Juan Antonio García Amado/Pablo Raúl Bonorino Ramírez Juan Igartua Salaverría/Victoria Iturralde María Concepción Gimeno Presa Alfonso García Figueroa/Thomas Bustamante Roger Campione/Jacobo Dopico Gómez-Aller Teoría del derecho y decisión judicial Editado por Pablo Raúl Bonorino Ramírez Presentación El presente libro recoge parte de los resultados del proyecto de investigación SEJ2007-64496, titulado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial”, proyecto del que soy investigador principal y que cuenta con un equipo de doce investigadores de diversas universidades españolas. Los trabajos aquí recogidos son reflejo de los objetivos de dicho proyecto y manifestación de las labores conjuntas del equipo, lo que no es óbice para la autoría individual de cada uno. Contamos también con dos artículos de profesores ajenos al proyecto, pero que intervinieron como invitados en algunas de sus reuniones y que amablemente se brindaron al diálogo con todos y a la participación en este libro. Se trata de los doctores Thomas Bustamante, de la Universidad de Aberdeen y Alfonso García Figueroa, de la Universidad de CastillaLa Mancha, a quienes agradecemos muy sinceramente su colaboración en esta obra y en nuestros debates. En nombre de todos los integrantes del equipo, debo dejar constancia también del agradecimiento al profesor Pablo Raúl Bonorino por su tarea de coordinación y edición del presente volumen. Juan Antonio García Amado ¿Qué es una falacia?1 Pablo Raúl Bonorino Ramírez Universidad de Vigo El término “falacia” se emplea como arma arrojadiza en los intercambios argumentativos. Las disputas que derivan en un procedimiento judicial son esencialmente argumentativas, por lo que resulta común que las partes cuestionen la posición de su rival atribuyéndole la comisión de “falacias”, o que al fundar un recurso contra la sentencia que pone fin a la controversia afirmen que el juez ha incurrido en alguna “falacia” en su fundamentación. Tradicionalmente se suelen definir las falacias como aquellos argumentos que resultan psicológicamente persuasivos pero que un análisis más detallado revela como incorrectos desde el punto de vista lógico (Copi y Cohen 1995: 126)2 . La importancia de su estudio radica en que es necesario estar prevenidos y poder identificar las falacias, pues de lo contrario 1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 2. El término “falacia” se utiliza en algunas ocasiones para referirse a una creencia errónea, o a un enunciado falso. Por ejemplo, cuando alguien dice “sostener que el neoliberalismo es inevitable es una falacia”. No utilizaremos el término en este sentido coloquial, sino que intentaremos precisar la noción técnica de “falacia” tal como se la entiende en los estudios de lógica informal. 9 Pablo Raúl Bonorino Ramírez podrían hacernos incurrir en errores al argumentar o incluso hacernos aceptar creencias sin buenas razones. En este artículo analizaremos la relación entre falacias y razonamiento jurídico. A través del análisis de una serie ejemplos clásicos (apelación a la ignorancia, argumento de autoridad y apelaciones a la emoción) mostraremos como el uso de este tipo de argumentos en el contexto jurídico nos permite reconsiderar el concepto mismo de argumento falaz. Un caso típico de falacia, mencionada en todos los libros sobre la materia, es la denominada “apelación a la autoridad”. En ella se pretende apoyar la verdad de la conclusión valiéndose de una premisa en la que se afirma que una determinada autoridad ha dicho aquello que se pretende concluir. Por ejemplo: “Fernando Alonso ha dicho que más vale comprar bonos que invertir en la bolsa, por lo tanto, más vale comprar bonos que invertir en la bolsa”. El único apoyo para la conclusión es la supuesta afirmación del corredor de autos, lo que puede resultar persuasivo (según el grado de fanatismo que aquél al que va dirigido el argumento manifieste en relación con el deportista en cuestión), pero que de ninguna manera puede ser considerado un buen argumento. Un análisis minucioso nos permite apreciar que no existe conexión entre lo que se afirma en las premisas y aquello que se pretende derivar a manera de conclusión. Lo que Alonso haya dicho resulta irrelevante en relación con lo que debería hacer un inversor con su dinero. Aunque no pretendemos ingresar en polémicas teóricas -pues excederíamos los límites impuestos a este artículo-, debemos señalar que esta caracterización dista de ser adecuada (Cf. Comesaña 1998, Grootendorst 1987, Walton 1989). Consideramos que una “falacia” no es (como se supone en su sentido tradicional), un argumento inherentemente erróneo o incorrecto, sino que debe evaluarse en cada caso particular a la luz del contexto dónde aparece, y asociado a la violación de ciertas reglas implícitas que rigen la argumentación en esos contextos. Si bien la aclaración sobre la relatividad contextual 10 ¿Qué es una falacia? del concepto de “falacia” parece indiscutible (ya lo insinuaba Aristóteles en los “Elencos Sofistas”), la forma de identificar esas reglas resulta sumamente dificultosa, lo que impide la elaboración de una teoría general aplicable a cualquier contexto. En nuestro caso, además, deberemos tener en cuenta las peculiaridades del contexto jurídico a la hora de explicar los distintos tipos de falacias que hemos seleccionado. Un error muy común en este tema es proyectar los resultados de estudios realizados sobre otros contextos argumentativos sin prestar atención a las peculiaridades propias del discurso jurídico (Cf. Warat 1987). El resultado puede ser catastrófico, pues muchos argumentos que en contextos científicos, por poner un ejemplo, resultan casos claros de falacias, en contextos jurídicos resultan ser no sólo habituales, sino indispensables formas de argumentar (Cf. Walton 2002). Para seguir con nuestro ejemplo. La “apelación a la autoridad” constituye un argumento muy común en la práctica jurídica. Los tribunales inferiores invocan a menudo las decisiones de tribunales superiores para apoyar sus fallos. La corte invoca sus propias resoluciones del pasado como fundamento de sus decisiones. Los doctrinarios tratan de dotar a sus afirmaciones de la mayor cantidad de adhesiones entre los hombres ilustres de la disciplina de que se trate. Los textos que acompañan la sanción de las leyes del estado, los debates previos a la sanción de normas generales, etc., son todos considerados fuentes inagotables y valiosas de razones con las que apoyar las conclusiones que se pretendan hacer valer en disputas interpretativas, precisamente por la autoridad del legislador de las que emanan. En otras palabras, la apelación a la autoridad no constituye una forma errónea de argumentar en todos los contextos posibles. En el campo del derecho constituye una forma correcta y habitual para apoyar ciertas afirmaciones. Lo que no significa que a veces no se pueda incurrir en un uso inadecuado o falacioso de este tipo de argumentos. 11 Pablo Raúl Bonorino Ramírez El desafío es establecer en que casos, y bajo que condiciones, los argumentos considerados tradicionalmente falacias lo son también en el marco de una argumentación jurídica. Y eso es lo que pretendemos hacer –de forma parcial- en este trabajo con los casos que hemos seleccionado. El catálogo de falacias – o errores en la argumentación- que presentaremos es inevitablemente incompleto, porque, como señalara De Morgan “no hay nada similar a una clasificación de las maneras en que los hombres pueden llegar a un error, y cabe dudar de que pueda haber alguna” (Copi 1974: 81). Pero a pesar de su incompletitud, constituye una herramienta indispensable para el jurista a la hora de evaluar sus propios argumentos y los que presentan sus colegas a su consideración. Se llama falacia de apelación a la ignorancia, o argumento ad ignorantiam, a aquel argumento en el que se pretende afirmar como conclusión que un enunciado es verdadero o falso, apoyándose en una única premisa en la que se sostiene que no se ha podido demostrar la falsedad (o verdad) del enunciado en cuestión. Son ejemplos de este tipo de argumento los siguientes: (P) No se ha podido demostrar que las afirmaciones de la astrología sean falsas. (C) Las afirmaciones de la astrología son verdaderas. (P) Nadie ha demostrado jamás que los ovnis existan. (C) Los ovnis no existen. En los dos ejemplos se puede observar como, de la constatación de la falta de evidencia en apoyo de una afirmación, se pretende derivar como conclusión su negación (o a la inversa, de la falta de prueba en apoyo de una negación se pretende sacar como conclusión la afirmación del enunciado ne12 ¿Qué es una falacia? gado). Como no hay pruebas capaces de avalar la verdad de lo que dices, entonces lo que dices es falso. O bien, como no hay pruebas suficientes que apoyen la falsedad de lo que digo, entonces lo que digo es verdadero. En ambos casos se pretende inferir de la falta de conocimiento (de la ignorancia, de allí su nombre) sobre la verdad o falsedad de una afirmación, el conocimiento sobre el valor de verdad de la misma. Pero se olvida que, de la misma manera que no es posible transmutar el bronce en oro, tampoco se puede transmutar la ignorancia en conocimiento. La estructura de la falacia de apelación a la ignorancia es la siguiente: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que P es falso. (C) P es verdadero. O en su otra variante: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que P es verdadero. (C) P es falso. Ejemplos muy comunes utilizados en los libros de lógica informal para ilustrar esta falacia son los siguientes: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que Dios no existe. (C) Por lo tanto, Dios existe. O en su otra variante: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que Dios existe. (C) Por lo tanto, Dios no existe. 13 Pablo Raúl Bonorino Ramírez En ambos casos estamos en presencia de un argumento falaz, esto significa que a pesar de que pueda parecer persuasivo en algunos contextos, en realidad no hay buenas razones en las premisas para aceptar la verdad de la conclusión. La premisa puede ser verdadera, pero de allí no se sigue que la conclusión también lo sea. La razón es que no existe conexión semántica entre lo que se afirma en la premisa y en la conclusión (Cf. Walton 1999). Las falacias por lo general están relacionadas directa o indirectamente con la carga de la prueba de una afirmación. Por regla general quien hace una afirmación tiene que mostrar por qué dicha afirmación debe ser considerada verdadera. Debe probarla. En esos casos se dice que el sujeto posee la carga de la prueba. Ahora bien, cuando alguien hace una afirmación sin ningún tipo de fundamento es muy fácil incurrir en la falacia de apelación a la ignorancia como respuesta. En esos casos, conviene ser consciente de las reglas que rigen el contexto de argumentación racional y exigir a quien realice una afirmación sin fundamento que exponga las razones por las que deberíamos aceptarla, y no contestarle diciendo que como no lo ha probado entonces lo que dice es falso. Cuando alguien afirma algo sin justificarlo la respuesta más apropiada no es formular una negación igualmente injustificada ni asumir indebidamente la carga de la prueba de dicha negación. Lo que se debe hacer es resaltar que no se ha brindado apoyo para dicha afirmación y reclamarlo antes de continuar la discusión. En muchos contextos resulta muy difícil mantener la calma. Por ejemplo, cuando un paranoico afirma en nuestra presencia, y sin ningún fundamento, que es objeto de una demencial conspiración de la que somos parte, y transforma nuestra incapacidad para refutar sus dichos en ¡la única prueba en apoyo de la existencia de dicha conspiración! O cuando una pareja celosa nos endilga una infidelidad y se refuerza en su convicción inicial solo porque somos incapaces de demostrar que no ha sido cierto. En todos esos casos hay que recordar que la apelación a la ignorancia es un argumento falaz, y no debemos utilizarlo 14 ¿Qué es una falacia? como réplica. Y también que quien realiza una afirmación tiene la carga de probar su verdad. En el contexto judicial existe un principio básico que obliga a considerar inocente a un sujeto acusado de cometer un delito si no se puede probar su culpabilidad. El argumento en estos casos parece ser muy similar a la falacia que estamos analizando. “Como no hay pruebas suficientes para afirmar que has cometido un delito, entonces debemos concluir que eres inocente.” Pero en los casos en los que se aplica el principio procesal de inocencia debemos hacer un análisis más cuidadoso antes de sostener que los jueces utilizan falacias cada vez que rechazan una acusación por falta de pruebas suficientes. Estos típicos argumentos judiciales se pueden interpretar de dos maneras diferentes: [I] (P) No hay pruebas que permitan afirmar que el sujeto K ha cometido abusos a menores de edad en su rancho. (C) Por lo tanto, el sujeto K no ha cometido abusos a menores de edad en su rancho. [II] (P) No hay pruebas que permitan afirmar que el sujeto K ha cometido abusos a menores de edad en su rancho. (C) Por lo tanto, el sujeto K debe ser considerado jurídicamente inocente de la acusación de haber cometido abusos a menores de edad en su rancho. Si los argumentos judiciales que se formulan en aplicación del principio de inocencia se entienden de la primera forma, 15 Pablo Raúl Bonorino Ramírez entonces estamos en presencia de una clara falacia de apelación a la ignorancia. Pues de la falta de pruebas para apoyar la verdad del enunciado que afirma que K cometió abusos a menores de edad no se puede inferir que no los haya cometido, esto es, que el enunciado que dice que K ha cometido abusos a menores de edad sea falso. Pero los argumentos judiciales no son de este tipo, pues el juez no pretende afirmar como conclusión la verdad o la falsedad del enunciado que describe la conducta del imputado, sino que el enunciado que defiende como conclusión alude al estatus procesal que cabe atribuirle en virtud de la prueba recolectada en el proceso. El argumento utilizado en esos casos se asemeja a la segunda interpretación posible, y por ello no se puede considerar una falacia de apelación a la ignorancia. Esto queda en evidencia de manera más clara cuando completamos la reconstrucción incorporando la premisa tácita –el principio procesal de inocencia-: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que el sujeto K ha cometido abusos a menores de edad en su rancho. (PT) Si no hay pruebas que permitan afirmar que el imputado ha cometido el delito de que se le acusa, entonces debe ser considerado jurídicamente inocente. (C) Por lo tanto, el sujeto K debe ser considerado jurídicamente inocente de la acusación de haber cometido abusos a menores de edad en su rancho. La conexión semántica entre las premisas y la conclusión se hace visible en esta reconstrucción completa. No estamos en presencia de la estructura que caracteriza a la falacia de apelación a la ignorancia. Esto no significa que en muchos casos, algunos abogados o incluso las partes, no incurran en ella al pretender derivar de una declaración procesal de inocencia una afirmación sobre la verdad o falsedad del contenido 16 ¿Qué es una falacia? de la acusación. Michael Jackson, por poner un ejemplo, fue declarado inocente de los cargos de abusos de menores que se le imputaban por falta de pruebas suficientes. Esto tuvo muchas consecuencias jurídicas fundamentales para la vida del cantante, la más importante de ellas es que no pudo ser condenado y evitó pasar muchos años en la cárcel. Pero lo ocurrido en el juicio –esto es la falta de evidencia que permitiera al jurado afirmar sin duda razonable que el contenido de la acusación era verdadera-, no permite hacer ninguna afirmación sobre la verdad de dicho enunciado: no se puede decir ni que era verdad que abusaba de menores ni que era mentira que lo hiciera. En caso de que alguien formulara alguna de estas opiniones, y pretendiera apoyarlas sólo sobre la base de las actuaciones procesales, incurriría en un caso flagrante de falacia de apelación a la ignorancia. Se denomina falacia de apelación a la autoridad (o argumento ad verecundiam) a aquel argumento en el que la única premisa expresa la opinión de una supuesta autoridad en determinada materia y, a partir de ella, se pretende defender como conclusión la verdad del contenido de dicha opinión. Pero no toda apelación a la autoridad conduce a un argumento falaz. De hecho nuestro conocimiento sobre muchas áreas descansa sobre la confianza que nos merece las opiniones de ciertos expertos de los que hemos aprendido. La apelación a la autoridad es falaz cuando la persona cuya opinión se utiliza como única premisa no tiene credenciales legítimas de autoridad sobre la materia en la que se este argumentando. Más adelante veremos con más detalle las reglas que rigen la correcta apelación a la autoridad, antes presentaremos algunos ejemplos. [I] (P) La modelo Margarita Labella sostiene que la reelección presidencial es justa y necesaria. 17 Pablo Raúl Bonorino Ramírez (C) Por lo tanto, la reelección presidencial es justa y necesaria. [II] (P) Albert Einstein sostuvo que ninguna causa puede justificar una guerra. (C) Por lo tanto, ninguna causa puede justificar una guerra. [III] (P) El premio Nobel de literatura ha dicho que Estados Unidos está profundamente equivocado en su política internacional. (C) Por lo tanto, Estados Unidos está profundamente equivocado en su política internacional. [IV] (P) La Corte Constitucional ha fallado que los matrimonios homosexuales son inconstitucionales. (C) Por lo tanto, los matrimonios homosexuales son inconstitucionales. Los cuatro argumentos presentados constituyen casos de apelación a la autoridad, pero no todos ellos son falaces. El primero es muy común en la actividad publicitaria. Se defiende la bondad de un producto –medida, política, servicio, etc.- sólo sobre la base de que algún famosillo o ídolo del momento así lo afirma. Independientemente del éxito que pueda tener esta estrategia argumentativa en el campo comercial, aumentando considerablemente las ventas, se trata de un ejemplo claro de falacia de apelación a la autoridad. Los dos casos siguientes 18 ¿Qué es una falacia? son usos falaces pero más sutiles, y suelen emplearse más a menudo en contextos de argumentación racional. Una eminencia en cierto campo, por ejemplo la física o la literatura, no constituye por el sólo hecho de serlo una autoridad en otros dominios de conocimiento. Apoyar el pacifismo porque Einstein sostuvo que era la mejor opción política, por ejemplo, lleva a cometer una falacia. Sostener cierta interpretación de la teoría de la relatividad apoyándose en lo que Einstein dijo al respecto no lo es – al menos en la mayoría de los contextos argumentativos-. Finalmente, el ejemplo jurídico es un caso claro de apelación a la autoridad no falaciosa. Sostener el carácter inconstitucional de una disposición citando en apoyo lo que la máxima autoridad sobre la materia a dicho no constituye una falacia. Este tipo de argumentos son muy corrientes en la práctica jurídica, no solo apelando a los tribunales superiores, sino también a figuras destacadas de la doctrina o a otros jueces de prestigio. La estructura de la Apelación a la autoridad es la siguiente: (P) El sujeto A afirma P (C) P Podemos tratar de sistematizar algunas reglas que nos permitan dirimir cuando un argumento ad verecundiam constituye una falacia (Cf. Comesaña 1998, Kelley 1990, van Eemeren et al, 2002). Estas reglas no brindan un método para determinar de forma inequívoca el carácter falacioso o no de una apelación a la autoridad en cualquier contexto en el que se emplee. Constituyen una guía para llevar a cabo la evaluación, pero no permiten automatizarla. Debemos examinar caso por caso teniendo en cuenta el contexto en el que se argumenta para poder afirmar la existencia de un argumento falaz. [1] Si la autoridad a la que se apela no es competente en la cuestión que se está discutiendo el argumento ad verecundiam es falaz. 19 Pablo Raúl Bonorino Ramírez Esta regla es la que permite descalificar como falaces la apelación a la opinión de expertos en ciertos campos, o a la de gente talentosa en ciertas actividades, pero para apoyar como conclusión enunciados que no corresponden a la disciplina en la que descollan o sobre materias para las que no poseen ninguna cualificación especial. Los ejemplos tomados de la publicidad a los que hemos aludido al inicio constituyen falacias en virtud de esta regla. Pero no todos los casos son tan claros como el de un futbolista citado en apoyo de una medida política o de un medicamento contra el cáncer de mama. La gran especialización que caracteriza al conocimiento en nuestras sociedades lleva a que ciertos sujetos sean expertos en ciertas ramas de su disciplina pero no en todas ellas. Un físico de la atmósfera difícilmente pueda ser citado como autoridad en una discusión sobre el principio de complementariedad cuántica, a pesar de ser un físico diplomado y la materia sobre la que se discute sea la física. Un penalista tampoco resulta un experto en derecho de familia, a pesar de ser un jurista. Si bien estos casos son menos falaces que las manipulaciones publicitarias, también resultan argumentos de escasa solidez por constituir falacias de apelación a la autoridad. [2] Si existe desacuerdo entre los expertos y se apela a uno de ellos sin dar cuenta de la discusión el argumento ad verecundiam es falaz. Es frecuente encontrar desacuerdos entre los expertos en determinadas materias. Economistas, psiquiatras, juristas, politólogos, filósofos… Todas las disciplinas poseen cuestiones en las que sus autoridades no se encuentran de acuerdo. En estos casos se debe verificar que efectivamente estemos en presencia de un desacuerdo genuino entre legítimos expertos en una determinada cuestión, y no meramente ante un cruce de opiniones entre un experto y un sujeto que se hace pasar por experto. Pero una vez confirmado este punto, entonces resulta falaz apoyarse solo en la opinión de uno de los grupos en pugna sin mencionar la existencia de la disputa y sin justificar por qué se ha adoptado dicha posición. En estos casos se debe 20 ¿Qué es una falacia? defender con argumentos adicionales la apelación a un grupo de expertos en lugar de a los otros, de lo contrario corremos el riesgo de incurrir en una falacia de apelación a la autoridad. En el terreno de la práctica judicial estamos en presencia de una situación similar a la descrita anteriormente cuando las partes han encargado sendas pericias -sobre la cuestión técnica que sea- y los dictámenes periciales no son concordantes. En estos casos el juez no puede apoyarse en uno de ellos sin justificar porque ha desechado el restante, so pena de incurrir en un argumento falaz y, en consecuencia, de debilitar seriamente la fundamentación de su decisión. [3] Si la discusión es entre expertos y se apela a la autoridad de un experto del mismo grado o de un grado inferior a quienes protagonizan la discusión entonces el argumento ad verecundiam es falaz. Esta regla se basa en que la autoridad es una propiedad que se presenta en grados. Un estudiante de derecho es una autoridad para los estudiantes de física, pero no lo es para sus profesores, y estos, a su vez, pueden considerarse una autoridad respecto de sus alumnos pero no para otros especialistas de su área. Así como es difícil determinar en ciertos casos si un sujeto puede considerarse una autoridad o no, lo es más aún precisar el grado de autoridad que cabe atribuirle. Pero como dijimos al presentar estas reglas, esto es lo que lleva a tener que evaluar caso por caso los argumentos antes de poder determinar su carácter falacioso y, sobre todo, es lo que determina que dicha tarea no resulte mecánica. Resulta falaz apelar a una autoridad de un experto del mismo grado de los que protagonizan la discusión o bien de grado inferior, pero no lo es apoyarse en la opinión de expertos de grado superior. Por ejemplo, en la disputa entre Bohr y Einstein sobre cuestiones de física teórica, ninguno de los dos podía apelar a la opinión de otro físico para dirimir la cuestión sin cometer una falacia. En la práctica jurídica es común que 21 Pablo Raúl Bonorino Ramírez los jueces apoyen sus posiciones en lo dicho por otros colegas en sus sentencias. En estos casos resulta legítimo apoyarse en autoridades de grado superior e incluso del mismo rango –y en la práctica judicial resulta un poco más sencillo determinar las jerarquías. Pero constituye una falacia cuando la autoridad a la que se alude es de grado inferior a la autoridad del que argumenta. En estos casos, no obstante, hay que tener cuidado en no confundir autoridad judicial con autoridad cognitiva. Puede que un sujeto sea una eminencia en cierta área especializada pero que en la jerarquía judicial se encuentre en un grado inferior a quien pretenda hacer valer su opinión. En estos casos no estamos ante una falacia porque el sujeto sería citado como autoridad teórica y no como autoridad judicial. La mayoría de las apelaciones a la autoridad en materia judicial no son falaces, pues o bien se alude a la opinión de teóricos de reconocido prestigio, o bien a la de organismos jerárquicamente superiores. Pero conviene tener presente esta regla al evaluarlas, porque pueden existir usos falaciosos no evidentes. Una cuestión muy distinta es aceptar los argumentos formulados por otros jueces. En ese caso, la conclusión se apoya en el argumento formulado por la autoridad y no sólo en su opinión. Es muy común adherirse a las razones de un juez preopinante, por ejemplo. En esos casos no estamos apelando a su autoridad –lo que sería prima facie falaz según esta regla-, sino que estamos tomando sus argumentos. Si dichos argumentos son sólidos en boca de un colega, también lo serán en la nuestra. Pero su solidez no dependerá de quién haya sido el que los ha formulado antes, sino que, tal como haríamos para evaluar cualquier argumentación, deberemos examinar la verdad de sus premisas y la corrección lógica de sus estructuras. No estamos en presencia de un argumento de apelación a la autoridad, o al menos, no cómo único soporte para nuestras afirmaciones. [4] Si la discusión es sobre una cuestión que no requiere un conocimiento especializado –o de habilidades especiales 22 ¿Qué es una falacia? que no posea una persona común- el argumento ad verecundiam es falaz. No todas las cuestiones que se discuten requieren de un conocimiento especializado para ser resueltas. Incluso cuando se argumenta en el marco de una disciplina establecida, como el derecho, pueden surgir disputas puntuales sobre aspectos no técnicos para los que no se necesiten conocimientos especiales para fundar una posición. Gustos, posiciones valorativas o elecciones políticas pueden no requerir más que ciertas dosis de sentido común. En esos casos resulta falaz apelar a la autoridad, pues quien argumenta se encuentra en condición de ofrecer sus propias razones para que se acepten sus creencias al respecto. La práctica jurídica –y la vida académica- presenta un caso paradigmático de falacia por violación de la regla que estamos analizando: el sujeto que apoya sus opiniones de sentido común en una catarata de citas de autoridad, con la única finalidad de ocultar la falta de argumentos con que pretende defender su posición. [5] Si la materia sobre la que se discute no constituye una disciplina establecida -con expertos reconocidos- el argumento ad verecundiam es falaz. Esta regla descansa sobre la distinción entre disciplinas científicas o teóricamente reconocidas, y seudociencias o seudodisciplinas. La distinción es sumamente problemática pero conviene tenerla en cuenta. La astrología, la ovnilogía, la ciencia de la adivinación o de las runas, etc. son casos paradigmáticos de seudodisciplinas en las que muchos sujetos se autodenominan expertos. Constituye una falacia la apelación a dichas autoridades no porque no sepan sobre runas, por ejemplo, sino porque el conocimiento sobre runas no posee las características que definen otros campos del saber claramente establecidos, como la biología o la física. Sería impensable que un juez fundamentara una decisión apoyándose en la opinión de un reconocido experto en astrología, pero si tal cosa ocu23 Pablo Raúl Bonorino Ramírez rriera, lo descalificaríamos por tratarse de un argumento falaz de apelación a la autoridad. En las llamadas falacias de apelación a la emoción se agrupan una serie de argumentos que se caracterizan por movilizar ciertas emociones básicas en el auditorio, poseer un gran poder persuasivo, tender a anular la razón crítica buscando reacciones instintivas no razonadas, y que, tal como hemos dicho en el inicio, no son inherentemente falaces –aunque en muchas ocasiones si lo son, como cuando las premisas no guardan ninguna relación con la conclusión que se quiere fundar con ellas. En este segmento del trabajo presentaremos el argumento de apelación al pueblo (que apela a la solidaridad grupal), el argumento de apelación a la fuerza (que moviliza el temor que puede producir el uso de la fuerza) y el argumento de apelación a la misericordia (que descansa sobre la emoción básica de la piedad). El argumento de apelación al pueblo, o argumentum ad populum, se puede caracterizar como aquel argumento en el que las premisas movilizan el entusiasmo masivo o los sentimientos populares con el objeto de ganar asentimiento para su conclusión. En ellos se afirma que la conclusión es verdadera porque todo el mundo o un grupo determinado de personas creen que es verdadera (o bien que, porque nadie sostiene su verdad, entonces es falsa). En estos casos, como en los anteriores que hemos analizado, no conviene desechar el empleo de este tipo de argumentos como si siempre fueran falaces. Para ellos debemos tener en cuenta el contexto en el que se formulan, la conclusión que se pretende afirmar y si, una vez reconstruidos, se puede percibir cierta conexión relevante entre premisas y conclusión. Veamos primero algunos ejemplos. (P) Todo el mundo cree que es necesario dejar que el presidente pueda volver a ser elegido para ejercer el cargo en las próximas elecciones. 24 ¿Qué es una falacia? (C) Es necesario dejar que el presidente pueda volver a ser elegido para ejercer el cargo en las próximas elecciones. (P) Ninguna persona de este país considera que las medidas del gobierno en este terreno sean ilegales. (C) Las medidas del gobierno en este terreno no son ilegales. (P) Todos los miembros de esta Cámara piensan que los matrimonios homosexuales no deben estar permitidos en nuestro país. (C) Los matrimonios homosexuales no deben estar permitidos en nuestro país. (P) Ningún miembro de este partido que sea fiel a nuestros ideales sostendría que debemos dejar pasar esta oportunidad única. (C) No debemos dejar pasar esta oportunidad única. Las dos estructuras básicas que puede presentar este tipo de argumentos son: (P) Todos aceptan que P es verdadero. (C) P es verdadero. O en su otra variante: (P) Nadie acepta que P sea verdadero. (C) P es falso. 25 Pablo Raúl Bonorino Ramírez Este tipo de argumento puede ser razonable en algunos casos excepcionales –pensemos en el tercero de los ejemplos que hemos puesto anteriormente-, pero por lo general ofrecen un apoyo sumamente débil a la verdad de la conclusión. Incluso hay contextos en los que su utilización suma dos defectos: (1) falta de conexión entre premisas y conclusión, y (2) pretensión de estar ofreciendo un argumento concluyente, casi deductivo en apoyo de la conclusión. En esos casos resulta falaz su utilización pues con ella se pretende reemplazar las razones que sí serían relevantes para sostener la conclusión, y además se pretende enmascarar la absoluta falta de apoyo que se brinda en su defensa. El segundo ejemplo que pusimos es un caso de uso falaz del argumento. Se pretende defender la legalidad o ilegalidad de una medida (cuestión técnica de naturaleza jurídica) apelando a la manera en la que la gente sin formación jurídica opina sobre el problema. Las creencias de los ciudadanos sobre la constitucionalidad o legalidad de una medida son irrelevantes para determinar si efectivamente resulta inconstitucional o ilegal. No lo sería tanto si se apelara a lo que los jueces con competencia en la materia afirman, o a lo que todos los especialistas han dicho. Pero en esos casos el argumento se combina con una apelación a la autoridad del grupo cuya opinión se cita en apoyo, con lo que su evaluación requeriría el concurso de las reglas que hemos expuesto anteriormente para ese tipo de argumentos. El último ejemplo que hemos dado ofrece una variante interesante, puesto que se apela al sentimiento de pertenencia a un grupo. En esos casos se trata de establecer una división del mundo entre “amigos” y “enemigos”, dejando a quien intente argumentar en contra de la posición que se defiende con el argumento en una situación de marginalidad en relación con el grupo de pertenencia. El argumento, a pesar de su debilidad, suele ser sumamente efectivo –según el tipo de auditorio al que va dirigido. Basta recordar cómo Ricardo III, cerca del final del drama de Shakespeare, logra mediante este ardid consenso para asesinar a uno de los pocos personajes de 26 ¿Qué es una falacia? la corte que no le eran incondicionales. Comenzó a narrar una historia sobre el origen mágico de sus malformaciones, incluyó a la amante del sujeto como la bruja encargada de producir el hechizo y luego pidió apoyo para la sanción que había decidido ejecutar: al percibir la duda en el rostro del amante remató la faena pidiendo que lo siguieran quienes no habían participado de tamaña traición. El otrora personaje fuerte del reino quedó solo en la mesa, sin entender cómo una reunión para discutir aspectos ordinarios de la corte se había transformado en un juicio sumarísimo donde acababa de ser abandonado por algunos a los que creía amigos leales y condenado a muerte con su anuencia. Pero no fue la fortaleza del argumento lo que decidió su suerte, sino el contexto en el fue emitido. Un procedimiento judicial en un Estado de Derecho constituye un contexto argumentativo muy distante del ambiente autoritario que se respiraba en la corte de Ricardo III. En nuestra situación las buenas razones deben prevalecer sobre cualquier otra consideración emotiva o retórica. Es más, debemos estar alertas para no caer bajo su influjo cuando las partes apelan a este tipo de argumentos, e incluso cuestionar públicamente su utilización. Las decisiones jurídicas deben estar apoyadas por argumentos sólidos para que se consideren justificadas, y para ello no basta con persuadir. Hay que hacerlo con los mejores argumentos que podamos construir. Para ello debemos apelar a la razón y no dejarnos ganar por las emociones primarias que puedan movilizar –de manera inadecuada- ciertas estrategias argumentativas. El argumento de apelación a la misericordia, o Argumentum ad misericordiam, constituye una variante del analizado anteriormente. En este caso, se pretenden brindar apoyo a la conclusión afirmando como premisas ciertas circunstancias penosas en las que se encuentra (o se ha encontrado) quien hace la afirmación o aquel sobre el se hace la aseveración. Dichas situaciones deben servir para movilizar en el que escucha o lee el argumento los sentimientos de piedad o compasión. Altamente persuasivos, este tipo de argumentos no resultan 27 Pablo Raúl Bonorino Ramírez inevitablemente falaces. Sólo lo son cuando la conclusión que se pretende apoyar no guarda ninguna relación con las circunstancias penosas que se mencionan en las premisas, o cuando con ellos se pretende distraer la atención sobre la falta de apoyo para la conclusión. Consideremos los siguientes ejemplos. (P) El imputado es padre de tres hijos y único sostén del hogar, tuvo una terrible infancia y se encontraba sin empleo desde hace tres meses. (C) El imputado no ha cometido el hurto del que se le acusa. (P) El imputado es padre de tres hijos y único sostén del hogar, tuvo una terrible infancia y se encontraba sin empleo desde hace tres meses. (C) El imputado debe ser castigado con la pena mínima establecida por la ley para el delito del que se le acusa. La estructura básica de este tipo de argumentos es: (P) Quien emite la afirmación P (o aquel del que se habla en P) se encuentra en una penosa situación. (C) P es verdadera (o falsa). Para evaluar si se trata de un uso falaz, debemos reconstruir el argumento y evaluar la conexión que existe entre lo que se afirma en las premisas y la conclusión. En el primer ejemplo estamos ante un uso falacioso pues se pretende apoyar como conclusión que el sujeto digno de piedad ha realizado, o dejado de hacer, ciertas acciones en el pasado. No es 28 ¿Qué es una falacia? relevante para determinar si un hecho ha ocurrido -o si una acción constituye la comisión de un delito- la situación penosa en la que se encuentra quién hace la afirmación (o en la que se encontraba el sujeto sobre quién se la formula). Pero si lo es si con ello se pretende atenuar su responsabilidad a los efectos de graduar la pena que le debe ser impuesta. Consideramos que el análisis de los casos elegidos permiten mostrar que hay que evitar incurrir en el error –presente en muchos libros que tratan el tema- de pensar que los argumentos que se suelen denominar “falacias” lo son siempre, con independencia del contexto en el que se usan o de lo que se pretende defender como conclusión apelando a ellos. Para determinar si se esta ante una falacia se debe proceder con cautela, teniendo en cuenta el uso efectivo que se hace de los argumentos en la práctica argumentativa que se pretenda examinar. La argumentación en el marco de un procedimiento judicial posee ciertas peculiaridades que resultan sumamente relevantes para poder atribuir el carácter de falaz a un argumento. Los juristas deberían tenerlas muy presentes antes de emitir un juicio de valor argumentativo apelando a la existencia de “falacias”. 29 Pablo Raúl Bonorino Ramírez Bibliografía Comesaña, Juan Manuel. 1998. Lógica informal, falacias y argumentos filosóficos. Buenos Aires: Eudeba. Copi, Irving M. y Carl Cohen. 1995. Introducción a la lógica. México: Limusa. Copi, Irving M. 1974. Introducción a la lógica. Buenos Aires: Eudeba. Grootendorst, Rob. 1987. “Some fallacies about fallacies”, en Frans H. Van Eemeren, Rob Grootendorst, J. Anthony Blair and Charles A. Willard, eds., Argumentation: Across the Lines of Discipline, Dordrecht-Providence: Floris Publications, pp.331-342. Kelley, D. 1990. The Art of Reasoning. With Symbolic Logic. New York: Norton & Company. Van Eemeren, Frans H., Rob Grootendorst, y A. Francisca Snoeck Henkemans. 2002. Argumentation. Analysis, Evaluation, Presentation. Mahwah, New Jersey - London: Lawrence Erlbaum Associates. Walton, Douglas N. 1989. Informal logic. A Handbook for Critical Argumentation. Cambridge-New York: Cambridge University Press. Walton, Douglas N. 1999. “The appeal to ignorance, or argumentum ad ignorantiam”. Argumentation 13, no. 4: 367-377. Walton, Douglas N. 2002. Legal Argumentation and Evidence. University Park, PA: Pennsylvania State University Press. Warat, Luis Alberto. 1987. “Técnicas argumentativas en la práctica judicial”, en Interpretación de la ley. Poder de las significaciones y significaciones del poder, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, Tomo I, pp. 83-92. 30 Los indicios tomados en serio1 Juan Igartua Salaverría Universidad del País Vasco A los indicios se les ha tenido, tradicionalmente, como elementos de poco fiar: por insustanciales (de poco fuste) pero también (o debido a ello) por insidiosos2. Y nuestra cultura jurídica, en forma de homenaje torcido, no se ha permitido el mal gusto de mostrarles un marcado interés. Lo que, curiosamente, ha provocado el contraproducente efecto de dejarlos asilvestrados y liberados de una eficaz disciplina; al punto de que, por no saber, ni siquiera sabemos a ciencia cierta cuál es el denominador común de los integrantes que conforman esa difusa tropa (la de los indicios, quiero decir) y, por ende, tampoco quiénes y por qué engrosan sus filas. Procedería por tanto, como medida preliminar, explorar ese mundo para ver si somos capaces de discernir qué contingente lo habita y las señas de identidad que definen a esos moradores; objetivo, sin embargo, que aquí no será tomado como estación de término sino como medio del cual obtener después algún rendimiento en orden a lo que de verdad ahora importa: la valoración de los indicios en el procedimiento y en el proceso penal. 1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 2. Con lenguaje muy plástico se ha hablado de “las oscuras sugestiones de una palabra ambigua: el indicio” (Iacoviello 1997b: 198). 31 Juan Igartua Salaverría Pero antes de emprender este recorrido, que se anuncia accidentado y sinuoso, de ningún modo resulta superfluo demorar la salida para dotarnos de alguna información a fin de prevenir descarrilamientos evitables. Me refiero a que la circulación está abierta a tres nociones diferentes de “indicios” (Ferrua 2007a: 334-336); a saber: 1) En un sentido filosóficocientífico, “indicio” (o “prueba indiciaria”) es lo opuesto a la verificación directa del hecho que requiere prueba. Por tanto, cuando se persiga probar hechos del pasado que el tiempo esfumó, sólo cabe emplear indicios (hechos que nos remitan al factum probandum), independientemente se trate de la declaración de un testigo que presenció el homicidio de Ticio o de unas huellas dactilares halladas en la escena del crimen; porque en ambas situaciones se pasa de un hecho (el testimonio o las improntas dactilares) a otro hecho (la autoría del homicidio), no estando presente el hecho a probar. 2) En una acepción técnico-jurídica, el “indicio” (o “prueba indiciaria”) se opone a las pruebas que versan directamente sobre el factum probandum (también llamadas “pruebas directas”, como la declaración de un testigo que vió a Cayo disparar sobre Ticio) y tiene por objeto la prueba de hechos diferentes del hecho principal pero relacionados con éste (también conocidas como “pruebas indirectas”, como la presencia de huellas de Cayo en la pistola con que se mató a Ticio). 3) Y en un uso lingüístico vulgar3 , “indicio” (a secas) significa un elemento que se contrapone a una prueba suficiente para probar tanto el hecho principal (p.ej. porque el testigo estaba algo alejado de la escena del crimen, había oscurecido y, encima, Cayo tiene un hermano gemelo) como un hecho secundario (p.ej. si la policía encontró en la pistola huellas de tres personas diferentes, no sólo las de Cayo). De las tres nociones reseñadas, hagamos caso, por razones ya de sobra intuidas, únicamente a la segunda y a la tercera, comenzando por esta última. 3. Lo que no impide que también encuentre cabida en el lenguaje jurisprudencial (Trevisson 1995: 312). 32 Los indicios tomados en serio I. ¿Son los “indicios” menos que las “pruebas”? “Contra mí no hay pruebas, sólo indicios”, la frase repetida sin cuenta (pero con mucho cuento, generalmente en frívolos programas televisivos) por personas presuntamente atrapadas en operaciones económicas turbias si no descaradamente delictivas, lejos de ser un extravagante producto de la incultura popular nos sitúa en el centro de un problema que, al menos entre nosotros, no ha sido reconocido en sus reales dimensiones por la conciencia jurídica dominante y que toleraría ser formulado de la guisa siguiente: ¿qué diferencia conceptual media -si la hay- entre, por un lado, la locución “indicio” que comparece p.ej. en el art. 384 de la LECrim a propósito del auto de procesamiento (textualmente: “indicio racional de criminalidad”) o en el art. 637 de la misma Ley referido al sobreseimiento libre (el cual procederá “cuando no existan indicios racionales de haberse perpetrado el hecho”)4 y, por otro lado, el mismo término en la expresión “prueba por indicios” (como equivalente a “prueba indiciaria”) muy propagada en el lenguaje judicial así como en la doctrina académica?5 Es una cuestión que, a todas luces, no admite ser despachada o diferida o esquivada (a lo peor, es que ni siquiera ha sido atisbada) con las banalidades al uso, como sucede cuando se sostiene que, siendo la “prueba por indicios” (o “prueba indiciaria”) un concepto jurídico-procesal compuesto, el “indicio” sería un subconcepto o un componente de aquella compleja sustancia conceptual (constituída además por la “inferencia aplicable” y la “conclusión inferida”) (Pastor Alcoy 2006: 148). Pero con ello se pasa por alto que, en puridad, el propio concepto de “indicio” denota ya una entidad estructural. Nada es de por sí indicio; se convierte en tal cuando entra en conexión con otra realidad (por definición, el indicio siempre es indicio de otra cosa), por lo que el “indicio racional de criminalidad” 4. En ese mismo listado cabría incluir disposiciones de la LECrim que contienen una terminología equivalente, como el art. 503 que contempla la prisión provisional (cuando aparezcan “motivos bastantes para creer responsable del delito” a una determinada persona), o el art. 641 que regula el sobreseimiento provisional (cuando “no haya motivos suficientes para acusar a determinada o determinadas personas”). 5. Y que en otros países, Italia entre ellos, tiene un refrendo explícito hasta en la legislación procesal. 33 Juan Igartua Salaverría (mencionado en el art.384 LECrim) exhibe la misma articulación tripartita que la atribuida a la “prueba por indicios” (esto es: un dato indiciante, un hecho indiciable y la relación indiciaria que conecta al primero con el segundo). Si estoy en lo cierto, el desencuentro entre la opinión penúltimamente reflejada y la mía propia no tendría más enjundia que la de una mera discrepancia terminológica: a lo que unos llaman “indicio” yo lo nomino el “dato indiciante” que, a través de una “conexión inferencial”, enlaza con un “hecho indiciable”. Despejada la bruma de este palabrero quid pro quo, no obstante seguimos in albis a la espera de una respuesta a la pregunta de si los indicios que sirven para imputar (o para adoptar alguna medida cautelar) desmerecen6 de los indicios que bastan como prueba para condenar. 1. Diferentes escenarios para los “indicios” La verdad es que las disposiciones procesales en nada nos socorren (al menos explícitamente) para salir de la perplejidad. En efecto, si pasamos revista a los artículos de la LECrim en los que se menciona la palabra “indicio” o vocablo de pelaje similar –“motivos bastantes” (art. 503), “motivos suficientes” (art.641)- nada nos rescata de la desorientación que provocan palabras y expresiones tan indeterminadas. Ahora bien, si apuramos un poco la atención, hay una pista que no pasa desapercibida7 . La legislación procesal traza una frontera entre la fase sumarial y el juicio oral; y todas las disposiciones que albergan el término “indicio” (o términos de ralea parecida) afectan a lo que acontece sólo en la primera, en nada al desarrollo de la vista oral. En ésta únicamente tienen cabida las “pruebas” (no por nada el art.741.1 LECrim dice:”El 6. Sólo entra en mi consideración este aspecto de la respectiva fuerza probatoria de unos y otros, no otra cosa. Porque salta a la vista una evidente diferencia entre ellos: mientras que la denominada “prueba por indicios” se solapa con la llamada “prueba indirecta” (o “lógica” o “crítica”), los “indicios” que propician p.ej. el auto de procesamiento abarcan no sólo a los elementos probatorios que tienen un aire de familia análogo al de las pruebas indirectas sino a cualesquiera otros. Sería inaudito, en efecto, que no pudiera procesarse a una persona en base a declaraciones de testigos presenciales por ser testimonios directos (Cfr. Trevisson 1995: 310 y 312; Fassone 1997: 636; Battaglio 1995: 382). 7. fr. en sentido crítico Fassone (1995: 1105). 34 Los indicios tomados en serio tribunal, apreciando según su conciencia las pruebas practicadas en el juicio (…) dictará sentencia dentro del término fijado por esta Ley”); no hay rastro de los “indicios”. Y si, luego, tanto la jurisprudencia como la doctrina han rehabilitado a los indicios como material probatorio en orden a la decisión final, no sería baladí que ésos lleven antepuesta la palabra “prueba” (“prueba por indicios” o “prueba indiciaria”; pero “prueba” y no “indicios” tout-court). En resumidas cuentas: la diferencia entre los indicios en la fase sumarial y en la vista oral radicaría en que: en la primera no alcanzan el estatus de pruebas y en la segunda sí adquieren esa vigorosa prestancia8 . Y eso explicaría las rebajadas equivalencias, establecidas en sede doctrinal, entre “indicio racional de criminalidad” (art. 384.1) y “fundada sospecha de participación (…) en un hecho punible” (Gimeno Sendra et al.2000: 541 vol.3):, o entre “motivos bastantes” a fin de decretar prisión provisional (art. 503) y “fundada sospecha de peligro de fuga del imputado” (Gimeno Sendra et al. 2000: 139 vol.4) , o entre la no existencia de “indicios racionales” para acordar el sobreseimiento libre (art.637) y la ausencia de “un mínimo grado de verosimilitud” (Gimeno Sendra et al. 2000: 638 vol.4), o entre la falta de “motivos suficientes” como razón para proceder al sobreseimiento provisional (art. 641) y la insuficiencia del material instructorio para identificar “con algún grado de verosimilitud” (Gimeno Sendra et al. 2000: 649 vol.4) al culpable. Como puede apreciarse, los correlatos semánticos de “indicio” (“sospecha”, “mínima verosimilitud”, etc.) son de una labilidad ostentosa9 . Por contra, cuando los indicios se erigen en auténtica prueba (“prueba por indicios” o “prueba indiciaria”) experimentan una metamorfosis radical (según predican tribunales y doctrina académica); es decir: están acreditados mediante prueba directa, se asocian entre sí, convergen en el 8. Opinión ésta muy expandida (cfr. Buzzelli 1995: 1133). 9. Amén de que estos mismos términos son, a su vez, de una indeterminación acongojante y cada cual los entiende a su aire, sin que eso, a lo que se ve, parezca preocupar a nadie. Como escribía una procesalista español – Sentís Melendo- que degustó las hieles del exilio: “Se dice que hay delito, sin decir por qué lo hay; hay indicios sin saber cuáles son (…), en definitiva, se procesa porque se procesa (…) y después se revoca porque se revoca” (citado en Gimeno Sendra et al., 2000 : 537 vol.3. 35 Juan Igartua Salaverría thema probandum, se refuerzan recíprocamente, etcétera10 . En fin, poco que ver con lo anterior. Por tanto, los indicios no parecen pertenecer a una única progenie en la que todos ellos, de baja cuna y textura impresionista, se barajarían indistintamente sino, más bien, a castas diferenciadas en razón de su diverso potencial probatorio. Lo cual tendría, en principio, su razón de ser que, sintéticamente, se concretaría en el siguiente raciocinio. La introducción de distintos estándares de prueba en el ámbito penal se legitimaría porque es diferente el quantum requerido para comenzar imputando que para terminar condenando (así como el adecuado para la etapa intermedia entre ambas, la que determina la apertura del juicio)11 . En efecto, cada fase lleva asignada una función específica y de desigual gravedad: así, por atenernos a lo que llevamos entre manos, la sumarial asume el cometido de la investigación con la vista puesta en la remisión del caso a juicio (Buzzelli 1995: 11331134); la de la vista oral tiene en su horizonte la condena del acusado. Por eso, el convencimiento judicial exigible en una y otra debe ser también diverso: en la instrucción bastan las probabilidades, en la conclusión de la vista oral sólo valen las certezas12 . De manera que el material utilizable en una y otra está dotado de un espesor probatorio distinto: (meros) “indicios” en el sumario y “pruebas” (por indicios inclusive) en el juicio13 . Recapitulando: en el lenguaje procesal (sea éste de raigambre legislativa o jurisprudencial o doctrinal o de los tres registros contemporáneamente), unas veces asoma la palabra “indicio” en el sentido técnico de “prueba indiciaria”, y otras muchas como un elemento probatorio provisional que, si bien no está maduro para fundamentar la decisión final, es suficiente para menesteres de menor calado y al que, en con10. Para detalles, cfr. Miranda Estrampes 1997: 249-256. 11. Esta idea remite a una tradición plurisecular que distinguía los indicios ad custodiendum de los indicios ad condenamdum, situándose entre medias los indicios ad iudicandum (menos graves que para la condena pero más consistentes que para la captura) (cfr. Iacoviello 1997: p.111. Véase así mismo, también en la misma onda, Battaglio 1995: 379; Garayalde Martín 2009: 6. 12. Opinión que describe (pero critica) Buzzelli 1995: 1139-1140. 13. Postura que recoge (para rechazarla) Fassone 1995:1105. 36 Los indicios tomados en serio secuencia, se le debe exigir una valencia demostrativa inferior (Fassone 1997: 636). Pues bien, antes de salir al paso de este planteamiento de aparente lozanía pero en el fondo bastante crepuscular, necesito aprovisionarme de unas pocas y básicas herramientas conceptuales. 2. Un intermedio teórico En ese muestrario de inercias llamado “tradición”, ha encontrado cálido acomodo la convención de que el vocablo “indicio” denotaba una probatio minor o incompleta, como si ése fuera el hermano pequeño de la “prueba”, al ser ésta la que de verdad procuraba una demostración cabal14 . Sin embargo, hay eficaces argumentos para combatir semejante idea15 . A. Si aceptamos que el “indicio” es algo menos (o incluso mucho menos) que la “prueba”, establecemos una gradación dentro del material probatorio, lo que evoca las categorías medievales de los indicios dudosos y de los indubitados, de las pruebas plenas y de las semiplenas, y con ello estamos introduciendo un cuerpo extraño en un sistema que pivota sobre el principio del libre convencimiento del juez (ya que una jerarquía de los medios de prueba resucitaría el periclitado sistema de valoración legal de las pruebas). Acotando pues el problema, la afirmación de que el indicio es menos que una prueba tolera ser entendido de dos maneras: en abstracto o en concreto. Apostar por lo primero implicaría que el legislador había prefigurado la eficacia probatoria de cada medio de prueba (cosa que entra en estruendosa colisión con el principio de la libre convicción del juez). Inclinarse por lo segundo supone que la menor fuerza probatoria de un indicio no está predeterminada por el legislador sino es el resultado de la valoración judicial (pero, entonces, la distinción entre indicio y prueba no precedería sino seguiría a la 14. Así lo constata, entre muchísimos, Fassone 1997: 635-636. 15. Sigo a Iacoviello 1997: 117- 118. 37 Juan Igartua Salaverría valoración judicial del material probatorio). Es precisamente esta última opción la que encaja en el vigente modelo de libre valoración de las pruebas. Por tanto, a ella habrá que atenerse. Para entendernos: de antemano nada puede conceptuarse como prueba de primera o de segunda o de tercera categoría, en el sentido de que nada posee una automática y resolutiva capacidad para probar el hecho desconocido. Como mucho, todo merece inicialmente la genérica e indistinta consideración de elemento de prueba (Fassone 1995: 1112; Iacoviello 2000: 771). Será, después, que a cada elemento se le reconocerá mayor o menor fuerza probatoria según aproveche a conseguir el resultado perseguido (explicar el factum probandum) en función de la validez del criterio inferencial empleado (Fassone 1997: 635; Garayalde Martín 2009: 7) (mejor aprovechará una ley científica que una moliente máxima de experiencia) para transitar de uno (el elemento de prueba) al otro (el hecho que debe ser probado), tanto da si se trata de pruebas directas como de indirectas (Fassone 1995: 1117). B. Hasta el presente han asomado tres expresiones: “hecho que debe ser probado” (o factum probandum), “elemento de prueba” y “criterio inferencial”, que demandan un cierto aderezo explicativo. Pero antes de nada, y puesto que nos hallamos –como salta a la vista- en el típico entorno del método experimental (el preconizado por Bacon, Newton o Galileo) (Iacoviello 1997:113-114), hagamos un inocuo ajuste terminológico para uniformizar el vocabulario adoptando la palabra “hipótesis” (como sinónima de “hecho que debe ser probado”). Así, podremos convenir que la imputación no es otra cosa que una hipótesis sobre un hecho; y, por tanto, que el proceso penal (en tanto haya un tema factual a dilucidar) está orientado a examinar si la hipótesis formulada por la acusación cuenta o no con el adecuado sustento de medios de prueba. Es decir, la hipótesis es lo que ha de probarse, los medios de prueba son aquéllos que sirven para probar (la hipótesis, claro) o para falsarla. 38 Los indicios tomados en serio a) La hipótesis y los medios de prueba marchan de la mano porque se necesitan recíprocamente: una hipótesis sin el apoyo de medios de prueba es pura gratuidad; unos medios de prueba sin hipótesis no son tales, porque para que algo sirva de prueba es necesario que haya algo que requiera prueba y eso lo establece la hipótesis (Iacoviello 2000: 768-769). Cuando nos referimos a una singularizada “hipótesis” de la acusación estamos incurriendo en una reducción, ya que, por lo común, la hipótesis acusatoria no se comprime en un enunciado elemental (del tipo “Juan ha matado a Pedro”) sino se articula en una afirmación compleja (en la que se incluyen tiempos, lugares, modos de conducta, intenciones, etc.). Es decir, la hipótesis se ramifica en sub-hipótesis; esto es: en un rosario de afirmaciones atinentes a otros tantos hechos en los que se divide la imputación. Y cada uno de estos hechos constituye un específico tema de prueba que exigirá una específica fundamentación a través de los pertinentes medios de prueba (Iacoviello 2000: 768; Garayalde Martín 2009: 8). Un paso más. El método para valorar la hipótesis difiere del método para valorar los medios de prueba. Es aquí donde cobra pertinencia la socorrida (pero rara vez estudiada) distinción entre “valoración conjunta” (que tiene a la hipótesis por objeto) y “valoración individualizada” (que se proyecta sobre los medios de prueba). Pero también aquí hemos de estar alerta para que no se nos desgobierne la cabeza. b) En efecto, en lo que atañe a la hipótesis no debe confundirse la formulación de la misma con su posterior verificación (o prueba). En las primeras investigaciones que realizan los órganos correspondientes (el ministerio público o el juez instructor, según determine el sistema jurídico) éstos reciben un revuelto caudal de informaciones. Para seleccionarlas y ordenarlas, es imprescindible formular una hipótesis que sea explicativa de los hechos que constituyen la denuncia. 39 Juan Igartua Salaverría ¿Cómo se formula la hipótesis? Normalmente por abducción (un razonamiento hacia atrás que permite remontar de los efectos a las causas, de manera que éstas se erijan en explicaciones de los datos constatados). Por ejemplo, el móvil es un espléndido argumento abductivo para explicar una acción que ha ocurrido: si Fulano tiene motivos para ocasionar un daño a Mengano (que en realidad lo ha padecido), eso se convierte en buena pista para orientar las investigaciones, es decir: para enunciar una hipótesis. Pero con ello nada se ha probado todavía en tanto falten los medios de prueba que proporcionen fundamento a esa hipótesis (pues no existe ninguna máxima de experiencia que avale que quien tiene un móvil para dañar a otro siempre lo hace y solamente a él se le ocurriría hacerlo). Otro ejemplo: el cargo ocupado por una persona en una empresa o en un partido político permite suponer su implicación en determinadas acciones delictivas recurriendo a un argumento abductivo que se confina en la frase “no podía no saber”. Pero no va más allá de una hipótesis16 . Concluir que eso es un medio de prueba implicaría automáticamente una inversión del onus probandi; obligaría al susodicho a una probatio diabolica, a demostrar que no obstante el cargo que ostenta él no lo sabía. Y, por desgracia, ésa es una práctica bastante habitual en los tribunales; los cuales, ante la dificultad de encontrar pruebas, utilizan los mismos argumentos abductivos que sirven para la formulación de una hipótesis como si fueran argumentos idóneos para probarla. Y eso es un proceder filisteo (Iacoviello 1997: 121; Garayalde Martín: 8). c) También, en lo que afecta a los medios de prueba, hemos de ir un poco más allá de las trivialidades que son de usanza. Antes se apuntó que son las hipótesis las que delimitan cuáles son los elementos que poseen aptitud para probar directa o indirectamente una hipótesis y cuáles no. A esta idoneidad potencial de los medios de prueba se le conoce por re16. Como espléndidamente se enfatiza en el voto particular de Andrés Ibáñez, P. a la STS 257/2009 (acerca de si determinados miembros del GRAPO estaban al tanto de un secuestro y tenían en su mano la liberación del secuestrado). 40 Los indicios tomados en serio levancia (característica que no debe equivocarse con el mayor o menor fundamento que tales elementos relevantes proporcionarán después a la hipótesis). La relevancia de un elemento de prueba no admite grados (es relevante o no lo es). Después, los medios de prueba conferirán a la hipótesis el valor (de confirmada o falsada) que a ésta le corresponda. Pero eso está condicionado, de inicio (aunque no sólo) por el valor que, previamente, se haya asignado a los elementos de prueba. Es decir, los elementos de prueba que se aducen para probar una hipótesis han de estar a su vez probados (p.ej. la declaración de un testigo presencial sirve para esclarecer un homicidio a condición de que la precitada declaración haya sido antes valorada como fiable). Pues bien, la valoración de los elementos de prueba nos obligará a reparar en su atendibilidad (es decir, en si aquéllos han sido acreditados o no). Falta una característica más; ya que la atendibilidad de la información que transporta un medio de prueba no prejuzga la fuerza probatoria que aquélla posee. Por ello hace falta reparar en una vertiente más de los medios de prueba: en el peso (más o menos concluyente) que ostentan en orden a probar la hipótesis en juego. C. Y, sin quererlo, topamos con una inesperada categoría: la certeza; pues el peso que se reconoce a los distintos medios de prueba está en función de si éstos conducen a la certeza o sólo a la probabilidad (o incluso a sucedáneos más inconsistentes). Es moneda de curso corriente la creencia de que el esfuerzo probatorio en el proceso penal está destinado a producir certezas, ya que carecería de legitimidad coartar la libertad de una persona si no se contara con una categórica certeza de su responsabilidad. Sin embargo, eso dista de ser cierto y sólo tiene “el efecto reasegurador del placebo” (Iacoviello 1997: 114). En términos constructivos y sintéticos (aunque seguramente apelmazados -¡lo siento!-)17 : el conocimiento humano 17. Se trata de un planteamiento hoy bastante recurrente: cfr. Fassone 1995. 1109-1110; Iacoviello 2000: 754759; Ferrajoli 1995: 51-54; Gascón Abellán 2004: 101-106. 41 Juan Igartua Salaverría se consigue por constatación o por inferencia; ahora bien, el juez no puede constatar el delito (porque éste corresponde a un pasado no reconstruíble experimentalmente); por tanto, se ve obligado a demostrar inferencialmente su existencia y atribuirlo a una persona en base a determinados indicadores; operación que conduciría a la certeza de ser las premisas ciertas (así acontece en la lógica deductiva); pero como la inferencia probatoria es una técnica racional consistente en el paso “de un particular a otro particular a través de la mediación de un universal”, siendo el primer “particular” no evidente y careciendo normalmente el “universal” de valor absoluto, se desemboca en una conclusión carente de necesidad lógica y, por tanto, sólo probabilista. Podríamos sucumbir a la tentación (lo que a menudo ocurre) de sustituir la certeza lógica por una certeza psicológica (de modo que en definitiva importara la certeza personal del juzgador). Pero como todos tenemos certezas psicológicas con frecuencia más o menos infundadas, elevar a la condición de estándar probatorio las creencias del sujeto que decide implicaría apostar por una vara de medir enteramente subjetiva, de incontrolable aplicación, lo que paradójicamente equivaldría a renunciar a un estándar de prueba en sentido estricto (Ferrer Beltrán 2007: 144-145).. Ahora bien, admitir – lo que es inevitable- el porte probabilista de los resultados probatorios no nos aboca a utilizar una niveladora tabula rasa como si todos los medios probatorios dieran de sí el mismo rendimiento. La probabilidad se tiñe de una coloración gradualista, de manera que cabe estratificar (de abajo a arriba) los siguientes niveles18 : el de la equiprobabilidad (si los elementos de prueba permiten sufragar indistintamente dos o más hipótesis), el de la probabilidad prevalente (si los elementos de prueba sustentan una hipótesis por encima de otras hipótesis alternativas),el de la clara y convincente 18. Que, por recurrir a una metáfora numérica, deberían alcanzar –arriba o abajo- los siguientes porcentajes de probabilidad: la “equiprobabilidad” el 50%, la “probabilidad prevalente” al menos el 51%, la “clara y convincente evidencia” en torno al 70-80% y, finalmente, la “probabilidad más allá de toda duda razonable” se situaría en el 98-99% (Iacoviello 2006: 3871). 42 Los indicios tomados en serio evidencia (nivel intermedio entre el anterior y el que seguirá, que es el de la probabilidad más allá de toda duda razonable (si con los medios de prueba disponibles se descarta cualquier hipótesis distinta a la retenida). 3. Haciendo un balance Lo que antecede nos suministra una serie de perspectivas para comprobar qué tienen o de qué carecen los indicios en la fase sumarial. La traslación del análisis efectuado a este ámbito quizás suscite la extrañeza de más de uno, pues lo dicho parecía referido al núcleo del proceso, en el que la hipótesis a probar es la culpabilidad del acusado y los medios de prueba son los datos legítimamente adquiridos en el proceso (y, por lo común, formados según el método “contradictorio”). Saldré al paso de esta objeción replicando que ese mismo esquema vale mutatis mutandis para cualquier decisión factual, por provisional que sea, porque el significado del término “probar” sigue siendo el mismo (Ferrua 2007b: 146). A. De manera que en el punto de arranque nos encontramos con una hipótesis a probar y que, por ello, necesita de unos elementos de prueba que sirvan para probarla. De donde brota la ineludible pregunta: ¿a qué ámbito pertenecen los “indicios”? ¿al de la hipótesis o al de los elementos de prueba? Al segundo –responderíamos sin dudarlo-. Pero, entonces, el “indicio” no se identifica con la “sospecha” (en contra de una opinión ampliamente difundida), al menos si la entendemos como “conjetura” (Iacoviello 1997b: 198-199). Las conjeturas suelen transformarse en hipótesis que desencadenan investigaciones a la búsqueda de los elementos de prueba que las corroboren. Por ejemplo, la criminología permite conocer la matriz psicopática de un delito, dato importantísimo para focalizar las investigaciones, pero de por sí carente de cualquier valor indiciario porque se puede ser psicópata y no haber cometido delitos de esa naturaleza (Iacoviello 1997a: 121). Ya antes se subrayó que los instrumentos conceptuales empleados en la formulación de una hipótesis no coinciden con los 43 Juan Igartua Salaverría necesarios para corroborarla. Por tanto, no basta que las hipótesis reconstruyan los hechos de manera lógica y coherente (o sea, que lo expliquen todo) si no se dispone de elementos de prueba que las sostengan19 ; porque, aún no apareciendo elementos que las confuten, siguen siendo hipótesis sin pruebas, hipótesis gratuitas (Iacoviello 1997a: 122). B. Ahora bien, si la sustentación de una hipótesis sobre elementos de prueba (que efectivamente la fundamenten) se erige en condición irrenunciable, permanece en pie a la espera de respuesta la pregunta: ¿en qué se plasma, entonces, la provisionalidad inherente a esta fase inaugural del procedimiento? a) En lo atinente a la hipótesis, más arriba se ha subrayado que –de ordinario- ésa no suele expresarse en un enunciado único (p.ej. “Juan mató a Pedro”) sino incluye una pluralidad de circunstancias (sólo o acompañado, de día o de noche, de frente o por la espalda, pretendiendo matarlo o asustarlo simplemente, etc.). Sería abusivo pedir, de primeras, pruebas de todas ellas, pero no así de los elementos esenciales (los constitutivos del hecho principal); éstos no admiten demoras. Además de genérica, la hipótesis inicial ostenta también un carácter provisional porque se emplea para producir ulteriores ámbitos de investigación, lo cual puede generar su arrinconamiento definitivo o su sustitución por hipótesis más afinadas (Fassone 1995: 1121). b) Por otro lado, en las investigaciones del sumario (alentadas por la relación dialéctica entre hipótesis y elementos de prueba) se produce una creciente afinación de las hipótesis propiciada por la progresiva aportación de pruebas. Por ello, hasta que no concluya la tarea de corroboración/falsación de las hipótesis (lo que sólo acontece con la emisión de la sen19. Al respecto, resulta de provecho la lectura de este párrafo: “…el modo convencional y tradicional de articulación de juicio en dos fases esenciales y, en rigor como regla, insuprimibles, responde, antes que a razones procesales o derivadas del diseño orgánico de los tribunales, a exigencias de orden cognoscitivo. En efecto, pues éstas tienen su primera manifestación en la vigencia del paradigma indiciario: no está justificado instaurar un proceso si no es en presencia de datos atendibles sobre la existencia de una conducta posiblemente criminal. Y se prolonga en otra plenamente coherente con ésta primera: sólo una hipótesis rigurosa comprobable mediante pruebas merece ser objeto de debate en juicio” (Andrés Ibáñez 2007: 83). 44 Los indicios tomados en serio tencia), la trama hipótesis-pruebas es siempre susceptible de redefinición. Ahora bien, en ningún momento la hipótesis puede quedar sin el sustento de elementos probatorios que la corroboren. Si la hipótesis va perfilándose según avanza la investigación (y en eso reside su provisionalidad), la fundamentación probatoria correspondiente deberá ajustarse al estado de cosas presente en cada etapa (y, en ese sentido –sólo en ése- será también provisional, pero siempre ineludible). c) ¿Significa eso que en el transcurso de la instrucción también las pruebas están afectadas por la provisionalidad? Depende. Recordemos unos conceptos relativos a los elementos de prueba manejados con anterioridad (los de “relevancia”, “fiabilidad” y “peso”). Cuando se dictamina si un elemento de prueba es relevante porque guarda relación con la hipótesis a probar (el thema probandum), aquí no hay provisionalidad que valga mientras la hipótesis no sufra ninguna modificación. Cuando se trata de acreditar la fiabilidad de un elemento de prueba (p.ej. la sinceridad de un testigo, la autenticidad de un documento, el acierto de un informe pericial, etc.), en eso ha de emplearse el mismo rigor que el exigible al juez que dicta sentencia ( Iacoviello 1997a :119-120). Ahora bien, cuando ha de medirse el peso o fuerza probatoria de un elemento hay dos factores a tener en cuenta: primero, que la adquisición de los medios de prueba ha sido unilateral (Iacoviello 1997a :115) (o en un “contradictorio” embrionario20 ); segundo, que se trata de un resultado variable por necesariamente contextual (ya que la eficacia probatoria de un elemento depende de su inserción dentro del cuadro probatorio entero), de donde habrá de admitirse la provisionalidad del peso de cada elemento en tanto siga estando abierta la oportunidad de adjuntar nuevos elementos de prueba (Buzzelli 1995: 1149). En resumen: si por “indicio” se entiende el elemento de prueba, (a cuyo res20. Ya se sabe que, en tanto falte el contradictorio, falta también la confrontación de perspectivas; si bien puede existir un embrión de contradictorio cuando ante una decisión cautelar el juez ha de indicar las razones por las que no tiene por relevantes los elementos de disculpa (Iacoviello 1997a :121-122). 