French Theory

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French Theory
Foucault, Derrida, Deleuze
& Cía. y las mutaciones
de la vida intelectual
en Estados Unidos
François Cusset
traducción de mónica silvia nasi
Introducción. El efecto Sokal
En las tres últimas décadas del siglo xx algunos nombres de pensadores
franceses han adquirido en Estados Unidos un aura reservada hasta entonces a los héroes de la mitología estadounidense o a las estrellas del
show business. Incluso podríamos jugar a calcar el mundo intelectual estadounidense sobre el universo del Western de Hollywood: estos pensadores franceses, a menudo marginados en su país de origen, obtendrían
seguramente los papeles protagonistas. Jacques Derrida podría ser Clint
Eastwood, por sus personajes de pionero solitario, su autoridad indiscutida y su melena de conquistador. Jean Baudrillard no estaría lejos de
pasar por un Gregory Peck, con esa mezcla de bondad y sombría indiferencia, además de su común habilidad para aparecer donde menos se les
espera. Jacques Lacan representaría a un Robert Mitchum irascible, en
razón de su común inclinación por el gesto criminal y su incorregible
ironía. Gilles Deleuze y Félix Guattari, más que los Spaghetti Westerns de
Terence Hill y Bud Spencer, evocarían al dúo hirsuto, exhausto pero sublime, de Paul Newman y Robert Redford en Dos hombres y un destino. Y
sobrarían motivos para ver en Michel Foucault a un Steve McQueen imprevisible, por su conocimiento de la cárcel, su risa inquietante y su independencia de francotirador, figurando a la cabeza de tamaño reparto
como el favorito del público. Tampoco habría que olvidar a Jean-François Lyotard como Jack Palance, por su alma burilada, a Louis Althusser
como James Stewart, por su silueta melancólica y, con respecto a las mujeres, a Julia Kristeva como Meryl Streep, madre coraje o hermana de
exilio, y a Hélène Cixous como Faye Dunaway, feminidad exenta de
todo modelo. Un Western improbable, en el que los decorados se transformarían en personajes, la astucia de los Indios les daría la victoria, y a
donde jamás llegaría la sudorosa caballería.
Y es que, efectivamente, desde la música electrónica hasta las comu-
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nidades de internautas, desde el arte conceptual hasta el cine para todos
los públicos y, sobre todo, desde el ruedo universitario hasta el debate
político, estos autores franceses alcanzaron en Estados Unidos a comienzos de los años ochenta un nivel de notoriedad oficial y de influencia
subterránea al que nunca habían tenido acceso en su país. Aun sin ser los
de los ídolos de la pantalla grande, sus nombres se han visto igualmente recodificados, gradualmente americanizados, ampliamente des-afrancesados; son nombres que se han vuelto ineludibles en Estados Unidos sin
que el país de donde provienen haya podido medir la amplitud del fenómeno. Salvo en un otoño reciente, en ocasión de una controversia de
temporada.
A comienzos de octubre de 1997, los focos de los medios de comunicación mundiales apuntan decididamente a Francia. Pocas semanas antes,
una adulada princesa moría en un accidente automovilístico. Pocos meses después se disputaría, tras una debida preparación, el último mundial de fútbol del siglo. Mientras tanto, uno de esos debates de ideas que
dividen normalmente a los editorialistas ocupa esta vez con insistencia
la primera plana de los periódicos, trazando en el centro del ruedo mediático-intelectual una línea divisoria inestable, algo obsoleta, cuyos
términos estaban casi olvidados. El motivo es un libro, Impostures intellectuelles (Imposturas intelectuales), publicado por la editorial Odile Jacob
y firmado por dos físicos, el estadounidense Alan Sokal y el belga Jean
Bricmont.1 Los autores desmenuzan lo que llaman la «jerga» y la «charlatanería», la «verdadera intoxicación verbal» y el «desprecio por los hechos y la lógica», por parte de una corriente intelectual que presentan
«para simplificar» como la «postmodernidad». Ésta se caracteriza por
«el rechazo más o menos explícito de la tradición racionalista de la Ilustración», así como por «un relativismo cognitivo y cultural que trata las
