13 Jorge Gay Molins/Q - CICCP - Colegio de Ingenieros de

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El rebuzno y la bizquera
Jorge Gay Molins
DESCRIPTORES
LEONARDO
PENSAR
IMAGINAR
CREACIÓN Y RIESGO
OFICIO DEL TALENTO
ESTERILIDAD ACADÉMICA
NUEVOS GESTOS
NUEVA ACTITUD
Leonardo, Leonardo de Vinci nuestro genio renancentista, era
bizco. Esto es un aviso para navegantes. Su estrabismo era debido a su genialidad; ese es el objeto del estudio y espero que
al final hayamos podido demostrarlo.
Nadie ha reparado en ello, pero queda constancia de lo
que afirmamos en el hermoso autorretrato que obra en los
fondos de la Biblioteca Real de Turín (Fig. 1). Entre manchas
de moho, de esas diversas especies de hongos voraces que
agreden lenta pero inexorablemente la integridad del papel,
entre toda una revolución micética ávida y glotona, en el presente afortunadamente aplacada, emergen como por ensalmo unas líneas puras de sanguina. Dibujan el noble rostro de
un anciano envuelto en sedosos cabellos, boca de vigoroso
gesto, nariz con recio puente y arqueadas aletas, y de entre
un ejército de cejas enhebradas e híspidas se asoma decidido el ojo caprichoso que inciertamente apunta al infinito. Ese
ojo izquierdo se escora osado hacia el rincón derecho rompiendo así el eje ortogonal de su existencia.
¿Importa aquí ese dato pueril, esa mácula en hombre de
cabeza tan excelsa? Nos adelantamos a responder que, por
supuesto, ¡no! Nada más lejos de nuestra intención, en este
artículo de vocación inequívocamente científica, que referirnos a alguien por su defecto físico, y por supuesto nada más
lejos que querer subrayar una tara con pretensión de befa:
aquel sinécdoque cuartelario y siniestro que nombraba al
“bizco” cuando es de ley dar nombre completo y apellidos. Si
aludimos a su estrabismo lo hacemos por ser algo que añade
a su semblante un no sé qué de humano, de próximo y terrestre, como si aquel que brota entre los hongos fuese el vivo retrato del abuelo. El nombrar su ligera imperfección nos
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permite acercarnos al cielo de las inteligencias desbordadas
y, desde la admiración incondicional, hacérnoslas más asequibles, más asumibles a nuestra pequeña medida.
Entonces, ¿cuál es el motor que impulsa este estudio? Creemos estar en condiciones de afirmar que la dulce bizquera de
Leonardo es fruto de su inteligencia.
Ese trasojado que hacía tierno al sabio era consecuencia
indirecta de su celeste y privilegiada mente. Contribuir a la
transparencia y despejar dudas, es la vocación de esta humilde tesis. A lo largo del artículo, iremos desgranando nuestras averiguaciones, a las que añadiremos reveladoras ilustraciones, entre ellas un hermoso original inédito.
Los humedales, los mirlos y los herrerillos
pendulines de los sauces del Tíber
Un elevadísimo número de las investigaciones vincianas, desde aquellas que hiciera con su primer maestro Verrochio, el
que erigía de igual modo caballeros altivos en corceles austeros que davides viscontianos, como las realizadas entre sus
alumnos Melzi y Salai o su amigo matemático Luca Pacioli,
fueron siempre muy pensadas y sobre todo paseadas. Curiosamente muchas de ellas se llevaron a cabo próximas a la humedad cuando no en el agua mismo, ya fueran a lo largo del
Po, del Adda, el Tíber, el Arno o el Tesino. Siempre deudor de
la búsqueda y del conocimiento, anduvo Leonardo cerca del
reuma, las fiebres y otros peligros adyacentes.
Gran parte de estos estudios fueron deductivos y empíricos, consecuencia de la observación directa y del embeleso
científico que sentía por todo lo que le rodeaba cuando daba
sus largos paseos. Puede decirse por tanto que Leonardo era
Fig 1. Autorretrato de Leonardo. Sanguina sobre papel. Biblioteca Real de Turín.
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Fig. 2. Leonardo con sus alumnos Melzi y Salai navegando el Tíber
antes de desembocar al Mar Tirreno.
(Fuente: Editorial FHER).
Fig. 3. El 8 de noviembre de 1519 Hernán Cortés entraba en México.
España expandía su imperio. Otro modo de entender la historia.