45 Juan Igartua Salaverría peto son proverbiales las nociones de “relevancia” y “fiabilidad”) ni en el sumario cabe flojera alguna. En cambio, si por “indicio” se entiende el peso (o resultado probatorio), y puesto que éste puede variar en función del contradictorio (Buzzelli 1995: 1160) y de las mutaciones del contexto (mientras no quede definitivamente ultimado en la vista oral21 ), aquél está irremisiblemente marcado por la provisionalidad. C. Por tanto, en cada una de las distintas etapas que jalonan el recorrido de la instrucción solamente podrá aspirarse a un resultado probatorio provisional; pero de ningún modo indiferente22 . En esos lances iniciales sería demasiado exigir el estándar de una probabilidad por encima de toda duda razonable (Trevisson 1995: 313), pero dado el silencio del legislador o el carácter extraordinariamente vago de su lenguaje (en el que no es detectable estándar alguno), quedará en manos de la ideología político-criminal de cada cual postular estándares de prueba más o menos exigentes23 (o sea: el de una probabilidad prevalente o el de una simple equiprobabilidad)24 . II. ¿La “prueba por indicios” es menos que la “prueba directa”? Desde los primeros compases se apuntó que la palabra “indicio” también se asocia, y preponderantemente además, al sentido clásico de “prueba indiciaria” (el que se solapa con otras expresiones –más o menos usuales- como “prueba lógica”, “prueba crítica” o “prueba indirecta”), y es la que se produce en el juicio propiamente dicho. Está liberada, por tanto, 21. Porque mientras el material probatorio sea incompleto e inestable, va cambiando el patrimonio cognoscitivo del juez y eso necesariamente influye en la valoración de conjunto (Buzzelli 1995: 1160). 22. El hecho de que a los indicios, en esta fase, se les exija un menor nivel de conclusividad, no excluye que puedan tener un espesor probatorio que permanezca inalterado hasta el final (Fassone 1997: 638-639). 23. Porque si no se precisa el mismo grado de probabilidad requerido para el reenvío a juicio y menos todavía para condenar, tampoco debemos contentarnos con un fumus de culpabilidad compatible con lagunas, puntos oscuros y explicaciones alternativas (Battaglio 1995: 379). 24. Para no malinterpretar la “equiprobabilidad”, conviene advertir que un indicio es “equiprobable” cuando oferta tanto fundamento a una hipótesis como a otra distinta, pero no cuando no aporta ninguna base a una hipótesis ni a su contraria (de manera que no debería mantenerse una imputación con el pretexto de que el juzgador no dispone de razones ni para procesar ni para conceder el sobreseimiento; barbaridad que he tenido la desgracia de leer en resoluciones judiciales muy próximas en el tiempo y en el espacio). 46 Los indicios tomados en serio del ingrediente de provisionalidad característico de los indicios entendidos en su acepción vulgar25 , aunque ello no empece, sin embargo, a que se la contraponga con la “prueba directa” y le sea reconocida una posición jerárquica inferior al de esta última (Bellavista 1971: 225)26 ; prejuicio que cuenta con un arraigo plurisecular27 y cuyos rescoldos están rusientes todavía hoy día aireados con argumentos de cuño más que discutible (y a los que habrá que pasar revista). 1. La fatigosa rehabilitación de la “prueba indiciaria” Seguramente será cierto que al descrédito de la prueba indiciaria contribuyó “el execrable recuerdo de la tiranía, bajo la cual la más leve sospecha llevaba al patíbulo” (Martínez Arrieta 1983: 54); pero no lo es menos que, en su recuperación, han influido decisivamente razones de defensa social (Miranda Estrampes 1997: 221) con el objetivo de reducir el área de la impunidad obligando a la absolución aún en el caso en que, por falta de pruebas directas, el juez estuviera con25 Al respecto, se nos recuerda que el sentido técnico-procesal de “indicio” utilizado por la doctrina moderna difiere notablemente del significado que se atribuía a tal término en nuestros textos históricos procesales (Miranda Estrampes 1997: 222). 26 En esta misma onda se aseguraba, hace no tanto, que “es reiterada la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo que afirma que ´la prueba directa es más segura y deja menos márgenes de duda que la indiciaria´(STC 174/85, de 17 de diciembre)” (Martínez Arrieta 1993: 56); o también Almagro Nosete (1992:35) cuando escribe: “Aunque (…) en el proceso penal toda o casi toda la prueba es indiciaria, pues si se apura la distinción, no existen casos de verdadera prueba directa, la utilidad de la diferencia salta a la vista, pues no es lo mismo conforme a las reglas del juicio humano, el grado de certeza que proporciona el primer ejemplo, en relación con el segundo, a efectos de formación de la convicción judicial” . Eso explicaría por qué a la prueba indiciaria se le reconoce un carácter subsidiario respecto de la prueba directa (cfr. SSTS citadas en Pastor 2006: 32-33). 27 Así se nos refiere (Bellavista 1971: 225-226) que, en el proceso mágico y sacerdotal, los indicia asumían un carácter supersticioso que perduró en las ordalías con las pruebas del fuego, del agua y del veneno. En las fuentes canónicas y en el sistema de las pruebas legales, los indicios son diversamente valorados en función de su calidad y cantidad como fuente idónea para el convencimiento judicial. La doctrina sucesiva comienza a considerar la prueba indiciaria como probatoriamente más débil. Será preciso llegar al siglo XVI para que surja una controlada re-evaluación de la misma siempre que la circunstancia indiciante sea cierta (si bien los indicios que tienen plena fuerza en lo civil no bastan para condenar en lo criminal, con lo que se está confesando una menor eficacia del indicio en general). Con la Carolina se asiste al primer intento completo por regular normativamente la prueba indiciaria; los indicios son suficientes ad inquirendum, y se establece que los indicios –aun graves y múltiples- no pueden llevar a la condena pero legitiman el uso de la tortura (para arrancar la confesión). Coetánea a esta elaboración normativa es la doctrinal: los indicios no son idóneos para condenar mientras no sean confirmados por la confesión (para lo que se recurre a la tortura); es decir, los indicios merecían la consideración de probatio levior. Y cuando se abolió la tortura, aun siendo utilizados los indicios para condenar, se aplicaban penas extraordinarias (siempre inferiores a las normativamente estipuladas) considerando como menos graves los delitos menos probados y excluyendo, en cualquier caso, la prueba indiciaria para la pena de muerte. Con la Revolución de 1780, el espíritu de la Ilustración cambió el sistema de prueba legal por el binomio “búsqueda de la verdad real” y “libre convencimiento del juez”. 47 Juan Igartua Salaverría vencido de la responsabilidad del acusado (Battaglio 1995: 407) (propósito paladinamente manifestado en nuestra más granada jurisprudencia28 -aunque no sólo en ella29 -), y con otra finalidad adyacente aunque de menor cuantía (cual es la dilucidación de los elementos subjetivos del tipo penal de imposible determinación salvo prueba indiciaria –Pastor 2006: 32-). Pero, de ese modo, se estaría validando “la vía hacia una calidad de conocimiento de inferior condición, a la que hay que resignarse por esa consideración burdamente defensista y pragmática, que es lo que hace legítima la asunción de un estándar probatorio de, supuesta, menor fiabilidad” (Andrés Ibáñez 2007: 88); planteamiento que fatalmente aboca a “una consecuencia demoledora de orden teórico” ya que “genera esencial y grave confusión sobre la calidad del conocimiento que permite el proceso penal”(Andrés Ibáñez 2007: 88)30 . Entonces, para aliviar un poco “la ausencia de cultura sobre la dimensión epistémica de la prueba judicial” (Andrés Ibáñez 2007: 89), procederá efectuar algunas puntualizaciones. A. La primera de las falacias a combatir es la propagada idea de que la prueba directa pone al juez en contacto con los hechos 31, eficacia de la que carece la prueba indirecta. Los críticos de esa corriente jurisprudencial (y doctrinal) salen al paso de “la falaz categoría de la prueba directa como dotada de un plus de eficacia convictiva” (Andrés Ibáñez 1999: 58). El argumento se perfila así: “En contra de lo que gusta 28. “Se crearían amplios espacios de impunidad si la prueba indiciaria n tuviera virtualidad incriminatoria para desvirgar la presunción de inocencia” (STS 26/01/2001). O también: “La presunción de inocencia (…) puede ser desvirtuada tanto por prueba directa como por prueba indirecta, indiciaria o circunstancial, puesto que, de excluirse esta segunda modalidad como prueba de cargo valorable por el juzgador, quedarían en la más completa impunidad un sinfín de actividades criminales que no pueden acreditarse directamente” (STS 6/06/2001) (Cit. en Pastor 2006:25). 29. Pues la exigencia del impunitum non relinqui facinus ha disfrutado de mucha propagación (Bellavista 1971: 225). 30. Pues la exigencia del impunitum non relinqui facinus ha disfrutado de mucha propagación (Bellavista 1971: 225). 31. Idea que tan campante sufraga la Sala 2ª del TS: “El tribunal ha percibido directamente el contenido de cuanto expresa el testigo, esto es, los hechos que vió personalmente” (STS 1423/2002), y a la que un culto y fino magistrado de la misma Sala propina un soberano varapalo (Andrés Ibáñez 2009: 99-101). 48 Los indicios tomados en serio afirmar a los tribunales(…) no hay pruebas directas. En los juicios sobre hechos pasados, todas las comprobaciones son indirectas, puesto que se trata de probar, es decir de pasar de un dato de hecho de presumible eficacia probatoria, que no es en sí mismo constitutivo del thema probandum, a otro que es el que se trata de acreditar como efectivamente producido” (Andrés Ibáñez 1999:60). Estoy de acuerdo en casi todo. Cualquiera acepta que en el proceso no hay “aprehensión inmediata de lo real, observación directa” sino “reconstrucción del pasado según las huellas del presente, constituidas por las pruebas” (Ferrua 1998:589); y, en ese sentido, “las pruebas son siempre ‘indiciarias’, si por tales se entienden las que permiten remontarse de un hecho a otro” (Ferrua 1993: 216). Pero el binomio prueba directa/prueba indirecta no pierde pertinencia. Porque no se llama “prueba directa” a la prueba que pone al juez en contacto directo con los hechos (cosa por lo demás imposible, como se ha destacado) sino a la que versa directamente sobre el hecho principal (p.ej. que Fulano fue el autor de los disparos contra Mengano). En palabras más rigurosas y autoritativas: “La prueba podrá definirse como directa o indirecta según la relación que se establece entre el hecho a probar y el objeto de la prueba (o mejor: entre los hechos que son afirmados en las dos enunciaciones). Existe prueba directa cuando los dos enunciados tienen como objeto el mismo hecho, o sea cuando la prueba versa sobre el hecho principal (…) Habrá en cambio prueba indirecta cuando no se verifica esta situación, o sea cuando el objeto de la prueba esté constituido por un hecho diferente del que debe ser probado en cuanto jurídicamente relevante para los fines de la decisión” (Taruffo 1992: 429). Para entendernos mejor: el testimonio de quien ha presenciado el robo constituye una prueba directa; el testimonio de quien ha visto al imputado comprarse un pasamontañas (quizás para robar) no pasa de prueba indirecta. Pero, entonces, no existe diferencia ontológica entre prueba directa y prueba indirecta (como si fueran de naturale49 Juan Igartua Salaverría za distinta y de diferente fuerza probatoria: la primera prueba más que la segunda) sino que apuntan a objetos diversos (una al hecho principal y la otra a un hecho secundario) (Battaglio 1995:387-388). B. Y como del hecho secundario es preciso ascender hasta el hecho principal, volveríamos a darnos de lleno con una característica idiosincrásica de la prueba indirecta (o indiciaria): que ésta es deudora de un razonamiento inferencial (que abriría la espita de la subjetividad judicial, según alertan –con deficiente rigor- nuestros TC32 y TS33 ). ¿Significa eso que en la prueba directa huelgan las inferencias mientras que éstas son la linfa de las pruebas indirectas? Pues tampoco. Veámoslo con un poco de sosiego. Es evidente que la perpendicularidad de la “prueba directa” -definida según lo hicimos- no tiene parangón con la de la prueba indirecta. En efecto, si el juez otorga credibilidad a un elemento de prueba directo, cualquier razonamiento inferencial ya está de más, puesto que, en ese caso “la inferencia se configura como una tautología que se mueve desde una proposición particular (la que enuncia el elemento de prueba) hacia otra proposición particular (la que constituye la hipótesis factual correspondiente), sin la mediación de criterios generales, en virtud de la relación de identidad existente, en el plano lógico-semántico, entre las dos proposiciones” (Lombardo 1999: 496-497). Lo diré con palabras más llanas. Supongamos que la hipótesis a probar sea que Fulano disparó contra Mengano; si el juez, tras escuchar el testimonio de Zutano y convencido de su veracidad, considera que “Zutano vió efectivamente que 32. Al menos en un párrafo, bastante inconguente, que transcribo ( y enfatizo con cursivas): “Hace entrada en ella la subjetividad del juez en cuanto, mentalmente, ha de realizar el engarce entre el hecho base y el hecho consecuencia, y ello de un modo coherente, lógico y racional, entendida la racionalidad, por supuesto, no como mero mecanismo o automatismo, sino como comprensión razonable de la realidad normalmente vivida y apreciada conforme a los criterios colectivos vigentes” (STC 169/86) (cit. en Pastor 2006:28). 33. “(…) siendo evidentemente que la deducción lógica ha de tener forzosamente una importante carga de subjetividad que ha de compensarse por medio de un riguroso examen del verdadero significado de cada hecho básico, evitando que las simples conjeturas o sospechas puedan elevarse indebidamente a verdaderos indicios”) (STS 14 de junio de 1993) (cit. en Pastor 2006: 28). 50 Los indicios tomados en serio Fulano disparó contra Mengano”, entonces salta a la vista que hay identidad entre la hipótesis a probar y lo que prueba la declaración de Zutano; y si ésta es verdadera (o se toma como tal), también lo será (o deberá tomarse como tal) el enunciado de la hipótesis acusatoria. Pero debo resaltar que aceptar la premisa probatoria (Zutano dice que p) implica un haz de inferencias sobre la sinceridad del testigo, sobre la calidad de sus percepciones y sobre su memoria. Por tanto, también en las pruebas directas las inferencias adquieren un protagonismo decisivo. Obviamente, no obstante lo dicho, la “prueba indirecta” reclamará alguna(s) inferencia(s) adicional(es) a las ahora indicadas, pues restaría conectar el “hecho secundario” (o indicio) con el “hecho principal” mediante el razonamiento pertinente. Resumiendo: en mayor o menor grado, todas las pruebas son “indiciarias” pese a que se restrinja ese calificativo para designar a las pruebas “indirectas” (que, ciertamente, lo son y por partida doble: sirven de indicio para probar un hecho secundario, y el hecho secundario se erige después en indicio para probar el hecho principal). Entonces pas de question. C. Sin embargo, de ningún modo resulta accesorio lo que se acaba de dejar dicho; esto es, que mientras la prueba directa compromete necesariamente alguna inferencia para acreditar la atendibilidad del elemento de prueba que nos transporta al hecho principal, la prueba indirecta demanda inferencias en mayor número: primero, las exigibles para testar la fiabilidad de los medios de prueba que conducen a la prueba del hecho secundario; y, luego, las imprescindibles para enlazar el hecho secundario con el hecho principal. Ahora bien, eso arrastraría –se dice- una consecuencia desfavorable para las pruebas indirectas o indiciarias. En efecto, parece robusto el principio de que una prueba es tanto más débil cuanto mayor sea el número de eslabo51 Juan Igartua Salaverría nes que comprende la cadena inferencial utilizada. Tal planteamiento ha sido enfatizado por quienes pretenden emplear cálculos matemáticos en la determinación de la probabilidad probatoria (progresivamente más menguante en las cascaded inferences)34 , pero con resultados francamente decepcionantes (de los que aquí no me haré cargo35 ) en lo que atañe a la valoración de las pruebas judiciales. Distinto es el panorama si, en lugar de recurrir a teorías matemáticas de la probabilidad, analizamos la lógica de las inferencias en función de sus concretos grados de atendibilidad (Taruffo 1992:250). Es decir, todo depende, no del número, sino de la conclusividad de las reglas inferenciales empleadas. De modo que, en no pocas situaciones, la prueba indiciaria se revela más atendible que la prueba directa (p. ej. el cotejo del ADN de los restos orgánicos que el forense halla en el cuerpo de la víctima con el ADN del imputado –ejemplo de prueba indiciaria-, proporciona informaciones mucho más fiables que la identificación del agresor directamente realizada por la persona agredida). De donde, lo que finalmente cuenta es la validez de la regla con la que se construye la inferencia: fuerte si se trata de una ley lógica o científica, débil si se funda en máximas de experiencia corriente (Battaglio 1995: 397-399; Fassone 1995: 1107-1108). Lo cual coloca en nuestro horizonte una tierra prometida, de siquiera ineludible sobrevuelo exploratorio por tanto, aunque frecuentemente –por desgracia- sólo avizorado en la lontananza. Me refiero a la clasificación de los indicios sobre la base de su distinta fuerza convictiva. 2. Una tipología de los “indicios” En la cuantiosa prosa (más académica que jurisdiccional) consagrada a los “indicios”, éstos han merecido clasificaciones de lo más variopintas (cuya mención me ahorraré36 ). 34. Una buena exposición en Taruffo 1992: 172, 179, 183. 35. Supongamos que X sea la hipótesis a probar y que, para llegar a ella, hemos de transitar por una cadena de indicios compuesta por A (cuya probabilidad es de 0,7), luego por B (cuya probabilidad es también de 0,7) y finalmente por C (cuya probabilidad es igualmente de 0,7). ¿Cuál será la probabilidad de X? Sólo del 0,448 (o sea, una hipótesis no atendible por ser inferior a la probabilidad del 0,50). Para todo ello remito a Taruffo 1992: 248-250. 36. Si alguien siente curiosidad, me permito la remisión a Bellavista 1971: 230-231. 52 Los indicios tomados en serio Pero escaso mimo se ha regalado a la que considero la más determinante: la que se construye en torno al grado de convicción que los indicios son razonablemente capaces de suscitar. Y cuando se tira de ella, uno topa con banalidades como que deben distinguirse los indicios “vehementes y graves”, los “menos graves” y los “leves” (éstos últimos equivalentes a “sospechas o conjeturas”) (Giménez García 2006: 78), así, sin ulteriores especificaciones. O cuando uno frecuenta la lectura de las SSTC o de las SSTS relativas a las pruebas indiciarias, sólo encuentra gelatinosas alusiones en orden a evitar las “inferencias demasiado abiertas” o las “inferencias no arbitrarias ni absurdas”, sin el detalle aclaratorio de lo que unas y otras son. A. Si, como hasta la saciedad se viene reiterando, la fuerza de un indicio estriba de lleno en la mayor o menor conclusividad del razonamiento inferencial que une el dato indiciante (o indicio, a secas) con el hecho indiciable (la hipótesis a probar), de ahí se sigue que los indicios pueden generar resultados probatorios de distinta intensidad. Ya es pan comido (aunque sin apenas masticación) que las situaciones difieren según la inferencia se construya en base a leyes científicas37 o a leyes estadísticas o a máximas de experiencia provenientes del sentido común; y dentro de estas últimas, tampoco será indiferente utilizar máximas completas o incompletas (dependiendo de la exhaustividad o no en la observación de los casos individuales y de la desigual tasa de regularidad constatada), ni máximas generales en lugar de máximas sectoriales (más adheridas éstas a las peculiaridades de determinados sectores sociales o a circunscritos tipos de actividad)38 . B. Por tanto, atendiendo a su diversa eficacia probante (y de menos a más), los indicios tolerarían ser clasificados como sigue39: 37. En la concepción tradicional de la prueba indiciaria no es raro que se descarten las inferencias basadas en leyes científicas (equiparándolas a las pruebas en sentido estricto). Pero se trata de una tesis descaradamente influenciada por la infundada idea de que el indicio es una prueba menor, incompatible con una conclusión probatoria que se aproxime a la certeza (Zaza 2008: 92). 38. De todo esto, me he ocupado con algo de detenimiento en Igartua 2009: 148-156. 39. Resumo a Zaza 2008: 104-113. 53 Juan Igartua Salaverría a) Indicios equiprobables.- Aquéllos que son reconducibles, además de a la hipótesis acusatoria, a otra hipótesis con el mismo o parecido grado de probabilidad. Por ejemplo, en la pistola de la que partió el tiro que mató a Ticio aparecen las huellas de Cayo y Sempronio. El indicio de las huellas apunta indistintamente a Cayo o a Sempronio como autor del homicidio. b) Indicios orientados (o de probabilidad prevalente).Son aquéllos que conectan, además de con la hipótesis acusatoria, con otra hipótesis alternativa pero con un grado de probabilidad superior a favor de la primera. Por ejmplo, en el lugar del homicidio aparecen casquillos de bala de dos calibres distintos, lo que implica el uso de dos armas diferentes. Este indicio permite sustentar dos hipótesis: que participaron dos individuos en los disparos o que un único individuo utilizó, sucesiva o contemporáneamente, dos armas. Si tomamos como máxima de experiencia el principio de economía del comportamiento humano (“simplicidad” en la explicación y “adecuación” de medio a fin), no hay duda de que el empleo de dos armas a cargo de dos personas parece de más simple ejecución que lo supuesto en la hipótesis alternativa. Pero no por eso ésta queda excluída ni reducida a la irrelevancia (pues bien pudo suceder que el atacante quiso incrementar la eficacia de su acción empuñando dos armas). Esta última puntualización se revela indispensable para entender la siguiente categoría de indicios. c) Indicios cualificados (o de alta probabilidad).- Son aquéllos que acrecientan sobremanera la probabilidad de la hipótesis acusatoria, fundamentalmente porque no se vislumbra ninguna hipótesis alternativa40 (y si, de verdad, los hechos hubieran ocurrido de otro modo, sólo el imputado estaría en condición de formular la contrahipótesis correspondiente). Por ejemplo, si tras el asalto a un banco, se encuentran en el interior de la caja fuerte las huellas del imputado, quien nunca 40. No cualquier cosa puede funcionar como hipótesis sino sólo aquélla capaz de explicar los hechos según criterios de racionalidad y buen sentido (Iacoviello 1997a: 116), condición previa a su posterior valoración en términos de la probabilidad que corresponda . 54 Los indicios tomados en serio ha mantenido relación alguna con la entidad bancaria, no se ve qué hipótesis se puede manejar contrapuesta a la de su participación en el evento (salvo que las explicaciones del interesado confieran alguna verosimilitud a algo que no se nos ha pasado por la cabeza). d) Indicios necesarios.- Son aquéllos que, en aplicación de leyes científicas o de constataciones sin excepción, excluyen la posibilidad de cualquier alternativa a la hipótesis acusatoria. No son los indicios más frecuentes pero sí los más seguros. Los ejemplos citados con más recurrencia al respecto (aunque no los mejores41 ) suelen ser los relacionados con la comparación del ADN o con las características dactiloscópicas del imputado. 3. Un breve repaso a los requisitos que la jurisprudencia exige a la “prueba indiciaria” El hecho de que la doctrina jurisprudencial (tanto del TC como del TS) haya levantado exclusivamente en derredor de la prueba indiciaria una lista de condiciones a cumplir (quebrando así la unidad de trato –el de la libre valoración- que debiera dispensarse tanto a las pruebas directas como a las indirectas), es síntoma de que aún pervive la ancestral reserva con la que se acogía todo lo emparentado con los indicios. En aquellos países, como Italia, en los que las añejas y habituales exigencias –“gravedad”, “precisión”, “concordancia” (Miranda Estrampes 1997: 230)- impuestas a los indicios pasaron de mera regla cognoscitiva reconocida por decenios de experiencia judicial a convertirse en norma codificada (Battaglio 1995: 429), se ha suscitado el previsible debate acerca de si con ello el legislador se ha entrometido o no, menoscabándolo, en el prohibido jardín de la libre valoración de las pruebas. No sin fundamento se ha intentado desinflar el efecto que pudiera producir esta aparente repesca de un anacróni41. Me parece más contundente, aunque ajeno al proceso penal, el siguiente razonamiento inferencial: “Eloisa amamanta un niño, luego necesariamente no es virgen”. 55 Juan Igartua Salaverría co sistema de valoración legalmente tasada, porque, desde un prisma estrictamente jurídico, sería extremadamente difícil extraer de esas exigencias una serie de prescripciones lo bastante definidas; con ellas o sin ellas, la valoración judicial de la prueba permanece igual de discrecional (Ferrua 2007a: 333334). Además, si el juez está sujeto (también en un sistema de libre valoración) a la observancia de unas pautas (racionales), ¿quién osaría sostener que la “gravedad”, la “precisión” y la “concordancia” de los indicios no figuran entre aquéllas? Mejor considerarlas por tanto, sin frivolidad ninguna, como guide-lines del convencimiento judicial (en función esencialmente pedagógica) (Iacoviello 1997b: 177). A. Entonces, en un país como el nuestro donde los requisitos de la prueba indiciaria no han alcanzado plasmación legislativa, con mayor razón cabría estimarlos como recomendaciones prudenciales para orientar las valoraciones judiciales (Iacoviello 2006: 3868) y minimizar los riesgos de una navegación en mar abierto. Sin embargo, aquí debiera agobiarnos otro problema. Poco se discute entre nosotros –tampoco habría por qué- sobre el carácter vinculante de iure que pueda ostentar la doctrina jurisprudencial de nuestros altos tribunales (TC y TS) en esta materia (creo que, al respecto, las ideas están claras y son además compartidas). Pero resulta preocupante que los jueces actúen de facto como si tales estereotipos doctrinales constituyeran fórmulas de obligada aplicación, bastando su mera enunciación sin apenas atender a las particularidades del caso a resolver, y fomentando con ello la des-responsabilización de sus propias resoluciones. Cierto es que las referidas pautas, de aspecto muy tajante (pero de escasa definición), consienten luego algún margen para las salvedades (afectadas también éstas por la indeterminación); pero, por lo común, nuestros jueces prefieren aplicar la “regla” sin más (porque eso facilita resultados mecánicos y redondos), en vez de examinar si ha lugar o no a la “excepción” (lo cual acarrea forzosamente incomodidad y riesgo); 56 Los indicios tomados en serio por ello, nunca será ociosa cualquier atención que a tal asunto decidamos prestar. B. Aunque el listado de las condiciones requeridas para enervar la presunción de inocencia (pues ahí radica el meollo del proceso penal) que la jurisprudencia ha canonizado presenta cierta elasticidad (es decir, varía de unas sentencias a otras; en unas más limitado y en otras más extenso), no hay por qué ahogarse en el casuismo si se hace meridianamente discernible –como así sucede- el catálogo esencial de aquéllas. Y, prefiriendo la prodigalidad a la racanería, formularé un elenco42 que –seguro- no traiciona por defecto la rigurosidad con la que nuestros máximos tribunales han buscado garantizar el legítimo uso de las pruebas indiciarias; o sea, el que sigue: a) los indicios han de ser plurales; b) los indicios han acreditarse mediante prueba directa; c) el enlace entre los indicios y la hipótesis a probar debe ajustarse a las reglas de la lógica, la ciencia y las máximas de experiencia convenientemente explicitadas en la motivación de la sentencia; d)los indicios, además de tener todos relación con la hipótesis en juego, deben estar interrelacionados entre sí. Pues bien, de seguido expresaré algunas consideraciones (críticas o circunspectas, según) a propósito de este manojo de exigencias con pretensiones garantistas. a) Pluralidad de indicios.- Nuestros tribunales cimeros no cuantifican (reconociendo que tampoco pueden) el número de indicios que se precisa para fundamentar una condena penal; pero son firmes en exigir que ésos han de ser varios, no bastando un indicio aislado debido a la naturaleza inconsistente y ambigua de éstos (si bien en algunos supuestos –referidos al tráfico de drogas- se admite la validez de una prueba indiciaria que descansa en un único indicio) (cfr. Miranda Estrampes 1997:233-240). A la vista queda que se trata de una doctrina basada en un par de connotandos prejuiciosos: primero, en una conside42. Muy próximo al destilado por Miranda Estrampes 1997: 233-244. 57 Juan Igartua Salaverría ración muy depreciada de los indicios (“inconsistentes y ambiguos”); segundo, en una conceptuación indiscriminada de los mismos (como si todos los indicios fueran de la misma ralea). Lo cual, curiosamente, acaba dinamitando la tesis que pretendían sustentar. Veámoslo. La mera acumulación de datos indiciantes (en tanto que inconsistentes y ambiguos) no transforma el valor que ésos tenían en su origen (Battaglio 1995: 419-420); así, una inconsistencia, unida a tres inconsistencias más, suman cuatro inconsistencias43 . De ahí la pregunta sobre la pertinencia del axioma “quae singula non probant, simul unita probant”, porque un producto de debilidades gnoseológicas ¿no debería desembocar en un conocimiento todavía más debilitado y en ningún caso reforzado? (Fassone 1995: 1117). ¿Vale, por tanto, la mera acumulación de indicios? ¿No será que falta algo?44 Para que la pluralidad de indicios sea fecunda a efectos probatorios, ante todo hemos de precisar cuál es el fuste mínimo que aquéllos han de tener y, luego, de qué manera combinarlos –si es el caso- para sacarles provecho (cabos importantes que la doctrina deja sueltos). Ahora toca insistir además en el inciso precedente “si es el caso”. Como se ha señalado más arriba, nuestros tribunales admiten que el requisito de la “pluralidad” no corta el paso a las excepciones (de modo que, a veces, un único indicio basta) pero no definen cuándo ni por qué. Estas carencias encontrarían remedio si la doctrina hubiera efectuado alguna discriminación entre los indicios conforme a un criterio clasificatorio (al estilo de la tipología construida páginas atrás). En efecto, en 43. Como atinadamente se subraya en la STS 141/2002 (con ponencia de P. Andrés Ibáñez, interesa destacarlo), en la que precisamente se estima el recurso contra una condena en una prueba indiciaria, al decir: “esa sospecha unida a otra (…) no produce un cambio en la calidad convictita de la segunda por la mera asociación. Pues una sospecha más otra sospecha son dos sospechas concurrentes, y no otra cosa”. 44. Es significativo que la Corte de cassazione italiana haya intentado neutralizar la polivalencia (ambigüedad) de los indicios precisando que “la prueba indiciaria puede alcanzar el rango de factor demostrativo de un hecho sólo cuando esté provista de una pluralidad de hechos concordantes, cualificados por el carácter de la univocidad en base a recíprocas conexiones y a su simultánea confluencia en una misma dirección” (Russo – Abet, 2001: 179). Quizás cabría replicar que lo apuntado es materia de un requisito ulterior que no ha escapado a nuestros tribunales. Pero se podría volver a la carga contestando que “el mismo significado indiciante de un hecho y su clasificación como indicio –cual prius lógico de los pasos sucesivos- es objeto de una valoración orientada y como tal fruto también él de un razonamiento primero abductivo, después inductivo por las reglas de experiencia asumidas en el análisis, y deductivo sólo en las fases sucesivas” (Russo – Abet 2001:179-180). 58 Los indicios tomados en serio el caso de un indicio necesario, éste contará con una valencia probatoria autónoma y suficiente; es decir, se bastará por sí solo (Zaza 2008: 113-114; Battaglio 1995: 422-424). Y quizás algo similar sea predicable también del indicio cualificado 45. b) Indicios acreditados mediante prueba directa.- Era previsible que, por coherencia, nuestros tribunales iban a compensar la (para ellos) natural debilidad de los indicios protegiéndolos con el contrafuerte de una robusta acreditación; o sea: el indicio (dato indiciante) – se dirá en la STC 174/1985- ha de estar “plenamente probado, pues, no cabe, evidentemente, construir certezas sobre la base de simples probabilidades”. Y el TS interpretará que sólo la prueba directa está en sazón de garantizar la plena prueba de un dato indiciante (indicio); pues, de lo contrario, se montaría “una deducción partiendo de otra” y bien se sabe que “ex nihilo, nihil facit” (STS de 6/03/ 1993)(Pastor 2006: 42)46 . El TS nos planta, pues, ante un dilema cuyos cuernos son la prueba directa o la nada. Al menos el TS (porque el TC se ha abstenido de formular opciones tan extremas y zanjantes – cfr. Miranda Estrampes 1997: 241-) incurre en una contradicción con su propia doctrina. Si antes aquél admitió, para legitimar el uso de las pruebas indiciarias en el proceso penal, que el hecho principal (la hipótesis) puede ser probado(a) no sólo con prueba directa sino también mediante prueba indiciaria, ¿qué impedimento existe para que ese mismo régimen se extienda a la prueba del dato indiciante o indicio?(Battaglio 1995: 410-411) Ninguno. Sin duda sigue revoloteando aquí la consigna de “inferencias, las justas”, alimentada por la idea (ya discutida antes) de que un razonamiento que comprometa sólo una inferencia es más sólido que si necesitara de dos. Reiteraré que lo decisivo no es el menor número de inferencias sino la mayor calidad de las mismas. A ver, descendamos a un ejemplo. Cayo es acusado de haber matado a Ticio de un balazo en la cabeza; no existen testigos del homicidio pero hay un indicio: Cayo había 45. De hecho, en las SSTS donde se reconoce la viabilidad de un único indicio para condenar, éste recibe la consideración que aquí se atribuye al indicio “cualificado”. 46. Se encuentran útiles referencias jurisprudenciales en Miranda Estrampes 1997: 240-243. 59 Juan Igartua Salaverría comprado la pistola de la que partió el disparo en una armería dos horas antes de la muerte de Ticio. Es necesario, por tanto, acreditar la veracidad del indicio; lo que puede hacerse bien por prueba directa (preguntando al armero si reconoce a Cayo como el comprador de la pistola) o por prueba indirecta (verificando a nombre de quién esta expedido el permiso de armas –de preceptiva presentación por quien desee adquirir una- cuya fotocopia obra en la armería, quién es el titular del DNI que se exhibió para ser cotejado con el beneficiario del permiso y con la persona que lo presentaba, y para confirmar también que ésta es la titular de la tarjeta –de la que existe copia- con la que se pagó el arma adquirida). Y si las dos pruebas condujeran a resultados distintos (el dependiente afirma no haber visto en su vida a Cayo mientras que la documentación guardada en el registro de la armería figura a nombre de Cayo), ¿tendría la prueba directa (fundada en el recuerdo del dependiente que vendió el arma) mayor fuerza acreditativa que la prueba indirecta (los tres rastros documentales)? Lo dudo. c) El enlace entre el indicio y la hipótesis a probar debe respetar las reglas de la lógica, de la ciencia y de la experiencia.- Como los tradicionales (y aún vigentes en países cercanos) predicados de mayor solera que encumbran a un indicio que se precie (el de la “gravedad” y el de la “precisión”) constituyen el tejido interior de este tercer requisito, rindámosles el homenaje de siquiera un mínimo comentario. La “gravedad” de un indicio está en proporción directa con la fuerza concluyente del mismo. Por eso, la gravedad no reside en el dato indiciante sino en la inferencia que éste provoca. De ahí que el indicio adquirirá se calificará de “grave” cuando el criterio inferencial que une al dato indiciante con la hipótesis a probar está dotado de un alto grado de conclusividad (Fassone 1997: 637)47 . 47. Existe otro concepto de “gravedad” (pero menos usual): la gravedad no se mide por el “resultado” que proporciona el indicio sino por la “relevancia” (o “pertinencia”) con el objeto de prueba (Zaza 2008: 116); es el cultivado, entre otros, por Battaglio 1995:412-413. 60 Los indicios tomados en serio De su lado, la “precisión” de un indicio se gradúa con el parámetro de la univocidad (contrapuesto al de la vaguedad y al de la equivocidad) (Fassone 2000: 637)48 . El indicio preciso por antonomasia se solaparía con el que anteriormente calificado como “indicio necesario” o incluso hasta con el llamado “indicio cualificado”. Pero hay quienes se contentan con niveles inferiores de “precisión” conformándose con un grado de probabilidad prevalente (o sea, con el equivalente al “indicio orientado”) (Zaza 2008: 116). De cualquier modo, vistas las cosas de cerca, la “precisión” nada nuevo añade a la “gravedad”. Pero aquí asoma su cabeza un nuevo problema, a saber: si la “gravedad” y “precisión” son requisitos exigibles bien a cada uno de los indicios o bien a los indicios en su conjunto. Problema que se disuelve ante los indicios necesarios y los indicios cualificados (pues, bastándose por sí solos, no necesitan acompañarse de más indicios). Pero ¿qué pasa cuando nos encontramos ante un complejo de indicios ninguno de los cuales es autónomamente resolutivo? ¿Podrían predicarse también del conjunto de indicios las propiedades de “gravedad” y “precisión”? Las posturas divergen, pero prospera más el “sí”49 que el “no”. Bueno, este cúmulo de aspectos precisos no parece haber atrapado la atención de nuestros tribunales cuya línea doctrinal sigue siendo borrosa y, por ello, más retórica que operativa. A veces, da la impresión de que todo marcha sobre ruedas mientras el razonamiento inferencial no sea “ostensiblemente absurdo y arbitrario” (STC 51/1991 así como la STS 8/03/1994), con lo que no se descartaría –creo- incluso la opción por una hipótesis equiprobable a otra50 ; en otras 48. A veces, las menos, la “precisión” se mide por el grado de determinación, en su realidad histórica, del hecho indiciante (Zaza 2008: 117), asunto que, en el esquema aquí seguido, correspondería al apartado de la “prueba de los indicios”. 49. Postura razonablemente suscribible, pues cuando “el indicio equívoco converja con otros elementos hacia un único resultado, aun no perdiendo su originario carácter de imprecisión, puede válidamente contribuir a fundar la demostración del thema probandum” (Battaglio 1995: 418). 50. “Un grado de confirmación de la hipótesis igual al 0,50 se puede considerar como el límite mínimo, debajo del cual no es racional considerar atendible una hipótesis, incluso si ésta no está del todo carente de elementos de confirmación: una hipótesis con un grado de confirmación superior a 0, pero inferior a 0,50 puede ser sensata, 61 Juan Igartua Salaverría ocasiones se aprietan un poco más las tuercas y, ante la eventualidad de “que los mismos hechos probados permitan en hipótesis diversas conclusiones”, se indica que “el Tribunal debe tener en cuenta todas ellas”, bastando con “razonar por qué elige la que estima más conveniente” (STC 174/85); y no faltan posturas más rigurosas exigiendo que con el razonamiento inferencial se muestre que “no hay ninguna otra posibilidad alternativa, que pudiera reputarse razonablemente compatible con esos indicios” (STS 10/06/1993), aunque no se concreta si tal razonabilidad queda satisfecha con los indicios orientados o son más altas sus pretensiones. En fin, es asombrosa la elasticidad de nuestra doctrina jurisprudencial (no le va a la zaga la doctrina académica, habituada en general a sólo rumiar la otra), por lo que, al no encontrarse piso firme, a ver quién le pone el cascabel al gato para mantenerlo controlado. Y eso no hay quien lo remedie mientras la jurisprudencia no especifique los estándares de prueba requeridos. d) Los indicios han de relacionarse con la hipótesis y estar interrelacionados entre sí.- Esta directiva jurisprudencial se condensa en el tradicional concepto de la “concordancia” (de los indicios), pertinente si, en un conjunto de indicios, no topamos con ninguno grave y preciso que, por sí sólo, tuviera potencia para probar una hipótesis (Fassone 2000: 638). O sea, la concordancia encuentra su ámbito cuando los indicios ostentan la condición de “equiprobables” y de “orientados” (en la terminología que he adoptado). Ahora bien, la “concordancia” aúna dos perspectivas (Zaza 2008: 117): una, hacia lo alto; otra, hacia los lados. En primer término, la concordancia coincide con el concepto de “convergencia” de los indicios en una única dirección (todos apuntan hacia la misma hipótesis). En segundo lugar, la convergencia significa también la “compatibilidad” recíproca de los indicios. Doble dimensión, por tanto, expresamente identificada por el TS cuando subraya que los datos indiciantes han de estar “no sólo relacionados con el hecho nuclear precisado de la prueba, pero no es atendible” (Stella 2002:161). 62 Los indicios tomados en serio sino también interrelacionados, es decir, como notas de un mismo sistema en el que cada uno de ellos repercute sobre los restantes en tanto en cuanto forman parte de él. La fuerza de convicción de esta prueba dimana no sólo de la adición o suma, sino también de esta imbricación” (STS 22/06/1998). O sea, el TS concibe la “compatibilidad” en su sentido más fuerte; no sólo como consistencia (ausencia de contradicción) sino además como coherencia. Esto requiere unos renglones. Desterremos la impresión de que la valoración conjunta consiste en sumar los valores atribuidos previa e individualmente a los elementos de prueba, como si finalmente todo hubiera de solventarse con una simple suma aritmética. Nada de eso. La relación de complementariedad entre los distintos elementos de prueba puede concebirse de dos maneras: entendida bien como simple acumulación, o bien como concatenación (Peczenik 1998: 10-11) La acumulación, como mera agregación, no siempre arroja un resultado concluyente. Hay, en efecto, dominios discursivos en los que la pluralidad de razones (o pruebas) se estructura como una cadena. Unos argumentos (o pruebas) concatenados(as) poseen más fuerza que una simple acumulación de razones (o pruebas). Es decir, la cadena “´x´ porque ´y´ porque ´z´”es más fuerte que la acumulación “´x´+´y´+´z´”. Precisamente esa concatenación de indicios formando una trama es definitoria de la coherencia. No sería malo concebir el estándar del “más allá de la duda razonable” en términos también (no sólo) de coherencia (sobre todo si únicamente se dispone indicios “equiprobables” tomados aisladamente uno por uno, o también de indicios “orientados”). Pero la común estampa de las SSTC y SSTS no oculta que, tras sus (vacías) sublimidades, campa una práctica jurisdiccional de manga ancha y transigente a más no poder. 63 Juan Igartua Salaverría Bibliografía Almagro Nosete, José. 1992. “Teoría general de la prueba en el proceso penal”, en VV.AA., /La prueba en el proceso penal/, Madrid: CGPJ, pp. 17-48. Andrés Ibáñez, Perfecto. 1999. “Garantismo y proceso penal”/, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada/, 2, pp. 47-61. 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Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 67 Victoria Iturralde I. PLANTEAMIENTO. 1. Relevancia de la interpretación “literal”. 1.1. Hay una idea generalmente compartida entre los juristas en el sentido de que la interpretación literal constituye un elemento central de la interpretación jurídica. Esta afirmación encuentra su apoyo, en primer lugar, en la importancia que el legislador sigue atribuyendo al canon literal al fijar los criterios que deben seguirse en la interpretación. En segundo lugar, en la actividad de jueces y demás operadores jurídicos que toman como punto de partida una interpretación literal del derecho, sea para apartarse de la misma, sea para confirmarla. Por último, en la relevancia que los iusfilósofos, aun conociendo su carácter problemático, siguen atribuyendo a la noción de interpretación literal2. El interés por la interpretación literal no tiene una finalidad una puramente heurística, sino que guarda íntima relación con el imperio de la ley como premisa de la interpretación y aplicación del derecho, puesto que el sometimiento a la ley por los operadores jurídicos implica (como primera tarea dentro de la serie de actividades que conlleva la aplicación del derecho) determinar cuales son los significados (si tienen más de uno) de los enunciados jurídicos objeto de interpretación o, lo que es lo mismo, cuales son los márgenes dentro de los cuales puede hablarse de interpretación y cuándo se está ante creación o invención del derecho. Como señala Laporta, la noción de imperio de la ley tiene un alcance “claramente normativo como posición que identifica qué es lo que hay que entender como derecho y cuál es el papel de ese material jurídico en la solución de los conflictos. Cumple así la función de acotar e identificar el ‘texto’ sobre el que ha de realizarse después la interpretación. Y ese texto está formado sobre todo por normas jurídicas vehiculadas por leyes y expresadas en forma de reglas“3. 2. Mazzarese 2000: 598. Cfr. MacCormick-Summers 1991: 511-544. 3. Laporta 2007: 173. Cfr. del mismo autor 2008: 45-55. 68 Interpretación literal: análisis de una noción compleja Idea esta, que dicho sea de paso, parece estar hoy en retroceso en sede teórica (neoconstitucionalismo) y en la práctica jurisprudencial constitucional; dado que cada vez son más frecuentes los casos en que “se amparan derechos opuestos a la dicción expresa clara y taxativa de las leyes declaradas, sin embargo, constitucionales“4 (juicio este que se puede ampliar a las decisiones de los tribunales ordinarios). Pues bien, frente a esta tendencia hay que decir que aunque el Estado constitucional de derecho pueda reclamar una nueva teoría del derecho, ello no significa abandonar la idea que entre las obligaciones que el derecho impone a los jueces está ella de decidir los casos conforme a derecho5. 1.2. Lakoff señala que el “significado literal” tiene un estatus sagrado, por dos razones. Primero, porque presupone que lo literal nos da un asidero fundamental basado en el significado, en hechos objetivos, en la comunicación directa y en la razón (lo no literal es lo dispensable, lo indirecto, la exageración, el embellecimiento, la metáfora, etc.). Lo literal –dice- “es la indispensable roca sagrada que forma la mayor parte de nuestro lenguaje y pensamiento”. En segundo lugar, porque el significado literal suele caracterizarse en términos de un modelo de lenguaje y pensamiento hipersimplificado e idealizado en el que se supone que convergen un conjunto de condiciones necesarias y suficientes6. En estás páginas intentaré desmitificar esa imagen poniendo de relieve los problemas que encierra dicho criterio interpretativo. Analizaré qué entienden los juristas por interpretación literal (en adelante, IL); qué hacen cuando utilizan el argumento literal de interpretación, y cual es sentido en que debería utilizase dicha expresión. Después de unas páginas introductorias sobre aspectos generales sobre la interpretación jurídica, dedicaré un apartado (II) a analizar qué se entiende en el derecho por IL y cual es la finalidad de adjetivar una in4. García Amado 2007: 242. 5. Hernández Marín 2005: 16. 6. Lakoff 1986: 292. 69 Victoria Iturralde terpretación como literal. En el siguiente apartado (III) esbozaré algunas de las tesis sobre el significado literal en lingüística, puesto que no pueden elaborarse nociones autónomas de la IL para el derecho sin recurrir a los estudios lingüísticos.7 Finalizaré (IV) con algunas conclusiones acerca de en qué sentido puede seguir utilizándose la noción de IL. 2. Interpretación jurídica: aspectos generales A continuación daré cuenta de diferentes cuestiones sobre la interpretación jurídica en general, que considero necesarias en aras a la posterior reflexión sobre la IL. 2.1. Objeto de la interpretación. Pueden distinguirse tres concepciones de la interpretación en función de cómo se conciba ese componente básico de las normas jurídicas: la concepción lingüística, la concepción intencionalista y la concepción axiológica o material8 . Para la concepción lingüística la realidad de las normas coincide con su condición de enunciados lingüísticos y la actividad interpretativa es desentrañamiento semántico, establecimiento de su significado. Los enunciados legales poseen una dimensión semántica, sintáctica y pragmática, del mismo modo que cualquier enunciado del lenguaje que a diario utilizamos, y “la interpretación jurídica no tiene en esto ninguna especificidad y sus especificidades tienen que ver únicamente con el carácter técnico que posee en buena medida la actividad jurídica y con la importancia central que los contenidos del derecho revisten para la organización social”; “El derecho es mandato de un legislador que se tiene por legítimo y que es expresado en enunciados lingüísticos cuyo significado, en lo que tenga de oscuro o incierto, se desentraña o se fija mediante la actividad intelectual que llamamos interpretación, de modo que la labor del juez deberá consistir en aplicar los mandatos contenidos en tales enunciados a los casos que caigan bajo su referencia”.9 7. Chiassoni 2000: 56-57. 8. García Amado 2003 a): 68. 9. García Amado 2001: 1675. Vd. Hernández Marín 2002: 111-149. 70 Interpretación literal: análisis de una noción compleja Para la concepción intencionalista los enunciados legales son el cauce a través del que se expresan ciertos contenidos de voluntad o intenciones, que son los que constituyen el componente último del sentido de las normas jurídicas. El texto legal es solamente el vehículo, más o menos, fiel, más o menos certero, de esas intenciones. Interpretar es por tanto, en ultima instancia, averiguar y poner de relieve en contenido de tal intención, intención que es la del autor de la norma, la de aquella o aquellas personas que la dictaron. Por último, para la concepción axiológica o material, la sustancia última de las normas es de carácter axiológico, puesto que el derecho es en última instancia un sistema de valores. Por tanto, el sentido o contenido de las normas jurídicas que la interpretación aclara es el sentido o contenido valorativo objetivo. La esencia de lo jurídico está en ciertos contenidos axiológicos que están más allá de voluntades o palabras, por lo que el derecho es visto como sistema de valores presidido por la justicia en su cúspide, y la interpretación de las normas jurídicas, más allá de la distinción sobre significados lingüísticos o propósitos legislativos, es averiguación de las verdades axiológicas que fundan la auténtica solución justa del caso. Desde esta concepción el juez, más que servidor de la ley, es sacerdote de la justicia y su obligación de respeto al legislador y su vinculación a la dicción legal, incluso en lo que ésta pueda tener de clara, acaba allí donde detecte una discrepancia entre lo que la ley lingüísticamente expresa y cualquier hablante competente pueda entender de la misma, y lo que sean las verdaderas exigencias de la justicia en esa rama del derecho o en ese caso. Este modo de pensar ha reaparecido con fuerza con el denominado llamado “constitucionalismo” (como opuesto al positivismo), de manera que se considera justificada la decisión contraria al tenor literal claro de los preceptos legales cuando la misma se fundamenta en la invocación de algún valor o principio constitucional. 2.2. Conocimiento o valoración Es usual presentar las principales teorías de la interpretación en las tres categorías 71 Victoria Iturralde siguientes: teoría formalista (o neoformalista), teoría escéptica (o neoescéptica) y teoría mixta (o intermedia o ecléctica).10 La teoría formalista sostiene que la interpretación es “descubrimiento” o “conocimiento” del significado propio, objetivo, de los textos jurídicos o de la intención subjetiva de las autoridades normativas (p.ej. el Parlamento). La asunción subyacente a este modo de ver las cosas es la creencia de que las palabras tienen un significado “propio”, “intrínseco”, dependiente de la relación objetiva entre las palabras y las cosas; o la suposición de que la autoridad legislativa tiene, como los individuos, una “voluntad” o una “intención”, y además que esta es unívoca y reconocible. Como consecuencia, se sostiene que el fin de la interpretación es descubrir este significado o esta intención preexistente, ya incorporada en las leyes; y que para todo enunciado jurídico hay siempre una única interpretación “verdadera”, y que por tanto no hay espacio para la discrecionalidad judicial puesto que las decisiones judiciales están determinadas únicamente por las normas preexistentes. La teoría escéptica (en el sentido de “escepticismo genovés”), por el contrario, sostiene que la interpretación es valoración y decisión. Los textos jurídicos son susceptibles de interpretaciones sincrónicamente en conflicto y diacrónicamente cambiantes. Las normas jurídicas no preexisten a la interpretación, sino que son el resultado de la misma; “El proceso interpretativo -dice Tarello- se realiza en base a un enunciado (…) y llega a la norma; la norma no precede como dato sino que sigue como producto al proceso interpretativo.”11 En este sentido se dice que el que tiene la autoridad para interpretar es el auténtico legislador. Para esta teoría, las palabras no tienen un significado propio, ya que toda palabra puede tener o el significado atribuido por el hablante o el significado atribuido por algún oyente, y la 10. Guastini 1997. Barberis 1994 y Comaducci 1999. 11. Tarello 1974: 395. 72 Interpretación literal: análisis de una noción compleja coincidencia entre éste y aquél no está garantizada. Cualquier texto legislativo puede ser interpretado de maneras diversas según sean las valoraciones de los intérpretes; y no existen cosas tales como una “voluntad” y una “intención” colectiva de los órganos colegiados. La teoría mixta sostiene que la interpretación es a veces el resultado de un proceso de conocimiento, otras, el producto de una decisión discrecional. Ello es así por la textura abierta de casi todos los enunciados jurídicos; de manera que en todo enunciado puede distinguirse un núcleo de significado cierto y una zona de penumbra. Como consecuencia, dado un enunciado jurídico, hay controversias que caen en su campo de aplicación (casos fáciles o claros), así como controversias marginales respecto de las cuales la aplicación de una norma es discutible (casos difíciles). Los jueces no tienen ningún poder discrecional cuando deciden un caso claro, pero la discrecionalidad es inevitable siempre que se decide un caso difícil: en tales circunstancias la decisión exige una elección entre soluciones diversas y en conflicto. 2.3. ¿Hay un único resultado interpretativo verdadero? En función de este criterio Diciotti distingue entre teorías cognoscitivistas y no-cognoscitivistas, y dentro de estas últimas entre moderadas y escépticas. Según las teorías cognoscitivistas, en todo conjunto de posibles resultados interpretativos en conflicto, hay un único resultado interpretativo correcto. Esta posición puede ser adoptada tanto en el ámbito de una teoría formalista (p.ej. Winscheid), como antiformalista (p.ej. Dworkin): sólo hay un resultado interpretativo correcto aunque sea difícil en la práctica establecer cual sea este. Por tanto, para las teorías cognoscitivistas las proposiciones interpretativas son verdaderas o falsas y todo conjunto de posibles proposiciones interpretativas en conflicto contiene una proposición interpretativa verdadera. Para las teorías no-cognoscitivistas no hay criterios que permitan individualizar un único resultado interpretativo co73 Victoria Iturralde rrecto dentro de un conjunto de posibles resultados interpretativo en conflicto (un exponente del escepticismo interpretativo es Kelsen). Para estas teorías, no hay ningún caso en que se pueda sostener que un enunciado legislativo exprese un único significado: por tanto, el significado de los enunciados legislativos depende siempre (aunque no exclusivamente) de las decisiones que los intérpretes tomen en base a sus preferencias o a sus subjetivas opiniones morales o políticas. Para esta teoría, las proposiciones interpretativas no son ni verdaderas ni falsas (puesto que están determinadas por las preferencias de los intérpretes) o son todas falsas (en la medida en que comparten la idea de que hay un único significado). Dentro de las teorías no-cognoscitivistas Diciotti distingue entre teorías no-cognoscitivistas extremas y teorías nocognoscitivistas moderadas. Para las primeras no hay criterios que admitan individualizar un único resultado interpretativo correcto entre los distintos resultados interpretativos en conflicto, y tampoco hay criterios que permitan determinar un conjunto de resultados interpretativos correctos de entre los varios posibles conjuntos de resultados interpretativos en conflicto. Las segundas, por el contrario, sostienen que no hay criterios que permitan individualizar un único resultado interpretativo correcto entre los varios posibles conjuntos de resultados interpretativos en conflicto, pero que hay criterios que admiten individualizar un conjunto de resultados interpretativos correcto entre los varios posibles conjuntos de resultados interpretativos en conflicto; en otras palabras a los enunciado legales se les pueden atribuir algunos significados en conflicto pero no cualquier significado. Las teorías no-cognoscitivistas moderadas ocupan una posición intermedia entre el cognoscitivismo y el no–cognoscitivismo; puesto que sostienen que hay criterios que sólo a veces consienten individualizar un solo resultado interpretativo correcto dentro de un conjunto de resultados interpretativos en conflicto.12 A esta teoría se puede atribuir la tesis de que las proposiciones interpretativas son verdaderas o falsas, pero no todo conjunto de posibles pro12. Entre los que defienden esta posición hay que destacar a Hart 1998 y 1962. 74 Interpretación literal: análisis de una noción compleja posiciones interpretativas en conflicto contiene una proposición interpretativa verdadera. Las proposiciones interpretativas pueden ser falsas por dos razones diferentes: a) porque atribuyen a un enunciado legislativo un significado que dicho enunciado no expresa, o b) porque atribuyendo un significado que efectivamente expresa, tienen la pretensión de que dicho significado sea el único significado expresado por el enunciado (mientras que el enunciado expresa más de un significado). 2.4. Concepto de interpretación. Cuando se habla de los significados del término interpretación en el contexto jurídico, es casi imprescindible comenzar haciendo mención a tres sentidos de dicho término: sensu largisimo, sensu largo y sensu stricto, en función de las diferentes clases de objetos a los que aplica: objetos culturales, formulaciones lingüísticas y formulaciones lingüísticas oscuras.13 “Interpretación sensu largisimo”, se refiere a atribución de significado a “objetos culturales” es decir, a la interpretación de los enunciados jurídicos entendidos como productos de una determinada cultura. “Interpretación sensu largo”, significa atribución de significado a aquellos particulares objetos culturales que son las formulaciones lingüísticas. En este caso por “interpretación” se entiende la comprensión de dichas expresiones lingüísticas dentro de un lenguaje determinado, atribuyéndoles significado de acuerdo con las reglas de dicho lenguaje. “Interpretación sensu stricto”, equivale a atribución de significado a formulaciones lingüísticas oscuras; sólo hay “interpretación” en estos casos; en los casos de claridad estamos ante mera “compresión” del significado.14 Para Wróblewski, las acepciones sensu largo y sensu stricto del término “interpretación” no son otra cosa que la traslación al discurso jurídico de lo que ocurre en la interpretación de cualquier signo lingüístico, en el que se pueden producir dos situaciones: la “situación de isomorfia” y la “situación de interpretación”. En la primera hay una comprensión directa 13. Wróblewski 1985: 21-22, y Comanducci 1999: 1-4. 14. Wróblewski 1985: 24. 75 Victoria Iturralde del lenguaje: esto es lo que ocurre la mayoría de las veces en la comunicación diaria, en la que las personas que participan entienden el significado de los términos a pesar de los caracteres semióticos del lenguaje en cuestión (vaguedad y ambigüedad). En la “situación de interpretación”, esto es, cuando se plantean dudas, bien porque las personas interesadas no hablan adecuadamente el lenguaje bien porque el contexto de la situación se aleja de lo normal, es cuando se utilizan instrumentos especiales (como definiciones, diccionarios, gramática, etc.) para establecer el significado. La distinción entre estas dos acepciones de “interpretación” conlleva que la interpretación no sea un paso necesario en toda decisión judicial. Cuando un texto es claro no hay espacio para la interpretación: se aplica aquí el principio “in claris non fit interpretatio”. Por el contrario, cuando -y sólo cuando- un texto jurídico es oscuro la interpretación es necesaria. De aquí que las decisiones judiciales tienen o no carácter discrecional según se apliquen a un texto claro u oscuro.15 3. Presupuestos teóricos Cualquier aspecto que se quiera abordar acerca de la interpretación jurídica requiere clarificar las opciones metodológicas de las que se parte. Seguidamente (y de manera breve dado que no éste el objeto principal de estas páginas) manifestaré algunas de dichas opciones, referidas a las siguientes cuestiones: el objeto de la interpretación (3.1); los márgenes de discrecionalidad que permite esta (3.2); si existe o no una única respuesta correcta (3.3.) y, el significado del término “interpretación” (3.4.). 3.1. Teoría lingüística de la interpretación. Cualquier reflexión acerca de la interpretación jurídica debe comenzar por determinar cual es el componente básico, el objeto de la interpretación: los enunciados jurídicos, la voluntad o los valores incorporados a las normas. 15. Wróblewski 1983: 22 ss. 76 Interpretación literal: análisis de una noción compleja Parto de que el objeto de la interpretación jurídica son los enunciados jurídicos (o enunciados normativos), es decir, los enunciados incorporados a una fuente de derecho. Esto obviamente no excluye el hecho obvio de que aquellos hayan sido promulgados por un órgano (cosa diferente es que éste tenga una voluntad y que sea esta el objeto de la interpretación), ni desconocer que las leyes son expresión de opciones políticas y que la interpretación de estas implique realizar opciones valorativas. De otro lado, no hay acuerdo acerca de la denominación dada al objeto de la interpretación; El punto de partida está en el concepto de “norma jurídica”, y la atribución a dicha expresión de dos significados diferentes para distinguir entre aqueullas que expresan una prescripción (p.ej., una orden o una prohibición), de aquellas que enuncian que algo es obligatorio o está permitido de acuerdo a una noma o conjunto de normas dado. El primero en señalar esta distinción fue Bentham (distinguiendo entre “imperativos autoritativos” y “formulaciones no autoritativas”); al que le siguieron autores como Hedenius (entre “oraciones jurídicas genuinas” y “oraciones jurídicas espurias”), Kelsen (“norma jurídica” y “proposición normativa”), Ross (“directivas” y “aserciones”), Hart entre enunciados internos y enunciados externos) etc.16 A partir de esta distinción, en materia de interpretación es hoy un lugar común distingue entre el objeto de la interpretación y el resultado de la misma, también con terminología doiversas que, en ocasiones se trata de una preferencia meramente terminológica, mientras que en otras, trasluce concepciones diferentes sobre la interpretación. Así, mientras Hernández Marín17 denomina “enunciado interpretado” al texto sobre el que versa la interpretación) y “enunciado interpretativo” al enunciado que se refiere al enunciado interpretado y que le atribuye un sentido determinado; otros, fundamentalmente los neoescépticos genoveses (y nuestro Tribunal Constitucional), optan por la distinción entre “disposición” y “norma”: la 16. Cfr. Bulygin 1991: 169-185. 17. Hernández Marín 1999: 31, 60. 77 Victoria Iturralde “disposición” es un enunciado cuya función es dirigir, influenciar o modificar el comportamiento de las personas, y “norma” es el resultado haber interpretado una disposición 18: “la norma no ‘tiene’ un significado por la buena razón de que ‘es’ un significado; la norma ´es` el significado de un segmento del lenguaje en función preceptiva”, “la norma jurídica es el significado que mediante la interpretación se atribuye al documento o a una combinación de documentos”.19 Con ello se pone de relieve –dice Guastini- que la relación entre disposición y norma no es biunívoca, pudiendo darse relaciones de diverso tipo.20 La distinción entre significante y significado se remonta a Saussure quien distingue entre significante (el sonido de la palabra o la traza de la escritura) y el significado (el contenido ideal de los signos hablados o escritos). Es obvio, que entre el enunciado que constituye el objeto de interpretación (el enunciado-significante) y el enunciado que constituye el producto de la interpretación (el enunciado significado) existe una neta línea de demarcación que separa “dos objetos” radicalmente diferentes. Los neoescépticos genoveses llevan hasta tal punto dicha separación que consideran necesario introducir una terminología específica distinguiendo entre “disposición” y “norma”. Ahora bien, como acertadamente señala Becchi “que un mismo enunciado pueda tener más de un significado es en el fondo una banalidad; es decir hoy en día esto no es controvertido. Lo que no es obvio y constituye materia de discusión es si el significado puede determinarse a partir del significante o si, por el contrario, dicha determinación es siempre creación de significados. El núcleo de la controversia no es si el significante pueda tener una pluralidad de significados, sino tal pluralidad de significados es finita o infinita”.21 Optaré trasladar al lenguaje jurídico la distinción lingüística entre “enunciado” y “proposición”. Por tanto, emplearé la expresión “enunciados jurídicos”, para referirme a aquellos enunciados pertenecien18. Guastini 1989: 2; 1990; 1993. 19. Tarello 1974: 394 y 1980: 9-10. 20. Guastini 1982: 10-11. 21. Becchi 1999: 7. 78 Interpretación literal: análisis de una noción compleja tes a una fuente de Derecho. Por ello, interpretar el Derecho es interpretar esos textos que son los enunciados jurídicos”,22 y el resultado de la interpretación son las proposiciones jurídicas. 3.2. Teoría mixta de la interpretación. Por lo que respecta a la distinción entre formalismo, escepticismo y teoría mixta, resumiré mi postura con las palabras de Barberis cuando ante la pregunta de si el “escepticismo interpretativo” designa aún posiciones realmente mantenidas, responde que hoy en día la situación parece la siguiente: el formalismo parece definitivamente desacreditado, la teoría mixta aparece como mayoritaria, mientras que las versiones defendibles del escepticismo no son más que variantes de la teoría mixta; la cuestión es, que conceptos (meta)teóricos como los de formalismo, escepticismo y teoría mixta son siempre susceptibles de redefiniciones o de definiciones estipulativas que no indican ninguna posición sostenida realmente o, sin más, abstractamente sostenibles. En definitiva, tanto el escepticismo (concretamente el “escepticismo genovés”) como el formalismo son posiciones teóricas difícilmente sostenibles.23 3.3. No-cognoscitivismo moderado. En cuanto al debate cognoscitivismo/no-cognoscitivismo, me inclino por lo que antes he denominado no-cognoscitivismo moderado, es decir, en materia de interpretación considero que no siempre hay una única solución correcta, pero esto no significa que sea correcta cualquier solución. En otras palabras, hay casos en que sí hay una única solución correcta y casos en que hay varias (no cualquiera) soluciones correctas. La corrección o no de una solución depende principalmente de los significados del enunciado objeto de interpretación y de las razones que de aduzcan en apoyo de la elección del significado. 3.4. Interpretación como atribución de significado a un texto jurídico. En cuanto al término interpretación (y dejando 22. Aunque en lugar de enunciado sería más correcto hablar de “oración”. Hernández Marín 1999: 30-31. Sobre el término “enunciado jurídico” cfr. Hernández Marín 2002: 141-143. 23. Cfr. por todos Barberis 2000: 1. 79 Victoria Iturralde de lado, por la amplitud de la misma, la primera de las acepciones), partiré de un significado amplio, en virtud del cual la interpretación jurídica puede definirse como “la atribución de un significado a los singulares segmentos (enunciados) de los documentos legislativos” (Villa),24 o “la atribución de sentido (o significado) a un texto normativo“(Guastini). 25 La preferencia por este significado no excluye que en el derecho se puedan dar situaciones de claridad, es decir, situaciones en las que atribuir el único significado lingüístico es suficiente (y necesario) para aplicar la norma.26 Sin embargo, es preferible evitar hablar de claridad puesto que significados a priori “claros” pueden ponerse en cuestión (en base, por ejemplo, a una lectura sistemática del enunciado) y convertirse en “oscuros”. La hermenéutica habla a este propósito de círculo hermenéutico, Dworkin de “fase interpretativa”, y algunos “escépticos” (Viola, Chiassoni) de re-interpretación. La preferencia por uno u otra acepción de “interpretación” tiene interés por sus implicaciones de tipo epistemológico y lingüístico.27 Desde el punto de vista lingüístico el concepto de interpretación stricto sensu parece aceptar la tesis lingüística de que las palabras tienen un significado intrínseco y por tanto, que la interpretación literal es manifiesta y que su individualización no requiere interpretación alguna. Desde un punto de vista epistemológico, la opción por un significado stricto sensu adquiere una connotación de carácter cognoscitivo-declarativo. 24. Villa 1997: 811. Diciotti 1999: 201 define la interpretación judicial como “la actividad de atribución de un significado a un texto jurídico normativo, principalmente a un texto legal, llevada a cabo para obtener una regla de la decisión para un determinado caso, o mejor para una clase de casos a los que pertenece el caso objeto de juicio”. 25. Guastini 1990:15-16. Cfr. a favor de un significado amplio de este término Guastini 1990: 85-87; Prieto Sanchís 1987: 84-85. Cfr. p.ej. la diferencia entre compresión e interpretación según Marmor 1992, y la crítica de Chiassoni 2007: 153. 26. Cfr. sobre este aspecto más ampliamente Barberis 2002 a): 270 nota 84. 27. Mazzarese 2000: 620. 