Los caminos de la verdad necesaria Juan José Sanguineti Congreso Internacional Extraordinario de Filosofía, Córdoba, Argentina, septiembre de 1987 1. Un problema clásico actual Desde el principio de la historia de la filosofía se ha discutido el problema de la causa de nuestros conocimientos universales y necesarios, siempre con la conciencia de que en este punto está en juego mucho del destino de la filosofía y aún de la misma ciencia. Como nuestros conocimientos de experiencia son particulares y contingentes, pues lo que sucede en un caso concreto no da pie para hacer una regla general, parecería que no queda sino la alternativa de renunciar a esos conocimientos necesarios y abrazar así el empirismo, o bien buscar su fundamentación en el ámbito del mismo pensamiento. El problema, como acabamos de decir, no es nuevo, pero está lejos de haber sido resuelto satisfactoriamente en nuestros días. Y más bien hemos de cuidar de no desdibujarlo, para evitar el peligro de que las cuestiones filosóficas que hoy nos ocupan nos muevan quizá a dar por supuesto con ligereza que ya está superado. El idealismo, la última de las grandes filosofías sistemáticas, puso en el pensamiento puro, purificado de aditamentos extraños (crítica de los mitos, de las tradiciones y de la experiencia), el brotar originario de su propia verdad, con la confianza de que la razón humana sería capaz de enseñorearse de los fenómenos empíricos (Kant) y de autorealizarse como conciencia histórica (Hegel). Una 2 idealidad infinita elevaría la realidad empírica finita al plano supremo del espíritu, donde la verdad se comprende por sí misma y no por instancias exteriores. La analítica empirista contemporánea quita fuerza a la tesis idealista, al sostener que ese mundo de infinitud creado por la razón humana, herencia ilustrada exaltada por el romanticismo, era en realidad tan particular y contingente como cualquier otro proyecto humano. Los juicios necesarios serían, a lo más, tautologías ocultas situadas más allá de toda experiencia posible. El cambio en verdad no era tan radical como parecía, pues el neoempirismo tan sólo quitaba solemnidad a las “leyes necesarias” de la razón idealista, convertidas ahora en decisiones pragmáticas. No se ve hoy, a la vista de los horizontes especulativos dominantes, una salida fácil a este problema. Por eso queremos ahora detenernos precisamente en la cuestión de los juicios necesarios, con el objeto de poner de manifiesto su importancia y proponer algún camino para su solución. 2. Las verdades puras de la razón Una proposición universal afirma que todo aquello que tenga una propiedad A, necesariamente posee la propiedad B. “Si x es A, x es B” (“si x es hombre, x es mortal”). La universalidad de la proposición, el “todos” del sujeto proposicional (“todo hombre es mortal”) es consecuencia de que existe un vínculo necesario, que no puede faltar, entre dos o más propiedades de las cosas (entendiendo aquí “propiedades” en un sentido muy amplio). Cierta difusa tradición filosófica, en parte racionalista y en parte escolástica, considera que estas proposiciones son analíticas, por cuanto el contenido conceptual del sujeto incluye en sí mismo el contenido conceptual del predicado. Este último no hace más que desglosar algo que el sujeto ya posee, de manera que, para quien conociera perfectamente al sujeto, esa frase sería una tautología, que nada nuevo le diría. El hombre, como no conoce de golpe, necesita analizar los conceptos para 3 extraer de ellos progresivamente todas sus notas. El procedimiento se daría paradigmáticamente en las matemáticas, por ejemplo en la geometría clásica donde, a partir de la definición del círculo o del triángulo y de los principios generales del ser extenso se pueden deducir todas las propiedades esenciales del círculo y del triángulo, así como todas las relaciones existentes entre las figuras que componen el mundo de la geometría. Esto que hemos explicado podría apoyarse en textos de Aristóteles, Santo Tomás, Leibniz, Kant, así como de numerosos manuales de variadas tendencias, lo cual no deja de ser sorprendente. Cabe sospechar que cuanto se ha dicho es interpretado de modo muy distinto por las diversas orientaciones filosóficas. Si a la investigación en torno al concepto y a sus implicaciones formales le añadimos un matiz de alejamiento de la experiencia, entramos en la flexión racionalista de la filosofía. Ese matiz, sin embargo, ya está incoado en las ontologías escolásticas inspiradas en Avicena que consideran al concepto como expresión de una esencia posible, al margen de