(Fuente: Editorial FHER).
más bien peripatético, que aunque suena fatal, todos sabemos
que es vocablo que deriva del griego “peripatetikós”: pasear
en torno a. De esa aristótelica manera gustaba de conseguir
sus hallazgos. El mayor grado de concentración y abstraimiento lo conseguía dando largas caminatas por los campos; entonces los mirlos festejaban su presencia y a su paso entonaban
dulces trinos y melodías que hacían las delicias del maestro,
sirviéndole también de distracción y recreo. Cuando creía suficiente el esparcimiento, levantaba levemente la mano derecha; con ese breve gesto nada enérgico, las aves sabían que
debían callar y él continuaba pensando muy concentrado.
Cuando los estudios se hacían a la vera del Tíber (Fig. 2) eran
entonces los herrerillos pendulines los que alimentaban al sabio de música bailable. Ellos construían hacendosos y alegres
sus nidos en las ramas derrotadas de los sauces y él les observaba embelesado. No sabía qué admirar más, si la dulce
melodía de sus trinos o su sabia capacidad arquitectónica.
De todos es sabido la cantidad de estudios que por aquel
entonces realizó Leonardo sobre hidráulica. Todo aquello que
tuviera que ver con el equilibro y el movimiento de los líquidos
le fascinaba. El arte de conducir, contener, elevar y aprovechar las aguas, o cómo éstas se comportaban en momentos
atmosféricos extremos, ocupaba la mayor parte de su tiempo.
De todo ello podemos colegir que aquellos paseos eran dados
siempre muy cerca de los ríos, el mar, entre humedales y campos palustres infestados en aquellos tiempos por el terrible
mosquito anopheles, cuya picadura impertinente transmitía las
terribles fiebres. A este riesgo siempre estuvo expuesto Leonardo, sobre todo cuando por el Lazio paseó y paseó entre las
charcas y pantanos de las célebres lagunas Pontinas. Entonces
estudiaba su desecación. A pesar de aventurarse tan arriesgada y continuadamente a la peligrosa enfermedad nunca fue
inoculado con peligro. Sólo una vez, una tarde de final de
otoño muy desapacible, comenzó a sentirse indispuesto, con
castañeteo de dientes, los pies fríos –“maestro, tiene los pies
helados”, le decía su amigo Luca–, vómitos y a continuación,
inopinadamente, calor, cefalalgia y rubicundez de piel, lo que
obligó a los alumnos a preparar ingente infusión de manzanilla que él bebía con deleite. Después, con la sobrante, y en
disolución de alcohol de romero, le propinaron fuertes y enérgicas friegas por todo el cuerpo. Con toda aquella entrega
atenta y esmerada Leonardo se repuso, cortó las fiebres y a la
mañana siguiente estaba como nuevo. Los mirlos le acompañaban felices con su canto, mientras de vez en cuando su
alumno preferido le hacía tocamientos en la frente y otras partes del cuerpo. Inocentes tocamientos en este caso y que se sepa sin ningún impulso erógeno, tan solo aquel que sirviera a
la medicina de medidor del ardor o enfriamiento de aquel
cuerpo que la noche anterior tanto mal dio. Ese gesto médico
y medido parece ser fue gozo del maestro, que en un momento dado ya se envalentonaba. En ningún caso llegó a mayores, pues nos consta que las crónicas lo hubieran relatado.
Habían salido a estudiar “el motto ondoso” de las aguas y nada podía interferir aquel fin docto.
¿Algo en su vida arcano, insondable y misterioso tuvo que
ver con lo húmedo? ¿Pudo ser esta contigüidad, como hemos
comprobado, muy constante, causa sustancial de su estrabismo dulce? No por casualidad hasta su muerte acaeció entre
aguas, en el castillo de Cloux cerca de Amboise, sobre la lámina plateada y suspirante del Loira, un dos de mayo lluvioso de 1519 (Fig. 3).
Por una antigua y ya trasnochada biografía se dedujo en
su momento que aquel leve trastorno podía ser congénito, debido a la debilidad de un músculo ocular que su madre Caterina no ejercitaba como debiera. El pasaje es contando con
mucho detalle por Vasari:
—Mamma, hai fatto gli esercizi?, le preguntaba Leonardo
con delicadeza.
—Esercizi, esercizi! In boca chiusa non entran mosche Leo,
non sto per esercizi!
Y se iba la pobre mujer a lavar y lavar, pues si en algo
destacaba Leonardo además de por sabio era por limpio, escoscado y coquetón; siempre todo recién planchado y con
olor a fresco.