80 Interpretación literal: análisis de una noción compleja II. INTERPRETACION “LITERAL”: SIGNIFICADOS EN EL DERECHO 1. Significados de “interpretación literal” En el ámbito jurídico la expresión “interpretación literal” se usa con los siguientes significados28 : IL1) Interpretación que se limita a repetir o a reproducir fielmente determinadas fórmulas verbales. La “letra” de la ley es entendida como una “fórmula fija” (“disposición”, “enunciado normativo”, “texto canónico”). Literal es aquella interpretación que busca, muestra y colecciona textos jurídicos en respuesta ingenua a la pregunta: ¿dónde está escrito?29 IL2) Interpretación semántico-sintáctica. Diciotti denomina literal textual30 al significado de un enunciado F que forma parte de un texto legal T, que es atribuido en base a las reglas semánticas y sintácticas de la lengua en que ha sido formulado, sea en razón de su posición respecto a los otros enunciados que componen el texto T y de sus relaciones con estos, sea teniendo en cuenta las pacíficas convenciones que presiden la formación de los textos legales. Por tanto la afirmación de que el significado literal es el “significado base” de los textos legales debe ser entendida en este sentido.31 28. Tomaré como referencia Luzzati 1990: 208-221. Analizan los sentidos de SL entre otros, Lombardi 1981: 55-58; Vernengo 1994: Chiassoni 2000; Poggi 2007: 620-624; Mazzarese 2000: 597-631. 29. Luzzati 1990: 211, y 209 nota 16. 30. Distingue el significado literal según consideremos las siguientes unidades lingüísticas: una palabra, un enunciado, un texto de un determinado género; y en base a esto hace un a serie de distinciones. El significado literal de una palabra o de un término, se puede llamar: a) significado lexical: es el significado que puede ser atribuido a E únicamente sobre la base de las reglas lingüísticas concernientes al uso de E. b) significado literal-enunciativo de una palabra: S es el significado que puede ser atribuido a E únicamente en el contexto F, entendiendo F únicamente en base a las reglas semánticas y sintácticas de una lengua. c) significado literal textual de una palabra: S es el significado que puede ser atribuido a E en el contexto de F, considerado como componente de T, es decir, entendiendo F sea en base a las reglas semántico-sintácticas de una lengua, sea en razón a su posición respecto de otros enunciados que compone T y de sus relaciones con estos, se teniendo en cuenta las pacificas convenciones que presiden la formación de los textos del género T. Significado literal de de un enunciado: d) significado literal enunciativo de un enunciado S es el significado que puede ser atribuido a S únicamente en base a las reglas semántico-sintácticas de una lengua. e) significado literal –textual de un enunciado: S es el significado que puede ser atribuido a F considerado 81 Victoria Iturralde Señala que el contexto no altera el SL: el contexto lingüístico de un enunciado legislativo F, es decir, el texto del que forma parte, no altera el significado literal de F, ni consiente atribuir a F un significado diferente del literal, puesto que determina, junto a las reglas lingüísticas, el significado literal. Un enunciado que es parte de un texto legislativo no constituye una unidad autónoma, sino un elemento de una unidad lingüística más amplia. Respecto del contexto extralingüístico, señala que el hecho de que haya muchos casos en que el contexto extralingüístico precise el significado, no contradice el hecho de que haya un significado literal de los enunciados, ni la idea de que el método literal sea un método necesario para la interpretación de la ley.32 IL3) Interpretación que se atiene al significado ordinario de las palabras, huyendo de tecnicismos jurídicos. IL4) Significado prima facie, es decir, significado atribuido inmediata e irreflexivamente a un enunciado jurídico, de manera lo suficientemente clara como para resolver la cuestión jurídica.33 Chiassoni34 (que denomina a IL4 “significado literal originario”) señala que esta acepción está ligada a concepciones según las cuales la actividad interpretativa consiste en un proceso articulado en fases lógicamente distintas. El significado “originario” o “primer significado” es un significado irreflexivo, que se distingue de los otros significados literales (semánticocomo componente de T, es decir que puede ser atribuido a T en base a las reglas semántico-sintácticas de una lengua, sea en razón de su relación respecto a otros enunciados que componen T y de sus relaciones con estos, sea teniendo en cuenta las pacíficas convenciones que presiden la formación de los textos del género de T. vd. Diciotti 1999: 342. 31 Esto puede ser asociado a la idea de que el método literal precede al uso de los otros métodos de interpretación. Esta idea puede ser aceptada en base a la consideración de que el significado literal de un enunciado, en un cierto sentido, forma parte del enunciado, en cuanto que es posible distinguir un enunciado significante de una sucesión casual de palabras sólo entendiendo que el significado de las palabras que lo constituyen en su conexión sintáctica. Más que el resultado de una actividad o de una investigación, el significado literal de un enunciado parece simplemente mostrarse al lector que conoce la lengua en que se ha formulado el enunciado. Por tanto se puede presumir que todas las operaciones consentidas en una comunidad lingüística y que frecuentemente concluyen que la definitiva atribución a un enunciado de un significado distinto del literal, se realizan sólo después de la atribución (o la comprensión) del y a partir del significado literal. Diciotti 1999: 343. 32. Diciotti 1999: 348, 352. 33. Diciotti 1999: 345-346. 34. Chiassoni 2000: 50. 82 Interpretación literal: análisis de una noción compleja gramatical, gramatical-correctivo, literal-declarativo, etc.) que son significados ponderados. IL5) Significado claro (acepción ligada al brocardo in claris non fit interpretatio). 35 Esta acepción parte de la idea de que hay enunciados jurídicos claros, y que por tanto o bien no necesitan interpretación, o habiendo sido objeto de interpretación, esta no necesita justificación. Se diferencia de IL4) porque puede suceder que interpretes diferentes atribuyan inmediata e irreflexivamente significados diferentes a un mismo enunciado para después rectificar dicha atribución inicial.36 Hay quienes admiten que en el derecho se pueden dar situaciones de claridad, es decir, situaciones comunicativas en las que atribuir el único significado lingüísticamente admitido es suficiente a fines de aplicación de la norma, y lo denominan “comprensión” directa del significado.37 IL6) Significado “literal-restrictivo”. Por “significado literal-restrictivo” de una disposición D -dice Chiassoni- se entiende una norma N1, dotada de un ámbito de aplicación más restringido que el de una hipotética norma N2, fruto de una interpretación extensiva de D, y justificable aduciendo que lex minus dixit quam voluit. Tal significado es “restrictivo en cuanto no extensivo”, y puede ser defendido aduciendo que lex [bene] dixit quod voluit.38 Chiassoni 2000: 47-49. IL6) está directamente relacionado bien con el argumento a contrario, bien con la interpretación restrictiva..39 IL7) Interpretación-actividad en la que todas las premisas del razonamiento argumentativo son explícitas, declara35. Kerchove 1978: 13-50. 36. Diciotti 1999: 345-346. 37. Dascal-Wróblewski 1988: 205-206. 38. Chiassoni 2000: 47-49. 39. Luzzati 1990: 217-218 83 Victoria Iturralde das, sin sobreentendidos o, en general, aquél estilo interpretativo que es compatible con los procedimientos lógicos de formalización. Esto no significa que el legislador y los juristas se expresen de hecho en un lenguaje formalizado (cosa improbable), sino que los discursos jurídico-normativos tengan una naturaleza tal que, si se quisiese, serían formalizables sin grandes distorsiones. IL8) Interpretación basada en los significados atribuibles a una disposición en base a los usos consolidados del lenguaje de los juristas. Este significado parte de que el lenguaje jurídico es un lenguaje especial respecto del lenguaje ordinario; que las reglas semántico-sintácticas y pragmáticas del lenguaje ordinario y jurídico deben tenerse presentes a la hora de atribuir significados, y que hay que tener en cuenta las convenciones lingüísticas acerca de los términos en general. En palabras de Luzzati: “letra” es el conjunto de todos los posibles sentidos que son atribuibles a una disposición según las reglas semánticas y pragmáticas subyacentes a los usos consolidados del lenguaje de los juristas. Por tanto, es ‘literal’ la interpretación que realiza el máximo esfuerzo por no innovar los significados de las expresiones respecto a los habituales en el léxico de los juristas” 40. La referencia de “usos consolidados del lenguaje de los juristas” alude a dos características de dichos usos: a su naturaleza social, dado que los mismos son ampliamente compartidos en el interior del grupo de los operadores jurídicos, y a que dichos usos no son establecidos cada vez según las específicas exigencias del momento, sino que están preconstituidos con carácter general a los singulares actos lingüísticos, incluidos los actos de legislación. “Este planteamiento tiene como trasfondo una teoría semiótica orientada hacia el sistema que es capaz de distinguir entre las intenciones o la finalidad de los emisores y de los destinatarios de determinados actos enunciativos, y las reglas de la semántica y de la pragmática lingüística”.41 40. Luzzati 1990: 225. 41. Luzzati 1990: .226. 84 Interpretación literal: análisis de una noción compleja Por otro lado, señala que la “letra” no es un núcleo duro de significado, no se asemeja al mítico “sentido claro”, preciso, unívoco, invariable y transparente. La “letra” (tal y como la he definido antes) es “muy fluida, indeterminada, ambigua, comprende en suma una pluralidad simultánea de posibles sentidos entre los cuales no se ha realizado ninguna elección”.42 La comprensión del sentido literal requiere por parte del intérprete un esfuerzo de reflexión sobre los textos, un específico bagaje cultural y la capacidad de distinguir y de utilizar una serie de niveles de significado diferentes. Quien interpreta “la letra” debe tener en cuenta: el léxico, el contexto verbal, y el contexto cultural y situacional.43 IL9) Interpretación semántico-gramatical con determinados elementos pragmáticos. Según Chiassoni44 una de las acepciones de “significado literal” es la que designa el conjunto de significados atribuibles a una misma disposición, aisladamente considerada, en base al llamado canon literal, gramatical o lógico-gramatical. Desde este punto de vista, el significado literal de una disposición D es el resultado45 : a) de la combinación de los significados usuales, ordinarios y/o técnicos jurídicos de los vocablos relativos a D, b) teniendo en cuenta la sintaxis de D, y c) la función lingüística o valor pragmático de D, y/o d) la fuerza ilocucionaria específica de D Desde este punto de vista, enunciados con el mismo valor pragmático pueden diferenciarse por su específica “fuer42. Luzzati 1990: 227. 43. Luzzati 1990: 233. 44. Chiassoni 2000: 39. 45. Utiliza valor pragmático como sinónimo de función lingüística (genérica) o, en el léxico de Searle, “fin ilocutorio”: Searle 1979, Searle 1998: cap 3. 85 Victoria Iturralde za”: así por ejemplo entre los enunciados en función directiva o prescriptiva puede distinguirse entre órdenes, peticiones, consejos, advertencia, súplicas, etc. Normalmente los juristas al dar cuenta de esta noción de significado literal omiten la precisión relativa a la función lingüística y/o su especifica fuerza ilocutoria; estando estas incluidas en la noción jurídica de significado “gramatical” o “semántico-gramatical”. Así por ejemplo, puesto que en el discurso de las fuentes hay muchos enunciados sintácticamente declarativos como por ejemplo “La escuela está abierta a todos” (art. 34.1 de la Constitución italiana) o “El que cause la muerte de un hombre será castigado con la reclusión no inferior a veintiún años” (art. 575 del Código penal italiano). Para los juristas no hay duda en adscribir a tales disposiciones un significado literal prescriptivo, dando así relevancia tácitamente, a consideraciones de orden contextual y pragmático.46 IL10) Significado “gramatical-correctivo” Es el significado expresado por un enunciado interpretativo que representa una paráfrasis clara de D, a la luz de los significados lexicales de las palabras y sobre la base de las correcciones de (pretendidos) errores gramaticales contenidos en ella. Teniendo en cuenta el ejemplo que pone Chiassoni, se trata de errores gramaticales debido a las consecuencias absurdas que ello conlleva; como ocurre por ejemplo con el art. 1287 del Código Civil italiano que señala: “Non ha luogo la compensazione se non tra due debiti che hanno igualmente per oggetto una somma di danaro o una determinata quantità di cose della stessa specie, le quali possono nei pagamienti tener luogo le une delle altre, e que sono igualmente liquidi ed esigibili”. Gramaticalmente los dos últimos adjetivos, liquidi y esigibili, se refieren a un sujeto femenino. Pero eso es absurdo: las “cosas” no pueden ser, desde el punto de vista jurídico, líquidas y exigibles y, de otra parte, son las “deudas” las que 46. Chiassoni 2000: 43-44. 86 Interpretación literal: análisis de una noción compleja deben ser tales para que pueda ser exigida la compensación. Por tanto, esos dos adjetivos femeninos se refieren a un sujeto masculino: i debiti. Hay que reconocer –dice Chiasoni- un error gramatical.47 IL11) Sinonimia o traducción aceptable En un primer momento Vernengo entiende por interpretación literal, traducción o sinonimia. Así señala que “entender un enunciado importa disponer de otro enunciado que traduzca el primero, por significar lo mismo. Decimos que dos expresiones que significan lo mismo son sinónimas” 48. Después de indicar los problemas epistemológicos y filosóficos de la sinonimia, opta por la definición de significado literal en términos de paráfrasis: “entender un significado -dice- significa disponer de una traducción aceptable del mismo”, “por traducción corresponde entender no sólo la correlación entre expresiones de igual sentido en dos lenguajes diferentes, sino también la correlación de equivalencia entre expresiones de un sublenguaje y las expresiones correspondientes del lenguaje natural que abarca al sublenguaje en cuestión.” 49 Una paráfrasis es algo así como una reformulación de un texto recurriendo a un arsenal retórico distinto, y por tanto, buscando dar al texto parafraseado otros alcances motivadores. “Parafrasear un enunciado es algo así como afirmar que el enunciado es, a los fines de la comunicación, defectuoso y que en la paráfrasis se ha eliminado el defecto, logrando una reformulación que evita los inconvenientes derivados de tal o cual falla”.50 47. Chiassoni 2000: 45. 48. Vernengo 1994: 43-44. 49. Vernengo 1994: 43-44. Aunque en las pp. 73-74 dice que interpretar literalmente el tenor de la ley es: 1) una tentativa de formular una premisa que sirva de explicación racional (lógica) con respecto de decisiones posibles, cuando la interpretación se efectúa con alcances puramente teóricos. Aquí interpretación literal tiene el sentido de “explicación” hipotética de un conjunto de casos posibles. 2) Una tentativa de formular una premisa normativa para una decisión judicial, en el caso que debe adoptarla en el marco de la ley. La interpretación literal –dice- tiene visos de constituir una aplicación lisa y llana del derecho, no necesitada de mayor fundamentación explícita o de justificación política o moral. En este segundo sentido se trata de una “paráfrasis ad hoc” de las normas consideradas directamente aplicables como razones decisorias. Estos conceptos -dice- son más liberales que la enrevesada noción de sinonimia con la cual intentamos primeramente poner en claro la idea de interpretación literal. pp.73-74. vd Mazzarese 2000: 165-194. 50. Vernengo 1994: 75. 87 Victoria Iturralde IL12) Significado literal-declarativo. Chiassoni denomina así al significado expresado por un enunciado interpretativo que ofrece una paráfrasis o traducción intralingüística, más clara y mejor comprensible acreditada como interpretación correcta no sólo en términos semántico-gramaticales, sino también por su conformidad a la ratio legis, a la voluntas legislatoris, al sistema, a los principios supremos, etc.51 2. Significados relevantes para la interpretación jurídica De lo expuesto se puede concluir que la locución “interpretación literal” no identifica un significado preciso, sino una pluralidad de criterios heterogéneos.52 Pero además, hay sentidos que son irrrelevantes para una teoría de la interpretación jurídica; mientras que otros reflejan concepciones erróneas sobre el lenguaje en general o el jurídico en particular. IL1) No hace falta argumentar demasiado para reconocer que IL1) es irrelevante para la teoría de la interpretación jurídica. No basta con la “reproducción” del texto de la ley ni para determinar su significado, ni para aplicarlo a un caso individual; salvo que se acepten concepciones del lenguaje claramente erróneas (como la idea del significado innato de las palabras y de la correspondencia biunívoca entre los signos y sus significantes). IL3) Sobre el sentido IL3), en la mayoría de los casos la regla es justamente la contraria: el significado de los términos del lenguaje jurídico suele ser específicamente jurídico. IL4) En relación con IL4) se pueden adoptar, entre otras, dos perspectivas: lingüística y psicolingüística.53 La primera tiene que ver con el significado de los enunciados; es decir con aspectos de la interpretación que son lingüísticos (es decir, co51. Chiassoni 2000: 45-47. 52. Mazzarese 2000: 621-622. 53. Ariel 2002: 391. 88 Interpretación literal: análisis de una noción compleja dificados) y por tanto pueden constituir el léxico de una teoría lingüística semántica. La perspectiva psicolingüística toma en consideración la construcción psicológica el procesamiento del significado: hay significados básicos a los que se llega rápida y automáticamente, y otros a los que se llega por mecanismos de procesamiento más complejos, por ejemplo cuando se trata de significados inferidos. Independientemente de las relaciones que puedan establecerse entre ambas perspectivas, se trata de análisis diferentes: el primero tiene que ver con la convencionalidad del lenguaje, mientras que el segundo con la velocidad con que el significado llega a nuestro cerebro. Así, como dice Ariel, no necesariamente el significado literal desde el punto de vista lingüístico se corresponde con el primer significado que llega a nuestra mente.54 IL5) Me remito a lo que diré más adelante (3.3.) IL6) Frente al argumento a contrario puede decirse que si se quiere explicar por esta vía se cae en un círculo vicioso puesto que se parte de una interpretación literal ya realizada. Diremos, que es un argumento tributario de una interpretación previa, pero no un argumento interpretativo en sí mismo.55 IL7) En el sentido de “carácter explicito de las premisas”, sólo es posible una vez realizada la interpretación, por lo que se puede repetir aquí lo referido para IL 1). En el sentido de “compatible con los procedimientos lógicos de formalización”, hay que decir no todo lenguaje puede ser formalizado manteniendo intactas sus características originarias, en especial las características pragmático-funcionales. Los requisitos para la que formalización sea posible implican una interpretación previa.56 IL11) Este significado no creo que pueda denominarse ni interpretación ni literal, puesto que implica una modificación del texto legal. 54. Ariel 2002: 393. 55. García Amado 2003 b): 103, 112. 56. C. Luzzati 1990: 219. 89 Victoria Iturralde IL12) Este sentido no añade nada a la determinación qué es el IL; lo que hace precisamente es plantear el problema. IL13) Se trata de un significado excesivamente amplio de IL puesto que remite a otros criterios interpretativos (muy heterogéneos, por otra parte). En consecuencia los sentidos de IL que merecen tomarse en consideración son: IL2), IL8), IL9) y IL10); ello independientemente de que sea correcto denominar a todos ellos literales. 3. Finalidades de adjetivar como “literal” la interpretación En muchos casos la calificación de una interpretación como literal no tiene un mero carácter cognoscitivo, sino una finalidad determinada. Concretamente, suele tener dos propósitos: uno, negar la necesidad de interpretación (e implícitamente confirmar un tipo de IL); otro, ir en contra de la IL y en favor de una “interpretación” correctora. 3.1. Cuando se niega la necesidad de interpretación en el principio in claris non fit interpretatio, lo que en realidad se está proponiendo es limitarse al significado prima facie. La idea de la existencia de normas claras tuvo su plasmación a través del aforismo in claris non fit interpretatio,57 y posteriormente a través de la doctrina del sentido claro de los textos.58 Tanto uno como otra propugnan una distinción tajante entre normas “claras” y “oscuras” con el fin de impedir, por innecesaria, la actividad interpretativa respecto de las primeras (de aquí la defensa de un concepto estricto de interpreta57. Originariamente este brocardo expresaba un principio jurídico que nada tiene que ver con el significado que tiene hoy en día. Durante los siglos XVI-XVII los escritores de derecho común llamaban “interpretación” al producto de la actividad comentadora de los doctores y a la actividad de decisión de los tribunales, que se reconocía como autoridad de derecho en todas las materias no directamente regidas por la ley; y por “ley” se entendía el cuerpo de derecho romano y la producción estatutaria del soberano y de los órganos delegados. Pues bien, el principio “in claris...” era un principio de jerarquía de fuentes, a través del cual se excluía el recurso a la fuente del derecho “interpretatio” en los casos directamente regidos por la fuente de derecho “lex”. Después de la codificación napoleónica “interpretación” ya no se entiende como fuente de derecho sino que adquiere ya el significado de atribución de significado a los textos jurídicos. 58. Cfr. Iturralde 2003: 101. 90 Interpretación literal: análisis de una noción compleja ción). Según van de Kerchove, la doctrina del sentido claro de los textos sostiene que59 : a) hay textos jurídicos claros cuyo sentido es manifiesto, evidente o inmediato, b) en tanto que el lenguaje jurídico deriva del lenguaje usual, los términos que el legislador no ha definido explícitamente conservan el sentido que tienen en el lenguaje común, c) la claridad de los textos es la regla general y la oscuridad la excepción, d) la oscuridad de un texto no puede provenir más que de la ambigüedad o indeterminación del sentido usual de sus términos, e) la claridad de un texto es la regla (o al menos el ideal) que debe o puede realizar toda legislación escrita; la oscuridad es la excepción, o al menos un accidente debido a una expresión defectuosa que se habría podido evitar, f) el reconocimiento del carácter claro u oscuro de un texto no implica ninguna interpretación previa de este; al contrario la interpretación proporciona el criterio que permitirá determinar si dicha interpretación es necesaria (es legítima) o no. Hay razones que hacen desaconsejable hablar de “claridad” de los enunciados jurídicos60 y de prohibición de interpretación. La primera es la idea misma de “claridad”. En palabras de Hart se puede decir que “los casos claros, .... , son únicamente los casos familiares que se repiten constantemente en contextos similares, respecto de los cuales existe acuerdo general sobre la aplicabilidad de los términos clasificatorios”.61 La calificación de un caso como fácil o difícil depende de las convenciones lingüísticas y de que en función de estas dicho caso entre dentro del núcleo de certeza o de la zona de penumbra del enunciado.62 59. Kerchove 1978: 13-50 60. A pesar de que Luzzati crítica esta acepción señala que sin embargo se puede salvar el principio in claris non fit interpretatio en su versión moderna reinterpretándolo para hacerlo compatible con la circunstancia de que la precisión y la univocidad son una cuestión de grado. En este sentido, in claris non fit interpretatio tiene un alcance valorativo y pragmático en sentido amplio. Así hay una coincidencia entre el principio in claris y el principio de economía (que tiene una importante influencia no sólo en la interpretación de la ley sino también en todas las actividades humanas incluida la investigación científica) que aplicado a la interpretación dice que llegados a un cierto punto es necesario conformarse con un resultado imperfecto; el seguir con la empresa exegética más allá de aquél límite sería un inútil dispendio de energías, no siendo necesaria para resolver el caso que ha sido sometido al jurista interprete. Por “claridad” se entiende, en este sentido, “obviedad”, “buen sentido”, “no absurdidad”. Así entendido, el aforismo in claris non fit interpretatio quiere decir sólo esto dice Luzzati: cuando hay soluciones interpretativas consolidadas no se deben buscar otras, a menos que aquellas sean inadecuadas o den lugar a consecuencias absurdas o socialmente inaceptables, Luzzati 1990: 216. 61. H. L. A. Hart 1998: 126. 62. H. L. A. Hart 1983: 106; 1980: 6 y Marmor 1992: 189-207. Aunque posteriormente el mismo Hart señalará 91 Victoria Iturralde De otro lado, la consideración de un caso como fácil suele ser o bien una falta de toma en consideración de las diferentes alternativas que pueden presentarse respecto de cada una de las fases de la aplicación del derecho, o bien una valoración negativa de las mismas. En ocasiones la “claridad” de un enunciado desaparece cuando nos enfrentamos a un caso no paradigmático o cuando se altera el contexto lingüístico tomando en consideración un enunciado del ordenamiento ignorado hasta entonces. Por ello, la “claridad” es siempre relativa a la persona que realiza la interpretación (la claridad es claridad para alguien); al momento en que dicha interpretación es llevada a cabo, así como a los diferentes casos individuales a los que se aplican los enunciados.63 3.2. En otras ocasiones, la calificación como literal de una interpretación tiene el objeto de descalificarla, defendiendo una “interpretación” correctora.64 Suelen distinguirse dos tipos de interpretación correctora: la interpretación extensiva y la interpretación restrictiva.65 La interpretación extensiva apmplia el significado prima facie de un enunciado para incluir en su campo de aplicación supuestos de hecho, que según la interpretación literal, no quedarían incluidos. Los argumentos para apoyar una interpretación extensiva son principalmente dos: el argumento a fortiori y el argumento a simile. La interpretación restrictiva circunscribe el significado prima facie de una disposición, excluyendo de su campo de aplicación supuestos de hecho que según la interpretación literal se incluirían en él. Para justificar la interpretación restrictiva se usa la técnica de la “disociación”. Guastini recurre al siguiente ejemplo. El artículo 1428 del Código civil que los casos fáciles con aquellos acerca de los que hay un acuerdo general sobre su inclusión en el campo de aplicabilidad de un enunciado y los casos difíciles son aquellos “en que cualificados juristas pueden estar en desacuerdo sobre lo que es el derecho en algún punto”; y estos acuerdos dependen no sólo de convenciones lingüísticas sobre el significado sino también de los propósitos de las disposiciones legislativas; de forma que el tomar en cuenta los propósitos puede hacer por ejemplo que un caso que prima facie aparecía como difícil resulta ser un caso fácil y al contrario. 63. Tarello 1980: 33-38; MacCormick 1978: 197-203; Aarnio 1991: 23-25; Guastini 1990: 77-87. 64. Tarello 1980: 35-36. 65. Guastini 1999: 219, 224-225. 92 Interpretación literal: análisis de una noción compleja italiano dispone que “el error es causa de nulidad del contrato cuando es esencial y reconocible”. La doctrina dominante y la jurisprudencia apelan al principio general de la buena fe para interpretar esta disposición en el sentido de que el error es causa de nulidad del contrato cuando es esencial y reconocible por el otro contratante, a condición de que no se trate de error bilateral. El legislador ha dictado una disposición que se aplica al error, sin distinguir entre error unilateral y error bilateral; el intérprete, en cambio, distingue donde el legislador no ha distinguido dividiendo los errores en dos subclases (la clase de los errores unilaterales y la de los errores bilaterales) y limitando la aplicación del citado artículo sólo a los errores unilaterales. Las razones que se suelen aducir en contra de la interpretación literal y a favor de una interpretación correctora son básicamente los siguientes. Una, es la posible contraposición entre la interpretación literal y la intención del legislador (de las personas que históricamente han participado activamente en la redacción y aprobación del texto jurídico) o la voluntad abstracta de la ley (la ratio legis). Se dice que a un texto jurídico no debe atribuírsele su significado literal ya que este puede ser distinto de la intención del legislador. Así por ejemplo, una de las críticas que Fuller66 dirige a Hart consiste en rechazar la idea de que los problemas de interpretación tienen por objeto determinar el significado de los términos individuales. Fuller, en el conocido ejemplo, nos conmina a que consideremos el caso de si la norma que prohíbe la entrada de vehículos en el parque se aplicaría a un camión usado en la II Guerra Mundial que un grupo de patriotas que quieren erigir en un pedestal a modo monumento. “¿Este camión, en perfecto estado, cae dentro del núcleo o de la penumbra?”, pregunta Fuller. La cuestión –dice- es doble: primero, que comprender una norma es siempre cuestión de determinar su propósito, y sólo a la luz de su interpretación finalista se puede juzgar si la aplicación de la regla a un determinado caso es fácil o difícil. Segundo, puesto que el propósito de una norma sólo puede determinar66. Hernández Marín 1999: 176-177. 93 Victoria Iturralde se en vista de lo que la norma quiere resolver, es a la luz de este “debe” que debemos decidir lo que la norma “es”.67 Un segundo argumento hace referencia las consecuencias absurdas a que conduce la interpretación literal y apela a la supuesta “razonabilidad” del legislador; de forma que se excluye que el legislador pueda haber formulado normas “absurdas” o que conduzcan a resultados absurdos en sede de aplicación, de manera que en ese caso no se debe atribuir al enunciado jurídico su significado literal. El tercer argumento se refiere al cambio circunstancias (sociales, etc.) que hacen el significado literal por no ser este adecuado a la realidad.68 Un cuarto argumento consiste en el resultado injusto a que conduce la interpretación literal. Uno de los principales argumentos para sostener esto es la idea de derrotabilidad de las normas: este concepto sugiere la idea de que las normas (todas o algunas, según los autores) están sujetas a excepciones implícitas que no pueden ser enumeradas de antemano, de manera que no es posible precisar por anticipado las circunstancias que operarían como genuina condición suficiente de su aplicación.69 III. SIGNIFICADO LITERAL: LA DISCUSIÓN EN LINGÜÍSTICA 1. Caracterización general. En lingüística no se habla “interpretación literal”, sino de “significado literal (en adelante, SL). Además, hay diferencias terminológicas para expresar la misma idea: mientras que algunos hablan de “significado literal”, otros de “lo que es dicho”, de “la proposición expresada”, “la explicatura”, lo que es “estrictamente expresado”, etc. Son pocos los lingüistas que han dado un conjunto de condiciones necesarias y suficientes para definir el SL. Como 67. Fuller 1958: 666. 68. Vd. MacCormick-Summers 1997. 69. Bayón 2000: 87-117. Cfr. p. ej. Alexy 1994: 123 y 73-85 y Dworkin 1984: 75-80. 94 Interpretación literal: análisis de una noción compleja señala Lakoff “el concepto de “literal” tiene significados diferentes y contradictorios en la literatura y la asunción de que todas las características literales convergen en un concepto lleva a una teoría del lenguaje demasiado simplista.70 Suele atribuirse a Katz, con su “criterio de la carta anónima”, la definición (y defensa) del significado literal como “aquellos aspectos del significado de una emisión que un hablante es capaz de detectar exclusivamente en virtud de su conocimiento de las reglas del lenguaje sin ninguna información contextual adicional”.71 De otro lado, es habitual sostener que la tesis del literalismo encuentra su expresión en la tradición fregeana debido a la relevancia atribuida por Frege al denominado “principio de composicionalidad” según el cual el significado de todo enunciado está completamente determinado por el significado de las palabras que lo componen y por las reglas sintácticas. Ahora bien, ni siquiera los escritos de Frege pueden considerarse exponentes rigurosos de literalismo, ya que junto al principio de composicionalidad interviene también el principio contextual, según el cual el significado de un término depende del contexto de la totalidad del enunciado en el que se presenta. Según la concepción ortodoxa (posteriormente criticada), el SL tiene las siguientes propiedades:72 a) es composicional, esto es, es una función de sus componentes y de las reglas que los combinan para generar una expresión bien formada en una lengua73 . b) el SL de una expresión determina un conjunto de condiciones de verdad cuyo conocimiento equivale al conocimiento de ese significado. 70. Lakoff 1986: 292. 71. Katz 1977: 14; Dascal 1987: 265. 72. Bustos 2000: Cap. 3; 2004: 104-116. 73. Es composicional por partida doble. En el nivel léxico, porque se entiende queque el contenido conceptual de un término es producto de la composición de diversas propiedades. En el nivel oracional, porque se supone que el significado de una oración es el resultado de la aplicación de reglas de composición a los elementos suboracionales que la componen. E. Bustos 2004, p. 115. 95 Victoria Iturralde c) el SL de una expresión contrasta (en ocasiones) con el significado de la proferencia: mientras que el SL es una propiedad del lenguaje, el significado proferencial es una propiedad del uso del lenguaje. d) por su carácter estrictamente lingüístico, el SL se puede caracterizar como el significado de una expresión en un contexto nulo o vacío, mientras que la comprensión del significado proferencial requiere la consideración del contexto. Otras características que se asocian al SL son: e) el SL se genera por medio del conocimiento lingüístico de los ítems lexicales combinados con las reglas lingüísticas; f) es no cancelable, es decir, el hablante está totalmente obligado por su contenido (no obstante, cuando el significado es claramente implausible en un contexto específico, puede ser eliminado en favor de un significado no literal (como ocurre en el empleo de la ironía) y, g) es accesible rápidamente (mientras que el significado no literal (en adelante, SnoL) toma más tiempo y resulta de un proceso “especializado”).74 Las principales críticas a la concepción ortodoxa vinieron de la mano de Searle quien señaló: a) que para que una expresión oracional (enunciativa) determine un conjunto de condiciones de verdad es una condición necesaria que dicha expresión esté en modo indicativo y requiere la consideración de aspectos contextuales y, b) que la determinación de un conjunto de condiciones de verdad requiere aspectos contextuales (debido a: los aspectos deícticos de la expresión, al tiempo verbal y a la asignación referencial). Por tanto, o bien se abandona la tesis de que el SL es acontextual, o bien se abandona la tesis de que equivale a las condiciones de verdad. Hoy en día resulta generalmente admitido que para determinar el contenido proposicional de una oración es preciso considerar aspectos contextuales. 74. Ariel 2002: 362-364. 96 Interpretación literal: análisis de una noción compleja 2. Algunas concepciones acerca del significado literal Dado que no todos los lingüistas y filósofos están de acuerdo ni con todas las características antes señaladas, ni con la categorización de un significado x como literal o no literal, expondré algunas concepciones acerca del SL. 2.1. Uno de los defensores del SL es Katz,75 para quien el SL es el significado que el enunciado expresa en un contexto cero o contexto nulo o, más exactamente, en un contexto nulo a priori. Katz en Literal Meaning and Logical Theory, responde al artículo de Searle (Literal Meaning) en el que éste rechaza el punto de vista de que los enunciados de un lenguaje natural tienen un significado independientemente de contexto social en que las emisiones tienen lugar. Para Katz el sentido literal de los enunciados no depende de factores contextuales (es decir, dicho significado puede determinarse sólo gramaticalmente como una función composicional del significado de las palabras que lo componen y de la estructura sintáctica (principio que ha sufrido críticas por parte de lingüistas y filósofos sobre aspectos del principio de composicionalidad, pero no directamente sobre la idea básica de context-free meaning).76 Para Katz y Fodor77 la interpretación semántica de un enunciado consiste en: a) la conjunción de los significados semánticos de cada una de las derivaciones gramaticales del enunciado, y b) las consideraciones que se pueden formular desde un punto de vista gramatical-semántico, desde ciertas nociones predefinidas de “univocidad semántica”, “ambigüedad semántica”, “anomalía semántica”, “paráfrasis parcial” y “paráfrasis completa”. 75. Katz 1977; 1981. 76. Katz 1981: 203. 77. Katz y Fodor 1976. Fodor se refiere a ese concepto para rebatir la idea de Searle de la perforrmatividad semántica que ignora el significado composicional de un enunciado independientemente de la información contextual y que Searle lo rechazó como cuestión de principio. Searle considera las reglas que reflejan las condiciones contextuales bajo las que los usuarios del lenguaje realizan actos de habla de diferentes clases. Para Fodor, sin embargo, considera los aspectos de la performatividad como factores que complican el enunciado de las leyes del significado composicional en la gramática. 97 Victoria Iturralde Para explicar el concepto de SL, Katz recurre a la noción de contexto cero o contexto nulo, distinguiendo entre “contexto nulo a priori” y “contexto nulo a posteriori”. El contexto nulo “a priori” es nulo por hipótesis, es decir, el intérprete al atribuir significado a un enunciado, niega de partida toda relevancia hermenéutica al contexto lingüístico y extralingüístico en el que se inserta el enunciado. El contexto nulo “a posteriori” es el contexto que, una vez interpretado el enunciado y después de haber atribuido por hipótesis relevancia hermenéutica al contexto lingüístico y extralingüístico del mismo, se revela nulo de tal manera que la consecuencia es no atribuirle un significado diverso de su significado semántico-gramatical.78 Una teoría de los contextos –dicen Katz y Fodor- debe contener una teoría de la interpretación semántica como parte propia, porque las acepciones que un hablante atribuye a una oración en un contexto son una selección hecha entre aquellas que dicha oración tiene al estar aislada. Resulta claro que, en general, una oración no puede tener en un contexto interpretaciones que no tenga aisladamente. Señala que hay dos tipos de teorías de contextos. Una es aquella que hace que el contexto de un enunciado sea el marco no lingüístico dentro del cual se manifieste, o sea, todo el ambiente físico-social del enunciado. Otro tipo de teoría es la que entiende por contexto el marco lingüístico en el que aparece, es decir, el discurso hablado o escrito del que forma parte el enunciado.79 2.2. Para Searle80 el SL de un enunciado es aquel que resulta de tener en cuenta dos elementos: la fuerza ilocucionaria explícita del enunciado y el contenido proposicional del enunciado. Concretamente, para identificar el SL es necesario 78. Katz 1981: 217. Acerca de la noción de contexto nulo dice Katz” aclarara las confusiones entre la noción de “significado composicional” con “significado de una emisión en un contexto nulo “. La noción de contexto cero, adaptada de la situación de la “carta anónima” que Katz y Fodor introdujeron en La estructura de una teoría semántica, y fue definida como un contexto cuyas características no proveen información relevante para elegir un significado composicional del enunciado usado. La noción de contexto cero –dice Katz- generaliza la situación de la carta anónima en forma de un contexto idealizado que no contiene ninguna base para apartarse del significado del enunciado (sentence-meaning), en que la competencia semántica determina completamente el significado de la emisión (utterance), Katz 1981: 217 nota 19. 79. Katz–Fodor 1976: 27-35. 80. J. Searle 1979 b) y 1979 c). 98 Interpretación literal: análisis de una noción compleja tener en cuenta los siguientes factores: a) el significado literal de las palabras, b) las características gramaticales de las mismas, c) la estructura sintáctica del enunciado y, d) algún conjunto o sistema coordenado de asunciones contextuales o asunciones de fondo (background assumptions). Entre los indicadores de la fuerza ilocucionaria de un enunciado, Searle incluye por ejemplo: a) la disposición de las palabras, b) el modo del verbo, c) la puntuación, d) la presencia de verbos preformativos y, e) la presencia de algunos vocablos indicio de una cierta fuerza y/o función ilocutoria . Searle81 formula su teoría sobre el significado literal, exponiendo la siguiente relación de enunciados: 1- Bill cortó el césped 2- El barbero cortó el cabello de Tom 3- Sally cortó la galleta 4- Me corté la piel 5- El sastre cortó el traje Y señala que “todas las ocurrencias de la palabra “cortar”, en las emisiones 1-5, son literales”; literal en el sentido de no metafórico, como el caso de: 6- Bill cortó relaciones con John Dice que “cortar” no es ambiguo en 1-5 porque en cada una de sus ocurrencias involucra un “contenido semántico común”: la noción de una separación física por medio de la presión de un instrumento más o menos agudo. En la determinación del valor de verdad de un enunciado intervienen los significados de los términos que aparecen 81. J. Searle 1980: 221-229. 99 Victoria Iturralde en él y, aunque la palabra “cortar” no es ambigua, determina diferentes conjuntos de condiciones de verdad. Ello se debe al “trasfondo”82 (background) de suposiciones sobre el “significado literal” de un enunciado; esto lleva implícito que es un significado que está determinado en parte por el significado literal de los términos que lo componen. Un enunciado sólo determina un conjunto de condiciones de verdad –dice Searle- si se apoya en un conjunto de prácticas y suposiciones humanas. “El punto de vista que atacaré a veces se expresa diciendo que el significado literal de un enunciado es el significado que tiene el ‘contexto cero` o ‘contexto nulo`. Yo defenderé que respecto de un gran número de enunciados no hay tal cosa como contexto cero o nulo para la interpretación de los enunciados”.83 La idea más importante en la teoría de Searle en relación con el tema del SL es la dependencia del significado del contexto y de las asunciones de fondo necesarias para interpretar cualquier enunciado. Ningún significado puede ser acontextual, en el sentido de que: a) al identificar el SL de un enunciado se deben tener en cuenta una serie de informaciones sobre las características físicas, institucionales, morales, etc., que constituyen el trasfondo de utilización del enunciado, constituyendo lo que se podría llamar el “macrocontexto” de sus numerosas enunciaciones. b) se pueden identificar, para cada enunciado, muchos y diversos macrocontextos de enunciación. 82. Define el trasfondo como sigue: “El Trasfondo es un conjunto de capacidades mentales no representacionales que permite que tengan lugar todas las representaciones. Los estados Intencionales tienen únicamente las condiciones de satisfacción que tienen, y, por tanto, solamente los estados que son, en contraste con un Trasfondo de capacidades que son ellas mismas estados Intencionales”. Y señala que “Un análisis geográfico del Trasfondo, por pequeño que sea, incluiría al menos lo siguiente: tenemos que distinguir, por una parte lo que llamaríamos el “Trasfondo profundo”, que incluiría al menos todas aquellas capacidades de Trasfondo que son comunes a todos los seres humanos normales en virtud de su naturaleza biológica…, y por otra parte aquellas que podríamos denominar el “Trasfondo local” o las “costumbres culturales locales”, que incluirían cosas tales como abrir puertas, beber cerveza de las botellas, y la postura preintencional que tenemos frente a cosas como coche, frigoríficos, dinero, cócteles”. J. Searle (1992): 152-153. 83 J. Searle 1979 a): 117. 100 Interpretación literal: análisis de una noción compleja c) si no se tienen en cuenta las características del macrocontexto, en muchos casos el contenido proposicional del enunciado puede resultar indeterminado.84 Para Searle la comprensión del SL de las oraciones, incluso las más simples como “El gato está sobre la alfombra”, hasta las más complejas como las de las ciencias requieren un trasfondo preintencional. “Esto se muestra -dice- por el hecho de que, si alteramos el Trasfondo preintencional, la misma oración con el mismo significado literal determinará diferentes condiciones de verdad, diferentes condiciones de satisfacción, incluso en el caso de que haya cambios en el significado literal de la oración. Esto tiene como consecuencia que la noción de significado literal de una oración no es una noción libre de contexto : solamente tiene aplicación a un conjunto de supuestos y prácticas del Trasfondo preintencional”85 Ahora bien, Searle no niega que los enunciados tengan significados literales, y define el SL como sigue: “El significado literal (es decir, convencional) de la oración es, precisamente, la posibilidad permanente de realización de un determinado tipo de acto de habla y, en este sentido, el significado del hablante es más básico que el significado de la oración”. Mostrar que un fenómeno X sólo puede ser identificado en relación a otro fenómeno Y, no muestra que X no exista. Por hacer una analogía obvia, cuando uno dice que la noción de movimiento de un cuerpo sólo tiene una aplicación relativa a algún sistema coordinado, no se está negando que exista el movimiento. El movimiento, aunque relativo, es movimiento. De manera similar, cuando digo que el significado literal de un enunciado sólo tiene aplicación en relación con el sistema coordinado de nuestras asunciones de trasfondo, no estoy negando que los enunciados tengan significados literales. El significado literal, aunque relativo, es aún significado literal”.86 En definitiva, se podría decir que Searle niega la utilidad de la noción de SL no porque las palabras que componen 84. J. Searle 1979 b) y 1979 c). 85. J. Searle 1992: 154. 86. J. Searle 1979 c): 132. 101 Victoria Iturralde un enunciado no tengan ningún SL, sino porque: a) dichos significados pueden ser vagos, múltiples y genéricos; b) la proposición expresada puede ser vaga, ambigua, genérica (incluso independientemente de que lo sean los términos que la componen) y la referencia es casi siempre indeterminada; c) por un defecto, no eliminable, de eternización, y d) porque las asunciones de fondo no pueden ser incluidas en el contenido semántico.87 2.3. Davidson habla de primer significado (first meaning), como equivalente a SL. Define el primer significado como el que es propio de expresiones y enunciados en tanto que emitidos por un hablante particular en una situación dada. Davidson parte del “principio de autonomía del significado” según el cual el primer significado de un enunciado es independiente tanto del aspecto pragmático como de las intenciones no-lingüísticas del hablante, en el sentido de que no puede hacerse derivar de ninguna de ambas cosas.88 El principio de autonomía garantiza que el primer significado de una oración será el que se encontraría al consultar un diccionario basado en el uso real. El primer significado es el primero que entra en juego en el orden de la interpretación, y a él se asocian tres principios: a) es sistemático, puesto que existen conexiones sistemáticas entre los significados de los enunciados; b) es compartido, es decir, para que el hablante y el intérprete puedan comunicarse con éxito y de manera regular tienen que compartir un método de interpretación (se refiere al método formal de interpretación, no al contenido de las expresiones), y c) no está gobernado por convenciones o regularidades adquiridas.89 Esto último significa que para Davidson “la comunicación lingüística no requiere de una repetición gobernada por reglas; y en tal caso, las convenciones no ayudan a explicar lo que es fundamental en la comunicación lingüística, si bien puede describir un rasgo habitual aunque contingente. La única noción de “regla” que Davidson considera en el ámbito pragmático del uso del lenguaje es la de una regularidad empíricamente observable, 87. Poggi 2006: 187. 88. Davidson 1984: 273-274. 89. Davidson 1986: 436. 102 Interpretación literal: análisis de una noción compleja derivada de usos e instituciones: la regla sería una generalización obtenida por abstracción o inducción.90 La finalidad de Davidson es poner de relieve situaciones anómalas de comunicación, en particular los malapropismos,91 pero también casos de comunicación indirecta o no explícita.92 Intenta dar cuenta de esta situación compleja y del proceso a que da lugar (que constituye la comunicación/interpretación) distinguiendo entre dos teorías de la verdad (que formarían ambas parte del saber implícito del hablante y del intérprete). Estas dos nociones son la teoría previa (prior theory) y teoría del paso (passing theory). La teoría previa del intérprete es la que expresa cómo está preparado éste de antemano para interpretar las emisiones del hablante; la teoría previa del hablante es la que él cree que va a ser la teoría previa del intérprete. Con respecto a la teoría del paso, la del intérprete, es la que describe el modo en que éste, de hecho, interpreta las emisiones, mientras que la del hablante es la que él intenta que emplee el intérprete.”93 La teoría del paso no se corresponde en general con la competencia lingüística del intérprete; y la teoría del paso, aunque relativa a situaciones particulares en su estructura formal es adecuada para constituirse en teoría de la verdad para hacer entrar en juego significados literales. La teoría previa no es una teoría compartida, ni tampoco es lo que se llamaría “lenguaje”, ya que la teoría previa incluye todos los rasgos específicos del idiolecto del hablante que el intérprete está en situación de tener en cuenta, antes de que se inicie la emisión.94 Frente a la dicotomía SL/SnoL, numerosos lingüistas ponen de relieve que no puede hablarse de SL como contrapues90. Davidson 1984: 279-280. 91. Los “malapropismos” (o neologismos) son usos equivocados o equívocos de una palabra o expresión, que se toma en lugar de otra fonéticamente similar, y que el hablante (por ignorancia, descuido o intencionadamente) espera que el destinatario entienda correctamente. P.ej. tomar “epitafio” por “epíteto”, convirtiendo “A nice derangement of epitaphs” (“Una bonita dislocación de epitafios”) en “A nice arrangement of epithets” (“Una agradable disposición de epítetos”), cfr. Corredor 1999: 284 nota 639. 92 De ahí que se le haya criticado en el sentido de que los casos elegidos para describir procesos de comunicación son “casos atípicos” que en el caso límite conduce a una identificación de la noción de lenguaje con la de idiolecto (es decir, el lenguaje hablado por un individuo en una situación particular), Corredor 1999: p. 239. 93. Davidson 1986: 442, 443. 94 Davidson 1986: 442, 443; Corredor 1999: 238. 103 Victoria Iturralde to a SnoL, mostrando que dicha noción es más compleja y que deben distinguirse distintos niveles de significado.95 2.4. Sperber y Wilson dicen que no hay un significado literal en el sentido clásico y, sostienen la necesidad de distinguir entre: a) el significado lingüístico, b) la explicatura y c) un continuo entre lo que el hablante dice explícitamente y otras inferencias necesarias (obligatorias). a) el significado lingüístico: se trata del significado puramente lingüístico, codificado que es un mero “esqueleto” del significado transmitido (Logical Form,LF). b) la explicatura (“lo que es dicho”, “lo que es expresado”): es una proposición completa (verificable), que resulta de enriquecer una LF incompleta con el significado pragmático hasta que resulta una proposición. Este enriquecimiento va más allá de los enriquecimientos gramaticales, es decir, son adiciones al significado lingüístico, pero explícitos (de ahí el termino explicatura). c) las implicatura: estas son lógicamente independientes, en el sentido de que implican la formación de premisas hipotéticas y conclusiones que van más allá de lo dicho y lo expresado por el hablante. 2.5. Recanati (en una propuesta semejante a la anterior) distingue entre literalidad -t; literalidad -m y literalidad -p. a) significado literal -t. Hay que comenzar -dice- por un sentido de “significado literal” que sea lo suficientemente claro y no suscite problema alguno: el significado literal de una expresión lingüística es su significado convencional, el significado que tiene una oración en virtud de las convenciones que constituyen una lengua. Así entendido, el significado literal es propiedad de una expresión-tipo. Lo denominaré –dice- “significado literal -t” (donde “t” sustituye a “tipo”, para así distinguirlo de otros posibles sentidos de “significado literal”).”96 95. Ariel 2002: 372. 96. Recanati 2006: p.91. 104 Interpretación literal: análisis de una noción compleja Y señala, que cuando hablamos de no-literalidad entendemos que lo que se dice se distancia del significado literal -t. b) significado literal -m. “Un significado de una oración es “literal -m” si y sólo si lleva consigo diferencias ´mínimas` respecto al significado “literal -t”. “Cuando el significado de una emisión se separe de modo mínimo del significado literal -t, ese significado no contará como no literal en sentido ordinario.” Para explicar este concepto pone el siguiente ejemplo. Supongamos que Pablo tiene sed y yo digo “Él tiene sed”. Esta oración se distancia del significado literal -t de la oración, puesto que incluye algo (la referencia “él”) que depende del contexto y no tan sólo del significado convencional de las palabras usadas. No obstante, son las palabras mismas, las que en virtud de su significado convencional hacen necesario recurrir al contexto para poder asignar una referencia al demostrativo. Es parte del significado literal -t de las expresiones indéxicas el que se les deba asignar una referencia en un contexto. Cuando interpretamos oraciones con valor indéxico vamos más allá de lo que nos proporcionan las convenciones lingüísticas, pero ese paso más allá está, a pesar de todo, gobernado por las convenciones del lenguaje.97 La divergencia del significado literal -t se ve además predeterminada por el significado literal -t mismo. Siempre que este sea el caso la separación es “mínima”: en este caso el significado no contará como no-literal en sentido ordinario. Sin embargo, supongamos que él tiene sed, y yo digo: “Se le debería ofrecer una bebida”: en este caso hay una diferencia no-mínima respecto del significado literal -t. En resumen, el significado literal -m se caracteriza porque no es del todo convencional (en la medida en que puede llevar elementos contextuales), y se distancia del significado literal-m de modo mínimo (puesto que se trata de un distanciamiento gobernado por las convenciones de la lengua). c) significado literal -p (p sustituye a primario). Una interpretación de una emisión es literal -p sólo en el caso de que resulte directamente de interpretar la oración en su contexto, sin que se derive de un significado determinado con 97. Recanati 2006: 92 (cursiva en el original). 105 Victoria Iturralde anterioridad mediante un proceso similar al que se usa en las implicaturas conversacionales, actos de habla indirectos, etc. En el enunciado “Ellos se casaron y tuvieron muchos hijos”, de manera intuitiva solemos interpretar que el matrimonio tuvo lugar antes de que llegaran los hijos; a pesar de que eso es algo que no está codificado en el significado de la oración. Según Recanati para que algo cuente como no-literal: debe ir más allá del significado convencional de las palabras (no literalidad -m), y además debe ser percibido como tal; los hablantes deben ser conscientes de que el significado transmitido excede el significado convencional de las palabras. A esto lo llama “condición de transparencia”, y se satisface siempre que el significado que se comunica tenga un carácter secundario, como en las implicaturas conversacionales y los actos de habla indirectos.98 2.6. Bach99 habla de literalidad refiriéndola a las proferencias (no a los enunciados). Las proferencias pueden ser literales o no literales, pero los enunciados no. Los enunciados pueden ser usados literalmente o no literalmente, pero no pueden tener significados literales y no literales. Por tanto es redundante hablar de enunciados como que tienen significados literales. Los significados son propiedades de expresionestipo. El significado de un enunciado no cambia porque un hablante no signifique lo que el enunciado significa. Como primera aproximación, -dice Bach- usar un enunciado literalmente es expresar lo que el enunciado significa y usarlo no literalmente es decir otra cosa. Define el SL como aquello que determina el valor por defecto de su emisión en cualquier contexto: lo que un hablante puede presumir que significa en ausencia de una razón en contrario. Un hablante siempre puede querer decir algo más o algo menos, pero su audiencia no puede inferir esto sin tener información mas allá del enunciado emitido. También, si el hablante significa algo distinto o algo más (si está realizando 98. Recanati 2006: 99. 99. Cfr. Bach 1987; 69-77; 1999; 1984. 106 Interpretación literal: análisis de una noción compleja un significado no-literal o un acto ilocucionario indirecto) es el significado literal de un enunciado el que establece la parte lingüística que tiene el oyente como base para inferir que es lo que el hablante significa. Cualquier otra cosa que entra dentro de lo que son inferencias, que implica el conocimiento interpersonal y social, es no-lingüístico. Bach distingue dos clases de de no-literalidad: a) no literalidad –c: es el uso no literal de alguna palabra o frase en un enunciado; como cuando por ejemplo se dice que “My grandmother was a saint”, ” en la que “saint” está siendo usada metafóricamente. b) no literalidad –s: es el uso no literal de un enunciado como un todo, por ejemplo cuando digo “Josef Mengele was a saint”: aquí quiero significar lo opuesto a lo que digo; es el caso de la ironía. De otro lado, Bach clasifica las proferencias por grados, según sean más o menos literales y explícitas, en: a) literal y explícita: el enunciado emitido es no ambiguo y lo que el hablante significa corresponde a su significado. Ejemplo: “Dogs are bigger than cats” b) literal pero no explícita: el enunciado emitido es ambiguo y lo que el hablante significa se corresponde con uno de sus significados. Ejemplo: “Dogs are dearer than cats”. Al pronunciar esto, el hablante no quiere decir que los perros son más caros que los gatos, sino que son más cariñosos. c) literal -c pero no literal –s (por tanto no completamente explícita): lo que el hablante expresa se corresponde al significado de alguna expansión del enunciado pronunciado. Ejemplo: “Josef Mengele was a saint” d) no literal –c pero literal –s: lo que el hablante significa se corresponde al significado del enunciado como resultado de reemplazar alguna expresión del enunciado por otra. Ejemplo: “My grandmother was a saint” 107 Victoria Iturralde e) no literal c y no literal -s: lo que el hablante significa se corresponde al significado del enunciado como resultado de reemplazar en el enunciado proferido con otra expresión y extendiendo el resultado. Ejemplo: “Zsa Za doesn´t like the Rocks”, seguido de “She loves them”, donde el hablante significa que a Zsa Zsa no simplemente le gustan los diamantes. A pesar de las diferencias de los ejemplos señalados, todos son casos de actos ilocucionarios directos, puesto que el hablante significa sólo una cosa al pronunciar el enunciado, aunque no esté hablando literal y completamente de manera explícita. 2.7. Ariel100 propone reemplazar “el” concepto de SL con tres diferentes tipos de “significado mínimo”: significado literal, significado saliente y no saliente y una interpretación lingüística enriquecida (p. ej., “explicatura” o “lo que es dicho”). De otro lado, indica que en el análisis del SL hay que diferenciar las siguientes perspectivas, que corresponden a otros tantos significados de SL: literal 1: la perspectiva lingüística Un primer significado es el de significado lingüístico codificado. Se trata del SL desde una perspectiva lingüística (o lingüístico-semántica). Es tarea de la lingüística el determinar qué aspectos de una interpretación son lingüísticos (codificados) y pueden ser explicados por medio del léxico y de la teoría semántico-lingüística, y cuales deben ser relegados a una competencia inferencial extralingüística. Se trata de un significado relevante puesto que caracteriza la competencia del hablante nativo en su lengua. El deseo de definir el significado lingüístico ha sido una motivación prominente en autores como Searle, Berg, Katz, Chomsky, Levinson y Gibbs para distinguir entre la competencia lingüística y extralingüística. Es un nivel de significado caracterizado por100. Ariel 2002: 391-399. 108 Interpretación literal: análisis de una noción compleja que: a) no está afectado por el contexto, b) es obligatorio, y c) es accesible a nuestra mente de manera automática. literal 2: la perspectiva psicolingüística La perspectiva psicolingüística acerca del SL toma en consideración la construcción del significado en tiempo real. Intenta revelar qué significado básico (lingüístico) es accesible automáticamente, por defecto. Este criterio no es necesariamente idéntico al significado lingüístico (literal 1), porque aquí el criterio está en nuestra mente reflejando la velocidad de acceso al significado, y no en la convencionalidad. Aunque, en general, los significados lingüísticos son accesibles más rápidamente que los significados inferidos, no todos los significados lingüísticamente explícitos emergen (se dejan ver) al mismo tiempo. literal 3: la perspectiva interaccional. Se trata de caracterizar un significado que es “interaccionalmente” el nivel más básico de significado comunicado, un significado contextual, mínimo: a) al que el hablante está mínima y necesariamente obligado y, b) que constituye su contribución relevante al discurso que está llevando a cabo. Aunque esta perspectiva no ha sido nunca la determinante a la hora de definir el SL, se refleja en las definiciones originales de SL cuando se insiste en que los significados literales reflejan todas y únicamente las condiciones de verdad de la proposición expresada. “Estoy sugiriendo -dice Ariel- que establecer un criterio conceptual claro sobre el significado literal de un lado, y que al mismo tiempo ello no implique excluir las implicaturas, se deriva de un deseo de caracterizar el contenido significativo del enunciado, su incuestionable contribución al contexto. Por tanto, los debates actuales de los investigadores versan acerca de cuanto enriquecimiento pragmático debe ser incluido es el significado literal”.101 101. Ariel 2002: 396. 109 Victoria Iturralde IV. SIGNIFICADO LITERAL COMO SIGNIFICADO CONVENCIONAL. 1. En el derecho se asume que hay un tipo de interpretación, la IL (o semántico-sintáctica o gramatical), caracterizada, entre otros por los elementos siguientes: a) es el primer criterio interpretativo, b) es distinto del resto de criterios: las normas sobre la interpretación suelen distinguirla de los otros criterios de interpretación (contextual, histórico, sociológico, ...), y la teoría del derecho distingue las directivas lingüísticas de las directivas sistémicas y funcionales (o evaluativas)102 y, c) la interpretación literal no suele estar necesitada de un justificación, mientras que ocurre justamente contrario cuando se tata de rebatir los resultados de la IL. Pues bien, los dos primeros obedecen a una concepción errónea del concepto de SL. La primera pregunta es la siguiente: ¿los enunciados jurídicos tienen un SL o una IL? La respuesta a esta pregunta la da Barberis (intercambio “propio” por “literal”) cuando dice que en un sentido, es obvio, que no hay un significado propio de las palabras: ningún símbolo incorpora mágicamente su propio significado. En otro sentido, es obvio que hay un significado propio de las palabras: el significado que reciben del uso de los hablantes y de las reglas que lo rigen, significado que puede llamarse “propio” no en el sentido de consustancialidad, sino en el de propiedad lingüística. Las palabras, en la medida que son símbolos lingüísticos (y no meros sonidos y/o puras grafías) tienen un significado propio en el sentido de que para tener significado deben darse reglas de uso que discriminen entre un modo propio o correcto y un modo incorrecto de emplear y de interpretar las palabras.103 La siguiente pregunta es: ¿en qué sentido puede decirse que hay una IL? El único sentido en que puede hablarse de IL 102. Así p.ej. Wróblewski 1985 y 1992, distingue entre directivas lingüísticas, sistémicas y funcionales: las primeras hacen referencia a aspectos del significado en sentido estricto, mientras que las segunda aluden al contexto lingüístico, y las últimas a elementos diversos del contexto extralingüístico (finalidad de la norma y de la institución a la que esta pertenece, intención del legislador, histórico y actual). Cfr. también los estudios incluidos en el libro MacCormick–Summers 1991. 103. Barberis 2000: 14 110 Interpretación literal: análisis de una noción compleja es como significado convencional: puede decirse que los enunciados jurídicos tienen SL en el sentido de que una expresión esta convencionalmente asociada con él en virtud de las reglas del lenguaje y por tanto “es constitutiva de la identidad de las expresiones como una unidad lingüística.” 104 La idea de convencionalidad, filosóficamente analizada por Lewis, la ha expresado recientemente Violi cuando dice que el significado “está regulado por una convención general e intersubjetivamente fundada, por la cual se asume, dentro de una determinada comunidad lingüística, una regularidad subyacente al uso y a las inevitables variaciones de competencias individuales. Competencia, convención y comunidad lingüística son términos que se necesitan recíprocamente: el significado del que se presume la competencia es el que se asume como compartido dentro de una determinada comunidad. Ello presupone la existencia de una regularidad de significados lingüísticos: aquello de lo que podemos tener competencia es el significado estándar, regular, de un término, convencionalmente delimitado, de la lengua.”105 Esto no excluye que los significados puedan variar, al contrario: existe una tensión continua en la lengua entre estabilidad e inestabilidad, entre regularidad e innovación: el lenguaje no es un sistema ni completamente estable de representaciones, ni un aglomerado de variaciones continúas sin estructura. Lo significados se transforman, no sólo en sentido diacrónico, sino también sincrónicamente, en cuanto que es inherente a la lengua cierto grado de plasticidad que permite una continua adaptación de la misma a las variaciones del contexto.106 El hablante (y cualquier aplicador del derecho), al otorgar significado a sus expresiones, está haciendo uso de una realidad cultural y relativamente fija que es el sistema de su lengua. Esto quiere decir que el hablante se encuentra en una especie de libertad vigilada cuando se expresa lingüísticamente: la libertad procede del hecho de su utilización intenciona104. Dascal 1983: 23. Cfr. Lewis 1969; Davidson 1982: 278-279. 105. Violi 2001: 272. 106. Violi 2001: 273. 111 Victoria Iturralde da de expresiones lingüísticas, que puede dar a éstas nuevos aspectos o nuevas dimensiones: su limitación estará determinada por el hecho de que esas intenciones son expresadas bajo la importante restricción de la necesidad de su reconocimiento. Es esta necesidad la que hace que el hablante utilice medios socialmente fijados e intersubjetivos compartidos por los miembros de su comunidad comunicativa. Unos de estos medios es la propia lengua (ese conjunto de principios o reglas socialmente compartidos y culturalmente transmitidos para la expresión de la información y la comunicación), pero también reglas o principios de interpretación que posibilitan al hablante una cierta libertad y flexibilidad en el proceso de transmisión e interpretación de información por medio del lenguaje.107 De otro lado, el SL no puede entenderse separado del contexto, tanto lingüístico como extralingüístico (al contrario de lo que presuponen los criterios interpretativos, tanto legales como doctrinales). A la vez que no puede negarse que los enunciados tengan un SL (consistente en su significado convencional); el SL en muchas ocasiones no es muy significativo, y ello es debido a la dependencia contextual (y no sólo para la resolución de la referencia y la ambigüedad).108 La razón para pensar que los enunciados a veces pueden interpretarse sin referencia al contexto es que las asunciones contextuales son tan fundamentales que parecen transparentes. Lingüistas como Dascal, Gibbs, Sperber y Wilson, Recanati, Clark y Carston, entre otros, están de acuerdo con Searle cuando dice que el contexto determina “lo que es dicho, y no sólo lo que es conversacionalmente implicado”. Cuando se habla de contexto, hay una distinción básica entre el contexto lingüístico y contexto extralingüístico. Levinson pone de relieve los siguientes tipos de contextos lingüísticos (o deíxis) que pueden ser necesarios para la interpretación de los enunciados: a) contexto de enunciación (o evento de habla); b) contexto del discurso (deíxis del discurso) y c) contexto social (deíxis social).109 A diferencia de lo que ocurre 107. Bustos 1999: 646. Cfr. Laporta 2007: 181. 108. Ariel 2002: 365; Gibbs 1984 y 1999. 109. Levinson 1989: 47-87. 