ciencias como “narraciones” o construcciones sociales». Sus inspiradores, sobre todo franceses, son «Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Félix
Guattari, Luce Irigaray, Jacques Lacan, Bruno Latour, Jean-François
Lyotard, Michel Serres y Paul Virilio»,2 a los que se sumarán, con el correr de las páginas, los nombres de Jean Baudrillard, Julia Kristeva y
Michel Foucault. Sokal y Bricmont denuncian «la ausencia manifiesta
de pertinencia de la terminología científica» que en su momento han podido emplear dichos autores, y que les conduciría no sólo a «confusiones
intelectuales» sino al «irracionalismo y [al] nihilismo». Pretenden pues,
por medio de un paréntesis cerrado, tal vez, con precipitación, «defen-
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der los cánones de la racionalidad y de la honestidad intelectual que son
(o deberían ser) comunes a las ciencias exactas y a las ciencias humanas».3
Seguros de sí, desean mostrar, según una fórmula recurrente, que «el rey
está desnudo»: ya se trate de la «nueva religión» de la matemática lacaniana o del «hiperespacio de refracción múltiple» de Baudrillard, Sokal
y Bricmont consideran sencillamente que «si [dichos autores] parecen
incomprensibles, es por la simple razón de que no quieren decir nada».4
Los prescriptores y los periódicos dominantes responden cerrando filas. En Le Monde, Marion Van Renterghem estigmatiza el «viejo estribillo» de tal «operación cientificista», seguida por Julia Kristeva, según
la cual esa «empresa intelectual antifrancesa» delataría la «francofobia»
suscitada en Estados Unidos por el «aura» de los pensadores incriminados.5 Roger-Pol Droit se burla, a continuación, de lo «científicamente
correcto», mientras que Robert Maggiori, en Libération, prefiere aludir
a los surrealistas, diciendo que pronto van a preguntar «si es científicamente legítimo decir que la Tierra es azul como una naranja».6 Por su
parte, Jean-François Kahn desacredita simultáneamente la «altanería
cientificista» y una «verbosidad intelectualista que disimula tras una
jerga científica un vacío absoluto», exigiendo a «la ideología previa y
posterior a mayo del 68» (período en el que ubica a los pensadores en
cuestión) que acepte «iniciar [un] examen de conciencia».7 Mientras
Jean-Marie Rouart alaba esa «revigorizante corriente de aire fresco»
contra la «retórica de la verborragia»,8 Angelo Rinaldi se mofa con su
verba habitual de esos «médicos de Molière», como llama a nuestros tan
envidiados pensadores, «sorprendidos [aquí] en flagrante delito de hurto».9 En cuanto a Jean-François Revel, derrama una hiel menos habitual
para atacar, con más virulencia de lo que Sokal y Bricmont hubieran podido imaginar, la «arrogancia postmoderna» revelada por esa «sarta de
sandeces de la French Theory», la de «reaccionarios [que han] erigido el
fraude en sistema»: borrar, como Revel acusa a Derrida o a Deleuze de
hacerlo, las diferencias «entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el
mal» equivaldría ni más ni menos que a «volver a caer en las concepciones nazis... y dar la espalda a todas las conquistas de la verdadera izquierda desde hace un siglo»,10 o sea la misma rabia que hace que un tal
Jean-Jacques Salomon, en Le Monde, compare poco después las tesis de
Bruno Latour con las de Mussolini. El tono de Le Nouvel Observateur es
más moderado. Allí cada uno aprovecha el «caso» para tomar una posición, para defender a su clan: Pascal Bruckner elogia el ensayismo a la
francesa, tal y como se encarnaría en Baudrillard, contra los «habladores
en jerigonza del estructuralismo», mientras que Didier Éribon, prefi-
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riendo a Foucault y no a algunos de sus émulos, llama a no confundir el
«construccionismo» heredado de estos pensamientos con su deriva
«irracionalista».11 En medio del tumulto, pasan desapercibidos dos tipos de precisiones. Con el tono satírico que lo caracteriza, el Canard enchaîné sugiere que los autores criticados por Sokal y Bricmont serían en
Estados Unidos «el equivalente en filosofía de los Post-it en papelería:
parece que se pegan por todas partes»,12 alusión poco habitual a toda
una maquinaria estadounidense de la cita en boga y del cruce de textos.