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Hace mucho tiempo que se desechó ésta como la causa
principal de su bizquera. Hubo sin embargo un estudio casi a
finales del siglo XIX –1886– realizado en la Universidad de Milán por el renombrado oftalmólogo Barrachetti, que hemos
creído más ajustado al caso que nos ocupa. Según este tratado, muy fundamentado y razonado por el doctor, el empapamiento constante de los párpados, una insistente exposición de
éstos a la humedad ambiental, redunda en una peligrosa flojera de sus músculos. Este debilitamiento influye principalmente sobre uno de ellos, el recto superior, desgastando el tejido
graso de la órbita, quedando así el globo ocular a su albur y
obligando con ello a la ineludible adecuación de las órbitas a
centrarse en sus ejes para resolver, a base de esfuerzo continuado, la disposición si no viciosa sí veleidosa de los ojos.
Sin querer adentrarnos en más tecnicismos que los necesarios, consideramos oportuno añadir un dato del que Vasari no se hizo cumplido eco, y difícilmente podía hacerlo, pues
la ciencia estaba donde estaba y además te jugabas la hoguera inquisidora.
Como es sabido, el ojo se aloja en la cavidad orbitaria,
protegido por los párpados superior e inferior, recubiertos de
una membrana conjuntiva en su parte interna en cuyo borde
se insertan las pestañas, que ahora no vienen al caso, y por
encima de ellas las cejas, a las que ya hemos nombrado, pero que ahora tampoco interesan. Para el buen funcionamiento del engranaje contribuye de manera especial el lagrimal,
que segrega la lágrima y actúa como lubricante. Este aparato llamado glándula lagrimal tiene forma arracimada y está
situado sobre el ángulo externo del ojo. Tras bañar la conjuntiva, dichas lágrimas se reúnen en el llamado lago lagrimal, situado en el ángulo interno, donde sobresale la carúncula. En cada párpado hay dos orificios llamados, con precisión cierta, puntas lagrimales. Pues bien, al grado de humedad extrema en el que solía moverse Leonardo y a la que sus
párpados se veían constantemente sometidos, unido al consabido gesto de interiorización, interrogación y concentración (Fig. 4) que normalmente suele acompañar el ejercicio
de pensar que entrecierra los ojos y frunce el ceño, en el caso de Leonardo de Vinci a esto se le unía la sobreexcitación
del nervio óptico, que jugaba con el globo ocular de modo
caprichoso y cuyo movimiento incesante propiciaba la caída
continuada de una lágrima que surcaba y perlaba sus ya de
por sí muy nobles mejillas y que él o alguno de sus incondicionales alumnos enjuagaban con pleitesía reverencial y
amor sin límites en hermosos pañuelos de seda veneciana ornados de brillantes colores y muy vistosísimos bordados. De
ahí, de ese incesante llorar de inteligencia, vienen las famosas “Lágrimas de Leonardo” que todavía hoy, con gran dificultad, pueden encontarse en algunas de las muy antiguas y
refinadas confiterías de Mantova, Pavía o Cremona.
Al gesto de pensar, que produce llanto, entrecierra los ojos,
frunce el ceño y altera algún nervio, habría que añadirle otro
momento de concentración todavía más acentuado, casi caricaturesco. Lo conseguía Leonardo en una de sus muchas actividades distintas y distinguidas. Él, que según sus biógrafos era hombre bellísimo (Fig. 5) y docto en cuantas materias se propuso, te-
Fig. 4. Ejemplo de concentración. “Tête de caracteré”.
Plomo. Messerschmidt 1736-1783.
nía una escondida debilidad que fascinaba a algunos sectores
de la corte, aunque no así tanto en los ambientes académicos o
simplemente eruditos, que lo consideraban una bajeza espiritual. Se gustaba el exquisito Leonardo en el equívoco ejercicio de
doblar barras de hierro con suma facilidad. No dejaba de ser
una actividad entre nigromántica y circense, pero a él le fascinaba. Si bien lo conseguía con menos esfuerzo que otros de sus
compañeros de farra, no por eso dejaba su semblante de arrugarse y fruncirse hasta el exceso (Fig. 4), así que, fuera por el
constreñimiento, fuese por la fuerza necesariamente liberada, en
ese momento, no solo su lacrimal surtía y el ojo izquierdo se escoraba peligrosamente hacia el centro, sino que en más de una
ocasión y muy a su pesar, como a cualquier humano que se empeñe en la tan dura como absurda tarea de doblar hierros, la
fuerza intensiva de su titánico esfuerzo se expandía por las grandes estancias del enigmático castello sforzesco en forma de ruidosísima ventosidad relinchante cuyo eco redoblaba las esquinas (Fig. 6), atemorizando la cerúlea virginidad de las jovencitas tontas, que aprovechaban el gesto cortesano de tapar su risa con la mano para de paso proteger su nariz de efluvios tan
incómodos, que no por ser de genio eran menos perfumados.
