llanto de la criatura, ya fatigada, y el monótono resonar de las ruedas turbaba el silencio pesado que les obligaba a dejar laxas las caras abotagadas. El cansancio y el estropeo del viaje les había adolorido el cuerpo, pero ya ni siquiera buscaban la manera de acomodarlo para que descanse. Un sueño que hinchaba los párpados los hundía, ausentándolos del viaje y de sí mismos. 225 LITERATURA DEL ECUADOR En la sabana nivelada el tren corría velozmente. Los carros se balanceaban a manera de balandras. Y la noche se ceñía a los costados del convoy, densa, negra, espesa de mosquitos, calurosa. IV Al detenerse, desde el vagón de segunda, pudieron ver un pueblo de luz mortecina. Casitas elevadas sobre pilares largos y flacos. Hechas de cañas. De carrizos. Tapada con pajas. Desvencijadas. Por los intersticios se colaba luz amarillenta y movediza de kerosene. El carro apestaba a sudor. Venían aglomerados y con ropa gruesa para cubrirse del frío mañanero de la Sierra. Las voces de los montubios resultaban curiosas, con su hablar desleído y cantado. Parecía que las palabras se quedasen a medio decir y que alguna cosa impidiese pronunciar totalmente las letras. Las caras que se juntaban a lo vidrios de las ventanillas eran pálidas, de color aceitunado. Ojos brillantes y de mirar duro. Labios gruesos, y al reír desdentados; las bocas eran como ventanas de rejas. Aparecían mal encarados con los mechones zambos o lacios caídos sobre la faz. ¡Los montubios! ¡Los negros! María de Jesús Nacipucha, arrebujada en su pañolón, haciéndole fiero al calor, tapada hasta la mitad de la cara, comenzó a tener miedo. Venía sola. En Guayaquil la esperaba una tía. Le tenía conseguido puesto para que trabajase en una fonda, de moza. Los montubios y los negros con las gentes que hicieron la guerra de Alfaro. Solían llegar a los pueblos serranos montados en caballos arrebatados en las haciendas comarcanas. A galope tendido entraban disparando al aire sus revólveres. Masones y sacrílegos. Hambreados de hembras. —Venga hijita para que sepa lo que es un macho. —¿Dormimos en la Iglesia esta noche? —¿Dónde esconden al curita para dejarlo de padrastro? O eran maleros, macheteadores y ladrones de ganado. Gentes que mataban porque sí. Tan asustada estaba que se fue arrimando al que viajaba a su lado. Y se encontró con la risa ingenua y curiosa de Pedro Camacho, que vestía de saco y pantalón. —¿Les tiene miedo? Bulliciosos nomás son. —¿Ha venido usted ya antes? —Puuuu… Como seis veces. Casi me he hecho mono… La tranquilizaba su manera de ser. Sus labios enrojecidos y gruesos, la risa amplia y el modo delicado y gentil. —¿Dónde va a llegar? —Me espera una tía… Al reemprender su marcha el convoy conversaban como antiguos conocidos. Camacho hacía valedera su experiencia. Al principio no se acostumbraba. El calor es mortificante, en especial desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Pero luego hacía viento. Claro, que también, en ocasiones, tibio. Y el agua no quitaba la sed, caliente y espesa. Se hinchaban los pies y las manos. Y se ríen del color, que se arrebata hasta el rojo intenso, y del modo de hablar. Pero pocos eran los que molestaban con lo de serrano. Si viera, casi toda la gente del pueblo eran serranos… V Abajo, la hondonada profunda. Los arrieros fustigaban las mulas, que, aunque acostumbradas, estaban reciamente temerosas de lanzarse al chaquiñán, que atirabuzonado, igual que un serpentín de alambique, se metía sierra abajo, camino de la costa. El jefe de los arrieros, maldiciendo a las bestias, se persignó con el rebenque recogido, y rezó. Aquella escalera peligrosísima hacía esguinces al borde el precipicio. Se arremangaron hasta cerca de las rodillas los pantalones. Y comenzaron la bajada, a pie. Tanteaban el piso lodoso. Antes habían asegurado bien los hatos sobre las espaldas. Eran diez. Venían del Sur. Siempre para las cosechas necesitaban gente en la costa. Los montubios son alzados y estaban emigrando a las ciudades. Necesitarían hombres. Y ellos venían. Mientras descendían, comenzaban a encontrar la Costa. Los cantos de los pájaros. Habían caminado ya diez días. Informados por los arrieros reacios a conversar. —¿Será fácil hallar trabajo? —Umjú! Fregada es la cosa… Mientras bajaban ascendía a ellos olor de otra tierra y de otras plantas. —Cuidado, no se acerquen a ese plano porque las hojas destilan una leche que quema. 226 GALO RENÉ PÉREZ Alguna vez creyeron verse entre la tupida hojarasca rastrero deslizarse de ofidios. El viento se había quedado arriba, en las montañas que ahora se recortaban sobre el filo blanco de las nubes lechosas. —¿Con cuánto diario se puede vivir en la Costa? —Eso depende… según la vida que quieran darse… Y bajaban. El piso era cada vez menos pedregoso. Las mulas se arqueaban en prodigioso equilibrio. Rodaban con las cuatro patas juntas y el rabo entre las piernas. Los arrieros no caían, pero ellos habían menester cogerse del piso con pies y manos. —¿No será difícil encontrar trabajo enseguida? —Ahora están bajando por el tren gentes por cuenta de los mismos gamonales… Zancudos comenzaban a llegar en la solana restallante. Había arboledas tupidas de grandes hojas pendientes hasta el suelo. Al comenzar la noche se distraían con el vuelo de los cucuyos. Inusitado era mirar las luces volantes tan dispersadas y tan numerosas. Pero el temor de las alimañas. —¿No hay peligro de tigres? —Esos andan en las montañas. Raramente salen a los caminos… —¿Y las culebras? —Nosotros no somos crianderos… El apretujamiento de las gentes en este vapor siempre estrecho para el pasaje, los gritos de los cargadores y de los estibadores, los empujones, el cansancio, el calor, los atontaba. Quedaron arrinconados, entre sus bultos. Al iniciar el balance de la nave se intranquilizaron. Alcanzaron a ver el mar movedizo y luminoso, como si anduvieran candelillas en él. Y después, el sueño. IX Chatos, rojos, abotagados por el calor, subían uno a uno. Las caras mantecosas. Los ojos de fiebre. —¡Los longos son antipáticos! —No tanto. ¡Pobres longos! Jadeaban aplanados. Acesaban. —El calor los mata. —A nosotros nos achata el frío. Pío los miraba. Sus párpados se contraían; ajustaba los dientes y las mandíbulas se endurecían. ¡Longos! Cuando en Esmeraldas peleaban, eran longos los que mataban negros. Los vio también sudorosos, junto a un fusil. Eran esos ojos quietos, hondos, como ojos de muerto, como boca de fusil. Ráfagas olorosas de mangle asoleado bejuqueaban. Y el Rauta, ancho, bajaba callado, broncíneo, ahuecándose a cada curva en un embudo enorme. Se veía el viento, más acá del sol, sobre los árboles, temblando como la evaporación. Un longo joven vio una culebra. Sintió frío, le tembló la quijada, se recogió contra sí mismo. Pasaba, larga, resbalosa, indiferente. Cerró los ojos se remecía, tan rápido, que no se sacudía. La piel debía ser fría, como mano de muerto. Y dizque mata la mordedura en horas, de arrojar sangre por todos los poros. Jaramillo los ordenaba: —Allá, ustedes, los sin mujer. Pío mascaba tabaco. Ha visto al joven asustarse de una culebra, y ha rajado su boca en desdén. —¡Flojo!, ¡mi muchacho es más valiente! —¡Un permisito! La luz del día comienza a cerrarse como un paraguas, lentamente. La voz de Toño salta de una talanquera, con el torcimiento de una guitarra, con borrachera de lejanía, tambaleándose de tristeza. Ya va cayendo la tarde juntamente con el sol. Así se me van cayendo las alas del corazón. Han pasado los últimos longos. Fueron mujeres con maridos. Mujeres a las que les temblaba la cadera maciza bajo el follón. Jaramillo las vio, con la misma cara con que veía todas las cosas. Y sin embargo, ahora, que ya se habían ido, se le metía por los ojos el recuerdo de un pecho rojizo, fuerte, duro, cimbreante, distinto de la piel elástica de las cholas de junto al mar. —Mucho longo, ¿no don Jaramillo? —Es que son más baratos que nosotros. —Y el costeño siempre tira a bravo. —¡Pero cuando se levantan las indiadas! Pío no cree. Los longos son cobardes y traicioneros. —No es cierto, Pío. Usted, porque los morenos no los quieren. LITERATURA DEL ECUADOR —Usted es Guayaco… Y la sonrisa incisiva del negro lo corta bruscamente. El vuelo de puñetazo de los murciélagos rompe el lila de la noche iniciada. X —El José Aucapiña dizque se vino en canoa. —Así, pues, fue. Casi mismo me da vómitos y otras cosas. Viera nomás lo que es estar metido horas y horas en eso estrechito, donde no se puede estirar las piernas si al meterse las encogió. Viera nomás. —Ni que fuera tan fiero. Ele vé los montubios como vienen con familias y trastos. José Aucapiña estaba sentado sobre la tierra dura, sartenejosa. Miraba el río correntoso, cundido de palos. El campo sembrado de janeiro cerca de las márgenes, haciendo malecón de yerbas. Y su vista alcanzaba a ver los inmensos sembríos de arroz. Oía cantar las muchachas costeñas tras las paredes de caña, ya sin verdura, color de hueso. Atendía el grito de los pajareadores. ¿Cómo era que esos muchachos andaban, aún de pies, en canoas tan pequeñitas cuyos bordes rasaban el agua? Era menester confiar en los propios ojos para creerlo. Se atosigaba con las vaharadas de la montaña. Se allegaban pertinazmente los acres olores. Olor de árbol en celo. De tierra fecundada. Hojas rajadas humedecían los troncos y el polvo esperjeando su hedentina cáustica. De los barrancos ascendía el picante olor de los mariscos. Almizcle de pescados. ¿Cómo era que la montaña de la otra orilla se movía toda? Verde, prensada, se estremecía, ondulaba. Como una negra que bailara el torbellino. Los negros y la montaña saben moverse como el mar, saben estremecerse. Pero todo esto marea. ¡Y el viaje anterior en canoa! Si las hormigas no pasearan tan a menudo por el suelo que su cuerpo ensombrecía, se hubiese acostado a dormir. Pero los insectos… Desde el arrozal también se divisaban las casas de la orilla. El José Aucapiña trabajaba metido en el lodo. Más que en el lodo era en candela. Si alguien soportara el meter los pies en la ceniza recién quitada del fuego, esto sentiría. Grasa caliente, quemante; polvo cáustico, envolviendo los miembros y adentrándose en la piel. El agua caliente y hedion- 227 da, removida y lodosa bailando por sus canillas, pringando su ardentía hasta los muslos. Una cordillera de hinchazones lo cubría. Los mosquitos hacen fiesta en la carne serrana. Levantan ronchas grandes. Su comezón es intensa y continua. Se rascan los cordilleranos desesperadamente, sacándose la piel, haciéndosela llaga. Malo para trabajar en los desmontes que viven en aguatales. Al remojarse en el líquido sucio absorben los bichos de la podredumbre. Comienzan las llagas a crecer, abriéndose campo entre la carne, en lagunas de carne blanca siempre capaz de desgajarse, de ahondarse. ¿Para eso vino? Sin embargo, bajo la carne llagada, bajo la piel que inauguraba su nuevo color pálido, en la sangre corretea la esperanza. A la hora del sopor cerraba los ojos y ensoñaba. A la hora vertical de un día sábado formaría cola ante la oficina de la Hacienda. Escucharía la voz monótona y dura del pagador. —Jorge Pincay… —Aquí. —Seis días, diecinueve sucres; cuenta de comida en la tienda, doce; abono a la cuenta, tres. Recibe cinco sucres… Manuel Balladares, mozo. —Aquí. Y luego el grito con su nombre, descontando nada más que lo de la comida en la casa grande. guardaría las monedas. Porque cambiaría todo lo que fuese billetes, que son propensos a hacerse polvo, a ser devorados por los animales. Guardaríalas en una bolsa de fuerte bayeta tejida por la Rosa vieja. Y comenzarían a amontonarse. ¿Qué importaban las charras y los mosquitos? Crecerían las monedas, plateadas, brillantes; como esta agua caliente y pudridora. Salpicadoras, no de ardentía para abrir charras, si de llaves para los caminos. Para los pedregosos caminos serranos, polvosos y torcidos, trepadores de laderas, trajinados de indios. Como un camino, el primero que conociera, alejador de su casa y su vieja, acercador de la fortuna. Tres días de trabajo, nueve monedas de a sucre; nueve, relucientes y sonoras. Engarfiado al desmonte, a pesar de que el paludismo comenzaba a retenerlo en la Costa, carta de naturalización para la sangre, sentía que al correr los días y crecer las monedas, se iba para siempre a su tierra, se acercaba más y más a la parcela de la vertiente andina para sembrar su pro- 228 GALO RENÉ PÉREZ pia cebada, su propio trigo, sus propias papas, su propio maíz… Fuente: Enrique Gil Gilbert, Nuestro pan. Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito. Capítulos I, II, III, IV, V, IX y X, 1976. Joaquín Gallegos Lara (1911-1947) Nació en Guayaquil y en la misma ciudad murió tras una vida desasosegada y triste. Perteneció a una familia pobre. Su formación intelectual fue sobre todo la de un autodidacto. Leyó abundantemente. Frecuentó las literaturas del mundo entero. Amaba a los clásicos tanto como a los modernos. Conocía a los autores franceses en la lengua propia de ellos, que había llegado a dominar. Y no era que disponía de medios adecuados para consagrarse a ese linaje de labores. Ni menos. Lo que ocurría era que el desventurado joven estaba condenado a las cuatro paredes de su habitación porque no podía moverse: había nacido con una deformación que le impedía caminar. Sin embargo, las necesidades del sustento y una amorosa ansiedad por las cosas que contemplaba desde su miserable bohardilla le lanzaron un día hacia las calles. A espaldas de otro hombre, que fue como usualmente recorrió todos los sucios y descaecidos rincones de la gente humilde, y como, en momentos de dolor colectivo, se hizo presente en las barricadas, convertido en un combatiente más. Su amigo José de la Cuadra ha evocado fugaz pero expresivamente algunos aspectos de esa zarandeada y generosa existencia. Ha aludido a los trabajos fatigosos de Gallegos en un camión que acarreaba cascajo de las canteras cercanas al puerto. Ha hecho referencia a los contactos que aquél buscó fervientemente con el pueblo montuvio, “gentes de veras”. Ha recordado su desplazamiento a la ciudad de Cuenca, en donde se había asombrado de los trágicos esfuerzos del campesino serrano que había tenido que cargar sobre sus hombros, hacia las alturas, muebles, coches, pianos: “todo este lujo macizo —dice De la Cuadra— ha venido sobre la espalda corvada de los indios, por los escarpados senderos”. Alrededor de esa dramática realidad, anunció Gallegos su novela “Los guandos”, que desgraciadamente nunca logró elaborar. Tampoco consiguió entregar al público otra larga narración —”La bruja”— sobre los problema de los sembradores de cacao, algunas partes de cuyos originales parece haber conocido José de la Cuadra. E igualmente jamás recogió su producción dispersa, que había publicado desde los años moceriles en libros y revistas. A Joaquín Gallegos Lara se le había venido apreciando a través de esa desordenada difusión de sus cuentos y de la parte que le correspondió en el libro titulado Los que se van. Pero sí se considera con atención, ninguno de sus relatos breves, incluído “El guaraguao”, que es el más sugestivo, alcanzó los atributos de su única novela conocida: Las cruces sobre el agua. La iniciación de Gallegos fue, sin duda, precaria y vacilante, como no la había sido la de sus compañeros. Se apasionó por los temas del pueblo costeño, pero le faltó la maestría de De la Cuadra y de Gilbert para no despeñarse en la truculencia ni en las debilidades de la técnica y el estilo. El dominio narrativo le vino con la madurez. Se lo admira en su novela, que de veras le da derecho a una posición muy destacada en la literatura hispanoamericana. Hemos dicho que el caso personal, íntimo, de Gallegos Lara fue, sin duda, trágico. Su figura física era incompleta. El cuerpo, con su impresionante defecto ingénito, mostraba una especie de raigones flotantes en vez de las piernas. Pues bien, aquel hombre atormentado por su monstruosidad corporal no se resistió a introducir en su novela Las cruces LITERATURA DEL ECUADOR sobre el agua una figura de fenómeno: la de Malpuntazo, zaherida y befada por su propio autor, como en desahogo de odio a la imperfección personal que veía en sí mismo. Pero, algo difícil de entender, la desventurada condición de Gallegos no le privó, a pesar de todo, de la capacidad de sentir fielmente la realidad del hombre común: aquí vale decir entero. Múltiples experiencias, y sobre todo las que demandan una naturaleza plena, vigorosa, móvil, y aun bella para sus alardes amorosos y heroicos, parece que hubieren sido captadas por él no sólo a través de una observación diligente, sino de la propia vida. Porque los personajes de Las cruces sobre el agua alientan y trajinan por el libro henchidos de euforia, de brío, dejando sentir sus actos como algo verdadero y persuasiva. Más que el trasunto de lecturas y de observaciones perspicaces —que sin duda lo hay—, se adivina en todo ello una intuición penetrante. La obra, varias veces reeditada, se publicó en Guayaquil, en la Editorial A. G. Senefelder C.A. Ltda., en 1946, con portada de Alfredo Palacio y 7 grabados de Eduardo Borja I. El novelista quiso tomar como soporte de ella un hecho de la historia del puerto guayaquileño: el levantamiento popular del 15 de noviembre de 1922. Que tuvo un corolario sangriento. Entre los rebeldes sacrificados por las balas oficiales estuvieron los panaderos. Los angelicales obreros del pan de cada día. Y sobre todo uno, cuyo nombre preside aún las tahonas cálidas de la alborada: Alfredo Baldeón. El novelista se propuso evocar ese acontecimiento y la vida misma de aquel hombre humilde y generoso. Pero advirtió que le era indispensable reproducir también la atmósfera en que exuda su existencia el pueblo de Guayaquil: la del barrio pobre. La fuerza de su narración debía proceder de los manaderos de la realidad. Tenía que eludir las fáciles imágenes con que se acostumbra de- 229 formarla. Y, no obstante, convertirla en materia novelable. Ensayó entonces un estilo harto apreciable. Fruto de su sensibilidad del medio ambiente y de la aptitud expresiva de su lenguaje para la traslación de tal experiencia. Quizá no se ha escrito una novela que presente como Las cruces sobre el agua, con nitidez igual ni tan conmovedora poesía, la vida del pantano, que es la del suburbio del puerto de Guayaquil. Pero en la composición de los cuadros de Gallegos Lara se pulsa, no el desamor ni el desdén a su tierra empobrecida, asiento de la enfermedad, el hambre y el fracaso, sino una tierna y ansiosa preocupación por ella. De ahí que el protagonista Alfredo Baldeón, tras deslumbrarse con el esplendor de la ciudad extranjera que ha visitado, busca el reencuentro con su barrio humilde, como un Ulises nostálgico que “no menospreciaba lo suyo: estas cañas y estos lodos!”. Hemos dicho que el punto central de los episodios de Las cruces sobre el agua es la represión sangrienta por el ejército de los centenares de gentes que salieron a las calles de Guayaquil en defensa de sus derechos. Pero tal acaecido, que Gallegos Lara describe con firmeza de buen narrador, no disminuye la importancia de otros asuntos del argumento, entretejidos de modo que se tenga una impresión de la atmósfera social y de las interioridades de varios de sus personajes. Con ello se enriquece el curso narrativo, y se lo extiende hacia campos diversos que, cuando menos, evitan el riesgo de la monotonía. Así el lector puede descubrir el drama de los trabajadores y su hogar miserable, o contemplar de desigual fortuna de la clase media, cuya condición es más o menos la misma en muchas ciudades de nuestra tiempo. Comprende, además, los móviles de la intranquilidad popular. Siente la desesperanza a que conducen los fracasos, la agitación frustrada de toda esa muchedumbre de desposeídos. Observa, por 230 GALO RENÉ PÉREZ otra parte, a través de la figura cardinal de Baldeón, cuadros fugaces de las guerrillas de los negros de Esmeraldas, promovidas por los caudillos liberales y cuyo tema ha sido ya incorporado a varias narraciones del litoral ecuatoriano. Toda esa pluralidad de hechos ha sido ordenada con destreza. Se puede decir que hay un haz casi homogéneo, sostenido en su mayor parte con mano firme, de novelista que acierta a responder a las exigencias de la técnica. Los casos en que se percibe la falta de ensamble entre los asuntos, el rompimiento de la unidad a veces brusca y desconcertante, no son frecuentes. Se los encuentra quizá en el capítulo IV, de “Los apuros de Mano de Cabra”, y en el VIII, de “Los barrios silenciosos”. Y parece entonces que el autor se da prisa en repartir los trazos, en acudir al empleo de manchas impresionistas, que se muestran más apropiadas a la naturaleza del cuento que de la novela. Tal arbitrio no deja de ser discutible y revela un aflojamiento del esfuerzo de composición. De igual modo, es poco suasorio el afán de introducir personajes que incomodan en el desarrollo normal del argumento, y cuya presencia sólo hallará justificación en episodios posteriores, ya bastante desconectados de los primeros. Esa misma inestabilidad, o vacilación de la unidad, acusan los saltos que da el relato del tema de Alfredo Baldeón al de Alfonso Cortés, que es otra de las figuras centrales. Hay, en efecto, un enfoque alterno sobre la trayectoria de éstos. El novelista dirige su espejo móvil ya a las acciones y los juegos anímicos de Baldeón, ya a los de su compañero Cortés. Ello acaso se explica a través de una razón: el primero encarna el coraje, la altivez, la bondad, la resistencia temprana para los trabajos: en fin, una suma de virtudes que no demandan el apoyo de una formación intelectual, y que precisamente acentúan su condición popular. El otro tiene, en cambio, sobre sus atributos ingénitos, la influencia de la cultura que ha adquirido no sólo en las aulas del colegio, sino en la atmósfera de la clase media a la que pertenece. Alfonso Cortés viene a ser, de este modo, el hombre de reflexiones y juicios en que necesitaba desdoblarse el novelista para su crítica de la sociedad y de los antecedentes que generaron el movimiento trágico del 15 de noviembre de 1922. No obstante esta resquebrajadura de la unidad del relato, se aprecia en la generación de los caracteres de Baldeón y Cortés la fuerza y la habilidad de un buen creador. El interés de la vida del primero no amengua el de la vida del otro. Caído ya entre las balas del ejército el héroe-panadero Alfredo Baldeón, la novela se extiende un poco más, alimentada por los hechos posteriores de Alfonso Cortés. Pero aparte de las dos figuras mayores, hay un conjunto humano que pasa por los capítulos de la obra marcando bien su huella. Se cree palpar a cada personaje como si fuera un ser viviente y cercano. Lo admirable es que en la mayoría de tales creaciones no ha habido necesidad sino de pocos trazos vigorosos, que llevan en sí el ademán de la existencia verdadera. El padre de Baldeón, y Victoria, la hermosa joven blanca que el rapaz, con ojos enamorados, veía pasar no lejos del tremedal de su covacha, y la infantil pandilla del barrio, y las Montiel, y el desventurado panadero de Puerto Duarte, y Violeta, y la familia de Alfonso, todos descubren la capacidad definidora y el calor vital que animaban la pluma de Gallegos Lara. Pero en ese campo de la caracterización de los seres de la novela hay un episodio digno de ser recomendado: el del encuentro de Alfonso y Violeta. Los dos van construyéndose a sí mismos, a través de sus propios recuerdos, cual si se hubieran emancipado del control del narrador. Y en su diálogo, abundante, fluido, rico de observaciones LITERATURA DEL ECUADOR inteligentes, no falta el ejercicio de la sátira sobre los amargos contrastes de la vida social. Finalmente, es imposible dejar de señalar, como algo de lo de veras logrado de la novela, todo su primer capítulo, titulado “La Artillería”, nombre burlesco con que se designa al barrio pobre del protagonista. Allí está sugestivamente evocada la infancia de Alfredo Baldeón en medio del arrabal guayaquileño, y trazados con vigor impresionante los cuadros de la peste bubónica que asoló al puerto: la fiebre de los apestados, la angustia de las gentes, el paso lento y crujiente de la carreta de bandera amarilla que arrastraba su carga humana hacia la muerte, el perfil del lazareto con sus “ventanas tapadas con tela metálica”, que le daban “el aspecto de un ciego”, las dolorosas emociones de Alfredo viendo a sus seres más queridos atrapados por la enfermedad. A través de todos esos detalles, magníficamente concertados, nos sentimos inclinados a recordar La peste, obra de Alberto Camus. Y ello, aunque no haya en Las cruces sobre el agua ninguna influencia del celebre autor francés, ni en nosotros la cursi tendencia a la hipérbole, que caracteriza a cierta manera de comentar las producciones del país natal. DEL CAPITULO I 6 Cruzaba su padre el patio, de vuelta del trabajo. Alfredo se fijó que apenas no lo veían de fuera, dejó fallar la pierna como aliviándose, y cojeó abiertamente. El pensó, como un rayo: tiene un bubón en la ingle! —¿Qué te pasa, papá? —Ya me fregué. Creo que estoy con la peste. En poquísimos días, habían aprendido a conocerla. El carretón y su bandera se habían vuelto cotidianos. Condujeron decenas de enfermos al lazareto: de esa calle, de las otras, de todo el barrio del Asti- 231 llero, dizque de todo Guayaquil. Nadie había vuelto, aunque decían que algunos se mejoraban. De muchos se supo que murieron. El miedo se extendía por las covachas. Con los dientes apretados, Alfredo dijo al padre: —¿Por qué va a ser peste? Tal vez sea terciana. ¿Te duele la ingle? —De los dos lados… Y veo turbio, estoy mareado. Tengo una sed que me quemo. Enciende el candil. ¡Si Trinidad no se hubiera ido! Alfredo se tragaba las lágrimas: tenía que cumplir, juró no llorar. Ella podría cuidarlo. No sería el cuarto este pozo abandonado que era, para los dos, sin mujer y sin madre. Al andar, sus pies tropezaban papeles, cáscaras, puchos de cigarro: nadie barría o exigía barrer. Como Manuela al hijo, Trinidad, a escondidas, habría atendido a Juan. —¡Ajo, qué sed! Anda cómprame una pílsener, toma. Le dio un sucre, de esos de antigua plata blanca, que ya escaseaban, grandazos, pesados, llamados soles, por su parecido con la moneda peruana. Salió rápido: sólo en la avenida Industria alumbraba el gas. Pero Alfredo ya no temía la oscuridad. Por Chile, caminó, cruzando los pies, por uno de los rieles del eléctrico, hacia la otra cuadra, Balao, a la pulpería del gringo Reinberg, desde la cual una linterna proyectaba su fajo claro calle afuera. Hileras de tarros de salmón y de frutas al jugo, de latas de sardinas, de botellas de soda y cerveza, repletaban las perchas. De ganchos en el tumbado, colgaban racimos de bananos y de barraganetes de asar. Olía a calor y a manteca rancia. Alfredo pasó por entre altos sacos de arroz, fréjoles y lentejas y alzando la cabeza, pidió la pílsener. El gringo probó el sonido del sucre en el mostrador y con su habla regurgigante, comentó: —¡Toda noche, tu padre: cerveza, cerveza! ¡Así son los obreros! ¡En mi tierra igual: trabajador no sabe vivir sino emborracha! Alfredo no temía sus bigotazos ni su calva: —Mi padre no es borracho, es que está enfermo. —¿Se sana con cerveza? ¿Está bubónico? ¡Mucha bubónica es! Cogido de sorpresa, Alfredo calló. Si confesaba, capaz el gringo de denunciar al enfermo. Y para él, como para todos, el lazareto era peor que la peste. 232 GALO RENÉ PÉREZ —Si el panadero está bobúnico —agregó el gringo— dí a tu mamá ella no sea bruta como gente de aquí. Con remedios caseros muere el hombre. Mándenlo pronto a curar al hospital bubónico… —¿Al lazareto? ¿Para que lo maten? —Ve, tú, Baldeón: aunque chico, no estar bruto! Piensa con la cabeza, no con el trasero. En casa, el hombre muere, ya está muerto. En el hospital bubónico también por los médicos pollinos. Pero hay medicinas, inyección, fiebrometro… Siempre hacen algo: muere, pero no tan seguro… —Se lo diré a mi mamá —contestó Alfredo— conmovido por la preocupación que le demostraban. Salió con la cerveza, confuso por todo lo que acababa de oír. Que aunque chico no fuera bruto… Lo contrario de lo que él opinaba, que la gente mayor es estúpida. Se asustaba de la resolución que dependía de él. Si Juan se moría, siempre se sentiría culpable: por no haberlo mandado o por haberlo mandado al lazareto. ¿Qué haría? ¡Maldita sea! ¿Cómo lo agarraría la bubónica al viejo? Si estaba vacunado, lo mismo que él y todos! Quería decir que la vacuna no servía para nada! Mejor: le daría peste a él también y no quedaría solo en el mundo. Juan bebió la cerveza. Tenía los ojos sanguinolentos. Alfredo lo ayudó a acostarse. Apenas posó la cabeza en la almohada, se hundió a plomo. Para tenerlo visible, no cerró el toldo ni apagó el candil. Se echó en la hamaca tapándose con una cobija. El seboso fulgor era vencido por las sombras que flameaban, tendiéndose a envolverlo. Nunca necesitó decidir algo así. Imposible dormir. Al cerrar los ojos, se sentía hundir, como cayendo. El silencio de Juan, lo espantaba. ¿Se habría muerto? La peste mataba pronto. Dos días alcanzó Manuela a acudir a la puerta del lazareto, a preguntar por Segundo, suplicando que la dejaran verlo. Al tercero le anunciaron que había fallecido. Tampoco le permitieron ni mirar el cadáver. La zamba se calentó e insultó a las monjas enfermeras: les dijo que eran groseras, perras y sin entrañas, seguramente, porque no habían parido. Al saberlo, él rió. Calló en seguida, recordando a Segundo. Siempre harían falta en la calle su risa y sus zambos rubios. Nadie le disputaría ya ser jefe de los muchachos, pero ¿de qué valía? No era su padre el único con peste, a pesar de la vacuna. A todos vacunaron en la Artillería y habían llevado a varios. Uno fue Murillo, que trabajaba en la Florencia y era un serrano joven, empalidecido, de diente de oro y bigotillo lacio. Jugaba fútbol y creyó el bubón un pelotazo. Los sábados, traía galletas de letras y números y las repartía a los chicos, quienes, de juego, le gritaban, confianzudos: —¡Murillo pata de grillo, que te cagas el calzoncillo! Otra fue una viejita negra, menuda y andrajosa, apodada Mamá Jijí y también la Madre de los Perros. Caminaba apoyada en un palo. Habitaba debajo de un piso: rincón de escasa altura donde en una estera, dormía, juntamente con sus perros Carajero y Lolila. Hazaña de Alfredo había sido registrar a hurtadillas su baúl misterioso: halló clavos mohosos, retazos, postales viejas, loza rota, alambres y más apaños de basura. A Mamá Jijí no la sacaron viva: extrajeron el cadáver, con los bubones reventados y comidos de hormigas, e igualmente muertos, ambos perros, con los hocicos mojados de baba verde. No se la oiría gritar en el patio: —¡Respétenme, so cholas, que yo soy Ana Rosa viuda de Angulo, de la patria de Esmeraldas! Otros pestosos fueron la catira Teodora y su madre, Juana. Teodora era una muchacha alta, gruesa, pecosa, de nariz achatada y pelo claro. Reía como cacareando. Era la única persona que sabía el secreto de Alfredo. Al verlo salir le decía risueña: —¡Aja, Baldeón, ya vas a aguaitar a la blanca! —¿Y a vos qué? ¿O es que te pone celosa? Ella reía, esponjándose, y era toda una clueca. —¡Pero vé el mocoso! Descarado eres ¿no? ¿Te crees que a mí me faltan hombres grandes que me carreteen, para fijarme en vos? A Teodora y a su madre, veterana verduzca de paludismo, les nacieron los bubones en el cuello. Seguras con sus vacunas, supusieron que fuese papera. Delirando de fiebre las metieron en el ya tan conocido carretón. Alfredo reflotó de un salto del sopor en que resbalara sin saber qué momento. El candil extinguido apestaba a mecha carbonizada. La angustia regresó LITERATURA DEL ECUADOR repentina en la piedra de la tiniebla que le aplanaba el pecho. Se restregó los ojos. —Viejo, viejo… —llamó a soplos. Respondió con un quejido: —Dame agua, Alfredo. No hay qué hacer… Doblé el petate. Por vos me importa: guácharo a la cuenta de padre y madre… Pero, a través del sueño, venida de quién sabe dónde, en Alfredo se había ya abierto en luz la resolución. —¡Juan Baldeón, vos te curas! Apenas clareen busco el carretón y te hago levar. ¡Vos te curas, te digo! —¡Jesús! ¿Qué dices, hijo? Allá me matan. Pero carecía de fuerza para fulminar la indignación que creía que merecía el hijo ingrato. Débil, febril, añadió, con dejadez quebrada: —¿Por qué quieres salir de mí más pronto? ¿O es que tienes miedo que se pase la peste? ¡Hijo! —No, viejo: vos te curas. Somos machos, ¡qué vaina! ¡Es mariconada cruzarse de brazos! ¡Aquí estás fregado de todos modos, y por muy porquería que sea ese lazareto, allá hacen algo! 7 Ni bien entraron al aula, donde herían sus narices carrasposo polvo de tiza y pelusas del paño mugriento de las sotanas de los legos, les avisaron que, a causa de la bubónica, las escuelas habían sido clausuradas por quince días. —Lo que es yo no me voy a la casa todavía. La mañana está macanuda y allá no saben que han dado asueto —declaró Alfonso. Alfredo contestó: —Yo también tengo ganas de vagar, pero vámonos yendo al lazareto, primero, a saber del viejo, y de ahí salimos por encima del cerro al malecón. —Ya estuvo. Apretados bajo el brazo libros y cuadernos, caminaron velozmente. Aunque a Baldeón lo mordía la inquietud, no podía sustraerse a la alegría de andar. Siguieron la calle Santa Elena hacia el camino de La Legua, entre casas viejas, de techos de tejas y de galerías; en los bajos, se abrían sucuchos de zapateros o sastres, o chicherías hediondas a agrio ya fritadas rancias. Cholas tetudas y descalzas, miraban con ojos muerto, desde los interiores. —Yo no me enseñara en estos barrios, no hay como 233 el astillero ¿no verdad? Al fondo de la calle, blanqueaba el cementerio, en la ladera. La Legua corría hacia allá, por un descampado que llamaban El Potrero. ¿Se curaría su padre? Hacía cuatro días que lo hizo llevar. ¡Qué porfía le costó persuadirlo que era para mejor! Al partir, su voz quemada, anunció que no volvería. La señora Petita había llevado a Alfredo a su casa a comer y dormir y a la compañía de sus nietos. El no sabia con qué palabras agradecerle; la miraba y suponía que ella lo entendía. Todos los días había ido a preguntar por Juan. Primero le informaron que seguía muy grave; luego que estaba lo mismo; la víspera le dijeron que parecía mejorar. No quería ilusionarse: aguardaba lo peor. Como para palpar su abandono, se había lanzado a vagar. Fue solitario a través de las calles calcinadas por el verano de fuego, azotadas por raspantes polvaredas. Lo asombró cómo el terror deformaba en gestos de pesadilla las caras de las gentes. Desde el confín del Astillero hasta los recovecos, donde la bubónica hacía su agosto, de la Quinta Pareja, el carretón de la bandera amarilla arrastraba su rechinar lúgubre. Pero no bastaba: al hombro, en hamacas, Alfredo vio llevar otros pestosos. Sudando, Alfonso y Alfredo dieron vuelta al cerro del Carmen. Con las ventanas tapadas con tela metálica, lo que le imprimía el aspecto de un ciego; pintado de color aceituna, se levantaba, a la vera de la calzada rojiza de cascajo ardido de sol, el temido lazareto. En el caballete del techo de zinc, se paraban gallinazos. Un gran silencio inundaba la sabana inmediata, con la yerba atabacada de sequía. Se acercaron y sonaron el llamador. Olía a campo mustio y a remedios. Apareció una monja de rostro juvenil y sonrisa aperlada con el hábito azul y la corneta tiesa limpísimos. Miraba suavemente ya Alfonso sus ojos le parecieron uvas. —Madrecita, a ver si me hace el favor de preguntar cómo sigue Juan Baldeón, cama Nº 17, ya usted sabe cuál… La monja se entró, llevándose el muelle rodar de sus faldas pesadas. En medio de una calma cada vez más honda, Alfredo y Alfonso, por la reja, distinguían en el patio del claustro, unos arriates, cuyas plantas y céspedes, en contraste con la tostada 234 GALO RENÉ PÉREZ yerba de fuera, resplandecían de húmedo verdor. Alfonso respiró el olor a remedio nuevamente y precisó que era olor a éter. La monja volvía; sonrió más. —Juan Baldeón está muy mejor, quizá el domingo se le dé el alta. la Providencia te ampara, chiquitín… Era jueves: los dos muchachos, silbando, treparon la cuesta, entre los algarrobos, como si ascendieran al sol. Fuente: Joaquín Gallegos Lara, Las Cruces sobre el agua. Editorial A. G. Senefelder, 1946, Guayaquil, Capítulos 6 y 7. Adalberto Ortiz (1914) Nació en la ciudad de Esmeraldas, un puerto sobre el Pacífico de población preponderantemente negra. Ortiz es mulato; esto es, mestizo de blancos y negros. El prologuista de su libro de poemas “Tierra, son y tambor” — Joaquín Gallegos Lara— le hizo un retrato muy fiel y expresivo, que permite advertir su doble ancestro: “Sus facciones —escribió— se contradicen. La piel y el cabello contrastan con la boca y los ojos: color de canela asoleada, cabellos negros que desde siglos con su encrespamiento son una insinuación a la rebelión, boca de gozador francés y mirada a la vez introspectiva y ávida de occidental”. Ortiz estudió en la capital del Ecuador, en donde se graduó de profesor normalista. Durante esos años, y más tarde —en 1940, gracias a las entregas literarias del diario “El Telégrafo”, extendió su prestigio de autor de cantares negros y mulatos por los círculos intelectuales de todo el país. En 1942 obtuvo con “Juyungo” el premio nacional de novela, en un concurso promovido por el Grupo “América” de Quito. En 1945, sus poemas de “Tierra, son y tambor” alcanzaron el segundo puesto entre los libros publicados ese año en la ciudad de México, y algunos de ellos aparecieron posteriormente en antologías internacionales. La producción de Ortiz no ha ido abundante, pero tampoco ha declinado: “Camino y puerto de la angustia”, poemas (1946); “La mala espalda”, cuentos (1952); “El animal herido”, compilación de todos sus poemas (1959); “El espejo y la ventana”, premio nacional de novela en un concurso promovido por los periodistas del Ecuador (1964). Algunos de los trabajos de este autor han sido traducidos a otras lenguas: francés, checo, alemán, ukraniano, italiano, búlgaro, etc. A más de las actividades literarias Ortiz ha ejercitado las de pintor, profesor de colegios, diplomático y funcionario de la educación pública ecuatoriana. Hay algo muy definido y constante en su producción de escritor: la revelación de las calidades anímicas de su doble ancestro. Podemos observarlo a través de sus mejores creaciones poéticas y narrativas. En efecto, en “Tierra, son y tambor” se reflejan las emociones de su origen negro y blanco, pero además el alma de su propio pueblo, que vive en la planicie selvática de Esmeraldas, a orillas del mar Pacífico. En un lenguaje de admirable plasticidad, y con un dominio hábil de las formas simples y populares del verbo castellano, deja apreciar, primeramente, las raíces sentimentales de su dual naturaleza de mulato, que son tan reconocibles como la pigmentación misma que caracteriza a este tipo de mestizaje. Aparte cualquier sofisma racista, es evidente que hay diferencias sustantivas — consecuencia del sedimento espiritual acumulado a través de los siglos— entre las reacciones íntimas del blanco y las del negro. El mulato, por eso, siente dentro de sí el reclamo conflictivo de las razas, y cuando se expresa literariamente con sinceridad —como lo hace el autor de “Tierra, son y tambor”— consigue una demostración muy significativa de esa insoluble oposición interior. Hay en dicho libro una composición titulada “Son del monte”, en la que se dan a sentir con acento vivo y so- LITERATURA DEL ECUADOR noro las dos vertientes raciales: “Me dicen que tengo —de negro mi canto— de blanco mi llanto. —¡Uyayaay, aúa!