112 Interpretación literal: análisis de una noción compleja en la comunicación ordinaria, en la interpretación jurídica, el relevante es el contexto del discurso el relevante: para interpretar cualquier enunciado jurídicos hay que tomar en consideración el texto más amplio en el que se inserta el enunciado (sea el capitulo de la ley, la ley en su conjunto), hasta el sector del ordenamiento al que pertenece y el ordenamiento en su conjunto teniendo como referente la Constitución (y el DerePor deíxis se entiende la localización e identificación de personas, objetos, eventos, procesos y actividades de las que se habla, o a las que se alude, en relación con el contexto espacio-temporal creado y sostenido por la enunciación y por la típica participación en ella de un solo hablante y al menos un destinatario”. Lyons 1980: 574-575. a) las categorías tradicionales del contexto de enunciación son: persona, lugar y tiempo. La deíxis de persona concierne a la codificación del papel de los participantes en el evento de habla: la categoría de primera persona (“yo”) es la gramaticalización de la referencia del hablante hacia él mismo, la segun¬da persona (“tú”) es la codificación de la referencia del hablante hacia uno o más destinatarios, y la tercera persona (él, ella) la codificación de la referencia hacia personas y entidades que no son ni hablantes ni destinatarios del enunciado en cuestión. Los modos más habituales en que los papeles de los participantes se identifican en el lenguaje son los pronombres y sus correspondientes concordancias de predicado. La deíxis de lugar concierne a la codificación de situaciones espaciales relativas a la situación de los participan¬tes en el evento de habla. La mayoría de lenguas gramaticalizan como mínimo una distinción entre próximo (o cercano al hablante) y distante (o no próximo, a veces cercano al destinatario). Estas distinciones se codifican en los demostrativos como “aquí,”, “allí”, etc. La deíxis de tiempo se refiere a la codificación de puntos y periodos temporales relativos al tiempo en que se pronunció un enunciado (o se inscribió un mensaje escrito). A este tiempo suele denominarse “tiempo de codificación”, que puede ser distinto del “¬tiempo de recepción”. Así, si nos encontramos el siguiente mensaje en la puerta de la oficina de alguien: “Volveré dentro de una hora”, nos falta información deíctica porque no sabemos cuándo fue escrito, no sabemos cuando volverá el autor del mensaje. Las deíxis de tiempo se gramaticalizan a través de adverbios de tiempo (“ahora,”, “entonces”, “ayer”, ...) pero sobre todo en el tiempo gramatical. b) el contexto del discurso o del texto concierne al uso de expresiones en un enunciado para referirnos a alguna porción del discurso que contenga ese enunciado (incluyendo al mismo enunciado). También se incluyen en la deíxis del discurso otras vías con que un enunciado señala su relación con el texto circundante; por ejemplo la palabra “de todos modos” al principio de un enunciado parece indicar que el enunciado que lo contiene no alude al discurso inmediatamente precedente sino a uno o más tramos más atrás. Puesto que el discurso se desarrolla en el tiempo, parece natural que se utilicen palabras deícticas de tiempo para referirse a porciones de discurso; así “la semana pasada”, “en el último párrafo, “en el próximo capítulo”. Pero también se utilizan términos deícticos de lugar, en especial los demostrativos “este” o ése”: así “este” puede emplearse para referirse a una porción venidera del discurso como en “Apuesto a que nunca has oído este chiste “, y ése a una porción precedente, como en “Ése fue el chiste más divertido que he oído nunca.”Hay muchas palabras y expresiones que indican la relación entre un enunciado y el discurso anterior: por ejemplo, “por lo tanto”, “en conclusión”, “al contrario”, “sin embargo”, “de todos modos”, “por lo tanto”, etc.; c) el contexto o deíxis social se refiere a aquellos aspectos de las oraciones que reflejan o establecen o están determinados por ciertas realidades de la situación social en que tiene lugar el acto de habla. En sentido estricto la deíxis social hace referencia a aquellos aspectos de la estructura del lenguaje que codifican las identidades sociales de los participantes o la relación social entre ellos, o entre uno de ellos y personas y entidades a que se refieren. 113 Victoria Iturralde cho Comunitario). Así, el contexto lingüístico no es un elemento añadido a la IL, sino que forma parte de la misma. Y algo similar puede decirse del contexto extralingüístico. Se trata de un concepto acerca del cual Ochs,110 señala que “el ámbito del contexto [extralingüístico] no es fácil de definir ... debe considerarse el mundo social y psicológico en el cual actúa el usuario de un lenguaje en un momento dado”… “incluye como mínimo las creencias y suposiciones de los usuarios del lenguaje acerca del marco temporal, espacial y social; las acciones (verbales o no verbales) anteriores, en el curso o futuras, y el estado de conocimiento y atención de los que participan en la interacción social que se está efectuando.”111 Y Sperber y Wilson señalan que el contexto extralingüístico incluye “el conjunto de premisas que se emplean para interpretar un enunciado”, “un contexto es una construcción psicológica, un subconjunto de los supuestos que el oyente tiene sobre el mundo. ... expectativas respecto al futuro, hipótesis científicas o creencias religiosas, recuerdos anecdóticos, supuestos culturales de carácter general, creencias sobre el estado mental del hablante”.112 Pues bien, estas asunciones contextuales funcionas como premisas para obtener inferencias, como ocurre en el caso de las implicaturas conversacionales. 110. Ochs 1979: 1-17. 111. Ochs 1979: 1 y 5. 112. Sperber - Wilson 1995: 15. Van Dick 1976: 29 distingue, dentro del contexto extralingüístico, entre las situaciones reales de enunciación en toda su multiplicidad y rasgos, y la selección de los rasgos que son cultural y lingüísticamente pertinentes en cuanto a la producción e interpretación de los enunciados; y señala que el termino contexto se refiere a esto último y que no podemos establecer de antemano cuales son estos rasgos. Lyons 1980: 574 por su parte, enumera los siguientes elementos como pertenecientes al contexto extralingüístico: (a) el conocimiento del papel y de la posición de hablante y destinatario; (b) el conocimiento de la situación espacial y temporal; (c) el conocimiento del nivel de formalidad; (d) el conocimiento del medio (el código o estilo apropiado a un canal, como la distinción entre las variedades escrita y hablada de una lengua); (e) el conocimiento del contenido adecuado, y (f) el conocimiento del campo adecuado (o dominio que determina el registro de una lengua). 114 Victoria Iturralde Bibliografía Aarnio, Aulis. 1991. /Lo racional como razonable/, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. Alexy, Robert. 1994. /El concepto y la validez del derecho/, Barcelona: Gedisa. 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En este trabajo la abordaremos desde ciertos problemas relacionados con la llamada “interpretación literal de la ley”, los que se enmarcan en la cuestión más amplia de la interpretación y el razonamiento jurídico. Dado que este tema ha acaparado la atención de los juristas en los últimos años, la bibliografía sobre el mismo es prácticamente inabarcable2 . Por ello trataremos de señalar sólo una parte de los problemas que suscita la determinación del “sentido literal de la ley”. La vinculación del intérprete a la letra de la ley constituye un mandato legislativo en el ordenamiento jurídico español3 . Este hecho ha generado que las disciplinas dogmáticas traten de determinar qué es el sentido literal de una ley. Aunque sus explicaciones en la mayoría de los casos se reducen a remitir a 1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.” 2. Ver Comanducci 1999, Bix 1995, Lifante Vidal 1999, Marmor 1995, Shauer 1993. 3. Ver a modo de ejemplo los artículos 3, 675 o 1281 del Código Civil. 123 María Concepción Gimeno Presa la necesidad de que el intérprete tenga un buen conocimiento de la lengua y emplee los significados establecidos para las expresiones en juego (cf. Pabón de Acuña 1999: 9-47). También el Tribunal Supremo alude a su propia tarea de interpretación como la atribución del sentido literal a las expresiones objeto de interpretación aunque en muchas ocasiones en sus sentencias no existe ninguna precisión sobre la forma en que dicho sentido puede ser determinado, salvo la tácita remisión al significado dado por un buen diccionario de la lengua4 . En este artículo estamos interesados en analizar otro tipo de explicaciones y problemas, aquellos preocupados por los aspectos teóricos y conceptuales de la cuestión. Intentaremos encontrar respuestas a dos interrogantes: ¿En qué consiste realizar una interpretación literal de la ley? Y ¿Cuál es el papel que representa la interpretación literal en una concepción general de la interpretación jurídica?. El objetivo de este trabajo es mostrar que la interpretación literal sigue jugando actualmente un rol importante en la actividad de interpretar el derecho incluso en aquellas posturas donde aparentemente se niega esta posibilidad. Para dar respuesta a estos interrogantes procederemos dividiendo el trabajo en dos partes. En la primera, examinaremos algunos problemas que trae aparejada la expresión interpretación literal de la ley. Mostraremos como el concepto de significado, de significado literal, y de interpretación, todo ellos ambiguos, condicionan la respuesta a los interrogantes objeto de este estudio. En la segunda parte, examinaremos como tratan el tema de la interpretación literal dos teorías de la interpretación jurídica recientes: las defendidas por Guastini y por Hernández Marín. 4. Por ejemplo en el caso de subrogación arrendataria resuelto el 22 de junio de 1995 cuando afirmó: “...la expresión literal que la citada norma emplea de haber convivido habitualmente en la vivienda entraña un concepto jurídico revelador de una situación de hecho entre ambas personas, no un concepto semejante al del domicilio legal... El término literal de “habitualmente” que dicha norma emplea –forma abreviada del verbo habituar-, significa forma o modo de acostumbrarse a una conducta o situación constante en el tiempo. La sentencia está tomada de la cita efectuada por Pabón Acuña 1999: 45-46. 124 El juez y la letra de la ley I. El estudio de la interpretación literal del derecho se enfrenta, con una serie de problemas en la actualidad. Así a la hora de analizar este tema nos encontramos en primer lugar con una cuestión de base, que no solo atañe a la interpretación literal sino a cualquier estudio de la interpretación cuando esta es definida relacionándola con el término significado. Dicho problema consiste en la pluralidad de sentidos que el propio término significado lleva aparejado y la forma de ser entendido el mismo cuando se relaciona con el término interpretación. Un segundo problema viene generado por el sentido de la locución sentido literal o significado literal. Esta locución es usada de forma distinta por los lingüistas y por los juristas. El problema se agrava además si, como luego veremos, la pluralidad de usos que estos últimos hacen de la locución no coinciden con la pluralidad de usos que llevan a cabo los primeros5. Estos dos problemas impiden dar una respuesta rápida y sencilla a los dos interrogantes que nos hemos planteado en este trabajo: ¿Qué es la interpretación literal del derecho? Y ¿Cuál es el rol que juega la misma en una concepción general de la interpretación jurídica? 1.- Problemas derivados de la noción de significado. En el ámbito de la interpretación, y especialmente de la interpretación de la ley, se suele relacionar los términos: interpretación y significado. Esto se puede apreciar cuando examinamos el concepto de interpretación que sostienen, entre otros autores, Kelsen, Hart o Ross. Además, existen pensadores que ven en dicha relación una condición conceptual necesaria e imprescindible para una teoría de la interpretación6 . Pareciera a simple vista que sostener que interpretar la ley es determinar el significado de la misma es una afirmación que aclara la cuestión acerca de la interpretación del derecho. Sin embargo, dado lo polémico que resulta el término significado 5. Entre juristas y lingüistas no sólo no existe unanimidad a la hora de determinar el uso del término sentido literal sino que ni siquiera existe tal unanimidad a la hora de establecer el papel que juega la interpretación literal dentro del ámbito de la interpretación en general. Ha puesto de manifiesto esto Mazaresse quien sostiene al respecto que, pese a las críticas que el sentido literal tiene para las teorías lingüísticas actuales, este tipo de interpretación sigue siendo una pieza importante en las teorías jurídicas (Mazaresse 2000). 6. Defiende esta postura Villa 2000:167-168; Brink 1988:111; Stavropoulos 1996:4. 125 María Concepción Gimeno Presa dicha afirmación dista de cumplir tan radicalmente esta función. Mostrar este hecho es la intención que perseguimos con este epígrafe. Cuando intentamos rastrear la teoría del significado sustentada por algún autor, lo que en realidad hacemos es preguntar en qué consiste, para él, el significado lingüístico de un enunciado. De esta manera, se pueden identificar y comparar las posiciones de filósofos muy diversos, como (i) la de Platón para quién los nombres son las unidades significativas, que poseen una significación independiente de la voluntad de aquellos que los emplean.La misma está dada, pues los términos representan la esencia misma de las cosas a traves de sus elementos. No niega la incidencia de los usos en el establecimiento de esta relación aunque de manera secundaria; (ii) la de Guillermo de Occam, para quién los signos lingüísticos orales y escritos significaban de manera convencional, esto es, por decisión de los usuarios y no por representar esencia alguna de las cosas. Esta hipótesis está también acotada por la existencia de signos lingüísticos mentales que significan de una manera natural, esto es, independientemente de las convenciones y de una manera común a la esencia humana, de los cuáles dependen los otros dos tipos vistos. El signo lingüístico oral o escrito se articula en una proposición y da un conocimiento primario del objeto; (iii) la de Locke, para quién el término es la unidad significativa y cuyo significado le viene dado en relación a su eficacia eidética, esto es, la capacidad cognitiva con él asociada, (iv) la de Frege, quién identifica significado y sentido, pero los distingue a su vez de la referencia , que puede o no estar presente en un nombre. La referencia es aquello a lo que el nombre representa, su correlato en la realidad. El nombre es launidad con sentido o significado. Lo segundo que solemos hacer es emplear algún esquema que nos permita clasificar las diversas teorías, a los efectos de poder ubicar en ese marco la propuesta que se quiere explicar. En este sentido y siguiendo a Alston (1985), podemos distinguir entre: (i) teorías referenciales, que parten del supuesto 126 El juez y la letra de la ley de que las expresiones significativas están en lugar de algo, a lo que representan; (ii) teorías ideacionales, en las que las expresiones significativas lo son en la medida de que se usan en la comunicación suscitando ciertas ideas compartidas entre los que las emiten y las reciben; (iii) teorías comportamentales, para las que las expresiones significativas lo son en la medida en que provocan ciedrtas reacciones observales comunes en los usuarios de las mismas. En virtud de estas teorías por lo tanto, el significado lingüístico de una expresión se identifica con :1.- aquello a lo que esta se refiere o con la conexión referencial, 2.- las ideas con las que se la asocia; 3.- los estímulos que suscita su emisión y /o con las respuestas que esa emisión, a su vez, vuelve a suscitar (Alston 1985:27). El concepto de significado de una expresión variará de acuerdo con la teoría de la cual se parta7 . Con independencia de cual de esas teorías se elija, la opción no resolverá, ni siquiera aclarará todos los problemas que dicho concepto plantea, ya que los mismos se generan en muy diversos niveles. Así por ejemplo se suele interrogar si el significado de una expresión es léxico o estructural. El término significado puede ser entendido de dos formas. Por un lado este es identificado como reglas del uso establecidas en el sistema lingüístico o estipuladas por los sujetos. Por otro lado, el significado es entendido como el uso mismo, o sea, como el resultado de la aplicación de una regla en un discurso o texto8 . Si identificamos el término significado como reglas que determinan el uso de una expresión, nos preguntaremos cuántos tipos de reglas son las que especifican el mismo. Normalmente se suele admitir que son las reglas semánticas las encargadas de precisar el significado de un término. Ahora bien, cuando de lo que se habla es del significado de una expresión 7. Evidentemente el panorama de las teorías del significado es mucho más complejo que lo expuesto en este epígrafe. Normalmente cada teoría funciona bien en ciertos aspectos y no en otros. Esto ha originado la aparición de otras muchas posiciones. Algunas de estas son versiones refinadas de las teorías vistas, mientras que otras adoptan posiciones eclécticas incorporando las partes que se consideran más satisfactorias de cada teoría examinada. 8. Pone de manifiesto estos dos significados del término Significado Luzzati 2000:73. 127 María Concepción Gimeno Presa lingüística más amplia que un término, como es el caso de un texto jurídico, la duda surge en determinar si el significado de dicho texto viene dado por la suma de los significados de sus términos aplicando a los mismos las reglas semánticas, o si tal significado no viene determinado por dicha suma, y, por lo tanto, la sola aplicación de las reglas semánticas no es suficiente para hallarlo. En este sentido, se sostiene la importancia de las reglas de la sintáxis además de las semánticas, para llevar a cabo esta actividad y por lo tanto se parte de un concepto de significado estructural y no meramente léxico9 . Con independencia de cual estas dos nociones de significado se elija, los autores que defienden estas tesis parten de considerar que las transformaciones conservan el significado, por lo que se les considera como partidarios de una semántica generativa. Mientras que existen otros autores para quienes el significado varia con las transformaciones siendo partidarios de una semántica interpretativa. Para estos últimos la noción de significado no depende sólo de elementos sintácticos y/o semánticos sino también de aspectos pragmáticos10 . Otro de los problemas que origina el término significado viene dado a la hora de relacionar este con la actividad interpretativa. En este caso los problemas del término significado no consisten en responder qué cosa es éste, cual es su naturaleza o cuales son sus características, sino que el problema recae en responder a la cuestión acerca de que clase es la conexión que se da entre la actividad interpretativa y el significado. Vittorio Villa sostiene al respecto que las teorías de la interpretación jurídica formalistas contestan esta pregunta afirmando que interpretar es descubrir el significado, o sea se trataría de una actividad cognoscitiva o descriptiva, mientras que las teorías de la interpretación jurídica antiformalistas entienden que la conexión entre interpretación y significado no deriva de una tarea descriptiva sino prescriptiva. Para es9. La sintaxis se encargaría de estudiar los signos con independencia de su significado, se trata por lo tanto, de estudiar las relaciones de los signos entre sí. 10. La pragmática consiste en el estudio de la relación existente entre los signos y los sujetos que usan los signos. 128 El juez y la letra de la ley tas últimas la interpretación sería una actividad encargada de crear un significado y, por lo tanto una actividad valorativa. Estas formas radicalmente opuestas entre sí de ser entendida la relación entre ambos términos de la discusión, se basan a juicio del autor italiano, en una concepción erronea del significado que es visto desde una concepción estática. Esto significa que por significado se entiende una entidad que se descubre o se produce toda de una vez11 . Según Villa, el significado no es una entidad que viene dada de una vez, sino el éxito de un proceso complejo que requiere la aparición progresiva de varios niveles de significación. Partir de esta idea de significado es sostener una concepción dinámica del mismo y afirmar su estructura multidimensional12 . En base a todo lo apuntado en este epígrafe, podemos sostener que cuando se afirma que la interpretación jurídica es la actividad encargada de adscribir (describir, proponer, crear etc, dependiendo de la teoría en cuestión) el significado del objeto interpretado, nos podemos estar refiriendo a cosas muy diversas en base a, entro otros posi bles aspectos, el sentido que del término significado estemos partiendo, en virtud del tipo de semántica que se adopte (generativa o interpretativa) y en virtud de cómo consideremos la estructura del término significado (monodimensional o pluridimensional). 2.- Problemas derivados de la locución significado literal. Ciñéndonos ahora al estudio de la interpretación literal exclusivamente, se suele entender la misma como la atribución del sentido literal de un texto. En qué cosa consiste este sentido es objeto de estudio tanto por lingüistas como por los juristas. Chiassioni diferencia cinco usos que los lingüístas hacen de la locución significado literal. El autor italiano las enumera 11. “Naturalmente si se sostiene que el significado es descubierto, esta entidad preexiste a la actividad interpretativa; si se sostiene, por el contrario, que es creado en sede de interpretación, entonces la entidad en cuestión viene producida íntegramente por el intérprete” (Villa 2000:175). 12. Villa distingue tres estratos dentro de la noción de significado. Para un estudio de los mismos ver Villa 2000:178-179. 129 María Concepción Gimeno Presa de las siguiente forma: 1.- El significado literal es entendido como el significado de un enunciado analítico, interactivo del enunciado interpretado. De esta forma, la locución “significado literal” se refiere al significado expreso de un enunciado interpretativo el cual es identico al enunciado interpretado pero que es emitido en el nivel de lenguaje metalingüístico13 . 2.La noción “significado literal” se entiende como “significado no contextual”, es decir como aquel significado que se puede atribuir a un enunciado, en base a la aplicación de los siguientes elementos: el significado lexical de los términos que componen el enunciado, las características gramaticales de los mismos (tales como el género, y el número, los modos verbales y sus tiempos etc), la estructura sintáctica del enunciado. De acuerdo con esta noción el significado literal no dependerá de ningún aspecto contextual, ya sea este entendido como contexto lingüístico donde está formulado el enunciado a interpretar, o como contexto extra-lingüístico14 . 3.- También se usa la locución significado literal para hacer referencia al significado que se extrae combinando dos componentes: la fuerza ilocutoria explícita de un enunciado y el contenido proposicional15 . De acuerdo con los partidarios de esta posición, el significado literal de un enunciado se extrae del significado lexical de las palabras que lo componen, las características gramaticales de las mismas, la estructura sintáctica del enuncuado y además, de un conjunto de asuntos contextuales denominados asuntos de fondo16 . 4.- Una cuarta acepción de “significado literal” viene a considerarle como el significado o significados adscribibles a un enunciado en un cierto contexto de uso, en el que a posteriori, los factores pragmáticos se descubren como 13. Hay sin embargo juristas que niegan la existencia de interpretación cuando el enunciado interpretativo es igual al enunciado interpretado como es el caso de Riccardo Guastini. 14. Algunos filósofos del derecho identifican contexto con el contexto lingüístico, mientras que los factores que pueden influir en la interpretación de un enunciado extralingüísticos se denominan “situación”. Es el caso de Alf Ross por ejemplo. 15. La fuerza ilocutoria de un enunciado nos permite determinar la función lingüística de un enunciado (descriptiva, prescriptiva, emotiva...), y viene determinada por una serie de elementos como el lugar que ocupan las palabras dentro de un enunciado, el tiempo verbal, la puntuación etc. 16. Esta es la posición por ejemplo de Searle:1978, según el cual ningún significado puede darse al margen de un contexto, a no ser que sea del todo indeterminado. Por esta razón, y de acuerdo con este autor, para identificar el significado literal de un enunciado hay que tener en cuenta, entre otras muchas otras cosas, las características físicas, institucionales y morales que se encuentran en el uso de dicho enunciado, ver Searle 1998:cap.6 130 El juez y la letra de la ley faltos totalmente de importancia, de ahí que se hable de “contexto pragmáticamente nulo a posteriori o ex post”17 . 5.-Una quinta forma de ser entendida la locución significado literal, sostiene que se pueden dar dos tipos de significados literales en un enunciado. El primero, al que se denomina, significado standard, sería aquel significado que se le asigna al enunciado sobre la base de los conocimientos habituales de la semántica por parte de los intérpretes. El segundo, denominado significado incidental, seria aquel o aquellos significados que, al margen de los usos generalizados y/o de convenciones sociales, son el fruto de tácitos acuerdos, bilaterales, momentaneos y transitorios entre un intérprete y un emitente determinado. 6.-La sexta acepción, según Chiassioni, identifica significado literal con el significado verdadero o falso de un enunciado. Esta forma de relacionar significado literal con signifcado verdadero, trae como consecuncia que solo se pueda hablar de significado literal respecto de un enunciado descriptivo negando la posibilidad de hablar de significado literal de un enunciado cuya función lingüística sea interrogativa, expresiva o imperativa. Si tenemos en cuenta la relación de significados que los lingüístas dan a la locución significado literal podemos afirmar que entre los filósofos del lenguaje no existe una unanimidad a la hora de entender dicha locución. Y, que al menos existen actualmente dos teorías distintas acerca de su uso: las teorías semánticas que conciben el significado literal como aquel que se obtiene al margen del contexto, y las teorías pragmáticas para quienes incluso el significado literal de un enunciado no puede determinarse al margen del contexto en el que se emite. Es importante tener además en cuenta, que entre los lingüístas no sólo no existe unanimidad a la hora de establecer que es el sentido literal sino también a la hora de contestar a la pregunta de cuál es el rol que la interpretación literal juega cuando se quiere determinar el significado de un enunciado. A 17. Chiassioni 2000:26-27. 131 María Concepción Gimeno Presa este respecto, y siguiendo a Tecla Mazzaresse, existen corrientes lingüísticas para quienes el significado literal es lo único que se necesita para definir el significado de una expresión lingüística, mientras que otras sostendrán que el significado literal no sirve ni siquiera, como un punto de partida para empezar a estudiar el significado de una expresión, ni siquiera es concebido como un elemento entre otros muchos para individualizar el significado de una expresión. Entre ambas posturas radicales, Mazzaresse distingue también posturas más moderadas, para quienes si bien el significado literal de una expresión no se puede identificar con el significado de la expresión misma, aquel si que juega un papel más o menos importante como elemento a tener en cuenta a la hora de determinar este, o como punto de partida en su determinación18 . Si prestamos ahora atención a cómo entienden los juristas la locución significado literal nos encontramos con que tampoco existe una unanimidad a la hora de definirla. Así Vernengo sostiene que dicha locución es usada para referirse a cinco cosas diferentes: 1.- el significado adscribible a un enunciado en virtud de la suma del significado lexical de los vocablos que lo componen, 2.- el significado que puede ser comunicado ostensivamente, indicando el hecho (comportamiento, situación...) a los cuales el enunciado interpretado se refiere, 3.- el significado expreso de un enunciado exactamente interactivo del enunciado interpretado, 4.- el significado expresado por un enunciado perfectamente sinónimo del enunciado interpretado, 5.- la traducción o paráfrasis aclaradora del enunciado interpretado, que consiste en sustituir los términos técnicos por otros términos más fácilmente inteligibles, teniendo en cuenta además la estructura sintáctica profunda del enunciado (Vernengo: 1994). Luzzati, por su parte también señala que por significado literal de una disposición se pueden entender al menos cinco cosas diferentes: 1.- El sentido de las expresiones lingüísticas al margen de su contexto (verbal, cultural y/o situacional), 2.18. Tecla Mazzaresse establece una clasificación más extensa acerca de las posiciones adoptadas por los lingüistas en torno al rol del significado literal, para un estudio detallado de la misma ver Mazzaresse 2000: 100-110. 132 El juez y la letra de la ley el significado conforme al uso ordinario de las palabras, 3.- el significado prima facie claro y unívoco, o sea obvio, de sentido común, no absurdo, 4.- el significado identificado mediante un argumento a contrario; 5.-los significados atribuibles a una disposición en base a los usos lingüísticos consolidados por los juristas, a la sintaxis, al co-texto, al contexto cultural y al contexto situacional. (Luzzati 1990: 208 y ss)19 La pluralidad de formas distintas de entender el significado literal por parte de los juristas obedece a dos tipos de razones. Por un lado, en muchas ocasiones, los juristas aluden o justifican sus interpretaciones afirmando ser el resultado de una interpretación literal de sus disposiciones, cuando en realidad su actividad se ha alejado de cuantos instrumentos pueden ser considerados propios de una interpretación de este tipo a nivel conceptual. Esto es lo que hace explicable el hecho de que tanto con una interpretación extensiva como con una restrictiva se pueda determinar el sentido literal de una expresión. Por eso cuando si lo que hacemos a la hora de estudiar qué es la interpretación literal es recoger todos los usos que los juristas hacen de ella cuando la mencionan nos encontraremos con una lista muy dilatada y en ocasiones contradictoria de definiciones de la locución. Por otro lado, en los supuestos en que esto no ocurre, o sea en los casos en que realmente se pretenden analizar el sentido desde la perspectiva iusfilosófica de la locución significado literal, tampoco existe unanimidad de lo que por literal se entiende. Prueba de ello es que si nos fijamos en la misma terminologái que se usa para hablar del sentido literal es muy variada, en algunas ocasiones se considera sinónimo de sentido ordinario, otras veces del sentido más inmediato, en otras ocasiones el sentido aparente, sentido lingüístico, gramatical, propio, semántico etc etc.y sin embargo luego hay quienes distinguen entre los términos propio y literal (N. Irti 1996:150-151), o entre los términos lingüístico y literal (MacCormick 1991:365-366, o Aarnio 1991:133134), mientras que otros los usan como sinónimos (Peczenik y Berghoiz 1991). 19. También hacen un estudio acerca de los usos que los juristas hacen del sentido literal Mazzaresse 2000 y Chiassioni 2000. 133 María Concepción Gimeno Presa De la misma forma que los lingüístas, el rol que los juristas hacen jugar a la interpretación literal de la ley a la hora de estudiar la interpretación jurídica en general no es unánime y dependerá en gran medida de la teoría que se adopte en relación a la teoría de la interpretación jurídica en general. Se suele distinguir a grandes rasgos entre los partidarios de una concepción tradicional de la interpretación del derecho y los partidarios de concepciones no ortodoxas. La concepción tradicional se caracteriza por afirmar que la interpretación jurídica es una actividad cognoscitiva encargada de descubrir el significado de un texto jurídico cuando este presente dificultades, es decir cuando le falta claridad. Junto a este concepción tradicional existen las opiniones no ortodoxas de la interpretación que consideran que ésta es una actividad volitiva consistente en decidir o en adscribir un significado a un texto jurídico.Mazzaresse sostiene que la interpretación literal del derecho es una pieza clave para la concepción tradicional, que parte de la idea de que las palabras poseen un significado propio, mientras que para las posiciones no ortodoxas si bien la interpretación literal también juega un rol importante lo hace en menor medida que para las anteriores (Mazzarese 2000:123). No obstante y como tendremos oportunidad de ver más adelante, esta afirmación es demasiado genérica. Dada la hetereogeneidad de posturas que se pueden incluir dentro de la concepción no ortodoxa, y dados los diferentes sentidos que el término significado literal posee para dichas posturas, el rol que para cada una de ellas puede tener variará considerablemente. Pese a ello quizás merezca la pena señalar el hecho de que los juristas prestan una mayor atención a la interpretación literal que los lingüistas y pese a la pluralidad de opiniones divergentes, este tipo de interpretación juega en el ámbito jurídico un rol más importante que para los filósofos del lenguaje20 . 20. A favor de esta opinión esta Mazzaresse 2000. Aparentemente en contra Chiassioni 2000. Creemos no obstante que la opinión en contra de este último, se debe a la clasificación que lleva a cabo acerca de los usos que los juristas hacen de la locución significado literal. En dicha clasificación, el autor intenta describir los sentidos de la locución teniendo como punto de partida las ocasiones en las que la misma es nombrada por los juristas con el objeto de señalar cómo han justificado sus decisiones y no los sentidos posibles que dicha locución puede expresar desde el punto de vista conceptual. Por esta razón, mientras Mazzarese afirma que la protección de la 134 El juez y la letra de la ley II. Vamos a dedicar la segunda parte de este artículo a examinar dos teorías de la interpretación jurídica que se están desarrollando actualmente: La teoría de Riccardo Guastini y de Rafael Hernández Marín. Hemos elegido estas dos posturas porque si bien las dos parten de entender la interpretación jurídica de forma distinta, pareciera que sin embargo coinciden a la hora de sostener que cuando se interpreta el derecho no se interpreta literalmente. El objetivo a perseguir es demostrar cómo la interpretación literal sigue teniendo cabida en ambas teorías. 1.-Interpretación y definición: la propuesta de Riccardo Guastini. Una de las formas más comunes de entender la interpretación es asociarla a la actividad de definir los términos presentes en los textos normativos. Son varios los representantes contemporáneos que siguen esta tendencia y, entre ellos se encuentra Guastini. La teoría de Guastini se caracteriza por el intento de ser una teoría descriptiva, cuyo objeto son los discursos de los intérpretes. De acuerdo con este autor, una teoría debe responder al interrogante qué es interpretar y no al interrogante qué debería ser interpretar. A través de un análisis lógico del discurso de los intérpretes, Guastini sostiene que la interpretación no es una tarea cognoscitiva sino valorativa, donde el intérprete elige y/o propone un significado dentro de los posibles que, en todo caso, expresa un enunciado jurídico. Se parte de la idea de que el lenguaje es siempre ambiguo y vago, lo que hace que nunca podamos afirmar que un enunciado expresado en lengua natural tenga un significado unívoco. Todo enunciado admite una pluralidad de sentidos distintos. El juez cuando interpreta puede, o elegir uno de entre esos significados posibles o elegir uno distinto. El jurista y el científico cuancerteza es la razón principal por la que se sigue empleando la interpretación literal en la interpretación del derecho, mientras que Chiassioni llega a la conclusión de que “los juristas no atribuyen a la certeza un valor absolutamente prioritario en la interpretación de las disposiciones, y que en todo caso, los juristas entienden el fin de la certeza como un fin no completamente realizable sobre la única base del significado literal de las disposiciones, siendo conscientes de los límites del criterio interpretativo semántico-gramatical” (Chiassioni 2000:54). 135 María Concepción Gimeno Presa do interpretan proponen uno de esos significados. La actividad interpretativa es, según la teoría de Guastini, una actividad altamente discrecional. Para este autor además, la interpretación jurídica es una actividad consistente en traducir un texto jurídico perteneciente a las fuentes del derecho. Esto se realiza adscribiéndole un significado a sus términos, lo que es lo mismo que redefinir o definir estipulativamente su significado. Esto da como resultado la formulación de otro texto sinónimo del interpretado. Si interpretar no es otra cosa que definir, el significado literal de un texto se determinará definiendo los términos en los que está formulado, y teniendo además en cuenta su estructura sintáctica. Pese al intento de Riccardo Guastini por sostener una teoría descriptiva de la interpretación jurídica, en su obra aparecen enunciados prescriptivos a través de los cuales el autor sostiene que, pese a que cuando se interpreta el derecho el juez puede elegir un significado distinto de los posibles que el enunciado puede expresar, a esta tarea no se la debería considerar como una tarea interpretativa, y, que la interpretación debería consistir en que el juez elija uno de los significados entre los posibles que ese enunciado tiene. De igual forma en la doctrina de Guastini se sostiene que el científico del derecho no debería proponer significados sino que su tarea se debería limitar a describir los significados posibles que una disposición normativa puede tener. A la vista de estas ideas, nos preguntamos ¿qué es para el autor la interpretación literal?, Y ¿cuál es el rol que juega la misma a la hora de interpretar el derecho, según el autor?. Pues bien, según Guastini el significado literal es aquel más inmediato, el significado prima facie, como se suele decir, que surge de considerar el uso común de las palabras y las conexiones sintácticas que se establecen entre ellas en el enunciado interpretado (Guastini 1993:360)21 . Tal y como es 21. Otra definición de interpretación literal se puede ver en Guastini 1988:79-80, donde se establece que se trata de la interpretación realizada según el uso común de las palabras en su contexto. Aunque el autor no define qué entiende por contexto, a la vista de la definición dada en obras más recientes creemos que contexto hace referen- 136 El juez y la letra de la ley definido el significado literal pareciera que una expresión lingüística sólo pudiera tener un significado literal. Por otra parte, en la teoría de Guastini no se establece de forma expresa si la interpretación literal juega un rol mayor o menor que otros tipos de interpretaciones a la hora de ser el derecho lo que se interpreta. Sin embargo, si prestamos atención a la doctrina de la interpretación del autor genovés nos encontramos con las siguientes tesis: 1.- los jueces deberían elegir uno de entre los significados posibles que la disposición normativa expresa, 2.los científicos del derecho deberían limitarse a describir los significados posibles sin proponer uno de ellos en detrimento de los otros, 3.- los significados posibles son aquellos derivados de los problemas de ambigüedad y vaguedad del lenguaje natural con que se expresa los enunciados jurídicos. Los problemas de ambigüedad vienen dados por razones semánticas, sintácticas y pragmáticas. La ambigüedad pragmática hace referencia a la función del enunciado (descriptiva, prescriptiva, etc.). De esta forma en la doctrina de Guastini no se tiene en cuenta los aspectos extralingüísticos a la hora de determinar los significados posibles de una expresión lingüística. 4.- Teniendo en cuenta que para el autor el lenguaje es siempre ambiguo y vago, no existiría nada que se adecuara a la definición de significado literal dada por él como el significado más inmediato, prima facie, sino que existirían varios significados literales posibles, (todos aquellos significados que surgirían de considerar el uso común de las palabras y las conexiones sintácticas), 5.-De esto resulta que cuando Guastini sostiene que el juez cuando interpreta debería elegir entre los significados posibles de la expresión, lo que sostiene es que debería elegir entre los significados literales posibles que pueda tener dicha expresión. De lo que resulta que en el pensamiento de Riccardo Guastini interpretar el derecho debería ser interpretarlo literalmente22 . cia a los aspectos sintácticos del enunciado, es decir al orden de las palabras en el enunciado y sus conexiones. 22. Para un estudio acerca de la diferenciación entre teoría y doctrina en el pensamiento de Guastini ver: Gimeno Presa, Mª.C. 2000 137 María Concepción Gimeno Presa 2.- Interpretación y sinonimia: La postura de Hernández Marín. El empleo de la noción de sinonimia, y algunos casos la equiparación de la interpretación de textos jurídicos con la traducción, es otra de las vías con las que se ha intentado explicar la interpretación jurídica. Este es el camino seguido por Hernández Marín en su libro Interpretación, subsunción y aplicación del derecho (Hernández Marín 1999), donde construye una de las teorías más originales y sugerentes que se han formulado en España en los últimos años. De acuerdo con este autor la interpretación jurídica no es nunca interpretación literal ya que un enunciado interpretativo no consiste en describir el significado literal del enunciado interpretado. A esta conclusión llega tras sostener las siguientes tesis: 1.-La interpretación jurídica es la actividad consistente en atribuir sentido a los enunciados jurídicos. El producto de dicha tarea son enunciados interpretativos en los que se atribuye sentido total a los mismos. 2.-Hernández Marín diferencia entre sentido literal y sentido total de un enunciado jurídico. El primero es definido como el que tiene un enunciado en sí mismo y al margen de cualquier circunstancia que rodee la formulación del enunciado. Este sentido depende exclusivamente de factores de dos tipos: el sentido de las palabras que componen el enunciado... y la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí. El sentido total es el que tiene un enunciado en sí mismo, pero atendiendo además al conjunto de circunstancias que rodean la formulación del enunciado. El sentido total de un enunciado es el que este tiene en atención, por un lado, al sentido de las palabras que componen el enunciado, a la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí y en atención también, por otro lado, al contexto en sentido amplio, o sea, al mundo que rodea el acto de formulación del enunciado. 3.-El contexto es definido en un sentido amplio y en un sentido estricto. En un sentido amplio el contexto es todo el mundo que rodea al acto de emisión de un enunciado. En sentido estricto, es el conjunto de los factores que rodean 138 El juez y la letra de la ley al acto de formular un enunciado y que condicionan su sentido total. Estos factores son de dos tipos: unos lingüísticos, formado por otros enunciados que por origen o tema se encuentran próximos al enunciado emitido y otros extralingüísticos que vendrían a estar formado por las características de la persona que lo emite y las circunstancias de tiempo y lugar de emisión. 4.-Hernández Marín afirma que cuando se interpreta el derecho lo que se hace es determinar el sentido total de los enunciados jurídicos. 5.-El autor afirma que el intérprete para atribuir sentido total a un enunciado jurídico, debe citar otro enunciado llamado enunciado interpretante que sea sinónimo del que se pretende interpretar denominado enunciado interpretado. 6.-Los enunciados interpretativos afirman que el sentido total del enunciado interpretado es igual al sentido del enunciado interpretante. Aquí cabe preguntarse con que sentido se está usando el término sentido del enunciado interpretante: ¿nos referimos al sentido literal del enunciado interpretante o a su sentido total?. Hernández Marín afirma que en ninguna de las dos acepciones. No se puede entender que sea su sentido literal porque el sentido total de un enunciado interpretado no puede ser reducido al sentido literal de otro enunciado. Tampoco puede ser su sentido total porque si el enunciado interpretativo lo que hace es describir el sentido total del enunciado interpretado (es decir el que este tiene en un contexto determinado), dicho contexto nunca puede ser el mismo que el del enunciado interpretante. Para resolver esto, el autor estipula que el enunciado interpretante es un enunciado eterno, es decir, un enunciado cuyo sentido es el mismo en cualquier contexto. 7.-Una buena interpretación de un enunciado es un enunciado interpretativo de dicho enunciado que, ante todo, es verdadero (criterio semántico) y además mejora en algún aspecto la comprensión que pueda proporcionar la mera lectura del enunciado (criterio pragmático). Resumida así la teoría de Hernández Marín, nos encontramos con que en la misma se da respuesta a los dos interrogantes objeto de este artículo: ¿qué es la interpretación jurídica? 139 María Concepción Gimeno Presa Y, ¿cuál es el rol que juega la misma a la hora de interpretar el derecho?. El sentido literal es definido como el que tiene un enunciado en sí mismo y al margen de cualquier circunstancia que rodee la formulación del enunciado. Este sentido depende exclusivamente de factores de dos tipos: el sentido de las palabras que componen el enunciado y la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí. Por otra parte, si consideramos la forma en la que Hernández Marín caracteriza la actividad interpretativa, esto es, como la descripción del sentido total de los enunciados jurídicos, podríamos concluir que en su propuesta no hay espacio para hablar de “interpretación literal” de un enunciado jurídico, en cuanto que la interpretación de un enunciado jurídico no es nunca una interpretación literal. La misma se encuentra excluida por la propia definición de “interpretar” que formula el autor23 . No obstante, consideramos que en esta teoría de la interpretación del derecho existe también la posibilidad de dar un papel a la interpretación literal. Como ha quedado de manifiesto anteriormente el autor distingue entre el sentido literal (el que solo depende del sentido de las palabras que lo componen y de la forma en que se relacionan entre sí) y el sentido total (el que, además de atender al sentido de las palabras y sus relaciones, tiene en cuenta también las condiciones extralingüísticas que rodean el acto de su emisión). En consecuencia, se puede afirmar que en la teoría de Hernández Marín la determinación del sentido total de un enunciado presupone que se ha establecido con anterioridad su sentido literal, y que además se han tenido en cuenta los factores relevantes del mundo que rodeó el acto de su formulación. Esto significa no sólo que se puede establecer el sentido literal de un enunciado, sino que el intérprete del Derecho debe hacerlo necesariamente como paso previo a la formulación de cualquier enunciado interpretativo (tal como son concebidos por esta teoría, esto es, como descripciones del sentido total de un enunciado). Aunque el 23. “...Lo que se entiende usualmente por “interpretación del Derecho” no consiste en determinar el sentido literal de los enunciados jurídicos... consiste en determinar... el sentido que tienen... en sí mismos, pero atendiendo también a todas las circunstancias que los rodean” (Hernández Marín 1999:45). 140 El juez y la letra de la ley intérprete del Derecho no lo haga de forma explícita, cada vez que emite una afirmación respecto del sentido total de un enunciado, presupone la aceptación de un enunciado en el que se describe el sentido literal del enunciado interpretado. La propia definición de “sentido total” es lo que permite realizar esta afirmación. El siguiente ejemplo que propone Hernández Marín en su libro muestra hasta qué punto lo dicho anteriormente se encuentra presupuesto en su teoría. Tomando como punto lo dicho anteriormente se encuentra presupuesto en su teoría. Tomando como punto de partida el enunciado: “...el sentido literal del enunciado “no la he visto”, al que en su ejemplo señala con el número (2), afirma:”...el sentido literal de enunciado (2), el sentido que (2) tiene en sí mismo y al margen de cualquier contexto... es que un individuo indeterminado no ha visto una persona o una cosa indeterminada en un intervalo de tiempo también indeterminado” (Hernández Marín 1999:37). Luego considera un posible contexto de emisión, aislando los siguientes factores relevantes para la determinación del sentido total del mismo enunciado (2): si “... dicho enunciado fue emitido por Carlos a las 3 de tarde del día 20 de enero de 1999... (e) instantes antes de dicha emisión, un amigo de Carlos había preguntado a éste si había visto la película “Casablanca””: (Hernández Marín 1999:37). Teniendo en cuenta la descripción del sentido literal realizada en un primer momento, más los factores extralingüísticos enumerados con posterioridad, se puede emitir un enunciado interpretativo de (2) que reúna las condiciones establecidas por la Teoría de la interpretación del derecho para ser un enunciado interpretativo correcto. Dicho enunciado diría lo siguiente: “el sentido total del enunciado “No la he visto” es igual al sentido del enunciado eterno “Carlos no ha visto la película “Casablanca” antes de las 3 de la tarde del día 20 de enero de 1999”24. 24. “Teniendo en cuenta estos factores que rodean la emisión del enunciado (2) (y teniendo en cuenta también el sentido de las palabras que lo componen y la forma en que dichas palabras se relacionan entre sí), podemos concluir que el sentido total de dicho enunciado es que Carlos no ha visto la película “Casablanca” antes de las 3 de la tarde del día 20 de enero de 1999”. (Hernández Marín 1999:37). 141 María Concepción Gimeno Presa En la propuesta de Hernández Marín los enunciados que describen el sentido literal de un enunciado jurídico, no pueden ser entendidos como enunciados interpretativos. Sin embargo, no sólo es posible emitirlos con sentido, sino que muchas veces esto es lo que hacen los intérpretes del Derecho en la práctica jurídica. Incluso, tal como vimos, pareciera ser una condición necesaria para considerar que un enunciado interpretativo es verdadero según la teoría de la interpretación de este autor, que el mismo presuponga la verdad del enunciado en el que se afirme cuál es el sentido literal del enunciado interpretado (otra condición es que los enunciados que describen los factores extralingüísticos relevantes también sean verdaderos). Pero que no se puedan considerar enunciados interpretativos no significa que no tengan cabida en esta teoría. Los mismos podrían ser considerados lo que Hernández Marín denomina “enunciados seminterpretativos”, y que son aquellos que “. describen el sentido de los enunciados jurídicos a los que se refieren, no completamente, como hacen o pretenden hacer los enunciados interpretativos, sino sólo parcialmente” (Hernández Marín 1999:120, resaltado en el original). De esta manera, podemos considerar que en la Teoría de la interpretación del Derecho los enunciados en los que describe el sentido literal de los enunciados jurídicos deben ser considerados “enunciados seminterpretativos”, ya que en ellos no se describe el sentido total del enunciado interpretado, sino una parte del mismo. Los enunciados interpretativos en los que se describe el sentido literal de un enunciado son (1) asertivos, pues en ellos se describe parcialmente el sentido de los enunciados interpretativos, (2)no jurídicos, pues de la misma manera que los enunciados interpretativos, no pueden ser considerados parte del Derecho; (3) metajurídicos, pues se refieren a enunciados jurídicos, que son entidades lingüísticas. ¿Cuál es la estructura de este tipo de enunciados? Los enunciados seminterpretativos del tipo que estamos analizando afirman que el sentido literal de un enunciado jurídico, al que llamaremos “enunciado seminterpretado”, es igual (o semejante) al sentido de otro enunciado denominado “enun142 El juez y la letra de la ley ciado seminterpretante”. ¿Con qué alcance debemos entender la noción “sentido” en su segunda aparición, esto es, cuando con ella se alude al enunciado seminterpretante? En este caso creemos que no existen inconvenientes para considerar que en los enunciados seminterpretativos se afirma que el sentido literal del enunciado seminterpretado es igual al sentido literal del enunciado seminterpretante. Las razones por las que Hernández Marín desecha esta posibilidad en relación con los enunciados interpretativos no son aplicables en este caso, pues en los enunciados seminterpretativos no se pretende describir el sentido total del enunciado seminterpretado y, en consecuencia, la alusión al sentido literal de los enunciados seminterpretantes no los haría inevitablemente falsos (cf. Hernández Marín 1999:49). Nada de lo dicho contradice lo expuesto en la Teoría de la interpretación del derecho de Hernández Marín, sino que constituye una expansión de su capacidad explicativa hacia otras actividades que, a pesar de que no podrían ser consideradas interpretativas en sentido estricto, se encuentran en estrecha conexión con ellas. Cabría preguntarse, no obstante, si no pueden existir enunciados seminterpretativos que pudieran constituir el fundamento de derecho para una decisión jurídica. Esto es, si no pueden existir situaciones en las que a un juez, para justificar la aplicación de un enunciado jurídico determinado, no le baste con la formulación de un enunciado seminterpretativo verdadero que describa el sentido literal del enunciado que supuestamente ha aplicado. Si aceptamos que los enunciados seminterpretativos que describen el sentido literal pueden agotar la actividad interpretativa requerida por la justificación de decisiones jurídicas en ciertas circunstancias, entonces deberíamos preguntarnos si merece la pena seguir excluyéndolos del ámbito de aplicación del término “interpretar”. Tras el examen de estas dos teorías de la interpretación jurídica, la de Guastini y la de Hernández Marín, podemos sos143 María Concepción Gimeno Presa tener que la interpretación literal está presente en ambas. Si tenemos en cuenta la definición que el autor italiano da de significado literal, como el significado prima facie, inmediato de un enunciado lingüístico, y, teniendo además en cuenta que para este autor el lenguaje es siempre vago y ambigüo, la conclusión a la que llegaremos es que ninguna expresión tiene un significado literal. Sin embargo, si partimos de otra definición de significado literal concibiéndolo como los significados que una expresión puede tener en virtud del sentido de sus términos y de la conexión que estos tienen en dicha expresión, al margen del contexto (definición por ejemplo de la que parte Hernández Marín y que pareciera aceptar el mismo Guastini25), nos encontraríamos con que en la doctrina de Guastini la interpretación literal no solo juega un rol primordial sino que es totalmente coincidente con la interpretación jurídica. Centrándonos ahora en la postura de Hernández Marín, tenemos, que dado el concepto del que parte para definir el sentido literal y teniendo en cuenta su teoría de la interpretación del derecho, está claro que interpretar este no es nunca interpretarlo literalmente. Sin embargo, consideramos que no es incompatible con la teoría de este autor sostener que en el proceso para determinar el sentido total de una expresión, la determinación del sentido literal juega un rol importante, por lo que si bien interpretar el derecho no es interpretarlo literalmente, para interpretar aquel se debe tener en cuenta, entre otros aspectos el sentido literal de la expresión. En este trabajo hemos examinado la relación que se puede establecer entre el juez y la letra de la ley, a través de la forma en la que se puede dar sentido a la llamada “interpretación literal” de las normas jurídicas. En la medida en la que se pueda defender la existencia de este tipo de interpretación –aunque con ella no se pueda agotar el alcance la labor interpretativa-, existe la posibilidad de afirmar que el juez se encuentra constreñido por la letra de la ley –al menos en aquellos casos que se pueden resolver apelando a su sentido literal. 25. Ver surpa nota 21. 144 El juez y la letra de la ley Bibliografía Aarnio, Aulis. 1991. Lo racional como razonable. Un tratado sobre la justificación jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales. Alston, William P. 1985. Filosofía del Lenguaje, 3ra. Ed., Madrid, Alianza. Bix, Brian, 1995. “Questions in Legal Interpretation”•, en Marmor, Andrei (ed.), Law and Interpretation. Essays in Legal Philosophy, Oxford, Clarendon Press, pp. 137-153. Brink, David O. 1988. “Legal Theory, Legal Interpretation, and Judicial Review”, Philosophy and Public Affairs, 17, 105 y ss. ------------.1992. “Sull´interpretazione giuridica”, Analisi e Diritto, 1992, 1-30. 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Cada argumento ha desplegado una eficacia distinta sobre el ordenamiento jurídico y ello en momentos históricos muy dispares. Si el argumento de la injusticia presenta una eficacia reductora del ordenamiento jurídico (nos dice qué normas no son jurídicas, a pesar de ser positivas); el argumento de los principios presenta, en 1. Este trabajo se inscribe en el Proyecto de Investigación “Los nuevos dominios de la teoría de la argumentación jurídica: legislación, prueba y teoría del Derecho” (PII1I09-0173-2296). 147 Alfonso García Figueroa cambio, una eficacia expansiva sobre el ordenamiento jurídico (nos dice qué normas principiales son jurídicas además de las reglas positivas). Si el argumento de la injusticia es invocado en casos de extrema gravedad como los derivados de guerras, genocidios o regímenes totalitarios; el argumento de los principios se muestra con todo su vigor en situaciones de normalidad democrática. Por todo ello, el argumento de la injusticia se orienta a garantizar un umbral de corrección mínima en el ordenamiento, mientras que el argumento de los principios indica un horizonte ideal a cuya aproximación óptima queda vinculado el Derecho. Hace cinco años tuve la fortuna de presentar en esta misma Facultad de Derecho de León algunas ideas sobre el argumento de la injusticia (GF 2004). A continuación desearía hablar del argumento de los principios tal y como hoy en día cabe reinterpretarlo a la luz la teoría del neoconstitucionalismo. Hablar del otro gran argumento del siglo XX contra el positivismo jurídico y examinar su posible virtualidad en el siglo XXI dentro del paradigma jurídico del neoconstitucionalismo quizá sirva para completar lo que dije entonces y para justificar así mi segunda intervención en este seminario más allá de la generosidad (rayana en la prodigalidad) que el profesor García Amado exhibe con su reiterada invitación, tan de agradecer. Desde una perspectiva histórica, la consolidación y expansión de la democracia constitucional ha reforzado la vigencia del argumento de los principios en la teoría del Derecho y lo ha hecho dentro de un marco teórico más amplio denominado genéricamente neoconstitucionalismo. En este sentido, el neoconstitucionalismo presenta un aspecto epigónico con respecto al argumento de los principios frente al positivismo jurídico. Y digo epigónico porque el contexto de la discusión en torno a los principios y su virtualidad contra el positivismo jurídico se ha transformado en dos aspectos trivialmente relevantes. Por un lado, ya no se discute del mismo modo sobre la dicotomía reglas/principios y, de otro, ya no se discute del mismo modo sobre el positivismo jurídico. La discusión sobre la dicotomía reglas/principios se ha desplazado más bien hacia 148 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos la polémica en torno a la distinción entre normas inderrotables y derrotables. Por otra parte, la discusión sobre la plausibilidad del positivismo jurídico conceptual kelseniano y hartiano se ha deslizado hacia una deriva “compatibilista” (Shiner 1992: cap. 12), hacia la búsqueda de su más adecuada calificación como débil o fuerte, exclusivo o inclusivo, normativo o conceptual, etc. (e.g. Escudero 2004, Rivas 2007). A continuación desearía defender que la derrotabilidad es una propiedad disposicional propia de todas las normas jurídicas de un Estado constitucional (las llamadas reglas inclusive) que tiene su fundamento en las bases éticas del razonamiento jurídico. Esto significa que presupondré una visión antipositivista del Derecho, cuya justificación no abordaré con detenimiento ahora2. 2. Neoconstitucionalismo: una ventana constitucional abierta en el muro formalista Quizá una forma de hacer honor al planteamiento tendencialmente pragmatista que vengo defendiendo implícitamente consista precisamente en atender a un caso parcialmente real y articular en torno a él de forma necesariamente fragmentaria e imprecisa algunos de los argumentos que voy a emplear aquí. El caso, que ya he tomado prestado en alguna otra ocasión (GF 2007) de Luis Prieto (1998: 63 ss.) (quien a su vez lo había recibido del civilista Ángel Carrasco -1996), es muy expresivo en su simplicidad y aquí será invocado muy libremente. Como se verá, de lo que se trata es de comprobar si es posible abrir una ventana a la moral en el Derecho del Estado constitucional. Supongamos que deseo abrir una ventana en mi casa. La finca contigua se encuentra cerca, así que antes de abrir una ventana debo por lo menos considerar lo que me dice el art. 582 del Código civil español en su primer inciso: No se puede abrir ventanas con vistas rectas, ni balcones u otros voladizos semejantes, sobre la finca del vecino, si no 2. Procuro hacerlo en GF 2009 149 Alfonso García Figueroa hay dos metros de distancia entre la pared en que se construyan y dicha propiedad… En principio la aplicación de esta norma parece sencilla. El art. 582 C.c. expresa lo que suele conocerse como una regla por su estructura binaria, que divide el universo de casos en dos: más de dos metros de distancia permitido, menos de dos metros prohibido. La aplicación formalista se atrinchera en esa norma y posibilita no entrar a considerar otras razones para resolver el caso. El formalismo se revela así tendencialmente atomista en su visión del Derecho (considera las disposiciones jurídicas aisladamente) y mecanicista en la interpretación (el juez debe limitarse a subsumir el hecho en la norma jurídica correspondiente). Es decir: da mihi factum (la distancia de la finca contigua), dabo tibi jus (prohibición o permisión de abrir una ventana). El Tribunal Supremo en su Sentencia 959/1995 de 7 de noviembre en cierto modo se acoge a esta posición formalista: Si el caso concreto halla pleno y claro encaje en el supuesto normativo, por más que resulten penosas las consecuencias del restablecimiento de la situación jurídica lesionada, no hay otra alternativa que la del respeto riguroso de la norma en cuestión, y, ninguna duda deja al respecto la aplicación al caso del art. 582 del Código civil. (FJ 6º). Por usar una imagen de Aarnio (1997: 17), las reglas nos guían como los carriles de un tren: o los seguimos fielmente o descarrilamos. Mas supongamos que la ventana que pretendo abrir se halla a 1,98 metros de la finca vecina y que es la única que permite ventilar y dar luz suficiente a los niños enfermos hacinados en ella y supongamos que tal apertura de la ventana apenas provocara en este caso perjuicio alguno al propietario de la finca contigua. Según el art. 582 C.c., parece claro que ni siquiera en este caso cabe abrir una ventana sobre la finca vecina. ¿Pero existe ante un caso como éste alguna alternativa al “respeto riguroso de la norma en cuestión” que no sea incumplir el Derecho, descarrilar? 150 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos Creo que debe haber necesariamente alguna alternativa o al menos debe haber, con independencia de la solución que adoptemos, la posibilidad de interrogarse sobre otras alternativas. La mera posibilidad de poder plantear esta cuestión debería ser un rasgo propio del Derecho en un Estado constitucional y ello al menos si nos tomamos en serio lo que significa regirnos por el Derecho bajo un Estado constitucional. El Estado constitucional suele estar comprometido con valores como “la igualdad, la justicia, la libertad y el pluralismo político” (art. 1.1 de la Constitución española) y eso debería significar algo. Creo que al menos debería significar que debemos reservarnos la posibilidad de cuestionar (revisar, e incluso derrotar) ciertas normas y ciertas decisiones sin por ello salir del Derecho, sin quedarnos fuera del Derecho. Quien no acepte ni siquiera esta posibilidad (posibilidad que debemos considerar con carácter previo a la resolución de cualquier caso, aunque sólo sea para calificarlo como rutinario y susceptible de aplicación subsuntiva) y quien confíe por tanto en que las normas jurídicas pueden excluir totalmente la deliberación práctica está haciendo algo simplemente contrario a la razón práctica. Como aquí se asumirá la inescindible vinculación del Derecho a la razón práctica, hay que concluir que es precisamente quien niegue la posibilidad de argumentar más allá del art. 582 C.c. atomísticamente considerado, quien está saliendo del Derecho. Si este último enunciado suena paradójico, entonces con toda probabilidad se esté presumiendo un concepto de Derecho positivista, sometido a numerosas dificultades, especialmente cuando lo contrastamos con las particularidades del Estado constitucional. En realidad, la notable atención prestada en las últimas décadas a la teoría de la argumentación jurídica (una teoría de la justificación racional de las decisiones judiciales) es coherente con el desarrollo del Estado constitucional. Bajo un Estado constitucional la posibilidad de optimizar la justicia de las decisiones judiciales debe quedar abierta. Cuando se excluye esta posibilidad, abandonamos la dimension justificato151 Alfonso García Figueroa ria del Derecho, lo cual resulta ciertamente delicado. Valdría en este caso una aplicación analógica del argumento de la pregunta abierta de Moore (2002: 38 ss.). Si alguien afirmara que el caso de la ventana queda justificado jurídicamente por la aplicación del art. 582 C.c. sin más atención a ninguna otra norma aunque contraviniera los principios de justicia más elementales, cabría preguntar: ¿pero de verdad está justificada tal decisión? El neoconstitucionalismo en este punto pretende tomarse la Constitución en serio y eso significa que no podemos aplicar el art. 582 C.c como una regla porque no podemos aplicar el Derecho aisladamente, fragmentariamente. Parece razonable que en la resolución del caso de la ventana fuera posible invocar el primer inciso del art. 47 de la Constitución española que dice así: Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos. Con ello, superamos el atomismo formalista que fragmenta el discurso jurídico y que desatiende la relación que existe entre las diversas normas. En principio, ésta es una objeción para un formalista, pero no para un positivista. Existen neoconstitucionalistas positivistas que reconocen las particularidades del Derecho en el Estado constitucional (no fragmentan el discurso jurídico como hace el formalista que no atiende al dictado de la Constitución a la hora de aplicar el art. 582 C.c.), pero al mismo tiempo mantienen que ello no afecta en absoluto a la tesis de la separación entre Derecho y moral (sí fragmentan, por tanto, el discurso práctico general). En efecto, podemos resolver el caso sin salir del Derecho positivo. El art. 47 Const. (por cierto, un principio, por su carácter general, 152 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos vago, abierto, indeterminado) constituye una excepción a la regla del 582 C.c. y podríamos reformular la norma completa resultante (que podemos llamar N1) del siguiente modo: N1: No se puede abrir ventanas con vistas rectas, ni balcones u otros voladizos semejantes, sobre la finca del vecino, si no hay dos metros de distancia entre la pared en que se construyan y dicha propiedad, salvo cuando ello vulnere el derecho a disfrutar de una vivienda digna. El principio del art. 47 Const. se presenta como una excepción a la regla del art. 582 C.c. lo cual nos permite apartarnos del formalismo recién indicado. Aparentemente podemos ser neoconstitucionalistas (dar una cobertura conceptual y normativa en nuestra teoría del Derecho a las particularidades de los sistemas jurídicos de los Estados constitucionales) sin renunciar a las tesis fundamentales del positivismo jurídico (es lo que propone cierto positivismo inclusivo, débil, corregido, también el positivismo crítico de Luigi Ferrajoli). Aquí se considera esta posición muy inestable, en el sentido de que su concepción neoconstitucionalista de los derechos no se refleja en una concepción plenamente neoconstitucionalista del Derecho (Iglesias 2005 y GF 2005; réplica en Ferrajoli 2006: cap. 2; dúplica en GF 2009). Del mismo modo que no puedo fragmentar el discurso jurídico aislando el art. 582 C.c. del art. 47 Const. a causa del llamado efecto de irradiación de las normas constitucionales sobre el resto del ordenamiento, creo que tampoco podemos fragmentar el discurso justificatorio afirmando que una decisión está jurídicamente justificada pero no lo está en absoluto moralmente. El neoconstitucionalista reconoce que no podemos fragmentar el ordenamiento jurídico por la fuerza irradiante de la Constitución, pero aquí los caminos del neoconstitucionalismo se bifurcan. Como hemos visto, podemos distinguir un neoconstitucionalismo débil como el de Ferrajoli o Luis Prieto en España (Prieto 1997; 1998), que no fragmenta el ordenamiento jurídico constitucional, pero sí fragmenta el discurso 153 Alfonso García Figueroa práctico general y un neoconstitucionalismo fuerte que reconoce la imbricación sucesiva del art. 582 C.c. y el art. 47 Const. con la razón práctica al estilo antipositivista de Alexy, Dworkin o Nino. Aquí se sostendrá algo dogmáticamente que sólo esta versión del neoconstitucionalismo se halla en disposición de explicar adecuadamente el discurso jurídico involucrado en la aplicación de principios jusfundamentales en un Estado constitucional. 2.1 Un primer reparo a la dicotomía regla/principio A la luz del caso de la ventana, ¿En qué queda la distinción entre principios y reglas implícita en el argumento de los principios? ¿Qué sentido tiene la distinción entre normas derrotables e inderrotables? Si el art. 582 C.c. es una regla y el art. 47 Const. es un principio, entonces ¿qué es la norma completa N1? Hace ya algunos años Juan Carlos Bayón (1991: 361 s.) nos advertía del efecto de caballo de Troya que esta interacción entre reglas y principios ocasiona y que destruye el carácter de regla de las normas. El itinerario de esta, por así decir, “desregulación” (y esto con muchas comillas) del art. 582 C.c. sería el siguiente: Si el art. 47 Const. no es una regla, sino un principio que contiene el sintagma “vivienda digna”, entonces no podemos conocer el contenido del art. 47 Const. sin desarrollar una argumentación moral en torno a lo que significa “dignidad” en “vivienda digna”. Pero si no podemos argumentar jurídicamente sin hacerlo moralmente con el art. 47 y el art. 47 condiciona la aplicación del art. 582 C.c., entonces la más elemental transitividad, nos lleva a concluir que no es posible argumentar con el art. 582 C.c. sin argumentar moralmente. Se hallan implicadas, pues, dos tesis conexas muy relevantes aquí: la tesis de la eficacia irradiante, la Ausstrahlungswirkung de la que nos habla el Tribunal Constitucional Federal de Alemania, según la cual todas las normas del ordenamiento (entre ellas el art. 582 C.c.) se hallan irradiadas o impregnadas en su contenido por las normas constitucionales (entre ellas el art. 47 Const.) y la tesis del caso especial (la 154 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos alexiana Sonderfallthese), según la cual argumentar jurídicamente es siempre argumentar moralmente con ciertos límites institucionales (v.gr. Alexy 1999), lo cual presupone asumir la unidad o no fragmentación del discurso práctico (Nino 1994: 64). Es decir, a causa del efecto de irradiación, no podemos aplicar atomísticamente el art. 582 C.c. sin tener en cuenta la incidencia del art. 47 Const. que puede excepcionar su aplicación, pero a su vez argumentar con el art. 47 Const., que incorpora la referencia al derecho a una vivienda digna, nos sumerge plenamente en el discurso moral, porque no puedo saber qué sea la dignidad de una vivienda sin atender a consideraciones morales; porque la dignidad es, por usar una expresión de Dworkin, “una criatura de la moralidad” (Dworkin 1984b: 256). 