Bajo ningún concepto querríamos que este relato transcurriera entre lo escatólogico o lo simplemente chabacano;
cuanto menos reducirlo a la histérica liberación infantil del
“caca, culo, pis”. Se cuenta esta anécdota con la intención,
creemos que sana, de hacer más cercano al personaje, más
unido a nosotros, más tangible y mortal.
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Fig. 5. Ejemplos de belleza italiana en sus diferentes regiones. (Fuente: Editorial FHER).
Sin embargo querríamos, de una vez por todas, aprovechar esta oportunidad para desmentir lo que alguna crónica
de aquel tiempo contó con irreverencia.
Por muy cercano y próximo que queramos tener a nuestro
sabio, podemos demostrar ya de modo categórico, que jamás Leonardo, después de esas demostraciones de fortaleza
y alegría, blandiera sus gayumbos palomineros como si fueran blasones conseguidos en batalla, demostración que tan
del gusto era y sigue siendo de aquellos que de nada pueden
presumir y creen que agitando su pequeña miseria como si
fuese un logro, pueden confundir la opinión de la gente cabal. Con el ingenio pasa como con el talento: más vale no tener ninguno que no tener suficiente y eso es difícil de soportar. Tal vez fuera por esto por lo que algunos eruditos, académicos y tertulianos de entonces, de ayer, hoy y mañana no
gustasen de estas manifestaciones estentóreas que Leonardo
hacía solo como esparcimiento, por diversión, y a ellos, que
siempre ejercen de ilustrados, les obligaba a retorcer el ges98
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to en un mohín de supina estulticia. Por su naturaleza mezquina, opresora y cicatera nunca pudieron concebir que alguien como él mezclase arte, ciencia y sabiduría con el juego de vivir y solazarse. Por contra, les habría encantado que
exhibiera sus pequeños logros, sus plúmbeos estudios, su pequeña miseria, sus calzoncillos en fin, para tener algo en lo
que asemejarse al genio, para poder medirlo, cotejarlo, para poder devorarle y acabar fagocitando, rumiando, mascullando cualquier logro por deslumbrante que fuere, cualquier
idea por hermosa que ésta fuera, y transformarla en pueril,
regurgitarla en trivial y baldía y, en un trabajo tan artero como mezquino, ir dejando los conceptos sobados, sordos, manidos, sin razón de existencia ni significado alguno, sumiéndonos de ladina manera en el sopor de “lo normal”, lo convencional, lo ordinario. Pero Leonardo nunca se comportó
así. Jamás lo hizo; no era su estilo. Dobladas las barras, daba las buenas noches y se retiraba a sus aposentos. Eso era
y es lo que distingue a un artista de un erudito o académico
Fig. 6. Estudio de introspección aerofágica en el que Leonardo imaginaba
las consecuencias de los vientos. Codex Atlanticus.
Fig. 7. Feto humano en el útero.
Windsor 19102.
al uso: el saber estar. Callar antes que rebuznar y retirarse a
tiempo y hacerlo sin medallas, sin oropel ni palabras huecas,
en silencio, sin ese consabido zalameo endogámico y letal de
hoy te elijo a ti, mañana me condecoras a mí, y así año tras
año, lustro tras lustro, siglo tras siglo hasta la náusea.
Benedetto Croce, en su celebrado opúsculo de 1906, ya
hizo diferentes referencias que influyeron para desmitificar al
hombre, subrayando, como nos temíamos, que las barras
dobladas no eran ni con mucho tan gordas como las que relata Vasari. Todo esto en un momento dado produjo una desvalorización excesiva de la actividad mental y física de Leonardo, pero de nuevo posteriores exámenes, como los realizados por Olschka, Gentilus, Chastel, Bipurini o el mismo
Croce, devolvieron a su lugar al maestro y hoy ya no hay duda de que aquellas barras de hierro, sin ser tan voluminosas
como cuenta el de Arezzo, eran lo suficientemente gordas como para que nadie de su entorno pudiera doblarlas.
te quedara siempre placenteramente envuelto en líquido, líquido amniótico, pero líquido al fin y al cabo, lo que subraya
con énfasis nuestra tesis.