— El bijao y la guadúa”. La condición humana de Ortiz se equipara bien a la de Nicolás Guillén, de Cuba, y a la de Palés Matos, de Puerto Rico. De otro lado, con adhesión fiel a su trópico nativo, y al pueblo preponderantemente negro que lo habita, y cuya conducta frente al dolor y a la alegría, al amor y a la muerte ha observado sentimentalmente desde su niñez, ha podido dar con la expresión atinada de la realidad concreta de su país. Ha venido así a convertirse en una suerte de representante de la poesía afro-ecuatoriana. Es interesante notar esta posición personal y estética de Ortiz porque ella se hace aun mas evidente en su novela mejor conocida, “Juyungo”. Precisamente su difusión internacional obedece, en cierta medida, a las características de traslación de un ambiente que resulta sugestivo por su singularidad, de revelación de los conflictos raciales del mulato, de preferencia por determinadas formas expresivas de la gente de color. En suma, por ser una obra con un definido sabor regional. “Juyungo” comenzó a llamar la atención tras haber obtenido el primer puesto en un concurso nacional de novelas en el Ecuador, en 1942. Pero fue su segunda edición, realizada en Buenos Aires en 1943, la que le lanzó a una rápida notoriedad en el continente hispanoamericano, y aun a posteriores publicaciones en otros idiomas, a pesar de lo difícil que resulta traducir el juego verbal de varios de su pasajes, que se sostiene exclusivamente en las acentuadas cadencias del habla de los negros. Porque, efectivamente, el ancestro del autor se deja percibir inmediatamente a través del gusto sensual de las palabras, de la rítmica sonoridad de ellas y de su eficacia onomatopéyica. Por ejemplo, a los árboles de su región los enumera de este modo: “el amarillo y el 235 laurel, el sauce y el guachapelí, el dulce pechiche y el claro tangaré”. Además, en el comienzo de cada capítulo y a manera de epígrafe, pone unas frases que suenan como el acompasado golpe del tambor, y cuyo propósito es el de animar la atmósfera mágica del pueblo negro. No todas ellas, desgraciadamente, son eficaces ni muestran el mismo grado de lirismo. Otra cosa evidente es que, si bien las expresiones lugareñas, el tipo de diálogo y las coplas de los negros ayudan a crear el ambiente, su mayor fuerza de vida y autenticidad surge de los episodios mismos que va trenzando la imaginación del novelista. A través de éstos se siente que respira la selva esmeraldeña. Ella es la que estimula la brutalidad entre los hombres, y la que todo lo sepulta en la impunidad. Lo demuestran los crímenes de los “pelacaras”, acicateados por el ansia de robo; los celos y los odios sangrientos entre los trabajadores, y, más claramente aun, los abusos de que los empresarios hacen víctimas a los peones madereros. Uno de estos —Manuel Remberto— muere tuberculoso, doblegado por sus rudas labores, sin poder redimir a su familia de la pobreza. Fiel a esa atmósfera de violencia, va desenvolviéndose en un primer plano el destino de Ascensión Lastre, protagonista mulato a quien se le identifica con el apodo de “Juyungo”. El narrador lo va presentando desde su infancia, de errabundez por los ríos, hasta su muerte en una acción de armas contra los peruanos. Es un hombre en quien la fortaleza física subraya la entereza del carácter, y para el cual el hecho violento es la mejor manera de servir a las causas justas. Se podría decir que Lastre está bien creado desde el punto de vista novelesco. Es —como lo quería Unamuno— un personaje que vive dentro del autor mismo, pues que Adalberto Ortiz, con gesto de gran sinceridad, ha comunicado a la natu- 236 GALO RENÉ PÉREZ raleza de aquél todas las reacciones complejas, contradictorias, de su dual ancestro de mulato. Algo semejante ocurre con las demás figuras de ese origen, a través de cuyo temperamento se descubren las consecuencias de la diferencia racial. En unas ocasiones se quejan de su mulatez por ser una condición híbrida; en otras, dejan oír la confidencia de su admiración hacia las gentes de otra piel. Y el mismo Lastre hace notar que se enciende de pasión en el ansia de “humillar sexualmente a una mujer blanca”. Casi toda la obra contiene la animada descripción del medio rudo en que trabajan, luchan, aman y mueren las gentes negras y mulatas del trópico ecuatoriano, entre las que sobre todo va desarrollándose con buen sentido de perspicacia novelesca, a través de sus hechos y sus movimientos anímicos, la naturaleza de Juyungo. Pero, por desgracia, aquella seguridad para componer el tejido argumental y para narrar, que parecía que no iba a sufrir desmayo, sufre a la postre un aflojamiento notorio. Se lo advierte de modo inevitable en el desenlace, cuando Ortiz quiere convertir a Juyungo en un héroe adornado de galas patrióticas, e incorpora a su relato, artificiosamente, el episodio histórico de la investigación peruana del año 41. Hay páginas de los últimos capítulos que seguramente reclaman un breve masaje de técnica. Una revisión atinada. En su novela reciente, “El espejo y la ventana”, Ortiz se muestra más conocedor del género, más experimentado en el uso de los recursos difíciles del buen narrador. La acción renovadora de los modernos hispanoamericanos ha surtido efecto indudable en él. La parte central del argumento, que se ramifica hábilmente en episodios cargados de tensión vital, y que permite la incorporación de varios personajes bien caracterizados, desarrolla la historia de una familia pobre de la costa ecua- toriana: la de Luz María Calderón, mujer blanca y de ojos azules que se ha casado con un negro cuyo complejo de inferioridad racial le ha hecho mantenerse impotente frente a los ruinosos despilfarros de ella. La economía debilitada de los Calderón sufre un colapso definitivo en 1914, año de una sangrienta guerra civil en la que su pueblo nativo de Esmeraldas es bombardeado y reducido a escombros. Justamente al filo de ese acontecimiento ocurre el nacimiento de Mauro, figura central de la narración. Es el hijo de una de las tres mulatas que descienden de aquella mujer que, según él mismo lo dice, quiso dañar la raza (observemos nuevamente los conflictos dictados por la propia naturaleza mestiza del autor). La familia, en un éxodo colectivo de los pobladores esmeraldeños, se refugia primero en el campo aledaño y luego en la ciudad de Guayaquil. Las memorias que traza Mauro le son más claras desde entonces. Vive con su abuela, su madre —Elvira— y sus tíos Ruth, Delia, Roberto y Joaquín. Les acosa la miseria. Habitan una casa humilde del arrabal. Se afanan en establecerse en otra posición. Piensan que Elvira, abandonada por el padre de Mauro, debería hacer otro matrimonio. Ruth y Delia, hembras atractivas, también se empeñan, aunque en vano, en la cacería de maridos. La primera es seducida por un millonario —Manuel Gómez—, que la lleva como maestra de una escuela de su hacienda, y que luego la trae de nuevo a la ciudad como su conviviente. La segunda, que llega a trabajar en una fábrica y que experimenta en toda su dramaticidad los hechos trágicos de un levantamiento obrero, se desespera por no morir con su virginidad intacta y al fin se deja poseer por el marido vagabundo de su propia hermana; es decir por el padre de Mauro. Este episodio trae consigo consecuencias exageradamente funestas: Roberto lava la deshonra familiar matando al seductor, la seducida sufre un ata- LITERATURA DEL ECUADOR que al dar a luz y sus deudos la entierran viva suponiendo que ya ha fallecido: a la mañana siguiente encuentran su cabeza y el féretro destrozado y removida la plancha sepulcral. Elvira, la madre de Mauro, que se ha establecido en la sierra, se casa con un emigrante alemán y vuelve a Guayaquil, en donde recoge a aquél en su nuevo hogar. Por en medio de todos estos avatares de la familia Calderón va corriendo la existencia del protagonista. Primero se describen sus impresiones de los años iniciales de la infancia, bajo el control enérgico de la abuela. El niño odia la reclusión de esa casa miserable y mira con amorosa curiosidad la animación de las calles. “Las ventana era la vida”, y le incitaba a mezclarse en el bullicio de los muchachos de afuera. Al fin se lanza a sus primeras aventuras. Vienen luego sus experiencias escolares. En una temporada breve, dentro de esos años, va a la hacienda en que vive su tía Ruth y conoce a Claribel, hija del amante de aquélla. Los dos niños inician un relación bastante íntima y tierna que en un segundo encuentro, a la vuelta de algunos años, se convierte en una aventura amorosa y en contadas pero ansiosas prácticas sexuales. Claribel, para entonces, había regresado de los Estados Unidos. Era una joven con el mismo atractivo poderoso de su madre. Así lo siente el rico terrateniente. Y, movido precisamente por el recuerdo de sus placeres de alcoba, una noche acaricia la núbil desnudez de su hija, que entre el terror, el asombro y la excitación, permite que se consuma el incesto entre ellos. Pero el intento del padre de seguir frecuentándola produce en ella encontradas reacciones; sobre todo, la de una invencible repugnancia. Piensa en Mauro, su compañero furtivo de los días de la infancia. Consigue hacerlo llamar. No le importa su condición social tan diferente. Tampoco el que aquel joven sea un mulato. Al contrario, es ella quien le pide que la po- 237 sea. Esos amores no tienen un curso afortunado. Claribel es frívola. Conoce a un amigo de Mauro —un español imaginativo y locuaz— que no tarde en hacerla su esposa. El joven protagonista, que entonces cursa la universidad, se ha entregado a las luchas políticas, ha participado en una revuelta contra el Gobierno, y ha sido encarcelado. Desde su encierro se entera de las bodas de Claribel y toma la determinación violenta de envenenarse. Su tentativa de suicidio se frustra gracias a la diligente atención médica. El lector encuentra que aquel desenlace es un tanto artificioso y falto de una motivación mejor desarrollada. Ese es, sumariamente, el soporte medular del argumento, que, como lo dijimos, se enriquece de episodios secundarios bastante atractivos por su contenido social y humano. Algo que sostiene la atención a través de una fácil y placiente lectura es la naturalidad narrativa. No hay tropiezos de ninguna especie, ni por inútiles rebuscamientos ni por impericia en el dominio del estilo. Ortiz va combinando con un buen sentido y experiencia de narrador los planos exteriores y anímicos. El movimiento de sus personajes no deja percibir casi ninguna mecánica artificial o extraña a sus temperamentos y maneras de reaccionar. Los diálogos y monólogos se ajustan sin esfuerzo y de modo legítimo a su condición personal. Son criaturas que se cuajan por dentro y por fuera, con una muy natural complejidad humana: Mauro, Claribel, Delia, Ruth, Manuel, Roberto, Ovidio, California. Refuerza al poder narrativo una encomiable habilidad para las descripciones: son ejemplos de ella la navegación de Mauro por los ríos de la costa, que se anima con la evocación de sugestivas leyendas del montuvio; la imagen cariñosa de sus campos y de los hábitos de la gente de color, los cuadros dramáticos de la huelga de los trabajadores, ocurrida el 15 de noviembre de 1922, la cual se in- 238 GALO RENÉ PÉREZ corporó, magníficamente también, a la novela “Las cruces sobre el agua”, de Joaquín Gallegos Lara. Hechos como éste no dejan de alimentar la intención social de Ortiz; pero ella no se limita únicamente a los problemas del pueblo humilde frente a la clase gobernante y los explotadores, pues que incorpora consideraciones escépticas del autor sobre temas religiosos y breves digresiones de carácter metafísico. Ello comunica mayor sustantividad intelectual a su obra. La forma literaria muestra la ascensión de Adalberto Ortiz a un apreciable nivel estilístico. Descontadas algunas frases a cuya falta de lógica se suma cierto mal gusto, satisfacen su dominio de la claridad narrativa, del juego de doble sentido de dos palabras combinadas en una (como usaban los creacionistas) y de significativas aliteraciones. En lo que concierne al artificio que usa a través de toda la novela, del espejo como símbolo de la contemplación introspectiva, y de la ventana como símbolo del contacto con la realidad exterior, y que le lleva a escribir introducciones a cada capítulo, es notoria su falta de técnica y de seguridad artística. Quizás suprimiéndolas, esta creación novelesca de Ortiz mejoraría. MIS PRISIONEROS Por más que doy vueltas al rededor del círculo de mis instintos y trato de calar hondo en el mar de mis intimidades, no alcanzo a justificar mi crimen. La espantosa impresión que en mi ánimo causaron los hechos, hace que recuerde, con claridad, todo lo acontecido desde el combate de Cazaderos. Más que combate, yo le llamaría carnicería; tal fue la mortandad que infligimos a los peruanos, al costo de pocas bajas de nuestra parte. Eramos apenas sesenta hombres salidos de diversas unidades derrotadas en otras escaramuzas, pero indisolublemente ligados por el deseo de venganza, el odio y el miedo a la muerte, ¿por qué no confesarlo? Todos vestíamos harapos y agonizábamos de hambre. Todos teníamos esa no sé qué trabazón que une a los humanos en los momentos supremos. El pueblo de Cazaderos se alzaba en una ladera, desde donde se atalayaba un gran playón pedregoso, que se abría como un gigantesco abanico hacia el suroeste, hendido sólo por un riachuelo de aguas puras y frescas, recién llegadas de las serranías, que mas tarde se colorearan de sangre peruana. La noche anterior habíamos acampado en el caserío que encontramos deshabitado. El enemigo nos atacó casi sorprendentemente por la mañana, pero nuestra posición era tan buena, y el playón por donde se vinieron tan descubierto, que disparábamos sin riesgo, errando pocos tiros. Contados eran los que alcanzaban a vadear el río, para caer luego en nuestra ribera; pero los ataques se renovaban porfiadamente, bajo un sol que aumentaba su fulgor con la entrada del mediodía. Así se prolongó la matanza hasta bien entrada la tarde, en que ellos se retiraron en espera de refuerzos y artillería de montaña, bajo el amparo de la noche, según supusimos. Yo reposaba ya tras una pared, y el cansancio me traía hambre y sueño; el hombro derecho me dolía por la trepidación del fusil. Noté con furiosa ansiedad, que el parque empezaba a faltarme. Aprovechamos esos momentos de tregua para buscar alguna comida. Registrando mi mochila y mis bolsillos tuve la suerte o la desgracia de hallar unos cuantos panecillos. Alguien había encontrado en una casa un racimo de guineos maduros y con gran regocijo nos lanzamos hacia él. Nunca en mi vida he comido bananos más deliciosos, y por eso reservé mis panes, que más tarde habían de causarme tantos contratiempos. Vino la oscuridad cargada de gran expectativa. Era como un gigantesco murciélago que aleteaba soporíficamente, haciéndome dormir en una cuneta yerbosa, con un sueño de medianoche, y no eran más que las siete. Me desperté sobresaltado, porque uno de mis compañeros me había remecido para decirme: “El Capitán Estrella quiere darte una comisión. Mal humorado como estaba, íbale a contestar una impertinencia, pero recordando la disciplina militar, me presenté al jefe que se había instalado en una casita LITERATURA DEL ECUADOR baja y retirada del frente. —Cabo Góngora —me dijo— mucha falta nos harán aquí sus servicios, y más ahora que la gente empieza a desertar… Yo hice un gesto espontáneo de sorpresa y él, al notarlo, continuó: —No se sorprenda, hasta este momento hay como cinco desertores y espero alguno más. Esto nos ocurre a menudo, y con más frecuencia, en unidades heterogéneas. Se sentó frente a una mesita alumbrada por una débil lámpara de kerosene, y mientras dibujaba algo en un papel, agregó: —Como confío en usted, le asigno esta comisión: tiene que llevar dos prisioneros peruanos que, desperdigados, esta tarde se acercaron mucho a nuestras líneas. —¿Hacia dónde los llevo, mi Capitán? —A Loja… —¿Yo solo? —Sí, solo. —No conozco el camino, mi Capitán… Por eso le he dibujado este croquis. Me entregó un papel y salió. Mientras yo examinaba la ruta que me trazó, sentí una corazonada, y aquella anunciación me llenaba de tal desasosiego, que hubiera preferido en esos instantes quedarme combatiendo al invasor. Después de pocos minutos, regresó seguido por dos soldados nuestros que traían atados por los codos a los dos prisioneros. El uno era un jovencito tímido, como de veinte años, pálido y cejijunto. El otro era un cholo tosco de piel bronceada, que miraba de reojo. Ambos estaban pelados a rape y vestían el mismo uniforme, bastante parecido al que nosotros usábamos. —Bien —díjome el Capitán— buena suerte y lléveselos ahora mismo; puede que sus declaraciones sean importantes a los jefes de Loja. Nos pusimos en marcha. Llevaba yo en una mano ambos extremos de las sogas de mis reos, y ellos marchaban adelante, con visible desgano, bajo la tímida luz de la luna que asomaba ya como avergonzada por las tragedias del mundo. A poco de habernos internado por un sendero umbroso, oímos de pronto recrudecer el combate, ca- 239 racterizado por un lejano pero nutrido fuego de fusilería, que era desentonado por cañonazos intermitentes. Mis prisioneros cuchichearon algo, y mi nerviosidad aumentó bruscamente. Tuve impulsos de regresar para correr el mismo destino de mis compañeros. Mis dos peruanos —digo mis, porque estaban enteramente a merced de mi voluntad— seguían hablando en voz baja y llegaron a exasperarme de tal modo, que los amonesté seriamente: —¡Silencio! ¡Si no callan tendré que taparles la boca de otro modo! El ruido iba perdiendo intensidad. Los disparos eran ya graneados. ¡Hasta que por fin! paz absoluta. Digo mal, quedaba sólo el rumor nocturnal de los seres vivientes de la selva. Miré al cielo y una estrella me hacía guiños, como burlándose de mi desesperación y de mi angustia. Mi pensamiento estaba junto a mis compañeros que ahora debían hallarse muertos, heridos o prisioneros. Caminamos toda la noche, hasta que los dos hombres me pidieron un descanso. En la madrugada fría y nebulosa nos detuvimos junto a un arroyo. Las montañas y los árboles apuntaban indecisos entre la niebla triste. Un bambudal, con sus copas de fino y espeso plumaje verde, se alzaba frente a nosotros, y noté de pronto que aquellos hombres estaban observándome desde el fondo de sus almas, más turbias que mi conocimiento. Sus miradas me venían de manera molesta. A veces tenía la sensación de que sus ojos querían herirme, querían matarme. Yo no deseaba entablar conversación alguna, pero no podía tolerar tampoco que me siguieran mirando de ese modo. —¡Qué tanto me miran! —les grite—, y ellos cambiaron su objetivo visual disimuladamente. Me tranquilicé un poco. Saqué de mi mochila un pan y un banano y empecé a comer distraído. Me había olvidado que aquellos hombres podrían tener hambre también, y sentí que de nuevo me observaban. Sentí: la mirada se siente. Esta vez sus ojos y sus rostros tenían otra expresión. Era una expresión pedigüeña. Estaban velando mi alimento. Reflexioné un poco y me ví avergonzado de mi conducta. Y fui humano otra vez, después de muchos días. Saqué dos raciones iguales a la mía y se las pasé. 240 GALO RENÉ PÉREZ Ellos las devoraron en menos de lo que canta un gallo. Bebieron un poco de agua, ahuecando las palmas de las manos, y el más joven y tímido me dijo: —Dios se lo pague. —No lo espero —contesté, dubitativamente. Pero el otro, el cholo arisco, de mirada huidiza, sólo me agradeció entre dientes. Caminamos todo el día a través de la extenuante selva tropical. Senderos lodosos y semiescondidos entre la maleza, y lomas empinadas como una maldición. Caminamos muy despacio todo el día, pues estábamos cansados y débiles. El calor iba disminuyendo a medida que se aproximaba la cordillera occidental de los Andes. Mis prisioneros iban adelante, y a cada rato volteaban a verme con muestras de inquietud. Solamente más tarde me dí cuenta de la causa de aquélla zozobra. Seguramente debían sentirse como cucarachas en pico de gallina. Al venir la noche, nuestra marcha se hizo más penosa, hasta que escogimos un sitio donde hacer alto. Mi rabia e impaciencia reaparecieron, al constatar que casi no tenía qué comer. Sólo me quedaban dos panes y dos bananos magullados por el estropeo. Dí un guineo a los hombres, y yo preferí un pan, con un poco de agua. Aseguré con sus propias amarras a mis encomendados, y me dispuse a dormir, abrazado de mi fusil. Vano intento: no podía, tenía miedo. No era miedo de las fieras o de las culebras de la maleza: era miedo a mis prisioneros. Apenas pude lograr un insomnio cortado constantemente por los sobresaltos que me producían los ruidos más leves. Nunca lo supe, pero creo que aquella noche ellos tampoco pudieron dormir. Al amanecer, hice el descubrimiento más desagradable que pude haber hecho en toda mi vida: mi último pan de la mochila había desaparecido juntamente con el último banano. Por un momento creí que fueran los dos peruanos, pero los examiné y seguían tan amarrados como los dejé en la noche. Con todo, los increpé duramente y el cholo me dio a entender que de haberse acercado a mí, no habría sido para robarme comida, únicamente. Esta franqueza los perdió. Por eso, ahora, yo no soy tan francote como en mis mocedades. Desde aquel momento, la preocupación comenzó a exasperarme. A eso del mediodía sentí un apetito verdaderamente atroz. Empecé por tantearme esperanzadamente los bolsillos, y nada, nada. ¡Suerte o desgracia! En uno de mis bolsillos de atrás del pantalón, hallé un pan aplastado como una tortilla. Me senté bruscamente en un tronco caído y comencé a devorarlo, furiosamente. Los hombres también se sentaron desfallecientes y tornaron a mirarme con una avidez más angustiosa que la del día anterior. Me sentí como un perro famélico a quien otros perros quieren quitar su hueso. Debí haber puesto una cara realmente feroz, cuando en la de los prisioneros hubo de pronto una súbita expresión de espanto. Más, el cholo se repuso rápidamente y adoptó una actitud que califiqué de soberbia. —¡Vamos! ¡Andando otra vez! —les ordené. Yo sabía que para el caminante es peligroso descansar mucho rato, porque con el cuerpo relajado y frío no se puede reanudar la marcha. —Estamos cansados —replicó el cholo. —¿No tiene algo para nosotros? —imploró el muchacho. —No, —contesté a secas— yo también estoy cansado. Pero en el fondo me dolía. Tal vez eran mis enemigos de guerra; pero eran hombres como yo a quienes no conocía. Hombres como yo y como usted, que me matarían en la primera oportunidad. Y esta aprensión tornábame duro y cruel. —¡Andando! —les grité, y los amenacé con la culata de mi fusil. Penosamente se pusieron de pie y reanudaron la marcha. Al muchacho se le salieron las lágrimas. El camino era ahora una suave y constante pendiente. Las fuentes corrían entre los bosques de las quebradas profundas, cantando dulcemente, y la mañana fresca, con sus pájaros alegres, sus flores extrañas y sus insectos féericos, invitaba a vivir, no a morir. Como para aumentar mi exasperación, los hombres cuchicheaban adelante, y volteaban a verme a cada rato, con una expresión temerosa y preocupada, como si intuyeran algún peligro inevitable. Parecíame que yo llevaba una especie de fiebre. En mi mente convulsa giraban pensamientos contradictorios, a lo mejor, lógicos: “Ellos no tienen la culpa, yo tampoco, pero quieren matarme. ¿Por qué me miran así?… ¿Por qué quieren matarme? “Otra mala noche viene para mí y amaneceré loco, LITERATURA DEL ECUADOR si logro amanecer. Yo, solo y libre puedo encontrar aunque sea raíces en el monte para comer. No podré soportar por más tiempo sus miradas pedigüeñas, sus miradas de odio, sus miradas de angustia, sus miradas de pavor. Sus miradas de todo. Si los mato diré que intentaron fugarse o matarme. Si no los mato, ellos acabarán esta noche conmigo. Ya no resisto. A lo mejor, mueren de hambre en el camino: moriremos los tres. No, no quiero morir, ni solo ni acompañado”. Alcé lentamente mi fusil y apunté. Tuve que bajarlo bruscamente porque noté el movimiento de cabeza que anuncia cuando van a regresarnos a ver. Ellos se pusieron más inquietos, desesperados. No había duda, sospechaban de mí. Por detrás observaba yo sus cuerpos desgarbados, sus pasos arrastrándose maquinalmente. Dos veces más intenté disparar, y otras tantas estuve a punto de ser sorprendido. Vacilaba, ésa era la verdad. “Soy una bestia, —me decía— sí, una bestia”. Al fin me resolví, concentrando toda mi fuerza de voluntad. Escogí al cholo, le apunté y dispare, inmediatamente, para no tener tiempo de arrepentirme de nuevo. El muchacho dio entonces un grito que no podré olvidar jamás. Mientras el uno se tronchaba como un tallo herido, el otro corrió ladera abajo, saltando por el borde del camino y arrastrando su soga como un rabo de serpiente. Me acerqué a la quebrada y disparé otra vez. Otro alarido como un puñal para mí y un cuerpo que rodaba hasta la vertiente. Yo tenía fama de buen tirador. Después, arrojé el fusil homicida y corrí, corrí. Corrí perseguido por los fantasmas de aquellas dos víctimas de mi locura o de mi miedo. No sé cuanto correría, pero caí, y cuando desperté, era otra vez de madrugada y me dolía la cabeza. Busqué agua, y por poco dejo seco el arroyo. Luego caminé todo el día, con la sensación de haber recibido una paliza en todo el cuerpo y con el alma llena de terrible amargura. Cuando llegué al primer puesto militar, cerca de Loja, no pude mentir ante el oficial al confesar mi crimen El, palmeándome la espalda, trató de animarme: —Yo, en tu caso, también habría hecho lo mismo. 241 No sé, pero hasta hoy, aún después de tanto tiempo, no han podido aliviarme las palabras de aquel oficial… Fuente: Adalberto Ortiz. La mala espalda (once relatos). Editorial Casa de la Cultura, Núcleo del Guayas, Guayaquil, 1952, pp. 7-16. Alfredo Pareja Diezcanseco (1908-199…) Nació en Guayaquil. En la misma ciudad recibió su educación, que no abarcó el ciclo universitario porque imprevistas circunstancias familiares de orden económico le obligaron a buscar sus propios medios de sostenimiento. Personalidad activa, Pareja ha sido grumete de barco, hombre de negocios, fundador de un diario, representante diplomático en naciones hispanoamericanas. Lo raro es que, en medio de unas labores tan ajenas a la atmósfera de la creación literaria, haya escrito abundantemente, y en varios géneros. Lo ha hecho, en efecto, en el campo de la novela, de la historia y la biografía, del ensayo crítico y del periodismo. Sus trabajos han dejado apreciar una firme vocación intelectual: los novelísticos, sobre todo. Alfredo Pareja inició su ejercicio en los comienzos mismos de su juventud. En 1929 publicó “La casa de los locos”. En 1930 “La señorita Ecuador”. En 1931, “Río arriba”. Estas tres novelas, a pesar de las inseguridades de un talento aún falto de maduración, consiguieron mostrar una promisoria habilidad para trenzar los episodios y una innata certeza para captar los cambiantes juegos espirituales de sus gentes. La prueba de sus mejores dones para la novela se ofreció poco después en “El muelle”, que apareció en 1933. Y la siguió, con atributos similares, en 1944, la obra titulada “Las tres ratas”. Tuvo ella mucho éxito. Aun fue llevaba al cine por un grupo de conocidos artistas argentinos. Es, sin duda, la novela más amada de Pareja. El despliegue de sus 242 GALO RENÉ PÉREZ episodios es bastante amplio, pero estos no se desconectan del eje que les sostiene, para asegurar su estructura novelesca. Todo se desarrolla en el marco urbano, y con preferencia en el suburbio de Guayaquil. Hay escenas de amor, de robo, de policía, de seducción, de sangre y tragedia, de prostitución, de contrabando, de chantaje, de política, de soledad y miseria. Es un mundo auténtico, con una vida que se deja sentir animada, sufridora, dramática, doliente y azaroza por todos sus costados. El novelista no inventa desproporcionadamente, ni se somete con docilidad a la reproducción esquemática de los hechos. Arma y vivifica su argumento con episodios reales, que parecen estar gobernados por la misma mano que juega con el destino verdadero de los hombres, y en los cuales los personajes muestran sus figura, sus rasgos, sus maneras, sus sensaciones, sus sentimientos, sus impulsos, sus conflictos, sus ideas, sus sueños, sus delirios. Es decir, son seres de carne y espíritu. En primer plano —como para corroborar el juicio de que Pareja es sobre todo maestro en generar caracteres femeninos— se destacan las figuras de Eugenia, Carmelina y Ana Luisa, las “tres ratas”. Ello se puede apreciar desde el comienzo. Efectivamente, en los primeros capítulos son las tres mujeres y su tía Aurora las que animan fuertemente las escenas, que sólo tienen apariciones fugaces o referencias de personajes masculinos. Y lo admirable es que casi toda la trama se sostiene sobre el destino de las tres hermanas: trabajos, angustias, fracasos, enfermedades, conatos de crimen y de suicidio. Acaso la excepción principal es la del capítulo XIII (que, además, es uno de los mejores del libro por el hábil manejo de la acción y del suspenso), y en el cual Carlos Alvárez, que prostituyó a Eugenia y les endilgó a las tres el apodo de ratas, es sorprendido en su intento de recibir un fuerte contrabando de telas. A más del atinado estudio de los caracteres femeninos, hay en esta novela una combinación de descripciones, episodios y diálogos. Todo eso descubre la idoneidad de Pareja en el campo de la creación novelística moderna. No únicamente con el propósito de guardar lealtad a su profesión dentro de aquel género, sino también con el de experimentar procedimientos más ambiciosos, se entregó después a la composición de lo que se ha dado en llamar una “novelario”: esto es un grupo de novelas cohesionadas entre sí por el amplio desarrollo del asunto. Tomó entonces, de la vertiente histórica nacional, y particularmente de ese pasado reciente que se inició en 1925, “cuando otras formas de convivencia humana encuentran asidero en nuestro país”, acontecimientos en los que participaron conocidas figuras de la vida pública ecuatoriana. Sus perfiles se mezclan en el relato con los de varias criaturas puramente novelescas. Por eso aclara el autor que “en el curso de estas historias, vendrán y se marcharán personajes, ficticios o reales, atormentados o no, hechizados o de libre razonar”. El lector familiarizado con la política del Ecuador comprueba no solamente la verdad de los hechos y la perfecta identidad de los seres que intervienen en ellos, sino, en muchos casos, hasta la total coincidencia de nombres y de circunstancias secundarias. Pero eso no es lo importante, pues que lo que admira es la segura interpretación sociológica del país desde su transformación de 1925, y la manera en que aquélla se acopla al movimiento ágil e intenso de lo novelesco. El ciclo en que se narra toda una época de aproximadamente tres décadas está formado por las siguientes obras: “La advertencia”, “El aire y los recuerdos” y “Los poderes omnímodos”, que han sido agavilladas LITERATURA DEL ECUADOR con el título global de “Los nuevos años”. A dicha trilogía vino a sumarse, en 1970, “Las pequeñas estaturas”, que es la novela más reciente de Alfredo Pareja, y desde luego la que más se ajusta a los cambios drásticos de la narración hispanoamericana contemporánea. Su propósito le vincula evidentemente a la anterior trilogía, pero no su técnica ni su estilo. El mismo autor lo advierte: “Este libro, aunque de forma y construcción diversas, es, a su manera, complemento o consecuencia de tres novelas anteriores, partes independientes del ciclo “Los nuevos años”. “Las pequeñas estaturas” se incorpora a la nueva corriente novelística. La elaboración de esta extraña narración es el fruto de una cultura bien alquitarada, de una asimilación esforzada de los elementos menos rutinarios de la creación novelesca, de una singular aptitud para las digresiones de tipo filosófico, de un impulso de cambio en el juego de las escenas, en la caracterización de los personajes, en la composición de los diálogos y de las largas y expresivas reflexiones monologadas; pero también es la consecuencia de una posesión sutil del idioma. El contenido, que en ningún caso es de fácil aprehensión porque no se halla en los moldes de la técnica ortodoxa, gira alrededor de los avatares de un pueblo sin nombre (que desde luego es el mismo del autor), atrasado, incipiente, ridículo en muchos respectos, uncido a los hierros invisibles que le imponen los países altamente desarrollados. Una revolución que se genera para conseguir una transformación económica y social es festinada por los falsos apóstoles de la salvación nacional, que todo lo controlan desde el gobierno, la banca, la industria y la explotación de los campos. Los revolucionarios forman el grupo de “las pequeñas estaturas”, denominación simbólica que tal vez alude a la condición a que les reducen los sacrificios, las per- 243 secuciones, los ocultamientos, la impotencia misma de su labor. La narración es compleja por la preponderancia de los ingredientes subjetivos, por la finura del tejido episódico, por la sutileza con que el autor ensaya su filosofía irónica y escéptica de la vida pública, por la simbología de expresiones y hasta de nombres de los personajes. Ello se acentúa por la forma inusual en que se arman los razonamientos individuales y el diálogo. A veces este sirve para que se expresen las criaturas de la novela y, simultáneamente, dejen ver lo que se oculta en sus mentes; otras veces se diluye en una sucesión de frases que se entrecruzan sin establecer con claridad la necesaria separación de los dialogantes. Los monólogos son verdaderas corrientes de conciencia que, al estilo de Joice, suprimen los elementos de la sintaxis común. Redama y Ribaldo, unidos por el amor y la fe revolucionaria, son los personajes destacados de esta singular novela. “LAS PEQUEÑAS ESTATURAS” Mi nombre es sólo Redama. Nadie lleva aquí nombres innecesarios, porque no tenemos historia personal que nos haya sido transmitida. Vivo donde el pueblo comienza a ser camino a otros pueblos. Unos pasos más allá de mi ventana, inmediatamente después de la quebrada de los desperdicios, que también es llamada de los gallinazos, mueren las calles, menos la recta, cuya prolongación se ondula a la distancia, para convertirse en hilo de agua o de luz, sobre las vueltas de una de las montañas que cierran los contornos de esta inmensa soledad de verdes, amarillos y azules. Esta es una casa de mujeres. Somos tres. Mi madre, Anáfora, y mi prima Edúrea, son las otras dos. El hombre de Anáfora, que no fue mi padre, pero como si lo hubiera sido, murió de repente en el jardín, cuando yo crecía todos los días un poco más que mi muñeca de trapo. Tenía ojos de agua marina, la piel de bronce, una cabeza abundante de cabellos ligeros, y la boca llena de cuentos. No era viejo; era 244 GALO RENÉ PÉREZ grande. Y nos pertenecía a las dos, a Anáfora y a mí. Edúrea nunca tuvo hombre. Desde esa muerte, la casa es como fue ese día, idénticas las habitaciones usables, y la clausurada, donde el hombre de Anáfora leía, escribía o meditaba, y cuya llave robé, por manera que me siento propietaria de un territorio libre. Anáfora encontró natural que la llave hubiera desaparecido, puesto que había determinado que nadie volviese a entrar allí. Hasta cierto punto la he obedecido. En cuanto al resto ordinariamente habitable, las tres mujeres estamos obligadas por el espíritu de la casa a decir siempre las mismas palabras, aunque alteremos su orden, salvo cuando algún suceso exterior pasa por nosotros como una efímera conmoción. El espíritu de la casa es inválido, petrificador. Y nosotros, tres pájaros mecánicos, que andamos en ella los pasos de la mañana, los pasos de la tarde, los pasos de la noche, hasta que, transcurrido un número cabal de idas y venidas, a cierta hora nocturna, cerramos los ojos para que se recarguen nuestros resortes y recomencemos a funcionar al amanecer. El jardín, en cambio, es fluido. Sus formas varían con la luz, de día, y de noche sin necesidad de que crezca la luna. Nada en él se ha detenido, ni los guijarros, ni los tallos, ni los gusanos, ni siquiera las espinas. Se encuentra todo tan espontáneo como se encontraba cuando el hombre de Anáfora se doblegó. Puedo, por consiguiente, hablar en su recinto de lo que se me antoje, puedo inventar y ser inventada, mientras ando por las sendas que dejan expeditas las plantas, dándole agua a las flores y cortándoles extremidades sobrantes. Hablo hasta de lo que la gente cree que no se debe hablar. Anáfora —prefiero llamarla así, y no por madre— sería feliz si pudiera acercarse con el cuerpo a las estrellas. Espera su muerte para saber lo que se debe de las figuras de luz que salen de la distribución de los astros en las noches limpias. Suele afirmar que ese es el itinerario por el que viaja la mente para acostumbrarse poco a poco a las distancias incomprensibles. Edúrea vino a establecerse desde la ciudad, hace quizá diez, quizá doce años. Vino porque quedó sola, cuando su padre, hermano de Anáfora, perdió la vida en la guerra que encabezó el general Milvino. Dice Edúrea que el general Milvino quiso salvar al país del desorden, tomó el capital, pero fue vencido por otro salvador, y hubo de huir al extranjero, mientras el principal de sus ayudantes, su querido padre, como ella lo llama todavía, fue hecho preso en el descanso de una retirada y colgado del árbol que le daba su sombra para sestear. Así lo cuenta con mil detalles cada vez que se le da ocasión. Edúrea es una mujer corpulenta, ni joven ni vieja, que habla inflando las palabras de autoridad. Pertenece completamente a la petrificación de la casa. Sin embargo, no tiene consistencia. Es un saco de ropas usadas, con una cabeza de girasol desorientado. Mi gran aventura, fuera de mí misma, ocurrió cuando conocí a Ribaldo. Lo conocí cuando vino al pueblo a hablar con los campesinos. Por oirlo, seguirlo y ver lo que hacía, perdí el canasto de las compras, pero Anáfora no se enojó, y Edúrea se satisfizo con darme una mala mirada porque se hallaba excitada con la novedad. Como cree haber vivido muchos años más que yo, Edúrea se toma derechos para vigilarme. Ribaldo convocó a los campesinos y les dijo que las tierras les pertenecían porque a sus antepasados les habían sido arrebatadas y porque por ellos eran trabajadas. Cuando terminaron de escuchar el discurso, los campesinos fueron en busca del primero de los propietarios, y le pidieron, en cuanto apareció en el balcón: —¡Patrón, devuélvenos las tierras! El patrón se echó a reír. Recobrado su seriedad, les explicó que debían estarle agradecidos por haberles permitido sembrar para ellos sus poquitos en los lotes por él generosamente asignados, única razón por la cual no habían muerto de hambre todavía y que si él no les hiciese préstamos, no tendrían otro calzón que el que una vez al año les regalaba para el trabajo, ni podrían emborracharse los sábados, ni acudir con sus críos a las ferias de los domingos. Como nada respondieran a esa peroración, les aclaró con mucha pedagogía lo que era el derecho de propiedad, y puso a Dios por testigo, ubicándolo con el índice entre las nubes. Los campesinos murmuraron entre sí, e insistieron como si nada hubiesen comprendido. LITERATURA DEL ECUADOR Ribaldo dice que las tierras son muestras. ¡Devuélvelas, patrón! Ante semejante insistencia, el patrón se encolerizó. Los llamó brutos, los llamó ingratos, los llamó revolucionarios, los amenazó con castigarlos y, después de castigarlos a conciencia, con llamar a las fuerzas de policía para hacerlos podrir en la cárcel. Por último, descargada su cólera, les dijo que Ribaldo había inventado esa mentira para que ellos le diesen huevos y gallinas. Esta vez, los campesinos respondieron: —Así ha de ser, patrón. La mayoría se retiró con sonrisas agridulces y meneos de cabeza, pero unos pocos quisieron otra prueba y marcharon a la casa del segundo de los propietarios. Este también se echó a reír, también los amenazó, también les dijo que Ribaldo era un mentiroso. Quedó entonces un grupo del tamaño