A finales del siglo XVIII, España y la Gran Bretaña

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A finales del siglo XVIII, España y la Gran Bretaña se reconocían, en paz o en guerra, como
naciones rivales, existiendo en nuestro país, como también en otros de tradición hondamente
marinera, la convicción de que Inglaterra esclavizaba con la tiranía de los mares mediante una
diplomacia sin moral y una potencia naval sin límites, intentando privar a todos los pueblos de
sus derechos marítimos. Desde la entronización en España de la casa de Borbón, lo que había
transcurrido del siglo puede definirse como un permanente estado de guerra entre España, aliada
casi siempre con Francia, e Inglaterra, con algunos periodos intermedios de paz armada en los
que la primera, ante la persistencia continua de motivos de conflicto, había intentado recuperarse
para iniciar el siguiente con mejores perspectivas y alianzas.
El punto de mira constante de las ambiciones inglesas desde su definitiva y progresiva
proyección al mundo marítimo en tiempos de Enrique VIII, dos siglos atrás, se había centrado en
América, en sus rutas atlánticas con Europa y en sus prometedoras explotaciones y mercados
desde que los Caboto exploraran las costas no ocupadas del subcontinente septentrional en su
nombre. Su hija Isabel I había financiado las primeras compañías comerciales y los primeros y
precarios asentamientos en las tierras adjudicadas a España por el tratado-partición de
Tordesillas entre España y Portugal que tampoco habían reconocido otras potencias como
Francia y más tarde los rebeldes holandeses convertidos en emergente nación marítima y
mercantil.
Los avatares del siglo XVII habían puesto de manifiesto que el Reino Unido no se conformaba
con su zona de influencia norteña, irrumpiendo decididamente en el Caribe y Centroamérica y
desposeyendo a España en 1655 de una de sus más antiguas posesiones insulares, Jamaica, que
se convertiría de inmediato, junto con otros puntos, en refugio de actividades contrabandísticas y
piráticas y más adelante en la gran base logística de sus operaciones navales y sus campañas de
desembarco.
La causa última para esta situación sin alternativa hay que cifrarla en el interés continuo de lo
que se conoce como Reino Unido de Gran Bretaña desde la Union Act de 1707 por extender en
el continente americano sus posesiones en determinadas zonas estratégico-económicas y en
romper el sistema monopolístico español con sus colonias en beneficio de sus propios productos.
En ningún caso se puede definir a la España de esta época como un Estado belicista, sino más
bien todo lo contrario; las alianzas antibritánicas no se llevaron a cabo de una forma continua, ni
con carácter permanente, sino como consecuencia de situaciones límite en las que se llegó a
considerar preferible el riesgo de tener finalmente que asumir los azares de la guerra a continuar
perdiendo terreno e influencia en América, cada vez más aceleradamente y sin reacción posible.
En el convencimiento de que la libertad de comercio con Inglaterra, que por su lado practicaba
un proteccionismo total respecto a sus propias colonias y producciones, conllevaría a la pérdida
del Imperio español de una parte, y de que sin conseguir el dominio de las fuentes, los mercados
y las rutas no se podría atender la imparable demanda expansionista del comercio inglés por la
otra, España y la Gran Bretaña podrían definirse como enemigos naturales por encima de
cualquier otra circunstancia política coyuntural.
La rivalidad anglo-francesa por la hegemonía mundial, la coincidencia de determinados intereses
coloniales y unos lazos de sangre entre las dos dinastías Borbón, habían permitido que una
potencia de segundo orden como España, que por sí misma nunca hubiera podido frenar el
avasallador ímpetu británico, signara las sucesivas alianzas que conocemos como 'pactos de
Familia' con el fin último de conseguir un equilibrio de poderes que permitiera mantener el statu
quo.