A continuación añadiremos parte de la ingente cantidad
de estudios sobre el agua realizados con sus correspondientes artefactos, máquinas y útiles. Los citaremos en italiano bajo el lacerante temor de ser tomados por pedantes. Fácil será
entender que nuestro personaje nació donde nació, hablaba
lo que hablaba y, aun siendo políglota, como comprobaremos
más adelante, su idioma materno era el que era y en él se expresaba normalmente. Sea pues por el rigor que tanto nos
preocupa, como por fidelidad al original, nos veremos obligados a citar el idioma de Dante cuantas veces precisemos:
“Canale con chiuse. Portelo di chiusa. Draga y modello
di draga. Canale Firenze-mare. Lo scaro di Serravalle. Modo di camminare sull’acqua (vid. Fig. 10) [al que haremos
referencia pormenorizada, pues es el hallazgo inédito y revelador de nuestro estudio]. Modo di respirare sott’acqua.
Salvagente. Respiratore. Guanti palmati (Fig. 8) [del que
añadimos ilustración muy elocuente]. Scafandro. Imbarcazione a doppio scafo e sottomarino. Sfondacarene. Ruota
idraulica. Sega idraulica. Modo de sollevare l’acqua in due
tempi. Viti d’Arquimide e ruote ad acqua. Tubi e Trivella”.
Todos estos trabajos pertenecen al Codex Atlanticus, al de
Madrid o a los de la Biblioteca Trivulciana, indistintamente.
Sirvan como ejemplos del empeño que Leonardo puso en encontrar todo tipo de propuestas y aplicaciones a la utilización
civil o preindustrial de las aguas. Del esmero, atención y constante contemplación para sus anotaciones es fiel reflejo este
Sabiduría y estrabismo.
Causa-efecto de la inteligencia.
Giacomo Caprotti y la impericia.
“El chapuzón chapucero” hallazgo inédito
Como se ha reseñado con anterioridad, fueron numerosísimos
los estudios que sobre el comportamiento de las aguas desarrolló Leonardo a lo largo de su vida. Cuánto no sería su interés por el proceder de los cuerpos en un medio húmedo, que
su atractivo le llevó hasta el principio de la vida, describiendo
y dibujando el feto humano con aguzada curiosidad (Fig. 7),
y no tanto por interesarle el embrión en sí, cuanto por que és-
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Fig. 8. Leonardo imaginando los “guanti palmati”
en hermosa composición de época. (Fuente: Editorial FHER).
Fig. 9. Leonardo en la noche de Milán acudiendo a sus laboratorios para ver
el comportamiento del agua en los recipientes.
texto: “De cómo la ondulación de la vasija golpeada se desliza muchas veces por la circunferencia hacia el medio de la vasija y de este centro retorna a su circunferencia. De cómo la
vasija de agua golpeada desde abajo hace saltar el agua fuera de la vasija. De cómo el agua golpeada sigue el movimiento reflejo de su percusor”. Así imaginamos al de Vinci hora tras hora hasta más allá de la madrugada (Fig. 9) entregado a la observación de estos aconteceres, dibujándolos y
anotándolos con aguda precisión.
“Un elemento importante común al arte y la ciencia del carácter experimental de Leonardo es la utilización de las matemáticas para establecer criterios y leyes generales según las cuales ordenar y escribir los fenómenos naturales. Él es el primer naturalista que ha buscado conscientemente en el instrumento matemático una clave de comprensión y representación; y es muy
expresivo que una de las pocas fuentes de su obra identificables
con certeza sea precisamente Arquímedes. Esta confianza en la
Matemática no se limita tan solo al auxilio que ella puede brindar a la técnica y a la mecánica sino que, en el platonismo de
Leonardo, es un medio por el que se realiza la correspondencia
armónica entre el microcosmos humano y el macrocosmos natural, y con ella queda garantizada la posibilidad o incluso la
validez de la investigación naturalista. En efecto, el elemento
predominante del Leonardo científico es la repulsa tanto de la
teología como de las ciencias ocultas y mágicas como fuentes
del saber; solo el método experimental, sostenido por las matemáticas, es posible y válido. El nexo completo y operativo entre
el aspecto creador y el científico de la obra de Leonardo puede
identificarse con la función que desempeña el dibujo, en el cual,
aparte de la fundamental realización poética, está presente un
cuidadoso y completo trabajo de descripción experimental en
función del análisis científico y de su utlilización técnica”.
Este último texto, bello e intenso, es de Raffaele Monti, versión española de Guerrero Lovillo para Ediciones Toray. Lo citamos con la expresa intención de no caer en el insano gesto
de la intertextualidad, tan de moda. Vanitas, vanitatis. Pensar,
imaginar, escribir en fin, como dice Juan Marsé, conlleva
gran esfuerzo.