de un puño. Y estos incrédulos resolvieron ir al despacho de la autoridad, a quien yo atribuía cualidades de ser casi sobrenatural, pues mandaba en todas las cosas del pueblo. Era un hombre gordo, era un hombre lleno de gorduras, con bigotes atufados, botas altas y un vozarrón de gárgaras, que frecuentemente me perseguía ensueños, aunque poniéndose caras distintas, lo que no me impedía reconocerlo. Yo le tenía miedo, aunque no podía substraerme de ser atraída por su misterioso poder, que en esa oportunidad disfruté al ver la soberbia con que, sin demorar en circunloquios, y echando palabrotas, gritó que encarcelaría a Ribaldo por agitador y mentiroso. Aquello convenció al pequeño grupo de campesinos, pero también los enfureció. Y corrieron las calles en demanda de Ribaldo, y yo tras ellos. Lo avistaron cuando se disponía a entrar en la fonda, y empezaron a arrojarle tortas secas de boñiga de vaca y las piedras que encontraron junto a la acequia en la cual se proponían sumergirlo, según lo venían vociferando. Pero Ribaldo, con gran agilidad, escapó a tiempo. Por un atajo, llegué antes que él a la calleja por donde habría de pasar, y le enseñé la puerta de la casa. No sé si lo hice por compasión o porque admiré en Ribaldo su desafío al inmenso poder del vozarrón. Sería por ambas cosas. Ni siquiera me detuve a 245 pensar si Anáfora lo aprobaría. Pero Anáfora, ya lo dije, estuvo amable y Edúrea, con tanta curiosidad, que supimos que Ribaldo había escrito, años atrás, manifiestos estudiantiles en favor del general Milvino, lo cual lo hizo grato a la sonrisa aguda del girasol, no obstante su mala mirada sobre mí. En la casa fue cuidado, hasta que se sosegaron los ánimos. Anáfora intervino ante la autoridad, que accedió por fin a no apresarlo, bajo la condición de que abandonase el pueblo y no volviese jamás. Firmó Ribaldo el compromiso, y se marchó. En vano esperé por largas noches que mi amigo viniese en sueños para ayudarme cuando el hombrón aquel se presentaba a atormentarme. Lo tomé como una ingratitud. Cinco años después, sin embargo, Ribaldo volvió. Fue a la hora del jardín, casi lo que se llama una hora nocturna, cuando apresuraba mi camino de regreso a la casa, por esa calle delgada, desde la cual los tres edificios principales de la plaza parecen abandonados o recién extraídos de alguna excavación, porque les faltan pedazos, unos hechos por sombras, otros por roturas. Los tres edificios son: la Iglesia de amarillo oxidado, muy flaca la torre, un gallo despintado en un hombro de la espadaña, y en la punta, la cruz; la Sala Municipal, de paredes enjalbegadas entre arcos pesados, chata y alongada como un establo construido en el aire; y las manchas de la vieja cárcel, transformada en el cine Apolo, sus rejas selladas por cartelones de pintura aguada. Venía él a paso lento, caviloso. No me vio, pero yo le detuve. —Tú eres Ribaldo —le dije—. Yo soy Redama, ¿no te acuerdas? —¡Redama! Parece imposible. —Han pasado años —Sí, todo es distinto ahora. Tú eres otra Redama, prisionera del sueño carnal. Has saltado a mujer. Todo es distinto ahora, te repito. Todo va a ser distinto mañana. —¿Cómo? —Porque ha llegado a la última etapa de discordancia en las estructuras opresoras. Se derrumbarán. Se derrumbarán las aduanas, los policías, las ventanillas de los bancos, las cercas de alambre, los galones y las charreteras, las puertas de acero, los mu- 246 GALO RENÉ PÉREZ ros de cemento, las calorías privilegiadas, los mástiles, las torres acumuladas. —No te entiendo. Sólo te pregunto, si no hay policías, ¿cómo se va a vivir? Vendrán los ladrones a cogérselo todo. —De las ruinas, Redama, de las cenizas del gran incendio, surgirá el amor. —Yo sentí mi corazón inquieto. Le dije que tenía que marcharme. —Espera, Redama. ¿Puedo verte mañana? —Ven a la casa. Así me lo explicarás mejor. —Espera. Te voy a advertir algo, para que confíes en mis palabras. ¿Ves esa cruz, ese campanario, ese gallo? Mañana no lo verás. No estarán allí. Me acongojó verlo levantar el brazo como una flecha de profeta. Mi malestar de pecho creció. Y me apresuré en despedirme. Cuando la noche y el día dieron una vuelta completa, Ribaldo vino, pero no entró a la casa por la puerta, sino que salió la tapia del jardín, donde yo paseaba mientras caían las sombras en el bronce líquido del aire. Quedé paralizada de horror. Pasó lo que pasó en un lugar desconocido. Puede que no haya existido nunca ese lugar, pero también es posible que existiera en cualquier parte. Por conveniencia, llamadlo país, si así lo queréis, pero no le déis nombre propio ni le fijéis espacio, porque lo convertirías en objeto de estudio, sería entonces devorado por el análisis, y quedaría reducido a fragmentos, cifras y curvas que la memoria no podría registrar. Ni las potencias del sueño, ni las potencias del amor bastarían para volverlo a encontrar. Y tendría que ser inventado otro, quizá mejor, pero ya no sería el nuestro. Lo que debe importaros no es, pues, ni nombre, ni raza, ni posición astronómico, sino que en ese país ocurrió un fenómeno de naturaleza y consecuencias que nadie en absoluto imaginara. No es que se transformaran las cosas en otras cosas, prodigio que hubiera podido atribuirse a un proceso de transmutación energética, enteramente aceptable en esta época de tan osada tecnología. Mas, en caso tal, nada hubiera cambiado. Las cosas hubieran permanecido como cosas, con su propia identidad, aunque nuevas y distintas al ojo, a la mano, al sabor acaso, pero no al corazón. Y lo maravilloso del cambio, ¡ay!, habría parecido al cumplirse, parecido con mayor ligereza que las ampollas de aire en los líquidos hirvientes. Bien sabéis, por otra parte, que un prodigio deliberado no alcanza a ser sujeto ni objeto de lo fantástico. No, no hubo cosa que cambiase de apariencia. Las montañas quedaron como eran, unas verdes o blancas, otras tristes y secas. Sombras amenazantes siguieron compungiendo al cielo en ciertas horas, pero en otras la frivolidad del aire venía a devolverle su translúcida condición de cristal. La duración del día no se alteró de modo distinto al usualmente traído en las vueltas del año. Las noches no dejaron de ser arbitrarias, clarividentes, lóbregas, azules, de terciopelo o de papel. Nada anormal fue advertido en la atolondrada movilidad de los insectos. Los ríos continuaron corriendo de las cumbres al mar. Y como antes, todos los desórdenes de l luz crecieron en las flores y volaron en los pájaros. Aunque no probado, es valor entendido que el hombre no es cosa. Por otra parte, si el fenómeno tuvo ciertos caracteres primarios de mutación humana, su final proporcionalidad hace penar que más bien se trató de un reajuste. Una reducción del habitáculo del alma, una eliminación de lo sobrante, eso es lo que aconteció. No habría, desde luego, sido portento, de haberse realizado en larguísimas duración, de innumerables generaciones desaparecidas, reemplazadas, multiplicadas por miles de millones de cadáveres. Pero lo que sucedió sólo en un día y una noche sucedió. Me creen cándida porque generalmente soy crédula. Anáfora piensa que mi inocencia me será perjudicial, pero yo sé muy bien que la inocencia no pasa de ser un nombre que se acomoda según quien lo aplique. Edúrea, para lo que le importa, atribuye mi supuesta candidez a una irremediable poquedad de inteligencia, combinada con algunas tendencias para ella reprobables. ¡Cómo se engañan ambas! No saben que me gusta divagar para huir de la petrificación de la casa. Hay largos silencios que me protejen, cosa para ellos innatural en muchacha joven y no sin atractivos, que debe ser parlanchina. Pero si veo un sapo adherido a la nuca de Edúrea o a Anáfora inmovilizada a un pie del aire, me pongo a contemplar paisajes que sólo yo conozco, porque advierto que en esos momentos la casa ya no exis- LITERATURA DEL ECUADOR te, que la piedra se ha ausentado, que las lágrimas no tienen por qué ser tristes ni saladas; entonces, ¿de qué asuntos pudiera hablar con las dos mujeres mayores de mi compañía? Cuando se repiten esas circunstancias, cuando yo soy la que realmente soy, o la que seré algún día en que mis órganos exteriores dejen de servir como simples conductos obstruídos por el ángel de la guardia, comprendo la inutilidad de una conversación que se transformaría en controversia perjudicial para todas. Sobre todo, si yo cediera, ya no volvería nunca más a ser la dueña de mis silencios. Quizá con Anáfora la relación verbal pudiera alcanzar ciertos niveles, parecidos a los que me trae la sigilosa impaciencia de mis meditaciones, pero si empiezo a rendirme a ella, la otra se aprovecharía de mi debilidad. Además, las pláticas de Anáfora no cambian, tienen excesiva coherencia, buscan una finalidad, son dirigidas, es decir, les falta libertad, de modo que ambas, si yo la atendiera como parece habría de ser mi deber, acabaríamos enfadadas, lo cual sería desaprobado por el hombre que murió en el jardín. No obstante, el haber ejercido con tanto ahinco mi libertad de percibir no me había preparado bastante para la sorpresa de la reaparición de Ribaldo. Un malestar insidioso me despertó en la mañana antes de la hora acostumbrada. Ciertamente, fue un malestar de anuncio, que gradualmente excitó el movimiento de mis manos, por manera que Anáfora me miró con ojos intranquilos y Edúrea me hizo preguntas de muestra regañona, a las cuales respondí con evasivas, y luego corrí a la ventana para ver la punta de la Iglesia, pero el gallo, la cruz, y todo lo demás estaban en su sitio. Me puse entonces a trabajar con hinco en sacudir el polvo de los muebles, hasta que mi piel se humedeció, y me eché donde pude para invocar a mis figuras, sin poderlo conseguir. Me asaltaban oleadas sucesivas de pena, porque no llegaba ni una sola imagen de las que mi corazón imploraba. Cuando el día perdió sus resplandores y llegó la hora propicia del jardín, entré en él para encontrar mis formas y sentir en todos los lados de mi cuerpo la alegría de tocarme con ellas. Interrumpida esa reconciliación de mis partes por la súbita aparición de lo que yo creí otra Ribaldo, el estupor fue como si hubiera visto, en una rotura ins- 247 tantánea de lo impenetrable, el nudo que ata lo real con lo fantástico. En la guía que preparaba para el turismo universal, en su mas completo sentido, pues incluía medios singularmente ingeniosos de comunicación ideográfica-luminosa con posibles visitantes del espacio, el país constaba en la larga lista de los subdesarrollados. Era cierto. Sus habitantes vivían más de la tierra que de las latas, más de la unidad que de la serie. No todos habíanse perfeccionado hasta llegar a verdaderos hombres de negocios, y los negocios se hacían sin logogríficas demostraciones, sólo a punta de ojo y regateos. Quizá por eso los anuncios comerciales no habían alcanzado el poder de transformación a niños en delincuentes ni a los adultos en fonógrafos. La velocidad de los automóviles era moderada, el fútbol se jugaba con los pies, no era muy blanca el azúcar, las papas no tenían sabor de arsénico y las naranjas entraban y salían del mercado sin maquillaje. Continuaban las vacas recibiendo directamente el amor de los toros, y en cuanto a los seres humanos, aun lo más racionales, lo hacían al azar, con el peligro del aburrimiento irreparable traído por las equivocaciones a primera vista, y sin valerse de la fidelidad de los computadores. Hacía muchísimos años que las fieras no merodeaban por la vecindad de las ciudades, pero tras de unas montañas bravas, hacia el corazón del mundo, el caminante osado escuchaba todavía la estridente voz de la bestia de trompa móvil, cuya pezuña pulverizada curaba el paludismo de unos hombres que allí cazaban desde antes de que la tierra fuera redonda. Se solía rogar a los santos, como en cualquier país civilizado, pero aquí los ponían de cabeza y les quemaban las pestañas con los cirios, si demosraban en conceder favores. En todas partes, en la selva, en el campo cultivado a buey y palos, en la ciudad o en la aldea, junto a las orillas del mar o en el aire delgado de las grandes alturas, santos y demonios coexistían pacíficamente, o, cuando más, luchaban a garrote y un poco de mentirillas. Y una bruja seguía siendo una bruja, y no un extremista cualquiera. Con tantas desventajas en contra, los hombres ilustres del país tuvieron que pedir en préstamo las ideas para organizarlo y dar coherencia a lo disperso de su despoblada geografía. Pero ocurrió que un 248 GALO RENÉ PÉREZ bando tomó una parte, y la otra la restante, por lo que, sin el contexto completo, las ideas resultaron contrarias. De ello se produjo una serie de guerras. Entre una y otra guerra, las ciudades hicieron sus leyes, y el campo conservó las suyas. Las primeras fueron escritas, muy bien caligrafiadas; las segundas no tuvieron esa necesidad. Finalmente, la fatiga de tanto guerrear hízoles pensar en un arreglo. Y la paz se hizo mediante un compromiso: los patriotas citadinos aceptaron quedarse solo con lo suyo, que eran bancos, comercio, industrias nacientes; y dejar a los patriotas del campo con las tierras y los hombres que las cultivaban. Fuente: Alfredo Pareja Diezcanseco. “Las pequeñas estaturas”. Ediciones de la Revista Occidente. Madrid, 1970, pp. 9-17. Pablo Palacio (1906-1946) Nació en la ciudad de Loja. Pasó fugazmente por las aulas y la cátedra universitaria y la vida pública ecuatoriana, pues su singularísima inteligencia tuvo la trágica declinación de la locura. Palacio murió en un manicomio a los cuarenta años de edad. Tres libros de narración componen todo su patrimonio literario: “Un hombre muerto a puntapiés”, “Débora” y “Vida del Ahorcado”. Pero lo desconcertante constituye el signo de ellos, y solamente la personalidad de Pablo Palacio -partida entre la sombra y la luz— podía haberlos creado. No tuvieron que correr sino pocos años para que esa sombra, invasora, le sustrajera para ella sola, apagando todo destello de razón en aquel extraño escritor. Se podrá pasar y repasar por las páginas de la literatura ecuatoriana, y no se dará con un nombre que acompañe al suyo por motivos de semejanza. Pablo Palacio es un autor solitario, acaso como ningún otro en el amplio conjunto de nuestras letras. Esto no quiere decir que él sea el mayor, ni el menos imitable. Se yergue señero porque su tempe- ramento, transido de reacciones contradictorias, que determinaron precipitándole en la locura, se mantiene único todavía. Habría necesidad de que comparecieran las mismas circunstancias desventuradas, seguramente mórbidas, que obraron en su alma, para que se diera un caso parejo al suyo. Su obra de madurez, en la que transparecen las cualidades de la experiencia literaria, es “Vida del Ahorcado”. Pablo Palacio la llamó novela subjetiva. ¿Será eso, en verdad? Quien quiera hallarle argumento, fracasará seguramente. El autor habla en primera persona, encarnado en la figura que discurre por esas páginas, y va despellejando sus ideas, sus obsesiones, aquel su mundo azotado por impresiones antagónicas. Y corta el hilo de su narración a cada instante, no tanto por voluntad artística ni caprichoso afán de originalidad, cuanto porque esas incoherencias, son las que reclaman a su espíritu ciegamente. Casi no hay capítulo en donde no se interrumpa de pronto el curso normal de sus ideas, para tomar un sesgo insospechado, para lanzar alguna expresión aislada y subitánea, a manera de dardo que se pierde en el vacío. El lector debe cobrar cierta elasticidad para saltar de rama en rama, entre zonas de aire. Se da cuenta, desde el comienzo de su aventura, que no hay la anunciada novela subjetiva. Quiere apoyarse en el soporte o estructura más o menos sólidos de toda novela, pero encuentra solamente los elementos disyuntos de esa trama. Quiere hallar un personaje de rasgos definidos, de rostro que no se esfume, y únicamente siente el soplo de un fantasma que el autor se lo escamotea cuando intenta aprehenderlo. Quiere descubrir una doctrina, una tesis clara y coherente, un pensamiento central, o siquiera un sentimiento más o menos constante, y no da con ellos. Quiere advertir siquiera la unidad externa, la usual, de la ordenación de los capítulos, o la relación lógica de sus títu- LITERATURA DEL ECUADOR los, y aun este empeño le es vano. El mundo creado por Pablo Palacio parece que obligara a las cosas a perder gravidez. La realidad se transfigura al tocar en su mente. Hay lugares de la “novela” en que el autor pretende la unidad de hechos dispersos a través de recursos de una endeblez evidente, como es el caso de invocar insistentemente, a lo largo de algunos capítulos, el nombre de “Ana”. Pero Ana no es un personaje corpóreo, de presencia visible: es apenas un nombre repetido en varias páginas del libro. Más justo sería dar a estos capítulos la designación de breves cuentos subjetivos, y aun en muchos de ellos, considerados independientemente, no dejará de observarse aquella falta de vertebración. A la postre, eso importa poco. Porque una atmósfera de sugestión, activa y extraña, se reparte por todo el libro, gracias a las originalidades de Palacio. En efecto, su manera de ver el mundo es bastante personal, y en muchas partes agudísima. Defiende su propia soledad, casi de modo obsesivo. “No me toques —dice en un párrafo de su libro— ¿Qué derecho tienes para tocarme? Mi piel es mía. Somos extraños el uno al otro y de repente estás tú aquí, atisbándome, violando mi intimidad, turbándome. Tus ojos los tengo en todas partes. Sobre mis espaldas, sobre mis manos, sobre mis cabellos, en mi pensamiento”. La inquietud hacia la demencia aparece y torna a aparecer en mas de una página. ¿Presentimiento quizás? Repárese en lo que le dice a uno de los fantasmas de su “Vida del Ahorcado”: “justamente como el parásito que ha tenido el acierto de localizarse en tu cerebro y que te congestionará uno de estos días, sin anuncio ni remordimiento”. Las interjecciones que de pronto escribe también parecen las de un hombre de mentalidad raramente excitada: 249 “Ji, ji, ji, ji, Huy, huy, huy. Ji, ji”. Los sentimientos, por otra parte, violentan la órbita de lo normal, y se empeñan en mostrarse con caracteres morbosos. En “Un hombre muerto a puntapiés”, dice Palacio: “Lo cierto es que reí de satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés. Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mi podía suceder”. Y continúa en otro párrafo: “Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro consideró que era muy poco castigo un puntapié, le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha. ¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés! Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz! Así: ¡Chaj! con un gran espacio sabroso ¡Chaj!” (Por cierto, el ya célebre cuento “Un hombre muerto a puntapiés”, que aquí se reproduce, constituye una de las narraciones maestras de la literatura ecuatoriana, y revela la excepcional capacidad de Pablo Palacio para ese género). Y si tan impiadoso es el espíritu con que este autor entra en sus temas, explicable es que use la ironía, la apreciación dura, el estilo descarnado e hiriente, como sus recursos literarios habituales. De “dolorosas claridades” califica él mismo a sus expresiones, y lo son por manifestarse, precisamente, tan descarnadas. Ante su desprecio cruel por las co- 250 GALO RENÉ PÉREZ sas humanas, el edificio de una gloria cualquiera —sea “la de Napoleón o San Bartolomé”— se viene abajo con sólo pensar que también los hombres superiores están sometidos a la humillación de los más rastreros actos cotidianos. En el breve conjunto de su producción admira, en fin, su agudeza para penetrar en las más íntimas reconditeces del alma, y desde luego la fuerza impar con que expone sus impresiones. UN HOMBRE MUERTO A PUNTAPIES “Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía Nº 451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó ayuda a uno de los chaufferes de la estación más cercana de autos y condujo al herido a la policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas. “Esta mañana el señor Comisario de la 6ª ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrir nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso. Procuramos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho”. No decía más la crónica roja del “Diario de la Tarde”. Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder. Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el “Diario”, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García. Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula. Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el por qué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa.— Esto es esencial, muy esencial La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (Véase Aristóteles y Bacon). El primero, la deducción me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que, parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método, lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja. La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido… (¿Cómo es? No recuerdo bien… ¿En fin, quién es el que sabe de estas cosas?). Si he dicho bien, éste es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven. Ya resuelto, encendida la pipa, y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer. LITERATURA DEL ECUADOR —¿Bueno, y cómo aplico este método maravilloso?, me pregunté. ¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años. Desalentado, tomé el “Diario de la Tarde” de fecha 13 de Enero —no había apartado nunca de mi mesa el aciago diario —y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio ¡—una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!— Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado. Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de “Esta mañana, el señor Comisario de la 6ª…” fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: “lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso”. Y yo, por una fuerza secreta de intuición que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes. Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era… No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras… Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible con pruebas. Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6ª, quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que ya quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente. —Ah sí… El asunto ese de un tal Ramírez… Mire que ya nos habíamos desalentado… ¡Estaba tan oscura la cosa!… Pero tome asiento; por qué no se sienta, señor… Como Ud.. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció… el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso… algún deudo; ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame… mi más sincero… —No, señor —dije indignado— Ni siquiera le he 251 conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más… Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? “Soy un hombre que se interesa por la justicia”. ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario! Para no cohibirle más, apresureme: —Ha dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas… El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin. Y se portó muy culto: —Usted se interesa por el asunto. Llévelas, no más, caballero… Eso sí, con cargo de devolución —me dijo, moviendo de arriba abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos—. Agradecí, infinitamente, guardándome las fotografías. —¿Y dígame usted, señor Comisario, no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo? —Una seña particular… un dato… No, no, pues era un hombre completamente vulgar. Así, más o menos de mi estatura —el Comisario era un poco alto—; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular… no… al menos que yo recuerde… Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo. Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico, eran preciosos documentos. Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance. Lo primero es estudiar al hombre me dije. Y pues manos a la obra. Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios. Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo. ¡Esa protuberancia fiera de la frente; esa larga y extraña nariz que se parece tanto a un tapón de cris- 252 GALO RENÉ PÉREZ tal que cubre la poma de agua de mi fonda; esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado! Cogí un papel, tracé las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluído, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable… ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que al ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer. Después… después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se les pega a las efigies de los santos. ¡Magnífica figura hacia el difunto Ramírez! ¿Más, a qué viene esto? Yo trataba… trataba de saber por qué lo mataron… Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones: El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (Un individuo con la nariz del difunto no pudo llamarse de otra manera); Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero. Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad. Sólo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declaro por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo. ¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido en seguida en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna. ¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no que- rer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. ¿Por ejemplo, qué de vergonzoso tendrían estas confesiones?: “Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de cañalla; me lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado”; o “Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí”; o “Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos”. Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso. También era muy fácil declarar: “Tuvimos una reyerta”. Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero, su confesión habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores. Nada, que lo que a mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos: Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día doce de enero de este año. Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos. Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad teatro del suceso. La noche del doce de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón LITERATURA DEL ECUADOR que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquier oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire. Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso. Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos. Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas… Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimose al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente. Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió. —¡Pst! ¡Pst! El muchacho se detuvo. Hola, rico… ¿Qué haces por aquí a estas horas? —Me voy a mi casa… ¿Qué quiere? 253 —Nada, nada… Pero no te vayas tan pronto, hermoso… Y lo cogió del brazo. El muchacho hizo un esfuerzo para separarse. —¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa. Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando: —¡Papá! ¡Papá! Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo. Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo. —¡Qué quiere usted, so sucio? Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso. Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como un salchicha. ¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés! ¡Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz! Así: ¡Chaj! con un gran espacio sabroso. ¡Chaj! Y después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas, agitado por el instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen sus víctimas a puñaladas! Ese instinto que presiona algunos dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los amigos hasta que queden amoratados y con los ojos encendidos! ¡Cómo batiría la suela del zapato de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez! ¡Chaj! ¡Chaj! vertiginosamente 254 GALO RENÉ PÉREZ ¡Chaj! en tanto que mil lucesitas, como agujas, cosían las tinieblas. Fuente: Pablo Palacio, “Un hombre muerto a puntapiés”, de Biblioteca Ecuatoriana Mínima, Volumen Novelistas y Narradores, Puebla-México, 1960, pps. 623-633. Enrique Terán(1887-1941) Nació en Quito. Se educó en esta ciudad y en Londres. Disfrutó de una atmósfera familiar propicia a la cultura, a las manifestaciones artísticas, a la austeridad de los hábitos, al desembarazo de la conciencia y la libre expresión del pensamiento. Su padre, el General Emilio María Terán, fue un militar de excepción, pues que profesó con rasgos de ejemplaridad las armas y las letras: combatió heroicamente en las contiendas liberales de Eloy Alfaro, pero con igual denuedo sirvió al país como juez, legislador, diplomático en la Gran Bretaña, Rector de la Universidad Central. La consecuencia de todo eso fue que cayera asesinado en las calles de Quito (más de una trágica paradoja encierra la historia ecuatoriana). La familia íntima del General tuvo devoción por la música. Sus hijos, acompañados por Gustavo Bueno, formaron un cuarteto de cuerdas que actuó provechosamente en el adormilado ambiente quiteño. De aquellos tres descendientes el de veras destacado fue Enrique Terán. Realizó éste, como parte de una amplia vocación artística, estudios de violín en Quito y en Londres. Y la docencia de esa misma especialidad la ejerció en nuestro Conservatorio Nacional de música. Otras expresiones de su condición de artista fueron las del dibujo y la caricatura. Dominó como pocos la pureza de la línea, y sobre todo la perspicacia para la interpretación irónica de las interioridades anímicas de las figuras estampadas en sus trazos. Fundó la revista Caricatura con escritores y artistas de hace más de cuatro decenios, cuyos nombres no han podido ser arrebatados por el vendaval de tantas publicaciones ecuatorianas periódicas de todo carácter y ralea: Jorge Carrera Andrade, Nicolás Delgado, Carlos Andrade (Kanela), Guillermo Latorre. Sobresalió Enrique Terán no únicamente en esos trabajos, sino también —y más que en ninguno— en los de escritor. Fue periodista político del diario La Tierra, de orientación socialista. Publicó páginas de variada índole en la revista Mensaje, animada en común esfuerzo con el poeta y crítico Ignacio Lasso, mientras los dos ejercían de Director y Secretario de la Biblioteca Nacional de Quito. Ambos murieron de la misma enfermedad violenta casi en forma simultánea. No alcanzó Terán a editar su novela Huacayñán, ni su breve producción dramática. Por el año cuarenta ya lo conocía yo personalmente. Desempeñaba él sus funciones en la Biblioteca Nacional, y era yo uno de los alumnos del colegio Mejía que más asiduamente se encontraban en aquella sala de lectura, pobre pero presidida, en la parte alta y frontera del interior, por un enorme lienzo en que se había pintado con caracteres oscuros esta advertencia solemne: ¡SILENCIO! Me llamaba la atención —como a todos— la figura menuda del director. Era éste un hombrecillo de algo más de un metro de estatura. Vestía invariablemente de negro: zapatos negros, traje negro, sombrero negro; y negro era, por añadidura, el cerco de sus lentes desmesurados. La chaqueta, a manera de sobretodo, le llegaba holgadamente hasta las rodillas. Tenía el rostro redondo, barbilampiño y casi tan cristalino como sus lentes; era lacia y abundante su melena; blancas y regordetas sus manos, que las llevaba casi siempre caídas en el fondo de los bolsillos de su extraño gabán. Su LITERATURA DEL ECUADOR voz, notoriamente atiplada, contribuía a darle un aire aun más infantil o femenino. Pero sus habituales arranques de violencia producían, de pronto, una impresión totalmente distinta, y dejaban apreciar un alma agigantada, aguerrida, cargada de voluntad varonil. Yo nada sabía para entonces de su condición de escritor, de músico, de dibujante, de investigador, y menos de sus refriegas de luchador político. Pero sin duda sentía el influjo indeliberado de su personalidad, y por eso, siempre que aparecía por los corredores superiores de la sala de lectura, levantaba yo mis ojos del libro abierto, y los fijaba en él con curiosidad tan ávida y callada que su imagen se me ha quedado prendida en la memoria. Hubo al fin una hora en que Terán y su secretario —Ignacio Lasso— repararon en mi, en mi presencia de adolescente solitario, en mi asiduidad de lector. Y comenzaron a tratarme con simpatía de amigos. Por desventura, muy poco después la muerte los arrancó del único mundo en que yo los ví, cuyo límite fue un invariable horizonte de libros. La figura de Enrique Terán se me fue completando paulatinamente, a través del comentario oído en las aulas del colegio y del progresivo contacto con las páginas que él escribió. Fui entonces sospechando que aquella vida sufrió de algún modo la tragedia de saberse encerrada en una anormal como minúscula envoltura corpórea. Y hasta llegué a notar el contraste doloroso que se había producido entre su fervor para toda suerte de actividades colectivas —entre ellas las docentes y políticas— y su imperativa necesidad de aislamiento. Fue Terán un solitario radical. En sus habitaciones se recluía a satisfacer su hurañía íntima, rodeado tan sólo de sus viejos perros. Ellos eran sus compañeros a la hora de la mesa. Quizás se debería creer que el agnosticismo que le embargaba, su porfiada actitud blasfematoria, su odio a la Iglesia, su in- 255 clinación al apunte burlesco, sus actitudes escépticas: en fin, algunos de sus desahogos de inconformidad y oposición crítica, provenían no solamente de su formación mental, sino también, como algo más impulsivo o espontáneo, de los desajustes propios de su triste realidad individual. La creación literaria más importante de Enrique Terán fue la novela EL COJO NAVARRETE. La publicó en ‘Quito, en 1940, con prólogo de Ignacio Lasso. Fue fruto de su madurez. Frisaba él entonces en los cincuentitrés de edad. Despertó la obra juicios laudatorios en este país, aunque buena parte de ellos se quedó confinada en la superficial y pasajera expresión oral. Esa, acaso, ha sido la razón del olvido o del general desconocimiento en que ha permanecido hasta ahora. Más allá de las lindes nacionales ni siquiera ha circulado, a pesar de ser tan claros y legítimos sus atractivos. Los episodios se van vertebrando con animada llaneza y siguiendo una dirección central. No se perciben muestras de esfuerzo o de artificio. Hay riqueza del detalle en la armazón de numerosas escenas, pero el autor no se desorienta ni se fatiga, y —lo que es desde luego importante— tampoco el lector corre ese riesgo. Los antecedentes se establecen con despejada visualidad, y por eso los hechos, cuando van tomando lugar, dejan apreciar su concatenación lógica, su progresiva maduración, sus características de remate fiel, que ni se ha improvisado inhábil y desaprensivamente ni ha permitido que desfallezca el elemento novelesco de la expectación. Lo encomiable, por cierto, es que aquellas premisas no están constituidas exclusivamente por circunstancias externas, sino por el paulatino descubrimiento de motivaciones psicológicas, por el desarrollo neto de los estados espirituales de los personajes. 