Los diversos conflictos bélicos que España había mantenido con Inglaterra se habían resuelto por
medio de la fuerza o la amenaza, principalmente en el espacio marítimo atlántico y atendiendo a
razones de una política dinástica enlazada con sus intereses económicos. Fueron motivos de
naturaleza comercial los que habían prevalecido sobre los que hasta ese momento habían
constituido la causa más general de las guerras (derechos adquiridos, apetencias territoriales,
reparación de ofensas, protección de los súbditos...) aunque naturalmente todos estos factores
formaron parte de los alegatos y justificaciones de las partes y constituyeron concausas
relevantes de las fricciones y de las confrontaciones. La historia reciente de ambas naciones
había sido una larga serie de desencuentros. Inglaterra había entrado en la guerra de Sucesión de
España (1702-1713) con expectativas americanas, ya que no podía aspirar a partes sustanciales
europeas procedentes del desmembramiento territorial de la monarquía hispánica que se
establecería por los tratados de Utrecht. La contienda, de escenarios terrestres europeos en su
mayor parte, tuvo su manifestación marítima en el dominio sucesivo por parte de la flota inglesa
del Atlántico y del Mediterráneo con las consecuencias del desastre de la flota española de la
Plata en Vigo, de un frustrado ataque a Cádiz, de la retirada de los navíos franceses a sus puertos
y de la toma de Gibraltar.
En virtud de la paz signada (13 de julio de 1713), Inglaterra había obtenido la ciudadela y puerto
de Gibraltar, llave del Estrecho e importantísima base estratégica de interposición entre las
españolas de Cartagena y Cádiz para cualquier conjunción de las escuadras mediterráneas y
atlánticas, tanto españolas como francesas, y garantía de la superioridad naval inglesa, como el
tiempo se encargaría de demostrar.
Todos los futuros intentos militares, navales, diplomáticos y transaccionales por recuperar la
plaza habrían de resultar infructuosos al no contar a estos efectos con el apoyo de Francia,
interesada en mantener siempre vivo este motivo de fricción entre ambos reinos. Inglaterra
además había irrumpido en el Mediterráneo, que había pasado a ser un nuevo teatro de
operaciones para sus barcos. Por lo que respecta al comercio indiano, la Compañía del Mar del
Sur inglesa había obtenido el monopolio de la importación de esclavos negros africanos para las
plantaciones americanas como tráfico más productivo de los existentes, consiguiendo también
esta nación la concesión del envío anual de un buque de hasta quinientas toneladas -el llamado
'navío de registro'- con mercaderías propias para vender en los mercados americanos, abriéndose
de esta forma la puerta a los inmediatos y frecuentes abusos por parte de los contrabandistas de
esta nación que se irían produciendo en grave perjuicio del comercio español y que serían causa
también de posteriores enfrentamientos. El permiso de corta de maderas tintóreas en el golfo de
Honduras, que había parecido una concesión menor, se habría de convertir a su vez en punta de
lanza de la violación contrabandista del sistema económico local.
La guerra de Sucesión había establecido el mar como escenario para las futuras relaciones
conflictivas con la única potencia transoceánica que representaba una amenaza constante, lo que
había puesto sobre el tapete la necesidad de contar por parte de España, al menos en tiempo de
paz, con una fuerza naval disuasoria, capaz de garantizar las relaciones coloniales naturales, de
asegurar las rutas y de proteger a los mercantes.
Cinco años después de la gran guerra con la que se había inaugurado el siglo, George Byng se
había encargado de frustrar las aspiraciones españolas de reconquista de Sicilia destruyendo, por
orden del Gobierno inglés y sin previa declaración de guerra, la improvisada flota de Antonio de
Gaztañeta frente a cabo Passaro (11 de agosto de 1718), por contravenir esta intervención
española el espíritu del tratado internacional y afectar a sus propios intereses ultramarinos su
sorprendente recuperación naval.
La experiencia de esta acción había manifestado la imposibilidad de actuar en solitario en
defensa de lo español, fuera en Europa o en América. A partir de este momento España procurará
unir sus intereses con los de Francia aunque sea a costa de correr serios riesgos.
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