su “realización” existencial. La filosofía se entiende aquí como la ciencia de las necesidades intrínsecas de las esencias posibles, necesarias en sus contenidos inteligibles, posibles con relación al hecho extrínseco de su eventual existencia. La atención exclusiva dirigida a las “esencias posibles” genera una peculiar ontología desde la cual el mundo real aparece como dotado de una radical contingencia y queda minimizado, porque nada añade a las determinaciones conceptuales, más que el puro darse en la realidad de aquello que ya se concibió en la mente. Al parecer, podríamos remontarnos hasta el mismo Aristóteles para llegar al origen de este proyecto de comprensión esencial (y obviamente a Platón). La determinación de la esencia mediante la formulación cuidadosa de proposiciones per se -“analíticas”, en la terminología moderna- está ciertamente en los Analíticos Posteriores, donde la ciencia se presenta platónicamente como el conocimiento de las vinculaciones esenciales y necesarias de las propiedades con sus sujetos propios. Pero 4 para Aristóteles esos sujetos son seres en acto y se conocen por experiencia. La escolástica pre-racionalista se olvida de ese punto y entiende que los primeros principios aristotélicos de la demostración, “verdaderos, primeros, inmediatos, más conocidos que las conclusiones”1, son los principios de los seres posibles, pues el concepto se obtiene cuando la mente separa la esencia de la existencia en el mundo en que a tal esencia le acontecerá (accidit) realizarse. “Las premisas deben ser verdaderas -afirma Aristóteles-, porque lo que no es, no puede ser conocido; no podemos, por ejemplo, conocer que la diagonal del cuadrado es conmensurable con el lado”2. La ontología posibilista entendería este texto, por ejemplo, en el sentido de que lo contradictorio no puede ser conocido ni pensado. Abundan, desde luego, en los Analíticos Posteriores los ejemplos geométricos, pero se ha de tener en cuenta que Aristóteles en materias matemáticas (sea o no correcta su posición) es tan realista como cuando habla de física o de metafísica. Para él la matemática es la ciencia del ser cuantitativo en acto, no en sus posibilidades ideales. El paso al racionalismo riguroso se da cuando el concepto deja ya de considerarse como abstracto, tomado de las cosas materiales, pues su contenido perfecto e infinito, trascendiendo tanto la experiencia, no podría menos que ponerse como innato a la naturaleza humana y a priori respecto al conocer sensible (en este momento el racionalismo conecta con el platonismo)3. La determinación de las necesidades esenciales será obra de la sola razón, en un proceso de explicitación o auto-aclaración de lo que encuentra en sí misma, ya que la experiencia no puede ofrecerle más que confusión, imprecisión y aleatoriedad. 1 Cfr. Aristóteles, Analíticos Posteriores, I, 2, 71 b 20. Analíticos Posteriores, I, 2, 71 b 25. 3 Escribe Leibniz, en este sentido: “la inducción no crea de por sí ningún saber, ni siquiera una simple certeza moral, sin apoyarse para ello en otras bases que no descansan sobre la inducción misma, sino sobre los fundamentos generales de la razón” (Die philosophischen Schriften von G. W. Leibniz, ed. C. J. Gerhardt, Berlín 1875-1890, IV, p. 160). 2 5 Consiguientemente, la filosofía se asimila metódicamente a la matemática, es decir, a la ciencia que procede a priori desde principios y definiciones hacia la demostración de teoremas. La única inducción de verdades a partir de la experiencia sería, en esta perspectiva, la generalización o “inducción empírica”, por la que, basándonos en las repeticiones y frecuencias fenoménicas, podemos afirmar que “todos los x observados manifiestan el vínculo A-B” (proposición sintética). La negación del vínculo necesario analíticamente captado es impensable, pues sería la negación del concepto; en cambio, la negación o al menos corrección del vínculo generalizado A-B, puesto sólo en virtud de criterios empíricos, es pensable, pues no pertenece a la necesidad del pensar, sino al ámbito del puro dato fácticamente dado y, como tal, contingente. Dos mundos separados tenemos ante los ojos, el mundo del concepto, de la idealidad, de los juicios analíticos, de la necesidad de lo posible, y el mundo del dato, de los hechos, de la realidad, de los juicios sintéticos, de la contingencia y accidentalidad. En el primero predomina el pensamiento, y en el segundo las leyes, quizá inflexibles, pero incomprensibles, de la materia fenoménica. En el primero todo se comprende, todo es racional, nada necesita ser explicado porque es