256 GALO RENÉ PÉREZ Hay en el dilatado ámbito de la narración, con un ensamble también atinado, y como natural ramificación del tronco episódies principal, un buen número de escenas cuyo colorido y expresividad las va convirtiendo en imágenes pueblerinas de sello costumbrista fuertemente sugestivos, y que quizás son de las más logradas en la literatura ecuatoriana: los domingos lugareños —”espejo de sol y de campanas”— con su misa, sus charlas en la pulpería, sus juegos en la plaza y la taberna, su lidia de gallos (el capítulo de ésta es sin duda antológico). Y luego la doma del potro, la fiesta melancólica del cholerío —en el curso de cuya descripción se han recogido viejas canciones de la sierra—, los pintorescos y rumorosos conciliábulos de peones y domésticas de hacienda, las riñas de borrachos, las condiciones sociales y anímicas de la gente negra en los valles del Chota. La evidencia de cómo domina Enrique Terán, con destreza tan inusual, la técnica propia de la novela, desconocida por muchos de los usurpadores del género y promotores de un fácil trastorno de sus normas, no se halla únicamente en la buena articulación de los hechos, donde rara vez nos deja notar dislocamiento o debilidad de la tensión narrativa. Esa evidencia es perceptible también en el estilo de las descripciones, socorrido por un lenguaje de comparaciones y metáforas eficaces; en la propiedad de los diálogos, ajustada totalmente a los ambientes y condición de las personas; en la espontánea soltura del movimiento de éstas, como dueñas de sus gestos, de sus frases, de sus actos y actitudes. Los personajes que se animan en esta sólida creación de Terán no se nos aparecen, por eso, como simples entelequias literarias. La niña Rosa Mercedes, el cholo Juan Navarrete, el General Galarza, la voluptuosa y otoñal María Luisa, el grupo de los latifundistas, la autoridad del pueblo, el afanoso gremio de los políticos, los indios: todos tienen una auténtica gravitación humana. Responden a los hechos y a las cosas bajo la determinación de su propia individualidad, de lo que son ellos mismos, cual si la mano del novelista hubiera obrado sólo como instrumento vivificador. A manera de ejemplo es suficiente recordar la confrontación entre la libido del chalán Navarrete y los confusos deseos y temores sexuales de la patrona ña Rosita Mercedes, que va gestando progresivamente, a lo largo de la narración, el hecho brutal pero apasionado de la violación. Las partes preponderantes de EL COJO NAVARRETE están ligadas a la época del gobierno de Alfaro. Si bien algunos de los personajes principales sirven a “la gran causa” de las luchas liberales contra los grupos de sedición conservadora, el autor no deja de hacer correr sus juicios escépticos, y aun sarcásticos, contra el Caudillo, que ha tenido la “debilidad” de contemporizar con la reacción, que ha sido “ingrato” con los suyos, y que no ha traído ningún beneficio a la masa lastimera y acorralada de los indios. Terán no renuncia a ejercitar, en muchos de los capítulos, su agudo temperamento de crítico. Justo será que se diga, por fin, que EL COJO NAVARRETE es de lo más hermoso y representativo de la novela hispanoamericana dentro de su tradición social y realista. “EL COJO NAVARRETE” CAPÍTULO IV: RIÑA DE GALLOS (FRAGMENTO) —Ahí estaba el “gallo asesino”; qué bien lo mordieran en una cazuela con papas enteras. El “político” dirigía la contienda galluna, como un pretor romano. Se ensanchaba, hacíase más sitio entre la gente. Quería atmósfera para su inmensa grandeza de autoridad; sentir los codos de la cholada. Era una democracia conculcadora de sus irrestrictos derechos. Habría querido ser más gordo, más inconmensurable, para captar un poco más de autoridad. ¡Cuán- LITERATURA DEL ECUADOR to envidiaba a los Panchi, por su crecida barba! Desgraciadamente era un cholito flaco, raquítico y lampiño; hijo de una panadera, a quien conocieron de centro y hasta de poncho. Y ya comenzaba a imponer silencio. No le hacían caso; pues tenía una voz aflautada, tan débil y cursi, que era como la voz del “pícolo” escamoteada por el ronquido de los “contrabajos” de los Panchi. Nadie, nadie le miraba ni le oía. Para los chagras había dejado de ser el “político”, desde que la pelea de gallos no era una contravención, ni tal autoridad estaba en su tienda de la plaza, con su mesa de Chillo y los dos rifles de los chapas —léase carabineros— Para todos era el “palomo”, en aquel instante, como “paloma” la llamaban a la madre. Hablaba a gritos, porque se levantaba un murmullo sordo desde la olla del redondel, junto con el calenturiento vaho de los cuerpos sucios. Los que tenían un gallo en sus manos, se pegaban a quienes cargaban una botella. El bullicio decayó cuando dio comienzo. Algunos encuentros preliminares —no tan salvajes como los de “Madison Square Garden” —robaron la frenética atención del auditorio. Un gallo rojo y otro verde se encaraban temblorosos. Algunos gritos de apuesta, y pocos de aliento, rezongaron entre la concurrencia. —Ya mismo sale corriendo —gruñó Castañeda, chupando un tabaco de guango. Rosario Yangüez, uno de esos contrabandistas de “San Antonio” y la “Calera”, recibió como una ofensa. —¿Quién sale pes, corriendo, carcoso? —¡Ambos! —intervino con voz ronca el Manuel Silva Zono, conocido en la región por sus agudezas. Una carcajada estalló en el redondel. Los gallos se asustaron y cacareando, salieron en carrera. El juez dio por terminada la pelea, declarando enfáticamente: —¡Empate, empate! Los dueños de los gallos corridos, tomaron sus avechuchos y desaparecieron más velozmente que los gallos. Todos reían. En diversos grupos se devolvían las apuestas. Desde una ventana que espiaba al patio o redondel, un viejo enfermo de lepra miraba con ojos de vidrio el dinero que relucía en manos de los apostadores; 257 acaso corrieron los gallos por haber visto su cara remolida, sanguinolenta, y la interrogación profunda de sus ojos, más curiosos, porque debían cerrarse mas pronto. Un chagra alto, observador, uno de los Panchi, que estaba abstraído mirando la cara trágica del enfermo, se acercó a Navarrete. —Dame una copa, cholito; se me salen las entrañas viendo… —Toma la copa. ¿Qué viste? —Nada; salud —y en voz alta, como para distraerse, siguió—: ¡Psh! esto ya es demás. Traer estos disparates de gallos, acá, buenos para un cariucho con papas y harto ají. Navarrete se despreocupó. Isidro Guabecindo, el borracho popular, que vivía y bebía a costa de su ingenio y de su chiste, reparó: —No se comerá solo, don Elías Panchi. Manuel Silva Zono metió cuchara en el “cariucho”: —¡Claro, pes, con semejante cuerpazo, ¿qué es, pes, un triste gallo? Sólo en alimentar la barba ha de irse medio gallo. —¡Ojalá se le enreden las espuelas del gallo en la barbota! Explotó una carcajada sonora. Los Panchi enroscaron la barba y juntaron las cejas. —¡¡¡Haber, vamos con la otra pelea!!! —gritó el “palomo”. Le tocó el turno a Navarrete. Aquélla fue la pelea de fondo. —¿De quién es el gallo que va a ser víctima? Sólo uno de los apóstoles lo sabía. —Del señor don Leonidas Gangotena… Un frío respeto circuló por la gallera. El señor de los “obrajes” y de las “mitas”; el señor feudal, de horca y cuchillo; el amo, aliado de la religión y de la autoridad política, reaparecía por un conjuro retrospectivo de la historia. Los campesinos, instintivamente, plegaron las alas de su expansión entusiasta y mostraron la humildosa careta del esclavo o del concierto. —No está aquí —alegó respetuosamente el juez. —Dijo que le llamen no más; que ha de estar onde la maistra de escuela. Por lo bajo se guiñaron muchos ojillos picarescos. En diferentes grupos cuchicheaban algo acerca de la segura derrota del gallo del chalán. Lo veían un 258 GALO RENÉ PÉREZ poco nervioso, sus ojos saltaban de rostro en rostro, y había inquietud en su mirada: ¡ni que fuera a pegar el amo Gangotena en persona! El chalán púsose a hacer fricciones de aguardiente en las canillas de “Tolima”. Los Panchi se apersonaban en interés del chalán. La mirada fija y la sonrisa abotagada, tonta, del enfermo que cubría mal su cara sangrienta con los trapos sucios, estorbaron a Navarrete. —Este hombre debe ser de mal agüero, —se dijo—; encargó su gallo a uno de los Panchi, y fue al interior de la casa. Encontró a una de las hijas de la dueña de la casa, la que remendaba una colcha vieja. —Ve, Ignacia, cerrale la ventana a tu taita. Me parece que me va a hacer perder el gallo. —Calle, fiero, abusionero; déjele que siquiera se distraiga, así no nos estará insultado. —Si no le cierras la ventana, no pelea mi gallo, carajo! —Bueno, ya voy… dará, pes, las ganancias… —Te ofrezco, eso si gano la pelea. Siquiera ponele una vela a tu peshte San Antonio, elé! ¿Querís? —Con vela mesmo está, pes. Regresó Navarrete. Algunos gritos reclamaban apostadores al gallo de Gangotena. Nadie quería apostar sin conocer el gallo, porque al señor Leoncio ya le conocían. Llegó en este instante el señor feudal, acompañado de sus esbirros. Un paje con zamarras traía al gallo. —¡Ah! —¡Uh! —¡Oh! —¡Ih! —¡Qué feroz, el pico e lora! —¡Se lo comió al asesino! —¡Onde sabría, pes, tener este elefante! —¡Ah, carajo, eso, ca, ya no es coteja! ¡Qué gracia! Espontánea expresión de asombro surgió del redondel. Era un gallazo enorme, de pata negra con zamarras, como el paje, la más temible entre técnicos agrarios; de cresta cachuda y gran espuela roncadora. Es decir, un señor respetable, cuya sola presencia hizo enmudecer a la afición. La presencia, en esta tierra de fetiches, vale intrínsecamente, aunque excluya toda cualidad. Por eso, los Panchi eran las figuras representativas de la región. El gallo tenía presencia, condición esencial hasta para ser Presi- dente de la República… Y Navarrete quedó pensativo, presintiendo la suerte que esperaba a su adorado “Tolima”. ¿Reservaría su plata para lanzarla después de la primera cruzada o “careo de gallos”? Naturalmente, las apuestas favorecieron al pupilo del “distinguido” latifundista. Los Panchi, conocedores de gallos y de cabalgaduras, apostaron al del chalán. Navarrete metió sus primeros veinte sucres. La vocinglería de las disputas y de las apuestas al menudeo, se enardeció como un oleaje de tormenta. Los que más gritaban eran aquellos “luminarias”, que no intervienen en asuntos de dinero. Los “Limpios”, adjetivo consagrado. El señor Gangotena sacó una cartera repleta de billetes. La gente se estropeaba por echar la vista encima. Pagó a todos los que iban en su contra. —¡Ya!, largar los gallos… —gritó el “palomo”. Se apelotonaron unos sobre otros. Se escuchaba el aliento zozobrante, nervioso. Los ojos pelados, con una luz de interés, se prendieron en el redondel. Los gallos se miraron largamente, con la gorguera aplanchada de las iras. Reinó un silencio profundo. Se hicieron más claras las respiraciones; palpitaban anhelantes. Los ojos desorbitados recorrían las patas escamosa de los gallos. Se habría dicho que miraban otras pantorrillas, por la vehemencia de su gesto… Por la ventana baja, los ojos verduscos del enfermo acechaban la pelea, en el hueco de un cristal roto. Era el leproso, que parecía desgarrarse el cuello con las cuchillas del vidrio roto. Navarrete regresó a ver aquella ventana, y frunció el ceño. En ese instante, el viejo desvió la mirada hacia el interior del cuarto, y unas manos de mujer cerraron las puertas de madera. La cara que puso el enfermo hizo gemir de dolor a Navarrete. ¡Toda la semana había esperado la pelea de gallos en el mismo sitio, el pobre enfermo! ¡Ahora le cerraban, porque no podía defenderse! Oprimido el corazón, dio un salto el chalán y, olvidando su pelea, gritó desde la puerta del cuarto: —¡Ignacia, abrile no más la ventana! ¡Pobrecito, que siquiera goce un rato: infeliz! Fuente: Enrique Terán, El cojo Navarrete. Colección Básica de Escritores Ecuatorianos, Tomo I, pp 105-113. Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1979. LITERATURA DEL ECUADOR Pedro Jorge Vera (1914-1999) Nació en la ciudad de Guayaquil. Allí mismo realizó sus estudios. Siguió la carrera universitaria de leyes, pero no la terminó. Se dejó arrebatar, en los tempranos días de insumisión y escepticismo de su juventud, por las fuerzas atorbellinadas de la política. Desde entonces ha entregado conciencia, sensibilidad e imaginación a la atmósfera de azar y duelos, de confusión y contrastes, que ha caracterizado a la vida pública ecuatoriana. Por eso su obra literaria —más aun la de naturaleza periodística— se ha mostrado frecuentemente como un especie de cordaje tenso, dispuesto a vibrar bajo el pulso de una voluntad desapacible, que ama las desazones de la lucha. Y por eso, desde luego, la órbita de sus actitudes individuales y de sus trabajos de escritor ha despertado más de una vez enconos y querellas, y, por lo común, juicios contrapuestos. Pero en todo caso, y por sobre las inevitables divergencias de credos, pasiones, ideas y opiniones, es honrado que se recomiende la fijeza de su orientación política. Vera ha permanecido a lo largo de varios decenios en una posición partidaria inmutable. Las contradicciones que quisieran advertírsele en sus pugnas y refriegas no han conspirado a debilitarla o cambiarla. Su participación en el flujo de los acontecimientos nacionales no le ha movido del ángulo de la extrema izquierda en que decidió ubicase. Y esa participación ha sido casi exclusivamente la del sagitario. No ha ejercido más funciones públicas que las de Secretario General de una Asamblea Nacional Constituyente. Su tiempo cotidiano ha sido compartido por las labores de creación literaria, su ejercicio de columnista de varios diarios del país, la edición de revistas de carácter polémico y, durante algunos años, su docencia universitaria. Fue fundador de dos publicaciones que circularon re- 259 gularmente con alguna profusión: “La calle”, acompañando al escritor Alejandro Carrión, y “La mañana”. Esta fue clausurada en 1970, por orden gubernamental, y su director recibió pena de prisión. Pedro Jorge Vera, aparte de su abundante producción periodística, ha escrito varios libros, y en géneros diferentes. En la poesía: “Carteles para las paredes hambrientas”, “Nuevo itinerario”, “Romances madrugadores” y “El túnel iluminado”. En la novela: “Los animales puros”, “La guamoteña”, “La semilla estéril”, “Tiempo de muñecos” y “El pueblo soy yo”. En el cuento: “Luto eterno y otros relatos” y “Un ataúd abandonado”. En el teatro: “El dios de la selva” y “Los ardientes caminos”. Ha obtenido premios nacionales en el Ecuador. Lo primero que agavilló en su profesión literaria fueron sus poemas. Apuntaron en ellos su brío de mocedad y una impulsión de insofocable rebeldía. Hallábase en apogeo cierta condición épica del verso, que buscaba ser mas evidente y conmovedor mientras más herido en las zarzas de la problemática social. Pero infortunadamente, junto con el aprovechamiento legítimo de sus atributos, hubo pronto el abuso, punible en el recto juicio del crítico, y la impostura, a que conducen los desafueros de una imitación simiesca. No tardó en consagrarse la designación peyorativa de poesía de cartel para definir a tanto amago de creación socializante. Ocurrió lo de siempre: la multiplicación de lo desmañado y lo fácil —que parece durar todavía— sobre las ruinas de los rigores estéticos. Vera, inmune a los estragos de esa viciosa propensión, defendido por su propia conciencia del ejercicio lírico, escribió composiciones en que se ve la natural aleación de la vehemencia política y el celo inteligente de la expresión. El esfuerzo por mantener en una línea estable las calidades de su verso, si bien no siempre feliz, es 260 GALO RENÉ PÉREZ digno de ser reconocido y recomendado. Algo más: su caso de creador de poesía se revela un tanto único entre los narradores de este país. Y si es cierto que aquella estación de su lirismo se ha ido quedando lejos, también lo es que sus destellos han porfiado en mostrarse en algunas de sus piezas dramáticas y en la rotundidad de algunos efectos de lenguaje de sus cuentos y novelas. Con sus trabajos de periodista ha acontecido algo similar, porque han conseguido reflejarse en el estilo de su prosa narrativa. Pedro Jorge Vera se fue estableciendo ya en un campo que parece el mas apropiado a su vocación: el de narrador. Tanto sus relatos breves como sus trabajos novelísticos encierran méritos innegables. Entre aquéllos es representativo su “Luto eterno”: sobrio en su estilo, seductor en su animación interna, ágil y eficaz en la caracterización femenina, bien enhebrado en sus contingencias episódicas, fiel en el reflejo de los hábitos falaces de los grupos familiares y sociales, irónico en el juego de sus rápidos matices descriptivos. También alcanzan contornos sobresalientes sus cuentos de “Los mandamientos de la ley de Dios”. En ellos se ha hecho uso de la motivación política sin eludir las exigencias de la técnica misma con que se arma una narración. Los ingredientes poéticos del lenguaje y los influjos emotivos alternos, de la desesperación y la ternura, van comunicando fuerza persuasiva a la evocación veraz de los hechos. Un buen ejemplo de eso es la eliminación sangrienta del Che Guevara, en el “décimo mandamiento”. Y pues que hemos vuelto a tocar el punto de la inclinación política premiosa de muchas de sus creaciones, conviene tornar brevemente la dirección de estos juicios a su más reciente novela: “El pueblo soy yo”. Vera ha dicho que ella “no es historia, pero está inspirada en la historia y envuelta en ella”. Se ha opinado, de modo consecuente, que “es la síntesis de la tragedia del pueblo ecuatoriano en los últimos cuarenta años hecha novela”. La obra se muestra, en efecto, como una simbiosis de ficción y de reminiscencia. Una realidad todavía fresca, que ha estado a ojos vistas de varias generaciones, que la han experimentado de algún modo, y que precisamente por la ausencia de una perspectiva mayor ha tenido juicios e interpretaciones contradictorios, se ofrece imbricada con los elementos imaginativos propios de la novela. Proceder de otro modo hubiera sido dejarse avasallar por la esquematización simple, huérfana de vigor creativo, de las crónicas. Después del primer capítulo, caracterizado por una evidente lentitud, empieza a notarse el brío con que va a correr toda la narración, fruto de una personalidad ya familiarizada con el género. Hay entonces la presencia sucedánea de imágenes vivas, en que se articula con animación natural su movimiento. La historia asume una rápida corporeidad en el marco del acontecer político interno, y en el de la aciaga peripecia limítrofe con el país del sur, y en el de algunos de los problemas que han puesto su agriedad en el gesto del mundo contemporáneo. El novelista no intenta deponer, en la composición de varios cuadros, su propia pasión personal. El testigo se trueca en fiscal, sometido ya al capricho de sus reacciones íntimas. No se cuida entonces, en ese plano, de resbalar hacia los excesos de la caricaturización desaprensiva, o de la burla enojosa y el desdoro de las figuras que pasan por su relato. A ello han obedecido la insatisfacción y el rechazo que éste ha encontrado en mas de un sector de sus lectores. Pero el caudillo mismo —o sea el protagonista de “El pueblo soy yo”— es tratado con un comedimiento analítico que no han conocido sus semejantes en las demás novelas hispanoamericanas, blanco de ataques verdaderamente corrosivos. Ex-alumno LITERATURA DEL ECUADOR de la Sorbona, exasperado periodista que anatematiza el vicio y la ignorancia, legislador cuyo despliegue oratorio desordena lo establecido, intérprete usurario de los reveces y desconciertos colectivos, depositario de la confianza del clero, dialogante espiritual dispuesto a las admoniciones del déspota a quien liquidó la pluma de Montalvo hace más de cien años, arrebatado en sus decisiones dictatoriales y en sus reprimendas y represalias, mítico, omnipresente aun a través de las ausencias, ligado al destino del país como si fuera su “encarnación misma”: así está definido por Vera el carácter del mayor caudillo ecuatoriano de las últimas décadas, aunque trate de verlo bajo el nombre supuesto de Manuel María González Tejada. En lo que ataña a “La semilla estéril”, otra de sus novelas bien se puede soslayar el recuento de sus escenas —numerosas, nítidamente perfiladas, atractivas por su rica movilidad, de fácil captación por su atinado ensamble— para indicar únicamente lo que en aquélla se muestra como prominente. Ante todo es evidente que el autor ha rehusado ser un discípulo dócil de las corrientes subvertoras de la técnica novelesca contemporánea. No ha cedido a las tentaciones en que tantos otros han caído, muchas veces sin escrúpulos de conciencia y destituidos de capacidad para ello. En “La semilla estéril” se advierte que el estambre de los episodios es el tradicional. No se producen deliberados quebrantamientos de la unidad argumental. Tampoco transposiciones bruscas de hechos ni de esquemas temporales. Las descripciones no han admitido los alardes de audacia de la más reciente modernidad. El relato se hace en tercera persona, con la inevitable proyección de las reacciones mentales del autor en el movimiento anímico y la conducta de los personajes. Quizás por eso se deja notar, en partes del 261 monólogo de éstos, cierto exagerado celo reflexivo. El cuadro de tiempo que se despliega para el curso de las acciones es apreciablemente amplio: comienza en los años tempestuosos de las campañas guerrilleras de Alfaro —postrimerías del siglo decimonónico— y llega hasta momentos muy próximos a nuestro presente. Dos o tres referencias, de contenido económico, político o doctrinario, sirven para crear la imagen de cada período. Y los eventos de la trama narrativa se enlazan de padres a hijos. Con un orden cronológico más bien lineal. Los antecedentes de los actos y las actitudes de las figuras principales quedan explicados en la experiencia vivida por sus progenitores. Los afanes de dominación en los grupos sociales y de influencia determinante en la atmósfera impura de banqueros y comerciantes, explícitos en el destino de Agustín Toral, no son sino el efecto de la historia y el temple de su padre. La inextirpable pasión revolucionaria de Elena no es sino consecuencia del despojo de tierras y el crimen cometido contra sus íntimos. Los conflictos y la inestabilidad de las condiciones éticas, intelectivas y emocionales de la nueva generación de los Arancibia proceden, a su vez, de la codicia y el inescrúpulo familiares. Ahora bien, la figuración de algunas de esas personalidades descubre el dominio del novelista en la generación de caracteres. Hay un aire de autenticidad circulando por el rumbo de sus hechos, de sus movimientos espirituales, de sus determinaciones. Ello a pesar del amargo deleite con el que Vera abusa de los rasgos de lo cínico en la descripción de algunos de sus personajes. También adquiere una nota persuasiva la dialéctica que ellos desenvuelven alrededor de ciertos temas, como los de la libertad, la fe y el comunismo, porque se afana por no despeñarse en la intransigencia ni en el sofisma. 262 GALO RENÉ PÉREZ “LA SEMILLA ESTERIL” Fragmento del capítulo VI La madre le acariciaba lentamente el rostro. El la dejaba hacer, contemplando con atención su piel arrugada, sus ojos húmedos. Cuando al fin ella concluyó, él fue a abrir sus maletas y extrajo los modestos regalos. —¡Oh Jaime, qué cosas tan lindas! —dijo Carmen Rosa, besándolo. El, con esa extraña mirada que le habían notado desde el primer momento, continuó ordenando en silencio su ropa, sus libros, sus papeles. —Apúrate, Jaime —prosiguió Carmen Rosa—. Cristóbal no tardará en llegar. Te va a gustar, es un gran tipo. Y va a resolver tu problema. —¿Ah, sí? —Había una lejana ironía en las palabras de Jaime. –Ni sabes: el padre es ahora el dueño del Banco Nacional. El demoró la respuesta: —¿Y? ¿Qué hago yo con el Banco? —Es que… Allí te prestarán la plata para la clínica. Ya se lo dije a Cristóbal. Jaime sonrió ásperamente y se incorporó. —Antes de hablarle a tu novio, debiste preguntarme por mis planes. Ella lo contempló absorta. —Pero es que… –Es que yo no te he dicho que vaya a instalar una clínica. —¡Jaime…! El volvió a sonreir, dulcemente ahora, tomó a su hermana por el brazo y la sentó en el lecho, junto así, —Mira, Carmen Rosa. Tú siempre has dirigido las cosas. Gracias a ello, he podido estudiar. Pero… Por fortuna, como eres tan linda e inteligente, te vas a casar con un hombre rico. Ya no tenemos, pues, problema económico. No te preocupes de la clínica. Carmen Rosa seguía sin entender. –No se trata de mí —dijo—: se trata de ti. —No te preocupes, hermanita. —Pero… dime claramente. ¿Es que no quieres tener una gran clínica? —Tal vez no… —Pero… ¿por qué? —Muy largo de explicar. Soy un humilde médico. Nada más. Ella lo contemplaba con los labios entreabiertos. “Humilde médico… es decir un medicucho… Y para esto hice cuanto hice. El molusco asexuado el ministro baboso el Negro Toral…” Todas esas entregas sin amor resultaban inútiles operaciones cambiarias. —¿Humilde…? ¿Un médico graduado en París? — Sonrió irónicamente—. ¿Dejaste allá el talento? El sonrió tristemente. —Creo que no… —Me parece que tengo derecho a saber las razones de tu actitud —dijo ella fríamente, levantándose. Jaime encendió lentamente un cigarrillo. —Razones… —dijo; se recostó en el lecho y prosiguió—: hay una sola razón: la vida. Me fui a Europa a estudiar, a estudiar para hacer dinero. Pero me tomó la vida, la vida con su ciencia brutal y desolada. Lo que la Universidad me enseñaba, me lo negaba la vida. Y he terminado perdiendo la fe. No creo en nada, Carmen Rosa. —¿En nada? —El negó con la cabeza; hubo un silencio, tras el cual, ella insistió, sardónica—: ¿En el dinero tampoco? —Era en lo que más creía. Nuestra juventud, llena de privaciones, me obligó a mirarlo como el ancla salvadora. Pero… –¿Pero qué? —”En plena vida ya estamos rodeados por la muerte”: ése era nuestro lema en París. Desconcertada, ella lo contempló unos segundos, esforzándose por serenarse. —Pero hasta que llegue la muerte, Jaime, tenemos que vivir. Y vivir lo mejor posible… —Cada cual tiene su vida, hermana. Es lo único que tenemos. Yo te dejo la tuya, déjame tú la mía. Ella se encogió de hombros. —Muy filosófico estás —dijo—. Tal vez… habría sido mejor que siguieras estudiando aquí. —Lamento defraudarte, Carmen Rosa. —No sé a dónde vas, Jaime. Lo único que veo claro es que deseas seguir en la indigencia. —Pero, al menos, tú ya vas a salir de ella. Carmen Rosa seguía contemplándolo absorta. Este era el hermano de quien tanto había esperado. Y LITERATURA DEL ECUADOR llegaba transformado en una especie de predicador, imbuido de teorías incomprensibles casi como Cristóbal. “Pero Cristóbal puede pensar y hacer lo que le plazca: para eso es rico”. Ella, que había soñado en el encuentro de estos dos hombres, ahora habría 263 preferido que no se conocieran jamás, porque el uno podía arrastrar más lejos al otro. En la puerta apareció la madre. —Aquí están Cristóbal y sus hermanos —anunció. Fuente: “La semilla estéril”. Colección Básica de Escritores Ecuatorianos, páginas 77-80. VIII.– La poesía de nuestro tiempo. Conducta esteticista del verso a través de la historia literaria ecuatoriana. Las renovaciones ultraístas. Carrera Andrade, Gonzalo Escudero y otros autores. El género teatral y su producción intermitente. Consideración general sobre los autores mas recientes del país, a partir del año 1944 La poesía ecuatoriana comenzó bajo el signo de lo selecto, amando lo más convencional y rebuscado en las maneras de expresarse. Tuvo que ser así porque nació bajo la advocación de Góngora, el de las subversiones de la lógica y la sintaxis. Eso acaeció en los siglos XVII y XVIII, o período colonial. Más tarde aparecieron otros estilos y otras modas, pero algo persistió como una ley casi inviolable: la conducta esteticista del verso, la aspiración a las formas nobles del lenguaje. Así se lo advierte, en efecto, en el neoclasicismo de Olmedo, en la depuración que buscaron los románticos más representativos y en los alardes de refinamiento del modernismo. Los que vinieron después, también heredaron ese hábito. Recuérdese que los prestigios de la forma cobraron indeclinable importancia en todo el continente al impulso de los modernistas. Y que los fenómenos renovadores más recientes, que se han apellidado usando la desinencia de tantos “ismos”, y que bien caben en la palabra abarcadora y complaciente de “ultraísmo”, inventada por Guillermo de Torre, no han sido otra cosa que búsquedas de expresiones nada simples ni comunes. En el Ecuador, en buena correspondencia con ello, no han dejado de mantenerse los poetas bajo su ya antigua fascinación verbal, complicada en ciertos casos con las influencias ultraístas. Una de tales fue quizás el “creacionismo” del chileno Vicente Huidobro, que entre opiniones desconfiadas y antagónicas, que duran hasta ahora, se proyectó sobre América y España. Hay sobre todo un autor en el Ecuador a quien se le ha asignado una posición creacionista: Miguel Angel León, que escribió el libro “Labios sonámbulos”. La audacia metafórica y el arrebato de la frase poética que levanta ante nuestro deslumbramiento la presencia visual de las cosas que va enunciando, y que son virtudes que se aprecian en las mejores de sus composiciones, parecen mostrarlo efectivamente dentro de la aludida corriente. León fue llamado creacionista por el joven poeta y crítico Ignacio Lasso, que murió temprano dejando trunca una obra admirablemente comenzada. Lasso poseyó una envidiable cultura literaria y estaba haciendo rumbo en la poesía y el ensayo con una claridad y una firmeza singulares. Gran conocedor de las corrientes contemporáneas, él mismo, con sus versos del libro “Escafandra”, penetró en el fondo más inasequible de aquéllas. Y ese alto destino no ha sufrido mengua en los años que vivimos. Al coro hispanoamericano de los amantes de lo selecto se han incorporado Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, Augusto Arias, Alfredo Gangotena y César Andrade y Cordero. LITERATURA DEL ECUADOR Jorge Carrera Andrade ha mantenido una fidelidad sin quiebra a su ejercicio de la lírica, que lo inició en los bancos del colegio. Requerido algunas veces por la investigación de nuestro pasado, o por el afán de comunicar su pensamiento en torno de los autores que ha preferido, o por sus emociones de peregrino que aletean entre ciudades y rostros distantes, ha transpuesto la frontera que corre —sin dividir de veras— entre la prosa y la poesía. Pero ha vuelto a su amor primero con renovado fervor, decantando el verso deleitosamente. Aun sus ensayos e imágenes viajeras descubren por sobre todo la presencia del poeta. No hay en nuestro país —no lo ha habido sin duda— un ingenio mayor que el suyo para transfigurar el objeto contemplado con el mágico socorro de la metáfora. Acaso ha oído la admonición de Proust, de que ella confiere una suerte de eternidad al estilo. Carrera Andrade no ha renunciado jamás a sus hábitos de la imagen alquitarada y de las exigencias de la forma. Por eso su obra es tan armoniosa, tan homogénea. Y, al mismo tiempo, tan tristemente amagada por el exorno inesencial, por el frecuente espejismo verbal. Gonzalo Escudero es otro poeta que pone su más ahincada voluntad en la selección de los vocablos y el juego metafórico. Ha bebido en las fuentes de los clásicos españoles y con fino tacto ha hecho del arcaísmo una voz que se incorpora ágilmente a la marcha audaz de sus expresiones. Es consciente de lo que debe decir y cómo lo debe decir. Gobierna sabiamente los ritmos, el peso y la cadencia de las palabras. Gobierna el desarrollo de las ideas y la acompasada rotación de sus emociones. La gracia más alada se combina con las ondas más profundas de lo filosófico en muchas de las composiciones de sus libros. Cada uno de ellos— “Hélices de huracán y de sol”, “Altanoche”, “Estatua de 265 aire”, “Materia del ángel”, “Autorretrato”, “Introducción a la muerte”—, encierra muestras de su imponderable sentido estético. Ciertamente la poesía ecuatoriana ha recibido un valioso aporte de este autor, cuya obra singular no ha encontrado discípulos ni imitadores. Y el género ha seguido vigorizándose con las producciones de otro de los poetas citados: César Andrade y Cordero. Su caso es semejante al de los anteriores, por la pureza linfática de sus versos; pero en él cautiva, además, la facilidad con que conduce su inspiración por los más varios temas de la naturaleza y el hombre. En “Cúspides doradas” recogió sus composiciones de libros anteriores y de estos años, y demostró así que ni su fuerza creadora ni su aptitud técnica se habían debilitado frente a las actuales exigencias. Al contrario, se ve que cada vez ha ido cavando con mayor profundidad su filosofía, para dar de ese modo mayor plenitud a su fluencia lírica. Andrade y Cordero ha alcanzado serena e inteligentemente, sin ansiedades ni quiebra de su personalidad de hombre de lecturas y de meditación y talento poético, una posición de verdadero maestro en la literatura del Ecuador. Pocos han conseguido un grado semejante en la expresividad de su lenguaje. Augusto Arias, a su vez, sin abandonar las características inconfundibles de su propio espíritu ni caer en falsas extravagancias, se ha dado al gozo proteico de ir tomando para sí las formas diversas de las corrientes líricas, desde un cauteloso postmodernismo hasta las novedades más recientes. No es abundante su producción en el verso, pero tiene un acentuado interés dentro del desarrollo de la poesía en el Ecuador. Juicio semejante se debe hacer sobre Alfredo Gangotena, poeta que escribió en francés y en español. Perteneció al grupo que en Francia animaba Jules Supervielle. Amó la expresión enigmática, inaprehensible para las 266 GALO RENÉ PÉREZ redes del razonamiento común, pero sin duda palpitante de una doble potencia, lírica y filosófica. Intelectualmente desolada, y extraña como pocas, casi como ninguna en las letras ecuatorianas, la poesía de Gangotena necesita la paciente explicación de la buena crítica. A fuerza de escribir en esta sección únicamente los nombres que se levantan a un plano superior, digno del estudio serio, pues que, en caso contrario, la descontrolada fecundidad de la poesía ecuatoriana obligaría a citas sin término posible, hay que agregar estrictamente los siguientes: Augusto Sacoto Arias, poeta de sensibilidad afín a la de los famosos españoles de la generación de 1927, particularmente a la de García Lorca, como lo demuestra su tragedia lírica “La furiosa manzanera” (premio nacional de literatura, 1943); Jorge Reyes, autor de “Treinta poemas de mi tierra” y “Quito, arrabal del cielo”; no por esos versos —que son pictóricos y de gracioso culto de la metáfora—, sino sobre todo por sus más recientes, aparecidos esporádicamente en la prensa, llama la atención su talento de poeta, exigente en la expresión como en la idea; Remigio Romero y Cordero, a quien la facilidad le ha despeñado muchas veces en lo superficial y vulgar, pero cuya vocación legítima se ha demostrado en delicados poemas de estilo modernista (su obra más conocida es “La romería de las carabelas”); Aurora Estrada y Ayala, que expresa en deleitable forma reacciones íntimas del alma femenina, acaso similares a las de las más conocidas poetisas hispanoamericanas; José María Egas, Wenceslao Pareja, Hugo Alemán, Abel Romeo Castillo, Carlos Suárez Veintimilla, Rodrigo Pachano, Pablo Balarezo Moncayo, Jorge Robayo, Hugo Mayo, Miguel Angel Zambrano, Nélson Estupiñán Bass, Adalberto Ortiz, Horacio Hidrovo, José Alfredo Llerena, que han enriquecido la lírica con trabajos de diversas característi- cas formales y de contenido vario, pero coincidentes en su muy recomendable calidad. Si la poesía, el ensayo, la narración del Ecuador han sido celebrados por la crítica internacional, ello desventuradamente no ha ocurrido con el drama. Pero ese parece un infortunio generalizado de casi toda Hispanoamérica. El éxito del teatro está determinado no solamente por el valor intrínseco de la obra, sino por elementos que le son conexos (interés del público, promoción de compañías dramáticas), que quizás fallan en estos países. En la literatura ecuatoriana ha habido conatos de producción teatral, pero pocas piezas logradas de veras. Y el género es muy antiguo, porque ya se lo conoció en el período precolombino, durante el gobierno de los incas. Garcilaso lo explica en sus “Comentarios Reales”, refiriéndose a la división de tragedias y comedias y a la dignidad que las caracteriza. En la Colonia se estimuló también la actividad teatral, aunque ningún otro país hispanoamericano contó con figuras de la dimensión de los dos grandes autores de México, Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz. Los españoles aun hicieron del teatro un medio de adoctrinamiento de los indios conquistados, usando para ello ciertos antecedentes escénicos de los pueblos aborígenes. El viejo prosador ecuatoriano Gaspar de Villarroel escribió sobre las comedias, pero aludiendo a lo que personalmente experimentó en Santiago de Chile. Y bien, Ricardo Descalzi, quien ha hecho un vasto trabajo de investigación del género en el Ecuador, cree haber encontrado aquí la pieza más antigua de la América india —”El Diun-Diun”, o, como él la llama, “Los Quillacos”—, y ha logrado recoger más de quinientas obras, pertenecientes a ciento sesenta autores. Entre ellas figuran “La leprosa”, “Jara”, “Granja”, “El descomulgado” y “El dic- LITERATURA DEL ECUADOR tador”, de Juan Montalvo, valiosas sin duda, aunque no como el resto de su producción; “Un drama en las catacumbas” (de ingenuo saber romántico), de Julio Matovelle; medio centenar de piezas de Nicolás Augusto González; “Receta para viajar”, interesante muestra de teatro costumbrista, de Francisco Aguirre; “Sevilla del Oro” y “La leyenda del cacique Dorado”, sólidas expresiones dramáticas en que se alían lirismo y evocación histórica, de José Rumazo González; “La visita del poeta” y “Los virtuosos”, felices creaciones de tipo costumbrista, de Trajano Mera; “Amor prohibido”, “Bajo la zarpa”, “El miedo de amar”, “Un preludio de Chopin”, de Humberto Salvador, dramas esbozados en los años de su juventud, pero con mano más experta que la que puede advertirse en algunas de sus novelas, que las escribió más tarde; “Cómo los árboles”, de Enrique Avellán Ferrés; “Boca trágica” y “Alondra”, de Enrique Garcés, y “Suburbio”, de Raúl Andrade, todas armadas con tacto de bien enterados autores teatrales; finalmente, los numerosos trabajos de Jorge Icaza y del propio Ricardo Descalzi, que les sirvieron como antecedente fecundo para la elaboración de novelas y cuentos de indiscutible valor. Y, dominando el conjunto, las obras de Demetrio Aguilera Malta, magnífico relatista del Grupo de Guayaquil que publicó en “Los que se van” sus narraciones “del cholo y el montuvio”, y que más tarde llamó la atención de la critica continental con sus hermosas novelas “La isla virgen”, “Don Goyo” y “Canal Zone”, y que al fin devino el más destacado autor teatral de su generación. Sus obras “El tigre”, “Dientes blancos”, y “No bastan los átomos”, las cuales descubren un cabal sentido de la escena, han sido representadas con éxito singular. Para cerrar estas consideraciones críticas sobre el desarrollo de la literatura ecuatoriana es ahora necesario intentar una aprecia- 267 ción general de los autores nuevos, que han cultivado, a su turno, diferentes géneros. Ante todo hay algo evidente: en los últimos decenios no ha disminuido el entusiasmo creador en las letras nacionales. Los que hablan de crisis no comprenden propiamente lo audaz y aventurado de sus palabras. Ha habido varias promociones de escritores que han ido haciendo su propio prestigio sin medios fraudulentos, como los de la autoapoteosis y el cínico trueque de elogios desmesurados, que han sido el hábito perverso de los que les han precedido. El punto de partida de ese movimiento generacional de los últimos tiempos es el año 1944, en que Galo René Pérez —autor de esta obra—, que entonces iniciaba su profesión en el ensayo, fundó la revista “Madrugada”, con un compañero de aulas, Galo Recalde. Alrededor de esa publicación se organizó el grupo homónimo, con representantes de algunas provincias del país: César Dávila Andrade, de Cuenca; Enrique Noboa Arízaga, de Cañar; Eduardo Ledesma, de Loja; Miguel Augusto Egas, Cristóbal Garcés Larrea, Rafael Díaz Icaza, Alejandro Velasco, Tomás Pantaleón y Maruja Echeverría López, de Guayaquil; Jorge Enrique Adoum, de Ambato. A ellos se agregaron casi inmediatamente: Efraín Jara Idrovo, Eugenio Moreno Heredia, Teodoro Vanegas Andrade, Jacinto Cordero Espinosa y Hugo Salazar Tamaríz, de Cuenca, y Edgar Ramírez Estrada, de Guayaquil. Dirigió y animó el Grupo Madrugada su fundador, Galo René Pérez, mientras publicó su revista, que tuvo existencia muy breve por las consabidas dificultades editoriales de este país. Después el nombre de “Madrugada”, tan nuevo y tan augural en la historia literaria ecuatoriana, fue adoptado por la Casa de la Cultura para una colección de cuadernos de poesía en que aparecieron selecciones de algunos miembros del Grupo y también de autores de generaciones anteriores, lo que ha 268 GALO RENÉ PÉREZ venido a confundir un tanto el juicio de ciertos comentaristas. Lo importante es que, tras esa iniciación en las páginas de la revista, los escritores de 1944 han ido creando independientemente obras de aliento. El primero en conseguirlo fue César Dávila Andrade, cinco años mayor que sus compañeros, que apenas habían pasado los veinte de edad. Dávila Andrade publicó “Espacio, me has vencido”. El célebre poeta español León Felipe juzgó sobresalientes, dentro de la producción continental de ese momento, tanto aquellos versos como la prosa que les sirvió de introducción, confiada al fundador de “Madrugada”. Posteriormente Dávila escribió poemas (“Catedral Salvaje”, “Boletín y elegía de las mitas”) con un sentido telúrico, humano y lírico de calidad impar, y cuentos de sabia estructura y admirable animación introspectiva (“Abandonados en la tierra” y “Trece relatos”). El guayaquileño Rafael Díaz Icaza, poseedor de un talento vario y fecundo, ha escrito poesía abundante, casi toda ella con una fina percepción del estilo, como la contenida en “Botella al mar”, y además muchos cuentos, y hasta una novela, que dejan apreciar la firmeza con que maneja los asuntos y el difícil aparejo técnico de la narración. A su vez Enrique Noboa Arízaga, que mantiene una pura y noble tradición del soneto castellano, cuyos versos muestran la expresividad y la gracia moderna de los de Eduardo Carranza, o de los de Dora Isella Russell, ha reunido su vasta labor poética en una antología personal: Biografía Atlántida”. En el mismo plano está su compañero Jorge Enrique Adoum. Este ha revelado una fuerza de inquietudes sustantivas y un constante apego a los temas que se hallan enzarzados en la vida doliente del hombre común. “Los cuadernos de la Tierra” y Dios trajo la sombra figuran entre sus libros más destacados. Varias influencias se han conjugado en su labor pero la determinante ha sido la de Pablo Neruda, que le señaló de un modo irrenunciable el camino de la expresión poética. Similar relieve ha ido cobrando la personalidad de Efraín Jara Idrovo, que ya en su primer poemario —”Tránsito en la ceniza”— dejó testimonio de pureza, ternura y generosidad metafóricas emparentadas con las de Dávila Andrade. Su lealtad al ejercicio del verso le ha conducido al dominio de una mayor esencialidad y de un original, sutil y atractivo uso de los vocablos. Nombres que ayudan a fortalecer la significación de esta promoción de escritores son los de Jacinto Cordero Espinosa y Teodoro Vanegas Andrade. La mayoría de ellos se ha establecido en la creación lírica. Pero Jorge Adoum produjo también una novela: “Entre Marx y una mujer desnuda”. Hay en ella certeros alardes de buen narrador, aunque bajo una influencia, demasiado sojuzgadora, del argentino Julio Cortázar. El autor de este texto abandonó el breve culto de la poesía para entregarse, en cambio, al ensayo literario: ha publicado más de doce obras, con temas de crítica de las letras españolas, hispanoamericanas y ecuatorianas; con impresiones de viajes por muchos países, y, además, con temas biográficos. Sus dos biografías más recientes han sido “Un escritor entre la gloria y las