3. Principios y derrotabilidad Creo que este planteamiento demuestra que la distinción severa entre reglas y principios es improcedente y distorsiona la realidad del Derecho bajo un Estado constitucional. Pero para fundar esta afirmación es necesario explicar además qué cabe entender por “principio” más precisamente. ¿Qué son los principios? Aunque esto no habrá de ser pacífico, cabe pensar que cuando decimos de una norma que es un principio, estamos diciendo que esa norma es derrotable. Se suele afirmar que una norma es derrotable, superable, revisable, cuando el conjunto de las excepciones a su aplicación no pueden ser determinadas exhaustivamente ex ante. 3.1 Derrotabilidad teórica En nuestra vida hacemos un uso cotidiano de enunciados derrotables, aludimos a lo que suele suceder, a lo normal; formulamos ciertos juicios por defecto. El ejemplo clásico es “Todas las aves vuelan”. Utilizamos este tipo de enunciados conscientes de que podríamos intentar incorporar las excepciones para mantener la validez del enunciado “Todas las aves 155 Alfonso García Figueroa vuelan menos el canario herido del vecino del cuarto, menos el pingüino del zoo…”, pero no podemos establecer un elenco de excepciones, exhaustivo y ex ante (es decir, no podemos fijar un enunciado estable y definitivo). Esta circunstancia lleva a este tipo de enunciados a no cumplir con la ley del refuerzo del antecedente. Es posible que la adición de nuevos enunciados al antecedente invalide el consecuente, lo cual crea inestabilidad; abre la posibilidad de que el enunciado sea revisable. Aún en otras palabras, el razonamiento con este tipo de enunciados se torna no monotónico. Un ejemplo de Robert Brandom (2001: 88) nos muestra la “jerarquía oscilante” propia de un razonamiento no monotónico: 1. Si raspo una cerilla seca y bien hecha, entonces se encenderá. (p → q) 2. Si p y la cerilla se encuentra bajo un campo electromagnético, entonces no se encenderá. (p & r → ¬q) 3. Si p y r y la cerilla se encuentra en una jaula de Faraday, entonces se encenderá. (p & r & s → q) 4. Si p y r y s y se extrae el oxígeno, entonces no se encenderá (p & r & s & t →¬q). Cabría plantearse entonces si podríamos añadir nuevos elementos al antecedente con el fin de clausurarlo y eliminar así la inestabilidad del enunciado. ¿Podríamos construir realmente un antecedente formado por todo el conjunto de casos relevantes para la ignición de una cerilla y cancelar así la revisabilidad de nuestro enunciado sobre las cerillas? Ciertamente parece difícil y en todo caso nuestro conocimiento no parece basarse en enunciados así de exhaustivos, de ahí que desatender el fenómeno de la derrotabilidad pueda ocasionar problemas. Incluso cuando razonamos con enunciados teóricos como el de la cerilla, nuestros enunciados sobre cómo es el mundo parecen presididos por generalizaciones mantenidas pragmáticamente por la asunción de su derrotabilidad, de su revisabilidad, de su falsabilidad, por decirlo popperianamente. 156 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos Esto explica, por poner un par de ejemplos, que Stephen Jay Gould se muestre entre escéptico y divertido ante el hecho de que invariablemente surja en los congresos de historia natural algún experto que trate de invalidar las tesis ajenas aludiendo a “un ratón de Michigan con el que eso no ocurre” (Gould 2007: 60) o que, con ese mismo espíritu, Félix Ovejero (2002: 152) y con él Santiago Sastre (2006: 189) tilden esa estrategia argumentativa de “bongobongoísta”, entendiendo por bongobongoísmo la análoga práctica de evocar un caso marginal para desautorizar una tesis antropológica razonable, el caso marginal de la tribu de los bongo-bongo, donde la tesis antropológica que sea no se verifica. Formulamos generalizaciones revisables y no podemos hacer otra cosa, pero eso supone admitir que ninguna generalización es invulnerable. 3.2 Derrotabilidad práctica Estas reflexiones pueden trasladarse con sus matices al ámbito práctico. Parece que por más que procuremos añadir al art. 582 C.c. en conexión con el art. 47 Const. (i.e. a la norma N1) nuevos enunciados que fueran alterando la polaridad del consecuente, no sería posible determinar de una vez para siempre el conjunto de excepciones exhaustivamente. ¿Pero por qué no es posible desarrollar un “antecedente total” (como lo llama Giovanni Sartor -1995: 120) que incorporara todas las posibles y previsibles excepciones al antecedente de modo que idealmente pudiéramos convertir cualquier norma en una regla inderrotable y estable (quizá esa regla completa unificada en torno a una sanción imaginada y nunca ejemplificada por Kelsen)? Existen diversas razones de carácter teórico y práctico, pero antes desearía indicar un grave problema al que nos aboca la constatación de la derrotabilidad de las normas y que no puede ser obviado. Se trata del riesgo de nihilismo normativo al que nos puede llevar reconocer la derrotabilidad de las normas. 157 Alfonso García Figueroa 3.2.1 Inconvenientes para reconocer la derrotabilidad de nuestras normas: el riesgo de nihilismo normativo kripkeano En el mundo de las normas, el rechazo de estrategias como la del ratón de Michigan o la del bongobongoísmo supone asumir que las normas son derrotables porque su contenido debe ser (por razones teóricas y prácticas que veremos a continuación) revisable, sensible a los nuevos casos. Sin embargo, ello supone a su vez asumir que su contenido puede depender de las particularidades (infinitas e imprevisibles) de los casos en que la norma sea aplicable. Ello puede presentar algún problema si no queremos caer en el realismo jurídico extremo. Y ello porque, si se asume la llamada “relación interna” de las reglas con los casos de su aplicación, tal y como la célebre (y tan cuestionada) interpretación kripkeana del problema wittgensteiniano del seguimiento de reglas promueve (Kripke 2006: 70 ss.), entonces corremos el riesgo de caer en un fuerte escepticismo ante las reglas y ante un cierto nihilismo regulativo (vid. Narváez 2004: cap. III)3 . Recordemos lo que dice Wittgenstein (1954: 203) en el § 201 de sus Investigaciones filosóficas: Nuestra paradoja era4 ésta: una regla no podía determinar ningún curso de acción porque todo curso de acción puede hacerse concordar con la regla. La respuesta era: si todo puede hacerse concordar con la regla, entonces también puede hacerse discordar. De donde no habría ni concordancia ni desacuerdo. Las consideraciones en torno al empleo de juicios derrotables adquieren así una especial relevancia en el ámbito práctico, donde las consecuencias de no asumir la derrotabilidad de nuestros juicios resultan especialmente insostenibles, pero al mismo tiempo pueden llevarnos hacia el devastador nihilismo realista de la disolución del universo práctico. 3. Y que, por lo demás, suele resultarnos psicológicamente perturbador. No es de extrañar, por ejemplo, el éxito de obras como El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable, un desenfadado ensayo de Nassim Nicholas Taleb (2008), o de los análisis “líquidos” de la realidad actual por parte de Zygmunt Baumann (2007). 4. Se refiere al ejemplo citado en Wittgenstein 1954: §185 (p. 187) cuando un alumno prosigue la serie 2, 4, 6, 8, 10 (…) 996, 998, 1000 con 1004, 1008, 1010 y nos dice que él pensó que la regla no era tan sólo sumar dos al número anterior, sino luego sumar 4 a partir de 1000, 6 a partir de 2000 y así sucesivamente. 158 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos 3.2.2 Razones teóricas para la derrotabilidad: imprevisibilidad Me parece que en este contexto la imprevisibilidad se nos revela como un problema central e insubsanable que aqueja particularmente a las ciencias sociales y desde luego muy especialmente a las ciencias que se ocupan de objetos culturales con una dimensión práctica como el Derecho o la moral, que pretenden guiar conductas futuras. Por poner sólo uno de los ejemplos de ineludible imprevisibilidad, me gustaría referirme a lo que Popper denominó “innovación conceptual radical” y que él ilustra en un fragmento que tomo de MacIntyre (MacIntyre 2004: 122): En cierta ocasión, en la Edad de Piedra, usted y yo estamos discutiendo sobre el futuro y yo predigo que dentro de los próximos diez años alguien inventará la rueda. “¿Rueda?”, pregunta usted. “¿Qué es eso?” Entonces yo le describo la rueda, encontrando palabras, sin duda con dificultad, puesto que es la primerísima vez que se dice lo que serán un aro, los radios, un cubo y quizá un eje. Entonces hago una pausa, pasmado: “Nadie inventará la rueda, porque acabo de inventarla yo”. En otras palabras, la invención de la rueda no puede ser predicha. Una parte necesaria para predecir esa invención es decir lo que es una rueda. La posibilidad de innovaciones conceptuales radicales ilustra simplemente un fenómeno más amplio: la intrínseca imprevisibilidad a la que nos hallamos sometidos y ello especialmente cuando formulamos juicios prácticos. Si, por ejemplo, queremos saber lo que en el futuro será considerado una vivienda digna (que nos permita aplicar razonablemente el art. 582 C.c. en última instancia), entonces (y asumiendo una metaética constructivista discursiva) nos hallaremos al menos ante dos problemas que son insubsanablemente imprevisibles: quién decide qué sea una vivienda digna y qué constelación de propiedades confluirán en los imprevisibles casos futuros. 159 Alfonso García Figueroa 3.2.2.1 La imprevisibilidad de los participantes en el discurso. Constructivismo ético discursivo Comencemos con el quién. Si asumimos la ética del discurso como una ética aceptable (algo así como la fisiología de las criaturas de la moralidad que son nuestros derechos), entonces la pregunta sobre quién decide cómo son nuestros derechos (por ejemplo, el derecho a una vivienda digna) es importante, puesto que una teoría ética discursiva atiende a ciertas particularidades de los participantes en el discurso cuando se resuelve una cuestión como por ejemplo qué sea una vivienda digna. Frente a los planteamientos del realismo moral, el constructivismo ético considera que la moral no es algo que esté ahí fuera, sino algo que construimos de acuerdo con un procedimiento racional y que los teóricos descendientes de Kant consideran que se construye discursiva y no monológicamente (v.gr. Rawls 1980). En tal caso, nuestros juicios morales dependen en alguna medida de una contingencia imprevisible: las particulares concepciones del mundo de los futuros participantes en el discurso moral. 3.2.2.2 La imprevisibilidad del conjunto de propiedades relevantes en la configuración de los casos: particularismo práctico. La pregunta sobre qué casos puedan presentarse también es importante, como subrayaría con especial énfasis el particularismo ético de Jonathan Dancy. El principio del holismo de las razones afirma que la polaridad de una razón sólo puede determinarse en el caso porque tal polaridad depende de la interacción de las diversas razones relevantes en el caso concreto y no podemos conocer qué constelación de razones se formarán en el futuro. Para ilustrar esta cuestión, me parece especialmente expresivo un ejemplo de Jonathan Dancy (2004: 15 s.), quien nos habla de un restaurante neoyorquino que no sabemos si recomendar o no. Un amigo nos dice que la comida es horrible y esto no nos gusta. Otro nos dice que las porciones son minúsculas y esto tampoco nos gusta. Tomadas aisladamente, ambas son razones para desaconsejar el 160 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos restaurante. Ciertamente, las porciones pequeñas de nouvelle cuisine pueden ser una razón para no ir a un restaurante y la mala comida es también una razón para no ir a un restaurante, pero bien pensado, si la comida es mala, entonces parece bueno que se sirva en porciones pequeñas. Las porciones pequeñas han cambiado de polaridad y comienzan a ser una buena razón para ir a cenar con los amigos especialmente si a esa razón se unen otras consideraciones. Por ejemplo: que comer menos nos permitirá disfrutar del bello panorama de la terraza, de la amabilidad de los camareros o de la música ambiental. En suma, no podemos prever ni quién decidirá (i.e. no podemos prever cómo serán nuestros participantes en el discurso) ni sobre qué se deberá decidir (qué constelación de rasgos relevantes configurarán el caso). Esto significa que la imprevisibilidad de los futuros casos plantea un desafío a la propia posibilidad de emplear normas generales incluso prima facie (lo que los particularistas denominan “generalismo rossiano”). Yo creo que la consideración como normas derrotables tanto de las normas constitucionales como de las normas infraconstitucionales por el efecto de irradiación permite resolver razonablemente el problema de la imprevisibilidad del futuro sin caer en un particularismo escéptico ante toda norma general y las razones prácticas para la derrotabilidad sirven para explicar por qué. 3.2.3 Razones prácticas para la derrotabilidad La derrotabilidad responde a una exigencia de la razón práctica, porque nuestros juicios prácticos deben ser revisables para poder enfrentarnos satisfactoriamente a las particularidades de casos que no podemos prever. Sería irracional que canceláramos la posibilidad de deliberar y revisar nuestras normas ante la emergencia de casos imprevisibles y la razón práctica no puede ser irracional. Ello podría provocarnos una cierta sensación de desamparo si atendemos al riesgo de nihilismo kripkeano indicado más arriba, pues no podríamos conocer el contenido de las normas. Sin embargo, la razón prác161 Alfonso García Figueroa tica no sólo sirve para fundar la derrotabilidad de las normas; también es el instrumento para administrar la derrotabilidad. Desde este punto de vista, sólo considerando las normas (y eso incluye las jurídicas) como normas sometidas a la razón práctica general, las normas son inteligibles (existen y podemos conocer su contenido) y su aplicación puede mantenerse bajo control. Esto explica la profunda contradicción del neoconstitucionalismo aferrado al positivismo de autores como Luigi Ferrajoli o Luis Prieto: admiten la trascendencia de nuestros derechos fundamentales en el discurso jurídico, para luego privarles de la inteligibilidad que sólo pueden adquirir mediante su inscripción en el discurso práctico general. Sin embargo, parece razonable pensar que, en la medida en que el riesgo de nihilismo normativo kripkeano afecte a las normas jurídicas, ese riesgo debería cernirse fatalmente sobre las normas de la razón práctica que presuntamente deberían excluir ese riesgo de las normas jurídicas. Una salida plausible se halla en la asunción de una ética constructivista en los términos antes indicados. Si la razón práctica se concibe en términos constructivistas y discursivos, entonces es el mero seguimiento del procedimiento discursivo por parte de participantes ideales o reales en el discurso lo que garantiza la justicia del resultado. La relación interna entre el resultado del procedimiento discursivo y la corrección de ese resultado (justicia procedimental pura5) excluye una deriva nihilista o escéptica kripkeana. Desde este punto de vista, la derrotabilidad de las normas es una exigencia de la razón práctica, pero al mismo tiempo es un mecanismo administrado y mantenido bajo control por la razón práctica. 5. J. Rawls (1967: 148 s.) nos ofrece tres conocidos ejemplos correspondientes a los tres tipos de justicia procedimental: perfecta, imperfecta y pura. La justicia procedimental perfecta se ilustra con el conocido ejemplo de repartir una tarta. Si establecemos como procedimiento de reparto que quien divide la tarta es el último en elegir, entonces garantizaremos que el reparto se ajustará al criterio previo e independiente del resultado del procedimiento de que las porciones sean lo más semejantes posibles. El procedimiento que rige un juicio penal es un ejemplo de justicia procedimental imperfecta. El procedimiento tiende a alcanzar el resultado de absolver al inocente y castigar al culpable, pero ello no siempre es así. Finalmente, los juegos de azar o las apuestas son ejemplos de justicia procedimental pura porque no existe ningún criterio externo al definido por el procedimiento que evalúe el resultado como correcto o incorrecto. Decir que algo es correcto equivale a decir que es producto del procedimiento. 162 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos 3.3 Una concepción disposicional de la derrotabilidad Con este esquema en mente es posible comenzar a dar respuesta a algunas inquietudes muy extendidas. Por ejemplo, ¿existen normas inderrotables? Mi respuesta es no. Quizá fuera posible buscar algún ejemplo extremísimo de norma inderrotable. Por ejemplo, el “caso especial” al que se refiere Brad Hooker (2000: 5) de la norma que rechazara cualquier acto que eliminara para siempre toda consciencia del universo (salvo, pues incluso esta regla tendría sus excepciones, cuando sea el único medio de impedir una eternidad de miseria universal). Sin embargo, me parece que las normas de un sistema jurídico constitucionalizado son necesariamente derrotables. Mucha de la confusión a este respecto (en que yo mismo he incurrido en algún escrito anterior) tiene que ver con la incomprensión de la dimensión disposicional de la derrotabilidad. Que una propiedad disposicional (y la derrotabilidad lo es) no se manifieste o que excluyamos de algún modo su manifestación no significa que tal propiedad no exista. Debo detenerme algún minuto para recordar brevemente qué sea una propiedad disposicional por oposición a una propiedad categórica. El ejemplo clásico de propiedad disposicional es la solubilidad en agua de, por ejemplo, la sal. Rudolf Carnap en un artículo de los años 1936 y 1937, “Testability and Meaning” (Carnap 1936: 440) representaba así la estructura lógica de una disposición: D ↔ (C → M) Donde “D” significa disposición, “C” significa condición de manifestación y “M” significa manifestación de la disposición. Es decir: la sal tiene la propiedad disposicional de la solubilidad si y sólo si, en el caso de que se sumerja en agua, entonces la sal se disuelve. A estos elementos cabría añadir la base de la disposición. La base es la causa que explica la disposición. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, la base de la solubilidad consiste en la estructura química de la sal. 163 Alfonso García Figueroa Si trasladamos este esquema a la derrotabilidad, entonces cabría afirmar que una norma es derrotable (D) si y sólo si, en caso de entrar en conflicto con una norma de mayor peso (C), entonces es derrotada (M). La base de la derrotabilidad consiste en la vinculación de las normas a la razón práctica. Creo que este esquema nos permite resolver dos juicios que creo no son acertados. 3.3.1 ¿Existen normas inderrotables? El caso de la dignidad humana El primero consiste en la creencia de que sí existen normas inderrotables (reglas). Existe un caso de inderrotabilidad que suele invocarse en la dogmática alemana, donde no sólo no se cuestiona la inderrotabilidad del art. 1.1. GG, sino que es un tabú siquiera plantear tal posibilidad (Teifke 2005: 142, nota 1). El art. 1 de la Grundgesetz afirma en su primer inciso que la dignidad humana es inviolable (“Die Würde des Menschen ist unantastbar. Sie zu achten und zu schützen ist Verpflichtung aller staatlichen Gewalt“). Desde mi punto de vista, el hecho de que cancelemos la manifestación de una disposición no implica la cancelación de la disposición. Por ejemplo, nadie diría que la sal ha dejado de ser soluble por haberla introducido en una cámara acorazada absolutamente impermeable. Creo que nadie negaría que la propiedad disposicional sobrevive a tales contingencias. La sal conserva la base (química) que causa su solubilidad incluso confinada en la cámara acorazada. Análogamente, introducir una norma en una caja fuerte o cámara acorazada como la Constitución no excluye su naturaleza disposicional íntimamente vinculada a la base de la disposición que conocemos como derrotabilidad. Esa base consiste en su carácter ético. El resultado final puede sonar paradójico, pero lo inmoral no es aceptar la derrotabilidad de normas como la del artículo 1.1 de la Grundgesetz. Lo realmente inmoral, en cuanto contrario a la razón práctica, consistiría en no permitir esa revisión cuando fuera necesaria (y no podemos prever cómo lo será). Es una exigencia de la razón práctica que podamos 164 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos enfrentarnos racionalmente a nuevos casos que no podemos prever. A esta conclusión debe conducirnos necesariamente una ética constructivista de corte discursivo. Aparentemente, sólo si incurrimos en alguna forma de jusnaturalismo o de realismo moral que confíe en la existencia hechos morales en la naturaleza, podremos rechazar esta conclusión. 3.3.2. Paradojas principialistas Este orden de consideraciones nos permite abordar una revisión de la propia polémica acerca de la distinción entre reglas y principios. Los críticos de la distinción entre principios y reglas se han concentrado en subrayar los problemas de los principios como categoría autónoma. Sin embargo, no parece una buena estrategia para atacar esa dicotomía. Como acabamos de ver, la noción problemática de la dicotomía reglas/ principios no es la noción de principio, sino la noción de regla (como norma inderrotable) implícita en la configuración por contraste de los principios. Lo cuestionable no es la derrotabilidad de las normas, sino la posibilidad de su inderrotabilidad. Esto lleva a dos paradojas y una confusión en que incurren muy habitualmente algunos defensores de la distinción entre reglas y principios. En lo que sigue me referiré genéricamente a estos autores como “principialistas”. 3.3.2.1 Primera paradoja: principialistas esclavos de reglas. El caso Noara La primera paradoja que debería resolver el principialista consiste en que con el fin de reafirmar por contraste un concepto más fuerte de principio, el principialista configura las reglas de modo que ni un formalista acérrimo admitiría. Quizá un caso reciente ilustre esta afirmación más claramente. Hace unos meses, en Sevilla, una niña gravemente enferma, Noara, necesitaba con urgencia un transplante de hígado. Como este tipo de transplantes sólo requieren parte del hígado del donante, es posible extraerla de un donante vivo. Felizmente, la persona idónea para donar parte de su propio hígado era la propia madre de Noara. Sin embargo, existía 165 Alfonso García Figueroa un impedimento legal: La madre era menor de edad. Como, entre otras normas, el art. 4 de la Ley 30/1979 de 27 de octubre sobre extracción y trasplantes de órganos dispone como condición aparentemente inderrotable en estos casos que el donante vivo sea mayor de edad; en principio no era posible que Noara recibiera la donación de su propia madre, también menor. A través de un argumento analógico de poco interés para nosotros, la juez decide entonces en un Auto6 que, a pesar de todo, procede la donación, una vez explorada la madre de Noara, pero lo que interesa aquí subrayar es el carácter claramente derrotable que presenta la norma presuntamente inderrotable que prohíbe la donación entre vivos cuando el donante no es mayor de edad. Este caso pone de relieve dos aspectos que son clave para comprender la justificación de la derrotabilidad de las normas jurídicas: su dimensión constitucional y ética (la solución al caso apenas razonada es en este caso expresiva de su evidencia y de que es la razón práctica y no las técnicas dogmáticas las que aconsejan la solución al caso) y la imprevisibilidad de los hechos (o su imprevisión, claramente imputable al legislador), especialmente desde la perspectiva de su configuración en los términos del particularismo ético y jurídico. 3.3.2.2 Segunda paradoja: reglas y principios, una dicotomía autofrustrada La segunda paradoja consiste en que la dicotomía regla/ principio surgió para dotar de una cobertura conceptual a ciertas peculiaridades del Derecho bajo el Estado constitucional, pero es precisamente el Derecho constitucionalizado el que nos revela la inidoneidad de una distinción fuerte entre reglas y principios como muestra nuestro ejemplo de la ventana. ¿Para qué queremos pues una distinción fuerte entre reglas y principios si no sirve a sus propios propósitos?7 6. Vid. Auto 785/07 de 18 de octubre de 2007 del Juzgado de Primera Instancia de Sevilla núm. 17. 7. Por cierto, mi escepticismo frente a la distinción regla/principio, correlativo con el escepticismo frente a la distinción entre subsunción y ponderación, me sitúa muy cerca de nuestro anfitrión, el profesor García Amado, en amplios tramos de sus razonamientos (García Amado 2007: 316 ss.), si bien mi interpretación antipositivista de la derrotabilidad de las normas jurídicas es incompatible con el positivismo convencionalista de García Amado 2009 y ello por no hablar del disenso que supone su aversión a la reconstrucción del Derecho en términos de 166 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos 3.3.2.3 Una confusión principialista Una confusión que la concepción disposicional de los principios como normas derrotables contribuye a aclarar radica en la idea muy extendida de que sólo podemos saber si una norma es una regla o un principio a partir del momento de su aplicación. Muchos autores insisten en que, hasta su efectiva derrota por otra norma de mayor peso, un principio funcionaría como una regla. Por ejemplo, Colin Tapper en un trabajo aparecido poco después de la publicación de “El modelo de normas” de Ronald Dworkin, estaba intuyendo un problema fundamental de la dicotomía reglas/principios cuando subrayaba cuán decepcionante resultaba que sólo pudiéramos atribuirle el carácter de regla o principio a las normas, tras su efectiva aplicación (Tapper 1971: 630). Pero afirmar que sólo podemos saber si una norma es derrotable tras su aplicación supone ignorar que la derrotabilidad es una propiedad disposicional. Que nunca se verifique la condición de manifestación de una propiedad disposicional no significa que tal propiedad no exista. Aunque jamás disuelva mi sal en agua, nada me impedirá reconocer su solubilidad. Este tipo de problemas fue el que seguramente llevó a Carnap a inclinarse por una segunda fórmula para representar la estructura lógica de las disposiciones: C → (D ↔ M). 4. La axiología aspiracional de la derrotabilidad bajo una concepción argumentativa del Derecho Una vez debilitada la distinción entre reglas y principios y reafirmada la estructura derrotable de las normas constitucionales (e infraconstitucionales por irradiación), es más claro el por qué del éxito de las normas consideradas como principios. La impronta del ideario neoconstitucionalista creo se manifiesta en este trabajo en términos muy generales en la defensa de una concepción argumentativa del Derecho. El Derecho es aquí concebido como un conjunto de argumentos y no tanto principios y a la reconstrucción de la aplicación de éstos en términos de ponderación. Como el propio García Amado sugirió durante la presentación de este trabajo en León en junio de 2009, ambos coincidimos en que la distinción entre reglas y principios no es una buena dicotomía, pero por razones contrapuestas. Por decirlo brevemente, García Amado niega que haya principios; yo niego que haya reglas. 167 Alfonso García Figueroa como un sistema de normas y esto es una forma de decir que se asume la “relación interna” entre las reglas y los casos de aplicación. Dicho de otro modo, sólo la aplicación racional de las normas hace inteligible el contenido de las normas. En un Estado constitucional esto requiere en el plano estructural que las normas tengan una estructura flexible (derrotable) capaz de encauzar la base ética de la derrotabilidad de las normas (Celano 2002: 37), es decir, la intensa dimensión axiológica del Derecho constitucionalizado en dos sentidos: por un lado los principios jusfundamentales presentan una dimensión moral objetiva a pesar de ser invocados precisamente en contextos de pluralismo. Por otro, los principios sirven para encauzar la dimensión ideal o utópica del Derecho. Ambas cuestiones merecen una aclaración. 4.1 Derrotabilidad y objetividad deíctica en contextos de pluralismo Por una parte, en la argumentación constitucional objetividad no puede implicar carácter absoluto (inderrotabilidad) y creo que conviene insistir en este extremo, con la ayuda de una analogía. En los principios constitucionales confluye objetividad y subjetividad de modo que expresan una suerte de deixis ética. Son términos deícticos “ahora”, “aquí” y “yo”. “Ahora” podría referirse a muchos momentos, pero sólo uno es ahora. Aquí podría referirse a muchos lugares, pero cuando digo “aquí” ya no es así. “Yo” puede designar a infinidad de personas pero sólo una de ellas soy yo cuando profiero la palabra “yo”. El referente de estos términos depende de reglas de uso y depende del contexto. En la deixis convive, pues, la objetividad de las reglas de uso y la subjetividad del contexto. Si se piensa, es algo muy parecido a lo que sucede con los derechos fundamentales: dependen de reglas de uso (creo que enraizadas en la razón práctica) y dependen del contexto (existe una dimensión contextual a la que dan entrada las éticas discursivas). En suma: que el Derecho presente carácter objetivo no significa que presente carácter absoluto. 168 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos En realidad, como bien indica Alexy (1985: 52), el discurso práctico no es ni puramente objetivo ni puramente subjetivo. Es objetivo en la medida en que las reglas que rigen el discurso práctico son objetivas, pero es relativo a los participantes en el discurso que pueden variar a lo largo del tiempo. Esto explica que los conceptos constitucionales admitan diversas concepciones, que tengamos living constitutions. La axiología discursiva constitucional requiere a su vez una deontología flexible. Los valores constitucionales se expresan a través de normas derrotables. Los principios derrotables son el correlato deontológico de la axiología pluralista que rige nuestras sociedades crecientemente multiculturales. 4.2 Derrotabilidad e ideales Pero la necesidad de que tales normas sean derrotables no es sólo una consecuencia de la axiología pluralista que invocan las actuales constituciones y reconocen las éticas constructivistas y discursivas. Además, estamos ante una axiología aspiracional, una axiología que establece ideales, horizontes utópicos y de nuevo esto requiere un tipo de norma, los principios, las normas derrotables, que pueden garantizar la viabilidad de un orden jurídico rematerializado en este sentido. Sin una deontología flexible, no sería posible una axiología de ideales. Para expresarlo mejor, permítaseme recordar un buen ejemplo que Urmson nos ofrece en su clásico trabajo Saints and Heroes (Urmson 1969: 63): Un soldado deja escapar por descuido una granada a punto de estallar y decide de inmediato abalanzarse sobre ella para, autoinmolándose, salvar la vida de sus compañeros. Esta conducta, como muchas otras parecidas de los santos y héroes, es supererogatoria y Urmson nos llama la atención sobre el hecho de que este tipo de conductas heroicas determina una interesante discontinuidad entre valores y normas, entre axiología y deontología. Normalmente entre los planos axiológico y deontológico existe una correlación que nos lleva a pensar que lo que es bueno es 169 Alfonso García Figueroa debido. Sin embargo, las acciones supererogatorias son buenas, pero no son propiamente debidas. Nadie negará que la acción del soldado es valiosa, pero seguramente nadie se habría atrevido en su momento a dictarle una norma obligándole a inmolarse para así salvar a su prójimo. Creo que el planteamiento de Urmson nos ayuda a comprender la necesidad de que el ordenamiento constitucional presente normas derrotables o normas flexibles en general. Si el ordenamiento presenta una carga axiológica en un marco pluralista y además presenta una dimensión utópica que consagra ideales a los que debemos aspirar, entonces las normas que pretenden realizar esos ideales no pueden ser debidas sin más como una norma (regla) que prohíba fumar (también sometida a irradiación en todo caso), pero tampoco pueden considerarse no debidas como la conducta del soldado. En conclusión, lo que necesitamos son normas que promuevan la óptima realización de los ideales. La alexiana consideración de los principios como mandatos de optimización (Alexy1993: 86) creo que cumple con esta función. Un mandato de optimización es una norma que debe ser cumplida en la mayor medida posible dentro de unos márgenes fácticos y jurídicos. Esta norma no obliga a los destinatarios a un cumplimiento total (en esto recuerda a la ausencia de un deber para llevar a cabo acciones supererogatorias), pero sí obliga a sus destinatarios a optimizar su aplicación y ese óptimo sí es alcanzable. Los principios presentan así esta dimensión utópica, pero también tópica (esta vez en un sentido diverso del que le conferiría Viehweg) Naturalmente esto no es siempre fácil de comprender dentro de la cultura jurídica en que vivimos. Por un lado, todavía somos conscientes (quizá rehenes) del papel racionalizador de una fuente como la Ley en su calidad de norma abstracta y general y nos sentimos en deuda con ella. Por otro, las normas derrotables y la carga axiológica e ideal de las Constituciones provocan incertidumbre y recelo por el riesgo de judicialismo que comporta. Por decirlo de forma efectista, el Antiguo Régimen dictaba normas dirigidas a algunos, la Ley entonces 170 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos se dirigió a todos, pero los principios jusfundamentales del Estado constitucional se refieren a todos, pero no siempre son efectivos y la administración de este “no siempre” no resulta fácil. No es de extrañar, pues, que la concepción de los derechos fundamentales como principios deba vencer numerosas resistencias tanto por parte de quienes consideren la posibilidad de éticas absolutas, como por parte de los escépticos que consideren la implausibilidad de toda ética y piensen que más allá de los confines del Derecho no existe nada salvo ideología e irracionalismo. También contará con la resistencia en general de los planteamientos legalistas preocupados por la posibilidad de que la asunción del modelo neoconstitucionalista incremente la incertidumbre. Sin embargo, parece claro que estamos ante un modelo que sobre todo cuenta con la resistencia de cierto positivismo jurídico. Ello nos conduce a otra gran cuestión que, sin embargo, no habrá de examinarse aquí 8: el alcance conceptual que la teoría del Derecho deba conceder a la constitucionalización de los sistemas jurídicos, la relevancia conceptual que pueda adquirir, por ejemplo, la derrotabilidad de las normas jurídicas tal y como aquí se ha señalado. 5. Consecuencias prácticas A pesar de su trasfondo inevitablemente teórico, podríamos decir, siguiendo una exhortación rortyana, que el neoconstitucionalismo nos propone que dejemos de buscar lo sublime y eterno de lo jurídico, para que nos conformemos con lo bello y temporal (Rorty 2000: 16). El reconocimiento de la derrotabilidad de las normas jurídicas en conexión con una concepción constructivista y discursiva de la ética no es más que una manifestación más de este espíritu, un espíritu que en realidad no es nuevo. De hecho, hay quien ha interpretado la constitucionalización del Derecho como una “revancha de Grecia contra Roma” (Barroso 2008: 40). Este sintagma puede interpretarse de muchas maneras, pero en todo caso parece el reflejo de una buena intuición si identificamos a Roma con la 8. De esta cuestión me he ocupado en otros lugares, por ejemplo en GF 2003; 2006; 2008. 171 Alfonso García Figueroa patria de los juristas y a Grecia con la patria de los filósofos; a Roma con la patria del Derecho y a Grecia con la patria de la virtud. Ciertamente requeriría alguna cautela si identificamos a Roma con la patria de cierto casuismo; pero hay en todo caso algo especialmente revelador en esas palabras cuando contemplamos la aproximación al Derecho que promueve el llamado neoconstitucionalismo: si la filosófica Grecia no conoció una clara decantación de los diversos sistemas normativos, pues Derecho, política, religión e incluso leyes de la naturaleza quedaban imbricados inescindiblemente en un único orden normativo al que quedaba sometido el ciudadano; en Roma el Derecho se nos revela más bien como una técnica diferenciada y sobresaliente al servicio de todo un Imperio. Allí nace propiamente la figura del jurista, del especialista en Derecho. Contemplar en esta singularidad romana un antecedente del positivismo jurídico tal y como se ha manifestado modernamente quizá sea ir demasiado lejos. Seguramente no lo sea interpretar el nacimiento de la figura del jurista como el primer gran anuncio de toda una ideología basada en la fragmentación del discurso práctico, en la idea de que el Derecho es algo esencialmente distinto del resto de las normas que nos rigen y que la argumentación jurídica es algo esencialmente distinto de la argumentación moral. Y ello porque, como escribió Judith Shklar (y es difícil decirlo más certeramente), el “legalismo es, sobre todo, el aspecto operativo de la profesión legal” (Shklar 1968: 22). Desde este punto de vista, el sensible desplazamiento del centro del sistema de fuentes que viene sufriendo la Ley en beneficio de la Constitución y en general la constitucionalización del Derecho (vid. Carbonell 2003) son fenómenos que han contribuido a revertir ese proceso de fragmentación del discurso práctico en dos aspectos relevantes para nosotros. Primero, la aplicación del Derecho que alienta la Constitución se halla determinada de forma inmediata e ineludible por las exigencias del razonamiento práctico general, lo que significa que la fragmentación del discurso práctico a la que contribuye el legalismo es puesta en tela de juicio. Segundo, ello supone 172 Neoconstitucionalismo y derrotabilidad. El derecho a través de los derechos volver nuestra mirada a la reflexión filosófica (Dworkin 2007) y supone seguramente revalorizar la virtud del aplicador del Derecho. El discurso jurídico se torna más filosófico y la tarea del jurista se desespecializa. Quizá sea ésta la más vigorosa revancha de Grecia contra Roma. 173 Alfonso García Figueroa Bibliografía Aarnio, Aulis. 1997. “Las reglas en serio”, en Aulis Aarnio & al. (comps.), La normatividad del Derecho, Barcelona: Gedisa, pp. 17-35. Alexy Robert. 1985. “La idea de una teoría procesal de la argumentación jurídica”, trad. 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El tema de la derrotabilidad se suele explicar así: el condicional A→B supone que siempre que se dé A se seguirá B, también cuando A se dé en conjunción con C, D, etc. Es decir, será correcta la inferencia siguiente: A→B A^C -------B 1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 179 Juan Antonio García Amado Esto puede llevar a consecuencias materialmente absurdas, aunque formalmente correctas. Por ejemplo: Si esta noche no llueve, voy al cine Esta noche no llueve y he tenido un accidente que esta noche me mantiene inconsciente en el hospital --------Esta noche voy al cine. Aplicado a los condicionales en que consisten las normas jurídicas, tendríamos que la adición de cualquier circunstancia al acaecimiento de la circunstancia mencionada en el antecedente de la norma sería indiferente a la hora de inferir la consecuencia normativa que se sigue de dicho antecedente. Esquemáticamente: A → OB A^C -------OB Un ejemplo: Se prohíbe la entrada de vehículos en el parque Una ambulancia es un vehículo La ambulancia entra en el parque para auxiliar a una persona que ha sufrido un infarto --------Está prohibida la entrada de la ambulancia en el parque. 180 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas Así vistas las cosas, el contenido obligatorio de una norma no admitiría excepciones. Una primera salida consiste en entender que unas normas establecen excepciones al alcance regulativo de otras. Es el caso respecto al castigo del homicidio y la excepción que suponen, por ejemplo, las eximentes penales. En este caso podemos sortear la idea de derrotabilidad mediante la idea de norma completa. Las excepciones, en cuanto tasadas, se incorporarían al enunciado de la norma completa. La norma completa del homicidio establecería: El que matare a otro será castigado con la pena X, salvo que obrara en legítima defensa, estado de necesidad, etc. (hasta la enumeración completa de las excepciones). El problema está en que no todas las excepciones que pueden tenerse por relevantes al aplicar la norma aparecen previamente tasadas, recogidas en enunciados normativos previos y expresos. Existen también excepciones implícitas. En el ejemplo de la norma que prohíbe la entrada de vehículos en el parque, sería este caso si no hubiera en el sistema ninguna norma que diga que las ambulancias pueden entrar en todo caso en los parques para atender a personas con problemas graves de salud. El problema de la derrotabilidad de los conceptos ha llevado a la teoría del significado a modificar la teoría semántica tradicional, estableciendo que el significado de un concepto alude a casos normales, paradigmáticos o ejemplares2. Carlos Alchourrón dice algo no muy distinto cuando afirma que “La idea de derrotabilidad se vincula con la noción de <<normalidad>>. Formulamos nuestras afirmaciones para circunstancias normales, sabiendo que en ciertas situaciones nuestros enunciados serán derrotados”3Carlos Alchourrón propuso la teoría disposicional de la derrotabilidad. La explica así: “De acuerdo con el enfoque disposicional, una condición C cuen2. Cfr. PAZOS, M. Inés, “La semántica de la derrotabilidad”. En: Enrique Cáceres et alii, Problemas contemporáneos de la filosofía del derecho, México, UNAM, 2005, pp. 541ss. 3. ALCHOURRÓN, C. “Sobre derecho y lógica”. En: Isonomía, nº 13, octubre de 2000, p. 24. 181 Juan Antonio García Amado ta como una excepción implícita a una afirmación condicional <<Si A entonces B>>, formulada por un hablante X en un tiempo T cuando existe una disposición por parte de X en el tiempo T para afirmar el condicional <<Si A entonces B>> y simultáneamente rechazar <<Si A y C entonces B>>”4. El propio Alchourrón pone un ejemplo bien significativo: “El sentido común del hombre aprueba la decisión mencionada pro Puffendorf según la cual la ley de Bolonia que establecía que <<quienquiera que derramara sangre en las calles debería ser castigado con la mayor severidad>> no se aplicaba al cirujano que hubiera abierto las venas de una persona caída en la calle víctima de un ataque. Este enunciado constituye un claro ejemplo de reconocimiento de la naturaleza derrotable de las expresiones jurídicas”5. ¿Por qué plantea al Derecho un problema tan importante esta cuestión de la derrotabilidad de las normas jurídicas? Porque la existencia de excepciones implícitas hace pensar que cualquier juez puede invocar una de tales excepciones, no acogidas en ningún enunciado jurídico, para no aplicar en sus términos la consecuencia prevista en la norma que venga al caso. Si tales excepciones fueran para todos los ciudadanos, jueces incluidos, y las mismas estuvieran claras en todo caso, no padecerían la certeza del Derecho ni el principio democrático ni la igualdad de los ciudadanos ante la ley, ni nos preocuparía la posible arbitrariedad de tales decisiones judiciales que hacen prevalecer la excepción (no expresa) sobre la regla. Pero cabe pensar que no es así, y el propio Alchourrón ratifica este temor cuando afirma que “La noción de normalidad es relativa al conjunto de creencias del hablante y al contexto de emisión. Lo que resulta normal para una persona en un cierto contexto puede ser anormal para otra persona o para la misma persona en un contexto diferente”6. El problema va a ser visto como tal o no, y como problema mayor o menor para la función de ordenación social del 4. ALCHOURRÓN, C., “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 25. 5. ALCHOURRÓN, C.. “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 27. 6. ALCHOURRÓN, C., “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 24. 182 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas Derecho, según que se acoja una concepción iuspositivista o una concepción iusmoralista del Derecho. El iusmoralista admite con gusto la existencia de excepciones implícitas a las normas contenidas en o derivadas de los enunciados jurídicos presentes en los cuerpos legales, pues desconfía grandemente ante la sospecha de que tales normas puedan ser injustas. Para el iusmoralista las excepciones implícitas por antonomasia son las que sirven para descartar la solución derivada de esas normas debido al contenido de injusticia o inmoralidad de tales soluciones, de la solución de esa norma para todos los casos o para el caso concreto que se juzgue. Ahora bien, el iusmoralista no se preocupa por el componente de relatividad que así adquiere el Derecho para los casos, o de la posible arbitrariedad de las decisiones judiciales, porque normalmente entiende que el contenido normativo que impone esas excepciones frente a las normas “jurídicas” viene dado por la moral verdadera, una moral verdadera existente y cognoscible, no relativa a preferencias individuales del juzgador o a determinaciones meramente contextuales. Que las normas jurídicas sean derrotables es indicador, ante todo, de la superioridad de la moral sobre el Derecho y de la mayor capacidad determinativa de las normas morales frente a las normas jurídicas. Desde una perspectiva positivista las cosas se ven distintas. El positivista suele ser reticente a creer que existe “la” moral verdadera. No significa que no tenga “su” moral y que no le parezca la mejor o la más verdadera, sino que admite la posibilidad del propio error al contemplar que otros, a los que no tiene por degenerados, abrazan con idéntica convicción sistemas morales con muchas normas diferentes de las del suyo. Por eso teme que por la vía de la derrotabilidad de las normas a manos de las excepciones implícitas los jueces hagan valer su moral personal como la moral verdadera y, simultáneamente, como Derecho. El positivista prefiere como sistema político la democracia, a fin de que las pautas de conducta común que el Derecho impone recojan las opiniones -en primer lugar las opiniones morales- de la mayoría, no las de una única persona o grupo que se pretendan en posesión privilegiada de la verdad moral. El positivista se suma al valor del pluralismo, 183 Juan Antonio García Amado consustancial a la democracia, desde la convicción de que son plurales los sistema morales concurrentes en una sociedad libre y que todos o la mayoría de ellos son por igual legítimos y tienen derecho a expresarse y a concurrir en la formación de los contenidos de las leyes establecidos mediante procedimientos mayoritarios respetuosos también con las minorías. Como los ejemplos antes citados muestran, resultará difícil, también para el positivista, negar la posible presencia de excepciones implícitas a las normas jurídicas y, con ello, negar la derrotabilidad de las normas jurídicas. Pero tratará de reconducir dichas excepciones de modo que sólo se considere adecuado y legítimo invocar como tales aquellas que se funden en convicciones o creencias que en cada momento sean comunes a los ciudadanos, comunes más allá de la diversidad de morales que los plurales ciudadanos profesen. En otros términos, el positivista tenderá a admitir solamente la legitimidad de aquellas excepciones basadas en el sentido común, en lo comúnmente sentido por los ciudadanos como obvio, como evidente, obviedad o evidencia que se pueda sostener con argumentos admisibles por todos por encima de la discrepancia entre los sistemas morales de cada uno. Se trataría de que en el Derecho operen las mismas excepciones de sentido común que operan respecto de nuestros enunciados y razonamientos ordinarios. Al hilo de nuestros ejemplos anteriores, es obvio que si estoy inmovilizado e inconsciente en un hospital no podré ir al cine aunque no llueva, pese a que dije que si no llovía, iría. Del mismo modo, posiblemente es de sentido común, y así lo admitirá todo ciudadano en su sano juicio, que, aunque esté prohibida la entrada de vehículos en el parque y aunque la ambulancia sea un vehículo, se debe excepcionar esa prohibición para la ambulancia que acude al parque a auxiliar a un enfermo grave. En cambio no será de sentido “común” la excepción que se hiciera en el ejemplo siguiente: Norma: es lícito (está permitido) el aborto en un plazo de tres meses cuando por causa del embarazo corra grave peligro la vida de la madre. 184 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas Hecho: La mujer M aborta por hallarse en grave peligro su vida por razón del embarazo. Circunstancia adicional: Todo aborto es una grave inmoralidad. Decisión: No es lícito el aborto de M. Ocurre que en una sociedad plural y pluralista, como es la sociedad española en este momento, hay ciudadanos que sostienen un sistema moral que califica el aborto voluntario como crimen gravísimo, mientras que otros profesan un sistema moral que no lo considera tal. Y la norma que permite el aborto habría sido sentada como resultado de un proceso democrático. Recapitulando. El ideal positivista sería que el razonamiento puramente deductivo a partir de normas, con arreglo al refuerzo del antecedente o al modus ponens, fuera la base de todas las soluciones jurídicas de los casos, sin que tuvieran ningún papel las excepciones implícitas. Pero el positivista tiene que reconocer la inevitabilidad de esas excepciones implícitas, aunque trate de acotarlas. Su problema respecto de ellas será el de garantizar su uso racional y la legitimidad jurídico-política del las decisiones judiciales que las acogen. Por su parte, el iusmoralista observa con alegría la presencia de excepciones implícitas como límite o contrapeso a las normas positivas y al papel del razonamiento puramente deductivo a partir de ellas, pues alberga la esperanza de que por esa vía, y contando con la colaboración de los jueces, se haga valer hasta sus últimas consecuencias la superioridad de la moral -la moral verdadera- sobre el Derecho, así como el límite que la verdad moral pone a cualquier posible decisión mayoritaria en democracia. El iusmoralista confía en que la apertura que suponen esas excepciones implícitas que derrotan a las normas no acabe con la misión ordenadora del Derecho, pues, al fin y al cabo, no puede cualquier circunstancia excepcional que se adicione al acaecimiento del supuesto de hecho de la norma 185 Juan Antonio García Amado impedir que se imponga la consecuencia jurídica en la norma prevista, sino sólo aquellas excepciones que provengan de ese sistema seguro y también ordenador que es la moral, la moral verdadera. Vemos que el problema de la derrotabilidad de las normas se convierte, para unos y para otros y aunque de distinta manera, en el problema de los límites de la derrotabilidad de las normas. Pues, siendo la norma A →B, si cualquier circunstancia C que se dé en conjunción con A puede dar lugar a que no se siga la consecuencia B, la relación entre el acaecimiento del hecho subsumible bajo A y el acaecimiento de B (la consecuencia jurídica) se torna puramente aleatoria. Algún ejemplo El que matare a otro será castigado con la pena X (A → B) José mató a Luis (A) José tiene los ojos azules (C) --------------Se absuelve a José de la pena X porque tiene los ojos azules. Ahí la circunstancia de tener los ojos azules actúa como excepción implícita a la norma que manda condenar al sujeto que mata a otro. ¿Por qué nos produce rechazo esta concreta derrota de la norma a manos de la excepción consistente en tener los ojos azules? Porque no encontramos para tal circunstancia excepcionante (tener los ojos azules) un fundamento de tal calibre como para que merezca situarse por encima del valor ordenador y democráticamente legitimado de las normas jurídicas. Curiosamente, aquí y ahora tanto un iuspositivista 186 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas como un iusmoralista subrayarían el carácter de absurdo moral del fundamento posible de esa excepción, pues entre los fundamentos de nuestro sistema político que gozan de aceptación generalizada y que constituyen condición de posibilidad teórica y práctica de dicho sistema está la idea de la igualdad básica entre los individuos, entendida como no discriminación basada en aspectos raciales, apariencia física y similares. Lo anterior no quita para que sea perfectamente imaginable una sociedad en la que tal excepción se entienda dotada, por todos o la mayoría de sus miembros, de un fundamento más que válido y suficiente. Sin embargo, es posible mantener aquí una tesis: cuando las excepciones a las normas se apoyan en convicciones morales y políticas que, por compartidas, forman el sustrato del sistema jurídico-político de una determinada comunidad, suelen convertirse en excepciones explícitas, pues se recogen en normas expresas de ese sistema. La excepción expresa que la eximente de legítima defensa plantea, por ejemplo, al delito de homicidio, se apoyaría en una convicción generalizada de ese tipo, convicción de que sería moralmente reprobable y contrario a los fundamentos de la convivencia castigar a alguien por impedir que el otro lo mate, matando al otro a su vez si no tiene otro remedio. En suma, que el problema de las excepciones implícitas que derrotan a las normas jurídicas está en su límite y su fundamento y se puede sostener la tesis siguiente: cuanto menos evidente sea la necesidad de la excepción, por razón de la evidencia socialmente compartida de su fundamento, más problemático y más difícilmente legítimo será el hacer valer dicha excepción contra la norma. 2. Positivismo jurídico, iusmoralismo y derrotabilidad de las normas. El positivismo jurídico tiene una de sus señas de identidad en el subrayado del carácter convencional del Derecho, 187 Juan Antonio García Amado como, al hablar precisamente del tema de la derrotabilidad, ha vuelto a destacar Juan Carlos Bayón7. Ahora bien, ¿en qué consiste ese Derecho cuyo carácter es convencional? Podemos graduar esa convencionalidad de lo jurídico en tres fases o dimensiones. En primer lugar, el Derecho proviene de decisiones tomadas por ciertas instancias o fuentes que están socialmente reconocidas como aptas o competentes para producir precisamente el tipo específico de normas que son jurídicas. En segundo lugar, puede estar también convencionalmente establecido, socialmente reconocido, que todo o parte de lo que sea Derecho se plasma en determinadas fórmulas verbales canónicas y/o queda fijado en ciertos textos, como serían, en nuestra cultura jurídica, los textos legales. La primera convención alude al origen de las normas jurídicas, a la autoridad que puede crearlas; la segunda, a la plasmación de las normas jurídicas, a su modo de presentarse o exteriorizarse. La tercera convención constitutiva de lo jurídico se refiere al contenido concreto del Derecho en cuanto conjunto de soluciones para casos concretos. Ahí el Derecho no resuelve por razón de quién lo ha establecido o de la fuente de donde proviene, ni por razón de dónde o cómo está plasmado o formulado, sino por razón del contenido preciso de la solución que el Derecho proponga para el caso. Están relacionadas gradualmente las tres convenciones, pues la primera nos ayuda a identificar el Derecho por razón del origen de sus normas (identificación por su fuente-autoridad), la segunda nos ayuda a formular esas normas así originadas para que puedan poseer un contenido mínimo cognoscible por los destinatarios (identificación por su fuente-texto) y la tercera permite extraer del Derecho así identificado los contenidos normativos concretos para los concretos casos. La materia Derecho que sale de la autoridad reconocida como fuente de normas jurídicas está menos determinada en su capacidad ordenadora de las concretas conductas de lo que lo está la materia Derecho que resulta de fijar los contenidos 7. BAYÓN, J. C., “Derrotabilidad, indeterminación del Derecho y positivismo jurídico”. En: Isonomía, nº 13, octubre 2000, especialmente pp. 115 ss. 188 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas volitivos de esa autoridad en textos canónicos, pero ésta aún no está suficientemente determinada como para poder proporcionar solución precisa para cada caso que a la decisión en Derecho se someta. De ahí que se necesite esa tercera dimensión en la que determinadas convenciones permiten la concreción del contenido normativo de la norma para el caso. En otras palabras, e invirtiendo la secuencia, el Derecho que a un caso se aplica es aquel que con arreglo a determinadas convenciones generalmente admitidas, socialmente reconocidas, es extraído por el aplicador -generalmente el juez- a partir de los enunciados contenidos en determinados textos o cuerpos convencionalmente reconocidos como sede o soporte de las normas jurídicas, textos que a su vez recogen contenidos volitivos de las autoridades o fuentes reconocidas como productoras de ese tipo específico de normas que son las normas jurídicas, las normas de Derecho. Se pretende indicar con la anterior gradación de convenciones que del Derecho forman parte no sólo los enunciados presentes en los cuerpos legales reconocidos como fuentetexto, sino también determinadas pautas generalizadas que los aplicadores del Derecho emplean para concretar el significado de esos textos en su aplicación a los casos. La primera y más básica y elemental sería la convención semántica: los enunciados contenidos en una fuente-texto sólo pueden recibir significado a partir del lenguaje en el que se expresan; es decir, las normas (las disposiciones, si se prefiere) sólo pueden recibir significado con base en las convenciones lingüísticas. Pongamos un ejemplo de convenciones “jurídicas” más allá de esas convenciones lingüísticas de base. Hay prácticas interpretativas reconocidas en nuestro sistema jurídico y los de nuestro entorno, como la consistente en tomar en consideración el fin de la norma como pauta o guía para la concreción de su contenido normativo preciso para el caso. En cambio, una práctica interpretativa consistente en tomar en consideración los preceptos de un determinado credo religioso para dicho objetivo no está reconocida en tales sistemas8. 8. Sí lo estará, posiblemente, en el sistema jurídico de la Iglesia católica, en el Derecho canónico. 189 Juan Antonio García Amado Normalmente esas pautas interpretativas reconocidas sirven para que el aplicador del Derecho seleccione como preferente uno de los significados posibles de los enunciados contenidos en los textos-fuente. En la medida en que consideremos que del Derecho forman parte también dichas pautas interpretativas reconocidas, el juez que las aplica para mediante ellas seleccionar el contenido concreto del Derecho para el caso seguiría aplicando Derecho al realizar tal elección9. Y, puesto que también puede estar reconocido en el sistema un componente de discrecionalidad al optar por unas u otras de las esas pautas interpretativas admitidas, convencionalmente establecidas, no deja de aplicar Derecho el juez al elegir discrecionalmente entre ellas. Puede suceder que estén reconocidas pautas “interpretativas” de ese tipo que permitan al juez aplicar al caso una solución que no se corresponda con ninguno de los significados posibles del texto-fuente, del enunciado contenido en el textofuente. Aquí es donde se suele hablar de la derrotabilidad de las normas jurídicas. El enunciado contenido en el cuerpo legal o texto-fuente establece que siempre que sea el caso p debe imponerse la consequencia q. Y el juez decide que, pese a que el caso C es un ejemplar o caso de p, la consecuencia es no q, sino una consecuencia distinta de q. ¿Está el juez decidiendo conforme a Derecho en tal caso? Depende de cómo se identifiquen los contenidos de lo que sea Derecho. Caben al respecto tres planteamientos bien diferentes: 9. Dice Bayón que “las pretensiones de que esa clase de excepciones [se refiere a excepciones a la aplicación de las normas jurídicas a casos subsumibles bajo la descripción contenida en su supuesto genérico, excepciones que para los antipositivistas confirman la presencia de normas morales -no convencionales- dentro del sistema jurídico] resultan -o no- procedentes parecen estar sujetas a criterios de aceptabilidad que podrían calificarse como específicamente jurídicos, puesto que estarían determinados por el contenido de las convenciones interpretativas existentes (...). En suma, desde este punto de vista la respuesta apropiada que se ha de dar al argumento del contraste con la práctica desde premisas convencionalistas consiste en reafirmar que la existencia y el contenido del derecho dependen exclusivamente de hechos sociales, pero de la totalidad de los hechos sociales relevantes; y que lo que aparentemente no podía ser sino genuino razonamiento moral encaminado a justificar excepciones implícitas a las normas (y, por tanto, o bien transgresiones del derecho, o bien ejercicio de la discrecionalidad conferida por el derecho mismo) puede ser, por el contrario, una argumentación sujeta a los criterios de aceptabilidad que dichas convenciones interpretativas establecen y, en ese preciso sentido, un verdadero ejercicio de identificación del derecho” (BAYÓN, J.C., “Derecho, convencionalismo y controversia”, en: P.E. NAVARRO, M.C. REDONDO, La relevancia del derecho. Ensayos de filosofía jurídica, moral y política, Barcelona, Gedisa, 2002, p. 77). 190 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas (1) Para el planteamiento antipositivista, iusmoralista, del Derecho o sistema jurídico forman parte no sólo los enunciados contenidos en el texto-fuente y sus significados posibles, sino también los o ciertos contenidos del sistema moral verdadero. Por tanto, el juez que opta por la consecuencia ⌐q para el caso que con arreglo al enunciado presente en el textofuente debería tener la consecuencia q está aplicando Derecho, decidiendo conforme a Derecho, si aquella consecuencia ⌐q viene impuesta por una de esas normas del sistema moral que, por ser superiores a las normas derivables de los enunciados contenidos en los textos-fuente y sus significados posibles, tienen capacidad para excepcionar estas normas. La “derrota” de la norma derivada del enunciado contenido en el texto-fuente no es aquí, como suele decirse, consecuencia de que el juez pondera las circunstancias del caso que enjuicia y simplemente opina y decide que no debe subsumirse el caso bajo la norma jurídica positiva, pese a que el caso C es, semántica en mano, un caso de p, es decir, encajable, subsumible bajo el supuesto genérico de la norma positiva. Ésa sería para el iusmoralismo una decisión judicial ilegítima. La derrota de la norma positiva acaecería meramente porque el juez impone su voluntad por encima del Derecho, erigiéndose él en fuente suprema del Derecho. Lo que para el iusmoralismo legitima esa decisión del juez, que expresa la derrota de la norma positiva, es la aplicación por el juez de una norma de la moral verdadera que es parte del sistema jurídico y que está por encima del “derecho positivo”. En otras palabras, la base de la derrotabilidad de las normas, tal como es asumida y propiciada por el iusmoralismo, no es la concurrencia de una circunstancia que, en sí misma considerada, justifique la excepción a la prioridad de la norma “positiva”, sino el hecho de que esa circunstancia forma parte del supuesto genérico de otra norma, una norma moral que es jurídica a la vez y que, además, es jerárquicamente superior a la norma “positiva”. 191 Juan Antonio García Amado Con ello se mantiene en el fondo el carácter deductivo del razonamiento judicial10, pero ampliando el conjunto de normas que proporcionan la premisa mayor para la inferencia deductiva. El razonamiento se encadena conforme al siguiente esquema p → ¬ Oq (norma “positiva”) r → Oq (norma moral) (r ^ p) → ¬Oq (norma que expresa la jerarquía de las normas morales sobre las normas “positivas”) r ^ p (es el caso que r y es el caso que p) ----------O¬q Es decir, cuando desde el iusmoralismo se afirma que el razonamiento en que una norma “positiva” es derrotada porque concurre una circunstancia adicional que supone una excepción implícita para dicha norma pone en cuestión el carácter deductivo del razonamiento aplicativo, puesto que no se mantiene el refuerzo del antecedente, es porque sólo se toman en cuenta como base de la deducción las normas que componen el sistema “positivo”, al tiempo que se oculta el carácter entimemático del razonamiento aplicador que excepciona la aplicación de la norma positiva. El carácter deductivo del razonamiento se pone en duda cuando se lo refleja según el siguiente esquema. 10. Así lo destaca por ejemplo Carlos Alchourrón, refiriéndose en principio a Dworkin, pero generalizando el argumento a la mayor parte de la iusfilosofía actual: “(c)omo en el enfoque de Dworkin los principios morales forman parte del derecho, la completud y la consistencia del Sistema Maestro reaparecen bajo un nuevo ropaje”. Y sigue: “Esto pone de manifiesto la enorme fuerza de convicción del modelo del sistema deductivo como ideal. En la concepción de los derechos [denomina así la concepción dworkiniana] el modelo contiene no sólo los ideales formales de completud y consistencia, sino también el ideal de justicia (...). La idea de que el derecho debería proporcionar un conjunto coherente y completo de respuestas para todo caso jurídico constituye un ideal teórico y práctico que subyace a la mayoría de los desarrollos contemporáneos en filosofía del derecho” (ALCHOURRÓN, C., “Sobre derecho y lógica”, cit., p. 33). 192 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas A → OB A^C ------¬OB Pero el iusmoralista está presuponiendo dos premisas no recogidas en tal esquema, y que sí se reflejan en el esquema completo de su razonamiento, que sería el siguiente: A → OB C → ¬OB A ^ C →¬OB A^C ------O¬B No es el carácter deductivo del razonamiento decisorio lo que diferencia a iusmoralistas y iuspositivistas, sino el modo como identifican el Derecho y, con ello, las premisas normativas posibles de ese razonamiento, así como la relación jerárquica entre esas premisas. Para el positivista no hay más derecho que el Derecho “positivo”, y éste es tal con base en ciertas convenciones sociales. Para el iusmoralista hay normas jurídicas independientes de esas convenciones, normas provenientes de la moral verdadera y que también son jurídicas, y esas normas de la moral verdadera que también son jurídicas ocupan en el sistema jurídico un lugar jerárquicamente superior al de las normas “positivas”11. 11. La afirmación por parte del iusmoralismo del carácter derrotable de las normas jurídico-positivas acaba en una perfecta tautología: las normas jurídico-positivas son derrotables porque son derrotables. Expliquemos esto. Una vez que se parte de la tesis de que por encima de las normas jurídico-positivas hay otras normas, también jurídicas, que imperan sobre ellas en caso de conflicto, se está asumiendo por definición la derrotabilidad de las normas jurídico-positivas. Es como si de pronto nos pusiéramos a llamar la atención, como sorprendente novedad, sobre el hecho de que una norma reglamentaria puede ser derrotada por una norma legal: va de suyo, en virtud de la superior jerarquía de la norma legal sobre la reglamentaria. ¿Se habría parado Tomás de Aquino a teorizar como sorprendente fenómeno la posible derrota de una norma jurídico-positiva por una norma de Derecho natural? 193 Juan Antonio García Amado En consecuencia, para el iusmoralista (1) todas las normas “positivas” son potencialmente derrotables ante circunstancias que constituyen excepciones implícitas al sistema de las normas positivas, pero no excepciones al sistema jurídico en su conjunto, formado por la agregación de normas “positivas” y normas de la moral verdadera; (2) las normas de la moral verdadera no son derrotables por normas “positivas”; y (3) las normas de la moral verdadera que son, al tiempo, jurídicas, sólo son derrotables por otras normas de la moral verdadera que son también jurídicas, pero esa derrotabilidad es sólo aparente o “prima facie”, pues las normas del sistema de la moral verdadera tienen una potencialidad resolutiva mucho mayor para cualquier caso, ya que, al menos idealmente o en el plano ontológico, dicho sistema tiene las tres cualidades que el positivismo formalista decimonónico predicaba del sistema jurídico-positivo: completud, coherencia y claridad. (2) Cabe una versión del positivismo jurídico que, presuponiendo el reconocimiento de la autoridad-fuente, circunscriba el contenido del sistema jurídico a los enunciados contenidos en los textos-fuente, con sus significados posibles y sólo sus significados posibles. Para este positivismo ya constituyen un cierto problema, como se ha visto, las normas derivadas mediante interpretación de esos enunciados, pero, ante todo, tiene enormes dificultades para admitir el carácter jurídico de las decisiones judiciales que acojan excepciones implícitas para las normas derivadas de dichos enunciados. El contenido normativo de esas decisiones se derivaría en todo caso de normas que en ningún modo son jurídicas. Por consiguiente, a tal positivismo no le queda más salida que o bien rechazar en todo caso la consideración por el juez de tales excepciones implícitas, afirmando el carácter deductivo del razonamiento jurídico decisorio, pero sólo sobre la base del conjunto de normas derivadas de tales enunciados contenidos en los textos-fuente, o bien admitir la concurrencia de hecho de tales excepciones implícitas como determinantes de algunas decisiones judiciales y, a partir de ahí, derivar hacia alguna forma de escepticismo o realismo jurídico que subraye el carácter en el fondo puramen194 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas te político, aleatorio o arbitrario de las decisiones judiciales. Mas con esto ese positivismo reduccionista estaría negando su axioma de partida: que el Derecho está conformado por los contenidos semánticamente posibles de los enunciados contenidos en los textos-fuente y que la decisión jurídica tiene carácter deductivo a partir de tales enunciados. La tensión entre el Derecho que es, por obra de las decisiones judiciales, y el derecho que, conforme a los parámetros positivistas, debería ser, alcanza tal intensidad que acaba en paradojas y aporías. El Derecho que debería ser sólo lo es efectivamente en la medida en que los jueces “acaten” la vis normativa de aquellos enunciados. Y en lo que no lo acaten estarían aplicando como Derecho algo que no sería Derecho. (3) Es posible un positivismo que, sin renunciar ni al carácter convencional del Derecho y sin sentar una cesura insalvable entre el Derecho que es (en la práctica y por obra de los jueces) y el Derecho que, conforme a esos planteamientos convencionalistas, debe ser, resulte capaz de integrar las excepciones implícitas a las normas “positivas”, presentando tales casos de “derrota” de las normas “positivas” como casos de aplicación de otras normas que también son Derecho y lo son como resultado de convenciones sociales conformadoras de Derecho, no ya como resultado de la presencia en el Derecho de normas no convencionales, como, por ejemplo, normas de la moral verdadera. Para ello bastará que entre las convenciones configuradoras del Derecho se incluyan las convenciones interpretativas. Es preciso delimitar a qué nos referimos aquí con la expresión “convenciones interpretativas”. Podemos tomar esa expresión en sentido estricto o en sentido lato. En sentido estricto, convenciones interpretativa serían aquellas pautas que en una sociedad dada y en un tiempo determinado están admitidas como pautas para la elección justificada de los significados posibles de los enunciados contenidos en las fuentes-texto. Estaríamos aludiendo, básicamente, a los que tradicionalmente se denominan métodos o cánones de la interpretación, como 195 Juan Antonio García Amado el teleológico, el sistemático, etc. A las convenciones interpretativas en sentido estricto las denominaremos en lo que sigue convenciones propiamente interpretativas. En sentido lato podemos entender por convenciones interpretativas aquellas que se usan para delimitar el alcance preciso que para los casos tienen las normas derivadas de los enunciados contenido en los textos-fuente. Se incluirían los cánones interpretativos admitidos en las respectivas coordenadas espacio-temporales, pero también otras que sirven para extender o restringir el alcance de tales normas. Esto es, para aplicar esas normas a casos que, semántica en mano, no son subsumibles en su supuesto genérico o para no aplicarlas a casos que, semántica en mano, sí son subsumibles en su supuesto genérico. Aquí y ahora nos ocuparemos sólo de las segundas, a las que denominaremos convenciones básicas. Se trata de mostrar que la aplicación de excepciones implícitas a las normas “positivas” puede consistir (y para el positivismo debe consistir) en supuestos de aplicación al caso de otras normas convencionales que pueden no estar explicitadas en enunciados presentes en los textos-fuente, pero que no por eso dejan de ser el contenido de convenciones sociales que constituyen Derecho, en cuanto que contienen reglas reconocidas para la solución de casos jurídicos. El sistema de las normas “positivas” no puede operar si no es sobre el trasfondo de algunas convenciones sociales fundamentales. El caso más obvio sería el de las convenciones lingüísticas que rigen entre los hablantes de un mismo idioma. Lo mismo cabe afirmar, y con idéntica obviedad, para una serie de convenciones sobre la realidad empírica -convenciones científicas- y sobre la manera de entender el mundo y de razonar sobre él -convenciones lógicas y matemáticas-. Tales acuerdos o convenciones fundamentales no se refieren específicamente al Derecho, sino que, además del Derecho, hacen posible la coordinación de nuestras conductas en todo tipo de actividades. 