inteligible por sí mismo, y en este mundo necesita el pensamiento encontraría su libertad. En el segundo mundo, en cambio, las cosas son así “porque son así”, como chocando burdamente con las exigencias de transparencia del pensar. Uno de estos dos mundos tiende, lógicamente, a absorber al otro, para dar una imagen unificada de la realidad, tanto en el racionalismo como en el empirismo, que se contraponen dialécticamente desde este planteamiento dualista. El racionalismo, junto con sus derivaciones idealistas, es el intento moderno tradicional -sepultado ya en el pasado- de conseguir la deseada unificación entre las ideas y las cosas. La posibilidad pretende aquí adueñarse de la realidad fenoménica, quitándole su autonomía. El pensamiento filosófico proyecta comprender las conquistas de la física clásica como la racionalidad absoluta del mundo. Las cosas debería ser concebidas 6 desde la necesidad de las ideas, como el mejor de los mundos posibles (Leibniz), como el sistema general del cosmos donde todo se produce con rigurosa determinación (mecánica racional), como mundo fenoménico legislado por la razón (Kant), hasta llegar a la identificación plena entre lo ideal y lo real operada por el idealismo absoluto. Los juicios sintéticos, en esta línea, serían posibles sólo como consecuencia de nuestra ignorancia de las supremas causas que rigen el mundo hasta en sus últimos detalles. El mundo es un sistema cerrado donde todo lo real es racional y todo lo racional es real. La filosofía es tarea del pensamiento puro, que trabaja con el propósito de eliminar toda verdad empírica, para entender las razones de estas verdades y así reducirlas a verdades necesarias. 3. La verdad hipotética La posición empirista, si bien con otras denominaciones (por ej., neopositivismo lógico), empezó a predominar con la aceleración de las revoluciones científicas de la ciencia moderna, esa ciencia que para el racionalismo era no sólo su aparente confirmación, sino su proyecto constructivo más esperanzador para la emancipación del hombre. El problema metodológico no se plantea, evidentemente, a nivel de las leyes empíricas o generalizaciones de bajo nivel, gracias a las cuales llegamos a afirmaciones del tipo de “todos los x observados manifiestan el vínculo A-B”, como hemos dicho. La ciencia pretende superar este vínculo empírico a partir de principios más generales, principios que en último término rigen el comportamiento de todos los fenómenos naturales (por ej., los tres principios de la mecánica de Newton). Con esto, los datos de observación quedan supuestamente explicados y rescatados de una comprensión puramente empírica. Pero no ocurre ya así si esas premisas fundamentales que los sustentan no se ven como necesarias. La filosofía de la ciencia 7 de nuestro siglo, desde Duhem en adelante4, considera que tales principios no son fruto de una observación inductiva, sino posibles explicaciones congruentes con los fenómenos, pero no exigidas perentoriamente por éstos, de manera que no cabe excluir otras hipótesis alternativas y, por tanto, siempre está presente el germen de una posible revolución científica. Es el método de “salvar las apariencias” de los astrónomos de la antigüedad, que encuentra hoy continuidad, por ejemplo, en la tesis de Quine de la sub-determinación de las teorías por parte de los datos empíricos (diversas teorías cuadran con las observaciones)5. Con la caída del racionalismo, en la perspectiva empirista todas las verdades necesarias, científicas o filosóficas, pasan a ser concebidas como hipótesis, cuyo conjunto sistematizado constituye para cada persona y para cada cultura una “visión alternativa” del mundo, una opción programática, no exenta de riesgos, sobre la estructura del mundo. La extensión del movimiento científico ha contribuido a la rápida difusión de este paradigma epistemológico, que se aplica no sólo al ámbito científico, sino al de la concepción de la filosofía como “visión del mundo”. El carácter hipotético de las “ideas metafísicas” sobre el mundo y la persona humana entraña la norma de no tomar nunca una tesis como “verdad definitivamente adquirida”, de reservarse siempre el derecho a la duda, a la corrección o al abandono de los principios axiomáticos que en un tiempo están vigentes. Si esto podría tener el sentido de una razonable cautela para el investigador que trabaja con hipótesis científicas poco confirmadas, en la filosofía empirista se extiende a todo el campo del conocimiento. La extrapolación no es sorprendente, pues también el racionalismo había visto en las ciencias la máxima expresión de la racionalidad humana. Olvidar el carácter revisable y siempre disponible para la mesa de negociaciones de nuestras creencias más hondas sería, en esta línea de pensamiento, convertir la 4 5 Cfr. P. Duhem, La théorie physique, Rivière, París 1914. Cfr. Quine, La relatividad ontológica, Tecnos, Madrid 1969, pp. 43-91. 