Volvamos al Renacimiento. Teníamos a Leonardo haciendo
operaciones sistemáticas con los fluidos y sus recipientes. En
ese ambiente cargado de humedad su problema ocular se
agudizaba. Pero donde la unión de agua y pensamiento se hizo decididamente nociva al ojo delicado del maestro fue en
el proyecto “Camminare sull’acqua”, que antes mencionamos.
Perdido durante mucho tiempo, el documento carecía de dibujo ilustrativo notorio hasta 1988, año en el que fue encontrado en un legajo junto a otros estudios de hidraúlica, durante los trabajos de restauración que se llevaban a cabo en
la iglesia parroquial de Porta Vercelliana (pueblo al que se retiró Leonardo en el año 1499 a una parcelita que le regaló
Ludovico el Moro). Se le puso el gráfico título de “El chapuzón, chapucero”. Este inédito impresionante fue hallado bajo
el retablo del altar mayor, obra de Filippino Lippi, dedicado
a la exaltación de la Virgen della Porta. Se llamó así porque
lleva entre sus manos una puerta de tamaño considerable. A
decir verdad, aquí Filippino se sobró, y como no cobrase mucho por el encargo creyóse en el derecho de ahorrarse considerable trabajo. Hizo la puerta de tal tamaño que de la Virgen solo se ven unas breves y delicadas manos que la sujetan. Se adelantó así, creemos, a lo que se ha dado en considerar arte contemporáneo, el que propone el todo por la nada, o para ser menos crudos lo sugerido por el todo. Los habitantes de Vercelliana anduvieron un tiempo bastante moscas, pero luego se acostumbraron a la bella representación
de la madera y disfrutaban imaginando a su Virgen, ora llorosa, ora sonriente, según fuese la luminosidad del día, y es
que eso sí que tiene el arte moderno, que contenta al que
quiere y como le da la gana. Esto refuerza la conclusión de
Magrinya, que opina lo siguiente: la conquista del inútil ha
consistido en que las cosas bien hechas hayan llegado a no
tener más valor que las mal hechas, obteniendo así una astuta depreciación del concepto de valor. Insistimos, es una opinión. Pues bien, bajo la predela de aquel retablo, que filacteriaba con la inscripción latina “Propoterea populi confiteduntur o clemens, o pia, o dulcis virgo María”, se encontró este
tan bello como curioso esbozo de la colección leonardesca.
En él, una vez más, se representa una escena de género
acuático. Dibujados con trazo firme y enérgico se ven dos
hombres calzando zapatones, pertrechados con graciosos
bastones que les ayudan a mantenerse en el agua. El tema está tratado de forma alegre y vitalista. Según los expertos, los
hombres son: a la derecha Giacomo Caprotti, del que ya di-
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Fig. 10. Dibujo de Leonardo “El chapuzón, chapucero”. Dibujo y trabajo en el que basamos nuestro estudio.
Fig. 11. Alejandro Magno se hizo construir una jaula de cristal y mientras duró el aire admiró las maravillas submarinas.
Introducimos esta ilustración de época que nos puede explicar el mal rato pasado por Salai. (Fuente: Editorial FHER).
mos referencia, familiarmente llamado Salaino, y más allá de
la familiaridad, Salai, sobrenombre con el que ha quedado
en la historia. Tras él, recibiendo grandes goterones de agua,
el maestro (Fig. 10). Se deduce que fue este el momento en
que da Vinci perdió la paciencia y sufrió las peores consecuencias de la hidraúlica y la dinámica de los cuerpos.
Los zapatos que calzan eran como grandes babuchones de
cuero estañado herméticamente cerrados. Se suponía que servían para andar sobre el agua. Hasta conseguirlo hubieron de
hacerse muchos y onerosos ensayos cargados de dificultad,
cuando no decididamente arriesgados, como el que acontenció
al imprudente Salai con el buzo futurista, diseño del maestro.
El pobre Salai era un desmañado, tan bello como torpe, de
temple algo alocado. La tarde que probó el escafandro submarino (Fig. 11), ya fuera por la profundidad alcanzada o por
el tiempo dilatado que duró la prueba, se sintió atacado de los
nervios; comenzó a manotear como un desesperado. Dada su
impericia, descosió el artefacto por innumerables sitios, provocando al instante la entrada masiva de agua con las consecuencias que todos podemos imaginar. Cundió la alarma.
