LITERATURA DEL ECUADOR (CUATROCIENTOS AÑOS)

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LITERATURA DEL ECUADOR
(CUATROCIENTOS AÑOS)
Galo René Pérez
LITERATURA DEL ECUADOR
(CUATROCIENTOS AÑOS)
Crítica y Selecciones
Ediciones
ABYA-YALA
2001
LITERATURA DEL ECUADOR (CUATROCIENTOS AÑOS)
Crítica y Selecciones
Galo René Pérez
1era. edición:
Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1972
Quito-Ecuador
2da. edición:
Ediciones Abya–Yala.
Av. 12 de Octubre 14-30 y Wilson
Casilla: 17-12-719
Teléfonos: 506-247 / 562-633
Fax: (593-2) 506-255
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editorial@abyayala.org
Quito-Ecuador
Diagramación:
Abya–Yala Editing
ISBN:
9978-04-676-3
Impresión:
Sistema DocuTech
Quito-Ecuador
Impreso en Quito-Ecuador, 2001
Contenido
PRIMERA SECCION: LA COLONIA
I.
Quito, base de la nación ecuatoriana, a través de los Cronistas de Indias.
Francisco de Jerez, Gutiérrez de Santa Clara, Cieza de León, Gaspar de Carvajal...................
II. Quito a través de la investigación histórica de Juan de Velasco...............................................
III. La cultura colonial. Preponderancia de la Iglesia. La arquitectura y las artes.
Los centros universitarios. Los profesores jesuitas. La investigación científica..........................
IV. Autores y selecciones. Los profesores jesuitas y los estudiosos de la ciencia ...........................
V. La creación literaria. Antecedentes precolombinos. Iniciación de la literatura
propiamente ecuatoriana. El caso de Gaspar de Villarroel.......................................................
VI. El gongorismo en Hispanoamérica. Razones de su rápida influencia. Los poetas
gongóricos del Ecuador en los siglos XVII y XVIII. El libro más antiguo de poesía ecuatoriana.
Su proyección sobre los trabajos líricos de Aguirre, gran figura del gongorismo. ....................
VII. Autores y selecciones ..............................................................................................................
SEGUNDA SECCION: EPOCA PRE-REVOLUCIONARIA
I.
La Ilustración en Hispanoamérica. El movimiento de las ideas del setecientos a través
de la ciencia y la filosofía. La prensa. Eugenio Espejo y su discipulado revolucionario.
Contenido ideológico del 10 de Agosto de 1809. La extraordinaria generación quiteña
de José Mejía Lequerica...........................................................................................................
II. Autores y selecciones ..............................................................................................................
III. El neoclasicismo, otra rama de la corriente de la Ilustración. Libertad y positivismo
material como estímulos de la nueva inspiración. La llamada literatura pre-revolucionaria.
Los neoclásicos hispanoamericanos Olmedo, Bello y Heredia. Fuentes latinas e hispánicas.
El poeta ecuatoriano Olmedo considerado como el máximo cantor de la
emancipación del continente...................................................................................................
IV. Autores y selecciones ..............................................................................................................
TERCERA SECCION: LA INDEPENDENCIA Y EL SIGLO XIX
I.
Los libertadores. Sus propósitos de transformación política, económica y social.
Vicente Rocafuerte, pensador liberal. El duelo ideológico de liberalismo y conservadorismo.
La dictadura conservadora de García Moreno .........................................................................
II. El movimiento de restauración liberal. El pensamiento de Juan Montalvo,
máxima figura ecuatoriana en las letras del siglo XIX. Eloy Alfaro ...........................................
III. Autores y selecciones ..............................................................................................................
IV. Liberalismo y romanticismo. El romanticismo, movimiento de caracteres uniformes en
Hispanoamérica. Los antecedentes individualistas del siglo XVIII. El clima político de la
emancipación continental como estímulo para la nueva literatura. Ingredientes románticos.
La influencia europea, y particularmente la española desde Velarde hasta Bécquer.
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V.
Los poetas románticos del Ecuador. La prosa. Mera, iniciador del género novelesco,
Montalvo, fundador del ensayo moderno en lengua castellana. ..............................................
Autores y selecciones ..............................................................................................................
CUARTA SECCION: EL SIGLO XX
Influencia de la corriente arielista. Afirmación del nacionalismo y rechazo a la política
I.
anglo-sajona. Las nuevas ideas sociales...................................................................................
II. El Modernismo, movimiento literario de esos mismos años. Unidad del Modernismo
en Hispanoamérica. Su condición altamente estética. Su trascendencia. Advenimiento
tardío del Modernismo ecuatoriano. Las corrientes francesas que fecundaron la poesía
modernista en el continente y en el Ecuador. La generación de Arturo Borja, Humberto Fierro,
Medardo Angel Silva y Ernesto Noboa Caamaño. El maestro de la prosa
Gonzalo Zaldumbide...............................................................................................................
III. Autores y selecciones ..............................................................................................................
IV. El costumbrismo. Su convivencia con el romanticismo. Montalvo, Mera y Espinosa,
románticos y costumbristas. Expresiones posteriores. Los casos de José Rafael Bustamante
y José Antonio Campos. Aparición del realismo. Luis A. Martínez. Su novela “A la costa”......
V. Autores y selecciones ..............................................................................................................
VI. La narración desde la tercera década del siglo XX hasta nuestros años. El determinismo
telúrico y la diversidad regional de las producciones narrativas. Narradores de las dos
regiones principales del país: la costa y la sierra. La novela como documento social y sus
antecedentes hispanoamericanos. El montuvio y el negro, el mestizo y el indio. Los casos
de José de la Cuadra, Jorge Icaza y otros autores.....................................................................
VII. Autores y selecciones ..............................................................................................................
VIII. La poesía de nuestro tiempo. Conducta esteticista del verso a través de la historia
literaria ecuatoriana. Las renovaciones ultraístas. Carrera Andrade, Gonzalo Escudero
y otros autores. El género teatral y su producción intermitente. Consideración general
sobre los autores más recientes del país, a partir del año 1944 ...............................................
IX. Autores y selecciones ..............................................................................................................
X. El ensayo literario. Su ya largo prestigio. Proyecciones del ensayo montalvino. La crítica
de las letras ecuatorianas: sus virtudes y deméritos. Los estudios panorámicos de
la literatura nacional, base del juicio extranjero. Los casos de Isaac J. Barrera,
Augusto Arias, Benjamín Carrión y Angel F. Rojas. Otros ensayistas........................................
XI. Autores y selecciones ..............................................................................................................
XII. Antología de las últimas décadas.............................................................................................
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Primera sección
LA COLONIA
I. Quito, base de la nación ecuatoriana, a través de los
Cronistas de Indias.- Francisco de Jerez, Gutiérrez
de Santa Clara, Cieza de León, Gaspar de Carvajal
Ninguna duda cabe sobre el desarrollo
colosal de la España que se desbordó hacia
este flanco occidental del mundo para conquistarlo. Era un país en gran apogeo. En los
más variados campos. Multiplicó las escuelas
gratuitas antes que ningún otro país europeo.
Tuvo más de treinta universidades, y una de
ellas –la de Salamanca, ¡en esos años!– con
siete mil estudiantes. Estimuló la inquietud
humanística. Contó con Juan Luis Vives y Antonio de Nebrija. Durante dos centurias casi
completas, las de XVI y XVII, produjo una literatura rica y diversa, quizás como ninguna
en la Europa de entonces. Vivía España su
Edad de Oro. Y en consonancia con ello, la
historia la señaló para la aventura del descubrimiento americano y los fragores de la conquista y la colonización. Acá vinieron especialmente hombres de acción. De garra. Inquebrantables. Que se fueron curtiendo aun
más en gigantescas y dolorosas empresas. La
codicia y la búsqueda vehemente de poder,
pero también la pasión de crear o construir,
no les dejó tregua en su marcha difícil a través de una naturaleza celosa de su brava doncellez. Hubo muchos que se enriquecieron.
Que se repartieron arrobas de oro y de plata.
Otros que adquirieron títulos y autoridad que
nunca hubieran alcanzado en España, dada la
humildad de su origen. Mas tampoco faltaron
los civilizadores, los que se afanaron en la
germinación de pueblos semejantes a los que
habían dejado al otro lado del mar. Tal parece recordarlo Pedro Cieza de León cuando
alaba a aquellos españoles que, entre las sel-
vas, los riscos y los desiertos, crearon, en sesenta años, más de doscientas ciudades.
El acontecimiento mayor de la época
fue sin duda el de la creación de este mundo
nuevo, que partió del Descubrimiento y se reveló en muchas otras hazañas. Pero éstas se
mezclaron, desgraciadamente, con innumerables infamias, con atrocidades innecesarias,
con errores que no hay cómo perdonar. El espectáculo era macabro y glorioso. Impresionante en su sino de heroísmo como de tragedia. El esfuerzo, la aventura, la codicia, la violencia y la muerte eran la tarea de cada día.
Bajo ese clima singular, cediendo al apremio
de tan insólitas circunstancias, hubo españoles que quisieron dejar en la página escrita el
testimonio imborrable de cuanto vieron y vivieron. Lo literario no les seducía. Ni su formación era para ello. Aunque en algunos casos, por la fuerza de la emoción o el deseo de
ser claros y prolijos, consiguieron una expresión estética.
Esos escritores, nacidos bajo el compromiso de narrar y describir con sencillez y
fidelidad los hechos, hombres y lugares de la
conquista y colonización de América, se llamaron Cronistas de Indias. Aunque extremado es decirlo, eran como periodistas poseídos
del afán de informar y dejar material para el
futuro. Su estilo perseguía pues la naturalidad.
Que a veces era plebeyez. Pero no exenta de
importancia histórica. Ser idóneo en su caso
era ser veraz. Uno de los mejores Cronistas,
Pedro Cieza de León, lo aclara bien: “a mí me
basta –dice– haber escrito lo cierto”. y Agre-
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GALO RENÉ PÉREZ
ga: “y lo que no vi trabajé de me informar de
personas de gran crédito, cristianos e indios”.
Otro Cronista, Francisco de Jerez, que fue Secretario de Francisco Pizarro, tuvo también
una actitud gallarda. Superó todo intento de
pasión. Evitó juzgar. Prefirió referir con objetividad. Como el más atento “veedor”. Por eso
sus páginas se enriquecieron de información.
A tal punto que casi no hay detalles de desperdicio en las imperfecciones de su prosa. Y
hay más casos que podrían citarse, porque
muchos se documentaron y buscaron la verdad con tenacidad ejemplar.
De ese modo en el Renacimiento español cobró vuelo un género más: el de la Crónica. En tanto que en nuestra América surgió,
gracias a aquélla, un caudal histórico de vivo
interés, indispensable para reconstruír hasta el
pasado aborigen. En el caso concreto del
Ecuador, hay páginas abundantes y muy útiles
en varias Crónicas, como las del aludido Jerez, y de Sancho de la Hoz, Gutiérrez de Santa Clara, Pedro Cieza de León, Gonzalo Fernández de Oviedo, Agustín de Zárate, Pedro
Ordóñez, Toribio de Ortiguera, Gaspar de
Carvajal.
Leyendo a tales autores se logra ver la
antigüedad de la organización nacional ecuatoriana. Así como la importancia y solidez de
su estructura primitiva. Antes del Imperio de
los Incas, juzgado como cosa portentosa por
sociólogos modernos, en el territorio del
Ecuador hubo tribus que entretejieron ya sus
aspiraciones comunes en el viejo telar de la
patria. Formaron el Reino de Quito. Con idiomas, religión y costumbres que no consiguieron extirpar los incas conquistadores. Los
Cronistas recuerdan cómo fueron de “soberbios y ricos” los aposentos de los Cañaris del
Ecuador. En la época del Imperio peruano
–cuando Huayna Cápac lo dilató como ninguno de sus antecesores– Tomebamba tenía el
mismo rango que el Cuzco, que era la capital.
Pedro Gutiérrez de Santa Clara hace
una relación de las conquistas de los Incas en
la América del Sur, esforzándose aun en la explicación del linaje de éstos y de sus hazañas.
Se refiere, naturalmente, a Huayna Cápac y a
su empresa guerrera. Pero cuanto toca el punto de su invasión a Quito habla de la existencia de un reino, como no lo había hecho en
los detalles de la expansión austral. “Ganó
aquel reino –dice– que era entonces muy
grande y rico”. Cuenta que mató “en el campo al rey”, y que después se casó con la “reina viuda”, una india joven muy hermosa.
Huayna Cápac engendró así un hijo de matrimonio, que se llamó Atahualpa, o Gallo Fuerte. Tal fue el hijo de su predilección. El que le
acompañó en las guerras posteriores, y a
quien dejó la parte más querida tal vez de su
imperio. Ahora bien, Gutiérrez de Santa Clara
agrega algo que tiene aun más interés dentro
de la forja de la nación ecuatoriana. Manifiesta que después que Huayna Cápac partió los
dominios imperiales entre Atagualpa y Guáscar o Soga de Oro, éste trató de reclamarlos
para sí como único sucesor. A lo que el soberano quiteño supo responder virilmente, humillando a las armas del codicioso inca del
Cuzco. Por otra parte, con una conciencia admirable de los derechos de su nación, de la
intangibilidad de la vieja patria que defendía,
mandó una contestación a Guáscar haciéndole entender que él, Atahualpa, era descendiente legítimo de Huayna Cápac, y como tal
uno de los dos sucesores; pero que, principalmente, “el reino lo había heredado de su reina madre”. La soberanía sobre Quito nadie
podía disputársela. Tenía origen más antiguo
que las conquistas incaicas.
A ese indio extraordinario lo vio el Secretario de Pizarro, Francisco de Jerez, cuando los españoles le tomaron prisionero en Cajamarca, a cuyo lugar –tan distante de Quito–
había llegado tras guerrear y vencer a las fuer-
LITERATURA DEL ECUADOR
zas de Guáscar. El Cronista le vio aparecer radiante, precedido de miles de indios: unos barrían el suelo para su paso; otros entonaban
cánticos para realzar la presencia solemne del
soberano. Venía Atabalipa (así lo nombra Jerez) en “una litera aforrada de pluma de papagayos de muchos colores, guarnecida de chapas de oro y plata”. Desde ella apartó con
ademán soberbio el brazo del Padre Vicente
Valverde y echó lejos el texto sagrado que él
no conocía. Es de veras interesante esta imagen que traza Jerez: “Atabalipa era hombre de
treinta años, bien apersonado y dispuesto, algo grueso; el rostro grande, hermoso y feroz,
los ojos encarnizados en sangre; hablaba con
mucha gravedad, como gran señor, hacía muy
vivos razonamientos, y entendidos por los españoles, conocían ser hombre sabio; era
hombre alegre, aunque crudo; hablando con
los suyos era muy robusto y no mostraba alegría”.
El testimonio de los Cronistas ha dejado un criterio más o menos uniforme sobre la
organización regia de los pueblos de Quito,
que data pues de una época anterior a la del
dominio incaico. Los episodios que solía evocar la pluma curiosa y diligente de esos recios
aventureros no puede menos que mostrar la
fuerte personalidad del reino quiteño. Lo hemos visto en el ademán de soberano con que
Atahualpa supo responder a Huáscar, descubriendo ya entonces un lúcido convencimiento de la antigüedad y legitimidad de sus derechos. La actitud común de sus millares de
súbditos parecía respaldar esa conciencia de
unidad. Guerreaban, sin duda, por algo más
que la simple fiereza de tribus salvajes. Les
orientaba un destello de linaje más noble. Es
interesante la referencia del Cronista Pedro
Cieza de León a la lucha encarnizada con que
se defendió Quito de los incas invasores. “Los
de Otavalo, Cayambi, Cochasquí, Pifo, con
otros pueblos –dice–, habían hecho liga todos
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juntos y con otros muchos, de no dejarse sojuzgar del Inca, sino antes morir que perder su
libertad”. Libertad o soberanía, parece que
debiéramos entender. El episodio de Yahuarcocha (lago de sangre), en que Huayna Cápac, victorioso a la postre, hizo una atroz matanza de sus enemigos a orillas de aquel lago,
para arrojar luego sus despojos en la profundidad, ha sido incorporado a la historia de la
nación ecuatoriana como ejemplo de sacrificio de un pueblo rico de altivez y de amor a
sus derechos. Recuerda Cieza de León que
“tanta fue la sangre de los muchos que mataron, que el agua perdió su color, y no (se) via
otra cosa que espesura de sangre”, y que sólo
entonces el Inca se sintió seguro de su dominio. Los “huambras”, o pequeños hijos de las
víctimas, ya no podrían hacerle la guerra.
Los acontecimientos posteriores llegaron a convertir a Quito en el centro vital del
Imperio de los Incas, no únicamente por la
oriundez azuaya de Huayna Cápac, sino por
las victorias que fue alcanzando uno de sus
dos sucesores, el monarca quiteño Atahualpa.
Por eso las caballerías de Pizarro lograron la
conquista de los pueblos aborígenes tras la
prisión de aquel indio y la masacre de los millares de súbditos que le acompañaban en las
llanuras de Cajamarca. Atahualpa era la cabeza del imperio. Sus generales se empeñaron
en defenderle. El Cronista Pedro Sancho de la
Hoz hace clara referencia a “la resistencia de
Quizquiz en el estado de Quito”. Y hay numerosos testimonios sobre los postreros alardes heroicos de Rumiñahui, que con doce mil
guerreros se obstinaba en impedir a Belalcázar la fundación española de la capital del
Ecuador.
Esta se realizó al cabo, hacia 1534. El
hecho ha sido registrado en la Crónica de Pedro Cieza de León, que en tono solemne asegura: “en nombre del emperador don Carlos,
nuestro señor, siendo el adelantado don Fran-
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GALO RENÉ PÉREZ
cisco Pizarro, gobernador y capitán general
de los reinos del Perú y provincias de la Nueva Castilla, año del nacimiento de nuestro redentor Jesucristo de 1534 años, fue fundada la
ciudad en “sitio sano, más frío que caliente”.
Iba a estar la urbe “arrimada a unas sierras altas”, como en los viejos tiempos. Y en medio
de una tierra fértil, con “bastimentos de pan y
legumbres, frutas y aves”. Para entonces ya se
erguían ahí las moradas de los antiguos señores –los indios–: “casa de piedra con techo de
paja”. Y sus templos fastuosos.
A partir de esa empresa hispánica,
Quito fue cobrando desarrollo, e importancia
de las mayores en América. Se convirtió en
uno de los centros más poblados y activos de
la Colonia. Suyo fue el episodio más ingente
de las aventuras en tierras americanas: el Descubrimiento del Amazonas. Los Cronistas dejaron que el tema imantara poderosamente su
pluma. Había tanta peripecia que narrar. Tantas agonías. Tantos heroismos callados, fecundos. Se multiplicaron las relaciones, los comentarios y las alusiones. De allí surgió sobre
todo la Crónica del fraile dominico Gaspar de
Carvajal, que fue testigo presencial porque se
halló entre los cincuenta que acompañaron a
Francisco de Orellana, el descubridor. Apartadas las narraciones puramente fantásticas
–que sí las hay en el texto pero en número
muy reducido–, la obra de Carvajal es un documento inestimable para tener información
prolija de la aventura amazónica, del extraordinario estado de prosperidad de muchos
pueblos del oriente ecuatoriano, ahora desaparecidos, de la condición hospitalaria de algunos de aquellos, de las riquezas del suelo,
de los esfuerzos apenas imaginables de aquella gente que se internó en la selva, e improvisó sus embarcaciones (fabricando hasta los
clavos en los sitios del itinerario), y que navegó ríos desconocidos que le condujeron hasta
el Atlántico. Pero la Crónica de Carvajal es
útil además para salvar a Orellana de las acusaciones de traición que estableció contra él
Gonzalo Pizarro, organizador y conductor de
la empresa del descubrimiento del Amazonas,
cuya culminación se le fue de las manos por
los azares de la misión exploradora que él
mismo confió a Orellana.
El descubrimiento del Amazonas, del
Río-Mar (camino de planeta lo llamó el poeta
Neruda), del Río de Orellana, del Río de Quito, fue superior en conjunción de asperidades
y hazañas a muchos acontecimientos de la
historia americana. Aquél no tiene los rasgos
ilusorios del mito o de la leyenda aprócrifa
con que generalmente intenta fortalecerse la
vanidad de los pueblos. Se yergue, al contrario, sobre documentos veraces. Y es un ejemplo de la máxima virilidad, del coraje más
templado y constante. Partieron los expedicionarios de la ciudad de Quito. Cuatro mil
indios iban con los españoles. Viajaban hacia
regiones inhóspitas, con los fardos sobre el lomo dolorido. Se alejaban entre el llanto pasmado de sus familias humildes. para convertirse en los Ulises de ríos tempestuosos, sobre
los que soplaba un eolo bárbaro y siniestro.
Pero su condición, a la verdad, era distinta de
la del Ulises de la leyenda homérica, porque
éste tornaba hacia la lumbre acogedora del
alero nativo, mientras que los indios de la vieja ciudad de Quito se alejaban del chozón cariñoso y de los brazos de los suyos sin la esperanza de un día volver.
El sacrificio no pudo ser más generoso.
Fueron desafiando páramos y ventisqueros.
Ventisqueros y ríos. Ríos y selvas. Soportando
los aguaceros andinos y la bruma y los peligros del aire enrarecido. Cien aborígenes se
quedaron petrificados en los pasos de la puna
de Papallacta y Guamaní. Testigos mudos de
una empresa que el país no podía olvidar. El
valiente capitán español Gonzalo Pizarro,
Gobernador de Quito, que había iniciado
LITERATURA DEL ECUADOR
aquella expedición en marzo de 1541, llegó
hasta el río Coca. Ahí esperó en vano el retorno de Francisco de Orellana y sus cincuenta
compañeros, que rumbearon por ríos desconocidos en demanda de vituallas. Pizarro volvió a Quito al cabo de dos años, tras haber sufrido las peores penalidades entre los bravos
tentáculos de la selva. Sólo ochenta españoles
–de los quinientos que partieron de la ciudad– habían logrado regresar con Pizarro, y
tan pobres y desmedrados como él. Orellana,
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por su parte, navegó el Coca, salió al Napo,
pasó al Curaray, y el 12 de febrero de 1542
dio en el Amazonas, que se convertía de ese
modo en la llave fluvial del Ecuador al Atlántico, en su paso directo a Europa. Quito, vertiente humana y económica para el gran descubrimiento, pasaba a ser automáticamente,
por derecho de tan ejemplares sacrificios, la
dominadora absoluta de las vastas comarcas
orientales, que más tarde ha ido perdiendo en
la red de oscuros litigios internacionales.
II.- Quito a través de la investigación histórica
de Juan de Velasco
Figura del siglo XVIII, el Padre Juan de
Velasco es el historiador ecuatoriano más antiguo. Investigó el pasado precolombino. Por
eso es preciso recordarle junto a los Cronistas
a cuya obra nos hemos referido. Como ellos,
se sintió atraído por el tema de la primitiva organización de Quito. Sabía que la mejor manera de profesar el amor a la patria es conociendo a ésta de veras, estudiándola, comprendiéndola, valorándola, estimulando con
el ejemplo de lo antiguo lo más puro y característico de sus facultades. De ahí su vena histórica. Quiso documentarse, y lo consiguió
admirablemente. Cotejó como pocos los textos de los Cronistas, para establecer la validez
de algunos de ellos. Sus averiguaciones personales y el examen de vacíos, ambigüedades
y contradicciones de esa pluralidad de testimonios le condujeron a exponer un criterio
bastante idóneo. Ajustado frecuentemente a
la verdad. Su lógica impresiona y convence.
La riqueza de datos es indiscutible. Y, por sobre eso, consciente de cómo debía orientar
aquella su disposición magistral para la historia, se propuso demostrar la antigüedad y
grandeza del Reino de Quito, base de la nación ecuatoriana. Los trabajos del presbítero
Juan de Velasco son de lo más notable que ha
dado Hispanoamérica en dicho campo. Su
pluma es erudita pero tiene el encanto de la
sencillez y la desenvoltura. Sabe trazar con
nitidez las imágenes. También animar los hechos. Y sustentar con buen sentido su teoría
del famoso Reino de Quito. Por eso extraña
que en su propio país se desplieguen juicios
escépticos y peyorativos en torno de una obra
cuyo acopio de material histórico ha sido tan
prolijamente recogido y organizado.
El Padre Velasco habla de lo primitivo
de aquel reino, que durante varios siglos contó con muchos Régulos, de los cuales solamente se conservó el nombre del último: Quitu. Esos antiguos pueblos de origen desconocido, pero muy considerables en el decir de
nuestro historiador, sirvieron para la composición definitiva de la nación quiteña. Porque
con ellos se unieron los Caras, que llegaron a
nuestras playas a fuerza de remo, en balsas
enormes, hacia el 700 u 800 de la Era Cristiana. Primero demoraron éstos en el litoral. Estuvieron en Esmeraldas, y haciendo después
rumbo por el río homónimo, en busca de condiciones naturales más benignas, ascendieron
hasta Quito. Allí fundaron su propia dinastía:
la de los Shyris, o Señores de todos. Su grado
de organización y su tacto de gobierno se
aprecian a través de esta referencia de Velasco: “El hijo del Shyri o de la hermana que debía suceder (en el ejercicio de la monarquía),
nunca se presumía heredero, ni se podía llamar Shyri, mientras no era declarado por tal
en la Junta de los Señores del Reino, y nunca
lo declaraba si no era apto para gobernar, pasando en ese caso a la elección de uno de los
mismos Señores”. (Historia del Reino de Quito.– Historia Antigua.– Libro 1º).
Parece que esa nación, más antigua
que la de los Incas, cubrió algo como quinientos años, durante los cuales hubo unos
quince soberanos. Con el undécimo se extinguió la línea masculina de los Caras, porque
aquél no tuvo más heredero que su hija Toa,
LITERATURA DEL ECUADOR
a quien casó por eso con Duchicela, primogénito del Régulo de la Provincia de Puruhá. De
tal modo, el Schyri usó el artificio de la alianza matrimonial para extender las dimensiones
de su reino. En la nueva dinastía sobresalieron
Hualcopo y Cacha, que a su tiempo debieron
hacer frente a las avalanchas militares de los
Incas Túpac Yupanqui y Huayna Cápac. Ninguna conquista resultó para éstos tan dura como la de Quito, por la solidez y enormidad de
sus dominios. Libraron batallas atroces. En
una de las más sangrientas murió el General
quiteño Epiclachima, con dieciséis mil de sus
guerreros. En otra, la de las llanuras de Caranqui, hubo un número mayor de víctimas. Allí
murió el último Schyri. Pero para que le sucediera su hija Pacha, hermosa joven de veinte
años a quien hizo su esposa el Inca vencedor,
Huayna Cápac. Así quedaba de nuevo anudada, sin menoscabo casi, la integridad de la soberanía de Quito. Y precisamente, el primogénito de aquella unión regia, que fue Atahualpa, habría de convertirse, hacia los años
del arribo de los españoles, en la autoridad
única de los Schyris y los Incas.
El Padre Juan de Velasco ofrece en su
Historia muchos aspectos de la vida del antiguo Reino de Quito, y en varios casos hace
referencia a los Cronistas que ha consultado.
Las fuentes que ahora son asequibles muestran a menudo la seriedad de su parecer. De
manera que el estilo de sus exposiciones sobre el viejo asiento de nuestra nación no debe estar destituído de verdad. El conoció documentos ahora inencontrables. Recomienda
como testimonios fidedignos los de Fray Marcos de Niza (franciscano que acompañó a los
conquistadores) y de sus estudiosos: doctor
Bravo Saravia, Francisco López de Gómara y
Jacinto Collahuaso. Duda, en cambio, de la
autoridad de Garcilaso de la Vega el Inca, que
estuvo bien informado de las cosas del Cuzco, pero no de las de Quito. Y señala –hecho
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que es evidente– la parcialidad de que están
maleficiadas las páginas de éste.
Tras considerar importantes cuestiones
de organización, de costumbres, de conocimientos astronómicos, de religión, de artes y
de armas, concluye Velasco que la de Quito
“era una dilatada monarquía, casi tan grande
como la del Perú, arreglada por sus soberanos
en lo político, civil y militar, quizás muchos
años antes que aquélla” (Historia Antigua.–
Libro IIº). Admite, sí, que la escritura de los
quipos o cordones de colores de los Incas, a
pesar de su incipiencia, era superior a la de
los Schyris. Pero no deja de recordar que el
idioma de éstos sedujo a Huayna Cápac por
la similitud con el suyo propio, que era el
quechua.
La relación histórica del Padre Juan de
Velasco entra en detalles muy significativos.
Interpreta con sagacidad los documentos que
le sirven de apoyo. Elude los excesos que
pueden dañar la verdad. No vacila en ensayar
su crítica, aun contra los mismos religiosos.
Por eso la figura de Fray Vicente Valverde
queda execrada de modo admirable en sus
justísimas alusiones. La actitud artera de Francisco Pizarro, a quien humilló con su talento
el soberano de los indios –Atahualpa–, está
juzgada también con la severidad del historiador. En medio del cuadro de crímenes, de codicias, de engaños de los conquistadores, destaca en cambio con relieve muy atractivo, no
sólo por fuerza del contraste, la personalidad
del extraordinario monarca quiteño. Ese Atahualpa, que tiene conciencia tan despejada
de los derechos de su nación, y que acompañado de Quizquiz, de Calicuchima, de Rumiñahui, de Zota-Urco, va a defenderla de los
amagos de conquista de Huáscar, hasta llegar
vencedor a las lejanas llanuras de Cajamarca,
se recorta en nuestra historia con la majestad
de su ejemplar grandeza.
III.– La cultura colonial. Preponderancia de la Iglesia.
La arquitectura y las artes. Los centros universitarios.
Los profesores jesuitas. La investigación científica
Comunmente la crítica alude a los siglos coloniales como a un período de penumbra espiritual en nuestro continente. El conquistador quiso avasallarlo todo. Destruírlo
todo. Arte. Lenguas. Religión. Se produjo, sí,
la cópula racial de España y América por los
reclamos insofocables del instinto, pero no el
connubio fecundo de las culturas. El mestizaje en el orden espiritual tuvo que ir cuajándose lentamente, en un proceso que dura hasta
hoy, gracias a la fuerza secreta e inextinguible
de los factores naturales de la herencia. La dominación hispánica trató de ser absoluta y tajante. El coloso se acomodó con el ademán
de un emperador inexorable en el recinto del
Nuevo Mundo.
Los intereses de España parecía que
exigían una capitulación radical –de bienes y
de conciencia– de los pueblos aborígenes. El
triunfo de sus armas trajo consigo la imposición de la fe. Junto al conquistador se alzó
siempre la figura del misionero. Por eso le
quedó a Hispanoamérica un triste legado de
inquisidores y guerreros; y el sayal del monje
y la casaca militar habrían de convertirse en
dos símbolos irrenunciables de su vida pública. Pero también ese ardiente celo religioso se
proyectó hacia la cultura, y ella fue encauzándose y cobrando volumen bajo los dictados de la Iglesia. Tal puede observarse claramente en el Ecuador durante el período colonial. Quito se convirtió en un centro de estudios, de arte y de profesión religiosa. Dicho
ambiente consonaba bien con su reclusión
geográfica. El cascarón montañoso en que yace la ciudad parece castigarla con la austeridad, con la meditación silenciosa. En aquellos años se multiplicaron los templos. Se hizo de la capital un vasto convento. Las torres
con el peso de sus campanas. Las calles con
el peso de sus escurialenses muros de piedra.
Las gentes con el peso de sus remordimientos
y temores. Un ambiente por donde quiera
agobiador. El alma se doblegaba para la oración y el estudio. Las órdenes religiosas alimentaban esa dual disposición. Y lo primero
que surgió de su celo fueron escuelas en donde adoctrinar y enseñar la lengua y los oficios
útiles. Pero las necesidades fueron expandiendo el ámbito de tal magisterio. Se organizaron
entonces colegios y universidades cuyas cátedras pertenecieron al clero.
En Quito se concentraron pues las labores de la Iglesia. La capital fue el eje político, administrativo, económico, religioso e intelectual del país. Allí tuvieron sus conventos
y universidades las órdenes de San Agustín,
Santo Domingo, La Compañía de Jesús o de
los jesuitas. A los agustinos pertenecía la Universidad de San Fulgencio. A los dominicos la
de Santo Tomás. A los últimos la de San Gregorio Magno, que sin duda fue la más importante. Todas ellas siguieron el viejo patrón hispano, que fue el de Salamanca. El pensamiento escolástico prestaba los moldes consabidos. Aristóteles y Santo Tomás presidían la enseñanza. El latín era el vehículo obligado de
la cátedra. Se escribían páginas de mística y
LITERATURA DEL ECUADOR
ascética. La oratoria sagrada se desplegaba en
los más presuntuosos alardes. La poesía tomaba frecuentemente una función moralizadora.
Hacia el siglo XVIII la actividad cultural se había extendido apreciablemente, aun a
pesar de la severidad con que el clero la moldeaba. Para entonces ya tomaban un lugar
destacado la arquitectura y las bellas artes. El
más antiguo centro americano que las introdujo para su aprendizaje y fomento fue precisamente uno de Quito: el colegio franciscano
de San Andrés, fundado en 1553. Las consecuencias vinieron de suyo, dada la natural
disposición de las gentes. Al extremo de que
la ciudad pudo contar con monumentos religiosos y tesoros artísticos acaso inigualados
después en abundancia y significación. Los
estilos plateresco y herreriano, tan diferentes
entre sí, se acomodaron en el medio quiteño
sin hacer fracasar el gusto ni la habilidad de
sus trabajadores, y dejaron el testimonio indestructible de los templos de la Compañía de
Jesús y San Francisco. La pintura y la escultura se convirtieron en servidoras infatigables
de la fe católica. Pero, a pesar de tal exigencia monástica, que tronchaba cualquier intento de ramificación temática, las obras supieron expresar la originalidad de sus creadores.
Es imposible no observar, por ejemplo, el genio estético de Manuel Chilli o Caspicara, que
quizás alcanzó una delicadeza y dulzura
plásticas pocas veces conocidas. Su alma de
indio parece que amaba, en una especie de
éxtasis y de sensualidad, la albura y suavidad
de la piel de la raza del conquistador español.
De modo que sus esculturas son como un madrigal que canta la belleza de la forma humana. Caspicara es un nombre que nunca debería olvidarse en la apreciación del siglo XVIII
hispanoamericano.
En lo que concierne a la docencia misma de las aludidas universidades quiteñas,
parece indiscutible el beneficio que rindieron.
17
Las disciplinas que se enseñaban era la Lógica, la Física, la Metafísica, la Psicología. Había muchos profesores nativos del Ecuador. Y
de talento brillante. Que prepararon textos
valiosos, muchos de los cuales se mantienen
inexplicablemente inéditos. Prevalecía en
aquellas aulas la ciencia especulativa. Pero
no faltaba, en alguna oportunidad, el atrevido
conato de la experimentación. Haciendo una
salvedad a sus fuertes censuras de la época, lo
dice Espejo cuando se refiere al jesuita Juan
Bautista Aguirre. Aun más, había profesores
que en el campo mismo de la especulación
revelaban cierta encomiable autonomía de
juicio, una atractiva manera de conducir la
explicación de los problemas, una insospechada habilidad dialéctica.
Llama la atención, por ejemplo, el religioso quiteño Francisco Guerrero, que enseñó
durante el siglo XVII y dejó inédito un libro jurídico. En sus comentarios sobre el Tratado
Universal del Derecho y la Justicia, según la
mente de Duns Scott (“nuestro sabio Doctor”), hay argumentos que se exponen con
mentalidad de penalista bien enterado de su
materia. Guerrero no olvidaba que la explicación del Derecho demanda la mayor limpidez
y precisión del idioma. Con una diafanidad
propicia hasta para las consideraciones sutiles, va relacionando la ignorancia del agente
del delito con los diferentes grados de su responsabilidad. Reflexiona pues sobre la participación de la voluntad en la comisión del
hecho punible, más o menos como lo hace la
ciencia moderna.
Al nombre de Guerrero se agregan
otros aun más valiosos –Pedro de Mercado,
Jacinto B. Morán de Butrón y Juan Bautista
Aguirre–, de quienes se dan referencias en la
sección de esta Antología llamada Los Profesores Jesuitas. Por lo expuesto hasta aquí, se
verá que procuraban los frailes ejercitar con
acierto sus facultades. Pero la inquietud inte-
18
GALO RENÉ PÉREZ
lectual no se quedó, no podía quedarse confinada entre las sombras solemnes de los
claustros. Se expandió por eso, paulatinamente, hacia los seglares, con resultados también
apreciables. La preocupación religiosa –carácter original de la cultura de entonces– siguió gravitando sobre ellos, aunque con menos fuerza y extensión. Otras exigencias, que
tenían el lastre de la vida social, comenzaron
a hacerse oír con mayor imperio. Podría decirse que apuntaba una intención utilitaria, de
provecho concreto para la colectividad, en
los nuevos empeños. Las personalidades de
entonces intentaban armonizar la vocación
de saber y la pasión de servir. Precisamente el
siglo XVIII permitió ver la imponderable
alianza de la ciencia y la acción civilizadora.
Se lo comprueba recordando a Pedro Vicente
Maldonado. Pero, por fortuna, él no fue el
único ni en América ni en el Ecuador. Sin duda obró beneficios la presencia de investiga-
dores europeos notables. La Condamine se
entendió bien con Maldonado. Humboldt con
una de las mentalidades más cabales: José
Mejía. El sabio alemán encontró que las bibliotecas de botánica que habían formado en
Bogotá los científicos Mutis y Caldas eran quizás más buenas que las de Europa. Y no desmayó su entusiasmo cuando se refirió a la vida del Quito de entonces, que ya contaba con
sesenta mil habitantes. Pero lo mejor de todo
era que los trabajos científicos no andaban divorciados de los altos intereses del hombre. Al
contrario, la nueva filosofía, en que se batallaba contra las sinrazones de las conquistas de
pueblos, la desigualdad social, la servidumbre
ya centenaria del pensamiento, agitaba sus
energías en demanda de prosélitos. Por ello
algunas de las personalidades sobresalientes
en el ejercicio científico, lo fueron también en
el campo difícil de la libertad de nuestro continente.
IV.– Autores y selecciones. Los profesores jesuitas.
Los estudiosos de la ciencia
Profesores Jesuitas
Pedro de Mercado
Nombre importante es el suyo dentro
del período colonial ecuatoriano. Fue un jesuita que nació en la ciudad de Riobamba en
el temprano siglo XVII. Vivió muchos años en
Colombia. Se ha dicho, lamentablemente sin
comprobación, que escribió como dos docenas de libros. Gustaba del género histórico,
que a través de varias expresiones fue frecuentado en la Colonia. En Bogotá se publicó
hace poco (1957) su “Historia de la Provincia
del Nuevo Reino de Quito de la Compañía de
Jesús”, en cuatro volúmenes. Dada la condición misma de Mercado, preponderan en sus
páginas los asuntos de la Iglesia. Pero hay algo más en ellas, que enriquece su interés, que
las hinche de contenido humano. Y es su aguda observación de la realidad de los indios y
de sus hábitos. Aun más: hay descripciones
del mundo natural, con referencias a tipos de
plantas y animales, que imantan la curiosidad
del lector común. Puede éste, en efecto, encontrar rasgos inimaginados de la existencia
de monos, culebras y otras especies menos
conocidas en el animado recuento “de algunos árboles y animales que se crían en estas
tierras”, recogido en la presente sección.
Con igual sentido de interés, y con mucho desenfado, este religioso ha escrito también las páginas que ahora reproducimos, sobre “los matrimonios entre estas Naciones
que contiene el Gran Pará o Marañón”. Puntualiza claramente en ellas la libertad del comercio sexual entre los indios. Dice: “Todo
era torpeza entre estos indios, lujuria era todo. No se hallaba matrimonio indisoluble entre estas naciones, porque no lo había”. Y
agrega: “Cuando celebraban algunas fiestas
trocaban los unos las mujeres con los otros”.
Y concluye: “Hallábanse mujeres que habían
mudado muchos maridos estando todos vivos”. Eso, leído ahora, en que las sociedades
ultracivilizadas han promovido una rebelión
contra la común ética del amor, deja advertir
que ni los tiempos ni los pueblos o las razas
cambian la naturaleza esencial del hombre.
Jacinto B. Morán de Butrón (1668 - 1749)
Nació en la ciudad de Guayaquil, también en el siglo XVII. Fue otro jesuita valioso
de la Colonia. Profesó el magisterio. Amó la filosofía, en cuyo campo dejó algunos tratados
que se hallan todavía inéditos. Como Mercado, sintió además gusto por las cosas de la historia. Dejó así el libro “Compendio Histórico
de la Provincia de Guayaquil”, que apareció
en publicación póstuma, en 1789. Pero fue
más lejos el entusiasmo intelectual de Morán
de Butrón: intentó componer una biografía, la
de Mariana de Jesús. Y, si bien se echan de
menos en su empeño los recursos privativos
de ese género, de veras difícil, no se pueden
desdeñar los méritos de fluidez para narrar, de
perspicacia para observar el ambiente en que
se movió la Santa quiteña, de certeza para
componer una prosa llena de dignidad, que
ahora se deja leer fácilmente. La “Azucena de
Quito”, o vida de Santa Mariana de Jesús, editada por primera vez en Madrid en 1725, es
efectivamente una demostración de cuánto
20
GALO RENÉ PÉREZ
valía aquel Morán de Butrón. Su pluma, al iluminar la figura biografiada, aclaró también los
detalles de la aflictiva condición del pueblo
humilde de Quito. La compasión de la Santa
trató de aliviar las llagas de la pobreza, la
mendicidad y el desaseo, que transparecen en
tal evocación, como puede comprobarse en el
capítulo transcrito: “Caridad con sus prójimos
en el socorro de sus cuerpos”.
Juan Bautista Aguirre (1725-1786)
Caso sin duda más notable que el de
los dos anteriores parece el del Padre Aguirre.
Fue uno de los mejores poetas del siglo XVIII
hispanoamericano. De su producción lírica se
hace una apreciación independiente en esta
misma obra, en el capítulo siete, o de la creación literaria. Véanse también allí otros datos
concernientes a su labor. Fue Aguirre un jesuita nacido en Daule, en la costa ecuatoriana.
Pero gran parte de su vida transcurrió en Quito, en donde cumplió quizás lo más valioso
de sus trabajos docentes y literarios. Fue profesor de Filosofía y Teología en la Universidad
de San Gregorio. Dejó escritos algunos textos.
Un ejemplo del estilo de comunicar sus conocimientos científicos es el de las encantadoras
páginas de su “Disquisición sobre el Agua”,
reproducidas en esta Antología. En ella se descubre su honrado afán de la experimentación,
que apenas si se conocía en el medio americano. Refiriéndose a las “partes” del agua dice que “no son perfectamente esféricas, sino
un tanto elípticas como lo pude personalmente observar al microscopio”. Cuando habla de
la salobridad del mar (“así llamado porque sus
aguas son amargas”), y de la temperatura de
aquel elemento, discute a Aristóteles. Aun hace uso de cierta ironía leve y risueña. Conoce
a filósofos más recientes. Ha leído a Descartes. Pero gusta de las discrepancias de juicio
con todos. Su frase preferida es: “Yo por el
contrario sostengo”. Y lo interesante es que va
demostrando sus puntos de vista con lógica
animada, ágil y erudita.
Pedro de Mercado
De los matrimonios entre estas naciones
que contiene el gran Pará o Marañón
Todo era torpeza entre estos indios, lujuria era todo. No se hallaba matrimonio indisoluble entre estas naciones, porque no lo había. Los varones se apartaban de las que habían recibido por mujeres cuando se les antojaba casarse con otras. Las mujeres repudiaban a los maridos cuando las maltrataban, y
dejándolos se casaban con otros porque las
trataban bien. Cuando celebraban algunas
fiestas trocaban los unos las mujeres con los
otros. En algunas ocasiones hacían lance en
las mujeres ajenas, y quitándolas por fuerza a
sus maridos o quitándolas contra la voluntad
de sus dueños, se casaban con ellas. Comúnmente había gran facilidad de romper el contrato, con que parece que no había sido verdadero, y así se apartaban cuando querían.
Hallábanse mujeres que habían mudado muchos maridos estando todos vivos. Varones
había que remudaban mujeres sin aguardar a
que se muriesen.
La gente que entre ellas era común y
plebeya se contentaba con tener sola una mujer. Los caciques, como principales, tenían
muchas y las acataban con respeto tratándolas con diferente modo que a las concubinas.
Los que eran valientes en las guerras eran privilegiados para tener también muchas mujeres: unos tenían dos o tres, pero otros ocho y
diez. El parentesco de afinidad no lo juzgaban
por impedimento para casarse, ni reparaban
en él si no era en el de nuera y madrastra, yerno y padre, y aun en éste dispensaban alguna
vez dejando el padre a su hijo en herencia al-
LITERATURA DEL ECUADOR
guna de sus mujeres y concubinas. El primer
grado de afinidad de línea transversal no suele servirles de estorbo, y así suelen casarse
con dos hermanas. El parentesco de consanguinidad lo juzgaban por tan grande impedimento, que no arrostraban a casarse con él en
su gentilidad, y aun después de ser cristianos
no arrostraban a tales casamientos aunque
sea con dispensación si no es saliendo del
cuarto o quinto grado. Los de la nación cocama son en esto singulares, pues, tienen como
ley que el tío se case con la sobrina.
En celebrar los matrimonios acostumbraban varias ceremonias. La más ordinaria
era que el varón pedía la mujer a sus padres,
si ella los tenía, y si no a sus hermanos o allegados, dándoles para obligarles alguna cosa
de estimación. Después de esto los padres y
allegados de la mujer y –lo que era más usado– el cacique en una de sus huelgas, llevaba
a la novia con festejos y la hacía sentar en una
hamaca donde, con algunas muestras de benevolencia entre el varón y la mujer, quedaba
efectuado el contrato.
Otras veces –y era lo común en muchas y en todas estas naciones– usaban criar
desde la cuna a la niña que en edad mayor intentaban recibir por mujer. Los matrimonios
que con éstas así criadas desde niñas se hacían, eran los más estables, y debía de causar
esta estabilidad el mutuo amor que la crianza
suele engendrar. Esta costumbre de criar las
niñas con quien quieren casarse, no la dejan
aún después de cristianos, diciendo que
cuando estén crecidas pedirán a su cura que
los case asistiendo a su matrimonio, conque
éste se mejora siendo ya sacramento y dándoles gracia. Para que no la malogren acostumbra disponerlos la celosa enseñanza de los
operarios desta niña, ya baptizando a los que
antes del matrimonio no estaban baptizados,
ya dictando actos de dolor a los que ya eran
cristianos.
21
(O. c., t. IV, L. VII, c. 6)
Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV-XVIII. Puebla,
México, Editorial J. M. Cajica Jr., S.A., 1959, pp. 197-198.
(Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República.
Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
De algunos árboles y animales
que se crían en estas tierras
En estas montañas sin cultura produce
la tierra muchas especies de palmas y de otros
árboles que rinden frutos de buen gusto y de
sustento. De donde se origina que cuando los
indios se huyen o se pasean o se pierden –como de ordinario sucede en estos bosques– no
mueren de hambre, porque para matarla hallan varios géneros de frutas, y algunas de
ellas apetitosas porque regalan el paladar.
Hay en estas tierras un género de palmas muy altas que como van creciendo se
van saliendo de la tierra la raíz y tronco principal, de modo que quedan fuera de ella en
vago, y para no caer y dar en tierra, va produciendo desde lo alto unas varas que fijándose
en la tierra sirven de rodrigones para que los
troncos principales, aunque están en vago, no
se caigan. En algunas partes destas montañas
nacen unos árboles grandes cuyas ramas, como van creciendo, se van inclinando a la tierra, y en llegando a ella se van arraigando de
suerte que producen otras ramas, y así forman
muchos arcos, pero mal formados, y suelen
ocupar grandes espacios de tierra.
Tratando de los animales que se crían
en estas tierras, se pueden poner en primer lugar los monos, por la semejanza que tienen
con los hombres en el rostro, manos y pies.
Hay varias castas de monos, grandes y pequeñas que andan trepando y saltando por las ramas de unos árboles en otros. De sus carnes
comen los indios, y no hay que maravillar que
comen carnes de monos los que no tienen as-
22
GALO RENÉ PÉREZ
co de meter en la boca y mascar la carne de
los hombres; si bien los padres misioneros dicen que en quitándole al mono la figura en
que se parece al hombre no causa asco y que
tiene la carne comestible porque es buena y
sana.
Son de ver unos animalillos del tamaño de un perro pequeño manchados como el
tigre y apetecidos por su buena carne. Estos
en sus madrigueras tienen por compañera y
amiga de ordinario una víbora de las más feroces. Sírveles de guarda con que si otros animales entran a cogerlos en sus madrigueras
no consiguen su intento, porque los animalillos se retiran medrosos, y sale la víbora animosa y pica y muerde a los que se atrevieron
a querer entrar; y cuando alguna persona humana se atreve a meter la mano para coger este animalillo en su madriguera, sale con la picadura y ponzoña en la mano y no saca con
ella el animalillo.
Tigres hay y muchos en estas montañas, y aunque son muy valientes, huyen cuando ven la gente y también cuando los espantan; pero a las veces no dejan de hacer presa
en los hombres para engullir sus carnes, y por
eso causan desvelo de noche a la gente que
va por los caminos, especialmente cuando
entre la obscuridad y tinieblas los oyen bramar; y en amaneciendo el día se ven las señales de sus pisadas que dejan en los arenales
porque andan buscando tortugas y otros animalejos conque sustentan su vida; y no la pasan mal, pues hay muchos animalejos que
mueren en sus garras.
A manadas andan por estas montañas
los puercos monteses que llaman saínos, los
cuales suelen ser muy temidos por la fuerza
conque despedazan a los hombres que cogen
entre los colmillos, y así los acometidos se libran de ellos trepando por el primer árbol que
topan. Si son temidos estos puercos monteses
por su braveza, también son apetecidos por-
que son comida de gusto, y por tenerlo los cazadores los matan con flechas y otros instrumentos que tienen para cazar, así a estos saínos como a los venados, dantas, hurones y
otros animales que no tienen nombre en castellano. A estas crías han vivido atenidos por
su sustento los indios porque no han tenido
ganado vacuno ni ovejuno, como los españoles.
Culebras hay cazadoras en esta tierra.
Salen de los charcos cenagosos; para hacer este oficio espían entre los materiales el animal
que les puede servir de sustento, enroscándose fuertemente en el cuerpo del que cogen, y
lo aprietan de modo que le quebrantan y descuadernan los huesos, y quitándole la vida lo
engullen entero. El mismo lance suele hacer
este género de culebras en los indios, pero ya
ellos escarmentados en cabeza de los que han
perecido, tienen un ardid; y es que al punto
que alguno se siente aprisionado, se sientan
en el suelo y se da prisa a librar las manos, y
sacando con ellas los cuchillos que suelen
traer de huesos o cañas, procura matar con
ellos a la culebra; y muchas veces ésta suele
quedar muerta y el indio vivo y victorioso.
Otro género hay de culebras que trepando a lo alto de los árboles empiezan a remedar a una especie de monos bermejos en el
modo de gritar, y a este reclamo acuden algunos destos monos, y a los que coge se los traga enteros. De estas culebras debieron de
aprender los indios de estas montañas a engañar con el reclamo, y así remedando con gran
propiedad a todos los géneros de monos en
las voces los llaman o los cazan. Lo mismo
hacen con una especie de sapos que ellos
suelen comer; lo mismo con los pájaros que
así llamados vuelan a ser heridos y muertos.
(O. c., t. IV, L. VII, c. 9).
Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV -XVIII. Puebla,
México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 199 - 201.
(Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República.
LITERATURA DEL ECUADOR
Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
Jacinto Basilio Morán de Butrón
Santa Mariana de Jesús. Caridad con sus
prójimos en el socorro de sus cuerpos
El tamaño de la caridad de esta virgen
bien puede cotejarse con la estatura de la palma; porque como ésta es tan amante del sol
que ansiosa se descuella y se levanta hacia el
cielo pero echando sus frutos a la tierra, de
modo que mientras más excelsa y levantada,
el peso de su fruta la inclina hacia la tierra,
mostrándosele favorable; así la caridad de esta virgen para con Dios, al paso que se remontaba hasta los cielos mirando siempre al
divino Sol de justicia, se inclinaba hacia la
tierra para favorecer a sus prójimos con los
frutos de buenas obras y con los ejercicios de
la misericordia. Y como para que dé fruto la
palma es necesario que esté sembrada en
temple cálido y no en temperamento frío, así
también para que las palmas de las manos
den el fruto de la limosna o caridad con los
prójimos, han de estribar sus raíces en un corazón ferviente en amor de Dios y abrasado
en fuego de caridad, no en tibiezas ni en frialdades del espíritu.
Las palmas de las manos de Mariana se
reconocieron siempre tan abastecidas de frutos de misericordia en las limosnas que repartía, que desde niña se vieron llenas de caridad. Porque tenía una grande inclinación a
socorrer al necesitado; y tan presta era en ella
la piedad en el socorro cuanta fuese la presteza en el desvalido en desplegar sus labios a
pedir una limosna. Apenas se desenvolvió de
las fajas y empezó a saber hablar, sucedió que
viendo la niña una tropa de pobres que habían venido a su casa a pedir un pan que comer, movida de su natural compasión se fue a
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su madre y con balbucientes palabras le pidió
una torta, que por regalada se guardaba para
su anciano padre. Resistió la madre a los ruegos tiernos de la hija con decir que la torta era
para su padre y que todavía no se había comprado el pan necesario para el abasto de la familia. Replicó la hija con llantos en lugar de
retóricas palabras, y por acallarla le dio la torta para que a repartiese a los pobres. Alegróse sumamente con el don y ella en persona lo
repartió con notable gusto y devoción. Y como la limosna es la mejor usura que se ha reconocido para ganar (de suerte, dice San Basilio, que si requerida una persona de un pobre no se halla con más sustento que un pan,
si se priva de él por dárselo liberal, tenga por
cierto que de ese pan nacerán muchos y será
semilla de otros), verificóse el dicho con el
pan que distribuyó Mariana con los pobres,
pues, acabando de decir a su madre con gracia “que Dios daría pan para el viejo” a breve
rato entraron a su casa un niño y una india
que no conocían, con dos canastillos de muy
lindo pan, quienes en nombre de una persona, que tampoco conocían, regalaron a su
madre. Todos quedaron admirados así por las
circunstancias como por no saber quiénes
fuesen los mensajeros ni quién el que les enviaba el recaudo. Pero la niña saltando de
placer, dijo a su madre: “¿Ve, mamá, cómo
Dios le ha enviado tanto pan porque dio a los
pobres la torta?”. Hasta de la boca de los niños saca Dios las alabanzas de la limosna.
Era muy caritativo su cuñado Cosme
de Caso, y así todos los días se repartían limosnas de pan y de comida a los pobres, y a
las horas que se daban salía Mariana a repartirles con sus manos el alimento. Ya queda dicho cómo primero les enseñaba a rezar, después escogía entre todos uno que pareciese
más asqueroso y provocase mayores ascos,
aplicábalo a sí y lo espulgaba con indecible
humildad, quitándole las sabandijas que tie-
24
GALO RENÉ PÉREZ
nen por albergue las carnes de un mendigo,
como son los piojos que hierven en los indios
y causa con su inmundicia horror a la naturaleza más fortificada. Pero Mariana, como si
fuera la madre más piadosa, se portaba en
limpiar al desdichado como a hijo; pero ¿qué
mucho si a lo menos era su hermana la caridad? Vio aquel serafín en carne doña Sebastiana Caso la piedad que usaba su tía en la
distribución de la limosna y el estilo que guardaba con los pobres, y envidiosa con santa
emulación, quiso acompañar a su tía en espulgar a otro pobre. Admiración causaba ver
competir dos niñas en lo que suele hacer melindres la santidad más heroica, y como era
en entrambas semejante la fineza y oposición,
medió la obediencia del confesor, diciéndoles
se ayudasen juntas en el distribuir la limosna.
¿Qué ejercicio tan agradable a los divinos
ojos sería ver que dos delicadas hermosuras
estuviesen limpiando a los pobres llenos de
piojos, exhalando intolerable hedor, horrores
a la vista y repugnancias a la naturaleza, como son en lo común todos los pobres de Quito? ¿Qué vencimientos tan grandes no serían
éstos en unas niñas inclinadas al aseo y melindrosas de natural? Pondérelo un confesor
de la Compañía cuando confiesa un pobre indio recostado en una pobre piel de vaca por
cama, sin tener un bocado que comer, comido de piojos, pues, al venir de casa viene asistido de tan prolijos animalejos. Si esto así sucede, ¿qué sucedería con Mariana? Pero si la
caridad preserva de la peste que es más, también tengo por cierto que la libró de lo menos.
Después de tan heroica mortificación los ponía en fila y les besaba los pies.
Concluía la obra con un prodigio, que
como a tal lo tenían en su casa todos los que
lo vieron; porque algunas veces se entraba a
su aposento y sacaba de él un canastillo de
pan muy regalado, blanco como la nieve y éste lo repartía a sus pobres con tales demostra-
ciones de gozo que rebozaba en su cara. En
sacando la virgen este regalo, alzaban los pobres el grito de placer. Admirábanse todos los
de su casa de ver tal pan y que Mariana lo tuviese, porque ni sus hermanas se lo daban ni
de afuera pudieron saber que le viniese, haciéndose lince la curiosidad, con que tenían
por cierto ser pan venido del cielo. Yo no lo
dificulto y así lo juzgo, porque están los informantes contestes en el dicho. Y quien envió a
Santa Dorotea manzanas del paraíso de sus
delicias, también pudo enviar a Mariana pan
para repartir a sus pobres. El pan que le daban
de ración lo trocaba con uno de los que daban a sus pobres, quitándoselo de su sustento
por dar la vida a su hermano y en esto mostraba ser su caridad muy singular. Porque si
aconseja Dios por Isaías, que el pan que se ha
de comer se parta con el hambriento, qué caridad tan heroica sería la de esta venerable
virgen, pues no sólo lo partía sino que se lo
quitaba de la boca por darlo entero a los necesitados.
Semejante fue otra maravilla, que si no
lo era, a lo menos la tuvieron todos los de su
casa por tal. Tenía una pequeña ventana en su
vivienda que salía a la calle, y solían los pobres, cuando se hallaban más aquejados del
hambre, o por haber perdido su ración a medio día, o por ser mayor la necesidad que los
congojaba, o por otra contingencia, tirar una
piedra a su ventana o hacer otra seña como
avisándole la necesidad en que estaban. Mariana advertida ya en lo que significaba la señal, si tenía en su cuarto alguna cosa que les
pudiese servir de alivio les echaba por la ventana del consuelo; si no, dejaba a Dios por
Dios y se iba a pedir a su hermana o su sobrina doña Juana una limosna para sus pobres.
Dábanle sin escasear cosa alguna las llaves de
la despensa, sacaba de ella todo lo que necesitaba para socorrer a tantos que por sus manos remediaban su miseria, y contenta iba a
LITERATURA DEL ECUADOR
despacharlos. Pero por mucho que de todo sacaba jamás se echó menos un grano de maíz
ni una migaja de pan. Reprendíanla cariñosamente sus deudos, porque viendo que no había ninguna merma en la despensa, le decían
que por qué andaba tan corta cuando le daban las llaves; mas sonriéndose les respondía
que muy a su gusto y a su deseo lograba con
los necesitados la generosidad de su ánimo.
No es la caridad del prójimo como la plata,
dice San Agustín, porque la plata cuando se
da, pasa al que recibe y deja de estar en el donante, disminúyese en éste y acreciéntase en
el otro. Pero con la caridad es al contrario;
cuando se da la limosna entonces empieza a
estar en el que da y no sólo pasa al que la recibe sino que queda en el que la ofrece. Con
que dando Mariana el maíz, la carne, el pan,
como todo era caridad saliendo de la despensa para el pobre, bien pudo acontecer quedarse en la despensa como si no se sacara.
Con el voto de pobreza que hizo, no
sólo se desposeyó de los bienes que llama el
mundo de fortuna, sino que renunció el derecho que podía venirle en adelante, obligándose a no poseer ni disponer de cosa que le
tocase, aunque fuese por el trabajo de sus manos, sin licencia de su confesor. Y aunque jamás se arrepintió de tan heroica promesa, parece que llegaba a lastimarle ver necesitados
a sus prójimos y no poder, por la pobreza que
había votado, remediarlos en sus conflictos.
Tirábale mucho en su aprecio el voto, y tirábale juntamente ver a Cristo desnudo y necesitado en sus pobres. Dictóle Dios para atender a lo uno sin oponerse a lo otro el más seguro medio; pidió por dirección de su confesor licencia a sus deudos, en quienes renunció su patrimonio para distribuir entre pobres
la porción que le tocaba en la mesa y los reales que pudiese adquirir con el trabajo de sus
manos en los ratos que tenía puestos en su
distribución; alcanzóla con toda liberalidad.
25
Y como esta venerable virgen conocía ser madre de las culpas la necesidad, que del afán
de la pobreza proviene el sujetarse a una infamia, y que aún a Cristo tentó el demonio así
que lo vió con hambre, procuró buscar personas en quienes, evitándose muchas culpas, se
lograse el sustento que se quería quitar por
mantener en el prójimo la vida del alma y del
cuerpo. Halló personas muy a su deseo que
fueron una pobre viuda con tres hijas y cada
cual de juvenil edad y todas sin tener un pan
qué comer ni de dónde las pudiese venir, tan
arriesgadas a perderse aunque eran muy virtuosas como lo estaban las beneficiadas de la
caridad del taumaturgo de Bari. En éstas,
pues, empleaba todos los días su ración; porque acabando de alzar la mesa en su casa,
ella con sus mismas manos la ponía en una
olla y despachaba a su pobre viuda y a sus hijas, las cuales afirmaron que sólo con este socorro podían vivir, y faltándole lo pasarían
con notable penalidad.
Apoyó Dios con singular maravilla la
complacencia de esta limosna, porque el pan
que les enviaba lo procuraba amasar ella misma; pero de esta manera, que declaran contestes en los procesos. Los días que en su casa había amasijo se iba a trabajar al horno, sin
que le acobardasen los rigores de la noche.
Decíale la gente de servicio: “¿Señora, para
qué viene a trabajar, si el pan que ha de hacer
no lo ha de comer”?. Respondía tiernamente:
“Y cuando yo no lo coma, ¿faltará un pobre
en quien se logre mejor?” Y acabando con
harto afán el amasijo, cogía en sus manos como dos onzas de masa y de tan poca materia
se forjaba en sus manos un pan bien grande,
con admiración y pasmo de los que le veían;
de suerte que excedía en cantidad, en el regalo y aseo a todos los de la hornada. Tan repetido era este suceso que, cuando acaecía, no
lo extrañaba la gente de servicio. Esto hace la
caridad, dice la Luz de la Iglesia, crecer en la
26
GALO RENÉ PÉREZ
persona de quien sale. ¿Qué mucho, pues,
creciese esa masa cuando, si la caridad de
Cristo hizo que unos panes produjesen otros
para sustentar cinco mil bocas, pudo hacer
como lo hizo, con la caridad de Mariana que
dos onzas produjesen treinta para sustentar
con dos libras cuatro bocas? Tan por suyo corría el sustento de estas mujeres que cobraban
como por deuda lo que era tributo de su bella
gracia; pero se alegraba más la venerable virgen de dar esta limosna por su Esposo, que de
recibirla las necesidades para su remedio.
Miraba en cada pobre a Cristo, que en
el día del Juicio confesará por suyo el agasajo
que se le hizo al mendigo, para proceder liberal a su retorno. Concebía tan altamente lo
que vale la limosna en los aprecios de un
Dios Omnipotente, que no necesitaba de los
que nos dicen las Escrituras, prodigios y recomendaciones de los doctores de la Iglesia para ejercitar heroicos actos de virtud tan generosa. Ya vimos cuando tratamos de su abstinencia, cómo lo que le guisaban sus sobrinas
y su criada lo empleaba en los pobres como
en sus propios miembros, porque estaba perfectamente unida con ellos por caridad. Las
horas, que gastaba en la labor de mano, que
eran tres cada día, cuando estaba sana, más
las ocupaba en hacer a Cristo la túnica inconsútil, como lo es la caridad con el prójimo, dice San Agustín, que en divertir el ánimo o evitar la ociosidad, porque por manos de sus
confesores distribuía en limosnas las obrillas
de su trabajo.
A quien remediaba siempre con singular gozo de su alma, era a un sacerdote, de
quien me ha parecido escribir su trabajo y necesidad para apreciar más la caridad de esta
virgen. En las montañas de los Mainas y gran
río Marañón hay un curato que se llama Santiago, cuyos feligreses de esta inculta selva o
verdadera gentilidad, sobre vivir bárbaros en
sus costumbres, son tan inclinados a todo gé-
nero de hechizos y maleficios que, de lo que
se usa frecuentemente y sin mucho reparo, se
pueden colegir las innumerables maldades
que se ejecutan por pactos claros con el demonio. Hay una flor, que en unas partes llaman campana y en otras cimuri; ésta, cocida,
la beben, y, quedando con su fortaleza enajenados de los sentidos, ven con claridad y distinción todo aquello para cuyo fin se bebió
pócima tan diabólica. El marido ve las traiciones de la mujer, la mujer las del marido; el
que quiere rastrear el delincuente o ladrón, le
conoce y ve dónde está el hurto, cómo y de
qué manera; en fin todo aquello que desea saber y a cuyo fin bebe la campana o cimuri, se
lo representa el demonio. De estas adivinaciones, encantos y maleficios abunda tanto
ese gentilismo, pegándose el contagio por la
cercanía a las ciudades Jaén y Borja, que a no
tener por triaca y desencanto a la enseñanza
de la divina Ley por los misioneros de la Compañía de Jesús, o se apoderara el infierno de
región tan dilatada, o se apellidara absoluto
monarca de sus almas. En el curato, pues, de
Santiago era cura un celoso sacerdote secular,
a quien sus mismos feligreses determinaron
con infernal arrojo hechizarle de tal modo
que perdiese el juicio por todos los días de su
vida; y no hallando traza de cómo envenenarle la comida, porque vivía con notable cautela de sus émulos, se dieron maña para coger
el cáliz en que consagraba la sangre de Jesucristo, y estrujando en él unas hierbas, en que
estaba el hechizo y el veneno, dejaron con disimulo la sacrosanta copa para que el día siguiente al decir misa muy de mañana, echando en ella el vino para consagrar le brindasen
el tósigo. ¡Oh Dios sufrido, quién podrá alcanzar los inescrutables secretos de vuestra
Justicia! ¡Oh delito tan execrado, querer la
malicia convertir al vino que alegra el corazón en funesta noche de los sentidos! Como
lo dispusieron, así sucedió; porque el sacer-
LITERATURA DEL ECUADOR
dote incauto consagrando en dicho cáliz, y
juzgando beber la sangre de Jesucristo para
fortalecer sus potencias, se halló desde aquel
instante privado de juicio, sin uso de razón y
sin dictamen de prudencia, que pudo decir a
Dios: Et calix tuus proeclarus, quam inebrians
mihi! Quedó privado de juicio y tan conocido loco, que fue necesario traerlo a esta ciudad de Quito a curar lo que fue mal incurable
por el maleficio. Socorríale toda la ciudad, a
quien lastimaba ver un sacerdote de Cristo loco y frenético a manos de la venganza. Con
este sacerdote tenía la venerable virgen especial cuidado en socorrerlo con todo lo que
podía de limosnas, cogiéndole muy a su cargo su piedad. Movíanle para obra tan del
agrado de Dios motivos muy superiores; lastimaba su alma ver a un Cristo en la tierra en
tan infeliz fortuna, y así, cuanto más veneraba
en él la dignidad del sacerdocio tanto se singularizaba su caridad; y cuando los muchachos, sin respetar lo sagrado, lo ultrajaban o
hacían de él escarnio o mofa, lo sentía tan
tiernamente que lloraba de sentimiento. Otra
razón que ella misma dio para especializarse
con este pobre sacerdote fue el decir en cierta ocasión, haberle cogido en gracia de Dios
trabajo tan sensible. Dichoso él, si así sucedió, como piadosamente se ve por el dicho de
Mariana, pues, es divisa de los predestinados
parecer al mundo locos y necios por Jesucristo; y aunque del todo lo era éste, pero se mostraba muy cuerdo en estimar a su bienhechora, reconocido siempre de su piedad.
Con los enfermos se esmeraba su cuidado, porque cuando había alguno en su casa, aunque fuese de tal bajeza de condición
como la de los indios, era Mariana la madre,
la cocinera, la médica y enfermera, ella les
limpiaba el sudor, les componía las camas,
barría los aposentos con todo aseo y devoción, con sus manos les guisaba la comida y
la llegaba a la boca, recetaba los remedios
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usuales que sabía; el ay que se escuchaba, llegaba a su corazón. Por último, ¿quién enfermó con quien ella no enfermase? ¿quién lloró
con quien ella no llorase? Puedo decir resueltamente que los enfermos hallaron en ella total alivio.
Con las ánimas benditas del purgatorio, como más necesitadas, no fue menor su
caridad con ordinarias limosnas de oraciones,
misas y penitencias; y así todos los días tenía
tiempo señalado para ganar por ellas indulgencias y aplicarles eficacísimos sufragios. Y
si atiendo que en el Evangelio se gradúa por
la mayor caridad la que llega a dar la vida por
los que se quieren en Cristo, no le faltó este
elogio a Mariana, como se verá cuando trate
de su muerte, pues, la caridad fue la que marchitó a esta Azucena, la que le quitó la vida,
la que le fabricó la tumba y en cuyas alas voló dichosa a la gloria.
(“Vida de Santa Mariana de Jesús”, L. III, c. 3)
Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla,
México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 233- 243.
(Biblioteca Ecuatoriana Mínima, la Colonia y la República.
Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
Juan Bautista Aguirre
Disquisición sobre el agua
El agua es una substancia fluída, pesada, húmeda en sumo grado, muy diáfana, totalmente insípida e inodora, de poca temperatura, volátil, incombustible –más bien extingue ella el fuego. Sus partes no son perfectamente esféricas, sino un tanto elípticas como
lo pude personalmente observar al microscopio. El agua no es muy fría por naturaleza, como pretende Aristóteles; de lo contrario estaría siempre en estado sólido, como sucede
cuando se congela por el demasiado frío.
28
GALO RENÉ PÉREZ
El principal sitio del agua es el mar, así
llamado porque sus aguas son amargas (1).
No están de acuerdo, por otra parte, los filósofos acerca del por qué de su sabor amargo
y salobre. Aristóteles cree que tal gusto salobre procede de emanaciones de la tierra, las
cuales junto con las lluvias caen al mar. Los filósofos más recientes, en cambio –y su parecer se me hace más aceptable– opinan que la
salobridad del mar proviene de las partículas
de sal en él mezcladas desde el principio del
mundo, lo mismo que de las minas y montes
de sal que hay en el fondo del mar. (De acuerdo con esto algunos llegan hasta asegurar que
la isla de Ormuz es toda de sal).
El amargor del mar se debe similarmente a las partículas de azufre, aceite y bituminosas mezcladas con sus aguas. Véanse al
respecto Varenio y su colega Fernando Marsillo, quienes tratan del asunto con gran competencia. Por lo que hace a la profundidad del
mar, es opinión común, apoyada por el Padre
Ricciolo, por Varenio y Marsilio, que la profundidad máxima es de una legua y media.
Algunas particularidades del mar
1º. ¿Está el mar a más alto nivel que la tierra?
A esta pregunta hay que responder en
sentido negativo, de acuerdo con la opinión
común. En efecto, si el mar estuviese más alto se desbordaría sobre la tierra, lo cual vemos que no sucede. Ya lo dice el salmo 23:
“El lo cimentó encima del mar”, es a saber el
orbe terrestre. Lo mismo el salmo 32: “El reúne como en odre las aguas del mar”.
2º. ¿A qué se deben las mareas?
Esta es una cuestión oscurísima, y como un sepulcro impenetrable para la curiosidad de los hombres. Hay quienes cuentan
–no sé con qué fundamento– que Aristóteles,
al ver que no podía comprender este misterio
de la naturaleza, se lanzó al mar exclamando:
“Ya que yo no te puedo abarcar, abárcame
tú”. Los filósofos más recientes, más prudentes que Aristóteles, se han lanzado, no al mar
sino a las más variadas hipótesis. Descartes
creyó que la materia sutil, comprimida por el
globo lunar y el terráqueo, presiona a su vez
al mar, con lo cual sus aguas, así oprimidas,
se derraman sobre la costa y al cesar la presión se retiran nuevamente hacia dentro. El
Padre Dechales opina que el flujo marino es
una especie de hervor, algo así como un hervor febril, producido por los efluvios lunares y
las partículas sulfúreo-salinas contenidas por
el mar, entre sí mezcladas y agitadas. Ambas
hipótesis no dejan de tener sus dificultades serias. Yo por mi parte, sin avergonzarme de reconocer mi plena ignorancia, me limito a responder con Scalígero: “Yo no sé nada”.
El agua en estado de vapor
Todo el mundo sabe que el vapor de
agua al ascender da origen a las lluvias. En
cambio la causa de tal ascensión del vapor es
cosa más oscura y discutida. Los filósofos de
antaño y con ellos más recientemente el célebre Fontenelle, lo mismo que Benjamín Martini, creían que el sol poseía una fuerza magnética a cuya atracción se debía la elevación
del vapor de agua.
Yo por el contrario sostengo: 1º.– que
el vapor de agua no sube a la atmósfera por
atracción magnética del sol. Prueba de ello:
a) Durante la noche también tiene lugar el desprendimiento abundante de vapor.
Luego no sube por atracción solar;
b) Los rayos solares poseen más bien
fuerza repulsiva, como más adelante (en la
Quaest. 1ª, art. 2º, assert. 3ª) lo demostraremos; y por lo mismo carecen de fuerza atractiva;
LITERATURA DEL ECUADOR
c) Si la ascensión del vapor se debiese
al sol, consecuentemente cuando el sol se
acerca más a un reino o región sería tiempo
de lluvia en dicha región, y al alejarse de ella
sería como primavera y haría calor; lo cual es
falso y contra la experiencia.
2º. Sostengo que el vapor de agua se
desplaza hacia lo alto debido a que el aire lo
impulsa hacia arriba.
Prueba: El humo sube empujado por el
aire, luego también el vapor de agua. La ilación del argumento aparece a ojos vistas,
pues ¿qué otra cosa es dicho vapor sino humo
salido del agua o de un cuerpo húmedo?
Hace falta probar el antecedente: al ser
extraído el aire de la máquina neumática no
sube el humo, antes al contrario permanece
en la parte inferior, aun cuando la máquina
esté al sol. Por consiguiente, el humo sube, no
atraído por el sol, sino impelido por el aire.
Tal hecho consta por los experimentos del Padre De Lanis, de Boyle y de Muschembroeh.
Se podrá objetar trayendo el argumento del ingenioso Feijoo: El agua es más pesada
que el aire; por consiguiente, cualquier partícula de agua es más pesada que cualquier
partícula de aire; y como por otra parte, el vapor no es más que partículas de agua, luego es
más pesado que el aire, y en consecuencia el
aire no puede hacer que suba el vapor.
A eso respondo: a) Concedo el antecedente pero niego la ilación: El agua es más pesada que el aire por ser más densa, más compacta, y porque tiene más partículas de materia que el aire. De modo que si en el espacio
que abarca un dedo de agua (2) se dan v. gr.
50 millones de partículas, en igual volumen
de aire sólo se darán 3 millones de partículas.
Pero de aquí no se deduce que cualquier partícula de agua, por pequeña que sea, es más
pesada que cualquier partícula de aire. Más
bien se infiere que, si el aire es comprimido
de tal modo que tenga igual densidad que el
agua, tendrá igual peso, y si llega a tener ma-
29
yor densidad será más pesado que el agua.
Más aún: El Sr. Amontons ha demostrado –y
con él está de acuerdo el erudito Feijoo– que
si se cavase un pozo hasta el centro de la tierra de modo que el aire inferior fuese cada
vez más comprimido por el superior, en tal
caso, a una distancia de 30 leguas de la superficie, el aire sería ya más pesado que el oro.
Respondo: b) Dejando a un lado el entimema,
hay que hacer un distingo en la siguiente premisa. Y así, niego que el vapor conste de partículas de agua y nada más. Si, en cambio, se
dice: de partículas y algo más, concedo la
premisa y niego la ilación del argumento. El
vapor más bien consiste en unas como ampollas sumamente débiles y enrarecidas que
contienen poquísima materia, según lo observó el Sr. Derhan y cualquiera lo puede observar en el microscopio. A estas ampollas o burbujas se mezclan partículas de fuego, a la vez
que de aire enrarecido por el fuego, de donde
resulta un compuesto menos pesado que el
aire inferior.
2ª Objeción: Si el vapor fuese elevado
por el aire subiría hasta la región más alta del
aire, como un trozo de madera que al subir en
el agua lo hace hasta la superficie de ésta. Mas
tal cosa no sucede, ya que el vapor se eleva, a
lo sumo, hasta una o dos leguas; luego…
Doy vuelta a la objeción y digo: si el
vapor se elevase por obra del sol subiría hasta el propio sol; lo cual es falso; luego… Por
tanto niego la mayor del silogismo: el vapor
sólo sube más arriba de este aire inferior más
denso, por ser éste más pesado que el vapor,
más cuando llega a las capas superiores de aire menos presionado y menos pesado, se
equilibra con el mismo sin que pueda seguir
subiendo. De aquí se deduce que el vapor sólo sube hasta aquella región en que el aire es
del mismo peso que él.
3ª Objeción: El vapor, según nosotros,
es más ligero que este aire inferior; luego no
puede descender a través de él, ya que lo me-
30
GALO RENÉ PÉREZ
nos pesado no puede bajar a través de lo más
pesado, y por tanto nunca podrá haber lluvia.
Devuelvo la objeción y digo a los adversarios: el vapor, según vosotros, es atraído
por el sol, luego nunca podrá descender, porque si el sol lo atrae y detiene, ¿cómo podrá
descender? A no ser que tal vez queráis decir
que el vapor es “elevado a lo alto por obra del
sol, pero que desciende luego por su propio
peso”. Concedo, por tanto el estimema de la
objeción, pero niego la última consecuencia.
El vapor, como antes dije, consiste esencialmente en ciertas burbujas que constan de
agua muy enrarecida, de aire también enrarecido y de partículas de fuego. Estas tales burbujas, una vez en las nubes, se deshacen, sea
por la presión del aire exterior, sea por el movimiento y por el choque con las otras partículas. Tan pronto como se deshacen dejan de
ser vapor por separarse las partículas de fuego
y de aire enrarecido, de las partículas de
agua; y así, el agua que antes estaba sumamente enrarecida, se condensa y se hace más
pesada aún que al aire inferior. He aquí la
causa por la que el agua desciende de las nubes, no enrarecida en forma de vapor, sino
condensada en lluvia.
4ª Objeción: Si el vapor ascendiese
gracias al aire, llovería todo el año, pues todo
el año hay vapor de agua y hay aire; más no
sucede tal, luego…
Devuelvo la objeción: si el vapor fuese
atraído por el sol, llovería todo el año, pues
todo el año hay vapor y hay sol; más no sucede tal, luego…
Dejando, pues, a un lado la mayor,
niego la menor: ninguna época del año carece total e invariablemente de lluvias… Testigos de ello nosotros los americanos y testigos
los europeos. Es cierto que cuando el sol se
acerca al Ecuador poniéndose más perpendicular sobre nosotros entonces las lluvias son
menos frecuentes. La razón es que entonces
los rayos solares al caer perpendicularmente
repelen con mayor fuerza el vapor y, por otra
parte, enrarecen más el aire, el cual consiguientemente se hace menos pesado, con lo
que el vapor no puede elevarse fácilmente.
Mas cuando el sol se aparta hacia los trópicos, entonces el aire es más denso y más pesado por estar menos caliente y enrarecido;
además el vapor no es tan impedido por los
rayos solares. Así, pues, el aire puede hacerle
subir más fácilmente.
(Tomado del libro “Physica ad Aristotelis Mentem” (año
1757). L. III. Physicorum, Disp. III, Q. IX. Traducción de Eugenio Pallais, S. J.).
Juan Bautista Aguirre, “Disquisición sobre el agua”, pp. 8592. Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959, pp. 8592. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de
la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
Estudiosos de la Ciencia
Pedro Vicente Maldonado (1704 - 1748)
Nació en la ciudad de Riobamba, a comienzos del siglo XVIII, y murió en Londres
en lo mejor de su fecunda madurez. Fue uno
de aquellos hombres que supieron ver con
claridad las cosas de su país. La suya fue la
aventura apasionante de un ser –todo energía– que quiso poseer la realidad en su plena
desnudez. Pocas veces, por desgracia, se ha
repetido aquel caso en el Ecuador, en donde
la audacia y el impulso están en la retórica
pero no en los hechos. A Maldonado le imantaron dos o tres propósitos concretos y de
enormes consecuencias. En una nación en
donde todo estaba por hacerse –y sigue estándolo en mucha parte– él tomó para sí, con
responsabilidad y disciplina ejemplares, la
realización de una tarea impostergable. Quiso abrir un camino que uniera Quito con el
Océano Pacífico. Y lo abrió organizando la
LITERATURA DEL ECUADOR
empresa e interviniendo personalmente en
sus rudos trabajos. Quiso trazar una carta
geográfica de los territorios nacionales. Y la
trazó después de ir como palpándolos por sí
mismo: recorriéndolos y señalándolos. Quiso
hacer una relación escrita sobre el estado material de los pueblos y las posibilidades naturales del país. Y la hizo sin divagaciones inútiles, tras una observación fiel y directa. El historiador González Suárez, realizando quizás
el balance de estas virtudes, considera que no
ha habido un ecuatoriano tan ilustre como
Maldonado.
Pero en la personalidad de aquel civilizador había otros antecedentes, que hay que
mencionarlos siquiera. Hijo de una familia en
la que había una exquisita atmósfera de cultura, adquirió conocimientos múltiples. Las Matemáticas y la Astronomía fueron el asunto de
su predilección. También la Geografía y la
Cartografía. Esas disciplinas le trocaron en
uno de los máximos científicos hispanoamericanos. Como a tal le reconocieron los sabios
de la Misión Geodésica Francesa. Y de igual
manera la Academia de Ciencias de París y la
Real Sociedad de Londres. La influencia social de que gozó fue notable. A los veinte
años de edad fue Alcalde Ordinario y Teniente de Corregidor en Riobamba. Era, además,
dueño de una inmensa fortuna. Pero la nobleza de su acción, la significación heroica de
ella, está precisamente en su decisión de renunciar a los halagos y comodidades materiales, y aún a las vanidades del poder, para entregarse a una misión llena de abnegación, de
sufrimientos y peligros, en medio de selvas no
domeñadas todavía. Unicamente su coraje y
su amor de coloso a las cosas del país hicieron posible un camino que venía tentando la
voluntad de los mejores desde hacía siglos.
Ahora bien, la obra vial de Maldonado
era el fruto de una mente rica de lucidez, que
había reparado en las necesidades de orden
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económico que debían satisfacerse con la comunicación de las regiones de la sierra y el litoral. Veía las ventajas de un comercio regular entre Quito y Panamá, por una vía directa,
que no sufriera la larga curva austral de la salida previa a Guayaquil. Por eso construyó su
camino a Esmeraldas. Había advertido además la incomparable feracidad de la provincia esmeraldeña. Pero también, en duro contraste, la infortunada existencia de sus pocos
pobladores: sus caseríos le parecían “cavernas de fieras” y no “lugares habitados por racionales”. Compadecía a aquellos infelices
que dormían sobre el suelo, medio anegados
por el agua corrompida. Y se llenaban de patriótica impaciencia por hacer de la selva un
haz de tierras “más útiles para la labranza y
más cómodas para la vida humana”.
En el “Memorial Impreso” preparado
para la corona española, como Gobernador
de la Provincia de Esmeraldas, hace una descripción prolija de ésta llamándola región de
feracidad incomparable, cuyos frutos tropicales son de mejor calidad que los que produce
el resto de la costa ecuatoriana. Alude además
a las riquezas auríferas y de piedras preciosas,
que por cierto jamás despertaron en él ninguna codicia, puesto que no quería “exponer la
gloria a que anhelaba con la apertura del nuevo camino”. Pero en sus páginas, densas de
información y de innegables atisbaduras económicas, sobre todo demuestra las razones
que le movieron a unir la capital quiteña con
el puerto de Esmeraldas. Aquella vía comunicaba a Quito, directamente, con ciudades del
comercio internacional, dándola mayor vida
y prosperidad. También levantaba el desarrollo de pueblos que yacían perdidos en lo más
inhóspito de la maraña. Articulaba las regiones del país y permitía la circulación de los
productos exportables. Los dos capítulos que
se transcriben muestran bien la certeza de las
eruditas consideraciones de Maldonado.
32
GALO RENÉ PÉREZ
Pedro Franco Dávila
Es otra de las personalidades que se
destacaron en el movimiento científico del siglo XVIII. Nació en la ciudad de Guayaquil, y
allí pasó sin duda una vida de estudio que escapa a la investigación de los biógrafos. Lo
que con más precisión se sabe es que pasó a
Europa a los treinta y cuatro años de edad.
Conquistó un sólido prestigio en las naciones
de allá. Perteneció a las más célebres sociedades científicas europeas. Su talento fue alabado por Buffon. Había razones poderosas para
tanto éxito. Casi toda su labor estuvo destinada a la formación de un gabinete de ciencias
y artes que fue el centro de la curiosidad de
los especialistas de la época. Lo transfirió a la
corona española, abriéndolo en Madrid en
1776, con el nombre de Real Gabinete de
Historia Natural, pero conservando para sí la
dirección. El escritor guayaquileño Abel Romeo Castillo recuerda que Carlos III, dada la
importancia de las colecciones de Franco Dávila, mandó a construir un edificio para ellas
en el Paseo del Prado. Pero aquél no se terminó sino en los años de Fernando VII, que ordenó que se le destinara a la célebre pinacoteca que conocemos hoy. Tal fue el curioso
antecedente del frecuentadísimo Museo del
Prado.
Franco Dávila dejó una obra escrita de
inestimable interés: “Catálogo Sistemático y
Razonado de las Curiosidades de la Naturaleza y de las Artes”. Hay en esas páginas instrucciones útiles para que se recojan y envíen
al Gabinete, de la mejor manera, “todas las
producciones curiosas de la Naturaleza”. Se
habla de cómo preparar las muestras. De cómo se hacen las disecaciones. Abundan las
referencias sobre especies de veras raras e interesantes. En la “Nota de algunos animales
más curiosos y apetecidos para el Real Gabinete de Historia Natural”, que aquí se trans-
cribe, hay descripciones muy útiles de animales, pájaros, insectos, reptiles y peces. Es un
mundo animado, pluricolor, atractivo, que
prueba simultáneamente la abundancia de la
naturaleza americana y el celo de las investigaciones de Pedro Franco Dávila. Resulta, por
lo mismo, una lectura provechosa para especialistas como para profanos.
Pedro Vicente Maldonado
Descripción de la provincia de Esmeraldas
“MEMORIAL IMPRESO”
Representación que hace a Su Majestad el
Gobernador de la Provincia de Esmeraldas,
don Pedro Vicente Maldonado, sobre la
apertura del nuevo camino, que ha descubierto a su costa y expensas, y sin gasto alguno de la Real Hacienda; empresa no
conseguida hasta ahora, aunque, con el
mayor anhelo, se ha solicitado de orden de
Su Majestad por espacio de más de un siglo, para facilitar por este medio las considerables utilidades y favorables efectos,
que no podrán dejar de resultar con el frecuente y recíproco comercio entre la Provincia de Quito y Reino de Tierra Firme.
Dase noticia de la situación, distancias,
pueblos, vasallos, doctrinas, ríos, frutos,
puertos y costa de la referida Provincia de
Esmeraldas, y demás que ha observado este Gobernador, en el dilatado tiempo que
estuvo ocupado en la apertura y descubrimiento de dicho camino; y últimamente se
proponen varias providencias para el establecimiento y subsistencia, así en lo espiritual, como en lo temporal, de dicho Gobierno y Provincia de Esmeraldas.
Señor:
Don Pedro Maldonado Sotomayor,
Gobernador y Teniente de Capitán General de
la Provincia de las Esmeraldas, en vuestros
reinos del Perú, puesto a los reales pies de
LITERATURA DEL ECUADOR
Vuestra Majestad, con el más profundo respeto y veneración dice:
Que siempre se ha tenido por muy útil,
conveniente y aun necesario al real servicio,
a la causa pública y a vuestra erario real, el
establecimiento de un mutuo y recíproco comercio entre las ciudades de Quito y Panamá
y que, no habiendo entre ellas otra diferencia
de distancias que la de un grado de longitud
y nueve de latitud de los de a diecisiete leguas
y media castellanas, con la favorable circunstancia de que la de Quito dista sólo treinta y
un leguas de elevación de la Mar del Sur, en
cuyas costas está la de Panamá; la única senda que, en el espacio de casi dos siglos, han
tenido estas ciudades para su correspondencia, ha sido la desviada y retorcida que, por
tierra y río, corre desde Quito al puerto y ciudad de Guayaquil, situada en tres grados de
latitud austral, carrera que tiene en sí todos
los obstáculos que dificultan un vivo, útil y
frecuente comercio.
2. Lo primero, porque, desde Quito a
Guayaquil, se camina casi al sur por rumbo
opuesto y absolutamente contrario al del norte, en que está situado Panamá; por cuya razón se rodean como 180 leguas más que si se
caminara en derechura desde Quito a Panamá, aunque por elevación sean algunas menos, como se puede ver en cualquiera mapa
geográfico.
3. Lo segundo, porque, de estas 180 leguas, que se rodean desde Quito a Panamá
por la vía de Guayaquil, las 90 de tierra y río,
que hay hasta llegar a este puerto, son en la
mayor parte de camino doblado y retorcido,
con montes, quiebras ásperas y profundas, y
ríos rápidos atravesados, en que por falta de
puentes se han experimentado muchas desgracias, como también por tener algunas jornadas desiertas.
4. Lo tercero, porque, aun en esta única vereda para el mar, que por no haber otra
33
es apreciable y se transita con resignación, se
llega a cerrar la mitad del año, en que, durando otro tanto el invierno, crecen los ríos, se
roban los caminos, y se inundan de tal suerte
las llanuras de la jurisdicción de Guayaquil,
que, por debajo de las casas que se habitan
por verano, pasan las canoas por invierno,
imposibilitando no sólo los comercios, sino
aún privando a Quito y a todos los lugares de
su provincia de las noticias de las embarcaciones que salen y entran a Guayaquil de los
puertos de Panamá, México y el Perú.
5. Estas dificultades, que ocasionan
continuas pérdidas, riesgos, gastos y detenciones a los mercaderes y comerciantes, en perjuicio de la causa pública, son las que hasta el
presente tiempo tienen a la provincia de Quito en tan débil, escasa y costosa correspondencia con los demás reinos, que ni puede lograr cómodamente los géneros de Europa y
frutas de la América, ni expender los suyos,
socorriendo con ellos al Reino de Tierra Firme
y provincias del Chocó y Barbacoas, que tanto los necesitan, quedando por esto la provincia de Quito, como si fuera una de las más retiradas del mar, privada del beneficio que pudiera lograr en vivos y frecuentes comercios,
que en todo el mundo son los espíritus vivificantes de los reinos, y las del Chocó y Barbacoas y ciudad de Panamá, sin los socorros y
auxilios que en tiempo de paz y guerra pudiera comunicarles la referida provincia de
Quito.
6. En fuerza de estas consideraciones,
se ha discurrido mucho sobre el descubrimiento y apertura de un nuevo camino que,
cortando desde aquella ciudad la corta distancia de tierra que la separa del Mar del Sur,
saliese a algún puerto de la costa, desde donde las embarcaciones pudiesen hacer en breve tiempo sus viajes de ida y vuelta al de Panamá para establecer sus comercios y socorrer, así en tiempo de paz, como de guerra, las
34
GALO RENÉ PÉREZ
urgencias que ocurren en el referido Reino de
Tierra Firme.
7. Pero, siempre se ha tenido por muy
dificultoso y casi imposible reducir a práctica
lo que sobre esto se ha discurrido, por ser preciso dirigir este nuevo camino por encima de
la cordillera de Pichincha y montañas de las
Esmeraldas, que intermedian entre el territorio
de los corregimientos de Quito, Otavalo, villa
de Ibarra y la Mar del Sur, y no haber parte alguna de éstas en que dicha cordillera de Pichincha no sea eminente, doblada, tajada de
peñas y cortada de precipicios, y en que sus
caídas, faldas y llanuras occidentales, que bajan hasta la costa del mar, no estén cubiertas
de bosques, estorbadas de colinas y cortadas
de los muchos ríos que nacen de ella, y de los
demás que riegan y atraviesan las jurisdicciones de los tres mencionados corregimientos,
de cuyo conflujo se forman los más caudalosos de aquellas montañas, que son: el de Esmeraldas o Río Blanco, el de Santiago, y el de
Mira, que, haciéndose navegables en sus fines, vienen a descargar en la Mar del Sur.
8. Considerándose invencibles estas
dificultades, quedaron reputadas aquellas
montañas por intrajinables, desiertas e inhabitables; pues, aunque se tenía noticia que había en ellas unos pueblos cortos de indios
que, después que se redujeron a la fe cristiana, tenían curas doctrineros, y unas ciertas veredas difíciles, embreñadas y retorcidas por
donde éstos entraban y salían, en partes a pie,
y en partes cargados a espaldas de los mismos
indios, haciendo grande mérito en la resignación con que se exponían a graves riesgos de
la vida y a continuas penalidades, y aunque
del mismo modo salían por las mismas veredas una y otra vez algunos pasajeros de las
embarcaciones que arribaban a las costas de
Esmeraldas, que, por librarse de los riesgos
del mar, elegían, afligidos y despechados, exponerse a los de tierra, aunque fuese la más
áspera y embreñada; las mismas pinturas y relaciones que de aquellos países hacían los
unos y los otros ratificaban en todos el concepto de que por aquellas montañas incultas
y fragosas era imposible conseguir jamás un
camino transitable para los comercios.
9. Pero, sin embargo de estas dificultades, ha más de un siglo que, de tiempo en
tiempo, algunos animosos y celosos vasallos
de Vuestra Majestad se esforzaron a romper
un nuevo camino, y en efecto lo emprendieron en distintas ocasiones por los parajes que
cada uno consideró menos fragosos; cuyas
empresas no sólo no tuvieron el éxito deseado, sino que, con las pérdidas de sus caudales y aún de sus vidas, terminaron en funestas
consecuencias, que dejaron para la posteridad muchos escarmientos y desengaños, hasta que el Suplicante, superando tan arduas dificultades, a costa de muchas fatigas, imponderables riesgos y muy crecidos gastos de su
propio caudal, y sin alguno de la Real Hacienda, ha conseguido la apertura de dicho
camino, habiéndose verificado ya por él algunos de los favorables efectos que se esperaban con su descubrimiento.
10. Por los últimos y ventajosos, que se
ha considerado siempre no podrían menos de
seguirse, así al público como al real erario, facilitándose un recíproco y mutuo comercio
entre las ciudades de Quito y Panamá, se halla haber mandado repetidamente los gloriosos predecesores de Vuestra Majestad, en diferentes Cédulas… se solicitase por todos medios el descubrimiento de un nuevo camino,
porque, de conseguirse y entablarse por él
una fácil y breve correspondencia y comunicación entre la provincia de Quito y Reino de
Tierra Firme, sin las muchas penalidades, que
no pueden menos de experimentarse, y precisos costos, que no pueden dejar de hacerse
por la carrera de Guayaquil a causa de su larga distancia, forzosamente habrían de resultar
LITERATURA DEL ECUADOR
las considerables conveniencias y favorables
efectos, que se expresarán inmediatamente.
11. Lo primero, porque siendo el Reino
de Tierra Firme la llave y paso de los dos Mares de Norte y Sur, península tan precisa, como ha manifestado la experiencia desde el
descubrimiento de las Indias, y siendo al mismo tiempo tan estéril de mantenimientos, que
sólo produce maíz, plátanos y carne de vaca,
abundará de todo, conduciéndose desde Quito y por este nuevo camino los alimentos de
que carece, y no habrá necesidad de esperarlos del Perú y de Chile, con la incomodidad e
inconvenientes que se padecen por su larga
distancia, lográndolos frescos y baratos, no
sólo los habitadores del referido Reino de Tierra Firme, sino es también los del comercio de
España, por cuyo medio se evitarán también
las costosas incomodidades y pestes que se
han experimentado, principalmente en tiempo de ferias, por haberlos obligado la necesidad de mantenerse con frutos corrompidos;
cuya utilidad tan apreciable en tiempo de
paz, por lo mucho que importa, como saben
todos, la subsistencia y conservación del referido Reino de Tierra Firme, por ser el antemural y defensa de todo el del Perú, será de mucha mayor consideración en tiempo de guerra, porque, por este nuevo camino, fácilmente y con prontitud podrá ser socorrida Panamá
de gente, bastimentos, municiones, pólvora y
demás auxilios en las ocasiones que fuere necesario para defender el Reino de Tierra Firme, sus plazas y castillos, que con grande dificultad y pérdida se ha conseguido hasta
ahora por la vía de Guayaquil, por ser intrajinable en los seis meses de invierno el camino
por tierra desde la ciudad de Quito a aquel
puerto, por las inundaciones que padece en
ellos aquella provincia, siendo preciso para
subir desde el de Panamá al referido Guayaquil, para dar aviso de las invasiones y hostilidades que puede padecer el Reino de Tierra
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Firme y solicitar los socorros y auxilios necesarios, montar los peligrosos cabos y puntas
de su costa, lo que, por no poderse ejecutar
sin mucha dilación y trabajo en los ocho meses, desde el mayo en adelante, por los vientos contrarios, se ven obligadas las embarcaciones a arribar al puerto de Atacames, entre
el cual y el de Panamá no se hallan semejantes obstáculos, pudiéndose subir desde aquel
con comodidad por el río de Esmeraldas o
Blanco, y salir en derechura por el nuevo camino, que ha abierto el Suplicante, a la ciudad de Quito, para dar pronta noticia de cualquiera urgencia y conducir de vuelta con brevedad y facilidad todo género de bastimentos
al referido puerto de Panamá.
12. Lo segundo, porque trajinándose
este nuevo camino se seguirá también beneficio a los navíos en el viaje desde Panamá al
Puerto del Callao, que, por engorgonarse de
ordinario al subir con las corrientes de las
aguas y no poder salir de la ensenada de la
Gorgona, padecen graves daños, que no experimentarán, pudiendo ser socorridos con
brevedad y facilidad por el nuevo camino y
río Blanco o de Esmeraldas con bastimentos y
pertrechos de la referida provincia de Quito.
13. Lo tercero, porque, con la misma
brevedad y facilidad se podrán conducir los
pliegos, así del real servicio, como de particulares, cosa importantísima en todos tiempos y
principalmente en el de guerra; por cuyo medio lograrán también más pronto y fácil viaje
a sus respectivos destinos los provistos por
Vuestra Majestad para obispados, canongías y
otras prebendas eclesiásticas, plazas de Audiencias, Gobiernos y otros empleos, de cuyo
beneficio participarán también los demás pasajeros que desde Panamá hubieren de hacer
viaje para la provincia de Quito y otras partes
del Reino del Perú.
14. Lo cuarto, porque, los mercaderes
de Quito, que tienen que bajar a Cartagena a
36
GALO RENÉ PÉREZ
hacer empleos de ropas de Castilla, en que
con muchas incomodidades gastan un año
para hacer tan dilatado y penoso viaje, con
mucho menos costo y en más breve tiempo
podrán hacerle a Portobelo, feria más barata
que la de Cartagena, de que resultará tener estos géneros los vecinos de Quito con más
conveniencia y a menores precios que a los
que se compran, y pueden vender los dichos
mercaderes conduciéndolos desde Cartagena.
15. Lo quinto, porque, por este medio
tendrá salida la provincia de Quito de los muchos frutos de que abunda lo fértil y fructífero
de su terreno, por los que se conducirán a Panamá y Reino de Tierra Firme y a las provincias de Barbacoas y el Chocó, los que comprarán dando su valor en oro los mineros de
ellos, cuyos frutos por no tener salida se pierden muchos años, dejando de sembrar muchos por esta causa, lo que no sucederá así,
sino que antes bien se aumentarán las sementeras de dicha Provincia de Quito, teniendo
países vecinos donde despacharlos y consumirlos, con lo que conseguirán también mayor aumento los diezmos y consiguientemente los reales novenos, evitándose en gran parte al mismo tiempo la extracción de las considerables porciones de planta con que regularmente bajan los mercaderes de Quito sin llevar frutos algunos a las ferias de galeones, así
porque por el nuevo camino, aunque ninguno
lo ha conseguido si no es el Surán, empleando su producto en ropas de Castilla, como
porque los de Panamá subirán con ellas a
Quito, donde podrán permutarlas con frutos
de la tierra, con lo que aquella provincia quedará rica y abundante y no pobre y exhausta
como ahora se halla por no tener salida de los
frutos de que tanto abunda, no pudiendo conseguir este beneficio en la mayor parte del
año por la vía de Guayaquil, por la larga distancia y demás, que, como se ha expuesto antecedentemente, dificulta por ello el comercio
y frecuente comunicación de dicha provincia
de Quito con el expresado Reino de Tierra Firme.
16. Lo sexto y último, porque también
resultará el que los vecinos y comerciantes de
la Provincia de Quito no tengan que pasar
siempre a Lima, como ahora lo hacen, para
despacharlos paños, sarguetas, bayetas, estameñas, lienzos de algodón y otras brujerías
que se fabrican en la misma provincia, porque
haciendo su viaje por el nuevo camino algunos mercaderes de Lima a la vuelta de las ferias de Portobelo, comprarán en Quito estos
géneros a su elección y con conveniencia, o
los permutarán con ropas de Castilla, para
conducirlos a aquella capital y extenderlos en
las provincias de arriba.
17. Para que lograse el público el beneficio de tan considerables utilidades, han
sido muchos los que han intentado por espacio de más de un siglo la apertura y descubrimiento de este nuevo camino, aunque ninguno lo ha conseguido si no es el Suplicante, como deja expuesto a Vuestra Majestad antecedentemente.
Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla,
México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A. 1959, pp. 441-448.
(Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República.
Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
Relación de los frutos que produce y de
las riquezas que esconde en sus entrañas
el fértil terreno de la provincia de
Esmeraldas
289. El terreno de la provincia de las
Esmeraldas es el más fecundo de todos cuantos ha visto el Suplicante en lo mucho que ha
andado, y produce los mismos frutos que la
provincia de Guayaquil su vecina y continente, con la ventaja de ser más abundante y me-
LITERATURA DEL ECUADOR
jores los de Esmeraldas en aquellas partes que
no padecen inundación en los seis meses de
invierno (que son los más), pues se libra de este perjuicio toda la distancia que media desde
el Cabo de San Francisco hasta el río de Vainillas, a diferencia de lo que sucede en Guayaquil, cuya provincia se inunda toda dichos
seis meses.
290. El cacao es muy mantecoso, blanquizco y de tan superior calidad al gusto que
compite con el de Caracas; y si en Esmeraldas
hubiera a quienes repartir tierras y personas
que las labraran, abundarían mucho este fruto, con la circunstancia de que, por haber
desde allí 150 leguas menos que de Guayaquil a Panamá, se podría conducir con más
facilidad y menos riesgos a España donde fuera muy celebrado, pues allá sucede que en
Barbacoas, al mismo tiempo que compran
una arroba del cacao de Guayaquil por 12
reales, pagan 4 pesos por una del de Esmeraldas, consistiendo la diferencia de calidades
en que, como se ha dicho, la provincia la
Guayaquil se inunda en invierno, de suerte
que por huertas de cacao andan navegando
en canoas para recoger el fruto por aquel
tiempo, y en las más partes de Esmeraldas,
por ser el terreno alto, jamás se ve inundación
alguna.
291. Los plátanos, fruto con que se
abastecen principalmente las embarcaciones
que arriban necesitadas al puerto de Atacames, sobre ser muy abundantes en Esmeraldas, uno de allí vale por tres de Guayaquil, y
a voto de los que han visto toda la América
son los mejores de toda ella.
292. Hay algodón otro tanto mayor
que en Guayaquil; peje de mar, como el de la
Punta de Santa Elena y mejor en los ríos donde no entra la marea; palmas de cocos mayores en el árbol y en el fruto, el cual es más
abundante en el Cabo de San Francisco, donde hay tantos sin que nadie se sirva de ellos,
37
que con su estopa se pueden abastecer las fábricas de Guayaquil.
293. Hay vainilla, achiote, zarzaparrilla, hierba de tinta añil y otros frutos de las
selvas calientes y templadas.
294. Hay también brea, cera blanca y
amarilla.
295. Hay maderas preciosas y algunas
incorruptibles, las mismas que en Guayaquil,
bálsamos amarillos, cedros, guayacán, guachapelí, cocobolo, roble, laurel, ébano, cascol, moral, negro, colorado, ceibo, higuerón,
matapalo, mangle, espino, canelo y maría,
con la ventaja de que los bosques de Guayaquil están talados y aniquilados por las fábricas continuas de cien años a esta parte, de
suerte que, para arbolar una embarcación, tienen que conducir de grandes distancias y con
muchos gastos los árboles mayores, tirándolos
desde el monte de Misambulo con 50 y más
yuntas de bueyes, y en Esmeraldas los bálsamos y amarillos están casi al borde del mar y
de los ríos, y en el de Santiago abundan los
árboles marías para arboladuras, porque están
vírgenes las selvas; y si las maderas preciosas
y finas que hay en Esmeraldas se trabajaran en
máquinas de agua o de viento, como las que
hay en La Habana, y en otros dominios, lograría gran comodidad la ciudad de Lima, a donde se llevan desde Chile y de la Nueva España con crecidos costos.
296. Y aunque la provincia de Guayaquil logra la ventaja de ser al presente más cómoda y amena por tener campañas descubiertas en que se mantienen muchos ganados
por el verano, si las llanuras de Esmeraldas estuvieran despojadas de los bosques que las
hacen terribles y de aspecto sañudo, no es dudable serían más útiles para la labranza y más
cómodas para la vida humana, por no inundarse nunca, como se inundan las de Guayaquil los seis meses de invierno, en los cuales
por esta razón son inútiles e inhabitables.
38
GALO RENÉ PÉREZ
297. Los preciosos frutos y riqueza que
encierra la provincia de Esmeraldas, y de que
carece la de Guayaquil, son oro y esmeraldas,
porque, según refieren los autores de las conquistas del Perú, es constante que las primeras que se trajeron a estos reinos fueron las
que hallaron en aquel, de extraordinario tamaño y fineza, sus primeros conquistadores, y
que éstas fueron sacadas de las montañas de
Manta, que son las mismas de la provincia de
las Esmeraldas, de que tomó ésta su denominación; y habiéndose logrado este hallazgo
antes de que en el Nuevo Reino de Granada
se descubriesen los minerales de Muzo, de
donde después se han traído, es evidente haberlas muy preciosas y singulares en dicha
provincia, consistiendo sin duda el no haberse descubierto en los principios ni después los
minerales de ella, en que las conquistas del
Perú por aquella consta no pasaron del puerto de Manta y en haber quedado y estado hasta ahora poco conocidas y nada traficadas las
siguientes montañas.
298. Los zambos de Esmeraldas no sólo no niegan que las hay en aquella provincia,
sino que antes bien como cosa sabida muestran el cerro o monte donde se crían, el cual,
bajando el río de Esmeraldas, está dos leguas
distante de él, a la banda izquierda del Sur
cuatro leguas antes del pueblo del mismo
nombre.
299. Y aunque niegan el conocimiento
de la boca de la mina, diciendo que sus antepasados la conocían en tiempo de su gentilidad, pero que los que hoy viven no ponen los
pies en aquel monte, lo cierto es que ellos tienen horror de que se descubra, porque temen
que los obliguen al duro trabajo de sacarlas, y
también lo es que los primeros doctrineros
que bajaron a doctrinarlos y los primeros españoles que los acompañaron ahora cien
años, hallaron que las mujeres las traían colgadas al cuello y supieron que luego que di-
chos zambos vieron que los blancos las estimaban, las arrojaron todas al río, y entre ellas
algunas de extraordinario tamaño, y que por
esto trasladaron al sitio en que hoy habitan la
población en que vivían antes a vista de aquel
monte, cuya situación y la del pueblo antiguo
se podrá reconocer en el mapa que acompaña a esta representación.
300. En las riberas de los ríos de Santiago y de Mira y en todas las de los demás
ríos pequeños que entran en aquellos, hay
criaderos y veneros de oro, del que se valen
algunos de sus habitantes mulatos y mestizos,
que se han retirado allí de la provincia de Barbacoas, los cuales siempre que les urge alguna necesidad lavan la tierra que les parece y
la que menos trabajo les cuesta, y sacan el
que necesitan sin recato ni misterio alguno,
porque estando lastrado de estos veneros todo
el país que comprenden estos dos ríos, no es
cosa capaz de ocultarse a quien quisiere servirse de ellos.
301. Las principales razones para no
haberse establecido labores de minas en la referida provincia de las Esmeraldas, son las siguientes. La primera, por ser país desierto, inculto y embreñado de selvas, en que antes de
trabajar en sacar oro, es menester abrir la tierra, desmontarla y sembrarla para asegurar el
alimento. La segunda, por no haber caminos
cómodos para la provincia de Quito, y por esta razón no poderse abastecer los mineros de
lo que necesitan, y faltar en aquellos desiertos
pasto espiritual para los consuelos y alivio de
las almas. La tercera, porque en fierro, sin el
cual no se pueden emprender semejantes labores es tan caro, que cuando menos vale en
Quito 50 pesos el quintal y hay tiempos en
que no se halla por 100 pesos ni por ningún
dinero. La cuarta y última, la falta de negros y
el excesivo precio a que los vendían los ingleses cuando tenían la factoría de Panamá.
LITERATURA DEL ECUADOR
302. También es cierto que hay perlas
muy preciosas en toda la costa desde este
puerto hasta el de Manta, lo que es constante
a todo el reino del Peru; pero, como hasta hoy
son costas desiertas de hombres capaces de
solicitarlas y de costear buzos y hacer establecimientos para conseguirlas, no se logra este
beneficio.
303. Todas estas riquezas encierra el
terreno fecundo de Esmeraldas y, para que no
parezca extraño no haya traído oro, perlas ni
esmeraldas el Suplicante, debe hacer presente a Vuestra Majestad que ni pudo adquirirlas,
ni sus deseos tuvieron por término solicitar
para sí estas riquezas, porque ni era dueño del
tiempo, ni de los hombres, ni de un caudal
distinto, que era necesario para las intendencias de minas y de pesquerías, ni era razón
exponer la gloria a que anhelaba con la apertura del nuevo camino a que se confundiese y
aún malograse con un objeto que, siendo
prueba de la codicia, le hubiera malquistado
con los indios, y zambos del país, a quienes
necesitaba para perfeccionar su proyecto.
Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla,
México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A. 1959, pp. 458-462.
(Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República.
Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
Pedro Franco Dávila
Instrucción
Hecha la orden del Rey N. S. para que
los virreyes, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores e intendentes de provincias
en todos los dominios de S. M. puedan hacer,
escoger, preparar y enviar a Madrid todas las
producciones curiosas de Naturaleza que se
encontraren en las tierras y pueblos de sus
distritos, a fin de que se coloquen en el Real
Gabinete de Historia Natural que S. M. ha es-
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tablecido en esta Corte para beneficio e instrucción pública.
Nota de algunos animales más curiosos
y apetecidos para el real gabinete
de historia natural
La fara o ravala es un cuadrúpedo de
América que tiene una bolsa en el pecho, en
donde, después de parir, recoge sus hijos para criarlos. El mapurito es un animalito muy
hermoso, que cuando le persiguen, se defiende con una ventosidad tan hedionda, que no
hay hombre ni animal que la pueda tolerar, y
le dejan. El león, el tigre, la pantera, el rinoceronte, la gazela, la cebra o asno rayado, el
erizo de cola larga de la América, muy raro,
el gato de Argelia, el oso hormiguero de México, llamado por los indios izquiepalt; otro
oso hormiguero pequeñito de color de canela, más raro; la ardilla volante de la Virginia;
otra ardilla muy rara de Nueva España, con
pintas blancas sobre un color gris que tiene la
cola abierta o partida en cuatro colas, que parecen otras tantas ramas que salen de un tronco; el gato montés, y el venado de Nueva España diferente de los de Europa: el ciervo de
especie muy pequeñita, cuyas piernas suelen
los curiosos engastar en oro porque son tan
delgadas como una pluma de escribir; el ratón salvaje, llamado marmota, cuyos hijos se
agarran por el rabo al de la madre, y se tienen
sobre las espaldas, y así los libra ella cuando
teme algún peligro; el jabalí de las Indias
Orientales, llamado babirossa, raro, que tiene
dos colmillos que salen del cráneo, encorvados hacia arriba, a manera de dos cuernecillos; el perro volador que se encuentra en la
América Austral, y tiene desde la cabeza hasta la extremidad del cuerpo una membrana
extendida de ambos lados con la que vuela; el
cutú, animal que conocemos en Europa de
poco tiempo a esta parte, se cría en las Indias
Orientales, y es una especie de cabrón que
40
GALO RENÉ PÉREZ
tiene las astas muy grandes, levantadas en alto y torneadas en espiral, que parecen trabajadas con arte. De los cuadrúpedos con conchas, llamados armadillos en unas partes de
las Indas y en otras quiriquinchos, hay muchas especies que se distinguen por las más o
menos fajas que tienen encima del cuerpo,
como también por sus cabezas, asimilándose
en unos a la de un puerco, y en otros a la de
un perro. Los portugueses tienen una especie
que se cría en las cercanías de Macao y le llaman vergoñoso. Los holandeses tienen otro,
que llaman el diablo de Jaba. Estos son mucho más grandes y en todo diferentes de los
de nuestra América; los cocodrilos difieren de
los caimanes o lagartos, y se desearía lograr
de cada especie uno de los más grandes. Hay
tortugas o galápagos de mar, de tierra y de
agua dulce. Entre los géneros que conocemos, la tortuga que da la concha o carei de
que se hacen cajas para tabaco, embutidos,
etc., es muy estimada. En las Islas de Barlovento y en otras partes de Indias es comida
muy sana y regalada la tortuga; y hay algunas
grandes, que pesan hasta cuatrocientas libras.
Los géneros de monos y micos que hay son
muchos, que llaman hombres de los bosques;
otros tan pequeñitos, que no son mayores que
un gato de un mes. En Filipinas hay una especie de ellos todos blancos; hay otros que tienen los labios y los pechos de color de rosa.
De los titíes, que son los más chiquitos, hay
unos que tienen un moño sobre la cabeza.
Los macaos tienen el pelo verdoso, lustroso y
bello. En la Provincia del Chocó hay una casta de monos negros, que tienen en aquella tierra por comida muy regalada; en los valles
hay otros, que los naturales del país llaman en
su lengua tutacusillo; éstos velan de noche, y
duermen de día. La que llaman onza en el Perú, es grande como un carnero y diferente de
la que tiene el mismo nombre en Africa, que
es muy pequeña, y viene por Orán. El perezoso es común en las provincias de Guayaquil y
de Cartagena de Indias, en donde los llaman
por ironía pericos ligeros. De estos animalitos
se conocen dos especies, que se distinguen
por los dedos de las manos; los unos tienen
tres, y los otros solamente dos. El ymansaca o
samarguge en la Provincia de Jaén, es animal
curioso. La vicuña, el guanaco y la llama se
encuentran en el Perú, en la sierra. Entre los
murciélagos que se conocen en las Indias los
hay que tienen más de una vara de largo desde la extremidad de una ala a la otra. Entre los
sapos se trae uno de las Indias Orientales, conocido con el sobrenombre de pipa o tonel,
por ser muy grande y grueso. Hay otra especie de sapo o rana muy singular que tiene
cuernos. Hay iguanas, camaleones, salamandras, zincos, lagartijas de muchas variedades
y géneros, tanto terrestres como acuáticos;
unas tienen rabos redondos y otras anchos;
las hay espinosas, voladoras o con alas, llamadas dragones, de las que conocemos dos
especies, unas que tienen las alas unidas a los
brazos y otras que las tienen separadas; las
hay que tienen a las extremidades de los dedos unas carnosidades orbiculares como verrugas. Los mexicanos tienen una, llamada tapayaxín, que es de forma redonda.
Pájaros
El avestruz, la mayor de todas las aves,
se cría en las pampas de Buenos Aires y también en Africa. Hay dos variedades que se distinguen por los dedos de los pies; las unas tienen dos y las otras tres. El quebranta-huesos,
alias carnero de las Malvinas, es muy grande.
El cóndor tiene cuatro varas de largo desde la
punta de una ala a la otra. El onocrótalo, alias
pelícano, llamado en la América (donde hay
muchos) alcatraz, se diferencia en tener pico
dentado o pico sin dientes y también en el color blanco o encarnado. Hay otra suerte de
pelícano o rabiorcado, que extendidas las
alas, ocupa un espacio de más de catorce
LITERATURA DEL ECUADOR
pies. Este pájaro vuela tan alto que apenas se
divisa. Solicítanse los flamencos y sus variedades; las cucharas llamadas en Europa patelas o espátulas por la similitud que tiene su pico con éstas; las garzas y garzotas de varios
colores; los gallinazos todos negros, y los de
cabeza colorada; el sopiloto o rey de los gallinazos; el piquero, pájaro de mar muy hermoso; el piche con el pecho colorado; la putilla con el pecho de color de nácar; el corregidor con cola grande; el cardenal todo rojo,
de Nueva España; el cardenal blanco, negro y
rojo, llamado dominicano, de Buenos Aires;
las variedades de gallaretas, gallinetas y una
multitud de otros que se encuentran en Lima
y sus cercanías; los pavos de la montaña, y
también los pavos granaderos que se crían en
los valles y son muy hermosos; el cacique de
Guayaquil, de color amarillo, negro y punzó,
rojo es de los más vistosos y de mejor canto;
los tucanes, conocidos en el Perú con el nombre de pájaros predicadores, y en España con
el de pico-frascos, que se encuentran en los
Reinos del Perú, de México y de Santa Fe de
muchas variedades, con los picos ya dentados, ya sin dientes; unos que tienen las plumas del pecho todas amarillas, otras negras,
otros punzó, etc.; el tucán verde de México, y
el amarillo con una faja de color gris en el
pescuezo, los cuales son muy raros; los guacamayos y papagayos; los loros, cotorras y
pericos que son de tantas variedades; los pajaritos llamados en las Indias visita-flores, de
los cuales hay muchas especies; unos tienen
las colas tres veces más largas que el cuerpo,
otros medianas; y los hay entre ellos tan pequeñitos, que los llaman pájaros moscas; sus
colores son cambiantes, y parecen diferentes
por cada parte que se miran, y por esta razón
los llaman también los indios pájaros de siete
colores. En los cerros de Puertobelo, en la
Provincia de Caracas y en la Isla de la Margarita se crían unos pájaros hermosos llamados
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paujies, que tienen un moño de plumas negras rizadas como la escarola, y otra especie,
llamada pauji de piedra, porque en lugar de
moño tienen una carnosidad o eminencia dura del tamaño de un huevo de gallina, de color ceniciento jaspeado, que parece efectivamente piedra. El pájaro llamado rinoceronte
es grande y de los más raros; tiene el pico poco más corto que el de los picofrascos, pero
más grueso, el cual en la parte superior tiene
como otro medio pico, en unos encorvado
hacia atrás, en otros oblicuo, siguiendo la dirección del pico principal; y otro hay que tiene encima del pico una prominencia de figura de media caña excavada espiralmente por
su longitud. El pájaro llamado manucodiata,
conocido también con el nombre de ave del
paraíso, es de los más raros, y los autores
cuentan cinco especies, de las cuales se hallan más fácilmente tres; la primera y más común es la de los que tienen las plumas de la
cabeza verdes cambiantes, las del cuerpo de
color obscuro, y las de las alas y cola, que son
muy largas, amarillas; la segunda la de los
que son todos rojos, con dos plumas sin pelo
muy largas que salen de la cola como dos hilos, y se enroscan en sus extremos; la tercera,
que es rarísima, tiene las plumas de delante
del pescuezo como escamas de oro bruñidas,
y las de detrás del mismo pescuezo parecen
de plata resplandeciente; desde la cabeza
hasta los pies caen dos plumas delgadas como hilos que rematan en una plumita redonda de color verde cambiante, siendo las de todo su cuerpo de color obscuro que tira a rojo.
Todo género de águilas y aves carnívoras y de
rapiña; de lechuzas, buhos y otras nocturnas;
los pájaros palmistas, como ánsares, patos, y
otros que abundan en los ríos, lagunas, y mares, de multitud de especies. Sólo en Guayaquil se conocen ocho, que son cucubíes, marías, labancos, bermejuelos, nadadores, zambullidores, patos reales y patillos. En Cartage-
42
GALO RENÉ PÉREZ
na de Indias hay un ánade muy hermoso, llamado vindilia, que tiene el pecho rojo; en la
laguna de México, hay una cantidad de ellos;
en las Islas Malvinas es bien conocido el pájaro niño; y en el Reino de Chile en las Costas de Valparaíso hasta Chiloé hay otras especies más pequeñas. Las grivas, que vienen del
Brasil, de color de púrpura y blanco y de los
colores azul, púrpura y negro, son los más
hermosos, como todos los otros pájaros que
vienen de aquel país. En Mallorca y Menorca
se encuentra una grulla conocida con el nombre de pájaro real, que es rara y hermosa por
un moño que tiene sobre la cabeza de una especie de pluma o pelo que parece grama. En
el Golfo de Honduras de la Provincia de Guatemala hay un pájaro rarísimo por la hermosura y variedad de sus colores, llamado por
los naturales quetz-altototl; en el río Sinú,
Provincia de Cartagena de Indias, hay el pájaro llamado chavaria, que es un acérrimo defensor de las gallinas y gansos; la especie de
tordo, llamado por los naturalistas orfeo, y por
los indios cencotlatolli, que canta dulzura
que encanta a cuantos la oyen. En la Provincia del Chocó, en Cartagena, en el Reino de
Santa Fe, en todas las Cordilleras son muchísimos los géneros de pájaros que se crían de
colores exquisitos. Del Reino de México se
trajo a España una águila de dos cabezas. Finalmente cada provincia tiene sus faisanes,
sus tórtolas, sus palomas, sus pájaros caseros
o domésticos y sus pájaros de canto. Se procurará enviar de todos los huevos de aves que
sea posible y sus nidos.
Insectos
Las mariposas son los insectos que más
adornan los gabinetes, por la gran variedad y
hermosura de sus colores. Entre ellas unas son
diurnas y otras nocturnas; las primeras se conocen por una masita oblonga o redonda, que
tienen a la extremidad superior de sus antenas; las nocturnas tienen las antenas más cortas en masitas, con unos pelitos de un lado y
otro como los de una pluma. No hay país conocido que no tenga sus mariposas. En el Río
de las Amazonas se encuentran unas grandes
como la mano de un hombre, de un color
azul tan brillante que parece esmalte. Todas
las que mademoiselle de Merian publicó en
su Historia de Insectos de Surinam, las tenemos en Guayaquil, en donde los árboles frutales, y los otros son también los mismos. Las
que vienen de la China son muchísimas y raras y se pueden adquirir por la vía de Manila.
Las hay de una cuarta de largo, con unas pintas sobre las alas de un blanco transparente
que parece talco. Los escarabajos y todos los
insectos de estuche no son menos considerables y curiosos en sus géneros y variedades.
Hay unos llamados rinocerontes por un cuerno que tienen sobre la frente. Los capricornios
se distinguen por sus antenas nudosas, en algunos tres veces mayores que el cuerpo. Los
ciervos volantes por sus astas ramosas que
imitan las de un venado. El cucuyo es bien
conocido en toda la América, por la luz tan
clara y durable que despiden sus ojos en la
obscuridad. Los indios dejan de noche en sus
aposentos algunos de ellos a fin de tener luz
toda la noche, pues se ve alternativamente
que cuando unos ocultan la luz, otros la manifiestan. Encuéntranse muchos géneros de
chicharras o cigarras, de cantáridas, de abejas, abejones, avispas, arañas, alacranes, gusanos, cienpiés, hormigas, e infinidad de otros
insectos todos admirables, y todos dignos de
conservarse en el Gabinete de Historia Nacional.
Reptiles
La culebra boba, o buyo que se encuentra en muchas partes de América, es tan
LITERATURA DEL ECUADOR
grande y gruesa, que ha sucedido sentarse un
hombre sobre una que estaba dormida creyendo que era un tronco de árbol, sin haber
salido de su engaño hasta que con asombro
reparó empezaba el animal a moverse. En la
Provincia de Jaén hay una culebra boba, llamada por los indios mecanchi, que tiene la
singularidad de ser corta como de una vara, y
gruesa como el muslo de un hombre. Las culebras de cascabel se crían en muchas partes
de la India; tienen el cascabel a la extremidad
de la cola, de suerte que cuando andan, avisan con el sonido del cascabel para que huyan de ellas, porque la mordedura es mortal.
En Guayaquil hay dos culebras singulares:
una toda verde que llaman de papagayo por
su color, y voladoras porque se lanzan de un
árbol a otro a distancia de cinco a seis varas;
la otra que llaman de coral tienen todo el
cuerpo dividido en fajas circulares alternativas, una blanca y otra de color coral. En el
Chocó hay una víbora muy pequeñita, que
llaman de bejuquillo. Esta suele estar debajo
de las hojas secas que caen de los árboles; y
si los indios, que de ordinario andan descalzos, la pisa, los pica; y es tan eficaz su veneno, que al instante el paciente empieza a
echar sangre por las narices, y por todos los
poros de su cuerpo, muriendo en poco tiempo sin remedio. En las costas de Malabar se
crían unas culebras de dos cabezas, la una
junto a la otra, de las cuales hay quien ha visto una conservada en licor, y también se halla
grabada en autores clásicos como Aldobando,
Seba, etc., por lo que se cree no ser monstruosidad sino una especie. Las culebras llamadas
anphisbenas, que algunos pretenden tener
dos cabezas, una a cada extremidad de su
cuerpo, no tienen en realidad más que una;
ocasionando este error el ser iguales por todo
el cuerpo, y el que la cola no remata en punta, como en las otras, sino que es ancha como
la cabeza. La culebra con anteojos, es llama-
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da así, porque tiene encima de las espaldas
cerca de la cabeza, unos, formados por sus
escamas, que parecen pintados. Hay una culebra muy hermosa que tiene siete listas prolongadas desde la cabeza hasta la cola, cada
una de diferente color; esto es, rojo, amarillo,
azul, blanco, verde, negro y de violeta. Los
portugueses tienen una serpiente de cabeza
muy grande, que llaman cobra de capello,
que tiene una banda hermosa, y sobre ella
una especie de cara que se parece a la de un
hombre. La serpiente portacruz, llamada así
porque tiene en todo su cuerpo unas rayas
que se atraviesan y forman cruces; la serpiente pintada como la piel de un tigre; la serpiente marina de cabeza coronada; la serpiente
argos de Guinea, rara; la del Brasil llamada
ibiara de color rojo con cola doble, muy rara;
la de México llamada bitín, gruesa, y corta; la
del Río de la Plata cubierta de estrellas; la serpiente negra como el carbón; otra del mismo
color con cabeza blanca adornada de una especie de corona o diadema; la serpiente de
Nueva España de cien ojos, llamada tamacuilla huilia, y otra del mismo paraje llamada el
emperador de Guadalajara; la del Paraguay
llamada tucumán, y otras son todas muy curiosas.
No es el mar menos fecundo en animales que la tierra y el aire. Las ballenas son
tan grandes, que sólo pueden esperarse para
el Gabinete algunas de sus partes, como huesos, etc. El pez llamado narval tiene por defensa un hueso o marfil muy sólido, de forma
redonda, de 8 a 9 pies de largo, que en su nacimiento tendrá como tres pulgadas de diámetro y va disminuyendo hasta acabar en
punta. Se conocen dos especies: la una tiene
este hueso de forma redonda retorcida, o en
espiral, y la otra que lo tiene redondo y liso,
es muy rara. El peje-espada tiene su defensa
en la frente, y hay dos especies; la defensa del
uno es como una hoja de espada ancha de
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GALO RENÉ PÉREZ
dos cortes, y la del otro como una sierra con
dientes por ambos lados. El pez llamado martillo es singular por la similitud que tiene su
cabeza con la de los martillos ordinarios. Entre los peces llamados orbes por su figura redonda, hay unos erizados de puntas en todo el
cuerpo, otros con estrellas, otros cuyas escamas forman como unas rodelas pequeñas. El
perro-marino es muy voraz: tiene la boca muy
grande con diferentes órdenes de dientes. Hay
el corcobado, llamado así porque tiene una
gran prominencia sobre el cuerpo; el pez co-
fre; el triangular; el manatí o vaca marina; el
lobo marino, los dorados, los voladores, las
serpientes y agujas de mar; los peces llamados
rinocerontes, porque tienen un cuerno sobre
la cabeza; la rémora, y otros infinitos, admirables por sus formas, colores, etc.
Fuente: Prosistas de la Colonia; siglos XV - XVIII. Puebla,
México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A. 1959, pp. 500-510.
(Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República.
Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
Notas
1
La similitud verbal es mayor en latín: “mare” = mar
– “amare” = amargo. N. del Tr.
2
“Dedo de agua” (en lat. = digitus aquae): equivale a
1/12 de onza de agua. N. del Tr.
V.– La creación literaria. Antecedentes precolombinos.
Iniciación de la literatura propiamente ecuatoriana.
El caso de Gaspar de Villarroel
De cuanto se conoce de la época precolombina de nuestra América, ninguna de
las literaturas nativas parece que alcanzó la
jerarquía augusta de la maya y la quiché. No
obstante, otros pueblos americanos tuvieron
también expresiones literarias harto interesantes, que se fueron desprendiendo hacia el olvido porque no se fijaron en los símbolos de
la escritura. Las lenguas aborígenes no eran lo
suficientemente aptas para ello. La quechua,
por ejemplo, que se extendió por el amplio
dominio de los incas, desde Colombia hasta
la Argentina, no logró otra representación gráfica que los quipos. Y fue ésta completamente simple y limitada: pequeños cordoncillos
de diversos colores con nudos en niveles distintos. Probablemente los quipos no servían
sino para cuentas o rápidos mensajes en clave. Una lengua literaria, a pesar de la admirable cultura a que los incas llegaron, no la tuvieron en verdad. Sus amautas y sus aravicos
(llamémosles apropiadamente “yaravicos”,
porque eran rapsodas indios que cantaban
versos al son del yaraví), crearon sólo oralmente.
Eso mismo ocurrió en el Ecuador, que
contó con teatro, poesía y fábula únicamente
orales. Algo de ello se salvó por la eventual
diligencia de algún misionero español, que
consiguió trasladar al alfabeto latino los sonidos quechuas. Quedó así la creación en la
lengua original, pero a través de la grafía latina, y de ahí se la vertió al castellano. Un
ejemplo importante es el de la elegía compuesta por la muerte de Atahualpa, que ahora
se puede leer en los dos idiomas, y que ha si-
do atribuída a un cacique de Alangasí, población de la sierra ecuatoriana. Pero aquellos
versos, aun a pesar de su procedencia e inspiración, si se los mira bien, son ya coloniales,
porque el sacrificio de Atahualpa ocurrió después de que los españoles tomaron posesión
de América.
Obedece a esa razón la común tendencia de nuestros países a estudiar sus letras
desde la época del dominio europeo. Es decir
desde cuando el antiguo continente se trocó
en un nuevo mundo: el indo-hispánico. Durante los primeros decenios de aquel período,
el ejercicio de escritor –enzarzado en las puntas sangrientas de la guerra y la aventura– no
perteneció sino a soldados y frailes oriundos
de España. Sus nobles empeños han quedado
registrados en la épica y la crónica de Indias.
Sabemos ya, según se ha explicado en el capítulo del pensamiento histórico de los Cronistas, la significación de aquella obra temprana dentro de la cultura del Ecuador. Pero
mucho más que eso importa conocer la producción, no del conquistador establecido en
nuestro hemisferio, sino del escritor nativo u
originario de la propia Hispanoamérica. Ese
tipo de escritor comenzó a aparecer a mediados del siglo XVI. En sus postrimerías había ya
centenares de ellos, según la anotación del
humanista Pedro Henríquez Ureña.