196 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas En lo que a la operatividad del Derecho se refiere, existen también una serie de convenciones específicas que, con uno u otro contenido, dependiendo de la sociedad y el momento y de toda una serie de factores culturales, acotan su práctica posible. El Derecho no puede aplicarse si no es dando por sentados e indiscutidos ciertos datos, datos que, en caso de no ser objeto de un acuerdo generalizado, no permitirían que las normas jurídicas sirviesen como patrón común de conducta y de decisión. Por ejemplo, cuando el brocardo jurídico afirma que en Derecho no se puede pedir lo imposible está aludiendo a uno de esos presupuestos de lo jurídico que poseen valor normativo dentro del propio sistema y que deslindan el alcance posible de las normas “positivas”. Dichas convenciones básicas del Derecho tienen su denominador común en dos ideas centrales. La primera, que el Derecho y su práctica no pueden llevar a resultados que contradigan las evidencias socialmente compartidas. La segunda, que el Derecho es, al menos en nuestras sociedades modernas, un instrumento de dirección y coordinación deliberada de las conductas, por lo que a las normas “positivas” les subyace siempre un propósito ordenador que resulta vulnerado cuando su aplicación desmedida hace inviable aquel fin de orden12. De esa fuente beben las excepciones implícitas admisibles para el positivismo jurídico. Las normas “positivas” pueden y deben ser “derrotadas” cuando conducen para un caso a resultados que la generalidad de los ciudadanos puede tener por absurdos, en cuanto que opuestos a dichas evidencias generalmente admitidas. De ahí la enorme potencia del argumento al absurdo como límite a las aplicaciones lógica o semánticamente posibles de las normas “positivas”. La gran cuestión está en determinar cuáles son esas evidencias apoyadas en convenciones sociales básicas, que son aptas para excepcionar la aplicación de las normas “positivas”. Y la respuesta -positivista y, por extensión, convencionalis12. Cabe argumentar que esta es la idea que subyace a doctrinas como las del “contenido mínimo del derecho natural”, de Hart, o la de la “moral interna del Derecho”, de Fuller. 197 Juan Antonio García Amado ta- sólo puede ser que ha de tratarse de todas y de sólo las convenciones que sean auténticamente generales en una sociedad. Una moral determinada, en un contexto social de pluralismo moral, nunca podrá satisfacer ese requisito, por mucho que quienes la profesen la tengan por la moral verdadera. En cambio, el conjunto de convicciones de raigambre moral que son compartidas por prácticamente todos los miembros de la sociedad sí satisface ese requisito, no tanto por su naturaleza moral cuanto por ser tenidas por incuestionables en dicha sociedad. Aun cuando pueda resultar chocante, estamos aludiendo a que hay una parte de la moral positiva que, bajo la forma de evidencia compartida o convención básica, se integra en el sistema jurídico. No ocurre lo mismo, por definición, con la llamada moral crítica. Bajo tal punto de vista, estarán justificadas aquellas excepciones implícitas a las normas “positivas” que se basen en el rechazo de las soluciones derivadas de dichas normas que cualquier miembro “normal” de esa sociedad (y los parámetros de normalidad también están socialmente establecidos) pueda reputar como absurdas, absurdas por opuestas a las evidencias compartidas, a lo socialmente tenido por evidente en un determinado contexto espacio-temporal. En ese sentido, todo positivismo jurídico viable y coherente, no alejado de la práctica social real del Derecho, será un positivismo “inclusivo”. Pero sólo en ese sentido. Nunca una sociedad podrá “reconocer” como Derecho lo que se oponga a sus convicciones básicas, que conforman sus convenciones básicas. 3. Normas, deducciones, entimemas. Resulta curioso preguntarse por el “boom” de la idea de derrotabilidad de las normas jurídicas. Conviene quizá reflexionar a ese propósito sobre varios matices: (1) Que dentro del sistema jurídico unas normas vencen o imperan sobre otras y que, por tanto, las derrotan, es idea bien poco novedosa, si bien se mira. Los casos de antinomias, sin ir más lejos, se resuelven haciendo que una norma se im198 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas ponga sobre otra. Se podrá decir que en algunos casos tal sucede porque la norma “derrotada” carecía de validez dentro del sistema, no era propiamente una norma del sistema. Tal sucederá cuando se declare la nulidad de la norma inferior que contradiga la norma superior13, o cuando se entienda que la norma posterior ha derogado la norma anterior. Cuando se aplica la regla de “lex specialis” para resolver la antinomia, lo que se hace es delimitar el alcance respectivo de las normas que en principio parecían competir, con lo que en realidad se está mostrando que para el caso no hay tal competición. Pero cuando un juez resuelve un caso para el que concurren dos normas de idéntica jerarquía, simultáneas y con el mismo alcance, ese juez decide que una norma “derrota” a la otra para ese caso. (2) La idea de derrotabilidad, ya sea de conceptos o de normas, tiene su ubicación más destacada en el campo de la lógica deductiva, en relación con las dificultades para aplicar la regla de refuerzo del antecedente. Ahora bien, conviene diferenciar dos dimensiones del problema. La primera es la dimensión puramente lógica y se relaciona con la virtualidad mayor o menor de los esquemas deductivos de la lógica monotónica para representar el razonamiento jurídico. La segunda es la dimensión que podemos llamar material, que alude a cuáles son las circunstancias o razones que pueden justificar la inaplicación de la norma a un caso cuyas circunstancias encajan bajo el supuesto genérico descrito por dicha norma. El esquema más elemental bajo el que se presenta el problema lógico es así, como bien sabemos: A → OB A^C -----¬OB 13. En este aspecto insiste especialmente Ulises Schmill quien explica que en toda norma inferior se contiene una cláusula implícita que condiciona su validez a haber sido realizada con arreglo a los procedimientos prescritos en la norma superior y a que respete los límites materiales o de contenido fijados en la norma superior. Refiriéndose al primero de esos dos aspectos, dice este autor que “toda norma condicionada inferior es expandible especificando la realización regular de los actos que la crean, esto es, toda norma condicionada o subsecuente contiene condiciones implícitas consistentes en la realización regular de los actos integrantes de su preceso de creación” (SCHMILL, U., “Orden jurídico y derrotabilidad normativa”. En: Analisi e diritto, 2000, p. 241. 199 Juan Antonio García Amado La conclusión lógicamente correcta, en virtud del refuerzo del antecedente, debería ser OB. Pero la concurrencia de la circunstancia C es, en el razonamiento judicial que lleva a la derrota de la norma A → OB, ha contado como razón para que se imponga la decisión -OB. El carácter deductivo de dicho razonamiento se salva fácilmente al entender que ha operado una segunda premisa normativa, según el siguiente esquema: (A → OB) ↔ (¬A ^ C) A^C -----¬OB Pero no perdamos de vista que la cuestión no estriba meramente en reconstruir la decisión como inferencia deductiva válida, sino en ver si todas las premisas normativas están constituidas por normas del sistema jurídico o si es una premisa normativa extrasistemática la que “derrota” a la norma del sistema. Esto conduce a dos cuestiones interrelacionadas. La primera tiene que ver con cuáles sean las normas del sistema jurídico. Si la norma que dice (A ^ C) → ¬OB es una norma del sistema jurídico, estaríamos ante el caso normal de que una norma de dicho sistema impera sobre otra norma del sistema. Si dicha norma no forma parte del sistema jurídico, nos hallaríamos ante el problema de que las normas jurídicas pueden ser derrotadas por normas ajenas al sistema jurídico. Las doctrinas iusmoralistas, que sostienen que las normas morales (o algunas normas morales) forman parte del sistema jurídico, no podrán decir en estos casos que una norma del sistema jurídico ha sido derrotada por una norma no jurídica, sino solamente que una norma positiva, legislada, del sistema jurídico, ha sido derrotada por otra norma de dicho sistema que no es positiva, legislada. Y eso es lo que les interesa des200 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas tacar, como parte de su defensa de las tesis iusmoralistas. En cambio, el positivismo que quiera mantener la tesis de la separación entre derecho y moral y la tesis del carácter convencional del Derecho sólo puede responder a la derrotabilidad de las normas jurídicas negando el problema a base de mantener que esa decisión en que la norma jurídica ha sido derrotada es una decisión ilegítima en Derecho, pues carece de apoyo normativo en el sistema jurídico, o ampliando los componentes del sistema jurídico de tal manera que la derrotabilidad se reconduzca a una relación entre elementos normativos igualmente convencionales de dicho sistema. (3) Se suelen presentar los casos de derrota de una norma jurídica diciendo que la concurrencia en el caso de cierta circunstancia C especial hace que no se aplique la consecuencia de la norma que venía al caso. Con esto pareciera que se da a entender que tal circunstancia C tiene por sí un valor normativo y que dicho valor o fuerza normativa de la circunstancia es bastante para derrotar la norma que para el caso concurría. Pero si con circunstancia se alude a algún tipo de hecho, ese modo de razonar resulta lógicamente insostenible. La circunstancia fáctica C tiene que estar asociada a alguna otra norma para que sea apta para justificar una conclusión normativa a partir de C. Lo que sucede es que el razonamiento de los iusmoralistas que gustan de presentar así las cosas suele ser entimemático y muchas veces no explicitan la norma que presuponen como base de la derrota de la norma “positiva”. De ahí que haya que dar la razón a Ulises Schmill cuando afirma que “aunque a veces se puede aplicar el concepto [de derrotabilidad] a auténticos problemas que surgen del análisis del derecho positivo, se han realizado, por lo general, incursiones iusnaturalistas dentro de la jurisprudencia positiva; se trata de temas valorativos o de lege ferenda o de lo que algunos han llamado <<lagunas valorativas>>, es decir, contenidos que se desea tengan las normas jurídicas”14. 14. U. Schmill, “Orden jurídico y derrotabilidad normativa”, cit., p. 236. 201 Juan Antonio García Amado En términos lógicos, la aptitud de C para justificar que no se imponga en la decisión judicial correspondiente la consecuencia OB no puede derivar de la mera concurrencia, fáctica, de la circunstancia C. En el esquema inmediatamente anterior la fórmula (A → OB) ↔ ¬ (A ^ C) representa en realidad el enunciado de la norma en cuyo antecedente o supuesto de hecho se señala la concurrencia de dos circunstancias para la obligatoriedad de B: una positiva, que se de A; y otra negativa, que no se dé simultáneamente C. En realidad, esa norma significaría lo mismo bajo el siguiente esquema: (A ^ ¬C) → OB Ahora bien, sabemos que aquí no estaríamos ante un caso de derrotabilidad, sino simplemente de aplicación de una norma con un antecedente o supuesto complejo. La norma N, que establece que si de la concurrencia de A se sigue la obligatoriedad de B (A → OB) es derrotada cuando, siendo el caso que A, es también el caso que C y en la concurrencia de C se encuentra una razón justificatoria para evitar la imposición de OB. Pues bien, en términos lógicos, un hecho o circunstancia fáctica C no puede en ningún caso ser razón justificatoria para una conclusión normativa (como, en este caso, ¬OB) si dicho hecho o circunstancia fáctica C no forma parte, a su vez del antecedente o supuesto de una norma. Es decir, en nuestro ejemplo estamos necesariamente presuponiendo la operatividad de la norma C → ¬OB Así pues, al esquema A → OB A^C -----¬OB 202 Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas hemos de comenzar por añadirle una premisa más, si queremos que reconducir el razonamiento a un esquema lógico racional y no ver en la decisión -OB un puro acto irracional del decididor: (N1) A → OB (N2) C → ¬OB A^C -----¬OB Lo que tenemos ahí es una situación inicial de antinomia. Para resolverla ha de establecerse alguna relación de prioridad entre las normas concurrentes. La conclusión ¬OB implica que esa prioridad se ha establecido en favor de C → ¬OB, de modo que se añade una premisa adicional según la cual si es el caso (si se da el supuesto) de N1 y si es el caso de N2 (si se da el supuesto de N2), entonces tiene preferencia la aplicación de N2. Dicho de otra forma, si se da A y se da C, debe aplicarse ¬OB, pero no porque C sea una excepción explícita a A en N1, sino porque N2 es una norma superior a N1, en el sentido de que tiene prioridad sobre N1. Arribamos así a la cuestión central que plantea la derrotabilidad para la teoría del Derecho. Si en lo inmediatamente anterior estamos en lo cierto, una norma sólo puede ser derrotada por otra norma. La norma derrotante tiene su supuesto o antecedente en una circunstancia que la hace aplicable y, por otro lado, la antinomia se solventa por una especie de juego de la “lex superior”, por la superior jerarquía de la norma derrotante. Y el gran interrogante es el siguiente: ¿cuáles pueden ser en un sistema jurídico esas normas derrotantes? Dos teorías posibles: la iuspositivista y la iusmoralista, aunque con las variantes que sean del caso en cada una y que aquí no podemos especificar. Las doctrinas iusmoralistas situarán normas de la moral verdadera como normas superiores 203 Juan Antonio García Amado del ordenamiento y con capacidad para justificar excepciones y, con ello, la derrota de las normas positivas. Las doctrinas iuspositivistas, como ya se ha señalado, sólo admitirán normas que tengan un doble carácter interrelacionado: carácter convencional y contenido compartido por todos o la inmensa mayoría los ciudadanos de la cultura respectiva en un momento histórico dado, normas que, por consiguiente, formen el basamento de la racionalidad práctica del Derecho en tal contexto socio-histórico. Otra manera de expresar la misma idea puede consistir en que para el iuspositivismo la norma no positivada que puede justificar la excepción tendrá el carácter de indiscutible por indiscutida, en sí y en su aplicación al caso, mientras que para el iusmoralismo la pretensión será que la norma excepcionante es indiscutible por verdadera, aunque pueda haber quien la discuta por hallarse en el error moral. El iuspositivista admitirá la excepción cuando la aplicación de la norma excepcionada resulte absurda por contraria al sentido común, en el doble sentido de sentido compartido y sentido práctico evidente, mientras que el iusmoralista admitirá la prioridad de la norma excepcionante cuando la aplicación de la norma excepcionada resulte contraria a la razón práctica, en el sentido más fuerte de la expresión, entendiendo por razón práctica aquella razón cognoscente que es capaz de trazar una prioridad objetiva entre bienes morales. 204 Principios, reglas y derrotabilidad El problema de las decisiones contra legem1 Thomas Bustamante Universidad de Aberdeen, Reino Unido Para efectos del presente ensayo, la derrotabilidad debe entenderse como una propiedad de las reglas jurídicas, pero no de los principios jurídicos. Toda decisión que derrota una regla, si esa regla está fundada en un enunciado legislativo, es una decisión contra legem. Dicha decisión puede ser justificada de manera adecuada si se aceptan las siguientes premisas, que serán objeto de estudio a lo largo del presente trabajo: (1) el sistema jurídico es un sistema normativo dinámico que está siempre abierto a la incorporación de nuevas normas en el curso de las actividades de interpretación y aplicación del derecho; (2) En cuanto a su naturaleza, las normas jurídicas pueden ser Normas-principio (cuya estructura encierra un 1. El presente trabajo fue escrito durante una estancia investigadora de dos meses en el Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de León, España, financiado por el Carnegie Trust for the Universities of Scotland. Debo agradecer al profesor Juan Antonio García Amado por la invitación para realizar dicha estancia investigadora en León y por su hospitalidad en ese período. Agradezco igualmente a David Ribeiro Dantas y Virgínia de Carvalho Leal, responsables de la traducción del trabajo al castellano, y a Carlos Bernal Pulido, por las críticas constructivas y las detalladas sugerencias. 205 Thomas Bustamante mandato de optimización) o Normas-regla (que permiten la subsunción de comportamientos en un enunciado condicional); (2.1) Las reglas presentan una cláusula alternativa tácita (en el sentido de la Teoría de Kelsen) que permite que se les introduzcan excepciones. (2.2) Dichas excepciones resultan de la(s) interacción(es) entre reglas y principios. (3) Describir (explicar) el sistema jurídico de esa manera es más racional, y recomendable, que imaginar que él está formado sólo por principios (3.1) o sólo por reglas (3.2). (4) Los principios proveen el fundamento para la derrotabilidad de las reglas. (4.1) Los principios pueden ser descritos como preceptos morales que pasaron por un proceso de incorporación por el derecho. Son, en ese sentido, una institucionalización de la moral. (4.2) Además, proveen también los fundamentos axiológicos para las reglas jurídicas. (4.3) Toda regla establece la prioridad de un principio ante un conjunto determinado de hechos. La actividad de creación de normas (incluso la legislación), en gran medida, es una actividad de concreción de principios. (4.4) Existe la posibilidad, entre varios tipos de conflictos normativos, de colisión entre un principio constitucional y una norma infraconstitucional. En esos casos, aunque exista la presunción de legitimidad de la regla jurídica en cuestión (R1), el principio puede generar razones para la creación de una nueva regla jurídica (R2) que exceptúa la regla anterior. La derrotabilidad, por lo tanto, presupone la existencia de decisiones contra legem que se fundamenten en principios constitucionales. 1. La derrotabilidad y la dinamicidad del Sistema Jurídico La existencia de normas derrotables solo podría ser negada en caso de que se admitiese un sistema jurídico cuyas normas fueran, sin excepciones, capaces de regular todas las situaciones de su aplicación. Todas las excepciones a las normas jurídicas estarían contenidas en las propias normas. El sistema jurídico sería así un sistema axiomático completo y cerrado, en el que “hay normas que proveen fundamentos para resolver todo caso posible” (Alchourrón 2000: 14). Los 206 Principios, reglas y derrotabilidad juristas que comparten esa idea, aun cuando la adoptan como un ideal regulativo para la ciencia del derecho, rechazan la derrotabilidad de las normas jurídicas porque, en su concepto, si dicha propiedad fuera admitida, “no podría derivarse a partir de ellas ninguna solución concreta respecto de un caso particular, dado que no podría descartarse que en tal caso se verifique justamente alguna de esas excepciones implícitas que frustran el surgimiento de la solución consagrada” (Rodríguez y Sucar 1998: 278). Parece no haber, para esos juristas, un término medio entre la regulación completa y su ausencia absoluta. Aunque sean dignos de especial atención, los argumentos que defienden ese modelo de sistema jurídico no serán objeto de estudio en el presente trabajo. Lo que aquí se presupone es que el hecho de que una norma establezca condiciones “ordinariamente necesarias” y “presuntamente idóneas” para las consecuencias por ella previstas (MacCormick 1995: 99) no impide que esa norma sirva de guía para la conducta de sus destinatarios. Por lo tanto, se acepta que Viehweg (1979) tiene razón al rechazar un sistema axiomático basado en el argumento de que dicho sistema sólo ofrece soluciones para un conjunto de problemas previstos de antemano, y por ello, no resulta apropiado para la argumentación jurídica2 . Lo que aquí se admite es precisamente la premisa contraria a la que aceptan los defensores de un sistema estático y axiomático. La derrotabilidad no se justifica por la existencia de excepciones implícitas contenidas en una norma jurídica porque, si así fuera, la norma ya contendría también una delimitación completa de todos los casos en que debería ser aplicada. De esta manera, la derrotabilidad se explica por medio de un enfoque dinámico en que las excepciones al supuesto de hecho de las reglas jurídicas se establecen en el curso de la argumentación jurídica y encuentran justificación en otras nor2. En ese sentido, debe resaltarse que el modelo de sistema axiomático, como el propuesto por Alchourrón y Bulygin, es uno de los pocos afectados por la crítica presentada por Viehweg al denominado “pensamiento sistemático” en el sentido de Nicolai Hartmann. Para un análisis completo de cómo el pensamiento tópicoproblemático debe interactuar con la noción de sistema y de los distintos sentidos admitidos en la doctrina para la noción de “sistema jurídico”, consultar, por todos: García Amado (1988: 139-172). 207 Thomas Bustamante mas individuales que el interprete construye paulatinamente (ya sea ese interprete el legislador al concretar normas constitucionales abstractas o el juez al aplicar normas generales con distintos grados de abstracción). Si utilizamos la distinción kelseniana entre sistema “estático” y sistema “dinámico” de normas jurídicas, podremos decir que la noción de derrotabilidad con la que aquí se trabaja presupone un sistema jurídico dinámico (Kelsen 1981: 203-205). En un sistema dinámico, una norma no puede ser deducida de otra norma jurídica mediante una operación lógica. La relación entre una norma general (superior) y otra norma individual (inferior) se establece en el sentido de que esta última se produce de conformidad con aquella. El acto de aplicación de la norma general es un acto de creación de la norma individual, por cuanto esta tiene un contenido normativo adicional con relación a la norma que la fundamenta. Y dicho acto de creación normativa es necesario porque toda norma posee cierto grado de indeterminación. Sin embargo, la norma general (superior) dirige el proceso de creación de la norma individual (inferior) y anticipa sus sentidos posibles. La relación entre la norma general (establecida por el legislador) y la norma individual (establecida en una sentencia judicial) es una relación de fundamentación (ya que la sentencia se fundamenta en la ley), pero ello no elimina la caracterización de la interpretación como un proceso creativo o constructivo: el juez crea una norma individual al aplicar la norma legal que le sirve de fundamento. De este modo, si la ley prevé para el homicidio una pena minima de seis años de prisión, la decisión judicial que establece la pena de seis, siete u ocho años de prisión para Pedro por el hecho de haber matado a Juan contiene una norma individual que todavía no estaba contenida en la norma que le sirvió de fundamento. En ocasiones, la norma general no especifica, por ejemplo, el régimen inicial del cumplimiento de la pena (si es cerrado o abierto), el tiempo y el lugar en los cuales la pena deberá ser cumplida, las circunstancias que se aplican al caso, etc. La idea kelseniana de un sistema dinámico, aquí adoptada, presupone un constructivismo social según el cual to208 Principios, reglas y derrotabilidad dos los hechos sociales y todas las normas jurídicas son construcciones humanas, y no algo reductible a hechos naturales ni a otras normas jurídicas promulgadas anteriormente3. Ese constructivismo social, sin embargo, puede ser asociado a un constructivismo epistemológico4 . Sin la pretensión de profundizar en intrincadas cuestiones metateóricas, es posible mencionar aquí la propuesta jurídico-epistemológica de un constructivista como Vittorio Villa, que critica la idea, dominante en el pensamiento jurídico contemporáneo, de una “oposición 3. Sobre el constructivismo social en Kelsen, consultar García Amado (1996), Villa (1999) y Comanducci (1999). 4. En principio la teoría de la interpretación de Kelsen puede ser caracterizada como una teoría constructivista en ese sentido epistemológico, cuando sostiene que la interpretación “acompaña el proceso de aplicación del derecho en el progresivo paso de un plan superior a un plan inferior” (Kelsen 1981; Villa 1999: 142). Sin embargo, el encuadramiento de la teoría jurídica de Kelsen como una teoría constructivista desde el punto de vista epistemológico no es pacífico. Por una parte, hay quien sostiene que Kelsen se aleja del constructivismo en su teoría de la interpretación del Derecho. Así, recuerda Villa que cuando Kelsen discurre sobre la interpretación jurídica, este autor tiene en mente la interpretación realizada por los jueces y las demás autoridades dotadas de competencia institucional para aplicar el derecho, y no la interpretación llevada a cabo por la ciencia del derecho. En esta interpretación, la decisión acerca del significado de la norma individual es un acto de voluntad, y no un acto de conocimiento. La interpretación científica, por su parte, posee para Kelsen una relevancia limitada para la práctica jurídica, por cuanto a la ciencia del derecho solo le compete conocer el derecho por medio de “proposiciones jurídicas”, que son enunciados puramente descriptivos. En ese particular, Kelsen parece distanciarse de cualquier tipo de constructivismo (Villa 1999: 142). Por otra parte, Juan Antonio García Amado, por ejemplo, sostiene que Kelsen es un constructivista también en sentido epistemológico, pues su anti-absolutismo filosófico lo obliga a serlo. Kelsen define el absolutismo filosófico como “la concepción metafísica de la existencia de una realidad absoluta, es decir, una realidad que existe independientemente del conocimiento humano” (Kelsen 1993: 164). Como Kelsen no se conforma con el ideal platónico de que exista una realidad natural cuya existencia independe de los sujetos que la conocen y que es meramente reflejada en las teorías elaboradas con el fin de conocerla, él propone en sustitución al absolutismo filosófico un relativismo epistemológico. Al describir el Derecho como un sistema dinámico en que la aplicación de una norma general es al mismo tiempo creación de normas individuales, Kelsen argumenta que es necesaria una mediación subjetiva del intérprete para pasar de un nivel normativo a otro, es decir, para llegar a una norma individual desde una norma general. Por esa razón, García Amado sostiene que “Kelsen es relativista también en su teoría del conocimiento” (García Amado 1996: 133), y eso incluye el conocimiento sobre normas. El sentido objetivo de una norma (es decir, el sentido que ella tiene para el ordenamiento jurídico) es determinado por las leyes que rigen el pensamiento y el conocimiento (García Amado 1996: 133-134). Las leyes lógicas y las exigencias pragmáticas presupuestas para un conocimiento intersubjetivamente compartido garantizan la objetividad del conocimiento y rechazan el solipsismo y el pluralismo, pese al hecho de que el conocimiento sea necesariamente creativo. El marco definido por las expresiones normativas empleadas por el legislador puede ser conocido por medio de estas leyes del pensamiento. El debate sobre el constructivismo en Kelsen va allá de los límites del tema de este ensayo, de modo que no es necesario aquí establecer cuál de esas dos interpretaciones de la teoría del conocimiento de Kelsen es más acertada. No obstante, aunque la interpretación de la teoría jurídica de Kelsen que nos ofrece García Amado fuera la más correcta, aún así la teoría de la interpretación de Kelsen merecería ser revista en su aspecto epistemológico, ya que su constructivismo tiene alcance limitado. La idea de que todo lo que no puede ser conocido de manera objetiva es necesariamente arbitrario, es decir, que las valoraciones jurídicas son únicamente actos de voluntad, puede en buena hora ser sustituida por un constructivismo ético que intente ofrecer al menos algunos parámetros para justificar las tomas de posición y las valoraciones que los juristas suelen hacer en el proceso de aplicación del Derecho. El constructivismo de Kelsen no va más allá de la definición del marco de posibilidades semánticas de un texto normativo, y por eso desemboca en un no cognoscitivismo ético y en una teoría de la interpretación del Derecho que se acerca del realismo jurídico (ver, por ejemplo, Ruiz Manero 1990). 209 Thomas Bustamante mutuamente excluyente” entre la ciencia del derecho, definida como una “actividad descriptiva objetivamente connotada”, y las valoraciones jurídicas o actos de creación del derecho, entendidas como “tomas de posición de carácter meramente subjetivo”. En efecto, ese autor relata que gran parte de la doctrina jurídica contemporánea, especialmente en el paradigma positivista, permanece vinculada a una visión dicotómica entre los discursos jurídicos descriptivos y los discursos jurídicos evaluativos o prescriptivos. Esa postura teórica merecería ser sustituida, por razones epistemológicas, por una imagen constructivista del conocimiento (Villa, 1999). Con la adopción de esa postura epistemológica, el derecho pasa a ser encarado como una práctica social y se torna necesariamente reflexivo; su contenido no es completamente independiente del proceso intelectual que utilizamos para conocerlo. La aserción de que la actividad de interpretación del derecho es también un acto de su aplicación puede ser admitida desde que se reconozca que el acto de interpretación no sólo es un acto de voluntad, como quería Kelsen, sino también un acto de conocimiento del derecho. Dicho acto de interpretación se parece a un proceso hermenéutico en que podemos revisar nuestras precomprensiones iniciales y, de esa manera, reconfigurar el objeto de la interpretación5 . El resultado de la interpretación puede llevar así a normas individuales que creen excepciones a alguna de las normas generales inicialmente admitidas. Las excepciones a una norma están contenidas en nuevas normas que se insertan gradualmente en el sistema dinámico. Un sistema dinámico está constantemente abierto a la modificación. Admitir la derrotabilidad de las normas jurídicas significa, por lo tanto, reconocer dos circunstancias importantes: (i) inicialmente, es inviable suponer la existencia de una “norma perfecta”, capaz de proporcionar una descripción completa de 5. He tenido oportunidad de escribir algunas líneas sobre la hermenéutica en el pensamiento jurídico en Bustamante (2009-a, sección 3.3.2.1), dónde se encuentran ciertas referencias bibliográficas. Véase, también, el trabajo de Nelson Saldanha (2003). 210 Principios, reglas y derrotabilidad todas las circunstancias en las que debería ser aplicada. Tal hipótesis es francamente poco realista, de modo que, al lado de un discurso de justificación en que se elevan pretensiones de validez para las normas generales, es conveniente tener un discurso de aplicación del derecho al caso concreto que justifique la revisión y reinterpretación de dichas normas (Günther 1995: 274)6 ; (ii) en segundo lugar, ninguna norma jurídica regula por si misma su aplicación. De acuerdo con Alexy, el sistema jurídico tiene tres niveles, divididos en un costado pasivo y otro activo. El costado pasivo está formado por los niveles de los principios (1) y de las reglas (2), que son las dos clases de normas utilizadas en el discurso jurídico. El costado activo, a su turno, está formado por el nivel de la teoría de la argumentación jurídica (3), que “dice cómo, sobre las bases de ambos niveles (1 y 2), es posible una decisión racionalmente fundamentada” (Alexy 1988:148-149). Una teoría de la argumentación jurídica debe contener “normas para la fundamentación de normas” (Alexy 2007-a: 178). 6. En un discurso de aplicación no se discute la validez de una norma sino su adecuada aplicación a un caso concreto: “discursos de aplicación combinan la pretensión de validez de una norma con el contexto determinado, dentro del cual, en cada situación, una norma es aplicada” (Günther 2004: 79). La alusión a un discurso de aplicación hace necesario aclarar algo más. Cuando Klaus Günther distingue entre esos dos tipos de discurso, sostiene también que en el discurso jurídico cabrían sólo los discursos de aplicación, pues las decisiones sobre la validez de las normas jurídicas anteceden al proceso de argumentación judicial. Puede decirse que Günther está en lo correcto cuando diferencia los problemas de justificación y los problemas de aplicación de las normas morales (o, asimismo, de normas jurídicas). No obstante, es inexacto imaginar los discursos de aplicación y los discursos de justificación como disociados e independientes, como aparecen en la teoría de Günther. Un ejemplo extraído del debate entre Günther e Alexy sobre la tesis del caso especial puede ser especialmente útil para ilustrar ese argumento. Puede imaginarse un conflicto entre las normas N1, según la cual “debe cumplirse con las promesas que hechas a un amigo”, y N2, que establece el “deber de ayudar a personas enfermas que necesiten de asistencia”. En un supuesto concreto, el conflicto puede manifestarse de la siguiente forma: A promete a B que irá a su fiesta, pero C, gravemente enfermo, le pide asistencia. En esa situación, son necesarias “nuevas interpretaciones” de las situaciones fácticas, que llevan a la “mudanza, modificación o revisión” del contenido semántico de las normas en cuestión (Alexy 1993: 163; Günther 2004: 79). Para que se pueda hacer una aplicación adecuada del sistema normativo, es necesario, como resalta Alexy, modificar una de las normas que, en teoría, podría ser utilizada para la solución del caso. Una posible solución sería establecer la norma N1k, cuyo contenido sería: “alguien que haya prometido hacer algo tiene la obligación de hacerlo, excepto si, posteriormente, descubre que un amigo en dificultades necesita de ayuda al mismo tiempo” (Alexy 1993: 164). Sin embargo, al se examinar el ejemplo más detenidamente, se observa que N1k revela un contenido normativo adicional en relación con N1 e N2 (Alexy 1993: 165). La situación de aplicación que lleva a la derrota de N1 sólo se soluciona con la creación de una nueva nova norma concreta (N1k), que también necesita ser justificada. Esa conclusión llevó Alexy a rechazar, a mi juicio correctamente (consultar: Bustamante 2006), la tesis de Günther de que el discurso jurídico no sería un caso especial de discurso práctico, sino un caso especial de discurso de aplicación, por cuanto no habría lugar para discursos de justificación de normas en la argumentación jurídica. El contra-argumento de Alexy es que los discursos de justificación necesariamente tienen lugar en todos los discursos de aplicación, lo que desmonta el argumento de Günther. 211 Thomas Bustamante Esta concepción de la derrotabilidad trae como consecuencia la inseparabilidad entre la teoría del derecho y la teoría de la argumentación jurídica. Las reglas y procedimientos establecidos por la teoría de la argumentación jurídica – principalmente cuando se halla institucionalizadas (al menos de forma implícita) en las constituciones de los Estados democráticos de derecho, como cree Alexy – ingresan en el sistema jurídico y pretenden buscar, aunque sin la pretensión de alcanzar una certeza concluyente acerca de cuestiones prácticas, parámetros para determinar una decisión racional y (jurídicamente) correcta. Al analizar la derrotabilidad de las normas jurídicas, deben tenerse en cuenta dos cuestiones que se refieren respectivamente a la teoría del derecho y a la teoría de la argumentación. La primera consiste en explicar su surgimiento o demostrar su funcionamiento. Esa cuestión es fundamental para cualquier avance en la comprensión del funcionamiento del sistema jurídico y pertenece a la dimensión analítica de la filosofía del derecho. La segunda cuestión consiste en establecer cómo es posible justificar las decisiones que “derrotan” una determinada norma jurídica. Este problema se sitúa en la dimensión normativa de la filosofía del derecho, la cual busca ir más allá de las dimensiones empírica y analítica para “llegar a la orientación y crítica de la praxis jurídica, sobre todo de la praxis de la actividad judicial” (Alexy 2007-b: 15). El segundo grupo de cuestiones no puede ser enfrentado sin que se tenga claridad analítica acerca del funcionamiento de las normas. Cuando se indaga qué tipo de razonamiento puede ser invocado para rechazar la aplicabilidad de una norma jurídica de tal forma que se mantenga intacta su validez, es necesario comprender el funcionamiento y la estructura de los sistemas jurídicos para contestar a esta pregunta. En la siguiente sección, serán tratadas inicialmente las cuestiones analíticas vinculadas a la derrotabilidad, lo que presupone tanto un esclarecimiento acerca del carácter dinámico del sistema jurídico y de la estructura de las normas suscep212 Principios, reglas y derrotabilidad tibles de ser “derrotadas” como un análisis de las normas que pueden ayudar a fundamentar la derrotabilidad. 2. Principios, reglas y derrotabilidad En la sección anterior se abordó la derrotabilidad como una característica de las “normas jurídicas” en general. La base de la derrotabilidad estriba en el carácter dinámico del sistema jurídico. Si al aplicar una norma general siempre se crea una norma individual y si, además de ello, también la autoridad que establece la norma individual (sobre la base de una norma superior) excepcionalmente puede apartarse de la norma superior, entonces tenemos que el sistema jurídico es abierto, provisional y nunca puede ser completo. Sin embargo, describir el sistema jurídico como un sistema dinámico puede ser insuficiente para un análisis adecuado de la derrotabilidad. Es necesario hacer todavía una breve especificación para dilucidar cómo la diferencia entre reglas y principios, que se refiere a la estructura de las normas jurídicas, incide en la justificación teórica de la derrotabilidad. 2.1. La derrotabilidad como una característica de las reglas jurídicas La referencia a un sistema dinámico remite inicialmente a la teoría pura del Derecho de Hans Kelsen. En su teoría jurídica, además de la idea de que el sistema jurídico tiene un aspecto dinámico, hay dos hipótesis que nos interesan para los fines de este trabajo. La primera es que todas las normas jurídicas tienen una estructura condicional-hipotética y, por tanto, todas especifican ciertas condiciones en las cuales deben aplicarse. La segunda es que todas las reglas pueden ser exceptuadas. En el primer argumento, que puede ser designado como “tesis de las reglas”, Kelsen (1981: 115 y ss) considera que sólo hay dos tipos de normas en cuanto al aspecto estructural: normas categóricas y normas condicionales. Las primeras categóricas – serían normas que “prescriben un determinado 213 Thomas Bustamante comportamiento humano sin imponer condiciones previas”, o, en otras palabras, que prescriben la conducta “en todas las circunstancias”. Las omisiones parecen ser previstas en ese tipo de normas (categóricas) por cuanto, al parecer, prescriben el comportamiento humano de manera incondicional, “o lo que es el mismo, en todas las circunstancias” (Kelsen, 1982: 253). Sin embargo, para Kelsen, incluso estas normas son normas hipotéticas, y no categóricas, pues no pueden ser prescritas de manera incondicional, dado que de lo contrario ellas podrían ser cumplidas o violadas de manera incondicional, lo que en realidad no ocurre (Kelsen, 1982: 253). En consecuencia, las normas que establecen una omisión sólo son posibles en determinados supuestos. De esta manera, no se podría matar o hurtar en todas las circunstancias, sino sólo en circunstancias bien determinadas (Kelsen 1981: 115). Una vez excluida la existencia de normas categóricas, Kelsen afirma la tesis de que en el sistema jurídico sólo existen normas hipotéticas: “La condición bajo la cual se norma la omisión de una determinada acción, es la suma de las circunstancias bajo las cuales la acción es posible. A ello se agrega que en una sociedad empírica no puede darse ninguna prescripción de omisión que no admita alguna excepción. Aun los mandamientos más fundamentales, como el de no matar; el de no sustraer a nadie un bien de su propiedad sin su consentimiento o su conocimiento; el de no mentir, sólo valen con ciertas limitaciones. Los sistemas sociales positivos deben siempre establecer las condiciones bajo las cuales no está prohibido matar, privar de la propiedad o mentir. Esto también muestra que todas las normas generales de un sistema social empírico, inclusive las normas generales que prescriben omisiones, sólo pueden prescribir determinada conducta bajo muy específicas condiciones, y que, por lo tanto, toda norma general establece una relación entre dos hechos que puede ser descrita en un enunciado según el cual, bajo determinada condición, debe producirse determinada consecuencia” (Kelsen, 1981: 116). 214 Principios, reglas y derrotabilidad Cuando Kelsen sostiene que sólo existirían normas hipotéticas, o sea, que contienen determinaciones acerca de una determinada acción que se exige, prohíbe o permite, deja claro que el sistema normativo sólo podría incluir normas que caen bajo la definición contemporánea de “reglas”. La segunda tesis – la tesis de la derrotabilidad – puede ser claramente vislumbrada cuando Kelsen explica la posibilidad de “conflicto de normas de diferentes escalones”. Sabemos que para Kelsen el orden jurídico presenta una estructura escalonada de normas supra e ínfra ordenadas unas a las otras. La autoridad judicial, cuando “aplica” una norma general establecida por el legislador, está creando una norma individual cuyo contenido es determinado por las normas generales. La decisión judicial no es meramente declaratoria de las normas jurídicas generales concretadas por el juez sino que posee un carácter constitutivo: “la norma individual que estatuye que debe dirigirse una sanción bien específica contra determinado individuo, es recién creada por la sentencia judicial, no habiendo tenido validez anteriormente” (Kelsen 1981: 248). El problema surge cuando se verifica un conflicto entre una norma de un escalón inferior y otra de un escalón superior. Para Kelsen, la hipótesis de una “norma contraria a las normas” es una contradictio in terminis: “una norma en cuyo respecto pudiera afirmarse que no corresponde a la norma que determina su producción, no podría ser vista como norma jurídica válida, por ser nula, lo que significa que, en general, no constituye norma jurídica alguna. Lo que es nulo no puede ser anulado por vía del derecho” (Kelsen 1981, p. 274). Así, “Afirmar que una sentencia judicial, o una resolución administrativa son contrarias a derecho, sólo puede querer significar que el procedimiento en que la norma individual fue producida no corresponde a la norma que determina ese procedimiento, o que su contenido no corresponde al contenido de la norma general determinante, producida por vía legislativa o costumbre. (…) La sentencia del tribunal de primera instancia – y ello quiere decir, la norma individual producida con 215 Thomas Bustamante esa sentencia – no es nula, según el derecho tenido por válido, aun cuando el tribunal competente para resolver la cuestión la considere ‘contraria a derecho’. Sólo es anulable, es decir, puede solamente ser anulada mediante uno de los procedimientos determinados por el orden jurídico” (Kelsen 1981: 274-275). Las normas en conflicto con normas superiores que forman su base de validez solo son susceptibles de anulación mediante un proceso determinado (en el caso de una decisión judicial, un recurso de casación; en el caso de una Ley infraconstitucional, una acción de inconstitucionalidad). Lo más importante para el presente trabajo es la solución planteada por Kelsen para el problema de una decisión judicial proferida por un tribunal de última instancia, o sea, una decisión que no se puede recurrir. Kelsen tiene que admitir la posibilidad de que ese tribunal decida en sentido contrario a lo que establece la norma general, sin que ello implique necesariamente la pérdida de la validez de su decisión: “el tribunal de última instancia está facultado para producir o bien una norma jurídica individual, cuyo contenido se encuentra predeterminado por una norma general producida por vía legislativa o consuetudinaria, o bien, una norma jurídica individual cuyo contenido no está así predeterminado, sino que tiene que ser determinado por el tribunal mismo de última instancia”. En síntesis: “una sentencia judicial, mientras mantenga validez, no puede ser contraria a derecho” (Kelsen 1981: 275-276). Cabe señalar que Kelsen admite la tesis de la derrotabilidad de todas las normas jurídicas, incluso de las normas de más alto rango jerárquico en el sistema de fuentes formales del derecho. La doctrina en general denomina la posibilidad del juez decidir contra el contenido de una norma superior de “cláusula alternativa tácita”, cuya consecuencia sería la siguiente: “en virtud de la cláusula alternativa tácita que acompañaría a todas las normas aplicables para la creación normativa pueden adquirir validez normas individuales cuyo contenido resulte incompatible con el contenido [expreso] de las normas generales correspondientes” (Ruiz Manero 1990: 86). 216 Principios, reglas y derrotabilidad 2.2. La distinción entre reglas y principios y la tesis de la derrotabilidad 2.2.1. La relación entre principios y reglas y la institucionalización de los derechos fundamentales Más allá de la mención a las dos teorías kelsenianas arriba expuestas, lo más probable es que la teoría jurídica contemporánea acerca de la derrotabilidad de las normas jurídicas esté mayormente apoyada en la distinción entre reglas y principios. Esa clasificación estructural de las normas pude enriquecer de modo significativo el estudio de la derrotabilidad. La tendencia de doctrina contemporánea es aceptar la segunda teoría de Kelsen (la de la derrotabilidad) pero rechazar la primera (la de las reglas), de tal manera que aparece una tercera categoría de normas que no fue pensada originalmente por Kelsen: los principios. Una vez incorporados los principios a las constituciones con el más elevado grado de normatividad, ellos pasan a ejercer un “efecto de irradiación” sobre el ordenamiento jurídico y de esa manera actúan como las razones más relevantes para la justificación de las decisiones que juegan en contra de la aplicación de una determinada norma jurídica en situaciones en las que debería ser aplicada ordinariamente. La distinción entre reglas y principios juega, como veremos, un importante papel en la construcción de un modelo teórico que justifique la derrotabilidad. Una de las más sofisticadas propuestas teóricas de diferenciación entre esas dos clases de normas jurídicas es la formulada por Robert Alexy. En el ámbito del presente trabajo, su teoría será utilizada para explicar cómo la derrotabilidad se articula en el razonamiento jurídico y para ofrecer un modelo argumentativo para justificarla cuando la aplicación de una norma se vuelve problemática. Como es sabido, este autor define los principios como “normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes”. De esa forma, “los principios son mandatos de optimización, que se caracterizan porque pueden cumplirse en diferente grado y que la medida debida de su cumplimiento 217 Thomas Bustamante no sólo depende de las posibilidades reales sino también de las jurídicas”. La gama de posibilidades jurídicas es determinada por las otras normas (reglas y principios) que actúan en sentido contrario. Las reglas, a su vez, son “normas que sólo pueden ser cumplidas o no”. Si una regla es valida, “entonces debe hacerse exactamente lo que ella exige, ni más ni menos. Por lo tanto, las reglas contienen determinaciones en el ámbito de lo fáctica y jurídicamente posible” (Alexy 2007-b: 67-68). Esa clasificación es metodológicamente relevante porque implica una distinción relativa al modo de aplicación de las dos clases de normas. Mientras los principios deben ser optimizados de acuerdo con el principio de proporcionalidad, a fin de establecer las posibilidades reales y jurídicas en que ellos deben ser aplicados - de modo que la operación básica para su aplicación es la ponderación -, las reglas contienen mandatos definitivos y la operación básica para su aplicación es la subsunción. El modelo de Alexy, a pesar de establecer un criterio ontológico fuerte para diferenciar las dos clases de normas, presupone la existencia de relaciones estrechas entre los principios y las reglas, especialmente cuando esas normas se sitúan en distintos niveles jerárquicos, como en el caso de la expedición de reglas legislativas que definen el ámbito de aplicabilidad de los derechos fundamentales. Cuando considera el origen de las normas de derecho fundamental, Alexy concibe dos clases en las que ellas pueden ser agrupadas. Por una parte, hay normas de derechos fundamentales “directamente estatuidas” por el texto constitucional. Por otra parte, existe también una clase de normas de derecho fundamental no establecidas directamente en la ley fundamental, pero que son constitucionalmente relevantes porque ofrecen un remedio para la apertura semántica y estructural de las normas de derecho fundamental directamente estatuidas en la Constitución (Alexy 2007-b: 49). Alexy denomina a ese segundo grupo “normas de derecho fundamental adscritas”. La relación entre una norma directamente estatuida y una norma adscrita es 218 Principios, reglas y derrotabilidad una relación de precisión (en la medida en que esa determina el contenido semántico de la primera y favorece su aplicabilidad) y una relación de fundamentación (en la medida en que la primera fornece el fundamento de validez de la segunda). “Una norma adscrita”, argumenta Alexy (2007-b: 53), “tiene validez y es una norma de derecho fundamental, si para su adscripción a una norma de derecho fundamental directamente estatuida es posible aducir una fundamentación iusfundamentalmente correcta”. Cuando se da ese caso, la importancia de la norma adscrita es crucial porque resultaría imposible aplicar un derecho fundamental sin atender a la norma adscrita que establece su ámbito de protección. En el modelo teórico de Alexy existe una íntima relación entre la diferenciación de las normas de derecho fundamental en cuanto a su origen (normas directamente estatuidas o normas adscritas) y en cuanto a su estructura (principios o reglas). Esa relación es más nítida cuando se tiene en cuenta la regla acerca de las colisiones de principios constitucionales que Alexy denominó “la ley de la colisión”. Una colisión de principios constitucionales solo puede ser resuelta por medio del establecimiento de ciertas relaciones de prioridad condicionada entre los principios en colisión. Dichas relaciones son establecidas mediante reglas de precedencia entre los principios constitucionales que pueden ser caracterizadas como normas adscritas. Alexy llega, por lo tanto, a una importante conclusión: Las colisiones de principios son resueltas únicamente por la creación de normas adscriptas que tienen la naturaleza de reglas. Ese es el contenido de la llamada “ley de la colisión”, que fue elaborada por Alexy para explicar la relación entre principios y reglas. Esa ley de colisión puede ser canónicamente enunciada de la siguiente manera: “las condiciones bajo las cuales un principio tiene precedencia sobre otro constituyen el supuesto de hecho de una regla que expresa la consecuencia jurídica del principio precedente” (Alexy 2007-b: 75). Otra importante conclusión que puede ser extraída de la ley de la colisión y que ayuda a comprender el fenómeno 219 Thomas Bustamante de la derrotabilidad es: las “reglas, cuando son racionalmente justificables, son el resultado de una ponderación entre principios” (Alexy 2005-b: 323). Cuando el legislador establece una regla, esta puede ser presentada como el resultado de una elección (obviamente dentro de un margen de discrecionalidad fijado por la constitución) acerca de la precedencia de determinado principio constitucional en la situación que figura como supuesto de hecho de esa regla. La legislación ocupa un lugar central en el modelo teórico de Alexy porque ella universaliza la solución para las colisiones de principios y establece una prioridad de las decisiones democráticas del legislador en todas las situaciones oscuras del texto constitucional. Toda regla debe ser formulada en un leguaje universal. Sin embargo, las reglas mantienen una relación con los principios que las justifican. Como Aleksander Peczenik bien observa, si la distinción entre principios y reglas de Alexy fuera aceptada “toda regla jurídica puede ser presentada como el resultado de una ponderación de principios realizada por el legislador” (Peczenik 2000: 78). Esa relación entre los principios y las reglas es un presupuesto de la teoría de Alexy y debe ser preservada si se quiere vincular la teoría de los principios al discurso práctico en general, como pretende Alexy. En efecto, la vinculación entre la teoría de los principios y el discurso práctico general es un aspecto nuclear de su teoría. Es por esa vía que se establece una teoría de la argumentación iusfundamental, la cual convierte el modelo de ponderación de un “modelo de decisiones” acerca del peso de los derechos fundamentales en un “modelo de fundamentación”, o sea, de un modelo voluntarista (en que la ponderación puede ser presentada como el resultado de una simple decisión) en un modelo en el que las reglas adscritas de una disposición de derecho fundamental pueden ser presentadas como el resultado de un proceso argumentativo racional. En su teoría de la argumentación jurídica, Alexy sostiene la tesis de que en todos los actos de habla regulativos, incluso los jurídicos, hay implícita una pretensión de corrección que, aunque no se limita a, incluye la exigencia de una corrección 220 Principios, reglas y derrotabilidad en el sentido moral. El autor extrae una afirmación correlativa que posee grande relevancia a la hora de determinar los argumentos que pueden ser empleados en el discurso jurídico: la tesis del caso especial, de acuerdo con la cual el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico general. Esa idea es justificada de la siguiente manera: “(La tesis del caso especial) se fundamenta (1) en que las discusiones jurídicas se refieren a cuestiones prácticas, es decir, a cuestiones sobre lo que hay que hacer u omitir, o sobre lo que puede ser hecho u omitido, y (2) estas cuestiones son discutidas desde el punto de vista de la pretensión de corrección. Se trata de un caso especial, porque la discusión jurídica (3) tiene lugar bajo ciertas condiciones de limitación (entre las cuales, especialmente, figura la exigencia de que la decisión esté fundamentada en el marco del ordenamiento jurídico)” (Alexy 2007-a: 205). Es con base en la tesis del caso especial como se sostiene, por ejemplo, la “unidad del discurso práctico”, según la cual el discurso jurídico no puede prescindir de argumentos morales que se encuentren imbricados en la argumentación judicial. Una decisión judicial que no cumpla con las exigencias de una moralidad procedimental universalista (que presupone un constructivismo ético al estilo de Habermas) es considerada como una decisión defectuosa por razones conceptuales7. 7. La conexión que se establece por la vía de la tesis del caso especial es una conexión entre el derecho y una moral constructivista. No es una moral objetiva que tenga contenidos predeterminados y que exista independientemente del discurso. Es una moral para cuya fundamentación la religión o cualquier otra especie de factor potencialmente constrictivo o autoritativo no puede ejercer ningún papel, pues sus normas sólo pueden ser el producto de un discurso racional conducido bajo ciertas condiciones que se aproximan de la idea regulativa de una situación ideal de habla en que los puntos de vista morales pueden ser criticados y revisados por todos en un proceso que garantice la igualdad de acceso y participación en el discurso. Esa situación ideal de habla sirve para fundamentar una serie de reglas procesales por el método que Habermas denominó de “pragmático-universal”. Como explica Habermas, la tarea de la pragmática-universal es “identificar y reconstruir las condiciones universales del mutuo entendimiento posible” (Habermas 2003: 21). Cualquier persona que actúe comunicativamente “debe, al realizar un acto de habla, sostener pretensiones de validez universales y suponer que ellas puedan ser fundamentadas (vindicated; einlösen)” (Habermas 2003: 22). Una de las reglas de argumentación más importantes fundamentadas por esa vía es el principio U, que fue enunciado de la siguiente manera: “U: una norma es válida cuando todas las consecuencias y efectos colaterales previsibles de su observancia general bajo los intereses y orientaciones valorativas de cada individuo puedan, sin cualquier forma de coerción, ser conjuntamente aceptados por todos los afectados por ella” (Habermas 1999: 42). “U” desempeña, para Habermas, la función de una regla de argumentación que especifica como normas morales pueden ser construidas y justificadas. Este principio está, por lo tanto, en el centro de la “ética del discurso”. El modelo ético-discursivo de justificación 221 Thomas Bustamante La característica más destacada de la teoría de Alexy es esa conexión entre el discurso práctico y el discurso jurídico: el derecho se abre a una moral procedimental de carácter universalista. Los principios fundamentales de la constitución son la expresión positivada de la institucionalización de la moral por parte del derecho. No obstante, es evidente que una concepción de moral procedimental como la que propone Habermas encuentra varias limitaciones. Resulta imposible alcanzar un consenso racional motivador para un grupo de problemas prácticos que, a pesar de que permanecieren insolubles por la moralidad crítico-procedimental, tienen que ser resueltos por el derecho. En este punto específico, Alexy reafirma la importancia de las reglas y del principio democrático en la justificación y en la aplicación del derecho. La necesidad de un discurso específicamente jurídico, en caso de que se admita la tesis del caso especial, puede ser fundamentada en deficiencias del discurso práctico general como los “problemas de conocimiento” (o sea, las dificultades para se determinar la acción correcta a la luz de los principios morales aisladamente considerados) y los “problemas de cumplimiento” (la dificultad de garantizar efectividad a las decisiones alcanzadas por la vía del discurso práctico). El discurso jurídico – y, añadimos, especialmente la argumentación jurídica en el contexto de la legislación – resuelve cuestiones que permanecen abiertas en el discurso práctico. La necesidad del discurso jurídico deriva del propio discurso práctico en la medida que aquel es un “medio necesario para la realización de la razón práctica” y, de esa manera, un “elemento necesario de la racionalidad discursiva realizada” (Alexy 2007-a: 315). Ahora bien, la misma relación que se establece entre el discurso práctico y el discurso jurídico se desarrolla también entre los principios establecidos en la constitución y las reglas creadas en el proceso legislativo democrático. Los principios padecen los mismos problemas que “consiste en la derivación del principio fundamental U a partir del contenido implícito de las presuposiciones universales del discurso” (Habermas 1999: 43). Si Alexy presupone una conexión entre el derecho y la moral, él presupone con ello que las normas jurídicas están conectadas a las normas que pueden ser construidas con la ayuda de U. 222 Principios, reglas y derrotabilidad el discurso práctico, especialmente los problemas de conocimiento, y, por ello, sus soluciones para los problemas jurídicos concretos son tan indeterminadas como las que se presentan en el discurso práctico. Es ahí donde surge la necesidad de concreción legislativa para garantizar efectividad a los derechos fundamentales. Las reglas que derivan de ese proceso no pierden, sin embargo, sus conexiones con los principios que las fundamentan y no pueden ni ser interpretadas sin una referencia explicita a tales principios ni tampoco pueden ser construidas de modo que traspasen los límites al marco discrecional que ellos establecen para el legislador. Alexy necesita, por lo tanto, una clara distinción entre principios y reglas para seguir afirmando al tiempo la tesis del caso especial y el correlativo carácter vinculante de las normas establecidas por la vía del proceso legislativo democrático. Las excepciones a los supuestos de hecho de las reglas jurídicas no pueden ser justificadas por la simple realización de una nueva ponderación de principios aplicada al caso concreto, como si las reglas establecidas por el legislador fuesen también principios. En el caso de una colisión entre una regla válida y un principio constitucional, es posible ponderar el principio que justifica la existencia de una regla con otros principios directamente estatuidos en la constitución, pero no se puede descuidar la relevancia del hecho de que la existencia de una regla “atribuye consecuencias a casos de un tipo particular en la forma especificada en sus condiciones”, de suerte que el legislador eleva una pretensión de haber dado la “última palabra” sobre los casos-tipo establecidos en esta regla (Peczenik y Hage 2000: 210). La existencia de una regla implica, por lo tanto, la existencia de una pretensión de estabilidad para el resultado de las ponderaciones de principios realizadas por el legislador, es decir, una pretensión de que esos resultados tienen carácter definitivo. 223 Thomas Bustamante 2.2.2. Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas La pretensión de estabilidad de las reglas jurídicas anteriormente mencionada no es sin embargo una garantía de su carácter definitivo. Cuando se habla de una pretensión, obviamente se hace referencia a algo que debe ser reivindicado o fundamentado discursivamente. Pero no siempre habrá éxito en esa labor de fundamentación, y por, ello se puede afirmar que las reglas poseen la característica de la derrotabilidad. Como Alexy sostiene con claridad, su distinción entre reglas y principios no implica que las reglas sean normas de cumplimiento obligado en el modelo del “todo o nada”, como había sugerido Dworkin en sus ensayos de la década de 1960 (Dworkin 1968). Según Alexy, no todos los conflictos entre reglas y principios son resueltos con el reconocimiento de la invalidez de una de ellas ya que, en algunas circunstancias, es posible establecer una excepción a una de esas reglas. En otras palabras, no toda colisión entre reglas jurídicas se da en el nivel abstracto de la validez. Como consecuencia, es razonable suponer también que hay conflictos concretos que se dan en el nivel de la aplicación práctica. Es precisamente eso lo que Alexy tiene en mente cuando resalta que no es correcto afirmar que todos los principios tienen “el mismo carácter prima facie” y que todas las reglas poseen “el mismo carácter definitivo”, como tampoco es correcto afirmar que por consiguiente las reglas son aplicadas según el modelo del “todo o nada”. El modelo teórico de Dworkin es demasiado sencillo para explicar el carácter prima facie de las reglas y los principios y, por ello, es necesario construir un modelo teórico distinto que sea capaz explicar satisfactoriamente el fenómeno. Dicho sistema diferenciado es necesario porque siempre es posible introducir en la motivación de una decisión jurídica una cláusula de excepción (en una de las reglas). Si ello acontece, entonces la regla pierde su carácter definitivo para la decisión del caso concreto (Alexy 2007-b: 79 y ss). La principal diferencia que se establece entre la teoría de Alexy y los escritos iniciales de Dworkin está en que el autor alemán, 224 Principios, reglas y derrotabilidad al contrario del americano, admite y considera imprescindibles tanto la interrelación entre las reglas y los principios como la derrotabilidad de las reglas jurídicas, como se puede comprobar en la explicación de Carlos Bernal Pulido: “(L)a aplicación de la manera ‘todo o nada’ implica necesariamente que todas las excepciones a las reglas puedan ser reconocidas de antemano. Alexy sostiene que en los complejos sistemas jurídicos modernos no es posible conocer siempre todas las excepciones a las reglas, entre otras razones, porque en las específicas circunstancias de cada supuesto concreto en que las reglas deban ser aplicadas, pueden aparecer nuevas excepciones. Además, en todo caso, si fuera posible conocer de antemano todas las excepciones a las reglas, también seria posible conocer y prever todas las excepciones que pueden formularse a los principios. Como consecuencia, la diferencia entre principios y reglas sería solo una diferencia de grado (…). Como consecuencia, según ese criterio de distinción, tanto los principios como las reglas se aplicarían de la misma manera: de forma todo o nada, y no existiría una diferencia lógica entre ellos (Bernal Pulido 2007-a: 579). Problemas como estos llevan a Alexy a rechazar de manera expresa la clasificación propuesta por Ronald Dworkin (véase Alexy 1988: 141 y ss), aunque conservando la idea general de que los principios poseen una dimensión de peso o importancia. De esta manera, la distinción entre principios y reglas se mantiene como una cuestión empírica u ontológica: Alexy afirma que existen normas que contienen determinaciones en relación con una conducta (reglas) y otras que tan sólo establecen un estado ideal de cosas que debe ser obligatoriamente buscado en la mayor medida de lo posible (principios). Del hecho de que estas permitan que se justifique el incumplimiento de aquellas es que se deduce la derrotabilidad de las reglas jurídicas. Como consecuencia, la derrotabilidad se presenta como una característica de las reglas jurídicas, las cuales son las normas más rígidas del sistema jurídico. Curiosamente, la 225 Thomas Bustamante teoría de Alexy permite sostener que las normas derrotables son reglas, y no principios, pues sólo es posible derrotar una norma que haya especificado una serie de consecuencias que deben ser aplicadas en un caso concreto. Como los principios jurídicos no hacen ese tipo de previsión (no establecen una consecuencia determinada para un conjunto de situaciones fácticas), ellos no pueden sometidos a excepciones. Los principios tienen que ser convertidos en reglas para que sus consecuencias en un caso concreto sean conocidas. Únicamente después de la ponderación de principios es que se llega a una regla en que se permite subsumir el caso concreto para determinar la conducta exigida por el Derecho8 . Ese proceso de 8. Uno de los presupuestos del análisis de las relaciones entre reglas y principios realizado arriba es la tesis de que los principios “exigen la aceptación de ciertas normas particulares como definitivamente válidas” (Sieckmann 2006: 84), es decir, ellos funcionan como razones para la producción de reglas. Esta idea es admitida tanto por Alexy como por sus críticos. Cuando Jan-R Sieckmann propone definir los principios como “argumentos normativos que tienen la estructura de mandatos reiterativos de validez” (Sieckmann 2006: 82), este autor sostiene que el procedimiento de ponderación y sopesamiento de principios acaba siempre en una norma (regla) individual que se establece como válida, de modo que “los principios implican la pretensión de que una norma N debe ser aceptada como definitivamente válida” (Sieckmann 2006: 86). Así mismo, Alexy sostiene en su “ley de colisión” que al final de toda ponderación se llega a una norma adscripta que establece cual de los principios tiene prioridad en el caso concreto. Como resultado de una ponderación o una argumentación a partir de un principio siempre se establece una regla. Podemos concluir, por lo tanto, que los procesos de aplicación y ponderación de principios constituyen procesos de creación de reglas individuales, tal como Kelsen ya había indicado en su análisis de la dinámica jurídica. Como es necesaria esa “transformación” de los principios en reglas antes de su aplicación concreta, la tesis de que lo que se derrota son las reglas, y no los principios, parece plausible. Sin embargo, esa tesis (de que los principios no son derrotables porque no se puede establecer de antemano sus consecuencias normativas) puede ser objetada si se toma en cuenta las críticas que Aulis Aarnio y Jan-R Sieckmann han dirigido contra la teoría de las normas propuesta por Robert Alexy. Argumenta Aarnio que cuando se define los principios como mandatos de optimización que ordenan que algo sea realizado en la máxima medida posible, “este mandado tiene en realidad un carácter definitivo”, ya que “sólo puede ser cumplido o incumplido, y siempre está ordenado cumplirlo plenamente” (Alexy 2003: 108). “O se optimiza o no se optimiza. Por ejemplo, en caso de conflicto entre dos principios, se debe armonizar los principios de manera óptima y sólo de manera óptima” (Aarnio 1990: 187; Alexy 2003: 108). Así, la clasificación de los principios como mandatos de optimización no implicaría la existencia de diferencias estructurales entre principios y reglas. Si esta objeción estuviera fundada, entonces podría decirse que los principios tienen la misma estructura que las reglas, pues la exigencia de optimizar sería apenas la consecuencia normativa que ellos prevén. Nada obstaría, así, a que se introdujese una excepción en los principios, de modo que en el caso x no sería más necesario optimizar el principio P. No obstante, Alexy aborda la poderosa objeción de Aarnio al establecer una distinción entre los principios en cuanto “mandados que se optimizan” (esto es, deberes ideales que deben ser optimizados) y las normas que establecen el “mandato para optimizar” (Alexy 2000: 300). Si esta distinción es correcta, entonces parece razonable sostener que en todos los sistemas jurídicos donde hay principios existe una meta-norma (del tipo regla) según la cual los principios deben ser optimizados siempre en la máxima medida. Dicho de otro modo, “si P es un principio dotado de validez en el sistema jurídico S, entonces S contiene una meta-regla ROpt que establece el deber de optimizar P en todos los casos a los cuales P sea aplicable” (véase que la estructura de esta regla es idéntica a la de la máxima de proporcionalidad). Surge entonces una importante pregunta: ¿Puede ROpt ser excepcionada? O aun: ¿Es ROpt derrotable? Si quisiéramos mantener intacta la teoría de los derechos fundamentales de Alexy y la ley de colisión, entonces la respuesta parece ser negativa, pues si no fuera así los principios perderían su dimensión de peso y no podrían más ser definidos como normas que ordenan que algo sea realizado en la máxima medida posible. Una de las características más esenciales de los principios es que ellos conservan su normatividad incluso para los casos en que son superados por otros principios, de modo que admitir 226 Principios, reglas y derrotabilidad concretización de los principios impone que se fundamenten enunciados formulados en un lenguaje universal, o sea, reglas de derechos fundamentales adscritas9 . La existencia de normas del tipo de los principios no invalida las reglas J.2.1 y J.2.2 de la Teoría de la argumentación jurídica de Alexy, que disponen que “para la fundamentación de una decisión jurídica debe aducirse por lo menos una norma universal” y, de modo correlato, “la decisión jurídica debe seguirse al menos de una norma universal, junto con otras proposiciones” (Alexy 2007-a: 215). Como puede observarse, hay una mutua dependencia entre los principios y las reglas en la teoría de la argumentación iusfundamental de Alexy: de un lado, los principios sólo adquieren eficacia si de ellos se puede extraer reglas formuladas en lenguaje universal; y de otro, las reglas no pueden ser aplicadas sin atención a los principios que les fundamentan. El efecto de irradiación de los principios es lo que constituye el fundamento para el carácter prima facie de las reglas y para su derrotabilidad. Se aplica en ese campo la técnica de la reducción, que consiste en la eliminación de una parte del “núcleo lingüísticamente no controvertido” de una norma jurídica (Peczenik 1983: 51), es decir, en la introducción de una “cláusula de excepción” en una norma establecida por el legislador con base en un principio. Sin embargo, se establece una carga de argumentación especial para quien quiera defenla existencia de excepciones en el mandato para optimizarlos sería tratarlos como reglas, y no más como principios. Como explica Alexy, “existe una relación necesaria entre el deber ser ideal, es decir, entre el principio como tal, y el mandato de optimización, en cuanto regla” (Alexy 2003: 109). Siempre que se clasifica una norma como un principio, se establece un mandato incondicional para optimizarla. ROpt es, por lo tanto, lo que Kelsen llamó de una “norma categórica”, esto es, una norma que prescribe una conducta humana “bajo cualquier condición” (Kelsen 1981: 115). Sólo si la validez incondicional de ROpt es presupuesta se puede decir al mismo tiempo que hay un deber jurídico de optimizar los principios jurídicos y que estos principios tienen una estructura diferente de la de las reglas (agradezco a Carlos Bernal Pulido por haber atraído mi atención sobre este problema). 