Casi tan anodinas, pero mucho más significativas, son las confesiones esporádicas de que las obras en cuestión estarían muertas y enterradas en
Francia. Marianne anuncia que «se han acabado los grandes debates de
postguerra (sic)»,13 mientras que Le Monde se pregunta «por qué entonces publicar en Francia ... un libro que condena derivas filosóficas que ya
no tienen cabida».14
Más que los aciertos en Estados Unidos de cierto pensamiento francés, relatados esporádicamente por nuestras revistas bajo el reductor título de «Intelectualidad francesa [como] producto exportable»,15 lo que revela de pronto la polémica es un doble desfase franco-estadounidense. El
primero es un desfase de historia intelectual, según el cual las batallas
teóricas francesas de los años setenta, saldadas mucho tiempo atrás en
Francia (en nombre del nuevo «humanismo antitotalitario» que resultó
vencedor) siguen entusiasmando hoy, y desde hace más de veinte años,
a las universidades estadounidenses. Como consecuencia del primero,
surge entonces otro desfase, esta vez entre dos campos del saber, que explica por qué tantos observadores franceses han interpretado erróneamente el camino de Sokal y Bricmont, a través del viejo prisma transatlántico, como declaración de guerra a nuestros grandes pensadores,
siendo incapaces de ver allí los debates intelectuales estadounidenses de
los veinte últimos años: y es que el ataque de Sokal y Bricmont, en última instancia, estaba menos dirigido a los pensadores franceses que a los
universitarios estadounidenses quienes, basándose en sus teorías, habrían favorecido en la universidad, según ellos, una doble «regresión»
comunitarista y relativista, como lo analiza el canadiense Michel Pierssens.16 Detrás del «caso» se perfilan, pues, términos de los que los lectores franceses apenas si han recibido, en el mejor de los casos, ecos indirectos o superficiales, y propuestas que no podrían descifrar en toda su
amplitud: Cultural Studies, construccionismo, posthumanismo, multiculturalismo, querella del canon, deconstrucción, «políticamente correcto». Estas palabras, más allá de sus resonancias falsamente familiares, tienen que ver con los cambios que han conmocionado, en los
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últimos treinta años, no sólo el campo de las ciencias humanas sino toda
la universidad estadounidense. Más aún, remiten a la articulación problemática que se ha ido instalando poco a poco, crisis y polémicas mediante, entre el campo intelectual y el ruedo político, entre discurso y
subversión, pero también entre nación e identidades. De tal evolución
dependen hoy, para bien o para mal, las líneas de fuerza del debate intelectual mundial; y ésta explica, en contrapartida, tanto el nuevo orden
imperialista y neoconservador del período posterior al 11 de septiembre
de 2001, como la impotencia para oponerse a dicho orden de una fuerza
de izquierda transversal. Es ése el desafío de esta curiosa categoría de
French Theory y, por consiguiente, el de este libro: explorar la genealogía, política e intelectual, así como los efectos, hasta nuestro medio y
hasta hoy, de un malentendido creador entre textos franceses y lectores
estadounidenses, un malentendido propiamente estructural, en el sentido de que no remite a una mala interpretación, sino a las diferencias de
organización interna entre el campo intelectual francés y el estadounidense. Por ello evitaremos juzgarlo con la vara de una «verdad» de los
textos, prefiriendo a esta sospechosa noción la fecundidad de los quid pro
quos y las sorpresas de la lectura sesgada, o lo que en un contexto cultural totalmente diferente los japoneses rotulan como «belleza del uso»
(Yoo-no-bi). Pero para comprender estas divergencias de campos y su papel creativo, primero es preciso recordar que antes del caso Sokal, y matizando más claramente sus posturas políticas estadounidenses, había
tenido lugar —con una repercusión menor en Francia— la «broma» del
mismo nombre.