De tal modo se fueron decantando los
atributos literarios revelados entonces en varias partes del continente, que hacia la nueva
centuria ya hubo personalidades de mérito indiscutible. Tal el claro y ameno Garcilaso de
la Vega, el Inca, mestizo peruano. Lo mismo
46
GALO RENÉ PÉREZ
Juan Rodríguez Freile, colombiano, autor de
“El Carnero” o crónica viviente, rica de sabrosas anécdotas, de la sociedad bogotana. Igual
también el chileno Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, dueño de una codiciable desenvoltura narrativa. Y aun más apreciable su
compatriota Pedro de Oña, el poeta épico de
“El Arauco Domado”, en cuyos versos destellan ya delicados primores de estilo. Pero más
universales que todos ellos los mexicanos Sor
Juana Inés de la Cruz, encantadora en la poesía y la prosa, y Juan Ruiz de Alarcón, estimado como uno de los cuatro grandes dramáticos de la época de oro de las letras castellanas (los otros fueron Lope de Vega, Tirso de
Molina y Calderón de la Barca), y a quien imitó el francés Corneille. En el Ecuador las manifestaciones literarias no estuvieron a la zaga
de aquéllas. Durante el mismo siglo aparecieron los poetas Antonio Bastidas y Jacinto de
Evia y un prosador de quien se habla a continuación: Gaspar de Villarroel.
En un apretado recuento autobiográfico –de ésos que suelen preferir los que desprecian la fama pregonera– nos ha dejado Villarroel algunos datos personales, que podrían
conjuntarse con los que se muestran dispersos
en muchas de sus páginas, si se intentase
componer una imagen completa de él. Tocando ahora de prisa lo prominente de sus hechos y su labor intelectual, debemos establecer siquiera las siguientes breves referencias y
criterios. “Nací –dice el escritor– en Quito, en
una casa pobre, sin tener mi madre un pañal
en que envolverme, porque se había ido a España mi padre”. Eso fue, seguramente, en
1587. Cursó allí mismo sus primeros estudios.
Después pasó a Lima, donde se “crió”, completó su educación y profesó en la Orden de
los Agustinos. “Entreme fraile –advierte– y
nunca entró en mí la frailía”. Pero no es fácil
saber lo que quiere decir con ello, porque pocos religiosos habrá en quienes “entren” de
modo tan cabal los hábitos monásticos de vivir y de pensar como en Villarroel. La suya fue
una personalidad constreñida y a la vez magnificada por la Iglesia. Ya en el claustro, pronto comenzó a sentir el despertar de su vocación literaria. Y, simultáneamente, su singular
disposición para el magisterio universitario
(enseñó Artes y Teología) y para la oratoria sagrada. La suma de tales esfuerzo fue la base
de su prestigio, de sus viajes, de sus dignidades eclesiásticas. Villarroel lo ha recordado:
“Llevóme a España la ambición; compuse
unos librillos, juzgando que cada uno había
de ser un escalón para subir. Hiciéronme
Obispo de Santiago de Chile”. Nada le envaneció. Quiso seguir vistiendo modestamente.
“Un hilo no he trocado de mi hábito, y no me
distingo en el vestir de un lego”. Alguien que
le conoció corroboró: “Andaba remendado
como un pobre capuchino”. Parecía sonreírse
de la arrogancia de esos prelados que aun
buscan lo suntuoso entre los mármoles de la
muerte. Por eso confesó: “…pienso enterrarme donde se entierran los negros y los indios”. Pero, eso sí, en España se sublevó de
coraje cuando percibió que era común el trato despectivo hacia los “indianos” o criollos,
u hombres nacidos en América. Y no dejó de
condenar el absurdo de que “los que nacieran
libres vivan esclavos”. Desde luego, él triunfó
plenamente en España, donde demoró como
diez años, siempre arrebatando con su talento y su poder oratorio. También su obispado
en Chile fue ejemplar. Consiguió que armonizaran –cosa suprema entonces– las autoridades de la Iglesia y el Estado. Para encarecer la
significación de ello escribió “Gobierno Eclesiástico Pacífico”, o “Unión de los dos cuchillos, pontificio y regio”: obra en dos volúmenes, aparecidos entre 1656 y 1657. Rasgo
también destacado de entonces fue lo heroico
de su comportamiento en el movimiento sísmico que destruyó a la ciudad de Santiago.
LITERATURA DEL ECUADOR
Uno de sus discursos más elocuentes lo pronunció entre las ruinas, con el afán de fortalecer a los pobladores, desolados unos y empavorecidos otros. Las páginas de “El Gran Terremoto de Santiago de Chile en 1647”, con
que describió el acaecido y que se encuentran en el aludido libro de Villarroel, tienen
algo de la eficacia conmovedora que reveló el
gran José Martí en el siglo XIX, al trazar la magistral imagen del terremoto norteamericano
de Charleston. Tras el desempeño episcopal
de Santiago, pasó el escritor, con la misma
dignidad, a la ciudad peruana de Arequipa,
donde murió en 1665.
Gaspar de Villarroel dejó una obra extensa –como doce volúmenes pero poco variada. Los “Comentarios, dificultades y discursos literales y místicos sobre los Evangelios de
la Cuaresma”, las “Historias Sagradas y Eclesiásticas Morales”, el “Gobierno Eclesiástico
Pacífico”, que cuentan entre sus mejores libros, son una prueba de su limitación temática, de la rigidez de su preocupación religiosa.
Las explicaciones del texto bíblico, la relación de numerosos milagros, los consejos a la
clerecía, las enseñanzas morales, ocupan el
mundo de sus letras. Jamás se salió Villarroel
de sus sotanas de agustino para la realización
de su aventura intelectual. Pero hubo recla-
47
mos de la realidad circundante que a veces le
obligaron a un enfoque humano e inmediato.
A esos momentos pertenecen denuncias como ésta: “Hemos visto en este Reino matar los
soldados un indio, sólo por quitarle un caballo, que han de vender por un peso, y despedazar una india por robarle una manta”. Además, entre la narración de los milagros, que
cobran perfiles de hechos tangibles gracias a
su estilo persuasivo, confidencial y sincero, y
confundidas con sus lecciones de moral, corren múltiples anécdotas llenas de vida y sugestión. Eso anima su prosa y la rescata de la
monotonía. Hay rasgos amenos que hacen
pensar en que son un antecedente lejano de
las tradiciones de Ricardo Palma. Y limpidez
idiomática y gusto de la frase que parecen
una anticipación del estilo de Montalvo. Pero
el parentesco se lo cree más notorio cuando
se lee a Sor Juana. Las observaciones que ella
escribió en la “Respuesta de la Poetisa a la
Muy Ilustre Sor Filotea de la Cruz”, la preferencia por las letras de San Jerónimo, San
Agustín, Plinio y Séneca, las frecuentes citas
latinas, y en general su donaire estilístico,
muestran cierta afinidad con lo mejor de la
prosa del tan interesante clásico ecuatoriano
del siglo XVII.
VI.– El gongorismo en Hispanoamérica. Razones
de su rápida influencia. Los poetas gongóricos del Ecuador
en los siglos XVII y XVIII. El libro más antiguo de poesía
ecuatoriana. Su proyección sobre los trabajos líricos de Aguirre,
gran figura del gongorismo
Entre las expresiones literarias de la España de los siglos de oro, que tuvieron sendos
representantes de valor inmarchitable –novela de caballería, picaresca, género pastoril,
drama amoroso, creaciones místicas, gongorinas, conceptistas–, seguramente fueron las
dos últimas las que con mayor avidez saltaron
el charco del Atlántico para tomar posesión
de la pluma vacilante de los hispanoamericanos. Pero, sobre todo, eso lo hizo rápida y codiciosamente la poesía gongorina. Y produciendo muchos estragos, desde luego. Había
una manera de ser gongórico entre los autores
mediocres, como ahora la hay de ser abstractos o metafísicos: la oscuridad de cualquier
vulgar laberinto mental o de la indocilidad de
las palabras frente al sentido común. La falsificación no era difícil. Se podía engañar con
el simple alarde. Además el jerarca del movimiento era un jesuita –Luis de Góngora– y al
arrimo de su Orden religiosa pasó la influencia al clero, en cuyas manos estaba la cultura
de la América de entonces. A todo eso se
agregó, con un peso semejante o mayor, la
propensión barroca de nuestros escritores.
Porque comunmente ha faltado un verdadero
desperezo intelectual, una sostenida energía
para pensar, y el vacío de las ideas se ha disimulado bajo el vistoso ornamento formal.
Abundaron los gongoristas en los siglos XVII y XVIII. Posteriormente tampoco ha
dejado de haber autores que han asimilado
ciertos atributos de las creaciones de Góngora. Pero la antigua proliferación no estuvo de
acuerdo con una auténtica aptitud de poetas.
Y sólo aquello que tuvo vigor propio no sucumbió bajo el impulso de la extraña corriente. En esos casos la muestra de su gongorismo
ha conservado caracteres de gracia y permanencia. Si debieran citarse aquí algunos ejemplos hispanoamericanos, no se podría olvidar
los nombres de Pedro de Oña, Hernando Domínguez Camargo, Sor Juana Inés de la Cruz,
que elaboraron su verso bajo la sugestión del
cultismo español.
En el Ecuador contó el movimiento
con tres figuras: Antonio Bastidas y Jacinto de
Evia, en el siglo XVII, y Juan Bautista Aguirre
en el XVIII. Este último es el más conocido de
los tres, y el de más talento sin duda. El gongorismo, extinguido ya en España y declinante en Hispanoamérica, encendió en su obra
uno de los últimos pero más vívidos y hermosos rescoldos. Comenzaban entonces a surgir
las manifestaciones de la Ilustración y un nuevo despertar de lo clásico. En el propio país
de Aguirre un contemporáneo suyo –Eugenio
Espejo– alzaba ya la bandera ilustrada y desaprobaba acremente a los culteranos, con inclusión de aquel poeta. Las consecuencias se
advertirían en las décadas siguientes, sobre
todo a partir de la centuria decimonónica.
LITERATURA DEL ECUADOR
El libro de poesía ecuatoriana más antiguo es el “Ramillete de varias flores recogidas y cultivadas en los primeros abriles de sus
años por el Maestro Jacinto de Evia, natural de
Guayaquil”. Se lo publicó en Madrid, en
1675. Aquello de “flores” se debía a la manida simbología gongórica con que se quería
significar virtudes, sentimientos, encantos:
flores de lo heroico, de lo religioso, de lo bello, de lo amoroso y lo desventurado. Por eso
la obra contiene secciones que se titulan “Flores Heroicas y Líricas”, “Flores Amorosas”,
“Flores Fúnebres”, etc. Pero, además, se daba
a entender que aquellas eran muestras de la
mocedad, en que aún no maduran los frutos.
Y al decir “recogidas y cultivadas”, se hacía
alusión al carácter colectivo de tal antología:
a más de los poemas del editor –Jacinto de
Evia– había en ella los de otros dos autores:
Antonio Bastidas y Hernando Domínguez Camargo. Colombiano éste último, pero asociado a los anteriores por los mismos menesteres
religiosos, docentes y literarios.
Si bien el “Ramillete” no es obra de
cualidades muy estimables, no deja de resultar útil para formar un juicio sobre la poesía
ecuatoriana de la edad colonial, especialmen-
49
te del siglo XVII. Su interés para la crítica es
pues evidente. Hay prueba de ello en los estudios hispanoamericanos que se han venido
publicando, que por lo común prescinden de
los poetas del siglo XVIII que quiso salvar el
Padre Juan de Velasco en su antología de
Faenza (Andrade, Viescas, Orozco, Larrea),
pero juzgan a Domínguez Camargo, a Evia y
a Bastidas, o cuando menos los aluden. Además, la explicación del máximo valor de la lírica colonial del Ecuador, que es Juan Bautista Aguirre, requiere como paso conveniente el
conocimiento del “Ramillete”. De las ciento
ochenta composiciones que forman este libro,
a Domínguez Camargo pertenecen cinco, a
un jesuita cuyo nombre no se indica siete, a
Bastidas noventa y nueve y a Evia sesenta y
nueve. Es decir que el aporte de estos dos autores ecuatorianos no es escaso, y sin duda
constituyó el antecedente de lo que llegó a escribir Aguirre, cuya obra se equipara a la producción mejor de la Colonia en todo el ámbito continental, y aun supera en ciertos momentos al modelo gongórico. Conviene considerarlos individualmente, que es lo que se
hace en el siguiente capítulo.
VII. Autores y selecciones
Antonio Bastidas(1615-1681)
Nació en la ciudad de Guayaquil. Entró muy joven en la orden jesuítica de Quito.
Sus estudios le llevaron al ejercicio de la cátedra. Fue Maestro de Mayores y Retórica en
el Seminario de San Luis, instituto docente en
el que se formaron algunas de las figuras notables de la época. Uno de sus discípulos fue
Jacinto de Evia, que le guardó una declarada
admiración literaria. Al punto de que se afanó
en publicar la antología del “Ramillete” para
“ofrecer –él lo dice– a la florida juventud los
versos que pude recoger de mi Maestro”. Los
catorce últimos años de su vida los pasó Bastidas en Colombia, entregado al magisterio.
Su producción poética puede llamarse
numerosa, pero adolece de frecuentes altibajos. Bastidas no poseyó una conciencia estética que le garantizara un nivel estable. Los
aciertos le fueron esquivos. De una gracia lírica evidente pasó sin transición, en el mismo
poema, a una notoria cursilería. Hay versos
en que consiguió la flexibilidad y dulzura propias del maestro que se ha familiarizado con
algunos encantos recónditos del idioma, pero
por desgracia se despeñó de ellos a expresiones incipientemente elaboradas en que la voz
se le tornó bronca, áspera, deficiente. El contraste denuncia las inseguridades de un poeta
al que le faltaron condiciones ingénitas de tal;
esto es un más claro instinto de lo estético.
Sus logros acaso fueron muestra de un arduo
aprendizaje, de una habilidad adquirida con
esfuerzo, que vaciló por pobreza de aquel innato tacto artístico y de inspiración. Eso precisamente le obligó a acudir a lugares comunes, a símiles manidos, y a pervertir el propó-
sito de novedades del gongorismo con extravagancias del peor gusto, como la de llamar
“maseta” al sombrero, o la de alabar lo florido del reino español llamándolo “vegetable
monarquía”.
Los temas de la poesía de Bastidas
también limitaron su capacidad, avasallaron
sus impulsos, cegaron toda vertiente de sinceridad, convirtieron en simple gesticulación
externa el movimiento de la emoción. La época le hizo a Bastidas un poeta de compromiso y de certámenes constrictores. Escribió para elogiar a reyes y autoridades de España. A
veces doblegándose hasta las actitudes del
adulo. Abunda en hipérboles, en comparaciones ingenuas. Pero tal entusiasmo laudatorio
y su insistente presencia en los certámenes no
dejaron de comunicarle algunas destrezas. Especialmente una, la de las glosas. A pesar de
sus deméritos, Antonio Bastidas es quizás el
mejor glosador de los pocos con que cuenta
la poesía ecuatoriana. Y su más estimable glosa es tal vez la que tituló “A la flor de la temprana muerte del Príncipe don Baltazar Carlos”. Desarrolló en ella el asunto que se había
señalado en la siguiente estrofa:
“Admirad, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer Lis de España fui,
hoy flor de ese cielo soy”.
Empleando el octosílabo como en la
estancia propuesta, e interpolando tales versos en los suyos propios, como es el estilo de
la glosa, compuso una sugestiva elegía en que
el símbolo de la flor expresa ya la hermosura,
ya la fragilidad de la vida, ya la luz estelar que
se abre en el fondo celeste del más allá.
LITERATURA DEL ECUADOR
Antonio Bastidas escribió liras, romances, canciones, décimas. Y tradujo magníficamente, parafraseándolos más bien como talento, los versos de “Silva a la Rosa” de Ausonio, que seguramente influyeron en las composiciones de Juan Bautista Aguirre, como se
podrá apreciar en el estudio de su caso.
A la flor de la temprana muerte
del príncipe don Baltazar Carlos
Admirad, flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer Lis de España fui,
hoy flor de ese cielo soy.
GLOSA
En el jardín español
tan agraciada me hallaron,
que las flores me juraron
(astros del prado) por sol.
Pero al primer arrebol
toda esa pompa perdí,
y así en aquello que fui
no admiréis la majestad;
antes bien la brevedad
admirad, flores, en mí.
Ayer en botón vistosa
fui de todos aplaudida,
que aún me apuntaba la vida,
y ya me aclamaban rosa.
Mas ¡ay, qué acción tan ociosa!
pues la muerte en que hoy estoy,
me acuerda cuán breve soy,
en mí dejando enseñanza
en que advierta la esperanza
lo que va de ayer a hoy.
Qué breve vida, diréis,
tiene el Príncipe de España,
pues del hado a la guadaña
morir tan en flor le veis.
Pero ya no os admiréis,
responde Carlos, que así
mi vida toda adquirí,
51
que si hoy muerto he como flor,
se declara así mejor
que ayer Lis de España fui.
Sólo mi muerte temprana
ha sido para este suelo;
pero, mejorando vuelo,
flor vivo, eterna y lozana;
y si a mi primer mañana,
tan otra me vi y estoy,
no siendo ayer lo que hoy,
fue porque ayer de este prado
fui flor, y en luz mejorado,
hoy flor de ese cielo soy.
Padre Antonio Bastidas, S. I., “A la flor de la temprana
muerte del Príncipe don Baltazar Carlos”.
Fuente: Los dos primeros poetas coloniales ecuatorianos,
siglos XVII y XVIII; Antonio Bastidas, Juan Bautista Aguirre. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1959,
pp. 93-94. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la
República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito,
Ecuador, 1960).
Jacinto de Evia (1620 - ?)
Datos confusos, cuando no contradictorios, han recogido los críticos en rededor de
Jacinto de Evia. Dentro de la sumaria información que sobre él existe se ha llegado a establecer que nació en la ciudad de Guayaquil,
pasó a vivir y estudiar en Quito, en cuya universidad jesuítica de San Gregorio se doctoró
en Artes, y finalmente se hizo religioso secular. Fue uno de los discípulos del jesuita Antonio Bastidas, a quien se acercó llevado por su
devoción poética. Y precisamente éste aprovechó los servicios de Evia para la edición
mancomunada que hicieron en Madrid, en
1675, de sus producciones en verso. Así apareció aquel “Ramillete de varias flores recogidas y cultivadas en los primeros abriles de sus
años por el Maestro Jacinto de Evia, natural de
Guayaquil”. Junto con los poemas de los dos
autores se dieron a conocer algunos del celebrado gongorista colombiano Domínguez Ca-
52
GALO RENÉ PÉREZ
margo, como en otro lugar de estas páginas se
ha dicho.
La centenaria antología ha sido juzgada generalmente con desdén. Tanto en el
Ecuador como en los demás países. Y la crítica peyorativa quizás ha procedido de estudiosos intransigentes en materia estética, como
Juan León Mera, cuyas apreciaciones se han
venido repitiendo por mucho tiempo. En efecto, la endeblez de méritos a que se refiere
aquel polígrafo en su “Ojeada” sobre la poesía ecuatoriana, ha creído ser advertida después por otros críticos que tal vez no han conocido de veras el contenido completo del
“Ramillete” de Evia. Además, para conspirar
también contra su difusión, Marcelino Menéndez y Pelayo lo ha llamado “monumento
de hinchazón y pedantería”. Y de la trilogía
Bastidas-Domínguez-Evia, el último es el que
le ha parecido de “menores vuelos”. Véase su
“Antología de Poetas Hispanoamericanos”.
Intentar hoy una valoración de aquellos religiosos acudiendo al elogio desmedido, y no a la indispensable sensatez de criterio, sería tan erróneo como adoptar la conocida actitud desdeñosa. Es cosa evidente que su
obra –fruto del siglo XVII– maduró desigualmente, bajo la acción del culteranismo. Les
deslumbró el juego ingenioso del idioma de
Góngora: el rebuscamiento de vocablos, las
audacias de sintaxis, las vaguedades de sentido, la presuntuosa nomenclatura mitológica,
los tropos. Se creyeron en la obligación de ascender a ese recinto amurallado, sólo bueno
para espíritus cultos. Imitar al maestro cordobés les era como una inapelable demostración de méritos. Como una prueba fidedigna
de aptitud poética. Pero muchas veces les
falló el esfuerzo. Se quedaron con lo que tenía de escoria y de adorno caedizo el esforzado movimiento. Y en contadas ocasiones
acertaron. Sobre todo cuando el modelo fue
el Góngora de la luz y no el de las tinieblas.
De ahí que no haya homogeneidad en la antología, ni tampoco en la producción aislada
de Jacinto de Evia. Recuérdese que más o menos esas eran las características del verso hispanoamericano de la época.
Evia escribió varios tipos de composiciones, aunque prefirió el romance. Entre sus
temas no faltaron los panegíricos a las autoridades españolas, de la misma condición que
los de su compañero Bastidas. La desmesura
del elogio y los amaneramientos de la frase
denuncian la ausencia de sinceridad. Uno difícilmente imagina la impresión que esos poemas habrán hecho en las personas a quienes
estuvieron destinados, ni si éstas llegaron
realmente a entenderlos alguna vez. Los otros
asuntos que movieron la pluma de Evia –amorosos, religiosos y aun descriptivos– tuvieron
más fortuna dentro del logro estético. Si Bastidas hizo un romance al “Arroyo de Chillo,
en metáfora de un toro”, y Domínguez Camargo otro igual pero en metáfora de un potro, Evia romanceó sobre un manantial nacido
en el Pichincha acudiendo a juegos metafóricos semejantes, en que saltan los aciertos entre expresiones forzadas. No es un mal poema. Pero Evia escribió también composiciones de apreciable sencillez, en las que la onda verbal corre ágil y desenvuelta. Se diría
que entonces consigue conectar la lógica de
la prosa a la inspiración lírica, para que ésta
funcione con cierta plenitud y fluidez. Un
ejemplo de soltura es el de los versos en que
“Dícese la buenaventura a Cristo”: una gitana
lee en las líneas de la mano del Niño Jesús el
martirio de la crucifixión.
En el “Ramillete” la sección de las
“Flores Amorosas” es toda de Evia. Y éste cree
necesario exculparse de la elección de tal tema, diciendo que esos poemas los escribió
“por divertir el ingenio y por dar gusto a algunos amigos”. Pero de veras fue bueno que se
decidiera a escribirlos. Porque en ellos entre-
53
LITERATURA DEL ECUADOR
gó su mejor fruto. Recuérdese su hermoso romance “A un corazón de cristal, que presento”, con su estrofa final:
“Ese, pues, cristal luciente,
espejo sea a los dos,
que, si me retrata amante,
retrate también tu ardor”.
Y recuérdese aquel otro titulado “A
una rosa”, en que con el tacto de buen poeta
canta a la joven amada, embellecida a través
del símbolo de la rosa, y a quien le confiesa
sus celos puesto que “Qué mal se guarda belleza – que en campo se ostenta hermosa”.
El diligente religioso que recogió las
primicias líricas del siglo XVII en el Ecuador,
para publicarlas en el tan deficientemente conocido “Ramillete”, dejó algunos poemas suyos dignos de cualquier antología hispanoamericana de la época. Y quien juzgue al máximo valor de la poesía colonial de aquel país
–Padre Juan Bautista Aguirre– no debe olvidar
la vieja colección de Jacinto de Evia. Aunque
no se lo ha dicho, parece que Aguirre leyó tales páginas. Las semejanzas no únicamente
revelan la común procedencia gongórica, sino el influjo a través de temas y de lenguaje.
Pero el talento de Aguirre fue superior, y entonces la asimilación vino a robustecer atributos naturales de importancia indiscutible.
A UNA ROSA
Sol purpúreo de este prado,
que en los rayos de tus hojas,
si das envidias al sol,
ofreces lustre a la aurora.
Los jilgueros de este valle
festejan tu hermosa pompa,
y admirando tu beldad,
por dulce objeto te rondan.
Todos tu carmín nevado
labios de coral los nombran,
y el rocío que te esmalta,
dientes que guarda tu boca.
Uno entre otros lisonjero,
o se te atreve o te toca,
queriendo beber el ámbar,
y el rocío de tus hojas.
Si fiado (ignoro) en sus alas,
o en favores que le otorgas,
por descanso de su vuelo
escoge tu airosa copa.
¡Oh qué requiebros te dice!
y aun con ellos enamora
una azucena, que al lado
te acompañaba gustosa.
No sé si a su dulce acento
fuiste insensible o sorda,
o a sus importunos silbos,
como a los vientos la roca.
Mas no, ingrata, bien lo oíste;
(¡oh cuántos celos me ahogan!)
pues espinas que te guardan
no te esquivaron honrosas.
¡Oh qué escarmientos me enseña
esa tu inconstancia loca!
no pienso prendar el alma
de otra flor ni de otra rosa.
Qué mal se guarda belleza
que en campo se ostenta hermosa;
que como muchos la miran
su beldad alguno logra.
Ya la cítara que un tiempo
te celebraba gustosa,
como está triste su dueño
gime también ella ronca.
Mas ya la pienso quebrar
de mi firmeza en la roca;
y pues ya no pienso amar,
tampoco cantar me importa.
Jacinto de Evia, “A una rosa”.
54
GALO RENÉ PÉREZ
Fuente: Los dos primeros poetas coloniales ecuatorianos,
siglos XVII y XVIII; Antonio de Bastidas, Juan Bautista
Aguirre. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A.,
1959, pp. 317-318. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana,
Quito, Ecuador, 1960).
Juan Bautista Aguirre (1725-1786)
Ninguna duda cabe sobre los singulares talentos de Juan Bautista Aguirre, considerado actualmente como uno de los valores del
gongorismo hispanoamericano. Pero durante
casi dos siglos anduvo perdido, sin que dejara oír su voz con claridad y plenitud. El que
quizás lo descubrió para rescatarle de su aislamiento y olvido fue el crítico ecuatoriano
Gonzalo Zaldumbide. Poco después realizó
un empeño semejante, en la Argentina, el profesor Tomás Carilla. Y ahora, por la difusión
acaso mayor de las páginas de éste, los estudiosos de las letras de Hispanoamérica toman
sus referencias y no las de Zaldumbide, que
tienen no únicamente el mérito de la antelación, sino el de un juicio más amplio y comprensivo.
Nació Aguirre en Daule, población
cercana a Guayaquil, en abril de 1725. Fue
hijo de guayaquileños. Estudió en Quito, en
donde pasó la mitad de su vida: treinta años
completos. En su adolescencia ingresó en la
Compañía de Jesús, y allí profesó. Fue tal vez
el jesuita hispanoamericano más destacado
de su tiempo. Ejerció varias cátedras en la
Universidad de San Gregorio Magno, de la
capital del Ecuador. Pero las ejerció renovando los sistemas de enseñanza. La experimentación en la Física y una dialéctica atrevida en
el campo de la Filosofía son testimonio del aire revolucionario que llevó a los viejos claustros universitarios. Por eso le respetó Eugenio
Espejo al hacer la crítica severa de la educación jesuítica en el país, y aun al ensayar ciertos comentarios zumbones sobre la poesía
gongórica de Aguirre. Y ese prestigio magistral se dilató más tarde, cuando los jesuitas
fueron expulsados de América. El Padre Aguirre viajó a Italia. Anduvo por Faenza, Ravena,
Ferrara y Tívoli. En ésta última murió en 1786.
Aquella divagación italiana le colmó de éxitos. Las autoridades del clero se congregaban
en su torno, para oírle discurrir sobre ciencias
y filosofía. Era elocuente y ameno. “Ayudábale –dice Espejo– una imaginación fogosa, un
ingenio pronto y sutil”. Fruto de sus estudios
son las obras a que hemos aludido en la sección de los profesores Jeuitas.
Pero fue durante sus largos años de
Quito cuando se le manifestaron sus facultades poéticas. Para entonces ya se hallaba poseído del embeleso gongorino que había cautivado desde hacía más de una centuria a
otros autores hispanoamericanos. En el propio
Ecuador databa de 1675 la antología de Jacinto de Evia, que se mostró saturada de aquella
corriente y que Aguirre sin duda la conoció.
De modo que su producción vino a ser como
el destello postrero, seductor y solitario, de la
declinación del gongorismo. Quizás por eso
concentró tan celosamente sus esencias. Los
poemas de Aguirre, que él reunió bajo el título de “Versos castellanos, obras juveniles,
misceláneas”, se quedaron inéditos cuando
tuvo que arrancarse del país, por la expulsión
jesuítica que decretara el monarca español. El
manuscrito fue salvado muy posteriormente,
recogiéndolo de Guayaquil, por el crítico argentino Juan María Gutiérrez, de cuyos archivos tomó Zaldumbide la producción lírica
que le sirvió para su acertada estimación y
exégesis del mayor representante de la poesía
colonial ecuatoriana. Pero el título mismo de
la obra no deja de promover la duda sobre el
real contenido de ella, porque parece que pudo estar formada por algo más que “los versos
castellanos” que se han dado a conocer.
Al destino azaroso de los poemas de
LITERATURA DEL ECUADOR
Aguirre vino a sumarse la aversión de la crítica, que por torpeza no logró seguir el audaz
vuelo metafórico de aquéllos. El primer adversario fue un contemporáneo de Aguirre:
Eugenio Espejo. Y lo fue por varias razones: su
repugnancia a las labores educativas y culturales de los jesuitas; su condenación y burla al
cultiparlismo de conceptistas y gongoristas; su
falta de disposición y destreza para profesar o
entender el ejercicio de la poesía. Espejo hacía bien en molestarse con el encrespamiento
culterano, y en declararle la guerra. El púlpito, la cátedra y las letras estaban viciados de
un amaneramiento cursi y presuntuoso. Pero
no hacía bien en creer que todo lo extraño y
difícil debía merecer su desdén, olvidando
que la lógica rutinaria es muchas veces inepta para entrar en los dominios de lo lírico. Por
eso, precisamente, erró tanto cuando aventuró sus juicios irónicos acerca del “Poema heroico sobre las acciones y vida de San Ignacio”, que Aguirre dejó inconcluso. En “El
Nuevo Luciano de Quito” dice Espejo sobre
aquello: “Escribió un pedazo de poema… Nada tiene que divierta sino sus latinismos”. Y
cita estrofas con las que, por pretender descubrir las extravagancias del poeta, muestra logros estéticos de singular calidad, suficientes
para probar el talento de éste y la inhabilidad
del crítico. En dicho fragmento hay un magnífico juego de imágenes sobre las rocas –”organizado horror de los luceros”, y su nieve, o
marfil congelado que a la luz del sol “ofrece
espejos”, y su torrente, que es “sierpe espumosa de rizada plata”.
El descaminamiento crítico se ha mantenido tercamente. Contribuyó a agravarlo el
parecer de Juan León Mera, que sintió pena
de ver que Aguirre “delira y disparata”. Admitió lo poco que se conocía de versos sencillos
de su producción, pero desaprobó lo que no
se rendía a las exigencias de la llana y vulgar
comprensión. Y esa pobre docilidad a los
55
conceptos que otros acuñaron, que en el caso
de Aguirre duró tanto, fue por fin destruída
por Gonzalo Zaldumbide, que hizo el estudio
perspicaz de la “Carta a Lisardo”, uno de los
poemas menos sencillos.
En verdad el lírico ecuatoriano fue como su maestro Góngora, ángel de penumbras
y de claridades. Y como aquél, en los versos
de ejemplar tersura también puso la magia de
lo estético. Aparte del don musical, que cautiva por sí solo. De los arduos recursos gongorinos, tomó las alusiones mitológicas, los latinismos, el hipérbaton, la elipsis. Pero, sobre
todo, la predilección por el color y las metáforas. Y al hacerlo encontró que ése era el
cauce apropiado para su inspiración. Aguirre
era, naturalmente, un poeta selecto. De ahí
que no se conformó con la vil condición de la
imitación, sino que alcanzó a depurar el estilo gongorino, haciéndole más sobrio y esencial. Hay que reparar en eso cuando se piensa en Aguirre. De la fluidez de sus pensamientos y emociones, y de la posesión técnica de
su verso hay muestras indiscutibles en las liras, sonetos, romances, silvas, octavas rimas y
cuartetos que escribió.
Su romance “A una dama imaginaria”,
o aquellos versos antológicos que tituló “A
unos ojos hermosos”, descubren el escondido
encanto con que sabía tratar el tema del amor.
Un ingenioso juego de contrastes le sirve para encarecer la belleza femenina. Cuando le
reclaman los asuntos religiosos suele trazar
cuadros dinámicos llenos de fuerza o de colorido, como los de “Llanto de la naturaleza humana después de su caída por Adán” y “A la
rebelión y caída de Luzbel y sus secuaces”.
Cuando le mueve la preocupación moralizante escribe sonetos con el símbolo de la rosa,
que fue tan familiar en las letras latinas y españolas. Precisamente la alegoría y los símiles
de la rosa, en las aludidos sonetos y aun en la
encomiada “Carta a Lisardo”, parece que hu-
56
GALO RENÉ PÉREZ
bieran tenido como antecedente los dísticos
de Ausonio traducidos al castellano por Antonio Bastidas, en el siglo anterior. Pero este último poema, por sobre aquellas influencias,
es de lo mejor que han producido las letras
ecuatorianas. Cierto es que ni la idea central
que allí se desenvuelve pertenece completamente al Padre Aguirre. Ya en la época de oro
dijo Quevedo que nacer es comenzar a morir.
Su originalidad estuvo en la manera personal
de exponerla a través de sus versos. Y es lo
que ha ocurrido siempre: presentar un mismo
pensamiento con diferentes matices. Las verdades del Eclesiastés, por ejemplo, volvieron
a oírse, con nuevo acento original, en las Coplas de Jorge Manrique. En la “Carta a Lisardo” se habla de esa serie de muertes sucesivas
e impalpables en que se nos va desmoronando la vida. Existir es irnos consumiendo, segundo a segundo, hasta la extinción final. O
sea un morir ininterrumpido, un pasar irreversible como el de las ondas del río. Por eso nacer es entrar en la carrera de la muerte. Nacer
equivale a morir. Lo explica líricamente Aguirre, acudiendo al ejemplo de las cosas y seres
vivientes del mundo. Nada resiste a la acción
destructora del tiempo. Y lo que conviene entonces es acertar a morir, que sólo así se gana
la inmortalidad en la otra orilla, la del “más
allá”.
Todo el poema es un gracioso juego de
metáforas y reflexiones, logrado en liras perfectas, de una dulzura verbal insospechable.
Carta a Lisardo persuadiéndole
que todo lo nacido muere dos veces,
para acertar a morir una
LIRAS
¡Ay, Lisardo querido!
si feliz muerte conseguir esperas,
es justo que advertido,
pues naciste una vez, dos veces mueras.
Así las plantas, brutos y aves lo hacen:
dos veces mueren y una sola nacen.
Entre catres de armiño
tarde y mañana la azucena yace,
si una vez al cariño
del aura suave su verdor renace:
¡Ay flor marchita! ¡ay azucena triste!
dos veces muerta si una vez naciste.
Pálida a la mañana,
antes que el sol su bello nácar rompa,
muere la rosa, vana
estrella de carmín, fragante pompa;
y a la noche otra vez: ¡dos veces muerta!
¡oh incierta vida en tanta muerte cierta!
En poca agua muriendo
nace el arroyo, y ya soberbio río
corre al mar con estruendo,
en el cual pierde vida, nombre y brío:
¡Oh cristal triste, arroyo sin fortuna!
muerto dos veces porque vivas una.
En sepulcro suave,
que el nido forma con vistoso halago,
nace difunta el ave,
que del plomo es después fatal estrago:
Vive una vez y muere dos: ¡Oh suerte!
para una vida duplicada muerte.
Pálida y sin colores
la fruta, de temor, difunta nace,
temiendo los rigores
del noto que después vil la deshace.
¡Ay fruta hermosa, qué infeliz que eres!
una vez naces y dos veces mueres.
Muerto nace el valiente
oso que vientos calza y sombras viste,
a quien despierta ardiente
la madre, y otra vez no se resiste
a morir; y entre muertes dos naciendo,
vive una vez y dos se ve muriendo.
Muerto en el monte el pino
sulca el ponto con alas, bajel o ave,
y la vela de lino
LITERATURA DEL ECUADOR
con que vuela el batel altivo y grave
es vela de morir: dos veces yace
quien monte alado muere y pino nace.
en río, en flor, en ave, considera,
que, dudando quizá de su fortuna,
mueren dos veces porque acierten una.
De la ballena altiva
salió Jonás y del sepulcro sale
Lázaro, imagen viva
que al desengaño humano vela y vale;
cuando en su imagen muerta y viva viere
que quien nace una vez dos veces muere.
Y pues tan importante
es acertar en la última partida,
pues penden de este instante
perpetua muerte o sempiterna vida,
ahora ¡oh Lisardo! que el peligro adviertes,
muere dos veces porque alguna aciertes.
Así el pino, montaña
con alas, que del mar al cielo sube;
el río que el mar baña;
el ave que es con plumas vital nube;
la que marchita nace flor del campo
púrpura vegetal, florido ampo,
Juan Bautista Aguirre. “Carta a Lisardo”.
todo clama ¡oh Lisardo!
que quien nace una vez dos veces muera;
y así, joven gallardo,
57
Fuente: Los dos primeros poetas coloniales ecuatorianos,
siglos XVII y XVIII; Antonio de Bastidas, Juan Bautista
Aguirre. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A.,
1959, pp. 463-465. (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana,
Quito, Ecuador, 1960).
Segunda sección
ÉPOCA PRE-REVOLUCIONARIA
I.– La Ilustración en Hispanoamérica. El movimiento
de las ideas del setecientos a través de la ciencia y la filosofía.
La prensa. Eugenio Espejo y su discipulado revolucionario.
Contenido ideológico del 10 de Agosto de 1809. La extraordinaria
generación quiteña de José Mejía Lequerica
El ensayista colombiano Germán Arciniegas está en lo cierto cuando afirma que el
imperio de España en América se extendió entre el Renacimiento y la Ilustración. Esos dos
movimientos de la cultura, como él lo explica, fueron decisivos para la historia de nuestros pueblos. Las ideas ha sido en todo tiempo la gran palanca de las transformaciones.
Los renacentistas, con su avidez humanística,
con su impaciencia en el campo de la investigación, la invención y el descubrimiento,
promovieron la navegación por mares no explorados todavía, y terminaron redondeando
la fisonomía del mundo. América se alzó desde la profundidad de su retiro. Tendría que
convertirse en una nueva fuerza en el destino
universal. Pero no podría revelarse como tal
sino después de varias centurias, tras el quebrantamiento de los yugos de la España conquistadora. Y ello comenzó a cobrar entidad
precisamente al estímulo de la nueva actitud
espiritual del hombre, que fue la de la Ilustración. O sea, hacia el siglo XVIII. Las colonias
hispanoamericanas se despertaron al clamor
de las ideas de entonces, de irresistible empuje revolucionario, que llegaban de la Francia
de la Enciclopedia, de Inglaterra, la de la revolución económica, y de los Estados Unidos,
dueños ya de su emancipación política.
Durante el siglo XVIII se leen en nuestros pueblos las obras de los pensadores de la
Ilustración. A fuerza de traducirlos y comentarlos van haciéndose familiares los nombres
de científicos y filósofos modernos: Copérnico, Galileo, Laplace, Lavoisier, Buffon, Bacon, Boyle, Leibniz, Locke, Condillac, Voltaire, Rousseau, Montesquieu. Sus páginas circulan por los principales lugares de América,
aun venciendo las vallas del control y la prohibición de las autoridades españolas. Y tales
ideas van a descargar una influencia poderosa precisamente allí en donde, en cierto modo, se inspiraron. Porque, como lo dice Arciniegas, los principios de la Ilustración, que se
incorporaron a la Enciclopedia o diccionario
razonado, procedieron del juicio sobre la realidad americana, fruto de las injusticias de la
conquista y de la negación de la libertad y la
igualdad humanas. Nunca antes se había hecho caso, en verdad, de la condición de los
pueblos lejanos (del Asia o del Africa) para
despertar dudas sobre la esclavitud. Pero quizás no obraba en ello únicamente el prestigio
del “buen salvaje”, ni de fascinadoras ciudades indígenas, como el Cuzco y Tenochtitlán
(que es lo que recuerda Arciniegas), sino también la presencia de un nuevo núcleo racial,
vigoroso y singular: el del mestizo hispanoamericano.
El movimiento de las ideas del setecientos produjo pues un efecto muy significativo en la conciencia de nuestro continente. El
62
GALO RENÉ PÉREZ
ambiente estaba dispuesto para eso. Las labores docentes, especialmente universitarias,
aun a pesar de la tiranía aristotélicotomista
habían prendido fecundas curiosidades intelectuales y científicas. Lo hemos indicado ya
en el caso del Ecuador. Algunos países contaban, desde hacía muchos años, con imprentas. En México se estableció ella en 1535. En
Lima en 1583. A Quito llegó más tarde: en
1760, después de haberse instalado temporalmente, hacia 1754, en Ambato. Y la imprenta
dio nacimiento a los periódicos. De ellos tienen que citarse admirativamente siquiera tres,
por su dedicación a la literatura y las ciencias:
“El Mercurio Peruano”, de Lima, cuyo principal redactor fue el físico y naturalista Hipólito
Unanue; “El Semanario de la Nueva Granada”, de Bogotá, dirigido también por un naturalista, Francisco José de Caldas, y “Primicias
de la Cultura de Quito”, que dirigió el escritor
y científico Eugenio Espejo. Lo de veras importante es que los tres periodistas y hombres
de estudio respondieron positivamente al influjo de la nueva corriente espiritual y a los reclamos de una América que iba ya decantando su madurez política. Y sirvieron, por lo
mismo, a la causa de la emancipación del
continente. Lo demostraremos en el caso de
Eugenio Espejo (cuya apreciación detallada se
encuentra en la sección antológica):
El grupo de patriotas que promovió la
primera gran revolución emancipadora en
Hispanoamérica –que fue la de Quito, el 10
de Agosto de 1809– maduró en efecto bajo el
ala espiritual de Eugenio Espejo. Bajo su cautelosa y privada docencia. Acostumbraban
aquéllos visitarlo. Escuchar las enseñanzas de
su ciencia innumerable. Aprovechar la ocasión de leer una sorprendente multiplicidad
de obras, que él había adquirido a fuerza de
sacrificios, y entre las que había lo mejor del
caudal filosófico y científico de la época. De
ese modo el grupo, bajo el ademán orientador
del infatigable maestro, podía incorporarse al
movimiento ilustrado del siglo XVIII. Sin
aquella base ideológica, su decisión subversiva contra la Corona, aunque habría sido significativa, no hubiera tenido la forma acabada, plena, que la convirtió en el primer intento hispanoamericano de independencia perfectamente definido. En verdad había habido
pronunciamientos revolucionarios anteriores.
Acaso desde la actitud arrogante de Gonzalo
Pizarro. Pero ni los más nuevos descubrieron
una estructura tan sólida, tan inteligentemente forjada al auxilio de los principios de la
Ilustración, como el movimiento quiteño.
Tras la invasión napoleónica a España
y el juego vergonzoso de intrigas, traiciones,
cobardías, humillaciones y abdicaciones de
sus reyes, los hombres de Agosto, inconfundiblemente rousseaunianos, proclamaron que
estaba roto el pacto social de gobernantes y
gobernados, y que la soberanía volvía al pueblo. El Pueblo era el Soberano. Afirmación entonces audaz. Lógica en el pensamiento de
ese núcleo de visionarios, buenos discípulos
de la Francia de la Enciclopedia. Pero insólita
e inadmisible para las autoridades de la Colonia. El enfrentamiento de las dos tendencias
fue inminente. Y su resultado no pudo ser más
funesto para los jóvenes revolucionarios, que
fueron sacrificados como mártires; pero las
consecuencias mediatas, en cambio, tuvieron
mucho de positivas: avivaron el clima emancipador por todas partes. Juan Pío Montúfar,
Manuel Antonio Rodríguez, Antonio Ante,
Manuel Rodríguez de Quiroga, Juan de Dios
Morales, hombres formados en torno de Espejo, supieron buscar las normas para ese esperado cambio. Su criterio era de rechazo a la
invasión napoleónica y de adhesión al gobierno del depuesto Fernando VII. Pero proclamando la necesidad de constituír Juntas Soberanas en las naciones de Hispanoamérica. Tal
era –ellos lo sabían muy bien– el camino que
LITERATURA DEL ECUADOR
las circunstancias aconsejaban para conseguir
la autonomía política.
Y los quiteños de Agosto organizaron
tan bien su movimiento, que no faltó en él ni
el consenso popular de los barrios, ni la designación de un gobierno de criollos, ni la moderna división de las tres funciones del Estado. Fue lamentable que no alcanzaran el respaldo de las demás regiones del país, y que
circunstancias fortuitas permitieran la intervención sangrienta de las armas españolas.
Pero hasta hoy conmueve el énfasis heroico
de aquellos hombres que declaraban que se
habían levantado contra “los opresores de los
criollos y usurpadores de sus derechos naturales”. Que decían en su Manifiesto: “Un pueblo que conoce sus derechos, que para defender su libertad e independencia ha separado
del mando a los intrusos y está con las armas
en la mano, resuelto a morir o a vencer, no reconoce más Juez que Dios, a nadie satisface
por obligación, pero lo hace por honor”. Que
a través de la voz de uno de sus representantes –Manuel Rodríguez de Quiroga– y ante el
pueblo devotamente reunido, reafirmaban:
“…y los augustos Derechos del Hombre ya no
63
queden expuestos al consejo de las pasiones
ni al imperioso mandato del poder arbitrario”.
Y que, tras la dolorosa frustración del movimiento, sepultados en la lobreguez de la cárcel, próximos ya a su exterminio, tenían el coraje que se refleja en el alegato de Juan de
Dios Morales, el cual aseguraba que se defendía sólo porque la República está interesada
en su vindicación, pues que la posteridad debía conocer la justicia de su conducta. En lo
que concernía a su suerte personal, escribía
estas palabras aleccionadoras: “Morir, para
mí, como decía un filósofo, no es otra cosa
que una acción de la vida, y quizás la más
fácil”.
A aquella generación formidable, una
de las más brillantes de Hispanoamérica, perteneció José Mejía Lequerica. Claro discípulo
de la Ilustración, también. Pero el escenario
de su labor destacada no fue el mismo que tuvieron sus compañeros. El se hizo escuchar
por un auditorio mucho mayor, dentro de la
propia España. Y sus ideas alcanzaron a desenvolverse en un estilo libre y soberano, con
fuerza irresistible, con magnético poder e influjo.
II.– Autores y selecciones
Eugenio Espejo (1747-1795)
Eugenio Espejo fue ciertamente un
hombre de la Ilustración. Asimiló las ideas
que los pensadores modernos echaban a circular desde Europa. Poseía una biblioteca
apreciable. Se entusiasmaba con los nuevos
libros. Y congregaba en su hogar pobre y solitario a los jóvenes de Quito, para explicar y
comentar la doctrina de aquéllos. Se lo consideraba un verdadero filósofo (tal se desprende de las palabras de José Mejía, una de las
personalidades más cabales dentro de la oratoria en lengua castellana, y en cierto modo
discípulo de Espejo). Pero en su espíritu hallaban lugar no únicamente las ideas de su tiempo, sino también las de los clásicos. Estos
ejercían sobre él mucho sugestión. Los citaba
a cada paso. Y hasta prefirió la estructura de
los diálogos a la manera de Luciano para exponer sus propias enseñanzas. Por eso se llamó a sí mismo “el nuevo Luciano de Quito”,
o “despertador de los ingenios”, que es precisamente el título de la primera obra que escribió. El propósito que entonces alentó, y que
persistió a lo largo de su carrera, fue el de hacer una crítica sin contemporizaciones al estado intelectual de la Colonia. Usó para eso
argumentos escolásticos y modernos. Gracias
a esa conciliación de filosofías completamente disparejas, y a su posición política, de proclamación de la capacidad americana de autogobierno pero sin el desconocimiento completo de la monarquía hispánica, Leopoldo
Zea lo estima como un ecléctico del grupo de
Francisco Xavier Alegre, Francisco Clavijero e
Hipólito Unanue.
Pero el caso de Espejo es de los más
únicos de nuestra América. Por su ancestro.
Por su condición social. Por sus estudios. Por
su investigación científica. Por su periodismo.
Por su crítica de la educación pública y de las
instituciones españolas. Por su docencia estética. Por su nítida comprensión de la realidad
americana. Por su empeño revolucionario,
mantenido con el sacrificio de la propia vida,
y llevado hasta los países vecinos con ánimo
ejemplar. Todo ello requiere no uno, sino
múltiples comentarios. O a lo menos una
imagen general de su vida y de su obra, que
justificará sin duda el juicio de los críticos sobre que Espejo fue “una de las figuras más
descollantes de la Ilustración”, y sus libros “la
mejor exposición de la cultura colonial del siglo XVIII”.
Hijo de un indio y una mulata. De un
pobre indio cajamarqueño, que había llegado
a Quito como paje de un fraile. De una mulata cuya madre había sido esclava de otro religioso. Ni siquiera poseía apellidos propios.
Los de sus padres, que él recibió, eran apellidos adoptados. El indio se hacía llamar Luis
de la Cruz Espejo. La mulata, Catalina Aldás y
Larraincar. Alguien que quiso denigrarlo, un
cura del poblado de Zámbiza, le echó en el
rostro la humildad de tal origen, y dejó así este chisme para la posteridad: “es constante
que su padre, Luis Chuzhig por apellido y mudado en el de Espejo, fue indio oriundo y nativo de dicha Cajamarca, que vino sirviendo
de paje de cámara al Padre Fray José del Rosario, descalzo de pie y pierna, abrigado con
un cotón de bayeta azul y un calzón de la
misma tela”. Esa traza cambió también con el
abandono del nombre aborigen. Y, sobre todo, con el aprendizaje del nuevo oficio, adquirido en el Hospital de la Misericordia (San
Juan de Dios), bajo la protección de su direc-
LITERATURA DEL ECUADOR
tor el Padre del Rosario. Porque el antiguo
peón de Cajamarca puso todo empeño y aptitud en convertirse en cirujano de aquel centro
de salud. No hay que asombrarse mucho de
ello. El cirujano de entonces, en ese medio,
era simplemente un sangrador, que a veces
hacía el papel de barbero. De lo que hay que
hablar con admiración es más bien de la manera con que educó y formó a su hijo Eugenio
Francisco Xavier. Batallando con circunstancias desalentadoras, aflictivas, estimuló tempranamente las facultades intelectuales de éste. Alimentó su vocación médica, originada
sin duda en el ambiente del hospital, en donde el pobre vástago indio pasó los años de la
niñez y la adolescencia. Y cuya culminación
no fue solamente la de un título de doctor en
medicina, sino la de la forja de una sólida personalidad de investigador. Ella está explícita
en el mejor de sus libros: :”Reflexiones acerca
de las viruelas”.
Aquel hijo de indio y de mulata, destituído hasta de apellidos propios, debió soportar la adversidad de un medio que discriminaba tercamente los grupos sociales siguiendo los prejuicios de la sangre y el dinero. No
podemos suponer cómo fue el aspecto verdadero de tal hombre. Su fisonomía y su figura.
Aun a pesar del breve autorretrato que él escribió. Los óleos y bronces que ahora pretenden mostrarnos su imagen son una pura invención del artista Seguramente el continente
personal denunciaba a las claras la oscuridad
de su linaje. Y por eso muchos se sentían inclinados a mirarlo con desdén. Como se miraba entonces a un indio que tenía la avilantez
de introducirse en círculos que no eran los del
peón y el sirviente. El pobre doctor Eugenio
Francisco Xavier Espejo no pudo menos que
sufrir el conflicto psicológico que eso producía. Se lo advierte en sus actitudes y confesiones. Intentaba hacer valer el abolengo español de los apellidos Aldás y Larraincar de su
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madre, sin querer recordar que ésos fueron
apellidos adoptados. Otras veces usaba nombres supuestos para firmar sus libros. Uno de
ellos, tan empenachado y extraño, que quizás
llevaba en sí una punta de ironía amarga: Xavier de Cía Apéstegui y Perochena. Por otra
parte, las confidencias son elocuentes: nos dice que trató de hacerse conocer como “bello
espíritu”, pero que “el vulgo lo despreció”. El
desengaño lo llevó a esquivar los contactos
sociales. “Se ocultó –asegura de sí mismo– lo
más que pudo y así ha conseguido el arte de
esconderse”. De trabajar calladamente. Con
la esperanza de un día poner fin al “pozo de
tinieblas” que era su ciudad nativa. La reacción de disconformidad le resultaba pues lógica. La actitud crítica era la que en esas circunstancias le correspondía. Además, ninguna otra podía consonar mejor con su impaciencia de reformador. De ahí que su pluma
se sublevara constantemente, y que hasta en
páginas de índole científica vibrara el metal
de la condenación y la rebeldía.
El ambiente se conmovió. Se le tornó
tempestuoso. Al desprecio se sumó el rencor.
Y esos aspados enojos persistieron hasta mucho después de producidos. Así, pasados ya
diez años de la aparición de “El Nuevo Luciano de Quito”, el Presidente de la Audiencia
José de Villalengua y Marfil todavía lo juzgaba acremente, diciendo que contenía “sátiras
a sujetos muy conocidos y de clase muy diferente a la de Espejo”. ¡Siempre la torpe acusación a la humildad de su origen! Y en 1810,
quince años después de su muerte, las autoridades españolas seguían recordándolo con
amargo resentimiento. El Presidente Molina,
en efecto, al referirse a los revolucionarios
quiteños les calificaba de “herederos de los
proyectos sediciosos de un antiguo vecino
nombrado Espejo”. A un hombre de aquella
condición social, determinada por la pobreza
de su origen, que además se atrevía a opinar
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GALO RENÉ PÉREZ
con desenfado crítico sobre el estado de las
colonias, tenían las autoridades que hacerle
víctima hasta de un desdén póstumo. Y así su
defunción fue registrada en el libro de indios
y negros que mantenían aquellos feroces
guardianes de castas y de clases.
Pero no hay manera de doblegar al espíritu superior, y menos de sustraerlo a la veneración de los pueblos. El doctor Espejo
cumplió su destino a pesar de todas las dificultades del ambiente. Soportó cárceles. Fue
aherrojado como un “facineroso”. Se trató de
confinarlo en las selvas con pretexto de una
expedición científica. Se lo enjuició haciéndole responsable hasta de hechos y papeles
que nunca se comprobó que le eran realmente imputables. El aclaró su posición sin cobardía. Reconoció la paternidad de libros de que
se enorgullecía. De “escritos, decía, que he
ordenado a la felicidad de este país, por la
mayor parte bárbaro”. Tuvo que ir a defenderse ante el propio Virrey, en Bogotá. Esa fue
una sorpresa que le reservaba su azaroso destino. Porque allí estableció amistad con dos
jóvenes colombianos que habrían de honrar a
toda Hispanoamérica, y en los que acaso estimuló el pensamiento revolucionario: Antonio Nariño, el primer traductor en lengua castellana de la Declaración de los Derechos del
Hombre, y el científico Francisco Antonio
Zea. Y, allí también, encaminó en la misma
conducta al quiteño Juan Pío Montúfar, patriota del primer movimiento emancipador de
su país.
Fruto de su labor infatigable fueron “El
Nuevo Luciano de Quito” (1779); “Marco
Porcio Catón” (1780); “La Ciencia Blancardina” (1780); “Reflexiones acerca de las viruelas” (1785); “Defensa de los Curas de Riobamba” y “Cartas Riobambenses” (1787);
“Representación al Presidente Villalengua”;
“Memoria sobre el corte de Quinas”; “Voto de
un Ministro Togado de la Audiencia de Quito”
y “Primicias de la Cultura de Quito” (1792).
Allí está la suma de su saber. Su activo pensamiento crítico en los campos de la estética, la
cultura y la enseñanza. Sus alegatos con razonamientos igualmente severos sobre las instituciones del país. Sus puntos de vista en materia económica. Sus desvelos de fundador
del periodismo nacional y la lúcida y conmovedora apología de los artesanos quiteños y
las figuras destacadas en la cultura de entonces. Pero están sobre todo las ideas de su obra
más seria, “Reflexiones acerca de las viruelas”, que con tan inteligente juicio recomienda González Suárez.
Eugenio Francisco Xavier Espejo no fue
quizás un escritor notable. Su prosa es lenta.
Difícil. A veces afectada. Hay muchas páginas
suyas que carecen de sugestión. Su prolija crítica literaria se pierde frecuentemente en superfluidades de forma. Pero cuando tiene cosas vitales que comunicar, el estilo se le torna
espontáneo, animado, persuasivo. Hasta impresionante. Ese es el caso de su tratado sobre
las viruelas, rico de ciencia, de atisbaduras
geniales, de imágenes desoladoras de la condición material de Quito, de su economía, de
su higiene pública, y rico también de rebeldía
contra las autoridades, los explotadores y los
beneficiarios de la ignorancia y el fanatismo.
“Reflexiones acerca de las viruelas”
(Año 1785)
REMEDIOS. 1º.– Todo vecino dueño
de hacienda es un perpetuo y molestísimo
pregonero de injustas quejas contra la Divina
Providencia, culpándole de ignorante o cruel,
pues que todos los temporales ordinarios los
predica contrarios y funestos a sus mieses y
cosechas, a sus siembras y sus esquilmos; no
hay estación que la juzguen ni publiquen favorable. Lo peor es que el cielo de Quito suele ser, para el malvado chacarero, la regla de
LITERATURA DEL ECUADOR
sus malos pronósticos, y en lloviendo aquí
con alguna constancia o siguiendo con la
misma el tiempo seco, afectará que pasa lo
mismo o peor en su hacienda, aunque de propósito suceda lo contrario. El fin de todo es
encarecer los géneros de maíz, papas y trigo,
que son los ramos más gruesos de nuestro
abasto. Y así su continuo clamor es el siguiente: este año no tenemos papas que comer, se
han helado, se han agusanado, se han podrido, no han nacido; este año se pierden los trigos, no hay vientos, les ha dado el achaque,
llueve mucho antes de tiempo, les han caído
las lanchas o no han nacido; este año no cogeremos maíz, etc. ¿Qué sucede con esto?
Que tiene y se toma la libertad de vender estos géneros a como le diere la gana. Y como
sucede que en la hacienda más fértil, o por la
flaqueza de algún terreno, o lo que es más
cierto, por la desidia del amo y de un malísimo mayordomo, no dan a las tierras todo el
beneficio que necesitan, sale alguna cantidad
de mal trigo, o mezclado de mucha cizaña
que aquí se llama ballico; todo el fin es salir
de éste, vendiéndolo a precio bien subido.
Con este mi genio naturalmente propenso a
todo género de observación literaria y especialmente física, he notado que el año más
abundante es aquel en que más se quejan los
hacendados. Y por lo mismo también he notado que en estos tres meses se ha interrumpido su clamor; es el caso que como ha visitado la muerte a todas sus casas y ha estado la
ciudad en lamento con la epidemia del sarampión, el mayor ruido ha apagado el menor, o la presencia de un verdadero y universal daño les ha obligado a no proferir mentiras aflictivas y en común.
Débeseles, pues, pedir razón jurada de
la cosecha de buen y mal trigo que hubiesen
hecho; obligarlos a la venta de la mayor parte
del bueno, y a la conservación o reserva de la
restante. Con aquella se beneficia al público,
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con ésta se provee a una futura necesidad que
podría acontecer, o por mal año subsiguiente,
o por la venida de muchas gentes extrañas. El
mal trigo se les debe obligar a que lo gasten en
ceba de puercos u otra especie de animales
útiles. Como el comercio que interviene en la
venta del trigo se hace con ciertas personas
llamadas trigueros, que se dedican a comprarlo a los hacendados y acopiarlo en sus casas
para revender a las panaderías; debe obligarlos el procurador general de la ciudad a que
todas las semanas le vayan a dar aviso de las
arrobas de trigo que hubiesen comprado, de
su buena calidad y de la cantidad que por menor hubiesen revendido a las panaderías, con
confesión del precio reportado por lo que
conviniere a la vigilancia del gobierno. Ultimamente al hacendado que se quejare tan injustamente y en público, debe sacársele una
buena multa para que en otra ocasión no se
queje y perturbe de ese modo la quietud y alegría general, que tanto contribuyen al aliento,
robustez y sanidad de toda la república. Y si
alguno advirtiere que siguiendo esta máxima
de ahogar este clamor, no se lograría oir el
verdadero, para implorar en este caso la protección y clemencia del cielo, trayendo las sagradas imágenes de la Santísima Virgen de
Guápulo y del Quinche; se le debe persuadir
a éste que es falsa su piedad por todos lados y
que no considera los escándalos y sacrílegos
pecados que va y viene cometiendo la gente
que trae y lleva la sagrada imagen, juntándose promiscuamente ambos sexos, y al mismo
tiempo profanando con sus labios impuros las
oraciones más santas y las preces más humildes que ha consagrado nuestra adorable religión. Después de eso se da pábulo a ciertos
abusos, supersticiones y malas ideas acerca de
los principios de nuestra creencia, y de la naturaleza de los milagros.
Entre tanto el hacendado va haciendo
su bolsa a costa de la miseria y hambre del
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GALO RENÉ PÉREZ
público. Y mientras mayores son éstas más
encarece su trigo, vende el más malo que tiene y carga sus graneros del bueno para cerrarlos absolutamente. El año pasado y éste ha sucedido así; nada más que porque cayeron algunas aguas intempestivas y se mojaron los
trigos de las siembras postreras, que se llaman
últimas suertes, los cuales en verdad estuvieron pésimos; pero es también muy cierto que
todos se vendieron al precio de doce pesos la
carga.
2º.– El mal pan.– Las panaderas solicitan con todo anhelo comprar de los hacendados y trigueros trigos o harinas que sean de
menor precio. Con este fin compran las más
veces, y en mayor cantidad el malo; pero cuidan también de tener alguna cosa del bueno.
Su fin es mezclar éste por libras con aquel
otro por arrobas. Lo que resulta es que el mal
trigo vence al bueno y sale un pan mal cocido, pegajoso, ácido, amargo, fétido, y por
consiguiente capaz de causar no solamente
una enfermedad, sino una muerte repentina.
Así con esta indigna y malditísima negociación, nos han dado las panaderas en todo este año y el pasado, la levadura de las epidemias y un olor a muerte que se esparce por
todo el ambiente, y aún nos amenaza con mayor catástrofe. Sería mejor no comer pan alguno que comer el que procuran todavía darnos
aún en estos días, en que, a pesar de las falsas
lágrimas de los hacendados, hay en sus trojes
y en sus eras muy superiores especies de trigo. A ninguna otra cosa atribuyo los pésimos
síntomas con que ha venido acompañado el
sarampión, sino al mal pan que se comió, el
cual dispuso la naturaleza a contraer con malignidad su contagio, en otras ocasiones benignísimo. No es fácil ponderar las funestas
consecuencias que éste ha traído. Las disenterías malignas, las fiebres hécticas, las hambres
caninas, las inflamaciones de los pulmones,
de los intestinos; los tumores y abcesos repen-
tinos y de enorme magnitud; el escorbuto, las
gangrenas, el cáncer; un caimiento y postración de fuerzas inacabable en algunos; en
otros una inapetencia inmortal; en todos la
debilidad de todas las funciones del estómago
con elevaciones, eructos fétidos, que llaman
los cultísimos médicos, nidorosos; vómitos
frecuentes, facilidad increíble a cámaras mortales de diversísimos colores, y en particular
verdes. Finalmente, parece que caer con el
sarampión hoy día es lo mismo que despedirse de este mundo y de sus cosas, porque siendo como ha sido por lo ordinario feliz su éxito, poco después han venido en tropel todas
las enfermedades que llevo referidas, y durando por más de dos meses han quitado, casi sin
admitir auxilios, a los dolientes la vida. Para
obrarse tan funestos efectos, sin duda hay una
causa común; y aunque quieran decir los malos físicos de nuestro país que ha dependido
esto de la mala constitución del año, habiendo causa conocida más inmediata, más natural, más perceptible, es ocioso recurrir a otros
principios dudosos, distantes y contingentes
que en muchas otras ocasiones no han obrado estos efectos. Podré citar personas de la
mayor veracidad, y al mismo tiempo de los alcances más finos y perspicaces, a quienes
descubrí, muchos meses antes del sarampión,
el pronóstico que hice de una epidemia mortal, por causa del malísimo pan que se nos
vendía. Y con este motivo tuve la satisfacción
de oir que en la misma casa había hecho igual
vaticinio físico el doctor Gaudé, médico francés. El remedio consiste en arrojar a los perros
y a los ríos todo pan que se hallare negro y
hediondo, empezando esta diligencia primeramente por las casas ricas donde se cuece.
Con este ejemplo las pobres panaderas de los
portales tendrán escarmiento y se guardarán
mucho de vender al público un veneno tan
mortífero en vez de pan. Ya Hipócrates había
dicho que toda hartura era mala, pero que la
LITERATURA DEL ECUADOR
de pan era pésima. El de Quito, como parece
plomo, harta luego y verifica la sentencia del
príncipe de la medicina. Repito, pues, que es
más conveniente a la salud pública que falte
absolutamente pan, y no que se coma el que,
denegrido y crudo, lo venden hoy las panaderas. Estas mismas para emblanquecerlo añaden a la harina de trigo la de maíz y se conoce fácilmente esta mezcla por las cortezas del
pan ásperas, duras y desiguales con una blancura nada propia de aquella que manifiesta el
pan de puro trigo. Sería mejor que en caso
apurado de la absoluta falta de éste, se hiciera de solo maíz, como estuviera muy bien cocido.
3º.– La confección de licores espirituosos.– Hay ciertas casas (las que por moderación no nombro y que el pueblo y el gobierno las conocen bien) en donde se fabrican
aguardientes que para sacarlos muy fuertes
les infunden muchos materiales acres, cáusticos y soporíferos. Hay también otras tiendas,
que vulgarmente llaman chicherías, en donde
también confeccionan en vez de la simple
chicha de maíz, ciertos mostos que al solo llegarlos a la nariz, atacan la cabeza. Estos llevan en su preparación, entre muchos simples
muy calientes, dos hiervas narcóticas llamadas huantug y chamico, que tienen la virtud
de enloquecer y turbar la cabeza. Parécense a
la planta fabulosa dicha Nepenthe, cuyo sumo, decían los antiguos, bebido con vino, excitaba la alegría. Todos estos licores, aunque
no se beben con mayor cantidad, he visto que
han producido las inflamaciones del hígado,
mortales disenterías, tumores en el bazo y caquexias o verdaderas hidropesías imposibles
de curarse. ¿Cuánto no dispondrán los cuerpos a fiebres malignas con síntomas fatales?
En el exterminio de estos licores consiste la
salud pública. Y por más que las providencias
dadas hasta aquí por los magistrados y el gobierno hayan sido en mucho número y com-
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prensivas de muy buenos y oportunos medios
cooperativos a su extinción, todavía se necesita que el celo extienda la pesquisa por todas
partes, derrame los licores donde los hallare,
quiebre los vasos que los contienen y obligue
a los vendedores de raspaduras a que tengan
apuntamientos de las personas a quienes las
venden y por aquí saber las que compran con
más frecuencia. Y sin más que esta señal se
debería tratar de rondar las casas de éstas muy
a menudo por cualesquiera de los ministros
de justicia, porque esta frecuente compra de
raspaduras da a conocer que éstas no sirven a
otro uso que la composición de mostos para
destilarse en aguardientes de una naturaleza
venenosa. Si, por desgracia, sucediere que en
algún monasterio se entendiese en esta fábrica, deberá darse la prevención de allanamiento por el muy reverendo e ilustrísimo señor obispo, y esta sola noticia vastará a intimidar a las mujeres seglares, o a las religiosas
que mantuvieren tan detestable negociación.
4º.– Escasez de víveres.– Este punto
mirado tan solamente por la parte que concierne a facilitar en la ciudad el acopio de víveres y su venta cómoda, fácil y a precios moderados, es del resorte del muy ilustre cabildo. Pero mirando por el lado que toca a la penuria que trae tras sí las enfermedades y la
muerte, ya pertenece a la medicina. Paréceme
que por cualquier parte que se atienda esto,
estoy autorizado por este muy ilustre cuerpo
que me concedió en uno de sus ayuntamientos la facultad de hablar aun en asuntos políticos, para decir sobre el punto que tengo a la
mano lo que juzgare conveniente.
La verdadera escasez tiene su principio
en la mala constitución del año. Las lluvias inmoderadas e intempestivas; un tiempo seco
muy prolijo y que se extiende por muchos
meses hacen estériles los campos. ¿Pero es
verdad que la escasez de víveres tiene siempre estas causas? Nada menos. Regularmente
70
GALO RENÉ PÉREZ
no se reconoce otra que la dureza de los que
dispensan a su arbitrio, y poniéndoles a su antojo el arancel y precios que quieren. La Providencia Divina, aun en la desigualdad de los
temporales de un año irregular, produce en un
terreno lo que se perdió en otro; a falta de un
género, provee de otro igualmente necesario,
o no repugnante al gusto y costumbre de las
gentes, v.g., cuando por un año lluvioso se
pierde el maíz en Chillo se logra abundantemente este grano en los valles de Pomasqui,
San Antonio y Chinguiltina. Y, al contrario,
cuando las papas se hielan en Machachi,
abundan éstas en los Cangahuas, Pesillos y territorios inmediatos. Los trigos son abundantísimos o se cosechan en grandísima copia,
empezando desde Tabacundo hasta la villa de
Ibarra y sus alrededores. Nunca sucede que se
pierden todos, ni en todas partes. Y se puede
decir que quien nos ministra todo el pan es el
lado de Ibarra, vulgarmente La Villa; de modo
que los trigos de nuestras inmediaciones, Chillogallo, Uyumbicho, Amaguaña, Machachi,
etc., podremos decir que nos vienen de superogación. Además de esto, cuando se escasea
alguna especie de alimento en una parte,
abunda otra en otra. Hay de esto innumerables ejemplos. Pues, ¿de qué viene que casi
todos los años estamos temiendo un hambre,
y nos amenazan casi siempre con ella? A mi
ver viene de malicia e ignorancia. La primera
de los hacendados, la segunda del populacho. Aquellos tienen un idioma que les es común y observan en su lenguaje, afectos y expresiones, cierta monotonía de la que no se
separan ni un momento ni un ápice.; Alguno
de ellos decreta un mal pronóstico, y luego sigue una voz general de los demás; otro levanta el precio a algún género, y entonces, ya está dada la ley. No haya miedo que otro le dé
por menos ni falta en algo al último estatuto
que propuso el primero. El populacho promueve la escasez de víveres con su ignoran-
cia. En faltando papas, dice, ya no tenemos
que hacer, ya no tenemos que comer; y aunque tenga mies, calabazas, no hacen uso de
estos géneros; con lo que obligan a los hacendados a que no cuiden de hacer en sus haciendas siembras copiosas de legumbres y
otras especies comestibles. El maíz, en lo que
se gasta es en la fábrica de una bebida tenue,
de mal gusto, llamada chicha. La carne no alcanza a comprarla la gente pobre en la carnicería; conténtase con probar alguna comprada, a la que llaman mitades de mercado, en la
venta que dicen chagro; papas, col y queso
hacen toda la comida de los infelices. Si se
extendieran a hacer uso de otras cosas, ya
tendrían fáciles recursos para volver menos
escasa su subsistencia. Pero el muy ilustre cabildo podría pedir a los diezmeros respectivos, que le diesen memorias de los frutos que
hubiesen cogido, y su calidad, para tener presente, (hechos los cálculos necesarios), cómo
corre el año y se debe temer prudentemente
una verdadera escasez. En habiendo grave
fundamento para esperarla, debería tomar
muchas providencias, y no dudo, que, por su
celo, por su aplicación y conocimientos de la
materia, ocurriría con demasiada felicidad a
todos los remedios. Entre las que diere o tuviere que hacer, me parece proponer una, con
uno u otros ejemplos. ¿Faltará, v. g., necesariamente este año el trigo? Pues particípese inmediatamente la noticia al señor presidente
regente y pídasele que, por bando, mande al
populacho que no haga chichas y compre el
maíz para los usos necesarios de la vida. ¿No
vendrán papas? Pues, minístrese igual aviso a
la superioridad del mismo señor presidente, y
comunicándosele la idea de lo que va a mandar, mande este muy ilustre cuerpo que los semaneros obligados al abasto de carne traigan
para cierto tiempo mayor número de ganados
y se venda no en pie sino descuartizado y en
ventana, a la gente necesitada. Esta última es-
LITERATURA DEL ECUADOR
pecie, me acarreará quizá las imprecaciones
de los obligados, porque su utilidad consiste
en vender los novillos cebados, como llaman,
en pie y vivos, a los indios carniceros. ¿Era
preciso preguntarles si con esto cumplen con
su conciencia? ¿Si tienen con esto en mira el
bien público? ¿Si saben que esos indios no tiranizarán al común con su venta doméstica y
particular? Cuando satisfacen a estas preguntas con buenas razones, que no choquen al
sentido común, a las leyes de la sociedad y a
las reglas indefectibles de la propia razón,
puédeseles dejar que hagan lo que gusten.
Veo ahora que me harán dos réplicas
que les parecerá ponerme en el mayor embarazo. Primera, que se han perdido los ganados; y segunda: que su ceba es muy costosa,
su hallazgo muy difícil, con mayores expensas, sin utilidad ninguna, etc. A esta réplica o,
por mejor decir, a este cúmulo de dificultades
satisfaré con otras preguntas. ¿Cuándo se encuentran algunos embarazos para facilitar el
comercio de ganado con Guayaquil, Cuenca
y Loja, se ha agotado acerca de esta especie
la Providencia? ¿Se ha vuelto Dios de piedra a
nuestras calamidades y se está complaciendo
con crueldad de nuestra ruina? Si se han alterado los pactos con aquellas ciudades, ¿faltan
el Taminango, los pueblos vecinos, los hatos
de cinco leguas? Cerca de cuatro años ha que
la queja de que faltan los ganados se está
oyendo diariamente, en junta del pronóstico
de que faltará la carne de un día para otro; ¿y
en verdad que aquellos han faltado y que de
ésta hemos carecido en el todo? Y si la pérdida de los semaneros es efectiva, ¿por qué la
continúan y con eso adelantan más su atraso?
¿Por qué se empeñan tanto en ser preferidos
para las semanas?
Segunda réplica: el filósofo desde el
retiro de su estudio sólo es bueno para coger
un libro, para formar una crítica mal hecha; y
para maldecir lo que no conoce ni entiende,
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porque le faltan años, experiencia, comercio,
trato de gentes experimentales, etc.
Respuesta.– Pues el filósofo debe estar
instruído en todas las materias literarias y civiles, lleno de todas las especies que conciernen a la economía. Y así sabe que el mejor y
más adecuado ramo para lograr utilidad, es,
en esta provincia, la ceba de ganados. Sabe lo
que cuesta cada cabeza por los contornos de
Riobamba, Cuenca, Latacunga y Pasto, cuánto vale el potreraje de cada año, según la situación de los pastos, dehesas o potreros;
cuántos y cuáles son los derechos que se pagan en la carnicería, y se llaman mechas. Sabe aún más, que la miseria y pobreza del común llega a ser extrema y lo pone en estado
de perecer. Y que su obligación es procurar su
alivio y reparación; pues no en balde la proporcionó Dios que tocara en esta epidemia, y
antes con sus manos esta triste verdad, que se
le ofreciera esta ocasión de hablar públicamente en su favor. Sobre todo sabe que a la
escasez de víveres se sigue indefectiblemente
la peste; porque los pobres corrompen la sangre volviéndola viscosa, melancólica y escorbutiza en sola la consideración de un grave
mal que les amenaza y temen aún más allá de
los justos límites que da al temor un juicio
despejado y generoso. Sin saber cual es el instinto porque obran los racionales, se observa
que cuando se forman la idea de que un mal
ha de ser común, es su aflicción sin consuelo
y propensa siempre a un ahogo mortal y por
decir mejor a la desesperación. Desde este
caimiento de ánimo los pobres pasan a nutrirse de cuanto llega a sus manos, porque el temor del hambre, obrando en su imaginativa el
espectro de la misma hambre, ya se la hace
sentir, y padecer en realidad. Todos estos afectos son unas previas disposiciones para contraer una epidemia maligna y contagiosa.
Pues la observación constante de los buenos
físicos y aun de los historiadores asegura que
72
GALO RENÉ PÉREZ
el hambre trae tras sí la calamidad de la peste. Y ésta empieza ordinariamente entre las
gentes de la ínfima plebe; porque su alimento
es de los peores siempre. “Surate, dice mister
James, en las Indias orientales, raras veces está libre de peste, y es cosa notable que entre
tanto los ingleses que están allí establecidos,
no la contraen. Aquellos que ocupan el primer puesto entre los naturales del país, son
unos Bramanos que no conocen ni la carne ni
el vino y no se alimentan sino de hortalizas,
de arroz, de agua, etc., y la mayor parte de los
habitantes viven del mismo modo a excepción de los extranjeros. Este mal alimento,
junto al calor del clima, es el que los hace tan
sujetos a las enfermedades malignas; y viviendo con un método del todo contrario, es que
los extranjeros consiguen el fin de preservarse
de ellas”. Véanse aquí las horribles resultas de
una hambre, y éstas son las que debe prevenir la policía, procurando que haya abundancia de todo lo necesario; que las panaderas v.
g. no tengan el atrevimiento de minorar los
panes y darlos, aun en tiempo de la abundancia de trigos, tan pequeños que cada uno no
llega a tener tres onzas de peso; que ellas mismas no mezclen el que llaman de huevo, con
ciertas drogas nocivas, que le dan un barniz
amarillo por fuera parecido al que causa la
mezcla de los huevos, que finalmente sepa el
público todo que está bajo del suavísimo imperio de las leyes, y que no le es lícito erigirse en dueño absoluto y arbitrario de sus acciones civiles sino que debe sujetarse a lo que
ellas prescriben. Pues no sabiendo bien muchos particulares estas obligaciones, ha sucedido que cuando el gobierno ha mandado
ciertos reglamentos para facilitar los abastos
algunos de ellos muy malvados, miembros viciosos de este público, se han sustraído de la
obediencia, o bien introduciéndolos por la
noche o bien absolutamente dejándolos de
introducir, para que experimentada la total
falta de ellos sufra con dolor el gobierno un
mal que le parece irremediable.
Para mí es una increíble maravilla oir y
ver la abundancia de esta provincia, su feracidad y copia de alimentos nobles y delicados;
y al mismo tiempo oir y ver la escasez, esterilidad y falta aun de todo lo necesario para la
vida. Cuando llega de fuera algún individuo
de tierras muy distantes, le hacemos concebir
una providencia copiosísima de víveres que
él no quiere creer, y cuando matamos domésticamente de lo que no nos abunda; nos hallamos con un vacío de los alimentos más ordinarios. ¿Cómo poder explicar esta estupenda paradoja? Me parece que fácilmente con
viajar por la consideración al reino mexicano
y a su capital México. Esta opulentísima ciudad abunda sin término en el oro y en el plata. Hay casas allí de caudales cuantiosísimos
que podrían enlosar una o muchas calles con
planchas de oro, del granito y el pórfido. Y en
tanto esa misma ciudad, la mejor y más brillante de ambas Américas, carga o tiene dentro de sí mendigos que se cubren no con andrajos de alguna tela, sino con un pedazo de
estera, en una palabra, desnudos. Así respectivamente sucede con esta ciudad en lo que
mira a los víveres. La gente de alguna comodidad, come con abundancia, la rica puede
presentar en su mesa sin mucha diligencia,
afán ni costo, manjares muy exquisitos y capaces de lisonjear la gula de los mismos que
se jactan de haber comido con esplendidez
en Europa. Por la gentalla, esta que parece tener alma de lodo por inopia, no se atreve a
gastar el infeliz medio real que coge en pan,
sino por hacer más durable su socorro, le expende en harina de cebada. De esta desigualdad de condiciones resultan estas monstruosidades de parecer una tierra fértil, y al mismo
paso estéril. En corriendo la moneda con alguna suerte de equilibrio y en circulando esta
sangre (digámoslo así) de las repúblicas, no
LITERATURA DEL ECUADOR
solamente por los ramos mayores, sino hasta
por las ramificaciones de las venas capilares,
está todo el cuerpo expedito, sano, y en disposición de girar por todas partes. No sucede
esto por aquí y proviene de muchos principios que los conozco, pero que no es fácil explicar en el breve volumen que he meditado
escribir. Bastará decir que la mujer más hábil
en costura, fábrica de tejidos que llaman pegadillos o en hilados de lana y algodón, no alcanza trabajando todo el día a ganar un real y
medio. ¿Qué habrá de admirar después de esto, que el año pasado de 41 y 42 en que aún
no fui nacido, se experimentase en esta ciudad tan solamente por las lluvias copiosas y
tenaces en más de seis meses consecutivos,
una hambre que mató bastante número de
gentes? Creo que ha sido la única que haya
padecido Quito, desde el tiempo de la conquista; por lo menos, no hallo contradicción,
que de este linaje de calamidad pública nos
hayan transmitido nuestros mayores. Pero es
muy de extrañar también, si atendemos a las
quejas de los hacendados, que no experimentemos casi todos los años igual azote; especialmente si a la falta de la industria se añadiera la indolencia quiteña de aquellos tiempos, para prevenir un mal futuro. Vade ad fornicam o piger! se debía gritar entonces no al
artesano, no al menestral, no al pobre que trabajaba lo que podía, sino al que era desidioso en dar providencias de seguridad, en caso
de que hubiese la urgencia de alojar aquí un
considerable número v. g. de soldados o de
estorbar las malas consecuencias de un mal
año. En este defecto consistió el hambre del
que ya citamos. Y ella no sirvió a más que para enriquecer algunos pocos insensibles
monstruos, de quienes y de sus riquezas ya no
hay memoria más que para la execreación.
Con el genio que Dios que me ha dado, he inquirido sagazmente de estas personas que se
dicen prudentes y advertidas, cuales fuesen
73
los motivos de aquella pasada penuria, y no
he podido saber cosa que satisfaga, y en vez
de manifestarme las causas sólo me han referido sus efectos. Me atreveré a pronosticar (sin
ser un osado escrutador de los secretos divinos) que hoy en circunstancias idénticas no
vendría a Quito tan cruel castigo; y será porque hoy las gentes están más advertidas, los
padres de la patria atentos a las cargas de su
oficio público, y el gobierno con unos ojos vigilantes y fijos en la conservación de la salud,
sosiego y felicidad pública.
LIMPIEZA LOCAL DE QUITO.– A ésta
se opone constantemente la suciedad de algunas casas, que son los depósitos de las inmundicias. 1º.– Los monasterios. 2º.– El hospital.
3º.– Los lugares sagrados.
REMEDIOS.– 1º.– Los monasterios.–
No se diga una sola palabra de los dos del
Carmen Alto y Bajo de esta ciudad. Ambos están respirando igualmente que el olor de las
virtudes, el de la limpieza de sus celditas. Hablo de los tres monasterios de la Concepción,
Santa Clara y Santa Catalina. Estos tres conventillos están llenos de porquerías, de basuras y de toda especie de suciedades, así en sus
patios y corredores principales, como con
mayor especialidad en sus tránsitos menos
frecuentados. Si alguna peste se había de encender en esta ciudad, su cuna la debía tener
en cualquiera de estos tres suavísimos monasterios. Y si no la padecemos, es, sin duda, por
la benignísima constitución de nuestro clima,
porque en lo demás, como llevo dicho, estos
monasterios son los seminarios de las inmundicias. Parece que el remedio consiste en que
se exhortase a los capellanes a que cada semana una vez, visitasen todo el convento, habiendo prevenido antes a las abadesas y vicarías de casa de esta solemne visita y el saludable objeto de ella. Pero supongo a estos vicarios autorizados con el expreso mandato del
señor obispo, quien por las altas facultades
74
GALO RENÉ PÉREZ
ordinarias y por las de delegado de la Santa
Sede, que residen en su ilustrísima persona,
puede dar a aquellos este género de comisión
gubernativa y económica, por amor a la salud
pública. Esto mismo deberá mandar al vicario
de monjas catalinas el devoto provincial de
Santo Domingo, exhortado a este fin por este
muy ilustre ayuntamiento; pues aquel puede
por facultad que le da el santo concilio de
Trento, dar licencia aun a los seculares, in
scriptis para que entren a los monasterios, se
entiende que por este fin.
2º.– El hospital.– Hay, por desgracia,
uno solo en esta ciudad, y se desearía que
abundaran éstos dentro de cualquiera numerosa población; pues son los asilos a donde va
a salvar su vida la gente pobre y desamparada de parientes y benefactores. Pero es también cosa muy cierta, que ellos deben estar
extramuros de la ciudad, por lo menos no en
el centro de ella; porque sus hálitos corruptos
no inficionen al vecindario con alguna enfermedad contagiosa. El hospital que aquí tenemos que es de patronato real y a quien el rey
da el noveno y medio para su subsistencia, está a cargo de los religiosos legos del beato José de Betancourt, y se llaman Betleemitas, orden regular que tuvo su principio en la América septentrional en la ciudad de Guatemala.
El dicho hospital está situado dentro de la
misma ciudad, a distancia de tres cuadras de
la plaza mayor, a dos de las de San Francisco
y Santo Domingo, a una de la del convento de
Santa Clara, y pocos pasos del Carmen de la
antigua fundación. Por aquí se puede ver,
cuán unido se halla con el principal vecindario de la ciudad. Debería ser que estuviese
más distante y aún fuera de ella. Pero mediando la autoridad del gobierno, no es cosa imposible ni difícil que se traslade a la casa que
fue de los regulares extinguidos del nombre
de Jesús. Y con esto se lograría que el cuartel
de la corta tropa de infantería del fisco, que
hay aquí, se alojase cómodamente en el que
ahora es hospital; o bien, según lo arbitrara
mejor el señor presidente regente, de acuerdo
con el ilustrísimo señor obispo, se podría dar
otro uso útil y público, como de colegio seminario o universidad, etc. Pero aun cuando esta propuesta se reputara como un alegre sueño de hombre despierto, debemos estar a una
ley de nuestras municipalidades acerca de la
fundación de hospitales, que ordena que, si
son para curar enfermedades contagiosas, se
pongan en lugares levantados. Con todo esto,
si el hospital citado se ha de quedar allí, como se quedará para siempre, se ha de velar y
procurar infatigablemente en que haya cuidado de los enfermos, asistencia perenne, curación hecha por gentes hábiles así en medicina como en cirugía; pero seglares, como lo
mandan con justísimos motivos las constituciones de estos frailes. Sobre todo se ha de celar, en que, habiendo una buena ropería, se
promueva la mayor limpieza que sea posible,
de manera que no se levanten de sus salas aires dañosos a la población. Para facilitar todo esto están mandadas hacer las frecuentes
visitas así del patrón real como del obispo
diocesano, y tanto las de derecho o en forma
jurídica cuanto extraordinarias y sin forma para la inspección de cómo van las cosas de los
hospitales, pues sus religiosos no son dueños
sino ministros de ellos, y por tanto están obligados a sufrir las visitas, a dar cuenta y razón
de su buen porte en razón de su hospitalidad.
Ni menos pueden hacerse cargo de cuidar
hospitales, sin sujetarse a este género de gobierno económico, como está ordenado aún a
los frailes de San Juan de Dios, no obstante a
esto el que sean sacerdotes, y gocen los privilegios que han alcanzado de la Santa Sede.
Ahora es menester decir que estoy en
la persuasión de que estos religiosos betleemitas no necesitan de que se les estimule al
cumplimiento de sus obligaciones con la me-
LITERATURA DEL ECUADOR
moria de la visita por la que deben pasar. Otro
método de remedio sería el que habría menester, si hubiesen caído en relajación. Pero
es oportuno saber, cuándo acontecería ésta y
por consiguiente cuándo se debería echar
mano de aquella medicina.
Ya se ve que todos los congresos regulares, a poco después de sus primeros calores
de disciplina monástica, han venido a dar en
el olvido de sus principales votos, y del cumplimiento de sus santas leyes. Es ocioso referir
lo que ha pasado con las órdenes monacales;
pero mucho más con las más famosas, o todas
las de los mendicantes; prescindo ahora de lo
que habrá pasado con la modernísima hospitalería de frailes betleemitas. Sólo pretendo
retratar una imagen de su caída regular, para
que, en caso de que ésta llegase (lo que Dios
no permita), se apliquen los remedios convenientes, no a la reforma de los frailes, sino al
alivio de los míseros dolientes.
Si sucediese, que a una orden hospitalaria se acogiesen no por vocación sino por
necesidad gentes sin cultura ni pulimento, entregadas al tráfico o a las maniobras en los navíos que es lo mismo que decir a los vicios
más feos y costumbres más disolutas; si, de
verdad y efectivamente estas gentes fuesen
admitidas a recibir el hábito de penitencia y a
la profesión de los votos comunes, como también del particular de hospitalidad, aun cuando hubiesen pasado de los cuarenta años; si
estos mismos, habiendo probado ya la modificación de una vida menos laboriosa que la
que antes tenían, por el trato de Reverencia y
Paternidad que les da cortés y gratuitamente
el secularismo, se volviesen orgullosas y engreídas, como que valiesen más ahora que
antes sus personas (siendo que debía suceder
lo contrario por naturaleza), y no quisiesen
trabajar más que en la vida secular, haciéndose nobles y más dedicadas; si después de esto, estos religiosos, acordándose de sus malas
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costumbres pasadas, fuesen díscolos y escandalosos; no cuidasen a los enfermos, les diesen por alimento una mala sopa, una mala pitanza, una mala legumbre cocida, sin atender
a sus particulares necesidades, aquellas que
demandan diverso género de manjares y de
guisados; si en vez de prodigar los remedios
farmacéuticos de su botica a beneficio de los
dolientes, se los escaseasen hasta un grado
supremo de negarles lo preciso, contentándose con recetarles algunas purgas de mechoacán, algunas ayudas, cuyos cocimientos se
guardan en depósitos comunes, para evitar la
leve ocupación de hacerlos; si sus roperías estuviesen destituídas de buenos colchones, sábanas enteras y limpias, y abundasen sólo en
andrajos sucios; si estos religiosos se contentasen con algún barbero para erigirlo despóticamente en cirujano de las enfermerías, alterando con esta atrevida conducta el orden de
la sociedad, y previniendo el juicio de los tribunales, a quienes compete llamar un profesor público bien acreditado, científico, en una
palabra, un buen médico secular, hiciesen trabajar en la curación de sus enfermos a cualquiera practicón o enfermero de su orden
mismo (lo que está vedado por sus propios estatutos), para que no recete con la prudente libertad que requieren la buena práctica y las
reglas del arte; si estos medicamentos que se
niegan a los dueños legítimos, que ellos son
de los pobres, se tuviese el ansia de venderlos
al público. Si, en efecto, al venderlos, no se
tuviese otra mira que satisfacer la avaricia de
algún prelado, que mandase a los boticarios
levantar el precio a las drogas. Si en la misma
venta de éstas fuesen tan irracionales, que habiendo cogido en el despacho de las primeras
recetas un precio excesivo, fueren (al ver que
se repiten por los médicos las mismas), levantando de punto la tasa, como que van a vender carísimamente la necesidad. Si después
de todo esto se advirtiere que los prelados su-
76
GALO RENÉ PÉREZ
periores v. g., prefectos, viceprefectos generales, andan a traer de aquí para allí a sus súbditos sin hacerlos parar, porque lo pide así, o
la dureza cruel de los prefectos locales, o las
pésimas costumbres de los conventuales, en
cuyos transportes se gastaría mucho dinero de
los pobres en viáticos. Si no tomasen ya la silla de manos para buscar, y conducir a sus enfermerías los afligidos con las enfermedades,
que es punto de sus constituciones, y al contrario repeliesen con fiera crueldad a los que
en sus conventos solicitan camas para curarse. Si se viese que sus salas no estuviesen llenas de estos miserables, en los que abunda esta ciudad. Si estos padres cuidasen más de tener y edificar una iglesia suntuosa, una torre
eminente, unas campanas muy sonoras, y tocadas con frecuencia, que son obras de la vana y mundana ostentación, con olvido de los
verdaderos templos de Dios, que son las criaturas racionales enfermas, y con desprecio de
la laudable fama de su hospitalidad. Si finalmente se oyese un rumor tierno y continuado
de que los enfermos más bien quieren arrastrar una vida dolorosa que ir al hospital; porque le ven a éste como el lugar de su dilatado
suplicio, y de su muerte… Si se encontrase todo ese cúmulo de maldades en nuestros betleemitas, no solamente que se les deberá visitar sino que especialmente el prelado debería informar al rey de esta pésima conducta,
pidiendo al mismo tiempo a su majestad la separación, supresión y absoluta extinción de
estos individuos nocivos a la sociedad. No
creeré que nuestros betleemitas se hallen en
este caso. Desde luego mi retrato no está seguramente cerca de su original. Le veo muy
lejos, le temo muy cerca. Todo lo que aquí se
dice debe ser antes bien una precaución, que
una historia verdadera; antes bien una sombra
de lo que podrá suceder, que una pintura cabal de lo que ahora es. Pero no dudemos, que
si yo encontrara que había cogido la relajación a estos regulares, la profesión que hago
de filósofo cristiano, no me permitiría el ocultarla. La publicaría, esto es, la haría venir en
conocimiento de quien podía remediarla, sin
faltar a la justicia por la misma notoriedad del
hecho. En caso igual, equilibrando rigurosamente las cosas, vería que importaba más el
remedio del público (en cuya comparación es
una nonada particular la comunidad de 12
sujetos, malversadores del patrimonio de los
pobres, fundado en la real munificencia y en
la misericordia de los particulares), que la falsa reputación de un puñado de hombres faltos de conocimiento de su estatuto, y, lo que
es más, de la caridad cristiana. ¿Cómo éstos,
faltando a sus más urgentes obligaciones, no
descuidarían de la limpieza de los hospitales,
juzgándola asunto de ninguna consecuencia?
¡Oh cuánto importa el que nosotros lo sepamos!
3º.– Los lugares sagrados.– En ninguna
parte de la ciudad se puede venir a padecer,
no digo una peste, sino una muerte súbita,
que dentro de las iglesias más frecuentadas,
de San Francisco, San Buenaventura, Capilla
Mayor del Sagrario, y todas las demás, según
que en ellas se sepultan más o menos los cadáveres de los fieles. La causa de un daño tan
funesto consiste en la continua exhalación de
vapores venenosos, que despiden las bóvedas
sepulcrales. A esta llaman los médicos Mephitis, palabra latina, que en el siglo de Augusto,
según lo atestigua Servio, significaba un dios
llamado así, por el aire de olor bueno y malo.
Hoy significa entre los buenos latinos el hedor
de la tierra o de las aguas. Sea lo que fuere, lo
que importa saber es que la fetidez vaporosa,
que exhalan los sepulcros en las iglesias, son
unos hálitos verdaderamente mephíticos de
los que dice Ricardo Mead, que es cosa notoria, que puede ser uno envenenado por los
LITERATURA DEL ECUADOR
vapores y exhalaciones venenosas, o el aire
apestado, que penetra en el cuerpo mediante
la respiración.
¿Pero necesitamos acaso de la autoridad, aunque fuese del mismo Apolo, para establecer una cosa tan verdadera que nos está
dando en los ojos? Casi no hay año en que no
se vean los lamentables efectos de esta verdad. En la bóveda de San Francisco han perecido muchos de los indios sacristanes que codiciosos de algunos lucidos despojos de los
muertos han entrado para quedar allí mismo
sofocados y sepultados de una vez.
No es difícil dar la razón de este violentísimo efecto a quien sabe el mecanismo
de la máquina del hombre. Porque en conociendo en qué armonía, concierto y funciones
de los fluidos y de los sólidos consiste la vida,
no hay cosa que dificulte la inteligencia de
varios fenómenos adscritos a la constitución
maquinal del cuerpo. ¿La vida, pues, en este
sentido, qué es sino el perpetuo giro de la masa sanguinaria? Conforme corre, y según por
donde da sus perennes vueltas, se obran todas
las filtraciones de los líquidos o materias acomodadas a los diversos diámetros de las partes glandulosas. Y ellas son buenas o malas,
correctas o viciosas, naturales o preternaturales, ya por la correspondencia regular, o ya
por la pérdida del equilibrio y del resorte de
aquella, y de éstas últimas. Para comprender
esto no hay sino echar la vista a la fuerza elástica del corazón, que, según el cálculo de Borelli, puede superar a la resistencia de
780.000 libras. ¿Considérese cuál ímpetu,
cuál movimiento, cuál celeridad no imprimirá a la sangre, cuando la impele desde su seno al tiempo de su contracción hacia las arterias, y por consiguiente hasta las más remotas
extremidades de los miembros inferiores? Era
menester un vigor motriz de ésta, y superior
elasticidad, para obrar este curso de la sangre
que vulgarmente se llama circulación, y era
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preciso que en ésta corriese tanto aquella,
que en pocos minutos la misma porción de
sangre que salió del corazón, volviese a entrar
en sus ventrículos. Por lo menos el inglés Jacobo Keil dice que el curso veloz que adquiere la sangre al empezarlo por las arterias, es
capaz de llegar a cincuenta y dos pies en cada minuto; si ésta va con la mayor comodidad
(digámoslo así), por los vasos mayores, es preciso que se estreche, se adelgace, y atenúe
muchísimo para girar libremente por las ramificaciones menudas, y tal delgadas, que superan con mucho a la delicadeza y fineza de los
cabellos más sutiles. Entonces, ¡qué división
de partículas tan imperceptibles! ¡Qué distribución tan uniforme! Pero una y otra se perfeccionan en los vasitos mínimos y estrechísimos de los pulmones, y una y otra obligan a
éstos a la atracción y expulsión del aire, que
fuera de servir a la misma circulación esencial
e inmediatamente, tiene otros diversos destinos así en las vejiguillas pulmonares como en
lo restante del cuerpo. En este mecanismo
consiste el uso y la necesidad de la respiración. Si ésta cesa, para el giro de la sangre, se
detiene en los pulmones, se subsigue la cesación de las funciones animales, que es decir
se acaba la vida, o con menos prontitud, o
más excesivamente, según que se respira en
vez del aire puro, otro flúido que sea más o
menos diferente de él; porque cualquiera otro
no ha de tener ni la consistencia fácil de separarse, ni la elasticidad que goza el aire. Ahora, pues, en las bóvedas sepulcrales, es necesario que se respire un flúido o una exhalación que además de ser inerte e impropia para todo movimiento activo y pasivo, está llena
de partículas corruptas y venenosas. Así las
muertes violentas se deben atribuir a la inercia de aquel flúido que ocupó los pulmones e
hizo parar su alternada acción mecánica. Pero, porque el mismo fluído lleva en sí los principios de putrefacción, si es conducido por el
78
GALO RENÉ PÉREZ
aire y su ventilación a alguna distancia, producirá él en los cuerpos que allí se hallaren
no la muerte pronta, ya se ve, pero sí una alteración enorme, febril, pestilencial o de otra
naturaleza morbosa. Luego véase aquí que los
sepulcros son los depósitos de este veneno
activo y trascendental, que en ninguna parte
puede llegar a adquirir tanta fuerza mortífera
sino en la estructura cóncava de las bóvedas,
y en la misma constitución del cuerpo humano, capaz de más subida fetidez y corrupción,
quizá, que todos los otros entes que conocemos. Es constante la unanimidad de pareceres
de los autores médicos sobre que las enfermedades pestilenciales que se suscitan en los
campos de batalla y en los ejércitos, se deben
a la corrupción de los cadáveres que se descuidó de enterrar. Es el caso que como por lo
regular se empieza la guerra por la primavera
y sigue su horror en el estío; el calor intenso
del aire pone en mayor fermentación los humores de los difuntos, y hace que se exhalen
partículas activísimas que, esparciéndose en
la atmósfera, encienden una fiebre contagiosa. No es de omitir a este intento una historia
de mister Baynard, referida a mister James.
Dice que, habiendo ido algunos muchachos a
jugar al contorno de un cadalso, donde algunos meses antes se había expuesto el cuerpo
de un malhechor, hicieron el cadáver de éste,
el objeto de su diversión y se entretuvieron
empujándole de un lado a otro. Uno de los
muchachos, que era más atrevido quiso adelantar la invención, y tuvo a bien darle una
puñalada encima del vientre, que estando
descubierto, seco por el calor de la estación,
por dentro esponjado por los humores que
habían caído, se abrió por la violencia del
golpe y despidió una agua tan ardiente y corrosiva, que el brazo del muchacho por el que
corrió se le llagó violentamente y tuvo que
padecer muchísimo, para impedir el que se le
encancerase. Si este efecto produce un solo
cadáver, ¿qué causaría la junta de muchos?
¿Igual tósigo no se confeccionará en esos lugares subterráneos?
Dos son, pues, los daños irreparables
que causan estos depósitos venenosos. El primero las muertes violentas. El segundo las enfermedades populares. Y cualquiera precaución que se tome por los curas y religiosos, a
quienes pertenecen los sepulcros, para impedir la comunicación de la causa, no alcanza a
extinguirla ninguna, como que se halla siempre cebada y acopiada en los sagrados templos. ¿Pues qué remedio habrá acaso escogitado el celo de algún buen ciudadano? Si se le
ha ocurrido felizmente, lo debería publicar y
pedir a los magistrados que se ponga en uso.
Parece que no tiene el menor inconveniente
todo esto.
La medicina de tan grave, pernicioso y
universal daño, está en que se hagan los entierros de los fieles difuntos fuera de la ciudad, y no dentro de los lugares sagrados de
ella. Allá en la parte posterior de todo el recinto de la que se llama Alameda, hay una
caída plana que forma ya el principio del Ejido, y está muy a propósito para que se forme
en ella un cementerio común donde se debería enterrar todo género de gentes. Toda su fábrica no debe constar más que de paredes
que tengan la altura de diez varas puestas en
cuadro. Su extensión podía ser de ciento sesenta varas de longitud y cincuenta de latitud.
En alguno de los extremos se podría hacer
una especie de mesa de piedra a donde por
mayor decencia, y aquella piedad religiosa
que demandan los cuerpos que fueron morada de un alma inmortal, se pudiesen poner,
por el breve rato que dure la excavación de la
tierra. Los curas ya se ve, como muy bien lo
saben, han de llevar con cruz alta, el cadáver
de su feligrés difunto, y llegando al cementerio dirán las últimas preces que por alivio de
su alma manda la Iglesia se digan, y hecho el
LITERATURA DEL ECUADOR
entierro vuelven a su parroquia a celebrar el
oficio y divinos misterios de nuestra reparación. A este mismo cementerio se deberían
trasladar todos los esqueletos, y osamenta que
estuviesen depositados en las bóvedas o sepulcros cóncavos de las iglesias…
Fuente: Precursores. (Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A. 1960), pp. 160 - 181 (Biblioteca Ecuatoriana
Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada
por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960).
José Mejía Lequerica (1775-1813)
Nació Mejía en la ciudad de Quito. Estaba llamado a pasar por la horizonte de la
época con la celeridad de un meteoro. Vivió
treinta y ocho años apenas. Pero el ritmo de
su personalidad, de sus acciones, de su obra,
fue distinto del común, cual si sintiera el apremio de la extinción temprana. Educado entre
las zozobras de la falta de hogar, pues que era
hijo adulterino de una mujer casada, no por
aquello dejó de obtener varios grados universitarios, de empeñarse en investigaciones botánicas con notables naturalistas de la época,
de ejercer la docencia superior, de adquirir,
como uno de los más ejemplares autodidactos, una abrumadora suma de conocimientos
filosóficos, históricos, jurídicos, políticos.
Mentalidad realmente universal la suya. Pocas personalidades se yerguen tan alto en Hispanoamérica. Fue Maestro en Artes, Doctor
en Teología y en Derecho Civil. A los veintún
años de edad consiguió por oposición la Cátedra de Latín. Y a los veintitrés la de Filosofía, de idéntica manera. La prisa parecía ser su
signo. A los veinte años se casó con una mujer que le doblaba en edad: Manuela Espejo,
hermana de Eugenio, el prócer quiteño. Aludiendo a ello, el naturalista colombiano José
Caldas, que no dejó de mirarle con egoísmo,
decía en una carta a José Celestino Mutis: “Se
me olvidaba advertir a usted que Mejía es ca-
79
sado con una vieja de quien no tiene hijos”.
(Esa laya de chismes dañó tristemente parte
del epistolario de aquel hombre ejemplar). Lo
cierto es que Mejía fue hacia Manuela a través de las tertulias y las lecturas en la casa de
Espejo, que quizás fue el alero familiar que
echó de menos desde su infancia.
El ambiente de Quito no fue propicio a
José Mejía, a pesar de sus talentos. O quizás
por eso mismo. Se le pusieron trabas en el
otorgamiento de sus títulos universitarios. Se
le zahirió de hijo ilegítimo. Se le despojó injustamente de sus cátedras. Uno de los frailes
que le combatieron porque no estaban a su
altura en el magisterio, escribió: “suponiéndose el tal Mejía el único inteligente en materias
filosóficas, en agravio a muchas personas que
hay en esta ciudad muy versadas en esta Facultad, incurría en el escandaloso exceso de
informar (¿enseñar?) siniestramente”.
Destituído al fin de sus medios de trabajo, salió del país. Pero eso mismo le puso
en el camino de su singular destino. Es lo que
ha ocurrido casi siempre en Hispanoamérica.
La fatalidad del destierro, impuesto o voluntario. El necesario y duro aprendizaje del mundo como condición inesquivable para la carga dinámica que reclaman los pueblos en el
servicio que les debemos.
El viaje de Mejía, en las circunstancias
en que se hizo, tuvo el sabor de una amarga
aventura. Tomó rumbo a España. Llegó a ésta
en una hora difícil. Preñada de todo lo peor.
Acaso nada había tan vil como la conducta de
sus monarcas. Un rey –Carlos IV– que dilapidaba el tiempo de las obligaciones de gobierno en los cotos de cacería. Una soberana
–María Luisa– que compartía secretamente su
lecho con el capitán Manuel Godoy. Un heredero –Fernando VII– que se movía como un
pelele, entre dubitaciones, cobardías y sometimientos. Y al pie de ese retablo canallesco
un pueblo menesteroso, no de civismo sino
80
GALO RENÉ PÉREZ
de poder conductor, que se revolvía furiosamente contra la invasión de Bonaparte. Corría
el año de 1807. El viajero quiteño, hombre de
tantas profesiones, consiguió trabajo en el
Hospital General de Madrid. Allí se estuvo
hasta cuando la ciudad se levantó en armas
contra el extranjero que la sojuzgaba (2 de
Mayo de 1808). Se incorporó entonces a esas
milicias populares porque odiaba la agresión
y la conquista. A su esposa le dirigió en aquella ocasión una carta, recogida por Pablo Herrera en su “Antología de Prosistas Ecuatorianos”, en donde ha quedado constancia de tal
hecho: “entonces –dice– empuñé el fusil y fui
a ocupar mi puesto en una puerta, la cual no
desamparé de día ni de noche hasta que se
rindió la villa por capitulación, que fue el 4 de
septiembre”.
Tras la derrota tuvo que salir de Madrid. Bajo el disfraz de carbonero. Haciendo
largas marchas a pie. Soportando toda suerte
de incomodidades y contratiempos. Despertando sospechas entre los unos y los otros, españoles y franceses. Hasta que dio en Sevilla.
Pero la aventura, sólo para sufrida por un
hombre de naturaleza inquebrantable, no había terminado. Aún faltaba otra prueba heroica. En la nueva ciudad se alistó otra vez en el
ejército popular. Lo hacía voluntariamente,
por convencimiento propio. Y nuevamente
escribía a su esposa: “… si salgo con vida y
honra, como lo espero de Dios, tendrás en tu
compañía un hombre que habrá mostrado no
estar por demás en el mundo”. Estas experiencias, en que todo lo puso a riesgo, completaron su personalidad, enriquecida antes por el
laboreo intelectual. El humanista había demostrado que era ante todo un hombre cabal.
Y tan bien se había dejado penetrar de la dolorosa y aleccionadora atmósfera colectiva,
que un día, cuando sonó su voz en el parlamento español, pudo lanzar esta admonición
rotunda: “Desaparezcan de una vez esas
odiosas expresiones de pueblo bajo, plebe y
canalla. Este pueblo, esta plebe, esta canalla,
es la que libertará a España, si se liberta”. De
igual modo hablaron, casi un siglo más tarde,
aquellos profetas de la célebre Generación de
1898.
Cómo José Mejía se convirtió en representante parlamentario es cosa comúnmente
sabida. Depuestos los monarcas españoles,
vinieron las cortes o asambleas que la Regencia reunió sucesivamente en lugares distintos.
Hasta que aquellas se instalaron definitivamente en Cádiz, en 1810. Con 105 diputados.
Hubo algunos hispanoamericanos que representaron a las colonias, escogidos sobre todo
entre los que entonces se encontraban en España. Quito eligió a José Matheu, Conde de
Puñoenrostro. El Virreinato de Nueva Granada nombró diputado suplente a José Mejía. El
principal no asistió. De haberlo hecho, jamás
hubiera podido llenar el lugar del orador quiteño. Ningún hispanoamericano alcanzó el
nivel de Mejía. Ni seguramente ningún español. La suya era una de las más brillantes inteligencias de la época. Y su palabra tenía un
magnetismo que pocas veces será igualado. A
la vuelta de pocas sesiones Mejía estaba ya
dominando a la multitudinaria asamblea. Todos sentían que él no representaba a una región limitada de nuestra América, sino al continente completo. Y el propio orador aseguraba con énfasis: “Señor, tengo un derecho a
decir que nadie me disputará el amor a la
América”. Aun más, se identificaba con ella.
Por eso, al iniciar uno de sus discursos, tras
las intervenciones de los representantes peninsulares, dijo: “Oiga V. M. por fin a la América”, y continuó.
Pero el americanismo de José Mejía no
era alarde vulgar, insincero o declamatorio.
Era el resultado de una visión despejada, profunda, más que consciente, acaso profética.
Era el corolario de sus reflexiones penetran-
LITERATURA DEL ECUADOR
tes, de su amorosa comprensión y de su fe.
Era la consecuencia de su lucidez para comparar continentes y pueblos y para interpretar
las señales del futuro. “… La última tabla –decía– que ha de salvar a las cortes, a la patria y
a la humanidad, es la América”. Y en cuanto
alguien pretendía calumniarla, o malentenderla, o desestimarla, él se erguía a defenderla y valorarla. Son frecuentes tales casos, pero sirvan a lo menos estos breves ejemplos:
“Quién sabe si este gran maestro de la verdad
(se refería al tiempo) hará ver que había más
que esperar de esas provincias alborotadas
que de algunas de las que en el inmenso ámbito de la monarquía yacen en un profundo
reposo!” Aludiendo a la desigualdad de derechos de americanos y españoles observaba
que eso era causa para la constante conmoción de las colonias. La igualdad, cual la concebían sus compañeros en las cortes, “sólo
sirve para que tenga la España mayor o menor
número de esclavos ultramarinos”. Pero todo
deberá llegar a su término. “¿Qué importa
–afirma José Mejía– qué importa el que apele
V. M. a las armas? ¿Qué ha podido Napoleón
por medio de ellas con el pueblo español?
Nada, señor, hasta aquí y quizá nunca jamás;
pues lo mismo y aun menos podrá V. M. con
la América, si la América no quiere ser de V.
M. Media un inmenso océano; y ¿quién saltará ese lago?” Repudiaba con la máxima energía la tendencia a convertir a los pueblos “en
recua de jumentos destinados a servir a un señor de naturaleza superior a la de ellos, y a
sufrir en silencio los palos que su furioso capricho les repartiese”. “El deseo de la felicidad es –decía– quien fundó los reinos; la justicia quien los conserva, y la precursora inmediata de su ruina la impunidad de los magistrados inicuos”. Sirvió Mejía a los intereses de
su América con noble obstinación. Frecuente-
81
mente estaba ella envuelta en sus alusiones,
en sus juicios, en su crítica de las instituciones
españolas. De ahí que a los pocos años de sus
discursos, en 1826, el norteamericano Carlos
Le Brun escribiera estas expresivas palabras
sobre Mejía: “Hombre de mundo, como ninguno en el Congreso. Conocía bien los tiempos y los hombres; los liberales le querían como liberal pero le temían como americano
que sabía muy bien cómo se iba y se venía a
América por las discusiones”.
Y su posición se afirmaba en una entereza personal, en una decisión, en un coraje
que enaltecía su figura de orador. “Yo soy inviolable –decía–; y cuando no lo fuera diría lo
mismo”. En alguna sesión preguntó con énfasis: “Si no han venido las cortes para echar el
sello de la libertad, ¿para qué se han juntado?
(He venido a hablar claro)”. Pero, por sobre
todos los atributos que se han mencionado
aquí, estaba el de su filosofía de reformador y
de invicto defensor de los derechos del hombre. Era Mejía una de aquellas grandes personalidades que debieron su formación a las corrientes del setecientos. “Se habla –decía– de
la revolución, y que eso se debe desechar: señor, yo siento, no el que haya de haber revolución, sino el que no la haya habido. Las palabras revolución, filosofía, libertad e independencia, son de un mismo carácter”. Y
abundan sus discursos –todos expuestos en
un estilo elevado, claro, elegante y persuasivo– en favor de la libertad de imprenta, de la
correcta administración de justicia, de la abolición de las torturas, de la igualdad ante la
ley, etc.
¡Qué hombre excelente, único, hubiera sido Mejía para la conducción de la naciente república ecuatoriana si no hubiera
caído en Cádiz, a los 38 años de edad apenas,
víctima de una violenta enfermedad!
82
GALO RENÉ PÉREZ
Sobre la igualdad ante la ley y la preservación de la libertad individual
(Sesión de 18 de febrero de 1811)
Con motivo del dictamen de la comisión de justicia sobre la administración de la
misma, Mejía pronunció el siguiente discurso
que contiene interesantes apreciaciones acerca de la igualdad ante la ley y los medios jurídicos de preservación de la libertad individual.
“Congratúlome, señor, con V. M., al
ver que los representantes del respetable pueblo español se llenan de entusiasmo y peroran
con tanta elocuencia cuando se habla de los
desórdenes que el despotismo ha introducido
en la administración de justicia. No he oído
en esta memorable discusión una sola palabra
que no lleve el memorable carácter de la verdad, ni un solo dictamen que no adelante algún paso en el camino de la reforma de los
más desastrosos males que tanto tiempo han
sufrido con demasiada paciencia los españoles. He aquí una prueba experimental de que,
mientras no nos salgamos de la esfera de
nuestras atribuciones (quiero decir, mientras
las discusiones del congreso no rueden sino
sobre objetos generales, grandes, necesarios y
verdaderamente legislativos), no habrá diputado que no se exprese con energía y acierto,
ni decisión que desdiga de la majestad nacional. Queriendo, pues, concurrir por mi parte
con algo a promover su decoro y a restablecer
su dignidad primitiva, diré dos palabras en el
asunto de que se trata, porque no parezca que
rehuso contribuir con mi pequeña prorrata
(permítaseme la expresión) a este convite
magnífico que presentan las cortes a toda la
monarquía.
Si no hubiésemos de resucitar para vivir inmortalmente gloriosos, ¡cuán necios seríamos los cristianos!, decía el apóstol San Pablo; y, siguiendo yo el espíritu de esta sublime
sentencia, no tengo embarazo en preguntar: si
no han de triunfar por fin la libertad y seguridad de los españoles bajo la égida de la justicia, ¿para qué tanto y tan ímprobos sacrificios? ¡Ah! Si la arbitrariedad, que hasta ahora
ha dominado anchamente por la inmensidad
de la monarquía española, no hubiera de caer
en tierra y sepultar para siempre su nombre y
memoria, nos haríamos merecedores de perder la independencia nacional y arrastrar las
pesadas cadenas del tirano que detestamos,
pasando sucesivamente de la elevación de
hombres libres a la abyección de esclavos, y
poco después a la brutal clase de bestias, y
bestias precisamente de carga, o salvajes y feroces. Porque, si la arbitrariedad hubiese de
decidir de las propiedades, de la vida y del
honor del hombre, o no existiera nación alguna en el mundo, disueltos por todas partes los
vínculos de la sociedad y reducidos los miserables mortales a ese imaginario estado de
guerras de todos contra cada uno, que algunos se figuran precedió a la fundación de los
pueblos, o no serían éstos más que recuas de
jumentos destinados a servir a un señor de naturaleza superior a la de ellos, y a sufrir en silencio los palos que su furioso capricho les repartiese. El deseo de la felicidad es, señor,
quien fundó los reinos; la justicia quien los
conserva, y la precursora inmediata de su ruina la impunidad de los magistrados inicuos.
Considere, pues, V. M. si puede oirse con indiferencia ese patético dictamen de la comisión, consiguiente al informe del consejo real.
El es un retablo de los desastres del despotismo, y sólo el brazo de V. M. puede convertirlo en risueño cuadro de la libertad civil, de
esa libertad preciosa que consiste en la fiel
observancia de las leyes. Muchas tenemos, y
muy juiciosas, que precaven los abusos destructores del bien general: una sola nos falta,
y (aunque ya está grabada en todos los corazones) nada valdrán sin ella las otras, ni ella
misma subsistirá si V. M. no la promulga
LITERATURA DEL ECUADOR
cuanto antes y la sostiene a todo trance. Hablo de aquel sublime principio que la política
y la justicia proclaman a porfía: “Delante de
la ley, todos somos iguales”. Cuando al grande le aguarda la misma pena que al chico, pocos serán injustos; pero, si se ha de rescatar el
castigo con el dinero, si las virtudes de los
abuelos han de ser la salvaguardia de los delitos de sus nietos, entonces las leyes, frágil
hechura de una tímida y venal parcialidad, se
parecerán a las telas de araña, en que sólo se
enredan los insectillos débiles y que rompen
sin resistencia los más nocivos animales.
Pero, no basta que sean imparcialidades las leyes si no se aplican imparcialmente,
¿y qué imparcialidad puede haber en su aplicación a los casos que ocurran, esto es, en la
administración de la justicia, si se envuelven
los juicios en un impenetrable misterio, y si
para cada reo se ha de erigir un tribunal o
juez peculiar? Así es que, examinando el venenoso origen de tantas iniquidades, le hallaremos reducido a dos fuentes inagotables de
impunidad, la tenebrosa formación de los autos, y la multitud de juzgados.
La verdad ama la luz, y la unidad es la
base del orden; que se popularice, que se simplifique la administración de justicia, y cuando de este modo no se eviten todos los crímenes, sabrá a lo menos el público quienes son
verdaderamente criminales; y aun los que lo
fueren, recibirán el alivio de no sufrir doblados castigos, teniendo que salir al suplicio de
haber padecido años enteros de horrorosas
prisiones. De lo contrario, cada ejecución será una alarma pública, cada absolución una
sentina de sospechas y cada día que dure una
causa, un hormiguero de quejas, odios y peligrosas inquietudes.
Para demostrarlo, no hay más que reducir a un plano la numerosa nomenclatura
de desdichados que acaban de experimentar
el consuelo de la visita. Porque los hallaremos
83
como formados en dos grandes e igualmente
lastimeras filas: los unos lamentándose en los
calabozos de que, por lo mismo que todos desean juzgarlos, no hay quien les haga justicia;
y los otros que (a causa de la oscuridad y alevosía con que se pueden ejecutar las prisiones), cuando debían andar en palmas, estaban avasallados a los pies de los alguaciles y
alcaides. ¿Qué ejemplo más concluyente que
el del benemérito Padilla, que a no llevar casualmente en su cartera tan expresivas recomendaciones del general Copons habría perecido en la infamia y desesperación de una
mazmorra en premio de su patriotismo, de su
valor y de sus servicios?
A cuyo propósito ruego a V. M. observe la conducta de este oficial, luego que se le
puso en libertad. Convidósele a reclamar su
derecho y querellarse contra quien le hubiese
ocasionado sus perjuicios y padecimientos;
en una palabra, parecía ponérsele en las manos la compensación y el desagravio. ¿Pero
qué hace Padilla? Lejos de tomarlo judicialmente, huye de este país de opresión y mirando con horror un suelo manchado por todas
partes con las sangrientas huellas del despotismo, no se cree seguro hasta verse refugiado
en Gibraltar. Conducta prudente y propia de
un hombre desengañado, que sin duda diría:
“Si no habiendo incomodado a nadie y llevando conmigo las credenciales de mi honradez me persiguieron así, ¿cuál será mi suerte
cuando para acreditar mi justicia he de patentizar la iniquidad de mis jueces? ¡Ah! ¡No irritemos a unos malvados que tienen en su mano la facultad de hacer infelices aun a los que
no pueden volver criminales!”
Así, que ya ve V. M. que los medios comunes no bastan contra tantos desórdenes.
Por lo cual, apoyo con todas mis fuerzas
cuantos arbitrios extraordinarios han propuesto los señores preopinantes, y por mi parte pido a V. M. que interin la comisión encargada
84
GALO RENÉ PÉREZ
de la mejora de nuestra legislación criminal
se ocupa de tan largo como útil trabajo, recomiende V. M. a otra comisión especial o a la
justicia el arreglo de un más sencillo y auténtico método de enjuiciar, disminuyendo en todo lo posible la ruinosa multitud de fueros, y
dando al seguimiento, sentencia y conclusión
de las causas, suficiente publicidad. Si esperamos a la reforma completa de nuestros voluminosos códigos, la arbitrariedad hollará, entretanto, los más preciosos derechos. Y nosotros, ¿qué haremos? ¿Seremos testigos indolentes de sus estragos; cerraremos los oídos a
los clamores del pueblo; nos constituiremos
cómplices de los tiranos, y aceleraremos la
explosión de la monarquía, siempre consiguiente a los extremos del despotismo? Es
cierto que los consejos se desvelarán por evitarlos; pero (como dijo muy bien el señor Luján) si la raíz está intacta bajo de tierra ¿de
qué sirve cortar las ramas, que luego han de
retoñar más pomposas?
Insisto, pues, en que se nombre una
comisión que, teniendo presente el dictamen
que diere el consejo sobre las causas de infidencia, simplifique y mejore el método de enjuiciar, y desde ahora para entonces recomiendo a V. M. la bella máxima que acaba de
proponer el señor Ric y era uno de los pensamientos que me ocurrieron desde el principio
de la discusión, a saber: que a nadie se ponga preso sin orden por escrito del respectivo
juez, en donde se expresen los motivos de la
prisión, bajo apercibimiento a los alcaides
que si alguna vez se halla alguno en las cárceles de su cargo sin esta diligencia previa,
serán tratados como reos de lesa nación, y sufrirán por lo menos los castigos y penas a que
hubiere estado expuesto aquel preso. Esta ley
no será más que una consecuencia de lo que
V. M. tiene acordado en el reglamento del poder ejecutivo, donde V. M. previene que mirará como un atentado contra la libertad del
ciudadano español, cualquiera prisión arbitraria, y aun el que, a pretexto de detenido, se
mantenga arrestado a un hombre de más de
cuarenta y ocho horas, sin entregarle a un
juez para que le forme causa.
Acaso parecerá pequeño y de poca influencia este remedio de precaución. La experiencia hará ver lo contrario; y mientras sus
infalibles lecciones nos desengañan, quisiera
que se me dijese si podrá nadie estar preso
contra la voluntad del carcelero, si éste admitirá en su causa un proceso vivo que ha de
perderlo. Y finalmente, si habrá quien se atreva a expresar baho su firma motivos de arresto que no pueda justificar ante el tribunal superior, que se los ha de exigir, so pena de ver
expuesto a la indignación soberana de la inflexible representación nacional”.
Fuente: Precursores. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica,
1960, pp. 443 - 448 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima).
III.– El neoclasicismo, otra rama de la corriente de la Ilustración.
Libertad y positivismo material como estímulos de la nueva
inspiración. La llamada literatura pre-revolucionaria. Los neoclásicos
hispanoamericanos Olmedo, Bello y Heredia. Fuentes latinas
e hispánicas. El poeta ecuatoriano Olmedo considerado como
el máximo cantor de la emancipación del continente
El pensamientode la ilustración influyó
grandemente en la cultura y la política de Hispanoamérica. Al decir ello se entiende que en
el Ecuador también fue notable su influencia.
Puede vérsela hacia el siglo XVIII y en algunos
decenios del XIX. Los ideólogos de la emancipación del continente y de su inmediata organización republicana debieron mucho de su
formación a la nueva filosofía europea. Lo
mismo ocurrió con los escritores, cuyas fuentes de renovación estuvieron en Francia. De
allí, en efecto, brotó la corriente del neoclasicismo, que fue como la otra rama del movimiento ilustrado. Ese origen y las exigencias
políticas de la época prendieron en la conciencia de los neoclásicos hispanoamericanos
el interés por la libertad y la suerte de sus pueblos. Las ideas liberales –de lucha contra la tiranía y la intolerancia– movieron su pluma y
levantaron su elocuencia.
Aparte la obra y los hechos ingentes de
los pensadores, científicos y hombres públicos del Ecuador de entonces, a que nos hemos referido en los capítulos anteriores se
descubre el doble estímulo de la libertad y de
un positivismo material (que acelerase el progreso) en los discursos y páginas literarias de
sus figuras más destacadas. Es significativo recordar que José Mejía, José Joaquín Olmedo y
Vicente Rocafuerte hablaron con fervor liberal
en las cortes de Cádiz. Y pusieron su vehemencia en el destino progresista de estas patrias, especialmente de la suya el Ecuador. La
invasión napoleónica a España, que generó
con fuerza más apremiante que ninguna otra
el movimiento emancipador de Hispanoamérica, fue encendiendo por todas partes la elocuencia de la libertad. Se lanzaban dicterios
contra el invasor francés, pero al mismo tiempo se extendía una crítica corrosiva contra las
autoridades que en América representaban a
la corona española. El descontento se multiplicaba. Se maldecía de la servidumbre. La
sátira y la burla gesticulaban amargamente en
la prosa y el verso. Algunos críticos suelen llamar a esa literatura con el nombre de pre-revolucionaria, por su intención y por haber antecedido a las guerras de la independencia. La
mayor parte de aquélla, que en realidad fue
escasa, quedó perdida entre el anonimato y la
invalidez estética. No tuvo otro destino que el
de servir como simple arma de combate político.
El neoclasicismo, que no podía avenirse con una condición tan gris y pasajera, dirigió sus caudales con una mayor eficacia intelectual. Y de ese modo, sin abdicar las características de su origen, maduró con sensatez,
con equilibrio, con extremada prudencia artística. Su verdadera afirmación en el campo
86
GALO RENÉ PÉREZ
de la poesía no vino sino tras la independencia hispanoamericana. Si habría que citar a
tres figuras representativas de este movimiento, es indudable que se tendría que pensar en
Olmedo, Bello y Heredia. Nacidos en el
Ecuador, Venezuela y Cuba, respectivamente.
Todos ellos pusieron en ejercicio un gusto inconfundiblemente neoclásico. Tuvieron predilección por los mismos autores. Olmedo
nombraba con delectación a Homero, a Virgilio, a Horacio, a Ovidio. Y se exaltaba recordando a Meléndez Valdés, buen representante del neoclasicismo español. Bello también
estimó como a sus maestros a los poetas latinos. José María Heredia fue, a su vez, traductor de éstos, e igual que el ecuatoriano profesó apego ferviente a Meléndez y a Quintana,
de la renovada escuela de Salamanca.
En lo que concierne a los temas preferidos por los neoclásicos hispanoamericanos,
ya se dijo que sobre todo les sedujo los de la
libertad y el progreso. Había en eso la gravitación de las circunstancias de su tiempo. Primero sintieron el arrebato del espíritu heroico
que poseía al continente. Se estaba viviendo
una etapa decisiva, enrojecida por la sangre
de millares. El fulgor de la espada saltaba a la
pluma del poeta y entonces quedaban inscritos para la gloria los nombres de Bolívar, de
Sucre, de San Martín. Surgían los cantores ansiosos de pregonar las hazañas de los libertadores. Pero ninguna se elevó al plano excepcional de José Joaquín Olmedo. Hasta ahora
la crítica, revisando decenas de autores de
Hispanoamérica, encuentra que aquél sigue
insuperado dentro de su género. Y el eco de
su voz se extendió hasta bastante después. El
romántico argentino Olegario Andrade dejó
percibir la resonancia olmediana en su poema
“El nido de cóndores” (un canto a San Martín), publicado medio siglo después de “La
victoria de Junín”. El extraordinario novelista
José Eustasio Rivera, tan celebrado por “La
vorágine”, compuso versos admirables en algunos de los cuales persistía el acento de Olmedo. Algo más: Rubén Darío, el gran renovador de la lírica castellana, sentía la necesidad de poner término en América a esa perduración resonante de la oda a Bolívar. Su
efecto aún no había desaparecido.
Pasados los años climatéricos de las
batallas de la independencia, la poesía neoclásica tendió también hacia los temas del trabajo fecundo y del progreso. Como en las lecciones de Virgilio, en que se cantaba la belleza de los campos y la necesidad de laborarlos. Buena prueba de eso nos la da don Andrés Bello, contemporáneo y amigo de Olmedo. También él amó la libertad, pero no por
eso dio a su poesía un carácter belicoso. Prefirió cantar la autonomía del pensamiento y
de la emoción artística (“Alocución a la poesía”), y escribir silvas de conmovedor enamoramiento del paisaje americano, luminoso de
sol y de frutos, y llamar al mismo tiempo al
trabajo de esa tierra generosa (“A la agricultura de la zona tórrida”). Por su formación clásica y sus gustos, no es infrecuente hallar unidos los nombres de Olmedo y de Bello en la
valoración crítica de las letras del continente.
Tampoco lo es el asociar a aquéllos el de José
María Heredia. Pero el neoclasicismo de este
poeta, nacido veinte años más tarde, fue
abriendo más bien el cauce para que circulara la nueva corriente, que era la del romanticismo.
IV.– Autores y Selecciones
José Joaquín Olmedo (1780-1847)
Un militar español, llegado desde Málaga, se unió conyugalmente a una criolla
guayaquileña y fundó el hogar al que perteneció José Joaquín Olmedo como uno de sus hijos. Nació éste en el último tercio del siglo
XVIII, en la ciudad de Guayaquil. A los nueve
años de edad pasó a Quito, para estudiar en
el colegio de San Fernando gramática española y latín, cuyos conocimientos siguieron reclamándole interés, de tiempo en tiempo, en
el resto de su vida. En 1794 (catorce de edad)
fue a Lima. Nueve largos años entre el colegio
de San Carlos y la Universidad de San Marcos. Luego, el doctorado y la docencia universitaria. Porque fue maestro en los dos Derechos y profesor de Digesto en las mismas
aulas en que se graduó. Lima le formó. Allí
alimentó su ciencia y su vocación poética.
Aquel fue un período de lecturas clásicas y de
reconocimiento de las primeras aptitudes para el verso. Quizás también de amores inconfesados, pues parecía un soñador tímido y romántico. La dilatada permanencia en Lima se
fijó para siempre en el mundo de sus afectos.
Sirvió al Perú como diplomático y parlamentario. El asunto del mejor de sus poemas, “La
victoria de Junín”, tiene relación más estrecha
con la historia peruana que con la del Ecuador. Se resistió a la anexión de la ciudad de
Guayaquil, exigida por Bolívar, a los países
colombianos que éste acababa de libertar,
porque quizás pensaba en el Perú de San
Martín. En sus últimos días fue a buscar, inútilmente, el restablecimiento de su salud en
las tierras del sur, según lo confiesa en carta a
su amigo Andrés Bello. En fin, la estada en Lima gravitó sentimentalmente en Olmedo.
A Guayaquil volvió a los veinticinco
años de edad (1805). Después viajó a España
porque la municipalidad guayaquileña le
nombró representante ante las cortes de Cádiz. Si bien su labor en ellas no tuvo el brillo
excepcional que la de su compatriota Mejía,
es justo mencionar que su “Discurso sobre la
supresión de las mitas” le colocó entre los defensores de América, y que su actitud frente al
absolutismo de los monarcas españoles le dio
digno lugar entre los mejores liberales. En la
aludida pieza oratoria Olmedo siguió la línea
del generoso y aborrascado Padre Bartolomé
de las Casas, abogado de los indios, cuya pasión parecía admirar. Condenaba la pobre
condición del indio mitayo, esclavo señalado
para el trabajo embrutecedor y la muerte.