9. Con ello no se niega que principios constitucionales puedan establecer un marco o límite al poder de concreción de los derechos fundamentales del legislador. Hay posiciones y condiciones que pueden ser fundamentadas mediante un discurso inmediatamente referido a las normas directamente instituidas en la constitución. El control de constitucionalidad es una instancia en la que las decisiones legislativas que se encuentran más allá del margen de libertad determinada por el constituyente son sometidas a un control de racionalidad. Los tribunales constitucionales, por lo tanto, establecen también una serie de reglas adscritas que ayudan a establecer el ámbito de aplicación de cada derecho fundamental, de suerte que la distinción entre las reglas y los principios presupone también un cierto grado de vinculación para los precedentes judiciales de las cortes constitucionales. Sobre ese tema, he tenido la oportunidad de hacer una reflexión más profunda en Bustamante (2009-a) y Bustamante (2009-b). 227 Thomas Bustamante der la no aplicación de una regla a una situación cubierta por su supuesto de hecho, pues siempre habrá principios formales (o, como se les puede llamar, principios institucionales) que juegan a favor del mantenimiento de las consecuencias de la regla establecida por el legislador (Alexy 2007-b: 81). Para se crear una excepción a una regla que contiene una enumeración de tipo numerus clausus es necesario incluir en el proceso de ponderación principios formales como el principio democrático, el principio del Estado de Derecho y todas las reglas que definen el proceso legislativo, demostrando que existen razones incluso para superar el peso del material institucionalmente establecido por el legislador. El establecimiento de excepciones casuísticas a las reglas jurídicas existentes en un dado espacio y tiempo implica decisiones contra legem que, según Aleksander Peczenik y Jaap Haje (2000: 313), son en verdad “creación del derecho por vía de la interpretación”, en la cual se impone al jurista práctico una pesada carga de argumentación. Los casos de derrotabilidad de reglas jurídicas válidas encuentran una justificación en el hecho de que – por más de que las reglas estén caracterizadas por la presencia de un componente descriptivo que permite la deducción (después de su interpretación) de un comportamiento debido – ellas “sólo están basadas en un conjunto finito de informaciones” (Hage 1997: 4 y 85). Hay que introducir, por lo tanto, una distinción entre la exclusión de una regla (la cual implica el establecimiento de una excepción a su supuesto de hecho) y su invalidación: “si una regla es inválida, eso significa – en cierto sentido – que ella no existe y que, por lo tanto, ni siquiera puede generar cualquier tipo de razones (para un comportamiento)”. Por otra parte, la exclusión sólo tiene cabida delante de un caso particular: “una regla sólo puede ser excluida si es valida.” (Hage 1997: 109). Los casos de derrotabilidad de una norma jurídica son siempre casos de decisiones contra legem. Son casos trágicos en el sentido de Manuel Atienza, por cuanto sólo pueden ser resueltos correctamente si suponen una excepción al ordenamiento jurídico. En esos casos, escribe Atienza (2000: 228 Principios, reglas y derrotabilidad 34), “no existe ninguna respuesta correcta”. No sería exagerado decir que estos son los casos más difíciles que se pueden hallar en la argumentación jurídica. 3. Excurso: la derrotabilidad según un modelo de sistema jurídico alternativo al que distingue entre reglas y principios En el apartado anterior fue presentada una interpretación del modelo teórico propuesto por Robert Alexy para diferenciar las reglas y los principios que justifica la derrotabilidad de las reglas jurídicas a partir de sus interacciones con los principios jurídicos: los principios que subyacen a las reglas pueden ser ponderados con los principios que justifican una excepción en su supuesto de hecho. Si el peso de estos últimos en el caso concreto fuera lo suficientemente fuerte para superar el peso de los primeros y además para superar el peso de los principios formales que imponen la vinculación del juez a las decisiones del legislador, entonces puede ser admitida una decisión contra legem en el caso concreto. Esa decisión goza de una presunción prima facie de ilegitimidad, que es correlativa a la pretensión estabilidad que tienen las decisiones del legislador, pero puede ser justificada si el aplicador de la norma consigue cumplir con las cargas de argumentación que derivan de esa presunción. Ese modelo será la base para el desarrollo de una teoría de la derrotabilidad en la sección final del presente trabajo. Sin embargo, antes de adentrar en ese tema, es recomendable demostrar la superioridad de ese modelo en relación con los modelos alternativos. Hay dos enfoques alternativos al modelo resumido en el párrafo anterior. El primer de ellos explica el ordenamiento jurídico como un sistema puro de principios y el segundo lo explica como un sistema puro de reglas. En los dos casos, una distinción estructural rígida como la de Robert Alexy es rechazada. En las próximas secciones analizaremos algunos de los problemas que la derrotabilidad genera para esos enfoques alternativos. 229 Thomas Bustamante 3.1. Un modelo puro de principios Quizás la principal relevancia de la distinción entre reglas y principios estriba en su modo de aplicación. El carácter de mandados de optimización hace que los principios se apliquen por la ponderación, y no según la operación de la subsunción. Ello significa que es necesario optimizarlos y es posible restringir su aplicación sin que su validez resulte afectada por la restricción. Las reglas, a pesar de que puedan ser excepcionadas en los casos difíciles, no poseen una dimensión de peso y sólo pueden ser aplicadas o no. Cuando se presenta un modelo puro de principios, el sistema jurídico pasa a ser compuesto tan solo por normas que pueden ser ponderadas10 . Si se elimina la diferencia entre reglas y principios, todas las normas pueden ser aplicadas de la misma manera. La teoría de los principios propuesta por Alfonso García de Figueroa es un típico modelo puro de principios. Este autor sostiene que la distinción entre reglas y principios puede ser analizada bajo dos perspectivas: (i) la empírica u ontológica y (ii) la pragmática. En lo que señala respecto a su aspecto empírico (García Figueroa 2003: 202), también referido por el propio autor como “ontológico” en un escrito más reciente (García Figueroa 2007: 345 y ss), una teoría fuerte para distinguir principios y reglas no podría existir en un estado neoconstitucional. La idea de que las reglas jurídicas poseen una naturaleza binaria, de suerte que o se las puede aplicar de modo absoluto o no se las puede cumplir, implicaría que todas las excepciones a una regla pudiesen ser enumeradas ex ante, de manera que sería posible reconstruir una regla como una “norma completa” (García Figueroa 2007: 347). Eso conduciría a lo que ese 10. La clasificación en principios y reglas es relevante porque los primeros, al contrario de las últimas, son ponderables. No obstante, la relevancia de la distinción entre reglas y principios no se confunde con el criterio de la diferenciación. Una diferenciación fuerte presupone un criterio empírico u ontológico. En el proceso legislativo que envuelve la expedición de reglas, que son normas que establecen determinaciones para un caso especificado, el legislador decide mucho más que en aquél que implica la promulgación de principios, en el que se establece tan sólo el deber de alcanzar un cierto estado de cosas o perseguir ciertos fines. Existe, sin embargo, una conexión entre el aspecto conceptual o clasificatorio y el aspecto pragmático o jurídico-aplicativo. La distinción entre principios y reglas estriba en que los primeros han de ser optimizados en la aplicación jurídica, al paso que las reglas deben ser cumplidas de forma puntual y aplicadas por la subsunción. 230 Principios, reglas y derrotabilidad autor denominó la “paradoja del principialista”: los autores que defienden la distinción fuerte entre principios y reglas, especialmente Robert Alexy y Ronald Dworkin, a pesar de que hubiesen construido la distinción justamente para suavizar el rigor formalista en la aplicación del derecho, “terminan por caracterizar la aplicación y la estructura de las reglas con un formalismo extremo, más allá del que los propios formalistas estarían dispuestos a asumir” 11. El problema de los principalistas, según ese autor, estaría en el concepto de reglas, y no en el de principios. Las reglas serían definidas por los principialistas como normas que establecen un “condicionante total”, es decir, que no admiten ninguna excepción. La diferenciación fuerte entre reglas y principios sería, por lo tanto, nítidamente irracional, puesto que no se puede evitar “interacciones entre reglas y principios” que hacen que reglas también puedan ser “ponderadas” o excepcionadas. Como las reglas serían también derrotables, “la invocación de principios como excepciones a las reglas funcionaría como un verdadero caballo de Troya que debilitaría la tesis fuerte de la separación” (García Figueroa 2003, p. 202)12 . La salida para ese dilema sería negar la tesis fuerte de la separación entre reglas y principios (García Figueroa 2007: 351). El argumento se presenta de la siguiente manera: i) los principios son derrotables; ii) las reglas son definidas por las 11. Es curioso, sin embargo, que la objeción de formalismo puede ser invertida. Así, García Amado argumenta que no son los positivistas sino los no positivistas principialistas como García Figueroa que se acercan del formalismo, ya que estos autores acreditan que hay respuestas correctas para los casos difíciles y que estas respuestas pueden ser inferidas directamente de los principios. El formalismo radicaría en el hecho de que los principios serían standards objetivos de los cuales sería posible derivar siempre una respuesta categórica para todos los problemas jurídicos. Si eso fuera verdad, argumenta el autor, entonces no habría lagunas en le Derecho y el orden jurídico tendría “las tres cualidades que el positivismo formalista decimonónico predicaba del sistema jurídico-positivo: completud, coherencia y claridad” (García Amado 2009, apartado 2, núm. 1) 12. García Figueroa (2007; 2009) equipara las nociones de ponderabilidad y derrotabilidad. Un principio es definido como una norma aplicable según la ponderación, pero eso es para el autor lo mismo que decir que dicha norma es derrotable. Según el planteamiento tradicional, cuando sucede que un principio constituye el fundamento para la creación de una excepción en una regla jurídica, esa regla es derrotada, pero no hay duda de que ella sigue siendo un mandato definitivo que contiene determinaciones sobre lo qué se debe hacer en los casos comprendidos en su supuesto de hecho. No obstante, al equiparar los conceptos de “ponderabilidad” y “derrotabilidad”, García Figueroa tiene que sostener que las reglas son también “ponderables”, y por lo tanto tienen las mismas propiedades que caracterizan a los principios. Es por eso que el autor concluye que siempre que los principios interaccionan con las reglas, estas se “transforman” también en principios. 231 Thomas Bustamante teorías que sostienen una distinción fuerte entre principios y reglas como normas que definen todas sus condiciones de aplicación, y por lo tanto serían “no derrotables”; iii) los principios pueden interactuar con las reglas y crear excepciones a los supuestos de hecho de las mismas; iv) las reglas son por lo tanto también derrotables; v) por consiguiente, no se puede aceptar la distinción rígida entre reglas y principios. Como el lector más atento estará en condiciones de percibir, nuestra interpretación de la teoría de Robert Alexy es distinta de la propuesta por García Figueroa13 . En nuestra opinión, el argumento del “caballo de Troya”, que a pesar de ser elaborado inicialmente por Juan Carlos Bayón (1991: 362) ocupa un lugar mucho más relevante en la teoría de Alfonso García de Figueroa que en su formulación original, no desmonta la distinción fuerte entre principios y reglas. No obstante, lo que realmente importa por el momento es analizar las consecuencias que García Figueroa saca de esa crítica a la teoría fuerte de los principios jurídicos. Para García Figueroa, la inviabilidad de la distinción entre reglas y principios en el aspecto empírico u ontológico no descarta su viabilidad en el aspecto pragmático. Aunque tal vez esa no sea una reconstrucción completa de su pensamiento, lo que él sostiene es que la distinción entre principios y reglas es análoga a la distinción entre casos fáciles y casos difíciles (García Figueroa 2003: 202; 2007: 368). En el caso de los principios la aplicación del derecho se da por medio de un proceso de ponderación que exige del juez un mayor esfuerzo argumentativo, que tenga en cuenta la mayor carga axiológica de las normas que está aplicando; en el caso de las reglas, hay una mayor determinación semántica y el caso puede ser resuelto por una simple subsunción14 . Sin embargo, 13. Las diferencias más evidentes son las siguientes: 1) a nuestro juicio, Alexy se aleja claramente de Dworkin en lo que se refiere al cumplimiento a rajatabla (en el modo absoluto o “todo o nada”) de las reglas jurídicas. La ley de colisiones exige que principios interactúen con las reglas y, por esa vía, permite que se establezcan excepciones a sus supuestos de hecho; 2) entendemos, por lo tanto, que Alexy admite decisiones contra legem y que su teoría nunca ha defendido la existencia de reglas jurídicas que establezcan un “antecedente total”; 3) lo que diferencia a los principios de las reglas, para nosotros, no es la derrotabilidad sino el hecho de que los primeros son mandatos de optimización y son aplicados de acuerdo con el principio de proporcionalidad; 4) la derrotabilidad, para nosotros, está relacionada con la subsunción, y por lo tanto, sólo las reglas pueden ser derrotadas. 14. Como ya vimos, la tesis fuerte de la diferenciación entre reglas y principios, en su versión propuesta por Alexy, sostiene que mientras los principios son aplicados por medio de la ponderación, las reglas lo son según la técnica de la subsunción. Sin embargo, las diferencias entre las operaciones de ponderación y de subsunción 232 Principios, reglas y derrotabilidad esas distinciones entre los casos “fáciles” y los “difíciles” y entre “principios” que se aplican por la “ponderación” y entre “reglas” que se aplican por la “subsunción” solamente pueden ser no pueden ser exageradas. Hay dos puntos en los que, a mi juicio, García Figueroa exagera el alcance atribuido por Alexy a la distinción entre estas operaciones. El primer momento es cuando el autor reconstruye la teoría de Alexy de forma tal que identifica el concepto de justificación interna con el de “subsunción”, como si no hubiera ninguna manera de reconstruir la justificación “interna” o estructural de la ponderación. En las palabras del autor: “Alexy no parece mantener una tesis fuerte de la separación entre subsunción y ponderación, sino que sitúa ambas operaciones en diversos planos. La subsunción es el esquema de aplicación propio de la justificación interna y la ponderación uno de los modelos de argumento reconstruido a partir de la justificación externa” (García Figueroa 2007: 343, nota 21). No creo que esta sea una interpretación correcta de la teoría de Alexy. Cuando, siguiendo a Wroblewski (1974), Alexy distingue entre justificación “interna” y justificación “externa”, el autor se refiere por un lado a la parte estructural de la argumentación (o sea, a como las premisas pueden ser ordenadas de modo a justificar el paso final de la argumentación), y, por otro lado, a la justificación de las propias premisas utilizadas por el hablante. La justificación interna comprende únicamente aquel primer aspecto de la argumentación jurídica (el aspecto estructural), mientras la justificación externa se refiere a la elección de las premisas. Los escritos de Alexy nos muestran que tanto la ponderación como la subsunción están directamente ligadas a la justificación interna de la decisión. Sea en una operación o en la otra, el hablante necesita proveer una justificación adecuada de las premisas utilizadas para fundamentar la norma de decisión que se aplica al caso sub judice. La diferencia radica tan solo en el hecho de que mientras la subsunción demanda una justificación interna según un modelo que se asimila al silogismo clásico (con la diferencia de que se añade un operador deóntico para expresar la idea de obligatoriedad), en la ponderación las premisas ya no están articuladas según un modelo lógico, sino según un modelo aritmético en que los pesos de los principios deben ser comparados. En ese sentido, la ponderación no se realiza sino después de la atribución de pesos a los principios en vías de colisión (un principio puede ser fomentado o restringido en una intensidad débil, media o fuerte, y es necesaria una valoración para decidirse el grado de protección o restricción de cada uno de los principios objeto de la ponderación). En su “fórmula de ponderación” (ver Alexy 2002), lo que hace Alexy es establecer valores aritméticos para estas categorías. No obstante, la decisión del intérprete sobre el peso de cada principio tiene que ser justificada y no se diferencia en nada de una decisión acerca del contenido de las premisas utilizadas en la subsunción. Como tuve oportunidad de demostrar en un escrito anterior (Bustamante 2008-b), la máxima de la proporcionalidad es una estructura formal para la argumentación iusfundamental y constituye la herramienta metodológica sugerida por Alexy para la justificación interna de la ponderación. Al cabo de la ponderación, el intérprete llega a una regla general que constituye la premisa mayor de un silogismo jurídico. Pero la máxima de la proporcionalidad y la fórmula de la ponderación no pueden hacer más que delimitar la estructura de este razonamiento que empieza en la interpretación de los enunciados que prescriben principios y termina en la formulación de una norma adscripta del tipo regla. Los juicios sobre los pesos de los principios y sobre todos los otros factores que eventualmente sean incluidos en la ponderación son valoraciones que no están determinadas por la fórmula de la ponderación. Como lo explica Alexy, los argumentos sobre la importancia de las razones para la interferencia en un principio o para la salvaguarda de otro “son externos a la máxima de la proporcionalidad”, de suerte que esta máxima debe ser entendida únicamente como una “estructura formal” (Alexy 2005-a: 310). La función de la fórmula de ponderación (que Alexy propone para comparar el peso de principios) es exactamente la misma que la que desempeña la fórmula de subsunción. El segundo punto está en las equiparaciones entre, de un lado, “ponderación” y “casos difíciles” y, de otro lado, entre “subsunción” y “casos fáciles”. Alexy en ningún lugar hace estas equiparaciones. Al contrario, deja bastante claro en sus escritos que puede haber tanto serias dificultades en la subsunción como casos extremamente fáciles de ponderación. Según Alexy y Dreier, una construcción puramente deductiva del significado de la regla jurídica que ha de ser aplicada en un caso concreto solo sería posible si no hubiera controversia entre los sujetos jurídicos afectados por la decisión acerca de cada una de las siguientes indagaciones: “(1) ¿cuáles son las normas que deben ser aplicadas? (2) ¿Cómo deben ser interpretadas?, Y (3) ¿En torno a qué hechos se mueve la decisión jurídica?” (Alexy y Dreier 1996: 104). Como es fácil notar, hay en este procedimiento espacio para muchas dudas, valoraciones y incluso para ciertas “ponderaciones” que “son integradas en un esquema deductivo” (como, por ejemplo, ponderaciones interpretativas para determinarse el sentido de los términos empleados por el legislador), de suerte que el juez sólo subsume los hechos en una norma después de superados los problemas interpretativos suscitados por ella. De modo semejante, hay un sinnúmero de situaciones en las cuales es evidente que la interferencia en un principio A será leve y la protección del principio alternativo B será intensa. 233 Thomas Bustamante establecidas en un plano intrínsecamente pragmático (García Figueroa 2003: 202; 2007: 368). Es decir, la distinción entre principios y reglas presupone un enfoque pragmático según el cual la opción por un razonamiento subsuntivo o ponderativo es determinada de acuerdo con las necesidades de los juristas al resolver casos concretos. La característica de la derrotabilidad, que es el rasgo esencial que define un principio según García Figueroa, es presentada como una “propiedad disposicional” de todas las normas jurídicas. Veamos lo que García Figueroa entiende por propiedad disposicional: “Una disposición hace referencia a una propiedad de algún modo latente que sólo se manifiesta con la concurrencia de un hecho. Por tanto, cuando hablamos de propiedades disposicionales podemos distinguir varios elementos relevantes: la manifestación de la disposición, la condición de la manifestación de la disposición y la base de la disposición. Estamos ante una disposición D, como la solubilidad de la sal en agua, si y sólo si, cuando se cumple la condición de la manifestación C (el hecho de sumergir la sal en agua), entonces tiene lugar la manifestación de la disposición M (la sal se diluye en el agua)” (García Figueroa 2006, p. 288). El carácter de principio (o derrotabilidad) sería una propiedad disposicional de todas las normas jurídicas: “una norma N2, presenta la propiedad (disposicional) de ser un principio (D) si y sólo si en el caso de que N2 entrara en conflicto con otra norma de mayor peso N1 (C), entonces N2 no sería aplicada (M)” (García Figueroa 2007: 356). Nótese que existe en el argumento también un criterio ontológico, además de disposicional. Como resulta claro de un pasaje de Carnap citado por el propio García Figueroa (2007: 355), “la base de la disposición” es siempre una “propiedad categórica que causa la disposición”. En el caso de la derrotabilidad, García Figueroa afirma que su base de disposición es el hecho de que una norma entre en conflicto con otra que ten234 Principios, reglas y derrotabilidad ga mayor peso. Si una norma N1 tiene en un caso particular un peso mayor que otra norma N2, entonces esta puede ser derrotada por aquella. El hecho de una norma tener más peso que otra es lo que causa la derrotabilidad. Debe resaltarse que al definir “la base de la disposición” de la derrotabilidad de las normas jurídicas de esa manera, García Figueroa presume que todas las normas poseen una dimensión del peso (es decir, que todas las normas pueden ser ponderadas), lo que es lo mismo que decir que todas las normas son principios tanto en el sentido de la teoría de Dworkin (1968: 37) como en sentido de la teoría de Alexy (2007-b: 67). Aunque García Figueroa rechace un criterio ontológico para distinguir las reglas y los principios, está implícitamente adoptando ese mismo criterio para definir “normas jurídicas”, y ese criterio presupone que todas ellas sean principios según las definiciones rígidas de Alexy y de Dworkin. Sin embargo, ese modelo puro de principios enfrenta una serie de objeciones. La primera de ellas ya se encuentra anticipada en la teoría de los derechos fundamentales de Robert Alexy. De hecho, Alexy rechaza la posibilidad de que de la denominada “ley de colisión” (que permite y exige la interacción entre reglas y principios) se infiera un modelo puro de principios como el presentado por García Figueroa. Un modelo puro de principios, sostiene Alexy, está sometido a la objeción “obvia” de que no toma en serio las regulaciones diferenciadas establecidas en la Ley Fundamental y, en esa medida, viola el tenor literal de la constitución: “Este modelo sustituiría la vinculación por la ponderación y, de esta manera, dejaría de lado el carácter de la Ley Fundamental como una ‘Constituición rígida’ que aspira a la ‘claridad y univocidad normativas’” (Alexy 2007-b: 97). En ese particular, conviene recordar que, cuando Alexy define la constitución como un sistema de reglas y principios, la existencia de las reglas es crucial para preservar la fuerza normativa de la Ley Fundamental. Sin una protección especial para las reglas constitucionales, las ponderaciones y las deci235 Thomas Bustamante siones/elecciones ya consagradas en la Constitución tendrían el mismo valor de aquellas realizadas por el legislador o por el poder judicial. Como argumenta Alexy, una ley infraconstitucional puede legítimamente restringir un principio al interferir en su ámbito de aplicación, pero no puede entrar en ningún tipo de conflicto con una regla constitucional: “si una ley contradice una regla iusfundamental, la ley se presenta no como una restricción del derecho fundamental de que se trate, sino como una vulneración” (Bernal Pulido 2007-a: 591). Sin embargo, esa tal vez no sea la única objeción que un modelo puro de principios vaya a encontrar. Aunque se conceda que toda la Constitución está formada por principios, la idea de que todas las normas son ponderables (lo que no es lo mismo que decir que son derrotables) tiene serias consecuencias colaterales, que comprometen la tesis de que el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico general, entre las cuales mencionaremos dos. Hemos visto que la tesis del caso especial, que está en el centro de la filosofía del derecho tanto en Alexy cuanto en García Figueroa, exige que el discurso jurídico esté intrínsecamente integrado en el discurso práctico general. Esa integración entre discurso práctico y discurso jurídico, como ya se observó, está fundamentada en la tesis de que tanto en el uno como en el otro se eleva una pretensión de corrección para las decisiones que se pretende fundamentar por la medio de la racionalidad práctica. La pretensión de corrección en el discurso jurídico tiene dos aspectos: sólo puede ser reivindicada (i) si la decisión se fundamenta “en el marco del orden jurídico válido” y (ii) si es también una decisión correcta a la luz de los parámetros definidos por el discurso práctico general (Alexy 2007-a: 316). Una decisión no precisa atender a todos los aspectos de la pretensión de corrección para ser válida, pero si deja de atender a alguno de estos aspectos, es considerada defectuosa por razones conceptuales (Alexy 2007-a: 316). Lo que jamás puede acontecer es que ella deje de pretender atender a los dos aspectos de la “pretensión de corrección” o 236 Principios, reglas y derrotabilidad que se aleje de manera exagerada del estado de cosas exigido por dicha pretensión. Cuando se erige una pretensión de validez, se imagina que de ella se puede derivar por lo menos una obligación prima facie de realizarla. Como argumenta Alexy, la pretensión de corrección “es una pretensión jurídica, y no sólo moral”. Por lo tanto, ella “se corresponde con un deber jurídico de decidir correctamente” (Alexy 2005-c: 46). Queda claro, así, que una buena teoría del derecho debe favorecer la realización práctica de los estados de cosas exigidos por la pretensión de corrección. Ella debe fomentar la práctica jurídica y conducirla en dirección a la pretensión de corrección. Su teoría de la interpretación jurídica, por ejemplo, debe dar prioridad a los argumentos institucionales (teniendo en cuenta el aspecto jurídico en sentido estricto de la pretensión de corrección) y a los argumentos morales en sentido estricto, o sea, a los que contengan pretensiones de validez rescatables por la vía de un discurso práctico universalista en el sentido habermasiano15 . Por ello, cuando se argumenta que la derrotabilidad de las normas jurídicas y la distinción entre reglas y principios son “intrínsecamente pragmáticas” (García Figueroa 2007: 368), se corre el riesgo de alejarse de dos de las exigencias básicas del discurso práctico: (i) la prioridad de los argumentos institucionales (o jurídicos en sentido estricto) sobre los no-institucionales y (ii) la prioridad de los argumentos morales sobre los puramente pragmáticos. 3.1.1. La prioridad de los argumentos morales sobre los meramente pragmáticos En efecto, a partir del momento en que se diferencia principios y reglas según un criterio intrínsecamente pragmático se aumenta las posibilidades de violar una exigencia básica del discurso práctico: la prioridad prima facie de los argumentos morales. Aunque el discurso práctico sea un discurso en que transitan argumentos morales, éticos y pragmáticos, este dis15. Puede ocurrir, obviamente, una colisión entre el aspecto jurídico en sentido estricto y el aspecto moraluniversalista de la pretensión de corrección. Aparto, por el momento, esa posibilidad porque lo que interesa aquí es reivindicar la prioridad de ambos tipos de argumentos (institucionales y morales) sobre los argumentos puramente pragmáticos. 237 Thomas Bustamante curso está caracterizado por la primacía de las razones morales sobre las de las otras dos categorías. Las razones morales establecen las fronteras o marcos dentro de los cuales el discurso puede caminar. Las razones pragmáticas sólo tendrían lugar en el discurso práctico si estuvieran subordinadas a las razones morales, como explica Habermas: “Estas cuestiones [ético-políticas] (…) están subordinadas a las cuestiones morales y guardan relación con cuestiones pragmáticas. La primacía la tiene la cuestión de cómo puede regularse una materia de interés de todos por igual. La producción de normas se halla primariamente sujeta al punto de vista de la justicia y por este lado tiene su criterio primario de corrección en los principios que dicen qué es bueno para todos y por igual. A diferencia de las cuestiones éticas las cuestiones de justicia no están referidas de por sí a un determinado colectivo y a su forma de vida. El derecho políticamente establecido de una comunidad concreta, para ser legítimo, tiene que estar al menos en consonancia con los principios morales, los cuales pretenden también validez general allende la comunidad jurídica concreta” (Habermas 2005: 357). El argumento pragmático presenta, casi siempre, un carácter instrumental y particularista, de suerte que sólo puede admitirse en el discurso jurídico cuando estuviera subordinado a las exigencias de una moralidad universalista. Interpretar una norma como “regla” o “principio” según consideraciones intrínsecamente pragmáticas puede generar el riesgo de fragilizar la idea de que en un discurso práctico el punto de vista moral deba prevalecer sobre puntos de vista pragmáticos, especialmente cuando se trate de la aplicación de normas jurídicas, que poseen una pretensión de racionalidad porque constituyen el resultado de un proceso de argumentación regulado por el principio del discurso (D) y por un conjunto de reglas de proceso legislativo que se aproximan de una situación discursiva ideal. Es perfectamente concebible rechazar la aplicación de una norma por razones morales aunque no exista ningún argumento pragmático que justifique ese rechazo. La hipótesis inversa, sin embargo, sería extremamente difícil de justificar. 238 Principios, reglas y derrotabilidad 3.1.2. La prioridad de los argumentos institucionales Además, y ya adentrándonos en el aspecto jurídico en sentido estricto de la pretensión de corrección, concebir el sistema jurídico como un sistema puro de principios puede generar un déficit de legitimidad democrática porque la existencia de una decisión del legislador acerca de una conducta que se debe seguir en un caso concreto (y no sólo de un valor o una finalidad que se deba perseguir) pasa a ser considerada como irrelevante. El legislador solamente expediría principios, y nunca reglas, de modo que las normas de derecho fundamental adscriptas padecerían la misma indeterminación estructural de las normas de derecho fundamental directamente estatuidas en la Constitución16 . El jurista práctico se encontraría en una situación semejante a la que Carlos Santiago Nino imaginó para el agente moral que se pregunta sobre lo que debe hacer ante de una situación concreta y concluye que las normas jurídicas son irrelevantes para determinar el curso de su acción. Quienes actúan tan sólo con fundamento en argumentos morales (argumentos puramente morales), si están equipados con un procedimiento (como la ética discursiva, por ejemplo) capaz de justificar los principios o máximas que orientan su acción, podrían dejar de considerar las decisiones democráticas de la mayoría porque ellas serían “moralmente superfluas”. Esa situación, denominada por Santiago Nino como la “paradoja de la irrelevancia moral del gobierno” (Santiago Nino 1989: 113 y ss), se repetiría en el modelo puro de principios constitucionales, pero trasladada del discurso puramente moral al discurso jurídico. En una fórmula sencilla, así como el agente moral podría determinar su acción “con independencia de lo que le prescriba el orden jurídico” (Santiago Nino 1989: 118), el principialista podría determinar su acción directamente de la ponderación de principios constitucionales, con independencia de lo que le prescriba el legislador infraconstitucional, haciendo surgir así el dilema de la irrelevancia jurídica de la legislación. 16. Para decirlo de otra manera, en un sistema puro de principios, las normas condicionales establecidas por el legislador pierden su pretensión de estabilidad y así dejan de estar protegidas por los principios formales que establecen que cuando hay una decisión del legislador sobre las determinaciones comportamentales en un caso concreto (es decir, cuando hay una regla), esta decisión tiene prioridad prima facie sobre cualquier otra. 239 Thomas Bustamante La salida que Santiago Nino presenta para el dilema de la irrelevancia moral del gobierno es adoptar un constructivismo epistemológico que reconozca que la democracia tiene valor cognitivo para determinar el contenido de la moralidad, ya que ella es un sucedáneo del discurso moral y sirve para aproximarnos, en la máxima medida posible, a una justicia procedimental pura en sentido de Jonh Rawls (Santiago Nino 1989: 127). La democracia pasa a ser una forma de gobierno moralmente relevante. La salida del principialista para el correlato dilema de la irrelevancia jurídica de la legislación debe ser, por lo tanto, admitir la existencia de reglas que constituyen el resultado de decisiones del legislador acerca de la conducta debida. El establecimiento de tales reglas mediante el proceso legislativo democrático (de manera que ya no se necesite repetir todas las ponderaciones en cada caso concreto) tiene también valor cognitivo para determinar el modo cómo las colisiones entre principios constitucionales deben ser resueltas, en la medida en que la situación discursiva en el discurso de justificación de esas reglas se aproxima más a una situación ideal de habla que en los procesos judiciales. La función de las reglas para un sistema jurídico compuesto de reglas y principios es similar a la función de la democracia para una (teoría de la) moralidad constructivista. Un modelo puro de principios es, por lo tanto, seriamente defectuoso desde el punto de vista del principio democrático, que es uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho17. 17. En un escrito más reciente, Santiago Nino llega a hablar también del dilema de la aparente irrelevancia de la Constitución. Una Constitución concebida descriptivamente como práctica social “no puede ser relevante, por razones lógicas, para determinar en última instancia la validez de las demás normas jurídicas del sistema” (Santiago Nino 1992: 25). Para fundamentar esa aserción un tanto polémica, Nino distingue los conceptos de pertinencia y validez de una norma jurídica. Mientras la pertinencia de una norma jurídica a un Derecho determinado es un concepto descriptivo, la validez de esas normas es un concepto normativo: “Decir que una norma es válida, en este sentido, quiere decir que la norma debe ser aplicada y observada, que tiene fuerza obligatoria” (Santiago Nino 24-25). En ese sentido, Santiago Nino explica que la validez de las normas jurídicas suele ser determinada por su origen. No obstante, cuando se cuestiona, desde el punto de vista interno (de los participantes en los discursos jurídicos), el fundamento de la validez (o obligatoriedad) de una norma de la Constitución, la norma que establece su obligatoriedad “no podrá ser una norma jurídica, porque no es aceptada por cierto origen” (es decir, porque no fue impuesta por una autoridad competente para introducirla en el mundo jurídico). Como el proceso de fundamentación de la validez de las normas no puede seguir al infinito, argumenta Nino, “tenemos que aceptar que alguna norma sobre el deber de obedecer a cierta autoridad sea en sí misma aceptada por sus propios méritos y no porque a su vez fue formulada por otra autoridad”. Pero si una norma es aceptada por sus propios méritos y no por su fuente, esa norma es una norma moral en la medida en que “satisface el rasgo de autonomía” que Kant atribuía a las normas morales (Santiago Nino 1992: 28). Toda norma jurídica, por lo tanto, tiene en una norma moral su fundamento de validez: “Paradójicamente, para determinar si una norma es 240 Principios, reglas y derrotabilidad 3.2. Un modelo puro de reglas Los problemas de que adolece un modelo puro de principios han llevado muchos juristas a sostener un modelo de sistema jurídico que consiste únicamente de reglas jurídicas. La mayoría de los juristas que se inclinan por este modelo son positivistas y temen que la ponderación de principios pueda erosionar la vinculación del juez al legislador democrático. Juan Antonio García Amado ofrece un interesante modelo puro de reglas que admite la derrotabilidad de las normas jurídicas. García Amado duda de la racionalidad de la ponderación y presenta duras críticas a la teoría de los derechos fundamentales de Robert Alexy. Sin embargo, no deja de reconocer la derrotablidad de las normas jurídicas, así como que la indeterminación de dichas normas crea un espacio de discrecionalidad, que da lugar a que los tribunales o los operadores del derecho puedan llevar a cabo juicios de valor. El juez, al una norma jurídica, debe mostrarse que ella deriva de una norma moral que da legitimidad a cierta autoridad y de una descripción de una prescripción de una autoridad. Si aceptamos que una norma que deriva de una norma moral es en sí misma una norma moral, una norma jurídica – tal como ella aparece en un razonamiento justificatorio como el de los jueces –, es una especie de norma moral” (Santiago Nino 1992: 28). Más allá de la tesis de la especialidad del discurso jurídico en relación al discurso moral, ese razonamiento conduce también a la tesis de la superfluidad de la Constitución. Una vez aceptada la premisa de que es posible derivar normas concretas directamente de esos principios morales, y la Constitución se vuelve irrelevante: “si la Constitución no contiene ciertos contenidos, ella no es legítima y no puede ser un factor relevante para inferir juicios justificativos, y si contiene tales contenidos ella es sobreabundante porque tales juicios justificatorios se infieren directamente de los principios morales que prescriben tales contenidos para otorgarle legitimidad” (Santiago Nino 1992: 30). Una salida para ese dilema es concebir los principios que fundamentan la Constitución como principios procedimentales, es decir, la Constitución es válida y legítima desde la perspectiva de los participantes por haber sido producida de acuerdo con un procedimiento democrático: “el procedimiento no es considerado legítimo en virtud de ciertos valores sino en función de su capacidad epistémica para permitir acceder a esos valores. La idea es que el proceso de discusión y decisión democráticas es más confiable que otros para permitir conocer aquellos principios morales fundados en la imparcialidad. De este modo, una norma jurídica de origen democrático se convierte en relevante para el razonamiento práctico” (Santiago Nino 1992: 34). En este pasaje, Nino está tratando del problema de la validez (obligatoriedad) de la Constitución. Sin embargo, ese problema específico no nos interesa en este ensayo. Aquí podemos, para efectos de argumentación, simplemente presumir la legitimidad de la Constitución. Lo que importa aquí es la validez o obligatoriedad de la legislación, y para estos efectos la solución apuntada arriba es razonable (no es necesario adentrar, por lo tanto, en la cuestión de la legitimidad de los procedimientos para la creación de la Constitución). Si vivimos bajo una Constitución que establece procedimientos democráticos de producción del Derecho legislado, y si el legislador establece reglas que contienen determinadas decisiones sobre la conducta a ser adoptada en un supuesto concreto, una diferenciación entre principios y reglas, con prioridad prima facie de estas reglas en casos de conflictos con principios, es importante para optimizar el valor epistemológico de la democracia. Necesitamos de los procesos democráticos porque ellos nos muestran soluciones relevantes no sólo desde el punto de vista moral sino también desde el punto de vista del sistema de Derechos fundamentales establecidos por las Constituciones. Las reglas establecidas en la legislación deciden más que los principios, y por eso hay que haber una mayor vinculación a ellas. Esta es, en sí misma, una razón para mantener la clasificación de las normas en reglas y principios. 241 Thomas Bustamante elaborar la norma concreta de su decisión, “valora siempre” (García Amado 2003: 52). El positivismo de García Amado explica la derrotabilidad de la siguiente manera: “(omissis) vi) cuando el juez aplica una norma dándole un significado que rebasa sus interpretaciones posibles ya no está interpretando, sino creando una norma nueva que reemplaza (no meramente que concreta o complementa) a la hasta entonces vigente; vii) tal reemplazo de la norma previa aplicable por otra de la mera cosecha del juez plantea un grave problema de legitimidad, sean cuales sean las razones con las que se justifique, y más en democracia, pues supone la suplantación del legislador democrático, representante de la soberanía popular, por otro poder, el judicial, que carece de tal legitimación para la creación de normas opuestas a las del poder legislativo; viii) hay numerosas ocasiones que el juez sí está legitimado para aplicar normas de su creación, como suceden en los casos de laguna, o de su preferencia, como ocurre en los casos de antinomia no resoluble por las reglas usuales para tal fin (lex superior, lex posterior, lex specialis)” (García Amado 2008-a: 8-9). Como se percibe, el autor explícitamente reconoce la derrotabilidad como una característica general de las normas jurídicas, aunque asuma una posición extremadamente cautelosa en cuanto a la justificación de la inaplicabilidad de una norma general por medio de la creación de normas individuales por el poder judicial. Hay dos aspectos interrelacionados que se encuentran en la raíz del concepto de derrotabilidad adoptado por García Amado: el escepticismo acerca de la clasificación de las normas jurídicas en principios y reglas y el minimalismo en relación con las teorías contemporáneas de la argumentación jurídica. Estas dos ideas permiten al autor sostener la tesis de que la derrotabilidad de las normas jurídicas sólo puede tener su fundamento en las “convenciones sociales conformadoras 242 Principios, reglas y derrotabilidad del Derecho” (García Amado 2009, apartado 2). Como este segundo aspecto será discutido más adelante, por ahora nos concentraremos en el primer aspecto de su teoría: el escepticismo acerca de la distinción rígida entre principios y reglas. En cuanto a la teoría de los principios, García Amado sostiene las siguientes tesis: “1. La ponderación (Abwägung), como método, no tiene autonomía, pues su resultado depende de la interpretación de las normas constitucionales y/o legales que vengan al caso. 2. Cuando los Tribunales Constitucionales dicen que ponderan siguen aplicando el tradicional método interpretativo/ subsuntivo, pero cambiando en parte la terminología y con menor rigor argumentativo, pues dejan de argumentar sobre lo que verdaderamente guía sus decisiones: las razones y valoraciones que determinan sus elecciones interpretativas. 3. (…) No hay diferencias cualitativas y metodológicamente relevantes entre: a) Reglas y principios; b) Decisiones de casos constitucionales y casos de legislación ordinaria. 4. Todo esto implica que todo caso, tanto de legalidad ordinaria como constitucional, puede ser presentado, decidido y fundamentado como caso de conflicto entre principios (incluso constitucionales) o de subsunción bajo reglas. Esto, más en concreto, quiere decir: (i) Que todo caso de legalidad ordinaria puede ser transformado en caso de conflicto entre principios. (ii) Que todo caso de los que deciden los Tribunales Constitucionales puede reconducirse a un problema de subsunción de hechos bajo (la referencia de) enunciados, con la necesaria mediación, por tanto, de la actividad interpretativa, es decir, de decisiones de atribución de significado (de entre los significados posibles)” (García Amado 2008-b: 15-16). García Amado intenta comprobar tales tesis por medio de un análisis detallado de la fundamentación de las decisiones citadas por Robert Alexy en su Epílogo a la teoría de los derechos fundamentales (Alexy 2002). Este análisis pretende 243 Thomas Bustamante demostrar la inutilidad y la irracionalidad de las tres reglas de argumentación presupuestas por la denominada máxima de la proporcionalidad, lógicamente implícitas en la definición de “principios jurídicos” que ofrece Alexy. Para García Amado, en todas las situaciones de aplicación de los subprincipios de idoneidad (adecuación), necesidad y proporcionalidad en sentido estricto, el resultado “está condicionado por la voluntad o capacidad del juzgador para introducir alternativas de análisis comparativo entre derechos positiva y negativamente afectados por la acción normativa que se enjuicia”. Esta elección de los principios y de los hechos que van a ser ponderados es, contrariamente al que los principialistas suelen decir, completamente subjetiva. Los teóricos del derecho deberían, por consecuencia, conformarse con que no hay un método racional para dar a estos casos un grado mínimo de objetividad, ya que la decisión es esencialmente valorativa. (García Amado 2008-b: 30-31). 3.2.1. El modelo puro de reglas y el problema de la derrotabilidad El modelo puro de reglas jurídicas propuesto por García Amado implica la aceptación de las dos tesis kelsenianas mencionadas anteriormente (la tesis de las reglas y la tesis de la derrotabilidad). García Amado debe, pues, responder a la siguiente pregunta que Kelsen ha dejado sin respuesta: ¿Cómo se puede justificar la derrotabilidad de una norma jurídica cuando se rechaza la existencia de principios jurídicos? Si el operador del derecho está autorizado a construir una nueva excepción al supuesto de hecho de una regla jurídica validamente establecida por el legislador, ¿qué tipo de argumentos jurídicos puede utilizar para fundamentarla? La respuesta se ofrece dentro de la líneas del positivismo jurídico convencionalista de, entre otros, Juan Carlos Bayón. El núcleo irrenunciable del positivismo para este autor está en que la realidad del derecho es puramente convencional: “los 244 Principios, reglas y derrotabilidad límites de las convenciones son los límites del derecho” (Bayón 2000: 111). Se reconoce que las condiciones de verdad de cualquier proposición jurídica podrán incluir, además de los textos legislativos y del material normativo institucionalizado en las fuentes formales del derecho, un conjunto de “convenciones interpretativas” que establecen los criterios para la interpretación y la aplicación del derecho. Sin embargo, estos criterios sólo pueden justificar la introducción de una excepción en el supuesto de hecho de las reglas jurídicas generales con una única condición: si estas excepciones estuvieren fundamentadas convencionalmente. La denominada colisión de derechos fundamentales, por ejemplo, en lugar de presentarse como una colisión de principios, puede ser resuelta sobre la base de las convenciones inherentes al derecho positivo. “[...] Dichas convenciones predeterminan múltiples relaciones de prioridad – en especial, relaciones de prioridad condicionadas – entre normas en colisión, lo que hace posible que en muchas ocasiones – aunque, desde luego, no siempre – la llamada ‘ponderación’ de derechos fundamentales o bienes de relevancia constitucional en conflicto no consista en una elección discrecional del aplicador entre alternativas abiertas (un ‘atribuir peso’ a lo que hasta entonces no lo tenía), sino en el seguimiento de un criterio convencionalmente predeterminado (un ‘reconocimiento’ del peso que algo tiene previamente atribuido)” (Bayón 2000: 113). En este sentido, García Amado afirma que el positivista que se enfrenta al fenómeno de la derrotabilidad normativa sólo puede admitir “aquellas excepciones basadas en el sentido común, en lo comúnmente sentido por los ciudadanos como obvio, como evidente” (García Amado 2009, apartado 1). García Amado describe la convencionalidad del fenómeno jurídico como un fenómeno que se manifiesta en tres fases o dimensiones. En la primera, el carácter convencional de la ley se manifiesta porque sus normas derivan de ciertas autoridades con competencia para crear normas generales que gozan de obligatoriedad desde la óptica jurídica. El derecho, en este 245 Thomas Bustamante contexto, se identifica por su origen o su fuente en el sentido de autoridad con la facultad para instituirlo (fuente-autoridad). En la segunda, el derecho es convencionalmente establecido por intermedio de la “plasmación de las normas jurídicas” en determinados textos o materiales normativos (textos-fuente). Esta dimensión nos ayuda a formular [las normas derivadas de las decisiones de las autoridades] para que puedan poseer un contenido mínimo cognoscible por los destinatarios”. Por último, la tercera dimensión se compone de una serie de convenciones interpretativas que permiten identificar los contenidos normativos concretos para cada caso en particular. Estas convenciones interpretativas, se dice, son también parte del derecho. (García Amado 2009, apartado 1). En esta tercera dimensión está la clave de la derrotabilidad. García Amado cree que “puede suceder que estén (convencionalmente) reconocidas pautas ‘interpretativas’ (...) que permitan al juez aplicar al caso una solución que no se corresponda con ninguno de los significados posibles del textofuente, del enunciado contenido en el texto-fuente” (García Amado 2009, apartado 1). Contra las teorías iusnaturalistas o “iusmoralistas” que creen en la existencia de un derecho natural por encima del derecho positivo, argumenta que algunas de estas convenciones interpretativas (o “convenciones sociales conformadores del derecho”) (García Amado, apartado 2) pueden utilizarse para reconocer excepciones implícitas en determinadas normas jurídicas positivas. Tales convenciones, explica el autor, no se entienden únicamente según un sentido estricto que incluya solamente las pautas socialmente reconocidas para determinar el significado literal de los enunciados normativos contenidos en el texto-fuente, sino también en un sentido más amplio, capaz de abarcar a cualquiera convención existente en una sociedad que sirva como canon de la interpretación jurídica. Entre estas convenciones se incluirían las “convenciones acerca de la realidad empírica” (convenciones científicas), las convenciones “acerca de la manera de entender el mundo y razonar” (convenciones lógicas y matemáticas) y otras convenciones que subyacen en el fenómeno jurídico y 246 Principios, reglas y derrotabilidad se asumen en el discurso jurídico (a ejemplo de las convenciones lingüísticas) (García Amado 2009, apartado 2). Estas convenciones estarían en la base del denominado argumento ad absurdum, lo que se entiende como una técnica argumentativa de gran alcance y capaz de justificar la derrotabilidad de las normas jurídicas. García Amado incluso admite un fundamento moral para la derrotabilidad de una normal general en un caso particular, en el supuesto de que se esté delante de una moral social (y, por lo tanto, una moral convencionalista) incorporada en las normas de derecho positivo, y no de una moralidad critica (García Amado 2009, apartado 2 in fine). 3.2.2. La derrotabilidad y el problema del conflicto entre normas jurídicas La derrotabilidad de las normas jurídicas se explica generalmente por el hecho de que una norma jurídica no se conforma a la llamada ley del refuerzo del antecedente. Un enunciado comple con la ley del refuerzo del antecedente cuando la relación entre los supuestos y las consecuencias que él establece sigue siendo válida también si son añadidas nuevas condiciones a su antecedente. Por lo tanto, una norma del tipo A → OB permanecería válida aunque fuesen añadidas las condiciones C, D o E, a la vez que ninguna de estas condiciones podría obstaculizar la consecuencia jurídica OB18 . No importa cuantas condiciones se agreguen a la descripción del supuesto de esta norma, sus consecuencias permanecerán inalteradas. En este sentido, García Figueroa (2003: 203-204) sostiene que las normas no derrotables poseen una definición completa de sus condiciones de aplicación y, por lo tanto, se conforman a la ley del refuerzo del antecedente, mientras que las normas derrotables no presuponen un supuesto de hecho cerrado y tampoco se conforman a la ley del refuerzo antecedente. Es evidente, sin embargo, que en un sistema dinámico de normas jurídicas pocas son las normas que pueden ser consideradas no derrotables en esta acepción. 18. Tendríamos, así, A & C →OB; A & D → OB; A & E → OB, etc. 247 Thomas Bustamante La derrotabilidad de una norma surge de la interacción de dicha norma con otras que forman parte del mismo sistema. En este punto, la explicación de García Amado es particularmente esclarecedora. Este autor sostiene correctamente que la capacidad de una condición C para justificar una excepción a la norma A → OB “no puede derivar de la mera concurrencia, fáctica, de la circunstancia C” (García Amado 2009, apartado 3). Una norma N1, que establece una relación de tipo A → OB, sólo puede ser derrotada frente a una condición C si C es el supuesto de hecho de otra norma N2 que prevé la consecuencia ⌐OB. En otras palabras, puede describirse la condición que justifica la derrotabilidad como un caso cubierto tanto por el supuesto de hecho de la norma N1 como por lo de la norma N2: se trata de un típico conflicto normativo. El resultado del conflicto entre estas normas es que se puede establecer, mediante argumentos jurídicos, una norma individual que contiene una excepción en N1. La derrotabilidad se explica a partir de la posibilidad de conflictos entre distintas normas jurídicas que forman parte del mismo sistema normativo. En caso de conflicto entre N1 y N2, sostiene el autor que para que N2 (la norma A → ⌐ OB) pueda derrotar N1 (la norma A→ OB), N2 debe ser considerada como una norma jerárquicamente superior a N1: “Arribamos así a la cuestión central que plantea la derrotabilidad para la teoría del Derecho. (…) Una norma sólo puede ser derrotada por otra norma. La norma derrotante tiene su supuesto de hecho o antecedente en una circunstancia que la hace aplicable y, por otro lado, la antinomia se solventa por una especie de juego de la ‘lex superior’, por la superior jerarquía de la norma derrotante” (Garcia Amado 2009, apartado 3). Admitir la derrotabilidad, el autor concluye, es admitir la posibilidad de un conflicto entre normas en el que una norma de superior jerarquía derrote a otra de inferior jerarquía a ésta. La diferencia entre el iusnaturalista y el positivista está en que el iusnaturalista sostiene la existencia de una morali248 Principios, reglas y derrotabilidad dad objetiva que está por encima del derecho positivo y que condiciona su validez, mientras que el positivista únicamente permite la derrotabilidad de una norma por otra norma que le sea superior (aunque probablemente implícita) y que forme parte del mismo sistema jurídico. 3.2.3. Una crítica al modelo puro de las reglas jurídicas La critica al modelo puro de reglas puede adoptar dos puntos de partida: puede insistirse en la existencia de una clasificación estructural de las normas jurídicas, a la manera en que, por ejemplo, lo hace Alexy, o rechazarse la tesis de que los argumentos convencionalistas son los únicos que pueden ser utilizados para derrotar una norma jurídica válida. En seguida adoptaré, pues, estas dos estrategias. A) La inevitabilidad de la ponderación de principios La primera estrategia consiste en demostrar que la negación de la existencia de normas-principio, en lugar de reducir el margen de discrecionalidad del poder judicial o aumentar el grado de control del razonamiento jurídico, amplía el poder arbitrario de los tribunales constitucionales y oscurece una importante parte de la argumentación jurídica. Las constituciones neoconstitucionalistas hacen inevitable la ponderación entre los derechos fundamentales. No se puede negar la necesidad de sopesar bienes y derechos fundamentales en colisión. Las teorías que niegan esta realidad – sea sosteniendo una forma de conceptualismo según el cual la interpretación del texto constitucional es capaz de definir exhaustivamente los “límites inherentes” de los derechos fundamentales o proponiendo una especie de jerarquía rígida entre estos derechos – terminan por encubrir tal ponderación y remiten la decisión a un oscuro proceso mental de interpretación según parámetros intuicionistas. Así lo explica Ana Paula Barcellos (2005:70): “Si el proceso interpretativo corresponde a una declaración sencilla de los limites inmanentes y preexistentes del 249 Thomas Bustamante derecho subjetivo, el interprete se siente liberado de las cargas de argumentación que acompañan la ponderación. Hay más espacio para el arbitrio y para el abuso. Lo mismo puede decirse sobre el conceptualismo. En la forma descrita por los autores que tratan de este tema, el proceso de delimitación o construcción del concepto encontrado en el derecho subjetivo se identifica, en la práctica, con el empleo de la propia técnica de la ponderación”. Creo que García Amado, al negar la existencia de normas y principios y aducir que de las disposiciones constitucionales siempre se puede extraer, por medio de la interpretación, una regla directamente aplicable, no está aumentando, sino disminuyendo, la carga argumentativa que se impone a la actividad jurisdiccional. Esta conclusión puede ser vista en la reconstrucción que el autor hace de la argumentación desarrollada por el Tribunal Constitucional Alemán en el caso Titanic, citada por Alexy como ejemplo paradigmático de ponderación de principios. En el caso Titanic, el Tribunal Constitucional Alemán ha considerado que “no hay ofensa al honor” al calificarse de “asesino nato” (en un tono satírico) a un oficial reformado que, a pesar de haber sufrido un accidente que le ha dejado parapléjico, luchaba para participar de actividades militares. Para Alexy, el Tribunal ha considerado que la condena a un periódico a pagar daños y prejuicios por el uso de estas palabras sería “una limitación grave de la libertad de expresión, mientras que la afectación del derecho al honor tendría como máximo una afectación de grado medio, por tratarse de una sátira y ser una fórmula empleada también en otras ocasiones y con otros personajes” (García Amado 2008-b: 48; Alexy 2002: 27-31). De otra parte, en el mismo fallo, se decidió también que el uso de la palabra “tullido” para referirse a la misma persona sería una vulneración “muy grave o extraordinariamente grave” del derecho al honor, vez que el término empleado “es expresión humillante y que manifiesta falta de respeto”. Así, una intromisión grave en la libertad de expresión, consistente 250 Principios, reglas y derrotabilidad en la condena de la obligación de indemnizar, “está compensada por la gravedad por lo menos idéntica del atentado contra el derecho al honor” (García Amado 2008-b: 48; Alexy 2002: 27-31). García Amado afirma que es posible reconstruir esta decisión “bajo un esquema interpretativo/subsuntivo, prescindiendo de ponderaciones de principios”. Si esta reconstrucción fuera posible, entonces la ponderación de hecho se tornaría innecesaria, o al menos intercambiable con el modelo tradicional de la subsunción. La reconstrucción está propuesta de la manera siguiente: “Hay una norma constitucional (Art. 5 aptdo. 1, párrafo 1 LF) que consagra la libertad de expresión. Hay otra norma constitucional (Art. 5 aptdo. 2 LF) que establece como límites a tal libertad de expresión los que disponga con carácter general la ley, y la protección de la juventud y el honor de las personas”. Afirma el autor que es posible reconstruir esas normas del siguiente modo (García Amado 2008-b: 49): “Está permitida toda expresión que no atente contra el honor de las personas”. En representación formal (x = cualquier expresión; h = honor; ¬ negación): (1) Px ↔ (x → ¬ h). El razonamiento se encadena conforme al siguiente esquema: “Se comienza por acotar categorías de grado de abstracción intermedio entre esos dos polos (los concretos calificativos -”nacido asesino”, “tullido”- y el derecho al honor). Se usan aquí los dos siguientes: sátira e insulto. Una sátira no es un atentado contra el honor; un insulto, sí. Una sátira (s) no supone un atentado contra el honor: (2) s → ¬ (¬h) 251 Thomas Bustamante Lo que vale tanto como decir que es compatible con el respeto debido al honor. (2´) s → h En cambio, un insulto (i) sí daña el derecho al honor: (3) i → ¬ h Cabe, y es conveniente siempre que sea posible, definir mediante sus características esas categorías. Así veremos más abajo que esto es lo que hace el Tribunal con la noción de sátira. Así que si lo que define la sátira es la posesión de las notas (n) 1, 2 y 3, tenemos que (4) (n1 ^ n2 ^ n3) → s con lo que, por lo que ya sabemos (5) [(n1 ^ n2 ^ n3) → s] → h (…) En un nuevo paso de este razonamiento interpretativo/ subsuntivo, habrá que echar mano a la argumentación de esas circunstancias en favor o en contra de entender que las expresiones que se discuten (“nacido asesino”, “tullido”) sean sátiras o insultos. Si llamamos “c” a esas circunstancias, podemos representar así ese paso: (6) [(c1...cn → n1...nn)] → (e → s/i) con lo que, en función de cómo despejemos s/i resultará que la expresión “e” está o no está permitida: (7) [[(c1...cn → n1...nn)] → (e → s/i)] → Pe/¬Pe” (García Amado 2008-b: 50-52). Sobre la base de esta reconstrucción, el autor llega a la conclusión siguiente, por la cual la ponderación sería un procedimiento en todo innecesario: 252 Principios, reglas y derrotabilidad “(…) A lo largo de este razonamiento en ningún momento se han ponderado o sopesado derechos, ni en abstracto ni a la luz de las circunstancias del caso. Lo único que se sopesa son las razones que avalan cada paso en ese proceso de concreción interpretativa. Se sopesan razones interpretativas, es decir, razones para adscribir significados o, dicho de otra forma, razones para admitir que una determinada categoría encaja (se subsume) o no bajo la referencia de una categoría más general. Así, (2) es resultado de valorar (ponderar) las razones por las que una sátira no se considera incompatible con el respeto al honor; (3) es el resultado de valorar (ponderar) las razones por las que se considera que un insulto atenta contra el honor; (4) es el resultado de valorar (ponderar) cuál es la mejor definición de sátira, cuáles son sus notas definitorias; (6) es el resultado de valorar (ponderar) la relevancia de las circunstancias concurrentes, a efectos de ver si estamos o no bajo una conducta que encaja o no bajo las categorías de sátira o insulto” (García Amado 2008-b: 52). Es con base en estas conclusiones que García Amado sostiene las tesis de que “no hay diferencia cualitativa entre las decisiones que versan sobre conflicto entre derechos fundamentales y sobre cualquier otro tipo de conflicto jurídico” y de que “no hay diferencia cualitativa entre el tipo de normas que Alexy denomina reglas y a las que él llama principios”. Es posible, sin embargo, refutar estas conclusiones, aunque no por medio de una critica interna al razonamiento de García Amado. Una contra-critica satisfactoria debe comprobar que no son verdaderas las premisas iniciales de tal razonamiento, con el fin de demostrar que no es correcto decir que se ha prescindido de la ponderación de principios. Para avanzar por este camino, volvamos a los enunciados constitucionales que garantizan la “libertad de expresión” y la “protección al honor individual”. En ese sentido, parece correcto argumentar, como hace García Amado, que de la conjunción 253 Thomas Bustamante de estas dos normas se puede deducir una regla según la cual “está permitida toda expresión que no atente contra el honor de las personas”. Sin embargo, no se puede deducir, a contrario sensu, que esté prohibida (o exija el pago de una indemnización) toda expresión que de alguna manera interfiera en el honor de las personas19 . Esta afirmación se justifica precisamente porque las dos normas en cuestión (la que protege la “libertad de expresión” y la que protege el honor) pueden caracterizarse como principios, pues ninguna de las dos es exacta en el sentido de determinar, por medio de una estructura binaria del tipo “se A, entonces B” (p → q), sus supuestos de hecho y consecuencias jurídicas respectivas. Por lo tanto, una restricción “grave” de la libertad de expresión no se justifica cuando representa una injerencia “leve” en el honor personal (como, por ejemplo, ocurre en una sátira)20 . Por lo tanto, los enunciados (2) y (3), que en realidad son las verdaderas reglas adscritas del análisis combinado de las dos disposiciones constitucionales invocadas, no se derivan automáticamente de la norma (1), sino que aparecen como el resultado de un discurso de aplicación de las normas constitucionales que prevén la libertad de expresión y la protección del honor individual. Se ve, pues, que el esquema elaborado por García Amado demuestra lo contrario de lo que afirma, esto es: la indispensabilidad de la ponderación de principios, ya que las reglas adscritas (2) y (3) son, de hecho, reglas de prioridad condicionada que aparecen como el resultado de una ponderación de los principios de la libertad de expresión y de la protección del honor individual. Son reglas adscritas porque tienen un contenido normativo adicional a las dos normas iniciales, ya que el 19. Se ve, por lo tanto, que la representación formal de esa norma no podría ser Px ↔ (x →¬ h), sino Px → (x →¬ h), lo que significa que las normas adscritas (2) y (3) no pueden ser inferidas de (1). 20. Afirmar que una sátira como la expresión “asesino nato” no es apta a interferir, en cualquier medida (es decir, mismo en un grado leve), en el honor personal de un militar me parece una afirmación desrazonada. El honor y el imagen individual no son bienes que sólo pueden o ser destruidos o permanecieren intocados; ellos pueden ser atingidos en diferentes intensidades. 254 Principios, reglas y derrotabilidad legislador constituyente no decidió anticipadamente cómo solucionar las colisiones entre los dos derechos fundamentales. Es precisamente la ausencia de tal decisión – es decir, la ausencia de los supuestos y de las consecuencias de cada una de las normas que garantizan las libertades individuales – lo que hace que ciertas normas puedan caracterizarse como principios y, por lo tanto, estén sujetas a la ponderación según la máxima de la proporcionalidad. En el ejemplo citado, el fallo Titanic, para una decisión razonable se requiere tanto una ponderación de principios (en el comienzo, para llegar hasta los enunciados “2” y “3”) como, después de la determinación del resultado de la ponderación, una subsunción de los hechos en la regla adscrita establecida para solucionar la colisión. En la hipótesis de descartarse el análisis del caso en términos de ponderación de principios, lo que se hace es simplemente ocultar la primera parte de este razonamiento, por creer que todo el razonamiento jurídico se agota en la segunda. Sin embargo, optar por esta vía, en lugar de aumentar, disminuye las posibilidades de análisis y control de las motivaciones de las decisiones judiciales21 . En este particular, criticamos el hecho de que García Amado visualice los modelos de principios (ponderativo) y de reglas (subjuntivo) como antagónicos e incompatibles, cuando en realidad se presentan como complementarios e interrelacionados. En el fallo Titanic, por ejemplo, la interpretación del artículo 5 apartados 1 y 2 de la Ley Fundamental Alemana lleva a la enunciación de dos principios constitucionales que, debidamente ponderados, conducen a las normas adscritas (2) y (3). Después de este paso, es decir, en los pasos (4) a 21. El mismo pasaje de García Amado que trascribí arriba fue también criticado, con argumentos quizás mejores que los míos, por Carlos Bernal Pulido (2007-b: 321-322). Por no haber conocido este ensayo cuando publiqué por primera vez esta crítica a García Amado (Bustamante 2008), cometí involuntariamente la injusticia de no haber citado el trabajo de mi distinguido colega. A pesar de las diferencias en las estrategias para criticar el razonamiento de García Amado, Bernal Pulido y yo llegamos a las mismas conclusiones. En efecto, el autor concluye, de manera muy semejante a lo que hacemos aquí, que el ejemplo de García Amado demuestra que “la ponderación no solo no es superflua, sino que resulta imprescindible y evita un déficit de fundamentación”. Además, “la ponderación cumple la función de fundamentar aquello que la subsunción solo afirma”, y por lo tanto “la subsunción y la ponderación necesitan la ponderación” (Bernal Pulido 2007-b: 321-322). 