8 propia filosofía en una ideología, entendiendo aquí por “ideología” un credo asumido irracionalmente, por fe, con la propensión al fanatismo y a la intolerancia. Sólo quienes son capaces de superar la intransigencia ínsita en sus ideologías personales estarían en condiciones de entablar un diálogo fecundo en la búsqueda progresiva de nuevas verdades hipotéticas, porque sólo éstos están dispuestos a asumir críticas de modo incondicional6. 4. El privilegio de la verdad La propuesta empirista, por razonable que parezca, no satisface las ansias de verdad del espíritu humano. Admitir en general la posibilidad de equivocarse es manifestación de prudencia intelectual, pero el que está dispuesto a ceder en todo, porque en todo podría errar, carece de convicciones. Por otra parte, creer que el hombre siempre puede errar (o que no hay verdad ni error), y que por eso es conveniente dialogar y respetar las opiniones ajenas, supone una antropología y una teoría del conocimiento concretas, mucho más concretas si consideramos que los interlocutores válidos del diálogo han de ser todos los hombres con uso de razón, excluyendo a los dementes y quizá a los que se comportan de modo “irracional”, o eventualmente esos interlocutores serían un grupo de expertos en quienes la racionalidad está en mejores condiciones para la formulación de las hipótesis más convenientes. El diálogo y la crítica no son el inicio absoluto del saber, sino que implican una metafísica previa, sin la cual no tienen sentido. Las convicciones metafísicas concretas separan ciertamente a unos hombres de otros, introducen divisiones y tensiones sociales, pero éstas no se superan eliminando las virtudes intelectuales, sino incrementando las virtudes morales. Es condición de la 6 No hay, en este sentido, un divorcio tan rotundo como a veces se piensa entre las filosofías de Popper y Habermas. Cfr. J. R. Carracedo, Positivismo, hermenéutica y teoría crítica en las ciencias sociales, Ed. Humanitas, Barcelona 1984. 9 vida humana tener que luchar de algún modo para convencer a los demás de la verdad que uno puede haber visto o descubierto. Las normas jurídicas fijan las condiciones de un diálogo justo, pero no crean ni la verdad ni la llegada a la verdad, personalmente o por obra de persuasión discursiva. El convencimiento de la verdad es un problema epistemológico. La transmisión a otros de esa verdad, aunque contiene también aspectos gnoseológicos, añade la entrada en una dimensión moral y a veces jurídica o política, pues hay que respetar los derechos ajenos. Si en el mundo hay opiniones que se contradicen, se ha de reconocer que en algunas materias, por motivos puramente epistemológicos, algunos conocen una verdad y otros, al menos de momento, no. Y esto no implica situación alguna de privilegio, ya que la verdad alcanzable por la razón es siempre intersubjetiva, es decir, está al alcance potencial de todo ser humano. El que descubre una verdad que puede favorecer el progreso humano se empeña en difundirla, bajo la convicción de que el valor intrínseco de esa verdad, reconocible por las inteligencias ajenas, puede atraer adhesiones. Precisamente por eso su intento es que tal verdad sea aceptada, ya que la imposición violenta de nada serviría, pues no es una vía intelectual. Si, a pesar de todo, otros no la reciben o no llegan a verla, y si esta negativa puede tener consecuencias peligrosas para la comunidad civil, es un problema político, no epistemológico, el imponerla o no, o el tener que tomar al respecto la decisión más oportuna. El riesgo no se suprime del todo, pues si los que se guían por principios firmes podrían caer en la intolerancia, los que no actúan por carencia de principios puede obrar más fácilmente por capricho, o pueden cometer graves omisiones, incluso con consecuencias catastróficas. 