Cumplida su representación en Cádiz, Olmedo volvió a Guayaquil. Fue en 1816. Gozó
entonces de un cuatrienio de reposo, que era
lo que siempre pidió para su ejercicio de poeta irregular, intermitente. Pero la proclamación de su puerto natal como ciudad independiente le aventó otra vez a los azares de la vida pública. Se le designó Jefe Político de Guayaquil “por voluntad del pueblo y de las tropas”, según aparece en el Acta de Cabildo del
9 de octubre de 1820. Surgió más tarde el
problema de la anexión de Guayaquil a que
hicimos referencia, que determinó la renuncia
de Olmedo y un disgusto pasajero con el Libertador. En 1824 ganaron los patriotas, comandados por Bolívar y por Sucre, las batallas
de Junín y de Ayacucho, que fueron la culminación de las campañas de emancipación del
continente. Tal episodio arrebató al poeta
ecuatoriano, haciéndole escribir una de las
mejores odas de la lengua castellana. Poste-
88
GALO RENÉ PÉREZ
riormente fue a Londres, como Ministro Plenipotenciario nombrado por Bolívar. Así apareció en su horizonte personal e intelectual el
otro gran neoclásico de esa época, don Andrés Bello. El retorno al país fue para nuevos
servicios. La primera Asamblea del Ecuador
como república separada de la Gran Colombia (1830) eligió a Olmedo Vicepresidente.
Tras eso vinieron los años de la dictadura de
Flores y la oposición popular. Venció aquél en
los campos de Miñarica. El poeta se sintió de
nuevo arrebatado: “…me despertó la oda de
Miñarica”. Había corrido toda una década
desde “el trueno” de Junín hasta el de la lucha
fratricida que le inspiró estos nuevos versos,
tan recomendados por la crítica. Y habría de
pasar otro tiempo igual, pero de retiro de la
carrera política y de placiente descanso, en
que el ejercicio de la lírica lograría hacerle
rendir nuevos frutos: catorce composiciones y
una traducción muy personal del “Ensayo sobre el Hombre”, del poeta inglés Alejandro
Pope. Su dominio de esta lengua era evidente. Aun escribió “The delight of Spring”, breve
canto al deleite de la primavera, con delicadeza y sobriedad. Pero no quiso respetar celosamente las expresiones del poema de Pope
que tradujo. Y en vez de una versión fiel nos
dio una paráfrasis. El mismo confiesa su capricho –no sabemos si excusable–: “El traductor
no ha querido dar lección de laconismo sino
de moral”.
Finalmente (todos los mortales somos
inaplazables, según el expresivo decir nerudiano), vino el año de 1847 y con él la terminación de una existencia fecunda, consagrada
al bien público en una época de veras fragosa. Tenía entonces Olmedo 67 años de edad.
La producción poética que nos ha dejado no es numerosa. Ni tampoco homogénea en sus calidades. Sobresalen sus dos
odas, a Bolívar y a Flores, tan conocidas y ce-
lebradas. Casi todo lo demás es de una opacidad irremediable. Ni siquiera se puede atribuir ello a los titubeos de la iniciación juvenil, porque escribió versos bastante ramplones en la plenitud de su madurez, después de
los dos aludidos aciertos. Un ejemplo es el
poema “A su esposa señora doña Rosa de Icaza”, con ocasión del viaje del autor a la ciudad de Londres, fechado en 1825. Y como éste, tiene algunos otros que nos dejan ver su
propensión a hacer poesía de circunstancias,
intrascendente y caediza, condenada al limbo
del álbum familiar.
Las composiciones escritas en los años
de la juventud, durante su estada en Lima, sirven para entender mejor los rasgos de su personalidad poética. Lo que en ellas se descubre, de primera impresión, es la facilidad para expresar líricamente las emociones. La pluma se le desliza sin tropiezos, espontáneamente. Improvisa con naturalidad. Para eso
prefiere las estructuras estróficas más simples.
El romancillo y las combinaciones de endecasílabos y heptasílabos de rima consonante son
los que preponderan en esa primera etapa. Se
advierte también su clara percepción auditiva. Está como admirado del milagro de sonoridad de los vocablos. Ha leído a los clásicos.
Les cita fervorosamente. En los versos de “Mi
retrato” (1803) nombra repetidamente –una,
dos, tres veces– a su Virgilio, a su Horacio, a
su Ovidio. También al neoclásico español
Meléndez Valdés, cuya influencia no dejó de
asimilar. Pero hay algo más: para el lector
atento hay en las creaciones juveniles de Olmedo el antecedente de sus composiciones
mayores, sobre todo del célebre “Canto a Bolívar”. Efectivamente, en el poema titulado
“En la muerte de Doña María Antonia de Borbón, Princesa de Asturias”, se usan las combinaciones métricas que luego se usaron en
aquel “Canto”, y se demuestra el gusto por
LITERATURA DEL ECUADOR
ciertas expresiones resonantes, que se repitieron casi literalmente en los versos ahora famosos, como éstas:
“rómpese el aire en rayos encendido;
retumba en torno el trueno estrepitoso”.
Un antecedente semejante es el de “El
Arbol”, de la misma época (1809), en que se
encadenan largamente los versos para la exposición coherente del asunto y se disparan
anatemas contra el Napoleón sojuzgador de
reyes. En el “Canto a Bolívar”, bajo la acción
del gran hecho histórico de América, los venablos cambiaron de dirección: fueron precisamente contra los reyes que antes exaltó el
poeta, pero se mantuvo el mismo acento arrebatado. Y, finalmente, un ensayo o tentativa
del mismo estilo de su oda, pero en que Olmedo parece aún desconfiar de su capacidad
de vuelo, es la “Parodia épica”, también del
período de la iniciación.
Además, es evidente que en aquellos
años de sus ajetreos de estudiante y de poeta
Olmedo ya ensayaba algunas maneras en la
expresión del verso. Quería la adaptación del
lenguaje y de la técnica al fondo del asunto.
Parecía que se afanaba en robustecer su conciencia estética, perdida casi bajo los atractivos mediocres de la facilidad y la improvisación. Por eso era capaz de escribir a los veintidós años de edad esta acertada advertencia:
“cada objeto particular exige su particular estilo, sus colores, sus imágenes y aun su metrificación”. Aquel escrúpulo le mantuvo vigilante en la composición de sus dos odas famosas, pero sin enfriarle el entusiasmo. Sin
conspirar contra el ardiente clima interior. Este a su vez era efecto fugaz de ciertos acontecimientos que le ponían como delirante. Y
por ello duraba solamente lo que era menester para que escribiera su poema. A eso obedece la creencia de Olmedo en una inspira-
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ción sobrenatural, colocada más allá de la inteligencia y del control de la voluntad. En los
pocos momentos felices de su creación habla
de “agitaciones”, de “fiebre”. En la “Victoria
de Junín, Canto a Bolívar”, se pregunta:
“¿Quién me dará templar el voraz fuego en
que ardo todo yo?”, o “¿Quién me liberta del
dios que me fatiga?”. Y en la oda “Al General
Flores, Vencedor de Miñarica”, se refiere a la
inspiración, que le parece bajar desde lo alto,
con estas palabras: “¡Ya está dentro de mí!”,
“que ya en el seno siento hervir el canto”. Necesitaba pues ponerse en un estado de arrebato para producir. Eso explica la infrecuencia
con que lo hizo y su propensión al énfasis, a
la grandilocuencia.
Uno de los grandes sucesos que le
exaltaron a aquel estado fue el de la emancipación hispanoamericana. Olmedo fue un espíritu enamorado de la libertad. Una mente
fascinada, además, por el brillo de los aceros
heroicos. Su admiración por Bolívar fue sincera y de las más profundas. Pero por sobre
todo ello fue un hombre con una conciencia
bastante clara, que logró apreciar las dimensiones de la obra de los libertadores. Tuvo una
buena percepción histórica. Alcanzó a ver lo
que se proyectaba más allá de esa época de
generosas agonías. Comprendió a Hispanoamérica en el momento de su mayor transformación, y así pudo hacer de su oda la expresión duradera del alma de todo el continente.
Para que no se debilitaran los matices de su
entusiasmo ni se falseara la admiración unánime de los pueblos emancipados acudió a
las imágenes de grandeza de los versos de
Homero. Creyó advertir un mismo linaje en
las hazañas de los griegos y las de su tiempo.
Bolívar, que hasta se resistía a permitirle que
usara su propio nombre en el poema, le desaprobó lo que hallaba de hiperbólico en éste:
“usted –le escribió– usted dispara… donde no
se ha disparado un tiro”. Y esto más, termi-
90
GALO RENÉ PÉREZ
nante: “Si yo no fuese tan bueno, y usted no
fuese tan poeta, me avanzaría a creer que usted había querido hacer una parodia de la
Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa”.
Bolívar fue uno de los jueces más inteligentes
y severos del canto que le destinó Olmedo;
razonaba con una perspicacia crítica excelente. Pero la referida opinión la rectificó en una
carta posterior, sin duda después de una lectura más sosegada. Efectivamente llegó a decirle: “el rayo que el héroe de usted presta a
Sucre es superior a la cesión de las armas que
hizo Aquiles a Patroclo. La estrofa 130 es bellísima: oigo rodar los torbellinos y veo arder
los ejes: aquello es griego, es homérico”.
Los juicios que se han vertido sobre
aquel poema –”La Victoria de Junín, Canto a
Bolívar”– han sido por lo común encomiásticos. A veces se ha llegado al más extremado
fervor. El humanista Aurelio Espinosa Pólit, S.
J., que ha escrito un detenido e inteligente estudio sobre Olmedo, ha hecho, por ejemplo,
estas afirmaciones: Sin el poema de aquél –dice– el Libertador “no sería ante nosotros lo
que ahora es. Porque a Bolívar lo ve la posteridad con la aureola de gloria que en su frente puso Olmedo”.– “…el Bolívar que ha pasado a la inmortalidad es el Bolívar de Olmedo”. Ingenuidad sería querer defender tan
apasionado punto de vista, que subordina la
grandeza de la obra de Bolívar –cada vez más
conocida– a los versos de Olmedo, cada vez
menos conocidos. El poeta, por su parte, se
sintió también convencido del poder de perennidad de su “Canto”. Y al Libertador le dirigió estas frases, a través de sus cartas: “los
dos, los dos hemos de entrar juntos en la inmortalidad”.– “Cuando yo amenacé a usted
con arrebatarle parte de su gloria, usted me
tendría por un jactancioso”. La verdad es que
no le arrebató ninguna parte de su gloria. Sí,
en cambio, contribuyó a enaltecerla como
muchos otros, entre los que siquiera habría
que recordar a Rodó, a Blanco-Fombona y a
Neruda. Pero a Olmedo naturalmente le corresponde un primer sitio, por su antelación
(ya se aludió a la oportunidad con que entendió el momento histórico) y por el mérito superior de su poema en el campo concreto de
las odas de la emancipación hispanoamericana.
“La Victoria de Junín, Canto a Bolívar”
no es únicamente lo que su título indica. Es
también la victoria de Ayacucho y un canto a
Sucre. Porque hubo dos batallas decisivas en
el Perú: la de Junín, ganada por Bolívar, en
agosto de 1824, y la de Ayacucho, en que
triunfó Sucre, en diciembre de ese mismo
año. Y Olmedo, que se sintió conmovido por
los dos episodios, y que se demoró algo más
del tiempo que éstos abarcaron, fue cantándolos en un extenso poema. Le pareció entonces que iba a fallarle lo que él creía que era la
unidad inviolable de los clásicos. Le atormentó esa vana preocupación. Y se afanó en trazar un plan previo de su composición. Cuando lo hubo terminado, dijo que aquel plan era
“grande y bello”, “grande y sublime”, “magnífico y atrevido”. Se lo hizo conocer a Bolívar,
y éste lo encontró defectuoso. Así comenzó la
discusión sobre el plan, que se la ha mantenido más de cien años. En 1826, Andrés Bello
tomaba partido junto a Olmedo. En 1879, Miguel Antonio Caro lo tomaba junto a Bolívar.
En decenios recientes, Espinosa Pólit también
ha condenado el plan olmediano. Y lo que
promueve la disparidad de criterios es el artificio empleado por el poeta para unir la descripción de las dos batallas, de Junín y de
Ayacucho, ocurridas en lugares y tiempos diferentes y con héroes distintos. Ese artificio es
la aparición del Inca Huayna-Cápac, quien,
estropeando el fondo de verosimilitud del
canto, se acomoda majestuosamente entre las
nubes del cielo y empieza a lanzar su profecía. Es la de la gloria de Ayacucho, una vez
91
LITERATURA DEL ECUADOR
que ya se ha conseguido la de Junín. El Inca,
a través de su visión, va describiendo los detalles de esa nueva batalla. Lo hace en el mismo estilo de Olmedo. De modo que el lector
se confunde y no sabe a cuál de los dos está
atendiendo. Y seguramente piensa para sí que
nada hay más innecesario y postizo que esa
aparición. El propio Olmedo pudo hacer de
narrador de los dos hechos heroicos, uniéndolos con naturalidad, mediante cualesquiera
frases ilativas y no con un aparato tan anacrónico y extraño. Además, el estilo o la atmósfera poética ha hecho ya por su cuenta la
unión que codiciaba el autor.
Respecto de los razonamientos que
Olmedo puso en boca de Huayna-Cápac, que
llamaba “generación suya” a la de los libertadores y daba consejos sobre la necesidad de
una organización republicana, fue Bolívar el
primero en hacer las objeciones. “No parece
propio –dice– que Huayna-Cápac alabe indirectamente a la región que le destruyó; y menos parece propio que no quiera el restablecimiento de su trono para dar preferencia a extranjeros intrusos, que aunque vengadores de
su sangre, siempre son descendientes de los
que aniquilaron su imperio”. Ahora bien, si se
mira con atención se puede advertir que la incorporación del Inca en “La Victoria de Junín”
no es únicamente para hacerle servir de profeta y consejero, sino también para que contemple el pasado y anatematice a los españoles. En ese propósito, robustecido por las alabanzas a los pueblos indios y al “divino Casas, de otra patria digno”, José Joaquín Olmedo se muestra como uno de los primeros indianistas y precursores del romanticismo hispanoamericano.
Finalmente, los méritos formales del
poema son algunos: el don eficaz de la onomatopeya (aunque se cae en repeticiones), la
expresividad y audacia de algunas comparaciones, la plasticidad de las descripciones, la
fuerza dinámica de las imágenes bélicas, los
cambios de ritmo según los pasajes del argumento, la naturalidad soberana en el despliegue de las estrofas, la impecable técnica en el
manejo de metros y de rimas. Todo ello debe
conducirnos a desterrar el repetidísimo criterio que puso a circular Menéndez y Pelayo, y
que jamás la crítica se ha atrevido a rechazar,
de que la oda “Al General Flores” es superior
a la “Victoria de Junín”. Aquélla, a pesar de
sus méritos, no es sino un pálido remedo de
esta otra.
La victoria de Junín
CANTO A BOLIVAR
(Fragmento)
El trueno horrendo que en fragor revienta
y sordo retumbando se dilata
por la inflamada esfera,
al Dios anuncia que en el cielo impera.
Y el rayo que en Junín rompe y ahuyenta
la hispana muchedumbre
que, más feroz que nunca, amenazaba,
a sangre y fuego, eterna servidumbre,
y el canto de victoria
que en ecos mil discurre, ensordeciendo
el hondo valle y enriscada cumbre,
proclaman a Bolívar en la tierra
árbitro de la paz y de la guerra.
Las soberbias pirámides que al cielo
el arte humano osado levantaba
para hablar a los siglos y naciones,
–templos do esclavas manos
deificaban en pompa a sus tiranos–
ludibrio son del tiempo, que con su ala
débil las toca y las derriba al suelo,
después que en fácil juego el fugaz viento
borró sus mentirosas inscripciones;
y bajo los escombros, confundido
entre la sombra del eterno olvido,
–¡oh de ambición y de miseria ejemplo!–
el sacerdote yace, el dios y el templo.
92
Mas los sublimes montes, cuya frente
a la región etérea se levanta,
que ven las tempestades a su planta
brillar, rugir, romperse, disiparse,
los Andes, las enormes, estupendas
moles sentadas sobre bases de oro,
la tierra con su peso equilibrando,
jamás se moverán. Ellos, burlando
de ajena envidia y del protervo tiempo
la furia y el poder, serán eternos
de libertad y de victoria heraldos,
que, con eco profundo,
a la postrema edad dirán del mundo:
“Nosotros vimos de Junín el campo,
vimos que al desplegarse
del Perú y de Colombia las banderas,
se turban las legiones altaneras,
huye el fiero español despavorido,
o pide paz rendido.
Venció Bolívar, el Perú fue libre,
y en triunfal pompa Libertad sagrada
en el templo del Sol fue colocada”.
¿Quién me dará templar el voraz fuego
en que ardo todo yo? –Trémula, incierta,
torpe la mano va sobre la lira
dando discorde son. ¿Quién me liberta
del dios que me fatiga…?
Siento unas veces la rebelde Musa,
cual bacante en furor, vagar incierta
por medio de las plazas bulliciosas,
o sola por las selvas silenciosas,
o las risueñas playas
que manso lame el caudaloso Guayas;
otras el vuelo arrebatada tiende
sobre los montes, y de allí desciende
al campo de Junín, y ardiendo en ira,
los numerosos escuadrones mira
que el odiado pendón de España arbolan,
y en cristado morrión y peto armada,
cual amazona fiera,
se mezcla entre las filas la primera
de todos los guerreros,
y a combatir con ellos se adelanta,
triunfa con ellos y sus triunfos canta.
GALO RENÉ PÉREZ
Tal en los siglos de virtud y gloria,
donde el guerrero solo y el poeta
eran dignos de honor y de memoria,
la musa audaz de Píndaro divino,
cual intrépido atleta,
en inmortal porfía
al griego estadio concurrir solía;
y en estro hirviendo y en amor de fama
y del metro y del número impaciente,
pulsa su lira de oro sonorosa
y alto asiento concede entre los dioses
al que fuera en la lid más valeroso,
o al más afortunado;
pero luego, envidiosa
de la inmortalidad que les ha dado,
ciega se lanza al circo polvoroso,
las alas rapidísimas agita
y al carro vencedor se precipita,
y desatando armónicos raudales,
pide, disputa, gana,
o arrebata la palma a sus rivales.
¿Quién es aquel que el paso lento mueve
sobre el collado que a Junín domina?
¿que el campo desde allí mide, y el sitio
del combatir y del vencer desina?
¿que la hueste contraria observa, cuenta,
y en su mente la rompe y desordena,
y a los más bravos a morir condena,
cual águila caudal que se complace
del alto cielo en divisar la presa
que entre el rebaño mal segura pace?
¿Quién el que ya desciende
pronto y apercibido a la pelea?
Preñada en tempestades le rodea
nube tremenda; el brillo de su espada
es el vivo reflejo de la gloria;
su voz un trueno, su mirada un rayo.
¿Quién, aquel que, al trabarse la batalla,
ufano como nuncio de victoria,
un corcel impetuoso fatigando,
discurre sin cesar por toda parte…?
¿Quién sino el hijo de Colombia y Marte?
Sonó su voz: “Peruanos,
mirad allí los duros opresores,
LITERATURA DEL ECUADOR
de vuestra patria; bravos Colombianos
en cien crudas batallas vencedores,
mirad allí los duros opresores
que buscando venís desde Orinoco:
suya es la fuerza y el valor es vuestro,
vuestra será la gloria;
pues lidiar con valor y por la patria
es el mejor presagio de victoria
Acometed, que siempre
de quien se atreve más el triunfo ha sido;
quien no espera vencer, ya está vencido”.
Dice, y al punto cual fugaces carros
que, dada la señal, parten y en densos
de arena y polvo torbellinos ruedan;
arden los ejes, se estremece el suelo,
estrépito confuso asorda el cielo,
y en medio del afán cada cual teme
que los demás adelantarse puedan;
así los ordenados escuadrones
que del iris reflejan los colores
o la imagen del sol en sus pendones,
se avanzan a la lid. ¡Oh! ¡quién temiera,
quién, que su ímpetu mismo los perdiera!
¡Perderse! no, jamás; que en la pelea
los arrastra y anima e importuna
de Bolívar el genio y la fortuna.
Llama improviso al bravo Necochea,
y mostrándole el campo,
partir, acometer, vencer le manda,
y el guerrero esforzado,
otra vez vencedor, y otra cantado,
dentro en el corazón por patria jura
cumplir la orden fatal, y a la victoria
o a noble y cierta muerte se apresura.
Ya el formidable estruendo
del atambor en uno y otro bando,
y el son de las trompetas clamoroso,
y el relinchar del alazán fogoso
que, erguida la cerviz y el ojo ardiendo
en bélico furor, salta impaciente
do más se encruelece la pelea,
y el silbo de las balas que, rasgando
el aire, llevan por doquier la muerte,
y el choque asaz horrendo
de selvas densas de ferradas picas,
y el brillo y estridor de los aceros
que al sol reflectan sanguinosos visos,
y espadas, lanzas, miembros esparcidos
o en torrentes de sangre arrebatados,
y el violento tropel de los guerreros
que más feroces mientras más heridos,
dando y volviendo el golpe redoblado,
mueren, mas no se rinden… todo anuncia
que el momento ha llegado,
en el gran libro del destino escrito,
de la venganza al pueblo americano,
de mengua y de baldón al castellano.
Si el fanatismo con sus furias todas,
hijas del negro averno, me inflamara,
y mi pecho y mi musa enardeciera
en tartáreo furor, del león de España,
al ver dudoso el triunfo, me atreviera
a pintar el rencor y horrible saña.
Ruge atroz, y cobrando
más fuerza en su despecho, se abalanza,
abriéndose ancha calle entre las haces,
por medio el fuego y contrapuestas lanzas;
rayos respira, mortandad y estrago,
y sin pararse a devorar la presa,
prosigue en su furor, y en cada huella
deja de negra sangre un hondo lago.
En tanto el Argentino valeroso
recuerda que vencer se le ha mandado,
y no ya cual caudillo, cual soldado
los formidables ímpetus contiene
y uno en contra de ciento se sostiene,
como tigre furiosa
de rabiosos mastines acosada,
que guardan el redil, mata, destroza,
ahuyenta sus contrarios, y aunque herida,
sale con la victoria y con la vida.
Oh capitán valiente,
blasón ilustre de tu ilustre patria,
no morirás, tu nombre eternamente
en nuestros fastos sonará glorioso,
y bellas ninfas de tu Plata undoso
a tu gloria darán sonoro canto
93
94
y a tu ingrato destino acerbo llanto.
Ya el intrépido Miller aparece
y el desigual combate restablece.
Bajo su mando ufana
marchar se ve la juventud peruana
ardiente, firme, a perecer resuelta,
si acaso el hado infiel vencer le niega.
En el arduo conflicto opone ciega
a los adversos dardos firmes pechos,
y otro nombre conquista con sus hechos.
¿Son ésos los garzones delicados
entre seda y aromas arrullados?
¿los hijos del placer son esos fieros?
Sí, que los que antes desatar no osaban
los dulces lazos de jazmín y rosa
con que amor y placer los enredaban,
hoy ya con mano fuerte
la cadena quebrantan ponderosa
que ató sus pies, y vuelan denodados
a los campos de muerte y gloria cierta,
apenas la alta fama los despierta
de los guerreros que su cara patria
en tres lustros de sangre libertaron,
y apenas el querido
nombre de libertad su pecho inflama,
y de amor patrio la celeste llama
prende en su corazón adormecido.
Tal el joven Aquiles,
que en infame disfraz y en ocio blando
de lánguidos suspiros,
los destinos de Grecia dilatando,
vive cautivo en la beldad de Sciros:
los ojos pace en el vistoso alarde
de arreos y de galas femeniles
que de India y Tiro y Menfis opulenta
curiosos mercadantes le encarecen;
mas a su vista apenas resplandecen
pavés, espada y yelmo, que entre gasas
el Itacense astuto le presenta,
pásmase… se recobra, y con violenta
mano el templado acero arrebatando,
rasga y arroja las indignas tocas,
parte, traspasa el mar, y en la troyana
arena muerte, asolación, espanto
GALO RENÉ PÉREZ
difunde por doquier; todo le cede…
aun Héctor retrocede…
y cae al fin, y el derredor tres veces
su sangriento cadáver profanado,
al veloz carro atado
del vencedor inexorable y duro,
el polvo barre del sagrado muro.
Ora mi lira resonar debía
del nombre y las hazañas portentosas
de tantos capitanes, que este día
la palma del valor se disputaron
digna de todos… Carvajal… y Silva…
y Suárez… y otros mil…; mas de improviso
la espada de Bolívar aparece,
y a todos los guerreros,
como el sol a los astros, oscurece.
Yo acaso más osado le cantara
si la meonia Musa me prestara
la resonante trompa que otro tiempo
cantaba al crudo Marte entre los Traces,
bien animando las terribles haces,
bien los fieros caballos, que la lumbre
de la égida de Palas espantaba.
Tal el héroe brillaba
por las primeras filas discurriendo.
Se oye su voz, su acero resplandece,
do más la pugna y el peligro crece.
Nada le puede resistir… Y es fama,
–¡oh portento inaudito!–
que el bello nombre de Colombia escrito
sobre su frente, en torno despedía
rayos de luz tan viva y refulgente
que, deslumbrado el español, desmaya,
tiembla, pierde la voz, el movimiento,
sólo para la fuga tiene aliento.
Así cuando en la noche algún malvado
va a descargar el brazo levantado,
si de improviso lanza un rayo el cielo,
se pasma y el puñal trémulo suelta,
hielo mortal a su furor sucede,
tiembla y horrorizado retrocede.
Ya no hay más combatir. El enemigo
el campo todo y la victoria cede;
huye cual ciervo herido, y a donde huye,
LITERATURA DEL ECUADOR
allí encuentra la muerte. Los caballos
que fueron su esperanza en la pelea,
heridos, espantados, por el campo
o entre las filas vagan, salpicando
el suelo en sangre que su crin gotea,
derriban al jinete, lo atropellan,
y las catervas van despavoridas,
o unas en otras con terror se estrellan.
Crece la confusión, crece el espanto
y al impulso del aire, que vibrando
sube en clamores y alaridos lleno,
tremen las cumbres que respeta el trueno.
Y discurriendo el vencedor en tanto
por cimas de cadáveres y heridos,
postra al que huye, perdona a los rendidos.
Padre del universo, Sol radioso,
dios del Perú, modera omnipotente
el ardor de tu carro impetuoso,
y no escondas tu luz indeficiente…
Una hora más de luz… –Pero esta hora
no fue la del destino. El dios oía
el voto de su pueblo, y de la frente
el cerco de diamante desceñía,
en fugaz rayo el horizonte dora,
en mayor disco menos luz ofrece
y veloz tras los Andes se oscurece.
Tendió su manto lóbrego la noche:
y las reliquias del perdido bando,
con sus tristes y atónitos caudillos,
corren sin saber dónde, espavoridas,
y de su sombra misma se estremecen;
y al fin en las tinieblas ocultando
su afrenta y su pavor, desaparecen.
¡Victoria por la patria! ¡oh Dios, victoria!
¡Triunfo a Colombia y a Bolívar gloria!
Ya el ronco parche y el clarín sonoro
no a presagiar batalla y muerte suena
ni a enfurecer las almas, mas se estrena
en alentar el bullicioso coro
de vivas y patrióticas canciones.
Arden cien pinos, y a su luz, las sombras
huyeron, cual poco antes desbandadas
huyeron de la espada de Colombia
las vandálicas huestes debeladas.
En torno de la lumbre,
el nombre de Bolívar repitiendo
y las hazañas de tan claro día,
los jefes y la alegre muchedumbre
consumen en acordes libaciones
de Baco y Ceres los celestes dones.
“Victoria, paz –clamaban–
paz para siempre. Furia de la guerra,
húndete al hondo averno derrocada.
Ya cesa el mal y el llanto de la tierra.
Paz para siempre. La sanguínea espada,
o cubierta de orín ignominioso,
o en el útil arado transformada,
nuevas leyes dará. Las varias gentes
del mundo que, a despecho de los cielos
y del ignoto ponto proceloso,
abrió a Colón su audacia o su codicia,
todas ya para siempre recobraron
en Junín libertad, gloria y reposo”.
“Gloria, mas no reposo”, –de repente
clamó una voz de lo alto de los cielos;
y a los ecos los ecos por tres veces
“Gloria, mas no reposo”, respondieron.
El suelo tiembla, y, cual fulgentes faros,
de los Andes las cúspides ardieron;
y de la noche el pavoroso manto
se transparenta y rásgase, y el éter
allá lejos purísimo aparece
y en rósea luz bañado resplandece.
Cuando improviso veneranda Sombra,
en faz serena y ademán augusto,
entre cándidas nubes se levanta:
del hombro izquierdo nebuloso manto
pende, y su diestra aéreo cetro rige;
su mirar noble, pero no sañudo;
y nieblas figuraban a su planta
penacho, arco, carcaj, flechas y escudo;
una zona de estrellas
glorificaba en derredor su frente
y la borla imperial de ella pendiente.
95
96
Miró a Junín, y plácida sonrisa
vagó sobre su faz. “Hijos –decía–
generación del sol afortunada,
que con placer yo puedo llamar mía,
yo soy Huayna-Cápac, soy el postrero
del vástago sagrado;
dichoso rey, mas padre desgraciado.
De esta mansión de paz y luz he visto
correr las tres centurias
de maldición, de sangre y servidumbre
y el imperio regido por las Furias.
No hay punto en estos valles y estos cerros
que no mande tristísimas memorias.
Torrentes mil de sangre se cruzaron
aquí y allí; las tribus numerosas
al ruido del cañón se disiparon,
y los restos mortales de mi gente
aun a las mismas rocas fecundaron.
Mas allá un hijo expira entre los hierros
de su sagrada majestad indignos…
Un insolente y vil aventurero
y un iracundo sacerdote fueron
de un poderoso Rey los asesinos…
¡Tantos horrores y maldades tantas
por el oro que hollaban nuestras plantas!
Y mi Huáscar también… ¡Yo no vivía!
Que de vivir, lo juro, bastaría,
sobrara a debelar la hidra española
esta mi diestra triunfadora, sola.
Y nuestro suelo, que ama sobre todos
el Sol mi padre, en el estrago fiero
no fue, ¡oh dolor! ni el solo, ni el primero:
que mis caros hermanos
el gran Guatimozín y Motezuma
GALO RENÉ PÉREZ
conmigo el caso acerbo lamentaron
de su nefaria muerte y cautiverio,
y la devastación del grande imperio,
en riqueza y poder igual al mío…
Hoy, con noble desdén, ambos recuerdan
el ultraje inaudito, y entre fiestas
alevosas el dardo prevenido
y el lecho en vivas ascuas encendido.
¡Guerra al usurpador!– ¿Qué le debemos?
¿luces, costumbres, religión o leyes…?
¡Si ellos fueron estúpidos, viciosos,
feroces y por fin supersticiosos!
¿Qué religión? ¿la de Jesús?… ¡Blasfemos!
Sangre, plomo veloz, cadenas fueron
los sacramentos santos que trajeron.
¡Oh religión! ¡oh fuente pura y santa
de amor y de consuelo para el hombre!
¡cuántos males se hicieron en tu nombre!
¿Y qué lazos de amor…? Por los oficios
de la hospitalidad más generosa
hierros nos dan, por gratitud, suplicios.
Todos, si, todos; menos uno solo:
el mártir del amor americano,
de paz, de caridad apóstol santo,
divino Casas, de otra patria digno;
nos amó hasta morir.– Por tanto ahora
en el empíreo entre los Incas mora.
José Joaquín Olmedo, “La victoria de Junín”.
Fuente: José Joaquín Olmedo, poesía-prosa. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, pp. 103 - 115 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; La Colonia y la República.
Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
Tercera sección
LA INDEPENDENCIA Y EL SIGLO XIX
I.– Los Libertadores. Sus propósitos de transformación política,
económica y social. Vicente Rocafuerte, pensador liberal.
El duelo ideológico de liberalismo y conservadorismo.
La dictadura conservadora de García Moreno
Las ideas de los mejores hispanoamericanos del siglo XVIII, entre los que se cuentan
los intelectuales del Ecuador a que hemos
destinado algunas de estas páginas, tuvieron
mucha eficacia. Multiplicaron los conatos revolucionarios en el continente. Los hubo en
Quito, en México, en La Paz, en Caracas, durante la primera década de la centuria siguiente. También lo hubo en Buenos Aires en
1810, pero allí con un resultado definitivamente favorable: el de la independencia. La
culpa era del propio gobierno español, que se
resistía a entender a nuestra América. Pero tal
empecinamiento le sería nefasto, como lo advirtió Mejía en las Cortes de Cádiz. El quebrantamiento del imperio se mostraba inevitable, inminente. Hoy no es difícil recordar los
trazos del acontecimiento. Fernando VII hizo
demostraciones de sanguinario absolutismo
en cuanto recuperó el trono. Reforzó las tropas que mantenía en nuestros pueblos. Impuso en ellos una política de mayor intransigencia. Y la respuesta hispanoamericana no se hizo esperar. Las multitudes de los campos y las
ciudades, después de tres centurias de servidumbre, obedecieron por fin a la incitación
heroica de un grupo de revolucionarios, y se
alzaron contra España hasta vencerla. Los
nombres de Francisco de Miranda, Miguel Hidalgo, José María Morelos, Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O’Higgins, Antonio José de Sucre y José Artigas se fijaron para siempre en la hora más importante de la
historia del continente.
Miranda fue uno de los primeros visionarios. Se dirigió a nuestra América en un lenguaje que vibraba de coraje. Recordaba las
atrocidades de los conquistadores. Las exacciones de las autoridades. Hacía ver que el
designio de éstas no era sino “el de remachar
más y más los hierros” con que las manos estaban atadas. E inició su movimiento emancipador decretando la igualdad de todos y poniendo bajo la obligación de las armas de la
patria a los hombres comprendidos entre los
18 y los 58 años de edad. La obra comenzada por el admirable precursor venezolano fue
continuada, esta vez triunfalmente, por su
compatriota Simón Bolívar. Y él se constituyó
entonces en la máxima figura de la época.
Porque todo lo fue: estratega, guerrero, caudillo, estadista, legislador, escritor político. Tras
libertar a cinco naciones, consciente como
ninguno de la realidad hispanoamericana, en
la que prevalecía la unidad impuesta por los
tres siglos de la colonia, intentó formar una
confederación de nuestros pueblos. Construir
“la más grande nación del mundo”, sobre todo “por su libertad y gloria”.
A su vez los libertadores mexicanos
Miguel Hidalgo y José María Morelos –ambos
curas– entendieron que el movimiento de independencia tenía que implicar una verdadera transformación social y económica. Iban
en ese aspecto más lejos que los otros. Por eso
señalaron plazos breves para la liberación de
los esclavos, la devolución de los bienes a sus
100
GALO RENÉ PÉREZ
antiguos poseedores, la división y reparto de
las tierras a los indígenas. De ese modo ponían el insospechado antecedente de las reformas agrarias que conquistó México cien
años después.
En el Ecuador de aquel período hubo
una figura especialmente destacada. Fue la de
Vicente Rocafuerte. Su pensamiento liberal y
republicano tuvo una significación innegable
en el difícil proceso de la organización de
nuestros pueblos. El que quiera conocer los
hechos sobresalientes de la vida pública de
Rocafuerte y los rasgos característicos de su
pensamiento, expuestos de manera ordenada
y objetiva, dispone de una fuente insustituíble: una de sus “Cartas a la Nación”, la número 11, firmada en Lima en el año de 1844. Es
ésta la que da cuenta de “sus servicios a la
causa de la independencia hispanoamericana”, como respuesta a su enemigo político el
general Juan José Flores. Pero no se limita exclusivamente a ello. Es en sí misma un modelo de esbozo autobiográfico y de exégesis de
su filosofía liberal y progresista.
Las ideas liberales de Rocafuerte, que
vinieron a remover el estancamiento espiritual preferido y amparado por la autoridad española y la masa tradicionalista, concitaron
una inmediata oposición. Eso es lo que ha
ocurrido no sólo en el Ecuador, sino en el resto de Hispanoamérica. Ha habido un duelo
incesante entre liberalismo y conservadorismo. Entre el afán de reformas y el medroso
amor de un pasado rutinario. Aquél se ha alimentado en la filosofía moderna y ha querido
redimir a la conciencia de los gravámenes del
prejuicio y el fanatismo. El otro se ha erguido
contra todo lo nuevo y ha sellado su alma con
una advertencia terminante: dogma e intolerancia. Las luchas internas en nuestros países,
y las contiendas por el poder, se han hecho
aborrascando las dos banderas antagónicas
–de liberales y conservadores– y eso al precio
de mucha sangre. Las tres centurias coloniales
de exacerbado catolicismo tuvieron que pesar
fuertemente en los años dramáticos del cambio político del continente. Por eso los libertadores no intentaron volverse de súbito contra las viejas prácticas. Algunos estadistas que
vinieron después, como Bernardino Rivadavia
en la Argentina, Benito Juárez en México y Vicente Rocafuerte en el Ecuador, fueron los
que se empeñaron en establecer instituciones
liberales, esencialmente reformadoras.
Pero parte de esa labor encontró su
contrarresto vigoroso, enardecido. En la Argentina surgió Rosas para destruír las conquistas de Rivadavia. Decía que restauraba la religión. Se alió con el clero. Su retrato personal
fue paseado en procesión de fieles y colocado en los altares. Sus enemigos eran los impíos unitarios. Dominó en un clima de terror
hasta cuando la acción heroica de los librepensadores, organizada desde el destierro,
logró arrojarle del mando. En el Ecuador apareció Gabriel García Moreno para borrar los
caminos de la reforma trazados por aquel
hombre de la Ilustración que fue Vicente Rocafuerte. También decía que restauraba la fe
católica. Y además la moral pública. Pero
igualmente bajo el sistema del terror: “A los
que corrompe el oro los reprimirá el plomo”.… “De hoy más, el patíbulo del malvado
será garantía del hombre de bien”. La oposición de los librepensadores, y de manera más
eficaz la de Juan Montalvo, entonces en el
destierro, lo echó del palacio presidencial,
por lo balcones. Literalmente, por uno de los
balcones. Ha habido más de una razón para
que la pluma de los biógrafos hiciera el paralelo de García Moreno y de Rosas.
Pero el gobernante ecuatoriano tiene
semejanza aun más estrecha con el déspota
guatemalteco Rafael Carrera, contemporáneo
suyo. La diferencia está en que aquél fue un
hombre de ciencia y de letras, al paso que Ca-
LITERATURA DEL ECUADOR
rrera fue un cuasi analfabeto. Los otros rasgos,
en cambio, los emparientan. El déspota de
Guatemala enarboló el lema de “viva la religión”, “mueran los extranjeros y los herejes”.
Derogó las leyes que podían mellar la autoridad de la Iglesia. Se rodeó de los jesuitas. Puso en manos de éstos la educación pública.
Celebró un concordato con el Vaticano. Fue
condecorado por el Papa. El déspota del
Ecuador comenzó luchando contra los extranjeros, representados por el general Juan José
101
Flores, y contra los conatos de invasión peruana. Ya en el gobierno, el blanco de su persecución y castigos fueron los herejes. Destruyó cuanto atentaba contra la preponderancia
de la Iglesia. Celebró un concordato con la
Santa Sede. Pidió al general de la Compañía
de Jesús el envío de jesuitas para entregar a
éstos la enseñanza. Nada le parecía más acertado ni benéfico. El Papa alabó su obra. Ha
habido después elementos que han solicitado
que se le canonice.
II.– El movimiento de restauración liberal.
El pensamiento de Juan Montalvo, máxima figura ecuatoriana
en las letras del siglo XIX. Eloy Alfaro
Epoca difícil había sido pues la de la
iniciación republicana en nuestra América.
Años de incertidumbre. De vacilaciones y paradojas. De conflictos. De discordias y de
choques crudelísimos. Años tempestuosos.
Amagaba la anarquía. Se descargaba el puño
vengador de la dictadura Las masas ya estaban redimidas del yugo español. Pero aún no
habían aprendido a deletrear los nombres de
sus derechos y sus responsabilidades. Había
tanta obra por delante. Por eso surgieron los
caudillos. Y también los ideólogos. Era aquello una prueba de ambiciones y coraje. El clima creaba personalidades de gran reciedumbre. Se establecían con esfuerzo ejemplar instituciones civilizadas. Pasaba cierto tiempo, y
ellas eran destruídas por gentes que entendían
de otro modo el momento histórico, o la confusa realidad de cada país. Tal aconteció en el
Ecuador, donde las libertades fueron sofocadas bajo la consigna del orden. El caso de
García Moreno fue ése. Interrumpió las conquistas liberales de la república en su empeño autocrático de moralización y progreso
material. Cumplió parte muy apreciable de su
propósito, pero engendró la consecuencia funesta de nuevas reacciones populares sangrientas. Porque el cauce que su dominio tiránico había cerrado tenía que abrirse de nuevo, para la evolución normal de las instituciones democráticas.
El movimiento de esa restauración de
libertades políticas y tolerancia religiosa tuvo
como protagonistas a escritores, universitarios, estadistas y hombres de espada. Las figu-
ras destacadas de entre todas –la una en el
plano de las ideas y la otra en el de la acción–
fueron las de Juan Montalvo y Eloy Alfaro. Si
a Montalvo, considerado por la crítica más reciente como fundador del ensayo moderno en
lengua castellana y precursor del modernismo
se lo estudia en otro capítulo, no por eso se
puede olvidarle en la explicación del desarrollo del pensamiento ecuatoriano. A lo largo de
la abundante literatura que escribió se encuentra claramente expuesta su filosofía. Llama la atención, por eso, que se la hubiera malentendido, creyendo ver en ella –a veces tendenciosamente– principios que el escritor repudió de modo terminante. Montalvo perteneció a una familia de liberales. Sus hermanos simpatizaban con los regímenes de Urbina y de Robles, legatarios de la ideología política que difundieron los hombres ecuatorianos de la Ilustración. Vio en su niñez el atropello que la soldadesca del dictador Juan José
Flores cometió contra su casa, y quizás ello
influyó en su conducta de más tarde, que fue
de oposición inquebrantable a los déspotas.
Sintió una inclinación temprana hacia las biografías de las grandes figuras de la antigüedad
grecolatina. Le apasionaban las Vidas de Plutarco y cuanto se relacionaba con la personalidad y la obra de Cicerón. Extraía lecciones
morales de aquel rico pasado. La poesía y la
filosofía de la misma época vinieron a completar su cultura clásica. De ese modo fueron
cobrando solidez y pureza sus normas éticas
y estéticas. A todo ello se sumó la conciencia
del idioma: una disposición innata, de veras
LITERATURA DEL ECUADOR
excepcional, encontró auxilio inestimable en
la lectura paciente y reflexiva de los autores
españoles de los Siglos de Oro. Y los viajes a
Francia hicieron lo demás, que fue la absorción del espíritu romántico. Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, y también el inglés
Byron, se contaron entre sus escritores preferidos.
Brevemente insinuadas estas circunstancias, no es ya difícil observar la base en
que se estableció la posición de Montalvo en
la vida pública del país. Recomendó una entereza moral semejante a la de los varones de
la antigüedad. Enarboló como valores irrenunciables los de las libertades del individuo
–fruto de esa alianza huguesca de liberalismo
y romanticismo–, y se convirtió en el más brillante sagitario que han conocido en Hispanoamérica los enemigos de las instituciones
civilizadas. Acumuló como ningún otro ecuatoriano ideas y hechos de la cultura del mundo para hacer correr con fuerza plenaria una
filosofía de tipo liberal. La eficacia de su labor
radicaba en su insuperada condición de polemista. Disparaba sus condenaciones y anatemas con mano certera. El blanco eran los tiranos y los sistemas de barbarie y fanatismo que
ellos practicaban. Su arrojo no era común. El
brío de su pensamiento tampoco. Tan admirablemente había asimilado las lecturas múltiples de que gustó, que todo aquello fue aplicándolo a las circunstancias de su tiempo y
de su medio. Y con maestría lograda a fuerza
de un talento impar. Surgieron los prosélitos
de sus principios, los discípulos de su ideal
estético y su credo político. Una de las consecuencias fue la conspiración de un grupo universitario de liberales contra la dictadura garciana, que terminó con el asesinato del temible autócrata. Montalvo, entonces desterrado
en Ipiales, población fronteriza de Colombia,
comentó el hecho con esa frase de “mi pluma
103
le mató” que tanto han repetido sus biógrafos
y glosadores.
El malentendido cuando se ha juzgado
a Montalvo no ha provenido de sus ideas políticas generales, sino específicamente de sus
digresiones de carácter religioso. Tenía razón
Emilia Pardo Bazán cuando le calificaba de
alma cristiana y pensamiento heterodoxo. La
fe de Montalvo en Dios no desmaya jamás.
Está presente a la vuelta de cada página, a lo
largo de toda su obra. Frecuentemente invoca
el nombre de la Providencia. Su estilo –como
ha dicho la crítica– parece el de la oratoria sagrada. Pero combatió al mal clero. Sintió a su
modo la fe, desconfiando del valor de la liturgia de la Iglesia y del culto a las imágenes. Sus
“Siete Tratados” motivaron una pastoral condenatoria del Obispo de Quito Ignacio Ordóñez. Prohibía éste su lectura a los fieles porque afirmaba que contenían proposiciones
heréticas, máximas escandalosas, principios
contrarios a los dogmas revelados. La respuesta que escribió Montalvo es la de su célebre panfleto “Mercurial Eclesiástica”. La defensa se le convirtió en un ataque ardoroso en
que zumban las expresiones satíricas. Hace
un recuento de las guerras de la religión, de
los males del fanatismo. Aconseja la tolerancia y un espíritu amplio y comprensivo frente
a las manifestaciones artísticas.
Las ideas de Montalvo apasionaron a
los nuevos escritores y conductores políticos.
Entre estos últimos al general Eloy Alfaro, que
le apoyó económicamente, en uno de sus
destierros. Y que durante el tiempo de su gobierno trató de establecer las instituciones por
las que había combatido la pluma montalvina. Aunque más joven, pues que nació diez
años más tarde (1842), puede asegurarse que
Eloy Alfaro perteneció a la misma generación
de Montalvo. Luchó contra los mismos enemigos, llevado por idénticos ideales. Pero la
104
GALO RENÉ PÉREZ
lucha suya fue en el campo fragoso de la acción, con las armas, desafiando a la muerte en
episodios realmente heroicos. Comenzó su
brava y singular carrera en los años de la mocedad, poco después de haber abandonado
su villorrio costeño de Montecristi. Y la sostuvo sin debilidad hasta las postrimerías de su
vida. Por eso se le llamó como a Sarmiento,
seguramente con rara coincidencia, “el Viejo
Luchador”. A los treinta y cinco años de su infatigable agitación de montonero, en que di-
lapidó fortuna y energías personales, llegó al
Poder. Fue tras la victoria liberal del 5 de Junio de 1895. Su primera declaración, absolutamente sincera, fue la de “vengo sin odios ni
venganzas”. Desgraciadamente su ánimo de
conciliación se vio turbado por la reacción
conservadora, que le obligó a mantenerse con
su blusa de campaña. Pero no por ello desistió de sus planes de progreso material y de reformas liberales, que siguen siendo uno de los
legados inapreciables de que goza el Ecuador.
III.– Autores y Selecciones
Vicente Rocafuerte (1783-1847)
Nació Rocafuerte en la ciudad de Guayaquil. Perteneció a una familia de inmensos
recursos económicos. “…mi casa, que era
una de las más ricas del Ecuador antes de la
revolución”, dice en sus “Cartas a la Nación”
(la número 11, de Lima, 1844). Y lo fue, en
efecto. Como para permitirlo frecuentar “la
más fina y alta esfera social”. Viajar a Europa
a educarse. Ser condiscípulo de un príncipe,
de Jerónimo Bonaparte, hermano de Napoleón, y de “la juventud más florida de París”.
Eso le sirvió, a su vez, para “ser presentado y
admitido en la familia de Napoleón”, y para
“la facilidad de frecuentar los más brillantes
salones de París”. La capital francesa lo sedujo. La miró como a la “mansión del gusto, de
las gracias y de las bellas artes”. Pero, además, como a un centro político y cultural de
importancia, que sabía modelar el espíritu de
los hispanoamericanos que hasta allí llegaban. En París encontró “al distinguido joven
Simón Bolívar”. Cuando volvió a su puerto
guayaquileño, en 1807, lo hizo llevándose
“todas las ideas de la independencia y de la libertad con que se había familiarizado en
Francia”. Era el liberal y romántico que lo fue
toda la vida.
Se metió luego en la rica heredad paterna de Naranjito, en la costa del Ecuador.
Hasta allá fue un día el doctor Juan de Dios
Morales, héroe de la revolución de Quito del
10 de Agosto de 1809. Su presencia obedeció
a la necesidad de establecer las conexiones
que requería el movimiento que con sus compañeros preparaba, y que les costó la vida.
Rocafuerte estuvo de acuerdo con Morales en
el proyecto sedicioso, pero no en el modo ni
el tiempo de realizarlo. Cual lo había aprendido en Europa, creía que “había que extender la opinión de independencia, por medio
de sociedades secretas”. Debelada la revolución quiteña, a Rocafuerte se le consideró
comprometido con ella, y fue arrestado. Vinieron entonces las investigaciones y las influencias sociales y familiares. Con tanto efecto, que no sólo recuperó su libertad personal,
sino que pudo satisfacerse con la caída del
propio Gobernador de Guayaquil.
Había llegado la hora de su nuevo viaje a Europa. Se lo eligió diputado a las cortes
de Cádiz. Fue un buen pretexto para un largo
itinerario europeo. Le sobraban el dinero y la
ambición de experiencias. Suponía que éstas
le eran indispensables antes de ejercer su labor parlamentaria. A las cortes no asistió sino
a partir de 1814. Un año atrás había muerto el
máximo orador de aquéllas: José Mejía Lequerica. Pudo en seguida hacerse conocer
por sus ideales liberales y democráticas. Defendió “el sistema representativo que no reconoce más fuente de legitimidad que la emanada de la soberanía del pueblo”. Dejó ver su
agria condenación al absolutismo de Fernando VII. Huyó de España para no ser encarcelado. Iba cargado de odio hacia el monarca.
“Hubiera volado en el acto –dice– a las órdenes de Bolívar, de Morelos o de San Martín,
contra los serviles españoles; pero me era im-
106
GALO RENÉ PÉREZ
posible salir de ningún puerto de Europa”. Estaba vigilado. Ese confinio europeo le sirvió
para ir de ciudad en ciudad, de país en país
de los del viejo mundo. Todo lo veía a través
de su conciencia política: “yo no veía sino
pueblos libres o esclavos”. Observaba el grado de civilización. La intensidad del comercio. El volumen de la producción. El nivel de
vida común. Y sus opiniones muestran los trazos de un evidente positivismo material. Pero
junto a esas observaciones tomaron lugar
también sus enfoques sentimentales, de carácter romántico. Las contemplaciones históricas frente a las ruinas de sitios célebres son
del mismo linaje que las de Juan Montalvo.
No es difícil advertir que era una la fuente de
que ellas procedieron.
Cuando en 1817, tras una larga ausencia, volvió Rocafuerte a Guayaquil, se empeñó en enseñar francés a cuantos quisieron
aprenderlo, con la condición de que transmitieran a otros tales conocimientos y de que leyeran la “Historia de la Independencia de
Norteamérica”, del abate Raynal, el “Contrato Social”, de Juan Jacobo Rousseau, y “El espíritu de las leyes”, de Montesquieu. Ello revela su lugar en la Ilustración y su fe en la
fuerza revolucionaria de las ideas. Pocas almas como la de Rocafuerte, tan convencidas
de los poderes de la filosofía. Ahí está parte de
su grandeza. “Preparar los ánimos –aconsejaba–, convencerlos, persuadirlos, ilustrarlos, y
entonces el éxito es seguro”. Esperaba “un
nuevo triunfo de las luces del siglo”.
Pero la hora de la acción, de su acción
directa en la suerte del país, siguió demorando. Y no llegó sino cuando Rocafuerte contaba ya cincuenta y dos años de edad. Hubo antes otros viajes, por Europa y América. Esta
vez con frutos concretos para el nuevo mundo. Hizo periodismo en La Habana. Se opuso
a la coronación de Iturbide en México. Publicó en los Estados Unidos su ensayo “Ideas ne-
cesarias a todo pueblo independiente que
quiere ser libre” y sendos trabajos sobre la revolución mexicana y el sistema popular electivo y representativo. La experiencia norteamericana marcó en él una profunda huella.
Avivó su admiración por el gran país. Le llevó
a recomendar, como más tarde lo hizo Sarmiento, el ejemplo de los Estados Unidos. Al
alabar la “libertad política, religiosa y mercantil”, dice que aquéllos han sido “la primera nación que ha puesto en práctica estas sublimes verdades”. Y agrega, con observación
penetrante, en ese temprano año de 1830,
que “en el corto período de su existencia (Estados Unidos) ha llegado al grado más portentoso de riqueza y prosperidad que ofrece la
historia; ¿y por qué medios? Por los que brinda la moderna civilización”.
Y entre ellos coloca especialmente el
relativo a la tolerancia religiosa. El lema de
Rocafuerte es “liberalismo y tolerancia religiosa”. Una vez que se emancipó Hispanoamérica, aconsejó a nuestros pueblos “la cuestión vital de la libertad de cultos”. Decía:
“…hemos cesado de ser esclavos, y no hemos
aprendido aún a ser libres”. Advertía que “la
independencia mutua del estado y de la religión contribuye a mejorar la moral pública y
a facilitar la prosperidad social”. Cargaba el
énfasis en ello, porque “todo gobierno libre
debe ser tolerante, y admitir la libertad de cultos sin proteger ninguno; no se conoce ya, en
el nuevo vocabulario de la civilización, religión de estado”. Veía en el libre ejercicio de
la fe la base de una “rivalidad fecunda en la
conducta”, que permite el desarrollo material
de los pueblos. No se le entendió entonces en
el Ecuador, y hay muchos que no le han entendido todavía. Se le llamó “hereje”. No se
quiso recordar que, según su propio convencimiento, él juzgaba al cristianismo como “el
complemento de todas las necesidades fundamentales de la sociedad”. Lo que ocurría era
LITERATURA DEL ECUADOR
que Vicente Rocafuerte defendía la libertad
de la conciencia como uno de los primeros
atributos del hombre. Era, en ese campo, un
civilizador. En el mismo año que Sarmiento
en su “Facundo”, 1845, él explicaba el problema político del Ecuador acudiendo a la célebre antimonia de civilización y barbarie.
Pero en el lenguaje de Rocafuerte “civilización” significaba específicamente “liberalismo”, y “barbarie”, era “conservatismo”. Por
eso dijo: “El triunfo de Roca sobre Olmedo es
el triunfo de la barbarie sobre la civilización”.
En el electuario ideológico de Rocafuerte figuran también su hispanoamericanismo y su condenación del caudillismo militar.
Esos dos aspectos son siempre saludables, pero más lo eran entonces. El rompimiento de la
férrea unidad colonial, que vino con la independencia, acicateó la división nacionalista.
Oponiéndose a ésta, el político ecuatoriano
sirvió también a otros países. Aun fue diplomático de México, en cuyas funciones se interesó por la suerte de la economía continental. Aluden a ello estas palabras suyas: “…Yo
deliraba en ese tiempo con el singular proyecto de formar entre todas las nuevas repúblicas
de América una nueva federación pecuniaria”. Y nuestro siglo nos ha encontrado todavía en esa brega. En cuanto a su antimilitarismo, éste se le agudizó durante su campaña de
prensa, también en México. Allí era el principal editor del “Fénix de la libertad” cuando se
le arrestó y vejó. De esa impresión le brotó esta frase rotunda: “Yo hubiera sucumbido a la
inclemencia de la atmósfera, y al rigor del
maltrato que me daba una de esas fieras militares que tanto deshonran la historia de nuestra época”. Y la corroboró de este modo: “¡Pobre América! ¡Hasta cuándo serás víctima de
las criminales aspiraciones de tus pérfidos generales!”. Cuando volvió a su patria, ya no
pudo resistirse a la necesidad de combatirlos.
Se enfrentó al general Juan José Flores, extran-
107
jero que había convertido al Ecuador en su
feudo. Y así sonó la hora triunfal de Rocafuerte. La Convención Nacional de Ambato, en
1835, lo eligió Presidente de la República.
El estadista, el conductor, de tan lenta
y juiciosa preparación, estaba enteramente
formado. No tenía sino que mover hacia el
campo de las realizaciones el vasto caudal de
sus ideas. Esto es llevar a la práctica su filosofía liberal y progresista. Y ese fue precisamente el empeño de su gobierno, que organizó la
Hacienda Pública, mejoró la educación, abrió
caminos, procuró acrecentar la inmigración, y
dio leyes en que se plasmaba la política liberal y de tolerancia religiosa que tanto había
aconsejado. Pero las asperezas que conllevaba el mando de un país todavía turbulento, en
la agitación de los comienzos de su experiencia republicana, le obligaron más de una vez
a abandonar su idealismo. A crispar el puño.
A descargar toda la fuerza del régimen sobre
la oposición. A ese momento pertenecen estas
palabras suyas: “De día en día me persuado
más de la importancia de dar al Ejecutivo una
energía que raye en benéfico despotismo”. Y
estas otras: “…me he revestido de una firmeza que inspira terror”.
Seguramente su posición era justa. Pero –es fácil imaginarlo– concitó los recelos,
los desacuerdos, los rencores. Bajó del poder
aborrecido por muchos. Murió lejos del país.
Y la triste filosofía de los desengaños le había
hecho escribir estas expresiones, que como
casi todas las suyas encierran una certera admonición: “Estoy cansado del alto honor de
ser ecuatoriano de nacimiento, y tan hostigado de la horrible prostitución que impide los
progresos de este hermoso país, que estoy casi resuelto a irme a Europa… a no volver nunca más a esta bendita América, tan llena de
reptiles venenosos en los bosques como en
las ciudades”.
108
GALO RENÉ PÉREZ
Ensayo sobre la tolerancia religiosa
(Fragmentos)
Introducción
El 21 de junio empieza el invierno en
muchas partes del continente americano; ese
mismo día principia el verano en Europa; las
estaciones llevan en algunas de estas regiones
del Nuevo Mundo un orden inverso al que se
observa en el antiguo; esta diferencia que se
nota en la parte física ¿no podría extenderes a
la moral? Observemos lo que ha pasado más
allá de las columnas de Hércules, y lo que está sucediendo entre nosotros. El renacimiento
de las ciencias y de las artes en Italia produjo
ese espíritu de investigación, de duda y de
análisis, que aplicado por los alemanes a descubrir los abusos de la curia romana, dio origen a la libertad de conciencia, que condujo
a la libertad política. Nosotros hemos seguido
un rumbo opuesto. Hemos establecido la libertad política, la que envuelve en sus consecuencias la tolerancia religiosa, y así, por diversos caminos que los europeos, llegaremos
al mismo resultado de civilización. El sistema
federal que hemos adoptado contribuye a
emancipar el entendimiento de las trabas que
le ha puesto una gótica educación, generaliza
las ideas de independencia mental y conduce
a observar, auxiliar y despejar la verdad de los
errores que la rodean; todo se enlaza y se une
en el siglo actual, que merece justamente el
nombre de siglo positivo: todo se discute en
nuestros congresos; todo conduce a ilustrar
los hechos, a reformar los abusos y a mejorar
nuestra existencia social. De ese modo la razón humana se va desarrollando lentamente
por los progresos de la civilización, la que
pugna constantemente con la superstición y
el despotismo: la una corrompe al hombre
sustituyendo el error a la verdad, el otro lo degrada agobiándole bajo el peso de las cade-
nas y de las desgracias; y así como son correlativas las ideas de fanatismo y de tiranía, lo
son igualmente las de liberalismo y de tolerancia religiosa. Después de haber sacudido
el yugo de los españoles hemos cesado de ser
esclavos, y no hemos aprendido aún a ser libres ni podemos serlo sin virtudes y buenas
costumbres; a este gran objeto se dirigen mis
conatos.
Considero la tolerancia religiosa como
el medio más eficaz de llegar a tan importante resultado. Bien sé que un gran número de
mis compatriotas muy ilustres por su virtud y
saber, y en cuyos pechos arde, como en el
mío, el más puro patriotismo, no creen que la
opinión pública esté bastantemente formada,
ni las luces suficientemente generalizadas para promover este punto y presentar al sublime
cristianismo con todo el brillo de su divina tolerancia. Sólo un exceso de timidez, que raya
en indiferencia por la moral pública, puede
aconsejar el silencio sobre la cuestión vital de
la libertad de cultos. Siendo el principio de tolerancia una consecuencia forzosa de nuestro
sistema de libertad política, consecuencia que
no es dado a nadie impedir y contrariar, pues
nace de la misma naturaleza de las instituciones, ¿no dicta la prudencia prepararnos poco
a poco a esta inevitable mudanza? Si después
de diez años de independencia y de ensayos
políticos de libertad no nos hallamos en estado de entrar en el examen de la tolerancia religiosa, ¿para cuándo dejaremos la resolución
de este importantísimo problema? Discútase
esta materia con la calma que requiere su importancia, con el espíritu de verdad, de benevolencia y de caridad que exige el mismo
cristianismo, y pronto desaparecerán los fantasmas que nos asustan. Hace veinte años me
pronuncié por el sistema de independencia;
mis parientes, mis amigos me trataban de visionario y me sostenían que era imposible
viera en mis días la ejecución de tamaña em-
LITERATURA DEL ECUADOR
presa; el tiempo ha manifestado la falsedad de
sus profecías, y así como ha triunfado el principio de la independencia, así triunfará igualmente el de la tolerancia religiosa. Sembremos ahora para recoger dentro de cuarenta o
cincuenta años los frutos de virtud y moralidad que ella debe producir; el tiempo hará lo
demás, irá perfeccionando la instrucción pública, disipando las tinieblas del error, aclarando la verdad y proclamando el siguiente
axioma: “Que la libertad política, la libertad
religiosa y la libertad mercantil son los tres
elementos de la moderna civilización, y forman la base de la columna que sostiene al genio de la gloria nacional, bajo cuyos auspicios gozan los pueblos de paz, virtud, industria, comercio y prosperidad”.
Bien sé que en un país naciente no
pueden introducirse innovaciones sin que estén precedidas de la opinión pública y acompañadas de circunstancias favorables; querer
atropellar usos anticuados para reemplazarlos
con otros infinitamente superiores, pero nuevos, es armar la vanidad contra las proyectadas reformas, y alborotar la ignorancia que es
uno de los más firmes apoyos de las preocupaciones. En la introducción de toda mejora
política y religiosa la prudencia aconseja preparar los ánimos, convencerlos, persuadirlos,
ilustrarlos, y entonces el éxito es seguro; ésta
es la grata esperanza que me anima, y la que
me estimula a exponer mis ideas sobre la tolerancia religiosa, para que se establezca en
los tiempos futuros, ya que la fuerza de la superstición y la ignorancia no nos permiten entrar en el inmediato goce de los incalculables
bienes que produce. Esta doctrina de tolerancia fue la de los primitivos cristianos; perseguidos por los paganos, éllos la invocaron a
su favor, como la invocaron después los judíos y los musulmanes en tiempo de Fernando y de Isabel de Castilla, y como la invocaron en el día las luces y la civilización. Los
109
primeros mártires hicieron ver la injusticia
con que se les perseguía por su nueva religión, que no tenía ningún contacto con la política; probaron que la una se ocupa de los intereses del cielo y la otra de los de la tierra;
que ambas deben ser independientes, y que
entre ellas debe haber tanta distancia como la
que separa el firmamento del globo terráqueo. Ellos insistieron en el divorcio entre la
Religión y el Estado cuando declararon y repitieron que el reino de N. S. J. Cristo no es de
este mundo, y que mientras pagaban contribuciones como ciudadanos y daban al César
lo que es del César, la autoridad civil no tenía
derecho para impedir el libre ejercicio de su
culto. Esta sublime verdad, que se oscureció
después con las tinieblas de la ignorancia y el
transcurso de los siglos bárbaros, ha renacido
con mayor vigor en nuestros tiempos, y es un
nuevo triunfo de las luces del siglo. La independencia mutua del estado y de la religión
contribuyen a mejorar la moral pública y a facilitar la prosperidad social; se adapta admirablemente a la organización física y moral del
hombre, y suministra al mismo cristianismo
una prueba de la sublimidad de su origen. Como éstas son ideas abstractas que necesitan
explicaciones, séame lícito valerme de la filosofía del profesor Cousin, para exponerlas
con orden y claridad.
Mundo industrial
El hombre expuesto al calor, al frío, a
la insalubridad de los pantanos, a la explosión
del rayo, a los terremotos, al furor de lo tigres,
al veneno de las culebras, al ataque de feroces animales, se encuentra en un mundo extranjero y enemigo, cuyas leyes y fenómenos
parecen conspirar contra su existencia y estar
en contradicción con su naturaleza. Si se sostiene, si vive, si respira dos minutos, es a condición de conocer estos fenómenos y estas le-
110
GALO RENÉ PÉREZ
yes que destruirían su ser si no supiera estudiarlos, observarlos, medirlos y calcularlos.
Por medio de su inteligencia paulatinamente
desarrollada y bien dirigida toma conocimiento y posesión de este mundo; por medio
de su libertad lo modifica, lo enseñorea, lo sujeta a su voluntad, y así transforma los desiertos en campos cultivados, descuaja montes,
ensancha ríos, nivela terrenos y obra, en fin,
en la sucesión de los siglos, esa serie de milagros que nos arrebatarían de admiración sino
los poseyéramos y sino estuviéramos tan
acostumbrados a las felices consecuencias de
nuestro poder.
El primero que midió el espacio que lo
rodeaba, que contó los objetos que veía, que
observó sus propiedades y su acción, ese creó
y dio a luz las ciencias matemáticas y físicas;
el que hizo el primer arco, el primer anzuelo
o primero se vistió de pieles, ese creó la industria; multiplíquese este débil germen fabril
por los siglos y por el trabajo acumulado de
tantas y diversas generaciones, y tendremos
todas las maravillas que nos rodean, y a las
que somos casi insensibles. Las ciencias físicas y matemáticas son una conquista de la inteligencia humana sobre los secretos de la naturaleza; la industria es una conquista de la libertad sobre las fuerzas de esta misma naturaleza. El mundo, tal como el hombre lo encontró, le era extranjero; tal como lo han transformado las ciencias físicas y matemáticas, y en
seguida la industria, es un mundo semejante
al hombre, reconstruído por él a su imagen;
por todas partes se encuentra más o menos
degradada o debilitada la forma de la inteligencia humana; la naturaleza sólo ha producido cosas, es decir, seres sin valor: el hombre, transformándolas y dándoles su forma,
les ha puesto la marca de su personalidad, las
ha elevado a simulacros de libertad y de inteligencia, y de ese modo les ha comunicado la
mayor parte del valor que tienen. El mundo
primitivo no es más que una base, una materia a la cual el hombre aplica su trabajo, y en
el que brilla con mayor esplendor su inteligencia y libertad. La economía política explica como de estas acumulaciones de trabajo
nacen las riquezas, se aumentan, progresan y
resultan las maravillas de la industria, las que
están íntimamente ligadas con las de las ciencias exactas. Las matemáticas, la física, la industria y la economía política satisfacen las
primeras urgencias y tienen por objeto lo útil;
¿pero, lo útil es la única necesidad de nuestra
naturaleza, la única idea que reconcentre todas las que están en la inteligencia, el único
aspecto por el cual el hombre considera las
cosas? No ciertamente. A más del carácter de
utilidad existe el de justicia, que nace de las
mismas relaciones que engendra el trato de
los hombres entre sí y este nuevo carácter
produce resultados tan ciertos como los primeros, y aún más admirables.
Mundo político
La idea de lo justo es una de las glorias
de la naturaleza humana. El hombre la percibe a primera vista; pero se le presenta como
un relámpago en medio de la oscura noche
de las primitivas pasiones, la ve cubierta de
nubes y a cada instante eclipsada por el desorden necesario de impetuosos deseos y de
intereses encontrados. Lo que se llama sociedad natural es un estado de guerra, en el que
reina el derecho del más fuerte, en el que predomina el orgullo y la crueldad, y en donde la
pasión siempre siempre avasalla y sacrifica la
justicia. Esta idea de lo justo una vez concebida, agita el entendimiento del hombre, le
atormenta, le impele a realizarla, y así como
antes había formado una nueva naturaleza sobre la idea de lo útil, del mismo modo forma,
de la sociedad natural o primitiva en donde
todo es desorden, confusión y crimen, otra
LITERATURA DEL ECUADOR
nueva sociedad fundada sobre la única idea
de la justicia. La justicia constituída es el Estado. La misión del Estado es hacer respetar la
justicia por la fuerza, la que debe emplearse
no sólo en reprimir sino también en castigar la
injusticia; de aquí se deriva un nuevo orden
de sociedad, la sociedad civil y política, que
no es otra cosa más que la justicia puesta en
acción por el orden legal que representa el Estado. El Estado no se ocupa de la infinita variedad de elementos humanos que pugnan en
la confusión y caos de la sociedad natural, no
abraza al hombre en su totalidad; solamente
lo considera bajo las relaciones de lo justo o
de lo injusto, es decir, como capaz de cometer o de recibir una injusticia, de perjudicar o
ser perjudicado por el fraude o por la violencia en el libre ejercicio de su actividad voluntaria; de aquí resultan todos los deberes y todos los derechos legales. El único derecho legal es el de ser respetado en el pacífico ejercicio de la libertad; el único deber (se entiende en el orden civil) es el de respetar la libertad de los otros; esto es lo que llama justicia;
su objeto es el de mantener y conservar el
equilibrio de la recíproca libertad. El Estado,
pues, lejos de limitar la libertad (como se supone) la desenvuelve, la asegura y le da mayor latitud legal; lleva mil ventajas a la sociedad primitiva, en la cual existe una gran desigualdad entre los hombres por sus necesidades, sus sentimientos, sus facultades físicas,
intelectuales y morales; en un estado civilizado toda desigualdad desaparece ante la ley; y
así puede decirse que la igualdad, atributo
fundamental de la libertad, forma con esta
misma libertad la base del orden legal y de este mundo político que es una creación del ingenio humano, aún más portentosa que la del
mundo científico, económico e industrial,
comparado al mundo primitivo de la naturaleza.
111
Mundo artístico
En la variedad infinita de objetos exteriores y actos humanos, la inteligencia no se
limita a la idea de lo útil o nocivo, de lo justo
o de lo injusto; se extiende a la consideración
de lo feo o de lo hermoso. La idea de la belleza es tan natural en el hombre como la de la
utilidad y de la justicia; ella nace del mismo
espectáculo de la naturaleza, de la viva impresión que producen en nuestros sentidos los
brillantes colores en la aurora, el reflejo de la
luna sobre la vasta extensión del mar, las prismáticas y nevadas cimas de nuestras grandiosas cordilleras; también procede de la contemplación de seres animados, como la cara
risueña del inocente niño, el elegante talle de
una hermosa joven en la primavera de sus
años, la gallardía de un guerrero o el entusiasmo que inspira el heroico patriotismo. Apoderándose el hombre de la idea de lo bello, la
despeja, la extiende, la desenvuelve, la purifica, la perfecciona, y así como por la industria
y por las ciencias modificó el mundo físico y
sacó del caos de la sociedad primitiva la justicia y la virtud, así en el mundo de las formas
sacó la belleza de los misterios que la cubrían, recompuso los objetos que le habían
suministrado la idea de la belleza, la que reprodujo con mayor esplendor y pompa triunfal. Como no hay nada de perfecto sobre la
tierra, que el sol tiene sus manchas; que la cara más hermosa tiene sus lunares; que la misma heroicidad, que es la más grande y más
pura de todas las bellezas, está sujeta a mil
miserias humanas, si se observa de cerca o
con imparcialidad el hombre se desentiende
de estas imperfecciones, y elevándose sobre
las alas de su genio sólo busca hermosuras y
perfecciones que encuentra disminadas en
varios objetos; las junta, las combina, de ellas
forma un todo y crea una naturaleza artificial
superior a la primitiva. ¿Qué hermosura hay
112
GALO RENÉ PÉREZ
en el mundo que pueda compararse a la que
inventó Fidias y admiran todos en la famosa
estatua de la Venus de Médicis? ¿Qué formas
humanas pueden compararse a las del Apolo
de Belvedere? El bello ideal es la creación de
una nueva naturaleza que refleja la hermosura de un modo más vivo, más diáfano y más
sublime que la misma naturaleza primitiva. El
mundo artístico es pues tan verdadero y positivo como el político y el industrial; es la obra
de la inteligencia y de la libertad aplicadas a
groseras bellezas, en lugar de aplicarse, como
en la industria y en la política, a una rebelde
naturaleza o a la sujeción de pasiones indomables.
Mundo religioso
No basta al hombre haber recompuesto una naturaleza a su imagen, haber organizado una sociedad sobre principios de justicia, haber hermoseado su existencia con el
prestigio de las artes; su pensamiento se arroja y penetra en las regiones etéreas, concibe
una fuerza motriz, un poder superior al suyo
y al de la naturaleza; un poder que se manifiesta en la magnificencia de sus obras; y que
es ilimitado en la superioridad de esencia y de
absoluta omnipotencia. Encadenado en los límites del globo, el hombre lo ve todo bajo
formas térreas; a través del prisma mundanal
percibe y supone irresistiblemente alguna cosa que es para él la substancia, la causa y modelo de todas las fuerzas y perfecciones, causa que presiente en sí misma, y que reconoce
en la tierra que habita; en una palabra, más
allá del mundo industrial, político y artístico,
concibe a Dios. El Dios de la humanidad no
está concentrado en la tierra ni separado de
ella; todo lo abraza; su divino soplo reanima,
vivifica y alegra el universo entero. Un Dios
sin mundo no existiría para el hombre; un
mundo sin Dios sería un enigma inexplicable
para su pensamiento y un tremendo peso para su corazón.
La intuición de Dios, distinta en sí del
mundo, pero manifestada patentemente, es la
religión natural; y así como el hombre adelantó el mundo primitivo, la sociedad primitiva y
las bellezas naturales, estaba en el orden que
deseara perfeccionar la religión natural, que
no es más que el vago instinto de la divinidad,
un maravilloso pero fugitivo relámpago que
surca las tinieblas de la ignorancia y deslumbra la imaginación del salvaje abandono a la
naturaleza. El cristianismo vino en nuestro auxilio, el mismo Dios reorganizó el mundo religioso, nos enseñó la aplicación de la inteligencia y de la libertad a las ideas de santidad,
y las puso en armonía con las de utilidad, justicia y belleza. El cristianismo está, pues, hermanado con el mundo industrial, político y
artístico y con todos los elementos de la moderna civilización; puede considerarse como
el complemento de todas las necesidades fundamentales de la sociedad, como el resorte
moral el más poderoso para fijar la tranquilidad pública por medio de las buenas costumbres. Siendo puramente intelectual su estudio
cultiva y desarrolla la inteligencia; siendo
eminentemente pacífico y tolerante desenvuelve las ideas de orden, y por consiguiente
de libertad; se modifica y adapta perfectamente a la organización física y moral del
hombre. El estado, como lo hemos visto, no
abraza al hombre en su totalidad, lo considera únicamente en sus relaciones de justo o de
injusto, se limita a los intereses civiles, a la
parte física de conveniencias que constituye
la felicidad social; salir de este círculo de atribuciones térreas es contrariar el mismo objeto de su establecimiento; su influjo está ceñido al mundo industrial, político y artístico, y
nada tiene de común con el mundo religioso.
La religión no abraza tampoco al hombre en
su totalidad, lo considera en la parte espiri-
LITERATURA DEL ECUADOR
tual, en sus relaciones con Dios, en el arreglo
de su conducta y en la práctica de las virtudes
que lo han de guiar a una futura bienaventuranza. Ambas instituciones son indispensables al hombre, ambas se proponen su felicidad; el gobierno, la de la tierra, y la religión
la de la eternidad; la una se apodera del cuerpo, la otra del alma; y así como el alma es invisible y manifiesta su existencia por los movimientos arreglados que la voluntad comunica al cuerpo, del mismo modo la religión debe ser invisible en el gobierno y carta constitucional, y sólo darse a conocer por los efectos de moralidad y buenas costumbres que
produzca, por la dignidad de su culto y por la
virtud de sus ministros. Debe imitar en la tierra el orden del cielo, que de un modo invisible nos colma de alegría enviándonos diariamente al rutilante sol. La invisibilidad política
del clero en el estado, o su perfecta separación de los negocios públicos, realza el brillo
de la visibilidad moral del sublime cristianismo, y facilita el desempeño de las espirituales
y augustas funciones del sacerdocio. Tan penetrados están los modernos de esta verdad,
que han segregado los intereses del gobierno
de los de la religión, han proclamado la independencia absoluta de ambos, y han establecido por principio de absoluta necesidad social, que todo gobierno libre debe ser tolerante, y admitir la libertad de cultos sin proteger
a ninguno; no se conoce ya, en el nuevo vocabulario de la civilización, religión de estado, o teoría del altar y del trono.
Toda religión dominante es opresora
Toda religión dominante es opresora y
perseguidora de las demás sectas; los roma-
113
nos persiguieron a los primitivos cristianos,
como los persiguen en el día los turcos y los
argelinos; el Mufti con sus Ulemas, los Rabinos y los Bracmanes son tan intolerantes como los inquisidores de España y de Portugal.
Los obispos y clérigos protestantes de Inglaterra son insufribles en su egoísmo intolerante;
han estado en continua lucha con los católicos de Irlanda, hasta que el espíritu de tolerancia y de justicia del siglo ha triunfado de su
poder apoyado en el trono, y ha libertado en
fin a los católicos de Irlanda del yugo que ha
pesado sobre ellos desde el tratado de Leimerick hasta el año de 1828. Proclamar una religión dominante es lo mismo que establecer
un monopolio de opiniones religiosas, con el
cual se enriquecen con perjuicio de la sociedad los únicos intérpretes legales del cielo; de
aquí provienen las inmensas riquezas del clero protestante nacional de Inglaterra, del católico de España, la opulencia de los Ulemas en
Turquía y el tributo de adoración que los
Bracmanes reciben en el Indostán. El monopolio religioso es tan perjudicial a la propagación de la moral y desarrollo de la inteligencia humana, como lo es el monopolio mercantil a la extensión del comercio y prosperidad de la industria nacional, y así la triple unidad de libertad política, religiosa y mercantil
es el dogma de las sociedades modernas.
Vicente Rocafuerte – “Ensayo sobre tolerancia religiosa”,
pp. 109 -122.
Fuente: Escritores políticos. Puebla, México, Editorial J. M.
Cajica Jr., S. A., 1960, pp. 109-122 (Biblioteca Ecuatoriana
Mínima; La Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia
Interamericana).
IV.– Liberalismo y romanticismo. El romanticismo, movimiento
de caracteres uniformes en Hispanoamérica. Los antecedentes
individualistas del siglo XVIII. El clima político de la emancipación
continental como estímulo para la nueva literatura. Ingredientes
románticos. La influencia europea, y particularmente la española desde
Velarde hasta Bécquer. Los poetas románticos del Ecuador.
La prosa. Mera, iniciador del género novelesco. Montalvo,
fundador del ensayo moderno en lengua castellana
El romanticismo ecuatoriano heredó
los caracteres de su progenie europea. Igual
aconteció con el resto de Hispanoamérica. En
lugar de producirse una influencia recíproca
entre los países del continente, se originó un
sometimiento común a la corriente de ideas y
normas estéticas de Europa. Las semejanzas y
coincidencias que guardan entre sí las obras
románticas hispanoamericanas no son pues
fruto de un contacto directo de nuestras culturas nacionales, sino más bien de la general
aproximación de ellas a una misma fuente. Lo
que se diga sobre autores colombianos, argentinos, uruguayos o cubanos es, de ese modo, aplicable también a los ecuatorianos. Y
cualquier explicación de su romanticismo necesita de los antecedentes europeos.
El movimiento surgió sin duda de la
fuerte rebelión individualista del siglo XVIII.
Venía a ser la expresión estética de los ideales
de la Enciclopedia. De los principios de la
nueva filosofía, puesta al servicio de la persona humana o de la zona inalienable de sus
atributos y derechos. Pero sólo salió victorioso después de la disolución del imperio bonapartista. Eso parece una paradoja porque fue
precisamente Napoleón Bonaparte quien hizo
realidad los postulados de la Revolución de
1789. Lo hizo a través de sus leyes. Sin embargo, es necesario reconocer dos cosas: la de
que el Corso mismo fue un neoclásico por el
estilo de sus escritos –cuya sobriedad alaba
Saint-Beuve– y por los modelos que escogió
para su acción: lo más noble de ella, que fue
el legislar, estuvo inspirado en los códigos de
Justiniano. Y la otra cosa, de veras definitiva,
fue que los nacionalismos europeos y la ardida proclamación y defensa de las libertades,
que generaron el romanticismo, sólo tomaron
lugar con la derrota de las armas conquistadoras de Bonaparte.
El clima político de afirmación de los
derechos y facultades individuales extendió
su influencia al campo estético. En la literatura adquirió resonancia el mismo metal de belicosa y arrogante autonomía. Frente a la vieja norma opresora se erguía el alarde de la voluntad indomeñable. El gusto personal reemplazó a la regla. El tipo al arquetipo. Tal fue la
época en que el Yo conquistó su máximo relieve. La inspiración estuvo socorrida por el
mundo íntimo de cada cual. Por la necesidad
LITERATURA DEL ECUADOR
de las grandes confidencias. “Cuando tengo
una pena hago un soneto”, decía Goethe. A
aquella se entregaron los mayores de los escritores románticos. Y los públicos veneraban
a éstos. Hubo algo como la apoteosis del
hombre de letras. Lejos quedaba el recuerdo
de la triste condición de Cervantes, y de la humildosa dedicatoria de sus libros a príncipes,
duques o señores. Hasta el periodista que batallaba por el afianzamiento de las nuevas libertades dejó de ser el soldado gris de un regimiento anónimo. Firmó sus columnas. Voceó su nombre. Orgullosamente se descubrió
ante las multitudes.
La experiencia europea pasó a Hispanoamérica. Aceleradamente. Nada era entonces más oportuno, por los rasgos mismos que
dieron carácter al romanticismo. Si en Europa
éste prosperó al impulso de los afanes nacionalistas y de exaltación de las libertades, en
nuestro continente, que en los primeros decenios del siglo XIX se desgarraba de España,
ocurrió lo mismo. Las banderas de la independencia política de las nuevas repúblicas y
de la corriente estética triunfadora se enlazaron fraternalmente. Parecía que se cumplía la
advertencia de Hugo: el romanticismo en el
arte es lo mismo que el liberalismo en la política. Haya sido cualquiera la obra constructiva de España, las colonias hispanoamericanas con su emancipación se salvaban de más
de tres centurias de cierta penumbra intelectual. Por eso buscaron ansiosamente el horizonte cultural de otros países europeos. Francia a la cabeza. Y anatematizaron a quien les
había esclavizado.
En el Ecuador la reacción romántica se
produjo dentro de las mismas circunstancias.
Se debe considerar a José Joaquín Olmedo, a
pesar de su neoclasismo, tan evidente en muchos aspectos, como un precursor del romanticismo. Ya por su canto a la libertad y su condenación a España. Ya por su sentimiento na-
115
cionalista, que buscó, inclusive, las raíces del
pasado aborigen. Ello se acentuaría después,
con los autores de mediados del siglo XIX.
Montalvo y Mera, especialmente. En efecto,
el primero de éstos fue el mayor sagitario que
las ideas de libertad han tenido en el Ecuador.
Y, no obstante su hispanismo de buena estirpe, enderezó duras observaciones a España.
El otro, Juan León Mera, a pesar de su espíritu tan cristiano y español, también cantó la
emancipación con fervor patriótico y sentó
graves acusaciones contra el conquistador.
Aún más, quiso envolver con una atractiva
aura de lirismo el pasado indígena del país.
Los dos autores, por otra parte, respondieron
positivamente, como en el resto de Hispanoamérica, a la incitación de otras literaturas extranjeras, la francesa sobre todo.
Aquellos años de la centuria anterior
fueron turbulentos. La salida violenta a la luz
y a la intemperie descontroló a las antiguas
colonias. Tardaron, y quizás aún demoran, en
organizarse. Vacilando entre la libertad y la
anarquía, dieron paso a los caudillismos militares y las dictaduras. La política avivó entonces los rescoldos románticos. El escritor puso
sus ideas, y hasta su acción, al servicio de su
pueblo. Comenzaba ya en Hispanoamérica la
llamada literatura comprometida. El argentino
Alberdi rechazaba el ejercicio del arte por el
arte. Se multiplicaron las dictaduras, pero
también los escritores que reclamaban la libertad. El tirano Rosas, en la Argentina, tuvo
la oposición indeclinable de Sarmiento. El
General Mosquera, en Colombia, la de Jorge
Isaacs. García Moreno, en el Ecuador, la de
Juan Montalvo.
Otro de los caracteres con que el romanticismo apareció en Europa fue el de la
contemplación sentimental de la naturaleza.
El obsesivo culto del individualismo coincidía
con la vocación de soledad. Surgían los “paseantes solitarios”. Y su alma se placía en los
116
GALO RENÉ PÉREZ
coloquios con el paisaje desierto. Chateaubriand escogió para su relato romántico la naturaleza salvaje del nuevo mundo, que a él le
era completamente exótica. Por sensibilidad
misma, y por la presencia cercana de un vasto paisaje seductor y en plena doncellez, los
escritores hispanoamericanos del romanticismo asimilaron inmediatamente aquella preferencia de los maestros europeos. La poesía, la
novela y el ensayo se enriquecieron de emoción y gracia descriptivas del medio geográfico de América. Tal ocurrió también en el
Ecuador, en la obra de cuyos románticos el
paisaje terruñero hace un ademán de corroboración de los estados anímicos del autor o
de los protagonistas de sus ficciones literarias.
Quizás una breve aclaración habría
que agregar a todo esto. Coleridge decía que
se nace platónico o aristotélico. La vida espiritual del hombre está entre esos polos. Para
Aristóteles la poesía era mimesis, imitación,
aprendizaje retórico. Para Platón era embriaguez, arrebato. Los románticos, bajo esta consideración, no podían ser otra cosa que platónicos. Pero en Hispanoamérica, en más de un
país, y en el Ecuador indudablemente, el romanticismo tuvo de mimesis y de exaltación.
Nuestros escritores sintieron el frenesí de la
inspiración pero no abandonaron por eso la
severidad de los preceptos. Ejemplos clarísimos de ello: Juan Montalvo y Juan León Mera.
A pesar de los caracteres de antiespañolismo que se han expuesto como denominador común de la época, no dejó de ser evidente el influjo de los escritores de España
también. José Espronceda, José Zorrilla, Gustavo Adolfo Bécquer fueron nombres familiares para nuestros románticos. Pero quizás un
gran suscitador, no sólo en el Ecuador sino en
algunas repúblicas de Hispanoamérica, fue
otro español: el poeta Fernando Velarde. La
presencia fue más eficaz que la acción de los
libros. Velarde vagaba entonces por estos la-
dos haciendo sonar el sincero acento de su
romanticismo. Buscaba inspiración en nuestro paisaje. Por eso el colombiano Rafael
Pombo dijo en 1861, en tono de exaltación:
“La musa de Velarde es la América”. En lo que
concierne al Ecuador, casi no hubo poeta de
aquel movimiento que dejara de escribirle un
panegírico. Miguel Riofrío le destinó el artículo “Un poeta en nuestros Andes”. Juan León
Mera los versos de “A Fernando Velarde”.
Otros semejantes Miguel Angel Corral. E
igualmente Numa Pompilio Llona. A su vez
Velarde, buen amigo de todos y especialmente de Vicente Piedrahita, dedicó a éste su poema “En los Andes del Ecuador”.
La generación romántica ecuatoriana
contó con algunos autores cuyo valor es recomendable, sobre todo si se le aprecia bajo la
consideración general de lo que era la poesía
de esos años en todo el continente. No desentona, en efecto, del conjunto, ni por el acento sentimental ni por las formas expresivas
que se habían convertido en patrimonio común de los prosélitos del romanticismo. Los
temas se repitieron en los países de la Hispanoamérica de entonces, e igualmente las modalidades estilísticas. El ecuatoriano Rafael
Carvajal –que fue desterrado por la dictadura
militar de Veintemilla– escribió su “Impresión
a la vista del mar”, soneto que recuerda el aire nostálgico de los versos del argentino José
Mármol, de los cubanos Heredia y Gómez de
Avellaneda, del colombiano José Eusebio Caro, también tristemente alejados de la ribera
patria De modo semejante se extendió por estas latitudes el gusto de las leyendas, que poseyó también a los románticos españoles. Las
leyendas fueron aquí de inspiración indianista. Miguel Riofrío compuso “Nina”, o “leyenda quichua”, en fluído romance. Juan León
Mera, antes de lanzar su novela “Cumandá”,
publicó los poemas legendarios titulados “La
virgen del sol” y “Mazorra”. A esos asuntos se
LITERATURA DEL ECUADOR
agregaron, naturalmente, los de las confidencias íntimas, tan propias de la índole sufriente de esos discípulos de una lira mojada en lágrimas, estremecida desde los tiempos de Ossian. Recuérdese el acento elegíaco de la
“Plegaria” de Francisco Javier Salazar, o la
exaltación de “Grandeza Moral” de Numa
Pompilio Llona, o los versos doloridos de Luis
Cordero, o las notas becquerianas de Antonio
C. Toledo. Y, finalmente, se incorporó al romanticismo ecuatoriano el fervor religioso, la
poesía de unción. En el marco rosado de las
tardes de mayo sonaron tiernamente las canciones a la Virgen María. En esa orilla, también romántica por la sensibilidad frente al
paisaje y la exaltación interior, están Miguel
Moreno y Honorato Vásquez. Pero dentro de
todo el movimiento poético se mostraron con
personalidad quizás más interesante Dolores
Veintimilla de Galindo y Julio Zaldumbide.
A eso, naturalmente, hay que hacer
una importante aclaración: la de que las manifestaciones de la prosa de la época –también saturadas de romanticismo– deben ser
consideradas aparte, por la calidad magistral
de sus máximos autores, que son el novelista
Juan León Mera y el ensayista Juan Montalvo,
tantas veces citados aquí.
A la cultura ecuatoriana interesa vivamente el porfiado amor de Mera por los temas
nativos. La unidad inquebrantable que hay en
su obra, de poeta, de crítico, de investigador,
de novelista, es en efecto la que le dictan sus
preferencias por todo lo que concierne a su
país. En ello va, por cierto, la revelación de su
fe romántica y la feliz atisbadura de lo que habrían de perseguir los escritores hispanoamericanos del porvenir. No hay en sus trabajos
una realización plena y afortunada. Son harto
visibles algunas deficiencias, ya en el campo
de la ficción, ya en el del laboreo crítico, especialmente de su “Ojeada”. Pero nadie puede atreverse a negar la significación de Mera
117
en la búsqueda y robustecimiento del genio
nacional. Las leyendas indígenas y los cantares populares comparecen al conjuro de su
amorosa preocupación. El bravo rincón de
nuestra selva, desatendido tercamente, en todos los órdenes, trata de tomar forma animada en las líneas de su narración. Las muestras
dispersas de la poesía ecuatoriana son recogidas por su mano para el enfoque de los estudiosos. Y algo más, que pertenece a lo radical,
a lo sagrado e inalienable de los sentimientos
colectivos: con los versos del Himno Nacional que escribió Mera se aprende a saludar a
la Patria desde la época temprana de las primeras lecturas escolares.
El juicio de afuera no alude casi a estos aspectos porque se dirige, sobre todo, a las
páginas de la novela “Cumandá”. Publicada
en 1879, aparte de ser una de las primeras
que aparecieron en Hispanoamérica, vino a
ser la fundadora del género novelesco en el
Ecuador. La tentativa de Mera, rica de coraje
en un medio en el que faltaban antecedentes
de esa índole, tuvo que sufrir el gravamen de
muchos defectos, explicables en casi toda
etapa de iniciación. Los críticos actuales hallan así muy expedito el cauce de las observaciones, de los reparos, pero no fijan su atención en las fuertes razones que, empezando
por el precario ambiente cultural y la difícil
formación de la personalidad del novelista,
obraron en su carácter y su producción. Enrique Anderson Imbert es quizás el que más pobre le encuentra. La mira como un despojo de
otro tiempo. Parecida actitud asume Fernando
Alegría, que ve a “Cumandá” como novela
concebida dentro de las normas de una escuela literaria en decadencia, y cuya trama
“seudo-legendaria” no le emociona. Tampoco
los personajes, “sin dimensión sicológica”. Y
ni siquiera sus descripciones, “retóricas”.
Apenas sí recomienda como aspecto sobreviviente de esa obra lo que hay en ella de in-
118
GALO RENÉ PÉREZ
quietud social y de conocimientos etnológicos. Por su parte el crítico uruguayo Alberto
Zum Felde da apreciaciones sobre “Cumandá” sin conocerla. De veras se ve que no la ha
leído. Se refiere a personajes y episodios que
no existen en ella. Cosa semejante le ocurre a
Robert Bazin, estudioso francés de atinado
criterio, que esta vez yerra en la alusión a los
pasajes del argumento de la novela. No hace
falta aquí una fiscalía de los apresurados o
parciales comentarios de la crítica hispanoamericana. Conviene, en cambio, recordar que
Mera inició el género novelesco en el Ecuador, y remitir al lector a las apreciaciones que
se hacen en la sección antológica de este
libro.
En lo que concierne a Montalvo, la crítica hispanoamericana y española suele considerarle como una de “las grandes personalidades” del continente. Y lo fue sin duda por
sus muchas obras y su extraordinaria voluntad
de estilo. El prestigio de Montalvo como estilista ha persistido. Se lo encomia aún, a pesar
de los cambios que se han operado en los
gustos literarios. No significa esto que el autor
ecuatoriano tenga que ser el modelo que se
ha de imitar. Lo que Ortega pensaba de Cervantes es aplicable también a aquél, con una
ligera modificación: nada sería más innecesario y aburrido que otro autor con la misma religiosa manía del bien decir. El celo arcaizante de Montalvo, en que deseaba hacer consistir parte de su gloria, no lograría ser ahora más
que engaño de pedantes e ineptos. Su respeto
a las normas de clásicos y académicos –que
en más de una ocasión parece una especie de
beatería frente al idioma– ya no persuade del
todo. No hay hazaña más hermosa que la de
conocer bien la gramática para salvarse de
ella. Buen consejo del estilista contemporáneo Alfonso Reyes. Pero ninguna observación
conseguirá amenguar el mérito montalvino. El
escritor ecuatoriano rescató del olvido airosos
giros antiguos, de la mayor época de España.
Puso a circular de nuevo, con gracia original
en que se advierte el poder de su genio, muchos vocablos caídos en desuso. A fuerza de
amor, de estudio y afanes estéticos, fue dando
vitalidad a una porción ya inerte del idioma
castellano. Dictó como ninguno una lección
de pureza estilística, que deberían aprovechar
esos muchos que en América suelen cocear
hasta contra las reglas más elementales de la
expresión. Se irguió así en maestro de escritores conscientes de su profesión, los modernistas. José Enrique Rodó le tuvo precisamente
por tal. Y le consagró páginas críticas difícilmente igualadas, en que considera a Montalvo “uno de los artífices más altos que hayan
trabajado en el mundo la lengua de Quevedo”. Le halla distinto a Sarmiento, improvisador genial que no se desvelaba puliendo morosamente la frase. Pero distinto también a los
sobrios y remilgados que carecen del indispensable entusiasmo de la creación. “Para
buscar a tan personal estilo imagen propia
–dice Rodó– sería necesario figurarse una selva del trópico ordenada y semidomada por
brazo de algún Hércules desbrozador de bosques primitivos, una selva donde no sé qué
jardinería sobrehumana redujese a ritmo lineal y estupendo concierto la abundancia viciosa y el ímpetu bravío”.
En fin, múltiples elementos fueron entrando en la composición, tan culta y a la vez
tan voluntariosa, de la literatura montalvina.
Hasta que la hicieron única e inconfundible,
como puede apreciarse en casi todas sus páginas, aun en las de vehemente sagitario. Por
eso es obligado reconocer que él fue un
maestro del ensayo. Algo más todavía: el fundador del ensayo moderno en lengua castellana. Los grandes prosadores españoles de la
Generación del 98 –Ortega y Gasset y Unamuno a la cabeza– continuaron la tradición
montalvina de expresar estéticamente sus
LITERATURA DEL ECUADOR
ideas, de producir el fecundo abrazo de letras
y filosofía. Cierto es que Montalvo no tuvo la
solidez del filósofo. No fue un pensador a
quien animase la pasión de penetrar en el tuétano de las cosas, o de desagotar los temas. Ni
siquiera supo caminar derechamente, con orden y disciplina, por el campo de sus asuntos.
Cuanto se hace, por ejemplo, para demostrar
que sus “Siete tratados” no tienen el carácter
de tales porque son una yuxtaposición, en determinados momentos artificiosa, de pequeños ensayos, es justo e irrefutable. Lo ha demostrado bien Anderson Imbert. Pero, en
cambio, es admirable su conocimiento e interpretación de los filósofos griegos. Se acercó
amorosamente a la cultura antigua y la comprendió con ejemplar lucidez. Su erudición
no es superficial ni aparente.
Por temperamento, por inclinación natural que se vio estimulada con la lectura de
119
Montaigne, por la intención concreta de algunos de sus libros, Juan Montalvo prefirió ser lo
que se ha llamado un pensador fragmentario.
Agil, imaginativo, inestable, obliga a sus lectores a un viaje sin ruta prevista, rico de varias
sorpresas, aleccionador a la postre. El guía en
el viaje no es un filósofo. Es un poeta. En los
últimos años aquel estilo montalvino se tornó
aun más eficiente, porque se modernizó más.
Parecía que se iba descargando de sus lujos
inútiles, de sus alardes barrocos, de sus vestiduras suntuosas. Por eso las páginas de su última obra –”El espectador”– satisfacen mejor
los gustos de ahora. Desgraciadamente nada
más consiguió escribir, pues mientras corregía
las pruebas de aquellos breves ensayos contrajo la enfermedad que le enfrentó a la
muerte.
V.– Autores y selecciones
Julio Zaldumbide (1833 - 1887)
Nació en Quito. Rodeó a su casa un
largo prestigio familiar. Entre sus antecesores
se contaron personas de algún relieve histórico, que se interesaron en la eficiente organización del país emancipado. Cursó estudios
de Derecho, pero no se graduó en ellos. Le reclamaban otros reinos intelectuales más afines con su sensibilidad. Especialmente el de
las lenguas (antiguas y modernas) y el de las
creaciones literarias, tanto clásicas como románticas. Traductor, poeta, ensayista y suscitador de cultura, eso era él principalmente. A
su hogar, abundante de libros, acudían los jóvenes que aspiraban a tomar sitio en la historia de las letras ecuatorianas. Entre tales jóvenes figuraron Juan Montalvo y Juan León Mera, cuya importancia se ha extendido tanto.
Los dos, entre sí divergentes en muchos aspectos, pudieron no obstante conciliar ideas y
maneras de sentir con Zaldumbide, espíritu
de veras ecléctico. La hurañía de Montalvo se
vio gratamente combatida por la disposición
fraternal de Zaldumbide. Los días de esa
amistad juvenil llenaron de emoción al primero cuando –entre las procelas de la madurez– tuvo que escribir una conmovedora carta elegíaca para lamentar la muerte de su antiguo compañero. Aparte de la devoción estética, poseían en común el credo del liberalismo y el aborrecimiento a la dictadura de García Moreno. La alianza de Mera y Zaldumbide fue, en cambio, de puro carácter literario.
Los dos sentían la misma necesidad de recomendar el marco de lo nacional –buenos románticos– como el más apropiado para el
ejercicio de las letras.
Seguramente, pues, la vocación de escritor era la preponderante en la personalidad
de Julio Zaldumbide. Y a pesar de ello, no publicó ningún libro durante toda su vida. A los
requerimientos amicales él respondía negativamente, aludiendo al horror que le producían las ediciones nacionales, tan pobres y
defectuosas entonces. Lo que se ha recogido
en antologías póstumas demuestra que el autor, brillantemente dotado, careció de vanidades literarias, hasta de la tan justificable de
publicar lo que se escribe. Entre las cosas dispersas que hizo circular, quizás únicamente
se empeñó en la edición de su folleto “El Congreso, don Gabriel García Moreno y la República” (1865), de condenación política, y al
que se refirió Montalvo poco más tarde, en su
célebre obra “El Cosmopolita”.
Aquellas páginas son la revelación de
otro aspecto de Julio Zaldumbide: el del hombre público, que lo fue de manera intachable.
Tuvo representaciones parlamentarias. Fue
Ministro de Educación. Intervino como candidato a la Presidencia de la República en unas
lecciones que se frustraron por un movimiento subversivo. Corroboración de tal carácter es
también, sin duda, su ejemplar consagración
a los trabajos de la tierra. Soportando la primitivez de un medio selvático y llevando una vida sencilla y abnegada, a que hace ágiles referencias en su epistolario, transformó en
campos labrantíos la montaña de su heredad.
Murió a los 55 años de edad sin haber conocido otros horizontes que los de su patria.
La crítica ecuatoriana recuerda que la
primera composición que dio a conocer Zaldumbide fue su “Canto a la Música”, antes de
haber cumplido sus veinte años. Ya se ve en
121
LITERATURA DEL ECUADOR
esos versos el afán de afinar el estilo, de probar el buen gusto y el celo de la forma. Tales
propósitos se mantuvieron siempre. A través
de temas diversos: elegíacos, amorosos, filosóficos y descriptivos. Como en varios de los
autores del Ecuador y de otros países de Hispanoamérica, en él siguieron ejerciendo poder las exigencias de corrección de los clásicos. Es decir que romanticismo y clasicismo
hicieron alianza en sus creaciones poéticas.
Entre los clásicos, prefirió a los españoles de
la época de oro, especialmente a Fray Luis de
León y Garcilaso de la Vega. En cambio entre
los románticos no se avino con la influencia
de España, sino con la múltiple de Europa.
Una muestra de la presencia de Fray
Luis en los versos de Zaldumbide es la que se
halla, por el tema, por la emoción, por los símiles, en su canto “A la soledad del campo”.
Eso es evidente. El gusto garcilasista, y sobre
todo su acompasado donaire, se encuentran
asimismo en varias de sus otras composiciones eglógicas. Pero Julio Zaldumbide no fue
únicamente un romántico arrebatado por las
delicias de la naturaleza. Algunos de sus contemporáneos le conocían más bien como el
“poeta filósofo”. Se debió eso a cierta inquietud intelectual por los enigmas de ultravida.
La expresó especialmente en los seis cantos titulados “La Eternidad de la Vida”. Se preguntó si los intensos afectos del alma terrenal persistirán en el más allá, y movido por su fe cristiana supo consolarse con una respuesta afirmativa.
Poesías filosóficas
La eternidad de la vida
Versos dedicados a mi amigo Juan
León Mera
MEDITACIÓN
I
Cosas son muy ignoradas
y de grande oscuridad
aquellas cosas pasadas
en la horrenda eternidad,
por hondo arcano guardadas.
¿Quién pudo nunca romper
de la muerte el denso velo?
¿Quién le pudo descorrer,
y en verdad las cosas ver
que pasan fuera del suelo?
Que por fallo irrevocable
padecemos o gozamos
los que a otro mundo pasamos,
es cuanto de este insondable
alto misterio alcanzamos.
Si medir nuestra razón
procura, ¡oh eternidad,
tu ilimitada extensión,
¡qué flacas sus fuerzas son
para con tu inmensidad!
Sube el águila a la altura
del vasto, infinito cielo;
medirle quiere de un vuelo;
mas, toda su fuerza apura,
y baja rendida al suelo:
Así el loco pensamiento
se encumbra a medirte audaz;
mas se apura su ardimiento,
y abate el vuelo tenaz
al valle del desaliento.
II
En verdad que da tormento
este funesto pensar:
¿En qué vienen a parar
esas vidas que sin cuento
vemos a la tumba entrar?
122
GALO RENÉ PÉREZ
En la tumba, de los seres
precisa fin pavorosa,
remate así de placeres
como de los padeceres
de esta vida trabajosa:
En la tumba, oscura puerta
cuya misteriosa llave
vuelve con la mano yerta
la muerte: playa desierta
de donde zarpa la nave,
de la vida a navegar
con brújula y norte inciertos
en no conocida mar,
mar sin fondo, mar sin puertos,
ni ribera a do abordar.
“las cadenas que al cuerpo sujetaron
“mi esencia divinal, los demás lazos
“rompe también, que al mundo me ligaron?
¿”Piensas que del amor, que fue mi vida
“en la vida del mundo, me despojo
“estando al otro mundo de partida,
“cuál de la arcilla que a la tumba arrojo?
“No! No es capricho de la carne impura
“la amistad, o de amor la llama ardiente;
“del espíritu sí la efusión pura,
“y el espíritu vive inmortalmente.
“Y así a la eternidad lleva consigo,
“cuando abandona su terrestre estancia,
“amor de amante, o amistad de amigo,
“sujetos nunca más a la inconstancia”.
IV
Y ¿a dónde va quien deja nuestro mundo?
A dónde el que en tu sombra, muerte, escondes?
¡Jamás a esta pregunta, tú, profundo
silencio de la tumba, me respondes!
¿Sus lazos terrenales se desatan?
¿Se acuerda del humano devaneo,
o todos sus recuerdos arrebatan
las soporosas ondas del Leteo?
¿Está por dicha con la eterna unida
esta rápida vida que se acaba?
O allá el amigo la amistad olvida,
y el amante también lo que adoraba?
El amor, la amistad ¿son vanos nombres
que borra el soplo de la muerte helada?
¿del alma, que no muere de los hombres,
son ilusión no más, sombras de nada?
V
Oigo una voz que eleva el alma mía,
voz de inmortal y de celeste acento:
“¿Qué a mí, la muerte ni la tumba fría?”
dice hablando secreta al pensamiento;
“¿Piensas que la segur que hace pedazos
Julio Zaldumbide, “Poesías filosóficas: La eternidad de la
vida”.
Fuente: Poetas románticos y neoclásicos. Puebla, México,
Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, pp. 367-371 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; La Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960).
Dolores Veintimilla de Galindo (1829-1857)
Nació en Quito. Creció en un hogar
en el que todo le era propicio para ir formándose con finura y dominio de sus atributos
personales. La poesía, la música y la pintura
le tentaron graciosamente. Pero lo más legítimo de sus experiencias íntimas halló expresión en el verso. Fue una joven bella y trágica. O sea un alma señalada como pocas para
el culto romántico. Cedió al impulso –muy de
la corriente– de escribir los “Recuerdos” de su
brevísima existencia, de 27 años apenas. Por
ello sabemos “que era completamente dichosa bajo la sombra del hogar doméstico”. En
cuanto a su vida social, “nada –asegura– me
quedaba que pedir a la fortuna”. Desde los
doce años de edad se vio “constantemente rodeada de una multitud de hombres, cuyo esmerado empeño era agradarle y satisfacer
LITERATURA DEL ECUADOR
hasta sus caprichos de niña”. Pero se le había
“enseñado que los hombres no aman nunca y
que siempre engañan”: esto –agrega– “me hacía reír de ellos sin escrúpulo”. Hasta cuando,
muy temprano todavía, “un sentimiento de
gratitud” se le fue convirtiendo en amor apasionado. Buena expresión de éste quedó en
los versos que dicen: “Si ángel fuera a quien
templos y altares –en mi culto se alzaran, tal
vez– con tormentos cambiara, eternales, –por
estar un instante a tus pies”. Se casó al fin, a
los 18 de edad. Su marido era un joven colombiano que, buscando éxito en su profesión médica, fue de sitio en sitio y terminó
abandonando a la poetisa. Así estragada su
suerte, ella acudió al recurso balsámico de la
confidencia lírica, contenida en estos versos
dirigidos a su madre: “Mi corona nupcial, está en corona – de espinas ya cambiada… – Es
tu Dolores ¡ay! tan desdichada!!!” La triste peripecia sentimental de Dolores va cabando
una huella muy nítida a lo largo de su poesía.
Parece que entre las palabras que ha escrito
nos dejara percibir la onda íntima del suspiro,
o ver el brillo puro de sus lágrimas. Como
ejemplos los más altos de sus desahogos quedaron “La noche y mi dolor”, “Quejas” y “A
mis enemigos”. En el primero de estos poemas evoca a los poseedores del sueño tranquilo: el pastor en su cabaña, el marinero en
su bajel, la fiera en la espesura, el ave entre
las ramas, el reptil en su morada y el insecto
en su mansión florida, mientras ella se desvela bajo el acoso de su dolor y mira que hasta
“murieron ya sus fábulas soñadas”. Son cuartetos concebidos con una deleitosa dulzura
verbal. En “Quejas” su malestar interior alcanza el grado de la exasperación. Y es consecuencia de la humillación de sentirse desamada. Finalmente, en los versos que tituló “A
mis enemigos” apostrofa a las gentes lugareñas que hablaron de ella en forma cominera y
calumniosa porque no entendieron el supe-
123
rior donaire de su autonomía de espíritu, y
que así la precipitaron en el suicidio. En la
breve producción poética que escribió Dolores Veintimilla de Galindo, publicada después
de su muerte por Celiano Monge, está la temblorosa confesión de su trágica historia.
LA NOCHE Y MI DOLOR
El negro manto que la noche umbría
tiende en el mundo, a descansar convida.
Su cuerpo extiende ya en la tierra fría
cansado el pobre y su dolor olvida.
También el rico en su mullida cama
duerme soñando avaro en sus riquezas;
duerme el guerrero y en su ensueño exclama:
–soy invencible y grandes mis proezas.
Duerme el pastor feliz en su cabaña
y el marino tranquilo en su bajel;
a éste no altera la ambición ni saña;
el mar no inquieta el reposar de aquél.
Duerme la fiera en lóbrega espesura,
duerme el ave en las ramas guarecida,
duerme el reptil en su morada impura,
como el insecto en su mansión florida.
Duerme el viento, la brisa silenciosa
gime apenas las flores cariciando;
todo entre sombras a la par reposa,
aquí durmiendo, más allá soñando.
Tú, dulce amiga, que tal vez un día
al contemplar la luna misteriosa
exaltabas tu ardiente fantasía,
derramando una lágrima amorosa,
duermes también tranquila y descansada
cual marino calmada la tormenta,
así olvidando la inquietud pasada
mientras tu amiga su dolor lamenta.
Déjame que hoy en soledad contemple
de mi vida las flores deshojadas;
hoy no hay mentira que mi dolor temple,
murieron ya mis fábulas soñadas.
124
GALO RENÉ PÉREZ
Dolores Veintemilla de Galindo, “La noche y mi dolor”.
Fuente: Poetas románticos y neoclásicos. Puebla, México,
Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, pp. 192-193 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; La Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960).
Juan Montalvo (1832-1889)
Seguramente la personalidad más singular y atractiva de la historia literaria ecuatoriana es la de Juan Montalvo. Su nombre cobró prestigio internacional después de mediado el siglo XIX, desde la aparición de su primera obra: “El Cosmopolita”. Tuvo Montalvo
un acierto nada común: imprimir todo el sello
de su carácter en esas páginas de iniciación, y
en las que posteriormente fue publicando. Pero ese carácter era, en sí mismo, cosa del mayor interés. Las facultades naturales recibieron
en su caso el estímulo de los grandes ejemplos del pasado, sobre todo de griegos y romanos, que él tanto conoció y comprendió. El
sostenido esfuerzo le hizo sentirse superior y
conducir con el aire de tal los actos de su vida privada y de escritor. Se miró a sí mismo
como un predestinado. Suya tenía que ser una
misión elevada y perdurable. No importaban
las desazones. Ni los heroísmos silenciosos
de cada día. El calificativo de genial surgió
entonces para aludir a los rasgos de su conducta y a más de uno de los atributos de su literatura. Montalvo está adherido de manera
definitiva a la historia del Ecuador, y con los
trazos de un hombre de genio. Fue un creador
en el campo de las letras. Fue además un
combatiente político de los que demandaba
su tiempo. Como lo fue Sarmiento. Pero él
nunca se decidió a la acción. Le faltó para ella
la naturaleza eléctrica del gran argentino. Le
sobró, en cambio, la pasión del esteta, que
iba a fundir en un solo cuerpo excepcional la
fuerza del luchador y los bienes de la perennidad artística. No necesitó Montalvo el apoyo de la vida pública para dar el máximo re-
lieve a su nombre, ni para contar después con
el respeto y el fervor de su pueblo. Le fue suficiente su obra de escritor, buena parte de la
cual sirvió –esto sí– para combatir ciertos hábitos siniestros del país y para enderezar la
actividad de sus gobiernos. Y esas lecciones
de ética depurada tuvieron desde luego la subraya de una existencia personal bastante
ejemplar. Conviene ir aludiendo siquiera a tales aspectos.
Nació Juan Montalvo en Ambato en
1832. Perteneció a un hogar muy austero: la
energía para el trabajo, la firmeza de las
ideas, la honradez, el orgullo que todo eso
concita, puede decirse que formaban el ambiente familiar. Nada más propicio para un
espíritu que aspiraba porfiadamente a su
grandeza. Los dos hermanos mayores profesaban el liberalismo. Y eran adversarios de los
sistemas dictatoriales de gobierno. Uno de
ellos combatió el despotismo del general Flores y fue desterrado. Desde niño, pues, conoció en la intimidad hogareña el sabor del atropello político. Aprendió a amar y defender la
libertad sin cobardía ni vacilaciones.
Se educó primero en una escuelita de
Ambato, “una casa de hormigas” a la que no
se atrevió a mirar sino desde afuera el viejo
Rocafuerte. Después fueron el Convictorio de
San Fernando, el Seminario de San Luis y la
Universidad, en la ciudad de Quito. Enseñanza dirigida por religiosos que no dejó de gravitar sobre su conciencia. Los años universitarios no fueron sino dos, de Derecho. Como
estudiante llamó la atención por su talento,
seriedad y excepcional memoria. Esta fue un
instrumento eficaz en su labor literaria, cumplida casi siempre en la soledad de pueblos
perdidos a trasmano de la cultura, sin bibliotecas ni librerías. Ya en la juventud se manifestó su vocación de escritor. Leía a los clásicos. Era un enamorado de las páginas ciceronianas, y de la vida misma de Cicerón. Anda-
LITERATURA DEL ECUADOR
ba con curiosidad intensa por los libros de literatura, filosofía e historia de la antigüedad.
Se interesaba por las lenguas extranjeras, aunque jamás en el mismo grado que por el castellano, cuyos veneros supo aprovechar como
nadie. Asistía a las tertulias del grupo romántico de Julio Zaldumbide. Apareció en un acto público leyendo su primera prosa, que fue
de execración del despotismo de Flores, ya liquidado. Para la mente perspicaz están en ese
trabajo juvenil, firmado a los veinte años de
edad, los caracteres más constantes de la literatura posterior de Montalvo: condenación de
los abusos del poder y vigilancia del idioma.
Tenía acceso, por entonces, a dos hojas periodísticas: “El Iris” y “La Democracia”. Cabe
pues asegurar que en el limitado ambiente
cultural de la época el joven escritor no era ya
un desconocido. Pronto el triunfo liberal, que
contó con el empeño de sus hermanos, puso
su atención en él. Se lo nombró funcionario
de las embajadas ecuatorianas en Italia y
Francia. Sirvió en una de ellas al Ministro Pedro Moncayo, personalidad inmaculada del
liberalismo.
La permanencia en Europa fue significativa en su formación y su destino. En la pasada centuria, aun más que ahora, los intelectuales necesitaban el concurso modelador de
las viejas capitales europeas. Divagaciones
por museos y lugares históricos. Largas horas
de paseo y de solitarias reflexiones por los
parques de París (especialmente el del Luxemburgo). Contemplaciones sentimentales. Viajes por Suiza y España. Peregrinación por la
Córdoba de los moros. Observaciones de la
ruina que mostraban Roma y los pueblos castellanos. Eso, y todo cuanto podía aposentarse en el alma de un viajero culto y sensible,
fue alimentando su disposición literaria. Pronto estuvo recogido el material para la elaboración de una buena parte de “El Cosmopolita”,
libro de juventud pero de los mejores de
125
Montalvo. Su aparición demoraría aún algo
más de cinco años. Ese tiempo europeo le fue
también útil en la asimilación del romanticismo, que en varios aspectos le resultaba congenial, y en el acercamiento a Víctor Hugo y
Lamartine, con quienes se relacionó siquiera
una vez epistolarmente.
Pasado un trienio volvió al Ecuador.
Fue a comienzos de 1860. Ambicionaba el regreso. No eran solamente asuntos de salud, sino del alma misma. Le vencía la nostalgia.
Nunca desamó a su país, a pesar de tantas ausencias, de tantos destierros. En él se producían las reacciones naturales del intelectual
que se convierte en emigrante por la estrechez del medio propio. Cuando estaba en el
Ecuador suspiraba por los aires del extranjero.
Sentía la desambientación del que no contemporiza con la exaltación cínica de los mediocres, que lo invaden todo: administración
pública, partidos, prensa, dirección de la cultura, congresos. Le repugnaban la simulación,
la intransigencia política, la ilicitud, el latrocinio, el comadreo de los grupos en su persecución del poder, la réplica avinagrada de la envidia y el rencor: en fin, todas las aberraciones que comenzaban ya a confabularse contra la integridad de la República. El no podía
sofocar su rebeldía. Levantaba su voz condenatoria. Y le aguardaba el destierro, impuesto
o voluntario. Pero cuando esto ocurría, llevaba a la patria consigo, amasada con su ternura, con sus radicales afectos. Por eso rompía a
quejarse de la soledad del extranjero. Y se
conmovía evocando el caso de aquel haitiano
a quien vio en el Jardín de Plantas de París
abrazarse sollozando al árbol de su lejana tierra nativa. Y se deleitaba nostálgicamente
viendo al cóndor de los Andes, o a la ortiga de
América, o a la coronilla, u oyendo al “gallo
tanisario, de canto solemne y melancólico”.
Muchos secretos guardaba el corazón complejo de aquel hombre.
126
GALO RENÉ PÉREZ
Pues bien, cuando retornó al Ecuador
después de ese su primer viaje, se encontró
con una realidad desalentadora. El país había
vivido una de sus horas más aciagas. Amagado por las fuerzas navales del Perú. Desgarrado por las batallas partidarias, codiciosas del
poder. El Presidente Robles había trasladado
su gobierno a Guayaquil. En Quito se había
alzado un triunvirato revolucionario cuya cabeza era García Moreno. Se habían hecho negociaciones oscuras con el gobernante peruano, con el correspondiente desmedro de la
dignidad nacional. Había corrido sangre en
las luchas intestinas. Y a la postre se había impuesto la férrea personalidad de García Moreno. Al caos sucedía el orden brutalmente despótico. Eso halló Montalvo a su vuelta. Naturalmente, no pudo sufrirlo en silencio, impasible. Ni siquiera esperó llegar a Quito. Desde la población costeña de Bodeguita de Yaguachi, el 26 de septiembre de 1860, escribió
una carta de fuertes amonestaciones al nuevo
jefe de Estado. Le expresaba en ella su desdén
a las facciones. Le aclaraba que no era la suya la voz del amigo que pide su parte en el
triunfo. Estaba por sobre la ruin condición de
tales contiendas políticas. Lo que le interesaba era la rehabilitación del país y la salvación
de las instituciones legales. Pero había que
comenzar exigiendo la rehabilitación moral
del mandatario mismo, adicto a los sistemas
dictatoriales. El requerimiento montalvino se
convirtió, en los párrafos finales de la carta,
en una amenaza: si García Moreno no suavizaba su estilo de gobernar, tendría en él a un
enemigo nada vulgar. El joven Montalvo –de
1860– no ejercía aún ninguna influencia. No
pesaba en la opinión pública ecuatoriana. De
modo que el tirano hizo fisga de sus admoniciones, y ni siquiera se dio el trabajo de contestárselas. Pero aquella carta señaló clara y
definitivamente el destino del futuro polemista, jamás comprometido con los partidos ni
los grupos, nunca dispuesto a simpatizar con
los caudillos victoriosos, bajo ninguna circunstancia contemporizador con los excesos
del poder, o tolerante con la ilicitud y la inmoralidad. Por otra parte, las palabras de
amenaza que contenía su carta, y que con
tanta desaprensión desoyó García Moreno, se
cumplieron fielmente y con la máxima severidad. De ahí que los dos antagonistas –según
la expresiva comparación de uno de sus contemporáneos– parecían en su rudo enfrentamiento la fiera y el domador.
Durante la primera administración garciana el escritor se recluyó en las soledades
de su provincia: los parajes de Baños, la casa
de Ambato, los huertos aledaños de Ficoa.
Fueron cinco años de elaboración de “El Cosmopolita” y de una apasionante historia de
amor. Sólo de tarde en tarde iba a Quito. Llamaba la atención su singular figura, después
aborrecida por algunos y admirada por muchos. Era Montalvo un hombre alto y delgado,
cuidadoso de su arreglo personal. No vestía
sino trajes de paño negro. Disimulaba elegantemente, apoyándose en un bastón, su andar
cogitabundo. No se le veía sonreír ni detenerse a mirar a su alrededor. Solitario siempre,
absorto en qué cosas extrañas, parecía como
que navegase en un aire de altura. El mismo
ha trazado algunas imágenes de esas divagaciones calladas, reflexivas, sin compañía de
nadie. Ya por 1866 iba a Quito para publicar
los cuadernillos de su primer libro. Porque “El
Cosmopolita” apareció así, en varias entregas.
El autor le calificó de “periódico”. La crítica
ha seguido llamándolo de la misma manera.
Pero cualquier lector perspicaz halla absurda
esa denominación. “El Cosmopolita” no fue
un periódico, bajo ningún aspecto. Ni siquiera se editaron con regularidad las páginas que
lo fueron formando, y todas ellas pertenecían
exclusivamente a Montalvo. Los temas ni el
estilo eran periodísticos. Quienes no conocen
LITERATURA DEL ECUADOR
afirman, además, que su propósito había sido
estrictamente político: luchar contra García
Moreno. “El Cosmopolita” fue otra cosa. Fue
un haz de ensayos que sólo por circunstancias secundarias no se publicó en un volumen. Algunos de ellos son de apreciable extensión, y su forma, en que hay un gran desvelo estético, nada tiene de la espontaneidad
del periodismo. En cuanto al contenido, éste
es preponderantemente literario. También se
encuentran asuntos políticos. De enjuiciamiento severo a la dictadura garciana, que ya
había terminado. Pero la nota magnética está
sin duda en las remembranzas de los viajes
por las ciudades europeas y en los trabajos en
que enamoran los alardes de gracia y de
cultura.
Los ataques montalvinos a García Moreno tuvieron, esto sí, consecuencias importantes en la vida del escritor y en lo que después ocurrió al tirano. Dos regímenes débiles,
como de títeres movidos por el capricho de
éste, y que duraron poco tiempo, prepararon
la atmósfera para una nueva revuelta que degeneró otra vez en el despotismo garciano.
Sus opositores advirtieron el inmediato peligro. Montalvo se refugió en la Legación de
Colombia. Y abandonó pronto el país. Recorrió difícilmente varios lugares extranjeros, y
al fin halló asilo en la población colombiana
de Ipiales. Este es un rincón andino situado en
la frontera norteña del Ecuador. En aquel
tiempo era una aldea de muy pocas gentes.
Con el ceño oscuro de los cerros. Con un aire cortante. Con un ambiente muchas veces
compungido de niebla y de llovizna. Triste lugar, como para agravar la tristeza del desterrado. Una familia generosa le dio hospitalidad,
que por su temperamento personal él sufría
como una humillación. Hasta su retiro le llegaban a veces pequeñas ayudas, enviadas por
algunos íntimos y por amigos ecuatorianos.
Con la pluma, entonces, no se podía vivir. Ni
127
a Montalvo le hubiera agradado tal cosa.
Creía que la pluma no debía ser convertida en
“cuchara”. Mal creer, desde luego. La profesión de las letras –noble como la mejor de las
profesiones humanas– necesita que se le reconozcan sus derechos pecuniarios, sin ninguna condición de enajenar la conciencia o
debilitar la autonomía e integridad del escritor. Montalvo se resignó a mantenerse con los
préstamos, que nunca conseguía pagar completamente. No quiso aceptar otra tarea que
la de su sacerdocio literario. La literatura era
su atmósfera. Unicamente a través de ella
cumplió su memorable destino. En ocasiones,
cierto es, sus libros le daban algún dinero (tal
fue el caso de “Las Catilinarias”), y obtenían
resonancia política Por esto último, el voto
popular de una provincia del Ecuador elevó a
Montalvo a una diputación, que él jamás desempeñó.
Entregado pues únicamente a escribir,
en la soledad del villorrio de Ipiales produjo
obras de aliento inestimable: “Siete Tratados”
y “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”.
Además, algunas piezas dramáticas. Que también muestran que el gran ensayista tuvo talento para el teatro. Finalmente compuso allí
mismo artículos de condenación a la tiranía
de García Moreno, que aparecían en publicaciones liberales de Quito, y sobre todo el
opúsculo titulado “La dictadura perpetua”,
que se publicó en Panamá en 1874. La vehemencia de tales ataques, que ya le preparaban
para convertirse quizás en el más singular polemista de la lengua castellana, se tradujo en
una confabulación de jóvenes cuyo objetivo
fue la muerte del déspota. Este fue asesinado
en el Palacio de Gobierno el 6 de agosto de
1875. Montalvo había ganado su primer gran
duelo político: “Mía es la gloria. Mi pluma lo
mató” fue su primer comentario. Pasaron largos meses, y entonces sí se halló de nuevo en
el Ecuador. Desgraciadamente la vida pública
128
GALO RENÉ PÉREZ
seguía como antes, como siempre, incierta,
procelosa, cargada de siniestros presagios. El
Presidente Borrero, a cuyo régimen se refieren
las críticas de “El Regenerador” montalvino,
no pudo conservar el poder. Y en 1876 había
ya otro dictador en el país: el militar Ignacio
de Veintemilla. De nuevo la primera víctima
del destierro fue Juan Montalvo. Su réplica no
se hizo esperar. Vino con el expresivo título
ciceroniano de “Las Catilinarias”. Libro admirable, que muestra en su pellejo desnudo una
parte de la realidad hispanoamericana. Es digno de ser leído con el entusiasmo con que todavía se lee el “Facundo”, de Sarmiento. Fue
lo que prefirió Miguel de Unamuno, a quien
aquellas páginas le conmovieron “hasta las
raicillas del alma”. Nadie, en todo el ámbito
de la lengua, había manejado el insulto con
más eficacia ni alarde estético.
Publicado el libro en la ciudad de Panamá durante el tránsito de Montalvo a París,
iba aquél a tener una doble consecuencia: la
de inmortalizar en trazos caricaturescos la figura del soldado dictador Ignacio de Veintemilla, y la de levantar prosélitos e imitadores
en la condenación implacable de la tiranía y
la perversión de la vida pública en el continente. No se olvide que los más altos exponentes de nuestra cultura han lanzado sus
arietes en el mismo sentido, y que el Premio
Nobel 1968 –Miguel Angel Asturias– aludió al
Montalvo de “Las Catilinarias” en su famosa
novela “El Señor Presidente”.
Tras dejar iniciada la publicación de
los capítulos de aquella obra combativa,
nuestro escritor continuó su viaje a Europa. Y
llevaba como el estratega a un campo de batalla todo el plan para la codiciada victoria.
Esperaba vencer en el frente al que siempre
concedió la mayor importancia: el de la literatura. Esa tentativa estaba precedida de años
de esfuerzo solitario. De lecturas minuciosas.
De aprendizaje arduo. De un porfiado afán de
hacer lo que hicieron los mejores, o de aproximarse a los modelos. De enriquecimiento y
estímulo, también, de sus singulares atributos
espirituales. Había escrito abundantemente,
pero para públicos semialfabetos que mantenían a Hispanoamérica en la condición de
una vasta aldea literaria. Quizás se sentía tristemente desubicado en medio de “esas nacioncillas”. No había otro eco que el de dos o
tres críticos notables. Ni otra resonancia que
la esporádica de carácter político, producida
por las expresiones corrosivas de sus páginas
de combate. La aspiración de Montalvo era la
de triunfar en Europa. Libros como “El Cosmopolita” y “Las Catilinarias” podían pregonar bien sus dones superiores de escritor. Pero a aquéllos se agregaban ya los inéditos de
Ipiales: “Siete Tratados” y “Capítulos que se le
olvidaron a Cervantes”, que él deseaba publicar en Francia. Necesitaba relacionarse con
los buenos autores de su tiempo. Saturarse de
la atmósfera intelectual europea. Trabajar literariamente en un medio condigno de su capacidad.
En Besanzón, Francia, publicó efectivamente sus “Siete Tratados”. Y, como lo esperó Montalvo, aquella obra fue recibida con
entusiasmo. Pocos hispanoamericanos de esa
época lograron recibir la adhesión de la crítica en el mismo grado que él. Pocos pudieron
internacionalizar tan rápidamente su fama. El
relieve del escritor fue adquiriendo caracteres
definitivos. Lo más encumbrado de la cultura
española de entonces celebró a Montalvo como a una de las personalidades más singulares de las letras castellanas: Juan Valera, Pedro
de Alarcón, Emilia Pardo Bazán, Gaspar Núñez de Arce, Emilio Castelar, Leopoldo Alas.
Era cosa inusitada el descubrir la opulencia
de aquella prosa. Más inesperada aun por llegar de lejos, de las desdeñadas por mal conocidas latitudes hispanoamericanas. Un hombre de América exhibía ante los ojos deslum-
LITERATURA DEL ECUADOR
brados de los españoles el tesoro lingüístico
quizás más abundante de todos los tiempos.
Habrían de pasar algunos años para que se
volviera a ofrecer un fenómeno semejante: el
de Rubén Darío, nicaragüense, que mostró en
España hasta qué grado de finura y eufonía
podía llegar la ductilidad de las palabras de
nuestra lengua.
Pero las adhesiones a Montalvo sufrieron el torpe contrarresto de la crítica clerical
y conservadora del Ecuador, que aun tomó
medidas para impedir la lectura de los “Siete
Tratados” en el país. De la indignada y vehemente reacción montalvina es buen testimonio su “Mercurial Eclesiástica”, que volvió a
mostrar que en aquel escritor tan acicalado
había sobre todo la garra del polemista. Esa
imprevista ocupación, más la elaboración de
sus románticas páginas de “Geometría Moral”, que se estiman como su “octavo tratado”, y nuevos ensayos en los que dio más
fresca naturalidad a su estilo y que agavilló
bajo el título “El Espectador”, fueron retardando la aparición de “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”. Al fin éstos no se publicaron sino después de su muerte. Las excelencias de tal obra no las han señalado los partidarios del género novelesco, porque falta ahí
el carácter de una verdadera novela; pero, en
cambio, los filólogos y apreciadores de la crítica y el ensayo las han recomendado insistentemente.
Entregado pues al laboreo literario, y
viviendo pobremente en un solitario habitáculo de la calle Cardinet, de París, pasó Montalvo esos últimos años. Precisamente corregía las pruebas de imprenta de “El Espectador” cuando contrajo la pleuresía que le ocasionó la muerte. Pero pocos habrán mostrado
un valor más entero en los momentos de la
enfermedad y la agonía. Rechazó voluntariamente la anestesia en una intervención quirúrgica de varias horas, en las que no dejó escapar de su pecho ni una expresión de dolor.
129
Por desgracia todo ese heroico padecimiento
resultó estéril. Sobrevino la gravedad. El escritor sentía que toda la vida se le concentraba
en el cerebro. Decía que podía componer una
elegía como no la había hecho en su juventud. Además, prefirió no recibir el auxilio religioso. Creía estar en paz con Dios y consigo
mismo. Y cuando por fin vio inminente su desenlace, se vistió con el mayor decoro y se
sentó a esperar estoicamente el instante de
partir. Pidió que le comprasen unas pocas flores, aquellas que no podían escamotearle sus
exiguos francos y el invierno de París.
(Véase también nuestra crítica sobre Montalvo en el II capítulo de esta misma sección).
El Luxemburgo: Bosquejos de Francia
María de Médicis gustaba de morar en
este alcázar, y mucho le quería como obra de
su propia industria, y más aun como recuerdo
de su patria; de esa hermosa amada patria en
donde el Arno discurre silenciosamente reflejando las veletas de oro de las torres de Florencia y los mármoles de sus palacios. Un
vasto jardín se extiende al pie de aquella
mansión regia en el cual susurran con el viento las aguas de una fuente, que las ofrece hospitalaria a dos cisnes grandes, blancos, inflados y armoniosos, como los que Virgilio hace
volar en mangas por las riberas de Pedusa llenando los contornos de musical estrépito. Los
árboles son copudos y sombrosos, los arbustos limpios, bien peinados, si cabe decir, casi
todos aromáticos y cargados de nidos de gorriones y jilgueros. En los calores sofocantes
del estío, la sombra de ese bosque es refrigerio saludable para el cuerpo; grato, bienhechor para el alma, que si bajo el peso de los
sinsabores humanos gime a solas en medio de
la misma gente atumultuada en la ciudad,
aquí siente el alivio de la soledad, las caricias
de la naturaleza.