Cuando fue alzado a la superficie, su estado era agónico, de
irisado color violeta y labios amarillos, no amarillentos o pajizos, amarillo limón. Viendo Leonardo el resultado algo errado
de su experimento, culpable, se tiró en plancha sobre el alumno y aun a riesgo de embarrar la pluma fucsia de su tocado, le
hizo el boca a boca, allí mismo y sin dilación. Devolvióle la vida a Salai. Se preguntará el avisado lector y hará bien, si
aquella escena tórrida pudo traer consecuencias. Como quedó
dicho, el maestro era dado a engallarse, pero en esta ocasión
tampoco cuentan las crónicas si el revolcón pasó a mayores.
Nos atrevemos a añadir que todo quedaría en agua de borrajas, pues no creemos que Salai tuviera el cuerpo para zalamerías después del susto científico que le habían propinado.
Con estos antecedentes, cuando de ir a trabajar en agua
se trataba, Leonardo cogía a Salai en un aparte y en italiano
dulcísimo y paciente le explicaba el invento que iban a ensayar: “Caro Salai questo invento nuovo non si puó certo considerare una novitá. Camminare sul l’acqua tramite scarpe e rachette galligeanti non e nuovo. Sono idee che si perdono nella notte dei tempi e se propio volesimo cercare dei precedenti basterá sfogliare i codici medievali che a loro volta rimandono ad Archimede e ad al altre fonti”. Y el maestro proseguía
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Fig. 12. Dibujo Jorge Gay.
en su italiano musical bajo la embelesada mirada del alumno:
“Questi chi vedi sono disegni curiosi e rapidi, di strema godibilitá, dai quali sembra trasparire il compiciamiento dell’uomo
dominatore degli elementi. Sono disegni tra i quali ricordiamo
Leon Battista Alberti che a trattato di recuperare certi nave romane dal fondo del lago di Nemi”. En cuanto oyó Salai hablar
de fondo, se puso a temblar como la gelatina. Leonardo le calmó y le insistió una y mil veces que esto era diferente, que se
trataba de andar sobre el agua, a lo que Salai no sabía qué
cara poner y frunció el ceño: “Maestro, no jodamos con los
ramos; lo que usted me está explicando fue milagro de Evangelio… ”. No las tenía todas consigo pero era ferviente seguidor del sabio de Vinci y hacía lo que él creyese oportuno.
Aquella mañana, con atrevida resolución y espíritu entusiasta, se fueron a buscar los humedales. Era invierno, la niebla cubría el valle. Calzaron los extraños zapatos, cogieron
los bastones y comenzaron a caminar sobre las aguas como
seres de otros mundo.
—¡Funciona, funciona!, gritaba alborozado el joven entusiasta.
Sin embargo, no llevarían andados más de doscientos metros cuando el alumno empezó a manifestar su alarmante ineptitud. Chapoteaba como un niño. Aquellos chapuzones, aquellas gotas heladas caían sobre el rostro ya iracundo del maestro, que harto y ya cansado de tanta torpeza le gritó en un español muy claro y con el ojo izquierdo ya muy desajustado:
—¡Coño, Salai, me estás mojando…!
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Fig. 13. Dibujo Jorge Gay.
Fig. 14. Mañana parisina con mi tío Jacques y Leonardo de Vinci.
El momento fue comentado muy por encima por el cronista de Arezzo. Se creyó entonces que era solo un episodio
más, casi intrascendente, del riquísimo anecdotario del que
goza Leonardo. Quedó archivado en la biblioteca del Kaiser
Friederich Museum junto a un pequeñito dibujo sin mayor interés artístico que ilustraba muy vagamente el modo de andar
sobre las aguas en aquellos años.
El hallazgo de la obra que hoy tenemos el placer de presentar posee doble valor: el artístico como tal, no hay más que
verlo con su gracia, su tronío y su trazo vigoroso, pero principalmente el histórico: nunca se pensó que un suceso tan baladí como andar por el agua tuviera mayor interés que el meramente festivo, pero el descubrimiento de esta obra da buena fe de la importancia que tenía el episodio, poniéndonos
sobre la pista de cuál fue en definitiva la causa principal de
la bizquera: deja clara constancia del momento en que Leonardo contrae el estrabismo y de cómo éste es tan deudor del
amor y del mosqueo como de la concentración y el remojo.
Ha sido emocionante concluir estos motivos a través de un
dibujo que describe con tanta precisión la tesis que siempre
imaginamos y defendimos. Ahora queda todo demostrado
con el aporte teórico fundamental y la documentación gráfico-histórica pertinente.