En efecto, en 1996 el mismo Alan Sokal había presentado al comité
editorial de Social Text, la célebre revista de los «Cultural Studies»,17 un
largo artículo titulado «Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravitación cuántica». Florilegio de fórmulas
pseudocientíficas y de citas reales de autores (siempre principalmente
franceses, como Derrida o Kristeva) a quienes sitúa en la «postmodernidad», el artículo es una parodia sobre el cuestionamiento de la realidad
física y los postulados de la ciencia. Pero una parodia que se oculta tras
un argumento de autoridad, una parodia especialmente perturbadora ya
que se basa en autores y conceptos cuyo prestigio en Estados Unidos viene de antiguo y porque la revista, incapaz de identificar las antífrasis
científicas que abundan en el artículo de Sokal, lo acepta inmediatamente para su publicación en su número especial sobre «la guerra de las
ciencias».18 Para demostrar los presuntos estragos del «relativismo cognitivo» heredado de la «teoría francesa», Sokal fuerza los paralelismos y
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sitúa en un mismo plano la «igualdad» en la teoría de conjuntos y en el
feminismo radical, el «desplazamiento» en el inconsciente lacaniano y
en la física cuántica, e incluso la «relatividad general» en Einstein y en
Derrida, sin que los lectores de Social Text y, en primer lugar, su director Andrew Ross, hayan encontrado nada que objetar. Un mes después
de la publicación del artículo, Sokal revelaba la broma en la revista Lingua Franca: su texto era sólo un pastiche destinado a descubrir in fraganti «la arrogancia intelectual de la Teoría —de la teoría literaria postmoderna, se entiende», y a desenmascarar una «idiotez que se
autoproclama de izquierdas».19 La polémica pronto invadió la prensa
generalista, en un país donde no es frecuente que ésta dé cuenta de los
debates intelectuales, y menos aún de las querellas universitarias. The
New York Times le consagró un artículo en primera plana, dando curiosamente como ejemplos de la jerga postmoderna aludida por Sokal «palabras como hegemonía y epistemológico»,20 seguido por un enjambre de artículos de resabios populistas y violentamente anti-intelectualistas,
desde el Boston Globe hasta Los Angeles Times, que atacaron a su vez la
«verborragia» y el «relativismo» de una «falsa izquierda» universitaria
«anegada» en referencias francesas.21 Tabloides más conservadores, a semejanza del New York Post, echaron las culpas a las modas «afrocentrista» y feminista, las cuales estarían pervirtiendo a los estudiantes, haciéndoles perder «los valiosos años del primer ciclo».22
Dos aspectos específicamente estadounidenses de este efecto Sokal son
particularmente reveladores. Por una parte, las reacciones de los universitarios estadounidenses aludidos fueron escasas, como si les molestara la
traducción de dicho debate a la lengua vulgar de la prensa generalista;
una excepción es la provocadora intervención del célebre teórico literario Stanley Fish quien compara, en The New York Times, «las leyes de la
ciencia» con «las reglas del baseball».23 Por otra, intelectuales y revistas
marxistas dieron muestra de una particular virulencia, defendiendo el
pedigrí político de Sokal al recordar que había enseñado matemáticas en
Nicaragua bajo el régimen sandinista, así como negando a los representantes de los Cultural Studies o de la deconstrucción el derecho a identificarse con la extrema izquierda (leftists); etiqueta que, no obstante, les
endosaba la derecha mucho más de lo que la reivindican ellos mismos.
Desde Brasil hasta Italia y desde Japón hasta las columnas de Le Monde,
la gran prensa mundial pronto se hizo eco del caso. En la mayoría de los
casos denunció el «cientificismo» de Sokal, aun criticando los excesos de
una «camarilla» académica cuyos equivalentes locales son conocidos en
casi todos estos países —a excepción de Francia—, por haber importado
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los Cultural Studies o el «construccionismo» estadounidenses. Bruno Latour, en una parábola que se ha vuelto célebre, evocó por su parte la visión sokaliana de Francia como «otra Colombia», con sus «dealers de
drogas duras» («derridio y lacanio») que amenazaban a los universitarios estadounidenses con una dependencia peor que la de la cocaína, hasta hacerles olvidar los «goces» de la vida del campus y la «dosis cotidiana de filosofía analítica» que con anterioridad ingerían.24
Por consiguiente, lo que para muchos fue en Francia un descubrimiento —el de esta impregnación del entramado intelectual estadounidense por los autores franceses, pero también el de la batalla por el monopolio simbólico del término «izquierda»— sólo había sido un año
antes en Estados Unidos un nuevo episodio, apenas algo mejor descrito
por los medios, del conflicto que enfrentaba desde hacía un cuarto de siglo a los «humanistas» con los «maestros de la sospecha», o a los «conservadores» con los «multiculturalistas», en la universidad y en ciertos
sectores de la sociedad estadounidense. Un epifenómeno, en una palabra, en relación con una polaridad ideológica completamente integrada
a los usos intelectuales estadounidenses, pero ausente de la escena francesa. Hacer la genealogía de esta polaridad exige pasar revista a ciertos
modos de lectura estadounidenses de los autores franceses en cuestión
que han permitido descontextualizarlos, apropiárselos, hacerles desempeñar un papel a menudo crucial en los debates sociales y políticos en
Estados Unidos. Así se podrá intentar comprender por medio de qué
operaciones de selección y de marcación, en los términos de Bourdieu,25
algunos universitarios estadounidenses —no sin cierto interés arribista— han podido extraer de sus trabajos las nuevas consignas de los años
ochenta. Y ello con el fin de movilizar a sus tropas: infantería de lectores listos para lanzarse contra el enemigo, el «texto» como producto de
un «autor» y encubridor de un «sentido», la falsa neutralidad de una
Razón «imperialista», el «universalismo» como arma de Occidente, o
incluso los «corpus canónicos» como forma de colonialismo literario.