130
GALO RENÉ PÉREZ
Forse sia qu’ il mio core infra quest’ ombre
Del suo peso mortal parte disgombre.
París es una como sirena: dice mucho
a los ojos; mas su aliento emponzoña y acarrea la muerte. Figuraos una mujer bella de alma corrompida, una mujer hirviendo en ardides, filtros diabólicos y misterios de amor y
brujería; una Cirse a cuyos palacios se puede
llegar con el juicio sano, pero de los cuales no
se sale jamás, o se sale diferente de lo que en
ellos se entró. Tal es esa ciudad extraordinaria: todo es gozar, pero sus goces tienen amargos dejos; todo es placer, mas sus placeres
son seguidos de desdicha. En el aire respiramos un principio insano, en el agua que bebemos bebemos el fastidio. Bajo este limpio
cielo de América sentimos por ventura esa enfermedad horrible que el alegre francés tiene
en el alma? El ennui nos es desconocido; los
puros aires de nuestros grandes montes conservan la pureza de nuestro espíritu; cien millones de bocas ávidas no se disputan el ambiente de estrechos horizontes. Los días iguales a las noches; las nubes, blancas, hacinadas en torno de la bóveda celeste figurando la
cordillera de los Andes, o ya purpurinas y violáceas en forma de templos o de pórticos por
donde se llega al mismo Dios; el clima templado, sano, como hecho precisamente para
el caso de la salud; ni escarcha heladora de
los miembros, ni calor desesperante, ni pesadas y oscuras nieblas henchidas en las calles:
cosas son que deben hacernos muy adictos a
esta porción del globo que nos señaló la Providencia, y no locos o necios admiradores y
ambiciosos de las regiones en donde la naturaleza no sonríe sino una vez al año, y todo lo
demás lo pasa gestuda, aburrida, feroz, enemiga del hombre.
Cuando estuve en París siempre anhelé por algo que no fuese París: busque la soledad, si soledad puede hallarse en medio de
ese concurso inmenso, y al dar con algo que
no fuese bullicio y alegría me sentí feliz y alegre. El Luxemburgo tiene eso más de bueno:
reina en él una melancolía, un espíritu incierto, una cosa triste y vaga que le hace por todo extremo grato a quien en algo tiene esa influencia de lo misterioso. Complacíame yo en
aquel jardín: buscábale como sitio de descanso, le tenía por consuelo. Sus dos cisnes fueron mis amigos; mireles mucho, y mucho me
gustaba verlos surcar la fuente con sus cuellos
blancos y estirados. Las calles de rosales, las
anchas avenidas de castaños, el bosque umbrío, la grama que verdea el suelo, la hojarasca sonora, la estatua solitaria llorando bajo su
árbol con lágrimas de lluvia, y la música del
órgano ambulante que allá tras las verjas del
jardín pedía el pan de su dueño infeliz; todo
era de mi genio, todo despertaba en mi alma
tristes, pero gustosas sensaciones. El viejo autor de Chactas conocía íntimamente los recodos de ese parque, y mucho se agradaba de la
sombra de sus ancianos árboles. Figurábase
tal vez andar poetizando todavía a orillas del
Metchacebé, departiendo sin testigos con la
naturaleza en el selvoso Nuevo Mundo, cuyo
silencio y grandiosidad imprimen en el alma
grande una imagen de la Soberana esencia,
creadora de las cosas. De aquí es que el poeta se gozaba en ella, mediante los recuerdos
traídos a él por una hoja, un árbol, un bosque,
si bien de ciudad, y como tal raquítico y mezquino.
En las doradas tardes del verano, cuando el sol se acerca al horizonte, una luz viva
cae sobre los vidrios del palacio y hace de cada ventana una hoguera de púrpura deslumbrante que no pueden afrontar los ojos; las cimas de los árboles están bañadas por un flúido amarillento, las hojas se mueven, y murmuran, y conversan en secreto con las brisas
precursoras del crepúsculo.
LITERATURA DEL ECUADOR
Mas no todo es poesía, que teatro ha
sido el Luxemburgo muchas veces de horrorosos, pero nada poéticos sucesos. Desde María
de Médicis hasta Gastón de Francia todo fue
ventura en este plácido recinto: una joven tan
hermosa como grande, tan perversa como
hermosa, lo convirtió luego en una pequeña
Cápua. Como la prostituta de Babilonia, dábase al más extravagante desenfreno: inventaba placeres nunca oídos, ideaba pasatiempos
nunca usados, era su vida una perpetua orgía.
Sin cubrir el eminente blanco pecho, la cabellera ondeando profusa, desnuda de pie y
pierna, hacía la ninfa enamorada, y como genio de las flores se dejaba estar oculta entre
ellas. Los amores la descubren, dan tras la
diosa que echa a huir corriendo leve por la
encepada tierra, pero no tan veloz que no se
deje alcanzar y vencer por un Narciso afortunado.
Esta fue la desdichada cuanto hermosa
duquza de Berri: sus impúdicas aventuras escandalizaron a Francia, privando al joven
príncipe de la majestuosa aureola de su abuelo, y haciendo anticipadamente del infausto
reinado de Luis XV un reinado de Eliogávalo.
Llega el terror: las prisiones no alcanzan para los culpables; París se convierte en
un vasto calabozo. Los palacios, los templos
mismos oyen en su recinto augusto el chischas de las cadenas, y el ¡ay! del condenado
a la guillotina resuena en donde no se había
oído sino la voz de la piedad o la alegría. El
Luxemburgo es ahora cárcel; gruesas barras
de hierro desfiguran los balcones regios. “De
qué se quejan estos perros aristócratas? decía
un revolucionario; les damos palacios por prisiones”. Y allí donde el placer tuvo su trono se
escuchan solamente los sollozos de la víctima; y en vez de la animada orgía de la vida,
reina la infausta orgía de la muerte.
Pero qué dramas tan tiernos y sublimes
en medio de tanta sangre! El duque de
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Mouchy, persona de alto lugar y puesto, es
arrastrado a la prisión: su esposa se presenta y
dice al carcelero: pues que mi marido está
preso, yo lo estoy también. El esbirro sin comprender nada corre estúpidamente el cerrojo,
y la espontánea prisionera va a echarse inundada en lágrimas en los brazos de su dueño.
La víctima es conducida al tribunal que no
perdona, el club de salvación pública; su esposa le sigue y dice al fiscal: pues que mi marido está en juicio, yo lo estoy. El duque es
condenado a la única pena que el terror conoce, la muerte; su esposa le sigue al cadalso
y dice al verdugo: “pues que mi marido es
ajusticiado, quiero serlo también. Y el carcelero, y el juez, y el verdugo aceptaron la tierna solidaridad, el noble y voluntario sacrificio.
He aquí los contrastes de la vida: al lado de esa mujer de Claudio esta sublime esposa, al lado de la duquesa de Berri la mariscala de Mouchy. La escala del género humano es tan dilatada como la de la creación:
puede haber de hombre a hombre tantos grados como hay del bruto al hombre, porque el
alma es suceptible de la virtud más encumbrada como el vicio más profundo; entre estos dos extremos media infinita distancia que
ocupa la mayor parte de los hombres. Entre
una mujer y otra, ¡qué diferencia, oh Dios!
Mesalina es respecto de la esposa de Colatino
lo que una mosca inmunda respecto de la fiel
paloma: el propio ente que hace la felicidad y
grandeza del hombre puede labrar su infortunio y su vergüenza. Pero qué dicha, qué gloria sin par, qué distinción de la Providencia
no sería hallar una mujer como la de
Mouchy? Con tal de tenerla, morir aunque sea
en el cadalso.
Aquí acabó también su gloriosa carrera el bravo de los bravos, el héroe del Rin y de
Moscow (1). Su bajo acusador pretendió empañar su gloria, el verdugo arrancar de su
132
GALO RENÉ PÉREZ
frente los laureles inmarcesibles: Ney fue juzgado injustamente, ejecutado oscuramente,
como el vulgo de los criminales. Era el otoño:
la madrugada fría y nebulosa: el jardín del Luxemburgo estaba desierto, sin un testigo para
el acto que iba a tener lugar. Se corren los cerrojos, las puertas del calabozo se abren con
lúgubre ruido, y el bravo de los bravos, que
ha vencido a la muerte en cien batallas, es ignominiosamente arrastrado a perder la vida
en un rincón secreto. Su cabeza cayó; pero la
justa Providencia atormentó con espectros y
delirios infernales al infame acusador: Bellart
huye de una sombra, Ney le persigue, ensangrentado el pecho, la mirada espantosa, la
mano amenazante!
En el lugar del suplicio levántase ahora la estatua del guerrero, al pie de la cual he
meditado sobre la inestabilidad de la fortuna
y la suerte de los grandes hombres.
Si el pensamiento me transporta a los
lugares por donde anduve errante en la melancolía y soledad del extranjero, conmuéveseme el corazón al recuerdo de los sitios que
lisonjearon mis ojos, y me tengo por feliz en
experimentar esas mismas sensaciones que
experimentaba entonces. ¡Qué cosas las de
ese mundo tan diferentes de éste en que he
nacido! ¡Qué cuadros para la vista, qué armonías para el oído, qué impresiones para el alma! El susurro de las olas batidas por el remo
del barquero veneciano, su negra góndola remontada en las lagunas del Adriático llevando dentro de ella alguna beldad misteriosa; el
canto melancólico que al compás de la palamenta se alza y se difunde lejano y confuso
por el aire, todo lo oigo, todo…
“Vidi al émpio in sedio altiero,
Ripasai, non era piú:
Boga, Boga, gondoliero,
Solo entenra é la virtú”.
La música de Rossini llenando los ámbitos grandiosos del teatro de San Carlos, resuena, derrepente, en mis oídos: me sorprende, me suspende, para la circulación de mi
sangre, y leve, aéreo, siento que me alzo, me
encumbro, vuelo en alas del entusiasmo, y en
silencio estoy gozando de un raudal infinito
de divina melodía. ¿Sabemos, sospechamos
siquiera nosotros lo que es la música y hasta
donde alcanza su poder? Los antiguos legisladores la prescribieron a los bárbaros y bruscos
hombres, cuando recién principiaban a asociarse, como un moderador poderoso de las
pasiones violentas, como refinador del alma.
En esos mismos tiempos la locura y las enfermedades procedidas de la tristeza se curaban
con la música; con la música se vence, se hace bonancible a la serpiente; con la música se
desentrañan y se doman los monstruos de la
mar; con la música se arrancan los árboles y
se les hace venir tras uno, como hacía el tracio Orfeo. ¡Música! poder soberano, blanda,
seductora influencia… ah! nada me sedujo
más, nada echo tan de menos como a ella.
Italia es un instrumento: todo suena allí armoniosamente, todos son músicos, todos cantan
y saben cantar de suyo. A tiempo que íbamos
a hacer vela de la bahía de Nápoles, una multitud de canoítas rodeaba al vapor, casi todas
de gente pordiosera que se aprovechaba de la
venida a bordo de los viajeros para ver cómo
se agenciaban un carlino. Ya la máquina ardía, ya las anclas se elevaban, cuando una
voz argentina, viva, llena se elevó del agua y
salió hasta nosotros para llenarnos de dulzura
los oídos. Nos asomamos, vemos: era un muchacho de diez o doce años, un pequeño lazzaroni que cantaba y aun representaba la Traviata como un verdadero Mario (2). Cuando
el vapor tambaleando empezó a abrirse al rui-
LITERATURA DEL ECUADOR
do de la máquina, el lazzaroni se dio de puñaladas y cayó trágicamente en la canoa, por
llevar a cima su papel, aun cuando nada le
hubiese valido.
¡Oh Italia! ¡oh Italia! Y esa Francia que
tantas veces me causó fastidio se presenta
ahora a mis recuerdos con los rasgos más graciosos: las turbias aguas de ese viejo Sena
murmuran a mi oído; la majestad y el silencio
de Versalles me rodean. Y tú, paraje melancólico, amable Luxemburgo, te reproduces en
mi pensamiento con todo el atractivo con que
supiste seducirme. Te veo, sí, te veo, la vespertina luz se extiende sobre tu verde oscuro
bosque como dorado velo: el majestuoso Valde-Grace se encumbra allá a lo lejos: el Observatorio acá más cerca levanta en sus altos
miradores a los sabios que persiguen al planeta por su órbita aun no bien determinada.
Y tu historia también es tentación a mis
recuerdos. Luxemburgo, gran palacio, lleno
de las alteraciones tristes que caracterizan a
los hombres: riquezas y placeres, amores y felicidades; sangre, luto, lágrimas y crímenes,
todo ha tenido lugar en este circuito, y en tan
reducido espacio han sucedido y se han visto
las innumerables cosas que forman este todo
heterogéneo y vasto que el hombre en su lenguaje llama Mundo.
Juan Montalvo, “El Luxemburgo: Bosquejos de Francia”.
Fuente: El Cosmopolita. Número 1-2. Ambato, Ecuador,
Imprenta Municipal, 1945, pp. 79-86 (Publicaciones del
Ilustre Concejo Municipal).
Juan León Mera (1832-1894)
Nació este escritor en Ambato, en el
mismo año que Montalvo. Los dos tuvieron
vida diferente. Profesaron ideas políticas antagónicas. Mostraron más de una vez lo inconciliable de sus temperamentos. Pero hay predilecciones de carácter literario que los conjugan: la común admiración sincera a ciertos
133
autores románticos y su gustosa ubicación
dentro del romanticismo; la vigilancia idiomática en busca de la mayor pureza; el alarde de la frase poética, clausulada con armonía. Desde luego, aun en ese campo de la literatura, hay entre ellos desemejanzas notorias: sus páginas corren con una filosofía distinta y por géneros más bien diversos. Mera
tiene más títulos de polígrafo. Pero Montalvo
es espíritu más “cosmopolita”, más universal.
Se crió Mera “bajo el ala materna”. El
padre había abandonado el hogar antes ni de
que aquél naciera. No fue a la escuela. En la
clausurada atmósfera hogareña aprendió las
primeras letras. Y comenzó entonces su empeñosa, conmovedora, ejemplar pasión de
autodidacto. En un medio pobre, sostenido
por las energías de la madre trabajadora, todo
debió haberle parecido muy cuesta arriba. No
es difícil adivinar que la austeridad de toda su
vida, así como la timidez y cautela con que
participó en la brega política, procedían de
esa realidad familiar. Su posición ultraconservadora –como la calificó Valera– quizás reconoce un origen semejante. Y también sus limitaciones literarias. Porque a la precariedad
de la cultura de entonces hay que agregar la
de las condiciones de la infancia y juventud
de Mera. Su vocación de escritor fue más bien
cosa espontánea, don ingénito que en otro
ambiente se hubiera manifestado con mayores excelencias. El mismo aludió a esa verdad
cuando escribió en la carta-prólogo de “Cumandá”: “…mis imperfectos trabajos literarios
jamás me han envanecido hasta el punto de
presumir que soy merecedor de un diploma
académico. Todos ellos, hijos de natural inclinación que recibí con la vida, y fomenté con
estudios enteramente privados, son buenos, a
lo sumo, para probar que nunca debe menospreciarse ni desecharse un don de la naturaleza”. En el rinconcito del pueblo en que nació
fue conociendo la literatura romántica que
134
GALO RENÉ PÉREZ
llegaba a las lejanas provincias de Hispanoamérica, y para ello tuvo afortunadamente la
ayuda de un hombre de formación universitaria, hermano de su madre. Pero la contribución no dejaba de ser modesta. Así aprendió
a deslumbrarse con los autores españoles, ya
vulgares entonces en casi todos nuestros países, que encontró a mano: Martínez de la Rosa y José Zorrilla. Lo que recibió de ellos persistió en sus gustos. Y bajo tal estímulo comenzó a escribir versos que no quiso conservar.
Otra tentativa artística apareció en él
en esos mismos años difíciles de la iniciación
de su juventud: la de la pintura. Mera no solamente pintó, como se ha dicho, con el ánimo de vender sus cuadros a los viajeros que
de tarde en tarde pasaban por el lugar. Lo hizo, ante todo, movido por su sensibilidad, vehemente como pocas frente a las sugestiones
del paisaje nativo. Amaba la gracia de la naturaleza, los árboles, ríos y montañas que circuyen la vieja casa en que se crió. Algo de lo
más característico y noble de su personalidad
está en ese arrobamiento de contemplativo
frente al augusto contorno geográfico. Por eso
su literatura tiende a lo descriptivo. Por eso la
nota que domina en las páginas de “Cumandá” es el amoroso descubrimiento de una porción de la naturaleza selvática, vecina a su
provincia, que él vio con ojos ávidos. Por eso
se sintió estimulado a demandar a los escritores de su tiempo la tendencia a nacionalizar
la literatura buscando temas en el medio propio. Aunque cumplió él mismo a medias esa
lúcida aspiración, porque no percibió la necesidad de abandonar los moldes extranjeros, su
obra es uno de los fundamentos de la índole
regional que han preferido muchas de las mejores novelas hispanoamericanas.
Examinémosla aquí de modo personal
y directo, evitando la influencia de otros pareceres críticos, a veces descaminados. Y recor-
demos que el propio Mera parece entregarnos
la clave de su novela en las brevísimas líneas
de su carta-prólogo. Dice así: “refresqué la
memoria de los cuadros encantadores de las
vírgenes selvas del Oriente de esta República”; “reuní las reminiscencias de las tribus
salvajes”; “acudí a las tradiciones de la época
en que estas tierras eran de España, y escribí
“Cumandá”. Expliquemos eso recordando el
carácter general de la obra, y hallaremos la
esencia absolutamente definidora de aquellas
palabras del autor. Dice que refrescó la memoria, o evocó los cuadros encantadores de
las selvas orientales del Ecuador. Con esa calidad de belleza se le representaban. Y su “encanto” se depuraba aun más –como es lo común– a través de la nostalgia. O sea que su
selva tenía que ser una selva transfigurada por
la poesía de la impresión lejana. Diferente en
mucho a la de la realidad. Esta otra se presentó después, con toda su funesta agresividad,
en las páginas de Rivera, de Gallegos, de Quiroga. Los cuadros de Mera son ingenuamente
bonitos. Sin rugidos de alimañas. Sin venenos
mortales. Sin insectos carniceros. Sin fiebres.
Los ríos están allí para que los dos jóvenes
amantes, a impulsos de sus remos, se aproximen cantando. O para que la naturaleza pueda inclinarse sobre ellos, mansamente tendidos, a contemplar su faz risueña. En el Lago
Chimano, en la fiesta de la “querida madre luna”, se produce un coloquio entre la luz dormida del astro y las flores y el pecho que suspira de la joven virgen enamorada. Los árboles juegan fantásticamente con todas las formas de la arquitectura. La culebra, como otro
objeto de gracia, se columpia entre las ramas
para mostrar la belleza de sus colores. El tigre
exhibe la línea flexible de su lomo pintado, y
pasa. Arriba cantan las aves, pero no mejor
que Cumandá, que tiene la dulzura del ruiseñor. Así es la selva de esta novela.
LITERATURA DEL ECUADOR
Ahora bien, para describirla Mera gasta todo su talento lírico, que es bastante apreciable. Seguramente es hiperbólico decir –como lo han dicho algunos críticos ecuatorianos– que en primor descriptivo no le ha superado ninguna otra obra del país. Pero tiene, sí,
excelencias evidentes. Una bien sostenida
emoción artística del paisaje. Que, por desgracia, en ciertos momentos es estorbada por
la prolijidad del dato geográfico e histórico,
tan extraños allí como indispensables en un
texto pedagógico. E igualmente hay que confesar que el excesivo afán de decoración del
ambiente conspira contra la acción, que en
ciertos pasajes se desenvuelve perezosamente. Y aun se podría aventurar una observación
más, que quizás va a desconcertar: no hay
una relación certera y armoniosa entre el lenguaje y los asuntos de la novela. Ese es uno de
los errores sustanciales de “Cumandá”. Juan
León Mera eligió un tipo de expresión que disuena con la realidad del medio geográfico y
humano. La principal causa de falsificación
está en el idioma empleado, como después se
explicará.
Decíamos que en las breves líneas de
la carta-prólogo asegura el novelista que reunió las reminiscencias de las tribus salvajes y
acudió a las tradiciones de la época colonial.
Esa es la verdad. El escenario es el de las selvas orientales. El tiempo de los episodios que
se cuentan es de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Ello significa que Mera quiso dar un doble salto, en el espacio y en el
ámbito temporal. Buscó lo exótico. Chateaubriand, a quien él cita, le impuso su ley. Lástima grande para su poder de narrador. Desoyó el reclamo de la realidad que se alzaba
frente a sus ojos. No se atrevió a tomar la sufrida arcilla de los indios que convivían con
él, que pasaban por los caminos de su pueblo
con los lomos quebrados por la carga o la fatiga. Prefirió evocar tribus lejanas, dóciles a
135
cualquier falsificación literaria. Eso admite explicación en autores como Zorrilla de San
Martín o Manuel de Jesús, Galván, que debieron alimentarse de leyendas porque no tuvieron en sus países, cerca de sus ojos, indios
zarandeados por la humillación, el hambre, la
pobreza, la enfermedad y la ignorancia, como
los vio Juan León Mera.
Pero el caso es que el autor ecuatoriano se hallaba bajo la sugestión de “Atala”. El
mismo la evoca como punto de referencia de
su obra. Los narradores hispanoamericanos
querían escribir a la manera de Chateaubriand. Que era, según Rodó, como la onda
balsámica que venía a aliviar a una América
que aún sufría las convulsiones de la sangre y
la pólvora. El destello que orientaba la estética de la narración no estaba en el mundo de
los tropiezos cotidianos. Dimanaba de lo exótico. Había pues que transportarse a regiones
de la naturaleza que todavía no habían perdido su doncellez y su misterio, y hacer que allí
se animaran figuras cuya rusticidad se tradujera en inocencia y amor: el “buen salvaje” al
que con tanta reiteración aludió la literatura
francesa.
Mera quiso que una vasta porción de
las selvas del sur de América se revelara a la
contemplación de afuera, exactamente como
las tierras del Mississipi, al norte, se habían
mostrado gracias a Chateaubriand y a Cooper.
Y entonces tomó como parte central de su
obra el afán de pintar el escenario del rincón
selvático del oriente ecuatoriano. Lo descriptivo iba pues a ser lo preponderante. Así resultó, en efecto. Desde la iniciación de la novela se ensaya la facultad de ir trazando el cuadro de la naturaleza. Pero con el pulso lírico
a que antes hemos aludido. Las imágenes
geográficas se suceden a través de los capítulos, a veces con desmedro del engranaje episódico. Porque el paisaje no es dinámico. Es
tan sólo decorativo. Semeja un cortinaje opu-
136
GALO RENÉ PÉREZ
lento. No hay en “Cumandá” la fusión de
hombre y ambiente que se encuentra en narraciones posteriores sobre la vida de la selva.
Y esa falta de relación penetrante y activa,
que a la vez determina el falseamiento de la
personalidad del salvaje, obedece a las inseguridades de técnica del autor, que desde el
comienzo presentaba al mundo exterior como
cosa aparte, ajena al protagonista. Exactamente como si fuera una pura decoración:
“Lector, hemos procurado hacerte conocer,
aunque harto imperfectamente, el teatro en
que vamos a introducirte: déjate guiar y síguenos con paciencia”.
Las necesidades de componer literariamente el paisaje, y de querer darle por otro lado ciertas trazas de auténtico, llevan a Mera a
mezclar la transparencia de lo lírico con las
escorias de las monografías de historia y de
geografía de sabor didáctico. Y entonces, en
ciertos pasajes, se le subleva el estilo volviéndose declamatorio: “¡Oh felices habitantes de
las solitarias selvas en aquellos tiempos,
cuánto bien pudo haberse esperado de vosotros para nuestra querida Patria, a no haber
faltado virtuosos y abnegados sacerdotes…”
El novelista de “Cumandá” ha ido buscando todos los acentos artísticos del idioma,
hasta los más arrebatados, para armar atractivamente la tramoya de su selva, y ahí hacer
que sus criaturas representen, como algo postizo, que no les pertenece, el destino de salvajes. Todo funciona de un modo solemne, siguiendo un compás establecido y repasado
de antemano, ante los ojos incrédulos del espectador. El lenguaje en que se expresan tales
criaturas es abrumadoramente literario. Hay
un desajuste absoluto entre la índole que corresponde a un hombre de condición primitiva y las palabras que pone Mera en labios de
éste. Es como si el autor hiciera sonar su voz
en el pecho de cada personaje. Algo más: como si cada frase del diálogo, antes de ser pro-
ferida, estuviera mentalmente escrita. O como
si cada figura hablara con un papel en la mano. Ya desde la primera muestra de las conversaciones entre los indios se observa hasta
qué grado va a llegar el artificio. Y desde el
primer intercambio de frases entre Cumandá y
Carlos se sabe que, en vez de diálogo, va a
haber confesiones exaltadas del sentimiento,
una apoteosis lírica del amor.
Pero el tema amoroso en una selva tan
bien acicalada, con seres gobernados por el
novelista con mano cristiana y rígidamente
moralizadora, es una pura abstracción. El más
ardiente frenesí –si es que lo hay– se resuelve
apenas en un beso en la frente. Se debe recordar que esa era la ética del amor dentro del
romanticismo. Pero, en el caso de “Cumandá”, hay algo especial: a Mera se le ocurrió
como eje del argumento que Carlos y Cumandá, hermanos carnales que ignoran tal relación de la sangre, y que se reencuentran al cabo de años, ya jóvenes, en medio de la selva,
se enamoren entre sí. El novelista no quiso reparar en que se estaba creando un enorme
problema para su alma cristiana. Jamás podía
tolerar su imaginación el incesto. Y entonces
se puso a espíar la conducta de sus protagonistas, a vigilarla estrechamente, a no permitir
más que un casto amor de hermanos que se
interrumpe con la muerte de la heroína. Aquel
celo le obligó a falsear aun más el asunto de
su novela.
No es necesario detenerse a ver lo que
hay de ineficaz engaño en la obra. Cumandá,
la joven blanca criada en medio de los bosques orientales del Ecuador, no es sino un
sueño amable de Mera. Y Yahuarmaqui, la figura india más marcada de la narración, no es
ningún salvaje de “manos sangrientas”, sino
un patriarca venerable, que todo lo resuelve
pausada, sabia y majestuosamente. Dejando
pues a un lado aquella propensión obsesivamente literaria de Mera, y su postura románti-
LITERATURA DEL ECUADOR
co-chateaubrianesca, conviene más bien mirar lo que hay de vivo y auténtico, de trama
tejida con nervios sensibles, en “Cumandá”. Y
esto es precisamente todo lo contrario de lo
exótico: es lo que le dictó la cruda realidad
que él logró conocer. En efecto, nada hay en
la narración de tanta fuerza ni animación como el capítulo VI, titulado “Años Antes”. Se
presentan allí cuadros humanos de mucha intensidad. Se evoca, justificándolo, el levantamiento de los indios contra los colones españoles que habían establecido el hábito de
“andar siempre vibrando el látigo sobre los
vencidos”. Se condena la brutalidad de los
obrajes (“el que nombraba una hacienda de
obraje, nombraba el infierno de los indios”).
Se habla de infelices que morían “con la cardadera en la mano”. De obligaciones que no
terminaban de pagarse jamás. Y tras el episodio de la rebelión, se ofrecen imágenes tan vigorosas como ésta: “La feroz Huamanay –una
india cabecilla–, supersticiosa cuanto feroz,
había sacado los ojos a un español y guardandolos en el cinto, creyendo tener en ellos un
poderoso talismán; pero viéndose al pie del
patíbulo, se los tiró con despecho a la cara del
alguacil que mandaba la ejecución, diciéndole: ¡Tómalos! Pensé con esos ojos librarme de
la muerte, y de nada me han servido”.
También por el acertado arrimo en la
realidad es uno de los mejores capítulos el
XVI, titulado “Sola y Fugitiva en la Selva”. Allí
se siente de veras la transpiración del medio
bárbaro. E igual sentido de autenticidad tienen las hesitaciones del Padre Domingo
Orozco enfrentado al conflicto de salvar a
uno de sus dos hijos.
En fin, cuando Mera quería ensayar su
talento de observador perspicaz, poniéndolo
por encima de la influencia extranjera, daba
con lo que se requería para componer una
novela rica de emoción y vitalidad. Puede
afirmarse que él estuvo en el lugar al que as-
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cienden los precursores para señalar el camino a los que vienen después.
Capítulo XVI de Cumandá
SOLA Y FUGITIVA EN LA SELVA
En nuestra zona, cuando el cielo está
limpio de nubes, las estrellas despiden tanta
luz que reemplaza a la de la luna; merced a
ella Cumandá pudo guiarse fácilmente en su
fuga. Caminó largo trecho formando ángulos
entre las márgenes del río y el fondo del bosque. Esta manera de caminar alargaba el trayecto; pero con ella pretendía la joven desorientar a los jíbaros que luego se lanzarían en
su persecución, y que tienen el instinto del
galgo para seguir una pista.
Las monótonas voces de los grillos y
ranas turbaban el silencio del desierto; de
cuando en cuando cantaba la lechuza, o el
viento azotaba gimiendo las copas de las palmeras, o se escuchaba el lejano ruido de algún árbol que, vencido por el peso de los siglos y ahogado por las lianas venía a tierra,
estremeciendo el bosque y destrozando cuanto hallaba al alcance de su gigantesca mole.
Los micos, los saínos, las aves al sentir ese terremoto de sus moradas, huían golpeándose
entre las ramas y dando chillidos de espanto.
Mas a poco se restituía la calma, y sólo quedaba la desapacible música de los reptiles y
bichos, hijos del agua y del cieno, que no cesan de zumbar y dar voces en diversos términos durante el imperio de las nocturnas sombras. Millares de luciérnagas recorrían lentas
el seno tenebroso de la selva, como pequeñas
estrellas volantes; a veces se prendían en la
suelta cabellera de la joven fugitiva o se pegaban a su vestido como diamantes con que la
misteriosa mano de la noche la engalanaba.
Otras veces no eran los luminosos insectos los
que brillaban, sino los ojos de algún gato
montés que andaba a caza de las avecillas
138
GALO RENÉ PÉREZ
dormidas en las ramas inferiores o en los nidos ocultos en la espesura. Cumandá se asustaba y huía de ellos, apretando contra el pecho el amuleto o haciendo una cruz. El cansancio le obligaba en ocasiones a detenerse, y
arrimada al tronco de un árbol dejaba reposar
algunos minutos los miembros que empezaban a flaquear con el violento ejercicio. No
sabía, entretanto, dónde estaba ni cuánto se
había alejado del punto de donde partió; sin
embargo, iba siempre por la margen del río y
no podía dudar que había caminado mucho.
Quince días antes amaneció junto a
Carlos, presa por los moronas, después de haber andado, prófuga también, gran parte de la
noche. Entonces la animaba la presencia del
amado extranjero; ahora, además del temor
de dar en manos de los bárbaros, la anima asimismo la esperanza de volver a verle, de volver a juntársele quizás para siempre. Con la
imagen de Carlos en el corazón salió de la cabaña, con ella vagó en la oscuridad de la noche, con ella le ha sorprendido la luz de la
mañana. Su pensamiento es Carlos, su afecto
Carlos, Carlos su esperanza, Carlos su vida.
Cada paso que da la acerca a él; cada hora
que transcurre la aleja de la muerte y la aproxima a la salvación. Toda la naturaleza la convida a acompañarla en sus magníficas armonías matinales. Hay gratísima frescura en el
ambiente, dulces susurros en las hojas, suave
fragancia en las flores; y una infinidad de mariposas de alas de raso y oro dan vueltas incesantes, cual si en área danza siguiesen los caprichosos compases de aquella maravillosa
orquesta de la selva.
Cumandá siente hambre; busca con
ávidos ojos algún árbol frutal, y no tarda en
descubrir uno de uva a corta distancia; se dirige a él, y aún alcanza a divisar por el suelo
algunos racimos de la exquisita fruta, mas
cuando va a tomarlos, advierte al pie del tronco y medio escondido entre unas ramas un ti-
gre, cuyo lomo ondea con cierto movimiento
fascinador. La uva atrae al saíno, al tejón y
otros animales, y éstos atraen a su vez al tigre
que los acecha, especialmente en las primeras horas de la mañana. La joven, que felizmente no ha sido vista por la fiera, se aleja de
puntillas y luego se escapa en rápida carrera.
Se le ha aumentado la sed, y no halla
arroyo donde apagarla; en vano busca algunas gotas de agua en los cálices de ciertas flores que suelen conservar largas horas el rocío.
El sol es abrasador y los pétalos más frescos
van marchitándose como los sedientos labios
de la joven; en vano prueba repetidas veces
las aguas del Palora; este río no es querido de
las aves a causa de lo sulfúreo y acre de sus
aguas, y los indios creen que el beberlas emponzoña y mata.
Es más de medio día y el calor ha subido de punto. Parece que la naturaleza, sofocada por los rayos del sol, ha caído en profundo letargo, ni el más leve soplo del aura, ni el
más breve movimiento de las hojas, ni una
ave que atraviese el espacio, ni un insecto
que se arrastre por las yerbas, ni el más imperceptible rumor… Es la ausencia de toda señal
de vida, es la misteriosa sublimidad del silencio en el desierto. Creeríase que se ha dormido en su seno alguna divinidad, y que el cielo y la tierra han enmudecido de respeto. No
obstante, de cuando en cuando atraviesa por
el bosque un gemido, o una voz sorda y vaga,
o un grito agudo de dolor, o un sonido metálico y percuciente. Tras cada una de esas rápidas y raras voces de la soledad se aumenta el
silencio y el misterio; y el espíritu se siente sobrecogido de invencible terror.
Cumandá desfallece; sus pasos comienzan a ser vacilantes e inseguros, y los
ojos se le anublan. Casi involuntariamente se
recuesta sobre el musgo que cobija las raíces
de un árbol, y busca en el fondo de su alma la
virtud de la resignación al triste fin que juzga
LITERATURA DEL ECUADOR
inevitable; pero le es difícil hallarla, porque su
corazón clama como nunca por la vida.
Acuérdase al mismo tiempo de haber oído a
un salvaje como una vez descubrió una fuente para apagar la sed. Cava la tierra, mete la
cabeza en el hueco y atiende largo espacio.–
Por ahí… Ahí si no me engaño, murmura. Y
en el acto se dirige a un punto algo distante
del amargo río. Repite la observación por dos
veces en cada una de las cuales se detiene
menos. Al fin llega a un lugar donde se levantan del suelo húmedo unas matas bastante parecidas a la menta. En medio de ellas hay una
charca, y en ésta habitan unas ranas, cuyo grito, aunque leve, alcanzó a percibir Cumandá.
Bebe de esas aguas hasta saciarse, y siente
singular alivio.
Mas al Palora se dirige otra vez la joven tomando un camino oblicuo de aquellos
anchos y limpios que, con admirable industria, abren las hormigas por espacio de largas
leguas, y logra adelantar bastante en su fuga.
Descansa un momento en la orilla, mientras
mide con la vista la anchura del cauce en que
se mueven las ondas pausadas y serenas, y
flexiona sobre el punto más a propósito donde conviene arribar al frente. Echase a nado
en seguida, y en pocos minutos está en la
margen opuesta, por la cual sigue andando
más de una hora. Los pies se le han hinchado
y lastimado con tan larga y forzada marcha;
los envuelve en hojas; cambia las sandalias,
que se le han despedazado, con otras que improvisa de la corteza de sapán, y torna a caminar.
Viene la noche acompañada de brillantes estrellas, como la anterior, y la virgen
de las selvas, con breves intervalos, en los que
se ve obligada a descansar, no obstante el anhelo de adelantar más y más en la fuga, marcha entre las sombras, cuidando siempre de
no llevar vía recta, sino de zetear como lo había hecho en la otra margen del río. Luce el
139
alba, brilla un nuevo día, y se repiten algunas
escenas de la víspera; pero Cumandá no pasa
por tantos peligros, si bien el cansancio la
abruma y crece el dolor de los lastimados
pies. Con todo, conoce que ha adelantado
mucho, y que se avecina al antiguo hogar de
sus padres, abandonado a la sazón, desde
donde piensa cruzar la selva por la derecha
en busca de Andoas, o a lo menos de alguna
de las chacras que sus habitantes poseen en la
orilla del Pastaza.
Faltan casi dos horas para la noche, y
ha habido en el cielo un cambio súbito, de
esos tan frecuentes en la zona tórrida; está cubierto de negras nubes, y acaso sobrevendrá
la tempestad, y al fin llegarán las sombras
nocturnas sin ninguna estrella. En efecto, óyese a lo lejos un trueno sordo y prolongado; a
poco otro y luego un tercero más cercano.
Violentas ráfagas de viento que vienen del este sacuden las copas de los árboles, que lanzan rumor bronco y desapacible, semejante al
del primer golpe del aluvión que arrebata las
hojas secas de la selva, o al de las olas del
mar que ruedan tumultuosas sobre la arena de
la orilla y se estrellan en las rocas; o bien se
cruzan en la espesura y dan agudos y prolongados silbos chocando y rasgándose en los
troncos y ramas.
El estado de la atmósfera y el temor de
una noche tenebrosa alarman a la virgen del
desierto; mas por dicha advierte que la parte
de la selva por donde camina está bastante
desembarazada de rastreras malezas y le es
algo conocida, y aunque el trayecto que debe
andar es muy largo todavía, cree que no le será difícil seguirlo, no obstante la oscuridad,
hasta las cabañas de su familia. Además, puede decirse que la oscuridad es menos oscura
siempre para los ojos de un salvaje. Las nubes
han bajado hasta tenderse sobre la superficie
de la selva como un inmenso manto fúnebre;
las sombras se aumentan y comienza la llu-
140
GALO RENÉ PÉREZ
via. Hojas, ramas, festones enteros vienen a
tierra; luego son árboles los que se desploman, y aún animales y aves que han perecido
aplastados por ellos o despedazados por el rayo que no cesa de estallar por todas partes.
Por todas partes, asimismo, corren torrentes
que barren los despojos de las selvas, y los llevan arrollados y revueltos a botarlos a los ríos
principales. Cumandá se ha guarecido bajo
un tronco, único asilo para estos casos en
aquellas desiertas regiones; de pie, pero medio encogida en su estrecho escondite, el espanto grabado en el semblante, temblando
como una azucena cuyo tallo bate la onda del
arroyo, y puestas ambas pálidas manos sobre
la reliquia que pende del cuello, siente crujir
la tierra y los árboles a su espalda y a sus costados y gemir uno tras otro los rayos que se
hunden y mueren en las ondas que pasan
azotando la orilla en que descansan sus plantas. Nunca había visto espectáculo más terrible e imponente, ni nunca se halló, como
ahora, por completo sola en esas inmensas regiones deshabitadas, cercada de sombras
densas y amenazada por las iras del cielo, cuyo favor invocaba con toda el alma.
Una hora larga duró la tempestad.
Cuando cesó del todo, la noche había comenzado, y era tan oscura que aún la vista de una
salvaje apenas podía distinguir los objetos en
medio del bosque. A los relámpagos siguieron
las exhalaciones que, rápidas y silenciosas,
iluminaban los senos de aquellas encantadas
soledades. Al sublime estruendo de los rayos
y torrentes sucedió el rumor de la selva, que
sacudía su manto mojado y recibía las caricias del céfiro, que venía a consolarla después del espanto que acababa de estremecerla. Las plantas, como incitadas por una oculta mano, erguían sus penachos de tiernas hojas, y los insectos que habían podido salvarse
de la catástrofe levantaban la voz saludando
la calma que se restituía a la naturaleza. Algu-
nas aves piaban llamando al compañero que
había desaparecido, y que ya no volverían a
ver ni con la luz del día; el bramido del tigre
sonaba allá distante, como los últimos tronidos de la tormenta.
El cielo comenzó a despejarse, y algunas estrellas brillaban entre las aberturas que
dejaban las negras nubes al agruparse al oeste. Con esta escasa luz que apenas penetraba
la espesura, resolvió Cumandá seguir su camino. Hizo bastón de una rama y empezó a
dar pasos como una ceguezuela. Conocía la
dirección que debían llevar y fiaba en su admirable vista, que luego acomodada a las
sombras le permitiría andar más libremente;
pero, con todo, jamás se había visto rodeada
de mayores obstáculos ni abrumada de más
grave angustia.
En adelante anduvo con mayor desembarazo; a quinientos pasos del arroyo halló la
sementera de yucas, después la hermosa hilera de plátanos, tras ella las cabañas, cabañas
pocos días antes tan animadas, alegres y llenas de dulce paz, ahora abandonadas, tristes,
silenciosas como la muerte, y dominadas por
una paz que infundía dolor. Al verse delante
de ellas Cumandá no pudo contenerse. El más
agudo pesar le rasgó las entrañas; se arrimó a
una de las puertas, ocultó el rostro con ambas
manos y soltó el llanto, exhalando quejas lastimeras que turbaron el silencio de la soledad
y fueron repetidas por los ecos del río y de la
selva. Todo estaba allí en armonía con el estado de ánimo de la infeliz Cumandá. Las casas
sin sus dueños, la selva maltratada por la tormenta, las sombras, la soledad, el silencio.
Un incidente inesperado viene a dar un toque
más al doloroso cuadro. Ve la joven que se le
acerca un bulto arrastrándose y dando leves
quejidos; es el perro de la familia que agoniza de hambre, pero que no ha querido dejar
su puesto de guardián de la casa de sus amos.
Sintió que se acercaba Cumandá, y haciendo
LITERATURA DEL ECUADOR
los últimos esfuerzos viene a sus pies a perecer en los transportes del cariño que todavía
puede consagrarla. Este encuentro la conmueve de nuevo y aviva su llanto; el buen animal
le lame los pies lastimados; ella le devuelve
caricia por caricia y le habla con ternura, cual
si pudiese entenderla, apesarada de no poderle dar cosa alguna que coma.– ¡Pobrecito! le
dice, ¡pobrecito! ¡a ti también te ha sobrevenido el tiempo de la desgracia, y te estás muriendo de hambre sólo por ser leal y bueno!
¡Cuánto me duele no poder hacer nada por ti,
no poder darte ni un bocado!
Transcurrió buen rato; Cumandá dejó
de llorar, y meditaba sobre la manera de terminar su fuga. No estaba aún cerca de Andoas, y tenía que vencer algunas dificultades,
atravesando el bosque tendido al oeste de la
población por espacio de bastantes leguas.
Por agua el camino es corto y fácil, y cuando
el río está crecido, como en la actualidad, la
navegación es, aunque asaz peligrosa, rapidísima; pero ¿dónde hallar una canoa para emprenderla? No obstante, tiene esperanzas de
dar con la de algún pescador del Pastaza, o de
algún labrador que hubiese subido a la chacra. Si cerca ya de la Reducción se ve en peligro de caer en manos de sus perseguidores,
se echará a nado. ¿Qué es para ella sino cosa
de lo más hacedera fiarse de las olas del Pastaza, cuando tantas veces ha pasado y repasado el Palora en una misma mañana? Pero Cumandá no contaba con que éstas eran pruebas de la robustez y agilidad que a la presente no poseía.
Así dando y cavando, Cumandá, maltratada de alma y cuerpo, se dejó rendir por el
sueño. Este grato beneficio de la naturaleza,
que mitiga a veces el dolor y restaura las fuerzas del ánimo, fue cortísimo para la cuitada
joven. Un ruido extraño la recordó sobresaltada; advirtió que una luz roja, aunque no viva,
la rodeaba; dirigió las miradas hacia donde
141
sonaba el ruido, y vió levantarse por el lado
en que muere el sol una espesa columna de
humo salpicada de innumerables centellas
que morían en el espacio. Era un incendio a
no mucha distancia. No podría ser efecto de
ningún rayo, pues la tempestad había pasado
ya completamente, y era verosímil que fuese
una hoguera encendida por los salvajes.
¿Quiénes podía ser éstos? ¡Los paloras, lanzados, sin duda, en todas direcciones en persecución de la fugitiva! Comprende la desdichada la urgente necesidad de proseguir la
marcha y ponerse en salvo. Alzase al punto, y
al hacerlo resbala y cae de sus pies la cabeza
del perro. Está muerto. Las caricias que hizo a
su ama le habían agotado las últimas fuerzas
vitales. Ella vierte algunas lágrimas por la pérdida del único amigo hallado en su fuga por
el desierto, y echa a andar apresuradamente.
Sigue como guiada por secreto impulso una
vereda, en tiempos felices por ella transitadísima, y da pronto con otro recuerdo grato y
triste a la par. Allí está el arroyo de las palmeras. ¡El arroyo! ¡Las palmeras! ¡Ah, carísimos
testigos del más casto y puro de los amores,
de las más sencillas, tiernas y apasionadas
confidencias, de los más fervientes y sinceros
juramentos! ¡También vosotros os habéis
cambiado! El arroyo es un río, y está turbio y
brama y parece que amenaza de muerte a su
amiga de ayer; las palmeras están destrozadas; la una ha doblado tristemente la cabeza
y apenas se sostiene en pie. Es la de Carlos; la
otra, ¡ah! la otra ¡qué ruina!… ¡Es la de Cumandá y está como su corazón!… ¡Dios santo! ¡qué cuadro! ¡y qué recuerdos!… Allí le
faltan a la joven voces y lágrimas y le sobra
dolor. El dolor intenso nunca grita ni llora, y
como que se resiste a esas manifestaciones
externas, por no ser profanado por la indiferencia del mundo; ese dolor necesita de lo
más recóndito del santuario del corazón, o de
las sombras de un sepulcro donde junto con
142
GALO RENÉ PÉREZ
el corazón deba ocultarse para siempre. La
desolada virgen se llega a la palma medio viva, le habla en voz trémula y secreta, abraza
el tronco ennegrecido por el fuego y apoya un
momento la cabeza en él, repitiendo casi delirante: –¡Carlos! ¡Amado extranjero mío!
¿Dónde estás? Al fin se aleja unos pasos, y se
sorprende de divisar una cano que balancea
en el río, atada a la raíz donde solían sentarse los dos amantes. Detiénese; no sabe qué
pensar; se acerca a la orilla; vuelve a pararse.
¿Acaso los pescadores de Andoas han subido
hasta aquí?… ¡O tal vez es la canoa del extranjero!… ¡Ah, si así fuese!… Este pensamiento la hace estremecer de gozo. Pero en
esto oye un breve rumor hacia la parte superior del río, entre la espesura. Se sobresalta,
pues cree que sus perseguidores se aproximan. Atiende de nuevo. ¿Es una voz humana?
Sí, si. Alguien habla por lo bajo.– Son ellos,
piensa, ¡los paloras! y al punto se echa de un
salto a la canoa; hace un esfuerzo violento
con ambas manos y arranca la atadura que la
sujeta a la raíz. El río, a causa de las avenidas,
baja lodoso, negro y rápido, y la barquilla es
arrebatada como una hoja.
¡Espantosa navegación! Negro el cielo,
pues hay todavía nubes tempestuosas que se
cruzan veloces robando a cada instante la escasa luz de las estrellas; negras las aguas; negras las selvas que las coronan, y recio el
viento que las hace gemir y azota la desigual
superficie de las olas; el cuadro que la naturaleza presenta por todos lados es funesto y medroso. El remo es inútil; la canoa se alza, se
hunde, choca contra la orilla y retrocede; o
encontrada con los troncos que arrebatan las
ondas, da giros violentos, y ora la popa se
adelanta levantando montones de espuma en
la anormal carrera, ora va saltando de costado el frágil leño como caballo brioso que, impaciente del freno que le contiene, no toma
en derechura la vía que debe seguir. Cumandá tiembla de terror. Ya no es la dominadora
de las olas, porque la cercan tinieblas y apenas divisa el enfurecido elemento que brama
y se agita bajo ella. Llevada por la corriente
en medio de los despojos del bosque, semeja
uno de ellos.
La joven prófuga ha invocado mil veces al buen Dios y a la Santa Madre, ha besado la reliquia que lleva al cuello, ha hecho
cruces para ahuyentar al mungía, a quien atribuye la alteración de las aguas, las tinieblas y
el viento. Al cabo no le queda más arbitrio
que abandonar del todo el remo, asirse fuertemente del borde de la canoa y cerrar los
ojos, porque el aparente trastorno del cielo y
la tierra va ya desvaneciéndola. ¡Recurso vano! La infeliz está helada, siente angustia que
le oprime el pecho, respira con dificultad, los
oídos le zumban y la inanición y el síncope
van apoderándose de todo su ser. Las manos
se le abren y caen, inclina la cabeza y todos
los sentidos se le apagan…
La canoa, juguete de la crecida violenta y de los iracundos vientos, ya no lleva sino
un cuerpo inanimado, del cual puede desembarazarse en una de las rápidas viradas o en
la más breve inclinación a que le obliguen las
ondas.
Juan León Mera, “Sola y fugitiva en la selva”.
Fuente: Cumandá. Boston. D. C. H. and Co. 1932, pp. 115126.
Notas
1
El mariscal Ney es llamado en Francia le brave des
braves.
2
Famoso cantor trágico.
Cuarta sección
EL SIGLO XX
I.— Influencia de la corriente arielista. Afirmación del nacionalismo
y rechazo a la política anglo-sajona. Las nuevas ideas sociales
Hubo una época -comienzos del siglo
veinte en que el maestro de “Ariel” tuvo su
discipulado. Se lo leyó con deleite. Con fervor. Con afán imitativo. Aunque no siempre
con la claridad que demanda su obra. Y precisamente por esto se multiplicaron los tergiversadores, los falsos exégetas, los fingidos legatarios de su pensamiento. Pero de modo
más acelerado los repetidores de sus formas
expresivas. Aparte Al fonso Reyes, Henríquez
Ureña, García Calderón o el ecuatoriano
Gonzalo Zaldumbide, que dieron muestras de
un estilo en que conviven armoniosamente el
poder de las ideas y la gracia del vocablo, y
que por lo mismo se revelaron bajo la docencia estética e intelectual del creador de
“Ariel”, la literatura hispanoamericana se ha
poblado de figuras rodosianas de muy magra
significación. Como sucede generalmente,
esa masa de conciencia desdibujada, de individualidades sin relieve, ha pervertido las enseñanzas de José Enrique Rodó trocándolas
en especial frívola o en inepta garrulería verbal. Porque es frecuente que la imitación vulgar lleve al empobrecimiento de los manantiales reflexivos de la obra original, o a ciertos
alardes idiomáticos cada vez más vacíos e
inelegantes.
El ensayista uruguayo se sintió solicitado por las circunstancias conflictivas de su
tiempo. Quiso hacer un libro que se hallase
saturado de su atmósfera temporánea. El amaba la milicia de las letras. La beligerancia del
intelectual. Pero la contienda tenía que ser en
el plano imponderable de la mente. Y esgrimiendo ideas esenciales. Parece que el estí-
mulo eficaz de la elaboración de “Ariel”, según testimonios confidenciales de amigos del
autor, fue el de la intervención norteamericana en favor de la independencia de Cuba, hacia 1898. José Enrique Rodó celebró la emancipación cubana, como lo hicieron otras figuras de nuestras repúblicas, ya libres del yugo
peninsular. Pero, también como esas figuras,
condenó la acción armada de los Estados
Unidos contra España. De manera que hubo
una inspiración, por lo menos inicial, de carácter político. Ello debió haber alimentado la
curiosidad de muchos espíritus en torno de
“Ariel”. Y explicaría la inmediata proliferación editorial de aquel libro. Mas el problema
concreto de esa intervención norteamericana
no aparece en las páginas arielistas. Lo que
allí se dice, entre tantas consideraciones lúcidas, y con el acento de una admonición, es
que Latinoamérica debe preservar su idealismo, los bienes más alados de su alma. Idea
noble, aunque de efectos muy discutibles si se
mira con cuidado. Porque aquella alma latinoamericana, tan desatenta con su propio
cuerpo, ha originado las calamidades de
nuestra astenia para el progreso, organización, orden, trabajo útil y prosperidad de los
grandes grupos sociales. Hemos sido en cierto modo lo que reclamaba Rodó. Y aun más
que eso. Hemos sido la representación viva
de “Ariel”, “el genio del aire”. Nos hemos negado en el presente, inventándonos una cándida ilusión del futuro. Tristes de nosotros,
omnipotentes con la palabra, indigentes en la
acción. Quién sabe si no era conveniente que
cediéramos cautelosamente a las incitaciones
146
GALO RENÉ PÉREZ
de esa materialidad de los Estados Unidos que
el ensayista uruguayo encarnaba en Calibán,
desdeñándola tanto.
En los años de la influencia de “Ariel”
no se pensó así. Se miró al país del norte como a una realidad antagónica frente a la que
no se debía capitular, a ningún título, bajo
ningún pretexto. Ello hubiera sido conspirar
contra el culto sagrado de lo nacional. Además, ciertos hechos políticos habían exacerbado esa posición nacionalista, adversaria de
la América anglosajona. Al punto de que hay
hasta versos del refinado y exótico Darío que
fueron como la enérgica y temprana incitación de los violentos dicterios nerudianos del
“Canto General”. Se combatió la nordomanía
exaltando los llamados “valores de la raza”:
lo indio y lo hispánico. En el Ecuador tomó
varias direcciones el espíritu imperante: una
fue de encarecimiento —a veces extremado y
falso— de las raíces españolas; otra fue de
apología —también en algunos casos insincera y retórica— del ancestro indígena, y una
tercera fue de indiscernida pasión antiyanqui,
estimulada por ciertos grupos políticos. Esa
triple proyección dura todavía, en el campo
literario, en el sociológico y en el de la acción
pública.
Una de las expresiones más antiguas
de la alarma arielista en el Ecuador apareció
en 1916. Tal lo son las páginas de “¿Imperialismo o Panamericanismo?”, escritas por
Agustín Cueva. En ellas no se habla únicamente del peligro nórdico, de la amenaza imperialista, sino de yerros de interpretación de
la doctrina de Monroe y de hechos arbitrarios
de los Estados Unidos en los conflictos de orden interno del país. En cierta manera dentro
de la misma corriente de pensamiento, pero
sobre todo dentro de la intención nacionalista en boga, el historiador y estudioso de la sociología Belisario Quevedo expuso ideas penetrantes sobre la realidad del pueblo ecuato-
riano. Bajo la luz del positivismo —Spencer,
Comte y Mill, citados en “Ariel”, iban siendo
familiares en toda Hispanoamérica—, parece
que realiza Quevedo su apreciación de las
condiciones sociales del país. Su punto de
vista sobre la composición étnica del Ecuador,
en que se percibe una marcada decepción del
mestizaje, recuerda el criterio pesimista del
boliviano Alcides Arguedas, también discípulo del positivismo. Pero el afán de los autores
hispanoamericanos no era otro que el de conocimiento de lo propio para buscar las soluciones que demandaban los problemas nacionales.
Los últimos decenios han traído consigo nuevas y nuevas exigencias. Las reformas
conseguidas por el liberalismo, que se han
ido afianzando paulatinamente, con destreza,
a través de una legislación moderna, y que
ahora se han incorporado ya a los hábitos de
la vida social, no han cubierto —no podían
hacerlo todo a un mismo tiempo— los reclamos colectivos de orden económico. Además,
los problemas se han ido multiplicando con el
crecimiento de la población y el enfrentamiento de capitalistas y asalariados. El liberalismo ha tenido que tender hacia la izquierda
política, con el afán de hallar también una
culminación material a su revolución ideológica. Uno de los primeros sociólogos liberales
que lo advirtieron fue José Peralta. Con mucha elocuencia demostró que “el problema
obrero” debía “preocupar a los hombres de
Estado”. El trabajador —decía Peralta— se halla en la desocupación, y su familia en la indigencia y la ignorancia. Pero sobre todo reparaba en el paria de los campos, en el indio
infeliz para quien la existencia no es sino una
cadena interminable de obligaciones y sufrimientos. Y concomitantemente advertía los
males del latifundio, que produce el fatal estancamiento de la riqueza pública. No pedía,
desde luego, la abolición de la propiedad, si-
LITERATURA DEL ECUADOR
no “la equitativa repartición de los medios de
vida”. Señalaba cuáles eran a su entender “los
postulados sociales del liberalismo”. Creía, en
suma, “en un socialismo científico, humanitario y justo”.
Preocupaciones de linaje semejante
reveló también Carlos Manuel Tobar y Borgoño. Escribió páginas sobre “la protección legal del obrero en el Ecuador”. E igualmente
dirigió su enfoque a la situación del campesino, que sigue siendo el problema agudo del
país “…para nuestro indio —afirma— no hay
nada; por más pesada que se le haga la carga
al gañán, no tiene él dónde escapar, no halla
asilo en ningún sitio, de todas partes tiene que
huir como un bandido”. Describe Tobar y
Borgoño las condiciones aflictivas en que se
va desmoronando la existencia del indio. Y
lanza esta admonición: “Eduquemos al pueblo y démosle lo suyo, buenamente, generosamente, humanamente, y tengamos en cuenta que esto que le vamos a conceder será
siempre de él el día de mañana, que le pertenecerá, pero cuando nos lo haya arrancado a
puñadas y zarpazos”.
Al estímulo de estos males inherentes a
la organización económica y a la pluralidad
racial del país; bajo la influencia de la corriente marxista de nuestro tiempo, y al impulso también de una literatura militante, contenida en novelas, ensayos y poemas, ha ido tomando lugar el ideario socialista, con todas
las simpatías de lo nuevo, lo promisorio y pletórico. Algunas de las figuras destacadas de
estos años han profesado el socialismo, y han
insistido en la necesidad de una revolución
pacífica, generada desde los organismos del
estado, que dé término a los problemas populares. El caso de Cuba no ha dejado de amedrentar a aquellos que han venido oponiéndose tercamente a las reformas sociales y económicas que son necesarias. Y un buen núcleo de intelectuales ha atraído la atención,
147
sobre todo, hacia la gravedad de la situación
que soportan el indio y el montuvio en el
Ecuador. Han acudido para ello a la idoneidad de los medios que ofrece la sociología
moderna. José de la Cuadra, Pío Jaramillo Alvarado, Luis Monsalve Pozo, Víctor Gabriel
Garcés Rubio Orbe han escrito en esa materia
trabajos de vital interés.
Pero la verdad es que el fruto de las investigaciones sociológicas ni los vibrantes reclamos y enérgicos propósitos de organización y austeridad han sido atendidos desde el
gobierno. Durante largos períodos ha faltado
la eficacia de un régimen laborioso y constructivo. Al poder se ha llegado bajo el azar de
las contiendas cuarteleras, o de la traición, o
de los convenios de las camarillas políticas, o
de los arrebatos vocingleros del caudillismo.
Pocas veces la representación popular se ha
cumplido de veras. Pocas veces la democracia
se ha impuesto sin ilicitudes ni mancilla. Un
enorme sector de la población —la indígena
sobre todo, y en general la campesina— ha
permanecido al margen de la vida pública,
sorda, callada, indiferente a todo lo que es el
drama de los partidos y a sus codicias y sus
duelos de ideas e intereses. El país ha estado
gobernado sólo en función de los grupos y para los grupos. El destino nacional ha estado en
sus manos. Siempre entre las sombras de la incertidumbre. Siempre bajo la amenaza de algún peligro. Siempre en el vaivén de la improvisación de cada día, en una especie de interinidad que no acaba jamás. La ausencia de
soporte popular y de idoneidad de los regímenes y facciones políticas ha determinado el
cambio irregular de las instituciones legales y
de los agentes del poder público.
Ese carácter de la existencia republicana ha influído en el ritmo del desarrollo material, todavía precario. Y para ello ha tenido un
cómplice secular en el estilo de la economía
feudal. Las tierras desérticas del latifundio,
148
GALO RENÉ PÉREZ
aprovechadas en mínima parte; la relación
medieval de señor y siervo en los sistemas de
trabajo del campo; la situación —más bestial
que humana— de esos campesinos, han agravado la condición letárgica del país. El desierto en la puna, en las selvas y las sabanas del
litoral deja la impresión de que apenas se habitara un trozo primitivo de planeta. Los caminos se despeñan o se fatigan y expiran antes de cumplir su función comunicante de
ciudad a ciudad, de pueblo a pueblo, de villorrio a villorrio. La musculatura geográfica parece que se afana en separar los núcleos humanos. Y eso produce el debilitamiento gene-
ral y las vacilaciones del esfuerzo en la obra
del desarrollo material.
La consecuencia inmediata de esos
males ha saltado en la forma de una pobreza
irremediable. Se muestra en los millares de
muchachos sin escuela. En la descalcez, tan
común. En la cólera pasmada de los trabajadores de la tierra. En la cuchara vehemente
del hambriento. En el rostro vergonzante del
tugurio. Y eso es, y todavía seguirá siéndolo
por largo tiempo, lo que imanta la pluma de
sociólogos, escritores políticos, periodistas y
creadores de la literatura ecuatoriana.
II.– El Modernismo, movimiento literario de esos mismos años.
Unidad del modernismo en Hispanoamérica. Su condición altamente
estética. Su trascendencia. Advenimiento tardío del modernismo
ecuatoriano. Las corrientes francesas que fecundaron la poesía
modernista en el continente y en el Ecuador. La generación
de Arturo Borja, Humberto Fierro, Medardo Angel Silva y Ernesto
Noboa Caamaño. El maestro de la prosa Gonzalo Zaldumbide
El que habla de Modernismo sabe que
fue una corriente hispanoamericana cuyas
orillas o límites temporales se extendieron,
más o menos, de 1880 a 1920, cuatro decenios apenas de los dos siglos. Eso especialmente se explica por la celeridad con que cobró cuerpo en todo el continente, desde México hasta la Argentina. Halló un entusiasmo
unánime. Y, evidencia poco frecuente, una
común aptitud lírica en las generaciones de
muchos países. Cada uno de ellos pudo exhibir sus propios valores. Difícil es precisar si
hubo un espontánea promoción de virtudes
de refinamiento en la sensibilidad y el tacto literario de aquellos autores, o si la atmósfera
del nuevo movimiento comunicó esas características a la mayor parte de ellos, pero resulta indiscutible la condición altamente estética
del Modernismo. Se hicieron demostraciones
de muy depurada calidad tanto en la prosa
como en el verso. Poemas impecables. Cuentos de extremada finura. Novelas de acabado
estilo. Crónicas y ensayos en que la luz intelectual cabrillea en la onda verbal rítmica y
transparente. Innecesario es quizás el citar, siquiera como prueba parcial, los nombres de
Darío, Gutiérrez Nájera, Larreta, Gómez Carrillo, Martí y Rodó.
La rapidez con la que pasó el Modernismo por el horizonte completo de Hispanoamérica no significa, desde luego, que haya carecido de trascendencia o de gravitación
en el futuro. A pesar del reclamo dariano de
que cada uno busque su propia originalidad,
rehuyendo la tentación simiesca de la imitación, y en desacuerdo con el parecer de Unamuno de que no se debía hablar de Modernismo sino de modernistas, la corriente tuvo caracteres homogéneos que aseguraron su vasta
unidad en el continente. Uno solo fue su credo estético. Y muy semejante el fondo mental
y afectivo de los autores. De ese modo la importancia del Modernismo como fenómeno
global es evidente, y lo es también la duradera consecuencia que produjo. Algunas de las
conquistas literarias de los últimos tiempos
parten de aquella feliz experiencia.
En el Ecuador hubo también una generación modernista. Y no desdeñable como parece suponerlo el investigador Max Henríquez Ureña. Lo que ocurrió fue que tales poetas ecuatorianos nacieron en la década del
apogeo del movimiento en el resto de Hispanoamérica, y cuando escribieron sus primeros
versos la hoguera ya se había extinguido.
150
GALO RENÉ PÉREZ
Nuevas modalidades reclamaban la atención
de todos. Gustadas las perfecciones estilísticas, registradas las extrañas predilecciones
del alma (las esquiveces frente a las demandas ordinarias del ambiente, la abulia, la melancolía y la desazón metafísica), a través de
los principales autores, poca o ninguna sugestión debió despertar ya la suma de alardes formales y de doliente exquisitez espiritual de
los modernistas del Ecuador, llegados con fatal demora. Pero, por su avidez de las fuentes
francesas, por su devoción a los fundadores
del Modernismo hispanoamericano, por su fina conciencia del estilo, por la espontánea inclinación morbosa del temperamento, tan común en los años finiseculares, se incorporaron con características uniformes a ese movimiento. Y, como en los demás casos nacionales, ayudaron a mostrar el camino de las
transformaciones que se han ido logrando en
la presente centuria.
Bastante conocido es el origen posromántico del Modernismo hispanoamericano.
Apareció como una crisis del romanticismo,
ni más ni menos que las tendencias europeas
de fin de siglo. Pero no fue un fruto de la intransigencia. Conciliatorias eran las señales
de su bandera. No venía a mirar al pasado como a un campo enemigo. Ni a los frentes que
surgían en su mismo tiempo. Mejor que suprimir a ciegas cuanto se hallaba en pie a su alrededor, era respetar lo bueno y recibir inteligentemente su legado. La cultura era una divisa modernista. La capacidad de asimilación
uno de los mejores bienes. El éxito estaba en
saber discernir, en saber valorar y elegir. La figura máxima del Modernismo —Rubén Darío— daba el fecundo ejemplo: fundía en una
nueva realidad los elementos del romanticismo, del simbolismo, del parnasismo, del naturalismo. O sea de todo aquello que ofrecía
el laboratorio intelectual de Francia. Para
conseguirlo era menester la condición supe-
rior de Darío, que reducía a una admirable
unidad lo múltiple y desemejante, y mostraba
el camino a su espontáneo discipulado americano. Igual destreza reveló enlazando los recursos formales más antiguos de la poesía
castellana con los acentuadamente modernos
y revolucionarios.
Los modernistas ecuatorianos conocían lo que con tanta brillantez se había logrado bajo el ademán conductor de Darío, a
lo largo del continente. Pero conocían también a los representantes de los movimientos
franceses: simbolistas y parnasistas especialmente. Además en el Ecuador mismo ya contaban con un predecesor —Francisco Fálquez
Ampuero—, buen cincelador de la marmórea
estrofa parnasiana. Y dos miembros de la generación anduvieron por Europa con un sutil
don de percepción: Arturo Borja y Ernesto
Noboa Caamaño. Asimilaron entonces de
manera directa expresiones poéticas de aquellas tendencias y la actitud inadaptada, enfermiza, de algunos de sus autores. Ello les comunicó afinidad con los grupos modernistas
que hacía poco habían declinado en las otras
naciones de Hispanoamérica. Baudelaire,
Verlaine, Mallarmé, Samain, Laforgue fueron
nombres que se invocaron familiarmente entre los poetas de esa generación ecuatoriana.
La elegancia en la frase lírica, el encanto musical, el trémolo de los amores infortunados,
la ansiedad de partir hacia horizontes desconocidos, un hastío prematuro de todo, les hizo coincidir en sus preferencias de poetas y
aun en sus destinos humanos. Hubo entre
ellos una evidente unión generacional. Por
eso el que juzga al Modernismo en el Ecuador
tiene que apreciar de modo insoslayable a sus
cuatro autores representativos: Arturo Borja,
Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro y
Medardo Angel Silva. Fueron semejantes hasta en su tragedia personal: los cuatro murieron jóvenes, y dos de ellos —Borja y Silva—
LITERATURA DEL ECUADOR
se suicidaron antes de cumplir sus veintiún
años.
La brevedad de esas vidas, la atmósfera de bohemia en que se aniquilaron y el desprecio hasta a la notoriedad literaria conspiraron sin duda contra la plenitud y extensión de
la obra que los modernistas ecuatorianos habrían dejado. Arturo Borja poseyó una legítima naturaleza de escritor, explícita en tres o
cuatro de sus mejores poemas, pero no alcanzó la madurez que merecía. Humberto Fierro
amó la selección, el verso trabajosamente
pensado, que destella en ciertas expresiones
afortunadas pero descubre el artificio y la rigidez en otras. Careció de la exaltación lírica de
sus compañeros. Medardo Angel Silva fue el
que mejor llegó a la sensibilidad popular, el
más ambicioso de todos. Se le reconocían aptitudes geniales. Hizo poemas admirables, pero a menudo cayó también en la creación me-
151
diocre, consecuencia de la prisa y la excesiva
juventud. El más completo de la generación
fue Ernesto Noboa Caamaño. Poseyó como
ninguno la técnica del verso. Fue el más homogéneo. El que mejor se acopló al Modernismo hispanoamericano. Y sigue siendo uno
de los poetas líricos más notables del Ecuador.
En lo que concierne a la prosa del mismo movimiento, ésta tuvo un alto representante: Gonzalo Zaldumbide. Fue autor de ensayos críticos y de la novela “Egloga Trágica”.
Desde su juventud se acercó a la obra del uruguayo José Enrique Rodó, cuyo estilo contribuyó a desarrollar su singularísima lucidez de
prosador, el más estimado de entre los ecuatorianos. Sus largos años en París en compañía de otros maestros hispanoamericanos, su
extraordinario tacto estético, su varia cultura,
su genio crítico, le dieron un lugar eminente
en las letras castellanas de nuestro tiempo.
III.— Autores y Selecciones
Arturo Borja (1892-1912)
Nació en la ciudad de Quito, rodeado
de un viejo prestigio familiar. Sobre todo su
padre, el doctor Luis Felipe Borja, fue siempre
estimado como jurisconsulto eminente. Aún
ahora se acude a los comentarios que éste escribió, en prosa límpida y magistral, sobre el
articulado del Código Civil ecuatoriano. Había en el hogar una atmósfera liberal, de puertas abiertas al aire de las renovaciones. Buen
principio para la corta pero intensa avidez interior del poeta. El resto lo hicieron las circunstancias: una avería en el ojo, consecuencia de algún descuido en los años de la infancia, y un inmediato viaje a París para su tratamiento. Volvió a Quito con un sentido espiritual diferente. Con una nueva visión. Con los
efectos del deslumbramiento que le produjo,
no el portento material de la urbe ni nada de
la realidad exterior, sino la extrañísima perspectiva de la poesía francesa finisecular, cuya
fama se resistía a declinar. En el propio idioma de ellos pudo leer a Baudelaire, Lautreamont, Verlaine, Mallarmé y Rimbaud. Hay
que darse cuenta de lo que eso significaba.
Simbolismo y parnasismo le reclamaron lo
más escogido de su natural vocación de poeta. Le estimularon sus facultades, afinándolas
al mismo tiempo. Y le encaminaron hacia los
horizontes del modernismo, que desde luego,
ya para esa fecha, se desdibujaban en Hispanoamérica. Con todo, en el Ecuador la novedad no había comenzado todavía.
Arturo Borja apenas tenía quince años
cuando escribió sus primeros poemas. Para
entonces ya adolecía de las morbosas desazones que atorbellinaron el alma de los autores
franceses. Se sentía prematuramente desengañado. En los momentos de sus tempranas reflexiones confesaba: “Mi juventud se torna
grave y serena como —un vespertino trozo de
paisaje en el agua”. En otras ocasiones invocaba a la locura, la “Madre locura”, como libertadora del tedio, y a la melancolía— “Melancolía, Madre mía!”—, que es renunciamiento y laxitud. Pero en los instantes de mayor crispación interior exclamaba, como en
“Vas Lacrimae”: “La vida tan gris y tan ruin —
¡La vida, la vida, la vida!”. O se quejaba de
las amargas vulgaridades del medio nativo,
como en su “Epístola a Ernesto Noboa Caamaño”, prosaica pero sincera muestra de su
inadaptación a la realidad. O, por fin, dejaba
ver su decisión misma de ir pronto a la muerte: “Voy a entrar al olvido por la mágica puerta — que me abrirá ese loco divino: Baudelaire!”. Y aquella urgencia en verdad se cumplió: Borja murió cuando apenas contaba
veinte años de edad.
A ello obedecen la brevedad y las imperfecciones de su producción lírica, recogida de manera póstuma en la “Flauta de
Onix”. Pero la nota del refinamiento y la vibración sentimental se deja advertir en buena
parte de sus versos. En algunos de ellos es tan
expresiva la queja, que fácilmente se han incorporado al cancionero popular. Tal el caso
de los versos de “Para mí tu recuerdo…” En
otros, como en los de “primavera mística y lunar”, lo evidente es una seguridad mayor sobre los inasibles elementos de lo poético: el
tema de mayo florido y devoto se ha tratado
con un juego deleitoso de imágenes y musicalidad.
LITERATURA DEL ECUADOR
PRIMAVERA MISTICA Y LUNAR
A Víctor M. Londoño
El viejo campanario
toca para el rosario.
Las viejecitas una a una
van desfilando hacia el santuario
y se diría un milenario
coro de brujas, a la luna.
Es el último día
del mes de María
Mayo en el huerto y en el cielo:
el cielo, rosas como estrellas;
el huerto, estrellas como rosas…
Hay un perfume de consuelo
flotando por sobre las cosas.
Virgen María, ¿son tus huellas?
Hay santa paz y santa calma…
sale a los labios la canción…
El alma
dice, sin voz, una oración.
Canción de amor,
oración mía,
pálida flor
de poesía.
Hora de luna y de misterio,
hora de santa bendición,
hora en que deja el cautiverio,
para cantar, el corazón.
Hora de luna, hora de unción,
hora de luna y de canción.
La luna
es una
llaga blanca y divina
en el corazón hondo de la noche.
¡Oh luna diamantina
cúbreme! ¡Haz un derroche
153
de lívida blancura
en mi doliente noche!
¡Llégate hasta mi cruz, pon un poco de albura
en mi corazón, llaga divina de locura!
………………………………………………
El viejo campanario
que tocaba el rosario
se ha callado. El santuario
se queda solitario.
Arturo Borja, “Primavera mística y lunar”
Fuente: Poetas parnasianos y modernistas. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S.A., 1960, pp. 259-260 (Biblioteca Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República.
Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador,
1960).
Ernesto Noboa Caamaño (1891-1927)
Nació en Guayaquil. De igual manera
que su compañero Arturo Borja, procedía de
una familia notable. Cumplida su educación
media, se estableció con sus padres en la ciudad de Quito, en donde su aleteo poético fue
cobrando altura a través de periódicos y revistas. Pero su fama se extendía también al auxilio de las reuniones amicales en las que declamaba lo propio y lo ajeno, en noches de
bohemia en que no faltaba la excitación letal
de los paraísos artificiales. Había aprendido
Noboa un estilo de escribir y de llevar su existencia que provenía del París de los poetas
malditos, pero que casaba perfectamente con
lo que él era por naturaleza: un hombre extremadamente sensible, desdeñoso de la ordinariez de las cosas cotidianas, acongojado por
afecciones íntimas e ideas sombrías. Las incomodidades del ambiente local, rudo para su
ambición de vagas delicadezas, le empujaron
hacia Europa. El viaje depuró aun más sus
gustos y sus percepciones. Le dio oportunidad
de captar imágenes extranjeras saturadas de
poesía. Un ejemplo de eso es su composición
“Lobos de mar”, en el paisaje de Bretaña,
cuando Noboa pudo contemplar a ese niño
154
GALO RENÉ PÉREZ
que desde el regazo de la madre humilde
“torna sus glaucos ojos de futuro marino — y
se queda escuchando la promesa del mar…!”
Las impresiones de su vagabundeo lejano y
las que con alma sensible siguió recogiendo
tras el regreso al país, pusieron el calor de lo
humano en sus versos, aunque acentuaron al
mismo tiempo su desazón, su pesimismo, su
renunciamiento a la voluntad y el esfuerzo, su
predilección por las drogas heroicas, su insalvable prisa hacia la muerte. Esta, por cierto,
no le sedujo de veras, “con su paso humilde
de reina haraposa”. Pero, en cambio, le poseía un desmayo invencible frente a las cosas
de la vida: “Del más mínimo esfuerzo mi voluntad desiste, — y deja libremente que por la
vieja herida — del corazón se escape — sin
que a mi alma contriste — como un perfume
vago, la esencia de la vida”. En medio de su
abandono amaba más radicalmente las lecturas de los autores favoritos: “Heine, Samain,
Laforgue, Poe _ y, sobre todo, ¡mi Verlaine!”.
O, de igual manera que el modernista cubano
Julián del Casal, confesaba su apetencia de
morfina y de cloral para calmar sus “nervios
de neurótico”.
Seguramente Ernesto Noboa Caamaño
fue la figura representativa del Modernismo
en el Ecuador. Leyó a los franceses. A Darío.
A Juan Ramón Jiménez. Y de ese modo asimiló virtudes de forma que le permitieron hacer
poesía de gracia y delicadezas jamás logradas
antes en el país. Rasgos estilísticos, predilecciones por lo francés y lo exótico, estado sentimental, singular aptitud renovadora, todo le
asocia legítimamente a lo más caracterizado
del movimiento modernista hispanoamericano. Pero no desoyó totalmente el reclamo de
los temas cercanos. Por eso compuso con certeza y colorido aquel soneto titulado “5 a.m.”,
que es un imagen fiel, viva, visual, de las gentes quiteñas que madrugan a la misa bajo el
clamor de las campanas y que se mezclan
con el truhán y la mujerzuela como en un
apunte goyesco.
Ernesto Noboa Caamaño publicó “Romanza de las horas’ en 1922. Y preparaba un
segundo volumen de poesía —que jamás apareció– titulado “La sombra de las alas”.
5 a.m.
Gentes madrugadoras que van a misa de alba
y gentes trasnochadas, en ronda pintoresca,
por la calle que alumbra la luz rosada y malva
de la luna que asoma su cara truhanesca.
Desfila entremezclada la piedad con el vicio,
pañolones polícromos y mantos en desgarre,
rostros de manicomio, de lupanar y hospicio,
siniestras cataduras de sabbat y aquelarre.
Corre una vieja enjuta que ya pierde la misa,
y junto a una ramera de pintada sonrisa,
cruza algún calavera de jarana y tramoya…
Y sueño ante aquel cuadro que estoy en un museo
y en caracteres de oro, al pie del marco, leo:
Dibujó este “Capricho” don Francisco de Goya.
EMOCION VESPERAL
A Manuel Arteta, como a un hermano
Hay tardes en las que uno desearía
embarcarse y partir sin rumbo cierto
y, silenciosamente, de algún puerto,
irse alejando mientras muere el día;
Emprender una larga travesía
y perderse después en un desierto
y misterioso mar, no descubierto
por ningún navegante todavía.
Aunque uno sepa que hasta los remotos
confines de los piélagos ignotos
le seguirá el cortejo de su penas,
Y que, al desvanecerse el espejismo,
desde las glaucas ondas del abismo,
la tentarán las últimas sirenas.
LITERATURA DEL ECUADOR
Ernesto Noboa Caamaño, “5 a.m.”, “Emoción vesperal”.
Fuente: Poetas parnasianos y modernistas. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S.A., 1960, p. 320 (Biblioteca
Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima
Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960).
Medardo Angel Silva (1998-1919)
Nació en la ciudad de Guayaquil. Su
caso familiar difiere del de sus compañeros de
generación. Porque Silva tuvo un origen bastante humilde. La pobreza le obligó a dejar el
colegio cuando cursaba el tercer año, para vivir por sus manos. De manera semejante a
Whitman —cuyos versos conoció— empezó
como trabajador de una imprenta, luego devino colaborador eventual de periódicos y revistas y finalmente consiguió ser redactor literario de un diario: “El Telégrafo” de su puerto
nativo.
Desde la niñez soportó sinsabores y se
sintió rodeado de una atmósfera pesada, de
dolor y de muerte. Por la calleja de su casa
pobre desfilaban diariamente las lentas carretas funerales, camino al cementerio popular.
Ese crujido del vagón siniestro, esos atuendos
luctuosos, ese oficio cotidiano de la muerte le
fueron invadiendo el alma, hasta que la desoladora impresión rebosó para siempre en ella.
Imposible es no pensar en nuestro sino fallecedero cuando se recuerda a Medardo Angel
Silva. Desde la hora de sus balbuceos líricos
dejó percibir la triste admonición, que persistió a lo largo de su obra y halló la elocuente
rúbrica de su propio suicido, a los veintiún
años de edad.
Era Silva un adolescente cuando escribió sus primeros versos. Se afanó entonces en
publicarlos. No se le concedió importancia.
Se le negaron los estímulos y consejos que
modestamente solicitaba. Hubo revista que
no aceptó sus originales. A eso él definió expresivamente como “la lucha del anónimo
por el nombre”. Los reveses de orden perso-
155
nal y literario, si bien no lograron desalentarle fácilmente, con seguridad le ocasionaron
una posición conflictiva, una inadaptación al
medio que desembocó en su decisión trágica.
Los que conocieron a Silva advirtieron el desajuste entre su espíritu y la realidad. Algunos
han dicho que hasta entre su vestuario y maneras aristocráticas y la mulatez de su piel parecía notarse el contraste. En uno de sus versos ha confesado el poeta que la vida pasaba
mirándole con desdén, “lo mismo que una
reina ofendida”.
Venciendo trabajosamente las adversidades del ambiente literario, alcanzó a publicar sus colaboraciones en Quito y Guayaquil.
Prosa y verso. Comenzó así su resonancia local. Llamaba la atención, sobre todo, la extremada juventud del autor. Un comentarista
alababa las grandes facultades del “poeta-niño”. Parecía Silva un lector vehemente y sensible. Una conciencia orientada hacia las experiencias estéticas de su tiempo. Una mente
cultivada, como lo demandaban las exigencias del Modernismo hispanoamericano. Había leído a los franceses que también conocieron sus compañeros, y entre aquellos con
predilección a Moreas. Citaba a Darío, a Jiménez, a Nervo. Se sentía cerca de dos miembros del grupo modernista ecuatoriano: Borja
y Noboa Caamaño. Y hasta es perceptible en
sus poemas la huella de éstos. Admiraba a Rodó, el espíritu de cuyo “Ariel” recomendaba
en su patria. Precisamente en las páginas escritas con ese sentido se reveló, mejor que en
ninguna otra ocasión, como uno de los militantes de aquel vasto movimiento renovador.
Y las afinidades de dicho carácter consiguieron relacionarle con Abraham Valdelomar y
con “Colónida”, entonces famosa publicación
limeña. Pero su prestigio se fue expandiendo
aun más. Llegó a colaborar Silva en “Nosotros” de Buenos Aires y en “Cervantes” de
Madrid.
156
GALO RENÉ PÉREZ
En su ciudad nativa se había convertido, además, en redactor literario de “El Telégrafo”, a través de cuyas páginas publicó la
breve novela “María de Jesús”. A sus veinte
años de edad contaba también con otro libro
publicado: “El árbol del bien y del mal”, haz
de numerosos poemas. Tal era su posición —
fruto de un sostenido empeño– cuando se disparó un tiro en la sien. El hecho no se ha aclarado nunca del todo. Queda la gran interrogación de si fue un verdadero suicidio, o si el joven poeta sólo quiso hacer un romántico simulacro en casa de su amada… Amada Villegas.
La obra lírica de Silva no tiene una realización uniforme. Adolece de notorios altibajos. Junto a composiciones brillantes, de
maestro indiscutible, hay numerosas de opacidad evidente. Quién sabe si el apremio editorial del diario y las revistas en que colaboró
–aparte de una juventud que no conocía aún
el reposo para castigar adecuadamente la forma— conspiró contra la homogeneidad de su
producción. Por cierto, lo que es bueno en
ella sabe serlo de veras, en grado altamente
sugestivo. Silva poseyó aquellas raras condiciones que hacen que un autor sea popular y
selecto al mismo tiempo. El trazo de sinceridad de sus versos lo puso el tema de la muerte, ansiosamente sentido.
A su poesía mejor lograda pertenecen
los endecasílabos de “Danse d’ Anitra”, escritos para el álbum de Anna Pawlowa, en los
que las imágenes y el ritmo van componiendo la graciosa corporeidad de la danza.
DANSE D’ANITRA
A Juan Verdesoto
(En el album de Anna Pawlowa)
Va ligera, va pálida, va fina,
cual si una alada esencia poseyere.
Dios mío esta adorable danzarina
se va a morir, se va a morir… se muere.
Tan aérea, tan leve, tan divina,
se ignora si danzar o volar quiere;
y se torna su cuerpo una ala fina,
cual si el soplo de Dios lo sostuviere.
Sollozan perla a perla cristalina
las flautas en ambiguo miserere…
Las arpas lloran y la guzla trina…
Sostened a la leve danzarina,
porque se va a morir…, porque se muere!
Medardo Angel Silva, “Danse d’Anitra”.
Fuente: Poetas parnasianos y modernistas. Puebla, México, Editorial J. M. Cajica Jr., S. A., 1960, p. 433 (Biblioteca
Ecuatoriana Mínima; la Colonia y la República. Publicación auspiciada por la Secretaría General de la Undécima
Conferencia Interamericana, Quito, Ecuador, 1960).
Gonzalo Zaldumbide (1884-1966)
Nació este escritor en la ciudad de
Quito. Fue su padre el poeta romántico Julio
Zaldumbide. Cursó la enseñanza media y parte de la universitaria. Fue tempranamente requerido por el servicio diplomático de su
país. Por eso vivió muchos años lejos, en naciones europeas y latinoamericanas. El consideraba tal ocupación como cosa nefasta para
su vocación literaria, pues que las consabidas
nimiedades oficinescas y sociales interfirieron
el desarrollo de sus libros. En su ancianidad,
singularmente lúcida, buscó el reposo del
tranquilo medio nativo para recoger y revisar
las páginas dispersas que había venido escribiendo a lo largo de su peregrinación extranjera, y así dirigió la publicación de su novela
“Egloga Trágica”, aparecida fragmentariamente en los años juveniles, y de dos volúmenes
antológicos de sus ensayos y crónicas.
A Zaldumbide se lo estima tanto en
nuestra América como en España. El estilo de
su prosa tiene validez dentro de las amplias
fronteras del idioma castellano. Y seguirá te-
LITERATURA DEL ECUADOR
niéndolo porque no es de esas cosas desmoronadizas que no resisten a la embestida plural de los cambios. Al contrario, hay en él un
equilibrio de lenguaje y de ideas que es su
fuerza, su soporte duradero. Porque Zaldumbide escribió siempre, desde su iniciación
hasta su senectud, con una percepción clara
de lo que debe ser esencialmente la literatura.
Tal virtud no es frecuente en la incontenible aventura que corren las letras de nuestro tiempo. Muy pocos averiguan cuál tiene
que ser su responsabilidad de escritores en
medio de la creciente densidad de las multitudes literarias de nuestro siglo. Fenómeno sin
duda ingrato, parece que hemos llegado —
parodiando la expresión de Ortega— al escritor-masa. Los estímulos de la cultura han precipitado el nacimiento de millares de páginas
impresas. Hay un cínico abuso de la palabra
escrita. Lo que alguna vez fue apostolado singular ha degenerado en oficio de muchos,
aun de los parias de la inteligencia. Y los vicios de las ocupaciones menos nobles han
prendido también en esta manía papelera. Todo afán repugnante y toda ruin maquinación
han entrado como en campo abierto en los
dominios de la literatura. Se necesita un buen
sentido de orientación para no errar en la
elección de los frutos. Para saber encontrar la
joya confundida entre los abalorios. Y se necesita, por cierto, una dimensión superior,
una personalidad muy firme y muy rica de
méritos para dejarse advertir entre esa multitud vocinglera.
La literatura hispanoamericana ha ido
colocando en una posición visible sólo a contadas figuras, quizás las verdaderas. Ellas destacan sobre la parda mediocridad. Y justamente Gonzalo Zaldumbide se muestra en
ese grupo representativo de la cultura continental. Podrán ser disparejos los criterios que
se expongan en torno de sus libros, pero difícilmente se quebrantará la unanimidad del
157
elogio sobre las condiciones de gran hablista
de nuestra lengua que hay en aquel autor. La
dignidad de su estilo es harto notable para
que se pretenda discutirla. Ella procede del
caudal ideativo como de la gracia natural del
vocablo. Es decir de una inspiración de veras
profunda e inteligente. Una carta conservaba
Zaldumbide. Era de uno de los más ilustres
ensayistas de nuestro continente, don Alfonso
Reyes. Allí le decía éste que lo admiraba como a “una de las cabezas más cabales” de la
América española. Y en decir eso no había ni
hipérbole ni lisonja interesada y fementida.
Poseía Zaldumbide una innata virtud
de esteta frente a las palabras. Por eso escogió, aun en sus lecturas tempranas, las obras
en las que no se echa de menos el encanto
del estilo. Su afán de selección fue llevado al
máximo rigor. Era como una aristocracia del
gusto que no admitía contemporizaciones.
Sentía repulsión por el desaseo de la frase y
por cualquier plebeyez en los medios de persuasión. Había tanto de cosa radical en sus
exigencias, que pocos autores le colmaban de
veras de satisfacción. A pesar de todos los encomios de su hermosa crítica sobre Montalvo,
más de una vez —en el grupo de sus íntimos–
confesaba cierto desdén por el estilo montalvino. Parecía mostrar desestima semejante
por lo de Unamuno y lo de Azorín. Acaso la
prosa de Valle-Inclán ejercía sobre él una sugestión más poderosa.
Todo eso tiene su explicación. La magia verbal dannuziana le había arrebatado
desde la juventud. Se acercó a ella con deleite e interés crítico. Para disfrutarla al mismo
tiempo que para analizarla. Vio que aquello
coincidía con su ritmo de pensar y de decir.
Con la rotación de sus ideas y de sus palabras.
Asimismo se dio cuenta de que en nuestra
América estaba sonando la hora del Modernismo. Se sintió reclamado. Se incorporó al
discipulado arielista. Precisamente su primer
158
GALO RENÉ PÉREZ
trabajo de algún aliento fue una exégesis de
“Ariel”. El continente vivía la apoteosis de Rodó y de Darío. Esto es la gloria del estilo. El
triunfo de lo selecto. Los ultrajes a la materialidad y a las asperezas de lo vulgar. Buen momento para acordar su voz acompasada con
la del grupo. Gonzalo Zaldumbide se hizo
también modernista. Lo fue en muchos aspectos. Y habrá que considerar siempre su nombre dentro de aquel movimiento hispanoamericano. Esa es su ubicación correcta. Odió,
con sentimiento rodosiano, las imperfecciones de la democracia. Creía en efecto en la
aristocracia del talento. Le seducía, por otra
parte, nuestra vieja tradición latina, por la que
batallaban Darío, Rodó y sus seguidores. Hizo entrar en la fluencia de su habla —como lo
hicieron también aquéllos— la gracia de ciertos giros galicados. Pero siempre respetando y
exaltando y ennobleciendo el rico decir castellano.
Su parentesco más cercano en la prosa
crítica hay que encontrarlo en el maestro uruguayo. Se parece a José Enrique Rodó en la
perspicacia del juicio. En el equilibrio de las
ideas. En la vigilada composición de la forma.
Su alma consonaba sin duda con la de Rodó.
Allí está la explicación de su magnífica obra
en torno de la producción rodosiana, considerada una de las mejores que se han escrito
con aquel tema. Fue pues Gonzalo Zaldumbide figura destacada de las promociones modernistas de este continente. Sus trabajos principales fueron: “En elogio de Henri Barbusse”; “La evolución de Gabriel d’Annunzio”;
“Cuatro grandes clásicos americanos: Rodó,
Montalvo, Gaspar de Villarroel, J. B. Aguirre”
y “Egloga Trágica”. Esta es novela escrita en
prosa poemática, con el tema del retorno a los
campos queridos de la heredad paterna, en
donde se desenvuelven conflictos de sabor
romántico.
Zaldumbide escribió esta novela entre
fines de 1910 y 1911, en la hacienda de Pimán, al norte del Ecuador, tras seis años de
ausencia vividos en Francia. Fue pues la narración de sus impresiones del regreso y de su
inmersión en la paz eglógica de la provincia.
Pareció no tener Zaldumbide otro propósito
que el de probar para sí mismo la eficacia de
sus condiciones de novelista, porque, a pesar
de su juventud, no sintió el impulso natural de
buscar notoriedad con la publicación de ella.
Su primera edición completa sólo la hizo después de casi medio siglo, en 1956. En forma
fragmentaria la había hecho aparecer en la
Revista de la de la Sociedad Jurídico-Literaria
de Quito, pero bajo el seudónimo de R. de
Arévalo. Algunos críticos no dejaron de advertir, sin embargo, la identidad del autor, gracias a las inconfundibles excelencias de estilo
que había mostrado Zaldumbide en sus breves trabajos anteriores. Y fueron justamente
esos méritos formales los que le inclinaron a
publicar hace poco su novela sin ninguna alteración. “Que salga intocada —expresó— y
no en forma alguna retocada. Retocar ese testimonio, rehacerlo sería desnaturalizarlo”. Rara fortuna es la de no tener que cambiar ni corregir un texto ya antiguo, a pesar de las exigencias propias del esteta. Además, Zaldumbide creyó percibir en tales páginas una frescura que venía a remozarle impresiones abolidas, una sinceridad que no las había dejado
envejecer. “Esas paginillas mías de juventud y
terneza —escribe—, que no eran eco de nostalgia sino voz de presencia viva, brotaron al
contacto de la realidad, y sólo por nacidas de
la entraña perviven al través del tiempo que
todo lo marchita”.
“Egloga trágica” desarrolla en sus
extensos cuatro capítulos titulados “El regreso”, “El soliloquio de Segismundo”, “El dilema” y “El lamento de Marta” –un argumento
LITERATURA DEL ECUADOR
elaborado según la tradicional estructura romántica. El triángulo del drama amoroso lo
forman Segismundo, su tío Juan José y su prima Marta. Los tres sienten encenderse en su
aislada interioridad una pasión que no se atreven a confesar a nadie, ni entre sí, y cuyo
conflicto, que les envuelve secretamente, halla hacia el final de la narración una solución
trágica: el suicidio de Marta. La historia, expuesta aquí de manera sumaria, es como sigue: el joven Segismundo vuelve de París,
donde ha conocido el amargo sabor de una vida de placeres vacíos y de vano refinamiento,
a su vieja heredad provinciana de Pimán, en
el Ecuador. Siente entonces un enternecimiento romántico frente a “la gracia pobre” , a “la
humildad franciscana’ de los paisajes nativos.
Lo recibe su tío materno Juan José. Los demás,
“se han muerto, o se han ido, que da lo mismo”. Le duele especialmente la pérdida de su
madre y su hermana, cuyas ‘caras sombras”
comparecen porfiadamente entre las imágenes lugareñas. Se queja de la “cruel impaciencia de partir”, de “la falacia de las tierras no
conocidas que nos atraen de lejos”, de “los
prestigios de mendaz hechizo que nos arrancan a lo más amado”. Y sus tristes sentimientos se agravan cuando comprueba que el que
regresa a un sitio no es ya el mismo que era
cuando se alejó de allí. Las cosas —algunas de
ellas ya transformadas por la acción de las
gentes y los tiempos– parece que le repelen,
diciéndole” “tú también eres aquí como nuevo, has cambiado, ya no eres el mismo”. “¡Ay!
en verdad, nunca vuelven los que se fueron”.
Van sucediéndose, ligadas más bien
por una corriente de sostenida emoción lírica
y por una atmósfera de reflexiones de buena
filosofía, algunas escenas en las que el protagonista observa la vida de los indios, el variado y pluricolor paisaje campesino, de montañas, páramos, valles, ríos y lagos, la austera
conducta de ese gigante infatigable que es su
159
tío; y, simultáneamente, se observa a sí mismo, hallándose en el fondo solo y con el corazón baldío. Nunca ha amado. Quisiera hacerlo. Descubre en su hacienda los atractivos
físicos de Mariucha, una indiecita de quince
años. Le agradaría unirse con ella, en una relación que abrazase también sus caracteres,
sus pensamientos, sus emociones. Pero se da
cuenta de que es inalcanzable toda intimidad
espiritual que les iguale en el amor. Advierte
que “ni la convivencia doméstica del señor y
el siervo”, ni los principios establecidos en las
leyes, han conseguido fijar la “paridad” entre
el indio y el blanco. Sus almas son como dos
mundos sellados e incomunicables. Sus hábitos, totalmente distintos. Ni siquiera es fácil el
elemental acto instintivo. El la persigue para
aplacar a lo menos sus reclamos eróticos, pero ella le esquiva siempre, impedida “por el
movimiento hereditario, por el recuerdo inconsciente del amo violador y brutal”. Parece
que “todo ahonda entre la india y el blanco la
desconfianza de los sexos, el abismo de alma
a alma”. Cuando al fin la posee, con un impulso casi animal, comprueba que ese “raza
bronca y sumaria conoce la ciega lujuria” e
ignora, en cambio, el “adorno inútil”, el “rodeo superfluo” de las caricias.
Segismundo no consigue pues satisfacer su necesidad de amar. Piensa entonces en
Marta, una joven que es como el común de
las heroínas románticas (bella, sentimental,
pura y frágil). Ella vive en la pequeña ciudad
de Ibarra, no lejos de la hacienda, aislada de
todos, y cuidando de su madre loca. Aquí el
relato da una vuelta retrospectiva, con la socorrida frase de ‘volvamos a años atrás”. Dolores, la madre de Marta, fue una mujer de
rasgos seductores. Una viajero alemán logró
tener acceso a ella, y la convirtió rápidamente en su amante. Cierta noche, informado el
padre de Dolores de esos encuentros que deshonraban el rancio nombre familiar, pudo sor-
160
GALO RENÉ PÉREZ
prenderlos en el coito; mató al extranjero junto al cuerpo de su hija, y a ella la repudió para siempre. Fruto de esa pasión clandestina
fue Marta. Las dos mujeres recibieron la protección del primo de dolores, Juan José, Pero
ésta enloqueció, y años más tarde murió. Fue
así como Marta pasó a vivir en la hacienda de
Pimán, en donde se produce el conflicto trágico a que hemos aludido. Segismundo ama
calladamente a Marta. Juan José, estimulado
por los celos, ve degenerar el afecto puro a su
sobrina en una pasión sensual. Marta, a su
vez, adivina lo que está pasando en el alma
de Juan José, y ama, sin confesárselo y con
una larga esperanza de ser correspondida, a
Segismundo. Si en el drama de Dolores se pudo apreciar una descripción fuerte y realista
de los hechos mismos, en éste de su hija Marta se alcanza a observar, en cambio, el agitado mundo de la subjetividad de los tres personajes. El problema amoroso que ellos sufren,
no se lo descubren entre sí sino por cartas.
Juan José se alejó de la hacienda escribiendo
a Segismundo una súplica de abandonar también a la joven para libertarla de los dos, y a
su vez libertarse ellos de una pasión funesta.
Segismundo complace a su tío, y parte inmediatamente a Quito para preparar su retorno a
Europa. Marta, que ha podido darse cuenta de
lo que ocurre entre sus dos íntimos, dirige una
carta de amor y de despedida a Segismundo,
y se suicida en el estanque de la hacienda:
“dulce Ofelia de este perdido rincón del mundo, no enloqueció de dolor como la otra, la
amada de Hamlet, pero su alma pura se sublimó “para amar mejor, de su otro mundo”.
Si bien hay mucha habilidad en la presentación de los estados interiores y en el
mantenimiento de la intensidad del conflicto,
éste no deja de tener cierto sabor melodramático, y descubre otras fallas de técnica, como
la similitud estilística del relato (que se cuenta por boca de Segismundo) con las cartas de
Marta y Juan José. También los diálogos y el
habla de los campesinos tienden, en ocasiones, a perder legitimidad. Una parte del valor
de la novela descansa en la maestría de la
prosa, y otra, muy esencial, en los cuadros fieles de la existencia del indio. Se debe aclarar,
sobre este respecto, que no hay en “Egloga
trágica” los arduos problemas sociales que
trajo después la novela indigenista (particularmente la de Jorge Icaza); pero no por eso se
omiten escenas sombrías de los ilotas del
campo, cuyo único bien es la resignación,
“especie de triste felicidad, felicidad de los infelices que ignoran, callan y pasan”.
José Enrique Rodó
En América y en España, con alarmante unanimidad, José Enrique Rodó ha sido
proclamado el primer prosista de Hispanoamérica. Y cuando decimos, en nuestras pequeñas repúblicas, que tal prosador o poeta
es el más grande de los nuestros, no es, por
desgracia todavía, que simplifiquemos en demasía o ingenuamente nos contentemos con
ponerles número ordinal. Donde ingentes
obras dominan el horizonte, por demás pueril
e incierto es comparar su altura en la infinita
perspectiva. Pero, entre nosotros, decir: “Tal
es el mayor escritor significa, a veces, que es
acaso el único de veras grande. Podríamos
asegurarlo de José Enrique Rodó en el Uruguay. Y aun dentro de la América hispánica
en general, quizá si en su rango excelso es él
quien prevalece y reina.
Aisladas se destacan las grandes obras
entre nosotros. No las respalda, como en las
literaturas tradicionales, la mole antigua y establece que a cada una presta la majestad del
conjunto. Emergen a distancias imprevisibles,
en la historia de ritmo aún convulso. Descollantes sobre la llana simplicidad del pasado y
la incipiencia del presente, parecen en verdad
LITERATURA DEL ECUADOR
mayores. Preciso es recordar aquí esta proporción y relatividad; y, al mirar este breve diseño, tener en cuenta su escala.
Pero hay casos en los cuales poner reparos a la obra buena parece profanación de
algo tutelar. Tal es el caso con Rodó en relación a su América. No sólo porque unió Rodó, a la excelencia de la obra y a la pureza
ejemplar de la vida, la suprema belleza tácita
de un alma tímida para sí, magnánima para
los otros, sino porque, en vez de aislarse en el
“recinto interior”, que él mismo aconsejara un
día como refugio, o de preservarse en su soledad meditativa y alta, mezcló, simple y cordial, su espíritu a las más discordes y confusas
fuerzas de pueblos aún en formación. Adaptando sin quejas, por el amor de lo propio, su
incontaminada superioridad a las miserias del
medio todavía áspero y estrecho, apuró en sí
la conciencia de la raza nueva; y por mejor
orientarla, en vez de seguir los caprichos de la
mocedad o las tendencias de moda, tempranamente enderezó el paso hacia las vías perennes. Y como, —a medida que ensanchaba
su horizonte, el corazón se le henchía de certidumbres magníficas en lo tocante a su América—, del cuerdo vaticinio que es su obra toda, medio continente ha hecho una especie
de palladium familiar cierto. De ahí que, a pesar de nuestra prontitud a todos los entusiasmos, no haya habido en América admiración
más concorde que la suscitada por este espíritu, desde sus comienzos hasta el fin de la ascensión magnánima. No hubo en verdad adhesión más unánime ni más confiada. A que
profundidad había llegado su acento en el alma americana, bastaría a probarlo el clamor
de duelo que se exhaló a la nueva de su
muerte. Ya, a la de Darío, un estremecimiento de liras llevó a todas las almas la vibración
del treno más sentido y férvido que hasta entonces se había oído; pero el encantador imperio del poeta proclamado por Rodó mismo,
161
no rebasaba los límites de la literatura sino
para extender los de nuestro joven orgullo y
exaltar la esperanza de otra alba lírica. En tanto que, a la inesperada muerte de Rodó, toda
Iberoamérica sintió que con él desaparecía,
no sólo el escritor que había superado, en elocuencia serena y primor asiduo, a cuantos,
contemporáneamente, escribían prosa castellana, sino también, la más pura autoridad
moral de un mundo en formación, el vocero
de veinte naciones grávidas, trabajadas todas
por igual urgencia. Poetas y pensadores, políticos y letrados, exaltáronle como propio,
aclamándole a una, maestro.
Quisiéramos, pues, limitarnos simplemente a admirar y creer… Pero, parécenos
ver la figura misma de Rodó, benévola y pensativa, inclinarse como a decirnos que almas
del temple de la suya gustan más de ser comprendidas en su valor y medida, que no de ser
ensalzadas sin tiento; que sólo el elogio concreto y dentro de los términos que resguardan
los altos fueros del arte, es leal tributo de gloria, y lo demás vano ruido; y que, en cuanto a
él particularmente, más bien le crisparon de
pudor o vagamente le humillaron, siempre,
las loas desmesuradas, y le apenó tanto como
le hostigó el incienso demasiado crédulo.
Si tan sólo a la altura de la obra es eficaz y durable su exaltación, nuestro exceso la
agobia, la desirve y aun la traiciona. Y Rodó,
maestro de mesura al mismo tiempo que de
generosidad intelectual nos está fijando normas. Que si alabar siempre moderadamente
es, con razón, para Vauvenargues, signo de
mediocridad, violentar la elasticidad de los
epítetos laudatorios y extremar el idolátrico
diritambo sólo sirve a provocar reacción o
burla.
Todo esto es obvio y primario. Pero es
preciso recordarlo… Pues diríase que en
América sólo gustáramos de la que Lemaítre
llamaba de la critique jaculatoire. Sobre todo
162
GALO RENÉ PÉREZ
en encomio de Rodó ha subido tanto el tono
jaculatorio, que, de no estar al diapasón, uno
se expone a parecer menos cordial, cuando
no otra cosa.
¿Necesitaremos, pues, protestar de
nuestra intención, al señalar en la obra del artista insigne, si no defectos, lagunas y acaso
insuficiencias?
¿Parecerá vano alarde crítico, sutileza,
o algún otro afán deslayado?
Contristaría el espíritu tener que poner
por delante, casi a modo de excusa, precaución tan innecesaria, si el reproche o la incomprensión que con ello se quiere evitar, no
proviniera de sentimiento tan precioso y cándido como es el anhelo, justísimo, de imponer viva fe en recientes superioridades, a pueblos que se obstinan en desconocerlas…
Al indicar, dubitativamente, los límites
o carencias de tan grande espíritu, harémoslo
tan sólo a título de mera impresión personal.
Además, cuanto tiene de grande, lo es en tal
grado y con firmeza tal, que no le serán merma semejantes limitaciones, ni su figura aparecerá menos hermosa entre sombras realzadoras.
Acicate prendido a su naturaleza de
escritor y de hombre fue el ahinco por depurar la fatalidad que entrevera los defectos a las
cualidades en proporción vital casi indiscernible. Mientras más humano en sus deficiencias, nos parecerá este espíritu más augusto,
en su grave y tenaz esfuerzo de perfección; y
en admirarlo nos complaceremos, aun allí
donde nuestras más íntimas predilecciones
vayan a otros. Reconoceremos además, en éste, por encima de su arte egregio, un dechado
de probidad intelectual y desprendimiento en
la cotidiana profesión de las letras, un magnánimo ejemplar de director y maestro, el más
necesario en democracias como las nuestras,
el mejor de cuantos se han alzado a señores y
orientadores, tipo quizás augural, mensajero
de “especie profética”. Y en esta fe y reconocimiento nos confundiremos con la muchedumbre, que en este caso, quizá porque le
concierne en lo hondo de su destino, adivina
como por instinto y acierta sin saber por qué.
(Prólogo de la 1ª edición, REVUE HISPANIQUE, 1918)
El espiritu y la obra de Rodo
Poco a nada prueba el éxito entre nosotros, menos aún la clase de renombre.
No sólo por lo fácil que es de ganar en
patrias chicas y vanagloriosas, sino por la habitual falta de mesura o el incurioso “poco
más o menos” con que se le discierne. Y si ya
no es posible, ni en nuestras selvas, encontrarse de repente con algún genio desconocido, de esos que el romanticismo exaltó con
reivindicadora predilección, tampoco es posible atenerse clásicamente a la fama de los
consagrados. Si algo probase “la gloria”, probaría cosas desemejantes: tan a menudo aureola de igual prestigio a espíritus divergentes,
a obras contradictorias. De tal suerte, que ni
siquiera como revelación de los ideales en
que de veras cree la época que la concede, es
la tal gloria valedera y cierta. De juzgar a cada época por todas sus admiraciones, tomándolas a lo vivo, en su palpitante sinceridad, la
hallaríamos más confusa y antitética que al
considerarla por cualesquiera otros indicios
demostrativos.
¿No llamamos todos un día, a esto de
los diez y ocho años, y con fervor casi igual,
maestros, así a Vargas Vila, que hoy nos hace
reír, como a Rodó, a quien admiramos siempre, aunque vemos ya que nos enseñó poco?
¿Cómo conciliar ahora la doble sinceridad
con que avanzábamos al porvenir, yendo, alternativo o simultáneamente, a embriagarnos
de vacua magnificencia y vertiginosa vanidad
con “Rosas de la Tarde”, pongo por caso, y a
LITERATURA DEL ECUADOR
delectarnos en esa diáfana manera de pensar,
que era casi orar, con que la música patética
de “El que vendrá” nos llenaba de un estremecimiento como de presagio?
En perplejidades de este género o en
paradojas sin ironía, a cada paso tropieza
nuestra titubeante literatura. Sólo que, después, al inventivo, incoercible y desbordante
ilogismo de la vida, sustituyen la historia y la
crítica su dialéctica y sus jerarquías; y únicamente gracias al arte de las perspectivas sabias, esfuman en el fondo del cuadro las contradicciones que, mientras fueron vivientes y
actuantes, pusieron en diaria evidencia interrogaciones que se han quedado sin resolver… El olvido ayuda a la historia más que el
recuerdo; el tiempo y los analistas trabajan de
consumo en borrar la vida.
Si el mecanismo de las influencias y
reacciones a que obedece la producción intelectual se nos escapa casi totalmente en su
inextricable complejidad —sin que por eso
desconozcamos que su ley, informulable, rige—, no es menos ilusorio, quizás, el fijar la
acción que a su vez ejerce la obra moviéndose por sí misma. El signo exterior que parece
indicarla más a las claras, su éxito o fracaso,
sólo induce a problemáticas conjeturas al
querer deducir de él la parte correspondiente
en el espíritu de una generación. No nos fiemos, pues, demasiado del hecho de habérsele llamado en todas partes a Rodó maestro.
En qué sentido fue Maestro
¡Maestro! Sí que lo es, y en modo excelso. Maestro por el natural ascendiente y la
persuasiva unción, por la cadena platónica.
Nunca se reunieron en alma tan noble más
generosa dotes comunicativas, ni las abonó
sinceridad más diáfana, probidad moral más
delicada, autoridad más incólume. Su acento,
sin ser patético ni arrebatado, diríase que convence sin más que revelar en su transparencia
163
la pureza interior de que brota.
Pero si le hemos de llamar maestro por
las doctrinas y las ideas, habremos de confesar que son pocas las que sin él no habríamos
adquirido. Fue viviente armonía de ideas, de
esperanzas y de creencias más o menos dispersas o casuales en otros espíritus. Mas no
las creó ni inventó. Las coordinó, sin aplicación dialéctica, por obra de su bella naturaleza, congruente y abundante, generosa y clarificadora de contradicciones.
Vivificó partes muertas o lánguidas,
pero todas del credo común más humano;
despertó voluntades dormidas, pero sin herirlas a una luz insólita; en la paz y esperanza
del bien señaló de lo alto, sagaz, magnánimo,
direcciones espirituales algo olvidadas, pero
conocidas. Su impulsión hacia el ideal obró
separadamente, en el seguro de cada uno; generó un movimiento en las almas, volviéndolas sobre sí mismas; pero no de ideales capaces de informar distintamente el espíritu de
toda una época.
Además, cuanto tenían, en su manera,
de virtual, fecundo y sugeridor, el mismo Rodó lo desentrañó y exprimió con tesón aplicado y potente. No cabe, en verdad, insistir, ni
es posible extender ya más su enseñanza, sin
hacer ver que lo dejó exhausta y que en otras
manos se queda inanimada, inerte. Su misma
claridad es tal que el comentarla no puede ser
sino parafrasearla, esto es, echarla quizá a
perder, quitándola la insustituible gracia y nobleza de su ropaje, inseparable de su actitud
estatuaria.
Propiamente, pues, no caben aquí imitadores ni discípulos parafrastes.
Al llamarle maestro, todos lo han hecho sin fijar mayormente el sentido de la apelación y no tan sólo en el sentido del ascendiente, de la autoridad moral y del don suasorio. La viril emoción en la manera, el arte casi musical de la exhortación, la virtud comu-
164
GALO RENÉ PÉREZ
nicativa del acento, la sincera y amable gravedad, le adecuaron en verdad a la misión de
mentor y guía que él se impuso generosamente. Ajeno al dogmatismo y a la férula, su delicada comprensión, sensitiva y cauta, le da un
poder ejemplar en la obra de convencer y un
infinito tacto en la de formar o levantar almas.
Superfluo, en muchos casos, su razonar. Pero hábitos o escrúpulos de maestro le
hacen insistir por asegurar la eficacia de su
enseñanza, llevándola a su más explícita
comprobación. Pues, aunque propiamente no
los tuviera ni necesitara, se dirigió siempre a
sus discípulos. Más o menos presentes o lejanos, más o menos ficticios o reales, parece tenerlos perennemente congregados en torno
de su mesa.
A ellos se dirigen, aun sin hacerlo expresamente, la página solemne, la plática íntima, la visión profética. Es Próspero for ever.
Y de coro de discípulos ideales es un auditorio unánime —cual fue en verdad la multitud
que le escuchó diseminada en el continente—, y como persuadido de antemano, sin
más que saber que es Próspero quien habla.
Lo que le sobra y lo que le falta
Es el maestro, y no cabe, sinceramente, contradicción a su enseñanza. Se le oye, se
le cree, se le sigue, sin esfuerzo, con fe entera. Pero esto don, como infuso, de persuasión
y este amable y grave dirigirse siempre a discípulos ideales, quita acaso algo de nervio a
su discurrir, ya de suyo blando por lo armonioso e insinuante. Y este continuo enseñar,
aun sin quererlo expresamente, apesanta un
tanto, con perjuicio de la esbeltez, ciertas partes de su obra.
Limitada a sugerir, concebida y ejecutada como para iguales, ¡cuán potente y ligera habría ido su fuerza de “cumbre en cumbre”! Mas su placer predilecto parece el ir
platicando en medio de sus caros discípulos,
sin ansiedad ni premura, el hacer del iniciador, compartiendo hasta en el detalle su experiencia de almas e ideas.
Tan sólo una vez hubo de dirigirse a
adversarios y, por desgracia, inferiores. Y aun
entonces fue para vivir su enseñanza, y sin
violentarla. Quiso imponer lo más claro y humano de ella, la tolerancia y el respeto inteligente, la comprensión del ideal ajeno, la veneración de los refugios íntimos y el sentido
de la historia. Salió a luchar con la “roja cosa
jacobina”, que decía con horror el buen Darío. Y ni entonces alteró, para mejor defenderla, esa su vasta ecuanimidad como de mar y
cielo. Volvió luego a la faena quieta y a la
simpatía límpida.
La belleza espiritual que empapa todas
sus ideas y su forma toda, fluye intacta en la
transparencia de la dicción, nos lleva en linfas
diáfanas a remansos ciertos. ¿Por qué entonces no nos sentimos satisfechos del todo? Porque, si bien seguimos hasta el fin su ensueño
o su razonamiento, cual si fueran nuestros, no
nos hace, en verdad, penar ni soñar propiamente. Nos convence, pero de cosas que tal
vez ya estaban en nosotros. Y tan suavemente,
que, al removerlas, éstas apenas si se desperezan. No las sacude en inaudita revelación.
A esta falta de sugestión, que provocara en nosotros indefinidas resonancias o respuestas, se añade la vaguedad de su llamamiento y su falta de imposición y absolutismo. No nos impone su creencia ni excita la
nuestra a la reacción. Si probó la necesidad y
la poesía de un ideal, ningún ideal impuso como verdadero con exclusión de otros. No nos
dijo: esta es mi carne, esta mi sangre, y el que
no está conmigo, está contra mí.
Desde su mirador, abierto a los cuatro
puntos cardinales, indicaba el principio y término de las más seguras sendas; pero no descendió a obligarnos a seguirle por una sola,
LITERATURA DEL ECUADOR
por la vía de su elección, unívoca e irrevocable; ni dio para la de cada uno el sésamo, o el
infalible precepto, ni, en su defecto, el báculo con que tantear el terreno incierto, paso
tras paso. Nos habló de la terra lontana con
acento que purificó nuestro anhelo, pero
amenguó quizá nuestra nostalgia; porque no
es de ninguna patética felicidad, sino de deber común, de cotidiana virtud, de ideal accesible, que nos habló el sublime señolero. Quizá si por esta falta de arranque lírico o trágico
no se creó en torno a su obra un ardiente proselitismo, a pesar de la adhesión tan fácil a su
evidencia y de la irrestricta confianza en su
probidad.
Lo que pervive
Todo movimiento hacia arriba puede
hallar propulsión en su vasto impulso. Puso
un toque de luz en el trabajo más servil y obscuro y de caridad en el orgullo del más elevado. Hermanó todos los espíritus en la región
superior del destino humano. Por todas partes
pues, en su obra, armonía, conciliación, “devenir’. Todo, en su empeño, es llamado, exhortación, estímulo. ¿Pero qué vía seguir, en
la ilimitada extensión? No fijó normas ni límites. Cada cual debía hallar por sí, junto con su
vocación, el ideal que la enalteciera y le diera la suprema gracia del desinterés, o el interés superior de lo universal humano.
Para iluminar este fondo obscuro en
que duermen todas las simpatías y todas las
virtualidades, propagó el cuidado de la vida
interior —no por inútil cultivo y exacerbación
de las singularidades irreductibles, ni tampoco ascético desprendimiento y anulación, sino esencial sentimiento de una fraternidad
por lo alto. No aceptó pasivamente la fatalidad del ser que somos o creemos ser; antes
exaltó la liberación por obra del bergsoniano
arranque vital, creador interno, que puede
más de lo que sabemos y esperamos, y cuyo
165
impulso de renovación, invención continua,
pasa, por encima de lo que muere en nosotros, a elaborarnos, a recrearnos incesantemente. Pero limitó —a mi ver demasiado
cuerdamente— el drama de nuestro destino al
problema inmediato de la vocación.
Predicó el idealismo. Pero su ideal no
es fervor del alma lanzada en pos de una iluminación ni ímpetu o vuelco del corazón. Es
convicción razonada, belleza bien compuesta, de antemano garantizada contra el error y
la decepción. Ningún relampagueo de pasión
fustiga o subleva el ánimo dócil. Ideal hecho
y perseguido con aplicación tenaz más que
con ardor súbito y vidente, le alimenta una
parca nobleza, no la llama del sentimiento
voraz y fijo. ¡Y qué serenidad descorazonante!
Apenas si el diapreado velarium del
estilo apacigua la claridad inmutable; no tenemos felicidad que resista a su resplandor, ni
podemos poner el alma a diapasón de su luz.
En su palacio o en su jardín, buscamos un rincón de sombra, donde el alma, aunque consolada, pudiera sentarse a llorar.
Del “ideal”, antes vaga aspiración del
alma, ensueño errante e inapaciguable, incompatibilidad aristocrática, ornato y decoro
de románticas melancolías, caballería irrealizable o sublimidad de anhelos incomprendidos, Rodó hizo cotidiana y mansa disposición
del espíritu, dióle raíz y sustento en toda realidad. ¡Habíamos gastado en vano tanta esperanza, desde que dejamos el lago lamartiniano y el sauce llorón de Musset, y el byroniano bajel, —proa de orgullo y velas de melancolía!— Al ver que evitábamos la charca naturalista para caer en la mentida delicuescencia de nuestros “decadentes” y casi perdernos
en la niebla del simbolismo más evanescente
y otros vaniloquios que iban quitando toda
médula al arte americano que él prefería, Rodó propuso simplemente a nuestra incerti-
166
GALO RENÉ PÉREZ
dumbre un idealismo elegante y positivo, y
operoso antes que rebelde e inaclimatable.
No fue el de Renán, de dupe voluntario y colaborador irónico del Universo, que
guarda en su lúcido quant á soi la reticente
quintaesencia del nihilismo, pero da entretanto a la vida un sentido humano, a despecho
de su contrasentido trascendental. Prefirió Rodó, en tiempos de nietzscheísmo sin freno,
volver al buen gusto del honnéte homme y a
la moral clásica, que se convierte toda en
equilibrio y acción.
Su cristianismo sin dogmas
Tuvo el helénico amor de la acción por
la acción, por su propia belleza o bondad.
Moral clásica, vuelta en él más íntima por su
compenetración con la irrenunciable sensibilidad cristiana. Dulcificada por esta virtud,
bastaba a mantener y levantar la conciencia
de una dolorida comunidad con los inferiores
y a cubrir las asperezas que la edad antigua
despojaba del necesario amparo fraternal.
Su cristianismo enternecido y sin dogmas, acaso habría llegado, con los años y los
desengaños, a echar de menos la fe, en cuanto favorece la eclosión de la esperanza supraterrestre. Tal vez no fue extraño del todo a la
emoción religiosa; por lo menos llegamos a
verle admirar en Roma, al contemplar la majestad del arte y de la historia, vivificados durante siglos por un solo sentimiento en las diversas tradiciones y cultos, una lección suprema de tolerancia, —paradoja aún viviente en
la ciudad del dogma—. Mas de tolerancia, no
ya tan sólo intelectual, como la que le bastará a justificar su “Liberalismo y Jacobinismo”,
sino otra más embebida en el sentimiento del
común misterio.
Acaso habría pascalizado más tarde, y
tal vez, tras una orgullosa abdicación del ra-
ciocinio, o en algún movimiento desesperado
del alma, se habría abandonado en brazos de
una fe, quia absurdum. Mientras tanto, no reconoce otra soberanía que la de la inteligencia, ni otro límite que el dictado, humano y
propio, que la conciencia le impone.
Para otra obra que esta suya de conciliación por lo alto y de perfecta mise au point;
para una obra, por ejemplo, de demolición
audaz o de construcción quimérica, habríale
acaso faltado, no sólo una constitutiva originalidad, sino también el arranque inicial. Faltádole habría, en todo caso, el fanatismo indispensable para obstinarse. Pues nada tuvo
de fanático.
Demasiado inteligente y demasiado
consciente era, para no romper y sacudir de sí
mismo la fatalidad de un dogma de vida o
muerte. Faltóle para imponer un ardiente y
preciso evangelio la fe del iluminado, el primitivo candor, la fuerza inconsciente e ingenua. Su apostolado sereno no arrastra sino a
los persuadidos de antemano. Reconoció, sin
embargo, en el revolucionario, en el agitador,
en el fanático, una estética avasalladora.
La estética del rebelde
Admiró, en tipo tan entero y uno, el
ímpetu que conquista o lleva a su dueño, que
es su instrumento, al martirio; la potencia
que, o arranca de cuajo el obstáculo, o se
rompe, terca y magnífica; la simplicidad a un
tiempo profunda y exigua; la pasión que concita y exalta las fuerzas vivas del ser en un solo sentimiento ingente para adorar o para maldecir. Revolución, agitación, fanatismo, fuerzas de la naturaleza, que aniquilan o crean,
casi inconscientes, casi irresponsables; insustituible prestigio, sello del destino! Deslústranlo, por desgracia, el feo ceño del sectario, la
incomprensión invencible, la estrechez, la
LITERATURA DEL ECUADOR
crueldad a menudo inútil y casi siempre brutal. Defectos que Rodó tenía en natural horror
son los del fanático. Antes que aceptarlos, admira en el escéptico lo más contrario a ellos,
y en particular la benevolencia, la gracia si no
la ironía, la movilidad de la imaginación, el
gusto parco y la fina cautela, el preciso sentido de los límites, la invitación errabunda a ir
de una en otra parte, dejando siempre la puerta abierta al escape; la matizada sensibilidad,
la superior inteligencia.
Pero viendo la pobreza de la vida a
que condena la esterilidad de la duda, la inutilidad de cordura tan precavida que se vuelve inerte, o el influjo corrosivo de la ironía
cuando vierte sus agrios zumos sobre los estímulos esenciales, —no cayó nunca en la tentación de disolvente molicie a que le inclinaba el lado más débil de su naturaleza, su diletantismo—Se alzó por fuerza propia y voluntad vigilante a conciliar los dos tipos opuestos, la excelencia de sus dones, compenetrables no obstante su diversidad, cuando una
inteligencia más completa de las cosas y el ardor de una generosa sensibilidad borran la
aparente incompatibilidad y unen, como mitades que se repelían sólo porque se hallaban
vueltas del revés, las que, bien ajustadas, forman el todo armonioso. On ne montre pas sa
grandeur, decía Pascal, pour étre á une extremité, mais en touchant les deux a la fois et en
remplissant l’ entredeux.
Demasiado conoce la relatividad de
todos los dogmas y sobre todo la parte de
bondad y verdad que cabe en el error. La tolerancia es, en él, calor de optimismo, no indiferencia de escéptico. Si la justicia le parece estar en uno de los extremos, allá va con
ánimo entero. Pero desconfía del sectarismo y
en general de toda exageración. Alma que
busca en todo transigir, nunca fue la suya. Si
reduce a término medio los extremos contradictorios y violentos, no es por transar y con-
167
tentar a todos.
Su medianía es heroica y sólo prueba
el dominio de sí. Firmeza de la mente que sojuzga y de la mano que sofrena. Pone en exaltar la templanza y la armonía el ardor que un
fanático pondría en extremar los contrarios.
Disciplina vanidades y rebeldías. Exalta sinceridades probas y discretas.
Su cordura no es de apocamiento ni de
precaución, sino medida e instinto de justicia,
de este anhelo de justicia que sería en él una
forma del gusto por la ciencia y por la exactitud de las proporciones, si no fuera ante todo
el deber moral por excelencia. En él, la afirmación del propio ideal no excluye, pues, la
comprensión del ajeno, antes le busca en lo
más hondo, en lo más humano, la recóndita
hermandad. Ni la innoble perennidad de lo
abstracto se sustituye a la fugacidad de la vida; ni la idea única seca el sentimiento vario.
Sigue la ondulación de una sinceridad
flexible pero irrompible: a la enseñanza de las
horas dócil, variable al tenor de la experiencia propia y de la ajena sabiduría. “Este es, dice Rodó, el más alto grado a que puede llegarse en la hora de emancipación de la propia personalidad”. No es entretanto el tipo
que seduce y arrebata. Pero es acaso el más
indispensable en nuestras tierras excesivas.
El ponderador
El vulgo toma el dominio de sí por insensibilidad; el heroísmo de la medida, por
pacato apego al término medio; el escrúpulo
de la exactitud y de la proporción, que es perseverante y ubicua necesidad de justicia, por
insuficiencia pasional. No excita la simpatía
de la imaginación popular. Pero es su armonía
superior la que prevalece sobre la algarabía
de las disputas.
Su fiel fija al fin el movimiento oscila-
168
GALO RENÉ PÉREZ
torio de las épocas en trabajo. Son los reposoirs de la historia. Y puesto que en América
vivimos de resultados ajenos, de asimilaciones, de exageraciones, gran misión la del
ponderador, la del depurador. Rodó lo fue en
modo egregio. Demasiado consciente de sus
límites para aventurarse a creador o inventor,
lo fue a punto para discriminador y juez.
Si no nueva, fue siempre buena su enseñanza. Con ella atrajo a todos , indistintamente. Su extremada claridad y explicitez no
la defendieron bastante de entusiasmos demasiado fáciles. Nada escarpado ni riscoso dejó
que subsistiera en su eminencia. Aplanó hasta su altura los caminos más abiertos y seguros. Por ahí, desde temprano, se le sube y encarama toda esa chiquillería vocinglera y universitaria que ha ido repitiendo hasta la saciedad sus llamamientos al ideal.
¿Es, pues, cosa accesible al primer
vuelo tan alta y purificada ecuanimidad? ¿Son
cosas para niños ese ideal, esa elegancia, esa
mesura?
Felizmente, son ideas incapaces de dañar y de dañarse. Ni refractadas por el cerebro
de un imbécil, pueden dejar de ser claras y
buenas y en absoluto inofensivas. No corren
el riesgo de casi toda idea genial. Al querer
comentarlas, como buscando sombras en su
meridiana claridad, sus parafrastes no hacen
sino echarlas a perder, repitámoslo una vez
más, en lo que toca a su forma, pero no en
cuanto a su alcance y significado.
Y por ahí se ve que lo que las preserva,
en Rodó, de la vulgaridad, no es sino la nobleza del gran estilo. No, ningún peligro llevan de malearse. Lo peor que puede acontecerles, y ya Rodó hubo de sufrir por ello, es
volverse favoritas de los mediocres de buena
voluntad, aplebeyarse en la expresión y el uso
familiares. Pero corromperse, no.
Su idealismo
Nadie podrá, en nuestra América, hablar de americanismo o de movimiento de almas hacia lo ideal, lo universal y humano, de
acción y culto desinteresados, de idealidad o
de mesura, sin evocar el recuerdo de su enseñanza, sin caer bajo el modelo insuperado.
Es el destino de los grandes artistas, inventar un poncif de que se nutren luego una o
dos generaciones (Un grand homme n’a
qu’un souci: devenir le plus humain possible,
disons mieux, devenir banal, asegura Gide,
sin dar el ejemplo…).
Agótanlo luego, de substancia como
de virtud, los excesos de celo de los prosélitos
antes que los ataques de adversarios quizás
inexistentes.
Propio es, en verdad, de este género de
escritores apoderarse de un tema, crear una
inspiración, fijar, en fin, una modalidad de espíritu, y en forma tal, que, de evidente en su
hermosura o de esperada en su oportunidad,
se vuelve a su vez un lugar común.
Rodó creó uno, augusto y elevado,
amplia manera de tomar las cosas por lo alto,
y manera de pensar más bien que de decir; —
que si pulió la expresión soberanamente, la
trató siempre como medio, nunca como fin;
adaptándola a la amplitud y prolijidad de su
discurrir antes que sacrificando éstas a la esbeltez.
Dijimos por esto, que imitar en él lo
que en otros se debe a fórmulas y procedimientos, llevaría a reproducir su contenido.
Imitarlo sería repetirlo.
Redundancia intolerable, porque él
mismo llevó ya su pensamiento a la extrema
linde, sin dejar nada al azar de ulteriores interpretaciones. Así no tuvo discípulos en quienes se reconocieran su distintivo, o que, como todos los discípulos, a fuerza de acentuar
su enseñanza, aislando y dando mayor relieve a lo que ella tiene de más saliente, exageraran sus intenciones o las traicionasen.
LITERATURA DEL ECUADOR
Ni es un método a otras aplicable lo
que en su obra les ha dejado, ni ésta es un total, sino un todo, en que las ideas y su expresión más característica parecen congenitales.
Además, su tema central, —ideal, desinterés, cuidado de perfección y conocimiento interior, regulados por un delicado
sentido de la realidad y noblemente guiados
hacia la acción—, no basta a constituir lo que
podríamos llamar una doctrina suya. Sus
ideas no forman sistema, ni contienen implícito alguno que diligentes continuadores pudiesen desarrollar y llevar a sus últimas consecuencias.
No es propiamente un pensador, como
han dado casi todos en llamarle, provocando
la falsa imagen de una cabeza meditabunda
inclinada sobre el misterio o en perenne interrogación al destino. No tiene ideas de filósofo propiamente y apenas si puede decirse que
le inspiraron a veces emociones filosóficas.
Carece, además, del don de la sentencia, de la fórmula apodíctica, de la frase en
escorzo violento. Su inteligencia, si tiene la
visión directa, la iluminada intuición, no la
traduce en su brevedad y sucesión relampagueantes.
El ritmo de su pensar no pone en las
cosas ese fulgor intermitente y súbito del que
entre sombras y luces se encuentra con inopinadas profundidades. No es un vidente. Es un
razonador, y su manera no es la intuitiva y fulmínea, sino la discursiva, bien trabada y lenta.
No penetra barrenando en el objeto.
Lo circunvala y redondea, y vueltas le da hasta apurar el último sentido, hurgando por
igual en los senos más abiertos como en los
recónditos. Y nada de fragmentario o disperso
en su bien trenzado razonar; de ahí la solidez
y contextura de sus obras, conscientes hasta
en sus mínimos toques y repliegues.
Crítica creadora
169
Toda su obra es crítica. Mas si hemos
de limitar esta palabra al dominio de la mera
literatura, aunque es vasta y superior su labor
de crítica propiamente literaria, Rodó no exaltó su aptitud para ella como el don predestinado a dejar rastro perdurable en sus escritos.
No la dedicó con exclusiva predilección al
estudio desinteresado y puramente estético de
la emoción de la belleza, de la virtud o del
heroísmo.
Su espíritu había abarcado la extensión
de nuestro horizonte, y midió la esperanza y
los temores de la naciente civilización; y antes que hacer sobre ella obra de diletante, quiso preservarla del mayor peligro, y escribió
“Ariel”; quiso guiar y socorrer a los obreros de
ese gran destino, y escribió los “motivos de
Proteo”; quiso exaltar el sentimiento y con él
la conciencia, el poder del futuro de América,
y empapó toda su obra del más cordial americanismo, como lo muestra su “Mirador de
Próspero”.