borrascas”, “Vida de Juan Montalvo”, y “Sin temores ni llantos. Vida de Manuelita Saenz”. Ha escrito en diarios nacionales y del exterior. Después de “Madrugada” han ido surgiendo otros grupos. Entre ellos se destacan “Umbrales”, “Presencia”, “Caminos” y “Tzántzicos”. En “Umbrales” ha cobrado prestigio Alfonso Barrera Valverde, como poeta, autor de ensayos críticos y novelas. En “Presencia”, Carlos de la Torre Reyes, por la fecundidad de su talento múltiple de periodista, narrador, biógrafo y estudioso de la historia. Su obra “La revolución de Quito del 10 de agosto de 1809” obtuvo un premio interna- LITERATURA DEL ECUADOR cional. Y su biografía sobre el General Julio Andrade, “La espada sin mancha”, es de lo útil y recomendable con que cuenta el género dentro del país. En la misma promoción se alza con innegable relieve la figura de Renán Flores Jaramillo, creador de ensayos de crítica sobre escritores ecuatorianos y españoles, cronista y autor de dos novelas editadas en España, durante su larga permanencia en Madrid. Junto a él se halla Filoteo Samaniego, personalidad entregada a la poesía con una vocación pura y legítima, y con un lúcido afán de esencialidad filosófica y austeridad verbal. También ha escrito numerosos trabajos de crítica sobre arte quiteño. Y, por fin, como otros miembro de “Presencia”, reclaman una apreciación encomiástica los historiadores, prosistas de temas literarios y periodistas Jorge Salvador Lara y Claudio Mena Villamar. Pertenecen sus labores principales a la línea de los más respetables investigadores ecuatorianos, por su honestidad singular y la claridad de sus juicios. Y tras esta promoción de escritores de variada inclinación, casi dentro de su mismo tiempo, vinieron a levantar sus propias banderas los del grupo “Caminos”. Se organizó este hacia el año sesenta. Su milicia fue numerosa y se repartió en los espacios, tan frecuentados, del verso y la narración breve. Tuvo como su animador al poeta Atahualpa Martínez Rosero, cuya inspiración partió de las añoranzas de su horizonte nativo, cuando no de su descontento y rebeldía ante la condición lastimera y corroída de los humildes. Los creadores de esta agrupación fueron, entre otros, Carlos Manuel Arizaga, Marco Antonio Rodríguez, Félix Yépez Pazos, Humberto Vinueza, Guillermo Ríos Andrade, Manuel Zavala Ruiz. Pero asimismo llegó la hora en que declinó la actividad literaria colectiva de “Caminos”, y aparecieron otras asociaciones de jó- 269 venes. Eso ocurrió con el advenimiento de los “Tzánzicos”, nombre que quiere significar “reducidores de cabezas”, en una de las lenguas precolombinas. Les poseyó una tenaz actitud de iconoclastas, cuyo pensamiento crítico no desdeñó el ejercicio de la sátira y la burla, apuntado naturalmente hacia la imagen general de sus predecesores literarios. Entre sus miembros hay que recordar de manera especial al poeta Ulises Estrella, sutilmente familiarizado con las exigencias de lo estético, y entregado, a la vez, a labores que conciernen a la producción fílmica de nuestro país. Y, como es fácil suponer, la literatura ecuatoriana ha seguido poblándose hasta ahora de nuevos nombres de grupos y autores. De modo que la serenidad en la iluminación de aquellos valores individuales que den la impresión de ser los más representativos, dentro de las últimas décadas, obliga a traer a nuestra memoria únicamente a pocos, pese a lo que haya de subjetividad y doloroso sacrificio en ello. Sometidos entonces a la gravitación de esa necesidad, en la mención insoslayable que nos falta, deberán entrar Eliézer Cárdenas, Jorge Dávila Vásquez, Alicia Yánez Cossío, Iván Egüez, Abdón Ubidia, Raúl Pérez Torres, Luis Aguilar Monsalve, todos con una fuerza de creación y unos atributos de originalidad tan netos, que les han elevado al plano de una consagración amplia, legítima, incontestable. Sus dominios han sido, preponderantemente, los de la narración y el ensayo. En el periodismo, por su parte, han conquistado igual trascendencia Francisco Febres Cordero y Diego Oquendo. Y en la poesía y el ensayo de investigación, Fernando Cazón Vera, Francisco Araujo Sánchez, Ana María Iza, Violeta Luna, Antonio Preciado, Eduardo Muñoz Salazar, Eduardo Jaramillo, Ileana Espinel, Manuel Federico Ponce, Julio Pazos, Simón Zavala Guzmán, Antonio Lloret Bastidas, Juan Valdano. IX. Autores y selecciones Jorge Carrera Andrade (1903-…) Nació en la ciudad de Quito. Cursó la enseñanza media, y parte de la universitaria en la Facultad de Jurisprudencia. Desde estudiante descubrió su excepcional aptitud para el verso. Formó entonces con otros dos adolescentes, igualmente dotados —Gonzalo Escudero y Augusto Arias—, el grupo literario que se llamo “La idea”. Poco después viajó a Europa, al impulso de una juvenil aventura. Conoció a Gabriela Mistral, que supo apreciar sus atributos de poeta y le ofreció su apoyo material en Marsella. Divagó por muchas ciudades europeas. Demoró sobre todo en Francia y España, pero también estuvo en Inglaterra y Alemania. Asistió a cursos libres en algunas universidades de allá. Cuando regresó al Ecuador, ya con sólidos prestigios de escritor, participó en la vida pública. Ocupó brevemente una senaduría. Y volvió al servicio diplomático, al que se había incorporado hacía pocos años. Carrera Andrade ha sido uno de los intelectuales ecuatorianos que han preferido desterrarse del medio propio, para enriquecerse de experiencias, airear el espíritu, afirmar y robustecer la vocación, expandir la resonancia de su obra literaria. Ha contado para ello, en largos períodos, con representaciones oficiales de su país. Ha sido Cónsul, Embajador y Ministro de Relaciones Exteriores. Tanto en Hispanoamérica como en Europa, y aun en Asia, ha estimulado la fundación de revistas o de colecciones de poesía en las que ha difundido sus propios trabajos. Su antiguo dominio del francés y su cabal conocimiento de los principales poetas de Francia le han permitido convertirse en uno de sus mejores traductores, en lengua castellana. Tam- bién ha ejercido esporádicamente el periodismo, en su ciudad de Quito. Lo de veras preponderante en la vida de este infatigable viajero ha sido su ejercicio de escritor, mantenido con lealtad incomparable durante más de media centuria. Por eso es tan abundante su producción: “Estanque inefable”, verso, 1922; “La guirnalda del silencio”, verso, 1926; “Boletines de mar y tierra”, verso, con prólogo de Gabriela Mistral, 1930; “Latitudes”, prosa, 1934; “El tiempo manual”, verso, 1935; “Biografía para uso de los pájaros”, verso, 1937; “Microgramas”, verso, 1940; “Mirador terrestre; la República del Ecuador, encrucijada cultural de América”, prosa, 1943; “Lugar de origen”, verso, 1945; “El visitante de niebla y otros poemas”, verso, 1947; “Rostros y climas”, prosa, 1948; “Familia de la noche”, verso, 1953; “La tierra siempre verde (el Ecuador visto por los Cronistas de Indias, los corsarios y los viajeros ilustres)”, prosa, 1955; “Viaje por países y libros”, prosa, 1964. Ha publicado además varias antologías personales, de las que son las más completas “Registro del mundo”, verso, 1939; “Edades poéticas”, verso, 1958. De sus traducciones del francés destacan “Antología poética de Pierre Reverdy”, 1940, “Cementerio marino y otros poemas de Paul Valéry”, 1945, y “Poesía francesa contemporánea”, 1951. La de Jorge Carrera Andrade es una vocación literaria consciente e indeclinable. Sus primeros versos, de los años de la adolescencia, mostraron ya una acertada combinación de pureza emotiva y deleitosas virtudes formales. En ellos se descubrieron entonces los elementos que se han ido depurando y tornando más y más finos y expresivos, hasta ha- LITERATURA DEL ECUADOR cer de la obra poética de este autor algo tan homogéneo y armonioso que, sin duda, en la lírica hispanoamericana no hay otra del mismo límpido linaje estético. El contacto con Francia le fue muy significativo desde el punto de vista de su preferencia estilística. Sus gustos parecía que consonaban con el sentido de gracia y de proporción de las letras francesas. Su primera devoción fue por Francis Jammes. Luego se entusiasmó con Pierre Reverdy y Paul Valéry, y con otros autores modernos de la misma nacionalidad, a quienes tradujo y comentó con lucidez. Y si lo francés, y el mejor lirismo de todas partes del mundo —como lo ha confesado el propio Carrera Andrade— fueron penetrando conscientemente en su personalidad, ello no ha desmedrado nunca el vigor de su originalidad ni ha conspirado contra su radical amor hacia lo nativo. Lo extranjero, pues, no ha conseguido avasallar a lo propio en su ejercicio de la poesía. Cuanto hay de europeo en su técnica o en su lenguaje establece una ejemplar alianza con su sincera disposición hacia lo regional americano. El mismo se ha definido como un poeta que desdeña lo abstracto y busca el soporte de lo telúrico. “Mi anhelo mayor —ha declarado en una entrevista— ha sido ofrecer el sabor y el color de nuestro continente”. Los críticos, por su lado, le han llamado poeta andino, o poeta del trópico, o poeta maravillado de la deslumbradora tierra ecuatorial. Mucho más que toda ardua “exploración mental” le ha atraído la corporeidad de las cosas físicas que componen su mundo: “yo vengo del Ecuador, país en donde la luz exacta ninguna forma olvida”, ha expresado con el ánimo de subrayar la aptitud eminentemente sensorial y figurativa de sus versos. Será bueno aclarar, desde luego, que la posición de Carrera Andrade frente a la realidad no es simplemente la de un contemplativo, ni la excepcional transparencia de su agua verbal se limita a reflejar los objetos que le 271 son predilectos. El busca entregarnos más bien una “metafísica de las cosas físicas”. Y para eso acude a su rico lenguaje de metáforas. De modo que el rostro del mundo exterior, sin perder pureza ni exactitud, se nos revela líricamente transfigurado. Precisión, ingenio, audacia, esencialidad son las características de sus juegos metafóricos. Pocos le podrán igualar en su maestría de las pinceladas breves y certeras, que ennoblecen la forma de las cosas, captan el aura de su encanto, el gesto del paisaje, la levedad del ala y de la espuma, el color de los cielos y las frutas. La perspicacia del observador y la sutileza del poeta sensible e imaginativo presiden la elaboración de sus tropos. Según Pedro Salinas —gran figura de España—, Carrera Andrade es acaso el mayor inventor de ellos en nuestro tiempo. Sin la luz de las metáforas su poesía tal vez semejaría un planeta informe y sin vida. Otro aspecto es evidente en este lujo de las expresiones alegóricas de su extensa producción, y es el de que la obsesiva preocupación del brillo exterior, de las imponderables galas formales, atenta contra la profundidad de sus creaciones. Carrera Andrade es, a pesar de su capacidad definidora y reflexiva, un poeta de las superficies. De los contornos. Anima líricamente la imagen de los objetos, pero no se enzarza en ningún desafío con ellos. No les abre el pellejo para especular sobre los tristes secretos del mundo. La suya es poesía de sensaciones más que de ideas. Pero no se tome esta observación de manera indiscriminada y absoluta, pues que el tema de la muerte —como en “Segunda vida de mi madre” y “Familia de la noche”— y el del desencanto y escepticismo, y sobre todo el de la soledad radical del hombre contemporáneo han extendido por una parte de su obra un conmovedor acento de pesadumbre sentimental e intelectual. Mas, por lo común, las expresio- 272 GALO RENÉ PÉREZ nes de este autor hacen percibir dicho acento en forma leve, apenas insinuada entre el gozo colorista de su estilo. A más de haber sido un poeta leal a su ejercicio durante como medio siglo, Carrera Andrade se ha revelado también como un magnífico prosista, pues que en tal campo ha escrito una media docena de libros. Ellos comparten su interés entre las investigaciones históricas y las impresiones del viajero que ha frecuentado almas y lugares. La historia que ha preferido este lector diligente y perspicaz ha sido la de su propio país, tan mal conocido e interpretado hasta ahora. Sus estudios de esa naturaleza los ha compuesto con remembranzas de cronistas de Indias y de peregrinos y aventureros remotos. Las imágenes viajeras las ha captado, en cambio, de su errante contacto con los más varios lugares del mundo entero. En “Latitudes”, en “Rostros y Climas”, en “Viajes por países y libros”, se han agavillado esas imágenes. Ha habido, sobre todo, en el temperamento de Carrera Andrade, una inclinación deleitable al llamado género de los viajes. Las huellas de su inteligente vagabundeo se ofrecen no solamente en sus prosas, sino en la rauda pincelada de sus poemas, muchos de los cuales descubren un certero tacto descriptivo. El mismo lo confiesa: “como la naturaleza y los libros han sido la gran pasión de mi vida, me he inclinado lógicamente a ese género”. Y aclara que no ha cesado de leer en “esa enciclopedia en relieve que es el mundo”, ni de emprender “un recorrido por esas regiones de misterio que son las páginas impresas”; es decir que a su potestad de observador y peregrino se adhiere su gusto crítico de las lecturas. Ha querido que casasen armoniosa e íntimamente, sin acusar ningún afanoso forcejeo, las imágenes exteriores y las impresiones que dejan los libros. Ha pretendido balancear conscientemente los recursos de esta dualidad, para que las referencias a las páginas ajenas no fueran ni incipientes ni recargadas. Su aspiración ha sido la de hallar, como él lo dice, “una combinación sugerente y amena de la descripción del paisaje con la alusión a lecturas útiles o deleitosas”. Empeño difícil el de este escritor, y que no tiene muestras muy numerosas en la abundante literatura de viajes de nuestros países. Porque, en efecto, es frecuente encontrar en ese tipo de crónicas la reiteración intolerable de datos de segunda mano, la alusión constante a textos de otros autores. Carrera Andrade ha puesto mucho cuidado en que su “paseo literario”, o su “viaje por países y libros’, sea “el breve ensayo que tiene algo de apunte de viaje y de nota bibliográfica”. DICTADO POR EL AGUA I Aire de soledad, dios transparente que en secreto edificas tu morada ¿en pilares de vidrio de qué flores? ¿sobre la galería iluminada ¿de qué río, qué fuente? Tu santuario es la gruta de colores. Lengua de resplandores hablas, dios escondido, al ojo y al oído. Sólo en la planta, el agua, el polvo asomas con tu vestido de alas de palomas despertando el frescor y el movimiento. En tu caballo azul van los aromas, soledad convertida en elemento. II Fortuna de cristal, cielo en monedas, agua, con tu memoria de la altura, por los bosques y prados viajas con tus alforjas de frescura que guardan por igual las arboledas y las hierbas, las nubes y ganados. Con tus pasos mojados 273 LITERATURA DEL ECUADOR y tu piel de inocencia señalas tu presencia hecha toda de lágrimas iguales, agua de soledades celestiales. Tus peces son tus ángeles menores que custodian tesoros eternales en tus frías bodegas interiores. III Doncel de soledad, oh lirio armado por azules espadas defendido, gran señor con tu vara de fragancia, a los cuentos del aire das oído. A tu fiesta de nieve convidado el insecto aturdido de distancia licor de cielo escancia, maestro de embriagueces solitarias a veces. Mayúscula inicial de la blancura: de retazos de nube y agua pura está urdido tu cándido atavío donde esplenden, nacidos de la altura, huevecillos celestes del rocío. IV Sueñas, magnolia casta, en ser paloma o nubecilla enana, suspendida sobre las hojas, luna fragmentada. Solitaria inocencia recogida en un nimbo de aroma. Santa de la blancura inmaculada. Soledad congelada hasta ser alabastro tumbal, lámpara o astro. Tu oronda frente que la luz ampara es del calor del mundo la alquitara donde esencia secreta extrae el cielo. En nido de hojas que el verdor prepara esperas resignada el don del vuelo. V Flor de amor, flor de ángel, flor de abeja, cuerpecillos medrosos, virginales con pies de sombra, amortajados vivos, ángeles en pañales. El rostro de la dalia tras su reja, los nardos que arden en su albura, altivos, los jacintos cautivos en su torre delgada de aromas fabricada, girasoles, del oro buscadores: lenguas de soledad, todas las flores niegan o asienten según habla el viento y en la alquimia fugaz de los olores preparan su fragante acabamiento. VI ¡De murallas que viste el agua pura y de cúpula de aves coronado mundo de alas prisión de transparencia donde vivo encerrado! Quiere entrar la verdura por la ventana a pasos de paciencia, y anuncias tu presencia con tu cesta de frutas, lejanía. Mas, cumplo cada día, Capitán del color, antiguo amigo de la tierra, mi límpido castigo. Soy a la vez cautivo y carcelero de esta celda de cal que anda conmigo de la que, oh muerte, guardas el llavero. (De Edades poéticas, Edit. Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1958). SEGUNDA VIDA DE MI MADRE Oigo en torno de mí tu conocido paso, tu andar de nube o lento río tu presencia imponiendo, tu humilde majestad visitándome, súbdito de tu eterno dominio. Sobre un pálido tiempo inolvidable, sobre verdes familias, de bruces en la tierra, sobre trajes vacíos y baúles de llanto, sobre un país de lluvia, calladamente reinas. Caminas en insectos y en hongos, y tus leyes por mi mano se cumplen cada día y tu voz, por mi boca, furtiva se resbala ablandando mi voz de metal y ceniza. 274 GALO RENÉ PÉREZ Brújula de mi larga travesía terrestre. Origen de mi sangre, fuente de mi destino. Cuando el polvo sin faz te escondió en su guarida, me desperté asombrado de encontrarme aún vivo. Y quise echar abajo las invisibles puertas y dí vueltas en vano, prisionero. Con cuerda de sollozos me ahorqué sin ventura y atravesé, llamándote, los pantanos del sueño. Mas te encuentras viviendo en torno mío. Te siento mansamente respirando en esas dulces cosas que me miran en un orden celeste dispuestas por tu mano. Ocupas en su anchura el sol de la mañana y con tu acostumbrada solicitud me arropas en su manta sin peso, de alta lumbre, aún fría de gallos y de sombras. Mides el silbo líquido de insectos y de pájaros la dulzura entregándome del mundo y tus tiernas señales van guiándome, mi soledad llenando con tu lenguaje oculto. Te encuentras en mis actos, habitas mis silencios. Por encima de mi hombro tu mandato me dictas cuando la noche sorbe los colores y llena el hueco espacio tu presencia infinita. Oigo dentro de mí tus palabras proféticas y la vigilia entera me acompañas sucesos avisándome, claves incomprensibles, nacimientos de estrellas, edades de las plantas. Moradora del cielo, vive, vive sin años. Mi sangre original, mi luz primera. Que tu vida inmortal alentando en las cosas en vasto coro simple me rodee y sostenga. (De Registro del Mundo, Edit. Universitaria. Quito, 1940). Gonzalo Escudero (1903-1972) Nació en Quito. Perteneció a una familia a quien ha rodeado una atmósfera de preocupaciones intelectuales. Hizo sus estu- dios en la misma ciudad, y obtuvo el título de abogado. Las disciplinas jurídicas no le han servido para ejercer aquella profesión, pero sí para los vigorosos alegatos que ha escrito durante su larga carrera diplomática, y cuyo objetivo ha sido la defensa de los derechos territoriales del Ecuador, y desde luego la de los principios de paz y solidaridad entre los pueblos del mundo. Desde muy joven se incorporó a la docencia. Enseñó estética y lógica, en el Colegio Nacional Mejía y en la Universidad Central, que fueron los centros en los que se educó. Dejó en sus alumnos la impresión de una inteligencia excepcionalmente clara y razonadora, que es la que usualmente se hacía admirar también en el coloquio íntimo y la intervención pública, generalmente de orden académico. En sus años de universitario fue un entusiasta político, de ideas izquierdizantes. Fue uno de los fundadores del partido socialista ecuatoriano. Ya entonces tuvo acceso a funciones importantes, en el Gobierno como en el Parlamento. Pero su destino le empujó siempre hacia horizontes lejanos. Entró en el servicio exterior de su país, con una vocación bien definida y una ejemplar honestidad. Su caso es singularmente recomendable en medio de esa superficialidad y rumbosa gitanería en que frecuentemente han degenerado las representaciones diplomáticas del mundo entero. Ha sido Embajador en varios países, y mientras cumplía su misión en Bruselas le ha sorprendido a muerte. También dentro de la literatura el caso de Gonzalo Escudero es bastante único. Apenas contaba quince años de edad —es decir era alumno de los primeros cursos de colegio— cuando publicó su primer libro de versos: “Los poemas del arte” (1919). El título parece expresar por sí solo el carácter parnasista de éstos. Y, en efecto, son un grupo de sonetos que atraen por su admirable ajuste formal. Para entonces tenía poco que comunicar LITERATURA DEL ECUADOR el novel autor, desprovisto aún del sedimento que gozos, esperanzas, ternuras, incertidumbres, pesares e inquietudes metafísicas van dejando en los cuencos del alma. Había leído y asimilado precozmente a los poetas posmodernistas, que llevaban por cauces insospechados las corrientes originadas en las desconcertantes crisis del romanticismo europeo. Se había enamorado de las formas puras, marmóreas, como trabajadas a cincel, del parnasismo, y ese amor le poseyó toda la vida. En su nuevo libro —”Las parábolas olímpicas”, publicado en 1922— se dejó notar más claramente aquel vigor estético, y un eco aun más metálico, que parecía desprenderse de la sonoridad del vocablo. Escudero había encontrado el camino que le convirtió en el poeta a quien leyeron con el mayor arrebato, durante largo tiempo, las nuevas promociones de autores ecuatorianos. Los versos con los que reclamó esa entusiasta adhesión pertenecieron a su libro “Hélices de huracán y de sol” (1933). El título, como en casi todas sus producciones, resulta definidor. Su contenido es de poesía cósmica. Las primeras impresiones que han herido su intimidad son las de las fuerzas naturales, que ponen una rúbrica de grandeza y color en los recintos de América. Los poemas de Escudero levantan una voz huracanada. Resuenan, se crispan, restallan. Su acento es el de una nueva épica, perfectamente adecuado al tema. Los alardes prosódicos, los auxilios de bien escogidas hipérboles, la violencia de las metáforas, el golpe acertado de sus esdrújulas se conciertan hábilmente para crear la atmósfera que Gonzalo Escudero busca para esos cantos. Su ciencia de la forma no ha desaparecido, pues que más bien se ha adaptado al carácter cósmico de estas otras composiciones. Los nombres de Walt Whitman y de Carlos Sabat Ercasty parecería que estuvieran asociados a las nuevas predilecciones del autor ecuatoriano. 275 En todos los libros que posteriormente escribió, que no son muchos por sus propósitos de perfección, se fue remansando su temperamento en la búsqueda de la más alada pureza formal, y, simultáneamente, en una morosa disposición hacia la esencialidad de lo humano. Ello se advierte ya en “Altanoche” (1947). Hay una filosofía un tanto acongojada por ideas de muerte, de vanidad e inconsistencia de nuestras vidas. El clamor de las desoladas interrogaciones de las “Coplas” de Jorge Manrique resuena en algunos versos, como los del poema “Altanoche”, que presta su título a aquel libro: “Este durar en el aire, —este finar en la tierra, —la pubertad de los ángeles, —la vejez de las estrellas, —la fábula de las nubes, —la rondalla de la arena, — iguales y desiguales, —¿qué son si no son apenas —presagios de eternidades— y memorias de presencias?”. Alusiones al gozo sensual del amor, al orgullo de la paternidad que renueva y prolonga su sangre en las arterias del hijo, y lamentaciones y ternezas constituyen la médula de estas expresiones líricas en que se ensayan con firmeza de maestro el soneto y el romance castellano. Los poemarios que vinieron años después: “Estatua de aire” (1951), “Materia del ángel” (1953), “Autorretrato” (1957) e “Introducción a la muerte” (1960), elevaron a este autor al nivel de la estética más depurada e inefable. Algunas de sus composiciones nos hacen recordar la magnética gracia intelectual, la profundidad y transparencia de otros maestros del verso hispanoamericano contemporáneo, como Octavio Paz, por ejemplo. Y nos obligan a pensar que solamente en el vocablo transfigurado por la gloria de la precisión artística puede revelarse la intimidad del ser sin debilitamiento ni torceduras. Este tipo de creación poética demanda no sólo el concurso de la emoción, sino también el gobierno de las facultades de la inteligencia: pa- 276 GALO RENÉ PÉREZ rece, a la postre, el resultado de esos silenciosos y abnegados combates con el ángel a que se refería Alfonso Reyes. Gonzalo Escudero es, a todo lo largo de la historia de las letras ecuatorianas, uno de los poetas más conscientes de su ejercicio lírico. Su estirpe es la de Góngora y Quevedo. En estructuras clásicas, y a través de una singularísima combinación de lo más moderno y lo más añejo, en que el arcaísmo se incorpora con gusto remozado al dinamismo de expresiones nuevas y originales, se han concebido los principales poemas de madurez de Escudero. La vida, encendida por la lumbre del amor y del gozo, y que se enlaza con la “ceniza enjuta”, con los “pétalos de yeso” de su fin inexorable, son el tema casi invariable de aquéllos. Una simbólica definición de su poesía la ha conseguido el propio autor en los siguientes versos: “¿En dónde estás pisando mi aire, espada? —¿En qué liviano litoral, buída? — ¿En qué fragua de pájaros, forjada? — ¿En qué lagar de llanto orinecida? — ¿Quién te doblega, luz indoblegada? — Cáeme en polvo de centella huída — que yo te guardo en niebla de lamentos, — espada ilesa de los altos vientos”. TU Tú, sólo tú, apenas Tú en los desvaneceres últimos de la llama de este candil de barro. Río de miel dorada para ahogarme. Tú eres hecha para morderte de amor como un cigarro… Tú, la pluma ligera y la brizna volátil y el copo de sol ebrio en un pinar de asombro, mientras una caricia húmeda, como un dátil, se resbala en la piel de uva dulce de tu hombro. Tú, la alondra azorada sin alas y sin nombre que enciendes dos luciérnagas en tus pezones rubios. Tú, la guirnalda trémula para mis brazos de hombre. ¡Tú, el arcoiris tenue después de mis diluvios! Tú, la envoltura tibia de olor de mi fracaso, la albahaca rendida de los muslos tersos. ¡Tú, el absyntio mortal en el ónix de un vaso, si mordiendo tus senos tengo dos universos! Tú, el salto de agua clara que no se oye y la chispa vigilante que apenas es una estalactita de estupor en mi cuerpo bárbaro que se crispa, ¡como la arquitectura de una tromba infinita! Tú, el hemistiquio de una galera que me envuelve con sus remos que son dos tobillos de nardo. ¡Y tu alma de gacela tímida se disuelve dentro de mis radiantes vértebras de leopardo! ¡Tu carne de pantera flexible que me acecha! ¡Tu carne acre de amante núbil y de serpiente! ¡Más eléctrica que una mordedura de flecha! ¡Más diáfana que un día de sol en un torrente! ¡Más perfumada que el ámbar de un pebetero! ¡Mas prohibida que un libro que no se ha escrito nunca! ¡Más trémula que el grito musical de un pandero! ¡Más borracha de amor que una columna trunca! ¡Tú, el suspiro que apenas es un aro que rueda! ¡Y Tú, el mordisco que es un cohete que salta! ¡Tú, la crucifixión de un mirto en la reseda! ¡Tú, la campana lírica de la torre más alta! Tú, el álamo que tiende su índice a la burbuja del cielo, como un niño que quisiera llorar. Tú, el narcótico blando para la muerte bruja. ¡Tú, el pleamar de oro para mi último mar! Fuente: “Antología de poetas ecuatorianos”. Ediciones del Grupo América. Quito, 1944; pp. 248. Augusto Arias (1903-…) Nació en Quito. En la misma ciudad cursó las enseñanzas elemental y media. Muy temprano se dio a conocer en el ejercicio de las letras. Era apenas un adolescente cuando alcanzaba premios en los concursos estudiantiles, de prosa y poesía. Animaba grupos literarios. Colaboraba en publicaciones del colegio. Con Jorge Carrera Andrade y Gonzalo Escudero formó la asociación de La Idea, que desde las aulas trajo un impulso de renovación a la lírica ecuatoriana. Tenía apenas die- LITERATURA DEL ECUADOR cisiete años de edad cuando editó su primer volumen de versos, “Del sentir”. Ello demuestra que ha sido una de las figuras que más pronto han conquistado un prestigio intelectual en este país. Además, difícil es encontrar, a través de su historia, un espíritu como el de Arias, exclusivamente entregado a la vida de los libros, y por lo mismo absolutamente ajeno a toda actividad que no le sea conexa. Ha escrito abundantemente. Ha profesado la cátedra de colegio y universidad ininterrumpidamente, por decenios. Y, de un modo paralelo, el periodismo. Todos los otros campos le han sido extraños, por razones de vocación y de temperamento. Varios organismos de escritores le han contado entre sus miembros: el Instituto Ecuatoriano de Cultura, la Academia de la Lengua, la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el Grupo América, la Sociedad Jurídica y Literaria, y otros. Augusto Arias ha enriquecido la literatura nacional durante más de medio siglo. Ha cobrado una jerarquía elevada, que nadie se la discute. La atmósfera literaria le ha sido tan indispensable como el aire que respiramos. Se reveló al aprecio general en 1920, con su poemario “Del sentir”, y por mucho tiempo se hizo estimar especialmente como autor de versos. Su larga producción lírica, aparecida después con los títulos de “El corazón de Eva”, “Viaje”, “Canto a Beatriz” y “Paisajes”, y recogida por el propio autor en una severa selección —la de “Poesía”— en 1957, hace evidente la condición proteica de sus versos. A nadie se le escapa que Proteo, el numen tornadizo, el ser de las imágenes sucesivas, de la volubilidad que no cesa, es quien preside en los reinos del hombre. Ni las olas cambiantes pueden copiar las formas de Proteo, que nunca se muestran iguales. Su carácter peculiar es la de ser siempre mutable: tomar todas las apariencias, estar sometido al impulso del movimiento constante. Pues bien, en 277 ese sentido es proteica la creación lírica de Arias. Hay a lo largo de sus versos una rica gama de veleidades. Quien los lee con alguna perspicacia crítica, siguiendo el orden cronológico en que se publicaron, siente que se desplaza por el cambiante mundo de la moderna poesía ecuatoriana, pues que su autor ha ido abdicando sus propios gustos individuales para someterse a la influencia ambiente de todo nuevo movimiento. En sus primeros trabajos la voz de Arias consuena con las del modernismo: es decir con las de Noboa Caamaño y su grupo. Se advierte que todos ellos se expresan en un parecido lenguaje metafórico. Su clima espiritual es el mismo. La atmósfera romántica, que no declinó del todo en los años del costoso esteticismo modernista, consigue idealizar ante sus ojos las cosas del áspero y desdeñado mundo cotidiano. Ni para Arias ni para aquel grupo, que en verdad le antecedió, hay paisajes sin lunas de enero, sin tardes violetas, sin rosales que se mustian o florecen, sin bosques misteriosos ni vientos primaverales. La melancolía, “el sabor de las penas”, “los rubios abriles”, “la rueca de los años sedeños”, “el corazón de tiernas flores sentimentales”, el recuerdo de la novia perdida que adquiere los perfiles de una “hermana buena”, son expresiones que denuncian a las claras aquella filiación sentimental y estética de Arias, en la etapa de su juventud. En uno de sus libros posteriores —el titulado “Viaje”—, se observa que los temas y el estilo han cambiado perceptiblemente. Las huellas de su anterior romanticismo apenas si se notan. El lenguaje metafórico es también distinto, porque acusa más libertad y audacia. La rima ha sido casi totalmente abandonada. Las características de la lírica de Arias son entonces similares a las de los poemas de Jorge Carrera Andrade y Miguel Angel León. La finura descriptiva y la certeza para definir los objetos le acercan al primero; en tanto que al 278 GALO RENÉ PÉREZ segundo el gusto por las imágenes de tipo creacionista, como las de estos versos: “para el frío del páramo trae la veta de su grito —y lo enlaza al final, como a una res salvaje — que lanza su cornada al infinito — y sopla en la bocina su yaraví de viaje”. Finalmente, el poeta de la madurez — que alardea de clásico y renueva con encantadora personalidad los antiguos metros— se deja apreciar en “Paisajes” y “Cantos sin tiempo”. El mismo Arias lo dice: “bien podemos ahora por la riba salada, — guiar con remos jóvenes la barca de Lope”. Estos nuevos versos retratan con sobria expresividad a las ciudades extranjeras por las que ha pasado su autor. Es de innegable precisión lírica su imagen de Toledo, “ciudad de agudos ángulos, de vértices y quiebras y de un aristotélico silencio”. Y lo es también la de Sevilla, con “su limonero en flor, su dulcamara, — su gracia cuyo nombre es todavía”. Por fortuna, este poeta siempre sensible y vigilante, cuya aspiración es marchar con el ritmo de los tiempos en busca de la perennidad de su arte, ha cultivado también la prosa. Y en ella se ha mostrado también apreciable. Ha escrito estudios críticos, biografías, textos de literatura, recuerdos de viajes, innumerables artículos con impresiones de sus lecturas. Merecen ser mencionados especialmente los siguientes trabajos: “Mariana de Jesús”, 1929, que es una biografía de la santa quiteña trazada con levedad de estilo y emoción poética; “El cristal indígena”, 1954, título metafórico que designa al indio Eugenio Espejo y en cuyas páginas se hace una valoración de la obra de esta gran figura a través de los hechos principales de su vida atormentada y generosa: algo del típico estilo de Arias se descubre precisamente en este libro; “Biografía de Pedro Fermín Cevallos”, 1948, preparada con buen sentido docente; “España eterna”, 1952, de remembranzas viajeras en que se alían, magistralmente, dones de observación, originalidades de sosegada reflexión e interpretaciones subjetivas de imponderable alcance lírico. Sabat Ercasty ha encontrado que en esta obra “la eficacia de la expresión se concentra a veces y mana la profundidad como de un tajo”. Vano sería el empeño de aludir aquí a algunos de sus amplios trabajos de crítica. Es en cambio imposible no recomendar la utilidad de su “Panorama de la literatura ecuatoriana”, en el que, en rápidos juicios, hace una estimación total de las letras de este país. Pero, desgraciadamente, su libro adolece del defecto de abundar en nombres y en apreciaciones generosas, por falta de rigor crítico. Huroneador sagaz de la mejor literatura castellana, espíritu de avidez ejemplar, y dueño por lo mismo de una cultura que nada tiene de petulante o engañosa, Augusto Arias suele conducir, por lo común, con celo y profundidad los caudales de sus conocimientos y de sus ideas. CAPITULO Nº 5 DE “EL CRISTAL INDIGENA” (fragmento) El de El Nuevo Luciano es el Espejo de los 30 años. En el doctor indígena estalla la treintena con afán complejo de ascender y comprender. No se dá, como el ingenio desparramado en otras evoluciones, al trazo de la geometría galante o a la percuciente o vaga resonancia de los versos que suelen alentar al amador viril en sus aventuras templadas por el calor de la cima. Inclinado sobre la mesa centenaria en la ordenación de sus cuartillas, dispónese a verter sabiduría infusa, como los hombres del siglo XVIII, en paseo de referencias y de lecturas, pero alumbradas con esa su sonrisa de curiosidad y de análisis, no propiamente la del filósofo cínico, pero sí la de quien, doblegado por la esperanza, no vacila LITERATURA DEL ECUADOR en declararse viajero por trechos de sombra, aún cuando todavía resista al soplo del hálito vernal la candileja de la colonia. ¡Los treinta años! La edad de trepar por las fuerzas adormiladas la onda vitanda y la edad de disponerse, en el cerebro, como en arquitectura de resistencia, los más graves pensamientos. Mas, de la voluntad del sentimiento, y de la forma, ya clara y distinta de la idea, reclama ese precoz mediodía un ritmo equilibrado. Unense los valores íntimos de igual manera como en la evolución biológica se cierran las epífisis y se completa y se endurece la figura ósea y, asimismo, correspondiendo a la fortaleza de los tejidos en la vida física, el hombre interior —¡mensura de sensaciones, elaboración continua de los centros nerviosos, plenitud tiroidea, riqueza endócrina!— muéstrase como defendido e inmune. Por lo mismo ya no es turbador latido el de una llegada nueva, ni las vehemencias se patinan de cruento anhelo, como en la virtud ruborosa de los adolescentes. Se torna de ácido sabor el fruto logrado y en el gobierno de la palabra, ya sin el balbuceo de la primicia, triunfa el dominio. Entonces el afán de la exploración se vuelve más intenso y el certero goce del descubrimiento alcanza las más remotas latitudes. En el doctor Espejo las expansiones de la hora meridiana no se confían ni a la llamada de las seducciones femeniles, ni al libro de amor en el cual deben volcarse el ánimo de la ventura conseguida o la inquietud del empeño que se pierde. No quiso decir nada de la curva de los amores, ni dio tampoco a su contención la válvula de las páginas que, liberándonos de la confidencia, abren nuevo camino al paso rejuvenecido. Resolvíase en él, otra vez, aun cuando no con la justeza de la primera edad, la casi limitación del sabio frustrado para los amores de la tierra, que acaba por resolverlo todo en la lenta y diaria elabora- 279 ción de su pensamiento. Vestido de puridad llégase al modo exterior de las cosas y en ellas, a poco, tiempo, su linterna penetrativa ilumina el análisis, cuando no brota de su genial prejuicio el irónico tactear de la forma imperfecta. No conocemos al Espejo galante y en sus libros, pesados como misales y de apoyar ahora en el facistol, no hay ni la memoria nimia de una mujer que hubiese dejado huella en su destino. Le veríamos, en retrospectiva imagen, girando pensativo por las plazas del Quito “siempre verde”, erguido a veces contra el fondo de los grandes paredones de San Francisco, La Merced y Santo Domingo, o buscando el aire abierto, para refrescar en su frente la fatiga de la lectura, en caminata a lo largo de la Alameda, entonces amplio potrero cuya nota uniforme rompía el monótono tono de esmeralda opaca con el ojo de la lagunilla, abrevadero o alberca. Iría retorciendo en las construcciones mentales de su prosa densa y circular, motivos epigramáticos o largos periodos de oratoria sobre los descubrimientos científicos de la época, sobre las artes y las letras. Con una sonrisa dudosa correspondería a la venia del criollo y en equidistante contrapeso, su atediado divagar sin pleno amor de complacencias y su esperanza esencial, estrujada de todos los desencantos, elevaríanse en ocasiones como con fuerza de ariete, afilándose en otras como aguijón para hincar en la indolencia del tiempo y buscando, en las demás, la gestación del fermento, que ha de romper el vaso para derramarse en burbujas de gracia y de madura alegría. Desprenderíase de una ventanilla inclinada casi como un oído al camino, el acorde contagioso de un fandango y pese al reclamo de la gloria efímera pero picante y dicharachera de una noche, pasaría el indio quite- 280 GALO RENÉ PÉREZ ño, orgulloso de su terca soledad, apagando en la entraña el naciente deseo y mordiendo en el labio la vocal de la burla. Habráse rozado, alguna vez, con el Canónigo de Iuciente indumentaria el cual marchaba de visita hacia la casa de pro… Y habrále sonreído el negro esclavillo portador del quitasol de su Señoría, enseñando en el rostro de noche cerrada, la llama picaresca de la boca y el blanco igual de las córneas en los ojos vivaces. Ni llegaría tampoco al saloncillo dispuesto en ingenua elegancia y apretado de virtud, en donde la cristalería del clave, herida por los dedos de una criollo, hallaba los giros de la contradanza para el paso airoso del chapetón y de su novia. Aquel, figura de blanco mate, sudaría una gota de sangre de lapislázuli. El, de oscuro barro, podría solamente ofrendar, bajo el estoque del rival, el rubí diluído de su sangre… Y aun cuando se hiciese llamar de Apéstegui y Perochena, sería delatado en el fulgor zahorí del ojo inquieto y alarmaría con el milagro de su anuncio, dejando temblor desconocido en el alero de la casa señoril… Y no es que se negara a buscar las cualidades de la belleza. Su misma grande aspiración fue la de volverse, en el tiempo y en la obra, un espíritu bello. Pero el inencontrable contorno del dechado estuvo como alejándole de la fácil hermosura a la que llegan o con la cual se satisfacen los espíritus conformes. Cantaba en su dominio interior, con fuertes voces, un anhelo incontrastable de libertad y, desprendiéndose de los asideros singulares quería consagrarse como holocausto de pluralidad. Así el individualista amor de la belleza no hubiera podido encontrarse en plenitud como para la absorción elegíaca de un Musset o para la deliciosa cantilena, en vida y muerte intercambiadas y perpetuas de una dulce Laura que fuera resumen y esencia de las visiones mas sublimadas. Entre dos aprecios polarizados de la estética, su devenir autóctono no marcaría la suerte del predestinado para pagarse de una sola y absoluta de las dichas del mundo. Anhelo hiperbólico el uno y descubrimiento el otro de lo disforme o desintegrado, del desequilibrio entre el propósito y la realización, que se tradujo en la voluntad satírica de sus páginas. Hubiera querido adornar su terco alcázar haciéndolo jubiloso y magnífico para el advenimiento de la belleza corporizada. Pero de su pudor o de su timidez se levanta entonces el designio de vencer para los otros, de utilizarse en el concierto, de ofrecerse. Tampoco dejaría de sospechar que las experiencias íntimas resuenan al cabo en ecos difundidos y comunes, cuando se ha podido dar con el acento en el cual se reconozcan a sí mismas las voces que lleguen con igual sentido o con idéntica queja. Mas sin ser suya la fortuna de trazar la historia de un alma, lejano del afinamiento de la lírica, pertenecíale la pluma de puntuoso acero para el ensayo sistemático o desparramado entre la infinitud de teorías y de hipótesis, y llamábale, con terco ademán, la musa rectilínea de la verdad, detrás de la cual ensayaban su sonrisa de conocimiento y desdén el alfa griega del comienzo, tono exagerado de Menandro y de Aristófanes y la omega de las postrimerías, letra muerta pero removida por el golpe del caduceo. Fuente: Augusto Arias, Obras selectas. Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana. Quito, 1962; pp. 114-118 (“Cristal indígena”). César Andrade y Cordero (1904-…) Nació en la ciudad de Cuenca. Allí mismo hizo sus estudios, hasta doctorarse en Derecho. Desde joven ha profesado la docencia en los centros donde se educó: el Colegio LITERATURA DEL ECUADOR Nacional Benigno Malo y la Universidad de Cuenca. Simultáneamente ha ejercido con brillantez el periodismo, colaborando en “El Mercurio”, de su ciudad natal, y en “El Universo” y “El Telégrafo”, de Guayaquil. Además, no ha abandonado la abogacía. Dentro de la cultura ecuatoriana ha adquirido su figura un relieve singularmente notable. Porque Andrade y Cordero es un hombre de sólida formación intelectual: ha frecuentado a escritores y filósofos de todos los tiempos. Está perfectamente enterado de lo que dice y escribe. De allí la alta idoneidad de sus juicios en las críticas que ha publicado y en las numerosas conferencias con las que ha sabido cultivar la atención de los más importantes lugares del país. A esa solidez de su inteligencia se une, por fortuna, el caudal de una sensibilidad impar, de artista extraordinario, que domina en igual grado la poesía y la música. Los grupos de sus íntimos conocen la destreza con que compone sus obras y las ejecuta en el piano. Finalmente han contribuido a realzar su personalidad sus atributos de político independiente y honesto, explícitos a través de sus valientes campañas de prensa. Andrade y Cordero es autor de una producción literaria muy extensa, que se ha vertido en el poema, en el ensayo crítico, en la crónica descriptiva de lugares nacionales, en el cuento y en el vario artículo de periódico. Sus apreciaciones sobre escritores del Ecuador y de afuera han revelado perspicacia, exactitud de conceptos y una lúcida, viril, superior libertad para exponerlos. Sus descripciones e interpretaciones de ciudades que ha conocido y amado son no únicamente fidedignas, sino ricas de emoción y de poesía en el estilo. Sus cuentos, “del ande y de la tierra” como él los llamó, y que aparecieron en 1932 bajo el título de “Barro de la sierra”, le incorporaron por derecho propio al grupo de los iniciadores de la narración moderna del Ecua- 281 dor. La inspiración regional, los objetivos sociales, la animación dramática de las criaturas del campo y sus tempranos atributos de estilista le dieron lugar entre aquéllos, aunque su vocación misma ni su dominio de la técnica se desarrollaron con plenitud en ese género. Lo que Andrade y Cordero ha sido preponderantemente, pero sin desmedro de sus otros talentos, es un brillante poeta lírico. Descontados pues sus relatos y sus prosas de “Ambato, caricia honda” (1945), “Ruta de la poesía ecuatoriana contemporánea” (1951), “Estirpe de la danza” (1951), “Hombre, destino y paisaje” (1954), y de muchos otros trabajos publicados en diarios del país, su abundante producción de versos es la que mejor lo caracteriza. El propio autor, que los había venido editando a través de varias décadas, los recogió en una severa antología titulada “Las cúspides doradas” (1959). Más de ciento cincuenta poemas hacen de esta selección algo como una fontana límpida en la que se refleja, con toda pureza, la imagen interior de Andrade y Cordero; esto es de un alma a quien jamás han faltado el estímulo emocional ni la inteligencia para las mas varias formas del arte lírico. Casi no hay sentimiento que no se descubra a través de la fluencia manantía de sus versos. Y ese plural contenido halla con justeza el acento y la expresión que debe corresponderle en cada caso. El viejo Gonzalo de Berceo y el incesante y mudable Pablo Neruda unen sus banderas en el vasto campo de la técnica de este poeta. Lo importante es que la asimilación ha sido realizada con una conciencia harto vigilante, sin sacrificar el impulso de una evidente originalidad. Múltiple y único, Andrade y Cordero ha podido ofrecer en las “Cúspides doradas”, sólo como pocos autores ecuatorianos lo han hecho, un balance armonioso y parejo de sus largos años de ejercicio de la poesía. 282 GALO RENÉ PÉREZ Más allá del audaz vuelo metafórico y de la fresca y graciosa volubilidad de estructura de estos versos, el lector adivina el amor de la tradición que los sostiene. Este poeta está más cerca de la gloria reposada de los clásicos que de la actitud de desafío —muchas veces engañosa expresión de ineptitud— de tantos nuevos. Pero su condición no es la de un dócil pasadista: el mármol de la belleza antigua adquiere con él animación de sangre que circula, y voz que habla para el alma de ahora, en su mismo lenguaje, y sobre sus pasiones, sus dudas, sus tristezas esenciales. Tener apego a lo que es de valor inmutable, pero sin dejarse doblegar por la onda de polvo del pretérito; ajustarse al movimiento del presente, pero sin enajenar la conciencia al arrebato perentorio de las modas, es una manera de ser eterno, de preservarse para las demandas del futuro. Así parece haber entendido su profesión este representante de la mejor poesía ecuatoriana. De los muchos acentos que se desprenden de los versos de Andrade y Cordero, todos sugestivos, quizás el que más conmueve por su vibración íntima y eficaz es el del dolor y de la certidumbre de que todo es fallecedero. Esta es una muestra: “¡Qué amargura, que niebla, qué desvelo, — qué licor de ansiedad y desconsuelo — se bebe en este vaso de ceniza”. “Si tocas mi dolor caerá ceniza. — Nada muevas por lo hondo, te lo ruego. — ¡No quiebres la burbuja de colores — que hago girar en el país del viento!” BOCACALLE QUITEÑA A Galo René Pérez Callejuela y farol. Sobre ella el arco. Debajo, iluminada, la hornacina. Empinado el andén. Junto a él, la reja. Resbala el adoquín. Resbala el mundo. Las cúpulas, el cerro, el sol, la nube. Al lomo de la plaza van trepando frailes, viejas, soldados, senadores, zorros plateados, mantas y visones. Trepa la cincuentona pelirrubia y el cadete de franjas amarillas. Trepa el ebrio cantor. Y la modista. Un golilla. Un cochero. Un cholo. Un niño. Pasan guardias. Ciclistas. Coca-cola. Algún chistera de clavel al pecho. Sus planetas de lana van girando los enormes sombreros de los indios. Trepan gentes de pro. Chagras barbudos. Mulas de carretón. Niñas de náilon. Huarichas de peineta y de costumbre. La quipa de los zámbizas. Obreros con sus monos raídos. La visera de un bus que deja leer: “La Tola-Puembo”. Un zaguán: dentro de él, bisutería. Dentro también guitarras y pasillos. Galeras ribeteadas. Más galeras. Huele a tabú de pronto: damiselas. Callejuela y farol. Sobre ella el arco. Debajo, iluminada, la hornacina”. Fuente: César Andrade y Cordero. “Las cúspides doradas’ Cuenca, 1959. Ediciones “Alba”; pp. 123-124. César Dávila Andrade (1918-1967) Nació en la ciudad de Cuenca. Allí mismo cursó sus estudios, que solamente correspondieron a los de enseñanza media. Fue en cierto modo un autodidacto. Leyó abundantemente, aunque sin disciplina. Conoció a filósofos y a escritores. Entre éstos a los clásicos y a los modernos. Estaba informado de los más varios asuntos de la cultura universal. Y, de mejor manera, de las letras y las ideas religiosas de la India. A ello y a sus extrañas prácticas debió su apodo de “fakir”, que evidentemente le placía. Tenía los párpados de loto, y, a veces, decía a sus íntimos que se llamaba “Davikananda”. Era un hombre generoso, inalterable en su bondad, capaz de convivir y trabajar hasta con sus enemigos, que ni él, a pesar de todo, pudo evitarlos. Pero era, asi- LITERATURA DEL ECUADOR mismo, intransigente en el campo de las creaciones artísticas, porque éstas se le representaban como un ejercicio sagrado. No contemporizaba con la falacia ni con la frágil vanidad de los mediocres. El escritor debía exigirse, reclamar lo mejor de sus propias facultades. De ahí que su generosidad humana jamás degeneró en condescendencias de juicio sobre los demás, o permitió influencias que cambiaran lo que él radicalmente era en literatura. Con callada energía defendió sus concepciones y objetivos, y ellos afirmaron con trazos singulares el contorno de su personalidad. Escribió desde la adolescencia, en su propia ciudad. Y también desde entonces, y allí mismo, aprendió el gusto de una bohemia estimulada por las bebidas alcohólicas. Unos versos suyos, de “Boletín y elegía de las mitas”, podrían ser citados aquí para expresar su caso: “enseñáronme el triste cielo del alcohol — y la desesperanza”. Nacido en un hogar pobre y criado en un medio provinciano que gravitaba duramente sobre sus desaforadas potencias interiores, no halló vía más expedita que aquélla. Vino poco después a Quito. El Instituto Ecuatoriano de Cultura acababa de ser transformado, por un decreto del Presidente Velasco Ibarra, en la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Era a comienzos de la década del cuarenta. Dávila Andrade encontró ahí el trabajo modestísimo de empaquetador de publicaciones. Uno de sus enemigos velados, que alguna vez confesó inadvertidamente que odiaba hasta el traje arrugado que llevaba el pobre poeta, lo canceló bajo pretexto de que no ajustaba su labor a los horarios establecidos, que casi nadie, ni el mismo drástico funcionario, respetaba. Esto determinó su conato de suicidio, y una existencia aun más incierta, más desordenada, vagabunda y dolorosa, en medio de la cual siguió escribiendo una poesía inmaculada, milagrosamente libre de toda sucia y abominable salpicadura. En esas 283 circunstancias contrajo matrimonio con una mujer algo mayor que él, gracias a cuyo apoyo y al de un hijo de ésta, ya profesional, pudo ir a radicar en Caracas. Allí trabajó, por poco tiempo, en la Biblioteca Nacional, y posteriormente en radiodifusoras y periódicos y revistas, como colaborador literario. Sus hábitos de bohemia, transitoriamente sofocados, reaparecieron pronto con más crudeza. A pesar de que hizo contactos fraternales con escritores de la capital venezolana, su desajuste social fue paulatinamente agravándose. Su sensibilidad, tan fina, tan frágil, porfiaba en aislarle del mundo de todos. En un sagaz artículo que publicó en un revista de Caracas condenó amargamente las formas de la vida contemporánea, reguladas por los mercaderes que atrapan el alma colectiva y la someten a un fácil convencimiento, a través de sus engañosos aparatos de propaganda. Esas páginas muestran el grado de su desolación personal, y parece que anuncian el final de una existencia que había perdido ya, irremediablemente, su sabor, el sentido de su disfrute, sus propósitos y sus esperanzas. En efecto, en un día de mayo de 1967 (mayo, según le oí decir más de una vez, era un mes que él temía, un mes aciago), se suicidó cortándose la aorta. Fue en un hotel del poeta Juan Liscano, en la capital de Venezuela. César Dávila Andrade, por temperamento y por las condiciones singulares de su lírica y de sus cuentos, no fue un escritor adherido a una generación o movimiento concretamente determinados. Más bien por razones de amistad con el autor de esta obra, que fundó en 1944, a través de una revista literaria, la Generación “Madrugada”, se incorporó a ésta llevando hacia los nuevos sus propias normas estéticas y la vertiente de sus emociones tiernamente humanas. Es imposible no percibir la resonancia de su voz, la prolongación de sus personales estremecimientos, en 284 GALO RENÉ PÉREZ los trabajos poéticos de los miembros de “Madrugada”, y aun de varios autores de promociones posteriores. Pero conviene hacer notar que Dávila Andrade, aunque algunos años mayor que aquellos, les resultaba de todos modos afín por la común posesión de un instrumento expresivo que es eficaz por la sobriedad de su encanto y por el dolorido sentir de los problemas del hombre. Su producción se reparte entre el verso, la narración y el ensayo. En 1946, con prólogo de Galo René Pérez (el autor de esta obra) publicó “Espacio, me has vencido”, verso. En el mismo año, dos poemas: “Oda al arquitecto” y “Canción a Teresita”. En 1951, “Catedral salvaje”, verso. En 1952, “Abandonados en la tierra”, cuentos . En 1955, “Trece relatos”, cuentos. En 1959, “Arco de instantes”, verso. En 1967, “Boletín y elegía de las mitas”, verso. En edición póstuma, sin fecha, “Poemas de amor”. Sus ensayos, preponderantemente de crítica literaria, han aparecido en folletos, revistas y periódicos, pero no son numerosos. “Espacio, me has vencido” es uno de los más hermosos libros de poemas que se han escrito en el país. Transparece en él una conciencia estética que cautiva por su temprana firmeza. El autor sabe dar con las expresiones en que un depurado lirismo no abandona la corriente cálida de la emoción. Revelan ellas las exigencias de un gusto selecto, de una gracia alada y sutil, y al mismo tiempo las cualidades de un estremecimiento íntimo fácilmente comunicable a los demás. Ese equilibrio es de lo mejor del libro. El título procede de su aprehensión del espacio, explícito en dos de sus poemas, o mejor, de la sensación de que su alma asciende a resolverse en la inmaterialidad espacial, de límites inabarcables porque siempre, de acuerdo con la idea de Goethe, parece que nos huyeran, que cada vez estuvieran más y más distantes. A base de paradojas certeras él ha conseguido darnos una imagen de ese espacio: “y mientras se desfloran tus capas ilusorias — conozco que estás hecho de futuro sin fin. — Amo tu infinita soledad simultánea, — tu presencia invisible que huye su propio límite, — tu memoria en esfera de gaseosa constancia, — tu vacío colmado por la ausencia de Dios”. Hay otros temas cuya sencillez se proyecta de modo más directo sobre la comprensión del lector común: la evocación de la aldea con todos sus humildes encantos: el cielo azul de junio, las aguas claras del río, los puentes de rosas, las torres de la iglesia, el lento paso de las carretas campesinas, las praderas luminosas, el ruido de las cañas, el temblor de las hojas del árbol abatido, y también la silueta delicada de la colegiala que amamos tiernamente en los años de la adolescencia. En cierto modo es éste un fondo romántico, pero expresado a través de un lenguaje cuyas metáforas todo lo renuevan y lo acercan a la sensibilidad de nuestro tiempo. En algunos casos, como en “Canción del tiempo esplendoroso”, las imágenes se conciertan para ofrecernos un canto dionisíaco de la naturaleza y la vida. En otros, en cambio, el poeta —que ya aparece penetrado de las creencias religiosas de Oriente— se muestra convencido del incesante proceso de las reencarnaciones, de las existencias sucesivas a través del desenlace pasajero de la muerte: “Y, si pasaran siglos, muchos siglos, — y nosotros no fuéramos los mismos — después de tanto sueño en otras vidas”. Aunque puestas en plano secundario, para que no conspiren contra su fuerza de innegable originalidad, no dejan de advertirse algunas influencias: la de César Vallejo (en el poema “Después de nosotros”), la LITERATURA DEL ECUADOR de García Lorca (en “Canción espiritual al árbol derribado”), la de Carrera Andrade, muy leve, (en “Esquela al gorrión doméstico”). “Catedral salvaje” es un libro totalmente diferente. Dávila Andrade ha evolucionado hacia un estilo mucho más abstracto. Su elaboración metafórica es más intelectual que emotiva. El tema mismo, de ambiciosa amplitud, y el cual descubre un inquebrantable sentido de unidad a través de sus tres largas partes, le ha demandado otra técnica, de versos de arte mayor que se ajustan a las descripciones geográficas y a los episodios de nuestra historia, la primitiva y la colonial. En un lenguaje extraño, en que la significación de los tropos reclama el esfuerzo mental del lector, canta el paisaje impresionante de la tierra ecuatoriana: la de Tomebamba, Sibambe, el Carihuairazo y el Cotopaxi; la de los breñales, las piedras y las cataratas; la de las tempestades, el sol y las germinaciones; la de los animales y los maizales; la del indio, noble y augusto otrora, envilecido y ultrajado después. El propósito del autor es contrastar el periodo precolombino con el de la conquista y la colonia españolas, que significó el sacrificio de la raza nativa. Lanza sus expresivos anatemas contra el blanco ambicioso que esclavizó a los indios con la complicidad de la iglesia. En la segunda parte del libro —titulada “El habitante”—, dice: “Cierta vez — el maíz infinito había sido suyo! — Pero le desnudaron en la plaza — y le vistieron con profundos látigos!”. Luego puntualiza: “Y en tanto que la iglesia se ponía clueca hasta el fondo de la huerta, — el labriego echaba trigo a los leones del Obispo!”. Se puede observar que los asuntos del poema, y alguna características de su estilo, le han sido comunicados por el “Canto General” de Pablo Neruda, y de modo más concreto por los versos relativos a las “Alturas de Machu-Picchu”. Vuelve también a aparecer el soplo estremecedor de Vallejo. 285 Pero, esencialmente, el que alienta en toda la vasta y fuerte composición es el mismo Dávila Andrade. “Catedral salvaje” — que estimuló la imitación en otros autores ecuatorianos— fue también el antecedente de otra de las mejores creaciones de aquél: “Boletín y elegía de las mitas”. “(Así avisa al mundo, Amigo de mi angustia. — Así, avisa. Di. Da diciendo. Dios te pague)”. Es el indio, con su característica manera de expresarse, con su hablar simple, elíptico, con sus metáforas espontáneas y elocuentes, con el retorcido acento de sus agonías y dolores, el que traza su historia en estos versos. Sus recuerdos, sus denuncias, sus lamentaciones, sus gritos en medio de una fe que vacila, se vierten en formas sencillas, que suenan con el mismo metal de su incipiente idioma cotidiano. Pero la maestría del poeta está en usar la desnudez de ese tipo de frases, su extremada sobriedad, sin caer en la reiteración de las voces deformadas, tan frecuentes en los autores de temas indios, ni permitir que desfallezca el impulso lírico, que eleva a un plano de estética lo que en manos de otro sería plebeyez y prosaísmo. “Boletín y elegía de las mitas” enfoca —como “Catedral salvaje”— el pasado de la raza indígena de América, que se desangraba en las minas y en los obrajes, como lo mostró hace cuatrocientos años el Padre Las Casas. Los frailes fueron los aliados del explotador brutal, y tuvieron el cinismo de tomar el nombre de Cristo: “Y a su nombre, hiciéronme agradecer el hambre, — la sed, los azotes diarios — los servicios de Iglesia, — la muerte y la desraza de mi raza”. No es, a pesar de esa proyección histórica, un poema elegíaco limitado a los siglos de la colonia. El mal se deja percibir con rasgos de actualidad también. Surge así la silueta del sanguinario dominador de tierras y de indios de nuestro tiempo. Cierto que el infeliz paria del campo, hacia el final del libro, exclama: “Y 286 GALO RENÉ PÉREZ ahora toda esta Tierra es mía”… ¿Pero cómo? “Y es mía para adentro — como mujer en la noche. — Y es mía para arriba, hasta más allá del gavilán”. Es decir, no es propiamente suya, porque no la posee en su superficie. No obstante, los últimos versos del poema son una exaltación de la resurrección de la raza, que torna a vivir para siempre y segura de sí misma: “Vuelvo, Alzome! — Levántome después del Tercer Siglo, de entre los Muertos! — Con los muertos, vengo! — La Tumba India se retuerce con todas sus caderas — sus mamas y sus vientres — La Gran Tumba se enarca y se levanta — después del Tercer Siglo, de entre las lomas y los páramos — las cumbres, las yungas, los abismos, — las minas, los azufres, las cangaguas” … “Somos! Seremos! Soy!”. Con un valor parejo al de su magnífica poesía, Dávila Andrade fue publicando sus cuentos. Y aun novelas cortas, entre ellos. Sus temas son variadísimos. Por lo común, sus personajes son seres extraños, pero ricos de humanidad. Su técnica no sufre sino vacilaciones ocasionales. Su estilo es el del poeta que crea los ambientes y las situaciones con una certeza casi gráfica. Para que se tenga un impresión algo más viva y fraternal de este autor, léase esta nota de tono confidencial publicada con ocasión de su muerte: César Dávila Andrade, compañero César Vallejo nos hizo amigos. El produjo nuestro fraternal acercamiento en una librería de Quito. Tenía yo aproximadamente veintiún años. Dávila Andrade andaba por los veintiséis. Vallejo, el inconfundible, que provocaba nuestro casual encuentro, era ya un “muerto inmortal”. Yacía bajo el París con aguacero que soportó tantas veces en su porfiada desdicha de “gran impar”. Tanto Dávila como yo creíamos en la presencia intangible de los seres que el mundo físico ha consumido y desintegrado. No nos parecía imposible una aproximación espiritual a ellos, para percibir —como un estímulo– algo de su inmanente y recóndita energía. De manera que atribuímos a la misteriosa influencia del extinto poeta peruano el comienzo de nuestra amistad. Ello ocurrió en la agencia de libros del celebrado novelista Jorge Icaza. Nuestras manos se habían dirigido, con el mismo afán y en el mismo instante, hacia un ejemplar único de la antología de César Vallejo. Compramos la obra para compartirla. La emoción de nuestras lecturas se vio sostenida especialmente por el caudal de nostalgias del pueblo andino de Vallejo y de su familia que se había ido acabando sobre el mundo (la madre, cuyos “puros huesos estarán harina”, el padre, que ya sólo “es una víspera”, el hermano Miguel, que se escondió para siempre “una noche de agosto, al alborear”). El grado de esa ternura fue para nosotros como una conmovedora llamada a la sustantividad humana, base incorruptible del arte. Todo el clamor que se levanta de aquellos versos, golpeados dolorosamente por las sinrazones de la vida cotidiana, tuvo sobre nosotros un poder magnético. Una parte de la producción lírica de César Dávila Andrade muestra el efecto de tales lecturas. Una parte de mi admiración de entonces halló un medio de expresarse en el estudio crítico que dediqué a Vallejo en “Cinco Rostros de la Poesía”. Pero el eventual encuentro que, desde su presencia inmaterial, presidió el poeta peruano, se convirtió en una de las alianzas más puras, en una de esas amistades que no sufren marchitez con los vaivenes de viajes o de ausencias, y ni aun con los irremediables atropellos de la muerte. Por eso nuestros alejamientos de las montañas en donde nacimos y nos criamos no consiguieron desconectarnos. Hace pocos meses recibí, aquí en los Estados LITERATURA DEL ECUADOR Unidos, poemas y artículos que César Dávila Andrade acababa de publicar en Caracas, donde él estaba residiendo. Y ahora mismo, cuando, con esa manera tan suya, ha renunciado calladamente, sin vanas teatralidades, a su derecho a la vida, lo siento cercano y como atento a estas confidencias. Hay momentos en que uno, para quejarse del mundo, vuelve el rostro a los seres queridos que pasaron haciendo un ademán orientador, de bondad e inteligencia. Ello nos recordó a su hora don Alfonso Reyes, evocando la compañía de su amigo Pedro Henríquez Ureña. En el difícil e incierto tiempo de nuestra juventud, César Dávila Andrade había dejado a su madre y sus hermanos en la ciudad de Cuenca. Vivía en Quito sin un refugio hogareño. Trabajaba en un empleo modesto, del que fue despedido. Fui testigo del estrago que esa cancelación hizo en su ánimo. Me habló repetidas veces de ello como de una ofensa que agravaba su persuasión de fracaso. Y, al fin, una noche le sorprendí desvelado, llorando sobre una carta que había cerrado y en la que se despedía de su madre. Había pretendido eliminarse ingiriendo veneno, que por obra del puro azar logré arrebatárselo a tiempo. “Tú me desamortajaste”, solía repetirme cuando volvía sus ojos a aquellos días… Data de esa misma época su primer libro: “Espacio, me has vencido”. Las páginas de introducción que me solicitó, contrariando con su inembargable autonomía a los prologuistas de las generaciones anteriores, sellaron aun más esa fraternidad que, conmovido, estoy evocando ahora. Aquel libro lo obsequiamos a León Felipe, que fue nuestro afectuoso amigo en sus días de Quito. El viejo poeta, figura de patriarca, español del “éxodo y el llanto”, aseguró entonces que Dávila Andrade era el valor mas alto de la nueva generación sudamericana. Recuerdo claramente que le aconsejó salir de nuestro país. Era difí- 287 cil, sin duda. Pero podía intentarlo, según aquél, yéndose por los caminos del mundo como un buhonero. Con una camisa sufrida y una caja de baratijas ambularía por ciudades y poblados extraños. El viaje lo realizó en efecto César Dávila Andrade, varios años después. Y no en la condición juglaresca que insinuaba el amable vagabundo whitmaniano. Se fue para Caracas, donde se había establecido su mujer. Desde allí me escribió algunas cartas aireadas de saludable optimismo. Creía que había superado por fin su vida tormentosa de Quito. Su pertinaz bohemia. “Todo ha terminado — me decía— al filo esplendoroso del Pacífico”. “Mis personajes (los de sus cuentos) beben ahora por mí”. Suponía que de la experiencia pasada le quedaban ya “ni las cicatrices”. Me envió sus cuentos —los de “Abandonados en la tierra”—, que edité buscando el apoyo de amigos. Los problemas que precedieron a la publicación fueron comentados por César Dávila Andrade en cartas que yo conservo en Quito: la reproducción de algunos de sus párrafos, llenos de burla inteligente, servirían para situar bien a algunas figuras ecuatorianas. Habría tantas y tantas cosas que referir aquí. Pero la superior bondad de mi amigo muerto —que supo perdonar— frena desde lejos mi mano impaciente, acostumbrada a las contiendas de lo justo. En Venezuela nos volvimos a ver. Alguien informó a César Dávila Andrade de mi viaje marítimo a Europa, en 1952. Los dos quisimos darnos una sorpresa: él buscándome en el puerto de La Guaira. Yo, visitándole en su casa de Caracas, de la Urbanización de “El Silencio”. El espontáneo afán de cada uno determinó que nos desencontráramos durante largas horas. Cuando regresé al barco, Dávila estaba allí, aguardándome. Lo advertí sensible e imaginativo, como siempre. Recuerdo que me hizo notar el vuelo de las gaviotas que se 288 GALO RENÉ PÉREZ sostenían en el aire de la tarde levemente, “apenas como una pincelada”. Cumplí yo mi itinerario europeo. Hice de nuevo rumbo a La Guaira. Y en el muelle me esperó otra vez Dávila Andrade. Pero entonces sí pudimos disfrutar de una extensa divagación por la capital venezolana. Durante ella evocamos la tierra ausente, cuyos encantos, aun los mas humildes, jamás habíamos desamado: la aldea en donde el alumbrado público se esforzaba por mostrar siquiera “la digital de la luz”, los caminos polvorientos, orillados de eucaliptos y de cañas, el puente rústico y la frágil pasarela: todo aquello que solía transfigurarse con el avance azul de los cielos de junio, o con la invasión de gracia de su poesía. La de los últimos años fue la segunda permanencia de César Dávila Andrade en Caracas. Ahí ha elegido, con esa tremenda decisión que reclama el salto a la sombra, un tipo de muerte del que, más de una vez, conversó conmigo. ¿Dónde y cuándo volverá a alentar el alma del llorado compañero, que creía en el milagro de las vidas sucesivas? Galo René Pérez Pittsburgh, U.S.A., agosto, 1967. LA CUOTA Uno de los parques se llamaba “Quijano”. Otro, tenía grandes árboles casi negros de polvo. Polvo pétreo de los arenales rodeantes. Recordaba haber visto una laguna artificial; sí, me hallé a punto de caer en ella. Estábamos humedeciéndonos el cabello, entre risas. Recordaba la salvaje alegría de Paredes, el pintor. Se quitó la corbata; la hizo un cucurucho y la tiró agua adentro, gritando “Anaconda, anaconda!”. Un policía se le aproximó, y él, le amenazó con tirarlo también al agua municipal. Buena gente! En la Comisa- ría, estuvo con nosotros el Jefe de Estación. El Comisario había bebido con nosotros la víspera, en esa casa de las afueras. Qué más? En dónde había dejado yo mi pulóver gris? Ya empezaba a sonreír de todo, y sólo con la mejilla derecha: la buena! La izquierda se me había puesto dura y cruel. Me sucedía siempre lo mismo. Pero es que era ya el quinto día de alcohol! Por eso, cuando me ví solo, en aquella esquina barrida por el viento de la madrugada, me introduje en esa pequeña camioneta, dispuesto a descender solo frente a mi casa, tan lejana. —Gracias!, —exclamé cayendo en el asiento. Cerré los ojos y me pasé la mano por sobre el pelo duro, árido con aquel polvillo que sopla desde los arenales vecinos. Por las calles abandonadas y frías, la camioneta buscó sus últimos pasajeros. Se detuvo dos veces ante una puerta cerrada y a los requerimientos de la bocina, vinieron dos mujeres, aún enajenadas de sueño. Se detuvo después ante un hotelucho azul; pitó largamente y salió un eclesiástico envuelto en una bufanda morada, como en una angina de otro mundo. Casi al abandonar la ciudad, subió un negociante de mulas, con un cascabel en el sombrero de pico. Está llena de camioneta! Las últimas gallinas suburbanas saltaron al paso del vehículo, y la cuesta —interminable— comenzó. Sólo entonces noté —alarmado— que el hipo del motor me interrogaba! Sí, a mí! Lo oía claramente. Sólo a mí! No podría ser al clérigo turbio de ropas, duro y lustroso de incomunicabilidad. No, al comerciante. A esas mujeres, tampoco. Ni a esas figuras amargas, de ojos oblicuos, que venían bajo cuatro sombreros idénticos. Ni a ese pequeño hombre rechoncho, sobre cuyo vientre se pudría lentamente una leontina de oro. LITERATURA DEL ECUADOR El hipo se dirigía a mí. Me interrogaba. Y, sintiéndome sacudido, contestaba yo, entre sueños: —”Vinimos hace cinco días. —Tres amigos y el pintor Paredes. — Había un matrimonio en el pueblo; y estábamos invitados desde… —No se casaron porque élla amaneció grave. —El novio se volvió a sus haciendas, con los padres. —Nosotros, fuimos atendidos por el viejo Defaz. —Los pollos sacrificados para la boda yacían desnudos y amarillos en grandes poncheras de barro vidriado. —Los perros pasaban por debajo de la mesa y sus hocicos olían a intestinos de aves. —”Tenemos comida para cinco días; nos aseguró el viejo. —Y aguardiente para un año”. —Entonces en la casa contigua, empezó la bebezona, la parranda. —Un día, y otro, y otro, y otro! Y todos los días unidos entre sí, como inmensos pasteles repletos de sorpresas y seres medio ahogados en miel, en harinas oscuras, en especias ardientes, en azúcares profundos. Los pasteles chocaban. Los pedazos danzaban una especie de cataclismo, sin muerte. Las personas estaban manchadas de mieles; veteadas de jarabes; salpicadas de bombones y harinas centelleantes. Se desvestían; arrodillábanse; rodaban por el suelo, cantando; sin muerte, sin prisa, sin dolor…” El frío de la altura, me despertó. Y durante el descenso, el humo voló de mi cabeza. Así, entramos en el desfiladero. El río, agazapado en lo hondo, era un presentimiento. La camioneta corría, zumbando como una moscarda. A la izquierda, el talud se perdía en lo alto. A sus pies, la carretera parecía labrada a cincel en la roca. A la diestra, derrumbábase la rampa sonámbula del abismo, hacia el río. Al entrar en el desfiladero, todos los choferes parpadeaban como la primera vez. Y marchaban despacio. La luz del cielo encajonada entre las rocas, tomaba color de acua- 289 rium. De rato en rato, un guijarro, cayendo, despertaba insólitas resonancias, hasta picar el mudo terciopelo del agua. En una de las vueltas, bajo la luz espectral, aparecía la sombra de aquel desconocido. Estaba en mitad del camino. Con un gran sombrero de paja en la mano, volteaba el aire y se señalaba a sí mismo. El carro se detuvo, naturalmente; y sentimos que se apagaba el motor. Habíamos supuesto que se trata de un ebrio. Pero, no. Se aproximó a las ventanillas con gesto humilde, resignado. Había un aire de piedad en todo él. —Caballeros, señoras, señor Cura, buenos días! Se detuvo un momento a tragar saliva y se llevó la mano al pecho hundido. La barba amarilla debía tener ya un mes sobre sus mejillas ardorosas y secas, mugrientas. Nos recorrió con los ojos: dos ojos grandes, azules y puros. Pero, no dijo nada. —Qué es lo que quieres?, —inquirió el chofer, con una cara feroz. El hombrecillo bajó las grandes pestañas sedosas y tembló. Metió la cabeza por la segunda ventanilla y se dirigió a nosotros: —Señores, soy una persona desgraciada. Estoy enfermo del pecho: aquí tengo los certificados (se palpó una solapa). Llévenme a la ciudad; cerca de la ciudad. No tengo un centavo para el pasaje. El chofer se volvió hacia nosotros, invocando su justicia y exclamó: —Ya han visto señores! Este zoquete…! Y descendió a revisar el motor que se había detenido. En tanto que el terrible conductor metía su tronco bajo la tapa del motor y forcejeaba sobre el mecanismo, el Cura se 290 GALO RENÉ PÉREZ volvió hacia nosotros: —Señores, una cuota para el pasaje de este… hermano. Nadie permaneció indiferente. Hubo búsquedas; sonidos de moneditas de níquel. Alguien escudriñó en una vieja faltriquera de piel marchita. El hombrecillo, súbitamente ruborizado, parpadeaba mirando reunirse las cuotas en la mano gorda del sacerdote. Este, cerró su puño y lo extendió hacia el desconocido de la carretera. El chofer volvió furioso, sin conseguir reanimar el negro vientre de la máquina, y encaró al vagabundo: —Me plantaste aquí y no tienes un centavo!… Pero el hombrecillo se apresuró a extenderle el puño de monedas. —Ahá, siéntate como puedas; —dijo el chofer, manifestando ligero desagravio. El hombrecillo de la carretera pasó por entre nosotros y fue a sentarse en el piso del carro, entre unas cajas de clavos, que constituían la carga. Estaba descalzo, pero sus pies eran delicados. Los últimos zapatos debían estar por ahí no más, recién tirados. La miseria había comenzado hacía poco. Pasaron diez minutos y el motor no respondía. Una sorda irritación empezó a circular, entonces, en el ánimo de los pasajeros, contra el desconocido por cuya causa el carro se había descompuesto. Volvíamos la cabeza y le mirábamos, acres. El advenedizo parecía aniquilado. Se tapaba el rostro con el gran sombrero y casi no respiraba. De pronto, el carro volvió a estremecerse. La alegría retornó a los rostros y el hombrecillo se puso derecho el sombrerazo. La camioneta tornó a correr, zumbadora como una moscarda. El malestar que la gente experimentara contra el pedigüeño desapareció en seguida. Y una brisa de felicidad empezó a soplar sobre los rostros. El pensamiento del beneficio realizado en el desconocido, alegraba por igual a todos. Esta beata sensación hubiera durado seguramente todo el trayecto, si aquel enorme pedruzco no se hubiera desprendido del talud. El chofer alcanzó a ver el reflejo precipitándose sobre el vehículo y oprimió el acelerador, para esquivarlo. El carro saltó” hubo un estruendo a nuestras espaldas y ótro, adelante, en tanto que dábamos de cabeza contra el techo y éramos lanzados en confusión. El carro se detuvo con un gran golpe en el motor. Estábamos apelotonados sobre la dirección. Nos levantamos en el más grande silencio y vimos un pedazo de playa; el río — negro— sonreía más allá. Una mujer lloraba y reía. Yo, sentía ensangrentada mi saliva. Ahora, una ráfaga de terror y de agradecimiento nos transfiguraba los rostros. El fraile se ahogaba de emoción; quería bendecirnos, pero no conseguía más que tartajear. El chofer logró abrir una portezuela que daba hacia la rampa, y nos fuimos escurriendo por élla con exquisitos miramientos. Ya afuera, de pie sobre una gran roca, sonreímos como diez aparecidos, en una cita extraordinaria. De pronto, el Cura se puso grave, trágico. Buscaba a alguien. Se inclinó. Nos inclinamos también a mirar la camioneta. Nuestra alegría de salvados desapareció. Alguien no había salido del vehículo. Alguien estaba allí, con la cabeza bajo una gran caja de clavos. Un pedazo del ala de su sombrero se mecía en el viento del río y nos decía que nó, que nó! Fuente: César Dávila Andrade. “Abandonados en la tierra”. Imprenta “Minerva”, Quito, 1952; pp. 119-124. LITERATURA DEL ECUADOR CANCION DEL TIEMPO ESPLENDOROSO Para Galo René Pérez Agosto, llévame en tu ardorosa velocidad de topacio, con tus manzanas agrietadas por el fuego. Con las puertas que arrancas a los valles de rosas. Llévame entre tus altas jirafas de ladrillo, salpicadas de mariposas muertas y huellas digitales. Entre tus panteras de inextinguible piel de hembra. Volando entre tus ámbitos de zafiro y de prismas. Entre los bosques y su miel humeante. Entre el coro granate de la madera libre y el carmín inguinal de la resina. Dame un prado con potras y muchachas. Enciéndeme los dedos con diez discos de oro, con girasoles y esmeriles ígneos; y el paladar, con un cáliz de avispas. Desata ésta mi lengua de su raíz de rosa submarina. Quiero gritarte cuando pasas ciego, mascando tus cadenas sonoras, en el viento. Sobre los collados de amaranto y de uva, sobre las cárdenas rocas calcinadas que suenan hacia adentro como astros. Rasga las cuerdas blancas que sujetan mis ojos a su ligera sangre de hilillos y de lágrimas, a su bulbo de yema y nieve amarga. Que te vea desnudo como un lago en el agua. Como una piedra en su ilesa resonancia. Que vea tus llanuras de maíz y oro quebrado, bajo una llama errante, espiral y demente. Tus fragantes basílicas de mieses 291 coronadas por peines de madera y gavilanes. Tus mil alondras muertas de cansancio como un manojo de hojas en la brasa. Esplendor! Qué anhelo respiran nuestras manos, y sus ciegos riachuelos, y sus pequeños huesos claros. Esta rama que sufre, agobiada de rubíes, cerca del corazón, y tiene venas de ardiente oscuridad turquí… Y allá tus árboles por los que puede cabecear la tierra, y su seno que absorbe la tiniebla y la sangre. Las llanuras distantes con veloces tambores y relinchos, el plumaje de hierro de los caballos moros y el cadáver de un ave en el brocal de un cántaro. La pubertad que llama a las puertas de un baño en donde suena, húmeda, la soledad rosada. Los trigales abriéndose en continua fragancia, sobre los nidos, sobre las olas del futuro pan, sobre la doble lágrima de oro de las perdices. Resplandor de los días. Sed, tortura y anhelo. La sequía del ancla a orillas del agua, su paloma enredada en lenta hondura verde. Todo agita en nuestra alma su laurel de locura. Y en el fresco rezago de las jóvenes novias, remueve y estrangula una pequeña gota. Oh! resplandor del fuego en las entrañas. Fuente: César Dávila Andrade. “Espacio, me has vencido”. Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1947; pp. 37-39. X.– El ensayo literario. Su ya largo prestigio. Proyecciones del ensayo montalvino. La crítica de las letras ecuatorianas: sus virtudes y deméritos. Los estudios panorámicos de la literatura nacional, base del juicio extranjero. Los casos de Isaac J. Barrera, Augusto Arias, Benjamín Carrión y Angel F. Rojas. Otros ensayistas Uno de los géneros literarios más antiguos y fecundos en Hispanoamérica es el del ensayo. Apareció éste en las primeras centurias de la época colonial. Su destino ilustre siguió un compás de ascensión y desarrollo semejante al de la poesía. Ha habido poetas notables, pero igualmente ensayistas de real importancia, a través de los diferentes períodos históricos y culturales. Ello es evidente en el Ecuador. En lo que concierne a la producción ensayística, nos hemos referido a Gaspar de Villarroel, a Eugenio Espejo, a Juan Montalvo, a Gonzalo Zaldumbide, de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX, respectivamente. Pero no son los únicos, si bien parecen los más destacados. Acaso, sin pretenderlo, el gran suscitador en tal campo fue Montalvo. No escribió propiamente para conseguir discípulos literarios. El suyo es un estilo —ya lo dijo Valera— tan enrevesado como original. No obstante, aquella su gracia de gestos personales y su riqueza idiomática insuperable, aparte de los fuertes efectos políticos de algunas de sus páginas, atrajeron a varios imitadores. Y hubo un caudal inagotable en que se alimentaron tanto los polemistas como los devotos de las maneras academizantes de la expresión: discípulos del insulto, por un lado, y discípulos del casticismo por otro. Rehuyendo la fácil y viciosa propensión a amontonar nombres de autores, se debe señalar aquí a las figuras que de veras se han dejado notar por su eminencia. El ensayo crítico y biográfico se vio robustecido con la producción de Remigio Crespo Toral (1860-1939). Poseyó éste una índole cierta y firme de escritor. No dio tregua a su pluma, a pesar de los menesteres de su actividad pública. Se expresó en verso y en prosa. El estilo de ésta atrae por la plenitud de la frase y el ritmo de la emoción. A veces aparece en sus páginas algún rasgo de grandilocuencia, algún alarde expresivo inútil, pero lo común es el atinado gobierno de lo que dice. Es un prosador consciente de sus responsabilidades literarias. Su posición es romántica y conservadora. Es fácil advertirlo por sus sentimientos, sus gustos y sus ideas. En un ensayo biográfico hizo la apoteosis del teócrata García Moreno. Pero no fue un dogmático. Mostró una encomiable penetración de crítico. A ello debió, más que a su enorme producción de poeta de gusto romántico, laureado en 1917, en que figuran sus composiciones de largo aliento (“Mi poema”, “Leyendas de Arte”, “Genios”, “Leyenda de Hernán”, “Plegarias”, “La canción del agua”), la docencia intelectual que ejerció durante muchos años. Lo destacado en él fue pues su personalidad de ensayista. Son dignos de mención sus trabajos LITERATURA DEL ECUADOR sobre Simón Bolívar y sobre la nacionalización de la literatura. Otra prosa igualmente noble, cuidadosa de la claridad de los conceptos, fue la del Arzobispo de Quito Federico González Suárez (1944-1917). La suya fue también una naturaleza de romántico y conservador. Pero asimismo sintió repugnancia por las actitudes dogmáticas, por las ideas de cuño intransigente. Su vocación le inclinó tempranamente a la historia. Pocos habían trajinado antes por ese campo, que sobre todo recibió en el Ecuador la atención de Juan de Velasco y Pedro Fermín Cevallos. A él le estaba reservada la gloria mayor en el género. Contaba para ello con una evidente voluntad de investigador. Advertía la utilidad de las ciencias auxiliares del conocimiento histórico, como la arqueología. Profesaba un amor a la verdad que no admitía mengua ni contemporizaciones. Y, por encima de todo aquello, tenía un estilo hermoso a la vez. Había en González Suárez la naturaleza de un magnífico prosador. Por eso se sintió reclamado también por la crítica y la divagación de orden literario. Aun logró establecer una deliciosa atmósfera lírica en páginas como las de su ensayo “Hermosura de la naturaleza y sentimiento de ella”. También religioso y hombre de mucho saber fue Aurelio Espinosa Pólit (1894-1961). Fue un jesuita entregado a las lecturas clásicas y a la profesión docente. Dominó como pocos el griego y el latín. Al extremo de realizar traducciones de escritores de la antigüedad que se han estimado como sobresalientes en tono el ámbito de la lengua castellana. Sófocles y Virgilio fueron, principalmente, los autores sobre los que probó su capacidad de traductor, de estudioso, de exégeta y de crítico. Pero también dirigió su lúcido interés a las letras ecuatorianas, en cuyo campo destaca su ensayo sobre la vida, la obra literaria y el epistolario de José Joaquín Olme- 293 do. Los juicios de Espinosa Pólit son por lo común bastante ponderados (aunque a veces el entusiasmo le lleva a adjetivaciones generosas). Su prosa es limpia y persuasiva. Demuestra cierta aproximación a las maneras expresivas de Gonzalo Zaldumbide. Escribió también versos de estructura clásica e inspiración religiosa. En la misma línea hay que situar a otro jesuita ilustre fallecido tempranamente en 1968: Miguel Sánchez Astudillo. Buen conocedor de los clásicos también. Inclinado, además, a los estudios filosóficos y a las lenguas modernas. Ese necesario connubio de literatura y filosofía y esa variedad de lecturas lograron delinear singularmente la personalidad de Sánchez Astudillo. Esta, por otra parte, mostró los atributos de la finura lírica y el vigor selectivo. De modo que en sus trabajos se puede notar una conciencia más ávida de las nuevas revelaciones estéticas que en las producciones de su antecesor el Padre Espinosa Pólit. Entre sus estudios críticos hay varios alentadores, optimistas, sobre autores noveles, y los hay también sobre figuras ya reconocidas, como la de Gonzalo Zaldumbide, cuyo estilo consideró el más brillante de la prosa castellana de nuestros días. Nicolás Jiménez, César E. Arroyo, Isaac J. Barrera, Augusto Arias han elegido particularmente los dominios de la crítica para su labor de ensayistas. Han trabajado en ella con talento y fecunda insistencia. A los dos últimos se deben estudios panorámicos de la literatura ecuatoriana que han venido a dar amplitud y culminación a los empeños que inició Juan León Mera en su “Ojeada”. Tales páginas de información bien organizada, concebidas con intención docente, han servido de base común a los historiadores de la literatura hispanoamericana para sus referencias sobre los autores del Ecuador. De modo que muchas veces se han repetido los jui- 294 GALO RENÉ PÉREZ cios de Barrera y de Arias con inescrúpulo, para suplir las deficiencias de conocimiento de la obra aludida. Manera demasiado fácil y errónea de proceder, pero desgraciadamente muy generalizada. Isaac J. Barrera (1884-1970) ha acumulado su producción a través del ensayo y el artículo periodístico. La crítica literaria, la biografía y la historia han imantado su interés. Sobre todo la historia, porque aun en sus estudios sobre las letras abundan las digresiones de aquella índole. Efectivamente, su trabajo más respetable —”Historia de la literatura del Ecuador”— debe especialmente su extensión a la presentación de épocas y de hechos sobresalientes de la vida del país, en cuya escena va ubicando a los escritores que estudia. Barrera expone con orden y claridad, aunque quizás le faltan sentido de penetración y una visión más amplia para señalar corrientes y establecer comparaciones. Tiene una doble virtud, muy rara en América y que nadie se atrevería a disputársela: su pacientísima investigación de la cultura nacional y la nobleza de ánimo con que juzga y admira, nunca enturbiada por el egoísmo, la intransigencia o el rencor. Ha conseguido levantarse así a la imponderable jerarquía del maestro. El caso de Augusto Arias (1903) tiene parecido con el de Isaac J. Barrera. Cuando se cita a uno de ellos hay que también citar al otro. Sus ensayos se han enderezado hacia la crítica y la biografía. Ha escrito muchos artículos de periódico. Ha publicado un “Panorama de la literatura ecuatoriana” para uso de las aulas. Jamás ha sido la suya una pluma convicta de pasiones. Ha preferido encarecer y estimular. Por eso su juicio adolece de limitaciones semejantes a las de Barrera. En los trabajos de ambos, por exceso de contemporización y ausencia de severidad crítica, hay decenas de nombres que sin merecerlo han sido recogidos con alabanza, produciendo desorientación en el que contempla desde afuera el horizonte literario del Ecuador. Pero Arias, que es además un excelente poeta y que posee un espíritu más ágil y proteico que el de Barrera, ha saturado de lirismo sus páginas y nos las ha entregado con maestría de verdadero estilista. Gracias a algunas de sus obras (“El cristal indígena”, sobre Eugenio Espejo, “Mariana de Jesús”, “Luis A. Martínez”, “Jorge Isaacs y su María”, “Tres ensayos”), se halla en la primera línea de la prosa ecuatoriana. César Andrade y Cordero y Jorge Carrera Andrade —poetas altamente representativos los dos— son también autores de ensayos críticos y de interpretación de la cultura del país cuya contribución al desarrollo del género no puede ser olvidada. Como tampoco ha de serlo el tan inteligente estudio de Angel F. Rojas —narrador y ensayista— sobre la novela ecuatoriana. Hombre de consistencia intelectual y viva sensibilidad, Rojas ha expuesto allí apreciaciones acertadas, en las que prevalecen la sobriedad del juicio y de la frase, la claridad de la mente y de la palabra, la lógica del razonamiento y de la composición externa de su ensayo. Explica la producción de los narradores en el marco de las mudanzas políticas y económicas del país. Ensayistas de igual linaje son Raúl Andrade, Benjamin Carrión, Leopoldo Benítez, Alejandro Carrión. El primero de ellos recogió en “Gobelinos de niebla” ensayos en que seduce la brillantez de su prosa, ágil, precisa, penetrante, renovadora. En esas páginas realizó una crítica original sobre la generación modernista ecuatoriana. Pero el relieve de Andrade es mayor dentro de su profesión periodística. Quizá en dicho género es la figura más representativa de las letras ecuatorianas. Uno de sus instrumentos es el de la ironía, aguda y valiente, para juzgar la vida pública y el ejercicio cínico y usurario de la política na- LITERATURA DEL ECUADOR cional. Condiciones parecidas, de ensayista y de articulista satírico, aparte de sus excelencias de poeta y narrador, se encuentran en Alejandro Carrión. En Leopoldo Benítez hay que recomendar, en cambio, la profundidad de análisis de la realidad social del Ecuador de su tiempo y de lúcida valoración del pasado. A estos nombres se incorporan otros, po- 295 seedores de un talento legítimo y muy propio para la creación del ensayo. Baste citar a Ignacio Lasso, Gabriel Cevallos García, Francisco Guarderas, Agustín Cueva, Miguel Albornoz, Fernando Tinajero, Rodrigo Pachano Lalama, Hernán Rodríguez Castelo, Gustavo Alfredo Jácome, Jorge Diez, Jorge Reyes, Pío Jaramillo Alvarado, Antonio Sacoto Salamea. XI Autores y Selecciones RAUL ANDRADE (1905) Nació en Quito. Aprobó sus primeros estudios en la escuela católica San Luis Gonzaga, de esta misma ciudad. Pasó después a la Escuela Municipal Espejo, en donde obtuvo las más altas calificaciones. La enseñanza media la inició en el Colegio Nacional Mejía. Pero reveses económicos familiares, consecuencia de persecuciones políticas sufridas por su padre (liberal ilustre), le obligaron a abandonar los estudios, para dedicar su tiempo a otras actividades. Algunas discrepancias insalvables con algunos de sus profesores contribuyeron a ello. “Historia, Cívica y Moral — dijo más tarde— las aprendí directamente de mis antepasados. Literatura y Gramática, leyendo y escribiendo. En cuanto a la Geografía la aprendí caminando y navegando… “En octubre de 1922 hizo su primera salida del hogar. Fue a Guayaquil, en donde asistió al estallido del trágico movimiento obrero del 15 de Noviembre. En 1923 ingresó en la redacción del diario “El Telégrafo”. Comenzó así su vocación literaria —sobre todo periodística— con dos o tres colaboraciones, aparecidas bajo el seudónimo de Carlos Riga, protagonista de la novela “El mal metafísico”, de Gálvez. Colaboró en seguida en diarios y revistas guayaquileños. En 1927 regresó a Quito y fundó, con el pintor Camilo Egas y otros, la revista de arte y literatura “Hélice”, en que también escribieron Gonzalo Escudero, Jorge Reyes, Pablo Palacio. Para entonces, enviaba también sus trabajos a la Revista de la Universidad de la Plata, “Valoraciones”, y a otras publicaciones del norte y el sur del continente. En nuestra capital colaboró por pocos meses en “El Día”, con el seudónimo de Juan de la Luna. En Quito, también, fundó, con Abelardo Moncayo Andrade y Francisco Guarderas, el diario liberal de combate “La Mañana”. Mantuvo en éste la columna “Cocktails”, bajo el seudónimo de Frank Barman. Tras cerrarse “La Mañana”, editó el semanario satírico “Zumbambico”, que dirigió hasta la caída del primer velasquismo. El 26 de mayo de 1944 fue designado, a petición de Gonzalo Zaldumbide, cónsul del Ecuador en Seattle. El 2 de junio, apenas constituido el segundo velasquismo en el Gobierno, presentó su excusa irrevocable para desempeñar esas funciones, y semanas más tarde emigró voluntariamente a México. En 1945 viajó por Cuba y Centro América, con Bogotá como destino final. Al término del año ingresó en la redacción de “El Tiempo”, de la capital colombiana, hasta fines de 1948. Su ausencia del país duró un cuatrienio. El padre había muerto en el intervalo. En 1949 fue nombrado Adjunto Cultural a la legación en Madrid, hasta 1951. Luego de corto viaje por Africa del Norte, volvió al Ecuador, y entonces se incorporó a la redacción de “El Comercio”. Ha desempeñado, además, representaciones diplomáticas y consulares en varios países de Europa. Su personalidad de escritor se la descubre uniforme, la misma siempre, desde su punto de arranque hasta su total madurez. Hacerlo notar es fácil, con sólo observar algunos de sus trazos definidores. Uno de ellos es el de la disposición de Andrade hacia la ironía, explícita en las páginas de su primera obra —”Cocktails”— como en sus más recientes artículos del diario “El LITERATURA DEL ECUADOR Comercio”. Si se tratara de señalar el origen de ese pertinaz ejercicio de burla inteligente, de reparos que punzan, de juicios saturados de escepticismo, habría que aludir primeramente, en un orden más o menos lógico de antelaciones, a la atmósfera familiar. Sabido es que su progenie ha sido de luchadores políticos, de hombres que pronunciaron su fallo inapelable de inconformidad con el cucañismo, las granjerías, la ilicitud y el atropello, males endémicos de la vida pública ecuatoriana. La pena de proscripción de su padre y el asesinato de su tío debieron de haberle dejado una mella afectiva profunda, y, según él mismo lo ha confesado, le indujeron en los días de su niñez a conjugar en un solo concepto los términos de “lejanía, destierro y muerte”. Habría luego que percibir, en el conjunto de lo que ha escrito, el sentido de sus preferencias no sólo en lo que concierne a los autores leídos, sino sobre todo en lo que atañe a los temas y a la inclinación crítica o escéptica que ha tratado de ir puntualizando en las páginas de ellos. Bien se ve que su conciencia demandaba, desde la etapa primera, el flujo fortalecedor de una literatura enemiga de la inocuidad o la complicidad cobarde. Debe aclararse que sus atributos de fiscalía o de condenación de los errores no los ha puesto al servicio del análisis de las obras literarias que ha juzgado. No ha querido pues ser un crítico riguroso en ese campo. Y menos un bedel de malas tripas en la observación impotente de lo que otros producen. Su posición ha sido más bien la del sagitario en un mundo político y social a quien ninguna fuerza ha podido redimir de su podre ni de su descalabro. Los comentarios y exégesis de los libros ajenos que ha venido publicando —incluídos los de su “Perfil de la quimera”— han tendido a convertirse, por eso, en una exaltación lírica, viva y comunicativa, de las exce- 297 lencias que en cada uno de aquéllos ha encontrado. Pero, como no ha pretendido jamás deponer su actitud batalladora y sarcástica, ha disparado sin tregua, en todos sus ensayos sobre autores, personalidades contemporáneas y viajes, los dardos de una crítica certera, dirigiéndolos, desde luego, contra el medio en que tales figuras actuaron y sufrieron, o sucumbieron. Así, en las páginas de “García Lorca: alegoría de España yacente”, se encuentran las muestras de una sorna incisiva, cortante, despiadada, que va levantando dolorosamente los pellejos de la realidad hispánica, en el marco del régimen falangista, totalmente fenecido, del Generalísimo Franco. Cierto es que no ha habido casi escritor sobresaliente, peninsular o hispanoamericano, de las promociones a las que pertenece Raúl Andrade, que no haya ejercitado su condenación y su sarcasmo bajo igual inspiración. Pero las páginas de éste, en que se esbozan, con alarde magistral, imágenes esperpénticas o determinada suerte de “caprichos” goyescos, invitan a recordar especialmente los enardecidos dicterios de Pablo Neruda. También en su “Retablo de una generación decapitada” tiene que servirse de los grados más sutiles de la ironía, y de los matices más violentos de la mordacidad, para describir la zozobra personal de los poetas de nuestro modernismo en un medio antagónico a los refinamientos que les fueron propios, y que caracterizaron al meteórico movimiento dariano en todo el continente. Aquel propósito burlón y acusatorio está balanceado, por cierto, con la presencia de atributos sentimentales de un orden muy diferente. En el ensayo “Charlot, parábola y hazaña de la desventura” del mismo “Perfil de la quimera”, el juicio sardónico de la realidad se expande en un ámbito mayor: el de nuestro tiempo, que nos zarandea a todos en una con- 298 GALO RENÉ PÉREZ moción de iniquidades, imposturas y atropellos; de congojas, incertidumbres, riesgos y agonías. El rostro del planeta, bañado de sangre, deja observar sobre sí al ser que mejor representa el siglo huracanado en que nos desvivimos: el mutilado de la guerra, o “fantasma espantable que ha creado una civilización desarticulada que en vano procura encontrar el equilibrio sobre falsos pilares”. Tras hacer referencias sarcásticas a los empresarios de las hecatombes armadas, Andrade señala el ruin y desvergonzado engaño que se encierra, como en el vano desahogo de un complejo de culpa, en la cosagración del Soldado Desconocido. “El espectro de SOLDADO DESCONOCIDO —dice— presente en las ceremonias y abrumado de dicha y gratitud, no pudo menos de murmurar, mientras se llevaba el pañuelo a las cuencas vacías por donde se le escurrían las lágrimas: “¡Yo no aspiraba a tanto! Me habría contentado con que me dejasen vivir!”. Entre el recuento de sus experiencias íntimas, que es la hebra central de su “Teoría del desterrado”, se extiende con eficacia corrosiva una fuerza de ironía en que alternan, igualmente poderosos, la incriminación y el desprecio. Difícilmente se encontrará una acritud mayor en el testimonio sobre el ambiente nativo y la civilización presente, “nauseabunda, decadente, corroída”. Quizás no es necesario seguir sentando la prueba de esta vocación sarcástica, en cierto modo volteriana, con alusiones particulares a los otros tres ensayos del libro: “El perfil de la quimera”, que ha dado origen al título de aquél, “Viaje alrededor de la muerte”, y “Rosalía de Castro”. Baste advertir que aun en la dulzorada evocación de las ternezas y de las lamentaciones saturadas de ausencias y nostalgias de la autora gallega no se resiste a glosar estos versos, que condenan la actitud de Madrid frente a sus azorados conterráneos: “Premita Dios, castellanos castellanos que aborrezo qu’ antes os galegos morran qu’ ir a pediros sustento”. Otro de los rasgos caracterizadores de la personalidad literaria de Raúl Andrade es su entrega radical a la expresión propia del periodismo. Eso ha hecho de él un pensador fragmentario. Nada hay de peyorativo en decirlo. Grandes ensayistas españoles e hispanoamericanos lo han sido: de la Península valgan los ejemplos de Larra, Azorín, Unamuno; de estas repúblicas nuestras, los de Montalvo, Sarmiento, Martí, Arciniegas. Su filosofía, que la tienen sugestiva y abundante, hállase dispersa en incontables ensayos y artículos. Respecto a Raúl Andrade hay algo más: la ausencia de cierta disciplina ortodoxa le ha impedido elaborar estudios de análisis y de crítica sobre los autores a quienes ha escogido para el rico despliegue de sus comentarios. En consonancia con sus gustos y con el pulso acentuadamente artístico de su prosa, lo natural para él no ha sido el sondeo conceptual, ni los razonamientos demostrativos, ni las revelaciones de carácter técnico, sino la interpretación lúcida y emotiva, sorprendente por su opulencia lírica, de la obra de sus poetas preferidos. Pero, con la misma impulsión de gracia y con igual trémolo sentimental, sabe animar persuasivamente los ambientes en que ellos se movieron y crearon. Llega así, mediante una evocación íntima y fiel, y socorrido por sus propias excelencias imaginativas, y de talento estético y sensibilidad, a una muy especial identificación con la personalidad y los trabajos sometidos a la luz de sus apreciaciones. Muestra admirable de una recreación de ambiente es la de su “lienzo mural de Quito de 1900”, en que sitúa el drama de nuestros poetas modernistas, congregados por él LITERATURA DEL ECUADOR bajo el expresivo nombre de “generación decapitada”. La suma o simbiosis perfecta de lo objetivo y lo espiritual hace que aquella imagen de Quito sea equiparable a la que de Córdoba esbozó Sarmiento, o a la que Uslar Pietri compuso de la Caracas colonial, o a la que animó Azorín sobre Yecla y sus gentes. También otras ciudades y otros paisajes han cobrado vida entre los puntos de su pluma. La amplia cultura de Andrade, sus peregrinaciones frecuentes, su observación minuciosa, su destreza para aprisionar la nota definidora y sustantiva, el color y precisión de sus veloces pinceladas descriptivas: todo eso le ha conquistado un lugar apreciable en el género de las crónicas de viaje, dentro del dilatado ámbito de las letras castellanas. Ni el ensayo literario, ni el apunte viajero, ni el artículo periodístico, ni las páginas polémicas de que es autor: nada, en fin, hubiera ejercido tan poderoso magnetismo si desde el principio, y sin desfallecimiento a lo largo de toda su obra, no hubiese habido en su prosa las condiciones de un fino estilista. Andrade asimiló el preciosismo que caracterizó a toda una generación hispanoamericana, la del modernismo. Esta iluminó de responsabilidad estética la conciencia de los mejores escritores de todo el continente. Prosa y verso fraternizaron en un colmado empeño de selección y gracia. Andrade no perteneció a aquella generación, pero leyó con fervor a los mismos autores que la inspiraron y orientaron, y sus atributos innatos se fortalecieron luego con las corrientes posmodernistas, legatarias del movimiento de Rodó y Darío. Difícil es hallar en las letras de este país un estilo como el suyo: exacto en las expresiones, leve pero inmune a la superficialidad, apto para las sutilezas de la ironía como para la violencia del dicterio y el anatema, seguro en el dominio descriptivo de personas y lugares, sor- 299 prendente y original en el juego de metáforas y conceptos. Fragmento “Retablo de un generación decapitada” Paralelo al drama político, eco y reflejo de este, toma forma el drama de una generación. Ante la siniestra conjuración de hombres rapaces que apelan a clásicos métodos centroamericanos, el grupo literario, desvitalizado y endeble, se acoge a la evasión como principio y fin de su breve residencia en la tierra. Arturo Borja escribe, por única vez, su protesta de generación, en un panfleto lírico dirigido Al señor don Ernesto de Noboa y Caamaño, límpido caballero de la más limpia hazaña que en la época de oro, fuera grande de España. Lo hace en tono confidencial y derrotista y va a conocerse años después, ya muerto su autor. Allí está la presencia cálida e indignada de su generación ante el taconeo de los matasietes; aunque se la interprete, cuando no se la silencia, como vaga protesta de un espíritu fino y sensitivo a quien el ruido de los disparos callejeros sobresalta, al ahuyentar su emoción interior. Después, su mensaje se hace monólogo; girón de paisaje lejano; esquema de impresión urbana; desolada constatación de un mundo que comienza a pudrirse por los cuatro costados y del que intenta cortar todas las ligaduras. Lo ahoga una melancolía finisecular y sin remedio. Por aquel tiempo —unidos en la solidaridad de una común angustia, Noboa Caamaño y Borja— aparece un perverso medallón dannunziano, burilado en marfil y obsidiana. Mujer-sirena pura sangre, que ha importado la esencia de las flores del mal en diminutos frascos. Ante una decoración “muy fin de siglo”, sobre almohadones muelles, rinden culto a la muerte cada tarde, desahumanizan sus siluetas y se tornan figuras fantasmales. Han encontrado su verdad en la fuga lenta y sonámbula, pero segura, en una especie de viaje de turismo por las densas y oscuras aguas estigias. De allí saldrá el cartel —que no su manifiesto— de poetas malditos, en aquella escalofriante pieza de Noboa Caamaño que comienza: 300 GALO RENÉ PÉREZ Amo todo lo extraño, amo todo lo exótico, lo equívoco, morboso, lo falso, lo anormal; tan sólo calmar pueden mis nervios de neurótico, la ampolla de morfina o el frasco de cloral. Asumen, inconscientemente, una actitud de dolorosa execración, frente al medio triturador e incomprensivo, y se la arrojan a las buenas gentes cobardes, cómplices y encorvadas. “Mirad —parecen exclamar— lo que somos de espirituales, exquisitos y audaces, frente vosotros, míseras larvas humanas:. Han crecido ante sí mismos. En adelante sólo podrán mirar por encima del hombro, sin ocultar su mueca desdeñosa, a esa sociedad sometida con rapidez y aquejada de complejo de inferioridad. Allí comienza el drama “Vivir de lo pasado por desprecio al presente”, dirá Noboa Caamaño. Han convertido la poesía en asilo impermeable al ofensivo ruido urbano. Se lanzan a la calle, en altas horas de luna —espectrales bebedores de niebla—, luego de sesiones extenuadoras y perversas, envueltos en venosa bruma, a peregrinar en torno a viejos campanarios; a mirar cómo danza las lechuzas junto a los torreones. Viajan —imaginativos sin remedio— por la ruta tortuosa de los poetas malditos. La tragedia política de esos años— y a pesar de ellos mismos— los ha lacerado y marginado. Se sienten inseguros, bloqueados, fuera de toda aspiración consciente y destruídos. Hacen apariciones furtivas en el alegre reservado número ocho del Café Central, explosivo de risas despreocupadas y desaprensivas, animado por la simpatía cordial de Carlos de Veintimilla, el acento ardiente de Emilio Alzuro, la glosa calmada y fina de Francisco Guarderas, el chascarrillo sorpresivo de Alfonso Aguirre, las corbatas brummelianas y los chalecos floridos de Pancho Guillén, la presencia callada y marginal de tantos más. También, alguna noche, llegan a la capilla laica, la inquietud traviesa y terrible de Bibí Cárdenas, el incruento desplante de Ernesto Fierro. Los iniciados ríen, mienten, recitan versos o murmuran de los ausentes. “Las deudas —dice el filósofo del grupo— son el perfume de la juventud”. El tabernero, sonriente y paciente, acumula en su caja vales autografiados. El sabe, con su seguro instinto de hombre práctico, que un día ha de cobrarlos. Comienzan a aparecer, en un diario local, eruditos artículos sobre modernismo, como se denomina a la moda literaria en boga. Los pelucones, desde el brocal de piedra de la plaza, discuten a Samain, a Mallarmé, a Rimbaud; comentan el último traje de Guillén, la silueta impecable de Rosa Blanca Destruge, el aire lánguido y perverso de Carmen Rosa Sánchez, el soneto reciente de Noboa. Los cantos de Maldoror, del desgarrado Lautreamont, es su breviario de horas. Pronto surge el comentarista literario y animador del latente movimiento en la persona de un provinciano de apariencia borrosa y descuidada; se llama Isaac Barrera y sostiene correspondencia regular con Valdelomar y Eguren, más tarde pilotos de Colónida en el Perú. Nace el propósito de editar una revista que recoja la naciente inquietud artística y la encauce. Barrea y un librero Paredes dan forma a ese proyecto, y es así como aparece el primer número de Letras, nido legítimo de estos pichones de Verlaine. Todavía se hace arte sin finalidades oblicuas ni intenciones enmascaradas. Por el solo placer —muchas veces— de recibir el espaldarazo de vate con derecho a llevar largas melenas y sombreros de ala arriscadas. Para que su presencia cause un sensacional revuelo en los balcones y provoque el cólera de los tenorios de esquina. En tanto, por la ciudad, desfilan diariamente los pantalones pequeños cuadritos blanco y negro, el gabán verde-musgo con crisantemo en la solapa y las polainas color patito del “cuco” Madrid. César Arroyo exhibe por las calles su enorme risa de tiburón y su alma de cordero pascual. Jarbas Loreti da Silva Lima, con impecable levita gris y clavel rojo, compone rondós para la cabritinha. Amanecen las calles empapeladas de carteles vivando al anarquista Ferrer, que han pegado furtivamente Alejandro Mancheno y su cuadrilla de salteadores de campanario. Bonifacio Muñoz se dedica a la tarea de arruinarse, en la más olvidada y heroica tentativa de difundir cultura… En una ciudad de bodegones y garitos repletos… Fuente: El perfil de la quimera. Colección Básica de Escritores Ecuatorianos. Quito, páginas 101-105. Benjamín Carrión (1897-199 ) Nació en la ciudad de Loja. La atmósfera hogareña le fue propicia para el destino cultural en que se han resuelto los mejores LITERATURA DEL ECUADOR años de su existencia. Al padre y los hermanos les animaba un denuedo común: el literario. Era como si entre ellos hubiera habido no sólo el concierto de voluntades, sino un alianza tácita de vocaciones y de talentos de igual naturaleza. Podría asegurarse que, de ese modo, el ejercicio intelectual vino a serle en doble sentido “familiar” Los estudios los hizo en Loja. Y después en Quito. Aquí se doctoró en leyes, en la Universidad Central. Sus primeros afanes de escritor no pasaron entonces desapercibidos. Se expresaba en verso, como otros de sus compañeros de generación que luego devinieron estudiosos de la ciencia, o contumaces y prosaicos representantes de alguna profesión. Temprano —hacia 1924, a los 27 años de edad— la diplomacia le abrió un horizonte generoso, de veras significativo para su formación, para sus contactos, para la absorción del plural espíritu extranjero. Se le nombró cónsul en el Havre. Sus amigos, mal resignados con el ambiente de su pequeña ciudad, adormilada en el fondo del cascarón melancólico de las montañas, sintieron como propios los versos con los que Jorge Carrera dio la despedida al feliz viajero: “Rebosa ya el humano vaso de su deseo: va a salir de esta tierra. La luz de otras ciudades le va a limpiar, por fin, la niebla de los ojos. El aire de su pecho se va a llenar de otro aire. En un barco cargado de cajas y toneles con patojos letreros, hará su primer viaje. Verá el beodo mar, los puertos tumultuosos y las mil chimeneas de Marsella y El Havre”. La permanencia europea fue de algunos años. Benjamín Carrión había superado ya, seguramente, el período de los deslumbramientos pasajeros. Tenía dentro de sí un sedimento de muchas lecturas. No se olvide que algo que ha caracterizado su larga existencia ha sido su avidez de lector. De modo que su 301 conciencia se vio pronto imantada por las tendencias estéticas de aquella hora, y naturalmente por los prestigios de algunas figuras que ocupaban la escena literaria de Europa. Pero más que a españoles e hispanoamericano debió la orientación de sus juicios y de sus gustos a los franceses, que adoctrinaban conceptual y artísticamente a muchos espíritus de entonces. Por ello, si en verdad empezaba a tratar ya los temas de la cultura de nuestro continente, sus razonamientos críticos y sus referencias no dejaban de iluminarse con la entusiasta asimilación de las letras de Francia. Hay rastros de eso no sólo en sus primeras obras. Puede decirse que el galicismo mental que fue advertido en la generación modernista persistió todavía en Carrión. Uno de los elementos caracterizadores de su personalidad fue el de su placiente disposición hacia los atributos culturales franceses. Otra hebra fuerte en el haz de su conciencia ha sido, desde luego, la de lo hispanoamericano. Relaciones, estudios, lecturas de autores de este amplio sector de la lengua castellana le han mantenido en actitud de curiosidad frente a los movimientos intelectuales de todo el continente. En igual proporción lo ha desvelado, y ha ido requiriéndole mutaciones cada vez mas radicales, la embestida de los problemas sociales y de los violentos trastornos políticos de los últimos años. Considerando el período histórico en que se fue entretejiendo el estambre de su carácter de escritor, es explicable su fervor hacia lo prominente de la literatura francesa: Proust, Gide, Duhamel, a quienes nombra con alguna asiduidad. Y lo es también su intento de sondear las reconditeces de la realidad hispanoamericana y nacional mediante los arbitrios del ensayo crítico, biográfico, histórico, o los de eventuales aunque enardecidas páginas, políticas. Igual lo hicieron, por los mismos años, José Carlos Mariátegui. Luis Alberto Sánchez, 302 GALO RENÉ PÉREZ Mariano Picón-Salas, Daniel Cosío Villegas, Jorge Mañach, ensayistas del Perú, Venezuela, México y Cuba. Para juzgar su producción de escritor es indispensable que se recuerde que la personalidad de Carrión ha vivido permanentemente entregada a los desvelos a que aquélla obliga, y que le han llevado por los caminos de los más varios géneros. Comenzó pulsando el verso, allá por los distantes años veinte. De ese amor pasajero no quedó sino el rastro, casi perdido, de cierto trémolo lírico en algunas de sus abundantes páginas. Su primer libro, en cambio, plantó la bandera que habría de ser la de su predilección, con los colores de un estilo ya propio, en los campos del ensayo. El título con que fue editado, de “Los creadores de la nueva América”, se refería a escritores a quienes este continente ha debido mucho, por sus atisbaduras sociológicas, por el despellejamiento de problemas que en buena parte nos son comunes, por la arrogancia literaria para acomodar los primores de su lengua a un idealismo y una realidad característicamente hispanoamericanos: José Vasconcelos, Manuel Ugarte, Francisco García Calderón, Alcides Arguedas. El ojo discernidor del ensayista puede asegurarse que fue certero. Sus figuras no han desaparecido aún del horizonte cultural de estas naciones. Un año después reclamó el autor la atención desde otro ángulo: el de la novela. Editó “El desencanto de Miguel García”. Y, muy posteriormente, arrostraría los azares de la misma imprevisible aventura, lanzando su voluminosa narración de “Por qué Jesús no vuelve”. Fue ello en 1963. Injusto sería desconocer la soltura con la que se sabe relatar. Pero en su caso ha ocurrido lo que en muchos otros: el ensayista ha asumido una presencia omnímoda, ensombreciendo o desplazando al pretenso narrador. Otro de los géneros abordados por Benjamín Carrión es el de la biografía. En 1932 publicó, en México, “Atahuallpa”. En 1954, en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, “San Miguel de Unamuno”. En 1956, en la misma editorial, “Santa Gabriela Mistral”. En 1959, en México, “García Moreno, el santo del patíbulo”. Algunos consideran a “Atahuallpa” su obra fundamental. Parece que Carrión la estima también en grado mayor que a sus otras producciones. La ha visto editarse varias veces. Para escribirla conjuntó las informaciones de la “Historia General de la República del Ecuador”, de Federico González Suárez; de los “Comentarios reales”, de Garcilaso de la Vega el Inca, y de algunas de las principales “Crónicas de Indias”. Con todo ese material se propuso no solo dar animación a la figura de “Atahuallpa”, sino especialmente vindicar nuestra grandeza histórica, mostrándola erguida sobre un asiento sólido como antiguo, el del imperio precolombino. Pone el autor en su libro una introducción sociológica que deja admirar su juicio sobre la historia del hombre. Explica la asimilación española del cristianismo, que las recias milicias de la conquista del Nuevo Mundo convirtieron en el instrumento de su dominación total. Eso es verdad. Tanto en el norte, frente a los aztecas, la conciencia cultivada y renacentista de Hernán Cortés, como en el sur, frente a los incas, la grosera mentalidad de Francisco Pizarro, convergieron hacia un mismo punto: el hace expíar a los indios su inocente falta de fe en un dios que éstos no conocieron. Había el trágico precedente de las guerras de religión y de las contiendas del más crudo fanatismo. Civilizar y cristianar fueron dos categorías conceptuales que los conquistadores transfundieron en una sola, como estímulo de lo que socavaron y destru- LITERATURA DEL ECUADOR yeron, pero también de lo que afirmaron y construyeron. En un rápido despliegue de razonamiento, sirviéndose de las mismas páginas introductorias, Carrión muestra la política de aglutinación de los incas, con el corolario del vastísimo imperio de Tahuantin-suyo. Y, de modo perspicaz, llega a advertir que también sus propias fuerzas teocráticas determinaron a la postre la disgregación nacional, produciendo la “bicefalia política” de Atahuallpa y Huáscar. Muy poco después vino el colapso definitivo, en Cajamarca. Siguen inmediatamente los pocos capítulos de la obra. Son ellos un recuento animado de los episodios más conocidos de Huayna-Cápac y Atahuallpa. Una onda de reflexiones sociológicas circula por entre el curso de su narración. Pero el lector quisiera, tal vez, un poco más de intensidad dramática. O de morosidad en el detalle de algunas escenas importantes, como la de la prisión, caída y ajusticiamiento del monarca quiteño. Es claro que resultaba difícil conseguir que Atahuallpa tuviera una forma algo más palpable; que se moviera con mayor vitalidad; que hablara desde una proximidad más auténticamente humana. Esto último tampoco lo consiguieron otros autores en casos parecidos: Zorrilla de San Martín, con su Tabaré, héroe indio de un brillante poema novelesco; Manuel de Jesús Galván, con su Enriquillo, cacique de una novela histórica relacionada con la conquista. Ambos protagonistas no pudieron expresarse sino a través de cierta artificiosa condición de mestizos: el primero, por razones del cruce de sangres; el segundo por influencias de la educación y la cultura hispánicas. Con respecto al “Atahuallpa” de Carrión, por las consideraciones que aquí se han puntualizado, no sería injusto afirmar que participa más de la historia que de la biografía. 