Estas consignas marcaron el compás de la radicalización política de los
discursos universitarios, proceso en el que los autores franceses, según
los que pudieron ser testigos, no se reconocían realmente. Se necesitaron
pues varias operaciones para producir, a partir de los textos franceses, un
nuevo discurso político. La primera de ellas, una de las más difíciles de
aprehender empíricamente, es la que permite ir reuniendo poco a poco
en una misma entidad homogénea —verdadero corpus naturalizado,
operador de connivencia entre sus usuarios— la variedad de los autores
concernidos. Sólo queda dar al package final el nombre de «French The-
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ory», conforme al apelativo surgido en la segunda mitad de los años setenta, «postestructuralismo» en términos de historia intelectual26 o, incluso, «postmodernidad francesa», según la expresión que prefieren emplear sus detractores. Por otra parte, resulta interesante precisar que, en
Francia, el culto efímero a los «grandes sacerdotes de la universidad
francesa»27 (demasiado cercanos, en cierto sentido, como para ser reunidos bajo una misma rúbrica) y, luego, su rápido eclipse impidieron que
se los abarcara en una única categoría. Sólo una actitud de rechazo, o de
oposición frontal, permitió que se les atribuyera un sello unificador, ya
se trate de la famosa «hermenéutica de la sospecha» según Paul Ricoeur
al comienzo de Freud and philosophy, o del mito de un «pensamiento del
68», homogéneo y localizable, popularizado de un modo más polémico
por Luc Ferry y Alain Renaut, quienes alinearon bajo este término a los
autores en cuestión denunciando su «antihumanismo» e «irracionalismo», pese a que los militantes de mayo se referían mucho más a Marcuse, a Henri Lefebvre o incluso a Guy Debord que a Deleuze, Foucault o
Derrida.28
Y es que esta decena de autores más o menos contemporáneos, considerados por sus émulos estadounidenses y por sus opositores franceses
como una escuela de pensamiento, un movimiento unificado, sólo pueden asociarse estableciendo semejanzas discutibles. Algunos estribillos
de la época permiten agruparlos en una comunidad exclusivamente negativa: la triple crítica del sujeto, la representación y la continuidad histórica —una triple relectura de Freud, Nietzsche y Heidegger— y la
crítica de la «crítica» misma, ya que todos a su manera cuestionan esta
tradición filosófica alemana. Sólo por defecto se podrían relacionar espontáneamente la «microfísica del poder» foucaultiana, la «diseminación»
de las huellas en Derrida, los «flujos» y «conexiones» en los planos de
inmanencia deleuzianos y el «espacio hiperreal» de la simulación baudrillardiana, pues no asoman por ahí las filiaciones —kantiana, dialéctica o fenomenológica— a las que sí respondían sus predecesores, por no
hablar del gran número de divergencias, intelectuales y políticas, que
les dividieron con el correr de los años. Baste citar el debate entre Derrida y Foucault sobre la locura y la razón en Descartes, a cuyo término
el primero denunciaba el «totalitarismo estructuralista», mientras que
el segundo, por su parte, le reprochaba su «pedagogía menuda [de] la
textualización».29 Asimismo, contra el «textualismo» a menudo criticado de la decontrucción derridiana, Deleuze llegó a afirmar: «Un texto,
para mí, no es más que un pequeño engranaje en una máquina extra-textual».30 Podemos recordar también la llamada de Baudrillard a Oublier
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Foucault (Olvidar a Foucault) en 1977, al cual el interesado replicaba que
su «problema sería más bien recordar a Baudrillard».31 O evocar las provocaciones de este último, quien llegó a burlarse de la idea de Lyotard según la cual «sólo el capital goza» (mientras que éste denunciaba enérgicamente las tesis de Baudrillard sobre el «fin de lo social»), para luego
criticar también la «abrumadora versatilidad del deseo en Deleuze».32
Más que forzar la «caja negra» de los textos, el enfoque adoptado
para contar esta aventura americana de la teoría francesa consiste en dar
prioridad a la circulación social de los signos, el uso político de las citas,
la producción cultural de los conceptos. Pero no es menos cierto que tal
categoría, para existir, supone cierta violencia taxonómica a expensas
tanto de la singularidad de las obras como de sus divergencias explícitas. Por ello, el empleo que se dará, sin comillas, al término de teoría
francesa remite menos a la eventual validez intelectual de tal agrupación
que a la simple omnipresencia de estas dos palabras en la universidad estadounidense desde finales de los años setenta —sigla de clasificación,
sello de afiliación, objeto discursivo mal identificado pero repetido a
coro por miles de comentaristas—. Es, ante todo, una manera de levantar acta.