Hemos visto cómo, al oír su primera
plática platónica, llamáronle todos maestro, y
lo creyó él mismo. Sintiendo la gravedad del
cometido, en la íntima sinceridad de su gran
modestia, tomó más a lo serio, y la cultivó como su verdadera vocación, la de director de
espíritus y guía de perfección interior encaminada a la acción, y en vez de enseñar no el
múltiple secreto de la belleza en el arte, para
lo cual era insuperable, propúsose, más generosa, pero quizá menos felizmente, enseñarnos moral y vida, ideal y acción.
Insuperables son sus dones para la crítica. Y ayudados como están por sensibilidad
tan receptiva y una imaginación tan simpatizante, hacen de él, en efecto, el crítico por excelencia y en grado tal, que ni tiene par en su
lengua.
Crítico artista y creador. Tuvo del artista no sólo la vida infusa en la expresión, la
170
GALO RENÉ PÉREZ
ciencia de la música verbal, todos los prestigios de la belleza formal, sino también la imaginación que vuelve a crear la obra, tomándola por los adentros, y convive con su último
espíritu.
La ubicua simpatía de una inteligencia
ardiente, pero no inquieta, y desligada de trabas, pero sometida a un orden, le lleva a internarse con fruto por todos los senderos, aun
por aquellos adonde su inclinación personal
no habría ido nunca en busca de morada.
Mas no es el placer de comprender por
comprender; cualquiera que sea el secreto de
la obra de arte o de pensamiento, del acto de
heroísmo o de virtud; sino el de explicar y desentrañar por el mero gusto de ver lo que hay
dentro, o por vocación de esteta, lo que estimula su labor.
Ni se complace en el espejeo de visiones fragmentarias y diseminadas, en que fulgura la beldad del mundo. Su crítica parte de
un sentimiento central, y en el panorama diverso y vasto de su curiosidad pone su alma el
reflejo de su unidad esencial.
Es la obra del crítico artista, que no se
limita a mensurar o aplicar reglas, o a ver la
discrepancia entre el libro ajeno y sus gustos
personales, sino que exprime la esencial verdad, desentrañándola de entre la inconsciencia de los elementos que la celan. Semeja a la
obra del poeta o del novelista; sólo que en
vez de animar figuras, de hacer vivir a personajes, vivifica ideas y realidades subyacentes.
Ese es su modo de crear. Rodó vivirá
por este arte y por cuanto ha incorporado a la
conciencia en formación de su Ibero América.
Difícil su retrato por demasiado fácil
Tal se refleja —confuso aún y mal trazado por insuficiencia nuestra en este simple
esbozo— este escritor sin contrastes ni contradicciones. Su unidad y coherencia debían
de favorecer el trazo de su figura a grandes
rasgos.
Sin embargo, no hemos podido asentar
de modo absoluto casi ninguna de sus condiciones, llevándolas hasta el último límite de
su virtualidad así en las cualidades como en
los defectos, que sólo son deficiencias.
Impone, a toda afirmación algo absoluta, el correctivo de la proporción y de la
mesura; de ahí el séquito de proporciones
fuerte o levemente adversativas que acompaña a la aserción de sus principios directivos y
al juego mismo de sus facultades.
De ordinario, más interesan al crítico
las personalidades que se prestan a un sutil
discrimen o a una audaz síntesis. Contradicciones aparentes por resolver, visiones fragmentarias por recomponer, teorías por desentrañar de la obra que las lleva implícitas, son
otros tantos fines y estímulos para la obra del
analizador.
Pero Rodó, lo hemos visto, no es artista contradictorio ni fragmentario, ni sus sentimientos e ideas son los dispersos del vidente
fulmíneo y desatado. Es el razonador de lógica bien trenzada. Igualdad tranquilizadora:
pero, al querer retratarlo, su faz vuélvese evasiva.
Descomponerlo, casi sería mutilarlo,
pues si no es complejo, es quizá completo
dentro de su tipo. Si no abunda en matices
cambiantes y caprichosos, atrayentes y fugitivos, tampoco se afirma rutilante en encendidos tonos. Colores francos y sosegados, combinados sabiamente en una paleta sobria y
trasladados a la tela en toques a la vez tenues
y firmes, nos darían el retrato de este mago
prudente y cordial.
LITERATURA DEL ECUADOR
Su muerte
La muerte abatió brutalmente a este
pensador, que apartó siempre de su sombra el
alma. Murió casi de súbito, cuando se preparaba a venir a Francia. Quería conocer de cerca esta dulce Francia que él había amado
siempre y sobre todo ahora.
La muerte vino a sorprenderle, apenas
dimidiada la meseta de la vida, antes del descenso, y en el fervor de una nueva vida. Pues
su viaje fue doble: para los ojos y para el alma. Este gran cuerdo, que aconsejó alguna
vez las necesarias ingratitudes del Hijo Pródigo para preparar los retornos profundos, habría sabido sacar de esta peregrinación emocionantes lecciones para su espíritu, que él
quería renovar errando por el mundo antiguo
“padre y maestro”.
La política no aceptó por entero al
hombre de realización serena, que en él vivía
de acuerdo con el soñador sagaz. Apartóse
suavemente, quizás con desdén compasivo,
de la lucha contra las fuerzas inferiores que rigen el mundo de la acción. No tardó en recuperar, con la soledad, la limpidez de sus mejores días.
Trabajó siempre en calma, largamente,
por devoción, y más que todo por probidad,
ignorando la mayor parte de sus conquistas
espirituales, sin correr nunca tras el éxito, ni
coger de él otra cosa que el honor, con puras
manos consagradas a abolida caballería.
La vida, tan pura, de este solitario amigo de las muchedumbres, es también una enseñanza. Condenado por su propia alteza,
aun en medio de sus discípulos, a una de las
más vastas soledades de espíritu, no se quejó
jamás. Tal vez no amó ni su gloria; de entre
sus admiradores más sinceros, sus íntimas
predilecciones iban “a los que callan”.
La plenitud de la fuerza, de la gloria,
de la cordura, le esperaba con todas las coro-
171
nas. Y habría sabido envejecer con belleza,
él, que durante su juventud pensativa y grave
no quiso ser joven de veras.
Este hombre sin melancolía ni condescendencia para con las voluptuosidades, no
reconoció sino tarde, quizás demasiado tarde,
el sufrimiento de los sueños mutilados, de las
pasiones malgastadas, de las ambiciones aridecidas.
Tuvo por lote en la vida aquella “divine raison” que Madame de Sévigné admiraba
en la dulce y grave confidencia del amargo La
Rochefoucauld. ¡Divine raison! Y este amigo
de la verdad, que pocos tienen, fue como ninguno respetuoso de sus fueros en el adversario y como nadie leal para consigo mismo,
aun en daño propio.
Toque final
A la muerte de los que fueron proclamados en vida maestros sucede generalmente
un eclipse.
Aun cuando el nombre de Rodó se
hunda por un tiempo bajo la profusión de elogios, exasperantes de mediocridad y monotonía, que ha recubierto su tumba, mil páginas
de las suyas, escritas para durar, perdurarán
ciertamente. Resurgirá quizá, no ya para proseguir en su cura de almas y dirección de espíritus sumisos, sino en su magisterio de arte,
en su crítica literaria y su sentido de la realidad coronada de idealidad.
Nunca en América se apagará el eco
de la voz de Próspero despidiéndose de sus
amigos. Cada generación le escuchará de
nuevo; suavemente pensativa y seria, avanzará hacia la vida, sintiéndose mejor después de
haberlo oído.
Tal vez el maestro y guía de levantamiento espiritual sea buscado por uno que
otro vacilante que espera hallar su vía. Pero
quienes gustan de nutrirse con médula de leones irán únicamente a su “Bolívar’, quizás a
172
GALO RENÉ PÉREZ
su “Montalvo”, y llevarán consigo, de preferencia, por su conjunto de modelos en acción, no en lección, el libro menos amado por
su autor, el vario y rico y fuerte “Mirador de
Próspero”.
Admirarán siempre en él la ponderación de esa feliz naturaleza de árbitro. Pero
preferirán, a la actitud con que a veces centraliza un debate para darle la cima, aquella ya
no inmóvil como de juez, sino dinámica y
arrebatada por un extraordinario don de vida,
con que, discóbolo insigne, lanza su esculpido medallón de bronce, por encima de los libros, de los pueblos y de las edades.
Gonzalo Zaldumbide, “José Enrique Rodó”
Fuente: Páginas de Gonzalo Zaldumbide. Introducción de
Miguel Sánchez Astudillo S.J.; selección de Humberto Toscano. Quito, s.f. (1959), t. I, pp. 349-370.
Acerca de los cinco rostros de la poesía
(Carta de crítica a su autor, Galo René Pérez)
Mil gracias, querido amigo, por su libro y dedicatoria.— Deleitable libro, éste,
que, como una mano cordial nos tiende en
abanico cinco rostros en paisajes soñados por
usted. Pintor iluminado, usted ilumina de su
propia luz esos cinco rostros que se parecen
entre sí, y que, —en espíritu, ideas y tendencias— se conjuntan con su pintor. Son así, por
añadidura, un autorretrato: y se lo ve , más y
mejor al retratista que a sus modelos. Sin quererlo, se lo ve a usted reflejado, multiplicado
en esa galería de espejos.
Cinco poemas son, estos cinco líricos
estudios. Su ditirámbico pero sincero Elogio
de esos poetas, hace que parezca “verdad
tanta belleza”. Sus comentarios dilatan la
emoción y los conceptos o metáforas, de
ellos, en versiones suyas de usted, concordantes pero suyas, que resultan más elocuentes
que el texto que comentan.
Como si usted dudara del poder evocador que espera susciten en el lector las estrofas que cita y reproduce de muestra, usted
las parafrasea y las desenvuelve en espiral. A
menudo sus paráfrasis llegan a sustituir con
ventaja las estrofas que usted ensancha, amplifica y profundiza, corroborándolas, sosteniéndolas, ayudándolas, cual si ellas no pudieran de por sí llegar a tanto. Y en efecto, a
veces, esas estrofas no convencen por sí solas.
Pero uno admira la prodigalidad de imágenes
con que usted las circunda y hermosea en su
florida didascalia. Sus paráfrasis son la prolongación de su estremecimiento subjetivo,
que riza en círculos concéntricos el agua
transparente de su contemplación. Difunde,
cada vez más lejos, cada vez más tenue, la
imagen que usted vuelve trascendente.
No que usted pierda su lucidez al alabar. Pero ella es más convincente cuando critica propiamente, al disentir, —en algo, aquí
o allá—, de lo que dicen sus poetas, sobre todo cuando lo que dicen de través está, además, mal dicho.— sí, sus reproches, reparos o
censuras son más eficaces que sus alabanzas
a un poeta como Neruda, por ejemplo, a
quien usted admira tanto, que le perdona hasta el estrafalario “Estravagario”. Usted aprecia
y subraya todo acierto de expresión, y no
acepta, o mas bien, rechaza la impropiedad
en los vocablos, el desgaire, la falta de escrúpulos de la actual anarquía gramatical. Para
hallar los mas pertinentes y precisos vocablos,
usted los rebusca en las arcas del idioma, en
los diccionarios, y así sean arcaicos los adopta. Su léxico es abundante, superabundante.
No es menos exigente usted en punto
a claridad. La claridad, primer deber de todo
escritor que respeta a la lengua y que respeta
su oficio, usted la practica a todo trance al
procurar dar sentido aun a contrasentidos sin
sentido, de los poetas simuladores de falsa
LITERATURA DEL ECUADOR
profundidad, que tapan con arbitrarias oscuridades o con vaguedades, su vaniloquio, para
encubrir su vacuidad.
Lector amante de toda bella prosa, la
tan poética de usted me ha arrastrado otra vez
a tomar contacto con esta especie de particular poesía. Los cinco poetas que usted estudia
y exalta en su libro, y su mismo libro, presentan, sobre un fondo de tendencias homogéneas, aspectos varios: el apuntarlos solamente, y de paso, alargaría demasiado esta carta
que me ha ido saliendo extensa y resultará
corta para lo mucho que me quedará por
decir.
173
Mándole mientras tanto mis impresiones de primera lectura: ella es ya buena y suficiente piedra de toque para libros tan atrayentes como el suyo por su estilo, si bien otra
y otra lectura serían útiles para distinguir, en
medio de su fluente abundancia, y fijarlos en
su alcance, tantos puntos de vista como ofrecen estas 367 páginas efusivas. Felicítolo,
pues, por lo mucho en que concuerdo con
ellas por encima de lo poco en que discrepo.
Gonzalo Zaldumbide
Quito, marzo de 1961
Fuente: Diario “El Comercio”, Quito.
IV.— El costumbrismo. Su convivencia con el romanticismo.
Montalvo, Mera y Espinosa, románticos y costumbristas. Expresiones
posteriores. Los casos de José Rafael Bustamante y José Antonio
Campos. Aparición del realismo. Luis A. Martínez. Su novela “A la costa”
No fue el costumbrismo una posición
asumida con ánimo desafiante frente al romanticismo. Convivió largamente con éste.
Los dos dieron frutos simultáneos, penetrados
de igual espíritu. Pero gradualmente se fueron
separando, y recortando con independencia
sus líneas. Esto ocurrió cuando la fuerza de
atracción de la realidad obligó a los costumbristas a descender cada vez más sobre ésta.
A edificar su hogar entre los objetos que pueblan el mundo cotidiano. A ir enseñando a su
progenie literaria, ya comprometida con circunstancias tangibles e hirientes, el repudio a
las idealizaciones románticas. Más imperiosa
era la abigarrada suma de los problemas inmediatos, de las diarias necesidades familiares y colectivas, que no el inventario sentimental ni las extravagancias imaginativas que
antes avasallaron el alma de los escritores.
Por eso el costumbrista preparó la insurgencia
del realismo y el naturalismo. Tal proceso se
advierte sin esfuerzo en Hispanoamérica, en
donde tanto el fenómeno romántico como el
realista entretejieron sus haces con los de la
historia general de aquellas naciones.
La misma lógica es aplicable a la literatura ecuatoriana. En los años en que tendía
sus alas el romanticismo lo hacía también el
costumbrismo. Por lo menos tres autores, todos de la misma generación, nacidos todos
después de 1830 —Juan Montalvo, Juan León
Mera y José Modesto Espinosa— tuvieron esa
doble filiación, romántica y costumbrista. El
primero, que por sobre todo fue un ensayista,
no dejó de complacerse en la composición, a
veces narrativa, de imágenes costumbristas, y
también en el trazo satírico del ambiente
ecuatoriano, cuya radical franqueza obliga a
recordar a Larra, máxima figura del género en
España. Por su parte Mera, que se consagró en
el país como el primer novelista romántico,
fue encaminándose hacia la narración de costumbres. Y allí sin duda está la demostración
más eficiente de su talento. Entre sus “Novelitas ecuatorianas” (Madrid 1909) hay cuadros
lugareños ricos de movimiento, de fidelidad y
de gracia. El tercero, José Modesto Espinosa,
aunque no se elevó al nivel de los dos anteriores, está considerado como el iniciador
ecuatoriano de lo que se suele llamar artículo
de costumbres. Publica sus páginas —muestras de buen humor y afán de la frase castiza— en la revista “Iris” del Quito del ochocientos.
Sentado así el ejemplo, los costumbristas posteriores depuraron las características
de su tendencia. Esta debió mucho a los hijos
mismos de Mera. El mayor de ellos —Trajano—, nacido en 1862, fue un entusiasta defensor de la inspiración nativista y del manejo de los elementos apropiados para que ésta
resultase legítima. En el prólogo de su creación teatral “Los virtuosos”, explicándose ante una crítica de comprensión tarda, dijo lo siguiente: “Si se presenta una obra local, todo
debe ser local en ella y más que todo el len-
LITERATURA DEL ECUADOR
guaje que es lo que más y mejor caracteriza a
los personajes, ¿no sería un contrasentido que
una criada quiteña hablara como una familia
de Madrid?… “En uno de sus artículos de tema local describió la condición abyecta, sin
parangón posible en su grado de miseria, del
indio “guasicama”, siervo destinado a todos
los oficios y a todos los ultrajes. Un hermano
menor de aquel Mera —Eduardo— insistió en
los mismos empeños localistas, pero su producción narrativa, que está contenido en “Serraniegas”, descubrió un sentido más penetrante del ingenio y el humor.
Finalmente se hace indispensable poner también en esa corriente costumbrista, ya
pronta a confundirse con el curso impetuoso
del realismo, a José Rafael Bustamante y a José Antonio Campos. Diferentes los dos entre
sí, pero unidos como todos los autores de su
género en el propósito de captar caracteres y
episodios de la realidad circundante. El primero de ellos fue por sobre todo un admirable expositor de Filosofía. Sus páginas alrededor de la “filosofía de la libertad”, que nunca
quiso Bustamante publicar en la forma acabada del libro porque temía la incomprensión
del medio nacional, pero que han aparecido
fragmentariamente en revistas, le muestran
como un ensayista que supo iluminar con
profundidad la atractiva limpidez de sus frases. Pero él fue además un buen narrador, y
prueba de eso es la novela “Para matar el gusano”. En sus capítulos hay cuadros locales
trazados con mano experta, episodios hogareños y sociales que avivan el interés del argu-
175
mento y un corte castizo del estilo. Se percibe
en más de un aspecto la huella del novelista
español José María Pereda.
El otro escritor —José Antonio Campos— publicó artículos costumbristas en periódicos guayaquileños, en los que principalmente mantuvo las columnas tituladas “Rayos
Catódicos” y “Fuegos Fatuos”. Las firmaba
con el seudónimo de Jack the Ripper. Hay en
ellas tal sentido de vividez, de acción, de presentación del ambiente, de composición de
diálogos populares, que hay quienes se inclinan a aceptar a Campos como un cuentista.
La atmósfera de sus sabrosas crónicas es la del
montuvio ecuatoriano. Su ingrediente más activo, el buen humor.
Como se ve, no faltaban los antecedentes literarios para la promoción novelística del
nuevo siglo que, con ademán tan resuelto, se
lanzó hacia la borrasca de los problemas sociales. A aquéllos se sumó el estímulo llegado
de la obra de los nuevos maestros hispanoamericanos. Pero, de manera más directa y cercana, el del indiscutible fundador del realismo
en el Ecuador, Luis A. Martínez. Su gran novela “A la costa” se publicó a comienzos de la
anterior centuria, en 1904. Y tuvieron que correr cinco lustros más para que la narración
ecuatoriana asumiera una actitud semejante.
El trabajo de Martínez contrastaba con los remilgos románticos y la mesura costumbrista
de la época, por su desenfado, por su desnudez, por su reciedumbre. Era trabajo de precursor en cierto modo solitario.
V.– Autores y Selecciones
Luis A. Martínez (1868-1909)
En un brevísimo apunte autobiográfico, este novelista, nacido en Ambato, nos habló de cómo le habían envejecido las experiencias en la mitad del camino de la vida. Y
eso ocurrió efectivamente. Privaciones. Durezas. Trabajos agrícolas, desde peón hasta gerente; y administrativos, desde Teniente Político hasta Ministro. Excursiones por montañas
y selvas impracticables. Desafío a las inclemencias tropicales. Enfermedades contraídas
en ese laboreo titánico. Todo precipitó su derrumbamiento cuando apenas contaba cuarenta y un años de edad. Y todo, al mismo
tiempo, alimentó el caudal de los hechos que
entraron con enorme fuerza de verosimilitud
en su única novela. Confesó, por eso, no pertenecer a ninguna escuela literaria. Creía no
necesitar el aprendizaje de credos estéticos
extranjeros. Su propio medio —brusco e indomeñable— y sus propias impresiones —
desventuradas como intensas— le empujaron
hacia un realismo áspero, trágico, penetrado
de amargas esencias sociales. Críticos como
Anderson Imbert prefieren llamar a Martínez
narrador naturalista.
“A la costa” es un obra ambiciosa. Su
autor se propuso dar un enérgico golpe de timón a la novela ecuatoriana. A veces uno supone que Martínez tomó la creación hasta entonces consagrada como ejemplar, “Cumandá”, de su conterráneo y pariente Juan León
Mera, para alejarse de ella todo lo posible, y
así evitar los riesgos de la falsificación e ir en
busca de lo verdadero. Casi todo, en efecto,
hace de la novela de Martínez la antípoda de
la de Mera. Su enfoque al tema religioso es el
de un liberal que vio en el fanatismo popular
y en la desaforada influencia del clero los factores disolventes de la sociedad. El fraile, según la definición del protagonista de la obra,
es “lujuria, orgullo y cobardía”. Precisamente
la prostitución de Mariana —otro de los personajes principales—, joven histérica, criada
en la clausura de un hogar ultracatólico, se
origina en la pasión sexual de un predicador
de la Iglesia. Martínez vivió en la época de las
luchas feroces de liberales y conservadores
que antecedieron a la transformación política
de Alfaro. Y en su obra no deja de condenar
lo que hay de espejismo sangriento en las revoluciones, aunque siempre mostrando la acción nefasta de la gazmoñería y el mal sacerdocio.
En lo que concierne a la relación de
ambiente y caracteres, ésta es mucho más fidedigna que en “Cumandá”. Ni el medio geográfico ni el elemento humano se han transfigurado por discutibles halagos de orden poético. Al contrario, se muestran como ellos son
y naturalmente vinculados entre sí. El paisaje
no cumple pues una función puramente decorativa. Las descripciones de lugares se animan
con la acción concomitante de los personajes
y a veces se proyectan magistralmente a través de su conciencia, como en el cuadro del
terremoto de Imbabura que el doctor Ramírez
evoca silenciosamente entre las paredes de su
despacho profesional. Por esa certera consonancia de hombre y ambiente, tanto el serrano como el costeño están caracterizados con
exactitud y nitidez, acusando cada uno la influencia de su propia región. Porque “A la
177
LITERATURA DEL ECUADOR
costa”, en que se narra la triste aventura del
joven Salvador Ramírez, que abandona la
ciudad de Quito después de la inutilidad de
sus fervorosos estudios académicos, para ir a
jugarse la vida como mayordomo de “El Bejucal”, hacienda cacaotera algo distante de
Guayaquil, es una novela en cuyo argumento
transparecen las dos regiones principales del
país. Véanse los rasgos de aguda observación
con que se presenta una zona intermedia, una
ciudad que es la síntesis de las regiones serrana y costeña: Babahoyo. “Ciudad —dice el
novelista— donde el indio melenudo y silencioso de los páramos, se codea con el montuvio de aire desafiador y petulante, donde el
chagra sudoroso y de cara congestionada, envuelto en el grueso e incómodo poncho, hace
contraste con el mulato vestido de cotona y
pantalón blanco; donde los sacos de papas
manchadas todavía con la tierra negra del páramo, están arrimados a los sacos de cacao,
marcados con letras negras y recientes”.
Por otra parte el juego sentimental que
se ofrece en “A la costa” ya no tiene los recursos triviales ni el lenguaje declamatorio que
se encuentran en aquel romanticismo añejo
del tipo de “Cumandá”. Aunque no siempre
se dan pruebas de sobriedad y de proporción
en la imagen de personalidades y en la necesaria versatilidad del idioma, es encomiable
la fuerza con que se crea a algunas de las figuras —Salvador, Mariana, Fajardo, Roberto
Gómez— y también el grado de adaptabilidad del habla a los diálogos.
Un buen número de consideraciones
de naturaleza literaria y sociológica lleva a la
conclusión de que la obra de Luis A. Martínez
ha sido la base sobre la que se ha desarrollado el actual movimiento novelístico del
Ecuador.
A la Costa
I
Aquella mañana de agosto, clara y llena de sol, el doctor Jacinto Ramírez habíase
puesto a trabajar en su escritorio antes de la
hora acostumbrada. Sentado en un viejo sillón de vaqueta estampada, teniendo delante
varios legajos de papeles amarillentos, y con
su rostro enjuto, pálido y sombrío, y su larga
barba gris, se asemejaba a los alquimistas de
la Edad Media. Un rayo de alegre sol que entraba por una ventana abierta, iluminaba vivamente la figura del doctor, y dejando en
una espesa penumbra lo demás de la habitación, daba a todo ese pequeño cuadro un aspecto casi fantástico.
Profunda preocupación o tristeza contraía frecuentemente el rostro impasible del
doctor. Algo como una idea penosa y pertinaz
atormentaba su cerebro, porque a cada instante dejaba la pluma, volvía a tomarla, trazaba algunas palabras en el expediente que tenía delante, para volver otra vez a suspender
el trabajo. Al fin abandonó el sillón y púsose
a pasear lenta y maquinalmente por la larga y
oscura sala, acariciándose con una mano la
larga barba, los ojos distraídos y como sin vista clavados en el pavimento, señales todas de
una grave preocupación. Un instante paróse
en el cuadro de luz que entraba por la ventana y fijó sus ojos en un ennegrecido retrato de
cuerpo entero que se difuminaba en el fondo
de la sala, contuvo un involuntario suspiro, y
algo como un lágrima brilló en la mejilla iluminada vivamente por el sol. Volvió a inclinar
la cabeza sobre el pecho, metió las manos en
los bolsillos del largo paletó que llevaba, y
continuó el interrumpido y monótono paseo.
178
GALO RENÉ PÉREZ
¿Qué era lo que atormentaba al doctor
Jacinto Ramírez, abogado de Quito, en aquella mañana clara y soleada del mes de agosto?
El recuerdo de una catástrofe espantosa, cuyos detalles rememoraba uno a uno como si
se complaciera en ellos, era lo que le traía tan
preocupado y abatido…
El 16 de agosto de 1868, veintidós
años antes, Jacinto Ramírez era estudiante de
quinto año de leyes en la Universidad de Quito. Para esa fecha había ya rendido con buena votación sus exámenes, y prepárabase a
marchar, para pasar las vacaciones, a Ibarra
en donde vivía su familia, numerosa y considerada en la capital de Imbabura. Aquella noche déjose sentir en Quito un terremoto fortísimo, que agrietó casas y echó al suelo algunas construcciones viejas y mal equilibradas:
lo que fue temblor fuerte en Quito, en la rica
provincia de Imbabura fue cataclismo formidable. A la tarde del 17 de agosto circuló en
esa ciudad la inverosímil noticia de la destrucción de los numerosos pueblos de Imbabura. Ramírez, intranquilo ya desde la víspera por la suerte de los suyos, con la noticia
traída por un chagra de Otavalo, púsose violento y resolvió salir esa misma tarde para su
tierra natal. Como concibió la idea, la realizó.
Al anochecer del 17 galopaba en un mal caballo de alquiler, camino del Norte Confusamente recordaba el doctor los detalles de ese viaje, tenía idea de casas resquebrajadas o ruinosas que bordeaban el camino y de grupos de
gentes azoradas que a cada instante detenían
la marcha de su caballo. ¿Caminó toda la noche? No lo recordaba, pero sí tenía aún en sus
oídos el aullido de un perro vagabundo, en
una loma; y en su retina, el resplandor de una
hoguera, en alguna choza cercana…
En la mañana del 18, después de pasar,
no sabía cómo, los ríos sin puentes y los caminos convertidos en precipicios, dio vista a
la provincia de Imbabura, a la que diez meses
antes había dejado tan risueña y próspera.
Como un alucinado, sin hacer gran caso de
los pueblos y caseríos arruinados, y sin conmoverse con los alaridos salvajes de los sobrevivientes, caminaba, caminaba, dando largos rodeos, con un especie de instinto maravilloso para salvar los abismos que a cada paso cortaban el camino. Al anochecer dio por
fin vista a la llanura inmensa de Ibarra. ¿Por
qué no enloqueció entonces? Lo que tenía delante de sus ojos era algo peor que las visiones terribles de la pesadilla. La gran campiña,
sembrada antes de ciudades, pueblos y haciendas, estaba allí a su espantada vista, informe, monstruosa, como si en todo el territorio
hubiera estallado una mina inmensa. Las casas eran montones fragmentarios de piedras,
tejas pulverizadas y maderas reducidas a astillas. Algún arco de iglesia resquebrajado se levantaba todavía como gigante solitario. Los
árboles mismos, los copudos nogales, las palmas, los sauces verdes, que daban a Ibarra un
aspecto oriental, como si hubieran sido asolados por un ciclón furioso, estaban allí tronchados o arrancados de cuajo, las raíces al aire, asemejándose a tentáculos de pulpos gigantes. Las llanuras, ayer verdes, unidas, tersas como alfombras de terciopelo, surcadas
estaban por anchas grietas de las que manaba, como la podredumbre de la tierra, un lodo viscoso y hediondo, y las tendidas lomas
que por sus redondeces abultadas parecían
antes los pechos de una naturaleza generosa,
ahora estaban desgarradas por el azote, mostrando quebradas y precipicios, rocas y peñascos, vacíos de la tierra fecunda.
Y luego, en medio de ese cuadro digno
de las visiones del Apocalipsis, como natural
cortejo de un mundo lacerado y herido de
muerte, alaridos salvajes de los sobrevivientes
que huroneaban los escombros; gritos ahogados entre las ruinas, pidiendo socorro; el ruido sordo de un lienzo de pared mal equilibra-
LITERATURA DEL ECUADOR
do que se desploma levantando nubes de polvo; algún perro enflaquecido, el pelo erizado,
los ojos brillantes, aullando por el perdido
dueño; y en los más remotos confines de ese
campo de catástrofe, balidos temblorosos de
reses espantadas…
Todavía a la memoria del doctor acuden en confuso tropel, detalles vivos y horripilantes… Brazos y piernas sangrientos asomando entre las ruinas y sirviendo de pasto a
miriadas de moscas; algún rostro exangüe y
contraído por la visión última, saliendo entre
dos fragmentos de muralla; alguna tela de vívidos colores, como florescencia de ese campo de destrucción. Y en todo el ambiente un
olor de carne corrompida, olor de cementerio, de campo de batalla, de cataclismo. La
desesperación, la locura, el idiotismo, pintados en los rostros de los sobrevivientes vestidos de harapos. Y la naturaleza, en tanto, como burlándose del dolor humano, haciendo
lujo de nubes coloreadas, de cielo azul, de
calma majestuosa y solemne; y el Cotacachi,
eterno e impasible, resplandeciente con el último rayo de sol de la tarde, dominando la inmensa llanura cubierta ya de las tintas de la
noche.
En la memoria del doctor hay un vacío. No recuerda cómo encontró el sitio donde antes se levantaba el hogar de sus padres,
ni de qué modo pudo orientarse en ese mar
de ruinas informes que impedían el paso.
Cuatro indios melenudos, de caras siniestras y
miradas sombrías, le acompañaban de muy
mal voluntad, sin embargo de haberles dado
en pago todas las pocas monedas que llevaba.
Tampoco tenía una idea clara de los trabajos
emprendidos en medio de los escombros para encontrar los cadáveres de los suyos. ¿Todos habían parecido? ¿Alguno estaba vivo
aún después de tres días de estar sepultado?
¿O andaba vagando por ese caos? Pronto lo
supo. Como si la víspera hubiera presenciado
179
la escena, el doctor recordaba que al separar
una enorme viga apareció el cadáver del padre con la cabeza partida y horriblemente
desfigurada, y con una mano en actitud de separar el pesado madero. El mismo, el hijo,
con una indiferencia estúpida, había ayudado
a mover el obstáculo y él mismo levantó trabajosamente el cadáver y lo colocó sobre los
escombros. Siguió la faena, y a poco fue encontrado el cadáver de la madre, abrazado al
de una niña de pocos años. Ambas mostraban
rostros horriblemente contraídos por la suprema angustia de la asfixia. ¿Cuántas horas esas
dos criaturas agonizaron pidiendo un auxilio
imposible? Más lejos, el cadáver de un niño,
de un hermano del doctor, casi destrozado y
convertido en un montón de huesos triturados
y de carnes laceradas… y luego, más cadáveres, más horrores; toda la familia, en fin, sorprendida por la muerte en medio del sueño
tranquilo y dulce. Después, el doctor no recordaba ni cómo ni en dónde enterró, en confuso montón sin duda alguna, a todos los seres más queridos. ¿Cuánto tiempo tardó en
llenar esa faena horrible?… Luego vino otra
noche, pasada tal vez, porque él no lo recordaba, al abrigo de una muralla en pie todavía,
viendo circular por entre las ruinas, las lucecillas que iluminaban la labor de los vampiros, de los merodeadores que escudriñaban
las ruinas en busca de infame botín; oyéndose algún sordo alarido de los infelices todavía
vivos bajo los escombros; el mugido de un
vientecillo helado entre los rotos arcos de un
templo cercano; el aullido incesante de un
perro extraviado, sintiendo que por el aire vagaba algo como el soplo de la muerte y del
estrago… No enloqueció aquella noche horrible, no murió; pero sí al día siguiente había
envejecido medio siglo. El alma fue herida
como con un cuchillo agudo, las facultades se
embotaron y la noción del tiempo desapareció de su conciencia. Aún después de veinti-
180
GALO RENÉ PÉREZ
dós años, un horroroso estremecimiento conmovía todas sus fibras; el corazón le latía apenas, y a sus oídos llegaban los ruidos siniestros de aquella noche, y en el aire puro de la
mañana que iluminaba la mesa de trabajo
creía escuchar ese algo desconocido que anonadó entonces sus facultades como el soplo
de un inmenso ángel de exterminio.
Después, lo recordaba, sin saber cómo, fue a parar a un campamento improvisado por los sobrevivientes, con pedazos de
puertas y con harapos arrancados de las ruinas. Allí comió unos granos de maíz tostado
en una teja, con avidez salvaje, porque hacía
cuatro días que no había comido, o a lo menos no lo recordaba. ¿Cuántos días pasó en
ese campamento? No lo sabía; pero con lucidez rememoraba la venida de los socorros
traídos por García Moreno, la actividad devoradora de éste, su energía sobrehumana para
vencer los obstáculos de toda naturaleza, su
caridad inmensa. ¿Acaso ese hombre era el
mismo de Jambelí?…
Años después había vuelto el doctor a
su tierra natal. Los edificios se levantaban por
todas partes; donde fue la casa de sus padres
había otra, habitada por desconocidos; los árboles volvían a dar a Ibarra el aspecto de ciudad oriental; el césped de los campos estaba
verde y unido; y las lomas, redondeadas otra
vez por las lluvias y los vientos, asemejábanse a los pechos de una naturaleza fecunda; y
allá en el fin de la llanura, el Cotacachi resplandeciente con su corona de nieve eterna,
dominaba impasible y mudo la risueña provincia de Imbabura. Todo volvía a su antiguo
estado, sólo el alma del doctor había quedado entenebrecida para siempre y tocada por
una ponzoña incurable: la hipocondría.
Fuente: Luis A. Martínez, “A la Costa”. Capítulo I p. 43-48.
Ediciones Cultura Hispánica - Madrid, 1992.
VI.– La narración desde la tercera década del siglo XX
hasta nuestros años. El determinismo telúrico y la diversidad
regional de las producciones narrativas. Narradores de las dos regiones
principales del país: la costa y la sierra. La novela como documento
social y sus antecedentes hispanoamericanos. El montuvio y el negro,
el mestizo y el indio. Los casos de José de la Cuadra,
Jorge Icaza y otros autores
Es evidente que una parte muy extensa
de la producción narrativa de Hispanoamérica está ligada, mediante el auxilio de elementos regionales concretos, a la base de realidad
de los diversos lugares del continente. La preponderancia de lo ecológico —de la corporeidad geográfica y de la atmósfera social—
sobre la difícil maraña de las experiencias
subjetivas, ha sido imperiosa. Y bastante duradera. De ese modo hay una cuantiosa porción
de novelas y narraciones breves que han cobrado vida gracias al enlace con el medio cercano. Lo que circula por ellas es el torrente de
imágenes de la naturaleza y de los hechos
con los que el hombre responde a ésta. Es decir que la peripecia humana, muchas veces
dramática en los actos, en el movimiento externo, arranca por lo común de las condiciones de aquel soporte físico o natural. Los personajes están soldados a un rincón geográfico
de caracteres definidos. Aun más, aparecen
mostrándolo como el motor de su destino.
Proceden según los dictados de la región.
Que es una señal de autenticidad. De ser entes humanos de verdad.
Esta actitud de los narradores hispanoamericanos es tan antigua como el género
mismo. Se la encuentra en las primeras mani-
festaciones de la novela y el cuento. Debería
decirse que hasta en el antecedente —que de
algún modo lo fue— de las crónicas. El reclamo telúrico o propio de la tierra se deja percibir, con diversa intensidad e inspiración, a través de épocas y tendencias literarias; en el romanticismo, en el modernismo, en el costumbrismo, en el realismo y las derivaciones de
éste en nuestro tiempo. Tal persistencia, aunque no se ha salvado de ciertas características
pobres y constrictoras, ha servido para que algunos autores llegaran a ofrecer ejemplos
acabados de literatura regional. De literatura,
por ende, de sabor hispanoamericano. Con
trazos que hasta ayudan a tener una visión
clara y animada del proceso de nuestra realidad.
En el Ecuador se ve cómo han venido
obrando estos mismos factores. La cultura
ecuatoriana está ensamblada con las de los
demás países del continente. Y sus reacciones
literarias han seguido las normas que son comunes a todos. Por eso, con excepciones —
que también la hay en los otros países— sus
narradores han incorporado elementos regionales a las principales de sus creaciones. Aun
más, como la naturaleza es distinta en sus tres
grandes recintos geográficos de la sierra, la
182
GALO RENÉ PÉREZ
selva y el litoral, y su habitante sufre el correspondiente determinismo telúrico, las producciones novelísticas acusan aquella diversidad.
Y tanto énfasis tiene en efecto el ambiente,
que los autores costeños están encerrados en
su ámbito, y los de la sierra en el suyo. Hay
un denominador común de tema, de escenario, de conciencia y de emoción en los novelistas de la costa. Lo hay, en el mismo grado,
en los serranos. Los caracteres ecológicos han
delineado pues la personalidad literaria de
cada región. En eso se descubre una indudable lealtad a los reclamos de la realidad propia, pero también un cierto sometimiento,
una conducta reiteradamente pasiva, frente a
estímulos simples y concretos. Ello ha originado un sistema uniforme de creación en que la
fuerza traslaticia es mucho mayor que la analítica, el poder descriptivo de cosas y actos es
superior al de penetración en la compleja sustantividad del hombre.
Los compromisos del género narrativo
ecuatoriano con sus ámbito regional y las asperezas de una aflictiva realidad social, que le
marcan una definida posición militante, empezaron a hacerse notar bien en los años
treinta de este siglo. En la costa apareció precisamente en 1930 la promoción de “Los que
se van” bajo esa doble y terminante responsabilidad.
“Los que se van” es el título de un breve volumen de cuentos cuyos autores —bastante jóvenes en la época de su publicación—
son Enrique Gil Gilbert, Joaquín Gallegos Lara y Demetrio Aguilera Malta. Todos éstos devinieron novelistas poco más tarde. Los comentarios de la crítica del Ecuador —fruto
más del entusiasmo que de una disposición
inteligente y razonadora— abultaron quizás
la importancia de esa enteca y desigual producción. Se habla —y aún hoy se insiste en
ello— de su novedad revolucionaria, de sus
virtudes de brote inicial y de sorpresa. Eso es
no saber mirar las cosas con un poco de perspectiva. De claridad y honradez. En el mismo
decenio, y en el propio país, otros narradores
mostraron una actitud semejante frente a la
realidad. Revelándola. Y rebelándose contra
ella. Dos valores lo atestiguan: José de la Cuadra y Jorge Icaza. Pero hubo además antecedentes, que ya hemos explicado, y que son
especialmente los de la novela “A la costa” de
Luis A. Martínez, aparecida veintiséis años
atrás. Aparte de esta observación, conviene
aclarar que en el resto de Hispanoamérica ya
se había cumplido la aludida labor renovadora y revolucionaria, con las novelas excepcionales de Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera, Mariano Azuela y otros. El pequeño volumen de los tres cuentistas ecuatorianos, con
una saludable sensibilidad de lo que exigía el
momento, no hizo sino incorporarse a un movimiento continental ya en completo desarrollo, aunque sin poder ocultar la precariedad
de su intrínseca virtud literaria.
Aquellos tres nombres —Gilbert, Gallegos Lara y Aguilera— además del de Alfredo Pareja Diezcanseco, igualmente notable,
han sido asociados por la crítica al de José de
la Cuadra bajo la denominación de Grupo de
Guayaquil. A De la Cuadra se le ha reconocido, por razones indiscutibles, la posición conductora de inspirador y maestro. Que la tuvo
en verdad. Escribió cuentos, novelas y ensayos. Sus páginas, bastante homogéneas, demandan sitio entre las más brillantes de los
pueblos de habla hispana. Demostró De la
Cuadra las bondades de su lealtad al medio
costeño. Había recorrido caminos, surcado
ríos, conocido gentes y barajado pueblos del
litoral. Disponía de un conjunto de episodios
dignos de evocación, oídos o vistos en ese
ávido vagabundeo. Y, sobre todo, había alimentado su comprensión y su solidaridad para con el montuvio. Este no había sido aún incorporado a la literatura social del Ecuador.
LITERATURA DEL ECUADOR
En el ensayo que escribió —y que lamentablemente es poco difundido y apreciado—
De la cuadra recordó que apenas si había las
imágenes festivas de la gente montuvia en las
páginas de José Antonio Campos. El campesino del litoral, con su personalidad entera y
sus auténticas circunstancias sociales, no entró en el mundo de la ficción sino gracias al
relato de De la Cuadra. Y a las narraciones de
los que, por su mismo tiempo, demostraron
una similar aptitud de observación y de representación artística, y que por lo mismo no cayeron dentro de la irónica pero certera acusación de aquel maestro: “Cualquier escritorzuelo refugia su ignorancia de la gramática,
haciendo hablar a nuestro campesino en la
manera como el propio mojaplumas no sabe
hablar el castellano. Construye y conjuga como lo hacen los niños de cuatro años, sustituye eres por eles, o viceversa; mienta las vacas,
los caballos, la “jembra” y, sobre todo, el matapalo, insigne árbol montuvio; —y ya está”.
Esos novelistas que acompañaron dignamente
a su orientador insigne, fueron los del aludido
Grupo de Guayaquil, a quienes destinamos
(como a De la Cuadra) varias páginas críticas
en la sección correspondiente de la antología
de la literatura, de esta misma obra. Aunque
es de tanta significación la personalidad creadora de Demetrio Aguilera Malta —autor de
“La isla virgen” y “Don Goyo”, novelas ampliamente recomendadas por el juicio internacional, y de trabajos dramáticos muy conocidos, como “Dientes blancos” y “El tigre”—,
hemos preferido incluir en la parte antológica
al narrador Adalberto Ortiz, persuadidos de
que su producción coincide mejor con las características de la del celebrado grupo guayaquileño.
El relato regional de la sierra, aparecido simultáneamente con el de la costa, ha tenido un desarrollo paralelo al de éste. En las
novelas del litoral está presente el paisaje fo-
183
restal del trópico. En las serranas el marco
geográfico del risco y el páramo. Allá aparecen el montuvio y el negro. Acá el cholo o
mestizo y el indio. En las tierras de la costa se
dibuja el perfil esquelético, la figura palúdica,
de la casa de caña o madera que se yergue sobre la amarillez del pantano. En las laderas
andinas, semejando la imagen triangular del
indio que se sienta en el suelo mientras se
arrebuja en su poncho, descansa pesadamente el chozón de barro y de paja. En los dos
medios se hace sentir por igual la tiranía de la
miseria, de la ignorancia, de la enfermedad,
del hambre. También la adversidad de los elementos naturales. Pero, sobre todo, la brutalidad y la explotación cínica que sufren los trabajadores en una sociedad viciosamente organizada.
Y del modo como en la literatura costeña hay también narraciones de inspiración
urbana —particularmente de la ciudad de
Guayaquil, según lo demuestra el caso de Gallegos Lara, y también parte de la producción
de Alfredo Pareja Diezcanseco y Adalberto
Ortiz, así en las letras serranas hay cuentos y
novelas cuyo contenido se refiere a la urbe,
especialmente a Quito. Con ese carácter se
ofrecen casi todas las creaciones de Humberto Salvador, uno de los modernos fundadores
de la novela social en el Ecuador. La amplia
cultura, la sensibilidad frente a lo más destacado de las corrientes contemporáneas, el calor narrativo, la perspicacia para sorprender
las amargas sinrazones en que batalla la clase
media de la ciudad, y sobre eso una fecundidad sin medida, dan a Salvador un lugar indisputable como significativo.
Asimismo, si en el Grupo de Guayaquil hubo quien ensayara la narración de índole preponderantemente subjetiva —tal el
caso de Gilbert en los “Relatos de Emmanuel”—, en la promoción de Quito y otros lugares de la sierra no han faltado los que han
184
GALO RENÉ PÉREZ
intentado aventuras introspectivas y episodios
acentuadamente anímicos. Dos autores, de
extraño y trágico destino, se yerguen de manera destacada en este tipo de producción:
César Dávila Andrade y Pablo Palacio, a cuyas obras nos referimos en la correspondiente
sección antológica de estas páginas.
Pero narradores que han cedido a los
estímulos de carácter social y político, a la
atracción omnímoda de una realidad áspera e
hiriente, han sido los más. En ocasiones el
cuento y la novela se han convertido en documento sociológico y en alegato de justicia
en favor de las mayorías depauperadas. En este plano hay que aludir aquí, por lo menos, a
los siguientes relatistas, realmente muy apreciables: Enrique Terán, autor de “El cojo Navarrete”, que en estilo vivo y expresivo presenta las peripecias de un mestizo y las luchas
políticas entre liberales y conservadores; Angel Felicísimo Rojas, creador de “Exodo de
Yangana”, bella muestra de gusto idiomático,
de firmeza técnica, de animación narrativa y
de revelación del drama de una comunidad
de campesinos que desahoga su viejo resentimiento contra el amo explotador, matándole
en un momento de exasperación alcohólica,
y que luego tiene que expiar esa culpa colectiva y anónima abandonando sus tierras del
pueblo serrano de Yangana, y perdiéndose en
un éxodo angustioso a través de la selva (Rojas ha escrito, además, la novela “Banca”, con
memorias personales hábilmente ensambladas, el libro de cuentos “Un idilio bobo”, y
“Curipamba”, novela social que el crítico Anderson Imbert recomienda por sus méritos
propiamente literarios. Luego, Pedro Jorge Vera, por su significativa producción dentro de
la novela, el cuento, la poesía, el teatro y el
periodismo. El denominador común de casi
toda ella es el de una belicosidad que se alza
de la suma tormentosa de los problemas sociales y políticos de este país, y cuya orienta-
ción surge del credo comunista del autor.
Además, hay que recordar a otras figuras en el
género estrictamente narrativo: César Andrade y Cordero, polígrafo, que en el año de
1932 inició su feliz trayectoria con “Barro de
siglos”, haz de relatos cuyo asunto capital es
la tragedia cotidiana del indio, presentada
con dominio de la realidad y de los elementos principales de la narración corta; Gonzalo
Ramón, que demuestra indiscutible talento
para la novela de vigor realista con su obra
“Tierra baldía”, aparecida en 1958; Jorge Fernández, narrador y periodista, que escribió en
1937 la novela “Agua”, insegura en aspectos
de técnica, pero de fuerza arrebatadora en la
descripción de las luchas de los indios que sucumben en la búsqueda desesperada de agua,
durante la sequía de una provincia serrana, y
que en 1951 publicó en Chile “Los que viven
por sus manos”, extensísima narración con el
tema de la clase media ecuatoriana; Nélson
Estupiñán Bass, que es autor de dos magníficas creaciones novelísticas: “Cuando los guayacanes florecían” y “El paraíso”. Ambas descubren el pulso firme con el que se ha conseguido la correlación vital del hombre negro y
su provincia tropical de Esmeraldas, y toman
como base de su no desfalleciente animación
hechos guerreros y políticos en donde las intenciones sociales y vindicativas del autor se
ejercitan sin desmedro de una bien equilibrada composición novelística. Por último se debe poner una subraya de recomendación especial en el nombre de Gustavo Alfredo Jácome, por sus talentos de gramático, con docencia alta y eficaz en el ámbito nacional; de crítico que ha buscado desentrañar con métodos
modernos los valores sustantivos de la gran
poesía; de narrador breve que atrae y conmueve por la dramaticidad de sus asuntos, y
finalmente de novelista que, con su obra “Por
qué se fueron las garzas” —traducida recientemente al francés— reveló dones de maestría
LITERATURA DEL ECUADOR
en la alianza de la materia narrativa con el lirismo bien administrado de su lenguaje.
Pero, desde luego, estas consideraciones no estarían completas si no se insistiera en
que la literatura de este género, en la región
de la sierra, ha tenido una nota definidora en
el indigenismo, y en que su expresión más cabal, más legítima y convincente, ha sido la de
las creaciones de Jorge Icaza. La crítica ecuatoriana suele aludir a “La embrujada” y a
“Plata y bronce”, breve producción de Fernando Chaves, educador serrano, como al antecedente del tema indígena que adquirió vigoroso desarrollo en los libros de Icaza. Sin
duda eso es así. Más es difícil no pensar al
mismo tiempo en un antecedente algo más lejano, que sirvió de base innegable al propio
Chaves: la novela “Raza de bronce” del boliviano Alcides Arguedas, en que se presentan
problemas similares del indio frente a los desmanes y la depravación del patrón blanco.
También se acostumbra recordar con justicia
la novela “Sumag Allpa” (tierra hermosa), de
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G. Humberto Mata, buena muestra de su beligerancia radical y de su temperamento literario indócil a todo tipo de normación formal.
Sin atentar contra el mérito de estos narradores, es imposible no reconocer a Icaza como
al más representativo de todos.
Descontados breves y muy pocos de
sus trabajos, las páginas de Icaza toman al indio ecuatoriano como tema cardinal, o como
uno de los puntos de sustentación del argumento. Ese es el centro humano desde el cual
se despliega la amplia corola de cuadros descriptivos, caracteres y acciones. Aun en sus
obras de ambiente urbano, como “En las calles” y “El Chulla Romero y Flores”, en que jadea la figura del cholo atormentado de conflictos raciales, sigue pesando poderosamente
el ancestro aborigen. Nadie ha entrado mejor
que Icaza en el alma hermética y recelosa, sufrida y siempre callada, del indio ecuatoriano.
Nadie ha revelado con nitidez y fuerza semejantes las dimensiones de su espantable tragedia, no resuelta todavía.
VII.– Autores y Selecciones
José de la Cuadra (1903-1941)
Nació en la ciudad de Guayaquil. Allí
mismo se doctoró en leyes. Su vida estudiantil no pasó inadvertida. Fundó asociaciones
universitarias. Intervino en actos culturales.
Dio a conocer las primicias de su talento literario. El entusiasmo persistió más allá de las
aulas, con esa misma doble proyección de los
hechos y las ideas. Fue profesor de colegio y
universidad. Hombre público. Ejerció la Secretaría General de la Administración y misiones consulares del Ecuador. Y simultáneamente fue enriqueciendo las letras con cuentos
magistrales. Su muerte, ocurrida a los treinta y
siete años de edad, cortó una obra en ascensión admirable.
Es evidente que su temprana madurez
se hizo notar en los años treinta con una producción abundante y homogénea, que no cesaba de aparecer bajo el rigor de una clarísima inteligencia y las demandas de un gusto
bien cultivado. En el corto lapso de menos de
un decenio consiguió De la Cuadra la creación de cuentos, novelas, artículos y ensayos
que tienen más cualidades de solidez y gracia
que los trabajos que otros se han esforzado en
realizar en un tiempo tres veces mayor. Y ello
a pesar de que De la Cuadra sentía repugnancia por la improvisación, vicio de mediocres.
Pero las tentativas reveladoras dataron de la
época de su adolescencia. Esto es de cuando
el autor apenas contaba dieciséis años de
edad. Para entonces demostraba ya un talento fecundo, que naturalmente vacilaba —eso
es lo que conmueve por ser signo de honradez intelectual en el período difícil de la iniciación— entre inexperiencias de técnica, debilidades en el enfrentamiento a los asuntos e
inestable dominio del lenguaje literario. Para
la fecha en que publicó “Oro de sol” (1925)
en las prensas del diario guayaquileño El Telégrafo, y cuyo contenido eran dos narraciones de alguna extensión tituladas “Nieta de
Libertadores” y “El Extraño paladín”, los indicios de su capacidad de cuentista se insinuaban ya con mayor firmeza y nitidez. Cierto es
que aún persistían los defectos e ingenuidades del que está comenzando una ardua profesión, pero en el otro lado pesaban las excelencias de una personalidad ansiosa de orientarse y moverse en un mundo propio, aprehendido de la realidad circundante con todo
su impulso de vida, de autenticidad.
En 1930 apareció una antología con
seis de sus relatos, que volvió a editarse en
Madrid en 1932. El ojo del crítico puede advertir fácilmente en ese volumen —titulado
“El amor que dormía”— la evolución que se
ha cumplido en el inteligente ejercicio narrativo de José de la Cuadra. Su lenguaje es más
sobrio y eficaz. Mucho mejor el ensamble de
los episodios. Más natural la manera de presentarlos. Ha aprendido a dominar con seguridad los secretos del buen narrador, manteniendo viva la expectación del lector hasta el
punto final. En aquella antología sobresale “El
maestro de escuela”, novela corta en la cual
los personajes actúan, sienten y hablan como
criaturas que realmente existieran frente a
nuestros ojos. El ambiente realza su corporeidad humana. La caracterización de Gaspar
Godoy, un inmigrante español convertido en
maestro de una escuela rural, es buena prueba de las conquistas que hasta entonces había
logrado el joven maestro del relato ecuatoriano.
LITERATURA DEL ECUADOR
Y esas conquistas se fueron definiendo
mejor en los libros siguientes. En 1931 apareció su haz de narraciones titulado “Repisas”.
Entre todas ellas destaca la que lleva el nombre de “Chumbote”, que consiste en la historia de un pobre muchacho costeño contra el
que los patrones descargan diariamente su
sevicia, hasta convertirlo en un pelele temeroso, cohibido, desolado y enfermizo, pero cuya resignación angélica se subleva al fin en
una inesperada y atroz venganza. Lo admirable aquí es la certeza con que se sorprenden
los estados anímicos de los personajes, y sobre todo la habilidad para extraer las impresiones del fondo espiritual del desventurado
Chumbote.
Después de “Repisas”, De la Cuadra
publicó un libro aun más homogéneo en la
calidad de sus narraciones: “Horno”. Ello fue
en 1932 , en Guayaquil. Una segunda edición
se hizo en 1940, en Buenos Aires. Contiene
doce relatos. Es varia la dimensión de ellos.
Los hay de brevísimas páginas, que contrastan
con otros de apreciable volumen, a los que el
autor llamó expresivamente con el nombre de
“novelinas”, que hemos adoptado en el curso
de estos comentarios. Conjuga a todos un
mismo estilo. Algunos de los elementos del
contenido son la violencia, que invade hasta
el reino de la vida amorosa; la ternura, que establece un inteligente balance con aquella;
las desventuras del pueblo humilde, serrano o
montuvio; la ironía, que hace fisga de la insulsez común o que denuncia el viejísimo desequilibrio social y económico. Y si se intentara
agregar a los méritos intrínsecos de la narración misma algunos atributos harto evidentes
en esta obra, habría que pensar inmediatamente en la seguridad con que de la Cuadra
construye su lenguaje literario: las descripciones son de una elocuente sobriedad, los diálogos se van armando con la naturalidad de la
existencia, y los giros regionales, los términos
187
procaces y las alusiones a lo característicamente ecuatoriano, jamás entorpecen ni limitan la comprensión y el buen gusto de la obra
total.
“Horno” permite observar que lo más
apropiado al genio o personalidad de este narrador es el ambiente del trópico. Nacido él
mismo en Guayaquil, ciudad a la que llamó
“capital montuvia”, esto es capital del ardiente litoral ecuatoriano; criado en el trato con
ese vasto sector humano de la costa; peregrino frecuente de los ríos, las selvas, los bohíos;
conocedor de las circunstancias sociales que
los caracterizan, vino a ser por eso un fiel intérprete de la realidad tropical de su país. Entre los cuentos de aquel libro conviene recordar por lo menos “Olor de cacao”, clásico
ejemplo de fuerza y de gracia en dimensiones
mínimas, pues que todo se reduce a una escena lograda con la levedad y la certeza de una
acuarela. No hay casi diálogo, sino la confidencia en frases cortadas, elípticas, de un pobre viandante que se sienta frente a una taza
de chocolate, en una fonda del puerto, y cuya sobria elocuencia penetra en el alma sencilla y pura de la camarera que le ha servido
en ese instante, levantando en ella su íntima
ternura. El pasante ha aludido a sus nativas
huertas de cacao, que también lo son de la
sirvienta, y ello ha removido las nostalgias de
la muchacha, que, sin más, paga con los céntimos de su delantal la cuenta de ese oscuro
forastero. Y entre las novelinas, hay que nombrar siquiera a dos, que son estupendas y que
no deberían faltar en las antologías hispanoamericanas: “Banda de pueblo” y “La Tigra”.
Ellas son de lo mejor del libro. En la primera,
se relata la forma cómo se fue constituyendo
una pintoresca banda pueblerina, con siete
hombres de la costa y dos de la sierra. Pero
las evocaciones del autor son cortadas por la
intervención de sus propios personajes, que
momentáneamente lo desplazan, toman la
188
GALO RENÉ PÉREZ
palabra y completan en su expresiva y graciosa jerigonza aquello que él estaba evocando.
Asume así esta novela corta un aire de vida y
autenticidad.
En “La Tigra” hay méritos aun mayores
de animación real. José de la Cuadra no se
apartó de la verdad cuando dijo: “Bien; ésta es
la novelina fugaz de esas mujeres. Están ellas
aquí tan vivas como un pez en una redoma;
sólo el agua es mía; el agua tras la cual se las
mira…” Esas mujeres eran tres hermanas: Pancha, Juliana y Sara María, hembras lascivas de
belleza bastante codiciable, que habitaban en
una pequeña hacienda que poseían en medio
de la selva. Contaban, en su orden, treinta,
veinticinco y veinte años de edad. Las dos primeras se entregaban al más ardiente libertinaje sexual. La última, o sea la menor, sofocaba
sus ansiedades entre protestas y reclamos, en
la soledad de su pieza, donde acostumbraban
encerrarla sus hermanas para alejarla del comercio impuro al que ellas se entregaban frenéticamente. Lo hacían por consejo del curandero y brujo del lugar, que no por la salvación
de la moral y la integridad de Sara.
En esa propiedad, reconocida por
quienes la frecuentaban con el nombre de
“Las Tres Hermanas” o la “Casa de Tejas”, vivían las tres bravas mujeres destituidas de todo amparo masculino. Sus padres fueron asesinados, y desde entonces Pancha gobernaba
el hogar. Ella, que había logrado matar a los
asesinos en la misma noche aciaga del asalto,
dio en seguida muestras de una voluntad tan
aguerrida y brutal, que se conquistó el apodo
de “La Tigra”. La Tigra —dice el autor— “es
una mujer extraordinaria. Tira al fierro mejor
que el más hábil jugador de los contornos: en
sus manos, el machete cobra una vida ágil y
sinuosa de serpiente voladora. Dispara como
un cazador: donde pone el ojo, pone la bala,
conforme al decir campesino. Monta caballos
alzados y amansa potros recientes”.
La Tigra, que es sin duda el personaje
creado con más vigor en el campo de las narraciones de este autor, tiene un alma gemela
en la literatura hispanoamericana: la de Doña
Bárbara. Como ésta, La Tigra es dueña de lo
suyo y de lo circunvecino, sin que le importen los linderos que el derecho establece; hace burla de las autoridades, y cuando es necesario se enfrenta a ellas con el fuego de su arma sangrienta; es hombruna en el ejercicio de
su voluntad incontrastable, pero también
siente la demanda imperiosa de su sexo y provoca el deleite carnal con el compañero encontradizo que ha querido elegir: desde luego, como su hermana la llanera que creó Gallegos, tras el disfrute instintivo, detesta, humilla o elimina a su amante. Sin que se perciban influencias de un autor sobre el otro, es
dable hallar este parentesco entre las dos
grandes criaturas de sus ficciones.
Además de otras bien elaboradas narraciones, entre las que no deben olvidarse las
de su libro “Guasinton”, De la Cuadra escribió dos novelas: “Los Sangurimas” (Madrid,
1934) y “Los monos enloquecidos” (aparecida en Quito, 1951, en edición póstuma y fragmentaria).
“Los Sangurimas”, o “novela montuvia” como la llamó el autor, no tiene el soporte de la novela tradicional. Con los mismos
elementos, que corren como una fuerza fluvial que se echa por distintos cauces, pudo lograr De la Cuadra la unidad que demanda lo
que se suele entender por creación novelística. No procedió así, pues que prefirió una estructura más fácil, menos idónea dentro de la
complejidad técnica del género. Presentó, en
efecto, tres momentos de la historia de una familia montuvia, la de los Sangurimas, pero sin
vencer la disyunción de las imágenes sucesivas del abuelo, los hijos y los nietos. Puso su
empeño en ir trazando, cual si se contuvieran
189
LITERATURA DEL ECUADOR
en sendos marcos, los retratos de los principales de aquellos. Evocó los hechos de cada uno
con cierto sentido autonómico que perturba
la unidad del relato, la cual se esfuerza en
mantenerse mediante la presencia reiterada del
protagonista Don Nicasio y de algunos personajes como Ventura, el Coronel y el Padre Terencio. Con un diestro flashback, el autor hace
que don Nicasio Sangurima ilumine su pasado,
pleno de dramaticidad y bravura, que por fin le
ha convertido en la autoridad inapelable, en el
recio patriarca del vasto caserío de “La Hondura”. En toda su larga evocación hay una innegable intensidad narrativa, determinada por el
relieve personal de Don Nicasio y de sus hijos,
por las expresiones agudas —no exentas de filosofía popular— del viejo Sangurima, por los
diálogos y las leyendas que forja la imaginación de los montuvios, por los cuadros de su
existencia en los campos tropicales del Ecuador.
La otra novela, “Los monos enloquecidos”, quedó sin concluirse. Y eso es una gran
lástima. En alguna reunión de amigos, en la
que el autor les ofrecía la primicia de una lectura íntima, todavía en originales, se le perdió
la obra. Nunca la recuperó ni volvió a escribirla.
Fue de ese modo condenada a no tener
el final, seguramente ya meditado por De la
Cuadra. Que ello estaba en su plan, es cosa
que no admite dudas, por los sesgos que fue tomando la narración hasta el capítulo que alcanzó a terminar, y en el que se aprestan a intervenir los monos, —acaso “enloquecidos”—
que reúnen dos de los personajes, en una empresa exploradora vana e insensata. Algún aspecto de esta ficción nos hace recordar el
cuento “Izur”, de Lugones.
A través de una evocación que no se
debilita ni en la combinación de los hechos ni
en las experiencias subjetivas, el protagonista
—Gustavo Hernández— va entregándonos un
rico haz de sus aventuras por el mar, las islas y
la jungla. Los treinta y siete capítulos de la novela componen una arquitectura en donde no
se echa de menos ni lo técnico ni lo sustancialmente humano. Ello, aparte de las condiciones
de nobleza del estilo, que dan aun más encanto a toda la producción de José de la Cuadra.
Esta obra pudo ser publicada después
de la muerte de De la Cuadra porque sus originales, incompletos como quedaron, fueron encontrados al fin entre los papeles de uno de sus
amigos.
OLOR DE CACAO
El hombre hizo un gesto de asco. Después arrojó la
buchada, sin reparar que añadía nuevas manchas al
sucio mantel de la mesilla.
La muchacha se acercó, solícita, con el limpión en la
mano.
—¿Taba caliente?
Se revolvió el hombre fastidiado.
—El que está caliente soy yo, ¡ajo! —replicó.
De seguida soltó a media voz una colección de palabrotas brutales.
Concluyó:
—¿Y a esta porquería la llaman cacao? ¿A esta cosa
intomable?
Mirábalo la sirvienta, azorada y silenciosa. Desde
adentro, de pie tras el mostrador, la patrona espectaba.
Continuó el hombre:
—¡Y pensar que ésta es la tierra del cacao! A tres horas de aquí ya hay huertas…
Expresó esto en un tono suave, nostálgico, casi dulce…
Y se quedó contemplando a la muchacha.
Después, bruscamente, se dirigió a ella:
—Yo no vivo en Guayaquil, ¿sabe? Yo vivo allá,
allá… en las huertas
Agregó, absurdamente confidencial:
—He venido porque tengo un hijo enfermo, ¿sabe?,
mordido de culebra… Lo dejé esta tarde en el hospital de niños… Se morirá, sin duda… Es la mala pata…
190
GALO RENÉ PÉREZ
La muchacha estaba ahora más cerca. Calladita, calladita. Jugando con los vuelos del delantal.
Quería decir:
—Yo soy de allá, también; de allá… de las huertas…
Habría sonreído al decir esto. Pero no lo decía. Lo
pensaba, sí, vagamente. Y atormentaba los flequillos de randa con los dedos nerviosos.
Gritó la patrona:
—¡María! ¡Atienda al señor del reservado!
Era mentira. Sólo una señal convenida de apresurarse era. Porque ni había señor, ni había reservado.
No había sino estas cuatro mesitas entre estas cuatro paredes, bajo la luz angustiosa de la lámpara de
querosén. Y, al fondo, el mostrador, debajo del cual
las dos mujeres dormían apelotonadas, abrigándose
la una con el cuerpo de la otra. Nada más.
Se levantó el hombre para marcharse.
—¿Cuánto es?
La sirvienta aproximóse más aún a él. Tal como estaba ahora, la patrona únicamente la veía de espaldas; no veía el accionar de sus manos nerviosas,
ilógicas.
—Cuánto es?
—Nada… nada…
—¿Eh?
—Sí; no es nada…, no cuesta nada… Como no le
gustó… Sonreía la muchacha mansamente, miserablemente; lo mismo que, a veces, suelen mirar los
perros.
Repitió, musitando:
—Nada…
Suplicaba casi al hablar.
El hombre rezongó, satisfecho:
¿Ah, bueno…
Y salió.
Fue al mostrador la muchacha.
Preguntó la patrona:
—¿Te dio propina?
—No; sólo los dos reales de la taza…
Extrajo del bolsillo del delantal unas monedas que
colocó sobre el zinc del mostrador.
—Ahí están.
Se lamentó la mujer:
—No se puede vivir… Nadie da propina… No se
puede vivir…
La muchacha no la escuchaba ya.
Iba, de prisa, a atender a un cliente recién llegado.
Andaba mecánicamente. Tenía en los ojos, obsesionante, la visión de las huertas natales, el paisaje cerrado de las arboledas de cacao. Y le acalambraba
el corazón un ruego para que Dios no permitiera la
muerte del desconocido hijo de aquel hombre entrevisto.
José de la Cuadra, “Olor de cacao” de Horno
Fuente: José de la Cuadra, Obras completas. Quito, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958, pp. 361363.
LA TIGRA
Los agentes viajeros y los policías rurales, no me
dejarán mentir —diré como en el aserto montuvio—. Ellos recordarán que en sus correrías por el
litoral del Ecuador —¿en Manabí?, ¿en el Guayas?,
¿en los Ríos?— se alojaron alguna vez en cierta casa-de-tejas habitada por mujeres bravías y lascivas… Bien; ésta es la novelina fugaz de esas mujeres. Están ellas aquí tan vivas como un pez en una
redoma; sólo el agua es mía; el agua tras la cual se
las mira… Pero, acerca de su real existencia, los
agentes viajeros y los policías rurales no me dejarán
mentir.
“Señor Intendente General de Policía del Guayas:
Clemente Suárez Caseros, ecuatoriano, oriundo de
esta ciudad, donde tengo mi domicilio, agente viajero y propagandista de la firma comercial Suárez
Caseros & Cía., a usted con la debida atención expongo: En la casa de hacienda de la familia Miranda, ubicada en el cantón Balzar, de esta jurisdicción
provincial, permanece secuestrada en poder de sus
hermanas, la señorita Sara María Miranda, mayor
de edad, con quien mantengo un compromiso formal de matrimonio que no se lleva a cabo por la razón expresada. Es de suponer, señor Intendente,
que la verdadera causa del secuestro sea el interés
económico; pues la señorita nombrada es condómina, con sus hermanas, de la hacienda a que aludo,
así como del ganado, etc., que existe en tal propiedad rústica. Ultimamente he sido noticiado de que
se pretende hacer aparecer como demente a la se-
LITERATURA DEL ECUADOR
cuestrada. En estas circunstancias, acudo a su integridad para que ordene una rápida intervención a
los agentes de su mando en Balzar. De usted, respetuosamente.— (Fdo.): C. Suárez Caseros”.— (Sigue
la fe de entrega): “Guayaquil, a 24 de enero de
1935; las tres de la tarde: Telegrafíese al comisario
de Balzar para que, a la brevedad posible, se constituya, con el piquete de la policía rural destacado
en esa población, en la hacienda indicada, e investigue lo que hubiese de verdad en el hecho que se
denuncia; tomando cuantas medidas juzgue necesarias en ejercicio de su autoridad. Transcríbansele
las partes esenciales del pedimento que anteceder.— (Fdo.): Intendente General”.— (Siguen el
proveído y la razón de haberse despachado el telegrama respectivo).
Son tres las Miranda. Tres hermanas: Francisca, Juliana y Sarita.
Su predio minúsculo —ellas le dicen “La hacienda”— no es más grande que un cementerio de aldea. Pero, eso no importa. Jamás las Miranda han
tenido cerca en los linderos, sencillamente porque
no los reconocen. Se expanden con sus animales y
con sus desmontes como necesitan. Talan las arboledas que requieren. Entablan potreros ahí en la tierra más propicia para la yerba de pasto.
El fundo está abierto en plena jungla, sobre las manchas de maderas preciosas. Se llama, en honor de
sus dueñas, “Tres Hermanas”, y desde él cualquier
lugar queda lejos. El poblado más próximo es Balzar; y, para venir a Balzar, hay que andar, o mejor,
arrastrarse por senderos de culebras, un día con su
noche. En invierno, exponiéndose a toda cosa —por
ejemplo, a matarse entre las piedras filudas, bajo la
correntada—, se puede utilizar el camino del río,
por el cual descienden, ayudadas desde el ribazo
por las mulas, las tupidas alfajías. Sólo que esta vía
del agua tarda un poco más en ser cumplida: hasta
Balzar “se gastan” cuatro días y cuatro noches.
Entre cada Miranda y la siguiente, media aproximadamente un lustro de diferencia. Así, Francisca —la
niña Pancha— va por los treinta años; Juliana, por
los veinticinco; y Sarita es ya una ciudadana.
191
La hermosura de las tres hermanas no es únicamente rústica y relativa al ambiente. En justicia y dondequiera se las podría calificar de hembras soberanas. Refieren los balzareños que las Miranda tuvieron un antecesor extranjero, probablemente napolitano. Sin duda a este abuelo europeo le deberán las
tres la tez mate y las cabelleras de ébano lustroso
amplias como una capa; Francisca y Juliana los ojos
beige; y, Sarita, los suyos maravillosos, color uva de
Italia.
A la niña Pancha le dicen “La Tigra”. No la conocen de otro modo. Ella lo sabe. Algún peón borracho mascullaría a su paso el remoquete, creyendo
no ser oído. Ella habría sonreído.
—¡La Tigra!
No la molesta el apodo. Por lo contrario, se enorgullece de él.
—Sí; La Tigra…
A la niña Pancha le envuelve en sus telas doradas la
leyenda. Pero, su prestigio no requiere de la fábula
para su solidez. La verdad basta.
La niña Pancha es una mujer extraordinaria. Tira al
fierro mejor que el mas hábil jugador de los contornos: en sus manos, el machete cobra una vida ágil
y sinuosa de serpiente voladora. Dispara como un
cazador: donde pone el ojo, pone la bala, conforme al decir campesino. Monta caballos alzados y
amansa potros recientes. Suele luchar, por ensayar
fuerzas, con los toros donceles (Ella nombra así a
los toretes que aún no han cubierto vacas).
Muy de tarde en tarde, la niña Pancha trasega
aguardiente. Gusta de hacer esto alguna noche de
sábado, cuando el peonaje, después de la paga, se
mete a beber en la tienda que las mismas Miranda
sostienen en la planta baja de la casa-de-tejas.
En tales ocasiones, la niña Pancha se convierte propiamente en una fiera; y a los peones, por muy
ebrios que estén, en viéndola así se les despeja la
cabeza.
—¡La Tigra está ahumándose!
—¿De veras? Yo me voy.
192
GALO RENÉ PÉREZ
—Es pior. Hay que estarse quedito hasta ver a quién
agarra.
—Ahá. Si alvierte que te vas, te seguirá a bala limpia.
Es así. Cuando la niña Pancha descubre que, mientras ella bebe, alguno deja furtivamente la cantina,
lo caza a balazos en la oscuridad.
—¡Ah, hijo de perra! ¡Corre! ¡Corre! Esto te ayudará a correr. Apoyada en el hombro la dos-cañones
—”la gemela”—, dispara a las piernas del huidizo.
También le place “hacer bailar”.
—¡Baila, Everaldo! ¡Baila, Everaldo!
Y el hombre tiene que bailar hasta que a la “patronita linda” le viene en gana, para caer luego rendido, acezante, como un perro con aviva, a revolcarse en el suelo de la mantina.
—¡Flojo bía sido Everaldo! ¡Veremos con vos, Cara’e caballo qué tal eres pa’l baile!
¡La Tigra! Cuando ya está completamente borracha,
necesita un domador.
Vaga su mirada por el concurso de peones. Al fin,
se fija en alguno.
—¡Ven, Tobías!
No cabe resistir a la voz imperiosa. Es la patrona y
la hembra que llaman en la voz de la niña Pancha:
la patrona implacable y la hembra implacable.
—Ven, Tobías…
Es una dulce orden; pero, es una orden.
Lo sube a la casa tras de ella, y lo hace entrar en su
propia alcoba.
Con frecuencia, el escogido tiene que abandonar,
horas después, antes del amanecer, por la ventana,
la alcoba a que ingresara por la puerta.
¡La Tigra!
Cuando a La Tigra se le esfuman las nubes del alcohol, le fastidian los hombres.
—¡Largo, perro!
Casi siempre, al domador ocasional lo despide, con
todos los honores, un tiro de revólver que le cruza,
juguetón, una cuarta arriba de la cabeza.
Momentos antes, esa misma cabeza ha sido devorada a besos profundos. Ahora, nada vale. Es como
la almendra de una fruta exprimida. Fue gustada. Se
la arroja.
—¡Largo, perro!
Le desagrada a la niña Pancha que el domador ocasional recuerde. Satisfácele el amante desmemoriado.
Un día, Venancio Prieto, que a su turno resultó favorecido, le dijo algo a la niña Pancha. Algo sobre
aquello.
¡La Tigra!
La Tigra estaba frente a él, con el machete en la
diestra. De un revés admirable, que no tocó la nariz, que ni siquiera golpeó los dientes, se le llevó los
belfos gruesos, abultados, de negroide.
—Tenías mucha bemba, Venancio, y hablabas feo.
Ahora te la he recortao pa que puedas hablar bonito.
Desde los dieciocho años, la niña Pancha fue el
ama. El jefe inexpugnable de su casa y de sus gentes. El señor feudal de la peonada.
Amaneció señora.
Una noche…
Llovía a cántaros esa noche. parecía que la selva se
venía abajo, que no podría resistir el peso de las
aguas volcadas desde el cielo. Afuera, todo estaba
oscuro, densamente oscuro, entre relámpago y relámpago. La vacada mujía aterrorizada en el potrero punzado de rayos que quebrantaban los troncos
añosos.
Desde su ventana, la niña Pancha adivinaba a las
vacas apretujándose en redor del toro padre; creía
verlo a éste, afirmándose con los cuartos traseros en
el lodazal, recogiendo las manos como si se arrodillara a implorar clemencia del cielo tremendo.
—¡Mariquita er “Segundo”, vea! ¡Mujerona! tiene
miedo.
Ella —la niña Pancha— no tenía miedo. ¿Y por qué
habría de tenerlo? ¿Qué le iba a hacer el agua?
¿Qué le iban a hacer los rayos? ¿Se la iban a comer,
acaso? ¡Já, já, já! ¿Se la iban a comer? No; a ella no
le pasaba nada. Nunca le había pasado nada. Jamás
le pasaría nada. Ella era la hija mayor de papá Bau-
LITERATURA DEL ECUADOR
dilio, el más hombre entre los hombres, y de mama
Jacinta, la mujer más mujer… Y ella misma era ¡la
niña Pancha!
Todavía no la Tigra. Desde esa noche iba a empezar a serlo, precisamente.
Baudillo Miranda se mecía en su hamaca de la sala. Cerca de la lámpara, junto a la mesa, mama Jacinta cosía. La niña Pancha estaba asomada en la
galería, sobre el temporal. Sus hermanitas dormían
ahí atrás, en la alcoba. Nadie más había en la casade-tejas esa noche.
De repente ño Baudilio se levantó de la hamaca.
Había percibido un ruido de pasos en la escalera, y
se dirigió a la puerta. Pensó que sería gente conocida, pues los perros guardianes no ladraron. No alcanzó a pisar el umbral. Cayó de redondo, con el
pecho atravesado de un balazo. Sonó en seguida
otro disparo, y ña Jacinta se abatió sobre sus trapos
de costura. Todo fue cuestión de segundos.
En la sala penetraron cinco hombres armados.
Uno de ellos inquirió:
—¿Y las chicas?
—Han de estar acostadas —repuso otro.
—¿No se habrán recordado?
—No… ¡qué va! El sueño del muchacho es como el
sueño del chancho.
—Ahá… Oye… ¿y la Pancha? ¡Buen cuerazo! ¡No
hay que olvidarse!
—Eso pa dispué. Ahora vamo a ver qué hay de plata. Este desgraciao —y el que hablaba sacudió un
puntapié al cadáver de Baudilio Miranda—; este lagarto preñao era rico, dicen…
La niña Pancha estaba en la penumbra de la galería, encogida como un pequeño animalito asustado.
Pero, no estaba asustada. No se había alterado lo
más mínimo. Antes se le habían templado los nervios. Debía hacer algo… Algo… ¡Ya!…
Se resolvió Amparada en las tinieblas, se deslizó
por las piezas interiores —¡ella se sabía su casa de
memoria!— hasta la alcoba de las hermanitas.
Las encontró dormidas y las alzó en vilo. Cargada
con ellas se encaminó a la escalera del mirador y
trancó la puerta por dentro.
193
Respiró. ¡Ahora sí!
La niña Pancha subió muy despacio hasta el torreoncito que dominaba la casa. Por ventura, las
chiquillas no despertaron, y las depositó en el suelo, una junto a otra.
Conocía la niña Pancha las costumbres de su padre,
hombre precavido, habituado a la vida de la selva.
Estaba segura, por eso, de que en el mirador guardaba un rifle de ejército, de cañón recortado, listo
siempre, y una reserva de cartuchos.
Tanteó las paredes y dio con el arma.
—¡Por fin, Dios mío!
Estaba serena la niña Pancha. Sólo una idea la obsedía: vengar a los viejos. Pero, no se atolondraba.
No; eso no. Había que aprovechar las ventajas de
que en este momento gozaba. No la habían oído.
¡Ah, esta lluvia bendita! ¡Esta santa tempestad!
Se asomó al ventanal con el fusil amartillado. Desde ahí veía toda la casa. La arquitectura montuvia
ha dispuesto los miradores en forma que sean como
torres de homenaje para la defensa.
¿Dónde estaban los asaltantes? ¡Ah! ¡Qué bien los
distinguía! Se alumbraban con velas de sebo y rebuscaban en los dormitorios. Aún no se habían dado cuenta de nada.
La niña Pancha se acodó en el alféizar y enfiló la dirección. Primero, a ése. Ese había matado a sus padres.
Estuvo afianzando la puntería durante un largo minuto y disparó.
Tumbó al hombre de contado.
Los otros se alarmaron. ¿Qué ocurría? ¿De dónde
aquel disparo? Sacaron a relucir sus armas contra el
enemigo invisible.
La niña Pancha no les dio tiempo para más. Un instante significaba la vida. Estaba decidida a exterminarlos. Disparó a los bultos sin tregua ni descanso.
Parecía haberse vuelto loca. Un balazo tras otro.
Los criminales se desconcertaron y sólo pensaron
en huir; pero, en su terror ansioso, portaban en la
mano las velas encendidas, ofreciendo blanco a
maravilla.
194
GALO RENÉ PÉREZ
Aun cuando la niña Pancha vio caer a los cinco
hombres, no paró el fuego. La poseía una alta fiebre
de muerte. Quería matar. ¡Matar! ¡Destruir! Golpeaba a las hermanas, que, despiertas ahora y temblorosas, se le abrazaban a las piernas.
—¿Quiten! ¡Dejen! ¡Vaina!
Disparaba. Disparaba. Disparaba al azar sobre las
habitaciones. Oía los impactos en el piso de tablas
gruesas. Oía el zumbido de los proyectiles que partían las cañas de las paredes. Oía el chililín de las
lozas quebradas. Oía el campaneo de las ollas de
fierro de la cocina tocadas por las balas. Y, en medio de esta algarabía que la excitaba más todavía,
seguía disparando.
A la postre, se calmó.
Escuchó. ¿Qué habría abajo? ¿Estaban todos muertos? No; alguien se quejaba.
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón, por Dios!
¿Quién sería?
La voz herida suplicaba:
—¡Agua! Agua, niña Pancha…
La había visto. La había reconocido. A la luz de algún relámpago. De algún fogonazo. Pero, ¿quién
sería? Y, sobre todo, ¿dónde estaría?
La niña Pancha se guió por la voz. Y comenzó una
horrible cacería. Disparaba sobre el sonido. Una
vez. Otra vez. hasta que se extinguió la voz herida
y el gran silencio reinó en la casa.
Entonces, la niña Pancha sonrió.
Sonrió… Pero, ¿qué era eso, ahora? Se estremeció
la muchacha. Prestó atención. Semejaba un vagido
de niño. ¡Ah! ¡Su perrito! ¡”Fiel amigo”! ¿Lo habría
alcanzado alguna bala? ¿Estaría, no más, asustado?
La niña Pancha se dispuso a socorrer al bicho. ¡No!
¡No! ¿Y si alguno de los asaltantes estaba vivo aún,
escondido, esperándola?
Se sintió, de pronto, una débil mujer, y soltó a llorar casi a gritos. Luego, sacudió la campana que
convocaba a los peones. Desde ahí distinguía las
masas negras de sus casas, destacándose más negras que la noche, en la sombra profunda. ¡Cobardes! ¡No venían! ¡No se atreverían a venir! ¡supondrían a los patrones difuntos, incapacitados ya de
hacerse obedecer, detenidos en su gesto de mando
por la muerte intempestiva! ¡Cobardes!
El resto del tiempo hasta el alba, la niña Pancha se
lo pasó en el torreoncillo, abrazada de sus hermanas, temblando, sintiendo miedo de todo, deslumbrada por los relámpagos.
Cuando salió el sol, bajó a las habitaciones. había
siete cadáveres humanos y el de un perro.
La niña Pancha besó el rostro de ño Baudilio, besó
el rostro de ña Jacinta, y mojó con lágrimas ardorosas, teniéndolo en los brazos, como a su bebé
muerto la madre desolada, el cuerpecito frío de
“Fiel amigo”.
Ese día niña Pancha asumió su jefatura omnipotente, cuyo más sólido apoyo lo constituía el temor
que inspiraba.
Cualquier comarcano antiguo diría esto de ella, al
comentar, con el cigarro de tras la merienda en la
boca desdentada, la hazaña irrepetible: cinco hombres muertos.
—Una tigra…
Desde entonces la niña Pancha dejó de ser, para el
vecindario, la niña Pancha, y se convirtió en la Tigra.
—¡La Tigra!
Hacia media mañana los peones atendieron a la
convocación de la campana angustiada de llamarlos. Uno tras otro, primero los más valientes y arrojados, después los más tímidos y medrosos fueron
aproximándose a la casa-de-tejas.
—¿Qué ha pasado anoche, patroncita? Me dijeron.
Yo no estaba. Me fuí temprano onde mi comadre
Petita, que tiene un hijo enfermo… Mi comadre Petita, ¿ricuerda?, la de Piedra Güeca…
—Ahá.
Otro más se sinceraba:
—Yo como usté estará cierta, tengo un sueño que
parezco un palo, mala la comparación… Ni oí, siquiera…
—Ahá.
La niña Pancha se había recobrado por completo.
Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos de llorar;
pero, su voz era firme, y su ademán, seguro. Lo ha-
LITERATURA DEL ECUADOR
bía previsto todo. A las hermanas las había puesto a
la máquina, a coser la zaraza negra de los trajes de
luto. En cuanto a sus dos muertos queridos, los había vestido ya con lo mejor que encontró, acomodándolos en el gran lecho conyugal, en la postura
yacente definitiva, con las manos cruzadas en actitud suplicante sobre el pecho. De los demás cadáveres no se había preocupado. Permanecían donde
fueron cayendo en sus desesperados gestos de lucha contra la oscuridad y contra la muerte, revolcados en su sangre.
La niña Pancha se dirigió a los peones:
—A ver: cuatro de ustedes caven una fosa pa los patrones.
¡Vayan!
—¿Y ónde niña Pancha?
—Allá, en el cerrito, en la mancha de guaránganos.
Me avisan.
Un anciano se atrevió a preguntar, refiriéndose a los
cuerpos muertos de los atacantes:
—¿Y a ésos? ¿onde les enterramos?
La niña Pancha se lo quedó mirando fijamente. Bailaba en sus ojos la burla.
—¿Enterrarlos? ¿Es que eres mismo, o te haces, Gabriel? ¿O es que los años…? Conque, enterrarlos,
¿no? ¡A éstos! ¡Bah!
Los haré tirar a medio potrero, pa que se los coman
los gallinazos, de día, y los agoreros, de noche. Eso
haré.
Rió a carcajadas.
—¡Enterrarlos! ¡Tas jumo, Gabriel! ¡Tas jumo!
Lo hizo como lo dijo. Al atardecer llevó a sepultar
los cadáveres de ño Baudilio y ña Jacinta. Los metió en una misma fosa, bajo los nervudos guaránganos, y colocó una rústica cruz para marcar el sitio.
Antes, había mandado a arrojar a la sabana los cinco cadáveres restantes. No amanecieron. En la noche, los parientes se los robarían, sin duda.
La niña Pancha se puso pensativa.
—¿Se los habrán cargao ellos? —musitó.
Luego la dominó una idea:
—No; se los ha llevado el diablo.
En breve, esta versión fabulosa, cara a la fantasía
montuvia, se generalizó:
195
—El patica se los jaló al infierno, pues.
La niña Pancha había olvidado a su perro. Al otro
día tropezó con el cadáver en la azotea. Lo miró un
instante. Hedía horrorosamente. La niña Pancha lo
empujó al vacío con un palo de escoba. Al caer,
“Fiel amigo” reventó como una camareta.
Como al mes de aquellos sucesos se presentó en la
hacienda el comisario de policía de Balzar. Lo
acompañaban el secretario y dos números de la
gendarmería rural.
—Venimos, pues, a levantar el sumario.
—Ahá.
—¿Qué le parece, guapa?
—Por mí, levante lo que le dé la gana, no más.
Era la niña Pancha quien respondía.
El comisario formuló una serie de preguntas, que
después repetía de otro modo.
—Así que usted mató a los cinco, ¿no?
—Claro, pues; ya le hey dicho.
—¡Ah!…
—¿Y eran cinco mismo?
—Sí, hombre; ya me’stá usté cansando.
La delegación merendó en la casa-de-tejas. La niña
Pancha hizo los honores de la mesa.
El comisario era un tipo joven. Delatábase dado a
las faldas. Galanteaba a la niña Pancha. La niña
Pancha lo escuchaba, sonriente. El comisario hablaba acerca de su importante persona y de su ciudad natal.
—Yo soy de Guayaquil, ¿sabe?
—Ahá.
—Silvano Moreira, el capitán Silvano Moreira, de
Guayaquil. Me llaman capitán, por el cargo; pero,
soy, no más, teniente. Teniente de infantería de línea.
—Ahá.
—¿Usted ha estado en Guayaquil, señorita?
—No; en Balzar, no más.
—Guayaquil es muy lindo. Precioso. ¡Qué calles!
—En Balzar también hay calles.
—Pero, no como las de Guayaquil. Son enormes.
—Ahá.
196
GALO RENÉ PÉREZ
La charla insulsa del comisario se desenvolvía de
esa manera, pero sus ojos, más activos, devoraban
a la muchacha. Notábase en ellos una exacerbada
lujuria. El secretario y los gendarmes le llevaban la
cuerda a su superior jerárquico.
Alzada la mesa, el comisario tomó del brazo a la niña Pancha y la condujo a la galería.
—Nosotros dormiremos aquí —dijo—. Nos acomodaremos en cualquier parte. Somos soldados y estamos acostumbrados a todo. Como en campaña.
La niña Pancha guardó silencio. El capitán Moreira
entendió el silencio por una tácita aceptación.
—Y pasaremos los dos una noche jay… —murmuró a la oreja de la muchacha.
Intentó ahora acariciarle los senos.
—¡Dame un beso!… ¿Quieres?
La niña Pancha se volvió bruscamente y cruzó la
cara del comisario con la mano abierta.
—¡Busque la manga, hombre! Usté y su gente dormirán en la casa del negro Victorino. Ya sabe.
Dio un salto atrás, en guardia.
El capitán Moreira pretendió imponerse:
—Es que yo soy la autoridá, y hago lo que me parece;
—Vea señor… ¡Déjese de cosas! Aquí…, aquí mando yo…
La niña Pancha cobró un aspecto resuelto. Rebrillaron sus ojos de rabia. Y el bravo capitán Moreira recordó con toda oportunidad a los cinco asaltantes
muertos a bala, y optó por retirarse.
—Como sea su gusto. Yo soy muy galante con las
damas.
—Bueno; lárguese…
A la madrugada, la delegación policial dejó la hacienda.
El comisario dijo al negro Victorino, al despedirse:
—¿Sabe? Para mí, este caso es legítima defensa.
No Victorino no comprendió nada; pero, creyó menester asentir:
—Así es, jefe.
El capitán agregó, mientras tomaba el camino de regreso:
—¿Y para qué instruir el sumario? Total, para nada.
El muerto es muerto.
Añadió aún:
—¡Buen rancho la patrona, ¿no?, la niña Pancha!
Ahora sí comprendió ño Victorino; y, poniendo los
ojos en blanco y relamiéndose los labios, dijo picarescamente:
—¡Y es coco, jefe! ¡Virgen doncella!
Más o menos al año apareció por la hacienda el
tuerto Sotero Naranjo.
El tuerto era un hombrachón fornido, bajo de estatura, de regular edad y metido en sus grasas. Tenía
un aire vacuno, pacífico, que justificaba su apodo
de Ternerote.
Les explicó a las Miranda.
–Yo soy tío de ustedes, mismamente. La mama de
ustedes, la finadita Jacinta Moreno, era sobrina del
difunto mi padre.
—Ahá.
Las Miranda no discutieron el parentesco. Les convenía aceptarlo. Ellas necesitaban un hombre de
confianza. Podía ser éste. Justamente ahora que habían abierto la tienda, les era indispensable.
—Ta bien, Ternerote. ¿Te querés hacer cargo de la
tienda?
El tuerto Sotero Naranjo se encantó. ¡De perlas! Era
para eso que él servía. En Colines había tenido una
tienda de su propiedad. Pero lo arruinaron los chinos. Los chinos, claro; ¿quiénes otros? Como ellos
no gastan en nada: no comen, no beben, no usan
mujer… Así, venden más barato. ¡Vaya! Los nacionales, en cambio, son otra cosa, de otra madera,
pues comen, beben, y lo demás… ¡Muy justo! El,
Sotero Naranjo, era, antes que nada, un nacional.
Bueno, pues; como iba diciendo, hubo de ceder el
negocio. ¡Cuánto sufrió en esa ocasión! Fue, para
él, tanta tristeza, mala la comparación, como si
vendiera a su propia mujer. Y es que así quería a su
negocio. Así quería a sus mostradores, a sus perchas, a sus anaqueles. Como a una mujer o como a
un caballo. Así. Con decir que quería hasta los artículos de expendio. En fin… ¡Qué se le iba a hacer!… Pero, él era lo que se dice un entendido en
materia de abarrotes.
LITERATURA DEL ECUADOR
—Es pa lo que me preciso.
Por descontado, él, además, valía para muchos
otros menesteres. Tumbar cacao, arguenear, pisonar; todo eso sabía. Rajar leña, ¡ah! Distinguía y separaba los palos como cualquier montañero el algarrobo del aromo; el ébano del compoño; el matasarna del porotillo. El algarrobo lo mejor, por supuesto. ¿Y dónde dejar el guarángano? Arde solo,
también. El tenía visto, al venir, aquí en la hacienda, una mancha enorme de guaránganos que incitaba a meterle hacha. ¡Ah!, ¿y lo otro? Hacer quesos, batir mantequilla, ordeñar, chiquerear, herrar,
señalar, castrar, los mil y un oficios menores de la
ganadería: todos los dominaba. Pero, “más menos”.
—Más menos, claro, que lo de enflautarle a uno,
por verbigracia, ruán pasado en vez de olán pa calzonaria. Pa eso soy una águila.
—¡Ah!…
A poco de su llegada Sotero Naranjo estaba colocado como dependiente en el despacho de abarrotes.
Se alojaba en la trastienda, pero comía con las hermanas a la mesa común. Hacía con las Miranda trato de familia.
El tuerto era de trato simpático y agradable. Gustaba de contar picantes chascarrillos y aventuras obscenas, en las que se exorbitaba su fantasía, atribuyéndolas a su propia persona. Serían escasas dos vidas para que en ellas le hubiera sucedido cuanto
narraba.
Los peones, a quienes permitía muchas confianzas
y lo llamaban ya por su remoquete, solían decirle:
—¿Pero, por qué, ño Ternerote, no se aprovecha de
las hembritas?
Sotero Naranjo se defendía, escandalizado:
—¡Cómo! ¡Si yo soy de la misma carne que ellas!
¡Hay cosas sagradas, amigo! Por mí, ni atocarlas…
—¡Bay, ño Ternerote! Lo que se ha de comer er moro, que se lo coma er cristiano, como dice er dicho.
El tuerto meditaba profundamente.
—¿O es que le tiene miedo a la Tigra?
—Yo no me abajo ante naide.
—¿Entonce?… Vea, don Naranjo; cierto que la niña
Pancha es brava y macha pa todo; pero, en eso…
¡quien sabe!… La mujer es frágil.
197
Concluía Sotero por franquearse:
—Mire, amigo, ¡pa qué voy a engañarlo!, yo le dentro a la entremedia, a Juliana; pero, ¿sabe?, hay que
cuidarse de Pancha. Pancha es, pues, fregada.
Decía verdad Sotero Naranjo. Mantenía estrechas
relaciones amorosas con Juliana Miranda; y si no
habían pasado a mayores, según confesaba, no era
por alta de ganas. Entre el afán de poseer a la muchacha y la realización del deseo, se interponía
con su sangriento prestigio la figura temerosa de la
Tigra.
—¡Capaz me mata!
—¿Y por qué no se acomoda con ella, pues?
—¿Con quién?
—Con la niña Pancha, pues.
—¡Bay, usté está mamao, amigo!
—Puede que se sea así, don Naranjo —concluía,
transigiendo, el interlocutor—; pero, siga mi consejo, no más. ¡Déntrele a la Tigra! Esa fruta está madura; pudriéndose, mismo.
De frecuentes diálogos de la laya, Sotero Naranjo
salía envalentonado. Paulatinamente iba cobrando
ánimos. Hasta que se decidió a echarlo todo por la
borda.
Cierta tarde de domingo cerró temprano la tienda,
y se encaminó al picado donde estaba la cancha de
gallos, en un redondo placer detrás de la casa.
Apostó sin entusiasmo, al principio; mas, luego fue
excitándose con las incidencias de la lidia y los tragos de chicha fuerte con punta de mallorca. Hasta
que se resolvió. Iría a buscar a Juliana. Le propondría. Descontaba de antemano la aquiescencia de
la chica.
—Si sale mal la cosa, me largo, pues, ¡qué vaina! pa
eso es grande el monte.
Encontró a Juliana, en la orilla del río, sola, buscando pedruscos. Acababa de bañarse y llevaba el pelo suelto a la espalda. La ropa se le pegaba al cuerpo limpio, mal enjugado, delatando las formas oscuras.
—Vamos a andar, ¿quieres?
Juliana aceptó. Se metieron por los brusqueros
apretados, entre el abrazo de los hierbajos rastreros
y de las lianas colgantes.
198
GALO RENÉ PÉREZ
—¡Cuidado las culebras, Sotero!
—No; a mí me huyen. Tengo colgado de una piola en el pescuezo, el cormillo de una equis rabo’e
hueso. Es la contra, negra.
—¡Ah!…
Dieron con un pequeño descampado y se sentaron
en unos troncos caídos.
Se habían alejado bastante. El tuerto Naranjo calculó que ni aún gritando los oirían de la casa-de-tejas.
Esto lo acabó de envalentonar.
—¿Quieres ser mi mujer, Juliana?
Los catorce años bobalicones de Juliana estaban estremecidos de amor por Ternerote.
—Ya te hey dicho de que sí… –balbuceó.
La niña Pancha los había seguido. A la distancia.
Sin que se dieran cuenta. Guiándose sobre la huella de las hierbas pisoteadas.
Nada pudo impedir. Cuando ya llegaba al descampado, oyó el agudo grito con que su hermana se
despedía de su virginidad florecida.
La niña Pancha se sacudió como en un escalofrío.
El grito ése, punzante, la agitó toda. Sentía que le
hincaba las entrañas. Que le arañaba los nervios.
Que le hacía hervir la sangre en las arterias intensas.
¡Qué grito! Era un alarido más que un grito. Estaba
cargado de dolor, grávido de lujuria. Y, al propio
tiempo, parecía una carcajada a la que un golpe de
hipo intenso sofocara en suspiro.
La niña Pancha pretendió ponerse en su sitio. ¡La
Tigra! Pero, no lo consiguió. Se le nublaron los ojos
y sintió que la cabeza le daba vueltas, como si fuera a desmayarse… Y nunca supo luego cómo hizo
entonces lo que hizo.
Irrumpió en la escena terrible. Vio a su hermana
tumbada sobre el suelo, como dormida, con la respiración disneica. Y, frenética, se lanzó sobre Naranjo. Lo agarró fuertemente de los hombros, y le
dijo, con vehemencia entrecortada:
—Ahora…, ¡fórzame a mí, Ternerote!… ¡Fórzame o
te mato!…
Desde aquella tarde, al tuerto Sotero Naranjo se le
hizo insoportable la existencia, hasta el extremo de
que pensó seriamente en acabar con ella.
En cambio, los hombres de la hacienda, viejos y
mozos, sin excepción lo envidiaban.
—¡Hay gente suertuda! ¡Veanlo al tuerto, que parecía pasado por agua tibia, como los güevos!… ¡Bia
sido macho juerte!… Vive con las dos hermanas; y,
de seguro, cuando madure la otra fruta…, se la come, también…
Algún anciano buscaba oportunidad de interpolar
su historia:
—Todo tuerto es así, bragao de las entrepiernas. Mi
recuerdo que pa’l año de los Chapulos, vide a un
mentao Segundino que era falto de un ojo…
Otro anciano lo interrumpía:
—¿Y mi general Buen? ¿Onde me lo deja? El catiro
tenia los dos ojos, y vía usté cómo era pa’l montamiento… Es que mismo habimos hombres así, ajustadores…
—¿Usté, ño Serapio?
—Juí; juí, en un tiempo antiguo, como dicen los
samborondeños, hace-olla-e-barro…
Las risotadas se sucedían; pero, volvían en seguida
a los comentarios:
—¿Y cómo se alcanzará Ternerote pa las dos?
—¿De veras, no?
—¡Y qué ranchazos, baray! ¡Pa quedarse templao
como lagarto en playón!
—Ahá.
Lo envidiaban al infeliz; deseaban sustituirlo; y él,
precisamente, habría dado algo porque lo reemplazaran.
—Una mano, pongo por caso.
—Pero, ¿es que está tan hostigado, don Sote?
Cualquiera de los ancianos metería basa:
—El mucho dulce empalaga pues…
Ternerote sonreía tristemente:
—¡Hostigao! ¿Usté ha visto un zorro apaeao cómo
queda?
Pues, igual…
—¡Baray, don Sote; qué esageración!
—Así es.
El transcurrir del día era una gloria para el tuerto
Naranjo. Desde la tarde aquella, las dos hermanas
se desvivían por agasajarlo. Le separaban los platos
más delicados, los bocados más suculentos.
LITERATURA DEL ECUADOR
—Tienes que alimentarte, Sotero. Estás amarillo como plátano pintón.
No consentían que trabajara. Alternaban ellas en el
despacho de la tienda.
—Descansa, Sotero.
Se pasaba el tuerto acostado en la hamaca de la galería, comiendo y durmiendo. Fumaba sendos cigarros dauleños. Punteaba la guitarra.
Sí; el día era una gloria.
¡Pero, la noche!
Las dos hermanas se disputaban la preferencia de
sus favores.
—Yo soy la mayor —alegaba la niña Pancha.
—Pero, jué mío más primero —redargüía la niña Juliana.
Sin embargo, no reñían, y terminaban por entenderse. El pobre tuerto pasaba de una alcoba a otra, como un mueble.
Tanto amor lo iba matando. A pesar de los alimentos, a pesar del régimen de ocio, enflaquecía cada
día más. Los ojos se le hundían en las órbitas excavadas. Se le brotaban los pómulos. Cobraba una facies comatosa. Al andar, vacilaba como un muñeco
descuajeringado.
Concluyó por rebelarse. No fue la suya una rebelión violenta. Carecía de fuerzas para eso. Fue una
rebelión sórdida y oscura que apenas llegó a cuajarse en la fuga silenciosa.
Aprovechando el sueño de hartura que dormían niña Pancha y niña Juliana, Sotero Naranjo, en la
sombra de la alta noche, emprendió la huída.
Todo lo dejó. Apenas si portó consigo el hato de sus
mudas.
Tomó la ruta de los Andes lejanos, y fue a caer, tras
mil peripecias, en la aldea leonesa (*) de Angamarca.
Lo último se supo meses después, cuando y se lo
creía muerto en la selva, víctima de las fieras, comido de las aves…
Pero, todo esto es historia antigua, marea pasadá…
Los policías rurales han sentido siempre especial
predilección por hospedarse en la casa-de-tejas del
fundo “Tres Hermanas”. Probablemente, ahora no
les ocurra lo mismo.
199
En sus cruceros sobre Manabí, cuando montaban la
raya de Santa Ana y se introducían por las tierras ásperas y sedientas de los pañales, persiguiendo a los
ladrones de ganado en sus ocultaderos del río Tigre;
los jefes de piquete procuraban dejarse coger por
las sombras en la hacienda de las Miranda.
—¡Nos darían niñas, un güequito pa pasar la noche?
Jugaban con las palabras en un primitivo doble sentido.
—Un güequito, no más. Vamos lo que se dice atrasaos.
Las Miranda, no entendían, o fingían no entender.
Por lo común, la niña Pancha respondía en nombre
de todas:
—Como sea su voluntá. Aquí no se niega posada al
andante.
—Gracias, pues.
Recibían con placer a los hombres armados. Gustaban de ellos más que de los civiles. Les brindaban
la merienda sabrosa y el café bienoliente.
—¿Prefieren con puntita?
Era el comienzo. Les servían las grandes tazas, medidas de negra esencia y de puro de contrabando.
Después, menudeaban las copitas.
—¡Hay que alegrarse, pues! —decía la niña Pancha—. La noche está joven.
—Así es, niñas.
—Vamos, pues, a dar una vueltita.
–Vamos.
Ponían en marcha el caduco fonógrafo de corneta,
marca Edison, cuyos rayados cilindros emitían sonidos destemplados, roncos, cascados, que limitaban
perdidas armonías: valses somnolientos, habanereas lánguidas o desaforadas machichas brasileras.
Por rústico que fuera el oído de los gendarmes,
aquellos sones les molestaban, antes que agradarlos. No se atrevían, empero, a manifestarlo así, claramente.
Alguno insinuaba:
—Son un poco pasados de moda, mismo, estos toques.
—Ahá.
200
GALO RENÉ PÉREZ
—Mi mama no era mi mama, y ya se rascaban estas músicas —osaba decir el más atrevido.
La niña Pancha miraba con rabia no disimulada a
los soldados.
¡Imbéciles! Ella adoraba su máquina Edison. Pensaba que no había nada mejor que eso. ¡A qué, pues!
Pero, intuía que era un deber suyo complacer a los
visitantes. “Er güespe ej er güespe, le oyó repetir a
su padre, el finado ño Baudilio; y había hecho de
eso artículo de fe.
—Bueno, pues. Paren el fonógrafo.
De un rincón de la sala sacaba entonces una guitarra española, de honda y sonora barriga, adornada
con un lazo de cinta ecuatoriana en el astil, cerca
del clavijero.
—Ya que no les place el Edison, aquí viene la vigüela. Si arguien sabe…
De principio, no confesaba que ella misma glosaba
para acompañamiento, y que la niña Juliana, sobre
pulsar la guitarra, cantaba con la gracia de una colemba dorada.
—También hay bandolina… Y un clarinete…
Suspiraba al pronunciar la última palabra.
Casi nunca faltaba entre los huéspedes algún gritador experto que se apoderaba en seguida del instrumento.
La niña Pancha se apresuraba a expresar sus aficiones:
—Valses, ¿quiere? O amorfinos. O pasillos. Pero,
pasillos de acá; no de la sierra.
—Ahá.
La niña Pancha detestaba a la sierra y a sus cosas.
Jamás había tenido un amante que fuera de esa región. Afirmaba que todos los serranos son piojosos
y que, además, les apestan los pies. De la música se
conformaba con decir que era triste.
—Pa llorar no más sirve…
Rompían el silencio de la selva anochecida, las notas simples de los pasillos:
Cuando tú te hayas ido…
O, si no:
Yo te quise, Isabel, con toda mi pasión…
Lo corriente era que la guitarra tomara su propio camino, y que la voz del cantador se trepara adonde
podía, como mono en árbol. De cualquier manera,
el baile se hacía, alentado por las repetidas libaciones de mallorca.
—Era trago, pues, anima.
—Ahá.
En breve, Juliana y la Tigra se dejaban convencer a
tanto ruego, y tocaban y cantaban.
Pero, lo más que hacían era bailar.
Bailaban… zangoloteábase la casa enorme. Trinaban sus cuerdas y sus vigas. Quejábanse sus tablones de laurel. Sus calces profundos de palo incorruptible, esforzábanse por mantener la firmeza del
conjunto.
—Este armazón se mueve, ¿no?
—De vera.
—Será que baila, también, como nosotros.
—Así ha de ser pues.
Las tres hermanas hacían las atenciones en la sala.
Las tres se entregaban al movimiento melodioso y
pausado del valse o al agitado sacudir del pasillo, o
a las ráfagas lúbricas de la jota, en los brazos de los
gendarmes. Las tres bebían el destilado quemante
que cocinaba las gargantas. Pero, Juliana y la Tigra
escamoteaban servidas a Sara, cuidando que no tomara demasiado. Vigilaban sus menores actos.
Controlaban sus gestos más mínimos.
—Vos eres medio enfermiza, Sara. ¡No vaya hacerte daño!
Cuando advertían que, a pesar de todo, Sara se había embriagado o estaba en trance de embriagarse,
acudían a ella. A empellones la conducían a su
cuarto, la desnudaban y la metían en la cama,
echando luego candado a la puerta y escondiendo
la llave. Lo propio hacían cuando notaban que en
los huéspedes el alcohol comenzaba a causar sus
efectos, por mucho que Sara estuviera aún en sus
cabales.
Por supuesto, la muchacha, no dejaba gustosa la diversión. Negábase a salir de la sala, y sólo a viva
fuerza conseguían sus hermanas sacarla de ahí. ya
en su alcoba, se la oía sollozar.
LITERATURA DEL ECUADOR
Los huéspedes la defendían según sus aficiones:
con interés o por elemental cortesía.
—¿Y por qué, pues, se va la niña Sarita?
La Tigra hablaba, entonces:
—Es maliada, ¿sabe? No le conviene esto.
—¡Ah!…
Miraba a los soldados con ojos relampagueantes; se
ponía en jarras, con lo que sus senos robustos emergían soberbiamente, esculpiéndose en la tela de la
blusa, como un par de boyas en la pleamar; contoneaba las redondas caderas en una actitud promisora y lasciva; y decía, con voz sorda, baja, hueca, de
hembra placentera:
—Aquí estamos nosotras: Juliana y yo… ¿Pa qué
más? ¿No es cierto?
Los hombres subrayaban la afirmación con los ojos
desenfrenados.
—Ahá.
Era cuando la orgía llegaba a su máximum.
Juliana y la Tigra escogían sus compañeros.
—Bailamos ¿ah?
Y en la mitad de la danza apretaban a la pareja contra los pechos enhiestos:
—¿Vamos negro?
Desaparecían las dos a un tiempo, o una después
de otra, seguidas del elegido; y volvían luego con
los rostros empalidecidos, castigados de fatiga amorosa, a continuar la fiesta.
Solía ocurrir que no volvieran en toda la noche; y,
entonces, los desdeñados se consolaban bebiendo
hasta dormirse.
Alguna vez, cuando los gendarmes eran novatos —
”altas”, les decía—, y no conocían las costumbres
de la casa, ni la fama de la niña Pancha, provocaba
riñas y alborotos por la preferencia.
Si el jefe del piquete no metía orden, la Tigra se encargaba de ello. Contábase que más de una ocasión
la sangre policía, que ella hizo verter, mojó las tablas de la sala. Pero, la verdad es que se referían
tantas cosas…
Mas, quien realmente daba la nota trágica en estas
escenas, era la menor de las Miranda.
Cuando desde su encierro Sara comprendía que sus
201
hermanas conducían a sus alcobas al amante transitorio, lloraba a gritos.
—¿Y yo? ¿Y yo?
Era terrible.
Se revolcaba en su lecho de obligada virgen, como
una envenenada; se tiraba sobre el piso; golpeaba
las paredes y pretendía traer abajo la puerta.
—¡Yo también! ¿Por qué no me dejan a mi también?
Luego, insultaba a sus hermanas, endilgándoles los
más asquerosos y repugnantes adjetivos, hasta que,
extenuada, agotada, vacía, caía como una muerta,
rendida de sueño profundo.
A la niña Juliana la conmovía un tanto la angustia
de la ñañita. A la Tigra, no.
Decíales aquélla:
—Acuérdate de vos, Pancha, con Ternerote…
—Me acuerdo, ¿qué crees? ¡Pero, esa no! Tú sabes
por qué; tú ya sabes…
Y si alguno de los visitantes inquiría sobre lo que le
acontecía a Sara, la Tigra respondía serenamente:
—Mi ñaña es medio loca, ¿ve? Loca de la cabeza…
Asentiría el preguntón:
—Ahá… Histérica…
La Tigra ignoraba la palabreja. Se le alcanzaba un
poco que era algo así como romántica.
Mascullaba el vocablo:
—Romántica…
Y por asociación de ideas se le venía a la mente el
recuerdo del hombre del clarinete…
—Del clarinete que está en la sala, —murmuraba
para sí, como si ella misma se diera una explicación.
Un telegrama
“De Balzar, 26 de enero de 1935. —Intendente. _
Guayaquil. — Este momento, siete noche, salgo dirección hacienda “Tres Hermanas”, con piquete
diez gendarmes montados, cumplir orden Ud. —
Ref. suyo ayer. — (fdo) Comisario Nacional”.
Intermezzo musicale: solo de clarinete
El hombre repentino. el hombre inesperado.
Era una historia fresca. Fresca como la carne de la
202
GALO RENÉ PÉREZ
badea matrona. Así de fresca. Y sabrosa. Sabrosa
como la carne del mamey Cartagena. Así de sabrosa.
Al evocarla la Tigra sonreía para sí —¡ah, sólo para
sí!—, con una dulzura escondida, como una madre
que le sonreía al hijo de que está preñada, al hijo
nonato.
¡Y era tan breve esa historia!
Cierta tarde llegó a la hacienda un mocetón serrano. Era rubio y hermoso.
—Era como un gringo, no más; ¿verdá, ñaña Juiana?
El mozo no llevaba otra impedimenta que un clarinete roñoso, ese que ahora guardaba la Tigra. Iba
para las tierras cordilleranas.
Se alojó en la casa. Comió con las hermanas. Después, acompañado de la Tigra, bajó a la orilla del
río.
—¿Quiere oir tocar este instrumento, señorita?
Mostraba su clarinete imprescindible.
—Ahá.
A la mujer le pareció una música de hechicería la
que brotaba del clarinete.
Palmoteaba como una chicuela:
—¡Qué lindo! ¡Qué lindo!
Después se puso melancólica, como no lo había estado nunca. El odio a los serranos se fue del corazón de la Tigra. ¡Ah, este mozo adorable! ¡Cómo lo
amaría ella! Hubiera querido besarlo, morderlo; ser
suya en ese instante y para siempre, ahí, ahí mismo,
sobre las piedras humedecidas; entregársele toda…
Pero, él nada decía. Estaba remoto. Estaba en su
música.
Cesó de tocar.
—Estoy cansado. Mañana me iré, de mañanita. Desearía dormir…
—¿Por qué no se queda? —alcanzó a balbucear la
niña Pancha.
—¡Ah, no; no! Tengo que irme. Tengo que irme…
La Tigra no se atrevió a insistir.
—Reposaré unas horas, hasta la madrugada.
Esa noche no cerró los ojos la niña Pancha. La proximidad de aquel hombre la inquietaba. Sabía que
estaba tendido en la hamaca de la sala, tan cerca,
tan cerca que lo oía respirar; ¡y ella, ahí, propicia!
A la luz del brasero de velones que no apagó, la niña Pancha contemplaba su cuerpo desnudo.
—Si me viera así…
¿Osaría llamarlo? No. A otro se le habría brindado;
a él, no. ¡Jamás!… Pero, si él la deseara… ¡Cómo
sería suya! De qué suerte única, como no había sido de nadie!
Cuando el alba inundó de luz amarillenta su alcoba, la niña Pancha abandonó el lecho insomne.
Fue al hombre dormido.
—¡Señor! ¡Señor!
Despierto ya, le preparó ella el desayuno. La criada, no. Ella misma. Ella quería servirlo.
—¿Se va, siempre?
—Sí. ¡Y tan agradecido. El sostenía en sus manos el
clarinete. Miraba a la mujer con una vaga tristeza
en los ojos celestes.
—Yo le dejaré un encargo, señorita. Un encargo, no
más. Guárdeme este instrumento. Me descubrirían
por él, ¿sabe? Pero, no quiero perderlo. Volveré por
él.
—¿Volverá?
—Sí; cuando se acabe este invierno, vendré; y si no
vengo en esa época, será que no vendré ya nunca.
Entonces, este clarinete será suyo.
Le oprimió la mano, y se fue.
Y pasó el invierno. Y llegó el verano, dorado a fuego de sol. Y otra vez empezaron a caer las lluvias
sobre los campos resecos.
Pero, el hombre no regresó.
En el corazón de la Tigra, el odio a los serranos fue
de nuevo instalándose.
El clarinete se inmovilizó en una mesa de la sala.
Estaba más roñoso. más feo. Cualquiera figuraríase
que había envejecido de abandono, muchos años
en cada uno.
La Tigra lo contemplaba con un sentimiento extraño: como con una burla triste.
Cada mañana, al hacer la limpieza de los muebles,
el pobre instrumento proporcionaba a su guardado-
LITERATURA DEL ECUADOR
ra un momento de emoción antigua, como un pedazo de pan romántico.
Y ésta es la historia del clarinete.
La marea ha de estar subiendo en el río, en este instante, porque —como cuando refluyen las basuras— vienen a la memoria cosas pasadas.
“Tú ya sabes por qué, Juliana; tú ya lo sabes”.
En verdad, Juliana conocía la causa tremenda en
fuerza de la cual Sara tenía que conservarse virgen
por siempre: fuente sellada; capullo apretado; fruto
caído del árbol antes de la madurez, que habría de
podrirse encerrando sin futuro la semilla malhecha.
El negro Masa Blanca había andado por la hacienda años atrás.
—¿No hay argún enjuermo que melecinar? Aquí está en mi modesta persona un médico vegetal.
El negro Masa Blanca era un curandero afamado.
Le rodeaba cierto ambiente misterioso. Se ignoraba
dónde vivía. Según unos habitaba en los terrenos de
“Pampaló”, el latifundii de los Hernández da Fonseca. Según otros carecía de residencia fija. Lo cierto es que se topaba con él en los sitios más distantes e inesperados.
—Ha de volar de noche en argún palo encantao…
—Es brujo malo. Tiene trato con er Colorao…
El Colorao era el diablo.
—Camina en l;agua sin mojarse los pieses…
—Y cambia de cuero como er camalión…
Masa blanca, sabedor de estos rumores de las gentes montuvias, colocaba su frase indispensable:
—Yo soy médico de curar. Puedo dañar, claro; pero, no daño. Así es.
Masa blanca se calificaba también de adivino:
—Con más cábulas, veo lo que va pasar, como si ya
haiga pasao mesmo.
Las Miranda consultaron con Masa Blanca sus dolencias.
—Yo, pues, tengo un lobanillo adebajo der pescuezo, —dijo Juliana—. ¿Qué hago pa quitármelo?
Masa blanca le aconsejó:
—Frótese er chibolo o lo que sea con saliva en ayuna; y, al acostarse, con unto sin sar, serenao. ¡La
mano’e Dió!…
203
—Ahá.
Sara era por entonces una muchachita traviesa, y
nada tenía que consultar. Pero, la Tigra, si. La Tigra
le confió sus ardores. Y Masa Blanca se hizo relatar
el rojo cronicón de las hermanas Miranda.
Cuando su curiosidad de vejete estuvo satisfecha,
pensó en el negocio.
—D’esta casa está apoderao er Compadre.
El Compadre era, también, el demonio.
—Y hay que sacarlo, pué.
—¿Cómo, ño Masa?
—Verán… Pero, mi precio es una vaca rejera… con
er chimbote, claro…
Las Miranda convinieron en el honorario.
Masa Blanca celebró entonces lo que él llamaba “la
misa mala”… En un cuarto vacío de la casa, acomodó un altarzuelo con cajas de kerosene que aforró de zarza negra; puso sobre el ara una calavera,
posiblemente distribuyó sin orden trece velas en la
estancia; y a media noche, inició la ceremonia. Daba manotones en el aire. Barría con los pies descalzos las esquinas de la pieza; en fin, se movía como
un verdadero poseído.
A la postre, hizo como si apresara un cuerpo.
—¡Ya lo tengo garrao! —vociferaba.
Accionó lo mismo que si arrojara por una ventana
ese cuerpo imaginario al espacio.
—Ya se jué —musitó, cansado.
La Tigra y Juliana habían presenciado la escena ridícula y macabra, que a ellas le pareció terriblemente hermosa. Preguntó la Tigra:
—¿No s’apoderará otra vez de la casa el Compadre?
Masa Blanca vaciló al responder:
— Puede de que no, si hacen lo que yo digo…
Otro negocio. Cerrado el asunto, el hechicero habló pausadamente. Era visible que le costaba dificultad inventar “la contra”; pero, las Miranda no se
percataron de ello.
—¿Cómo?
—¿Cómo?
Estaban ansiosas.
204
GALO RENÉ PÉREZ
—Ustede, pué, perdonando la espresión, han pecao
mucho po’abajo; y er Compadre la’sigue como la
hormiga a la cañafistola… Si se les priende, no las
aflojará…
Vaciló:
—¿Ustede tienen una hermana doncella, no?
—Sí.
—Sí
—Ahá… bueno; mientras naiden la toque y ella viva en junta de ustede, se sarvarán… De no, s’irán a
los profundo…
—¡Ah!…
Fue esa la condenación a perpetua virginidad para
Sara Miranda. La falta de imaginación de Masa
Blanca, a quien no se le pudo ocurrir otra cosa, cayó sobre el destino de la muchacha. Era una sentencia definitiva a doncellez.
Por supuesto, las dos Miranda mayores se guardaron el secreto.
—Ta enferma la ñaña.
—Es locona bastante.
—Si conociera marido se fregaría pa nunca más.
—Un doctor lo dijo.
—Ahá.
Por eso cuando Clemente Suárez Caseros, que pasó en tránsito a Manabí y hubo de hosperdar Al por
ocho días en la casa-de-tejas, esperando cabalgaduras, se enamoró de Sara y la pidió en matrimonio, la Tigra se opuso:
—No puede ser, don Caseros, vea. Mi ñaña está tocadita. No puede ser.
Y lo invitó a marcharse.
—Pa cualquier lao y en lo que sea, don Caseros…
Pero, usté se va… No me venga a tolondrar a la loquita…
Después, como Sara se dejó sorprender en preparativos de fuga, sus hermanas la encerraron bajo llave.
La cuestión era esa.
A vida o muerte.
Y otro telegrama
“De Balzar, enero 28 de 1935.— Intendente.—
Guayaquil.— Regresamos este momento comisión
ordenada su autoridad. Peonada armada hacienda
“Tres Hermanas” ataconos balazos desde casa fundo. Señor comisario, herido pulmón izquierdo, sigue viaje por lancha ‘Bienvenida’. Un gendarme y
tres caballos resultaron muertos. Ruégole gestionar
baja dichas acémilas en libro estado respectivo. Espero instrucciones. Atento subalterno. — (Fdo.) Jefe
Piquete Rural”.
Del gendarme no se solicitaba baja alguna en ningún libro. ¿Para que? Antes bien, se le había dado
de alta en el registro cantonal de defunciones.
La marea estará, ahora, repuntando en el río…
José de la Cuadra, “La Tigra” de Horno.
Fuente: José de la Cuadra, Obras completas. Quito, Casa
de la Cultura Ecuatoriana, 1958, pp. 415-447.
Jorge Icaza (1906-1978)
Nació en Quito. Vivió su infancia en
una enorme propiedad rural, conociendo así,
por observación directa, la aflictiva realidad
de los indios, las características de su condición espiritual, sus costumbres. Aprobó en
Quito los estudios escolares y parte de la instrucción media bajo la dirección de los frailes. Ingresó en la Facultad de Medicina, pero
la abandonó poco después. Siguió entonces
cursos de Arte Dramático, en el Conservatorio
Nacional. La consecuencia inmediata de ello
fue su profesión de actor, que la inició en
1928, y que estimuló sus primeras creaciones
literarias. En efecto, lo que primero escribió
estuvo destinado al teatro: “El intruso” (1928);
“La comedia sin nombre” (1929); “Por el viejo” (1929); “Cuál es” (1931); “Como ellos
quieren” (1931); “Sin sentido” (1932). La
Compañía Dramática Nacional, a la que Icaza perteneció, puso en escena todos esos trabajos, cuyos temas habían sido tomados de
conflictos íntimos de familia, o de prejuicios
sociales. La experiencia personal de su autor,
que llegó a conocer las exigencias del arte
LITERATURA DEL ECUADOR
teatral, le fue de positiva utilidad en el dominio de la acción y en la desenvoltura de los
diálogos.
Aunque no dejó de un modo definitivo
la creación dramática (pues que escribió “Flagelo” en 1936), después de adquirir una práctica muy conveniente en dicho género decidió probar su talento en la narración. Había
conseguido ya penetrar en el complicado
mundo interior del hombre; había adquirido
destreza en la movilidad de los hechos y en la
vividez de la conversación y el monólogo de
los personajes; había aprendido a amar la
descarnada estructura del teatro: contaba
pues con los elementos con los que fue armando sus cuentos y novelas. Pero el campo
de su inspiración pasó a ser preponderantemente otro: el de los sufrimientos del indio y
el cholo o mestizo en una sociedad corroída
por el mal centenario de la discriminación racial, la desigualdad económica, las quiebras
de la justicia y el sospechoso efecto de las leyes. Sus nuevos libros fueron: “Barro de la sierra” (cuentos, 1933); “Huasipungo” (primer
premio de la novela de Hispanoamérica en
un concurso de la “Revista Americana” de
Buenos Aires, 1934); “En las calles” (premio
nacional de la novela del Ecuador, 1936);
“Cholos” (novela, 1938); “Media vida deslumbrados” (novela, 1942); “Huairapamushcas” (novela, 1948); “Seis relatos” (cuentos,
1952); “El chulla Romero y Flores” (novela,
1958). Se publicó finalmente, en Buenos Aires, su novela postrera: “Atrapados”.
Icaza fue pues un escritor dedicado casi exclusivamente a su profesión literaria. Ha
viajado por muchos países. Ha ejercido las
funciones de Agregado Cultural ecuatoriano
en la Argentina. Ha representado a su país en
varios congresos intelectuales. Ha sido Director de la Biblioteca Nacional. Pero todo ello
no ha tenido para él la significación que su la-
205
bor de novelista, que es justamente la que le
ha conquistado celebridad internacional.
En la enunciada producción narrativa
de Jorge Icaza se muestran muy evidentes sus
objetivos de crítica social. Son ellos los que
establecen la unidad de sus ideas combativas,
y los que dictan el estilo de su relato y la persistencia de ciertos cuadros episódicos. La reiteración de éstos, disimulada por el cambio
de tal o cual matiz, por la variación de circunstancias más bien externas, quizás mueva
a sospechar que el autor ha limitado defectuosamente su capacidad de observación. O
su vuelo imaginativo. Y que hay un martilleo
demasiado mecánico sobre los mismos asuntos. Pero no sería justa esa suerte de apreciación. El novelista ecuatoriano ha asumido una
posición firme. Ha advertido con perspicacia
los males del país y la trágica fuente de que
proceden. Sabe cuáles son los adversarios a
los que ha de enfrentarse en su lucha literaria,
de escritor comprometido. Tales adversarios
no han desaparecido aún de la escena pública. Siguen manejando la vida ecuatoriana
desde los principales apostaderos políticos.
Las causas que reclamaron el servicio de sus
facultades intelectuales se resisten de ese modo a declinar, y mantienen su antigua exigencia sobre el novelista. Por eso él ha juzgado
necesario que la realidad propia, y no ninguna inquietud adventicia, surta el argumento
de sus ficciones. A un cambio en la estructura social y económica del Ecuador —que no
lo ha habido de veras— correspondería una
nueva modalidad de la literatura narrativa,
que obligaría a Jorge Icaza a estudiar la necesidad de otra actitud. Pero hay males que sí
duran más de cien años, y aquel novelista no
puede sino trabajar bajo el gravamen de ellos.
Descontadas muy pocas de sus producciones, las páginas de Icaza toman al indio ecuatoriano como tema cardinal o como
206
GALO RENÉ PÉREZ
uno de los puntos de sustentación del argumento. Las novelas y los cuentos en que ha
escogido el escenario rural, que son los más,
presentan a la clase indígena como el centro
del que se despliega la amplia corola de los
cuadros descriptivos, caracteres y acciones.
Las demás obras —las del ámbito urbano—
anima en cambio al personaje mestizo, al
cholo. Pero en su espíritu, atormentado de
conflictos raciales, sigue pesando poderosamente el ancestro aborigen. Clarísimo testimonio de ello es el “Chulla Romero y Flores”,
protagonista de la principal novela de Icaza.
Y aun en este tipo de sus trabajos es corriente
encontrar más de un episodio en que se mueven los indios rumiando su tragedia.
Ahora bien, la intención política del
narrador tiene un brío incontenible. Del retrato fidedigno da un salto brusco a la caricatura. Del análisis severo pasa resueltamente a la
sátira. Avanza así a un punto peligroso: el de
la deformación que impone el afán de extremar los rasgos. Es honesto decir que en el
contenido de las novelas de Icaza hay más de
una exageración. Pero tal proclividad parece
justificable. Aun más: hábil y necesaria. Por
eso se la descubre en muchos autores del mismo carácter. Cuando un novelista carga las
tintas sombrías en la figura de un explotador
cualquiera, cuando apela a los trazos caricaturescos, cuando se empeña en convertirle en
un ser extremadamente repulsivo, sabe que
dicho contorno es el adecuado para simbolizar más fuertemente a una clase. Icaza lo
prueba cuando presenta en sus obras a la trilogía siniestra que esclaviza a los indios del
campo: el patrón, el “teniente político” (o autoridad administrativa) y el cura del pueblo.
Esa trilogía ha sido ya advertida por los críticos. Pero, si se examina bien, hay un enemigo más de aquellos infortunados parias: el
mayordomo, ser generalmente híbrido, mestizo mal cuajado, que ahoga la porción india
de su naturaleza para solidarizarse con el explotador blanco, y para cumplir el papel del
verdugo que ejecuta dócilmente sus caprichos sádicos.
Es además interesante notar el parecido estrecho, de tema, de propósitos sociales,
de elementos narrativos, que hay entre los
cuentos y las novelas de este autor. Cada uno
de sus cuentos es como una novela en pequeño. concentra en sus dimensiones breves casi
todas las características que se desenvuelven
con ambiciosa amplitud en la creación novelesca. De ese modo el protagonista infortunado del cuento “Exodo” —el indio Segundo
Antonio Quishpe—, a través de los vejámenes
y desengaños que va sufriendo en su desesperado itinerario de la sierra a la costa, es como
cualquiera de las criaturas que aparecen en
las novelas indígenas de Icaza. Así también
los conflictos anímicos de la mezcla racial del
mestizo ecuatoriano se descubren por igual
en los cuentos “Cachorros” y “Mama Pacha”
y en las novelas “Cholos” y “El Chulla Romero y Flores”. Hay problemas colectivos, como
el de la privación del agua a los campesinos,
que tienen caracteres semejantes en el cuento “Sed” y en la novela “En las calles”. Y la
confabulación de los explotadores contra el
indio exhibe líneas más o menos invariables
en los dos tipos de narración que componen
la extensa literatura de Icaza.
Aceptada la preponderancia de la actitud batalladora en todas sus obras, y particularmente en “Huasipungo”, que es la novela a
la que más se ha venido refiriendo la crítica,
conviene observar de cerca, a la luz de la estética, lo que es esta creación, tan difundida
por el mundo entero a través de múltiples traducciones.
Conocemos que las más de las narraciones hispanoamericanas han buscado el
alarde artístico, la gracia de lo poético. Casi
todas han dado con ello, y en grado admira-
LITERATURA DEL ECUADOR
ble. Sobre todo, a partir del modernismo.
Buen legado de primores de la frase dejó éste, en su raudo paso de meteoro, a las promociones literarias posteriores. Pero esa impresión general cae derrotada, y se desvanece
casi por completo, cuando se lee la novela
“Huasipungo”. Y se recuerda entonces a Ortega y Gasset, que hablaba de los estilos sin estilo. El ensayista español juzgaba tras esa consideración el ropaje idiomático, o sea la revelación corpórea y visible de nuestra intimidad
sentimental o ideativa. Se refería a la falta de
preocupación en el arreglo de lo puramente
formal o externo de algunas creaciones de la
literatura.
En “Huasipungo” hay algo de aquello.
Falta el soplo de lirismo de las demás novelas
de nuestro continente. Y tal ausencia ha determinado opiniones críticas quizás apresuradas
e injustas. Como la del brillante escritor argentino Enrique Anderson Imbert, para quien
la aludida obra de Jorge Icaza no tiene más
valor que el de ser un documento de cierta
realidad social. Un juicio de esa naturaleza
implica el desconocimiento de virtudes fundamentales de “Huasipungo”, alcanzadas con
una conciencia firme y original de novelista.
Icaza ha sentido repulsión hacia el lirismo tradicional, hacia las formas usuales del arrebato poético en la composición novelesca. Y ha
ensayado nuevos procedimientos, que no
amenguan la calidad literaria de su obra. Al
contrario, la enriquecen de originalidad, de
fuerza, de vida.
Que no hay la impotencia de dar con
los ingredientes de la estética lograda por los
otros novelistas hispanoamericanos, sino deliberado desdén de ella, lo prueban algunas de
las descripciones de “Huasipungo”. El autor
rehuye las sugestiones del estilo. La tentación
graciosa de los vocablos. Cuando el acento lírico quiere manifestarse en alguno de sus cuadros, él lo debela sin vacilaciones. Lo anula
207
con alguna brusca alusión prosaica, dolorosamente apoética. Un ejemplo: “El páramo, con
su flagelo persistente de viento y agua, con su
soledad que acobarda y oprime, impuso silencio. Un silencio de aliento de neblina en
los labios, en la nariz. Un silencio que se trizaba levemente bajo los cascos de las bestias,
bajo los pies deformes de los indios —talones
partidos, plantas callosas, dedos hinchados”.