303 Y entre esa obra y “El cuento de la patria”, que apareció en 1967, hay una acentuada semejanza de familia. Los mismos atributos de veloces miradas sobre la historia nacional, y también las mismas características de brevedad, de tendencia alusiva y elusiva, conjugan a los dos libros, en forma evidente. En “El cuento de la patria” hay una confesada inclinación al mito y a la leyenda, vertederos para la interpretación de la vida de los pueblos. Carrión vuelve hacia ellos su curiosidad y su fe. Y, en medio de tales afanes, pone una subraya de admiración en las páginas histórico-novelescas del Padre Juan de Velasco. Util será aclarar, en estas referencias a las páginas retrospectivas y biográficas de Carrión, que ni “Santa Gabriela Mistral” ni “San Miguel de Unamuno” pertenecen al género de las “vidas”. Son ellos estudios de otro carácter, en que no deja de haber observaciones y testimonios personales de interés. Cada uno preside un volumen de ensayos de temas variados y de diferente extensión. El autor los concibió como una exaltación de los “santos del espíritu”. Iguales ideas se pudieron ya advertir en el escritor español Antonio Machado, de la célebre Generación del 98, cuando recomendaba su propio santoral laico. “El santo del patíbulo” está, ése sí, aparte. Es la biografía del autócrata ecuatoriano Gabriel García Moreno. Para hacer que este se animara en la escena pública de su tiempo, con el espontáneo desembarazo de lo que está vivo, el autor lo rescata no de la papelería procelosa o beligerante del antigarcianismo, sino del epistolario del dictador y de los documentos –según el mismo lo aclara— de historiadores imparciales o de simpatizantes confesos de su obra de gobierno. Pero el afán explícito de Carrión es verter en tales páginas su propia pasión antigarciana. Cumplir un compromiso con la intelectualidad de este continente, “creando frentes de lucha me- 304 GALO RENÉ PÉREZ diante libros biográficos de los tiranos, curando por el ejemplo al revés”. Nada hay más concreto que su propia definición. No es — dice— “un libro de investigación. Es de síntesis, de historia interpretativa. Libro de opinión y de pasión”. Es de suponer que la urgencia de la edición no le permitió revisarla con el celo indispensable. Otro hubiera sido el resultado con una decantación más cuidadosa del material informativo, y del estilo mismo. Hay fallas notorias, y negligencias de forma que parecen inexplicables por proceder de un escritor experimentado, y por hacer contraste con capítulos bien realizados, como el del “Epílogo trágico”: del martirio de los conjurados en el asesinato de García Moreno. Por fin, la producción de este autor abarca un buen número de escritos panfletarios —ejemplo de ello, sus “Cartas al Ecuador”— y de ensayos de críticas y exégesis de antologías del país. Recuérdense el “Indice de la poesía ecuatoriana contemporánea”, de 1937, y “El nuevo relato ecuatoriano”, de 1950-51. Todo esto significa que Benjamín Carrión ha ido buscando en el discurso de medio siglo, la figura del prosista. Y, en el conjunto de ella, el relieve más visible y más constante ha sido el del escritor de ensayos. Precisamente a ese género pertenece uno de sus libros mejores en el orden formal: “Mapa de América”. Está constituido por seis estudios: Teresa de la Parra, Pablo Palacio, Jaime Torres Bodet, Vizconde de Lascano Tegui, Sabat Ercasty y José Carlos Mariátegui. La congregación de estos nombres resulta bastante heteróclita. Casi no hay un denominador común que los asocie entre sí. Ni siquiera el del campo de creación que han cultivado. El mismo Benjamín Carrión, no sin “bendecir la voluntad del gusto”, aclara que no se ha dejado esclavizar por ningún sistema de selección. Ha querido que simplemente funcionara aquello que Ortega llamaba la máquina individual de preferir. La caprichosa conjunción de estas páginas viene pues a atestiguar que “la preferencia, más bien intuitiva, es del orden de la sensibilidad, del orden del gusto”. Pero la disimilitud de los escritores que ha elegido establece también una diferente jerarquía de valor y de interés entre sus estudios. El destinado al Vizconde Lascano Tegui es el menos recomendable de ellos: ese Lascano es autor argentino a quien, ahora, no se le conoce ni en su patria. Carrión se sintió atraído, más bien, por ciertas originalidades de carácter de tal personalidad, a la que trató en sus años de París. Tampoco es un ensayo de verdadera penetración crítica el relacionado con la obra —ella sí admirable— de José Carlos Mariátegui. Prefirió el autor concentrar lo mejor de sus atributos de exposición en la apología de la fe, del ardor, de la elocuencia franca y viril, del gran sociólogo y crítico peruano, mediante una referencia general a sus páginas. Lo de veras esencial del “Mapa de América” hay que encontrarlo, para una disfrute del juicio de las amplitudes de enfoques, en los ensayos sobre Jaime Torres Bodet, Carlos Sabat Ercasty, Teresa de la Parra y Pablo Palacio. José Carlos Mariategui (fragmento) Nutrido de occidentalidad, dueño de una cultura ritmando con todos los toques de avanzada del pensamiento europeo, José Carlos Mariátegui representa una fuerza de crítica y construcción, de acción y sugerencia, de apostolado y de batalla que hacen de él, incontestablemente, uno de los jefes espirituales de la América moderna en la lucha por desentrañar la auténtica realidad de nuestros pueblos y construir su personalidad, estructurarlos para la vida política, económica y so- LITERATURA DEL ECUADOR cial, de acuerdo con su ideal y su verdad. No hacen falta especiales dones de previsión para afirmar que su ideología, vigorosa, nerviosa, apasionada, ha de cavar surco profundo en el devenir político y social de Hispanoamérica —a la que yo me resistiré siempre a llamar Indoamérica, como el mismo Mariátegui la llama, y menos aún esa barbaridad moral, histórica y gramatical de indolatinia, que por snobismo inexcusable, propio de malas revistillas de vanguardia, fue llevado a la nueva Constitución del Ecuador. El secreto de Mariátegui: no es el catedrático dogmatizante —en cátedra de pedantería puede ser convertido el periódico, el folleto, el libro— que, armado de citas de primera o segunda mano, como antes se armaban los dómines de una jerga, nos ataca con teorías trasplantadas, expuestas sin claridad ni belleza, a pesar de los consejos de Rodó, que es uno de los que más vandálicamente se saquea y se cita; no es el moralista baboso, que para decir vulgaridades adopta aires de evangelizador; no es el expositor frío de sistemas y tesis, que esconde bajo la capa barata de la serenidad, su espíritu infecundo; no es el romántico luchador elocuente ni el lírico glosador de utopías: fauna toda esta que puebla los países hispanoamericanos, enfermos de leaderismo y de politiquería, enamorados del mitin y de la plaza pública. José Carlos Mariátegui —aun cuando él mismo parece sostener lo contrario— estructura en forma orgánica sus campañas ideológicas, sin llegar al uso del papel de embalaje de la sistematización lógica, que las momificaría; es natural: Mariátegui, antes de lanzarse a la acción, se ha constituido reciamente a sí mismo en la vigilia porfiada con el libro y el dato, y en la directa observación de la tierra, de los hombres de los pueblos. José Carlos Mariátegui, a su potencia excepcional de ver claro y hondo une la gran virtud de los hombres de lucha, de 305 todos los hombres, simplemente: el don de apasionarse. Y convencido de la suma grandeza de ese don, no trata de envolverlo en femeninos circunloquios de serenidad, de imparcialidad, de mesure. El lo advierte críticamente en sí mismo, y lo proclama. Preciso es no confundir la pasión con la violencia. Detesto esta última como un resabio felino, como una supervivencia del bruto que veinte siglos de Cristo, de domesticación por las artes y por la cultural, han tratado de exterminar en el hombre. Detesto la violencia. Pero amo en cambio la pasión, que es el resumen de las superioridades humanas: Fe, Esperanza, Amor. La imparcialidad, la calma, la mesure, son virtudes admirables y útiles en pueblos fatigados de historia, que han llegado ya, con su carga de gloria y de experiencia; como Francia, por ejemplo, cuyo sistema orgánico se basa en las clases medias, en la pequeña burguesía ahorradora, hacendosa y limitada. Un príncipe hindú, que había aprendido a amar en los libros y en la Historia esta igualdad discreta de Francia, visitó encantando, de un extremo a otro, toda las suaves y dulces comarcas de la nación-jardín. Y al sentir la delicia apacible y sedante de este paisaje peinado y matizado, sin la accidentación catastrófica y brutal de los Andes y de los Himalayas, declaró comprenderlo y explicárselo todo: los hombres, ni grandes ni pequeños, ni morenos ni rubios; la libertad andando por las calles; la claridad; la sagesse. La música de Debussy, la pintura de Wateau, la lírica de Mallarmé. Nuestra América necesita, digo mal, nuestra América, como fruto de su clima, debe producir hombres de pasión, porque se encuentra en un período de choque, de desentrañamiento, de desbroce. Quienes sueñan para este instante de los pueblos hispanoamericanos con los Coolidge o los Hoover de encargo —como se encarga un Ford o un W. 306 GALO RENÉ PÉREZ C.— están en el más grande error. Esos hombres vendrán, si es que en ninguna época son siquiera deseables, cuando nos hayamos hundido en el embrutecimiento de la materia y la máquina, cuando el valor hombre se haya igualado al valor hierro o petróleo en la misma utilidad como materia prima. Cuando, según la dura expresión de Duhamel, los yanquis hayan inventado el buey de trabajo, la vaca lechera, la gallina que pone todo el año y el puerco especializado en dar manteca… Necesitamos hombres apasionados, no violentos. Entre nosotros, la pasión es Bolívar, es Sarmiento, es García Moreno, es González Prada, es Montalvo, es Vasconcelos. La violencia es Rosas, es Guzmán Blanco, son todos los panfletarios y todos los tiranos que, en el balance gubernamental y literario de los países de América, se encuentran en incontestable mayoría. Fuente “Mapa de América”. Colección Básica de Escritores Ecuatorianos. Páginas 133-136 Alejandro Carrión (1915-199…) Nació en la ciudad de Loja. La escuela, cursada bajo la dirección de los Hermanos Cristianos, le dejó impresiones afectivas como de conciencia que llegaron a generar los episodios y caracteres humanos de uno de sus primeros pero más atractivos libros de narración: “La manzana dañada”. En la plenitud episódica de esos cuentos, en los que ya se descubre un atributo muy suyo, el de una fluencia expresiva llena de frío por lo caudalosa, transparece la figura imperecedera del niño, que se defiende de los cambios y las mellas del tiempo en la personalidad de todo hombre. Con esa limpidez característica de las revelaciones infantiles, pero, además con un cabrilleo de ironía que se proyecta de la pluma del escritor maduro sin perjudicar la autenticidad vital de la transposición del pa- sado, Alejandro Carrión ha animado la atmósfera de los juegos y los temores, de las admoniciones severas y el golpe de las chascas disciplinarias, del rumor colectivo de las sotanas, las prácticas devotas y las lecciones de esos sus años escolares con los Hermanos Cristianos. Entre los colegios Bernardo Valdivieso, de Loja, y Mejía, de Quito, corrieron sus años de enseñanza media. Allí se hicieron ya notar, en esa fraternidad de las aulas que tantas discrepancias advenedizas han ido destruyendo después, la agudeza de su talento y los impulsos del que tiene que convertirse en un escritor constante, en un escritor vocacional. En el ambiente universitario de Quito, en que cumplió su carrera del derecho, fue cobrando dimensiones mayores su aptitud literaria. Y, así, pronto se irguió, ya entera, su personalidad de poeta, narrador y periodista. Varios son sus libros dentro de la lírica: “Luz del nuevo paisaje” (1937), “Poesía de la soledad y el deseo” (1934-1939), “Agonía del árbol y la sangre” (1948). E igualmente, sus poemarios breves: “¡Aquí, España nuestra!”, “Tiniebla”, “La noche oscura”, “Cuaderno de canciones”. Algunos de ellos han sido editados lejos del país. Además, parte de su producción en verso ha sido traducida al inglés, por Dudley Fitts y Francis St. John, para aparecer en la antología de “Five young American poets”, publicada en 1944 en Norfolk, Connecticut. Más de un crítico, de los que han tornado la mirada especialmente hacia la poesía de este autor, ha aludido a condiciones enigmáticas, a escamoteos verbales de linaje simbolista, a sesgos difíciles de un lenguaje desconceptual e inconexo, como características de aquélla. Pero nada es menos cierto que eso. Porque la lírica de Carrión es precisamente lo contrario. Tan lógica y coherente se nos ofrece, en efecto; tan articulada de ideas, LITERATURA DEL ECUADOR tan airosa en su desenvoltura expresiva, que parece venir de lejanos manaderos clásicos, o de una conciencia que tiene la pestaña levantada, en actitud vigilante, sobre el fresco impulso de lo puramente lírico. Ni audaces amagos contra la estructura del verso, ni rebuscadas complejidades metafóricas, ni sondeos subconscientes o metafísicos, y peor la insuficiencia o el desaliño formal de los incapaces, pueden sentarse, en verdad, en ninguna cuenta que cualquier juicio ponderado establezca alrededor de la obra poética de Carrión. Emociones e ideas convergen, en rica simultaneidad, como dos caudales transparentes que al encontrarse dilatan el cauce de las expresiones, ya por sí mismo ancho y expedito. Casi todos sus poemas, por eso, le han reclamado el verso amplio, multisilábico, de sosegados ritmos. El autor no afloja ni corta en ningún momento esa hebra emotiva y conceptual, sea cualquiera su tema: el amor, o la soledad, o los movimientos interiores y secretos de la existencia del hombre, o la grave persuasión de la muerte segura, o la descripción de los entes naturales, o las desilusiones infinitamente eslabonadas del trabajador y el campesino. En lo que concierne a las narraciones de Alejandro Carrión, aparte de la prueba de talento que ha sido señalada en las anteriores referencias a “La manzana dañada”, es justo reconocer el inteligente esfuerzo que aquél ha concentrado en “La espina” (1959), novela en la que el desarrollo temático y el análisis psicológico del protagonista —hombre desgarrado por desazones y conflictos, pero sobre todo por sentimientos de culpa y de soledad— permiten ver la orientación del autor dentro del nuevo movimiento novelístico hispanoamericano, marcado por preferencias introspectivas. Esta obra fue recomendada en un concurso de la Editorial Losada, de Buenos 307 Aires, pero ha sido también, por otro lado, el blanco de reparos de la crítica (Anderson Imbert, por ejemplo, encuentra que en ella “el tema de la soledad está tratado con un negro desorden”). Algo es evidente, y no sólo en la prosa de sus cuentos y de su novela, sino también en la de sus crónicas: la soltura narrativa. Carrión anda un camino sin tropiezos, sabiendo claramente a dónde se dirige. Y lo hace con tanto desenfado y agilidad —y con tanto placer en los sutiles sesgos de la ironía—, que no deja percibir en su trayecto ni el esfuerzo ni el desfallecimiento. Por eso, quizás, ha mostrado buenos atributos para el periodismo. Libre de adiposidades verbales, y dinámico, aparece este género en los centenares de artículos que ha escrito. Su gusto narrativo se enlaza hábilmente con el eje mismo de algunos de ellos, mediante la relación de anécdotas, convocadas oportunamente por el despliegue de los asuntos. Ello, precisamente, es el denominador común —y acaso la nota eminente— de sus páginas tituladas con expresiva malicia “La otra historia”. El periodismo de Alejandro Carrión ha sido extenso. Porque lo ha ejercido desde los años de su adolescencia. Y a través de diarios y revistas: “La Tierra”, “El Comercio”, “Ultimas Noticias” y “El Sol”, de Quito; “El Universo”, de Guayaquil; “El tiempo”, de Bogotá, y la revista “La Calle”, fundada por él mismo en 1956. Entre las procelas de esa constante pero agitada producción se difundió especialmente, explayando hacia los límites de una evidente popularidad su seudónimo de Juan sin Cielo, la larga serie de crónicas de “Esta vida de Quito”, publicadas en el diario “El Universo”. Todo lo ha huroneado su pluma de periodista: vidas históricas, actividad pública, anecdotario de otros tiempos, o de grupos intelectuales del presente, problemas sociales del país. Y los puntos de esa pluma han sido 308 GALO RENÉ PÉREZ tan agudos y penetrantes que a veces han corrido como sobre la sangre misma de los temas, produciendo heridas y dolor en unos cuantos personajes. En buena parte su periodismo ha sido de contienda, con toda esa reciedumbre que por momentos enceguece, y torna descontrolado e injusto el impulso de la mano del sagitario. Los que hemos profesado aquel tipo de literatura, tratando de que la pluma no caiga en los desfallecimientos de una transigencia cobarde, ni se descubra convicta de envidias, rencores o cualquiera pasión mezquina, sabemos cuánto hay de heroico y fecundo en una beligerancia periodística consciente. Quizás una similar vocación del combate enzarzó a Alejandro Carrión y al autor de estas líneas en un duelo, felizmente pasajero. El periodismo propiamente político de Carrión ha sido el de un escritor enfrentado a la demagogia, a la negación de las libertades y a las tendencias y conducta pública de ciertas facciones conservadoras y fascistas. La desfiguración tremenda de ciertos apellidos, el uso cáustico del anagrama y algunos de los giros de su lenguaje polémico dejan ver a las claras su fuente montalvina. Varias de las crónicas de “La otra historia”, de las que se ha tomado esta selección, se publicaron en la prensa ecuatoriana. Tienen ellas mucho poder de sugestión. Están escritas en un estilo móvil, que lleva al alma del lector, como afinándola y urgiéndola, por sobre los coloridos campos de su temática. Se siente que se hace un vuelo rápido, con la pupila ansiosa de deslumbramiento y revelaciones, sobre los horizontes del pasado y los episodios de muchas vidas que han afirmado los trazos de la fisonomía nacional. “Ataguallpa y las gallinas” (Fragmento) Mi sabiduría, como la de todos los sabios, procede de la sabiduría de otros sabios, y así hasta nuestro venerable multitatarabuelo Adán, cuya sabiduría venía de Dios. La mía, en este asunto, procede de la del doctor Pío Jaramillo Alvarado en forma directa, y la de él viene, directamente también, de la del doctor Horacio Urteaga, historiador limeño, quien trató el problema hasta agotarlo en su monografía titulada “¿Atahuallpa?”. Dicho esto en descargo de mi conciencia, vamos adelante con las interpretaciones que se han dado, las peregrinas y las no tanto, hasta llegar a la bienaventurada certidumbre definitiva. Pedro Cieza de León, en su “Señorío de los Incas” capítulo LXVI, después de regar la infundada especie de que Ataguallpa había nacido en el Cusco (infundio que fue hecho añicos por Garcilaso Inca de la Vega, sobrino del último gran Inca, como nieto que era de Guáscar), afirma que su nombre venía de gallina, porque “comía tal ave en el plato de los guerreros, con quienes anduvo desde su niñez”. A base de este despropósito, los Muy Reverendos Padres Redentoristas, de cuyas almas se apiade el Señor en el momento en que lo juzgue oportuno, confeccionaron en su “Diccionario Quichua” una etimología que indica en forma maestra el extremo grado de confusión al que es susceptible de llegar una mente: “Hualpa: gallina; Ataguallpa, gallina; Urco-atahuallpa: gallo” y luego, como significado subsidiario: “Hualpa-huayna: joven esforzado”. Es probable que toda esta confusión ridícula infernal venga de una anécdota contada por Joan de la Santa Cruz Pachacútec, el cronista indio, que en sus “Tres relaciones de las antigüedades peruanas”, dice: “Al fin, el Ataoguallpa preso en la cárcel, y oye cantar el gallo y el Ataoguallpa dice: “Hasta las aves saben mi nombre de Ataoguallpa”. Pero si de ahí venía, si eran tan ingenuos como para creer que el Inca, al decir que hasta las aves sabían su nombre, había dicho que el significado del LITERATURA DEL ECUADOR suyo era el nombre del ave que cantaba, debió decirse que significaba “gallo” y no “gallina”. Esta confusión llegó a conocimiento de don Fermín Cevallos, quien, de una vez por todas, la llevó a su extremo límite escribiendo: “Huayna Cápac tuvo en Pacha, su cuarta mujer, reina de Quito, un hijo llamado Atahualpa, que significa “gran pava” o “pavón”. (Historia del Ecuador, Tomo I, Cap. II). El haber cambiado el doctor Cevallos la “gallina” de Cieza de León en “gran pava o pavón”, se basa en que nuestro historiador estaba enterado de que los indios no conocían ni al gallo ni a su estimable consorte la gallina, ya que estos exquisitos alimentos del hombre fueron importados por los españoles, razón por la cual jamás pudieron los Incas llamar con su nombre al príncipe, ni tener en su idioma una palabra para designarlos; y por eso imaginó que lo correcto sería darle el nombre de una gallinácea que existía silvestre en América antes de que vengan los españoles, que es la que actualmente los campesinos dicen “sacha pava”, o sea falsa pava o pava salvaje, como diríamos nosotros. Pero como le repugnaba el que a un príncipe, destinado a ser un guerrero, se lo haya nombrado como a la hembra de una tímida especie gallinácea, queriendo mejorar la cosa en lo posible, introdujo lo de “gran pava” y, mejor aún, “pavón”. Mas todo esto es un solemne disparate, que viene de no haber entendido Cieza de León la anécdota contada por Santa Cruz Pachacútec, si es que lo leyó, o de la tonta desfiguración y tergiversación de la anécdota, pasada de labio a labio hasta llegar a sus oídos. Y esa anécdota dice, simple y llanamente, que al oír Ataguallpa cantar un gallo en Cajamarca, imaginó que su canto, que nosotros entendemos decir “quiquiriquí” o “cocoricó”, decía “Ataguallpa”. De allí a salir cotorreando, como Cieza de León, que Ataguallpa quiere decir gallina hay la misma distancia 309 que de aquí a Macara. Los Incas llamaban a sus príncipes con nombres solemnes y grandiosos, como era lógico, como debían de ser los nombres de los todopoderosos hijos del sol. Jamás podían llamar gallina a un hijo suyo, menos antes de que las gallinas descubrieran América. El nombre, según el acertado análisis del doctor Horacio Urteaga, procede de las partículas “Atau” y “Allpaman” que, conforme a la índole del idioma, que es aglutinante, fundiéndose en el habla cotidiana, dan “Ataguallpa”: fusión que está autorizada por las leyes del quichua, según se puede ver en la primera y aún no superada gramática del habla de los “runas”, que debemos al sabio lingüista colonial Fray Domingo de Santo Tomás. Ahora bien, ¿qué significan esas partículas, “Atau” y “Allpaman”? Son un sustantivo y un verbo, acompañados de una desinencia de conjugación. “Atau” significa “dicha y ventura en la guerra”. “Allpaman” es el verbo luchar, con la desinencia “man” correspondiente al tiempo conjugado. Así está en el Diccionario Quichua del P. Honorio Mossi. Además, el Dr. Urteaga encuentra una autoridad de gran calibre: Anello Oliva, el autor de la “Historia del Perú”, quien traduce “Atau”, nombre del padre de Manco Cápac, por “feliz, dichoso”. El P. Mossi es una autoridad superior a Cieza de León, quien nunca consiguió aprender el quichua. El P. Mossi, en cambio, lo dominó totalmente y, como don Juan León Mera, se enamoró de él. Tanto, que en 1860 publicó en Cochabamba un libro titulado “Ensayo sobe las excelencias del idioma quichua”, que compite con el “Elogio de la lengua quichua” con el que comienza don Juan León su “Ojeada histórico-crítica de la poesía ecuatoriana”, base angular de la historia de nuestra literatura. Creámosle, pues, al P. Mossi y aceptemos la interpretación del Dr. Urteaga, 310 GALO RENÉ PÉREZ que está acorde con la sana razón y con la pompa y gala de los solemnes y poéticos nombres imperiales. Ataguallpa significa, pues, “el vencedor dichoso”. Su nombre, lleno de vitalidad y poderío, fue verdadero espejo de su egregio destino: en las luchas internas del Imperio venció siempre, dichosamente, y fue Inca a pesar de no ser hijo de Coya ni haber nacido en la Ciudad Sagrada. Y no sólo fue Inca, sino que, derrotando a su hermano Inti Cusi Guallpa, llamado Guáscar (de guasca=collar) por su afición a los adornos, rectificó el error de su padre al dividir el Imperio entre sus dos hijos y, al unificarlo bajo su cetro, devolvió al Taguantinsuyo su tradicional grandeza. Desdichadamente para él, no fue posible que toda la vida fuese “el vencedor dichoso”: llega- ron los hombres blancos y barbudos, que venían sobre las olas desde el otro lado del mar, los “güiracochas” (los que flotan como grasa sobre el agua), que procedían de una civilización militarmente más avanzada y que lo vencieron con las armas nuevas, el arcabuz y el caballo, como los aliados vencieron a Alemania en la primera guerra mundial con el tanque y como los americanos vencieron al Japón en la segunda con la bomba atómica. El “vencedor dichoso” no tuvo entonces otra tarea que la muy dura de morir, después de que sus vencedores, bajo la cristianísima dirección del Padre Valverde, se repartieran su manto sagrado. Fuente: Alejandro Carrión, “La otra historia” Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana. Colección Básica de Escritores Nº 9. quito, 1976, pp. 13-21. X.– Antología de las últimas décadas Enrique Noboa Arízaga (1921-…) Nació en Cañar. Allí, y en Cuenca, Guayaquil y Quito ha cursado sus estudios. En esta última ciudad obtuvo su grado de Doctor en Jurisprudencia y Ciencias Sociales, cuya profesión ha ejercido intermitentemente. No ha radicado definitivamente en ningún lugar, pero la huella de su labor cultural, y preponderantemente de su fecunda vocación de poeta, ha ido quedando de manera profunda e imborrable en los principales sitios de su ansioso itinerario. Ha dirigido, o, en otros casos, ha estimulado la edición de importantes obras y antologías de las letras ecuatorianas. Ha colaborado en revistas y diarios del país. Pertenece a varios organismos de escritores. Llegó a presidir la Sección de Literatura de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en Quito. Ha intervenido, más de una vez, en la vida pública. Su actividad primordial, que es la de poeta, la inició en los años de sus estudios universitarios. Para entonces se incorporó, como uno de sus representantes más brillante, a la generación del Grupo “Madrugada”, fundado en 1944, y sobre cuya significación ha escrito uno de los estudios más lúcidos y cabales. Su producción se ha vertido especialmente en el verso: “Cantos a Lídice” (Epopeya del pueblo mártir), conmovedora relación lírica de la destrucción de aquella aldea checoeslovaca durante la guerra nazi-fascista que nos hace pensar, por su trágica expresividad, en el famoso mural de Guernica, de Picasso: su difusión por el mundo entero, a través de traducciones inmediatas al inglés, al ruso, al alemán, al polaco, al portugués y al checo, fue una consecuencia natural de su fuerza poéti- ca y de su oportunidad. “Orbita de la pupila iluminada”, “Ambito del amor eterno”, “Imágenes cautivas” y “Biografía Atlántida”, libros publicados en los años siguientes, demostraron la evolución de Noboa Arizaga hacia un lirismo quintaesencial, inconfundiblemente suyo, que se extendió a los más diversos asuntos: la evocación tierna de los años de la infancia; las experiencias amorosas de la juventud; la conciencia dolorosa de un mundo zarandeado por el azar y la confusión, que se niega a las solicitaciones del hombre radicalmente justo y puro; la descripción cálida, en pinceladas metafóricas tan exactas como coloridas, de la geografía ecuatoriana y de su habitante; los problemas de desazón y abandono del hombre europeo, víctima de los crímenes de la guerra. Todo ello deja el testimonio de su abundante caudal emotivo y de un estilo inmaculado. Noboa Arízaga ha hecho de su expresión lírica un instrumento musical cuya melodía no es superficial ni causa fatiga. Dentro de las nuevas generaciones es el maestro indiscutible del soneto. ODISEA POR LA PIEDRA Y EL MAR (Fragmento) V.- LA ICONOGRAFIA Al sur del cinturón ecuatorial, mi pueblo yace sobre una verde aldea de cereales y espigas. Trepa la roca andina con la planta descalza y enciende, por la noche, el farol de los astros. Mi pequeña ciudad es de niebla y de frío y sopla un viento enérgico por los lados de agosto. Este es mi pueblo de corceles y arados, de valiente trigal condecorado! 312 GALO RENÉ PÉREZ VI.- EL RETORNO IX.- LA ESPERANZA Vengo, entonces, a ti, sustancia del aire y los retornos, menudo pedazo de arcilla, a devolverme a tu geología, a tus dioses errantes y su panal de estrellas, a tu morena estirpe de castigados y vencido, a tu tola que guarda el perfil de mis muertos. A ti, oh, liquen! Oh, encabritado río de la infancia! Oh, barro inmemorial de labradores sumergidos! Tú, mi pequeña ciudad de niebla, donde anida el recuerdo como pájaro, guarda tu eternidad de piedra, el berilo de las sementeras, tu hostia de soledad, porque tú, intrépido mármol duradero, en cada campo, en cada mayo, cuidarás tu rebaño, como cuido yo y nosotros cuidamos al hombre resurrecto que, de pronto, nos nace Mira, entonces, tu repentina mano, rompiendo las murallas del alba, levantando tu laurel combatiente, mas allá de los astros, más allá… donde el tiempo doblega su cabeza de yedra en las manos de Dios! VII.- EL PRETERITO Ayer, en los menudos días del abecedario, en el ábaco que enfila sus manzanas de colores, en el lápiz despuntado con los dientes, en la tiza y el polen de su mínima nieve, estabas tú, dándome tu rostro, pequeño como un grano de trigo. Quise poner la mano en tu piel, como después, la diestra varonil, en el vientre de las muchachas y medir tu estatura y lactar en tus pechos de piedra, empinando tu dulce pezón de capulí serrano. Hermosa madre austral de solitaria arcilla, compañera a través de la noche: por ti la tempestad amaina sus relámpagos y el duro cielo suelta su escuadrilla de golondrinas. VIII.- EL PRESENTE Ahora, en tu remota luz, los límites del hombre han crecido y ya son nuestras la aureola de la desolación y el pañuelo de las despedidas. Nos vamos, cada vez. Yo, sobre todo, que escogí el mundo alucinado de la poesía y llené mis bolsillos con las estrellas de tu noche. Yo que tengo en el pecho tu corazón de tierra y salí por los valles a cantar y gemir. Que conocí el amor y emigré a prender tu estrella en la frente de mis hermanos. Ellos están vigilando la muerte y, sus sombras, al amanecer, rescatan el cadáver de la rosa, el trigo, la geografía el geranio y la espiga. Fuente: Enrique Noboa Arízaga. “Biografía Atlántida”. Editorial Casa de la cultura Ecuatoriana. Quito, 1967; pp. 8890. Rafael Díaz Icaza (1925-…) Nació en Guayaquil. Allí mismo cursó sus estudios. Es egresado de la Escuela de Periodismo de la Universidad. Desde las aulas reveló su espontánea y rica disposición a la literatura, y simultáneamente su preocupación por las condiciones aflictivas del pueblo ecuatoriano, que determinaron su actividad política y dieron una atmósfera social a casi todas sus creaciones. Su iniciación, plena de atributos como pocas, le llevó al disfrute de éxitos significativos en los comienzos mismos de su juventud: alcanzó premios nacionales e internacionales en varios concursos de poesía. Jamás ha abandonado su profesión de escritor, que quizás ha sido muy destacada dentro de su generación, la del Grupo “Madrugada”. Ella ha encontrado un ambiente afín, y es cierto modo propicio, en las labores de la cátedra. Díaz Icaza ha sido Profesor de Literatura en el Colegio Municipal “César Borja Lavayen”, de su ciudad nativa, durante casi veinte años. Además, ha ejercido la Vicerrectoría de aquél. Es miembro de algunos 313 LITERATURA DEL ECUADOR centros intelectuales. Ha ocupado la presidencia de la Casa de la Cultura, en Guayaquil. Presidió también, por varios lustros, el Comité de Escritores Ecuatorianos Partidarios de la Paz, en cuya representación asistió al Congreso del Desarme y la Cooperación Internacional que se celebró en Estocolmo, en 1958. Sus viajes por Hispanoamérica y Europa han conseguido expandir apreciablemente el campo de su sensibilidad, que se ha visto estimulada por un amplio y vario conjunto de motivos, explícitos en sus poemas y sus cuentos. Sus principales obras son las siguientes: “Estatuas en el mar”, verso (1946); “Cuaderno de bitácora”, verso (1949); “Las fieras”, cuentos (1952); “Las llaves de aquel país”, verso (1954); “Los ángeles errantes”, cuentos (1958); “El regreso y los sueños”, verso (1959); “Los rostros del miedo”, novela (1962); “Botella al mar”, verso (1965); “Los prisioneros de la noche”, novela (1967). Como puede advertirse, su producción ha abarcado los géneros de la poesía, la narración breve y la novela. Es uno de los muy contados autores de los últimos veinte años que han dado su aportación al ya importante movimiento novelesco de este país. Y él lo ha hecho con una capacidad sobresaliente. Un buen tacto en el uso de la técnica moderna, un lenguaje de fluencia abundante y dinámica, una onda constante de lirismo, un conocimiento seguro de las clases populares del puerto guayaquileño, un despliegue coherente de cuadros y episodios, un hábil sondeo en los estados anímicos (aun en los mas confusos y morbosos), levantan sus novelas a una jerarquía de veras encomiable. Como poeta es también harto conocido. Posee un estilo que muestra rasgos propios, por la vertiente inagotable de sus temas y emociones, por la fuerza y desenfado de sus versos, entre los que las metáforas corren con llaneza y eficaz luminosidad. CARTAS DEL TIEMPO AJENO I Ahora te escribo, madre, desde hoy. Te cuento desde París y desde Nueva York, desde una choza en Africa y desde un rascacielos, unas noticias sobre estas deshora. Cuando quedó mi padre prisionero, ciudadano del sueño para siempre, yo conté mi familia y salí a completarla por el mundo. Recibo, desde entonces, todas las puñaladas, me duele que mi hermano de más allá del mar —meridiano de llanto japonés, paralelo argelino— halle estroncio en el vaso de su leche. Cuando regreso, desde ayer, a ti, te contemplo dormida sobre un tiempo de hierro, crucificada de luchas y de adioses, extraviada, porque quieres sí, de esta pelea para la que tu mano tiene la azucena. II Me llamo Jim Nevada o Vadim Poliacovski. Tú eres mi madre, y tienes un pequeño pomar en California o una finca en Ucrania. Pienso que me recuerdas vestido de labriego, de militar, de obrero y corredor de bolsa. Hoy visto un traje de explorador del cielo: trabajo en una rampa lanzadora de cohetes. ¿Cómo está nuestro hogar en San Francisco? ¿Te sigue haciendo bien la alegría de Kharkov? No sabes cuánto quema este cielo de alambre, si nado en gin secreto y sé que te hallas sola, que en este mismo instante puede dolerte el pecho ¿Qué puedo responder, si me pregunta Luisa cuál es mi profesión? 314 GALO RENÉ PÉREZ ¿Cómo puedo contarle todo el miedo, toda la incertidumbre de estos días? Pienso que estás haciendo mi plato preferido y un pan albo y crujiente nace desde tus manos y el tío Roger habla de la guerra y pregunta por mí. Fuente: Rafael Díaz Icaza. “Botella al mar”. Editorial Universidad de Guayaquil, 1964; pp. 41-42. Efrain Jara Idrovo(1925-…) Nació en Cuenca. Allí mismo cursó sus estudios, hasta graduarse de abogado. Tuvo una iniciación literaria temprana, por su vehemente consagración a la lectura y un temperamento fácilmente excitado por la belleza escondida de las nimias cosas cotidianas. Leyó sin duda numerosos versículos de la Biblia, ricos de imágenes líricas y grávidos de reflexiones sustancialmente tristes. Leyó lo mejor de la poesía moderna. Acrecentó tenazmente su patrimonio de cultura, quizás insatisfecho de los sumarios conocimientos que ofrecen las aulas. Probó, como algunos de sus compañeros de promoción, el engañoso deleite de una juventud de bohemia. Pero no renunció, en ningún caso, al gobierno de una inteligencia que no cesaba de dar robustez a su personalidad, fecunda para las letras y la actividad docente. Porque Jara Idrovo muestra aquella dualidad que es tan corriente en los intelectuales del mundo entero, la de escritor y catedrático. En él han sido simultáneas la poesía y la enseñanza, desde la estación juvenil. Y, por vocación de veras, no ha desdeñado ni el magisterio primario ni el de colegios. Hace algunos años fue hasta las desamparadas Islas de Galápagos para ejercer una cátedra. Volvió más cargado de solidaridad humana y de ternura, más enterado de la difícil realidad del país, y con el corazón deslumbrado por el paisaje pluricolor de aquella antigua y enigmática porción insular de su patria. Continuó escribiendo y profesando la enseñanza. Y lo ha hecho con prestigio tan consistente —fruto de la amplitud de su saber, de la conciencia de sus obligaciones, de la integridad de su vocación literaria—, que ha llegado a ocupar el Decanato de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca y la Presidencia de la Casa de la Cultura, Núcleo del Azuay. En sus primeros poemas, aparecidos en 1947, en un breve volumen titulado “Tránsito en la ceniza”, se dejan ya advertir los trazos de sus predilecciones estilísticas e intelectivas, que se han ido asentando sobre el soporte de la sobriedad, conquistada paulatinamente con la madurez. Congojas de índole metafísica, penetración nerudiana en el tuétano de las cosas materiales, auras nostálgicas de la atmósfera familiar, imágenes bíblicas de gracia bucólica, vibraciones eróticas y sentimentales, leves e iluminadas descripciones de la golondrina, de la espuma, de la nube, del vino, de la sal o del grillo, conforman el sugestivo mundo poético de Jara Idrovo. En la etapa de su iniciación, todavía bajo el hechizo de las metáforas, las usa a manos llenas. Sus versos se cargan de ellas hasta con exceso, sacrificando en cierto modo la onda intelectual que corre, casi imperceptible, por lo bajo. Pero en algunos momentos halla el justo equilibrio, y nos entrega cuadros líricos muy hermosos, como los de “Breve semblanza de la golondrina”, “Integración de la nube”, “Tentativa de ingreso en la espuma”, todos de su primer libro. En los posteriores, que han sido pocos, ha ido conquistando una jerarquía de gran poeta, por el ejemplar dominio del idioma y la técnica de la composición. BREVE SEMBLANZA DE LA GOLONDRINA Remera de los cielos, incansable turista, tu nombre está en la guía frutal de las manzanas y en la rosada lista de emigrantes de estío. LITERATURA DEL ECUADOR Llegas en el balandro azul de primavera, trayendo un cascabel de vidrio en la garganta. En la ventana esperan tu cita los geranios. Nervioso y exaltado parpadeo del alba, llegas cuando la savia asciende con más ímpetu por la escala de harina de los viejos olivos. De la gente aldeana, tú eres el barómetro: sensible a la imprevista presencia de la lluvia o al cortejo de grillos que acompaña al invierno. Cortan tus diminutas tijeras de ceniza aéreos heliotropos y la hélice del viento. Tu dardo abre en el aire un túnel de diamante. Edificas el tibio hoyuelo de tu nido en las rojas tortugas que fingen los tejados. Por las tardes practicas el vuelo en escuadrilla. Minúscula inquilina de torres y campanas, al caer el crepúsculo se orea en los alambres