5. La verdad humana Queda por examinar el punto con que iniciamos estas páginas, esto es, el problema de nuestro acceso a las verdades necesarias. De poco serviría superar la lógica hipotética si volviéramos a nuevas formas de racionalismo, por ejemplo, 10 poniendo de relieve que el hombre debe guiarse por ideas, o que la mente llega a captar verdades eternas que sobrepasan la caducidad de los hechos visibles7. La vía aristotélica para llegar a la verdad necesaria era la inducción esencial, la lectura inteligible de los hechos, la comprensión de una verdad esencial en la experiencia debidamente interiorizada. Este camino inductivo, el único que nos parece viable para alcanzar las verdades necesarias iniciales (aunque éstas no tengan por qué tener siempre una necesidad absoluta), no es propiamente una “metodología”. No lo es, porque no se pueden indicar para él una serie de pasos que lleven infaliblemente a una conclusión, como sucede, en cambio, con los procedimientos deductivos o con las inducciones empíricas. Sólo pueden sugerirse ciertas estrategias para aprehender los aspectos esenciales de las cosas, como sería, por ejemplo, saber organizar los datos, compararlos una y otra vez, relacionarlos con otros conocimientos universales que ya se poseen, desechar lo accidental, etc. Pero corresponde al vigor de la propia inteligencia llegar a “percibir” en ese entramado de experiencias una nueva verdad. Este es el lado subjetivo, indispensable, del conocimiento de la verdad. Ningún procedimiento objetivo puede substituir la comprensión personal de la verdad, como ninguna presentación de imágenes puede hacer que una persona vea, si no tiene la vista8. Esta respuesta podría desilusionar si, ante los fracasos del racionalismo y del empirismo en la empresa humana del conocimiento, se esperara todavía de la filosofía una especie de “técnica” o receta que condujera de modo infalible y seguro a la verdad, para caer en el escepticismo en el caso de que esa técnica se revelara inexistente. Tal desilusión sería signo de que se ha perdido de vista el carácter de acto del conocimiento, confundiéndolo con un proceso exterior, como por ejemplo el que lleva a dar informaciones o a manejar una computadora. 7 Esta vuelta al racionalismo se verifica, de algún modo, en la filosofía de G. Frege. Cfr. The Thought, ed. P. F. Strawson, en Philosophical Logic, Oxford 1967. 8 Cfr. M. Polanyi, La conoscenza inespressa, Armando, Roma 1979. 11 Quizá es fácil minusvalorar esta tesis, considerándola como “intuicionista”, diciendo, por ejemplo, que no resuelve nada y que así no se podría superar el subjetivismo, pues cada uno intuiría de modo distinto, y no podría convencer a los demás de eso que él habría “visto” interiormente. Pero nosotros aquí no hablamos de intuición en el sentido de un fenómeno excepcional que surgiría de pronto en la mente de una persona, sino de un acto natural de la inteligencia humana, común a todos los hombres en ciertas cuestiones primarias, como es común el ver u oír, y que es fruto de una prolongada reflexión y estudio en determinadas materias. La comprensión esencial inducida de la experiencia no es tarea fácil y no está asegurada en todos los casos, pues hay objetos menos inteligibles para el hombre, y hay ámbitos científicos donde es inevitable el recurso a las hipótesis. La necesidad de superar el objetivismo afecta también a la comunicación de nuestros conocimientos, pues no es posible transmitir una idea, una hipótesis, una demostración o una evidencia inteligible, si la mente del interlocutor no pone los actos necesarios para captar activamente esos diversos contenidos intencionales. Es evidente, sin embargo, que resulta mucho más fácil hacer comprender a otro una determinada idea, o comunicarle un dato, que persuadirle de una verdad de la que nosotros estamos convencidos. El motivo de esta diferencia está en que el asentimiento a una verdad necesaria requiere un acto intelectivo mucho más personal y comprometedor. Las ideas y los datos hasta cierto punto se dejan objetivar en los símbolos lingüísticos: basta leerlos y entenderlos, normalmente, para captar con rapidez su significado. El dato empírico se comprueba fácilmente acudiendo a la fuente de la cual procede. En cambio, el juicio por el que afirmamos que nuestros conocimientos corresponden a la realidad -una realidad no sensible, aunque esté en lo sensible- requiere que el oyente ponga por obra todos los actos intelectivos e inductivos que nos han llevado al convencimiento de esa verdad, pensando que él puede hacer lo mismo. Las evidencias, a excepción de las primeras, no se transmiten 12 de golpe, como las ideas, sino que es preciso suscitarlas en el oyente, para que éste las alcance por su cuenta. Concluimos, pues, señalando la importancia de los actos personales del conocimiento para llegar al saber necesario y universal. La verdad se puede declarar con palabras, pero verla es un acto trascendente, situado más allá de los límites de nuestro lenguaje.