Las descripciones no abundan en la
obra. Icaza quiere que los personajes de su
narración no se hallen estorbados en su movimiento natural. Ni en la expresión de sus diálogos y monólogos. De manera que más bien
éstos crean el ambiente con un carácter dinámico, como se demostrará después. Y aquellas infrecuentes descripciones buscan con
certeza el rasgo primordial, la nota sustantivamente definidora. Así, la de la pequeñez y
chatedad, la del encogimiento, en la imagen
del pueblo serrano de Tomachi: “El invierno,
los vientos del páramo de las laderas cercanas, la miseria y la indolencia de las gentes, la
sombra de las altas cumbres que acorralan,
han hecho de aquel lugar un nido de lodo, de
basura, de tristeza, de actitud acurrucada y
defensiva. Se acurrucan las chozas a lo largo
de la única vía fangosa; se acurrucan los pequeños a la puerta de las viviendas a jugar
con el barro podrido o a masticar el calofrío
de un viejo paludismo; se acurrucan las mujeres junto al fogón, tarde y mañana…; se
acurrucan los hombres, de seis a seis, sobre el
trabajo de la chacra…; se acurruca el murmullo del agua de la acequia tatuada a lo largo
de la calle…”.
En otras ocasiones la descripción de
Icaza encierra la clave de un enjuiciamiento
social más profundo y trascendente. Tal se observa en sus insistentes imágenes del desaseo.
Porque la suciedad es el signo de la miseria,
de la incuria, de la ignorancia y la falta de
educación en que viven las mayorías rurales
208
GALO RENÉ PÉREZ
hispanoamericanas. Pero hay algo más entre
los atributos descriptivos de “Huasipungo”: es
la rima fiel entre la realidad ambiente y la experiencia interior del personaje. En ello se
descubre no un simple recurso literario, sino
una aguda perspicacia para entrar en la maraña subjetiva del hombre y para sentir en su
verdadera proyección la fuerza telúrica o del
medio natural. El indio, que es el protagonista de “Huasipungo”, tiene el alma clausurada
y sombría. Su choza es otro mundo cerrado y
oscuro. Lo es también el paisaje, que se aparece como un cascarón geográfico, amagado
frecuentemente de nubes grises y pesadas. Todo da la impresión de estar circuyendo, oprimiendo, agobiando inexorablemente al indio.
El cuadro es abrumador, y se exaspera aun
más cuando a la hostilidad del ambiente se
suma la hostilidad del ser humano que vigila
el trabajo del infeliz paria de los campos:
“¿Qué podía salvarle? Arriba, el cielo pardo,
pesado e indiferente. Abajo, el lodo gredoso,
sembrándole más y más en la tierra. Agobiados como bestias los leñadores en su torno. Al
fondo, el húmedo olor del chaparral traicionero. Y encadenándolo todo el ojo del capataz— ¡Oooh!”
Hay una especie de superposición de
sufrimientos y de sombras en el destino del indio. Esa fatalidad asciende hasta el plano de
lo metafísico. Porque al indio se le pasman la
alegría y la esperanza, y finalmente la fe. Su
más allá se le representa no como un mundo
de promesas y de alivio, sino de renovadas
amenazas y castigos.
La repulsión que siente Jorge Icaza por
los remilgos del estilo le conduce también a
despreciar las vaguedades y los escrúpulos
del eufemismo en las descripciones. En sus
cuadros eróticos se descubre así el desenfado
propio del naturalismo. Y en sus escenas de
explotación y dolor queda la huella sangrante
que produce el vigor de la garra; se siente la
vibración de lo patético, de lo inenarrable, de
lo que parece imposible, a pesar de su rotunda verosimilitud. Buenos ejemplos son los de
las llagas agusanadas del indio y su bárbara
curación; del hundimiento paulatino e inevitable del peón en medio del pantano; del desfile sigiloso, entre la noche callada, de los trabajadores de la hacienda que van a desenterrar los despojos letales de la res despeñada;
de los rudos castigos corporales que aquéllos
soportan, y de la masacre de que son víctimas
entre las detonaciones de la fusilería militar y
la “carcajada sarcástica” de la bandera ecuatoriana. Pero entre las características literarias
de “Huasipungo”, y dentro de esta misma órbita de lo descriptivo, hay una que resulta
nueva y singular en la narración hispanoamericana: es el empleo de la conversación colectiva, de las exclamaciones pueblerinas que
por sí solas, lanzadas como saetas vivas, alegres, crean todo un cuadro de dinamismo y
color, como se puede apreciar en la reproducción de la feria del lugar y de la pelea de gallos. Conviene recordar que la segunda es una
diversión pueblerina que ha sido tema de hermosas páginas en las novelas más conocidas
de este continente. Se la encuentra en “Don
Segundo Sombra”. Y en “La Vorágine”. Y en
“Los de abajo”. Y en “Doña Bárbara”. Cada
uno de sus autores ha ejercitado un apreciable lirismo en la recreación de la riña sangrienta. Al punto que se podrá hacer una interesante antología con sólo esos capítulos. En
“Huasipungo” se ofrece el episodio con trazos propios, que coinciden con la técnica y el
estilo del resto de la obra. Todo —características de los gallos contendores, frenesí de las
apuestas, alusiones admirativas e irónicas, incidentes de la riña y desenlace de ésta— se
muestra vivo y palpitante a través de las expresiones de los espectadores, que se cruzan
en el aire espontáneamente, pero llevando la
secreta intención descriptiva del autor.
LITERATURA DEL ECUADOR
La certeza de las frases de los personajes se deja ver también en los diálogos y los
monólogos. No tienen éstos la solemnidad de
lo literario. Fluyen en la atmósfera de la rutina. Con sencillez. Y casi siempre con propiedad. El habla paupérrima, entrecortada y deformadora de las voces castellanas que usa el
indio, y que el novelista toma como un elemento más de ambientación de su obra, se
mantiene a lo largo de los capítulos sin sufrir
adulteraciones que conspirarían contra la verosimilitud. Ese es el lenguaje del héroe central: el indio Andrés Chiliquinga. Proceder de
otro modo hubiera sido abultar falsamente la
personalidad de éste.
Y parece que los monólogos son los
que de modo principal buscan ser fieles a la
verdad íntima. Como si efectivamente estuvieran brotando de los adentros de cada personaje. Obsérvese, para comprobarlo, el contraste entre las ruindades que van rumiando
los patrones en su viaje por el páramo, sobre
los lomos de los indios, y el obsesivo y triste
pensamiento que ocupa la mente de éstos:
que “todo en el huasipungo permanezca sin
lamentar calamidades”. De igual manera convendrá que se advierta que el indio en su monólogo se trata a sí mismo con rudeza, ásperamente, siguiendo el tono despótico con que
le hablan sus amos. Por eso Andrés Chiliquinga se dice en una de sus huídas: “Despacito…
despacito, runa bruto”. Finalmente será bueno que se observe que con aquella técnica
monologada se ha logrado en “Huasipungo”
una auténtica elegía india: la de las lamentaciones de Andrés por la muerte de la Cunshi,
su mujer. Ahí está el desgarrador lenguaje del
propio indio expresando su dolor. Cual lo reclamara el ensayista Mariátegui.
Pero estas consideraciones de orden literario —necesarias para que se estimen los
aciertos de la novela de Jorge Icaza— faltarían
209
al rigor crítico si no contuvieran también un
reparo indispensable. En “Huasipungo”, quizás por ser de las primeras producciones de
aquel narrador, se encuentran vacilaciones en
el buen dominio del idioma: excesiva simplicidad de frase, con abuso de las preposiciones con y sin, mal uso de ciertos modos del
verbo, exagerada repetición de los paréntesis
en la enumeración de características con que
se describe la realidad.
En lo que concierne a la autenticidad
del ambiente en que se desarrolla el argumento de “Huasipungo”, hay un elemento más,
que afianza y robustece su fuerza original: es
el de la tierra. El poderoso factor telúrico. La
novela de Jorge Icaza pertenece al páramo, de
modo fiel y radical. Mientras en las narraciones de la pampa —”Don Segundo Sombra”,
por ejemplo— tiene un interés destacado el
caballo, aquí lo tiene la mula, apta para el difícil sendero de las breñas. Allá, en el territorio pampeano, está el gaucho con su sabiduría de baquiano, con su maravillosa capacidad de orientación. Acá en el páramo está el
indio con su certero instinto en las plantas de
los pies, que palpan cuidadosamente la superficie engañosa del suelo para no hundirse
en el pantano. Y mientras en las narraciones
del trópico y de las selvas adquieren dimensiones de crueldad y personificación trágica
los ríos o la maraña, las fiebres o los reptiles,
en esta novela del latifundio de la sierra tiene
el látigo una vida y una expresividad impresionantes. La atmósfera doliente de “Huasipungo” no hubiera estado completa sin el látigo. Sin el instrumento de sevicia de patrones
y capataces. Sin esa víbora que se anima en
las manos brutales para hacer sangrar el pellejo del indio. El látigo levanta al miserable trabajador de sus fatigas y enfermedades, o lo
deja desmadejado para siempre sobre el duro
rostro de la tierra. El látigo aparece en “Hua-
210
GALO RENÉ PÉREZ
sipungo” hasta con cierta categoría histórica,
porque se alude a él como instrumento de
progreso de la tiranía de García Moreno.
Advertidas las características de técnica y los elementos que entran en la composición novelesca de esta obra de Jorge Icaza, no
será difícil comprender la condición netamente humana de sus personajes. La crítica
debía haberlo mirado así. Las reacciones del
alma indígena no se han falseado, ni tampoco
los trazos de su existencia sombría. El indio es
una pobre bestia acorralada por las exigencias y los intereses de toda clase de gentes. Tal
como lo describió Montalvo hace cien años.
No disfruta de sus días. No conoce la esperanza. No vive. Se desvive al servicio de sus
amos. Icaza ha logrado vencer las esquivez
de las almas indígenas, penetrar en la enigmática y dolorosa profundidad de ellas. Por eso
su Andrés Chiliquinga no es un héroe como el
de cualquier otra novela, sino un pobre ser
humano ultrajado, cohibido, disputado por el
amor y la venganza, por la superstición y la
fe, por el valor y el miedo, por la fortaleza física y la postración, por la honradez y el robo, por el ímpetu de rebeldía y las hesitaciones angustiosas del que se siente incapaz de
conducir a los suyos. El protagonista de “Huasipungo” encarna bien los conflictos y tormentos de una raza multitudinaria, desatendida hasta hoy en ciertos países indios de nuestra América.
Otra novela que ayuda a valorar las intenciones vindicativas y las virtudes creadoras
de este autor es la titulada “En las calles”. Icaza ha escogido para ella un viejo problema
ecuatoriano, rebelde como una sarna: el de la
influencia omnilateral e irresistible de dos o
tres familias en el desmedrado destino del
país. Familias que poseen inmensas porciones
de tierra y que hacen uso de las vidas de los
indios como en los tiempos de la Colonia;
que establecen lonjas y centros fabriles en la
ciudad, y que como remate de su incontrolado enriquecimiento fundan un partido político y escalan al poder: tal es el asunto del que
arrancan los episodios de esta narración. Luis
Antonio Urrestas —uno de los personajes—
encarna al oligarca serrano que provoca la
marchitez de un pueblo (sus hambres, sus enfermedades, sus angustias, sus éxodos desventurados hacia la montaña o la urbe), pues que
ha privado del agua a una multitud de labriegos y artesanos del campo. Dos de los trabajadores que han pretendido encauzar el descontento pueblerino esquivan la persecución
policial desatada por el influyente propietario,
y corren un destino trágico. En efecto, Manuel
Játiva y Ramón Landeta huyen a la capital y se
creen por fin libres del poder de Urrestas, pero tienen que volver a servirle por la fuerza
inexorable de su posición oligárquica, y hasta
llegan a entregarle sus vidas en una de las
conmociones políticas y sociales que aquél
produce a través de su codicia y su ambición
de mando.
El relato tiene unidad. Es ágil, dinámico. Muestra un indiscutible dominio de diálogos y expresiones vernáculas.
La novela más sólida de este autor es
“El Chulla Romero y Flores” (chulla es el
nombre que se da a la persona que tras su
apariencia y actitudes pretende ocultar la humildad de su verdadera condición). Esta obra
trae una nueva virtud, la de carácter formal. El
vocablo comparece con precisión y gracia; la
sintaxis es tan ágil como correcta, y tan correcta como armoniosa. Hay apreciable abundancia de giros y de imágenes eficaces. En suma, un buen dominio sobre el estilo literario.
Además, la técnica de Icaza parece haber mejorado en este trabajo. Hábilmente elude las
truculencias. Así describe con austeridad hechos que suelen reclamar la nota patética, como la fuga, el intento de suicidio y la muerte.
En los capítulos que forman la novela hay co-
LITERATURA DEL ECUADOR
herencias de todo orden, desde la episódica
hasta la de la sostenida inspiración para contar. Pero sobre todo se las advierte en la composición de los caracteres de los personajes,
que van revelando, o completando, su intimidad, sus pasiones y conflictos, paulatinamente, mientras se desenvuelve el ovillo narrativo.
Y la personalidad de cada uno de ellos
corresponde bien a la realidad del pueblo
ecuatoriano, y más concretamente a la de las
gentes de su capital. Luis Alfonso Romero y
Flores y Rosario Santacruz son figuras a quienes se les siente su pulsación, su aliento. Ambas representan el ambiente pobre y baldío
del suburbio quiteño. Ambas son víctimas de
la crueldad de ese medio. Y en las dos se enciende una generosa y heroica necesidad de
ayudarse, de servirse mutuamente en su vano
anhelo de redención económica y social.
La acción principal de la obra es sencilla: el Chulla Romero y Flores, fruto del concubinato de un señor venido a menos y una
india del servicio doméstico, conjunta en su
sangre los conflictos de ese choque racial.
Desde niño percibe en su ser “el diálogo irreconciliable, paradójico” de sus padres, y eso
“le hunde en la desesperación y en la soledad
del proscrito de dos razas inconformes”. Siente, imperiosa, la necesidad de salir un día
vencedor de su pobreza, de su oscuridad familiar, de la esclavitud de su clase. Halla trabajo en una oficina pública, para ejercer de
fiscalizador; y precisamente le ocurre comprobar un desfalco cuantioso, cometido por
don Ramiro Paredes y Nieto, candidato oficial
a la Presidencia de la República. Un ingenuo
afán de cobrar influencia y notoriedad, y acaso también cierto sentido de justa rebeldía, le
llevan a acumular cargos contra aquél, que un
día aparecen publicados en la prensa. La avilantez del mozo despierta la encrespada reacción gubernamental, que trata de aplastarlo
como a quien ha mancillado el prestigio de la
211
patria. Si no sucumbe es solamente por la maña con que escapa a la persecución de los
agentes de seguridad y porque, mientras
afronta todos los riesgos de una fuga dramática, ha cambiado la orientación política del
Gobierno, tan tornadiza entre nosotros. Vapuleado por su desdichada fortuna, y tras la experiencia de que es imposible levantarse con
alguna decencia en el pantano nacional,
vuelve a su hogar misérrimo, despojado ya de
toda ambición. No ha conseguido ser de
aquellos “que conservan el chulla bien puesto e impuesto en su farsa política, en su dignidad administrativa, en su virtud cristiana, en
la arquitectura de su gloria, en la apariencia
de su nobleza”.
Pero lo medular de la novela está en la
descripción espantable de lo que es el Ecuador de las últimas generaciones. Icaza ha desvelado sin recelo ni eufemismo el rostro de la
realidad nacional: la administración pública
convertida en capellanía de contadas familias, que ocupan a su antojo embajadas y ministerios; la corrupción, el asalto al erario, los
mil y mil vicios funestos de la función pública; el juego siniestro de exacciones y escamoteos de la política. Pero, además, ha trazado
una imagen real de la ciudad, cargada de
mendigos, de hambrones, de prostitutas, de
ebrios, de niños sin pan ni alfabeto, de gentes
sin amor ni esperanza.
Páginas finales de Huasipungo
De acuerdo con lo ordenado por los
señores gringos, don Alfonso contrató unos
cuantos chagras forajidos para desalojar a los
indios de los huasipungos de la loma. Grupo
que fue capitaneado por el Tuerto Rodríguez
y por los policías de Jacinto Quintana. Con todas las mañas del abuso y de la sorpresa cayeron aquellos hombres sobre la primera choza —experiencia para las sucesivas—.
—¡Fuera! ¡Tienen que salir inmediatamente de
212
GALO RENÉ PÉREZ
aquí! —ordenó el Tuerto Rodríguez desde la puerta
del primer tugurio dirigiéndose a un longa que en
ese instante molía maíz en una piedra y a dos muchachos que espantaban a las gallinas.
Como era lógico los aludidos, ante lo inusitado de
la orden, permanecieron alelados, sin saber qué decir, qué hacer, qué responder. Sólo el perro —flaco,
pequeño y receloso animal— se atrevió con largo y
lastimero ladrido.
—¿No obedecen la orden del patrón?
—Taiticu… —murmuraron la india y los rapaces
clavados en su sitio.
—¿No?
Como nadie respondió entonces, el cholo tuerto,
dirigiéndose a los policías armados que le acompañaban, dijo en tono de quien solicita prueba:
—A ustedes les consta. Ustedes son testigos. Se declaran en rebeldía.
—Asimismo es, pes.
—Procedan no más. ¡Sáquenles!
—¡Vayan breve, carajo!
—Aquí vamos a empezar los trabajos que ordenan
los señores gringos.
—Taiticuuu.
Del rincón más oscuro de la choza surgió en ese
momento un indio de mediana estatura y ojos inquietos. Con voz de taimada súplica protestó:
—Pur que nus han de sacar, pes? Mi huasipungo es.
Desde tiempu de patrún grande mismu. ¡Mi huasipungo!
Diferentes fueron las respuestas que recibió el indio
del grupo de los cholos que se aprestaban a su trabajo devastador, aun cuando todas coincidían:
—Nosotros no sabemos nada, carajo.
—Salgan… ¡Salgan no más!
¡Fuera!
—En la montaña hay terreno de sobra.
—Esta tierra necesita el patrón.
—¡Fuera todos!
Como el indio tratara de oponerse al despojo, uno
de los hombres le dio un empellón que le tiró sobre
la piedra donde molía maíz la longa. Entretanto los
otros, armados de picas, de barras y de palas, iniciaban su trabajo sobre la choza.
—¡Fuera todos!
—Patruncitu. Pur caridad, pur vida suya, pur almas
santas. Esperen un raticu nu más, pes —suplicó el
runa temblando de miedo y de coraje a la vez.
—Pur taita Dius. Pur Mama Virgen —dijo la longa.
—Uuu… —chillaron los pequeños.
—¡Fuera, carajo!
—Un raticu para sacar lus cuerus de chivu, para sacar lus punchus viejus, para sacar la osha de barru,
para sacar todu mismu —solicitó el campesino
aceptando la desgracia como cosa inevitable— él
sabía que ante una orden del patrón, ante el látigo
del Tuerto Rodríguez y ante las balas del teniente
político nada se podía hacer.
Apresuradamente la mujer sacó lo que pudo de la
choza entre el griterío y el llanto de los pequeños.
A la vista de la familia campesina fue desbaratada a
machetazos la techumbre de paja y derruidas a barra y pica las paredes de adobón —renegridas por
adentro, carcomidas por afuera—.
No obstante saber todo lo que sabía del “amo, su
mercé, patrón grande”, el indio, lleno de ingenuidad y estúpida esperanza, como un autómata, no
cesaba de advertir:
—He de avisar a patrún, caraju… A patrún grande… Patrún ha de hacer justicia.
—Te ha de mandar a patadas, runa bruto. El mismo
nos manda. ¿Nosotros por qué, pes? —afirmaron los
hombres al retirarse dejando todo en escombros.
Entre la basura y el polvo la mujer y los muchachos,
con queja y llanto de velorio, buscaron y rebuscaron cuanto podían llevar con ellos:
—Ve, pes, la bayetica, ayayay.
—La cuchara de palu también.
—La cazuela de barru.
—Toditicu estaba quedandu comu ashcu sin dueñu.
—Faja de guagua.
—Cotona de longo.
—Rebozu de guarmi.
—Piedra de moler pur pesadu ha de quedar nu más.
—Adobes para almohada también.
—Boñigas secas, ayayayay.
—Buscarás bien, guagua.
—Buscarás bien, mama
—Ayayayay.
El indio, enloquecido quizá, sin atreverse a recoger
nada, transitaba una y otra vez entre los palos, entre las piedras, entre los montones de tierra que aún
LITERATURA DEL ECUADOR
olían a la miseria de su jergón, de su comida, de sus
sudores, de sus borracheras, de sus piojos. Una angustia asfixiante y temblorosa le pulsaba en las entrañas: ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Cómo arrancarse
de ese pedazo de tierra que hasta hace unos momentos le creía suyo?
A la tarde, resbalando por una resignación a punto
de estallar en lágrimas o en maldiciones, el indio
hizo las maletas con todo lo que había recogido la
familia, y seguido por la mujer, por los rapaces y
por el perro se metió por el chaquiñán de la loma,
pensando pedir posada a Tocuso hasta hablar con
el patrón.
Un compadre, al pasar a la carrera por el sendero
que cruza junto a la choza de Andrés Chiliquinga,
fue el primero que le dio la noticia del despojo violento de los huasipungos de las faldas de la ladera.
—Toditicu este ladu van a limpiar, taiticu.
—¿Cómu, pes?
—Ari.
—¿Lus de abaju?
—Lus de abajuuu.
Aquello era inquietante, muy inquietante, pero el
indio se tranquilizó porque le parecía imposible
que lleguen hasta la cima llena de quebradas y de
barrancos donde él y su difunta Cunshi plantaron el
tugurio que ahora… Mas, a media mañana, el hijo,
quien había ido por agua al río, llegó en una sola
carrera, y, entre pausas de fatiga y de susto, le anunció:
—Tumbandu están la choza del vecinu Cachitambu, taiticu.
—¿Qué?
—Aquicitu nu más, pes. Amu patrún policía diju
que han de venir a tumbar ésta también.
—¿Comu?
—Arí, taiticu.
–¿Mi choza?
—Arí. Diju…
—¿A quitar huasipungo de Chiliquinga?
—Arí, taiticu.
—Guambra mentirosu.
—Arí, taiticu. Oyendo quedé, pes.
—Caraju, mierda.
—Donde el patoju Andrés nus falta, estaban diciendo.
—¿Dónde patoju, nu?
213
—Arí, taiticu.
—Caraju.
–Cierticu.
—Nu han de robar así nu más a taita Andrés Chiliquinga —concluyó el indio rascándose la cabeza
lleno de un despertar de oscuras e indefinidas venganzas. Ya le era imposible dudar de la verdad del
atropello que invadía el cerro. Llegaban… Llegaban
más pronto de lo que él pudo imaginarse. Echarían
abajo su techo, le quitarían la tierra. Sin encontrar
una defensa posible, acorralado como siempre, se
puso pálido, con la boca semiabierta, con los ojos
fijos, con la garganta anudada. ¡No! Le parecía absurdo que a él… Tendrían que tumbarle con hacha
como a un árbol viejo del monte. Tendrían que
arrastrarle con yunta de bueyes para arrancarle de
la choza donde se amañó, donde vio nacer al guagua y morir a su Cunshi. ¡Imposible! ¡Mentira! No
obstante, a lo largo de todos los chaquiñanes del
cerro la trágica noticia levantaba un revuelo como
de protestas taimadas, como de odio reprimido. Bajo un cielo inclemente y un vagar sin destino, los
longos despojados se arremangaban el poncho en
actitud de pelea como si estuvieran borrachos; algo
les hervía en la sangre, les ardía en los ojos, se les
crispaba en los dedos y les crujía en los dientes como tostado de carajos. Las indias murmuraban cosas raras, se sonaban la nariz estrepitosamente y de
cuando en cuando lanzaban un alarido en recuerdo de la realidad que vivían. Los pequeños lloraban. Quizá era más angustiosa y sorda la inquietud
de los que esperaban la trágica visita. Los hombres
entraban y salían de la choza, buscaban algo en los
chiqueros, en los gallineros, en los pequeños sembrados, olfateaban por los rincones, se golpeaban el
pecho con los puños —extraña aberración masoquista—, amenazaban a la impavidez del cielo con
el coraje de un gruñido inconsciente. Las mujeres,
junto al padre o al marido que podían defenderlas,
planeaban y exigían cosas de un heroísmo absurdo.
Los muchachos se armaban de palos y piedras que
al final resultaban inútiles. Y todo en la ladera, con
sus pequeños arroyos, con sus grandes quebradas,
con sus locos chaquiñanes, con sus colores vivos
unos y desvaídos otros, parecía jadear como una
mole enferma en medio del valle.
214
GALO RENÉ PÉREZ
En espera de algo providencial la indiada, con los
labios secos, con los ojos escaldados, escudriñaba
en la distancia. De alguna parte debía venir. ¿Dé
dónde, carajo? De… De muy lejos al parece. Del
corazón mismo de las pencas de cabuya, del chaparro, de las breñas, de lo alto. De un misterioso
cuerno que alguien soplaba para congregar y exaltar la rebeldía ancestral. Sí. Llegó. Era Andrés Chiliquinga que, subido a la cerca de su huasipungo —
por consejo e impulso de un claro coraje en su desesperación—, llamaba a los suyos con la ronca
voz del cuerno de guerra que heredó de su padre.
Los huasipungueros del cerro —en alerta de larvas
venenosas— despertaron entonces con alarido que
estremeció el valle. Por los senderos, por los chaquiñanes, por los caminos corrieron presurosos los
pies desnudos de las longas y de los muchachos, los
pies calzados con hoshotas y con alpargatas de los
runas. La actitud desconcertada e indefensa de los
campesinos se trocó al embrujo del alarido ancestral que llegaba desde el huasipungo de Chiliquinga en virilidad de asalto y barricada.
De todos los horizontes de la ladera y desde más
abajo del cerro llegaron los indios con sus mujeres,
con sus guaguas, con sus perros, al huasipungo de
Andrés Chiliquinga. Llegaron sudorosos, estremecidos por la rebeldía, chorreándoles de la jeta el odio,
encendidas en las pupilas interrogaciones y esperanzadas:
—¿Qué haremus, caraju?
—¿Qué?
—¿Cómu?
—¡Habla no más, taiticu Andrés!
—¡Habla para quemar lu que sea!
—¡Habla para matar al que sea!
—¡Carajuuu!
—¡Decí, pes!
—¡Nu vale quedar comu mudu después de tocar el
cuernu de taitas grandes!
—¡Taiticuuu!
—¡Algu has de decir!
—¡Algu has de aconsejar!
—Para qué recogiste entonces a los pobres naturales comu a manada de ganadu, pes?
—¿Para qué?
—¿Pur qué nu dejaste cun la pena nu más comu a
nuestrus difuntus mayores?
–Mordidus el shungu de esperanza.
—Vagandu pur cerru y pur quebrada.
—¿Pur qué caraju?
—Ahura ca habla pes.
—¿Qué dice el cuernu?
—¿Quéee?
—Nus arrancarán así nu más de la tierra?
—De la choza tan.
—Del sembraditu tan.
—De todu mismu.
—Nus arrancarán comu hierba manavali
—Comu perru sin dueñu.
¡Decí pes!
—Taiticuuu.
Chiliquinga sintió tan hondo la actitud urgente —
era la suya propia— de la muchedumbre que llenaba el patio de su huasipungo y se apiñaba detrás de
la cerca, de la muchedumbre erizada de preguntas,
de picas, de hachas, de machetes, de palos y de puños en alto, que creyó caer en un hueco sin fondo,
morir de vergüenza y de desorientación. ¿Para qué
había llamado a todos los suyos con la urgencia inconsciente de la sangre? ¿Qué debía decirles?
¿quién le aconsejó en realidad aquello? ¿Fue sólo
un capricho criminal de su sangre de runa mal
amansado, atrevido? ¡No! Alguien o algo le hizo recordar en ese instante que él obró así guiado por el
profundo apego al pedazo de tierra y al techo de su
huasipungo, impulsado por el buen coraje contra la
injusticia, instintivamente. Y fue entonces que Chiliquinga, trepado aún sobre la tapia, crispó sus manos sobre el cuerno lleno de alaridos rebeldes, y,
sintiendo con ansia clara e infinita el deseo y la urgencia de todos, inventó la palabra que podía
orientar la furia reprimida durante siglos, la palabra
que podía servirles de bandera y de ciega emoción.
Gritó hasta enronquecer.
—¡Ñucanchic huasipungooo!
—¡Ñucanchic huasipungo! —aulló la indiada levantando en alto sus puños y sus herramientas con
fervor que le llegaba de lejos, de lo más profundo
de la sangre. El alarido rodó por la loma, horadó la
montaña, se arremolinó en el valle y fue a clavarse
en el corazón del caserío de la hacienda:
—¡Ñucanchic huasipungooo!
La multitud campesina —cada vez más nutrida y
violenta con indios que llegaban de toda la comar-
LITERATURA DEL ECUADOR
ca—, llevando por delante el grito ensordecedor
que les dio Chiliquinga, se desangró chaquiñán
abajo. Los runas más audaces e impacientes precipitaban la marcha echándose en el suelo y dejándose rodar por la pendiente. Al paso de aquella caravana infernal huían todos los silencios de los chaparros, de las zanjas y de las cunetas, se estremecían los sembrados y se arrugaba la impavidez del
cielo.
En mitad de aquella mancha parda que avanzaba,
al parecer lentamente, las mujeres, desgreñadas, sucias, seguidas por muchos críos de nalgas y veinte
al aire, lanzaban quejas y declaraban vergonzosos
ultrajes de los blancos para exaltar más y más el coraje y el odio de los machos.
—Ñucanchic huasipungo!
Los muchachos, imitando a los longos mayores, armados de ramas, de palos, de leños, sin saber hacia
dónde les podía llevar su grito, repetían:
—¡Ñucanchic huasipungo!
El primer encuentro de los enfurecidos huasipungueros fue con el grupo de hombres que capitaneaba el Tuerto Rodríguez, al cual se había sumado Jacinto Quintana. Las balas detuvieron a los indios. Al
advertir el teniente político el peligro quiso huir por
un barranco, pero desgraciadamente, del fondo
mismo de la quebrada por donde iba, surgieron algunos runas que seguían a Chiliquinga. Con cojera
que parecía apoyarse en los muletos de una furia
enloquecida, Andrés se lanzó sobre el cholo, y, con
diabólicas fuerza y violencia, firmó la cancelación
de toda su venganza sobre la cabeza de la aturdida
autoridad con un grueso garrote de eucalipto. Con
un carajo cayó el cholo y de inmediato quiso levantarse, apoyando las manos en el suelo.
—¡Maldituuu! —bufaron en coro los indios con satisfacción de haber aplastado a un piojo que les venía chupando la sangre desde siempre.
El teniente político atontado por el garrotazo, andando a gatas, esquivó el segundo golpe de uno de
los indios.
—¡Nu has de poder fugarte, caraju! —afirmó entonces Chiliquinga persiguiendo al cholo, que se escurría como lagartija entre los matorrales del barranco, y al dar con él y arrastrarle del culo hasta sus
pies, le propinó un golpe certero en la cabeza, un
golpe que templó a Jacinto Quintana para siempre.
215
—¡Ahura ca movete, pes! ¡Maricún!
Cinco cadáveres, entre los cuales se contaba el de
Jacinto Quintana y el del Tuerto Rodríguez, quedaron tendidos por los chaquiñanes del cerro en aquel
primer encuentro, que duró hasta la noche.
Al llegar las noticias macabras del pueblo junto con
los alaridos de la indiada que crecían minuto a minuto a la hacienda, míster Chapy —huésped ilustre
de Cuchitambo desde dos semanas atrás—, palmoteando en la espalda del terrateniente, murmuró:
—¿Ve usted, mi querido amigo, que no se sabe dónde se pisa?
—Sí. Pero el momento no es para bromas. Huyamos a Quito —sugirió don Alfonso con mal disimulo terror.
—Yes…
—Debemos mandar fuerzas armadas. Hablaré con
mis parientes, con las autoridades. Esto se liquida
sólo a bala.
Un automóvil cruzó por el carretero a toda máquina como perro con el rabo entre las piernas ante el
alarido del cerro que estremecía la comarca:
—¡Ñucanchic huasipungooo!
A la mañana siguiente fue atacado el caserío de la
hacienda Los indios, al entrar en la casa, centuplicaron los gritos, cuyo eco retumbó en las viejas
puertas de labrado aldabón, en los sótanos, en el
oratorio abandonado, en los amplios corredores, en
el cobertizo del horno y de establo mayor. Sin hallar al mayordomo, a quien hubieran aplastado con
placer, los huasipungueros dieron libertad a las servicias, a los huasicamas, a los pongos. Aun cuando
las trojes y las bodegas se hallaban vacías, en la
despensa hallaron buenas provisiones. Por desgracia, cuando llegó el hartazgo, un recelo supersticioso cundió entre ellos y huyeron de nuevo hacia el
cerro de sus huasipungos, gritando siempre la frase
que les infundía coraje, amor y sacrificio:
—¡Ñucanchic huasipungooo!
Desde la capital, con la presteza con la cual las autoridades del Gobierno atienden estos casos, fueron
enviados doscientos hombres de infantería a sofocar la rebelión. En los círculos sociales y gubernamentales la noticia circuló entre alarde de comentarios de indignación y órdenes heroicas:
216
GALO RENÉ PÉREZ
—Que se les mate sin piedad a semejantes bandidos.
—Que se acabe con ellos como hicieron otros pueblos más civilizados.
—Que se les elimine para tranquilidad de nuestros
hogares cristianos.
—Hay que defender a las glorias nacionales… A
don Alfonso Pereira que hizo un carretero.
—Hay que defender a las desinteresadas y civilizadoras empresas extranjeras.
Los soldados llegaron a Tomachi al mando de un
comandante —héroe de cien cuartelazos y de otras
tantas viradas y reviradas—, el cual, antes de entrar
en funciones, remojó el gaznate y templó el valor
con buena dosis de aguardiente en la cantina de
Juana, a esas horas viuda de Quintana, que se hallaba apuradísima y lloriqueante en los preparativos
del velorio de su marido:
—Mi señor general… Mi señor coronel… Tómese
no más para poner fuerzas… Mate a toditos los indios facinerosos… Vea cómo me dejan viuda de la
noche a la mañana.
—Salud… Por usted, buena moza…
—Favor suyo. Ojalá les agarren a unos cuantos runas vivos para hacer escarmiento.
—Difícil. En el famoso levantamiento de los indios
en Cuenca traté de amenazarles y ordené descargar
al aire. Inútil. No conseguí nada.
—Son unos salvajes.
—Hubo que matar muchos. Más de cien runas.
—Aquí…
—Será cuestión de dos horas.
A media tarde la tropa llegada de la capital empezó
el ascenso de la ladera del cerro. Las balas de los fusiles y las balas de las ametralladoras silenciaron en
parte los gritos de la indiada rebelde. Patrullas de
soldados, arrastrándose al amparo de los recodos,
de las zanjas, de los barrancos, dieron caza a los indios, a las indias y a los muchachos, que con desesperación de ratas asustadas se ocultaban y arrastraban por todos los refugios: las cuevas, los totorales
de los pantanos, el follaje de los chaparros, las
abras de las rocas, la profundidad de las quebradas.
Fue fácil en el primer momento para los soldados
—gracias al pánico de los tiros que seleccionó muy
pronto un grupo numeroso de valientes— avanzar
sin temor, adiestrando la puntería en las longas, en
los guaguas y en los runas que no alcanzaron a replegarse para resistir:
—Ve, cholo. Entre esas matas está unito. El cree…
—Cierto. Ya le vi.
—Se esconde de la patrulla que debe ir por el camino.
—Verás mi puntería, carajo.
Sonó el disparo. Un indio alto, flaco, surgió como
borracho del chaparral, crispó las manos en el pecho, quiso hablar, maldecir quizá, pero un segundo
disparo tronchó al indio y a todas sus buenas o malas palabras.
—Carajo. Esto es una pendejada matarles así no
más.
—¿Y qué vamos a hacer, pes? Es orden superior.
—Desarmados.
—Como sea —dijo el jefe.
—Como sea…
También en un grupo de tropa que avanzaba por el
otro lado de la ladera se sucedían escenas y diálogos parecidos:
—El otro me falló, carajo. Pero éste no se escapa.
—El otro era un guambra no más, pes. Este parece
runa viejo.
—Difícil está.
—¿Qué ha de estar? Verás yo…
—Dale.
—Aprenderás. Un pepo para centro.
Cual eco del disparo se oyó un grito angustioso; enredando entre las ramas del árbol las alas del poncho, cayó al suelo el indio que había sido certeramente cazado.
—¡Púchica! le di. Conmigo no hay pendejadas.
—Pero remordido me quedó el alarido del runa en
la sangre.
—Asimismo es al principio. Después uno se acostumbra.
—Se acostumbra…
En efecto: la furia victoriosa enardeció la crueldad
de los soldados. Cazaron y mataron a los rebeldes
con la misma diligencia, con el mismo gesto de asco y repugnancia, con el mismo impudor y precipitación con el cual hubieran aplastado bichos venenosos. ¡Que mueran todos! Sí. Los pequeños que se
habían refugiado con algunas mujeres bajo el folla-
LITERATURA DEL ECUADOR
je que inclinaba sus ramas sobre el agua lodosa de
una charca. Cayeron también bajo el golpe inclemente de una ráfaga de ametralladora.
Muy entrada la tarde, el sol, al hundirse entre los
cerros, lo hizo tiñendo las nubes en la sangre de las
charcas. Sólo los runas que lograron replegarse con
valor hacia el huasipungo de Andrés Chiliquinga —
defendido por chaquiñán en cuesta para llegar y
por despeñaderos en torno— resistían aferrándose a
lo ventajoso del terreno.
—Tenemos que atacar pronto para que no huyan
por la noche los longos atrincherados en la cima. La
pendiente es dura, pero… —opinó impaciente el jefe entre sus soldados. Y sin terminar la frase con salto de sapo, se refugió en un hueco ante la embestida de una enorme piedra que descendía por la pendiente dando brincos como toro bravo.
—Huuy.
—Carajo.
—Quita.
—Si no me aparto a tiempo me aplastan estos indios cabrones —exclamó un oficial saliendo de una
zanja y mirando con ojos de odio y desafío hacia lo
alto de la ladera.
—Es indispensable que no huyan. A lo peor se conectan con los indios del resto de la República y
nos envuelven en una gorda… —concluyó el jefe.
Metidos en una zanja que se abría a poca distancia
de la choza de Chiliquinga un grupo de indios —estremecidos de coraje— pujaba piedras pendientes
abajo. Y uno, el más viejo, disparaba con una escopeta de cazar tórtolas.
De pronto los soldados empezaron a trepar abriendo en abanico sus filas y pisando cuidadosamente
en los peldaños que ponían —uno tras otro— las ráfagas de las ametralladoras. Al acercarse el fuego, la
imprudencia de las longas que acarreaban piedras
fuera de la zanja les dejó tendidas para siempre.
—¡Caraju! ¡Traigan más piedras, pes! —gritaron los
runas atrincherados. Por toda respuesta un murmullo de ayes y quejas les llegó arrastrándose por el
suelo. De pronto, trágico misterio, del labio inferior
de la zanja surgieron bayonetas como dientes. Varios quedaron clavados en la tierra.
—Pur aquí, taiticu —invitó urgente el hijo de Chiliquinga tirando del poncho al padre y conduciéndole por el hueco de un pequeño desagüe. Cuatro ru-
217
nas que oyeron la invitación del muchacho entraron también por el mismo escape. A gatas y guiados
por el rapaz dieron muy pronto con la culata de la
chola de Andrés, entraron en ella. Instintivamente
aseguraron la puerta con todo lo que podía servir
de tranca —la piedra de moler, los ladrillos del fogón, las leñas, los palos—. El silencio que llegaba
desde afuera, las paredes, el techo, les dio la seguridad del buen refugio. La pausa que siguió la ocuparon en limpiarse la cara sucia de sudor y de polvo, en mascar en voz baja viejas maldiciones, en
rascarse la cabeza. Era como un despertar de pesadilla. ¿Quién les había metido en eso? ¿Por qué?
Miraron solapadamente, con la misma angustia supersticiosa y vengativa con la cual se acercaron al
teniente político o al Tuerto Rodríguez antes de matarles, a Chiliquinga. Al runa que les congregó al
embrujo diabólico del cuerno. “El… El, carajuuu”.
Pero acontecimientos graves y urgentes se desarrollaron con mayor velocidad que las negras sospechas y las malas intenciones. El silencio expectante
se rompió de súbito en el interior de la choza. Una
ráfaga de ametralladora acribilló la techumbre de
paja. El hijo de Chiliquinga, que hasta entonces hacía puesto coraje en los runas mayores por su despreocupación ladina y servicial, lanzó un grito y se
aferró temblando a las piernas del padre.
—Taiticu. Taiticu, favorecenus, pes —suplicó.
—Longuitu maricún. ¿Por qué, pes, ahura gritandu?
Estate nu más cun la boca cerrada —murmuró Chiliquinga tragando carajos y lágrimas de impotencia
mientras cubría al hijo con los brazos y el poncho
desgarrado.
Nutridas las balas no tardaron en prender fuego en
la paja. Ardieron los palos. Entre la asfixia del humo
que llenaba el tugurio —humo negro de hollín y de
miseria—, entre el llanto del pequeño, entre la tos
que desgarraba el pecho y la garganta de todos, entre la lluvia de pavesas, entre los olores picantes
que sancochaban los ojos, surgieron como imploración las maldiciones y las quejas:
—Carajuuu.
—Taiticuuu. Hace, pes algo.
—Morir asadu comu cuy.
—Como alma de infiernu.
—Comu taita diablu.
—Taiticu.
218
GALO RENÉ PÉREZ
—Abrí nu más la puerta.
—Abrí nu más, caraju.
Descontrolados por la asfixia, por el pequeño que
lloraba, los indios obligaron a Chiliquinga a abrir la
puerta, que empezaba a incendiarse. Atrás quedaba
el barranco, encima el fuego, al frente las balas.
—Abrí nu más, caraju.
—Maldita sea.
—¡Carajuuu!
Andrés retiró precipitadamente las trancas, agarró
al hijo bajo el brazo —como un fardo querido— y
abrió la puerta.
—¡Salgan caraju! ¡Maricones!
El viento de la tarde refrescó la cara del indio. Sus
ojos pudieron ver por breves momentos de nuevo la
vida, sentirla como algo… “Qué carajuuu”, se dijo.
Apretó al muchacho bajo el sobaco, avanzó hacia
afuera, trató de maldecir y gritó con grito que fue a
clavarse en lo más duro de las balas:
—¡Ñucanchic huasipungooo!
Luego se lanzó hacia adelante con ansia por ahogar
a la estúpida voz de los fusiles. En coro con los suyos, que les sintió tras él, repitió:
—¡Ñucanchic huasipungo, caraju!
De pronto, como un rayo, todo enmudeció para él,
para ellos. Pronto, también la choza terminó de arder. El sol se hundió definitivamente. Sobre el silencio, sobre la protesta amordazada, la bandera patria
del glorioso batallón flameó con ondulaciones de
carcajada sarcástica. ¿Y después? Los señores gringos.
Al amanecer, entre las chozas deshechas, entre los
escombros, entre las cenizas, entre los cadáveres tibios aún, surgieron , como en los sueños, sementeras de brazos flacos como espigas de cebada que,
al dejarse acariciar por los vientos helados de los
páramos de América, murmuraron con voz ululante de taladro:
—¡Ñucanchic huasipungo!
—¡Ñucanchic huasipungo!
Fuente: Huasipungo, en Obras escogidas de Jorge Icaza.
México, D.F., Aguilar, 1961, pp. 229-243.
Enrique Gil Gilbert (1912-1973)
Nació en Guayaquil en un hogar de influencias sociales y políticas, de cuya orientación se apartó, en ademán de arrogante y juvenil entereza. Hizo estudios en el Colegio
“Vicente Rocafuerte”, de su ciudad nativa. Su
personalidad toda se vertió, durante un decenio fecundo, en el campo de las letras. Ese
ejercicio y el afín de una cátedra de literatura
absorbieron buena parte de sus singulares talentos. Pero los reclamos de la deprimente
realidad de su pueblo no tardaron en atraerlo
hacia el trágico círculo de las contiendas políticas. Tomó la divisa de los humildes, aun a
riesgo de incorporarse a partidos de la extrema izquierda. Llegó así a representar a su provincia en el Congreso Nacional de 1944.
Aquella denodada y en ciertos momentos
aciaga vida pública no malefició el contenido
de su obra literaria, como ha pretendido sospecharlo una crítica mal informada. Tampoco
le sirvió a Gilbert para difundir lo suyo a través de los canales internacionales de la propaganda partidaria, como lo han hecho algunos intelectuales hispanoamericanos. En cambio —y tal ha sido el precio de su profesión
política—, ha sacrificado condiciones admirables de escritor, dando un adiós acaso definitivo a cuanto poseía como realización y
promesa en el campo de las creaciones narrativas.
El nombre de Enrique Gil Gilbert comenzó a ser conocido en la literatura gracias
a “Los que se van”, libro tripartito con narraciones de él, Joaquín Gallegos Lara y Demetrio Aguilera Malta. La capacidad de Gil Gilbert se descubría con mayor firmeza que la de
sus compañeros. Probablemente sus ocho
cuentos de esa breve pero augural publicación de 1930 eran no sólo la parte destacada,
sino la que de veras preservaba el interés de
la obra. Buen estilo. Naturalidad para descri-
LITERATURA DEL ECUADOR
bir y narrar. Acertado sentido en la composición de caracteres. Destreza en la combinación de ambiente y actitudes humanas. La
presencia de un cuentista de vocación parece
ahí cosa irrefutable. Poco después —en
1933— el haz de narraciones de “Yunga” vino a corroborarlo. Enrique Gil Gilbert ascendía a la posición cenital de los mejores relatistas hispanoamericanos empleando procedimientos similares, de incorporación de lo regional, de cruda revelación de los problemas
de la masa rural y de los trabajadores. José de
la Cuadra pudo decir entonces que el joven
autor guayaquileño conocía bien la jungla.
“La conoce —afirmó—, en cierto respecto, al
modo bíblico. Ha habitado en ella. Ha convivido con ella”. De ahí que de sus cuentos se
sintiera subir un denso vaho de verosimilitud.
Muestra acabada en el género fue su novela
corta “El Negro Santander”, que figuró entre
las narraciones de “Yunga”.
La plenitud del talento de Gilbert se
dejó admirar por fin en el trienio de 1939 a
1942, con la publicación de sus dos novelas:
“Relatos de Emmanuel” y “Nuestro Pan”. Esta
última alcanzó resonancia internacional, pues
que conquistó el segundo premio en el Concurso de Novelas Inéditas Latinoamericanas,
convocado por la Editorial Farrar and Rinehart de Nueva York en 1940, a través de la antigua División de Cooperación Intelectual de
la Unión Panamericana. El primer premio lo
obtuvo la celebrada novela “El mundo es ancho y ajeno”, de Ciro Alegría. Abundan las razones que explican el éxito de las páginas de
Gilbert. Sin embargo, la crítica continental no
se ha interesado en conocerlas de veras, y sólo las ha comentado vagamente, repitiendo
casi siempre juicios confusos y discutibles.
Hasta hay un historiador de la novela —Zum
Felde— que cita al narrador ecuatoriano llamándolo con otro nombre: Alberto Gil Gilbert.
219
Intentemos nosotros una apreciación
de su capacidad novelística exponiendo primero nuestra opinión sobre los “Relatos de
Emmanuel” (Guayaquil, Editora Noticia, Vera
y Compañía, 1939).
En ocho breves capítulos se contiene
el extraño y atractivo ramaje de los episodios,
que se ofrecen de un modo indirecto, a través
de evocaciones promovidas en el alma de los
personajes, de vuelcos introspectivos, de confidencias que se vierten en cartas y memorias.
La acción ni el diálogo son lo preponderante,
pues que ese plano está ocupado por el movimiento de la conciencia y las reflexiones individuales, monologadas. Para emplear ese procedimiento era indispensable un buen dominio de los recursos estilísticos. Sacrificada, en
efecto, la capacidad magnética de los hechos
físicos, de bulto, que atrae sin esfuerzo al lector común, el novelista se enfrenta a la necesidad de tornar igualmente sugestivo el mundo de los estados anímicos, de los acontecimientos puramente subjetivos e intelectuales.
Y eso es imposible si no se cuenta con un lenguaje dinámico, claro y eficiente. Enrique Gil
Gilbert dejó advertir en los “Relatos de Emmanuel” hasta qué grado admirable ejercía el
dominio estético del idioma. En ninguna de
sus obras —ni aun en “Nuestro Pan”— dio
muestras de mayor limpidez, exactitud y expresividad de la frase. Ello podría explicarse
como ejemplo de la asimilación cuidadosa de
los maestros de la narración europea. El joven
escritor, de veintisiete años de edad, ambientó inteligentemente los estilos extranjeros al
medio costeño de su país. El resultado fue excelente. De la misma calidad que las páginas
del excepcional José de la Cuadra.
Por otra parte, en los “Relatos de Emmanuel” se usaron elementos técnicos que,
en lugar de sufrir deterioro a través de los últimos decenios, han ido exhibiendo su renovada frescura, su permanente validez. Hay un
220
GALO RENÉ PÉREZ
enlace sutil de los episodios, que se alcanza
no por la acomodación externa de ellos, como en los argumentos tradicionales, sino por
la iluminación sucesiva de los diferentes lados del poliedro espiritual de los personajes.
De esa manera vamos conociendo las reconditeces de la vida íntima de Emmanuel, de su
madre ilegítima, de su padre y de la viuda de
éste, de Mara y de Marengo. Los trazos descriptivos de la figura exterior y del ambiente
aparecen con un buen sentido de lo esencial,
de la economía del detalle. La expresividad
de las metáforas desempeña una función importante en eso. Tanto que el relato cobra en
algunos momentos una fuerza poética irresistible. Se podrían reproducir aquí cuadros ricos de acierto por la firmeza descriptiva, por
la fidelidad indiscutible, por la graciosa eficacia del estilo. Asimismo, a trechos, sólo a trechos, lo dramático de la acción y el ritmo animado del diálogo establecen un grado equilibrio con el rebuscamiento interior y la gravidez de las reflexiones. A ello hay que agregar,
como recurso también de buena ley, la finura de la sátira. En un tono que no se descompone por la exasperación o el alarde retórico,
se ensaya una crítica persuasiva de la vida social. Finalmente, para definir mejor algunos
conflictos psicológicos, se usa con perspicacia el arbitrio de barajar las fronteras del sueño y la vigilia, de lo iluso y lo real.
Enrique Gil Gilbert adoptó, en el desarrollo de su pequeña novela, un procedimiento ya conocido suficientemente: imagina que
uno de los personajes —Alberto—, que es el
que desenvuelve sus impresiones en todo el
primer capítulo, publica las memorias de su
hermano muerto —Emmanuel—, que corren
desde la segunda parte hasta el final. Se creería entonces que hay una división precisa y tajante entre los dos momentos del libro. Pero
no hay tal. Ninguna diferencia se pulsa en la
forma de mirar y decir las cosas a que acude
cada uno de los dos personajes. Y en ello hay
quizás cierto desajuste de la técnica. En todo
lo demás, incluyendo la denuncia del problema de los hijos ilegítimos y de las agonías y
pobrezas de la clase media, lo que se admira
es el talento de un verdadero novelista.
Los “Relatos de Emmanuel” fueron inmediatamente seguidos por “Nuestro Pan”.
Apareció esta obra en la Librería Vera y Compañía de Guayaquil, en 1942. Después se publicó en Nueva York, en versión inglesa de
Dudley Poore, en 1943. Y más tarde en checo, 1951, y en alemán, 1954.
La expresión “nuestro pan” tiene sentido especial. Se refiere concretamente al arroz,
alimento básico de las mayorías en el país del
autor. Y para que mejor se la comprenda, éste reproduce como epígrafe de su libro el siguiente decir popular ecuatoriano: “En habiendo arroz, aunque no haya Dios”. Enrique
Gil Gilbert quiso, efectivamente, tomar aquel
tema de “nuestro pan” para hacer la historia
del cultivo de la gramínea, de su recolección
y de su reparto, con todos los problemas políticos y sociales que se generan. Trató de ser
prolijo. De no recortar inescrupulosamente el
rico asunto. Empezó su narración con el viaje
de los “desmonteros”, que van a desbrozar el
campo en que crecerán los arrozales. O sea
que el lector puede asistir al desarrollo de
“nuestro pan” desde cuando éste comienza a
mover la imaginación y la voluntad de los
sembradores. Luego verá los esfuerzos de la
siembra, los azares del cuidado, las agonías
de la cosecha, los planes arteros y codiciosos
del explotador, la decepción de los trabajadores, la mancilla atroz de la política, el hambre
de las clases populares. Todo eso ha demandado al novelista una observación inteligente.
Una experiencia personal directa. Lo advertimos en la “dedicatoria”, que nos hace recordar el acento lírico de “Don Segundo Sombra”: “A los arroceros con desigual fortuna, de
LITERATURA DEL ECUADOR
cuyo plato comí y en cuya casa posé; y que
me han olvidado luego de contarme sus sueños, sus buenos días y sus malas cosechas…”.
También le ha solicitado aquello una técnica
cuidadosa, en que la lógica asegure con destreza todos los elementos de la urdimbre.
La organización sencilla y consciente
de los episodios, de esta novela telúrica del
trópico ecuatoriano, que precisamente revela
el dominio de Gil Gilbert sobre el género,
vuelve fácil cualquier intento de recordar en
forma sumaria el argumento. Este se ha vertido en cuatro libros. El primero de ellos muestra casi completo el desarrollo del asunto cardinal: aparecen los balseros empujando reciamente la embarcación a golpe de remo, como
en las páginas iniciales de Doña Bárbara, pero aquí el escenario casi incambiable va a ser
el del río y la montaña. Después empiezan a
recortar su figura, de indiscutible dimensión
humana, y con ese tejido complejo de lo que
está realmente vivo, casi todos los personajes
de la novela. El montuvio que mató a su mujer aturdido por los celos y el alcohol, y que
anda huyendo de “la rural”; el tísico que se
aísla de sus compañeros, pero que no puede
abandonar su trabajo; los viejos desmonteros
que no cesan de aplazar su desmedrada esperanza hasta la cosecha siguiente; el seductor
que incita a fugarse a la mujer de formas elásticas y sensuales; las familias de los arroceros,
que han llevado el hogar a la rusticidad de las
pampas y que ambicionan cosas conmovedoramente humildes como compensación a la
enormidad de sus sacrificios, y, finalmente, el
explotador, que llega a ajustar las cuentas
cuando el doloroso laboreo ha terminado.
Una cadena de hechos, impresionantes por su
fuerza de verosimilitud, se van ofreciendo en
un relato dinámico, que tiene muchas páginas
impecables, numerosos cuadros certeros. Van
desde la siembra rudimental, que obliga al
trabajador a hundir su cuerpo en el fango co-
221
rrosivo, hasta la cosecha, que convierte en
llagas sangrantes sus manos afanosas.
En el libro segundo se presentan las
peripecias de la figura mayor de la narración,
el capitán Hermógenes Sandoval. Es uno de
los guerrilleros de Eloy Alfaro, viejo revolucionario y estadista ecuatoriano; de modo
que se advierte que la acción de la novela se
ubica decenios atrás. Hay breves pasajes épicos, pero en ellos se ha eludido inteligentemente cualquier escena que pudiera parecer
folletinesca. Sandoval, tras la muerte de los
caudillos liberales, encuentra hospitalidad en
una hacienda costeña. Y luego consigue poseerla por la confianza que recibe del anciano propietario y por sus amores con la hija de
éste, Magdalena. Ese dominio material sigue
dilatándose hacia las tierras circunvecinas por
la firmeza de su ambición y nuevas conquistas amorosas. A Magdalena le une, no obstante, una relación sentimental indestructible.
Por eso, a pesar de no serlo, la siente como si
fuera su mujer legítima. De ella nace su único descendiente —el doctor Eusebio Sandoval—, que va a completar la titánica empresa
arrocera que organizó el padre en esas propiedades, y a permitir así el amplio desarrollo
argumental de la novela.
Es exactamente en el libro tercero donde se desenvuelve la aventura de este nuevo
Sandoval, a quien se le envió de niño a un internado de la ciudad, en el cual sintió los tormentos del desarraigo y echó de menos la
fuerte libertad de la naturaleza en que se había criado: “Las puertas de las casas de campo son puertas que llevan hacia el viento y los
caminos”. Solamente un afán de ascensión
económica y social —el deseo de unirse a
María de Lourdes Santistevan Coronel, superando su condición de cholo— le llevó a doctorarse. Pero el reclamo de la tierra fue imperioso. Y volvió a ella, a entregarse a la empresa arrocera de que había sido testigo desde la
222
GALO RENÉ PÉREZ
infancia. Modernizó el cultivo. Y la energía
heredada del capitán Sandoval la convirtió en
astucia de especulador. A su descontrolada
ambición de enriquecimiento se debió la tragedia de muchas gentes humildes. Sobre todo, de grupos de indios atraídos con el señuelo de los salarios, que bajaban ala costa a morir lentamente: nuevos mitimaes que soñaron
en vano retornar “a la parcela de la vertiente
andina para sembrar su propia cebada, su
propio trigo, sus propias papas, su propio
maíz”. El cuadro trágico de José Aucapiña es
de una verdad desgarradora. Y las actitudes y
reacciones de los indios se han captado con
perspicacia y fidelidad.
En el último libro la novela tiene una
culminación técnica y estética de primer orden. Es completamente injusta la apreciación
de ciertos críticos extranjeros que aseguran
que allí la obra se descompone en un alegato
político, propio de la condición partidaria de
Enrique Gil Gilbert. Con el triángulo amoroso
de Eusebio Sandoval, su mujer María de Lourdes y el amante de ésta, Antonio Chiriboga, y
con la seducción política ejercida arteramente sobre estudiantes y obreros, se presenta en
aguda sátira, de modo simultáneo, la infidelidad conyugal de las clases altas y sus hábitos
corruptores de la vida pública ecuatoriana.
Está perfectamente denunciada la aflictiva
condición de un pueblo de parias frente a
esas tropillas de políticos que se suceden en
el poder usando toda clase de sofismas.
Hay, a lo largo de la novela, un buen
equilibrio de acción y de revelaciones psicológicas, de gravitación de lo telúrico como de
los problemas sociales. Además, se produce
sin esfuerzo el enlace de los elementos de la
realidad exterior con los del mundo anímico
de los personajes. Quizás, a veces, el intento
descriptivo se muestra recargado y moroso,
pero de ello nos compensa un estilo por lo común fluyente y socorrido de verdadera poesía.
LADERAS, ESPERANZA Y RIO
I
Humeaba la choza. Estaba envuelta en humo azul.
El perro bostezaba tendido junto al poyo. La leña de
eucalipto crepitaba y perfumaba al quemarse. Y no
era solamente el humo, sino la tenue neblina. Y
abajo el valle, hondo, parchado de colores.
José Aucapiña contemplaba el hogar, levantado sobre el piso. La olla no era ya de color rojizo. Estaba
negra y mantecosa. Y negro todo el interior de la
choza. Se rascaba cruzando la mano por todo su
pecho para alcanzar el costillaje. Alborotosa, la gallina corría por todos lados.
El valle era hondo, infinito hacia abajo. Sin embargo, era menester bajar más para llegar a la costa lejana. Y allá, entre la selva apretujada, más cerrada
aún que las yunguillas, el calor dizque era una cosa densa que apretaba hasta hacer polvo los pulmones. Habrían culebras, animales sin pies, arrastrados, pero cuya mordedura mataba tan rápido como
un rayo.
Abandonaría esta tierra. Esta choza cobijada en la
gran alforza de este cerro cuya cabeza solía generalmente curiosear las entrañas de las nubes. Restregaba entre sus manos polvo de esta tierra. Apretábalo compenetrándolo en sus poros. Dejaría a la
Rosa vieja. Habíale hablado Saquisay. Pálido, recién llegado. Vestido de pantalón y saco. Con corbata de tres colores. Enzapatado, con calzado blanco de lona y suela de caucho.
—Ajujuy! Vieras nomás. Pagan buena plata los monos. ¡Allá sí que se puede guardar! Y el Guayas
grandazo. No hay río como ése.
Y más. Las noches ventosas de octubre. Con frío casi serrano. Cundidas de luz y gente. Las calles anchotas como el río, con agua de gente. Como en la
repunta de las mareas, remolinos y corrientes encontradas. Y bulla. Eso era para hacer plata y para
gastar y guardar! ¡Ajujuy!
Más, dejar todo esto. Los cerros medio rojos, medio
verdes, medio amarillos, limitados de nubes y eucaliptos. Estas casas escalonadas. Estos embudos de
paja. Aquí dentro el poncho, la cebada, la beta. La
vieja que rezongaba.
LITERATURA DEL ECUADOR
—¿Qué es, pues? Aquí también hay plata. Nunca
nos hemos ido y no nos hemos muerto de hambre.
Junto a la yunta te habís criado… ¿Qué vas a buscar allá, pues? ¡A hacerte mono tísico!
Incontenible, la voz monótona, alternaba el castellano con el quichua. José Aucapiña no movía la
cara. Sus ojos bovinos parecían no mirar, no ver. La
cabeza inclinada como la de los bueyes bajo el peso del yugo. Las manos caídas entre las piernas.
También un poco cundido de neblina.
Gimoteaba la vieja sentada, con una pierna recogida, doblada hasta tener la rodilla cerca del seno
guindante y escuálido. Hilaba lana.
—Como si esta tierra no fuera de cosechar. ¿Qué es,
pues, lo que buscáis en la ciudad? Animales malos.
Pobre runa. ¿A quién conocéis allá? ¿Dónde vais a
llegar? ¿Con qué plata vais a comer?
El camino polvoso y torcido en ladera, declinante
hacia el camino de hierro, pasaba cercano a la casa. Trajinado de indios embutidos en largos ponchos. Inclinados, rojos, grises, verdes, bajo el peso
de los fardos, con la cabeza agachada, a su trote rítmico, invariable, incansables, venían de largas distancias con rutas hacia los pueblos cercanos.
Abriéndose humildes del camino para ceder paso a
los caballeros, que de poncho, zamarros y espuelas,
pasaban levantando trombas de polvo. Y el trote de
los indios y el camino y la oferta contada de ganar
dinero, mucho dinero, lo atraían a pesar de las lamentaciones de la vieja Rosa y del ambiente de la
choza en que había vivido desde que naciera y del
solo horizonte recorrido por las nubes y por los eucaliptos que viera en toda su vida.
II
Apretadas como si estuviesen encogidas de frío, las
casitas del pueblo gris hacían ronda a la estación y
a las líneas férreas. Desde mucho antes de la llegada estaban algunas vendedoras con los huevos duros acomodados en bateas grandes. habían matado
el chancho la tarde de la víspera y ahora se apresuraban aliñándolo. La fritada esparcía su olor rumoroso por las calles sucias y torcidas. En los poyos de
piedra, grandes y yuros, se molía apresuradamente
el maíz para la masa de las empanadas.
223
Seguido de un perro flaco, cansado de beber agua
de acequia, Andrés Quishpe deambulaba por la calle. Unos chicos barrigones se hurgaban las narices
parados y quietos junto a las puertas grandes de los
corrales. Manchados en la cara de mocos y tierra,
tan quietos, no se moverían por nada. Bajaba desde
la cordillera aire helado, cortante como hoja de
acero. Transitaba por las calles del pueblo levantando polvareda de arena, llevándose hojas secas que
raspaban sobre las piedras sacadas del río para evitar el lodo. Quishpe miraba todo. Ya no olvidaría jamás la facha del pueblo. Era negro. Calles, casas,
horizonte de humo. Ponchos rojos ennegrecidos. Y
techos de tejas ahumadas. Caminaba por las calles
con su hato a la espalda. Lentamente. Un yaraví tocado en pingullo era como su alma. ¿De qué tierra
venía esa música de pena, como un llanto? La llevaría consigo para siempre. Y no lo sabía. Pero estaba en él como la sangre.
—Oyes Quishpe andan enganchando gente para la
costa. El Romualdo Acosta ha venido anteayer nomás.
Y en la casa de la chola Teresa, parado en la puerta:
—Tres cincuenta con comida. Cuatro sin comida,.
si tienen amigos, traeráslos.
—Pero allá da el paludismo.
—No seas pendejo, runa. Buena plata te has de meter. Poco tiempo de trabajo y ya tienes hartote…
—Es que aún tengo deuda con el patrón Holguín…
—Yo te embarco en el tren sin que nadie te vea…
—Avisarán al político…
—No hay cómo te cojan…
Y se quedó de pronto quieto como un eucalipto sin
viento. Sobre la ladera cercana había aparecido el
convoy. Largo, rematado en la cabeza por la máquina bufante, empenachada de humo. Pitando. Estridente alarido repetido y alargado en los ecos de los
cerros.
Revoloteaban los gritos y las gentes que ofrecían
sus ventas. Corrían las vendedoras con sus chillidos
y los ojos despavoridos. Los muchachos metiéndose entre los cargadores presurosos. Acosta lo empujaba a la escalerilla del vagón de carga para que trepara al techo. Los pies de otro que iba delante suyo. Y los cabezazos y manotones del apurado que
224
GALO RENÉ PÉREZ
lo seguía.
Agrupados, en el techo, ardiéndoles los ojos por el
humo de la locomotora, teniéndose con las manos
fuertemente de unas varengas para no caer con los
vaivenes, silenciosos, asombrados ante el paisaje
vertiginoso que huía, ensordecidos por el rugir de la
máquina. Un viento fuerte gritaba y golpeaba sobre
sus caras abriendo grietas finísimas en los labios. Lo
ayudaba la arena del camino.
¿Y el pueblo?
III
El alarido del chico, hipando inconteniblemente,
rechazando la teta rematada en lila; el traqueteo del
carro; el polvo adentrándose por la única puerta semi abierta y deteniéndose a dar vueltas por todo el
coche haciendo una nube densa que se acostaba
muelle y silenciosamente sobre todas las cosas, fastidiaban. La noche que era compacta fuera del carro, se hacía un bloque inviolable en su interior.
Hacía mucho tiempo que había visto a manera de
relámpago el último destello rojo cristalino del sol
empinado forzadamente tras las cabeza de los cerros. Y hacía mucho tiempo que el frío había desaparecido. En su lugar entraban vaharadas de calor
espeso.
Era la Costa
Entraba por la puerta un sopor cáustico. Se imaginaban que el tren horadaba un túnel de gelatina
caída. A pesar de la velocidad entraba muchedumbre de animales pequeños. Los mosquitos atacaban
con su puyas. Dejaban escozor en la piel y sentían
las ronchas grandes, levantadas en los brazos, en la
cara.
El chico berreaba inconteniblemente. Venían desde
la tarde metidos. Eran seis de familia y otros más.
Los centros de las mujeres aumentaban el calor.
Abigarrados, llenos de color en sus vestidos, sudaban. Se hinchaban por el calor. Amontonados juntamente con la carga. Temerosos de que los bultos
cayesen el rato menos pensado.
Había un olor insoportable a excremento humano.
El mosquerío había invadido el departamento.
—Hay un rico de Guayaquil que necesita harta
gente. Está pagando buen diario.
—¡Más que! No tenemos plata para el viaje.
—El da todo.
—¿Así nomás?
—Claro que después descuenta.
—¿Y la mujer y los guaguas?
—También podía llevarlos.
La Rosario Zaquizalema había contado que ella fue
con su marido. La Costa era tan rica que daba trabajo para todos. Sabiendo hacer chicha y tortillas,
las mujeres no eran carga pesada porque ayudaban
a los maridos a hacer plata. Ella había ido en una
soga que hicieron para hacienda de cacao.
Pedro Yanuncay pasaba horas y horas mirando ese
huasipungo en que trabajaba.
—Muerto patrón Gutiérrez, los hijos que viven en
París quieren vender.
—¿Más que sea a los aparceros?
—Aun siendo.
Bajo la noche clara de luna, sentado a la puerta de
la choza, miraba la parcela. La Nati se movía adentro en sueño intranquilo. Un perro distante ladraba
con el hocico alzado hacia las nubes. Oía los movimientos del guagua despierto. Clocleaban las gallinas. Y enverdecida de luna, la siembra de cebada
se movía. Inclinada en la ladera, amarilleaba verdosa, susurrando, mientras el viento le pasaba la mano sobre el lomo como a perro. Olor de fogón y de
mujer dormida salía de la choza.
¿Si pudiera comprar la tierra?
—Yo me fuí nomás con el difunto que Dios tenga
en su gracia. Allá la plata corre. Parece río. Aquí,
¿cuándo? Iráse nomás con mujer y todo. Ella ayuda.
Para el sábado hace chicha empanadas, fritanga…
El sembrío de cebada ondulaba, meciéndose como
los follones de las cholas. Se hundía zalamero como lomo de perro guardián saludando al dueño.
Por eso venía. Con mujer, hijo y todo. Nada más
que el llanto de la criatura, ya fatigada, y el monótono resonar de las ruedas turbaba el silencio pesado que les obligaba a dejar laxas las caras abotagadas. El cansancio y el estropeo del viaje les había
adolorido el cuerpo, pero ya ni siquiera buscaban
la manera de acomodarlo para que descanse. Un
sueño que hinchaba los párpados los hundía, ausentándolos del viaje y de sí mismos.
225
LITERATURA DEL ECUADOR
En la sabana nivelada el tren corría velozmente. Los
carros se balanceaban a manera de balandras. Y la
noche se ceñía a los costados del convoy, densa,
negra, espesa de mosquitos, calurosa.
IV
Al detenerse, desde el vagón de segunda, pudieron
ver un pueblo de luz mortecina. Casitas elevadas
sobre pilares largos y flacos. Hechas de cañas. De
carrizos. Tapada con pajas. Desvencijadas. Por los
intersticios se colaba luz amarillenta y movediza de
kerosene. El carro apestaba a sudor. Venían aglomerados y con ropa gruesa para cubrirse del frío mañanero de la Sierra. Las voces de los montubios resultaban curiosas, con su hablar desleído y cantado. Parecía que las palabras se quedasen a medio
decir y que alguna cosa impidiese pronunciar totalmente las letras. Las caras que se juntaban a lo vidrios de las ventanillas eran pálidas, de color aceitunado. Ojos brillantes y de mirar duro. Labios
gruesos, y al reír desdentados; las bocas eran como
ventanas de rejas. Aparecían mal encarados con los
mechones zambos o lacios caídos sobre la faz. ¡Los
montubios! ¡Los negros!
María de Jesús Nacipucha, arrebujada en su pañolón, haciéndole fiero al calor, tapada hasta la mitad
de la cara, comenzó a tener miedo. Venía sola. En
Guayaquil la esperaba una tía. Le tenía conseguido
puesto para que trabajase en una fonda, de moza.
Los montubios y los negros con las gentes que hicieron la guerra de Alfaro. Solían llegar a los pueblos serranos montados en caballos arrebatados en
las haciendas comarcanas. A galope tendido entraban disparando al aire sus revólveres. Masones y
sacrílegos. Hambreados de hembras.
—Venga hijita para que sepa lo que es un macho.
—¿Dormimos en la Iglesia esta noche?
—¿Dónde esconden al curita para dejarlo de padrastro?
O eran maleros, macheteadores y ladrones de ganado. Gentes que mataban porque sí. Tan asustada estaba que se fue arrimando al que viajaba a su lado.
Y se encontró con la risa ingenua y curiosa de Pedro Camacho, que vestía de saco y pantalón.
—¿Les tiene miedo? Bulliciosos nomás son.
—¿Ha venido usted ya antes?
—Puuuu… Como seis veces. Casi me he hecho mono…
La tranquilizaba su manera de ser. Sus labios enrojecidos y gruesos, la risa amplia y el modo delicado
y gentil.
—¿Dónde va a llegar?
—Me espera una tía…
Al reemprender su marcha el convoy conversaban
como antiguos conocidos. Camacho hacía valedera su experiencia. Al principio no se acostumbraba.
El calor es mortificante, en especial desde las diez
de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Pero luego hacía viento. Claro, que también, en ocasiones,
tibio. Y el agua no quitaba la sed, caliente y espesa.
Se hinchaban los pies y las manos. Y se ríen del color, que se arrebata hasta el rojo intenso, y del modo de hablar. Pero pocos eran los que molestaban
con lo de serrano. Si viera, casi toda la gente del
pueblo eran serranos…
V
Abajo, la hondonada profunda. Los arrieros fustigaban las mulas, que, aunque acostumbradas, estaban
reciamente temerosas de lanzarse al chaquiñán,
que atirabuzonado, igual que un serpentín de alambique, se metía sierra abajo, camino de la costa. El
jefe de los arrieros, maldiciendo a las bestias, se
persignó con el rebenque recogido, y rezó. Aquella
escalera peligrosísima hacía esguinces al borde el
precipicio. Se arremangaron hasta cerca de las rodillas los pantalones. Y comenzaron la bajada, a pie.
Tanteaban el piso lodoso. Antes habían asegurado
bien los hatos sobre las espaldas. Eran diez. Venían
del Sur. Siempre para las cosechas necesitaban gente en la costa. Los montubios son alzados y estaban
emigrando a las ciudades. Necesitarían hombres. Y
ellos venían. Mientras descendían, comenzaban a
encontrar la Costa. Los cantos de los pájaros. Habían caminado ya diez días. Informados por los
arrieros reacios a conversar.
—¿Será fácil hallar trabajo?
—Umjú! Fregada es la cosa…
Mientras bajaban ascendía a ellos olor de otra tierra
y de otras plantas.
—Cuidado, no se acerquen a ese plano porque las
hojas destilan una leche que quema.
226
GALO RENÉ PÉREZ
Alguna vez creyeron verse entre la tupida hojarasca
rastrero deslizarse de ofidios. El viento se había
quedado arriba, en las montañas que ahora se recortaban sobre el filo blanco de las nubes lechosas.
—¿Con cuánto diario se puede vivir en la Costa?
—Eso depende… según la vida que quieran darse…
Y bajaban. El piso era cada vez menos pedregoso.
Las mulas se arqueaban en prodigioso equilibrio.
Rodaban con las cuatro patas juntas y el rabo entre
las piernas. Los arrieros no caían, pero ellos habían
menester cogerse del piso con pies y manos.
—¿No será difícil encontrar trabajo enseguida?
—Ahora están bajando por el tren gentes por cuenta de los mismos gamonales…
Zancudos comenzaban a llegar en la solana restallante.
Había arboledas tupidas de grandes hojas pendientes hasta el suelo. Al comenzar la noche se distraían
con el vuelo de los cucuyos. Inusitado era mirar las
luces volantes tan dispersadas y tan numerosas. Pero el temor de las alimañas.
—¿No hay peligro de tigres?
—Esos andan en las montañas. Raramente salen a
los caminos…
—¿Y las culebras?
—Nosotros no somos crianderos…
El apretujamiento de las gentes en este vapor siempre estrecho para el pasaje, los gritos de los cargadores y de los estibadores, los empujones, el cansancio, el calor, los atontaba. Quedaron arrinconados, entre sus bultos. Al iniciar el balance de la nave se intranquilizaron. Alcanzaron a ver el mar movedizo y luminoso, como si anduvieran candelillas
en él. Y después, el sueño.
IX
Chatos, rojos, abotagados por el calor, subían uno a
uno. Las caras mantecosas. Los ojos de fiebre.
—¡Los longos son antipáticos!
—No tanto. ¡Pobres longos!
Jadeaban aplanados. Acesaban.
—El calor los mata.
—A nosotros nos achata el frío.
Pío los miraba. Sus párpados se contraían; ajustaba
los dientes y las mandíbulas se endurecían. ¡Longos! Cuando en Esmeraldas peleaban, eran longos
los que mataban negros. Los vio también sudorosos, junto a un fusil. Eran esos ojos quietos, hondos,
como ojos de muerto, como boca de fusil.
Ráfagas olorosas de mangle asoleado bejuqueaban.
Y el Rauta, ancho, bajaba callado, broncíneo, ahuecándose a cada curva en un embudo enorme. Se
veía el viento, más acá del sol, sobre los árboles,
temblando como la evaporación.
Un longo joven vio una culebra. Sintió frío, le tembló la quijada, se recogió contra sí mismo. Pasaba,
larga, resbalosa, indiferente. Cerró los ojos se remecía, tan rápido, que no se sacudía. La piel debía ser
fría, como mano de muerto. Y dizque mata la mordedura en horas, de arrojar sangre por todos los poros.
Jaramillo los ordenaba:
—Allá, ustedes, los sin mujer.
Pío mascaba tabaco. Ha visto al joven asustarse de
una culebra, y ha rajado su boca en desdén.
—¡Flojo!, ¡mi muchacho es más valiente!
—¡Un permisito!
La luz del día comienza a cerrarse como un paraguas, lentamente.
La voz de Toño salta de una talanquera, con el torcimiento de una guitarra, con borrachera de lejanía,
tambaleándose de tristeza.
Ya va cayendo la tarde
juntamente con el sol.
Así se me van cayendo
las alas del corazón.
Han pasado los últimos longos. Fueron mujeres con
maridos. Mujeres a las que les temblaba la cadera
maciza bajo el follón. Jaramillo las vio, con la misma cara con que veía todas las cosas. Y sin embargo, ahora, que ya se habían ido, se le metía por los
ojos el recuerdo de un pecho rojizo, fuerte, duro,
cimbreante, distinto de la piel elástica de las cholas
de junto al mar.
—Mucho longo, ¿no don Jaramillo?
—Es que son más baratos que nosotros.
—Y el costeño siempre tira a bravo.
—¡Pero cuando se levantan las indiadas!
Pío no cree. Los longos son cobardes y traicioneros.
—No es cierto, Pío. Usted, porque los morenos no
los quieren.
LITERATURA DEL ECUADOR
—Usted es Guayaco…
Y la sonrisa incisiva del negro lo corta bruscamente.
El vuelo de puñetazo de los murciélagos rompe el
lila de la noche iniciada.
X
—El José Aucapiña dizque se vino en canoa.
—Así, pues, fue. Casi mismo me da vómitos y otras
cosas. Viera nomás lo que es estar metido horas y
horas en eso estrechito, donde no se puede estirar
las piernas si al meterse las encogió. Viera nomás.
—Ni que fuera tan fiero. Ele vé los montubios como
vienen con familias y trastos.
José Aucapiña estaba sentado sobre la tierra dura,
sartenejosa. Miraba el río correntoso, cundido de
palos. El campo sembrado de janeiro cerca de las
márgenes, haciendo malecón de yerbas. Y su vista
alcanzaba a ver los inmensos sembríos de arroz.
Oía cantar las muchachas costeñas tras las paredes
de caña, ya sin verdura, color de hueso. Atendía el
grito de los pajareadores. ¿Cómo era que esos muchachos andaban, aún de pies, en canoas tan pequeñitas cuyos bordes rasaban el agua? Era menester confiar en los propios ojos para creerlo. Se atosigaba con las vaharadas de la montaña. Se allegaban pertinazmente los acres olores. Olor de árbol
en celo. De tierra fecundada. Hojas rajadas humedecían los troncos y el polvo esperjeando su hedentina cáustica. De los barrancos ascendía el picante
olor de los mariscos. Almizcle de pescados. ¿Cómo
era que la montaña de la otra orilla se movía toda?
Verde, prensada, se estremecía, ondulaba. Como
una negra que bailara el torbellino. Los negros y la
montaña saben moverse como el mar, saben estremecerse. Pero todo esto marea. ¡Y el viaje anterior
en canoa! Si las hormigas no pasearan tan a menudo por el suelo que su cuerpo ensombrecía, se hubiese acostado a dormir. Pero los insectos…
Desde el arrozal también se divisaban las casas de
la orilla. El José Aucapiña trabajaba metido en el lodo. Más que en el lodo era en candela. Si alguien
soportara el meter los pies en la ceniza recién quitada del fuego, esto sentiría. Grasa caliente, quemante; polvo cáustico, envolviendo los miembros y
adentrándose en la piel. El agua caliente y hedion-
227
da, removida y lodosa bailando por sus canillas,
pringando su ardentía hasta los muslos. Una cordillera de hinchazones lo cubría. Los mosquitos hacen fiesta en la carne serrana. Levantan ronchas
grandes. Su comezón es intensa y continua. Se rascan los cordilleranos desesperadamente, sacándose
la piel, haciéndosela llaga. Malo para trabajar en
los desmontes que viven en aguatales. Al remojarse
en el líquido sucio absorben los bichos de la podredumbre. Comienzan las llagas a crecer, abriéndose
campo entre la carne, en lagunas de carne blanca
siempre capaz de desgajarse, de ahondarse. ¿Para
eso vino? Sin embargo, bajo la carne llagada, bajo
la piel que inauguraba su nuevo color pálido, en la
sangre corretea la esperanza. A la hora del sopor
cerraba los ojos y ensoñaba. A la hora vertical de un
día sábado formaría cola ante la oficina de la Hacienda. Escucharía la voz monótona y dura del pagador.
—Jorge Pincay…
—Aquí.
—Seis días, diecinueve sucres; cuenta de comida
en la tienda, doce; abono a la cuenta, tres. Recibe
cinco sucres… Manuel Balladares, mozo.
—Aquí.
Y luego el grito con su nombre, descontando nada
más que lo de la comida en la casa grande. guardaría las monedas. Porque cambiaría todo lo que fuese billetes, que son propensos a hacerse polvo, a ser
devorados por los animales. Guardaríalas en una
bolsa de fuerte bayeta tejida por la Rosa vieja. Y comenzarían a amontonarse. ¿Qué importaban las
charras y los mosquitos? Crecerían las monedas,
plateadas, brillantes; como esta agua caliente y pudridora. Salpicadoras, no de ardentía para abrir
charras, si de llaves para los caminos. Para los pedregosos caminos serranos, polvosos y torcidos, trepadores de laderas, trajinados de indios. Como un
camino, el primero que conociera, alejador de su
casa y su vieja, acercador de la fortuna. Tres días de
trabajo, nueve monedas de a sucre; nueve, relucientes y sonoras. Engarfiado al desmonte, a pesar
de que el paludismo comenzaba a retenerlo en la
Costa, carta de naturalización para la sangre, sentía
que al correr los días y crecer las monedas, se iba
para siempre a su tierra, se acercaba más y más a la
parcela de la vertiente andina para sembrar su pro-
228
GALO RENÉ PÉREZ
pia cebada, su propio trigo, sus propias papas, su
propio maíz…
Fuente: Enrique Gil Gilbert, Nuestro pan. Editorial Casa de
la Cultura Ecuatoriana, Quito. Capítulos I, II, III, IV, V, IX y
X, 1976.
Joaquín Gallegos Lara (1911-1947)
Nació en Guayaquil y en la misma ciudad murió tras una vida desasosegada y triste.
Perteneció a una familia pobre. Su formación
intelectual fue sobre todo la de un autodidacto. Leyó abundantemente. Frecuentó las literaturas del mundo entero. Amaba a los clásicos tanto como a los modernos. Conocía a los
autores franceses en la lengua propia de ellos,
que había llegado a dominar. Y no era que
disponía de medios adecuados para consagrarse a ese linaje de labores. Ni menos. Lo
que ocurría era que el desventurado joven estaba condenado a las cuatro paredes de su habitación porque no podía moverse: había nacido con una deformación que le impedía caminar. Sin embargo, las necesidades del sustento y una amorosa ansiedad por las cosas
que contemplaba desde su miserable bohardilla le lanzaron un día hacia las calles. A espaldas de otro hombre, que fue como usualmente recorrió todos los sucios y descaecidos rincones de la gente humilde, y como, en momentos de dolor colectivo, se hizo presente
en las barricadas, convertido en un combatiente más. Su amigo José de la Cuadra ha
evocado fugaz pero expresivamente algunos
aspectos de esa zarandeada y generosa existencia. Ha aludido a los trabajos fatigosos de
Gallegos en un camión que acarreaba cascajo de las canteras cercanas al puerto. Ha hecho referencia a los contactos que aquél buscó fervientemente con el pueblo montuvio,
“gentes de veras”. Ha recordado su desplazamiento a la ciudad de Cuenca, en donde se
había asombrado de los trágicos esfuerzos del
campesino serrano que había tenido que cargar sobre sus hombros, hacia las alturas, muebles, coches, pianos: “todo este lujo macizo
—dice De la Cuadra— ha venido sobre la espalda corvada de los indios, por los escarpados senderos”. Alrededor de esa dramática
realidad, anunció Gallegos su novela “Los
guandos”, que desgraciadamente nunca logró
elaborar. Tampoco consiguió entregar al público otra larga narración —”La bruja”— sobre los problema de los sembradores de cacao, algunas partes de cuyos originales parece haber conocido José de la Cuadra. E igualmente jamás recogió su producción dispersa,
que había publicado desde los años moceriles
en libros y revistas.
A Joaquín Gallegos Lara se le había venido apreciando a través de esa desordenada
difusión de sus cuentos y de la parte que le
correspondió en el libro titulado Los que se
van. Pero sí se considera con atención, ninguno de sus relatos breves, incluído “El guaraguao”, que es el más sugestivo, alcanzó los
atributos de su única novela conocida: Las
cruces sobre el agua. La iniciación de Gallegos fue, sin duda, precaria y vacilante, como
no la había sido la de sus compañeros. Se
apasionó por los temas del pueblo costeño,
pero le faltó la maestría de De la Cuadra y de
Gilbert para no despeñarse en la truculencia
ni en las debilidades de la técnica y el estilo.
El dominio narrativo le vino con la madurez.
Se lo admira en su novela, que de veras le da
derecho a una posición muy destacada en la
literatura hispanoamericana.
Hemos dicho que el caso personal, íntimo, de Gallegos Lara fue, sin duda, trágico.
Su figura física era incompleta. El cuerpo, con
su impresionante defecto ingénito, mostraba
una especie de raigones flotantes en vez de
las piernas. Pues bien, aquel hombre atormentado por su monstruosidad corporal no se
resistió a introducir en su novela Las cruces
LITERATURA DEL ECUADOR
sobre el agua una figura de fenómeno: la de
Malpuntazo, zaherida y befada por su propio
autor, como en desahogo de odio a la imperfección personal que veía en sí mismo. Pero,
algo difícil de entender, la desventurada condición de Gallegos no le privó, a pesar de todo, de la capacidad de sentir fielmente la realidad del hombre común: aquí vale decir entero. Múltiples experiencias, y sobre todo las
que demandan una naturaleza plena, vigorosa, móvil, y aun bella para sus alardes amorosos y heroicos, parece que hubieren sido captadas por él no sólo a través de una observación diligente, sino de la propia vida. Porque
los personajes de Las cruces sobre el agua
alientan y trajinan por el libro henchidos de
euforia, de brío, dejando sentir sus actos como algo verdadero y persuasiva. Más que el
trasunto de lecturas y de observaciones perspicaces —que sin duda lo hay—, se adivina
en todo ello una intuición penetrante.
La obra, varias veces reeditada, se publicó en Guayaquil, en la Editorial A. G. Senefelder C.A. Ltda., en 1946, con portada de Alfredo Palacio y 7 grabados de Eduardo Borja
I. El novelista quiso tomar como soporte de
ella un hecho de la historia del puerto guayaquileño: el levantamiento popular del 15 de
noviembre de 1922. Que tuvo un corolario
sangriento. Entre los rebeldes sacrificados por
las balas oficiales estuvieron los panaderos.
Los angelicales obreros del pan de cada día. Y
sobre todo uno, cuyo nombre preside aún las
tahonas cálidas de la alborada: Alfredo Baldeón. El novelista se propuso evocar ese
acontecimiento y la vida misma de aquel
hombre humilde y generoso. Pero advirtió
que le era indispensable reproducir también
la atmósfera en que exuda su existencia el
pueblo de Guayaquil: la del barrio pobre. La
fuerza de su narración debía proceder de los
manaderos de la realidad. Tenía que eludir las
fáciles imágenes con que se acostumbra de-
229
formarla. Y, no obstante, convertirla en materia novelable. Ensayó entonces un estilo harto
apreciable. Fruto de su sensibilidad del medio
ambiente y de la aptitud expresiva de su lenguaje para la traslación de tal experiencia.
Quizá no se ha escrito una novela que presente como Las cruces sobre el agua, con nitidez igual ni tan conmovedora poesía, la vida del pantano, que es la del suburbio del
puerto de Guayaquil. Pero en la composición
de los cuadros de Gallegos Lara se pulsa, no
el desamor ni el desdén a su tierra empobrecida, asiento de la enfermedad, el hambre y el
fracaso, sino una tierna y ansiosa preocupación por ella. De ahí que el protagonista Alfredo Baldeón, tras deslumbrarse con el esplendor de la ciudad extranjera que ha visitado,
busca el reencuentro con su barrio humilde,
como un Ulises nostálgico que “no menospreciaba lo suyo: estas cañas y estos lodos!”.
Hemos dicho que el punto central de
los episodios de Las cruces sobre el agua es la
represión sangrienta por el ejército de los centenares de gentes que salieron a las calles de
Guayaquil en defensa de sus derechos. Pero
tal acaecido, que Gallegos Lara describe con
firmeza de buen narrador, no disminuye la
importancia de otros asuntos del argumento,
entretejidos de modo que se tenga una impresión de la atmósfera social y de las interioridades de varios de sus personajes. Con ello se
enriquece el curso narrativo, y se lo extiende
hacia campos diversos que, cuando menos,
evitan el riesgo de la monotonía. Así el lector
puede descubrir el drama de los trabajadores
y su hogar miserable, o contemplar de desigual fortuna de la clase media, cuya condición es más o menos la misma en muchas ciudades de nuestra tiempo. Comprende, además, los móviles de la intranquilidad popular.
Siente la desesperanza a que conducen los
fracasos, la agitación frustrada de toda esa
muchedumbre de desposeídos. Observa, por
230
GALO RENÉ PÉREZ
otra parte, a través de la figura cardinal de
Baldeón, cuadros fugaces de las guerrillas de
los negros de Esmeraldas, promovidas por los
caudillos liberales y cuyo tema ha sido ya incorporado a varias narraciones del litoral
ecuatoriano.
Toda esa pluralidad de hechos ha sido
ordenada con destreza. Se puede decir que
hay un haz casi homogéneo, sostenido en su
mayor parte con mano firme, de novelista que
acierta a responder a las exigencias de la técnica. Los casos en que se percibe la falta de
ensamble entre los asuntos, el rompimiento
de la unidad a veces brusca y desconcertante,
no son frecuentes. Se los encuentra quizá en
el capítulo IV, de “Los apuros de Mano de Cabra”, y en el VIII, de “Los barrios silenciosos”.
Y parece entonces que el autor se da prisa en
repartir los trazos, en acudir al empleo de
manchas impresionistas, que se muestran más
apropiadas a la naturaleza del cuento que de
la novela. Tal arbitrio no deja de ser discutible
y revela un aflojamiento del esfuerzo de composición.
De igual modo, es poco suasorio el
afán de introducir personajes que incomodan
en el desarrollo normal del argumento, y cuya presencia sólo hallará justificación en episodios posteriores, ya bastante desconectados
de los primeros. Esa misma inestabilidad, o
vacilación de la unidad, acusan los saltos que
da el relato del tema de Alfredo Baldeón al de
Alfonso Cortés, que es otra de las figuras centrales. Hay, en efecto, un enfoque alterno sobre la trayectoria de éstos. El novelista dirige
su espejo móvil ya a las acciones y los juegos
anímicos de Baldeón, ya a los de su compañero Cortés. Ello acaso se explica a través de
una razón: el primero encarna el coraje, la altivez, la bondad, la resistencia temprana para
los trabajos: en fin, una suma de virtudes que
no demandan el apoyo de una formación intelectual, y que precisamente acentúan su
condición popular. El otro tiene, en cambio,
sobre sus atributos ingénitos, la influencia de
la cultura que ha adquirido no sólo en las aulas del colegio, sino en la atmósfera de la clase media a la que pertenece. Alfonso Cortés
viene a ser, de este modo, el hombre de reflexiones y juicios en que necesitaba desdoblarse el novelista para su crítica de la sociedad y
de los antecedentes que generaron el movimiento trágico del 15 de noviembre de 1922.
No obstante esta resquebrajadura de la
unidad del relato, se aprecia en la generación
de los caracteres de Baldeón y Cortés la fuerza y la habilidad de un buen creador. El interés de la vida del primero no amengua el de
la vida del otro. Caído ya entre las balas del
ejército el héroe-panadero Alfredo Baldeón,
la novela se extiende un poco más, alimentada por los hechos posteriores de Alfonso Cortés. Pero aparte de las dos figuras mayores,
hay un conjunto humano que pasa por los capítulos de la obra marcando bien su huella. Se
cree palpar a cada personaje como si fuera un
ser viviente y cercano. Lo admirable es que en
la mayoría de tales creaciones no ha habido
necesidad sino de pocos trazos vigorosos, que
llevan en sí el ademán de la existencia verdadera. El padre de Baldeón, y Victoria, la hermosa joven blanca que el rapaz, con ojos
enamorados, veía pasar no lejos del tremedal
de su covacha, y la infantil pandilla del barrio, y las Montiel, y el desventurado panadero de Puerto Duarte, y Violeta, y la familia de
Alfonso, todos descubren la capacidad definidora y el calor vital que animaban la pluma
de Gallegos Lara. Pero en ese campo de la caracterización de los seres de la novela hay un
episodio digno de ser recomendado: el del
encuentro de Alfonso y Violeta. Los dos van
construyéndose a sí mismos, a través de sus
propios recuerdos, cual si se hubieran emancipado del control del narrador. Y en su diálogo, abundante, fluido, rico de observaciones
LITERATURA DEL ECUADOR
inteligentes, no falta el ejercicio de la sátira
sobre los amargos contrastes de la vida social.
Finalmente, es imposible dejar de señalar, como algo de lo de veras logrado de la
novela, todo su primer capítulo, titulado “La
Artillería”, nombre burlesco con que se designa al barrio pobre del protagonista. Allí está
sugestivamente evocada la infancia de Alfredo Baldeón en medio del arrabal guayaquileño, y trazados con vigor impresionante los
cuadros de la peste bubónica que asoló al
puerto: la fiebre de los apestados, la angustia
de las gentes, el paso lento y crujiente de la
carreta de bandera amarilla que arrastraba su
carga humana hacia la muerte, el perfil del lazareto con sus “ventanas tapadas con tela
metálica”, que le daban “el aspecto de un ciego”, las dolorosas emociones de Alfredo viendo a sus seres más queridos atrapados por la
enfermedad. A través de todos esos detalles,
magníficamente concertados, nos sentimos
inclinados a recordar La peste, obra de Alberto Camus. Y ello, aunque no haya en Las cruces sobre el agua ninguna influencia del celebre autor francés, ni en nosotros la cursi tendencia a la hipérbole, que caracteriza a cierta manera de comentar las producciones del
país natal.
DEL CAPITULO I
6
Cruzaba su padre el patio, de vuelta del trabajo. Alfredo se fijó que apenas no lo veían de fuera, dejó
fallar la pierna como aliviándose, y cojeó abiertamente. El pensó, como un rayo: tiene un bubón en
la ingle!
—¿Qué te pasa, papá?
—Ya me fregué. Creo que estoy con la peste.
En poquísimos días, habían aprendido a conocerla.
El carretón y su bandera se habían vuelto cotidianos. Condujeron decenas de enfermos al lazareto:
de esa calle, de las otras, de todo el barrio del Asti-
231
llero, dizque de todo Guayaquil. Nadie había vuelto, aunque decían que algunos se mejoraban. De
muchos se supo que murieron. El miedo se extendía por las covachas.
Con los dientes apretados, Alfredo dijo al padre:
—¿Por qué va a ser peste? Tal vez sea terciana. ¿Te
duele la ingle?
—De los dos lados… Y veo turbio, estoy mareado.
Tengo una sed que me quemo. Enciende el candil.
¡Si Trinidad no se hubiera ido! Alfredo se tragaba las
lágrimas: tenía que cumplir, juró no llorar. Ella podría cuidarlo. No sería el cuarto este pozo abandonado que era, para los dos, sin mujer y sin madre.
Al andar, sus pies tropezaban papeles, cáscaras, puchos de cigarro: nadie barría o exigía barrer. Como
Manuela al hijo, Trinidad, a escondidas, habría
atendido a Juan.
—¡Ajo, qué sed! Anda cómprame una pílsener, toma.
Le dio un sucre, de esos de antigua plata blanca,
que ya escaseaban, grandazos, pesados, llamados
soles, por su parecido con la moneda peruana. Salió rápido: sólo en la avenida Industria alumbraba
el gas. Pero Alfredo ya no temía la oscuridad. Por
Chile, caminó, cruzando los pies, por uno de los
rieles del eléctrico, hacia la otra cuadra, Balao, a la
pulpería del gringo Reinberg, desde la cual una linterna proyectaba su fajo claro calle afuera.
Hileras de tarros de salmón y de frutas al jugo, de
latas de sardinas, de botellas de soda y cerveza, repletaban las perchas. De ganchos en el tumbado,
colgaban racimos de bananos y de barraganetes de
asar. Olía a calor y a manteca rancia. Alfredo pasó
por entre altos sacos de arroz, fréjoles y lentejas y
alzando la cabeza, pidió la pílsener. El gringo probó el sonido del sucre en el mostrador y con su habla regurgigante, comentó:
—¡Toda noche, tu padre: cerveza, cerveza! ¡Así son
los obreros! ¡En mi tierra igual: trabajador no sabe
vivir sino emborracha!
Alfredo no temía sus bigotazos ni su calva:
—Mi padre no es borracho, es que está enfermo.
—¿Se sana con cerveza? ¿Está bubónico? ¡Mucha
bubónica es!
Cogido de sorpresa, Alfredo calló. Si confesaba, capaz el gringo de denunciar al enfermo. Y para él,
como para todos, el lazareto era peor que la peste.
232
GALO RENÉ PÉREZ
—Si el panadero está bobúnico —agregó el gringo— dí a tu mamá ella no sea bruta como gente de
aquí. Con remedios caseros muere el hombre. Mándenlo pronto a curar al hospital bubónico…
—¿Al lazareto? ¿Para que lo maten?
—Ve, tú, Baldeón: aunque chico, no estar bruto!
Piensa con la cabeza, no con el trasero. En casa, el
hombre muere, ya está muerto. En el hospital bubónico también por los médicos pollinos. Pero hay
medicinas, inyección, fiebrometro… Siempre hacen algo: muere, pero no tan seguro…
—Se lo diré a mi mamá —contestó Alfredo— conmovido por la preocupación que le demostraban.
Salió con la cerveza, confuso por todo lo que acababa de oír. Que aunque chico no fuera bruto… Lo
contrario de lo que él opinaba, que la gente mayor
es estúpida.
Se asustaba de la resolución que dependía de él. Si
Juan se moría, siempre se sentiría culpable: por no
haberlo mandado o por haberlo mandado al lazareto. ¿Qué haría? ¡Maldita sea! ¿Cómo lo agarraría la
bubónica al viejo? Si estaba vacunado, lo mismo
que él y todos! Quería decir que la vacuna no servía para nada! Mejor: le daría peste a él también y
no quedaría solo en el mundo.
Juan bebió la cerveza. Tenía los ojos sanguinolentos. Alfredo lo ayudó a acostarse. Apenas posó la
cabeza en la almohada, se hundió a plomo. Para tenerlo visible, no cerró el toldo ni apagó el candil. Se
echó en la hamaca tapándose con una cobija.
El seboso fulgor era vencido por las sombras que
flameaban, tendiéndose a envolverlo. Nunca necesitó decidir algo así. Imposible dormir. Al cerrar los
ojos, se sentía hundir, como cayendo. El silencio de
Juan, lo espantaba. ¿Se habría muerto?
La peste mataba pronto. Dos días alcanzó Manuela
a acudir a la puerta del lazareto, a preguntar por Segundo, suplicando que la dejaran verlo. Al tercero
le anunciaron que había fallecido. Tampoco le permitieron ni mirar el cadáver. La zamba se calentó e
insultó a las monjas enfermeras: les dijo que eran
groseras, perras y sin entrañas, seguramente, porque no habían parido. Al saberlo, él rió. Calló en
seguida, recordando a Segundo. Siempre harían falta en la calle su risa y sus zambos rubios. Nadie le
disputaría ya ser jefe de los muchachos, pero ¿de
qué valía?
No era su padre el único con peste, a pesar de la
vacuna. A todos vacunaron en la Artillería y habían
llevado a varios. Uno fue Murillo, que trabajaba en
la Florencia y era un serrano joven, empalidecido,
de diente de oro y bigotillo lacio. Jugaba fútbol y
creyó el bubón un pelotazo. Los sábados, traía galletas de letras y números y las repartía a los chicos,
quienes, de juego, le gritaban, confianzudos:
—¡Murillo pata de grillo, que te cagas el calzoncillo!
Otra fue una viejita negra, menuda y andrajosa,
apodada Mamá Jijí y también la Madre de los Perros. Caminaba apoyada en un palo. Habitaba debajo de un piso: rincón de escasa altura donde en
una estera, dormía, juntamente con sus perros Carajero y Lolila. Hazaña de Alfredo había sido registrar a hurtadillas su baúl misterioso: halló clavos
mohosos, retazos, postales viejas, loza rota, alambres y más apaños de basura. A Mamá Jijí no la sacaron viva: extrajeron el cadáver, con los bubones
reventados y comidos de hormigas, e igualmente
muertos, ambos perros, con los hocicos mojados de
baba verde.
No se la oiría gritar en el patio:
—¡Respétenme, so cholas, que yo soy Ana Rosa
viuda de Angulo, de la patria de Esmeraldas!
Otros pestosos fueron la catira Teodora y su madre,
Juana. Teodora era una muchacha alta, gruesa, pecosa, de nariz achatada y pelo claro. Reía como cacareando. Era la única persona que sabía el secreto
de Alfredo. Al verlo salir le decía risueña:
—¡Aja, Baldeón, ya vas a aguaitar a la blanca!
—¿Y a vos qué? ¿O es que te pone celosa?
Ella reía, esponjándose, y era toda una clueca.
—¡Pero vé el mocoso! Descarado eres ¿no? ¿Te
crees que a mí me faltan hombres grandes que me
carreteen, para fijarme en vos?
A Teodora y a su madre, veterana verduzca de paludismo, les nacieron los bubones en el cuello. Seguras con sus vacunas, supusieron que fuese papera. Delirando de fiebre las metieron en el ya tan conocido carretón.
Alfredo reflotó de un salto del sopor en que resbalara sin saber qué momento. El candil extinguido
apestaba a mecha carbonizada. La angustia regresó
LITERATURA DEL ECUADOR
repentina en la piedra de la tiniebla que le aplanaba el pecho. Se restregó los ojos.
—Viejo, viejo… —llamó a soplos.
Respondió con un quejido:
—Dame agua, Alfredo. No hay qué hacer… Doblé
el petate. Por vos me importa: guácharo a la cuenta de padre y madre…
Pero, a través del sueño, venida de quién sabe dónde, en Alfredo se había ya abierto en luz la resolución.
—¡Juan Baldeón, vos te curas! Apenas clareen busco el carretón y te hago levar. ¡Vos te curas, te digo!
—¡Jesús! ¿Qué dices, hijo? Allá me matan.
Pero carecía de fuerza para fulminar la indignación
que creía que merecía el hijo ingrato. Débil, febril,
añadió, con dejadez quebrada:
—¿Por qué quieres salir de mí más pronto? ¿O es
que tienes miedo que se pase la peste? ¡Hijo!
—No, viejo: vos te curas. Somos machos, ¡qué vaina! ¡Es mariconada cruzarse de brazos! ¡Aquí estás
fregado de todos modos, y por muy porquería que
sea ese lazareto, allá hacen algo!
7
Ni bien entraron al aula, donde herían sus narices
carrasposo polvo de tiza y pelusas del paño mugriento de las sotanas de los legos, les avisaron que,
a causa de la bubónica, las escuelas habían sido
clausuradas por quince días.
—Lo que es yo no me voy a la casa todavía. La mañana está macanuda y allá no saben que han dado
asueto —declaró Alfonso.
Alfredo contestó:
—Yo también tengo ganas de vagar, pero vámonos
yendo al lazareto, primero, a saber del viejo, y de
ahí salimos por encima del cerro al malecón.
—Ya estuvo.
Apretados bajo el brazo libros y cuadernos, caminaron velozmente. Aunque a Baldeón lo mordía la
inquietud, no podía sustraerse a la alegría de andar.
Siguieron la calle Santa Elena hacia el camino de La
Legua, entre casas viejas, de techos de tejas y de galerías; en los bajos, se abrían sucuchos de zapateros
o sastres, o chicherías hediondas a agrio ya fritadas
rancias. Cholas tetudas y descalzas, miraban con
ojos muerto, desde los interiores.
—Yo no me enseñara en estos barrios, no hay como
233
el astillero ¿no verdad?
Al fondo de la calle, blanqueaba el cementerio, en
la ladera. La Legua corría hacia allá, por un descampado que llamaban El Potrero. ¿Se curaría su
padre? Hacía cuatro días que lo hizo llevar. ¡Qué
porfía le costó persuadirlo que era para mejor! Al
partir, su voz quemada, anunció que no volvería.
La señora Petita había llevado a Alfredo a su casa a
comer y dormir y a la compañía de sus nietos. El no
sabia con qué palabras agradecerle; la miraba y suponía que ella lo entendía.
Todos los días había ido a preguntar por Juan. Primero le informaron que seguía muy grave; luego
que estaba lo mismo; la víspera le dijeron que parecía mejorar. No quería ilusionarse: aguardaba lo
peor. Como para palpar su abandono, se había lanzado a vagar. Fue solitario a través de las calles calcinadas por el verano de fuego, azotadas por raspantes polvaredas. Lo asombró cómo el terror deformaba en gestos de pesadilla las caras de las gentes.
Desde el confín del Astillero hasta los recovecos,
donde la bubónica hacía su agosto, de la Quinta
Pareja, el carretón de la bandera amarilla arrastraba
su rechinar lúgubre. Pero no bastaba: al hombro, en
hamacas, Alfredo vio llevar otros pestosos.
Sudando, Alfonso y Alfredo dieron vuelta al cerro
del Carmen. Con las ventanas tapadas con tela metálica, lo que le imprimía el aspecto de un ciego;
pintado de color aceituna, se levantaba, a la vera de
la calzada rojiza de cascajo ardido de sol, el temido lazareto. En el caballete del techo de zinc, se paraban gallinazos. Un gran silencio inundaba la sabana inmediata, con la yerba atabacada de sequía.
Se acercaron y sonaron el llamador. Olía a campo
mustio y a remedios. Apareció una monja de rostro
juvenil y sonrisa aperlada con el hábito azul y la
corneta tiesa limpísimos. Miraba suavemente ya Alfonso sus ojos le parecieron uvas.
—Madrecita, a ver si me hace el favor de preguntar
cómo sigue Juan Baldeón, cama Nº 17, ya usted sabe cuál…
La monja se entró, llevándose el muelle rodar de
sus faldas pesadas. En medio de una calma cada
vez más honda, Alfredo y Alfonso, por la reja, distinguían en el patio del claustro, unos arriates, cuyas plantas y céspedes, en contraste con la tostada
234
GALO RENÉ PÉREZ
yerba de fuera, resplandecían de húmedo verdor.
Alfonso respiró el olor a remedio nuevamente y
precisó que era olor a éter. La monja volvía; sonrió
más.
—Juan Baldeón está muy mejor, quizá el domingo
se le dé el alta. la Providencia te ampara, chiquitín…
Era jueves: los dos muchachos, silbando, treparon
la cuesta, entre los algarrobos, como si ascendieran
al sol.
Fuente: Joaquín Gallegos Lara, Las Cruces sobre el agua.
Editorial A. G. Senefelder, 1946, Guayaquil, Capítulos 6 y
7.
Adalberto Ortiz (1914)
Nació en la ciudad de Esmeraldas, un
puerto sobre el Pacífico de población preponderantemente negra. Ortiz es mulato; esto es,
mestizo de blancos y negros. El prologuista de
su libro de poemas “Tierra, son y tambor” —
Joaquín Gallegos Lara— le hizo un retrato
muy fiel y expresivo, que permite advertir su
doble ancestro: “Sus facciones —escribió—
se contradicen. La piel y el cabello contrastan
con la boca y los ojos: color de canela asoleada, cabellos negros que desde siglos con su
encrespamiento son una insinuación a la rebelión, boca de gozador francés y mirada a la
vez introspectiva y ávida de occidental”. Ortiz estudió en la capital del Ecuador, en donde
se graduó de profesor normalista. Durante
esos años, y más tarde —en 1940, gracias a
las entregas literarias del diario “El Telégrafo”,
extendió su prestigio de autor de cantares negros y mulatos por los círculos intelectuales
de todo el país. En 1942 obtuvo con “Juyungo” el premio nacional de novela, en un concurso promovido por el Grupo “América” de
Quito. En 1945, sus poemas de “Tierra, son y
tambor” alcanzaron el segundo puesto entre
los libros publicados ese año en la ciudad de
México, y algunos de ellos aparecieron posteriormente en antologías internacionales. La
producción de Ortiz no ha ido abundante, pero tampoco ha declinado: “Camino y puerto
de la angustia”, poemas (1946); “La mala espalda”, cuentos (1952); “El animal herido”,
compilación de todos sus poemas (1959); “El
espejo y la ventana”, premio nacional de novela en un concurso promovido por los periodistas del Ecuador (1964). Algunos de los trabajos de este autor han sido traducidos a otras
lenguas: francés, checo, alemán, ukraniano,
italiano, búlgaro, etc. A más de las actividades
literarias Ortiz ha ejercitado las de pintor, profesor de colegios, diplomático y funcionario
de la educación pública ecuatoriana.
Hay algo muy definido y constante en
su producción de escritor: la revelación de las
calidades anímicas de su doble ancestro. Podemos observarlo a través de sus mejores
creaciones poéticas y narrativas. En efecto, en
“Tierra, son y tambor” se reflejan las emociones de su origen negro y blanco, pero además
el alma de su propio pueblo, que vive en la
planicie selvática de Esmeraldas, a orillas del
mar Pacífico. En un lenguaje de admirable
plasticidad, y con un dominio hábil de las formas simples y populares del verbo castellano,
deja apreciar, primeramente, las raíces sentimentales de su dual naturaleza de mulato,
que son tan reconocibles como la pigmentación misma que caracteriza a este tipo de
mestizaje. Aparte cualquier sofisma racista, es
evidente que hay diferencias sustantivas —
consecuencia del sedimento espiritual acumulado a través de los siglos— entre las reacciones íntimas del blanco y las del negro. El
mulato, por eso, siente dentro de sí el reclamo
conflictivo de las razas, y cuando se expresa
literariamente con sinceridad —como lo hace
el autor de “Tierra, son y tambor”— consigue
una demostración muy significativa de esa insoluble oposición interior. Hay en dicho libro
una composición titulada “Son del monte”,
en la que se dan a sentir con acento vivo y so-
LITERATURA DEL ECUADOR
noro las dos vertientes raciales: “Me dicen
que tengo —de negro mi canto— de blanco
mi llanto. —¡Uyayaay, aúa!— El bijao y la
guadúa”. La condición humana de Ortiz se
equipara bien a la de Nicolás Guillén, de Cuba, y a la de Palés Matos, de Puerto Rico.
De otro lado, con adhesión fiel a su
trópico nativo, y al pueblo preponderantemente negro que lo habita, y cuya conducta
frente al dolor y a la alegría, al amor y a la
muerte ha observado sentimentalmente desde
su niñez, ha podido dar con la expresión atinada de la realidad concreta de su país. Ha
venido así a convertirse en una suerte de representante de la poesía afro-ecuatoriana.
Es interesante notar esta posición personal y estética de Ortiz porque ella se hace
aun mas evidente en su novela mejor conocida, “Juyungo”. Precisamente su difusión internacional obedece, en cierta medida, a las características de traslación de un ambiente que
resulta sugestivo por su singularidad, de revelación de los conflictos raciales del mulato,
de preferencia por determinadas formas expresivas de la gente de color. En suma, por ser
una obra con un definido sabor regional. “Juyungo” comenzó a llamar la atención tras haber obtenido el primer puesto en un concurso
nacional de novelas en el Ecuador, en 1942.
Pero fue su segunda edición, realizada en
Buenos Aires en 1943, la que le lanzó a una
rápida notoriedad en el continente hispanoamericano, y aun a posteriores publicaciones
en otros idiomas, a pesar de lo difícil que resulta traducir el juego verbal de varios de su
pasajes, que se sostiene exclusivamente en las
acentuadas cadencias del habla de los negros.
Porque, efectivamente, el ancestro del autor
se deja percibir inmediatamente a través del
gusto sensual de las palabras, de la rítmica sonoridad de ellas y de su eficacia onomatopéyica. Por ejemplo, a los árboles de su región
los enumera de este modo: “el amarillo y el
235
laurel, el sauce y el guachapelí, el dulce pechiche y el claro tangaré”. Además, en el comienzo de cada capítulo y a manera de epígrafe, pone unas frases que suenan como el
acompasado golpe del tambor, y cuyo propósito es el de animar la atmósfera mágica del
pueblo negro. No todas ellas, desgraciadamente, son eficaces ni muestran el mismo grado de lirismo.
Otra cosa evidente es que, si bien las
expresiones lugareñas, el tipo de diálogo y las
coplas de los negros ayudan a crear el ambiente, su mayor fuerza de vida y autenticidad
surge de los episodios mismos que va trenzando la imaginación del novelista. A través de
éstos se siente que respira la selva esmeraldeña. Ella es la que estimula la brutalidad entre
los hombres, y la que todo lo sepulta en la impunidad. Lo demuestran los crímenes de los
“pelacaras”, acicateados por el ansia de robo;
los celos y los odios sangrientos entre los trabajadores, y, más claramente aun, los abusos
de que los empresarios hacen víctimas a los
peones madereros. Uno de estos —Manuel
Remberto— muere tuberculoso, doblegado
por sus rudas labores, sin poder redimir a su
familia de la pobreza.
Fiel a esa atmósfera de violencia, va
desenvolviéndose en un primer plano el destino de Ascensión Lastre, protagonista mulato
a quien se le identifica con el apodo de “Juyungo”. El narrador lo va presentando desde
su infancia, de errabundez por los ríos, hasta
su muerte en una acción de armas contra los
peruanos. Es un hombre en quien la fortaleza
física subraya la entereza del carácter, y para
el cual el hecho violento es la mejor manera
de servir a las causas justas. Se podría decir
que Lastre está bien creado desde el punto de
vista novelesco. Es —como lo quería Unamuno— un personaje que vive dentro del autor
mismo, pues que Adalberto Ortiz, con gesto
de gran sinceridad, ha comunicado a la natu-
236
GALO RENÉ PÉREZ
raleza de aquél todas las reacciones complejas, contradictorias, de su dual ancestro de
mulato. Algo semejante ocurre con las demás
figuras de ese origen, a través de cuyo temperamento se descubren las consecuencias de la
diferencia racial. En unas ocasiones se quejan
de su mulatez por ser una condición híbrida;
en otras, dejan oír la confidencia de su admiración hacia las gentes de otra piel. Y el mismo Lastre hace notar que se enciende de pasión en el ansia de “humillar sexualmente a
una mujer blanca”.
Casi toda la obra contiene la animada
descripción del medio rudo en que trabajan,
luchan, aman y mueren las gentes negras y
mulatas del trópico ecuatoriano, entre las que
sobre todo va desarrollándose con buen sentido de perspicacia novelesca, a través de sus
hechos y sus movimientos anímicos, la naturaleza de Juyungo. Pero, por desgracia, aquella seguridad para componer el tejido argumental y para narrar, que parecía que no iba
a sufrir desmayo, sufre a la postre un aflojamiento notorio. Se lo advierte de modo inevitable en el desenlace, cuando Ortiz quiere
convertir a Juyungo en un héroe adornado de
galas patrióticas, e incorpora a su relato, artificiosamente, el episodio histórico de la investigación peruana del año 41. Hay páginas
de los últimos capítulos que seguramente reclaman un breve masaje de técnica. Una revisión atinada.
En su novela reciente, “El espejo y la
ventana”, Ortiz se muestra más conocedor del
género, más experimentado en el uso de los
recursos difíciles del buen narrador. La acción
renovadora de los modernos hispanoamericanos ha surtido efecto indudable en él. La parte central del argumento, que se ramifica hábilmente en episodios cargados de tensión vital, y que permite la incorporación de varios
personajes bien caracterizados, desarrolla la
historia de una familia pobre de la costa ecua-
toriana: la de Luz María Calderón, mujer
blanca y de ojos azules que se ha casado con
un negro cuyo complejo de inferioridad racial
le ha hecho mantenerse impotente frente a los
ruinosos despilfarros de ella. La economía debilitada de los Calderón sufre un colapso definitivo en 1914, año de una sangrienta guerra
civil en la que su pueblo nativo de Esmeraldas
es bombardeado y reducido a escombros. Justamente al filo de ese acontecimiento ocurre
el nacimiento de Mauro, figura central de la
narración. Es el hijo de una de las tres mulatas que descienden de aquella mujer que, según él mismo lo dice, quiso dañar la raza (observemos nuevamente los conflictos dictados
por la propia naturaleza mestiza del autor). La
familia, en un éxodo colectivo de los pobladores esmeraldeños, se refugia primero en el
campo aledaño y luego en la ciudad de Guayaquil. Las memorias que traza Mauro le son
más claras desde entonces. Vive con su abuela, su madre —Elvira— y sus tíos Ruth, Delia,
Roberto y Joaquín. Les acosa la miseria. Habitan una casa humilde del arrabal. Se afanan
en establecerse en otra posición. Piensan que
Elvira, abandonada por el padre de Mauro,
debería hacer otro matrimonio. Ruth y Delia,
hembras atractivas, también se empeñan,
aunque en vano, en la cacería de maridos. La
primera es seducida por un millonario —Manuel Gómez—, que la lleva como maestra de
una escuela de su hacienda, y que luego la
trae de nuevo a la ciudad como su conviviente. La segunda, que llega a trabajar en una fábrica y que experimenta en toda su dramaticidad los hechos trágicos de un levantamiento
obrero, se desespera por no morir con su virginidad intacta y al fin se deja poseer por el
marido vagabundo de su propia hermana; es
decir por el padre de Mauro. Este episodio
trae consigo consecuencias exageradamente
funestas: Roberto lava la deshonra familiar
matando al seductor, la seducida sufre un ata-
LITERATURA DEL ECUADOR
que al dar a luz y sus deudos la entierran viva
suponiendo que ya ha fallecido: a la mañana
siguiente encuentran su cabeza y el féretro
destrozado y removida la plancha sepulcral.
Elvira, la madre de Mauro, que se ha establecido en la sierra, se casa con un emigrante
alemán y vuelve a Guayaquil, en donde recoge a aquél en su nuevo hogar. Por en medio
de todos estos avatares de la familia Calderón
va corriendo la existencia del protagonista.
Primero se describen sus impresiones de los
años iniciales de la infancia, bajo el control
enérgico de la abuela. El niño odia la reclusión de esa casa miserable y mira con amorosa curiosidad la animación de las calles. “Las
ventana era la vida”, y le incitaba a mezclarse en el bullicio de los muchachos de afuera.
Al fin se lanza a sus primeras aventuras. Vienen luego sus experiencias escolares. En una
temporada breve, dentro de esos años, va a la
hacienda en que vive su tía Ruth y conoce a
Claribel, hija del amante de aquélla. Los dos
niños inician un relación bastante íntima y
tierna que en un segundo encuentro, a la
vuelta de algunos años, se convierte en una
aventura amorosa y en contadas pero ansiosas prácticas sexuales. Claribel, para entonces, había regresado de los Estados Unidos.
Era una joven con el mismo atractivo poderoso de su madre. Así lo siente el rico terrateniente. Y, movido precisamente por el recuerdo de sus placeres de alcoba, una noche acaricia la núbil desnudez de su hija, que entre el
terror, el asombro y la excitación, permite que
se consuma el incesto entre ellos. Pero el intento del padre de seguir frecuentándola produce en ella encontradas reacciones; sobre
todo, la de una invencible repugnancia. Piensa en Mauro, su compañero furtivo de los días
de la infancia. Consigue hacerlo llamar. No le
importa su condición social tan diferente.
Tampoco el que aquel joven sea un mulato.
Al contrario, es ella quien le pide que la po-
237
sea. Esos amores no tienen un curso afortunado. Claribel es frívola. Conoce a un amigo de
Mauro —un español imaginativo y locuaz—
que no tarde en hacerla su esposa. El joven
protagonista, que entonces cursa la universidad, se ha entregado a las luchas políticas, ha
participado en una revuelta contra el Gobierno, y ha sido encarcelado. Desde su encierro
se entera de las bodas de Claribel y toma la
determinación violenta de envenenarse. Su
tentativa de suicidio se frustra gracias a la diligente atención médica. El lector encuentra
que aquel desenlace es un tanto artificioso y
falto de una motivación mejor desarrollada.
Ese es, sumariamente, el soporte medular del argumento, que, como lo dijimos, se
enriquece de episodios secundarios bastante
atractivos por su contenido social y humano.
Algo que sostiene la atención a través
de una fácil y placiente lectura es la naturalidad narrativa. No hay tropiezos de ninguna
especie, ni por inútiles rebuscamientos ni por
impericia en el dominio del estilo. Ortiz va
combinando con un buen sentido y experiencia de narrador los planos exteriores y anímicos. El movimiento de sus personajes no deja
percibir casi ninguna mecánica artificial o extraña a sus temperamentos y maneras de reaccionar. Los diálogos y monólogos se ajustan
sin esfuerzo y de modo legítimo a su condición personal. Son criaturas que se cuajan por
dentro y por fuera, con una muy natural complejidad humana: Mauro, Claribel, Delia,
Ruth, Manuel, Roberto, Ovidio, California.
Refuerza al poder narrativo una encomiable habilidad para las descripciones: son
ejemplos de ella la navegación de Mauro por
los ríos de la costa, que se anima con la evocación de sugestivas leyendas del montuvio;
la imagen cariñosa de sus campos y de los hábitos de la gente de color, los cuadros dramáticos de la huelga de los trabajadores, ocurrida el 15 de noviembre de 1922, la cual se in-
238
GALO RENÉ PÉREZ
corporó, magníficamente también, a la novela “Las cruces sobre el agua”, de Joaquín Gallegos Lara. Hechos como éste no dejan de
alimentar la intención social de Ortiz; pero
ella no se limita únicamente a los problemas
del pueblo humilde frente a la clase gobernante y los explotadores, pues que incorpora
consideraciones escépticas del autor sobre temas religiosos y breves digresiones de carácter metafísico. Ello comunica mayor sustantividad intelectual a su obra.
La forma literaria muestra la ascensión
de Adalberto Ortiz a un apreciable nivel estilístico. Descontadas algunas frases a cuya falta de lógica se suma cierto mal gusto, satisfacen su dominio de la claridad narrativa, del
juego de doble sentido de dos palabras combinadas en una (como usaban los creacionistas) y de significativas aliteraciones. En lo que
concierne al artificio que usa a través de toda
la novela, del espejo como símbolo de la contemplación introspectiva, y de la ventana como símbolo del contacto con la realidad exterior, y que le lleva a escribir introducciones a
cada capítulo, es notoria su falta de técnica y
de seguridad artística. Quizás suprimiéndolas,
esta creación novelesca de Ortiz mejoraría.
MIS PRISIONEROS
Por más que doy vueltas al rededor del círculo de
mis instintos y trato de calar hondo en el mar de mis
intimidades, no alcanzo a justificar mi crimen. La
espantosa impresión que en mi ánimo causaron los
hechos, hace que recuerde, con claridad, todo lo
acontecido desde el combate de Cazaderos. Más
que combate, yo le llamaría carnicería; tal fue la
mortandad que infligimos a los peruanos, al costo
de pocas bajas de nuestra parte.
Eramos apenas sesenta hombres salidos de diversas
unidades derrotadas en otras escaramuzas, pero indisolublemente ligados por el deseo de venganza,
el odio y el miedo a la muerte, ¿por qué no confesarlo? Todos vestíamos harapos y agonizábamos de
hambre. Todos teníamos esa no sé qué trabazón
que une a los humanos en los momentos supremos.
El pueblo de Cazaderos se alzaba en una ladera,
desde donde se atalayaba un gran playón pedregoso, que se abría como un gigantesco abanico hacia
el suroeste, hendido sólo por un riachuelo de aguas
puras y frescas, recién llegadas de las serranías, que
mas tarde se colorearan de sangre peruana.
La noche anterior habíamos acampado en el caserío que encontramos deshabitado. El enemigo nos
atacó casi sorprendentemente por la mañana, pero
nuestra posición era tan buena, y el playón por
donde se vinieron tan descubierto, que disparábamos sin riesgo, errando pocos tiros. Contados eran
los que alcanzaban a vadear el río, para caer luego
en nuestra ribera; pero los ataques se renovaban
porfiadamente, bajo un sol que aumentaba su fulgor con la entrada del mediodía.
Así se prolongó la matanza hasta bien entrada la
tarde, en que ellos se retiraron en espera de refuerzos y artillería de montaña, bajo el amparo de la
noche, según supusimos.
Yo reposaba ya tras una pared, y el cansancio me
traía hambre y sueño; el hombro derecho me dolía
por la trepidación del fusil. Noté con furiosa ansiedad, que el parque empezaba a faltarme. Aprovechamos esos momentos de tregua para buscar alguna comida. Registrando mi mochila y mis bolsillos
tuve la suerte o la desgracia de hallar unos cuantos
panecillos. Alguien había encontrado en una casa
un racimo de guineos maduros y con gran regocijo
nos lanzamos hacia él. Nunca en mi vida he comido bananos más deliciosos, y por eso reservé mis
panes, que más tarde habían de causarme tantos
contratiempos.
Vino la oscuridad cargada de gran expectativa. Era
como un gigantesco murciélago que aleteaba soporíficamente, haciéndome dormir en una cuneta yerbosa, con un sueño de medianoche, y no eran más
que las siete.
Me desperté sobresaltado, porque uno de mis compañeros me había remecido para decirme: “El Capitán Estrella quiere darte una comisión. Mal humorado como estaba, íbale a contestar una impertinencia, pero recordando la disciplina militar, me presenté al jefe que se había instalado en una casita
LITERATURA DEL ECUADOR
baja y retirada del frente.
—Cabo Góngora —me dijo— mucha falta nos harán aquí sus servicios, y más ahora que la gente empieza a desertar…
Yo hice un gesto espontáneo de sorpresa y él, al notarlo, continuó:
—No se sorprenda, hasta este momento hay como
cinco desertores y espero alguno más. Esto nos ocurre a menudo, y con más frecuencia, en unidades
heterogéneas.
Se sentó frente a una mesita alumbrada por una débil lámpara de kerosene, y mientras dibujaba algo
en un papel, agregó:
—Como confío en usted, le asigno esta comisión:
tiene que llevar dos prisioneros peruanos que, desperdigados, esta tarde se acercaron mucho a nuestras líneas.
—¿Hacia dónde los llevo, mi Capitán?
—A Loja…
—¿Yo solo?
—Sí, solo.
—No conozco el camino, mi Capitán…
Por eso le he dibujado este croquis.
Me entregó un papel y salió. Mientras yo examinaba la ruta que me trazó, sentí una corazonada, y
aquella anunciación me llenaba de tal desasosiego,
que hubiera preferido en esos instantes quedarme
combatiendo al invasor.
Después de pocos minutos, regresó seguido por dos
soldados nuestros que traían atados por los codos a
los dos prisioneros. El uno era un jovencito tímido,
como de veinte años, pálido y cejijunto. El otro era
un cholo tosco de piel bronceada, que miraba de
reojo. Ambos estaban pelados a rape y vestían el
mismo uniforme, bastante parecido al que nosotros
usábamos.
—Bien —díjome el Capitán— buena suerte y lléveselos ahora mismo; puede que sus declaraciones
sean importantes a los jefes de Loja.
Nos pusimos en marcha. Llevaba yo en una mano
ambos extremos de las sogas de mis reos, y ellos
marchaban adelante, con visible desgano, bajo la
tímida luz de la luna que asomaba ya como avergonzada por las tragedias del mundo.
A poco de habernos internado por un sendero umbroso, oímos de pronto recrudecer el combate, ca-
239
racterizado por un lejano pero nutrido fuego de fusilería, que era desentonado por cañonazos intermitentes.
Mis prisioneros cuchichearon algo, y mi nerviosidad aumentó bruscamente. Tuve impulsos de regresar para correr el mismo destino de mis compañeros. Mis dos peruanos —digo mis, porque estaban
enteramente a merced de mi voluntad— seguían
hablando en voz baja y llegaron a exasperarme de
tal modo, que los amonesté seriamente:
—¡Silencio! ¡Si no callan tendré que taparles la boca de otro modo!
El ruido iba perdiendo intensidad. Los disparos
eran ya graneados. ¡Hasta que por fin! paz absoluta. Digo mal, quedaba sólo el rumor nocturnal de
los seres vivientes de la selva. Miré al cielo y una
estrella me hacía guiños, como burlándose de mi
desesperación y de mi angustia. Mi pensamiento estaba junto a mis compañeros que ahora debían hallarse muertos, heridos o prisioneros.
Caminamos toda la noche, hasta que los dos hombres me pidieron un descanso. En la madrugada fría
y nebulosa nos detuvimos junto a un arroyo. Las
montañas y los árboles apuntaban indecisos entre
la niebla triste. Un bambudal, con sus copas de fino y espeso plumaje verde, se alzaba frente a nosotros, y noté de pronto que aquellos hombres estaban observándome desde el fondo de sus almas,
más turbias que mi conocimiento. Sus miradas me
venían de manera molesta. A veces tenía la sensación de que sus ojos querían herirme, querían matarme. Yo no deseaba entablar conversación alguna, pero no podía tolerar tampoco que me siguieran
mirando de ese modo.
—¡Qué tanto me miran! —les grite—, y ellos cambiaron su objetivo visual disimuladamente.
Me tranquilicé un poco. Saqué de mi mochila un
pan y un banano y empecé a comer distraído. Me
había olvidado que aquellos hombres podrían tener
hambre también, y sentí que de nuevo me observaban. Sentí: la mirada se siente. Esta vez sus ojos y
sus rostros tenían otra expresión. Era una expresión
pedigüeña. Estaban velando mi alimento.
Reflexioné un poco y me ví avergonzado de mi
conducta. Y fui humano otra vez, después de muchos días.
Saqué dos raciones iguales a la mía y se las pasé.
240
GALO RENÉ PÉREZ
Ellos las devoraron en menos de lo que canta un gallo. Bebieron un poco de agua, ahuecando las palmas de las manos, y el más joven y tímido me dijo:
—Dios se lo pague.
—No lo espero —contesté, dubitativamente.
Pero el otro, el cholo arisco, de mirada huidiza, sólo me agradeció entre dientes.
Caminamos todo el día a través de la extenuante
selva tropical. Senderos lodosos y semiescondidos
entre la maleza, y lomas empinadas como una maldición. Caminamos muy despacio todo el día, pues
estábamos cansados y débiles. El calor iba disminuyendo a medida que se aproximaba la cordillera
occidental de los Andes.
Mis prisioneros iban adelante, y a cada rato volteaban a verme con muestras de inquietud. Solamente
más tarde me dí cuenta de la causa de aquélla zozobra. Seguramente debían sentirse como cucarachas en pico de gallina. Al venir la noche, nuestra
marcha se hizo más penosa, hasta que escogimos
un sitio donde hacer alto. Mi rabia e impaciencia
reaparecieron, al constatar que casi no tenía qué
comer. Sólo me quedaban dos panes y dos bananos
magullados por el estropeo. Dí un guineo a los
hombres, y yo preferí un pan, con un poco de agua.
Aseguré con sus propias amarras a mis encomendados, y me dispuse a dormir, abrazado de mi fusil.
Vano intento: no podía, tenía miedo. No era miedo
de las fieras o de las culebras de la maleza: era miedo a mis prisioneros. Apenas pude lograr un insomnio cortado constantemente por los sobresaltos que
me producían los ruidos más leves. Nunca lo supe,
pero creo que aquella noche ellos tampoco pudieron dormir.
Al amanecer, hice el descubrimiento más desagradable que pude haber hecho en toda mi vida: mi último pan de la mochila había desaparecido juntamente con el último banano. Por un momento creí
que fueran los dos peruanos, pero los examiné y seguían tan amarrados como los dejé en la noche.
Con todo, los increpé duramente y el cholo me dio
a entender que de haberse acercado a mí, no habría
sido para robarme comida, únicamente.
Esta franqueza los perdió. Por eso, ahora, yo no soy
tan francote como en mis mocedades.