Tras el gesto de reunión vienen las operaciones de demarcación, reorganización de los conceptos y redistribución en el campo de las prácticas. Por su audacia y todo su ingenio, es importante pasar revista también de estas operaciones. Son ellas las que dieron a estos textos un valor
de uso político específicamente estadounidense y las que —al vaivén de
las relecturas críticas o de los contrasentidos productivos— pudieron
reinventar a veces obras inmovilizadas en Francia en su marco editorial.
Dichas operaciones prepararon en tierra americana un espacio de acogida original para obras que no prometían ser leídas más ampliamente en
Estados Unidos que en Francia. Pero así fue. Hasta infiltrar sus huellas
en los lugares menos previsibles de la industria cultural dominante, desde la música electrónica hasta la ciencia ficción de Hoollywood, desde el
pop art hasta la novela «cyberpunk». Hasta colmar de alusiones a sus tesis, o a sus autores, las referencias subjetivas y los códigos conversacionales propios de ciertos medios, y diseminarlas poco a poco en los repliegues de una cultura lábil, procesual, enteramente orientada hacia las
leyes del mercado.
El análisis de un fenómeno de transferencia intelectual principalmente universitario, en las condiciones de aislamiento características de
la universidad en Estados Unidos, no impide, en efecto, descubrir sus
curiosos avatares entre los galeristas neoyorquinos o los guionistas cali-
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fornianos, en los roman à clé o incluso en el uso inesperado, por parte del
todopoderoso Michael Crichton, de una vaga referencia a Baudrillard y
Virilio para denunciar la «disolución mental» y una «tecnología que
nos deshumaniza».33 Más allá de la anécdota, se trata de saber cómo textos tan tajantes y en ocasiones de difícil lectura han podido inscribirse
tan profundamente en la fábrica cultural e intelectual estadounidense, al
punto de incitar a un periodista a comparar esta «invasión francesa» con
«la invasión de la música pop inglesa una década antes».34 La respuesta
conduce a algunos temas que, no por ser poco conocidos en Francia, dejan de ser determinantes en el contexto político y cultural mundial bastante agitado de este comienzo de milenio: la historia y las crisis recientes de la universidad en Estados Unidos; la fábrica cultural
estadounidense, con sus móviles y sus límites identitarios; la inventiva
característica de una pragmática de los textos (su aptitud para el uso y la
operación, como ocurre con todos los productos culturales) que cierto
elitismo francés juzgó durante demasiado tiempo con desprecio; pero
también el despliegue en los intersticios de la dominación y, muy lejos
de París, de un nuevo discurso mundial sobre la resistencia micropolítica y lo subalterno, un discurso sin relación directa con la antiglobalización que llena las bocas de nuestros humanistas de izquierda, un discurso a menudo «textualista» y muy pocas veces militante, pero un
discurso del que tal vez puedan extraerse algunas ideas nuevas.