Si en estos textos, de algún modo, hemos sabido transmitir a nuestros pacientes lectores la emoción que en cada deducción, descubrimiento o hallazgo nos embargaba, damos
por buenas todas las horas de esfuerzo y sacrificio invertidas
en su descripción y análisis.
Manifestamos sin rubor el orgullo que nos invade, creemos que lícito, por ser quienes hemos rescatado de las tinieblas de la ignorancia a la luz del disfrute y de la erudición este hermosísimo documento Vinciano: “El chapuzón, chapucero”. Esperamos que sea deleite de estudiosos e historiadores.
Luego ya vendrán con la rebaja. Le pondrán data, dudarán
de su autoría y nos pondrán a parir. Mientras, que disfruten
de su bella presencia y escriban después sus eternos opúsculos y excitantes tesinas.
Hemos sido dichosos demostrando que esa bizquera, como siempre supimos, es fruto del amor, el empeño, la búsqueda, la pasión y la investigación peremnes que Leonardo
imprimía siempre a todo en su vida, como el gran artista que
era y c. q. d.
Pensar e imaginar desborda los márgenes de lo que hoy
se da en llamar lo “políticamente correcto”, rebosa los lindes
de la norma y los preceptos establecidos. Pensar, imaginar y
hacer de esto un signo, un gesto que se haga presencia, no
es ni lo habitual ni lo normal ni mucho menos lo corriente.
Imaginar es la inquietante capacidad que descubre las relaciones ocultas entre las cosas y exige de un esfuerzo, de un
algo más, de una inteligencia sutil que sepa llevarnos al límite y aun así nos permita a la vez seguir creyendo en la realidad; requiere de un ahínco que lleve prendado el conocimiento, no para transportarlo más allá y hacerlo más trascendente, no; para empeñarse en traerlo más acá y hacerlo
más amplio, más vasto, más extenso. Revelar el misterio con
el poema de la carne, no de la fe, para hacernos hoy más sabios, más esponjosos, más libres.
Nunca corrieron buenos tiempos para conseguir lo que decimos. A Leonardo, como hemos demostrado, le costó la bizquera; otros, perseguidos, sufrieron burla, juicios, escarnios y
humillaciones. Algunos pagaron con su vida. Los más anduvieron vagando por las calles en silencios culpables y sin rostro.
Para terminar, una apostilla exculpatoria: todas las barbaridades científicas expuestas estuvieron al sano servicio de una
verdad: el arte es difícil, arriesgado y complejo. Según la inteligencia y sagacidad de cada cual, unos se juegan un ojo y
otros la vida. Nadie se salva. Aun así, o por eso, siempre lleva con él la fascinación y la intensidad de vivir.
■
Salen los hombres a buscar
el ruidoso estrépito de una idea (Fig. 12).
Salen a transgredir la regla,
a la tragedia
de revolver los días
en aguas pantanosas del presente.
Como un reguero de cristales mojados
les queda su mirada estremecida
y sus manos inermes no desean
volver a construir lo deseado.
Busca y sigue buscando
el hombre entre las sombras
de la historia, reflejada en la nada
del espejo de azogue corrompido (Fig. 13).
Habrá que erigirnos en luz,
que construir en luz, en aire y en vacío.
Habrá que deshacer
la forma, la norma y renovarla
para hacerla creíble,
para hacernos creíbles
a la nueva mirada de los hombres,
a su helado corazón en flor.
Volver a empezar, como siempre empezaron.
Hacernos bizcos igual que Leonardo.
Jorge Gay Molins*
Pintor
Bibliografía
– Canestrini, G., Leonardo constructor de máquinas, Milán 1939.
– Cianghi, R., El museo vinciano, 1957.
– De Toni, G., “Estudios de mecánica en Leonardo”, Simposio internacional de Historia de la Ciencia, Florencia 1969.
– Gibbsd-Smith, Las invenciones de Leonardo, 1979.
– Stiinitz, K.T., Leonardo arquitecto teatral y organizador de fiestas, Florencia 1974.
– Raffaele Monti, Leonardo da Vinci, Ediciones Toray, Barcelona 1969.
– Cianchi, Marco, Le macchine di Leonardo, Becocci Editore.
Ya se ha dicho que es de ley aportar la documentación bibliográfica, pero debemos
confesar que la mayor parte de la información aquí transcrita nos fue dictada por el
propio Leonardo la mañana de nuestro encuentro en París. Él disfrutaba de una breve estancia en Francia haciéndole algún trabajo a Francisco I, mientras yo daba mi
paseo diario con mi tío Jacques (Fig. 14).
* Tratamiento de imagen: Diego Sánchez Latorre.
I.T. N.o 58. 2002
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