Desde aquel momento, la preocupación comenzó a
exasperarme. A eso del mediodía sentí un apetito
verdaderamente atroz. Empecé por tantearme esperanzadamente los bolsillos, y nada, nada. ¡Suerte o
desgracia! En uno de mis bolsillos de atrás del pantalón, hallé un pan aplastado como una tortilla. Me
senté bruscamente en un tronco caído y comencé a
devorarlo, furiosamente. Los hombres también se
sentaron desfallecientes y tornaron a mirarme con
una avidez más angustiosa que la del día anterior.
Me sentí como un perro famélico a quien otros perros quieren quitar su hueso. Debí haber puesto una
cara realmente feroz, cuando en la de los prisioneros hubo de pronto una súbita expresión de espanto. Más, el cholo se repuso rápidamente y adoptó
una actitud que califiqué de soberbia.
—¡Vamos! ¡Andando otra vez! —les ordené. Yo sabía que para el caminante es peligroso descansar
mucho rato, porque con el cuerpo relajado y frío no
se puede reanudar la marcha.
—Estamos cansados —replicó el cholo.
—¿No tiene algo para nosotros? —imploró el muchacho.
—No, —contesté a secas— yo también estoy cansado. Pero en el fondo me dolía. Tal vez eran mis
enemigos de guerra; pero eran hombres como yo a
quienes no conocía. Hombres como yo y como usted, que me matarían en la primera oportunidad. Y
esta aprensión tornábame duro y cruel.
—¡Andando! —les grité, y los amenacé con la culata de mi fusil. Penosamente se pusieron de pie y
reanudaron la marcha. Al muchacho se le salieron
las lágrimas.
El camino era ahora una suave y constante pendiente. Las fuentes corrían entre los bosques de las
quebradas profundas, cantando dulcemente, y la
mañana fresca, con sus pájaros alegres, sus flores
extrañas y sus insectos féericos, invitaba a vivir, no
a morir.
Como para aumentar mi exasperación, los hombres
cuchicheaban adelante, y volteaban a verme a cada rato, con una expresión temerosa y preocupada,
como si intuyeran algún peligro inevitable.
Parecíame que yo llevaba una especie de fiebre. En
mi mente convulsa giraban pensamientos contradictorios, a lo mejor, lógicos: “Ellos no tienen la
culpa, yo tampoco, pero quieren matarme. ¿Por qué
me miran así?… ¿Por qué quieren matarme?
“Otra mala noche viene para mí y amaneceré loco,
LITERATURA DEL ECUADOR
si logro amanecer. Yo, solo y libre puedo encontrar
aunque sea raíces en el monte para comer. No podré soportar por más tiempo sus miradas pedigüeñas, sus miradas de odio, sus miradas de angustia,
sus miradas de pavor. Sus miradas de todo. Si los
mato diré que intentaron fugarse o matarme. Si no
los mato, ellos acabarán esta noche conmigo. Ya no
resisto. A lo mejor, mueren de hambre en el camino: moriremos los tres. No, no quiero morir, ni solo
ni acompañado”.
Alcé lentamente mi fusil y apunté. Tuve que bajarlo
bruscamente porque noté el movimiento de cabeza
que anuncia cuando van a regresarnos a ver. Ellos
se pusieron más inquietos, desesperados. No había
duda, sospechaban de mí. Por detrás observaba yo
sus cuerpos desgarbados, sus pasos arrastrándose
maquinalmente. Dos veces más intenté disparar, y
otras tantas estuve a punto de ser sorprendido. Vacilaba, ésa era la verdad.
“Soy una bestia, —me decía— sí, una bestia”.
Al fin me resolví, concentrando toda mi fuerza de
voluntad. Escogí al cholo, le apunté y dispare, inmediatamente, para no tener tiempo de arrepentirme de nuevo. El muchacho dio entonces un grito
que no podré olvidar jamás. Mientras el uno se
tronchaba como un tallo herido, el otro corrió ladera abajo, saltando por el borde del camino y arrastrando su soga como un rabo de serpiente. Me acerqué a la quebrada y disparé otra vez. Otro alarido
como un puñal para mí y un cuerpo que rodaba
hasta la vertiente.
Yo tenía fama de buen tirador.
Después, arrojé el fusil homicida y corrí, corrí.
Corrí perseguido por los fantasmas de aquellas dos
víctimas de mi locura o de mi miedo. No sé cuanto
correría, pero caí, y cuando desperté, era otra vez
de madrugada y me dolía la cabeza. Busqué agua,
y por poco dejo seco el arroyo.
Luego caminé todo el día, con la sensación de haber recibido una paliza en todo el cuerpo y con el
alma llena de terrible amargura.
Cuando llegué al primer puesto militar, cerca de Loja, no pude mentir ante el oficial al confesar mi crimen El, palmeándome la espalda, trató de animarme:
—Yo, en tu caso, también habría hecho lo mismo.
241
No sé, pero hasta hoy, aún después de tanto tiempo, no han podido aliviarme las palabras de aquel
oficial…
Fuente: Adalberto Ortiz. La mala espalda (once relatos).
Editorial Casa de la Cultura, Núcleo del Guayas, Guayaquil, 1952, pp. 7-16.
Alfredo Pareja Diezcanseco (1908-199…)
Nació en Guayaquil. En la misma ciudad recibió su educación, que no abarcó el
ciclo universitario porque imprevistas circunstancias familiares de orden económico le
obligaron a buscar sus propios medios de sostenimiento. Personalidad activa, Pareja ha sido grumete de barco, hombre de negocios,
fundador de un diario, representante diplomático en naciones hispanoamericanas. Lo raro
es que, en medio de unas labores tan ajenas a
la atmósfera de la creación literaria, haya escrito abundantemente, y en varios géneros. Lo
ha hecho, en efecto, en el campo de la novela, de la historia y la biografía, del ensayo crítico y del periodismo. Sus trabajos han dejado apreciar una firme vocación intelectual:
los novelísticos, sobre todo.
Alfredo Pareja inició su ejercicio en los
comienzos mismos de su juventud. En 1929
publicó “La casa de los locos”. En 1930 “La
señorita Ecuador”. En 1931, “Río arriba”. Estas tres novelas, a pesar de las inseguridades
de un talento aún falto de maduración, consiguieron mostrar una promisoria habilidad para trenzar los episodios y una innata certeza
para captar los cambiantes juegos espirituales
de sus gentes. La prueba de sus mejores dones
para la novela se ofreció poco después en “El
muelle”, que apareció en 1933. Y la siguió,
con atributos similares, en 1944, la obra titulada “Las tres ratas”. Tuvo ella mucho éxito.
Aun fue llevaba al cine por un grupo de conocidos artistas argentinos. Es, sin duda, la novela más amada de Pareja. El despliegue de sus
242
GALO RENÉ PÉREZ
episodios es bastante amplio, pero estos no se
desconectan del eje que les sostiene, para
asegurar su estructura novelesca. Todo se desarrolla en el marco urbano, y con preferencia
en el suburbio de Guayaquil. Hay escenas de
amor, de robo, de policía, de seducción, de
sangre y tragedia, de prostitución, de contrabando, de chantaje, de política, de soledad y
miseria. Es un mundo auténtico, con una vida
que se deja sentir animada, sufridora, dramática, doliente y azaroza por todos sus costados. El novelista no inventa desproporcionadamente, ni se somete con docilidad a la reproducción esquemática de los hechos. Arma
y vivifica su argumento con episodios reales,
que parecen estar gobernados por la misma
mano que juega con el destino verdadero de
los hombres, y en los cuales los personajes
muestran sus figura, sus rasgos, sus maneras,
sus sensaciones, sus sentimientos, sus impulsos, sus conflictos, sus ideas, sus sueños, sus
delirios. Es decir, son seres de carne y espíritu. En primer plano —como para corroborar
el juicio de que Pareja es sobre todo maestro
en generar caracteres femeninos— se destacan las figuras de Eugenia, Carmelina y Ana
Luisa, las “tres ratas”. Ello se puede apreciar
desde el comienzo. Efectivamente, en los primeros capítulos son las tres mujeres y su tía
Aurora las que animan fuertemente las escenas, que sólo tienen apariciones fugaces o referencias de personajes masculinos. Y lo admirable es que casi toda la trama se sostiene
sobre el destino de las tres hermanas: trabajos, angustias, fracasos, enfermedades, conatos de crimen y de suicidio. Acaso la excepción principal es la del capítulo XIII (que, además, es uno de los mejores del libro por el hábil manejo de la acción y del suspenso), y en
el cual Carlos Alvárez, que prostituyó a Eugenia y les endilgó a las tres el apodo de ratas,
es sorprendido en su intento de recibir un
fuerte contrabando de telas.
A más del atinado estudio de los caracteres femeninos, hay en esta novela una combinación de descripciones, episodios y diálogos. Todo eso descubre la idoneidad de Pareja en el campo de la creación novelística moderna.
No únicamente con el propósito de
guardar lealtad a su profesión dentro de aquel
género, sino también con el de experimentar
procedimientos más ambiciosos, se entregó
después a la composición de lo que se ha dado en llamar una “novelario”: esto es un grupo de novelas cohesionadas entre sí por el
amplio desarrollo del asunto. Tomó entonces,
de la vertiente histórica nacional, y particularmente de ese pasado reciente que se inició en
1925, “cuando otras formas de convivencia
humana encuentran asidero en nuestro país”,
acontecimientos en los que participaron conocidas figuras de la vida pública ecuatoriana. Sus perfiles se mezclan en el relato con los
de varias criaturas puramente novelescas. Por
eso aclara el autor que “en el curso de estas
historias, vendrán y se marcharán personajes,
ficticios o reales, atormentados o no, hechizados o de libre razonar”. El lector familiarizado
con la política del Ecuador comprueba no solamente la verdad de los hechos y la perfecta
identidad de los seres que intervienen en
ellos, sino, en muchos casos, hasta la total
coincidencia de nombres y de circunstancias
secundarias. Pero eso no es lo importante,
pues que lo que admira es la segura interpretación sociológica del país desde su transformación de 1925, y la manera en que aquélla
se acopla al movimiento ágil e intenso de lo
novelesco. El ciclo en que se narra toda una
época de aproximadamente tres décadas está
formado por las siguientes obras: “La advertencia”, “El aire y los recuerdos” y “Los poderes omnímodos”, que han sido agavilladas
LITERATURA DEL ECUADOR
con el título global de “Los nuevos años”. A
dicha trilogía vino a sumarse, en 1970, “Las
pequeñas estaturas”, que es la novela más reciente de Alfredo Pareja, y desde luego la que
más se ajusta a los cambios drásticos de la narración hispanoamericana contemporánea.
Su propósito le vincula evidentemente a la
anterior trilogía, pero no su técnica ni su estilo. El mismo autor lo advierte: “Este libro,
aunque de forma y construcción diversas, es,
a su manera, complemento o consecuencia
de tres novelas anteriores, partes independientes del ciclo “Los nuevos años”.
“Las pequeñas estaturas” se incorpora
a la nueva corriente novelística. La elaboración de esta extraña narración es el fruto de
una cultura bien alquitarada, de una asimilación esforzada de los elementos menos rutinarios de la creación novelesca, de una singular aptitud para las digresiones de tipo filosófico, de un impulso de cambio en el juego de
las escenas, en la caracterización de los personajes, en la composición de los diálogos y
de las largas y expresivas reflexiones monologadas; pero también es la consecuencia de
una posesión sutil del idioma.
El contenido, que en ningún caso es de
fácil aprehensión porque no se halla en los
moldes de la técnica ortodoxa, gira alrededor
de los avatares de un pueblo sin nombre (que
desde luego es el mismo del autor), atrasado,
incipiente, ridículo en muchos respectos, uncido a los hierros invisibles que le imponen
los países altamente desarrollados. Una revolución que se genera para conseguir una
transformación económica y social es festinada por los falsos apóstoles de la salvación nacional, que todo lo controlan desde el gobierno, la banca, la industria y la explotación de
los campos. Los revolucionarios forman el
grupo de “las pequeñas estaturas”, denominación simbólica que tal vez alude a la condición a que les reducen los sacrificios, las per-
243
secuciones, los ocultamientos, la impotencia
misma de su labor.
La narración es compleja por la preponderancia de los ingredientes subjetivos,
por la finura del tejido episódico, por la sutileza con que el autor ensaya su filosofía irónica y escéptica de la vida pública, por la simbología de expresiones y hasta de nombres de
los personajes. Ello se acentúa por la forma
inusual en que se arman los razonamientos
individuales y el diálogo. A veces este sirve
para que se expresen las criaturas de la novela y, simultáneamente, dejen ver lo que se
oculta en sus mentes; otras veces se diluye en
una sucesión de frases que se entrecruzan sin
establecer con claridad la necesaria separación de los dialogantes. Los monólogos son
verdaderas corrientes de conciencia que, al
estilo de Joice, suprimen los elementos de la
sintaxis común. Redama y Ribaldo, unidos
por el amor y la fe revolucionaria, son los personajes destacados de esta singular novela.
“LAS PEQUEÑAS ESTATURAS”
Mi nombre es sólo Redama. Nadie lleva aquí nombres innecesarios, porque no tenemos historia personal que nos haya sido transmitida. Vivo donde el
pueblo comienza a ser camino a otros pueblos.
Unos pasos más allá de mi ventana, inmediatamente después de la quebrada de los desperdicios, que
también es llamada de los gallinazos, mueren las
calles, menos la recta, cuya prolongación se ondula a la distancia, para convertirse en hilo de agua o
de luz, sobre las vueltas de una de las montañas
que cierran los contornos de esta inmensa soledad
de verdes, amarillos y azules.
Esta es una casa de mujeres. Somos tres. Mi madre,
Anáfora, y mi prima Edúrea, son las otras dos. El
hombre de Anáfora, que no fue mi padre, pero como si lo hubiera sido, murió de repente en el jardín,
cuando yo crecía todos los días un poco más que
mi muñeca de trapo. Tenía ojos de agua marina, la
piel de bronce, una cabeza abundante de cabellos
ligeros, y la boca llena de cuentos. No era viejo; era
244
GALO RENÉ PÉREZ
grande. Y nos pertenecía a las dos, a Anáfora y a mí.
Edúrea nunca tuvo hombre.
Desde esa muerte, la casa es como fue ese día,
idénticas las habitaciones usables, y la clausurada,
donde el hombre de Anáfora leía, escribía o meditaba, y cuya llave robé, por manera que me siento
propietaria de un territorio libre. Anáfora encontró
natural que la llave hubiera desaparecido, puesto
que había determinado que nadie volviese a entrar
allí. Hasta cierto punto la he obedecido. En cuanto
al resto ordinariamente habitable, las tres mujeres
estamos obligadas por el espíritu de la casa a decir
siempre las mismas palabras, aunque alteremos su
orden, salvo cuando algún suceso exterior pasa por
nosotros como una efímera conmoción. El espíritu
de la casa es inválido, petrificador. Y nosotros, tres
pájaros mecánicos, que andamos en ella los pasos
de la mañana, los pasos de la tarde, los pasos de la
noche, hasta que, transcurrido un número cabal de
idas y venidas, a cierta hora nocturna, cerramos los
ojos para que se recarguen nuestros resortes y recomencemos a funcionar al amanecer.
El jardín, en cambio, es fluido. Sus formas varían
con la luz, de día, y de noche sin necesidad de que
crezca la luna. Nada en él se ha detenido, ni los
guijarros, ni los tallos, ni los gusanos, ni siquiera las
espinas. Se encuentra todo tan espontáneo como se
encontraba cuando el hombre de Anáfora se doblegó. Puedo, por consiguiente, hablar en su recinto
de lo que se me antoje, puedo inventar y ser inventada, mientras ando por las sendas que dejan expeditas las plantas, dándole agua a las flores y cortándoles extremidades sobrantes. Hablo hasta de lo
que la gente cree que no se debe hablar.
Anáfora —prefiero llamarla así, y no por madre—
sería feliz si pudiera acercarse con el cuerpo a las
estrellas. Espera su muerte para saber lo que se debe de las figuras de luz que salen de la distribución
de los astros en las noches limpias. Suele afirmar
que ese es el itinerario por el que viaja la mente para acostumbrarse poco a poco a las distancias incomprensibles.
Edúrea vino a establecerse desde la ciudad, hace
quizá diez, quizá doce años. Vino porque quedó
sola, cuando su padre, hermano de Anáfora, perdió
la vida en la guerra que encabezó el general Milvino. Dice Edúrea que el general Milvino quiso salvar
al país del desorden, tomó el capital, pero fue vencido por otro salvador, y hubo de huir al extranjero,
mientras el principal de sus ayudantes, su querido
padre, como ella lo llama todavía, fue hecho preso
en el descanso de una retirada y colgado del árbol
que le daba su sombra para sestear. Así lo cuenta
con mil detalles cada vez que se le da ocasión.
Edúrea es una mujer corpulenta, ni joven ni vieja,
que habla inflando las palabras de autoridad. Pertenece completamente a la petrificación de la casa.
Sin embargo, no tiene consistencia. Es un saco de
ropas usadas, con una cabeza de girasol desorientado.
Mi gran aventura, fuera de mí misma, ocurrió cuando conocí a Ribaldo. Lo conocí cuando vino al pueblo a hablar con los campesinos. Por oirlo, seguirlo
y ver lo que hacía, perdí el canasto de las compras,
pero Anáfora no se enojó, y Edúrea se satisfizo con
darme una mala mirada porque se hallaba excitada
con la novedad. Como cree haber vivido muchos
años más que yo, Edúrea se toma derechos para vigilarme.
Ribaldo convocó a los campesinos y les dijo que las
tierras les pertenecían porque a sus antepasados les
habían sido arrebatadas y porque por ellos eran trabajadas. Cuando terminaron de escuchar el discurso, los campesinos fueron en busca del primero de
los propietarios, y le pidieron, en cuanto apareció
en el balcón:
—¡Patrón, devuélvenos las tierras!
El patrón se echó a reír. Recobrado su seriedad, les
explicó que debían estarle agradecidos por haberles permitido sembrar para ellos sus poquitos en los
lotes por él generosamente asignados, única razón
por la cual no habían muerto de hambre todavía y
que si él no les hiciese préstamos, no tendrían otro
calzón que el que una vez al año les regalaba para
el trabajo, ni podrían emborracharse los sábados, ni
acudir con sus críos a las ferias de los domingos.
Como nada respondieran a esa peroración, les aclaró con mucha pedagogía lo que era el derecho de
propiedad, y puso a Dios por testigo, ubicándolo
con el índice entre las nubes. Los campesinos murmuraron entre sí, e insistieron como si nada hubiesen comprendido.
LITERATURA DEL ECUADOR
Ribaldo dice que las tierras son muestras. ¡Devuélvelas, patrón!
Ante semejante insistencia, el patrón se encolerizó.
Los llamó brutos, los llamó ingratos, los llamó revolucionarios, los amenazó con castigarlos y, después
de castigarlos a conciencia, con llamar a las fuerzas
de policía para hacerlos podrir en la cárcel. Por último, descargada su cólera, les dijo que Ribaldo había inventado esa mentira para que ellos le diesen
huevos y gallinas.
Esta vez, los campesinos respondieron:
—Así ha de ser, patrón.
La mayoría se retiró con sonrisas agridulces y meneos de cabeza, pero unos pocos quisieron otra
prueba y marcharon a la casa del segundo de los
propietarios. Este también se echó a reír, también
los amenazó, también les dijo que Ribaldo era un
mentiroso.
Quedó entonces un grupo del tamaño de un puño.
Y estos incrédulos resolvieron ir al despacho de la
autoridad, a quien yo atribuía cualidades de ser casi sobrenatural, pues mandaba en todas las cosas
del pueblo. Era un hombre gordo, era un hombre
lleno de gorduras, con bigotes atufados, botas altas
y un vozarrón de gárgaras, que frecuentemente me
perseguía ensueños, aunque poniéndose caras distintas, lo que no me impedía reconocerlo. Yo le tenía miedo, aunque no podía substraerme de ser
atraída por su misterioso poder, que en esa oportunidad disfruté al ver la soberbia con que, sin demorar en circunloquios, y echando palabrotas, gritó
que encarcelaría a Ribaldo por agitador y mentiroso.
Aquello convenció al pequeño grupo de campesinos, pero también los enfureció. Y corrieron las calles en demanda de Ribaldo, y yo tras ellos. Lo avistaron cuando se disponía a entrar en la fonda, y empezaron a arrojarle tortas secas de boñiga de vaca y
las piedras que encontraron junto a la acequia en la
cual se proponían sumergirlo, según lo venían vociferando. Pero Ribaldo, con gran agilidad, escapó a
tiempo. Por un atajo, llegué antes que él a la calleja por donde habría de pasar, y le enseñé la puerta
de la casa.
No sé si lo hice por compasión o porque admiré en
Ribaldo su desafío al inmenso poder del vozarrón.
Sería por ambas cosas. Ni siquiera me detuve a
245
pensar si Anáfora lo aprobaría. Pero Anáfora, ya lo
dije, estuvo amable y Edúrea, con tanta curiosidad,
que supimos que Ribaldo había escrito, años atrás,
manifiestos estudiantiles en favor del general Milvino, lo cual lo hizo grato a la sonrisa aguda del girasol, no obstante su mala mirada sobre mí.
En la casa fue cuidado, hasta que se sosegaron los
ánimos. Anáfora intervino ante la autoridad, que
accedió por fin a no apresarlo, bajo la condición de
que abandonase el pueblo y no volviese jamás. Firmó Ribaldo el compromiso, y se marchó.
En vano esperé por largas noches que mi amigo viniese en sueños para ayudarme cuando el hombrón
aquel se presentaba a atormentarme. Lo tomé como
una ingratitud.
Cinco años después, sin embargo, Ribaldo volvió.
Fue a la hora del jardín, casi lo que se llama una
hora nocturna, cuando apresuraba mi camino de
regreso a la casa, por esa calle delgada, desde la
cual los tres edificios principales de la plaza parecen abandonados o recién extraídos de alguna excavación, porque les faltan pedazos, unos hechos
por sombras, otros por roturas. Los tres edificios
son: la Iglesia de amarillo oxidado, muy flaca la torre, un gallo despintado en un hombro de la espadaña, y en la punta, la cruz; la Sala Municipal, de
paredes enjalbegadas entre arcos pesados, chata y
alongada como un establo construido en el aire; y
las manchas de la vieja cárcel, transformada en el
cine Apolo, sus rejas selladas por cartelones de pintura aguada.
Venía él a paso lento, caviloso. No me vio, pero yo
le detuve.
—Tú eres Ribaldo —le dije—. Yo soy Redama, ¿no
te acuerdas?
—¡Redama! Parece imposible.
—Han pasado años
—Sí, todo es distinto ahora. Tú eres otra Redama,
prisionera del sueño carnal. Has saltado a mujer.
Todo es distinto ahora, te repito. Todo va a ser distinto mañana.
—¿Cómo?
—Porque ha llegado a la última etapa de discordancia en las estructuras opresoras. Se derrumbarán. Se
derrumbarán las aduanas, los policías, las ventanillas de los bancos, las cercas de alambre, los galones y las charreteras, las puertas de acero, los mu-
246
GALO RENÉ PÉREZ
ros de cemento, las calorías privilegiadas, los mástiles, las torres acumuladas.
—No te entiendo. Sólo te pregunto, si no hay policías, ¿cómo se va a vivir? Vendrán los ladrones a
cogérselo todo.
—De las ruinas, Redama, de las cenizas del gran incendio, surgirá el amor.
—Yo sentí mi corazón inquieto. Le dije que tenía
que marcharme.
—Espera, Redama. ¿Puedo verte mañana?
—Ven a la casa. Así me lo explicarás mejor.
—Espera. Te voy a advertir algo, para que confíes
en mis palabras. ¿Ves esa cruz, ese campanario, ese
gallo? Mañana no lo verás. No estarán allí.
Me acongojó verlo levantar el brazo como una flecha de profeta. Mi malestar de pecho creció. Y me
apresuré en despedirme.
Cuando la noche y el día dieron una vuelta completa, Ribaldo vino, pero no entró a la casa por la puerta, sino que salió la tapia del jardín, donde yo paseaba mientras caían las sombras en el bronce líquido del aire.
Quedé paralizada de horror.
Pasó lo que pasó en un lugar desconocido. Puede
que no haya existido nunca ese lugar, pero también
es posible que existiera en cualquier parte. Por conveniencia, llamadlo país, si así lo queréis, pero no
le déis nombre propio ni le fijéis espacio, porque lo
convertirías en objeto de estudio, sería entonces devorado por el análisis, y quedaría reducido a fragmentos, cifras y curvas que la memoria no podría
registrar. Ni las potencias del sueño, ni las potencias
del amor bastarían para volverlo a encontrar. Y tendría que ser inventado otro, quizá mejor, pero ya no
sería el nuestro.
Lo que debe importaros no es, pues, ni nombre, ni
raza, ni posición astronómico, sino que en ese país
ocurrió un fenómeno de naturaleza y consecuencias que nadie en absoluto imaginara. No es que se
transformaran las cosas en otras cosas, prodigio que
hubiera podido atribuirse a un proceso de transmutación energética, enteramente aceptable en esta
época de tan osada tecnología. Mas, en caso tal,
nada hubiera cambiado. Las cosas hubieran permanecido como cosas, con su propia identidad, aunque nuevas y distintas al ojo, a la mano, al sabor
acaso, pero no al corazón. Y lo maravilloso del
cambio, ¡ay!, habría parecido al cumplirse, parecido con mayor ligereza que las ampollas de aire en
los líquidos hirvientes. Bien sabéis, por otra parte,
que un prodigio deliberado no alcanza a ser sujeto
ni objeto de lo fantástico.
No, no hubo cosa que cambiase de apariencia. Las
montañas quedaron como eran, unas verdes o blancas, otras tristes y secas. Sombras amenazantes siguieron compungiendo al cielo en ciertas horas, pero en otras la frivolidad del aire venía a devolverle
su translúcida condición de cristal. La duración del
día no se alteró de modo distinto al usualmente traído en las vueltas del año. Las noches no dejaron de
ser arbitrarias, clarividentes, lóbregas, azules, de
terciopelo o de papel. Nada anormal fue advertido
en la atolondrada movilidad de los insectos. Los
ríos continuaron corriendo de las cumbres al mar. Y
como antes, todos los desórdenes de l luz crecieron
en las flores y volaron en los pájaros.
Aunque no probado, es valor entendido que el
hombre no es cosa. Por otra parte, si el fenómeno
tuvo ciertos caracteres primarios de mutación humana, su final proporcionalidad hace penar que
más bien se trató de un reajuste. Una reducción del
habitáculo del alma, una eliminación de lo sobrante, eso es lo que aconteció. No habría, desde luego,
sido portento, de haberse realizado en larguísimas
duración, de innumerables generaciones desaparecidas, reemplazadas, multiplicadas por miles de millones de cadáveres. Pero lo que sucedió sólo en un
día y una noche sucedió.
Me creen cándida porque generalmente soy crédula. Anáfora piensa que mi inocencia me será perjudicial, pero yo sé muy bien que la inocencia no pasa de ser un nombre que se acomoda según quien
lo aplique. Edúrea, para lo que le importa, atribuye
mi supuesta candidez a una irremediable poquedad
de inteligencia, combinada con algunas tendencias
para ella reprobables. ¡Cómo se engañan ambas!
No saben que me gusta divagar para huir de la petrificación de la casa. Hay largos silencios que me
protejen, cosa para ellos innatural en muchacha joven y no sin atractivos, que debe ser parlanchina.
Pero si veo un sapo adherido a la nuca de Edúrea o
a Anáfora inmovilizada a un pie del aire, me pongo
a contemplar paisajes que sólo yo conozco, porque
advierto que en esos momentos la casa ya no exis-
LITERATURA DEL ECUADOR
te, que la piedra se ha ausentado, que las lágrimas
no tienen por qué ser tristes ni saladas; entonces,
¿de qué asuntos pudiera hablar con las dos mujeres
mayores de mi compañía?
Cuando se repiten esas circunstancias, cuando yo
soy la que realmente soy, o la que seré algún día en
que mis órganos exteriores dejen de servir como
simples conductos obstruídos por el ángel de la
guardia, comprendo la inutilidad de una conversación que se transformaría en controversia perjudicial para todas. Sobre todo, si yo cediera, ya no volvería nunca más a ser la dueña de mis silencios.
Quizá con Anáfora la relación verbal pudiera alcanzar ciertos niveles, parecidos a los que me trae
la sigilosa impaciencia de mis meditaciones, pero si
empiezo a rendirme a ella, la otra se aprovecharía
de mi debilidad. Además, las pláticas de Anáfora no
cambian, tienen excesiva coherencia, buscan una
finalidad, son dirigidas, es decir, les falta libertad,
de modo que ambas, si yo la atendiera como parece habría de ser mi deber, acabaríamos enfadadas,
lo cual sería desaprobado por el hombre que murió
en el jardín.
No obstante, el haber ejercido con tanto ahinco mi
libertad de percibir no me había preparado bastante para la sorpresa de la reaparición de Ribaldo. Un
malestar insidioso me despertó en la mañana antes
de la hora acostumbrada. Ciertamente, fue un malestar de anuncio, que gradualmente excitó el movimiento de mis manos, por manera que Anáfora
me miró con ojos intranquilos y Edúrea me hizo
preguntas de muestra regañona, a las cuales respondí con evasivas, y luego corrí a la ventana para ver
la punta de la Iglesia, pero el gallo, la cruz, y todo
lo demás estaban en su sitio. Me puse entonces a
trabajar con hinco en sacudir el polvo de los muebles, hasta que mi piel se humedeció, y me eché
donde pude para invocar a mis figuras, sin poderlo
conseguir. Me asaltaban oleadas sucesivas de pena,
porque no llegaba ni una sola imagen de las que mi
corazón imploraba. Cuando el día perdió sus resplandores y llegó la hora propicia del jardín, entré
en él para encontrar mis formas y sentir en todos los
lados de mi cuerpo la alegría de tocarme con ellas.
Interrumpida esa reconciliación de mis partes por la
súbita aparición de lo que yo creí otra Ribaldo, el
estupor fue como si hubiera visto, en una rotura ins-
247
tantánea de lo impenetrable, el nudo que ata lo real
con lo fantástico.
En la guía que preparaba para el turismo universal,
en su mas completo sentido, pues incluía medios
singularmente ingeniosos de comunicación ideográfica-luminosa con posibles visitantes del espacio, el país constaba en la larga lista de los subdesarrollados.
Era cierto. Sus habitantes vivían más de la tierra que
de las latas, más de la unidad que de la serie. No todos habíanse perfeccionado hasta llegar a verdaderos hombres de negocios, y los negocios se hacían
sin logogríficas demostraciones, sólo a punta de ojo
y regateos. Quizá por eso los anuncios comerciales
no habían alcanzado el poder de transformación a
niños en delincuentes ni a los adultos en fonógrafos. La velocidad de los automóviles era moderada,
el fútbol se jugaba con los pies, no era muy blanca
el azúcar, las papas no tenían sabor de arsénico y
las naranjas entraban y salían del mercado sin maquillaje. Continuaban las vacas recibiendo directamente el amor de los toros, y en cuanto a los seres
humanos, aun lo más racionales, lo hacían al azar,
con el peligro del aburrimiento irreparable traído
por las equivocaciones a primera vista, y sin valerse de la fidelidad de los computadores. Hacía muchísimos años que las fieras no merodeaban por la
vecindad de las ciudades, pero tras de unas montañas bravas, hacia el corazón del mundo, el caminante osado escuchaba todavía la estridente voz de
la bestia de trompa móvil, cuya pezuña pulverizada
curaba el paludismo de unos hombres que allí cazaban desde antes de que la tierra fuera redonda. Se
solía rogar a los santos, como en cualquier país civilizado, pero aquí los ponían de cabeza y les quemaban las pestañas con los cirios, si demosraban en
conceder favores. En todas partes, en la selva, en el
campo cultivado a buey y palos, en la ciudad o en
la aldea, junto a las orillas del mar o en el aire delgado de las grandes alturas, santos y demonios coexistían pacíficamente, o, cuando más, luchaban a
garrote y un poco de mentirillas. Y una bruja seguía
siendo una bruja, y no un extremista cualquiera.
Con tantas desventajas en contra, los hombres ilustres del país tuvieron que pedir en préstamo las
ideas para organizarlo y dar coherencia a lo disperso de su despoblada geografía. Pero ocurrió que un
248
GALO RENÉ PÉREZ
bando tomó una parte, y la otra la restante, por lo
que, sin el contexto completo, las ideas resultaron
contrarias. De ello se produjo una serie de guerras.
Entre una y otra guerra, las ciudades hicieron sus leyes, y el campo conservó las suyas. Las primeras
fueron escritas, muy bien caligrafiadas; las segundas no tuvieron esa necesidad.
Finalmente, la fatiga de tanto guerrear hízoles pensar en un arreglo. Y la paz se hizo mediante un
compromiso: los patriotas citadinos aceptaron quedarse solo con lo suyo, que eran bancos, comercio,
industrias nacientes; y dejar a los patriotas del campo con las tierras y los hombres que las cultivaban.
Fuente: Alfredo Pareja Diezcanseco. “Las pequeñas estaturas”. Ediciones de la Revista Occidente. Madrid, 1970, pp.
9-17.
Pablo Palacio (1906-1946)
Nació en la ciudad de Loja. Pasó fugazmente por las aulas y la cátedra universitaria y la vida pública ecuatoriana, pues su
singularísima inteligencia tuvo la trágica declinación de la locura. Palacio murió en un
manicomio a los cuarenta años de edad.
Tres libros de narración componen todo su patrimonio literario: “Un hombre muerto a puntapiés”, “Débora” y “Vida del Ahorcado”. Pero lo desconcertante constituye el signo de ellos, y solamente la personalidad de
Pablo Palacio -partida entre la sombra y la
luz— podía haberlos creado. No tuvieron que
correr sino pocos años para que esa sombra,
invasora, le sustrajera para ella sola, apagando todo destello de razón en aquel extraño escritor.
Se podrá pasar y repasar por las páginas de la literatura ecuatoriana, y no se dará
con un nombre que acompañe al suyo por
motivos de semejanza. Pablo Palacio es un
autor solitario, acaso como ningún otro en el
amplio conjunto de nuestras letras. Esto no
quiere decir que él sea el mayor, ni el menos
imitable. Se yergue señero porque su tempe-
ramento, transido de reacciones contradictorias, que determinaron precipitándole en la
locura, se mantiene único todavía. Habría necesidad de que comparecieran las mismas circunstancias desventuradas, seguramente mórbidas, que obraron en su alma, para que se
diera un caso parejo al suyo.
Su obra de madurez, en la que transparecen las cualidades de la experiencia literaria, es “Vida del Ahorcado”. Pablo Palacio la
llamó novela subjetiva. ¿Será eso, en verdad?
Quien quiera hallarle argumento, fracasará seguramente. El autor habla en primera persona,
encarnado en la figura que discurre por esas
páginas, y va despellejando sus ideas, sus obsesiones, aquel su mundo azotado por impresiones antagónicas. Y corta el hilo de su narración a cada instante, no tanto por voluntad artística ni caprichoso afán de originalidad,
cuanto porque esas incoherencias, son las que
reclaman a su espíritu ciegamente. Casi no
hay capítulo en donde no se interrumpa de
pronto el curso normal de sus ideas, para tomar un sesgo insospechado, para lanzar alguna expresión aislada y subitánea, a manera de
dardo que se pierde en el vacío. El lector debe cobrar cierta elasticidad para saltar de rama en rama, entre zonas de aire. Se da cuenta, desde el comienzo de su aventura, que no
hay la anunciada novela subjetiva. Quiere
apoyarse en el soporte o estructura más o menos sólidos de toda novela, pero encuentra solamente los elementos disyuntos de esa trama.
Quiere hallar un personaje de rasgos definidos, de rostro que no se esfume, y únicamente siente el soplo de un fantasma que el autor
se lo escamotea cuando intenta aprehenderlo.
Quiere descubrir una doctrina, una tesis clara
y coherente, un pensamiento central, o siquiera un sentimiento más o menos constante, y
no da con ellos. Quiere advertir siquiera la
unidad externa, la usual, de la ordenación de
los capítulos, o la relación lógica de sus títu-
LITERATURA DEL ECUADOR
los, y aun este empeño le es vano. El mundo
creado por Pablo Palacio parece que obligara
a las cosas a perder gravidez. La realidad se
transfigura al tocar en su mente.
Hay lugares de la “novela” en que el
autor pretende la unidad de hechos dispersos
a través de recursos de una endeblez evidente, como es el caso de invocar insistentemente, a lo largo de algunos capítulos, el nombre
de “Ana”. Pero Ana no es un personaje corpóreo, de presencia visible: es apenas un nombre repetido en varias páginas del libro. Más
justo sería dar a estos capítulos la designación
de breves cuentos subjetivos, y aun en muchos de ellos, considerados independientemente, no dejará de observarse aquella falta
de vertebración. A la postre, eso importa poco. Porque una atmósfera de sugestión, activa
y extraña, se reparte por todo el libro, gracias
a las originalidades de Palacio.
En efecto, su manera de ver el mundo
es bastante personal, y en muchas partes agudísima. Defiende su propia soledad, casi de
modo obsesivo. “No me toques —dice en un
párrafo de su libro— ¿Qué derecho tienes para tocarme? Mi piel es mía. Somos extraños el
uno al otro y de repente estás tú aquí, atisbándome, violando mi intimidad, turbándome.
Tus ojos los tengo en todas partes. Sobre mis
espaldas, sobre mis manos, sobre mis cabellos, en mi pensamiento”.
La inquietud hacia la demencia aparece y torna a aparecer en mas de una página.
¿Presentimiento quizás? Repárese en lo que le
dice a uno de los fantasmas de su “Vida del
Ahorcado”: “justamente como el parásito que
ha tenido el acierto de localizarse en tu cerebro y que te congestionará uno de estos días,
sin anuncio ni remordimiento”. Las interjecciones que de pronto escribe también parecen las de un hombre de mentalidad raramente excitada:
249
“Ji, ji, ji, ji, Huy, huy, huy. Ji, ji”.
Los sentimientos, por otra parte, violentan la órbita de lo normal, y se empeñan
en mostrarse con caracteres morbosos. En
“Un hombre muerto a puntapiés”, dice Palacio: “Lo cierto es que reí de satisfacción. ¡Un
hombre muerto a puntapiés. Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mi podía suceder”. Y continúa en otro párrafo:
“Epaminondas, así debió llamarse el obrero,
al ver en tierra a aquel pícaro consideró que
era muy poco castigo un puntapié, le propinó
dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba
como una salchicha. ¡Cómo debieron sonar
esos maravillosos puntapiés! Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente
sobre un muro; como el caer de un paraguas
cuyas varillas chocan estremeciéndose; como
el romperse de una nuez entre los dedos; o
mejor como el encuentro de otra recia suela
de zapato contra otra nariz!
Así:
¡Chaj!
con un gran espacio sabroso
¡Chaj!”
(Por cierto, el ya célebre cuento “Un
hombre muerto a puntapiés”, que aquí se reproduce, constituye una de las narraciones
maestras de la literatura ecuatoriana, y revela
la excepcional capacidad de Pablo Palacio
para ese género).
Y si tan impiadoso es el espíritu con
que este autor entra en sus temas, explicable
es que use la ironía, la apreciación dura, el estilo descarnado e hiriente, como sus recursos
literarios habituales. De “dolorosas claridades” califica él mismo a sus expresiones, y lo
son por manifestarse, precisamente, tan descarnadas. Ante su desprecio cruel por las co-
250
GALO RENÉ PÉREZ
sas humanas, el edificio de una gloria cualquiera —sea “la de Napoleón o San Bartolomé”— se viene abajo con sólo pensar que
también los hombres superiores están sometidos a la humillación de los más rastreros actos cotidianos.
En el breve conjunto de su producción
admira, en fin, su agudeza para penetrar en
las más íntimas reconditeces del alma, y desde luego la fuerza impar con que expone sus
impresiones.
UN HOMBRE MUERTO A PUNTAPIES
“Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía Nº 451, que hacía el servicio de esa
zona, encontró, entre las calles Escobedo y García,
a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba
abundantemente por la nariz, e interrogado que fue
por el señor Celador dijo haber sido víctima de una
agresión de parte de unos individuos a quienes no
conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El
Celador invitó al agredido a que le acompañara a la
Comisaría de turno con el objeto de que prestara las
declaraciones necesarias para el esclarecimiento
del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente.
Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber,
solicitó ayuda a uno de los chaufferes de la estación más cercana de autos y condujo al herido a la
policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas.
“Esta mañana el señor Comisario de la 6ª ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrir nada acerca de los asesinos ni de la
procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso. Procuramos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho”.
No decía más la crónica roja del “Diario de la Tarde”.
Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba
entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un
hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo
más hilarante de cuanto para mí podía suceder.
Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el “Diario”, pero acerca de mi hombre no había
una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después
de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre
Escobedo y García.
Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por
todas partes la frase hilarante. ¡Un hombre muerto
a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis
ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la
escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula. Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el
cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era
ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro
a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el
por qué de las cosas dicen que es algo incumbente
a la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de
que todo lo que lleva humos de aquella palabra me
anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado,
encendí mi pipa.— Esto es esencial, muy esencial
La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, de
los Normales, los de los Colegios y en general todos
los que van para personas de provecho. Hay dos
métodos: la deducción y la inducción (Véase Aristóteles y Bacon).
El primero, la deducción me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que, parte de lo más conocido a lo
menos conocido. Buen método, lo confieso. Pero
yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la
hoja.
La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos
conocido a lo más conocido… (¿Cómo es? No recuerdo bien… ¿En fin, quién es el que sabe de estas
cosas?). Si he dicho bien, éste es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven.
Ya resuelto, encendida la pipa, y con la formidable
arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer.
LITERATURA DEL ECUADOR
—¿Bueno, y cómo aplico este método maravilloso?,
me pregunté.
¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica!
Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de
las calles Escobedo y García sólo por la maldita
ociosidad de los primeros años.
Desalentado, tomé el “Diario de la Tarde” de fecha
13 de Enero —no había apartado nunca de mi mesa el aciago diario —y dando vigorosos chupetones
a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la
crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio ¡—una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!—
Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me
quedé casi deslumbrado.
Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de “Esta mañana, el señor Comisario de la 6ª…” fue lo
que más me maravilló. La frase última hizo brillar
mis ojos: “lo único que pudo saberse, por un dato
accidental, es que el difunto era vicioso”. Y yo, por
una fuerza secreta de intuición que Ud. no puede
comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes.
Creo que fue una revelación de Astartea. El único
punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era… No, no lo
digo para no enemistar su memoria con las señoras…
Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible con pruebas.
Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la
6ª, quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que ya quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la
frente.
—Ah sí… El asunto ese de un tal Ramírez… Mire
que ya nos habíamos desalentado… ¡Estaba tan oscura la cosa!… Pero tome asiento; por qué no se
sienta, señor… Como Ud.. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció… el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías,
por un caso… algún deudo; ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame… mi más sincero…
—No, señor —dije indignado— Ni siquiera le he
251
conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más…
Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? “Soy un hombre que se interesa por la justicia”. ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario!
Para no cohibirle más, apresureme:
—Ha dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas…
El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y
revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin.
Y se portó muy culto:
—Usted se interesa por el asunto. Llévelas, no más,
caballero… Eso sí, con cargo de devolución —me
dijo, moviendo de arriba abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos—.
Agradecí, infinitamente, guardándome las fotografías.
—¿Y dígame usted, señor Comisario, no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?
—Una seña particular… un dato… No, no, pues era
un hombre completamente vulgar. Así, más o menos de mi estatura —el Comisario era un poco alto—; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular… no… al menos que yo recuerde…
Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que
con aquel dato del periódico, eran preciosos documentos.
Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había
puesto a mi alcance.
Lo primero es estudiar al hombre me dije. Y pues
manos a la obra.
Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis
ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba
descubrir sus misterios.
Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a
aprenderme de memoria el más escondido rasgo.
¡Esa protuberancia fiera de la frente; esa larga y extraña nariz que se parece tanto a un tapón de cris-
252
GALO RENÉ PÉREZ
tal que cubre la poma de agua de mi fonda; esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado!
Cogí un papel, tracé las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluído, noté que faltaba algo; que lo que
tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido
un detalle complementario e indispensable…
¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto,
un magnífico busto que al ser de yeso figuraría sin
desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho
tiene algo de mujer.
Después… después me ensañé contra él. ¡Le puse
una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un
clavito, así como en las iglesias se les pega a las efigies de los santos.
¡Magnífica figura hacia el difunto Ramírez!
¿Más, a qué viene esto? Yo trataba… trataba de saber por qué lo mataron…
Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (Un
individuo con la nariz del difunto no pudo llamarse de otra manera); Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.
Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad.
Sólo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí
iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia.
La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo
declaro por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que
se victime de manera tan infame a un individuo por
una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la
verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo.
¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido en seguida en la
Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por
descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna.
¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado?
Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no que-
rer declarar las razones de la agresión. Cualquier
otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. ¿Por
ejemplo, qué de vergonzoso tendrían estas confesiones?:
“Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta
noche en la calle; me cegué de ira; le traté de cañalla; me lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado”; o
“Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí”; o
“Tuve unos líos con una comadre y su marido, por
vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos”.
Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el
suceso.
También era muy fácil declarar:
“Tuvimos una reyerta”.
Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis
las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero, su confesión habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya,
pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores.
Nada, que lo que a mí se me había metido por la
honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido,
en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos:
Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad
desconocida, de cuarenta y dos años de edad y
apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel
de arrabal hasta el día doce de enero de este año.
Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy
escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación
de sus instintos que lo depravaron en lo sucesivo,
hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar
con el trágico fin que lamentamos.
Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad
teatro del suceso.
La noche del doce de enero, mientras comía en una
oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón
LITERATURA DEL ECUADOR
que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo.
En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento, durante dos horas,
por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus
ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres
que encontraba; los seguía de cerca, procurando
aprovechar cualquier oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.
Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso.
Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando
con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.
Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le
daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre
que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente,
hablarle de sus torturas…
Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le
palpitó con violencia; arrimose al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de
un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había
puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se
regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una
sonrisa, de proxeneta hambrienta abandonada en el
arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo
sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de
sus zapatos. Después de una media hora apareció
otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se
atrevió a dirigirle una galantería que contestó el
transeúnte con vigoroso empellón. Ramírez tuvo
miedo y se alejó rápidamente.
Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca
seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con
paso apresurado iba un muchacho de catorce años.
Lo siguió.
—¡Pst! ¡Pst!
El muchacho se detuvo.
Hola, rico… ¿Qué haces por aquí a estas horas?
—Me voy a mi casa… ¿Qué quiere?
253
—Nada, nada… Pero no te vayas tan pronto, hermoso…
Y lo cogió del brazo.
El muchacho hizo un esfuerzo para separarse.
—¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa.
Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:
—¡Papá! ¡Papá!
Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la
calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el
obrero que había pasado antes por Escobedo.
Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre
hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes
y fijos como platos, tembloroso y mudo.
—¡Qué quiere usted, so sucio?
Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.
Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver
en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como un salchicha.
¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!
¡Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!
Así:
¡Chaj!
con un gran espacio sabroso.
¡Chaj!
Y después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas,
agitado por el instinto de perversidad que hace que
los asesinos acribillen sus víctimas a puñaladas! Ese
instinto que presiona algunos dedos inocentes cada
vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los
amigos hasta que queden amoratados y con los ojos
encendidos!
¡Cómo batiría la suela del zapato de Epaminondas
sobre la nariz de Octavio Ramírez!
¡Chaj!
¡Chaj! vertiginosamente
254
GALO RENÉ PÉREZ
¡Chaj!
en tanto que mil lucesitas, como agujas, cosían las
tinieblas.
Fuente: Pablo Palacio, “Un hombre muerto a puntapiés”,
de Biblioteca Ecuatoriana Mínima, Volumen Novelistas y
Narradores, Puebla-México, 1960, pps. 623-633.
Enrique Terán(1887-1941)
Nació en Quito. Se educó en esta ciudad y en Londres. Disfrutó de una atmósfera
familiar propicia a la cultura, a las manifestaciones artísticas, a la austeridad de los hábitos, al desembarazo de la conciencia y la libre expresión del pensamiento. Su padre, el
General Emilio María Terán, fue un militar de
excepción, pues que profesó con rasgos de
ejemplaridad las armas y las letras: combatió
heroicamente en las contiendas liberales de
Eloy Alfaro, pero con igual denuedo sirvió al
país como juez, legislador, diplomático en la
Gran Bretaña, Rector de la Universidad Central. La consecuencia de todo eso fue que cayera asesinado en las calles de Quito (más de
una trágica paradoja encierra la historia ecuatoriana).
La familia íntima del General tuvo devoción por la música. Sus hijos, acompañados por Gustavo Bueno, formaron un cuarteto de cuerdas que actuó provechosamente en
el adormilado ambiente quiteño. De aquellos
tres descendientes el de veras destacado fue
Enrique Terán.
Realizó éste, como parte de una amplia vocación artística, estudios de violín en
Quito y en Londres. Y la docencia de esa misma especialidad la ejerció en nuestro Conservatorio Nacional de música. Otras expresiones de su condición de artista fueron las del
dibujo y la caricatura. Dominó como pocos la
pureza de la línea, y sobre todo la perspicacia
para la interpretación irónica de las interioridades anímicas de las figuras estampadas en
sus trazos. Fundó la revista Caricatura con escritores y artistas de hace más de cuatro decenios, cuyos nombres no han podido ser arrebatados por el vendaval de tantas publicaciones ecuatorianas periódicas de todo carácter
y ralea: Jorge Carrera Andrade, Nicolás Delgado, Carlos Andrade (Kanela), Guillermo Latorre.
Sobresalió Enrique Terán no únicamente en esos trabajos, sino también —y más
que en ninguno— en los de escritor. Fue periodista político del diario La Tierra, de orientación socialista. Publicó páginas de variada
índole en la revista Mensaje, animada en común esfuerzo con el poeta y crítico Ignacio
Lasso, mientras los dos ejercían de Director y
Secretario de la Biblioteca Nacional de Quito.
Ambos murieron de la misma enfermedad
violenta casi en forma simultánea. No alcanzó Terán a editar su novela Huacayñán, ni su
breve producción dramática.
Por el año cuarenta ya lo conocía yo
personalmente. Desempeñaba él sus funciones en la Biblioteca Nacional, y era yo uno de
los alumnos del colegio Mejía que más asiduamente se encontraban en aquella sala de
lectura, pobre pero presidida, en la parte alta
y frontera del interior, por un enorme lienzo
en que se había pintado con caracteres oscuros esta advertencia solemne: ¡SILENCIO! Me
llamaba la atención —como a todos— la figura menuda del director. Era éste un hombrecillo de algo más de un metro de estatura. Vestía invariablemente de negro: zapatos negros,
traje negro, sombrero negro; y negro era, por
añadidura, el cerco de sus lentes desmesurados. La chaqueta, a manera de sobretodo, le
llegaba holgadamente hasta las rodillas. Tenía
el rostro redondo, barbilampiño y casi tan
cristalino como sus lentes; era lacia y abundante su melena; blancas y regordetas sus manos, que las llevaba casi siempre caídas en el
fondo de los bolsillos de su extraño gabán. Su
LITERATURA DEL ECUADOR
voz, notoriamente atiplada, contribuía a darle
un aire aun más infantil o femenino. Pero sus
habituales arranques de violencia producían,
de pronto, una impresión totalmente distinta,
y dejaban apreciar un alma agigantada, aguerrida, cargada de voluntad varonil.
Yo nada sabía para entonces de su
condición de escritor, de músico, de dibujante, de investigador, y menos de sus refriegas
de luchador político. Pero sin duda sentía el
influjo indeliberado de su personalidad, y por
eso, siempre que aparecía por los corredores
superiores de la sala de lectura, levantaba yo
mis ojos del libro abierto, y los fijaba en él
con curiosidad tan ávida y callada que su
imagen se me ha quedado prendida en la memoria. Hubo al fin una hora en que Terán y su
secretario —Ignacio Lasso— repararon en mi,
en mi presencia de adolescente solitario, en
mi asiduidad de lector. Y comenzaron a tratarme con simpatía de amigos. Por desventura,
muy poco después la muerte los arrancó del
único mundo en que yo los ví, cuyo límite fue
un invariable horizonte de libros.
La figura de Enrique Terán se me fue
completando paulatinamente, a través del comentario oído en las aulas del colegio y del
progresivo contacto con las páginas que él escribió. Fui entonces sospechando que aquella
vida sufrió de algún modo la tragedia de saberse encerrada en una anormal como minúscula envoltura corpórea. Y hasta llegué a notar el contraste doloroso que se había producido entre su fervor para toda suerte de actividades colectivas —entre ellas las docentes y
políticas— y su imperativa necesidad de aislamiento. Fue Terán un solitario radical. En
sus habitaciones se recluía a satisfacer su hurañía íntima, rodeado tan sólo de sus viejos
perros. Ellos eran sus compañeros a la hora de
la mesa. Quizás se debería creer que el agnosticismo que le embargaba, su porfiada actitud blasfematoria, su odio a la Iglesia, su in-
255
clinación al apunte burlesco, sus actitudes escépticas: en fin, algunos de sus desahogos de
inconformidad y oposición crítica, provenían
no solamente de su formación mental, sino
también, como algo más impulsivo o espontáneo, de los desajustes propios de su triste realidad individual.
La creación literaria más importante
de Enrique Terán fue la novela EL COJO NAVARRETE. La publicó en ‘Quito, en 1940, con
prólogo de Ignacio Lasso. Fue fruto de su madurez. Frisaba él entonces en los cincuentitrés
de edad. Despertó la obra juicios laudatorios
en este país, aunque buena parte de ellos se
quedó confinada en la superficial y pasajera
expresión oral. Esa, acaso, ha sido la razón
del olvido o del general desconocimiento en
que ha permanecido hasta ahora. Más allá de
las lindes nacionales ni siquiera ha circulado,
a pesar de ser tan claros y legítimos sus atractivos.
Los episodios se van vertebrando con
animada llaneza y siguiendo una dirección
central. No se perciben muestras de esfuerzo
o de artificio. Hay riqueza del detalle en la armazón de numerosas escenas, pero el autor
no se desorienta ni se fatiga, y —lo que es
desde luego importante— tampoco el lector
corre ese riesgo. Los antecedentes se establecen con despejada visualidad, y por eso los
hechos, cuando van tomando lugar, dejan
apreciar su concatenación lógica, su progresiva maduración, sus características de remate
fiel, que ni se ha improvisado inhábil y desaprensivamente ni ha permitido que desfallezca el elemento novelesco de la expectación.
Lo encomiable, por cierto, es que aquellas
premisas no están constituidas exclusivamente por circunstancias externas, sino por el
paulatino descubrimiento de motivaciones
psicológicas, por el desarrollo neto de los estados espirituales de los personajes.
256
GALO RENÉ PÉREZ
Hay en el dilatado ámbito de la narración, con un ensamble también atinado, y como natural ramificación del tronco episódies
principal, un buen número de escenas cuyo
colorido y expresividad las va convirtiendo en
imágenes pueblerinas de sello costumbrista
fuertemente sugestivos, y que quizás son de
las más logradas en la literatura ecuatoriana:
los domingos lugareños —”espejo de sol y de
campanas”— con su misa, sus charlas en la
pulpería, sus juegos en la plaza y la taberna,
su lidia de gallos (el capítulo de ésta es sin duda antológico). Y luego la doma del potro, la
fiesta melancólica del cholerío —en el curso
de cuya descripción se han recogido viejas
canciones de la sierra—, los pintorescos y rumorosos conciliábulos de peones y domésticas de hacienda, las riñas de borrachos, las
condiciones sociales y anímicas de la gente
negra en los valles del Chota.
La evidencia de cómo domina Enrique
Terán, con destreza tan inusual, la técnica
propia de la novela, desconocida por muchos
de los usurpadores del género y promotores
de un fácil trastorno de sus normas, no se halla únicamente en la buena articulación de los
hechos, donde rara vez nos deja notar dislocamiento o debilidad de la tensión narrativa.
Esa evidencia es perceptible también en el estilo de las descripciones, socorrido por un
lenguaje de comparaciones y metáforas eficaces; en la propiedad de los diálogos, ajustada
totalmente a los ambientes y condición de las
personas; en la espontánea soltura del movimiento de éstas, como dueñas de sus gestos,
de sus frases, de sus actos y actitudes. Los personajes que se animan en esta sólida creación
de Terán no se nos aparecen, por eso, como
simples entelequias literarias. La niña Rosa
Mercedes, el cholo Juan Navarrete, el General Galarza, la voluptuosa y otoñal María Luisa, el grupo de los latifundistas, la autoridad
del pueblo, el afanoso gremio de los políticos,
los indios: todos tienen una auténtica gravitación humana. Responden a los hechos y a las
cosas bajo la determinación de su propia individualidad, de lo que son ellos mismos,
cual si la mano del novelista hubiera obrado
sólo como instrumento vivificador. A manera
de ejemplo es suficiente recordar la confrontación entre la libido del chalán Navarrete y
los confusos deseos y temores sexuales de la
patrona ña Rosita Mercedes, que va gestando
progresivamente, a lo largo de la narración, el
hecho brutal pero apasionado de la violación.
Las partes preponderantes de EL COJO
NAVARRETE están ligadas a la época del gobierno de Alfaro. Si bien algunos de los personajes principales sirven a “la gran causa” de
las luchas liberales contra los grupos de sedición conservadora, el autor no deja de hacer
correr sus juicios escépticos, y aun sarcásticos, contra el Caudillo, que ha tenido la “debilidad” de contemporizar con la reacción,
que ha sido “ingrato” con los suyos, y que no
ha traído ningún beneficio a la masa lastimera y acorralada de los indios. Terán no renuncia a ejercitar, en muchos de los capítulos, su
agudo temperamento de crítico.
Justo será que se diga, por fin, que EL
COJO NAVARRETE es de lo más hermoso y
representativo de la novela hispanoamericana
dentro de su tradición social y realista.
“EL COJO NAVARRETE” CAPÍTULO IV:
RIÑA DE GALLOS (FRAGMENTO)
—Ahí estaba el “gallo asesino”; qué bien lo mordieran en una cazuela con papas enteras.
El “político” dirigía la contienda galluna, como un
pretor romano.
Se ensanchaba, hacíase más sitio entre la gente.
Quería atmósfera para su inmensa grandeza de autoridad; sentir los codos de la cholada. Era una democracia conculcadora de sus irrestrictos derechos.
Habría querido ser más gordo, más inconmensurable, para captar un poco más de autoridad. ¡Cuán-
LITERATURA DEL ECUADOR
to envidiaba a los Panchi, por su crecida barba!
Desgraciadamente era un cholito flaco, raquítico y
lampiño; hijo de una panadera, a quien conocieron
de centro y hasta de poncho.
Y ya comenzaba a imponer silencio. No le hacían
caso; pues tenía una voz aflautada, tan débil y cursi, que era como la voz del “pícolo” escamoteada
por el ronquido de los “contrabajos” de los Panchi.
Nadie, nadie le miraba ni le oía. Para los chagras
había dejado de ser el “político”, desde que la pelea de gallos no era una contravención, ni tal autoridad estaba en su tienda de la plaza, con su mesa
de Chillo y los dos rifles de los chapas —léase carabineros— Para todos era el “palomo”, en aquel
instante, como “paloma” la llamaban a la madre.
Hablaba a gritos, porque se levantaba un murmullo
sordo desde la olla del redondel, junto con el calenturiento vaho de los cuerpos sucios. Los que tenían
un gallo en sus manos, se pegaban a quienes cargaban una botella.
El bullicio decayó cuando dio comienzo. Algunos
encuentros preliminares —no tan salvajes como los
de “Madison Square Garden” —robaron la frenética atención del auditorio.
Un gallo rojo y otro verde se encaraban temblorosos. Algunos gritos de apuesta, y pocos de aliento,
rezongaron entre la concurrencia.
—Ya mismo sale corriendo —gruñó Castañeda,
chupando un tabaco de guango.
Rosario Yangüez, uno de esos contrabandistas de
“San Antonio” y la “Calera”, recibió como una
ofensa.
—¿Quién sale pes, corriendo, carcoso?
—¡Ambos! —intervino con voz ronca el Manuel Silva Zono, conocido en la región por sus agudezas.
Una carcajada estalló en el redondel. Los gallos se
asustaron y cacareando, salieron en carrera. El juez
dio por terminada la pelea, declarando enfáticamente:
—¡Empate, empate!
Los dueños de los gallos corridos, tomaron sus avechuchos y desaparecieron más velozmente que los
gallos. Todos reían.
En diversos grupos se devolvían las apuestas.
Desde una ventana que espiaba al patio o redondel,
un viejo enfermo de lepra miraba con ojos de vidrio
el dinero que relucía en manos de los apostadores;
257
acaso corrieron los gallos por haber visto su cara remolida, sanguinolenta, y la interrogación profunda
de sus ojos, más curiosos, porque debían cerrarse
mas pronto.
Un chagra alto, observador, uno de los Panchi, que
estaba abstraído mirando la cara trágica del enfermo, se acercó a Navarrete.
—Dame una copa, cholito; se me salen las entrañas
viendo…
—Toma la copa. ¿Qué viste?
—Nada; salud —y en voz alta, como para distraerse, siguió—: ¡Psh! esto ya es demás. Traer estos disparates de gallos, acá, buenos para un cariucho con
papas y harto ají.
Navarrete se despreocupó. Isidro Guabecindo, el
borracho popular, que vivía y bebía a costa de su
ingenio y de su chiste, reparó:
—No se comerá solo, don Elías Panchi.
Manuel Silva Zono metió cuchara en el “cariucho”:
—¡Claro, pes, con semejante cuerpazo, ¿qué es,
pes, un triste gallo? Sólo en alimentar la barba ha de
irse medio gallo.
—¡Ojalá se le enreden las espuelas del gallo en la
barbota!
Explotó una carcajada sonora. Los Panchi enroscaron la barba y juntaron las cejas.
—¡¡¡Haber, vamos con la otra pelea!!! —gritó el
“palomo”.
Le tocó el turno a Navarrete. Aquélla fue la pelea de
fondo.
—¿De quién es el gallo que va a ser víctima?
Sólo uno de los apóstoles lo sabía.
—Del señor don Leonidas Gangotena…
Un frío respeto circuló por la gallera. El señor de los
“obrajes” y de las “mitas”; el señor feudal, de horca
y cuchillo; el amo, aliado de la religión y de la autoridad política, reaparecía por un conjuro retrospectivo de la historia. Los campesinos, instintivamente, plegaron las alas de su expansión entusiasta
y mostraron la humildosa careta del esclavo o del
concierto.
—No está aquí —alegó respetuosamente el juez.
—Dijo que le llamen no más; que ha de estar onde
la maistra de escuela.
Por lo bajo se guiñaron muchos ojillos picarescos.
En diferentes grupos cuchicheaban algo acerca de
la segura derrota del gallo del chalán. Lo veían un
258
GALO RENÉ PÉREZ
poco nervioso, sus ojos saltaban de rostro en rostro,
y había inquietud en su mirada: ¡ni que fuera a pegar el amo Gangotena en persona!
El chalán púsose a hacer fricciones de aguardiente
en las canillas de “Tolima”. Los Panchi se apersonaban en interés del chalán.
La mirada fija y la sonrisa abotagada, tonta, del enfermo que cubría mal su cara sangrienta con los trapos sucios, estorbaron a Navarrete. —Este hombre
debe ser de mal agüero, —se dijo—; encargó su gallo a uno de los Panchi, y fue al interior de la casa.
Encontró a una de las hijas de la dueña de la casa,
la que remendaba una colcha vieja.
—Ve, Ignacia, cerrale la ventana a tu taita. Me parece que me va a hacer perder el gallo.
—Calle, fiero, abusionero; déjele que siquiera se
distraiga, así no nos estará insultado.
—Si no le cierras la ventana, no pelea mi gallo, carajo!
—Bueno, ya voy… dará, pes, las ganancias…
—Te ofrezco, eso si gano la pelea. Siquiera ponele
una vela a tu peshte San Antonio, elé! ¿Querís?
—Con vela mesmo está, pes.
Regresó Navarrete. Algunos gritos reclamaban
apostadores al gallo de Gangotena. Nadie quería
apostar sin conocer el gallo, porque al señor Leoncio ya le conocían. Llegó en este instante el señor
feudal, acompañado de sus esbirros. Un paje con
zamarras traía al gallo.
—¡Ah!
—¡Uh!
—¡Oh!
—¡Ih!
—¡Qué feroz, el pico e lora!
—¡Se lo comió al asesino!
—¡Onde sabría, pes, tener este elefante!
—¡Ah, carajo, eso, ca, ya no es coteja! ¡Qué gracia!
Espontánea expresión de asombro surgió del redondel. Era un gallazo enorme, de pata negra con zamarras, como el paje, la más temible entre técnicos
agrarios; de cresta cachuda y gran espuela roncadora. Es decir, un señor respetable, cuya sola presencia hizo enmudecer a la afición. La presencia, en
esta tierra de fetiches, vale intrínsecamente, aunque
excluya toda cualidad. Por eso, los Panchi eran las
figuras representativas de la región. El gallo tenía
presencia, condición esencial hasta para ser Presi-
dente de la República…
Y Navarrete quedó pensativo, presintiendo la suerte que esperaba a su adorado “Tolima”. ¿Reservaría
su plata para lanzarla después de la primera cruzada o “careo de gallos”?
Naturalmente, las apuestas favorecieron al pupilo
del “distinguido” latifundista. Los Panchi, conocedores de gallos y de cabalgaduras, apostaron al del
chalán. Navarrete metió sus primeros veinte sucres.
La vocinglería de las disputas y de las apuestas al
menudeo, se enardeció como un oleaje de tormenta. Los que más gritaban eran aquellos “luminarias”,
que no intervienen en asuntos de dinero. Los “Limpios”, adjetivo consagrado.
El señor Gangotena sacó una cartera repleta de billetes. La gente se estropeaba por echar la vista encima. Pagó a todos los que iban en su contra.
—¡Ya!, largar los gallos… —gritó el “palomo”.
Se apelotonaron unos sobre otros. Se escuchaba el
aliento zozobrante, nervioso. Los ojos pelados, con
una luz de interés, se prendieron en el redondel.
Los gallos se miraron largamente, con la gorguera
aplanchada de las iras.
Reinó un silencio profundo. Se hicieron más claras
las respiraciones; palpitaban anhelantes. Los ojos
desorbitados recorrían las patas escamosa de los gallos. Se habría dicho que miraban otras pantorrillas,
por la vehemencia de su gesto…
Por la ventana baja, los ojos verduscos del enfermo
acechaban la pelea, en el hueco de un cristal roto.
Era el leproso, que parecía desgarrarse el cuello con
las cuchillas del vidrio roto. Navarrete regresó a ver
aquella ventana, y frunció el ceño. En ese instante,
el viejo desvió la mirada hacia el interior del cuarto,
y unas manos de mujer cerraron las puertas de madera. La cara que puso el enfermo hizo gemir de dolor a Navarrete. ¡Toda la semana había esperado la
pelea de gallos en el mismo sitio, el pobre enfermo!
¡Ahora le cerraban, porque no podía defenderse!
Oprimido el corazón, dio un salto el chalán y, olvidando su pelea, gritó desde la puerta del cuarto:
—¡Ignacia, abrile no más la ventana! ¡Pobrecito,
que siquiera goce un rato: infeliz!
Fuente: Enrique Terán, El cojo Navarrete. Colección Básica de Escritores Ecuatorianos, Tomo I, pp 105-113. Casa de
la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1979.
LITERATURA DEL ECUADOR
Pedro Jorge Vera (1914-1999)
Nació en la ciudad de Guayaquil. Allí
mismo realizó sus estudios. Siguió la carrera
universitaria de leyes, pero no la terminó. Se
dejó arrebatar, en los tempranos días de insumisión y escepticismo de su juventud, por las
fuerzas atorbellinadas de la política. Desde
entonces ha entregado conciencia, sensibilidad e imaginación a la atmósfera de azar y
duelos, de confusión y contrastes, que ha caracterizado a la vida pública ecuatoriana. Por
eso su obra literaria —más aun la de naturaleza periodística— se ha mostrado frecuentemente como un especie de cordaje tenso, dispuesto a vibrar bajo el pulso de una voluntad
desapacible, que ama las desazones de la lucha. Y por eso, desde luego, la órbita de sus
actitudes individuales y de sus trabajos de escritor ha despertado más de una vez enconos
y querellas, y, por lo común, juicios contrapuestos. Pero en todo caso, y por sobre las
inevitables divergencias de credos, pasiones,
ideas y opiniones, es honrado que se recomiende la fijeza de su orientación política.
Vera ha permanecido a lo largo de varios decenios en una posición partidaria inmutable.
Las contradicciones que quisieran advertírsele en sus pugnas y refriegas no han conspirado a debilitarla o cambiarla. Su participación
en el flujo de los acontecimientos nacionales
no le ha movido del ángulo de la extrema izquierda en que decidió ubicase. Y esa participación ha sido casi exclusivamente la del sagitario. No ha ejercido más funciones públicas que las de Secretario General de una
Asamblea Nacional Constituyente. Su tiempo
cotidiano ha sido compartido por las labores
de creación literaria, su ejercicio de columnista de varios diarios del país, la edición de
revistas de carácter polémico y, durante algunos años, su docencia universitaria. Fue fundador de dos publicaciones que circularon re-
259
gularmente con alguna profusión: “La calle”,
acompañando al escritor Alejandro Carrión, y
“La mañana”. Esta fue clausurada en 1970,
por orden gubernamental, y su director recibió pena de prisión.
Pedro Jorge Vera, aparte de su abundante producción periodística, ha escrito varios libros, y en géneros diferentes. En la poesía: “Carteles para las paredes hambrientas”,
“Nuevo itinerario”, “Romances madrugadores” y “El túnel iluminado”. En la novela: “Los
animales puros”, “La guamoteña”, “La semilla
estéril”, “Tiempo de muñecos” y “El pueblo
soy yo”. En el cuento: “Luto eterno y otros relatos” y “Un ataúd abandonado”. En el teatro:
“El dios de la selva” y “Los ardientes caminos”. Ha obtenido premios nacionales en el
Ecuador.
Lo primero que agavilló en su profesión literaria fueron sus poemas. Apuntaron
en ellos su brío de mocedad y una impulsión
de insofocable rebeldía. Hallábase en apogeo
cierta condición épica del verso, que buscaba
ser mas evidente y conmovedor mientras más
herido en las zarzas de la problemática social.
Pero infortunadamente, junto con el aprovechamiento legítimo de sus atributos, hubo
pronto el abuso, punible en el recto juicio del
crítico, y la impostura, a que conducen los
desafueros de una imitación simiesca. No tardó en consagrarse la designación peyorativa
de poesía de cartel para definir a tanto amago
de creación socializante. Ocurrió lo de siempre: la multiplicación de lo desmañado y lo
fácil —que parece durar todavía— sobre las
ruinas de los rigores estéticos. Vera, inmune a
los estragos de esa viciosa propensión, defendido por su propia conciencia del ejercicio lírico, escribió composiciones en que se ve la
natural aleación de la vehemencia política y
el celo inteligente de la expresión. El esfuerzo
por mantener en una línea estable las calidades de su verso, si bien no siempre feliz, es
260
GALO RENÉ PÉREZ
digno de ser reconocido y recomendado. Algo más: su caso de creador de poesía se revela un tanto único entre los narradores de este
país. Y si es cierto que aquella estación de su
lirismo se ha ido quedando lejos, también lo
es que sus destellos han porfiado en mostrarse en algunas de sus piezas dramáticas y en la
rotundidad de algunos efectos de lenguaje de
sus cuentos y novelas. Con sus trabajos de periodista ha acontecido algo similar, porque
han conseguido reflejarse en el estilo de su
prosa narrativa.
Pedro Jorge Vera se fue estableciendo
ya en un campo que parece el mas apropiado
a su vocación: el de narrador. Tanto sus relatos breves como sus trabajos novelísticos encierran méritos innegables. Entre aquéllos es
representativo su “Luto eterno”: sobrio en su
estilo, seductor en su animación interna, ágil
y eficaz en la caracterización femenina, bien
enhebrado en sus contingencias episódicas,
fiel en el reflejo de los hábitos falaces de los
grupos familiares y sociales, irónico en el juego de sus rápidos matices descriptivos. También alcanzan contornos sobresalientes sus
cuentos de “Los mandamientos de la ley de
Dios”. En ellos se ha hecho uso de la motivación política sin eludir las exigencias de la
técnica misma con que se arma una narración. Los ingredientes poéticos del lenguaje y
los influjos emotivos alternos, de la desesperación y la ternura, van comunicando fuerza
persuasiva a la evocación veraz de los hechos. Un buen ejemplo de eso es la eliminación sangrienta del Che Guevara, en el “décimo mandamiento”.
Y pues que hemos vuelto a tocar el
punto de la inclinación política premiosa de
muchas de sus creaciones, conviene tornar
brevemente la dirección de estos juicios a su
más reciente novela: “El pueblo soy yo”. Vera
ha dicho que ella “no es historia, pero está
inspirada en la historia y envuelta en ella”. Se
ha opinado, de modo consecuente, que “es la
síntesis de la tragedia del pueblo ecuatoriano
en los últimos cuarenta años hecha novela”.
La obra se muestra, en efecto, como una simbiosis de ficción y de reminiscencia. Una realidad todavía fresca, que ha estado a ojos vistas de varias generaciones, que la han experimentado de algún modo, y que precisamente
por la ausencia de una perspectiva mayor ha
tenido juicios e interpretaciones contradictorios, se ofrece imbricada con los elementos
imaginativos propios de la novela. Proceder
de otro modo hubiera sido dejarse avasallar
por la esquematización simple, huérfana de
vigor creativo, de las crónicas. Después del
primer capítulo, caracterizado por una evidente lentitud, empieza a notarse el brío con
que va a correr toda la narración, fruto de una
personalidad ya familiarizada con el género.
Hay entonces la presencia sucedánea de imágenes vivas, en que se articula con animación
natural su movimiento. La historia asume una
rápida corporeidad en el marco del acontecer
político interno, y en el de la aciaga peripecia
limítrofe con el país del sur, y en el de algunos de los problemas que han puesto su agriedad en el gesto del mundo contemporáneo. El
novelista no intenta deponer, en la composición de varios cuadros, su propia pasión personal. El testigo se trueca en fiscal, sometido
ya al capricho de sus reacciones íntimas. No
se cuida entonces, en ese plano, de resbalar
hacia los excesos de la caricaturización desaprensiva, o de la burla enojosa y el desdoro
de las figuras que pasan por su relato. A ello
han obedecido la insatisfacción y el rechazo
que éste ha encontrado en mas de un sector
de sus lectores. Pero el caudillo mismo —o
sea el protagonista de “El pueblo soy yo”— es
tratado con un comedimiento analítico que
no han conocido sus semejantes en las demás
novelas hispanoamericanas, blanco de ataques verdaderamente corrosivos. Ex-alumno
LITERATURA DEL ECUADOR
de la Sorbona, exasperado periodista que
anatematiza el vicio y la ignorancia, legislador cuyo despliegue oratorio desordena lo establecido, intérprete usurario de los reveces y
desconciertos colectivos, depositario de la
confianza del clero, dialogante espiritual dispuesto a las admoniciones del déspota a
quien liquidó la pluma de Montalvo hace más
de cien años, arrebatado en sus decisiones
dictatoriales y en sus reprimendas y represalias, mítico, omnipresente aun a través de las
ausencias, ligado al destino del país como si
fuera su “encarnación misma”: así está definido por Vera el carácter del mayor caudillo
ecuatoriano de las últimas décadas, aunque
trate de verlo bajo el nombre supuesto de Manuel María González Tejada.
En lo que ataña a “La semilla estéril”,
otra de sus novelas bien se puede soslayar el
recuento de sus escenas —numerosas, nítidamente perfiladas, atractivas por su rica movilidad, de fácil captación por su atinado ensamble— para indicar únicamente lo que en
aquélla se muestra como prominente.
Ante todo es evidente que el autor ha
rehusado ser un discípulo dócil de las corrientes subvertoras de la técnica novelesca contemporánea. No ha cedido a las tentaciones en
que tantos otros han caído, muchas veces sin
escrúpulos de conciencia y destituidos de capacidad para ello. En “La semilla estéril” se advierte que el estambre de los episodios es el tradicional. No se producen deliberados quebrantamientos de la unidad argumental. Tampoco transposiciones bruscas de hechos ni de
esquemas temporales. Las descripciones no
han admitido los alardes de audacia de la más
reciente modernidad. El relato se hace en tercera persona, con la inevitable proyección de
las reacciones mentales del autor en el movimiento anímico y la conducta de los personajes. Quizás por eso se deja notar, en partes del
261
monólogo de éstos, cierto exagerado celo reflexivo.
El cuadro de tiempo que se despliega
para el curso de las acciones es apreciablemente amplio: comienza en los años tempestuosos de las campañas guerrilleras de Alfaro
—postrimerías del siglo decimonónico— y
llega hasta momentos muy próximos a nuestro presente. Dos o tres referencias, de contenido económico, político o doctrinario, sirven
para crear la imagen de cada período. Y los
eventos de la trama narrativa se enlazan de
padres a hijos. Con un orden cronológico más
bien lineal. Los antecedentes de los actos y las
actitudes de las figuras principales quedan explicados en la experiencia vivida por sus progenitores. Los afanes de dominación en los
grupos sociales y de influencia determinante
en la atmósfera impura de banqueros y comerciantes, explícitos en el destino de Agustín Toral, no son sino el efecto de la historia y el
temple de su padre. La inextirpable pasión revolucionaria de Elena no es sino consecuencia
del despojo de tierras y el crimen cometido
contra sus íntimos. Los conflictos y la inestabilidad de las condiciones éticas, intelectivas y
emocionales de la nueva generación de los
Arancibia proceden, a su vez, de la codicia y
el inescrúpulo familiares. Ahora bien, la figuración de algunas de esas personalidades descubre el dominio del novelista en la generación de caracteres. Hay un aire de autenticidad circulando por el rumbo de sus hechos, de
sus movimientos espirituales, de sus determinaciones. Ello a pesar del amargo deleite con
el que Vera abusa de los rasgos de lo cínico en
la descripción de algunos de sus personajes.
También adquiere una nota persuasiva la dialéctica que ellos desenvuelven alrededor de
ciertos temas, como los de la libertad, la fe y
el comunismo, porque se afana por no despeñarse en la intransigencia ni en el sofisma.
262
GALO RENÉ PÉREZ
“LA SEMILLA ESTERIL”
Fragmento del capítulo VI
La madre le acariciaba lentamente el rostro. El la
dejaba hacer, contemplando con atención su piel
arrugada, sus ojos húmedos. Cuando al fin ella concluyó, él fue a abrir sus maletas y extrajo los modestos regalos.
—¡Oh Jaime, qué cosas tan lindas! —dijo Carmen
Rosa, besándolo.
El, con esa extraña mirada que le habían notado
desde el primer momento, continuó ordenando en
silencio su ropa, sus libros, sus papeles.
—Apúrate, Jaime —prosiguió Carmen Rosa—. Cristóbal no tardará en llegar. Te va a gustar, es un gran
tipo. Y va a resolver tu problema.
—¿Ah, sí? —Había una lejana ironía en las palabras
de Jaime.
–Ni sabes: el padre es ahora el dueño del Banco
Nacional.
El demoró la respuesta:
—¿Y? ¿Qué hago yo con el Banco?
—Es que… Allí te prestarán la plata para la clínica.
Ya se lo dije a Cristóbal.
Jaime sonrió ásperamente y se incorporó.
—Antes de hablarle a tu novio, debiste preguntarme
por mis planes.
Ella lo contempló absorta.
—Pero es que…
–Es que yo no te he dicho que vaya a instalar una
clínica.
—¡Jaime…!
El volvió a sonreir, dulcemente ahora, tomó a su
hermana por el brazo y la sentó en el lecho, junto
así,
—Mira, Carmen Rosa. Tú siempre has dirigido las
cosas. Gracias a ello, he podido estudiar. Pero…
Por fortuna, como eres tan linda e inteligente, te vas
a casar con un hombre rico. Ya no tenemos, pues,
problema económico. No te preocupes de la clínica.
Carmen Rosa seguía sin entender.
–No se trata de mí —dijo—: se trata de ti.
—No te preocupes, hermanita.
—Pero… dime claramente. ¿Es que no quieres tener
una gran clínica?
—Tal vez no…
—Pero… ¿por qué?
—Muy largo de explicar. Soy un humilde médico.
Nada más.
Ella lo contemplaba con los labios entreabiertos.
“Humilde médico… es decir un medicucho… Y para esto hice cuanto hice. El molusco asexuado el
ministro baboso el Negro Toral…” Todas esas entregas sin amor resultaban inútiles operaciones cambiarias.
—¿Humilde…? ¿Un médico graduado en París? —
Sonrió irónicamente—. ¿Dejaste allá el talento?
El sonrió tristemente.
—Creo que no…
—Me parece que tengo derecho a saber las razones
de tu actitud —dijo ella fríamente, levantándose.
Jaime encendió lentamente un cigarrillo.
—Razones… —dijo; se recostó en el lecho y prosiguió—: hay una sola razón: la vida. Me fui a Europa a estudiar, a estudiar para hacer dinero. Pero me
tomó la vida, la vida con su ciencia brutal y desolada. Lo que la Universidad me enseñaba, me lo negaba la vida. Y he terminado perdiendo la fe. No
creo en nada, Carmen Rosa.
—¿En nada? —El negó con la cabeza; hubo un silencio, tras el cual, ella insistió, sardónica—: ¿En el
dinero tampoco?
—Era en lo que más creía. Nuestra juventud, llena
de privaciones, me obligó a mirarlo como el ancla
salvadora. Pero…
–¿Pero qué?
—”En plena vida ya estamos rodeados por la muerte”: ése era nuestro lema en París.
Desconcertada, ella lo contempló unos segundos,
esforzándose por serenarse.
—Pero hasta que llegue la muerte, Jaime, tenemos
que vivir. Y vivir lo mejor posible…
—Cada cual tiene su vida, hermana. Es lo único
que tenemos. Yo te dejo la tuya, déjame tú la mía.
Ella se encogió de hombros.
—Muy filosófico estás —dijo—. Tal vez… habría sido mejor que siguieras estudiando aquí.
—Lamento defraudarte, Carmen Rosa.
—No sé a dónde vas, Jaime. Lo único que veo claro es que deseas seguir en la indigencia.
—Pero, al menos, tú ya vas a salir de ella.
Carmen Rosa seguía contemplándolo absorta. Este
era el hermano de quien tanto había esperado. Y
LITERATURA DEL ECUADOR
llegaba transformado en una especie de predicador,
imbuido de teorías incomprensibles casi como Cristóbal. “Pero Cristóbal puede pensar y hacer lo que
le plazca: para eso es rico”. Ella, que había soñado
en el encuentro de estos dos hombres, ahora habría
263
preferido que no se conocieran jamás, porque el
uno podía arrastrar más lejos al otro.
En la puerta apareció la madre.
—Aquí están Cristóbal y sus hermanos —anunció.
Fuente: “La semilla estéril”. Colección Básica de Escritores
Ecuatorianos, páginas 77-80.
VIII.– La poesía de nuestro tiempo. Conducta esteticista
del verso a través de la historia literaria ecuatoriana.
Las renovaciones ultraístas. Carrera Andrade, Gonzalo Escudero
y otros autores. El género teatral y su producción intermitente.
Consideración general sobre los autores mas recientes del país,
a partir del año 1944
La poesía ecuatoriana comenzó bajo el
signo de lo selecto, amando lo más convencional y rebuscado en las maneras de expresarse. Tuvo que ser así porque nació bajo la
advocación de Góngora, el de las subversiones de la lógica y la sintaxis. Eso acaeció en
los siglos XVII y XVIII, o período colonial. Más
tarde aparecieron otros estilos y otras modas,
pero algo persistió como una ley casi inviolable: la conducta esteticista del verso, la aspiración a las formas nobles del lenguaje. Así se
lo advierte, en efecto, en el neoclasicismo de
Olmedo, en la depuración que buscaron los
románticos más representativos y en los alardes de refinamiento del modernismo. Los que
vinieron después, también heredaron ese hábito. Recuérdese que los prestigios de la forma cobraron indeclinable importancia en todo el continente al impulso de los modernistas. Y que los fenómenos renovadores más recientes, que se han apellidado usando la desinencia de tantos “ismos”, y que bien caben
en la palabra abarcadora y complaciente de
“ultraísmo”, inventada por Guillermo de Torre, no han sido otra cosa que búsquedas de
expresiones nada simples ni comunes. En el
Ecuador, en buena correspondencia con ello,
no han dejado de mantenerse los poetas bajo
su ya antigua fascinación verbal, complicada
en ciertos casos con las influencias ultraístas.
Una de tales fue quizás el “creacionismo” del chileno Vicente Huidobro, que entre
opiniones desconfiadas y antagónicas, que
duran hasta ahora, se proyectó sobre América
y España. Hay sobre todo un autor en el Ecuador a quien se le ha asignado una posición
creacionista: Miguel Angel León, que escribió
el libro “Labios sonámbulos”. La audacia metafórica y el arrebato de la frase poética que
levanta ante nuestro deslumbramiento la presencia visual de las cosas que va enunciando,
y que son virtudes que se aprecian en las mejores de sus composiciones, parecen mostrarlo efectivamente dentro de la aludida corriente. León fue llamado creacionista por el joven
poeta y crítico Ignacio Lasso, que murió temprano dejando trunca una obra admirablemente comenzada. Lasso poseyó una envidiable cultura literaria y estaba haciendo rumbo
en la poesía y el ensayo con una claridad y
una firmeza singulares. Gran conocedor de las
corrientes contemporáneas, él mismo, con sus
versos del libro “Escafandra”, penetró en el
fondo más inasequible de aquéllas.
Y ese alto destino no ha sufrido mengua en los años que vivimos. Al coro hispanoamericano de los amantes de lo selecto se
han incorporado Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, Augusto Arias, Alfredo Gangotena y César Andrade y Cordero.
LITERATURA DEL ECUADOR
Jorge Carrera Andrade ha mantenido
una fidelidad sin quiebra a su ejercicio de la
lírica, que lo inició en los bancos del colegio.
Requerido algunas veces por la investigación
de nuestro pasado, o por el afán de comunicar su pensamiento en torno de los autores
que ha preferido, o por sus emociones de peregrino que aletean entre ciudades y rostros
distantes, ha transpuesto la frontera que corre
—sin dividir de veras— entre la prosa y la
poesía. Pero ha vuelto a su amor primero con
renovado fervor, decantando el verso deleitosamente. Aun sus ensayos e imágenes viajeras
descubren por sobre todo la presencia del
poeta.
No hay en nuestro país —no lo ha habido sin duda— un ingenio mayor que el suyo para transfigurar el objeto contemplado
con el mágico socorro de la metáfora. Acaso
ha oído la admonición de Proust, de que ella
confiere una suerte de eternidad al estilo. Carrera Andrade no ha renunciado jamás a sus
hábitos de la imagen alquitarada y de las exigencias de la forma. Por eso su obra es tan armoniosa, tan homogénea. Y, al mismo tiempo, tan tristemente amagada por el exorno
inesencial, por el frecuente espejismo verbal.
Gonzalo Escudero es otro poeta que
pone su más ahincada voluntad en la selección de los vocablos y el juego metafórico.
Ha bebido en las fuentes de los clásicos españoles y con fino tacto ha hecho del arcaísmo
una voz que se incorpora ágilmente a la marcha audaz de sus expresiones. Es consciente
de lo que debe decir y cómo lo debe decir.
Gobierna sabiamente los ritmos, el peso y la
cadencia de las palabras. Gobierna el desarrollo de las ideas y la acompasada rotación
de sus emociones. La gracia más alada se
combina con las ondas más profundas de lo
filosófico en muchas de las composiciones de
sus libros. Cada uno de ellos— “Hélices de
huracán y de sol”, “Altanoche”, “Estatua de
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aire”, “Materia del ángel”, “Autorretrato”, “Introducción a la muerte”—, encierra muestras
de su imponderable sentido estético. Ciertamente la poesía ecuatoriana ha recibido un
valioso aporte de este autor, cuya obra singular no ha encontrado discípulos ni imitadores.
Y el género ha seguido vigorizándose
con las producciones de otro de los poetas citados: César Andrade y Cordero. Su caso es
semejante al de los anteriores, por la pureza
linfática de sus versos; pero en él cautiva,
además, la facilidad con que conduce su inspiración por los más varios temas de la naturaleza y el hombre. En “Cúspides doradas” recogió sus composiciones de libros anteriores
y de estos años, y demostró así que ni su fuerza creadora ni su aptitud técnica se habían
debilitado frente a las actuales exigencias. Al
contrario, se ve que cada vez ha ido cavando
con mayor profundidad su filosofía, para dar
de ese modo mayor plenitud a su fluencia lírica. Andrade y Cordero ha alcanzado serena
e inteligentemente, sin ansiedades ni quiebra
de su personalidad de hombre de lecturas y
de meditación y talento poético, una posición
de verdadero maestro en la literatura del
Ecuador. Pocos han conseguido un grado semejante en la expresividad de su lenguaje.
Augusto Arias, a su vez, sin abandonar
las características inconfundibles de su propio
espíritu ni caer en falsas extravagancias, se ha
dado al gozo proteico de ir tomando para sí
las formas diversas de las corrientes líricas,
desde un cauteloso postmodernismo hasta las
novedades más recientes. No es abundante su
producción en el verso, pero tiene un acentuado interés dentro del desarrollo de la poesía en el Ecuador.
Juicio semejante se debe hacer sobre
Alfredo Gangotena, poeta que escribió en
francés y en español. Perteneció al grupo que
en Francia animaba Jules Supervielle. Amó la
expresión enigmática, inaprehensible para las
266
GALO RENÉ PÉREZ
redes del razonamiento común, pero sin duda
palpitante de una doble potencia, lírica y filosófica. Intelectualmente desolada, y extraña
como pocas, casi como ninguna en las letras
ecuatorianas, la poesía de Gangotena necesita la paciente explicación de la buena crítica.
A fuerza de escribir en esta sección
únicamente los nombres que se levantan a un
plano superior, digno del estudio serio, pues
que, en caso contrario, la descontrolada fecundidad de la poesía ecuatoriana obligaría a
citas sin término posible, hay que agregar estrictamente los siguientes: Augusto Sacoto
Arias, poeta de sensibilidad afín a la de los famosos españoles de la generación de 1927,
particularmente a la de García Lorca, como lo
demuestra su tragedia lírica “La furiosa manzanera” (premio nacional de literatura, 1943);
Jorge Reyes, autor de “Treinta poemas de mi
tierra” y “Quito, arrabal del cielo”; no por
esos versos —que son pictóricos y de gracioso culto de la metáfora—, sino sobre todo por
sus más recientes, aparecidos esporádicamente en la prensa, llama la atención su talento de
poeta, exigente en la expresión como en la
idea; Remigio Romero y Cordero, a quien la
facilidad le ha despeñado muchas veces en lo
superficial y vulgar, pero cuya vocación legítima se ha demostrado en delicados poemas
de estilo modernista (su obra más conocida es
“La romería de las carabelas”); Aurora Estrada
y Ayala, que expresa en deleitable forma reacciones íntimas del alma femenina, acaso similares a las de las más conocidas poetisas hispanoamericanas; José María Egas, Wenceslao
Pareja, Hugo Alemán, Abel Romeo Castillo,
Carlos Suárez Veintimilla, Rodrigo Pachano,
Pablo Balarezo Moncayo, Jorge Robayo, Hugo Mayo, Miguel Angel Zambrano, Nélson Estupiñán Bass, Adalberto Ortiz, Horacio Hidrovo, José Alfredo Llerena, que han enriquecido
la lírica con trabajos de diversas característi-
cas formales y de contenido vario, pero coincidentes en su muy recomendable calidad.
Si la poesía, el ensayo, la narración del
Ecuador han sido celebrados por la crítica internacional, ello desventuradamente no ha
ocurrido con el drama. Pero ese parece un infortunio generalizado de casi toda Hispanoamérica. El éxito del teatro está determinado
no solamente por el valor intrínseco de la
obra, sino por elementos que le son conexos
(interés del público, promoción de compañías
dramáticas), que quizás fallan en estos países.
En la literatura ecuatoriana ha habido conatos
de producción teatral, pero pocas piezas logradas de veras. Y el género es muy antiguo,
porque ya se lo conoció en el período precolombino, durante el gobierno de los incas.
Garcilaso lo explica en sus “Comentarios Reales”, refiriéndose a la división de tragedias y
comedias y a la dignidad que las caracteriza.
En la Colonia se estimuló también la actividad
teatral, aunque ningún otro país hispanoamericano contó con figuras de la dimensión de
los dos grandes autores de México, Juan Ruiz
de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz. Los españoles aun hicieron del teatro un medio de
adoctrinamiento de los indios conquistados,
usando para ello ciertos antecedentes escénicos de los pueblos aborígenes. El viejo prosador ecuatoriano Gaspar de Villarroel escribió
sobre las comedias, pero aludiendo a lo que
personalmente experimentó en Santiago de
Chile.
Y bien, Ricardo Descalzi, quien ha hecho un vasto trabajo de investigación del género en el Ecuador, cree haber encontrado
aquí la pieza más antigua de la América india
—”El Diun-Diun”, o, como él la llama, “Los
Quillacos”—, y ha logrado recoger más de
quinientas obras, pertenecientes a ciento sesenta autores. Entre ellas figuran “La leprosa”,
“Jara”, “Granja”, “El descomulgado” y “El dic-
LITERATURA DEL ECUADOR
tador”, de Juan Montalvo, valiosas sin duda,
aunque no como el resto de su producción;
“Un drama en las catacumbas” (de ingenuo
saber romántico), de Julio Matovelle; medio
centenar de piezas de Nicolás Augusto González; “Receta para viajar”, interesante muestra de teatro costumbrista, de Francisco Aguirre; “Sevilla del Oro” y “La leyenda del cacique Dorado”, sólidas expresiones dramáticas
en que se alían lirismo y evocación histórica,
de José Rumazo González; “La visita del poeta” y “Los virtuosos”, felices creaciones de tipo costumbrista, de Trajano Mera; “Amor prohibido”, “Bajo la zarpa”, “El miedo de amar”,
“Un preludio de Chopin”, de Humberto Salvador, dramas esbozados en los años de su juventud, pero con mano más experta que la
que puede advertirse en algunas de sus novelas, que las escribió más tarde; “Cómo los árboles”, de Enrique Avellán Ferrés; “Boca trágica” y “Alondra”, de Enrique Garcés, y “Suburbio”, de Raúl Andrade, todas armadas con
tacto de bien enterados autores teatrales; finalmente, los numerosos trabajos de Jorge
Icaza y del propio Ricardo Descalzi, que les
sirvieron como antecedente fecundo para la
elaboración de novelas y cuentos de indiscutible valor. Y, dominando el conjunto, las
obras de Demetrio Aguilera Malta, magnífico
relatista del Grupo de Guayaquil que publicó
en “Los que se van” sus narraciones “del cholo y el montuvio”, y que más tarde llamó la
atención de la critica continental con sus hermosas novelas “La isla virgen”, “Don Goyo” y
“Canal Zone”, y que al fin devino el más destacado autor teatral de su generación. Sus
obras “El tigre”, “Dientes blancos”, y “No bastan los átomos”, las cuales descubren un cabal sentido de la escena, han sido representadas con éxito singular.
Para cerrar estas consideraciones críticas sobre el desarrollo de la literatura ecuatoriana es ahora necesario intentar una aprecia-
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ción general de los autores nuevos, que han
cultivado, a su turno, diferentes géneros. Ante
todo hay algo evidente: en los últimos decenios no ha disminuido el entusiasmo creador
en las letras nacionales. Los que hablan de
crisis no comprenden propiamente lo audaz y
aventurado de sus palabras. Ha habido varias
promociones de escritores que han ido haciendo su propio prestigio sin medios fraudulentos, como los de la autoapoteosis y el cínico trueque de elogios desmesurados, que han
sido el hábito perverso de los que les han precedido. El punto de partida de ese movimiento generacional de los últimos tiempos es el
año 1944, en que Galo René Pérez —autor de
esta obra—, que entonces iniciaba su profesión en el ensayo, fundó la revista “Madrugada”, con un compañero de aulas, Galo Recalde. Alrededor de esa publicación se organizó
el grupo homónimo, con representantes de algunas provincias del país: César Dávila Andrade, de Cuenca; Enrique Noboa Arízaga, de
Cañar; Eduardo Ledesma, de Loja; Miguel Augusto Egas, Cristóbal Garcés Larrea, Rafael
Díaz Icaza, Alejandro Velasco, Tomás Pantaleón y Maruja Echeverría López, de Guayaquil; Jorge Enrique Adoum, de Ambato. A
ellos se agregaron casi inmediatamente: Efraín
Jara Idrovo, Eugenio Moreno Heredia, Teodoro Vanegas Andrade, Jacinto Cordero Espinosa y Hugo Salazar Tamaríz, de Cuenca, y Edgar Ramírez Estrada, de Guayaquil.
Dirigió y animó el Grupo Madrugada
su fundador, Galo René Pérez, mientras publicó su revista, que tuvo existencia muy breve
por las consabidas dificultades editoriales de
este país. Después el nombre de “Madrugada”, tan nuevo y tan augural en la historia literaria ecuatoriana, fue adoptado por la Casa
de la Cultura para una colección de cuadernos de poesía en que aparecieron selecciones
de algunos miembros del Grupo y también de
autores de generaciones anteriores, lo que ha
268
GALO RENÉ PÉREZ
venido a confundir un tanto el juicio de ciertos comentaristas. Lo importante es que, tras
esa iniciación en las páginas de la revista, los
escritores de 1944 han ido creando independientemente obras de aliento. El primero en
conseguirlo fue César Dávila Andrade, cinco
años mayor que sus compañeros, que apenas
habían pasado los veinte de edad. Dávila Andrade publicó “Espacio, me has vencido”. El
célebre poeta español León Felipe juzgó sobresalientes, dentro de la producción continental de ese momento, tanto aquellos versos
como la prosa que les sirvió de introducción,
confiada al fundador de “Madrugada”. Posteriormente Dávila escribió poemas (“Catedral
Salvaje”, “Boletín y elegía de las mitas”) con
un sentido telúrico, humano y lírico de calidad impar, y cuentos de sabia estructura y admirable animación introspectiva (“Abandonados en la tierra” y “Trece relatos”). El guayaquileño Rafael Díaz Icaza, poseedor de un talento vario y fecundo, ha escrito poesía abundante, casi toda ella con una fina percepción
del estilo, como la contenida en “Botella al
mar”, y además muchos cuentos, y hasta una
novela, que dejan apreciar la firmeza con que
maneja los asuntos y el difícil aparejo técnico
de la narración. A su vez Enrique Noboa Arízaga, que mantiene una pura y noble tradición del soneto castellano, cuyos versos
muestran la expresividad y la gracia moderna
de los de Eduardo Carranza, o de los de Dora
Isella Russell, ha reunido su vasta labor poética en una antología personal: Biografía Atlántida”. En el mismo plano está su compañero
Jorge Enrique Adoum. Este ha revelado una
fuerza de inquietudes sustantivas y un constante apego a los temas que se hallan enzarzados en la vida doliente del hombre común.
“Los cuadernos de la Tierra” y Dios trajo la
sombra figuran entre sus libros más destacados. Varias influencias se han conjugado en
su labor pero la determinante ha sido la de
Pablo Neruda, que le señaló de un modo irrenunciable el camino de la expresión poética.
Similar relieve ha ido cobrando la personalidad de Efraín Jara Idrovo, que ya en su primer
poemario —”Tránsito en la ceniza”— dejó
testimonio de pureza, ternura y generosidad
metafóricas emparentadas con las de Dávila
Andrade. Su lealtad al ejercicio del verso le
ha conducido al dominio de una mayor esencialidad y de un original, sutil y atractivo uso
de los vocablos. Nombres que ayudan a fortalecer la significación de esta promoción de
escritores son los de Jacinto Cordero Espinosa
y Teodoro Vanegas Andrade. La mayoría de
ellos se ha establecido en la creación lírica.
Pero Jorge Adoum produjo también una novela: “Entre Marx y una mujer desnuda”. Hay en
ella certeros alardes de buen narrador, aunque bajo una influencia, demasiado sojuzgadora, del argentino Julio Cortázar. El autor de
este texto abandonó el breve culto de la poesía para entregarse, en cambio, al ensayo literario: ha publicado más de doce obras, con
temas de crítica de las letras españolas, hispanoamericanas y ecuatorianas; con impresiones de viajes por muchos países, y, además,
con temas biográficos. Sus dos biografías más
recientes han sido “Un escritor entre la gloria
y las borrascas”, “Vida de Juan Montalvo”, y
“Sin temores ni llantos. Vida de Manuelita
Saenz”. Ha escrito en diarios nacionales y del
exterior.
Después de “Madrugada” han ido surgiendo otros grupos. Entre ellos se destacan
“Umbrales”, “Presencia”, “Caminos” y
“Tzántzicos”. En “Umbrales” ha cobrado
prestigio Alfonso Barrera Valverde, como poeta, autor de ensayos críticos y novelas. En
“Presencia”, Carlos de la Torre Reyes, por la
fecundidad de su talento múltiple de periodista, narrador, biógrafo y estudioso de la historia. Su obra “La revolución de Quito del 10 de
agosto de 1809” obtuvo un premio interna-
LITERATURA DEL ECUADOR
cional. Y su biografía sobre el General Julio
Andrade, “La espada sin mancha”, es de lo
útil y recomendable con que cuenta el género dentro del país. En la misma promoción se
alza con innegable relieve la figura de Renán
Flores Jaramillo, creador de ensayos de crítica
sobre escritores ecuatorianos y españoles,
cronista y autor de dos novelas editadas en España, durante su larga permanencia en Madrid. Junto a él se halla Filoteo Samaniego,
personalidad entregada a la poesía con una
vocación pura y legítima, y con un lúcido
afán de esencialidad filosófica y austeridad
verbal. También ha escrito numerosos trabajos de crítica sobre arte quiteño. Y, por fin, como otros miembro de “Presencia”, reclaman
una apreciación encomiástica los historiadores, prosistas de temas literarios y periodistas
Jorge Salvador Lara y Claudio Mena Villamar.
Pertenecen sus labores principales a la línea
de los más respetables investigadores ecuatorianos, por su honestidad singular y la claridad de sus juicios.
Y tras esta promoción de escritores de
variada inclinación, casi dentro de su mismo
tiempo, vinieron a levantar sus propias banderas los del grupo “Caminos”. Se organizó
este hacia el año sesenta. Su milicia fue numerosa y se repartió en los espacios, tan frecuentados, del verso y la narración breve. Tuvo como su animador al poeta Atahualpa
Martínez Rosero, cuya inspiración partió de
las añoranzas de su horizonte nativo, cuando
no de su descontento y rebeldía ante la condición lastimera y corroída de los humildes.
Los creadores de esta agrupación fueron, entre otros, Carlos Manuel Arizaga, Marco Antonio Rodríguez, Félix Yépez Pazos, Humberto
Vinueza, Guillermo Ríos Andrade, Manuel
Zavala Ruiz.
Pero asimismo llegó la hora en que declinó la actividad literaria colectiva de “Caminos”, y aparecieron otras asociaciones de jó-
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venes. Eso ocurrió con el advenimiento de los
“Tzánzicos”, nombre que quiere significar
“reducidores de cabezas”, en una de las lenguas precolombinas. Les poseyó una tenaz
actitud de iconoclastas, cuyo pensamiento
crítico no desdeñó el ejercicio de la sátira y la
burla, apuntado naturalmente hacia la imagen
general de sus predecesores literarios. Entre
sus miembros hay que recordar de manera especial al poeta Ulises Estrella, sutilmente familiarizado con las exigencias de lo estético,
y entregado, a la vez, a labores que conciernen a la producción fílmica de nuestro país.
Y, como es fácil suponer, la literatura
ecuatoriana ha seguido poblándose hasta
ahora de nuevos nombres de grupos y autores. De modo que la serenidad en la iluminación de aquellos valores individuales que den
la impresión de ser los más representativos,
dentro de las últimas décadas, obliga a traer a
nuestra memoria únicamente a pocos, pese a
lo que haya de subjetividad y doloroso sacrificio en ello. Sometidos entonces a la gravitación de esa necesidad, en la mención insoslayable que nos falta, deberán entrar Eliézer
Cárdenas, Jorge Dávila Vásquez, Alicia Yánez
Cossío, Iván Egüez, Abdón Ubidia, Raúl Pérez
Torres, Luis Aguilar Monsalve, todos con una
fuerza de creación y unos atributos de originalidad tan netos, que les han elevado al plano de una consagración amplia, legítima, incontestable. Sus dominios han sido, preponderantemente, los de la narración y el ensayo.
En el periodismo, por su parte, han
conquistado igual trascendencia Francisco
Febres Cordero y Diego Oquendo. Y en la
poesía y el ensayo de investigación, Fernando
Cazón Vera, Francisco Araujo Sánchez, Ana
María Iza, Violeta Luna, Antonio Preciado,
Eduardo Muñoz Salazar, Eduardo Jaramillo,
Ileana Espinel, Manuel Federico Ponce, Julio
Pazos, Simón Zavala Guzmán, Antonio Lloret
Bastidas, Juan Valdano.
IX. Autores y selecciones
Jorge Carrera Andrade (1903-…)
Nació en la ciudad de Quito. Cursó la
enseñanza media, y parte de la universitaria
en la Facultad de Jurisprudencia. Desde estudiante descubrió su excepcional aptitud para
el verso. Formó entonces con otros dos adolescentes, igualmente dotados —Gonzalo Escudero y Augusto Arias—, el grupo literario
que se llamo “La idea”. Poco después viajó a
Europa, al impulso de una juvenil aventura.
Conoció a Gabriela Mistral, que supo apreciar sus atributos de poeta y le ofreció su apoyo material en Marsella. Divagó por muchas
ciudades europeas. Demoró sobre todo en
Francia y España, pero también estuvo en Inglaterra y Alemania. Asistió a cursos libres en
algunas universidades de allá. Cuando regresó al Ecuador, ya con sólidos prestigios de escritor, participó en la vida pública. Ocupó
brevemente una senaduría. Y volvió al servicio diplomático, al que se había incorporado
hacía pocos años. Carrera Andrade ha sido
uno de los intelectuales ecuatorianos que han
preferido desterrarse del medio propio, para
enriquecerse de experiencias, airear el espíritu, afirmar y robustecer la vocación, expandir
la resonancia de su obra literaria. Ha contado
para ello, en largos períodos, con representaciones oficiales de su país. Ha sido Cónsul,
Embajador y Ministro de Relaciones Exteriores. Tanto en Hispanoamérica como en Europa, y aun en Asia, ha estimulado la fundación
de revistas o de colecciones de poesía en las
que ha difundido sus propios trabajos. Su antiguo dominio del francés y su cabal conocimiento de los principales poetas de Francia le
han permitido convertirse en uno de sus mejores traductores, en lengua castellana. Tam-
bién ha ejercido esporádicamente el periodismo, en su ciudad de Quito.
Lo de veras preponderante en la vida
de este infatigable viajero ha sido su ejercicio
de escritor, mantenido con lealtad incomparable durante más de media centuria. Por eso es
tan abundante su producción: “Estanque inefable”, verso, 1922; “La guirnalda del silencio”, verso, 1926; “Boletines de mar y tierra”,
verso, con prólogo de Gabriela Mistral, 1930;
“Latitudes”, prosa, 1934; “El tiempo manual”,
verso, 1935; “Biografía para uso de los pájaros”, verso, 1937; “Microgramas”, verso,
1940; “Mirador terrestre; la República del
Ecuador, encrucijada cultural de América”,
prosa, 1943; “Lugar de origen”, verso, 1945;
“El visitante de niebla y otros poemas”, verso,
1947; “Rostros y climas”, prosa, 1948; “Familia de la noche”, verso, 1953; “La tierra siempre verde (el Ecuador visto por los Cronistas
de Indias, los corsarios y los viajeros ilustres)”,
prosa, 1955; “Viaje por países y libros”, prosa, 1964. Ha publicado además varias antologías personales, de las que son las más completas “Registro del mundo”, verso, 1939;
“Edades poéticas”, verso, 1958. De sus traducciones del francés destacan “Antología
poética de Pierre Reverdy”, 1940, “Cementerio marino y otros poemas de Paul Valéry”,
1945, y “Poesía francesa contemporánea”,
1951.
La de Jorge Carrera Andrade es una vocación literaria consciente e indeclinable. Sus
primeros versos, de los años de la adolescencia, mostraron ya una acertada combinación
de pureza emotiva y deleitosas virtudes formales. En ellos se descubrieron entonces los
elementos que se han ido depurando y tornando más y más finos y expresivos, hasta ha-
LITERATURA DEL ECUADOR
cer de la obra poética de este autor algo tan
homogéneo y armonioso que, sin duda, en la
lírica hispanoamericana no hay otra del mismo límpido linaje estético. El contacto con
Francia le fue muy significativo desde el punto de vista de su preferencia estilística. Sus
gustos parecía que consonaban con el sentido
de gracia y de proporción de las letras francesas. Su primera devoción fue por Francis Jammes. Luego se entusiasmó con Pierre Reverdy
y Paul Valéry, y con otros autores modernos
de la misma nacionalidad, a quienes tradujo y
comentó con lucidez. Y si lo francés, y el mejor lirismo de todas partes del mundo —como
lo ha confesado el propio Carrera Andrade—
fueron penetrando conscientemente en su
personalidad, ello no ha desmedrado nunca
el vigor de su originalidad ni ha conspirado
contra su radical amor hacia lo nativo. Lo extranjero, pues, no ha conseguido avasallar a
lo propio en su ejercicio de la poesía. Cuanto
hay de europeo en su técnica o en su lenguaje establece una ejemplar alianza con su sincera disposición hacia lo regional americano.
El mismo se ha definido como un poeta que
desdeña lo abstracto y busca el soporte de lo
telúrico. “Mi anhelo mayor —ha declarado en
una entrevista— ha sido ofrecer el sabor y el
color de nuestro continente”. Los críticos, por
su lado, le han llamado poeta andino, o poeta del trópico, o poeta maravillado de la deslumbradora tierra ecuatorial. Mucho más que
toda ardua “exploración mental” le ha atraído
la corporeidad de las cosas físicas que componen su mundo: “yo vengo del Ecuador, país
en donde la luz exacta ninguna forma olvida”, ha expresado con el ánimo de subrayar
la aptitud eminentemente sensorial y figurativa de sus versos.
Será bueno aclarar, desde luego, que la
posición de Carrera Andrade frente a la realidad no es simplemente la de un contemplativo, ni la excepcional transparencia de su agua
verbal se limita a reflejar los objetos que le
271
son predilectos. El busca entregarnos más
bien una “metafísica de las cosas físicas”. Y
para eso acude a su rico lenguaje de metáforas. De modo que el rostro del mundo exterior, sin perder pureza ni exactitud, se nos revela líricamente transfigurado. Precisión, ingenio, audacia, esencialidad son las características de sus juegos metafóricos. Pocos le
podrán igualar en su maestría de las pinceladas breves y certeras, que ennoblecen la forma de las cosas, captan el aura de su encanto, el gesto del paisaje, la levedad del ala y de
la espuma, el color de los cielos y las frutas.
La perspicacia del observador y la sutileza del
poeta sensible e imaginativo presiden la elaboración de sus tropos. Según Pedro Salinas
—gran figura de España—, Carrera Andrade
es acaso el mayor inventor de ellos en nuestro tiempo. Sin la luz de las metáforas su poesía tal vez semejaría un planeta informe y sin
vida.
Otro aspecto es evidente en este lujo
de las expresiones alegóricas de su extensa
producción, y es el de que la obsesiva preocupación del brillo exterior, de las imponderables galas formales, atenta contra la profundidad de sus creaciones. Carrera Andrade es,
a pesar de su capacidad definidora y reflexiva, un poeta de las superficies. De los contornos. Anima líricamente la imagen de los objetos, pero no se enzarza en ningún desafío con
ellos. No les abre el pellejo para especular sobre los tristes secretos del mundo. La suya es
poesía de sensaciones más que de ideas. Pero
no se tome esta observación de manera indiscriminada y absoluta, pues que el tema de la
muerte —como en “Segunda vida de mi madre” y “Familia de la noche”— y el del desencanto y escepticismo, y sobre todo el de la soledad radical del hombre contemporáneo han
extendido por una parte de su obra un conmovedor acento de pesadumbre sentimental e
intelectual. Mas, por lo común, las expresio-
272
GALO RENÉ PÉREZ
nes de este autor hacen percibir dicho acento
en forma leve, apenas insinuada entre el gozo
colorista de su estilo.
A más de haber sido un poeta leal a su
ejercicio durante como medio siglo, Carrera
Andrade se ha revelado también como un
magnífico prosista, pues que en tal campo ha
escrito una media docena de libros. Ellos
comparten su interés entre las investigaciones
históricas y las impresiones del viajero que ha
frecuentado almas y lugares. La historia que
ha preferido este lector diligente y perspicaz
ha sido la de su propio país, tan mal conocido e interpretado hasta ahora. Sus estudios de
esa naturaleza los ha compuesto con remembranzas de cronistas de Indias y de peregrinos
y aventureros remotos. Las imágenes viajeras
las ha captado, en cambio, de su errante contacto con los más varios lugares del mundo
entero. En “Latitudes”, en “Rostros y Climas”,
en “Viajes por países y libros”, se han agavillado esas imágenes.
Ha habido, sobre todo, en el temperamento de Carrera Andrade, una inclinación
deleitable al llamado género de los viajes. Las
huellas de su inteligente vagabundeo se ofrecen no solamente en sus prosas, sino en la
rauda pincelada de sus poemas, muchos de
los cuales descubren un certero tacto descriptivo. El mismo lo confiesa: “como la naturaleza y los libros han sido la gran pasión de mi
vida, me he inclinado lógicamente a ese género”. Y aclara que no ha cesado de leer en
“esa enciclopedia en relieve que es el mundo”, ni de emprender “un recorrido por esas
regiones de misterio que son las páginas impresas”; es decir que a su potestad de observador y peregrino se adhiere su gusto crítico
de las lecturas. Ha querido que casasen armoniosa e íntimamente, sin acusar ningún afanoso forcejeo, las imágenes exteriores y las impresiones que dejan los libros. Ha pretendido
balancear conscientemente los recursos de
esta dualidad, para que las referencias a las
páginas ajenas no fueran ni incipientes ni recargadas. Su aspiración ha sido la de hallar,
como él lo dice, “una combinación sugerente
y amena de la descripción del paisaje con la
alusión a lecturas útiles o deleitosas”.
Empeño difícil el de este escritor, y que
no tiene muestras muy numerosas en la abundante literatura de viajes de nuestros países.
Porque, en efecto, es frecuente encontrar en
ese tipo de crónicas la reiteración intolerable
de datos de segunda mano, la alusión constante a textos de otros autores. Carrera Andrade ha puesto mucho cuidado en que su “paseo literario”, o su “viaje por países y libros’,
sea “el breve ensayo que tiene algo de apunte de viaje y de nota bibliográfica”.
DICTADO POR EL AGUA
I
Aire de soledad, dios transparente
que en secreto edificas tu morada
¿en pilares de vidrio de qué flores?
¿sobre la galería iluminada
¿de qué río, qué fuente?
Tu santuario es la gruta de colores.
Lengua de resplandores
hablas, dios escondido,
al ojo y al oído.
Sólo en la planta, el agua, el polvo asomas
con tu vestido de alas de palomas
despertando el frescor y el movimiento.
En tu caballo azul van los aromas,
soledad convertida en elemento.
II
Fortuna de cristal, cielo en monedas,
agua, con tu memoria de la altura,
por los bosques y prados
viajas con tus alforjas de frescura
que guardan por igual las arboledas
y las hierbas, las nubes y ganados.
Con tus pasos mojados
273
LITERATURA DEL ECUADOR
y tu piel de inocencia
señalas tu presencia
hecha toda de lágrimas iguales,
agua de soledades celestiales.
Tus peces son tus ángeles menores
que custodian tesoros eternales
en tus frías bodegas interiores.
III
Doncel de soledad, oh lirio armado
por azules espadas defendido,
gran señor con tu vara de fragancia,
a los cuentos del aire das oído.
A tu fiesta de nieve convidado
el insecto aturdido de distancia
licor de cielo escancia,
maestro de embriagueces
solitarias a veces.
Mayúscula inicial de la blancura:
de retazos de nube y agua pura
está urdido tu cándido atavío
donde esplenden, nacidos de la altura,
huevecillos celestes del rocío.
IV
Sueñas, magnolia casta, en ser paloma
o nubecilla enana, suspendida
sobre las hojas, luna fragmentada.
Solitaria inocencia recogida
en un nimbo de aroma.
Santa de la blancura inmaculada.
Soledad congelada
hasta ser alabastro
tumbal, lámpara o astro.
Tu oronda frente que la luz ampara
es del calor del mundo la alquitara
donde esencia secreta extrae el cielo.
En nido de hojas que el verdor prepara
esperas resignada el don del vuelo.
V
Flor de amor, flor de ángel, flor de abeja,
cuerpecillos medrosos, virginales
con pies de sombra, amortajados vivos,
ángeles en pañales.
El rostro de la dalia tras su reja,
los nardos que arden en su albura, altivos,
los jacintos cautivos
en su torre delgada
de aromas fabricada,
girasoles, del oro buscadores:
lenguas de soledad, todas las flores
niegan o asienten según habla el viento
y en la alquimia fugaz de los olores
preparan su fragante acabamiento.
VI
¡De murallas que viste el agua pura
y de cúpula de aves coronado
mundo de alas prisión de transparencia
donde vivo encerrado!
Quiere entrar la verdura
por la ventana a pasos de paciencia,
y anuncias tu presencia
con tu cesta de frutas, lejanía.
Mas, cumplo cada día,
Capitán del color, antiguo amigo
de la tierra, mi límpido castigo.
Soy a la vez cautivo y carcelero
de esta celda de cal que anda conmigo
de la que, oh muerte, guardas el llavero.
(De Edades poéticas, Edit. Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1958).
SEGUNDA VIDA DE MI MADRE
Oigo en torno de mí tu conocido paso,
tu andar de nube o lento río
tu presencia imponiendo, tu humilde majestad
visitándome, súbdito de tu eterno dominio.
Sobre un pálido tiempo inolvidable,
sobre verdes familias, de bruces en la tierra,
sobre trajes vacíos y baúles de llanto,
sobre un país de lluvia, calladamente reinas.
Caminas en insectos y en hongos, y tus leyes
por mi mano se cumplen cada día
y tu voz, por mi boca, furtiva se resbala
ablandando mi voz de metal y ceniza.
274
GALO RENÉ PÉREZ
Brújula de mi larga travesía terrestre.
Origen de mi sangre, fuente de mi destino.
Cuando el polvo sin faz te escondió en su guarida,
me desperté asombrado de encontrarme aún vivo.
Y quise echar abajo las invisibles puertas
y dí vueltas en vano, prisionero.
Con cuerda de sollozos me ahorqué sin ventura
y atravesé, llamándote, los pantanos del sueño.
Mas te encuentras viviendo en torno mío.
Te siento mansamente respirando
en esas dulces cosas que me miran
en un orden celeste dispuestas por tu mano.
Ocupas en su anchura el sol de la mañana
y con tu acostumbrada solicitud me arropas
en su manta sin peso, de alta lumbre,
aún fría de gallos y de sombras.
Mides el silbo líquido de insectos y de pájaros
la dulzura entregándome del mundo
y tus tiernas señales van guiándome,
mi soledad llenando con tu lenguaje oculto.
Te encuentras en mis actos, habitas mis silencios.
Por encima de mi hombro tu mandato me dictas
cuando la noche sorbe los colores
y llena el hueco espacio tu presencia infinita.
Oigo dentro de mí tus palabras proféticas
y la vigilia entera me acompañas
sucesos avisándome, claves incomprensibles,
nacimientos de estrellas, edades de las plantas.
Moradora del cielo, vive, vive sin años.
Mi sangre original, mi luz primera.
Que tu vida inmortal alentando en las cosas
en vasto coro simple me rodee y sostenga.
(De Registro del Mundo, Edit. Universitaria. Quito,
1940).
Gonzalo Escudero (1903-1972)
Nació en Quito. Perteneció a una familia a quien ha rodeado una atmósfera de
preocupaciones intelectuales. Hizo sus estu-
dios en la misma ciudad, y obtuvo el título de
abogado. Las disciplinas jurídicas no le han
servido para ejercer aquella profesión, pero sí
para los vigorosos alegatos que ha escrito durante su larga carrera diplomática, y cuyo objetivo ha sido la defensa de los derechos territoriales del Ecuador, y desde luego la de los
principios de paz y solidaridad entre los pueblos del mundo. Desde muy joven se incorporó a la docencia. Enseñó estética y lógica, en
el Colegio Nacional Mejía y en la Universidad Central, que fueron los centros en los que
se educó. Dejó en sus alumnos la impresión
de una inteligencia excepcionalmente clara y
razonadora, que es la que usualmente se hacía admirar también en el coloquio íntimo y
la intervención pública, generalmente de orden académico. En sus años de universitario
fue un entusiasta político, de ideas izquierdizantes. Fue uno de los fundadores del partido
socialista ecuatoriano. Ya entonces tuvo acceso a funciones importantes, en el Gobierno
como en el Parlamento. Pero su destino le
empujó siempre hacia horizontes lejanos. Entró en el servicio exterior de su país, con una
vocación bien definida y una ejemplar honestidad. Su caso es singularmente recomendable en medio de esa superficialidad y rumbosa gitanería en que frecuentemente han degenerado las representaciones diplomáticas del
mundo entero. Ha sido Embajador en varios
países, y mientras cumplía su misión en Bruselas le ha sorprendido a muerte.
También dentro de la literatura el caso
de Gonzalo Escudero es bastante único. Apenas contaba quince años de edad —es decir
era alumno de los primeros cursos de colegio— cuando publicó su primer libro de versos: “Los poemas del arte” (1919). El título parece expresar por sí solo el carácter parnasista de éstos. Y, en efecto, son un grupo de sonetos que atraen por su admirable ajuste formal. Para entonces tenía poco que comunicar
LITERATURA DEL ECUADOR
el novel autor, desprovisto aún del sedimento
que gozos, esperanzas, ternuras, incertidumbres, pesares e inquietudes metafísicas van
dejando en los cuencos del alma. Había leído
y asimilado precozmente a los poetas posmodernistas, que llevaban por cauces insospechados las corrientes originadas en las desconcertantes crisis del romanticismo europeo.
Se había enamorado de las formas puras, marmóreas, como trabajadas a cincel, del parnasismo, y ese amor le poseyó toda la vida. En
su nuevo libro —”Las parábolas olímpicas”,
publicado en 1922— se dejó notar más claramente aquel vigor estético, y un eco aun más
metálico, que parecía desprenderse de la sonoridad del vocablo. Escudero había encontrado el camino que le convirtió en el poeta a
quien leyeron con el mayor arrebato, durante
largo tiempo, las nuevas promociones de autores ecuatorianos. Los versos con los que reclamó esa entusiasta adhesión pertenecieron
a su libro “Hélices de huracán y de sol”
(1933). El título, como en casi todas sus producciones, resulta definidor. Su contenido es
de poesía cósmica. Las primeras impresiones
que han herido su intimidad son las de las
fuerzas naturales, que ponen una rúbrica de
grandeza y color en los recintos de América.
Los poemas de Escudero levantan una voz huracanada. Resuenan, se crispan, restallan. Su
acento es el de una nueva épica, perfectamente adecuado al tema. Los alardes prosódicos, los auxilios de bien escogidas hipérboles,
la violencia de las metáforas, el golpe acertado de sus esdrújulas se conciertan hábilmente para crear la atmósfera que Gonzalo Escudero busca para esos cantos. Su ciencia de la
forma no ha desaparecido, pues que más bien
se ha adaptado al carácter cósmico de estas
otras composiciones. Los nombres de Walt
Whitman y de Carlos Sabat Ercasty parecería
que estuvieran asociados a las nuevas predilecciones del autor ecuatoriano.
275
En todos los libros que posteriormente
escribió, que no son muchos por sus propósitos de perfección, se fue remansando su temperamento en la búsqueda de la más alada
pureza formal, y, simultáneamente, en una
morosa disposición hacia la esencialidad de
lo humano. Ello se advierte ya en “Altanoche”
(1947). Hay una filosofía un tanto acongojada
por ideas de muerte, de vanidad e inconsistencia de nuestras vidas. El clamor de las desoladas interrogaciones de las “Coplas” de
Jorge Manrique resuena en algunos versos,
como los del poema “Altanoche”, que presta
su título a aquel libro: “Este durar en el aire,
—este finar en la tierra, —la pubertad de los
ángeles, —la vejez de las estrellas, —la fábula de las nubes, —la rondalla de la arena, —
iguales y desiguales, —¿qué son si no son
apenas —presagios de eternidades— y memorias de presencias?”. Alusiones al gozo
sensual del amor, al orgullo de la paternidad
que renueva y prolonga su sangre en las arterias del hijo, y lamentaciones y ternezas constituyen la médula de estas expresiones líricas
en que se ensayan con firmeza de maestro el
soneto y el romance castellano.
Los poemarios que vinieron años después: “Estatua de aire” (1951), “Materia del
ángel” (1953), “Autorretrato” (1957) e “Introducción a la muerte” (1960), elevaron a este
autor al nivel de la estética más depurada e
inefable. Algunas de sus composiciones nos
hacen recordar la magnética gracia intelectual, la profundidad y transparencia de otros
maestros del verso hispanoamericano contemporáneo, como Octavio Paz, por ejemplo.
Y nos obligan a pensar que solamente en el
vocablo transfigurado por la gloria de la precisión artística puede revelarse la intimidad
del ser sin debilitamiento ni torceduras. Este
tipo de creación poética demanda no sólo el
concurso de la emoción, sino también el gobierno de las facultades de la inteligencia: pa-
276
GALO RENÉ PÉREZ
rece, a la postre, el resultado de esos silenciosos y abnegados combates con el ángel a que
se refería Alfonso Reyes.
Gonzalo Escudero es, a todo lo largo
de la historia de las letras ecuatorianas, uno
de los poetas más conscientes de su ejercicio
lírico. Su estirpe es la de Góngora y Quevedo.
En estructuras clásicas, y a través de una singularísima combinación de lo más moderno y
lo más añejo, en que el arcaísmo se incorpora con gusto remozado al dinamismo de expresiones nuevas y originales, se han concebido los principales poemas de madurez de
Escudero. La vida, encendida por la lumbre
del amor y del gozo, y que se enlaza con la
“ceniza enjuta”, con los “pétalos de yeso” de
su fin inexorable, son el tema casi invariable
de aquéllos. Una simbólica definición de su
poesía la ha conseguido el propio autor en los
siguientes versos: “¿En dónde estás pisando
mi aire, espada? —¿En qué liviano litoral, buída? — ¿En qué fragua de pájaros, forjada? —
¿En qué lagar de llanto orinecida? — ¿Quién
te doblega, luz indoblegada? — Cáeme en
polvo de centella huída — que yo te guardo
en niebla de lamentos, — espada ilesa de los
altos vientos”.
TU
Tú, sólo tú, apenas Tú en los desvaneceres
últimos de la llama de este candil de barro.
Río de miel dorada para ahogarme. Tú eres
hecha para morderte de amor como un cigarro…
Tú, la pluma ligera y la brizna volátil
y el copo de sol ebrio en un pinar de asombro,
mientras una caricia húmeda, como un dátil,
se resbala en la piel de uva dulce de tu hombro.
Tú, la alondra azorada sin alas y sin nombre
que enciendes dos luciérnagas en tus pezones rubios.
Tú, la guirnalda trémula para mis brazos de hombre.
¡Tú, el arcoiris tenue después de mis diluvios!
Tú, la envoltura tibia de olor de mi fracaso,
la albahaca rendida de los muslos tersos.
¡Tú, el absyntio mortal en el ónix de un vaso,
si mordiendo tus senos tengo dos universos!
Tú, el salto de agua clara que no se oye y la chispa
vigilante que apenas es una estalactita
de estupor en mi cuerpo bárbaro que se crispa,
¡como la arquitectura de una tromba infinita!
Tú, el hemistiquio de una galera que me envuelve
con sus remos que son dos tobillos de nardo.
¡Y tu alma de gacela tímida se disuelve
dentro de mis radiantes vértebras de leopardo!
¡Tu carne de pantera flexible que me acecha!
¡Tu carne acre de amante núbil y de serpiente!
¡Más eléctrica que una mordedura de flecha!
¡Más diáfana que un día de sol en un torrente!
¡Más perfumada que el ámbar de un pebetero!
¡Mas prohibida que un libro que no se ha escrito
nunca!
¡Más trémula que el grito musical de un pandero!
¡Más borracha de amor que una columna trunca!
¡Tú, el suspiro que apenas es un aro que rueda!
¡Y Tú, el mordisco que es un cohete que salta!
¡Tú, la crucifixión de un mirto en la reseda!
¡Tú, la campana lírica de la torre más alta!
Tú, el álamo que tiende su índice a la burbuja
del cielo, como un niño que quisiera llorar.
Tú, el narcótico blando para la muerte bruja.
¡Tú, el pleamar de oro para mi último mar!
Fuente: “Antología de poetas ecuatorianos”. Ediciones del
Grupo América. Quito, 1944; pp. 248.
Augusto Arias (1903-…)
Nació en Quito. En la misma ciudad
cursó las enseñanzas elemental y media. Muy
temprano se dio a conocer en el ejercicio de
las letras. Era apenas un adolescente cuando
alcanzaba premios en los concursos estudiantiles, de prosa y poesía. Animaba grupos literarios. Colaboraba en publicaciones del colegio. Con Jorge Carrera Andrade y Gonzalo Escudero formó la asociación de La Idea, que
desde las aulas trajo un impulso de renovación a la lírica ecuatoriana. Tenía apenas die-
LITERATURA DEL ECUADOR
cisiete años de edad cuando editó su primer
volumen de versos, “Del sentir”. Ello demuestra que ha sido una de las figuras que más
pronto han conquistado un prestigio intelectual en este país. Además, difícil es encontrar,
a través de su historia, un espíritu como el de
Arias, exclusivamente entregado a la vida de
los libros, y por lo mismo absolutamente ajeno a toda actividad que no le sea conexa. Ha
escrito abundantemente. Ha profesado la cátedra de colegio y universidad ininterrumpidamente, por decenios. Y, de un modo paralelo, el periodismo. Todos los otros campos le
han sido extraños, por razones de vocación y
de temperamento. Varios organismos de escritores le han contado entre sus miembros: el
Instituto Ecuatoriano de Cultura, la Academia
de la Lengua, la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el Grupo América, la Sociedad Jurídica y
Literaria, y otros.
Augusto Arias ha enriquecido la literatura nacional durante más de medio siglo. Ha
cobrado una jerarquía elevada, que nadie se
la discute. La atmósfera literaria le ha sido tan
indispensable como el aire que respiramos.
Se reveló al aprecio general en 1920, con su
poemario “Del sentir”, y por mucho tiempo se
hizo estimar especialmente como autor de
versos. Su larga producción lírica, aparecida
después con los títulos de “El corazón de
Eva”, “Viaje”, “Canto a Beatriz” y “Paisajes”,
y recogida por el propio autor en una severa
selección —la de “Poesía”— en 1957, hace
evidente la condición proteica de sus versos.
A nadie se le escapa que Proteo, el numen
tornadizo, el ser de las imágenes sucesivas, de
la volubilidad que no cesa, es quien preside
en los reinos del hombre. Ni las olas cambiantes pueden copiar las formas de Proteo,
que nunca se muestran iguales. Su carácter
peculiar es la de ser siempre mutable: tomar
todas las apariencias, estar sometido al impulso del movimiento constante. Pues bien, en
277
ese sentido es proteica la creación lírica de
Arias. Hay a lo largo de sus versos una rica gama de veleidades. Quien los lee con alguna
perspicacia crítica, siguiendo el orden cronológico en que se publicaron, siente que se
desplaza por el cambiante mundo de la moderna poesía ecuatoriana, pues que su autor
ha ido abdicando sus propios gustos individuales para someterse a la influencia ambiente de todo nuevo movimiento. En sus primeros trabajos la voz de Arias consuena con las
del modernismo: es decir con las de Noboa
Caamaño y su grupo. Se advierte que todos
ellos se expresan en un parecido lenguaje metafórico. Su clima espiritual es el mismo. La
atmósfera romántica, que no declinó del todo
en los años del costoso esteticismo modernista, consigue idealizar ante sus ojos las cosas
del áspero y desdeñado mundo cotidiano. Ni
para Arias ni para aquel grupo, que en verdad
le antecedió, hay paisajes sin lunas de enero,
sin tardes violetas, sin rosales que se mustian
o florecen, sin bosques misteriosos ni vientos
primaverales. La melancolía, “el sabor de las
penas”, “los rubios abriles”, “la rueca de los
años sedeños”, “el corazón de tiernas flores
sentimentales”, el recuerdo de la novia perdida que adquiere los perfiles de una “hermana
buena”, son expresiones que denuncian a las
claras aquella filiación sentimental y estética
de Arias, en la etapa de su juventud.