Se trata, a fin de cuentas, de las virtudes de la descontextualización,
o de lo que Bourdieu llamaba la «des-nacionalización» de los textos. Si
bien al abandonar su contexto de origen pierden una parte de la fuerza
política que motivó su irrupción, estas «teorías viajeras» (según las palabras de Edward Said) también pueden cobrar, en el lugar de destino,
una nueva potencia. Dicha potencia se debe a los desbloqueos autorizados por las teorías recompuestas, a lo enigmático de los fecundos desfases institucionales entre los campos de origen y de recepción, que rara
vez son homólogos: que los hombres de letras estadounidenses hayan
importado el pensamiento de los filósofos franceses, que el tema de la
revolución haya sido entendido como el de la minoría, que autores publicados por Gallimard y Minuit lo hayan sido en Estados Unidos por
revistas universitarias o pequeñas editoriales alternativas, todo ello
constituye otras tantas asimetrías fecundas. Es esa misma fuerza para un
corte radical respecto del contexto de origen lo que antaño permitió —
primando en Hegel las dimensiones existencial e histórica sobre la lógica y la filosofía de la naturaleza, y en Husserl los temas de la emoción y
la imaginación (o de la conciencia «estallando» hacia las cosas) sobre el
método de la reducción transcendental— a sus difusores franceses —Lévinas, Groethuysen, Wahl, Kojève— alumbrar la fenomenología y el
existencialismo francés, radicalmente inéditos, y esos «objetos filosóficos» nuevos que fueron en la postguerra francesa el mozo de café o el
músico de jazz. Es cierto que esta inventiva tiene su lado ingenuo y sus
efectos perversos, pero será tanto más útil explorarla, en el caso de la
apropiación estadounidense de la teoría francesa, cuanto que nos encontramos en el centro del quiasmo cultural franco-estadounidense. En
efecto, en el momento en que Foucault, Lyotard y Derrida se volvían insoslayables en la universidad estadounidense, sus nombres sufrían en
Francia un eclipse sistemático. Esta marginación ideológicamente motivada para cerrar el paso al «folclore» de la comunidad y a la «disolución» del sujeto, no es ajena a que, veinte años más tarde, nuestro bello
«universalismo» sólo sea a menudo la máscara de cierto provincialismo
intelectual. En 1979, una palabra de Bernard-Henri Lévy anunciaba
claramente el programa del nuevo anticomunitarismo francés y el triste
traspaso de poder que se estaba produciendo: «Todas las políticas fundadas en el primado de la diferencia son necesariamente fascistas»,35 exclamaba, aludiendo tanto a Guy Hocqenghem como al neofeminismo,
dos años después de haber identificado claramente a sus enemigos —«la
técnica, el deseo y el socialismo»—, de lo que sigue la necesidad de luchar «contra el materialismo, pues, y sólo contra él».36 Algunos meses
más tarde, a la cabeza del primer número de Débat, Pierre Nora enunciaba las nuevas reglas, morales e ideológicas, del «régimen de democracia intelectual» que la revista preconizaba, para dejar de ser el «esclavo de los maestros de la sospecha».37 Y cinco años después, en un
ensayo muy controvertido pero que se transformaría en la norma, Luc
Ferry y Alain Renaut atacaban las «filosofías de la diferencia», su modo
de pensamiento «terrorista» y, en fórmulas precozmente sokalianas, el
ilegible «absurdo» de esos «filosofistas».38
Cambio de época. Un cambio que esta aventura estadounidense simultánea de la teoría francesa nos permitirá indagar a fin de extraer,
quizás, algunas conclusiones para el futuro. Y es que el rodeo por ese falso mundo aparte estadounidense, por la humilde historia de esos difusores y traductores de campus, nos habla también a contrario de ese «paisaje intelectual francés» que los sociólogos y los periodistas describen
hoy como un campo en ruinas —que enriquece cada vez más a sus ya resarcidos editores— sin que nunca lleguen a explicarnos ese paisaje lunar. En suma, las trayectorias estadounidenses de carne y hueso de esos
mediadores olvidados, los microrrelatos de vida de esos propagadores
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anónimos sin los cuales no habrían tenido lugar las grandes transformaciones intelectuales, las traiciones saludables, bien podrían remitirnos a
nosotros mismos más que a los rituales universitarios o a las ironías de
la transferencia. Nos permitirían aprender a ver de nuevo esos fulgores
de hace tres décadas, etiquetados por la historia de las ideas, desactivados por el pensamiento dominante, o a la postre sabiamente momificados como la última vanguardia de un mundo pasado, mientras que
aquéllos y aquéllas que los emitieron, testigos del advenimiento de una
época, describían ya precisamente lo que compone este presente y sus temores inéditos —el poder de vida, las tribus sin sujeto, el terror sin rostro, la red imperial y sus maquinaciones, el palo reaccionario y la zanahoria identitaria, pero también la microrresistencia y sus intersticios
fuera de pantalla. Que al invento de la French Theory puedan pues responder hoy, más vale tarde que nunca, estas pocas lecciones de la American Experience.
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