En uno de sus libros posteriores —el titulado “Viaje”—, se observa que los temas y
el estilo han cambiado perceptiblemente. Las
huellas de su anterior romanticismo apenas si
se notan. El lenguaje metafórico es también
distinto, porque acusa más libertad y audacia.
La rima ha sido casi totalmente abandonada.
Las características de la lírica de Arias son entonces similares a las de los poemas de Jorge
Carrera Andrade y Miguel Angel León. La finura descriptiva y la certeza para definir los
objetos le acercan al primero; en tanto que al
278
GALO RENÉ PÉREZ
segundo el gusto por las imágenes de tipo
creacionista, como las de estos versos: “para
el frío del páramo trae la veta de su grito —y
lo enlaza al final, como a una res salvaje —
que lanza su cornada al infinito — y sopla en
la bocina su yaraví de viaje”.
Finalmente, el poeta de la madurez —
que alardea de clásico y renueva con encantadora personalidad los antiguos metros— se
deja apreciar en “Paisajes” y “Cantos sin tiempo”. El mismo Arias lo dice: “bien podemos
ahora por la riba salada, — guiar con remos
jóvenes la barca de Lope”. Estos nuevos versos retratan con sobria expresividad a las ciudades extranjeras por las que ha pasado su
autor. Es de innegable precisión lírica su imagen de Toledo, “ciudad de agudos ángulos, de
vértices y quiebras y de un aristotélico silencio”. Y lo es también la de Sevilla, con “su limonero en flor, su dulcamara, — su gracia cuyo nombre es todavía”.
Por fortuna, este poeta siempre sensible y vigilante, cuya aspiración es marchar
con el ritmo de los tiempos en busca de la perennidad de su arte, ha cultivado también la
prosa. Y en ella se ha mostrado también apreciable. Ha escrito estudios críticos, biografías,
textos de literatura, recuerdos de viajes, innumerables artículos con impresiones de sus
lecturas. Merecen ser mencionados especialmente los siguientes trabajos: “Mariana de Jesús”, 1929, que es una biografía de la santa
quiteña trazada con levedad de estilo y emoción poética; “El cristal indígena”, 1954, título metafórico que designa al indio Eugenio Espejo y en cuyas páginas se hace una valoración de la obra de esta gran figura a través de
los hechos principales de su vida atormentada y generosa: algo del típico estilo de Arias
se descubre precisamente en este libro; “Biografía de Pedro Fermín Cevallos”, 1948, preparada con buen sentido docente; “España
eterna”, 1952, de remembranzas viajeras en
que se alían, magistralmente, dones de observación, originalidades de sosegada reflexión e
interpretaciones subjetivas de imponderable
alcance lírico. Sabat Ercasty ha encontrado
que en esta obra “la eficacia de la expresión
se concentra a veces y mana la profundidad
como de un tajo”. Vano sería el empeño de
aludir aquí a algunos de sus amplios trabajos
de crítica. Es en cambio imposible no recomendar la utilidad de su “Panorama de la literatura ecuatoriana”, en el que, en rápidos juicios, hace una estimación total de las letras de
este país. Pero, desgraciadamente, su libro
adolece del defecto de abundar en nombres y
en apreciaciones generosas, por falta de rigor
crítico.
Huroneador sagaz de la mejor literatura castellana, espíritu de avidez ejemplar, y
dueño por lo mismo de una cultura que nada
tiene de petulante o engañosa, Augusto Arias
suele conducir, por lo común, con celo y profundidad los caudales de sus conocimientos y
de sus ideas.
CAPITULO Nº 5
DE “EL CRISTAL INDIGENA” (fragmento)
El de El Nuevo Luciano es el Espejo de
los 30 años. En el doctor indígena estalla la
treintena con afán complejo de ascender y
comprender. No se dá, como el ingenio desparramado en otras evoluciones, al trazo de la
geometría galante o a la percuciente o vaga
resonancia de los versos que suelen alentar al
amador viril en sus aventuras templadas por
el calor de la cima. Inclinado sobre la mesa
centenaria en la ordenación de sus cuartillas,
dispónese a verter sabiduría infusa, como los
hombres del siglo XVIII, en paseo de referencias y de lecturas, pero alumbradas con esa su
sonrisa de curiosidad y de análisis, no propiamente la del filósofo cínico, pero sí la de
quien, doblegado por la esperanza, no vacila
LITERATURA DEL ECUADOR
en declararse viajero por trechos de sombra,
aún cuando todavía resista al soplo del hálito
vernal la candileja de la colonia.
¡Los treinta años! La edad de trepar por
las fuerzas adormiladas la onda vitanda y la
edad de disponerse, en el cerebro, como en
arquitectura de resistencia, los más graves
pensamientos. Mas, de la voluntad del sentimiento, y de la forma, ya clara y distinta de la
idea, reclama ese precoz mediodía un ritmo
equilibrado. Unense los valores íntimos de
igual manera como en la evolución biológica
se cierran las epífisis y se completa y se endurece la figura ósea y, asimismo, correspondiendo a la fortaleza de los tejidos en la vida
física, el hombre interior —¡mensura de sensaciones, elaboración continua de los centros
nerviosos, plenitud tiroidea, riqueza endócrina!— muéstrase como defendido e inmune.
Por lo mismo ya no es turbador latido el de
una llegada nueva, ni las vehemencias se patinan de cruento anhelo, como en la virtud ruborosa de los adolescentes. Se torna de ácido
sabor el fruto logrado y en el gobierno de la
palabra, ya sin el balbuceo de la primicia,
triunfa el dominio. Entonces el afán de la exploración se vuelve más intenso y el certero
goce del descubrimiento alcanza las más remotas latitudes.
En el doctor Espejo las expansiones de
la hora meridiana no se confían ni a la llamada de las seducciones femeniles, ni al libro de
amor en el cual deben volcarse el ánimo de la
ventura conseguida o la inquietud del empeño que se pierde. No quiso decir nada de la
curva de los amores, ni dio tampoco a su contención la válvula de las páginas que, liberándonos de la confidencia, abren nuevo camino
al paso rejuvenecido. Resolvíase en él, otra
vez, aun cuando no con la justeza de la primera edad, la casi limitación del sabio frustrado para los amores de la tierra, que acaba por
resolverlo todo en la lenta y diaria elabora-
279
ción de su pensamiento. Vestido de puridad
llégase al modo exterior de las cosas y en
ellas, a poco, tiempo, su linterna penetrativa
ilumina el análisis, cuando no brota de su genial prejuicio el irónico tactear de la forma
imperfecta.
No conocemos al Espejo galante y en
sus libros, pesados como misales y de apoyar
ahora en el facistol, no hay ni la memoria nimia de una mujer que hubiese dejado huella
en su destino.
Le veríamos, en retrospectiva imagen,
girando pensativo por las plazas del Quito
“siempre verde”, erguido a veces contra el
fondo de los grandes paredones de San Francisco, La Merced y Santo Domingo, o buscando el aire abierto, para refrescar en su frente
la fatiga de la lectura, en caminata a lo largo
de la Alameda, entonces amplio potrero cuya
nota uniforme rompía el monótono tono de
esmeralda opaca con el ojo de la lagunilla,
abrevadero o alberca.
Iría retorciendo en las construcciones
mentales de su prosa densa y circular, motivos
epigramáticos o largos periodos de oratoria
sobre los descubrimientos científicos de la
época, sobre las artes y las letras. Con una
sonrisa dudosa correspondería a la venia del
criollo y en equidistante contrapeso, su atediado divagar sin pleno amor de complacencias y su esperanza esencial, estrujada de todos los desencantos, elevaríanse en ocasiones
como con fuerza de ariete, afilándose en otras
como aguijón para hincar en la indolencia del
tiempo y buscando, en las demás, la gestación del fermento, que ha de romper el vaso
para derramarse en burbujas de gracia y de
madura alegría.
Desprenderíase de una ventanilla inclinada casi como un oído al camino, el acorde contagioso de un fandango y pese al reclamo de la gloria efímera pero picante y dicharachera de una noche, pasaría el indio quite-
280
GALO RENÉ PÉREZ
ño, orgulloso de su terca soledad, apagando
en la entraña el naciente deseo y mordiendo
en el labio la vocal de la burla.
Habráse rozado, alguna vez, con el
Canónigo de Iuciente indumentaria el cual
marchaba de visita hacia la casa de pro… Y
habrále sonreído el negro esclavillo portador
del quitasol de su Señoría, enseñando en el
rostro de noche cerrada, la llama picaresca de
la boca y el blanco igual de las córneas en los
ojos vivaces.
Ni llegaría tampoco al saloncillo dispuesto en ingenua elegancia y apretado de
virtud, en donde la cristalería del clave, herida por los dedos de una criollo, hallaba los giros de la contradanza para el paso airoso del
chapetón y de su novia. Aquel, figura de blanco mate, sudaría una gota de sangre de lapislázuli. El, de oscuro barro, podría solamente
ofrendar, bajo el estoque del rival, el rubí diluído de su sangre… Y aun cuando se hiciese
llamar de Apéstegui y Perochena, sería delatado en el fulgor zahorí del ojo inquieto y
alarmaría con el milagro de su anuncio, dejando temblor desconocido en el alero de la
casa señoril…
Y no es que se negara a buscar las cualidades de la belleza. Su misma grande aspiración fue la de volverse, en el tiempo y en la
obra, un espíritu bello. Pero el inencontrable
contorno del dechado estuvo como alejándole de la fácil hermosura a la que llegan o con
la cual se satisfacen los espíritus conformes.
Cantaba en su dominio interior, con fuertes
voces, un anhelo incontrastable de libertad y,
desprendiéndose de los asideros singulares
quería consagrarse como holocausto de pluralidad. Así el individualista amor de la belleza no hubiera podido encontrarse en plenitud
como para la absorción elegíaca de un Musset o para la deliciosa cantilena, en vida y
muerte intercambiadas y perpetuas de una
dulce Laura que fuera resumen y esencia de
las visiones mas sublimadas.
Entre dos aprecios polarizados de la
estética, su devenir autóctono no marcaría la
suerte del predestinado para pagarse de una
sola y absoluta de las dichas del mundo. Anhelo hiperbólico el uno y descubrimiento el
otro de lo disforme o desintegrado, del desequilibrio entre el propósito y la realización,
que se tradujo en la voluntad satírica de sus
páginas.
Hubiera querido adornar su terco alcázar haciéndolo jubiloso y magnífico para el
advenimiento de la belleza corporizada. Pero
de su pudor o de su timidez se levanta entonces el designio de vencer para los otros, de
utilizarse en el concierto, de ofrecerse. Tampoco dejaría de sospechar que las experiencias íntimas resuenan al cabo en ecos difundidos y comunes, cuando se ha podido dar con
el acento en el cual se reconozcan a sí mismas las voces que lleguen con igual sentido o
con idéntica queja. Mas sin ser suya la fortuna de trazar la historia de un alma, lejano del
afinamiento de la lírica, pertenecíale la pluma
de puntuoso acero para el ensayo sistemático
o desparramado entre la infinitud de teorías y
de hipótesis, y llamábale, con terco ademán,
la musa rectilínea de la verdad, detrás de la
cual ensayaban su sonrisa de conocimiento y
desdén el alfa griega del comienzo, tono exagerado de Menandro y de Aristófanes y la
omega de las postrimerías, letra muerta pero
removida por el golpe del caduceo.
Fuente: Augusto Arias, Obras selectas. Editorial Casa de la
Cultura Ecuatoriana. Quito, 1962; pp. 114-118 (“Cristal indígena”).
César Andrade y Cordero (1904-…)
Nació en la ciudad de Cuenca. Allí
mismo hizo sus estudios, hasta doctorarse en
Derecho. Desde joven ha profesado la docencia en los centros donde se educó: el Colegio
LITERATURA DEL ECUADOR
Nacional Benigno Malo y la Universidad de
Cuenca. Simultáneamente ha ejercido con
brillantez el periodismo, colaborando en “El
Mercurio”, de su ciudad natal, y en “El Universo” y “El Telégrafo”, de Guayaquil. Además, no ha abandonado la abogacía. Dentro
de la cultura ecuatoriana ha adquirido su figura un relieve singularmente notable. Porque
Andrade y Cordero es un hombre de sólida
formación intelectual: ha frecuentado a escritores y filósofos de todos los tiempos. Está perfectamente enterado de lo que dice y escribe.
De allí la alta idoneidad de sus juicios en las
críticas que ha publicado y en las numerosas
conferencias con las que ha sabido cultivar la
atención de los más importantes lugares del
país. A esa solidez de su inteligencia se une,
por fortuna, el caudal de una sensibilidad impar, de artista extraordinario, que domina en
igual grado la poesía y la música. Los grupos
de sus íntimos conocen la destreza con que
compone sus obras y las ejecuta en el piano.
Finalmente han contribuido a realzar su personalidad sus atributos de político independiente y honesto, explícitos a través de sus valientes campañas de prensa.
Andrade y Cordero es autor de una
producción literaria muy extensa, que se ha
vertido en el poema, en el ensayo crítico, en
la crónica descriptiva de lugares nacionales,
en el cuento y en el vario artículo de periódico. Sus apreciaciones sobre escritores del
Ecuador y de afuera han revelado perspicacia,
exactitud de conceptos y una lúcida, viril, superior libertad para exponerlos. Sus descripciones e interpretaciones de ciudades que ha
conocido y amado son no únicamente fidedignas, sino ricas de emoción y de poesía en
el estilo. Sus cuentos, “del ande y de la tierra”
como él los llamó, y que aparecieron en 1932
bajo el título de “Barro de la sierra”, le incorporaron por derecho propio al grupo de los
iniciadores de la narración moderna del Ecua-
281
dor. La inspiración regional, los objetivos sociales, la animación dramática de las criaturas
del campo y sus tempranos atributos de estilista le dieron lugar entre aquéllos, aunque su
vocación misma ni su dominio de la técnica
se desarrollaron con plenitud en ese género.
Lo que Andrade y Cordero ha sido preponderantemente, pero sin desmedro de sus otros
talentos, es un brillante poeta lírico. Descontados pues sus relatos y sus prosas de “Ambato, caricia honda” (1945), “Ruta de la poesía
ecuatoriana contemporánea” (1951), “Estirpe
de la danza” (1951), “Hombre, destino y paisaje” (1954), y de muchos otros trabajos publicados en diarios del país, su abundante
producción de versos es la que mejor lo caracteriza. El propio autor, que los había venido editando a través de varias décadas, los recogió en una severa antología titulada “Las
cúspides doradas” (1959).
Más de ciento cincuenta poemas hacen de esta selección algo como una fontana
límpida en la que se refleja, con toda pureza,
la imagen interior de Andrade y Cordero; esto
es de un alma a quien jamás han faltado el estímulo emocional ni la inteligencia para las
mas varias formas del arte lírico. Casi no hay
sentimiento que no se descubra a través de la
fluencia manantía de sus versos. Y ese plural
contenido halla con justeza el acento y la expresión que debe corresponderle en cada caso. El viejo Gonzalo de Berceo y el incesante
y mudable Pablo Neruda unen sus banderas
en el vasto campo de la técnica de este poeta. Lo importante es que la asimilación ha sido realizada con una conciencia harto vigilante, sin sacrificar el impulso de una evidente originalidad. Múltiple y único, Andrade y
Cordero ha podido ofrecer en las “Cúspides
doradas”, sólo como pocos autores ecuatorianos lo han hecho, un balance armonioso y
parejo de sus largos años de ejercicio de la
poesía.
282
GALO RENÉ PÉREZ
Más allá del audaz vuelo metafórico y
de la fresca y graciosa volubilidad de estructura de estos versos, el lector adivina el amor
de la tradición que los sostiene. Este poeta está más cerca de la gloria reposada de los clásicos que de la actitud de desafío —muchas
veces engañosa expresión de ineptitud— de
tantos nuevos. Pero su condición no es la de
un dócil pasadista: el mármol de la belleza
antigua adquiere con él animación de sangre
que circula, y voz que habla para el alma de
ahora, en su mismo lenguaje, y sobre sus pasiones, sus dudas, sus tristezas esenciales. Tener apego a lo que es de valor inmutable, pero sin dejarse doblegar por la onda de polvo
del pretérito; ajustarse al movimiento del presente, pero sin enajenar la conciencia al arrebato perentorio de las modas, es una manera
de ser eterno, de preservarse para las demandas del futuro. Así parece haber entendido su
profesión este representante de la mejor poesía ecuatoriana.
De los muchos acentos que se desprenden de los versos de Andrade y Cordero,
todos sugestivos, quizás el que más conmueve por su vibración íntima y eficaz es el del
dolor y de la certidumbre de que todo es fallecedero. Esta es una muestra: “¡Qué amargura, que niebla, qué desvelo, — qué licor de
ansiedad y desconsuelo — se bebe en este vaso de ceniza”. “Si tocas mi dolor caerá ceniza. — Nada muevas por lo hondo, te lo ruego. — ¡No quiebres la burbuja de colores —
que hago girar en el país del viento!”
BOCACALLE QUITEÑA
A Galo René Pérez
Callejuela y farol. Sobre ella el arco.
Debajo, iluminada, la hornacina.
Empinado el andén. Junto a él, la reja.
Resbala el adoquín. Resbala el mundo.
Las cúpulas, el cerro, el sol, la nube.
Al lomo de la plaza van trepando
frailes, viejas, soldados, senadores,
zorros plateados, mantas y visones.
Trepa la cincuentona pelirrubia
y el cadete de franjas amarillas.
Trepa el ebrio cantor. Y la modista.
Un golilla. Un cochero. Un cholo. Un niño.
Pasan guardias. Ciclistas. Coca-cola.
Algún chistera de clavel al pecho.
Sus planetas de lana van girando
los enormes sombreros de los indios.
Trepan gentes de pro. Chagras barbudos.
Mulas de carretón. Niñas de náilon.
Huarichas de peineta y de costumbre.
La quipa de los zámbizas. Obreros
con sus monos raídos. La visera
de un bus que deja leer: “La Tola-Puembo”.
Un zaguán: dentro de él, bisutería.
Dentro también guitarras y pasillos.
Galeras ribeteadas. Más galeras.
Huele a tabú de pronto: damiselas.
Callejuela y farol. Sobre ella el arco.
Debajo, iluminada, la hornacina”.
Fuente: César Andrade y Cordero. “Las cúspides doradas’
Cuenca, 1959. Ediciones “Alba”; pp. 123-124.
César Dávila Andrade (1918-1967)
Nació en la ciudad de Cuenca. Allí
mismo cursó sus estudios, que solamente correspondieron a los de enseñanza media. Fue
en cierto modo un autodidacto. Leyó abundantemente, aunque sin disciplina. Conoció a
filósofos y a escritores. Entre éstos a los clásicos y a los modernos. Estaba informado de los
más varios asuntos de la cultura universal. Y,
de mejor manera, de las letras y las ideas religiosas de la India. A ello y a sus extrañas prácticas debió su apodo de “fakir”, que evidentemente le placía. Tenía los párpados de loto, y,
a veces, decía a sus íntimos que se llamaba
“Davikananda”. Era un hombre generoso,
inalterable en su bondad, capaz de convivir y
trabajar hasta con sus enemigos, que ni él, a
pesar de todo, pudo evitarlos. Pero era, asi-
LITERATURA DEL ECUADOR
mismo, intransigente en el campo de las creaciones artísticas, porque éstas se le representaban como un ejercicio sagrado. No contemporizaba con la falacia ni con la frágil vanidad de los mediocres. El escritor debía exigirse, reclamar lo mejor de sus propias facultades. De ahí que su generosidad humana jamás degeneró en condescendencias de juicio
sobre los demás, o permitió influencias que
cambiaran lo que él radicalmente era en literatura. Con callada energía defendió sus concepciones y objetivos, y ellos afirmaron con
trazos singulares el contorno de su personalidad. Escribió desde la adolescencia, en su
propia ciudad. Y también desde entonces, y
allí mismo, aprendió el gusto de una bohemia
estimulada por las bebidas alcohólicas. Unos
versos suyos, de “Boletín y elegía de las mitas”, podrían ser citados aquí para expresar su
caso: “enseñáronme el triste cielo del alcohol
— y la desesperanza”. Nacido en un hogar
pobre y criado en un medio provinciano que
gravitaba duramente sobre sus desaforadas
potencias interiores, no halló vía más expedita que aquélla. Vino poco después a Quito. El
Instituto Ecuatoriano de Cultura acababa de
ser transformado, por un decreto del Presidente Velasco Ibarra, en la Casa de la Cultura
Ecuatoriana. Era a comienzos de la década
del cuarenta. Dávila Andrade encontró ahí el
trabajo modestísimo de empaquetador de publicaciones. Uno de sus enemigos velados,
que alguna vez confesó inadvertidamente que
odiaba hasta el traje arrugado que llevaba el
pobre poeta, lo canceló bajo pretexto de que
no ajustaba su labor a los horarios establecidos, que casi nadie, ni el mismo drástico funcionario, respetaba. Esto determinó su conato
de suicidio, y una existencia aun más incierta, más desordenada, vagabunda y dolorosa,
en medio de la cual siguió escribiendo una
poesía inmaculada, milagrosamente libre de
toda sucia y abominable salpicadura. En esas
283
circunstancias contrajo matrimonio con una
mujer algo mayor que él, gracias a cuyo apoyo y al de un hijo de ésta, ya profesional, pudo ir a radicar en Caracas. Allí trabajó, por
poco tiempo, en la Biblioteca Nacional, y
posteriormente en radiodifusoras y periódicos
y revistas, como colaborador literario. Sus hábitos de bohemia, transitoriamente sofocados,
reaparecieron pronto con más crudeza. A pesar de que hizo contactos fraternales con escritores de la capital venezolana, su desajuste
social fue paulatinamente agravándose. Su
sensibilidad, tan fina, tan frágil, porfiaba en
aislarle del mundo de todos. En un sagaz artículo que publicó en un revista de Caracas
condenó amargamente las formas de la vida
contemporánea, reguladas por los mercaderes
que atrapan el alma colectiva y la someten a
un fácil convencimiento, a través de sus engañosos aparatos de propaganda. Esas páginas
muestran el grado de su desolación personal,
y parece que anuncian el final de una existencia que había perdido ya, irremediablemente,
su sabor, el sentido de su disfrute, sus propósitos y sus esperanzas. En efecto, en un día de
mayo de 1967 (mayo, según le oí decir más
de una vez, era un mes que él temía, un mes
aciago), se suicidó cortándose la aorta. Fue en
un hotel del poeta Juan Liscano, en la capital
de Venezuela.
César Dávila Andrade, por temperamento y por las condiciones singulares de su
lírica y de sus cuentos, no fue un escritor adherido a una generación o movimiento concretamente determinados. Más bien por razones de amistad con el autor de esta obra, que
fundó en 1944, a través de una revista literaria, la Generación “Madrugada”, se incorporó
a ésta llevando hacia los nuevos sus propias
normas estéticas y la vertiente de sus emociones tiernamente humanas. Es imposible no
percibir la resonancia de su voz, la prolongación de sus personales estremecimientos, en
284
GALO RENÉ PÉREZ
los trabajos poéticos de los miembros de “Madrugada”, y aun de varios autores de promociones posteriores. Pero conviene hacer notar
que Dávila Andrade, aunque algunos años
mayor que aquellos, les resultaba de todos
modos afín por la común posesión de un instrumento expresivo que es eficaz por la sobriedad de su encanto y por el dolorido sentir
de los problemas del hombre.
Su producción se reparte entre el verso, la narración y el ensayo. En 1946, con
prólogo de Galo René Pérez (el autor de esta
obra) publicó “Espacio, me has vencido”, verso. En el mismo año, dos poemas: “Oda al arquitecto” y “Canción a Teresita”. En 1951,
“Catedral salvaje”, verso. En 1952, “Abandonados en la tierra”, cuentos . En 1955, “Trece
relatos”, cuentos. En 1959, “Arco de instantes”, verso. En 1967, “Boletín y elegía de las
mitas”, verso. En edición póstuma, sin fecha,
“Poemas de amor”. Sus ensayos, preponderantemente de crítica literaria, han aparecido
en folletos, revistas y periódicos, pero no son
numerosos.
“Espacio, me has vencido” es uno de
los más hermosos libros de poemas que se
han escrito en el país. Transparece en él una
conciencia estética que cautiva por su temprana firmeza. El autor sabe dar con las expresiones en que un depurado lirismo no abandona la corriente cálida de la emoción. Revelan ellas las exigencias de un gusto selecto, de
una gracia alada y sutil, y al mismo tiempo las
cualidades de un estremecimiento íntimo fácilmente comunicable a los demás. Ese equilibrio es de lo mejor del libro. El título procede de su aprehensión del espacio, explícito en
dos de sus poemas, o mejor, de la sensación
de que su alma asciende a resolverse en la inmaterialidad espacial, de límites inabarcables
porque siempre, de acuerdo con la idea de
Goethe, parece que nos huyeran, que cada
vez estuvieran más y más distantes. A base de
paradojas certeras él ha conseguido darnos
una imagen de ese espacio: “y mientras se
desfloran tus capas ilusorias — conozco que
estás hecho de futuro sin fin. — Amo tu infinita soledad simultánea, — tu presencia invisible que huye su propio límite, — tu memoria en esfera de gaseosa constancia, — tu vacío colmado por la ausencia de Dios”.
Hay otros temas cuya sencillez se proyecta de modo más directo sobre la comprensión del lector común: la evocación de la aldea con todos sus humildes encantos: el cielo
azul de junio, las aguas claras del río, los
puentes de rosas, las torres de la iglesia, el
lento paso de las carretas campesinas, las praderas luminosas, el ruido de las cañas, el temblor de las hojas del árbol abatido, y también
la silueta delicada de la colegiala que amamos tiernamente en los años de la adolescencia. En cierto modo es éste un fondo romántico, pero expresado a través de un lenguaje
cuyas metáforas todo lo renuevan y lo acercan a la sensibilidad de nuestro tiempo. En algunos casos, como en “Canción del tiempo
esplendoroso”, las imágenes se conciertan para ofrecernos un canto dionisíaco de la naturaleza y la vida. En otros, en cambio, el poeta
—que ya aparece penetrado de las creencias
religiosas de Oriente— se muestra convencido del incesante proceso de las reencarnaciones, de las existencias sucesivas a través del
desenlace pasajero de la muerte: “Y, si pasaran siglos, muchos siglos, — y nosotros no
fuéramos los mismos — después de tanto sueño en otras vidas”. Aunque puestas en plano
secundario, para que no conspiren contra su
fuerza de innegable originalidad, no dejan de
advertirse algunas influencias: la de César Vallejo (en el poema “Después de nosotros”), la
LITERATURA DEL ECUADOR
de García Lorca (en “Canción espiritual al árbol derribado”), la de Carrera Andrade, muy
leve, (en “Esquela al gorrión doméstico”).
“Catedral salvaje” es un libro totalmente diferente. Dávila Andrade ha evolucionado hacia un estilo mucho más abstracto. Su
elaboración metafórica es más intelectual que
emotiva. El tema mismo, de ambiciosa amplitud, y el cual descubre un inquebrantable
sentido de unidad a través de sus tres largas
partes, le ha demandado otra técnica, de versos de arte mayor que se ajustan a las descripciones geográficas y a los episodios de nuestra historia, la primitiva y la colonial. En un
lenguaje extraño, en que la significación de
los tropos reclama el esfuerzo mental del lector, canta el paisaje impresionante de la tierra
ecuatoriana: la de Tomebamba, Sibambe, el
Carihuairazo y el Cotopaxi; la de los breñales,
las piedras y las cataratas; la de las tempestades, el sol y las germinaciones; la de los animales y los maizales; la del indio, noble y augusto otrora, envilecido y ultrajado después.
El propósito del autor es contrastar el periodo
precolombino con el de la conquista y la colonia españolas, que significó el sacrificio de
la raza nativa. Lanza sus expresivos anatemas
contra el blanco ambicioso que esclavizó a
los indios con la complicidad de la iglesia. En
la segunda parte del libro —titulada “El habitante”—, dice: “Cierta vez — el maíz infinito
había sido suyo! — Pero le desnudaron en la
plaza — y le vistieron con profundos látigos!”. Luego puntualiza: “Y en tanto que la
iglesia se ponía clueca hasta el fondo de la
huerta, — el labriego echaba trigo a los leones del Obispo!”. Se puede observar que los
asuntos del poema, y alguna características
de su estilo, le han sido comunicados por el
“Canto General” de Pablo Neruda, y de modo más concreto por los versos relativos a las
“Alturas de Machu-Picchu”. Vuelve también a
aparecer el soplo estremecedor de Vallejo.
285
Pero, esencialmente, el que alienta en toda la
vasta y fuerte composición es el mismo Dávila Andrade. “Catedral salvaje” — que estimuló la imitación en otros autores ecuatorianos— fue también el antecedente de otra de
las mejores creaciones de aquél: “Boletín y
elegía de las mitas”.
“(Así avisa al mundo, Amigo de mi angustia. — Así, avisa. Di. Da diciendo. Dios te
pague)”. Es el indio, con su característica manera de expresarse, con su hablar simple,
elíptico, con sus metáforas espontáneas y elocuentes, con el retorcido acento de sus agonías y dolores, el que traza su historia en estos versos. Sus recuerdos, sus denuncias, sus
lamentaciones, sus gritos en medio de una fe
que vacila, se vierten en formas sencillas, que
suenan con el mismo metal de su incipiente
idioma cotidiano. Pero la maestría del poeta
está en usar la desnudez de ese tipo de frases,
su extremada sobriedad, sin caer en la reiteración de las voces deformadas, tan frecuentes
en los autores de temas indios, ni permitir que
desfallezca el impulso lírico, que eleva a un
plano de estética lo que en manos de otro sería plebeyez y prosaísmo. “Boletín y elegía de
las mitas” enfoca —como “Catedral salvaje”— el pasado de la raza indígena de América, que se desangraba en las minas y en los
obrajes, como lo mostró hace cuatrocientos
años el Padre Las Casas. Los frailes fueron los
aliados del explotador brutal, y tuvieron el cinismo de tomar el nombre de Cristo: “Y a su
nombre, hiciéronme agradecer el hambre, —
la sed, los azotes diarios — los servicios de
Iglesia, — la muerte y la desraza de mi raza”.
No es, a pesar de esa proyección histórica, un
poema elegíaco limitado a los siglos de la colonia. El mal se deja percibir con rasgos de actualidad también. Surge así la silueta del sanguinario dominador de tierras y de indios de
nuestro tiempo. Cierto que el infeliz paria del
campo, hacia el final del libro, exclama: “Y
286
GALO RENÉ PÉREZ
ahora toda esta Tierra es mía”… ¿Pero cómo?
“Y es mía para adentro — como mujer en la
noche. — Y es mía para arriba, hasta más allá
del gavilán”. Es decir, no es propiamente suya, porque no la posee en su superficie. No
obstante, los últimos versos del poema son
una exaltación de la resurrección de la raza,
que torna a vivir para siempre y segura de sí
misma: “Vuelvo, Alzome! — Levántome después del Tercer Siglo, de entre los Muertos! —
Con los muertos, vengo! — La Tumba India se
retuerce con todas sus caderas — sus mamas
y sus vientres — La Gran Tumba se enarca y
se levanta — después del Tercer Siglo, de entre las lomas y los páramos — las cumbres, las
yungas, los abismos, — las minas, los azufres,
las cangaguas” … “Somos! Seremos! Soy!”.
Con un valor parejo al de su magnífica
poesía, Dávila Andrade fue publicando sus
cuentos. Y aun novelas cortas, entre ellos. Sus
temas son variadísimos. Por lo común, sus
personajes son seres extraños, pero ricos de
humanidad. Su técnica no sufre sino vacilaciones ocasionales. Su estilo es el del poeta
que crea los ambientes y las situaciones con
una certeza casi gráfica.
Para que se tenga un impresión algo
más viva y fraternal de este autor, léase esta
nota de tono confidencial publicada con ocasión de su muerte:
César Dávila Andrade, compañero
César Vallejo nos hizo amigos. El produjo nuestro fraternal acercamiento en una librería de Quito. Tenía yo aproximadamente
veintiún años. Dávila Andrade andaba por los
veintiséis. Vallejo, el inconfundible, que provocaba nuestro casual encuentro, era ya un
“muerto inmortal”. Yacía bajo el París con
aguacero que soportó tantas veces en su porfiada desdicha de “gran impar”. Tanto Dávila
como yo creíamos en la presencia intangible
de los seres que el mundo físico ha consumido y desintegrado. No nos parecía imposible
una aproximación espiritual a ellos, para percibir —como un estímulo– algo de su inmanente y recóndita energía. De manera que
atribuímos a la misteriosa influencia del extinto poeta peruano el comienzo de nuestra
amistad. Ello ocurrió en la agencia de libros
del celebrado novelista Jorge Icaza. Nuestras
manos se habían dirigido, con el mismo afán
y en el mismo instante, hacia un ejemplar único de la antología de César Vallejo. Compramos la obra para compartirla. La emoción de
nuestras lecturas se vio sostenida especialmente por el caudal de nostalgias del pueblo
andino de Vallejo y de su familia que se había
ido acabando sobre el mundo (la madre, cuyos “puros huesos estarán harina”, el padre,
que ya sólo “es una víspera”, el hermano Miguel, que se escondió para siempre “una noche de agosto, al alborear”). El grado de esa
ternura fue para nosotros como una conmovedora llamada a la sustantividad humana,
base incorruptible del arte. Todo el clamor
que se levanta de aquellos versos, golpeados
dolorosamente por las sinrazones de la vida
cotidiana, tuvo sobre nosotros un poder magnético. Una parte de la producción lírica de
César Dávila Andrade muestra el efecto de tales lecturas. Una parte de mi admiración de
entonces halló un medio de expresarse en el
estudio crítico que dediqué a Vallejo en “Cinco Rostros de la Poesía”.
Pero el eventual encuentro que, desde
su presencia inmaterial, presidió el poeta peruano, se convirtió en una de las alianzas más
puras, en una de esas amistades que no sufren
marchitez con los vaivenes de viajes o de ausencias, y ni aun con los irremediables atropellos de la muerte. Por eso nuestros alejamientos de las montañas en donde nacimos y
nos criamos no consiguieron desconectarnos.
Hace pocos meses recibí, aquí en los Estados
LITERATURA DEL ECUADOR
Unidos, poemas y artículos que César Dávila
Andrade acababa de publicar en Caracas,
donde él estaba residiendo. Y ahora mismo,
cuando, con esa manera tan suya, ha renunciado calladamente, sin vanas teatralidades, a
su derecho a la vida, lo siento cercano y como atento a estas confidencias. Hay momentos en que uno, para quejarse del mundo,
vuelve el rostro a los seres queridos que pasaron haciendo un ademán orientador, de bondad e inteligencia. Ello nos recordó a su hora
don Alfonso Reyes, evocando la compañía de
su amigo Pedro Henríquez Ureña.
En el difícil e incierto tiempo de nuestra juventud, César Dávila Andrade había dejado a su madre y sus hermanos en la ciudad
de Cuenca. Vivía en Quito sin un refugio hogareño. Trabajaba en un empleo modesto, del
que fue despedido. Fui testigo del estrago que
esa cancelación hizo en su ánimo. Me habló
repetidas veces de ello como de una ofensa
que agravaba su persuasión de fracaso. Y, al
fin, una noche le sorprendí desvelado, llorando sobre una carta que había cerrado y en la
que se despedía de su madre. Había pretendido eliminarse ingiriendo veneno, que por
obra del puro azar logré arrebatárselo a tiempo. “Tú me desamortajaste”, solía repetirme
cuando volvía sus ojos a aquellos días…
Data de esa misma época su primer libro: “Espacio, me has vencido”. Las páginas
de introducción que me solicitó, contrariando
con su inembargable autonomía a los prologuistas de las generaciones anteriores, sellaron aun más esa fraternidad que, conmovido,
estoy evocando ahora. Aquel libro lo obsequiamos a León Felipe, que fue nuestro afectuoso amigo en sus días de Quito. El viejo
poeta, figura de patriarca, español del “éxodo
y el llanto”, aseguró entonces que Dávila Andrade era el valor mas alto de la nueva generación sudamericana. Recuerdo claramente
que le aconsejó salir de nuestro país. Era difí-
287
cil, sin duda. Pero podía intentarlo, según
aquél, yéndose por los caminos del mundo
como un buhonero. Con una camisa sufrida y
una caja de baratijas ambularía por ciudades
y poblados extraños.
El viaje lo realizó en efecto César Dávila Andrade, varios años después. Y no en la
condición juglaresca que insinuaba el amable
vagabundo whitmaniano. Se fue para Caracas, donde se había establecido su mujer.
Desde allí me escribió algunas cartas aireadas
de saludable optimismo. Creía que había superado por fin su vida tormentosa de Quito.
Su pertinaz bohemia. “Todo ha terminado —
me decía— al filo esplendoroso del Pacífico”.
“Mis personajes (los de sus cuentos) beben
ahora por mí”. Suponía que de la experiencia
pasada le quedaban ya “ni las cicatrices”. Me
envió sus cuentos —los de “Abandonados en
la tierra”—, que edité buscando el apoyo de
amigos. Los problemas que precedieron a la
publicación fueron comentados por César
Dávila Andrade en cartas que yo conservo en
Quito: la reproducción de algunos de sus párrafos, llenos de burla inteligente, servirían
para situar bien a algunas figuras ecuatorianas. Habría tantas y tantas cosas que referir
aquí. Pero la superior bondad de mi amigo
muerto —que supo perdonar— frena desde
lejos mi mano impaciente, acostumbrada a
las contiendas de lo justo.
En Venezuela nos volvimos a ver. Alguien informó a César Dávila Andrade de mi
viaje marítimo a Europa, en 1952. Los dos
quisimos darnos una sorpresa: él buscándome
en el puerto de La Guaira. Yo, visitándole en
su casa de Caracas, de la Urbanización de “El
Silencio”. El espontáneo afán de cada uno determinó que nos desencontráramos durante
largas horas. Cuando regresé al barco, Dávila
estaba allí, aguardándome. Lo advertí sensible
e imaginativo, como siempre. Recuerdo que
me hizo notar el vuelo de las gaviotas que se
288
GALO RENÉ PÉREZ
sostenían en el aire de la tarde levemente,
“apenas como una pincelada”.
Cumplí yo mi itinerario europeo. Hice
de nuevo rumbo a La Guaira. Y en el muelle
me esperó otra vez Dávila Andrade. Pero entonces sí pudimos disfrutar de una extensa divagación por la capital venezolana. Durante
ella evocamos la tierra ausente, cuyos encantos, aun los mas humildes, jamás habíamos
desamado: la aldea en donde el alumbrado
público se esforzaba por mostrar siquiera “la
digital de la luz”, los caminos polvorientos,
orillados de eucaliptos y de cañas, el puente
rústico y la frágil pasarela: todo aquello que
solía transfigurarse con el avance azul de los
cielos de junio, o con la invasión de gracia de
su poesía.
La de los últimos años fue la segunda
permanencia de César Dávila Andrade en Caracas. Ahí ha elegido, con esa tremenda decisión que reclama el salto a la sombra, un tipo
de muerte del que, más de una vez, conversó
conmigo. ¿Dónde y cuándo volverá a alentar
el alma del llorado compañero, que creía en
el milagro de las vidas sucesivas?
Galo René Pérez
Pittsburgh, U.S.A., agosto, 1967.
LA CUOTA
Uno de los parques se llamaba “Quijano”. Otro, tenía grandes árboles casi negros
de polvo. Polvo pétreo de los arenales rodeantes.
Recordaba haber visto una laguna artificial; sí, me hallé a punto de caer en ella. Estábamos humedeciéndonos el cabello, entre
risas. Recordaba la salvaje alegría de Paredes,
el pintor. Se quitó la corbata; la hizo un cucurucho y la tiró agua adentro, gritando “Anaconda, anaconda!”. Un policía se le aproximó, y él, le amenazó con tirarlo también al
agua municipal. Buena gente! En la Comisa-
ría, estuvo con nosotros el Jefe de Estación. El
Comisario había bebido con nosotros la víspera, en esa casa de las afueras. Qué más? En
dónde había dejado yo mi pulóver gris? Ya
empezaba a sonreír de todo, y sólo con la mejilla derecha: la buena! La izquierda se me había puesto dura y cruel. Me sucedía siempre
lo mismo. Pero es que era ya el quinto día de
alcohol! Por eso, cuando me ví solo, en aquella esquina barrida por el viento de la madrugada, me introduje en esa pequeña camioneta, dispuesto a descender solo frente a mi casa, tan lejana.
—Gracias!, —exclamé cayendo en el
asiento. Cerré los ojos y me pasé la mano por
sobre el pelo duro, árido con aquel polvillo
que sopla desde los arenales vecinos.
Por las calles abandonadas y frías, la
camioneta buscó sus últimos pasajeros. Se detuvo dos veces ante una puerta cerrada y a los
requerimientos de la bocina, vinieron dos
mujeres, aún enajenadas de sueño.
Se detuvo después ante un hotelucho
azul; pitó largamente y salió un eclesiástico
envuelto en una bufanda morada, como en
una angina de otro mundo.
Casi al abandonar la ciudad, subió un
negociante de mulas, con un cascabel en el
sombrero de pico. Está llena de camioneta!
Las últimas gallinas suburbanas saltaron al paso del vehículo, y la cuesta —interminable— comenzó.
Sólo entonces noté —alarmado— que
el hipo del motor me interrogaba! Sí, a mí! Lo
oía claramente. Sólo a mí! No podría ser al
clérigo turbio de ropas, duro y lustroso de incomunicabilidad. No, al comerciante. A esas
mujeres, tampoco. Ni a esas figuras amargas,
de ojos oblicuos, que venían bajo cuatro sombreros idénticos. Ni a ese pequeño hombre
rechoncho, sobre cuyo vientre se pudría lentamente una leontina de oro.
LITERATURA DEL ECUADOR
El hipo se dirigía a mí. Me interrogaba.
Y, sintiéndome sacudido, contestaba yo, entre
sueños: —”Vinimos hace cinco días.
—Tres amigos y el pintor Paredes. —
Había un matrimonio en el pueblo; y estábamos invitados desde… —No se casaron porque élla amaneció grave. —El novio se volvió
a sus haciendas, con los padres. —Nosotros,
fuimos atendidos por el viejo Defaz. —Los
pollos sacrificados para la boda yacían desnudos y amarillos en grandes poncheras de barro vidriado. —Los perros pasaban por debajo de la mesa y sus hocicos olían a intestinos
de aves. —”Tenemos comida para cinco días;
nos aseguró el viejo. —Y aguardiente para un
año”. —Entonces en la casa contigua, empezó la bebezona, la parranda. —Un día, y otro,
y otro, y otro! Y todos los días unidos entre sí,
como inmensos pasteles repletos de sorpresas
y seres medio ahogados en miel, en harinas
oscuras, en especias ardientes, en azúcares
profundos. Los pasteles chocaban. Los pedazos danzaban una especie de cataclismo, sin
muerte. Las personas estaban manchadas de
mieles; veteadas de jarabes; salpicadas de
bombones y harinas centelleantes. Se desvestían; arrodillábanse; rodaban por el suelo,
cantando; sin muerte, sin prisa, sin dolor…”
El frío de la altura, me despertó. Y durante el descenso, el humo voló de mi cabeza. Así, entramos en el desfiladero. El río, agazapado en lo hondo, era un presentimiento.
La camioneta corría, zumbando como una
moscarda.
A la izquierda, el talud se perdía en lo
alto. A sus pies, la carretera parecía labrada a
cincel en la roca. A la diestra, derrumbábase
la rampa sonámbula del abismo, hacia el río.
Al entrar en el desfiladero, todos los
choferes parpadeaban como la primera vez. Y
marchaban despacio. La luz del cielo encajonada entre las rocas, tomaba color de acua-
289
rium. De rato en rato, un guijarro, cayendo,
despertaba insólitas resonancias, hasta picar
el mudo terciopelo del agua.
En una de las vueltas, bajo la luz espectral, aparecía la sombra de aquel desconocido. Estaba en mitad del camino. Con un
gran sombrero de paja en la mano, volteaba
el aire y se señalaba a sí mismo. El carro se
detuvo, naturalmente; y sentimos que se apagaba el motor.
Habíamos supuesto que se trata de un
ebrio. Pero, no.
Se aproximó a las ventanillas con gesto humilde, resignado. Había un aire de piedad en todo él.
—Caballeros, señoras, señor Cura,
buenos días!
Se detuvo un momento a tragar saliva
y se llevó la mano al pecho hundido. La barba amarilla debía tener ya un mes sobre sus
mejillas ardorosas y secas, mugrientas. Nos
recorrió con los ojos: dos ojos grandes, azules
y puros. Pero, no dijo nada.
—Qué es lo que quieres?, —inquirió el
chofer, con una cara feroz.
El hombrecillo bajó las grandes pestañas sedosas y tembló.
Metió la cabeza por la segunda ventanilla y se dirigió a nosotros:
—Señores, soy una persona desgraciada. Estoy enfermo del pecho: aquí tengo los
certificados (se palpó una solapa). Llévenme a
la ciudad; cerca de la ciudad. No tengo un
centavo para el pasaje.
El chofer se volvió hacia nosotros, invocando su justicia y exclamó:
—Ya han visto señores! Este zoquete…!
Y descendió a revisar el motor que se
había detenido. En tanto que el terrible conductor metía su tronco bajo la tapa del motor
y forcejeaba sobre el mecanismo, el Cura se
290
GALO RENÉ PÉREZ
volvió hacia nosotros:
—Señores, una cuota para el pasaje de
este… hermano.
Nadie permaneció indiferente. Hubo
búsquedas; sonidos de moneditas de níquel.
Alguien escudriñó en una vieja faltriquera de
piel marchita.
El hombrecillo, súbitamente ruborizado, parpadeaba mirando reunirse las cuotas
en la mano gorda del sacerdote. Este, cerró su
puño y lo extendió hacia el desconocido de la
carretera.
El chofer volvió furioso, sin conseguir
reanimar el negro vientre de la máquina, y encaró al vagabundo:
—Me plantaste aquí y no tienes un
centavo!…
Pero el hombrecillo se apresuró a extenderle el puño de monedas.
—Ahá, siéntate como puedas; —dijo el
chofer, manifestando ligero desagravio.
El hombrecillo de la carretera pasó por
entre nosotros y fue a sentarse en el piso del
carro, entre unas cajas de clavos, que constituían la carga.
Estaba descalzo, pero sus pies eran delicados. Los últimos zapatos debían estar por
ahí no más, recién tirados. La miseria había
comenzado hacía poco.
Pasaron diez minutos y el motor no
respondía. Una sorda irritación empezó a circular, entonces, en el ánimo de los pasajeros,
contra el desconocido por cuya causa el carro
se había descompuesto.
Volvíamos la cabeza y le mirábamos,
acres. El advenedizo parecía aniquilado. Se
tapaba el rostro con el gran sombrero y casi
no respiraba.
De pronto, el carro volvió a estremecerse. La alegría retornó a los rostros y el
hombrecillo se puso derecho el sombrerazo.
La camioneta tornó a correr, zumbadora como una moscarda. El malestar que la
gente experimentara contra el pedigüeño desapareció en seguida. Y una brisa de felicidad
empezó a soplar sobre los rostros. El pensamiento del beneficio realizado en el desconocido, alegraba por igual a todos.
Esta beata sensación hubiera durado
seguramente todo el trayecto, si aquel enorme
pedruzco no se hubiera desprendido del talud.
El chofer alcanzó a ver el reflejo precipitándose sobre el vehículo y oprimió el acelerador, para esquivarlo. El carro saltó” hubo
un estruendo a nuestras espaldas y ótro, adelante, en tanto que dábamos de cabeza contra el techo y éramos lanzados en confusión.
El carro se detuvo con un gran golpe
en el motor. Estábamos apelotonados sobre la
dirección.
Nos levantamos en el más grande silencio y vimos un pedazo de playa; el río —
negro— sonreía más allá. Una mujer lloraba y
reía. Yo, sentía ensangrentada mi saliva.
Ahora, una ráfaga de terror y de agradecimiento nos transfiguraba los rostros. El
fraile se ahogaba de emoción; quería bendecirnos, pero no conseguía más que tartajear.
El chofer logró abrir una portezuela
que daba hacia la rampa, y nos fuimos escurriendo por élla con exquisitos miramientos.
Ya afuera, de pie sobre una gran roca,
sonreímos como diez aparecidos, en una cita
extraordinaria.
De pronto, el Cura se puso grave, trágico. Buscaba a alguien. Se inclinó. Nos inclinamos también a mirar la camioneta. Nuestra
alegría de salvados desapareció.
Alguien no había salido del vehículo.
Alguien estaba allí, con la cabeza bajo una
gran caja de clavos. Un pedazo del ala de su
sombrero se mecía en el viento del río y nos
decía que nó, que nó!
Fuente: César Dávila Andrade. “Abandonados en la tierra”.
Imprenta “Minerva”, Quito, 1952; pp. 119-124.
LITERATURA DEL ECUADOR
CANCION DEL TIEMPO ESPLENDOROSO
Para Galo René Pérez
Agosto, llévame en tu ardorosa velocidad de topacio,
con tus manzanas agrietadas por el fuego.
Con las puertas que arrancas a los valles de rosas.
Llévame entre tus altas jirafas de ladrillo,
salpicadas de mariposas muertas y huellas digitales.
Entre tus panteras de inextinguible piel de hembra.
Volando entre tus ámbitos de zafiro y de prismas.
Entre los bosques y su miel humeante.
Entre el coro granate de la madera libre
y el carmín inguinal de la resina.
Dame un prado con potras y muchachas.
Enciéndeme los dedos con diez discos de oro,
con girasoles y esmeriles ígneos;
y el paladar, con un cáliz de avispas.
Desata ésta mi lengua de su raíz de rosa submarina.
Quiero gritarte cuando pasas ciego,
mascando tus cadenas sonoras, en el viento.
Sobre los collados de amaranto y de uva,
sobre las cárdenas rocas calcinadas
que suenan hacia adentro como astros.
Rasga las cuerdas blancas que sujetan mis ojos
a su ligera sangre de hilillos y de lágrimas,
a su bulbo de yema y nieve amarga.
Que te vea desnudo como un lago en el agua.
Como una piedra en su ilesa resonancia.
Que vea tus llanuras de maíz y oro quebrado,
bajo una llama errante, espiral y demente.
Tus fragantes basílicas de mieses
291
coronadas por peines de madera y gavilanes.
Tus mil alondras muertas de cansancio
como un manojo de hojas en la brasa.
Esplendor! Qué anhelo respiran nuestras manos,
y sus ciegos riachuelos, y sus pequeños huesos claros.
Esta rama que sufre, agobiada de rubíes, cerca del
corazón,
y tiene venas de ardiente oscuridad turquí…
Y allá tus árboles por los que puede cabecear la tierra,
y su seno que absorbe la tiniebla y la sangre.
Las llanuras distantes con veloces tambores y relinchos,
el plumaje de hierro de los caballos moros
y el cadáver de un ave en el brocal de un cántaro.
La pubertad que llama a las puertas de un baño
en donde suena, húmeda, la soledad rosada.
Los trigales abriéndose en continua fragancia,
sobre los nidos, sobre las olas del futuro pan,
sobre la doble lágrima de oro de las perdices.
Resplandor de los días. Sed, tortura y anhelo.
La sequía del ancla a orillas del agua,
su paloma enredada en lenta hondura verde.
Todo agita en nuestra alma su laurel de locura.
Y en el fresco rezago de las jóvenes novias,
remueve y estrangula una pequeña gota.
Oh! resplandor del fuego en las entrañas.
Fuente: César Dávila Andrade. “Espacio, me has vencido”.
Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1947; pp.
37-39.
X.– El ensayo literario. Su ya largo prestigio.
Proyecciones del ensayo montalvino. La crítica
de las letras ecuatorianas: sus virtudes y deméritos.
Los estudios panorámicos de la literatura nacional, base del juicio
extranjero. Los casos de Isaac J. Barrera, Augusto Arias,
Benjamín Carrión y Angel F. Rojas. Otros ensayistas
Uno de los géneros literarios más antiguos y fecundos en Hispanoamérica es el del
ensayo. Apareció éste en las primeras centurias de la época colonial. Su destino ilustre siguió un compás de ascensión y desarrollo semejante al de la poesía. Ha habido poetas notables, pero igualmente ensayistas de real importancia, a través de los diferentes períodos
históricos y culturales. Ello es evidente en el
Ecuador. En lo que concierne a la producción
ensayística, nos hemos referido a Gaspar de
Villarroel, a Eugenio Espejo, a Juan Montalvo,
a Gonzalo Zaldumbide, de los siglos XVII,
XVIII, XIX y XX, respectivamente. Pero no son
los únicos, si bien parecen los más destacados. Acaso, sin pretenderlo, el gran suscitador
en tal campo fue Montalvo. No escribió propiamente para conseguir discípulos literarios.
El suyo es un estilo —ya lo dijo Valera— tan
enrevesado como original. No obstante,
aquella su gracia de gestos personales y su riqueza idiomática insuperable, aparte de los
fuertes efectos políticos de algunas de sus páginas, atrajeron a varios imitadores. Y hubo
un caudal inagotable en que se alimentaron
tanto los polemistas como los devotos de las
maneras academizantes de la expresión: discípulos del insulto, por un lado, y discípulos
del casticismo por otro. Rehuyendo la fácil y
viciosa propensión a amontonar nombres de
autores, se debe señalar aquí a las figuras que
de veras se han dejado notar por su eminencia.
El ensayo crítico y biográfico se vio robustecido con la producción de Remigio
Crespo Toral (1860-1939). Poseyó éste una índole cierta y firme de escritor. No dio tregua a
su pluma, a pesar de los menesteres de su actividad pública. Se expresó en verso y en prosa. El estilo de ésta atrae por la plenitud de la
frase y el ritmo de la emoción. A veces aparece en sus páginas algún rasgo de grandilocuencia, algún alarde expresivo inútil, pero lo
común es el atinado gobierno de lo que dice.
Es un prosador consciente de sus responsabilidades literarias. Su posición es romántica y
conservadora. Es fácil advertirlo por sus sentimientos, sus gustos y sus ideas. En un ensayo
biográfico hizo la apoteosis del teócrata García Moreno. Pero no fue un dogmático. Mostró una encomiable penetración de crítico. A
ello debió, más que a su enorme producción
de poeta de gusto romántico, laureado en
1917, en que figuran sus composiciones de
largo aliento (“Mi poema”, “Leyendas de Arte”, “Genios”, “Leyenda de Hernán”, “Plegarias”, “La canción del agua”), la docencia intelectual que ejerció durante muchos años. Lo
destacado en él fue pues su personalidad de
ensayista. Son dignos de mención sus trabajos
LITERATURA DEL ECUADOR
sobre Simón Bolívar y sobre la nacionalización de la literatura.
Otra prosa igualmente noble, cuidadosa de la claridad de los conceptos, fue la del
Arzobispo de Quito Federico González Suárez (1944-1917). La suya fue también una naturaleza de romántico y conservador. Pero
asimismo sintió repugnancia por las actitudes
dogmáticas, por las ideas de cuño intransigente. Su vocación le inclinó tempranamente
a la historia. Pocos habían trajinado antes por
ese campo, que sobre todo recibió en el Ecuador la atención de Juan de Velasco y Pedro
Fermín Cevallos. A él le estaba reservada la
gloria mayor en el género. Contaba para ello
con una evidente voluntad de investigador.
Advertía la utilidad de las ciencias auxiliares
del conocimiento histórico, como la arqueología. Profesaba un amor a la verdad que no
admitía mengua ni contemporizaciones. Y,
por encima de todo aquello, tenía un estilo
hermoso a la vez. Había en González Suárez
la naturaleza de un magnífico prosador. Por
eso se sintió reclamado también por la crítica
y la divagación de orden literario. Aun logró
establecer una deliciosa atmósfera lírica en
páginas como las de su ensayo “Hermosura
de la naturaleza y sentimiento de ella”.
También religioso y hombre de mucho
saber fue Aurelio Espinosa Pólit (1894-1961).
Fue un jesuita entregado a las lecturas clásicas y a la profesión docente. Dominó como
pocos el griego y el latín. Al extremo de realizar traducciones de escritores de la
antigüedad que se han estimado como sobresalientes en tono el ámbito de la lengua castellana. Sófocles y Virgilio fueron, principalmente, los autores sobre los que probó su capacidad de traductor, de estudioso, de exégeta y de crítico. Pero también dirigió su lúcido
interés a las letras ecuatorianas, en cuyo campo destaca su ensayo sobre la vida, la obra literaria y el epistolario de José Joaquín Olme-
293
do. Los juicios de Espinosa Pólit son por lo común bastante ponderados (aunque a veces el
entusiasmo le lleva a adjetivaciones generosas). Su prosa es limpia y persuasiva. Demuestra cierta aproximación a las maneras expresivas de Gonzalo Zaldumbide. Escribió también versos de estructura clásica e inspiración
religiosa.
En la misma línea hay que situar a otro
jesuita ilustre fallecido tempranamente en
1968: Miguel Sánchez Astudillo. Buen conocedor de los clásicos también. Inclinado, además, a los estudios filosóficos y a las lenguas
modernas. Ese necesario connubio de literatura y filosofía y esa variedad de lecturas lograron delinear singularmente la personalidad de
Sánchez Astudillo. Esta, por otra parte, mostró
los atributos de la finura lírica y el vigor selectivo. De modo que en sus trabajos se puede
notar una conciencia más ávida de las nuevas
revelaciones estéticas que en las producciones de su antecesor el Padre Espinosa Pólit.
Entre sus estudios críticos hay varios alentadores, optimistas, sobre autores noveles, y los
hay también sobre figuras ya reconocidas, como la de Gonzalo Zaldumbide, cuyo estilo
consideró el más brillante de la prosa castellana de nuestros días.
Nicolás Jiménez, César E. Arroyo,
Isaac J. Barrera, Augusto Arias han elegido
particularmente los dominios de la crítica para su labor de ensayistas. Han trabajado en
ella con talento y fecunda insistencia. A los
dos últimos se deben estudios panorámicos
de la literatura ecuatoriana que han venido a
dar amplitud y culminación a los empeños
que inició Juan León Mera en su “Ojeada”.
Tales páginas de información bien organizada, concebidas con intención docente, han
servido de base común a los historiadores de
la literatura hispanoamericana para sus referencias sobre los autores del Ecuador. De modo que muchas veces se han repetido los jui-
294
GALO RENÉ PÉREZ
cios de Barrera y de Arias con inescrúpulo,
para suplir las deficiencias de conocimiento
de la obra aludida. Manera demasiado fácil y
errónea de proceder, pero desgraciadamente
muy generalizada.
Isaac J. Barrera (1884-1970) ha acumulado su producción a través del ensayo y el artículo periodístico. La crítica literaria, la biografía y la historia han imantado su interés.
Sobre todo la historia, porque aun en sus estudios sobre las letras abundan las digresiones
de aquella índole. Efectivamente, su trabajo
más respetable —”Historia de la literatura del
Ecuador”— debe especialmente su extensión
a la presentación de épocas y de hechos sobresalientes de la vida del país, en cuya escena va ubicando a los escritores que estudia.
Barrera expone con orden y claridad, aunque
quizás le faltan sentido de penetración y una
visión más amplia para señalar corrientes y
establecer comparaciones. Tiene una doble
virtud, muy rara en América y que nadie se
atrevería a disputársela: su pacientísima investigación de la cultura nacional y la nobleza de ánimo con que juzga y admira, nunca
enturbiada por el egoísmo, la intransigencia o
el rencor. Ha conseguido levantarse así a la
imponderable jerarquía del maestro.
El caso de Augusto Arias (1903) tiene
parecido con el de Isaac J. Barrera. Cuando se
cita a uno de ellos hay que también citar al
otro. Sus ensayos se han enderezado hacia la
crítica y la biografía. Ha escrito muchos artículos de periódico. Ha publicado un “Panorama de la literatura ecuatoriana” para uso de
las aulas. Jamás ha sido la suya una pluma
convicta de pasiones. Ha preferido encarecer
y estimular. Por eso su juicio adolece de limitaciones semejantes a las de Barrera. En los
trabajos de ambos, por exceso de contemporización y ausencia de severidad crítica, hay
decenas de nombres que sin merecerlo han
sido recogidos con alabanza, produciendo
desorientación en el que contempla desde
afuera el horizonte literario del Ecuador. Pero
Arias, que es además un excelente poeta y
que posee un espíritu más ágil y proteico que
el de Barrera, ha saturado de lirismo sus páginas y nos las ha entregado con maestría de
verdadero estilista. Gracias a algunas de sus
obras (“El cristal indígena”, sobre Eugenio Espejo, “Mariana de Jesús”, “Luis A. Martínez”,
“Jorge Isaacs y su María”, “Tres ensayos”), se
halla en la primera línea de la prosa ecuatoriana.
César Andrade y Cordero y Jorge Carrera Andrade —poetas altamente representativos los dos— son también autores de ensayos críticos y de interpretación de la cultura
del país cuya contribución al desarrollo del
género no puede ser olvidada. Como tampoco ha de serlo el tan inteligente estudio de Angel F. Rojas —narrador y ensayista— sobre la
novela ecuatoriana. Hombre de consistencia
intelectual y viva sensibilidad, Rojas ha expuesto allí apreciaciones acertadas, en las
que prevalecen la sobriedad del juicio y de la
frase, la claridad de la mente y de la palabra,
la lógica del razonamiento y de la composición externa de su ensayo. Explica la producción de los narradores en el marco de las mudanzas políticas y económicas del país.
Ensayistas de igual linaje son Raúl Andrade, Benjamin Carrión, Leopoldo Benítez,
Alejandro Carrión. El primero de ellos recogió
en “Gobelinos de niebla” ensayos en que seduce la brillantez de su prosa, ágil, precisa,
penetrante, renovadora. En esas páginas realizó una crítica original sobre la generación
modernista ecuatoriana. Pero el relieve de
Andrade es mayor dentro de su profesión periodística. Quizá en dicho género es la figura
más representativa de las letras ecuatorianas.
Uno de sus instrumentos es el de la ironía,
aguda y valiente, para juzgar la vida pública y
el ejercicio cínico y usurario de la política na-
LITERATURA DEL ECUADOR
cional. Condiciones parecidas, de ensayista y
de articulista satírico, aparte de sus excelencias de poeta y narrador, se encuentran en
Alejandro Carrión. En Leopoldo Benítez hay
que recomendar, en cambio, la profundidad
de análisis de la realidad social del Ecuador
de su tiempo y de lúcida valoración del pasado. A estos nombres se incorporan otros, po-
295
seedores de un talento legítimo y muy propio
para la creación del ensayo. Baste citar a Ignacio Lasso, Gabriel Cevallos García, Francisco Guarderas, Agustín Cueva, Miguel Albornoz, Fernando Tinajero, Rodrigo Pachano Lalama, Hernán Rodríguez Castelo, Gustavo Alfredo Jácome, Jorge Diez, Jorge Reyes, Pío Jaramillo Alvarado, Antonio Sacoto Salamea.
XI Autores y Selecciones
RAUL ANDRADE (1905)
Nació en Quito. Aprobó sus primeros
estudios en la escuela católica San Luis Gonzaga, de esta misma ciudad. Pasó después a la
Escuela Municipal Espejo, en donde obtuvo
las más altas calificaciones. La enseñanza media la inició en el Colegio Nacional Mejía. Pero reveses económicos familiares, consecuencia de persecuciones políticas sufridas por su
padre (liberal ilustre), le obligaron a abandonar los estudios, para dedicar su tiempo a
otras actividades. Algunas discrepancias insalvables con algunos de sus profesores contribuyeron a ello. “Historia, Cívica y Moral —
dijo más tarde— las aprendí directamente de
mis antepasados. Literatura y Gramática, leyendo y escribiendo. En cuanto a la Geografía la aprendí caminando y navegando… “En
octubre de 1922 hizo su primera salida del
hogar. Fue a Guayaquil, en donde asistió al
estallido del trágico movimiento obrero del
15 de Noviembre. En 1923 ingresó en la redacción del diario “El Telégrafo”. Comenzó
así su vocación literaria —sobre todo periodística— con dos o tres colaboraciones, aparecidas bajo el seudónimo de Carlos Riga,
protagonista de la novela “El mal metafísico”,
de Gálvez. Colaboró en seguida en diarios y
revistas guayaquileños. En 1927 regresó a
Quito y fundó, con el pintor Camilo Egas y
otros, la revista de arte y literatura “Hélice”,
en que también escribieron Gonzalo Escudero, Jorge Reyes, Pablo Palacio. Para entonces,
enviaba también sus trabajos a la Revista de la
Universidad de la Plata, “Valoraciones”, y a
otras publicaciones del norte y el sur del continente. En nuestra capital colaboró por pocos
meses en “El Día”, con el seudónimo de Juan
de la Luna. En Quito, también, fundó, con
Abelardo Moncayo Andrade y Francisco
Guarderas, el diario liberal de combate “La
Mañana”. Mantuvo en éste la columna
“Cocktails”, bajo el seudónimo de Frank Barman. Tras cerrarse “La Mañana”, editó el semanario satírico “Zumbambico”, que dirigió
hasta la caída del primer velasquismo.
El 26 de mayo de 1944 fue designado,
a petición de Gonzalo Zaldumbide, cónsul
del Ecuador en Seattle. El 2 de junio, apenas
constituido el segundo velasquismo en el Gobierno, presentó su excusa irrevocable para
desempeñar esas funciones, y semanas más
tarde emigró voluntariamente a México. En
1945 viajó por Cuba y Centro América, con
Bogotá como destino final. Al término del año
ingresó en la redacción de “El Tiempo”, de la
capital colombiana, hasta fines de 1948. Su
ausencia del país duró un cuatrienio. El padre
había muerto en el intervalo. En 1949 fue
nombrado Adjunto Cultural a la legación en
Madrid, hasta 1951. Luego de corto viaje por
Africa del Norte, volvió al Ecuador, y entonces se incorporó a la redacción de “El Comercio”. Ha desempeñado, además, representaciones diplomáticas y consulares en varios
países de Europa.
Su personalidad de escritor se la descubre uniforme, la misma siempre, desde su
punto de arranque hasta su total madurez.
Hacerlo notar es fácil, con sólo observar algunos de sus trazos definidores.
Uno de ellos es el de la disposición de
Andrade hacia la ironía, explícita en las páginas de su primera obra —”Cocktails”— como
en sus más recientes artículos del diario “El
LITERATURA DEL ECUADOR
Comercio”. Si se tratara de señalar el origen
de ese pertinaz ejercicio de burla inteligente,
de reparos que punzan, de juicios saturados
de escepticismo, habría que aludir primeramente, en un orden más o menos lógico de
antelaciones, a la atmósfera familiar. Sabido
es que su progenie ha sido de luchadores políticos, de hombres que pronunciaron su fallo
inapelable de inconformidad con el cucañismo, las granjerías, la ilicitud y el atropello,
males endémicos de la vida pública ecuatoriana. La pena de proscripción de su padre y
el asesinato de su tío debieron de haberle dejado una mella afectiva profunda, y, según él
mismo lo ha confesado, le indujeron en los
días de su niñez a conjugar en un solo concepto los términos de “lejanía, destierro y
muerte”.
Habría luego que percibir, en el conjunto de lo que ha escrito, el sentido de sus
preferencias no sólo en lo que concierne a los
autores leídos, sino sobre todo en lo que atañe a los temas y a la inclinación crítica o escéptica que ha tratado de ir puntualizando en
las páginas de ellos. Bien se ve que su conciencia demandaba, desde la etapa primera,
el flujo fortalecedor de una literatura enemiga
de la inocuidad o la complicidad cobarde.
Debe aclararse que sus atributos de fiscalía o de condenación de los errores no los
ha puesto al servicio del análisis de las obras
literarias que ha juzgado. No ha querido pues
ser un crítico riguroso en ese campo. Y menos
un bedel de malas tripas en la observación
impotente de lo que otros producen. Su posición ha sido más bien la del sagitario en un
mundo político y social a quien ninguna fuerza ha podido redimir de su podre ni de su
descalabro. Los comentarios y exégesis de los
libros ajenos que ha venido publicando —incluídos los de su “Perfil de la quimera”— han
tendido a convertirse, por eso, en una exaltación lírica, viva y comunicativa, de las exce-
297
lencias que en cada uno de aquéllos ha encontrado. Pero, como no ha pretendido jamás
deponer su actitud batalladora y sarcástica, ha
disparado sin tregua, en todos sus ensayos sobre autores, personalidades contemporáneas
y viajes, los dardos de una crítica certera, dirigiéndolos, desde luego, contra el medio en
que tales figuras actuaron y sufrieron, o sucumbieron.
Así, en las páginas de “García Lorca:
alegoría de España yacente”, se encuentran
las muestras de una sorna incisiva, cortante,
despiadada, que va levantando dolorosamente los pellejos de la realidad hispánica, en el
marco del régimen falangista, totalmente fenecido, del Generalísimo Franco. Cierto es
que no ha habido casi escritor sobresaliente,
peninsular o hispanoamericano, de las promociones a las que pertenece Raúl Andrade,
que no haya ejercitado su condenación y su
sarcasmo bajo igual inspiración. Pero las páginas de éste, en que se esbozan, con alarde
magistral, imágenes esperpénticas o determinada suerte de “caprichos” goyescos, invitan
a recordar especialmente los enardecidos dicterios de Pablo Neruda.
También en su “Retablo de una generación decapitada” tiene que servirse de los
grados más sutiles de la ironía, y de los matices más violentos de la mordacidad, para describir la zozobra personal de los poetas de
nuestro modernismo en un medio antagónico
a los refinamientos que les fueron propios, y
que caracterizaron al meteórico movimiento
dariano en todo el continente. Aquel propósito burlón y acusatorio está balanceado, por
cierto, con la presencia de atributos sentimentales de un orden muy diferente.
En el ensayo “Charlot, parábola y hazaña de la desventura” del mismo “Perfil de la
quimera”, el juicio sardónico de la realidad se
expande en un ámbito mayor: el de nuestro
tiempo, que nos zarandea a todos en una con-
298
GALO RENÉ PÉREZ
moción de iniquidades, imposturas y atropellos; de congojas, incertidumbres, riesgos y
agonías. El rostro del planeta, bañado de sangre, deja observar sobre sí al ser que mejor representa el siglo huracanado en que nos desvivimos: el mutilado de la guerra, o “fantasma
espantable que ha creado una civilización desarticulada que en vano procura encontrar el
equilibrio sobre falsos pilares”. Tras hacer referencias sarcásticas a los empresarios de las
hecatombes armadas, Andrade señala el ruin
y desvergonzado engaño que se encierra, como en el vano desahogo de un complejo de
culpa, en la cosagración del Soldado Desconocido. “El espectro de SOLDADO DESCONOCIDO —dice— presente en las ceremonias y abrumado de dicha y gratitud, no pudo
menos de murmurar, mientras se llevaba el
pañuelo a las cuencas vacías por donde se le
escurrían las lágrimas: “¡Yo no aspiraba a tanto! Me habría contentado con que me dejasen
vivir!”.
Entre el recuento de sus experiencias
íntimas, que es la hebra central de su “Teoría
del desterrado”, se extiende con eficacia corrosiva una fuerza de ironía en que alternan,
igualmente poderosos, la incriminación y el
desprecio. Difícilmente se encontrará una
acritud mayor en el testimonio sobre el ambiente nativo y la civilización presente, “nauseabunda, decadente, corroída”.
Quizás no es necesario seguir sentando la prueba de esta vocación sarcástica, en
cierto modo volteriana, con alusiones particulares a los otros tres ensayos del libro: “El perfil de la quimera”, que ha dado origen al título de aquél, “Viaje alrededor de la muerte”, y
“Rosalía de Castro”. Baste advertir que aun en
la dulzorada evocación de las ternezas y de
las lamentaciones saturadas de ausencias y
nostalgias de la autora gallega no se resiste a
glosar estos versos, que condenan la actitud
de Madrid frente a sus azorados conterráneos:
“Premita Dios, castellanos
castellanos que aborrezo
qu’ antes os galegos morran
qu’ ir a pediros sustento”.
Otro de los rasgos caracterizadores de
la personalidad literaria de Raúl Andrade es
su entrega radical a la expresión propia del
periodismo. Eso ha hecho de él un pensador
fragmentario. Nada hay de peyorativo en decirlo. Grandes ensayistas españoles e hispanoamericanos lo han sido: de la Península
valgan los ejemplos de Larra, Azorín, Unamuno; de estas repúblicas nuestras, los de Montalvo, Sarmiento, Martí, Arciniegas. Su filosofía, que la tienen sugestiva y abundante, hállase dispersa en incontables ensayos y artículos. Respecto a Raúl Andrade hay algo más: la
ausencia de cierta disciplina ortodoxa le ha
impedido elaborar estudios de análisis y de
crítica sobre los autores a quienes ha escogido para el rico despliegue de sus comentarios.
En consonancia con sus gustos y con el pulso
acentuadamente artístico de su prosa, lo natural para él no ha sido el sondeo conceptual, ni
los razonamientos demostrativos, ni las revelaciones de carácter técnico, sino la interpretación lúcida y emotiva, sorprendente por su
opulencia lírica, de la obra de sus poetas preferidos. Pero, con la misma impulsión de gracia y con igual trémolo sentimental, sabe animar persuasivamente los ambientes en que
ellos se movieron y crearon. Llega así, mediante una evocación íntima y fiel, y socorrido por sus propias excelencias imaginativas, y
de talento estético y sensibilidad, a una muy
especial identificación con la personalidad y
los trabajos sometidos a la luz de sus apreciaciones.
Muestra admirable de una recreación
de ambiente es la de su “lienzo mural de Quito de 1900”, en que sitúa el drama de nuestros poetas modernistas, congregados por él
LITERATURA DEL ECUADOR
bajo el expresivo nombre de “generación decapitada”. La suma o simbiosis perfecta de lo
objetivo y lo espiritual hace que aquella imagen de Quito sea equiparable a la que de Córdoba esbozó Sarmiento, o a la que Uslar Pietri compuso de la Caracas colonial, o a la que
animó Azorín sobre Yecla y sus gentes.
También otras ciudades y otros paisajes han cobrado vida entre los puntos de su
pluma. La amplia cultura de Andrade, sus peregrinaciones frecuentes, su observación minuciosa, su destreza para aprisionar la nota
definidora y sustantiva, el color y precisión de
sus veloces pinceladas descriptivas: todo eso
le ha conquistado un lugar apreciable en el
género de las crónicas de viaje, dentro del dilatado ámbito de las letras castellanas.
Ni el ensayo literario, ni el apunte viajero, ni el artículo periodístico, ni las páginas
polémicas de que es autor: nada, en fin, hubiera ejercido tan poderoso magnetismo si
desde el principio, y sin desfallecimiento a lo
largo de toda su obra, no hubiese habido en
su prosa las condiciones de un fino estilista.
Andrade asimiló el preciosismo que caracterizó a toda una generación hispanoamericana,
la del modernismo. Esta iluminó de responsabilidad estética la conciencia de los mejores
escritores de todo el continente. Prosa y verso
fraternizaron en un colmado empeño de selección y gracia. Andrade no perteneció a
aquella generación, pero leyó con fervor a los
mismos autores que la inspiraron y orientaron, y sus atributos innatos se fortalecieron
luego con las corrientes posmodernistas, legatarias del movimiento de Rodó y Darío. Difícil es hallar en las letras de este país un estilo
como el suyo: exacto en las expresiones, leve
pero inmune a la superficialidad, apto para
las sutilezas de la ironía como para la violencia del dicterio y el anatema, seguro en el dominio descriptivo de personas y lugares, sor-
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prendente y original en el juego de metáforas
y conceptos.
Fragmento
“Retablo de un generación decapitada”
Paralelo al drama político, eco y reflejo de este, toma forma el drama de una generación. Ante la siniestra conjuración de hombres rapaces que apelan
a clásicos métodos centroamericanos, el grupo literario, desvitalizado y endeble, se acoge a la evasión
como principio y fin de su breve residencia en la
tierra. Arturo Borja escribe, por única vez, su protesta de generación, en un panfleto lírico dirigido Al
señor don Ernesto de Noboa y Caamaño,
límpido caballero de la más limpia hazaña que en
la época de oro,
fuera grande de España.
Lo hace en tono confidencial y derrotista y va a conocerse años después, ya muerto su autor. Allí está
la presencia cálida e indignada de su generación
ante el taconeo de los matasietes; aunque se la interprete, cuando no se la silencia, como vaga protesta de un espíritu fino y sensitivo a quien el ruido
de los disparos callejeros sobresalta, al ahuyentar
su emoción interior. Después, su mensaje se hace
monólogo; girón de paisaje lejano; esquema de impresión urbana; desolada constatación de un mundo que comienza a pudrirse por los cuatro costados
y del que intenta cortar todas las ligaduras. Lo ahoga una melancolía finisecular y sin remedio. Por
aquel tiempo —unidos en la solidaridad de una común angustia, Noboa Caamaño y Borja— aparece
un perverso medallón dannunziano, burilado en
marfil y obsidiana. Mujer-sirena pura sangre, que ha
importado la esencia de las flores del mal en diminutos frascos. Ante una decoración “muy fin de siglo”, sobre almohadones muelles, rinden culto a la
muerte cada tarde, desahumanizan sus siluetas y se
tornan figuras fantasmales. Han encontrado su verdad en la fuga lenta y sonámbula, pero segura, en
una especie de viaje de turismo por las densas y oscuras aguas estigias. De allí saldrá el cartel —que
no su manifiesto— de poetas malditos, en aquella
escalofriante pieza de Noboa Caamaño que comienza:
300
GALO RENÉ PÉREZ
Amo todo lo extraño, amo todo lo exótico,
lo equívoco, morboso, lo falso, lo anormal;
tan sólo calmar pueden mis nervios de neurótico,
la ampolla de morfina o el frasco de cloral.
Asumen, inconscientemente, una actitud de dolorosa execración, frente al medio triturador e incomprensivo, y se la arrojan a las buenas gentes cobardes, cómplices y encorvadas. “Mirad —parecen exclamar— lo que somos de espirituales, exquisitos y
audaces, frente vosotros, míseras larvas humanas:.
Han crecido ante sí mismos. En adelante sólo podrán mirar por encima del hombro, sin ocultar su
mueca desdeñosa, a esa sociedad sometida con rapidez y aquejada de complejo de inferioridad. Allí
comienza el drama “Vivir de lo pasado por desprecio al presente”, dirá Noboa Caamaño. Han convertido la poesía en asilo impermeable al ofensivo
ruido urbano. Se lanzan a la calle, en altas horas de
luna —espectrales bebedores de niebla—, luego de
sesiones extenuadoras y perversas, envueltos en venosa bruma, a peregrinar en torno a viejos campanarios; a mirar cómo danza las lechuzas junto a los
torreones. Viajan —imaginativos sin remedio— por
la ruta tortuosa de los poetas malditos. La tragedia
política de esos años— y a pesar de ellos mismos—
los ha lacerado y marginado. Se sienten inseguros,
bloqueados, fuera de toda aspiración consciente y
destruídos. Hacen apariciones furtivas en el alegre
reservado número ocho del Café Central, explosivo
de risas despreocupadas y desaprensivas, animado
por la simpatía cordial de Carlos de Veintimilla, el
acento ardiente de Emilio Alzuro, la glosa calmada
y fina de Francisco Guarderas, el chascarrillo sorpresivo de Alfonso Aguirre, las corbatas brummelianas y los chalecos floridos de Pancho Guillén, la
presencia callada y marginal de tantos más. También, alguna noche, llegan a la capilla laica, la inquietud traviesa y terrible de Bibí Cárdenas, el incruento desplante de Ernesto Fierro. Los iniciados
ríen, mienten, recitan versos o murmuran de los ausentes. “Las deudas —dice el filósofo del grupo—
son el perfume de la juventud”. El tabernero, sonriente y paciente, acumula en su caja vales autografiados. El sabe, con su seguro instinto de hombre
práctico, que un día ha de cobrarlos. Comienzan a
aparecer, en un diario local, eruditos artículos sobre
modernismo, como se denomina a la moda literaria
en boga. Los pelucones, desde el brocal de piedra
de la plaza, discuten a Samain, a Mallarmé, a Rimbaud; comentan el último traje de Guillén, la silueta impecable de Rosa Blanca Destruge, el aire lánguido y perverso de Carmen Rosa Sánchez, el soneto reciente de Noboa. Los cantos de Maldoror, del
desgarrado Lautreamont, es su breviario de horas.
Pronto surge el comentarista literario y animador
del latente movimiento en la persona de un provinciano de apariencia borrosa y descuidada; se llama
Isaac Barrera y sostiene correspondencia regular
con Valdelomar y Eguren, más tarde pilotos de Colónida en el Perú. Nace el propósito de editar una
revista que recoja la naciente inquietud artística y la
encauce. Barrea y un librero Paredes dan forma a
ese proyecto, y es así como aparece el primer número de Letras, nido legítimo de estos pichones de
Verlaine. Todavía se hace arte sin finalidades oblicuas ni intenciones enmascaradas. Por el solo placer —muchas veces— de recibir el espaldarazo de
vate con derecho a llevar largas melenas y sombreros de ala arriscadas. Para que su presencia cause
un sensacional revuelo en los balcones y provoque
el cólera de los tenorios de esquina. En tanto, por la
ciudad, desfilan diariamente los pantalones pequeños cuadritos blanco y negro, el gabán verde-musgo con crisantemo en la solapa y las polainas color
patito del “cuco” Madrid. César Arroyo exhibe por
las calles su enorme risa de tiburón y su alma de
cordero pascual. Jarbas Loreti da Silva Lima, con
impecable levita gris y clavel rojo, compone rondós
para la cabritinha. Amanecen las calles empapeladas de carteles vivando al anarquista Ferrer, que
han pegado furtivamente Alejandro Mancheno y su
cuadrilla de salteadores de campanario. Bonifacio
Muñoz se dedica a la tarea de arruinarse, en la más
olvidada y heroica tentativa de difundir cultura…
En una ciudad de bodegones y garitos repletos…
Fuente: El perfil de la quimera. Colección Básica de Escritores Ecuatorianos. Quito, páginas 101-105.
Benjamín Carrión (1897-199 )
Nació en la ciudad de Loja. La atmósfera hogareña le fue propicia para el destino
cultural en que se han resuelto los mejores
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años de su existencia. Al padre y los hermanos les animaba un denuedo común: el literario. Era como si entre ellos hubiera habido no
sólo el concierto de voluntades, sino un alianza tácita de vocaciones y de talentos de igual
naturaleza. Podría asegurarse que, de ese modo, el ejercicio intelectual vino a serle en doble sentido “familiar”
Los estudios los hizo en Loja. Y después en Quito. Aquí se doctoró en leyes, en la
Universidad Central. Sus primeros afanes de
escritor no pasaron entonces desapercibidos.
Se expresaba en verso, como otros de sus
compañeros de generación que luego devinieron estudiosos de la ciencia, o contumaces
y prosaicos representantes de alguna profesión. Temprano —hacia 1924, a los 27 años
de edad— la diplomacia le abrió un horizonte generoso, de veras significativo para su formación, para sus contactos, para la absorción
del plural espíritu extranjero. Se le nombró
cónsul en el Havre. Sus amigos, mal resignados con el ambiente de su pequeña ciudad,
adormilada en el fondo del cascarón melancólico de las montañas, sintieron como propios los versos con los que Jorge Carrera dio
la despedida al feliz viajero:
“Rebosa ya el humano vaso de su deseo:
va a salir de esta tierra. La luz de otras ciudades
le va a limpiar, por fin, la niebla de los ojos.
El aire de su pecho se va a llenar de otro aire.
En un barco cargado de cajas y toneles
con patojos letreros, hará su primer viaje.
Verá el beodo mar, los puertos tumultuosos
y las mil chimeneas de Marsella y El Havre”.
La permanencia europea fue de algunos años. Benjamín Carrión había superado
ya, seguramente, el período de los deslumbramientos pasajeros. Tenía dentro de sí un sedimento de muchas lecturas. No se olvide que
algo que ha caracterizado su larga existencia
ha sido su avidez de lector. De modo que su
301
conciencia se vio pronto imantada por las
tendencias estéticas de aquella hora, y naturalmente por los prestigios de algunas figuras
que ocupaban la escena literaria de Europa.
Pero más que a españoles e hispanoamericano debió la orientación de sus juicios y de sus
gustos a los franceses, que adoctrinaban conceptual y artísticamente a muchos espíritus de
entonces. Por ello, si en verdad empezaba a
tratar ya los temas de la cultura de nuestro
continente, sus razonamientos críticos y sus
referencias no dejaban de iluminarse con la
entusiasta asimilación de las letras de Francia.
Hay rastros de eso no sólo en sus primeras
obras. Puede decirse que el galicismo mental
que fue advertido en la generación modernista persistió todavía en Carrión. Uno de los
elementos caracterizadores de su personalidad fue el de su placiente disposición hacia
los atributos culturales franceses.
Otra hebra fuerte en el haz de su conciencia ha sido, desde luego, la de lo hispanoamericano. Relaciones, estudios, lecturas
de autores de este amplio sector de la lengua
castellana le han mantenido en actitud de curiosidad frente a los movimientos intelectuales de todo el continente. En igual proporción
lo ha desvelado, y ha ido requiriéndole mutaciones cada vez mas radicales, la embestida
de los problemas sociales y de los violentos
trastornos políticos de los últimos años.
Considerando el período histórico en
que se fue entretejiendo el estambre de su carácter de escritor, es explicable su fervor hacia
lo prominente de la literatura francesa: Proust,
Gide, Duhamel, a quienes nombra con alguna
asiduidad. Y lo es también su intento de sondear las reconditeces de la realidad hispanoamericana y nacional mediante los arbitrios del
ensayo crítico, biográfico, histórico, o los de
eventuales aunque enardecidas páginas, políticas. Igual lo hicieron, por los mismos años,
José Carlos Mariátegui. Luis Alberto Sánchez,
302
GALO RENÉ PÉREZ
Mariano Picón-Salas, Daniel Cosío Villegas,
Jorge Mañach, ensayistas del Perú, Venezuela,
México y Cuba.
Para juzgar su producción de escritor
es indispensable que se recuerde que la personalidad de Carrión ha vivido permanentemente entregada a los desvelos a que aquélla
obliga, y que le han llevado por los caminos
de los más varios géneros. Comenzó pulsando el verso, allá por los distantes años veinte.
De ese amor pasajero no quedó sino el rastro,
casi perdido, de cierto trémolo lírico en algunas de sus abundantes páginas. Su primer libro, en cambio, plantó la bandera que habría
de ser la de su predilección, con los colores
de un estilo ya propio, en los campos del ensayo. El título con que fue editado, de “Los
creadores de la nueva América”, se refería a
escritores a quienes este continente ha debido
mucho, por sus atisbaduras sociológicas, por
el despellejamiento de problemas que en
buena parte nos son comunes, por la arrogancia literaria para acomodar los primores de su
lengua a un idealismo y una realidad característicamente hispanoamericanos: José Vasconcelos, Manuel Ugarte, Francisco García Calderón, Alcides Arguedas. El ojo discernidor
del ensayista puede asegurarse que fue certero. Sus figuras no han desaparecido aún del
horizonte cultural de estas naciones.
Un año después reclamó el autor la
atención desde otro ángulo: el de la novela.
Editó “El desencanto de Miguel García”. Y,
muy posteriormente, arrostraría los azares de
la misma imprevisible aventura, lanzando su
voluminosa narración de “Por qué Jesús no
vuelve”. Fue ello en 1963. Injusto sería desconocer la soltura con la que se sabe relatar. Pero en su caso ha ocurrido lo que en muchos
otros: el ensayista ha asumido una presencia
omnímoda, ensombreciendo o desplazando
al pretenso narrador.
Otro de los géneros abordados por
Benjamín Carrión es el de la biografía. En
1932 publicó, en México, “Atahuallpa”. En
1954, en la Casa de la Cultura Ecuatoriana,
Quito, “San Miguel de Unamuno”. En 1956,
en la misma editorial, “Santa Gabriela Mistral”. En 1959, en México, “García Moreno, el
santo del patíbulo”.
Algunos consideran a “Atahuallpa” su
obra fundamental. Parece que Carrión la estima también en grado mayor que a sus otras
producciones. La ha visto editarse varias veces. Para escribirla conjuntó las informaciones de la “Historia General de la República
del Ecuador”, de Federico González Suárez;
de los “Comentarios reales”, de Garcilaso de
la Vega el Inca, y de algunas de las principales “Crónicas de Indias”. Con todo ese material se propuso no solo dar animación a la figura de “Atahuallpa”, sino especialmente vindicar nuestra grandeza histórica, mostrándola
erguida sobre un asiento sólido como antiguo,
el del imperio precolombino.
Pone el autor en su libro una introducción sociológica que deja admirar su juicio
sobre la historia del hombre. Explica la asimilación española del cristianismo, que las recias milicias de la conquista del Nuevo Mundo convirtieron en el instrumento de su dominación total. Eso es verdad. Tanto en el norte,
frente a los aztecas, la conciencia cultivada y
renacentista de Hernán Cortés, como en el
sur, frente a los incas, la grosera mentalidad
de Francisco Pizarro, convergieron hacia un
mismo punto: el hace expíar a los indios su
inocente falta de fe en un dios que éstos no
conocieron. Había el trágico precedente de
las guerras de religión y de las contiendas del
más crudo fanatismo. Civilizar y cristianar
fueron dos categorías conceptuales que los
conquistadores transfundieron en una sola,
como estímulo de lo que socavaron y destru-
LITERATURA DEL ECUADOR
yeron, pero también de lo que afirmaron y
construyeron.
En un rápido despliegue de razonamiento, sirviéndose de las mismas páginas introductorias, Carrión muestra la política de
aglutinación de los incas, con el corolario del
vastísimo imperio de Tahuantin-suyo. Y, de
modo perspicaz, llega a advertir que también
sus propias fuerzas teocráticas determinaron a
la postre la disgregación nacional, produciendo la “bicefalia política” de Atahuallpa y
Huáscar. Muy poco después vino el colapso
definitivo, en Cajamarca.
Siguen inmediatamente los pocos capítulos de la obra. Son ellos un recuento animado de los episodios más conocidos de
Huayna-Cápac y Atahuallpa. Una onda de reflexiones sociológicas circula por entre el curso de su narración. Pero el lector quisiera, tal
vez, un poco más de intensidad dramática. O
de morosidad en el detalle de algunas escenas
importantes, como la de la prisión, caída y
ajusticiamiento del monarca quiteño. Es claro
que resultaba difícil conseguir que Atahuallpa
tuviera una forma algo más palpable; que se
moviera con mayor vitalidad; que hablara
desde una proximidad más auténticamente
humana. Esto último tampoco lo consiguieron
otros autores en casos parecidos: Zorrilla de
San Martín, con su Tabaré, héroe indio de un
brillante poema novelesco; Manuel de Jesús
Galván, con su Enriquillo, cacique de una novela histórica relacionada con la conquista.
Ambos protagonistas no pudieron expresarse
sino a través de cierta artificiosa condición de
mestizos: el primero, por razones del cruce de
sangres; el segundo por influencias de la educación y la cultura hispánicas.
Con respecto al “Atahuallpa” de Carrión, por las consideraciones que aquí se han
puntualizado, no sería injusto afirmar que
participa más de la historia que de la biografía.
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Y entre esa obra y “El cuento de la patria”, que apareció en 1967, hay una acentuada semejanza de familia. Los mismos atributos de veloces miradas sobre la historia nacional, y también las mismas características de
brevedad, de tendencia alusiva y elusiva,
conjugan a los dos libros, en forma evidente.
En “El cuento de la patria” hay una confesada
inclinación al mito y a la leyenda, vertederos
para la interpretación de la vida de los pueblos. Carrión vuelve hacia ellos su curiosidad
y su fe. Y, en medio de tales afanes, pone una
subraya de admiración en las páginas histórico-novelescas del Padre Juan de Velasco.
Util será aclarar, en estas referencias a
las páginas retrospectivas y biográficas de Carrión, que ni “Santa Gabriela Mistral” ni “San
Miguel de Unamuno” pertenecen al género
de las “vidas”. Son ellos estudios de otro carácter, en que no deja de haber observaciones
y testimonios personales de interés. Cada uno
preside un volumen de ensayos de temas variados y de diferente extensión. El autor los
concibió como una exaltación de los “santos
del espíritu”. Iguales ideas se pudieron ya advertir en el escritor español Antonio Machado, de la célebre Generación del 98, cuando
recomendaba su propio santoral laico.
“El santo del patíbulo” está, ése sí,
aparte. Es la biografía del autócrata ecuatoriano Gabriel García Moreno. Para hacer que este se animara en la escena pública de su tiempo, con el espontáneo desembarazo de lo que
está vivo, el autor lo rescata no de la papelería procelosa o beligerante del antigarcianismo, sino del epistolario del dictador y de los
documentos –según el mismo lo aclara— de
historiadores imparciales o de simpatizantes
confesos de su obra de gobierno. Pero el afán
explícito de Carrión es verter en tales páginas
su propia pasión antigarciana. Cumplir un
compromiso con la intelectualidad de este
continente, “creando frentes de lucha me-
304
GALO RENÉ PÉREZ
diante libros biográficos de los tiranos, curando por el ejemplo al revés”. Nada hay más
concreto que su propia definición. No es —
dice— “un libro de investigación. Es de síntesis, de historia interpretativa. Libro de opinión
y de pasión”.
Es de suponer que la urgencia de la
edición no le permitió revisarla con el celo indispensable. Otro hubiera sido el resultado
con una decantación más cuidadosa del material informativo, y del estilo mismo. Hay fallas notorias, y negligencias de forma que parecen inexplicables por proceder de un escritor experimentado, y por hacer contraste con
capítulos bien realizados, como el del “Epílogo trágico”: del martirio de los conjurados en
el asesinato de García Moreno.
Por fin, la producción de este autor
abarca un buen número de escritos panfletarios —ejemplo de ello, sus “Cartas al Ecuador”— y de ensayos de críticas y exégesis de
antologías del país. Recuérdense el “Indice de
la poesía ecuatoriana contemporánea”, de
1937, y “El nuevo relato ecuatoriano”, de
1950-51.
Todo esto significa que Benjamín Carrión ha ido buscando en el discurso de medio
siglo, la figura del prosista. Y, en el conjunto
de ella, el relieve más visible y más constante
ha sido el del escritor de ensayos. Precisamente a ese género pertenece uno de sus libros
mejores en el orden formal: “Mapa de América”. Está constituido por seis estudios: Teresa
de la Parra, Pablo Palacio, Jaime Torres Bodet,
Vizconde de Lascano Tegui, Sabat Ercasty y José Carlos Mariátegui. La congregación de estos nombres resulta bastante heteróclita. Casi
no hay un denominador común que los asocie
entre sí. Ni siquiera el del campo de creación
que han cultivado. El mismo Benjamín Carrión, no sin “bendecir la voluntad del gusto”,
aclara que no se ha dejado esclavizar por ningún sistema de selección. Ha querido que
simplemente funcionara aquello que Ortega
llamaba la máquina individual de preferir. La
caprichosa conjunción de estas páginas viene
pues a atestiguar que “la preferencia, más bien
intuitiva, es del orden de la sensibilidad, del
orden del gusto”. Pero la disimilitud de los escritores que ha elegido establece también una
diferente jerarquía de valor y de interés entre
sus estudios. El destinado al Vizconde Lascano Tegui es el menos recomendable de ellos:
ese Lascano es autor argentino a quien, ahora,
no se le conoce ni en su patria. Carrión se sintió atraído, más bien, por ciertas originalidades de carácter de tal personalidad, a la que
trató en sus años de París. Tampoco es un ensayo de verdadera penetración crítica el relacionado con la obra —ella sí admirable— de
José Carlos Mariátegui. Prefirió el autor concentrar lo mejor de sus atributos de exposición
en la apología de la fe, del ardor, de la elocuencia franca y viril, del gran sociólogo y crítico peruano, mediante una referencia general
a sus páginas.
Lo de veras esencial del “Mapa de
América” hay que encontrarlo, para una disfrute del juicio de las amplitudes de enfoques,
en los ensayos sobre Jaime Torres Bodet, Carlos Sabat Ercasty, Teresa de la Parra y Pablo
Palacio.
José Carlos Mariategui (fragmento)
Nutrido de occidentalidad, dueño de
una cultura ritmando con todos los toques de
avanzada del pensamiento europeo, José Carlos Mariátegui representa una fuerza de crítica y construcción, de acción y sugerencia, de
apostolado y de batalla que hacen de él, incontestablemente, uno de los jefes espirituales de la América moderna en la lucha por desentrañar la auténtica realidad de nuestros
pueblos y construir su personalidad, estructurarlos para la vida política, económica y so-
LITERATURA DEL ECUADOR
cial, de acuerdo con su ideal y su verdad.
No hacen falta especiales dones de
previsión para afirmar que su ideología, vigorosa, nerviosa, apasionada, ha de cavar surco
profundo en el devenir político y social de
Hispanoamérica —a la que yo me resistiré
siempre a llamar Indoamérica, como el mismo Mariátegui la llama, y menos aún esa barbaridad moral, histórica y gramatical de indolatinia, que por snobismo inexcusable, propio
de malas revistillas de vanguardia, fue llevado
a la nueva Constitución del Ecuador.
El secreto de Mariátegui: no es el catedrático dogmatizante —en cátedra de pedantería puede ser convertido el periódico, el folleto, el libro— que, armado de citas de primera o segunda mano, como antes se armaban los dómines de una jerga, nos ataca con
teorías trasplantadas, expuestas sin claridad ni
belleza, a pesar de los consejos de Rodó, que
es uno de los que más vandálicamente se saquea y se cita; no es el moralista baboso, que
para decir vulgaridades adopta aires de evangelizador; no es el expositor frío de sistemas y
tesis, que esconde bajo la capa barata de la
serenidad, su espíritu infecundo; no es el romántico luchador elocuente ni el lírico glosador de utopías: fauna toda esta que puebla los
países hispanoamericanos, enfermos de leaderismo y de politiquería, enamorados del
mitin y de la plaza pública. José Carlos Mariátegui —aun cuando él mismo parece sostener
lo contrario— estructura en forma orgánica
sus campañas ideológicas, sin llegar al uso
del papel de embalaje de la sistematización
lógica, que las momificaría; es natural: Mariátegui, antes de lanzarse a la acción, se ha
constituido reciamente a sí mismo en la vigilia porfiada con el libro y el dato, y en la directa observación de la tierra, de los hombres
de los pueblos. José Carlos Mariátegui, a su
potencia excepcional de ver claro y hondo
une la gran virtud de los hombres de lucha, de
305
todos los hombres, simplemente: el don de
apasionarse. Y convencido de la suma grandeza de ese don, no trata de envolverlo en femeninos circunloquios de serenidad, de imparcialidad, de mesure. El lo advierte críticamente en sí mismo, y lo proclama.
Preciso es no confundir la pasión con
la violencia. Detesto esta última como un resabio felino, como una supervivencia del bruto que veinte siglos de Cristo, de domesticación por las artes y por la cultural, han tratado de exterminar en el hombre. Detesto la
violencia. Pero amo en cambio la pasión, que
es el resumen de las superioridades humanas:
Fe, Esperanza, Amor.
La imparcialidad, la calma, la mesure,
son virtudes admirables y útiles en pueblos fatigados de historia, que han llegado ya, con su
carga de gloria y de experiencia; como Francia, por ejemplo, cuyo sistema orgánico se
basa en las clases medias, en la pequeña burguesía ahorradora, hacendosa y limitada. Un
príncipe hindú, que había aprendido a amar
en los libros y en la Historia esta igualdad discreta de Francia, visitó encantando, de un extremo a otro, toda las suaves y dulces comarcas de la nación-jardín. Y al sentir la delicia
apacible y sedante de este paisaje peinado y
matizado, sin la accidentación catastrófica y
brutal de los Andes y de los Himalayas, declaró comprenderlo y explicárselo todo: los
hombres, ni grandes ni pequeños, ni morenos
ni rubios; la libertad andando por las calles; la
claridad; la sagesse. La música de Debussy, la
pintura de Wateau, la lírica de Mallarmé.
Nuestra América necesita, digo mal,
nuestra América, como fruto de su clima, debe producir hombres de pasión, porque se encuentra en un período de choque, de desentrañamiento, de desbroce. Quienes sueñan
para este instante de los pueblos hispanoamericanos con los Coolidge o los Hoover de encargo —como se encarga un Ford o un W.
306
GALO RENÉ PÉREZ
C.— están en el más grande error. Esos hombres vendrán, si es que en ninguna época son
siquiera deseables, cuando nos hayamos hundido en el embrutecimiento de la materia y la
máquina, cuando el valor hombre se haya
igualado al valor hierro o petróleo en la misma utilidad como materia prima. Cuando, según la dura expresión de Duhamel, los yanquis hayan inventado el buey de trabajo, la
vaca lechera, la gallina que pone todo el año
y el puerco especializado en dar manteca…
Necesitamos hombres apasionados, no
violentos. Entre nosotros, la pasión es Bolívar,
es Sarmiento, es García Moreno, es González
Prada, es Montalvo, es Vasconcelos. La violencia es Rosas, es Guzmán Blanco, son todos
los panfletarios y todos los tiranos que, en el
balance gubernamental y literario de los países de América, se encuentran en incontestable mayoría.
Fuente “Mapa de América”. Colección Básica de Escritores Ecuatorianos. Páginas 133-136
Alejandro Carrión (1915-199…)
Nació en la ciudad de Loja. La escuela, cursada bajo la dirección de los Hermanos
Cristianos, le dejó impresiones afectivas como
de conciencia que llegaron a generar los episodios y caracteres humanos de uno de sus
primeros pero más atractivos libros de narración: “La manzana dañada”. En la plenitud
episódica de esos cuentos, en los que ya se
descubre un atributo muy suyo, el de una
fluencia expresiva llena de frío por lo caudalosa, transparece la figura imperecedera del
niño, que se defiende de los cambios y las
mellas del tiempo en la personalidad de todo
hombre. Con esa limpidez característica de
las revelaciones infantiles, pero, además con
un cabrilleo de ironía que se proyecta de la
pluma del escritor maduro sin perjudicar la
autenticidad vital de la transposición del pa-
sado, Alejandro Carrión ha animado la atmósfera de los juegos y los temores, de las admoniciones severas y el golpe de las chascas disciplinarias, del rumor colectivo de las sotanas, las prácticas devotas y las lecciones de
esos sus años escolares con los Hermanos
Cristianos.
Entre los colegios Bernardo Valdivieso,
de Loja, y Mejía, de Quito, corrieron sus años
de enseñanza media. Allí se hicieron ya notar,
en esa fraternidad de las aulas que tantas discrepancias advenedizas han ido destruyendo
después, la agudeza de su talento y los impulsos del que tiene que convertirse en un escritor constante, en un escritor vocacional. En el
ambiente universitario de Quito, en que cumplió su carrera del derecho, fue cobrando dimensiones mayores su aptitud literaria. Y, así,
pronto se irguió, ya entera, su personalidad de
poeta, narrador y periodista.
Varios son sus libros dentro de la lírica:
“Luz del nuevo paisaje” (1937), “Poesía de la
soledad y el deseo” (1934-1939), “Agonía del
árbol y la sangre” (1948). E igualmente, sus
poemarios breves: “¡Aquí, España nuestra!”,
“Tiniebla”, “La noche oscura”, “Cuaderno de
canciones”. Algunos de ellos han sido editados lejos del país. Además, parte de su producción en verso ha sido traducida al inglés,
por Dudley Fitts y Francis St. John, para aparecer en la antología de “Five young American poets”, publicada en 1944 en Norfolk,
Connecticut.
Más de un crítico, de los que han tornado la mirada especialmente hacia la poesía
de este autor, ha aludido a condiciones enigmáticas, a escamoteos verbales de linaje simbolista, a sesgos difíciles de un lenguaje desconceptual e inconexo, como características
de aquélla. Pero nada es menos cierto que
eso. Porque la lírica de Carrión es precisamente lo contrario. Tan lógica y coherente se
nos ofrece, en efecto; tan articulada de ideas,
LITERATURA DEL ECUADOR
tan airosa en su desenvoltura expresiva, que
parece venir de lejanos manaderos clásicos, o
de una conciencia que tiene la pestaña levantada, en actitud vigilante, sobre el fresco impulso de lo puramente lírico. Ni audaces
amagos contra la estructura del verso, ni rebuscadas complejidades metafóricas, ni sondeos subconscientes o metafísicos, y peor la
insuficiencia o el desaliño formal de los incapaces, pueden sentarse, en verdad, en ninguna cuenta que cualquier juicio ponderado establezca alrededor de la obra poética de Carrión.
Emociones e ideas convergen, en rica
simultaneidad, como dos caudales transparentes que al encontrarse dilatan el cauce de
las expresiones, ya por sí mismo ancho y expedito. Casi todos sus poemas, por eso, le han
reclamado el verso amplio, multisilábico, de
sosegados ritmos. El autor no afloja ni corta
en ningún momento esa hebra emotiva y conceptual, sea cualquiera su tema: el amor, o la
soledad, o los movimientos interiores y secretos de la existencia del hombre, o la grave
persuasión de la muerte segura, o la descripción de los entes naturales, o las desilusiones
infinitamente eslabonadas del trabajador y el
campesino.
En lo que concierne a las narraciones
de Alejandro Carrión, aparte de la prueba de
talento que ha sido señalada en las anteriores
referencias a “La manzana dañada”, es justo
reconocer el inteligente esfuerzo que aquél ha
concentrado en “La espina” (1959), novela en
la que el desarrollo temático y el análisis psicológico del protagonista —hombre desgarrado por desazones y conflictos, pero sobre todo por sentimientos de culpa y de soledad—
permiten ver la orientación del autor dentro
del nuevo movimiento novelístico hispanoamericano, marcado por preferencias introspectivas. Esta obra fue recomendada en un
concurso de la Editorial Losada, de Buenos
307
Aires, pero ha sido también, por otro lado, el
blanco de reparos de la crítica (Anderson Imbert, por ejemplo, encuentra que en ella “el
tema de la soledad está tratado con un negro
desorden”).
Algo es evidente, y no sólo en la prosa
de sus cuentos y de su novela, sino también
en la de sus crónicas: la soltura narrativa. Carrión anda un camino sin tropiezos, sabiendo
claramente a dónde se dirige. Y lo hace con
tanto desenfado y agilidad —y con tanto placer en los sutiles sesgos de la ironía—, que no
deja percibir en su trayecto ni el esfuerzo ni el
desfallecimiento. Por eso, quizás, ha mostrado buenos atributos para el periodismo. Libre
de adiposidades verbales, y dinámico, aparece este género en los centenares de artículos
que ha escrito. Su gusto narrativo se enlaza
hábilmente con el eje mismo de algunos de
ellos, mediante la relación de anécdotas, convocadas oportunamente por el despliegue de
los asuntos. Ello, precisamente, es el denominador común —y acaso la nota eminente—
de sus páginas tituladas con expresiva malicia
“La otra historia”.
El periodismo de Alejandro Carrión ha
sido extenso. Porque lo ha ejercido desde los
años de su adolescencia. Y a través de diarios
y revistas: “La Tierra”, “El Comercio”, “Ultimas Noticias” y “El Sol”, de Quito; “El Universo”, de Guayaquil; “El tiempo”, de Bogotá,
y la revista “La Calle”, fundada por él mismo
en 1956. Entre las procelas de esa constante
pero agitada producción se difundió especialmente, explayando hacia los límites de una
evidente popularidad su seudónimo de Juan
sin Cielo, la larga serie de crónicas de “Esta
vida de Quito”, publicadas en el diario “El
Universo”. Todo lo ha huroneado su pluma de
periodista: vidas históricas, actividad pública,
anecdotario de otros tiempos, o de grupos intelectuales del presente, problemas sociales
del país. Y los puntos de esa pluma han sido
308
GALO RENÉ PÉREZ
tan agudos y penetrantes que a veces han corrido como sobre la sangre misma de los temas, produciendo heridas y dolor en unos
cuantos personajes. En buena parte su periodismo ha sido de contienda, con toda esa reciedumbre que por momentos enceguece, y
torna descontrolado e injusto el impulso de la
mano del sagitario. Los que hemos profesado
aquel tipo de literatura, tratando de que la
pluma no caiga en los desfallecimientos de
una transigencia cobarde, ni se descubra convicta de envidias, rencores o cualquiera pasión mezquina, sabemos cuánto hay de heroico y fecundo en una beligerancia periodística
consciente. Quizás una similar vocación del
combate enzarzó a Alejandro Carrión y al autor de estas líneas en un duelo, felizmente pasajero.
El periodismo propiamente político de
Carrión ha sido el de un escritor enfrentado a
la demagogia, a la negación de las libertades
y a las tendencias y conducta pública de ciertas facciones conservadoras y fascistas. La
desfiguración tremenda de ciertos apellidos,
el uso cáustico del anagrama y algunos de los
giros de su lenguaje polémico dejan ver a las
claras su fuente montalvina.
Varias de las crónicas de “La otra historia”, de las que se ha tomado esta selección,
se publicaron en la prensa ecuatoriana. Tienen ellas mucho poder de sugestión. Están escritas en un estilo móvil, que lleva al alma del
lector, como afinándola y urgiéndola, por sobre los coloridos campos de su temática. Se
siente que se hace un vuelo rápido, con la pupila ansiosa de deslumbramiento y revelaciones, sobre los horizontes del pasado y los episodios de muchas vidas que han afirmado los
trazos de la fisonomía nacional.
“Ataguallpa y las gallinas” (Fragmento)
Mi sabiduría, como la de todos los sabios, procede de la sabiduría de otros sabios,
y así hasta nuestro venerable multitatarabuelo
Adán, cuya sabiduría venía de Dios. La mía,
en este asunto, procede de la del doctor Pío
Jaramillo Alvarado en forma directa, y la de él
viene, directamente también, de la del doctor
Horacio Urteaga, historiador limeño, quien
trató el problema hasta agotarlo en su monografía titulada “¿Atahuallpa?”. Dicho esto en
descargo de mi conciencia, vamos adelante
con las interpretaciones que se han dado, las
peregrinas y las no tanto, hasta llegar a la bienaventurada certidumbre definitiva.
Pedro Cieza de León, en su “Señorío
de los Incas” capítulo LXVI, después de regar
la infundada especie de que Ataguallpa había
nacido en el Cusco (infundio que fue hecho
añicos por Garcilaso Inca de la Vega, sobrino
del último gran Inca, como nieto que era de
Guáscar), afirma que su nombre venía de gallina, porque “comía tal ave en el plato de los
guerreros, con quienes anduvo desde su niñez”. A base de este despropósito, los Muy
Reverendos Padres Redentoristas, de cuyas almas se apiade el Señor en el momento en que
lo juzgue oportuno, confeccionaron en su
“Diccionario Quichua” una etimología que
indica en forma maestra el extremo grado de
confusión al que es susceptible de llegar una
mente: “Hualpa: gallina; Ataguallpa, gallina;
Urco-atahuallpa: gallo” y luego, como significado subsidiario: “Hualpa-huayna: joven esforzado”.
Es probable que toda esta confusión ridícula infernal venga de una anécdota contada por Joan de la Santa Cruz Pachacútec, el
cronista indio, que en sus “Tres relaciones de
las antigüedades peruanas”, dice: “Al fin, el
Ataoguallpa preso en la cárcel, y oye cantar el
gallo y el Ataoguallpa dice: “Hasta las aves saben mi nombre de Ataoguallpa”. Pero si de ahí
venía, si eran tan ingenuos como para creer
que el Inca, al decir que hasta las aves sabían
su nombre, había dicho que el significado del
LITERATURA DEL ECUADOR
suyo era el nombre del ave que cantaba, debió decirse que significaba “gallo” y no “gallina”. Esta confusión llegó a conocimiento de
don Fermín Cevallos, quien, de una vez por
todas, la llevó a su extremo límite escribiendo:
“Huayna Cápac tuvo en Pacha, su cuarta mujer, reina de Quito, un hijo llamado Atahualpa, que significa “gran pava” o “pavón”. (Historia del Ecuador, Tomo I, Cap. II).
El haber cambiado el doctor Cevallos
la “gallina” de Cieza de León en “gran pava o
pavón”, se basa en que nuestro historiador estaba enterado de que los indios no conocían
ni al gallo ni a su estimable consorte la gallina, ya que estos exquisitos alimentos del
hombre fueron importados por los españoles,
razón por la cual jamás pudieron los Incas llamar con su nombre al príncipe, ni tener en su
idioma una palabra para designarlos; y por
eso imaginó que lo correcto sería darle el
nombre de una gallinácea que existía silvestre
en América antes de que vengan los españoles, que es la que actualmente los campesinos
dicen “sacha pava”, o sea falsa pava o pava
salvaje, como diríamos nosotros. Pero como
le repugnaba el que a un príncipe, destinado
a ser un guerrero, se lo haya nombrado como
a la hembra de una tímida especie gallinácea,
queriendo mejorar la cosa en lo posible, introdujo lo de “gran pava” y, mejor aún, “pavón”. Mas todo esto es un solemne disparate,
que viene de no haber entendido Cieza de
León la anécdota contada por Santa Cruz Pachacútec, si es que lo leyó, o de la tonta desfiguración y tergiversación de la anécdota, pasada de labio a labio hasta llegar a sus oídos.
Y esa anécdota dice, simple y llanamente, que al oír Ataguallpa cantar un gallo
en Cajamarca, imaginó que su canto, que nosotros entendemos decir “quiquiriquí” o “cocoricó”, decía “Ataguallpa”. De allí a salir cotorreando, como Cieza de León, que Ataguallpa quiere decir gallina hay la misma distancia
309
que de aquí a Macara. Los Incas llamaban a
sus príncipes con nombres solemnes y grandiosos, como era lógico, como debían de ser
los nombres de los todopoderosos hijos del
sol. Jamás podían llamar gallina a un hijo suyo, menos antes de que las gallinas descubrieran América.
El nombre, según el acertado análisis
del doctor Horacio Urteaga, procede de las
partículas “Atau” y “Allpaman” que, conforme a la índole del idioma, que es aglutinante,
fundiéndose en el habla cotidiana, dan “Ataguallpa”: fusión que está autorizada por las
leyes del quichua, según se puede ver en la
primera y aún no superada gramática del habla de los “runas”, que debemos al sabio lingüista colonial Fray Domingo de Santo Tomás. Ahora bien, ¿qué significan esas partículas, “Atau” y “Allpaman”?
Son un sustantivo y un verbo, acompañados de una desinencia de conjugación.
“Atau” significa “dicha y ventura en la guerra”. “Allpaman” es el verbo luchar, con la desinencia “man” correspondiente al tiempo
conjugado. Así está en el Diccionario Quichua del P. Honorio Mossi. Además, el Dr. Urteaga encuentra una autoridad de gran calibre: Anello Oliva, el autor de la “Historia del
Perú”, quien traduce “Atau”, nombre del padre de Manco Cápac, por “feliz, dichoso”.
El P. Mossi es una autoridad superior a
Cieza de León, quien nunca consiguió aprender el quichua. El P. Mossi, en cambio, lo dominó totalmente y, como don Juan León Mera, se enamoró de él. Tanto, que en 1860 publicó en Cochabamba un libro titulado “Ensayo sobe las excelencias del idioma quichua”,
que compite con el “Elogio de la lengua quichua” con el que comienza don Juan León su
“Ojeada histórico-crítica de la poesía ecuatoriana”, base angular de la historia de nuestra
literatura. Creámosle, pues, al P. Mossi y
aceptemos la interpretación del Dr. Urteaga,
310
GALO RENÉ PÉREZ
que está acorde con la sana razón y con la
pompa y gala de los solemnes y poéticos
nombres imperiales.
Ataguallpa significa, pues, “el vencedor dichoso”. Su nombre, lleno de vitalidad y
poderío, fue verdadero espejo de su egregio
destino: en las luchas internas del Imperio
venció siempre, dichosamente, y fue Inca a
pesar de no ser hijo de Coya ni haber nacido
en la Ciudad Sagrada. Y no sólo fue Inca, sino
que, derrotando a su hermano Inti Cusi Guallpa, llamado Guáscar (de guasca=collar) por
su afición a los adornos, rectificó el error de
su padre al dividir el Imperio entre sus dos hijos y, al unificarlo bajo su cetro, devolvió al
Taguantinsuyo su tradicional grandeza. Desdichadamente para él, no fue posible que toda la vida fuese “el vencedor dichoso”: llega-
ron los hombres blancos y barbudos, que venían sobre las olas desde el otro lado del mar,
los “güiracochas” (los que flotan como grasa
sobre el agua), que procedían de una civilización militarmente más avanzada y que lo vencieron con las armas nuevas, el arcabuz y el
caballo, como los aliados vencieron a Alemania en la primera guerra mundial con el tanque y como los americanos vencieron al Japón en la segunda con la bomba atómica. El
“vencedor dichoso” no tuvo entonces otra tarea que la muy dura de morir, después de que
sus vencedores, bajo la cristianísima dirección del Padre Valverde, se repartieran su
manto sagrado.
Fuente: Alejandro Carrión, “La otra historia” Editorial Casa
de la Cultura Ecuatoriana. Colección Básica de Escritores
Nº 9. quito, 1976, pp. 13-21.
X.– Antología de las últimas décadas
Enrique Noboa Arízaga (1921-…)
Nació en Cañar. Allí, y en Cuenca,
Guayaquil y Quito ha cursado sus estudios.
En esta última ciudad obtuvo su grado de
Doctor en Jurisprudencia y Ciencias Sociales,
cuya profesión ha ejercido intermitentemente.
No ha radicado definitivamente en ningún lugar, pero la huella de su labor cultural, y preponderantemente de su fecunda vocación de
poeta, ha ido quedando de manera profunda
e imborrable en los principales sitios de su ansioso itinerario. Ha dirigido, o, en otros casos,
ha estimulado la edición de importantes obras
y antologías de las letras ecuatorianas. Ha colaborado en revistas y diarios del país. Pertenece a varios organismos de escritores. Llegó
a presidir la Sección de Literatura de la Casa
de la Cultura Ecuatoriana, en Quito. Ha intervenido, más de una vez, en la vida pública.
Su actividad primordial, que es la de poeta, la
inició en los años de sus estudios universitarios. Para entonces se incorporó, como uno
de sus representantes más brillante, a la generación del Grupo “Madrugada”, fundado en
1944, y sobre cuya significación ha escrito
uno de los estudios más lúcidos y cabales. Su
producción se ha vertido especialmente en el
verso: “Cantos a Lídice” (Epopeya del pueblo
mártir), conmovedora relación lírica de la
destrucción de aquella aldea checoeslovaca
durante la guerra nazi-fascista que nos hace
pensar, por su trágica expresividad, en el famoso mural de Guernica, de Picasso: su difusión por el mundo entero, a través de traducciones inmediatas al inglés, al ruso, al alemán, al polaco, al portugués y al checo, fue
una consecuencia natural de su fuerza poéti-
ca y de su oportunidad. “Orbita de la pupila
iluminada”, “Ambito del amor eterno”, “Imágenes cautivas” y “Biografía Atlántida”, libros
publicados en los años siguientes, demostraron la evolución de Noboa Arizaga hacia un
lirismo quintaesencial, inconfundiblemente
suyo, que se extendió a los más diversos asuntos: la evocación tierna de los años de la infancia; las experiencias amorosas de la juventud; la conciencia dolorosa de un mundo zarandeado por el azar y la confusión, que se
niega a las solicitaciones del hombre radicalmente justo y puro; la descripción cálida, en
pinceladas metafóricas tan exactas como coloridas, de la geografía ecuatoriana y de su
habitante; los problemas de desazón y abandono del hombre europeo, víctima de los crímenes de la guerra. Todo ello deja el testimonio de su abundante caudal emotivo y de un
estilo inmaculado. Noboa Arízaga ha hecho
de su expresión lírica un instrumento musical
cuya melodía no es superficial ni causa fatiga.
Dentro de las nuevas generaciones es el
maestro indiscutible del soneto.
ODISEA POR LA PIEDRA Y EL MAR
(Fragmento)
V.- LA ICONOGRAFIA
Al sur del cinturón ecuatorial, mi pueblo yace
sobre una verde aldea de cereales y espigas.
Trepa la roca andina con la planta descalza
y enciende, por la noche, el farol de los astros.
Mi pequeña ciudad es de niebla y de frío
y sopla un viento enérgico por los lados de agosto.
Este es mi pueblo de corceles y arados,
de valiente trigal condecorado!
312
GALO RENÉ PÉREZ
VI.- EL RETORNO
IX.- LA ESPERANZA
Vengo, entonces, a ti, sustancia del aire y los retornos,
menudo pedazo de arcilla, a devolverme a tu geología,
a tus dioses errantes y su panal de estrellas,
a tu morena estirpe de castigados y vencido,
a tu tola que guarda el perfil de mis muertos.
A ti, oh, liquen! Oh, encabritado río de la infancia!
Oh, barro inmemorial de labradores sumergidos!
Tú, mi pequeña ciudad de niebla, donde anida
el recuerdo como pájaro, guarda
tu eternidad de piedra, el berilo
de las sementeras, tu hostia de soledad, porque tú,
intrépido mármol duradero, en cada campo,
en cada mayo, cuidarás tu rebaño,
como cuido yo y nosotros cuidamos
al hombre resurrecto que, de pronto, nos nace
Mira, entonces, tu repentina mano, rompiendo
las murallas del alba, levantando
tu laurel combatiente, mas allá de los astros,
más allá… donde el tiempo doblega
su cabeza de yedra en las manos de Dios!
VII.- EL PRETERITO
Ayer, en los menudos días del abecedario,
en el ábaco que enfila sus manzanas de colores,
en el lápiz despuntado con los dientes,
en la tiza y el polen de su mínima nieve,
estabas tú, dándome tu rostro, pequeño como un
grano
de trigo. Quise poner la mano en tu piel,
como después, la diestra varonil, en el vientre
de las muchachas y medir tu estatura
y lactar en tus pechos de piedra, empinando
tu dulce pezón de capulí serrano. Hermosa
madre austral de solitaria arcilla, compañera
a través de la noche: por ti la tempestad
amaina sus relámpagos y el duro cielo suelta
su escuadrilla de golondrinas.
VIII.- EL PRESENTE
Ahora, en tu remota luz, los límites del hombre
han crecido y ya son nuestras la aureola de la desolación
y el pañuelo de las despedidas.
Nos vamos, cada vez. Yo, sobre todo,
que escogí el mundo alucinado de la poesía
y llené mis bolsillos con las estrellas
de tu noche. Yo que tengo en el pecho tu corazón
de tierra y salí por los valles
a cantar y gemir. Que conocí el amor
y emigré a prender tu estrella en la frente
de mis hermanos. Ellos están vigilando la muerte
y, sus sombras, al amanecer, rescatan el cadáver
de la rosa, el trigo, la geografía
el geranio y la espiga.
Fuente: Enrique Noboa Arízaga. “Biografía Atlántida”. Editorial Casa de la cultura Ecuatoriana. Quito, 1967; pp. 8890.
Rafael Díaz Icaza (1925-…)
Nació en Guayaquil. Allí mismo cursó
sus estudios. Es egresado de la Escuela de Periodismo de la Universidad. Desde las aulas
reveló su espontánea y rica disposición a la literatura, y simultáneamente su preocupación
por las condiciones aflictivas del pueblo
ecuatoriano, que determinaron su actividad
política y dieron una atmósfera social a casi
todas sus creaciones. Su iniciación, plena de
atributos como pocas, le llevó al disfrute de
éxitos significativos en los comienzos mismos
de su juventud: alcanzó premios nacionales e
internacionales en varios concursos de poesía. Jamás ha abandonado su profesión de escritor, que quizás ha sido muy destacada
dentro de su generación, la del Grupo “Madrugada”. Ella ha encontrado un ambiente
afín, y es cierto modo propicio, en las labores
de la cátedra. Díaz Icaza ha sido Profesor de
Literatura en el Colegio Municipal “César
Borja Lavayen”, de su ciudad nativa, durante
casi veinte años. Además, ha ejercido la Vicerrectoría de aquél. Es miembro de algunos
313
LITERATURA DEL ECUADOR
centros intelectuales. Ha ocupado la presidencia de la Casa de la Cultura, en Guayaquil. Presidió también, por varios lustros, el
Comité de Escritores Ecuatorianos Partidarios
de la Paz, en cuya representación asistió al
Congreso del Desarme y la Cooperación Internacional que se celebró en Estocolmo, en
1958. Sus viajes por Hispanoamérica y Europa han conseguido expandir apreciablemente
el campo de su sensibilidad, que se ha visto
estimulada por un amplio y vario conjunto de
motivos, explícitos en sus poemas y sus cuentos. Sus principales obras son las siguientes:
“Estatuas en el mar”, verso (1946); “Cuaderno
de bitácora”, verso (1949); “Las fieras”, cuentos (1952); “Las llaves de aquel país”, verso
(1954); “Los ángeles errantes”, cuentos
(1958); “El regreso y los sueños”, verso
(1959); “Los rostros del miedo”, novela
(1962); “Botella al mar”, verso (1965); “Los
prisioneros de la noche”, novela (1967). Como puede advertirse, su producción ha abarcado los géneros de la poesía, la narración
breve y la novela. Es uno de los muy contados
autores de los últimos veinte años que han dado su aportación al ya importante movimiento novelesco de este país. Y él lo ha hecho
con una capacidad sobresaliente. Un buen
tacto en el uso de la técnica moderna, un lenguaje de fluencia abundante y dinámica, una
onda constante de lirismo, un conocimiento
seguro de las clases populares del puerto guayaquileño, un despliegue coherente de cuadros y episodios, un hábil sondeo en los estados anímicos (aun en los mas confusos y morbosos), levantan sus novelas a una jerarquía
de veras encomiable. Como poeta es también
harto conocido. Posee un estilo que muestra
rasgos propios, por la vertiente inagotable de
sus temas y emociones, por la fuerza y desenfado de sus versos, entre los que las metáforas
corren con llaneza y eficaz luminosidad.
CARTAS DEL TIEMPO AJENO
I
Ahora te escribo, madre, desde hoy.
Te cuento desde París y desde Nueva York,
desde una choza en Africa
y desde un rascacielos,
unas noticias sobre estas deshora.
Cuando quedó mi padre prisionero,
ciudadano del sueño para siempre,
yo conté mi familia
y salí a completarla por el mundo.
Recibo, desde entonces, todas las puñaladas,
me duele que mi hermano
de más allá del mar
—meridiano de llanto japonés,
paralelo argelino—
halle estroncio en el vaso de su leche.
Cuando regreso, desde ayer, a ti,
te contemplo dormida sobre un tiempo de hierro,
crucificada de luchas y de adioses,
extraviada, porque quieres sí, de esta pelea
para la que tu mano tiene la azucena.
II
Me llamo Jim Nevada o Vadim Poliacovski.
Tú eres mi madre, y tienes
un pequeño pomar en California
o una finca en Ucrania.
Pienso que me recuerdas vestido de labriego,
de militar, de obrero y corredor de bolsa.
Hoy visto un traje de explorador del cielo:
trabajo en una rampa lanzadora de cohetes.
¿Cómo está nuestro hogar en San Francisco?
¿Te sigue haciendo bien
la alegría de Kharkov?
No sabes cuánto quema este cielo de alambre,
si nado en gin secreto
y sé que te hallas sola,
que en este mismo instante puede dolerte el pecho
¿Qué puedo responder, si me pregunta Luisa
cuál es mi profesión?
314
GALO RENÉ PÉREZ
¿Cómo puedo contarle todo el miedo,
toda la incertidumbre de estos días?
Pienso que estás haciendo mi plato preferido
y un pan albo y crujiente nace desde tus manos
y el tío Roger habla de la guerra
y pregunta por mí.
Fuente: Rafael Díaz Icaza. “Botella al mar”. Editorial Universidad de Guayaquil, 1964; pp. 41-42.
Efrain Jara Idrovo(1925-…)
Nació en Cuenca. Allí mismo cursó sus
estudios, hasta graduarse de abogado. Tuvo
una iniciación literaria temprana, por su vehemente consagración a la lectura y un temperamento fácilmente excitado por la belleza
escondida de las nimias cosas cotidianas. Leyó sin duda numerosos versículos de la Biblia,
ricos de imágenes líricas y grávidos de reflexiones sustancialmente tristes. Leyó lo mejor
de la poesía moderna. Acrecentó tenazmente
su patrimonio de cultura, quizás insatisfecho
de los sumarios conocimientos que ofrecen
las aulas. Probó, como algunos de sus compañeros de promoción, el engañoso deleite de
una juventud de bohemia. Pero no renunció,
en ningún caso, al gobierno de una inteligencia que no cesaba de dar robustez a su personalidad, fecunda para las letras y la actividad
docente. Porque Jara Idrovo muestra aquella
dualidad que es tan corriente en los intelectuales del mundo entero, la de escritor y catedrático. En él han sido simultáneas la poesía y
la enseñanza, desde la estación juvenil. Y, por
vocación de veras, no ha desdeñado ni el magisterio primario ni el de colegios. Hace algunos años fue hasta las desamparadas Islas de
Galápagos para ejercer una cátedra. Volvió
más cargado de solidaridad humana y de ternura, más enterado de la difícil realidad del
país, y con el corazón deslumbrado por el
paisaje pluricolor de aquella antigua y enigmática porción insular de su patria. Continuó
escribiendo y profesando la enseñanza. Y lo
ha hecho con prestigio tan consistente —fruto de la amplitud de su saber, de la conciencia de sus obligaciones, de la integridad de su
vocación literaria—, que ha llegado a ocupar
el Decanato de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca y la Presidencia de la Casa de la Cultura, Núcleo del
Azuay. En sus primeros poemas, aparecidos
en 1947, en un breve volumen titulado “Tránsito en la ceniza”, se dejan ya advertir los trazos de sus predilecciones estilísticas e intelectivas, que se han ido asentando sobre el soporte de la sobriedad, conquistada paulatinamente con la madurez. Congojas de índole
metafísica, penetración nerudiana en el tuétano de las cosas materiales, auras nostálgicas
de la atmósfera familiar, imágenes bíblicas de
gracia bucólica, vibraciones eróticas y sentimentales, leves e iluminadas descripciones de
la golondrina, de la espuma, de la nube, del
vino, de la sal o del grillo, conforman el sugestivo mundo poético de Jara Idrovo. En la
etapa de su iniciación, todavía bajo el hechizo de las metáforas, las usa a manos llenas.
Sus versos se cargan de ellas hasta con exceso, sacrificando en cierto modo la onda intelectual que corre, casi imperceptible, por lo
bajo. Pero en algunos momentos halla el justo equilibrio, y nos entrega cuadros líricos
muy hermosos, como los de “Breve semblanza de la golondrina”, “Integración de la nube”, “Tentativa de ingreso en la espuma”, todos de su primer libro. En los posteriores, que
han sido pocos, ha ido conquistando una jerarquía de gran poeta, por el ejemplar dominio del idioma y la técnica de la composición.
BREVE SEMBLANZA DE LA GOLONDRINA
Remera de los cielos, incansable turista,
tu nombre está en la guía frutal de las manzanas
y en la rosada lista de emigrantes de estío.
LITERATURA DEL ECUADOR
Llegas en el balandro azul de primavera,
trayendo un cascabel de vidrio en la garganta.
En la ventana esperan tu cita los geranios.
Nervioso y exaltado parpadeo del alba,
llegas cuando la savia asciende con más ímpetu
por la escala de harina de los viejos olivos.
De la gente aldeana, tú eres el barómetro:
sensible a la imprevista presencia de la lluvia
o al cortejo de grillos que acompaña al invierno.
Cortan tus diminutas tijeras de ceniza
aéreos heliotropos y la hélice del viento.
Tu dardo abre en el aire un túnel de diamante.
Edificas el tibio hoyuelo de tu nido
en las rojas tortugas que fingen los tejados.
Por las tardes practicas el vuelo en escuadrilla.
Minúscula inquilina de torres y campanas,
al caer el crepúsculo se orea en los alambres
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