255 Thomas Bustamante (7), la actividad sí que es de subsunción. Por lo tanto, en las etapas finales de su razonamiento el tribunal sí lleva a cabo una subsunción, aunque antes de tal razonamiento subsuntivo el Tribunal haya tenido que ponderar los principios en ruta de colisión para llegar hasta las reglas que definen las condiciones de prioridad entre ellos, pues no había anteriormente en la legislación una regla adscrita que tratara de manera distinta la sátira y el insulto. La ponderación de principios, en casos como el Titanic, es simplemente inevitable. B) Las convenciones, la derrotabilidad y la argumentación jurídica Inicialmente, debe reconocerse que tiene razón García Amado cuando afirma que una condición C sólo puede fundamentar la derrotabilidad de una norma N1 si se supone que C sea el supuesto de hecho de otra norma N2, la cual entra en conflicto con N1 y prevalece sobre aquella en el caso particular. Quizás no sea exacto, sin embargo, que las situaciones de derrotabilidad resulten de un conflicto jerárquico entre normas jurídicas. Un conflicto entre N1 y N2, solo podría ser resuelto a partir de la formulación tradicional del criterio jerárquico si la norma inferior (N1) fuera invalidada por completo, y no apenas alejada en una situación específica. Los conflictos normativos en que se aplica el criterio jerárquico se refieren a la validez y alcanzan no sólo un aspecto particular del antecedente de la norma, sino a la totalidad de su supuesto fáctico. Frente a conflictos jerárquicos de normas, ya no estaríamos hablando de derrotabilidad, sino de invalidez o inconstitucionalidad de N1. Por lo tanto, en los conflictos normativos subyacentes a las situaciones de derrotabilidad, parece más acertado describir N2 como una norma jurídica especial que no existía antes del caso en cuestión, sino que fue creada por el operador del derecho en este caso particular. N2 no es ni una excepción im256 Principios, reglas y derrotabilidad plícita a N1 ni tampoco una norma de jerarquía superior a N1, sino una norma especial que posteriormente se introdujo en el sistema de normas jurídicas. En un de los ejemplos que utiliza García Amado (2009, apartado 1), si hay N1, que prohíbe la entrada de vehículos en una zona determinada, la norma N2, que autoriza la entrada de las ambulancias en dicho perímetro para proteger la vida de una persona gravemente enferma, debe ser entendida como una norma excepcional, y no una norma jerárquicamente superior. Dicha norma especial es una nueva norma, que originalmente no formaba parte del sistema jurídico al que tanto N1 y N2 ahora pertenecen. Este reparo, sin embargo, no invalida el enfoque convencionalista a que García Amado presta adhesión. Todavía es posible argumentar que N2 es una norma excepcional que está fundamentada por una “convención social” conformadora del derecho. N2 puede, por ejemplo, justificarse sobre la base de ciertos parámetros definidos por una moral social que rodea el derecho positivo y se ha incorporado a las convenciones interpretativas establecidas por los juristas en las interpretaciones de este derecho. Sin embargo, un tal enfoque puramente convencionalista puede todavía ser objetado. El enfoque convencionalista presupone una forma de ver el derecho que mira sólo hacia el pasado. El derecho se presenta como un objeto estático que se relaciona con una moralidad igualmente estática, de la cual debe ser claramente diferenciado. Ese es el punto nuclear del paradigma “positivismo versus iusnaturalismo”, que presupone un esencialismo tanto con relación al derecho como en lo que se refiere a la moral. Explica con claridad García Figueroa que en este paradigma el positivismo se define como la doctrina que niega la tesis de la conexión necesaria entre el derecho y la moral, mientras que el iusnaturalismo se define como la tesis que establece esta conexión. Ambos parecen, a pesar de ofrecer diferentes respuestas a preguntas comunes, alimentarse mutuamente y 257 Thomas Bustamante mantener uno al otro como respuesta posible (García Figueroa 2006). Tanto los positivistas como los iusnaturalistas parecen tener en mente, también, una moralidad de naturaleza objetiva, que tiene existencia al margen de las convenciones y de las prácticas sociales en las que los participantes en el discurso se encuentran inseridos. El iusnaturalismo prevé una única moral correcta que está por encima del derecho y determina su validez, mientras que el positivista o niega la existencia de tal tipo de moralidad o sostiene que el derecho se forma con total independencia de ella22 . Formulada la cuestión de esta manera (es decir, de modo que no hay alternativa entre el positivismo y el iusnaturalismo metafísico), es natural que el positivismo se consagre como victorioso. El positivismo aparenta ser democrático, mientras el iusnaturalismo absolutista; el positivismo es modesto, mientras el iuspositivismo se acerca a la arrogancia al sostener la existencia de una única ley moral objetivamente correcta; el positivismo es secular y respeta las diferencias, mientras el iusnaturalismo está normalmente asociado a una visión metafísica y encantada del mundo da vida, que a menudo recurre a las fundamentaciones religiosas. Este es precisamente el contexto del positivismo de García Amado. De hecho, el autor presenta un iusnaturalismo puro y metafísico como la única alternativa lógicamente posible a su positivismo convencionalista y describe de la siguiente manera el modo como un no-positivista ve la derrotabilidad de las normas jurídicas: “Lo que para el iusmoralismo legitima la decisión del juez, que expresa la derrota de la norma positiva, es la aplicación por el juez de una norma de la moral verdadera que es parte del sistema jurídico y que está por encima del ‘derecho positivo’” (García Amado 2009: apartado 2). 22. Quizás esta concepción de moralidad no esté presente en todos los autores positivistas, principalmente en los más contemporáneos. No obstante, a pesar de no se poder analizar la procedencia general de esta afirmación en este trabajo, es posible afirmar que esa forma de percibir la moral está subyacente a la descripción que García Amado hace de todas las teorías no positivistas sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas (véase García Amado 2009, apartados 2 y 3). Por lo tanto, puede criticarse su teoría si se consigue demostrar que esa no es la mejor forma de definir la moralidad. 258 Principios, reglas y derrotabilidad El propio contraste entre una moralidad crítica y una moralidad social o “positiva” es una manifestación de este modo de pensamiento. En efecto, la tradicional distinción entre una moralidad crítica (ya sea racional o de base metafísica) y una moralidad social (eminentemente convencional) parte siempre de la premisa esencialista de que existe una moral objetiva que “está ahí” y puede ser conocida por un observador sociológico. Una moral social, por ejemplo, puede ser definida como un conjunto de convenciones que se forman tal cual el derecho positivo. Una teoría institucionalista del derecho, por ejemplo, tiene graves dificultades para diferenciar la moral social del propio derecho positivo23 . En este sentido, el positivismo convencionalista de García Amado aparenta elegir su enemigo y disparar toda su artillaría contra un iusnaturalismo de base metafísica que prácticamente no encuentra defensores en la filosofía jurídica contemporánea. Cuando Alexy y otros juristas más recientes como, en España, García Figueroa, sostienen la existencia de una relación entre el derecho y la moral, lo que estos juristas tienen en mente es una moralidad constructivista formada a partir de la confrontación discursiva de los participantes de un discurso racional, en el que se plantean diversas pretensiones de validez universal para ciertas normas de conducta. Una norma no puede considerarse “moral” si no es capaz de ser validada en un discurso de justificación que se realice en condiciones ideales de igualdad absoluta entre los participantes de este discurso. La tesis de que hay conexiones entre el discurso práctico y el discurso jurídico implica, por lo tanto, una conexión entre el derecho y una moralidad constructivista que nada tiene que ver con la moral “subjetiva” del juez o con una moralidad metafísica y un derecho natural platónico que se queda encima del derecho positivo. El debate sobre las conexiones entre el derecho y moral, por lo tanto, ha de realizarse en un contexto donde esté claro el concepto y los criterios de corrección de la moral abogados por los no positivistas. En otras palabras, no 23. Véase, en este sentido Neil MacCormick (2007: capítulos 14 y 15), donde queda claro el parecido de familia entre la moral positiva y el derecho. 259 Thomas Bustamante se puede descartar el no positivismo o atribuirle la tacha de antidemocrático o irracionalista sin presentar un argumento contra su teoría moral. Lo que se sostiene aquí es una moral constructivista y procedimental, una moral que siempre puede ser revisada y cuyos puntos de vista normativos pueden siempre ser criticados y cuestionados por cualquier hablante. Una moralidad tal no existe fuera de un ambiente democrático y es completamente independiente de cualquier residuo metafísico. Lo que llama la atención es el hecho de que García Amado no presente un argumento contra la moral procedimental de Habermas y contra el criterio pragmático-universal para fundamentar sus normas y, al mismo tiempo, afirme que la tesis de la unidad del discurso práctico, que implica una conexión entre el derecho y la moral procedimental, debe ser rechazada por las mismas razones por las cuales el iusnaturalismo metafísico, de matiz religioso, no merece ser acatado24 . Creo, en este sentido, que la crítica al neoconstitucionalismo se desvanece cuando se establece una distinción entre el realismo moral y el constructivismo ético, que es imprescindible antes de decidir si el discurso jurídico puede o no ser considerado un caso especial de discurso práctico. En este sentido, el texto de García Figueroa es particularmente ilustrativo: “Frente a los planteamientos del realismo moral, el constructivismo ético considera que la moral no es algo que esté ahí fuera, sino algo que construimos de acuerdo con un procedimiento racional y que los teóricos descendientes de Kant consideran que se construye discursiva y no monológicamente. En tal caso, nuestros juicios morales dependen en alguna medida de una contingencia imprevisible: las particulares concepciones del mundo de los futuros participantes en el discurso moral” (García Figueroa 2009, apartado 2.2.2.1). 24. De hecho, puede decirse que una moral religiosa tiene mucho más semejanzas con el derecho positivo que con una moral constructivista. Su fuente es la autoridad de un intérprete que tiene legitimidad para decir cuál es la moral correcta o verdadera; sus normas están positivazas en un texto-base que forma un código o una unidad; esas mismas normas son garantizadas por medio de la amenaza de imposición de sanciones (aunque no sean sanciones físicas aplicables en este mundo o en esta vida). 260 Principios, reglas y derrotabilidad La cita arriba tiene la virtud de mostrar que los defensores de un constructivismo ético no están tan lejos de aquellos que apelan a ciertas convenciones sociales como justificación de las normas que derrotan las normas de derecho positivo en los casos difíciles. El constructivista necesita de las convenciones sociales para que el discurso práctico pueda desarrollarse. Estas convenciones sociales a las que se refiere García Amado se encuentran en el inicio del discurso práctico y forman una especie de terreno común desde donde parten las argumentaciones prácticas destinadas a basar las pretensiones de validez normativa rescatadas por medio del discurso. El discurso práctico es un tipo especial de situación discursiva que se define por la existencia de ciertas reglas de argumentación que definen un procedimiento o una ruta a seguir por aquellos que desean afirmar la validez de una norma universal. Una norma correcta es una norma digna de reconocimiento por todos, a pesar de sus diferencias. Las convenciones marcan el punto de partida para el debate, ya que el discurso debe partir de un entendimiento común compartido por todos los participantes. En este sentido, por ejemplo, Manuel Atienza (1987: 198 y ss) admite que un criterio de corrección jurídico-moral como la máxima de la razonabilidad puede ser empleado “de abajo a arriba”, o sea, partiendo del consenso (por supuesto, convencional) que se puede encontrar en una comunidad acerca de una norma en particular, y no necesariamente “de arriba abajo”, es decir, a partir de principios abstractos de justicia formulados por un consenso ideal. Mediante la adopción de esta estrategia, la potencialidad crítica de la máxima de la razonabilidad es sustancialmente incrementada, ya que hace más tangibles e intersubjetivos los acuerdos sobre lo que es razonable. Sin embargo, la máxima de la razonabilidad, como tal, sería de poca utilidad si no se le permitiera trascender las convenciones de una comunidad específica y someterlas al escrutinio de la crítica, para dar paso a nuevas convenciones interpretativas que se fundamentan por un discurso práctico racional informado por principios universalistas. 261 Thomas Bustamante La diferencia entre el positivista y el no positivista que se suma a las filas del constructivismo ético o de la ética discursiva de Habermas es que, mientras el primero adopta una posición externa y se limita a observar desde afuera las normas que han sido incorporadas por la moral social de una comunidad, el segundo admite la existencia de un proceso (cuyas reglas definidoras pueden ser aclaradas por el método pragmático-universal) en que estas convenciones pueden ser revisadas y criticadas. El no-positivista se esfuerza para construir una teoría de la argumentación jurídica procedimental que ofrezca, tal como explica Aarnio, un método a disposición de los juristas para una mejor auto-comprensión y, eventualmente, para influir en y cambiar la propia práctica social a que se dedica (Atienza 1998: 434). Como se nota, el positivista se satisface con una convención que ya está establecida para justificar la derrotabilidad, mientras que el post-positivista se preocupa en fundamentar nuevas normas que pueden actuar de forma reflexiva sobre la práctica jurídica. Mientras el post-positivismo acepta que las convenciones interpretativas a las que se refiere García Amado siempre son discutibles y pueden ser revisadas sobre la base de argumentos prácticos-generales, necesariamente incorporados en el discurso jurídico, el positivista guarda silencio sobre todo lo que no puede ver o tocar. Cualquier argumento que no sea accesible al método empírico de la sociología no es un argumento jurídico. Frente a los casos difíciles, el positivista ofrece el silencio. Como ha señalado Albert Calsamiglia (1998: 212): “no deja de ser curioso que cuando más necesitamos de orientación la teoría positivista enmudece”. 4. La derrotabilidad de las reglas y la justificación de las decisiones contra legem El largo excurso arriba pretendió demostrar la inviabilidad de un modelo alternativo al modelo de reglas y principios para explicar y justificar la derrotabilidad de una norma jurídica. En un sistema jurídico de carácter dinámico, las normas de la legislación infraconstitucional no pueden ser normas ab262 Principios, reglas y derrotabilidad solutas, es decir, normas para un supuesto de hecho cerrado al que no sería posible añadir ninguna excepción. Si el modelo regla/principio es adoptado, entonces hay que reconocer que las reglas son normas derrotables. No se puede, sin embargo, sostener la derrotabilidad de los principios, pues sólo lo que puede ser subsumido en una regla puede constituir una excepción a su supuesto de hecho. Como los principios no contienen determinaciones acerca de la conducta que se debe asumir en un supuesto, no se aplican por subsunción, y por eso no pueden ser derrotados. Sin embargo, no se puede hablar de derrotabilidad sin referirse a los principios, pues ellos sirven como razones o como fundamento para la adscripción de una norma excepcional que irá derrotará a la regla general establecida por la legislación positiva. Los principios son los materiales que serán empleados en la justificación de la derrotabilidad. Hay dos características altamente relevantes para la derrotabilidad. En primer lugar, los principios, a diferencia de las reglas, constituyen una institucionalización imperfecta de la moral, ya que sólo establecen un propósito o un valor que debe ser perseguido, aunque en la mayor medida posible. En segundo lugar, los principios, en vista de su carácter axiológico, constituyen el fundamento de las reglas jurídicas. Analicemos estas características con más detalle. 4.1. Los principios como institucionalización imperfecta de la moral Una de las cuestiones prácticas que la filosofía del derecho debe responder es: ¿Por qué algunas normas de la Constitución pueden ser clasificadas como principios? La existencia de normas-principio, tal como las define la teoría de los derechos fundamentales de Alexy, es una cuestión empírica que debe ser respondida con la mirada hacia el ordenamiento jurídico, y no sólo una cuestión metodológica. Para dar una respuesta a la pregunta planteada anteriormente, tomemos un dispositivo de la Constitución brasileña 263 Thomas Bustamante de 1988, que establece las políticas debidas en materia de política agrícola: “Art. 187. La política agrícola será planeada y ejecutada según lo que establezca la ley, con la participación efectiva del sector de producción, incluyendo productores y trabajadores rurales, así como de los sectores de comercialización, de almacenamiento y de transportes, llevándose en cuenta, especialmente: I – los instrumentos crediticios y fiscales; II – los precios compatibles con los cuestos de producción y con la garantía de comercialización; III – el incentivo a la investigación y a la tecnología; IV – la asistencia técnica y extensión rural; V – el seguro agrícola; VI – el cooperativismo; VII – la electrificación rural y la irrigación; VIII – la habitación para el trabajador rural”. Obsérvese que estas disposiciones imponen al legislador y a la administración la obligación constitucional de implementar una serie de políticas públicas, pero no habla de los medios para alcanzar esas finalidades o del contenido concreto de estas políticas, es decir, no hay una determinación de lo que debe hacerse para promover el estado ideal de cosas deseado por el constituyente. Se establece, tanto para el legislador como para la administración, el deber de aplicar una política agrícola que: (i) permita el acceso de los agricultores al crédito; (ii) promueva una ecuación razonable entre los precios y los costes de producción; (iii) desarrolle las áreas de tecnología de producción, etc. El texto no permite inferir directamente una norma (del tipo regla) que contenga una prescripción de un comporta264 Principios, reglas y derrotabilidad miento concreto (con la determinación de la conducta que se debe adoptar, ya sea la administración, ya sea por el particular, para alcanzar esos objetivos), pero es suficiente para llegar a una norma que establezca el deber de alcanzar un estado ideal de cosas, en la medida de lo posible. Por lo tanto, sólo hay dos alternativas para la interpretación de la disposición constitucional transcripta: (a) interpretarla como estableciendo una serie de principios jurídicos que deben realizarse en la máxima medida posible, o (b) interpretarla como disposición que engendra “normas programáticas” que carecen de fuerza jurídica o aplicabilidad. Esta última opción la adoptó el Tribunal Supremo brasileño al decidir que “el artículo 187 de la Constitución Federal es norma programática en la medida en que prevé especificaciones en ley ordinaria”25. Creo que la primera opción (extraer normas-principio del mencionado dispositivo) sería la más correcta, por garantizar un mínimo de fuerza vinculante al referido precepto constitucional, aunque en cada caso de aplicación el administrador tenga que ponderar cada uno de los principios que pueden eventualmente entrar en colisión para determinar la política que ha de ser adoptada. Como se nota, los diversos principios jurídicos incluidos en el artículo 187 de la Constitución brasileña se encuentra en un nivel intermedio entre la completa falta de coercibilidad de los preceptos morales y el carácter decisivo y comprensivo de las reglas jurídicas que determinan no sólo un estado de cosas, sino también conductas concretas que deben ser adoptadas por sus destinatarios. Para aclarar el significado normativo de los principios jurídicos puede trazarse un paralelo entre el derecho y la moral a partir de algunas ideas de Jürgen Habermas. De hecho, para este autor hay una relación de complementariedad en25. Brasil: Supremo Tribunal Federal, ADI 1.330 MC, Tribunal Pleno, Rel. Min. Francisco Rezek, DJ de 20.09.2002, vol. 2086, p. 142. 265 Thomas Bustamante tre el derecho y la moral. Los dos sistemas normativos tratan de problemas similares (el de “cómo ordenar legítimamente las relaciones interpersonales y cómo coordinar entre sí las acciones a través de normas justificadas”), pero de manera distinta: “pese al común punto de referencia la moral y el derecho se distinguen prima facie en que la moral postradicional no representa más que una forma de saber cultural, mientras que el derecho cobra a la vez obligatoriedad en un plano institucional. El derecho no es un sistema de símbolos, sino un sistema de acción” (Habermas, 2005: 171-172). La diferencia fundamental entre el derecho y la moral residiría en el hecho de que las normas jurídicas pasaron por un proceso de institucionalización. Resulta que esta institucionalización, al revés de lo que opina el propio Habermas (2005: 263-308), también puede realizarse en diferentes intensidades, lo que implica que la eficacia o la aplicabilidad de algunas normas jurídicas pueden tener diferentes grados. Los principios consagrados en el art. 187 de la Constitución brasileña son normas que institucionalizaron el deber de lograr un determinado propósito o valor, pero que todavía no determinan los medios para hacerlo, lo que requiere una ponderación para que se les establezca. La institucionalización parcial de una norma (faltando la determinación de la conducta concreta debida para su cumplimiento) es por lo tanto una buena razón por que debemos interpretar un enunciado normativo como estableciendo una norma-principio y, en consecuencia, ponderarla con otras del mismo tipo en el momento de su aplicación práctica. En resumen, hay normas-principios no porque así lo queremos, sino porque tales normas no han pasado por un proceso de institucionalización lo suficientemente fuerte para que exista una determinación concreta del comportamiento exigido, como vpasa en las reglas. 266 Principios, reglas y derrotabilidad 4.2. El contenido valorativo de los principios y el fundamento de las reglas jurídicas En la teoría de los principios de Alexy, el punto central está en su caracterización como mandatos de optimización. La “posibilidad de cumplir principios en diversos grados, mayores o menores, es la propiedad más esencial de los principios” (Peczenik 1992: 331). Esta propiedad se debe a una coincidencia estructural que los principios comparten con los valores. Así como los principios, valores como el “bien”, el “mal”, lo “justo”, etc. tienen una dimensión de peso y pueden ser protegidos o restringidos en diferentes intensidades. Los principios tienen el mismo contenido que los valores. Lo que los diferencia es únicamente su fuerza jurídica. Principios son valores que fueron incorporados por el derecho. En lugar de determinar lo que es bueno o mejor, determinan lo que es debido. En otras palabras, mientras que los valores tienen un carácter axiológico, los principios tienen un carácter deontológico (Alexy 2007-b: 117). Se puede decir, pues, como lo hizo Peczenik, que “la principal fuente de la fuerza justificatoria de los principios consiste en su vínculo uno-a-uno con los correspondientes valores” (Peczenik 1992: 331). Comprender el contenido valorativo de los principios – que obviamente no nos obliga a comprenderlos como valores “objetivos” o “verdaderos”, en la medida en que se adopta el constructivismo jurídico y el constructivismo moral – es esencial para establecer un método apropiado para la interpretación y la aplicación de las normas jurídicas. Tal como he señalado anteriormente, la ley de colisión implica que cada colisión de principios sólo puede resolverse mediante el establecimiento de una regla que establezca un orden de prioridad condicionado entre los principios en colisión. De modo semejante, toda regla puede ser presentada como el resultado de una ponderación de principios. 267 Thomas Bustamante Esta relación entre las reglas y los valores también ha sido apreciada en la teoría pura del derecho de Kelsen. Una norma jurídica válida, en la teoría de Kelsen, “funciona como patrón valorativo del comportamiento fáctico” (Kelsen 1981: 30). Cada norma, en el pensamiento de Kelsen, es el resultado de una valoración efectuada por los que las han establecido. Sin embargo, este autor creía que todas las valoraciones serían necesariamente arbitrarias, por lo que las normas serían también actos de voluntad necesariamente arbitrarios (Kelsen, 1981: 31). Esta interpretación escéptica de la argumentación jurídica, típica del positivismo metodológico irracionalista, trae serias consecuencias para la práctica jurídica. La interpretación teleológica, por ejemplo, sería siempre arbitraria, ya que estaría guiada por valores también considerados arbitrarios. No podría jamás ser justificada de modo racional. En la teoría de Alexy, por el otro lado, la interpretación de las reglas jurídicas es siempre guiada por principios que también son jurídicos, a pesar de su contenido moral. La intersección entre el discurso jurídico y el discurso moral ocurre porque el contenido de estos principios está determinado por una argumentación constructivista que sigue pautas morales. Los principios actúan pues como los cánones más importantes para la interpretación y aplicación de reglas jurídicas, ya que en un sistema de reglas y principios jurídicos, son estos los que constituyen el fundamento jurídico y axiológico de aquellas. 4.3. Los tipos de conflictos entre normas jurídicas en el Estado Constitucional Después de haber visto la interrelación entre reglas y principios, ya estamos en condiciones de analizar los conflictos entre las normas jurídicas que pueden dar lugar a la derrotabilidad (de las reglas jurídicas). Hay dos tipos de conflictos normativos en sentido amplio: el conflicto en sentido estricto y las colisiones. Un conflicto en sentido estricto entre normas jurídicas ocurre cuando no se puede admitir la validez simultánea de las 268 Principios, reglas y derrotabilidad normas en conflicto en el mismo tiempo y en el mismo lugar. Puede haber conflictos en el sentido estricto en que participen tanto las reglas como principios jurídicos. Por ejemplo, una sociedad que consagre el principio de igualdad entre todos los seres humanos no puede aceptar un principio de discriminación racial que sostenga la superioridad de un grupo étnico sobre otro. Los conflictos de normas en el sentido estricto se producen en la dimensión de la validez y sólo pueden ser resueltos por medio de la invalidación de una de las normas en conflicto. Una colisión, por otra parte, es un tipo de conflicto en sentido amplio que es resuelto en la dimensión de la aplicabilidad y no más en la de la validad. Ambas normas superan la situación de conflicto manteniendo intocada su validez. El ejemplo clásico es la ponderación de los principios. Cuando el Tribunal Constitucional decide si está correcta o no una decisión que establece la obligación de pagar una indemnización por una ofensa al honor cometida en el ejercicio de la libertad de expresión, debe necesariamente ponderar los derechos fundamentales en ruta de colisión para establecer la regla a ser utilizada el caso en particular. Como se muestra a continuación, las reglas no pueden entrar en colisión con otras reglas, ya que los conflictos entre este tipo de normas se resuelven con base en los criterios tradicionales de jerarquía, de la especialidad y de la norma más reciente. Esta circunstancia no excluye, sin embargo, la posibilidad de que una regla jurídica entre en colisión con un principio. Cuando eso ocurre, puede admitirse, eventualmente, la derrotabilidad de una regla jurídica. Por lo tanto, la derrotabilidad de las normas tiene un alcance mucho más limitado que la doctrina le ha comúnmente atribuido. Existen diferentes tipos de conflicto en sentido estricto y de colisiones entre las normas jurídicas, que varían en función de la estructura de una norma jurídica y del nivel jerárquico de sus fuentes. 269 Thomas Bustamante 4.3.1. Conflictos normativos en el mismo nivel jerárquico Los casos más sencillos se refieren a los conflictos normativos en sentido amplio que ocurren entre normas del mismo nivel jerárquico. En tales casos, los más frecuentes conflictos normativos en sentido amplio son los siguientes supuestos: 1) Conflicto (en sentido estricto) entre un principio y una regla; 2) Colisión entre un principio y otro principio; 3) Conflicto (en sentido estricto) entre dos reglas. El primer supuesto (un conflicto entre un principio y una regla del mismo nivel jerárquico) suele ser resuelto por el predominio de la regla sobre el principio de igual jerarquía. La pretensión de estabilidad presente en las reglas jurídicas se manifiesta en su forma más intensa, vez que el legislador que ha establecido los principios jurídicos relevantes para el caso – el principio que justifica la regla y el principio con el cual él colisiona –, también ha establecido una relación de prioridad entre estos principios en el supuesto abarcado por la regla jurídica. La existencia de una norma del tipo regla implica, en sí misma, una decisión sobre la prioridad entre principios en colisión. El segundo supuesto (en regla, una colisión de principios constitucionales) necesariamente es resuelta por el método de la ponderación. El resultado de una ponderación se determina por una serie de factores que incluyen (i) el grado de protección de un principio y el grado de restricción en el otro, (ii) el peso abstracto de los principios que colisionan entre si, (iii) el grado de confiabilidad (a la luz de los parámetros de la ciencia y del conocimiento en un momento definido) de las premisas empíricas utilizadas para concluir que un principio particular está protegido o restringido, (iv) el número de principios que justifican una u otra decisión, y (v), en la hipótesis iv, la manera como interactúan los principios que apoyan a una 270 Principios, reglas y derrotabilidad decisión en particular (si sus pesos se suman o si se refuerzan mutuamente)26 . El tercer supuesto, a su vez, puede dividirse en dos. En el caso de los conflictos aparentes de normas jurídicas, el problema debe ser resuelto mediante el uso de los criterios de especialidad o, en el caso de enmiendas a la Constitución o de leyes posteriores, mediante el criterio cronológico. Por otra parte, en la hipótesis de un genuino conflicto – que no pueda ser resuelto mediante la aplicación de estos criterios – el intérprete puede valerse de los principios constitucionales generales para tratar de encontrar una solución conciliatoria y una interpretación que elimine la antinomia. 4.3.2. Los conflictos normativos en diferentes niveles jerárquicos En caso de diferentes niveles jerárquicos, la admisión de la existencia de principios jurídicos genera un complejo problema, ya que el criterio jerárquico sólo funciona para resolver de manera conclusiva los conflictos que surgen en la dimensión de la validez. Si nos limitamos a las situaciones de conflicto entre las normas consagradas en la Constitución y las normas consagradas en la legislación infraconstitucional (dejando de lado los precedentes judiciales y las normas emitidas por la Administración en el ejercicio de su potestad administrativa), podemos imaginar, al menos, las siguientes situaciones de conflicto en sentido amplio: 1) Conflicto (en sentido estricto) entre una regla constitucional y una regla infraconstitucional; 26. En sus escritos más contemporáneos, Alexy desarrolló su modelo de ponderación y añadió a la versión primitiva de la ley de ponderación (según la cual el grado de interferencia en un principio debe estar compensado por al menos el mismo grado de fomento de otro principio) dos otros factores que deben entrar en el juego de la ponderación: el peso abstracto de los principios en colisión y la confiabilidad de las premisas empíricas utilizadas en la ponderación. Además, Alexy explica también que puede volverse problemática la ponderación cuando dos o más principios interactúan en una única dirección y se suportan mutuamente (Alexy 2002). Tuve oportunidad de discutir dos de estos problemas (el problema de los pesos abstractos y el problema de la interacción unidireccional de principios) en un trabajo anterior (Bustamante 2008-b). Sin embargo, el más completo análisis de estos problemas que conozco se encuentra en: Bernal Pulido (2006). 271 Thomas Bustamante 2) Colisión entre una regla constitucional y un principio infraconstitucional; 3) Conflicto (en sentido estricto) entre un principio constitucional y un principio infraconstitucional; 4) Colisión entre un principio constitucional y un principio infraconstitucional; 5) Conflicto (en sentido estricto) entre un principio constitucional y una regla infraconstitucional; 6) Colisión entre un principio constitucional y una regla infraconstitucional. Los casos (1), (3) y (5) se refieren a los conflictos en la dimensión de la validez de una norma jurídica (conflictos normativos en sentido estricto). Los supuestos (1) y (3) se resuelven de manera relativamente sencilla: se aplica el criterio jerárquico y se desvalida por completo la norma infraconstitucional. El supuesto (5), a su vez, se resuelve también por medio de la invalidación de la normas infraconstitucional, pero su solución no es obvia. Identificar un conflicto entre un principio constitucional y una regla infraconstitucional es uno de los más difíciles desafíos para la de argumentación jurídica, porque la regla infraconstitucional suele ser considerada una norma de derecho fundamental adscrita que es producto de una colisión entre principios constitucionales. El quid de la dificultad radica en el hecho de que los principios constitucionales admiten expresamente su restricción por parte del legislador infraconstitucional. Si bien el legislador puede violar este principio si lo restringe de forma irracional o incompatible con los requisitos procedimentales establecidos por la máxima de la proporcionalidad, el principio democrático establece una presunción de legitimidad en favor de las restricciones establecidas por el legislador. Cualquiera que defienda la inconstitucionalidad de una restricción a un principio constitucional debe demostrar que 272 Principios, reglas y derrotabilidad el legislador, al comparar este principio con el principio que justifica la regla restrictiva, ha ido más allá de los límites del margen de libre apreciación fijado por la constitución. Este margen de acción, como hemos visto, está determinado por los principios que intervienen en la ponderación. Debe considerarse, por lo tanto, los principios en curso de colisión (el principio restringido así como el principio que fundamenta la regla restrictiva), y esta ponderación puede llevar a tres situaciones: (i) la restricción está concluyentemente determinada por la Constitución en este caso, es decir, puede inferirse directamente de la Constitución la conclusión de que el principio P1 debe ser restringido con base en P2; (ii) la restricción es concluyentemente prohibida por la Constitución, es decir, en el momento de la ponderación de P1 y P2 se puede determinar con seguridad que el principio restringido tiene peso superior al principio que justifica su restricción, y (iii) la restricción no esta ni concluyentemente prohibida ni tampoco concluyentemente permitida por las normas de derecho fundamental establecidas por la Constitución. En este último caso, que incluye la gran mayoría de los supuestos, nos enfrentamos al margen de libre apreciación del legislador, y, por lo tanto, la regla infraconstitucional debe prevalecer sobre el principio constitucional que con ella ha aparentemente entrado en conflicto. Los supuestos (2), (4) y (6), a su vez, se refieren a cuestiones de aplicabilidad de las normas jurídicas, por lo que la decisión de excluir la aplicación de una norma no afecta su validez. El caso (2) se refiere a una delimitación del ámbito de aplicabilidad del principio infraconstitucional. La regla constitucional excluye la aplicación del principio en los casos delimitados por ella, aunque el principio permanezca capaz de generar razones contributivas para la decisión de los casos no cubiertos por el supuesto de hecho de la regla. El caso (4) normalmente se resuelve por la regla de prioridad del principio constitucional sobre el principio infraconstitucional. Esta directiva, sin embargo, no es absoluta. Lo que se puede tomar como una regla general es que el peso abstracto 273 Thomas Bustamante del principio constitucional es considerablemente mayor que el peso del principio infraconstitucional que entra en colisión con él. Aunque sean raros los casos en que un principio infraconstitucional aisladamente considerado pueda prevalecer sobre un principio constitucional , el principio infraconstitucional puede tener una importante relevancia cuando se asocia con un principio constitucional que contribuye a la misma decisión por él sugerida. Es posible que este principio, especialmente en los casos de omisión u oscuridad en la legislación positiva, contribuya de forma decisiva a la solución de una colisión entre principios constitucionales. El caso (6), por último, se refiere a los casos típicos de derrotabilidad. El principio constitucional P1 no genera ninguna razón para que sea declarada la invalidez de la regla R, sino apenas para introducir una excepción en su hipótesis de incidencia. En este caso, puede hablarse de una ponderación entre P1 y el principio P2, que se encuentra por detrás de R y le sirve de base axiológica. P2 tendrá siempre a su lado los principios formales como el principio de la seguridad jurídica y el principio de la democracia, que establecen la regla de la vinculación del juez al legislador positivo. Sin embargo, los casos anormales o genuinamente extraordinarios pueden justificar la creación de una regla excepcional que derrote la norma R. El supuesto (6), que comprende los casos auténticos de derrotabilidad, sólo puede resolverse con la prioridad del principio constitucional sobre la regla infraconstitucional en el supuesto de que se admita una decisión contra legem. Consideremos, pues, las características definitorias de este tipo de decisiones. 4.4. La derrotabilidad y las decisiones contra legem Podemos decir que admitir la derrotabilidad de las normas jurídicas implica admitir, sin tabúes y eufemismos, la existencia de decisiones contra legem. Aunque pesa sobre este tipo de decisión una pesada carga de la argumentación, los muchos ejemplos citados en la literatura jurídica y encontrados en las 274 Principios, reglas y derrotabilidad decisiones judiciales dictadas en los casos difíciles demuestran que ellas son parte del universo de problemas jurídicos que enfrentan los juristas prácticos. Si se acepta la tesis del caso especial y el argumento de que la pretensión de corrección de una norma jurídica abarca tanto su validez con arreglo a criterios jurídico-institucionales cuanto su corrección práctico-racional, es posible imaginar una serie de situaciones donde la aplicabilidad de una norma puede ser rechazada debido a que el grado de injusticia que vendría de su aplicación mecánica causaría que el componente sustancial (práctico-discusivo) de la pretensión de corrección del derecho prevaleciera, en el caso particular, sobre el componente formal (institucional en el sentido estricto). Si toda regla es el resultado de una ponderación de principios y en consecuencia trae consigo un principio que es su fundamento y su ratio o justificación, entonces no es razonable aplicar esta regla cuando puede concluirse de forma segura que estas razones o fundamentos no tendrían prioridad en este caso si hubieran sido previstas ciertas peculiaridades que no eran y no podían ser conocidas de antemano por el legislador. Una decisión contra legem puede ser justificada si se puede establecer que, aunque una regla R no sea inconstitucional, su aplicación en este caso particular conduce a una inconstitucionalidad (Borges 1999, p. 93). Una decisión contra legem puede definirse como una decisión que establece una excepción a una regla jurídica N, en presencia de las siguientes condiciones: (i) N es una norma de tipo regla, no un principio jurídico, (ii) N está expresa en una ley o en otra fuente formal del Derecho con nivel jerárquico equivalente, (iii) los significados mínimos o literales de las expresiones utilizadas por el legislador no permiten extraer del texto que sirve de base a N una norma alternativa que no sea desafiada por esta decisión, (iv) la decisión no reconoce la invalidez de N, sino que aleja su aplicación a una situación en la que es aplicable, (v) no hay duda de que los hechos que 275 Thomas Bustamante condujeron a la decisión puedan ser subsumidos en N, (vi) la autoridad que adopta esta decisión establece una norma individual formulada en términos universales, y (vii) la decisión plantea una pretensión de juridicidad para esa norma individual. Conviene una breve explicación de los elementos de esta definición. Cuando se dice que la regla derrotada es una norma del tipo regla (i), se refiere a la mencionada circunstancia de no poseyeren los principios un supuesto de hecho determinado, por lo que no se puede hablar de una excepción a su supuesto de hecho. Un principio establece un valor que ha de ser buscado o un fin a concretizar. Por lo tanto, ellos deben ser optimizados antes de que pueda determinarse con seguridad las consecuencias que les siguen. La característica (ii), a su vez, se refiere a la jerarquía de la fuente formal del derecho en que la norma derrotada debe estar establecida. Sólo se vuelve problemático decidir en contra del texto de una norma jurídica cuando se reconoce una vinculación general a esta norma. Una decisión contra legem es siempre una decisión difícil, porque a favor de la legislación juegan el principio democrático y la presunción de legitimidad de las leyes. El carácter problemático desaparece, sin embargo, si no está presente la característica (iii). Una decisión contra legem sólo se hace necesaria cuando no es posible interpretar el dispositivo legal que prevé la norma rechazada de manera que se extraiga una norma distinta que permita decidir de forma correcta el caso particular sin forzar los límites semánticos determinados por el texto que constituye el objeto de la interpretación. La circunstancia (iv), a su vez, limita el universo de los conflictos que pueden ocurrir en una decisión contra legem. Un conflicto normativo en sentido estricto, que ocurre en la dimensión de la validez, genera la eliminación de una norma, mientras que una colisión comprende conflictos que surgen en la dimensión de la aplicabilidad. La decisión deja de ser contra legem, para convertirse en una declaración de inconstitucionalidad, cuando pasa a discutir la validez general de la norma alejada. (v), del mismo modo, es una característica constitutiva de las decisio276 Principios, reglas y derrotabilidad nes contra legem. Sólo se puede decidir contra una regla si no hay dudas de que los hechos del caso son subsumibles en la moldura de la norma jurídica. La circunstancia (iv), por otro lado, se refiere al principio de la universabilidad. Toda decisión judicial, para ser justificada, debe ser redactada en términos universales. Deben presentarse sus conclusiones como emanando de una regla que puede ser generalizada y debe ser repetida en todos los casos similares, bajo pena de grave vulneración de los principios generales de la imparcialidad y de la justicia formal. La norma especial establecida para justificar la derrotabilidad es una regla que se repite por fuerza de vinculación al precedente judicial. Por último, la circunstancia (vii) es lo que determina el carácter jurídico de una decisión contra legem. Una decisión contra legem deja de ser un caso de “aplicación del derecho” para convertirse en una usurpación de las prerrogativas de la autoridad que la profiere si falta la pretensión de juridicidad para una norma excepcional que se formula (en términos universales) para derrotar a la regla legislativa en el caso particular. Esta pretensión de juridicidad es algo que tiene que ser fundamentado o rescatado en un discurso o en una argumentación racional a partir de un principio que ofrece una serie de razones contributivas para la decisión que acepta una excepción (Peczenik y Hage, 2000). Como se trata de una pretensión, no hay ninguna garantía de que esta decisión pueda ser considerada legítima al final del proceso de argumentación. Para reconocer la posibilidad de decisiones contra legem – sin que no se puede hablar de derrotabilidad de las normas jurídicas – es necesario reconocer no sólo que Hart (1994) tenía razón al describir el derecho como práctica social, sino que Dworkin (2000) también tiene razón al calificar esta práctica social como una práctica argumentativa. Decir que el derecho es argumentativo implica que sus contenidos no están completamente determinados ni son “descubiertos” según un método empírico o analítico que nos permite reconocer las convenciones sociales o derivar enunciados por la vía de la deducción lógica. Una práctica social ar277 Thomas Bustamante gumentativa reflexiona necesariamente sobre sí misma y está abierta a incorporar las críticas que se le dirijan. Es a través del reconocimiento del carácter argumentativo del derecho que los principios se vuelven relevantes. Y esta es la diferencia fundamental entre, por ejemplo, Kelsen y Alexy. Kelsen considera las normas como resultado de un acto de voluntad que no puede ser racionalizado (no existe razón práctica), mientras Alexy ve las normas como resultado de un discurso de justificación racional que obedece a un conjunto de reglas de argumentación que garantizan un cierto grado de racionalidad para las decisiones. Este proceso de argumentación, sin embargo, es guiado y dirigido por principios que, a pesar de su elevada dosis de indeterminación, la cual brota de su contenido moral, poseen el más alto grado de normatividad. Sin duda los principios hacen que la ciencia jurídica se vuelva mucho más compleja de lo que imaginan los positivistas, y los casos de aplicación del derecho más difíciles de lo que parecen en los libros de teoría jurídica tradicional. Hacen también que la aplicación de las normas sea mucho más problemática. En ese sentido, recordemos los casos de “ilícitos atípicos” que han sido recientemente objeto de un importante estudio de Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero. Para estos autores, los ilícitos atípicos son conductas que, aunque se conformen a las reglas establecidas por el ordenamiento jurídico y no planteen problemas desde el punto de vista formal, “son contrarias a un principio” (Atienza y Ruiz Manero 2000: 27). Ilícitos atípicos como el “abuso de derecho”, el “fraude de ley” o el “desvío de finalidad” se presentan necesariamente en conformidad con la literalidad de una regla jurídica, pero deben ser invalidados porque un principio superior, que suele estar positivado en la Constitución (aunque su contenido sólo puede determinarse por medio de un discurso práctico de justificación), es suficientemente importante en el caso para justificar una nueva regla adscrita que excluye un determinado conjunto de circunstancias fácticas del marco genérico de una norma jurídica. La existencia de decisiones contra legem es inevitable en cualquier estado neoconstitucionalista. Su justificación es el 278 Principios, reglas y derrotabilidad problema más difícil de la filosofía del derecho. Y la práctica jurídica, por supuesto, también es sensible a los argumentos que predominan en el discurso filosófico acerca de la derrotabilidad. 279 Thomas Bustamante Bibliografía Aarnio, Aulis. 1990. “Taking rules seriously” en W. Hofer y G. Sprenger (eds.), Proceedings of the 14th IVR World Congress (Edinburg), ARSP-Beiheft 42, pp. 180-192. Alchourrón, Carlos. 2000. “Sobre derecho y lógica”, Isonomía, 13, pp. 11-32. Alexy, Robert. 1988. “Sistema jurídico, principios y razón práctica”, Doxa – Cuadernos de Filosofia del Derecho, 4, pp. 139-151. Alexy, Robert. 1993. “Justification and Application of Norms”, Ratio Juris, v. 6, n. 2, pp. 157-170. Alexy, Robert. 2000. “On the Structure of Legal Principles”, Ratio Juris, v. 13, n. 3, pp. 294-304. 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Como ejemplo de enunciado normativo trabaja Alexy con el siguiente, correspondiente al artículo 16 párrafo 2 frase uno de la Ley Fundamental alemana: (1) “Ningún alemán puede ser extraditado al extranjero” Dicho enunciado, según Alexy, “expresa la norma según la cual está prohibida la extradición de alemanes al extranjero” (TDF, 34). “La misma norma -explica Alexy- puede ser 1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 285 Juan Antonio García Amado expresada por medio de diferentes enunciados normativos” (TDF, 34). Por ejemplo, esa norma contenida en el mencionado enunciado normativo puede también expresarse mediante los siguientes enunciados normativos (TDF, 35): (1´) “Está prohibido extraditar alemanes al extranjero” (1´´) “Los alemanes no pueden ser extraditados al extranjero”. En esos enunciados se contienen expresiones deónticas como “prohibido” o “no pueden”, pero también cabe que las normas sean “expresadas sin recurrir a tales términos”, por ejemplo así: “Los alemanes no serán extraditados al extranjero”. En consecuencia, parece que un enunciado encierra una norma cuando es traducible a otro enunciado que contiene “modalidades deónticas” como prohibido, permitido u obigatorio. ¿Cuándo podemos decir que un enunciado expresa una norma? Según Alexy, por razón del contexto; es decir, son “criterios pragmáticos” los determinantes “para identificar a algo como una norma”. O sea, “lo que hay que identificar es una entidad semántica, es decir, un contenido de significado que incluye una modalidad deóntica” (TDF, 36). En los anteriores enunciados (1), (1´) y (1´´) la norma expresada será la misma, pues es la misma la “entidad semántica”. La relación entre enunciado normativo y norma se corresponde con la que se da entre enunciado proposicional y proposición (TDF, 37). En la actual Teoría del Derecho es relativamente común distinguir entre enunciado y norma, aunque no siempre con el alcance que Alexy establece. Por ejemplo, la llamada Escuela de Génova sigue a Tarello, al diferenciar entre enunciado y norma. La norma sería la proposición que atribuye al enunciado (normativo) un concreto significado, de modo que la norma resulta de la interpretación del enunciado. Para esta 286 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico doctrina no hay correspondencia biunívoca entre enunciado y norma (proposición), pues una misma norma puede expresarse mediante distintos enunciados y un mismo enunciado puede dar lugar a distintas normas, tantas como interpretaciones posibles del mismo. Alexy subraya lo primero, pero no hace referencia a lo segundo. Luego examinaremos el porqué y las posibles consecuencias de ese planteamiento de Alexy. Alexy pretende en su Teoría de los derechos fundamentales elaborar una teoría de las normas de derecho fundamental. Si se tratara nada más que de identificar los enunciados normativos de derechos fundamentales presentes en la Constitución, bastaría con ver cuáles se refieren a lo que la misma Constitución o la doctrina que se prefiera denomine derechos fundamentales. El problema estriba en la indeterminación semántica de dichos enunciados, pues muy a menudo no se sabe exactamente a qué aluden o a qué comprometen. Lo primero lo denomina Alexy apertura semántica y lo segundo lo llama apertura estructural. Trabaja Alexy con el siguiente ejemplo, sacado del art. 5 párrafo 3 frase 1 de la Ley Fundamental, que dice así (a este enunciado lo llamaremos E): (E) “[...] la ciencia, la investigación y la enseñanza son libres” La apertura semántica alude a la indeterminación de expresiones como “ciencia”, “investigación” y “enseñanza”. La apertura estructural tiene que ver con que de ese mandato contenido en esa norma “no se infiere si este estado de cosas [la liberad de la ciencia, la investigación y la enseñanza] ha de alcanzarse mediante acciones del Estado o por medio de omisiones del Estado, ni si la existencia o la creación de este estado de cosas presupone o no la atribución a los científicos de derechos subjetivos relativos a la libertad científica” (TDF, 50). ¿Cuántas normas se contienen en el citado enunciado normativo recogido en el art. 5, párrafo 3, frase 1 de la Ley Fundamental? Desde una concepción muy estrictamente lin287 Juan Antonio García Amado güística de las normas jurídicas, podría afirmarse que sólo una, la directamente expresada por ese texto2. Sería sólo una norma, aunque sea una norma fuertemente indeterminada. Desde una doctrina que, como la italiana citada, diferencie entre disposición o mero enunciado normativo, y norma, como resultado de la elección de una interpretación posible de aquel enunciado originario o disposición, la respuesta sería así: en el aludido enunciado normativo caben tantas normas como interpretaciones posibles de sus términos. Alexy no sigue ninguno de esos dos caminos, pues cree que en ese enunciado se contienen más normas que la directamente expresada en él: se contienen también normas adscritas. El problema es el siguiente: para poder solucionar, por ejemplo, la indeterminación estructural en nuestro ejemplo, es necesario concretar mediante afirmaciones como ésta, que Alexy toma de una sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán referida a una ley de educación superior integrada en Baja Sajonia (TDF 50-51). Llamaremos nosotros P a ese nuevo enunciado normativo: (P) “El Estado tiene el deber de posibilitar y promover el desarrollo libre de la ciencia y su transmisión a las futuras generaciones, para lo cual debe facilitar los medios personales, financieros y de organización”. Para cualquiera de las doctrinas que hace un momento mencionábamos, se trata de un enunciado interpretativo. El tribunal que lo emite ha realizado una interpretación que precisa el enunciado originario (E) en lo que interesa para poder resolver el problema concreto que se plantea en el caso, el de los medios que ha de facilitar el Estado para la ciencia. Al margen de que, si se quiere, pueda verse ahí también un nuevo enunciado normativo contenedor de una norma, en lo que de norma tengan las sentencias. Otra cosa es la posible discrepancia terminológica, según a lo que se llame disposición, norma e interpretación. En cambio, Alexy no ve así las 2. Dice Alexy que “[E]sta concepción no puede ser calificada de falsa”, aunque “a favor de la concepción opuesta hablan razones más fuertes” (TDF, 51). La concepción opuesta es la doctrina de las normas adscritas que Alexy defiende y que pronto veremos. 288 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico cosas. Para Alexy se trata de una norma adscrita. Y aquí es sumamente importante el matiz. Norma adscrita no es aquella que el intérprete construye eligiendo discrecionalmente una interpretación y tratando de apoyarla en las razones que a él lo convenzan y que, al tiempo, estime convincentes para cualquier observador imparcial. No, las normas adscritas son normas que “están ahí”, que, como normas y en toda su extensión de normas, subyacen a aquellos enunciados normativos originarios. En (P), por ejemplo, el Tribunal habría dado con una norma adscrita, con una norma que es desarrollo lógico y necesario del enunciado normativo originario contenido en aquel artículo de la Ley Fundamental. Dice Alexy de tales normas, que tienen “una relación más que casual con el texto de la Constitución”, “son necesarias cuando debe aplicarse a casos concretos la norma expresada por el texto de la Constitución. Si no se presupusiese la existencia de este tipo de normas, no sería claro qué es aquello que, sobre la base del texto constitucional (es decir, de la norma directamente expresada por él), está ordenado, prohibido o permitido. La relación de este tipo, que tienen las normas mencionadas con el texto constitucional, será llamada <<relación de precisión>>” (TDF, 52). ¿Qué significa “relación de precisión”? Si yo le digo a un interlocutor “Dame el lápiz” y son varios los lápices, mi interlocutor me pregunta cuál debe darme, y yo le digo “Dame el lápiz rojo”, entre mis dos enunciados hay una “relación de precisión”, pues el segundo precisa o aclara el significado del primero. Pero el segundo no está implicado en el primero, salvo que lo que cuente sea nada más que mi intención, lo que no es el caso cuando hablamos de la relación entre enunciados jurídicos originarios y enunciados que los “precisan”. De la misma manera, entre (E) y (P) hay una “relación de precisión”, no en el sentido de que sea “precisamente” (P) la norma implícita en (E), sino que se trata de un enunciado interpretativo que el Tribunal realiza al optar por una de las interpretaciones posibles de (E). Si a (P) lo llamamos norma, es una norma 289 Juan Antonio García Amado adscrita, en el sentido de que el Tribunal la adscribe a (E), no en el sentido de que sea la norma que ya estaba presente en (P) y que el Tribunal descubre y meramente explicita. Salvo que entendamos que hay tantas normas adscritas de (E) como interpretaciones posibles de (E), con lo cual el concepto de norma adscrita pierde toda la fuerza que en la doctrina de Alexy se pretende y no sería más que un sinónimo de “norma que es posible extraer de (E) mediante una decisión interpretativa”. La clave de lo que supone el concepto de norma adscrita en Alexy la brinda la siguiente afirmación: “Una norma adscrita tiene validez y es una norma de derecho fundamental, si para su adscripción a una norma de derecho fundamental directamente estatuida es posible aducir una fundamentación iusfundamental correcta” (TDF 53). ¿Qué significa “fundamentación iusfundamental correcta? Primeramente, veamos con qué alcance se puede hablar de normas adscritas (zugeordnete, en la terminología de Alexy). Diferenciemos varios supuestos. Pongamos un enunciado originario del tenor siguiente: (E1) Se prohíbe la circulación de vehículos de motor por las calles de Madrid durante la noche. Si alguien en un caso se planteara si a medianoche puede circular por las calles de Madrid un coche, tendría pleno sentido responder que está implícito que los coches, en cuanto vehículos de motor, no pueden circular ni a las doce de la noche, ni a la una ni a las dos de la madrugada. ¿Y a las siete de la tarde un día de finales de octubre? Depende de cómo se interpreta “noche”. Si un tribunal afirma, al resolver este último caso, que por noche se ha de entender la franja de tiempo que va desde que el sol se pone tras el horizonte hasta el momento en que vuelve a aparecer por el horizonte, no podemos decir que la norma resultante estaba implícita en (E1), pues también cabría haber interpretado, sin vulnerar la semántica de “noche” en (E1) que por noche se entiende el periodo de 290 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico tiempo en que no hay ningún tipo de luz solar. Según que la interpretación sea la una o la otra, será distinta la solución del caso en aplicación de E1. ¿Están esas dos normas, resultantes de las dos interpretaciones alternativas, implícitas en E1? No. A no ser que queramos afirmar que en E1 hay tantas normas implícitas como interpretaciones posibles de “noche” (y de “calles”, “vehículo de motor”, “circulación”...). Con la otra terminología, las dos normas alternativas pueden ser adscritas, pero ninguna de ellas es “la” norma adscrita. ¿Y cuál de las dos interpretaciones será más correcta? En principio, las dos son posibles y ninguna vulnera el Derecho por violentar la semántica de los términos de E1. Distintos sujetos o diferentes jueces pueden tener una u otra preferencia y se considerará correcta la interpretación que esté justificada mediante argumentos admisibles y válidos para alejar la sospecha de arbitrariedad del que decide. Mas parece que no es éste el punto de vista de Alexy, si bien sus consideraciones al respecto son particularmente oscuras. Alexy, refiriéndose a las normas iusfundamentales (aunque seguramente hay que suponer que su tesis tiene alcance para todo tipo de normas jurídicas) señala, como hemos visto, que norma iusfundamental adscrita sólo será la que posea “una fundamentación iusfundamental correcta”, lo cual “depende de la argumentación de derecho fundamental que sea posible aducir a su favor” (TDF 53-54). Puede haber distintas normas candidatas a ser normas iusfundamentales adscritas, y esto “signfica que, en muchos casos, existe incertidumbre acerca de qué normas son normas de derecho fundamental” (TDF, 54). Es más, “las reglas de la fundamentación iusfundamental no definen ningún procedimiento que en cada caso conduzca a un único resultado” (TDF, 54). ¿Quiere decirse que depende de la decisión discrecional del juez la adscripción de una u otra norma? Parece que Alexy rechaza tal tesis. Oigámoslo: “Puede, por lo tanto, presentarse el caso de que sean posibles fundamentaciones igualmente buenas para dos normas recíprocamente incompatibles N1 y N2. ¿Deben entonces 291 Juan Antonio García Amado valer tanto N1 como N2 como normas de derecho fundamental? Esta posibilidad debe rechazarse. Para poder fundamentar esta negativa, el concepto de fundamentación iusfundamental correcta, utilizado en el criterio presentado más arriba, debe entenderse en el sentido de que una fundamentación de la adscripción de N1 que, tomada en sí misma, sería correcta, pierde su carácter de correcta si N2 puede ser fundamentada de una manera igualmente correcta. En este caso, ningún candidato a la adscripción vale como norma adscrita. Por ello, un tribunal que considere que N1 y N2 están igualmente fundamentadas, no puede apoyarse en una norma a la que pueda considerar como válida, a causa de su capacidad para ser fundamentada correctamente, sino que tiene que adoptar una decisión dentro de un ámbito abierto desde el punto de vista de la validez” (TDF, 54, nota 56). Es decir, si el juez decide discrecionalmente entre dos opciones interpretativas que caben por igual y pueden estar respaldadas por buenas razones, eso significa que no hay norma adscrita; pues si hay norma adscrita, el juez puede descubrirla al descubrir las mejores razones que la sostienen. No se trata de argumentar razonablemente la elección, sino de elegir la alternativa que en sí tiene las mejores razones. Vemos cómo la argumentación cobra tintes más demostrativos que puramente justificativos; ya no es el medio para la exclusión de la irracionalidad, sino para la plena efectividad de la racionalidad propia de una razón práctica entendida en sentido fuerte. El parentesco con Dworkin comienza a hacerse patente. Y los problemas serán similares, salvando las distancias que haya que salvar, a los que plantea la tesis dworkiniana de la única respuesta correcta. Si lo que Alexy quiere indicar es que el juez no puede limitarse a afirmar que las dos alternativas interpretativas son igualmente razonables, absteniéndose en consecuencia de preferir una u otra, estamos ante una pura trivialidad. Pero tampoco se pretende que el juez elija discrecionalmente una de las interpretaciones y dé las mejores razones que se le ocurran, pues en ese caso no estaría encon292 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico trando la norma verdaderamente adscrita, sino adscribiendo él la que razonablemente le parece mejor. El juez ha de destapar la norma que es verdaderamente “la” adscrita, y la encontrará comprobando la mayor potencia de las razones en su favor. Norma adscrita es la que está sustentada por la razón, y sólo ésa. En el caso de las normas iusfundamentales, dice Alexy que se trata del “descubrimiento de nuevas normas de derecho fundamental” (TDF, 54, nota 57. La cursiva es nuestra). En este marco reaparece el papel del “caso especial” dentro de la racionalidad práctica general. Recuerda también aquí Alexy que en el razonamiento habrá que tomar en consideración aspectos tales como “el texto de las disposiciones de los derechos fundamentales” o “los precedentes jurisprudenciales del Tribunal Constitucional Federal”, pero también “los argumentos prácticos generales”. Esto, traducido a términos operativos, viene a decir que son dignas de consideración la letra de la disposición constitucional o lo que vengan opinando la doctrina o la jurisprudencia, pero que, en última instancia, en caso de contraste entre esos elementos (lo que diga la disposición o lo que vengan diciendo o decidiendo unos u otros) y la justicia, la justicia ha de ganar. Porque, a fin de cuentas, norma adscrita será la que demande la justicia, y la interpretación injusta no podrá engendrar una norma adscrita; pues el asunto no es, más allá de la superficie, un asunto de interpretación, sino de descubrimiento, a través de la razón práctica, de lo que como derecho fundamental imponga la justicia. También por eso llega a mantener Alexy que puede haber disposiciones de derechos fundamentales que no sean propiamente normas de derecho fundamental, por faltarles la fundamentación iusfundamental correcta. Hasta ese punto la letra (y la voluntad del legislador o del constituyente) cede ante la razón práctica, esto es, ante la justicia. Alexy sintetiza su teoría de las normas iusfundamentales adscritas así: “Cada cual puede afirmar con respecto a cualquier norma, que ella debe ser adscrita a las disposiciones de derecho fundamental. No obstante, su afirmación acerca de la 293 Juan Antonio García Amado existencia de norma de derecho fundamental tendrá como objeto una norma de derecho fundamental, sólo si ella se lleva a cabo conforme a derecho. Esto será así, si a favor de esta adscripción es posible aducir una fundamentación iusfundamental correcta” (TDF, 56). Entendemos, pues, que una norma iusfundamental adscrita sólo es tal si es conforme a Derecho, y conforme a Derecho es sólo si reúne dos condiciones: que está dotada de una “fundamentación iusfundamental” y que sea “correcta”. Naturalmente, todo dependerá de en qué consista una auténtica “fundamentación iusfundamental” y de cuál sea el parámetro de su corrección. 1.2. Principios y reglas: una diferencia tan crucial como evanescente 1.2.1. Conflictos entre principios y reglas Un asunto capital en Alexy es la relación entre reglas y principios. Después de definir los principios como mandatos de optimización, es decir, como “normas que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible” (TDF, 67), afirma que “[E]l ámbito de las posibilidades jurídicas se determina por los principios y reglas opuestos” (TDF, 68). Es decir, lo que determina el grado en que en un caso un principio pueda cumplirse es, además de los datos fácticos, la colisión con otros principios o reglas. Y ésta es la explicación de tal limitación de los principios por las reglas: “En la restricción de la realización o satisfacción de principios por medio de reglas, hay que distinguir dos casos: (1) La regla R que restringe un principio P vale estrictamente. Esto significa que tiene validez una regla de validez R´ que dice que R precede a P, sin que importe cuán importante sea la satisfacción de P. Puede suponerse que en los ordenamientos jurídicos modernos, en todo caso, no todas las reglas se encuentran bajo una regla de validez de este tipo. (2) R no tiene validez estricta. Esto significa que es válido un principio de validez P´ que, bajo determinadas circunstancias, permite que P desplace o restrinja a R. Estas condiciones no pueden ya estar satisfechas cuando en el caso concreto la satisfacción de P es más importante que la del principio PR que, 294 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico apoya materialmente a R, pues entonces P´ no jugaría ningún papel. Se trataría sólo de saber cuál es la relación entre P y PR. P´ juega un papel cuando para la precedencia de P se exige no sólo que P preceda al principio PR que apoya materialmente a R sino que P es más fuerte que PR junto con el principio P´, que exige el cumplimiento de las reglas y, en este sentido, apoya formalmente a R” (TDF, 68, nota 24). Analicemos las implicaciones de dicha tesis sobre la relación entre reglas y principios. - Cuando una regla R restringe un principio P y, correlativamente, no puede ser restringida por P, se dice que dicha regla “vale estrictamente”. ¿Y por qué vale de ese modo? Porque existe una “regla de validez R´ que dice que R precede a P, sin que importe cuán importante sea la satisfacción de P”. Lo decisivo, por tanto, es esa “regla de validez R´” ¿En qué parte del sistema jurídico se encuentra esa regla de validez R´? ¿Cómo se establece esa regla de validez R´? No es una propiedad que posean todas las reglas, pues, si así fuera, todas las reglas tendrían prioridad sobre los principios. Sólo algunas reglas están respaldadas por dicha “regla de validez”: las que pueden vencer a cualquier principio que entre en conflicto con ellas. No está, por tanto, dicha regla de validez en la estructura de todas las reglas. Lo que se daría sería un modo diferente de “valer” unas reglas u otras: las unas incondicionalmente y las otras bajo condición de que no se enfrenten con un principio que “valga” más que ellas. Y, puesto que se trata de una propiedad de sólo algunas reglas, y mientras no se pueda -Alexy no puede- señalar una nota estructural dirimente, no queda más que una salida: es una cualidad moral la que marca la diferencia y dicha cualidad depende por entero de la atribución de valor moral que realice el analista, intérprete o aplicador. La cualidad de ser inderrotable por los principios se la imputa a una regla el intérprete en función de preferencias morales. En otros términos, una regla es inderrotable por un principio cuando está sostenida en un principio moral de carácter supremo. 295 Juan Antonio García Amado - Frente a la afirmación, hoy tan corriente, de que las normas jurídicas son derrotables, Alexy vendría a poner de relieve que algunas normas son inderrotables, concretamente esas reglas respaldadas por “una regla de validez R´”. - Cuando un principio P se impone sobre una regla R, desplazándola o restringiéndola, se da un juego de pesos entre varios principios: el peso de P, el peso del principio que subyace a la regla (PR), el peso de un principio formal “que exige el cumplimiento de las reglas” y el peso de un principio P´ “que, bajo determinadas circunstancias, permite que P desplace o resgringa a R”. O sea, P debe pesar más que la suma del principio que soporta a R y del principio formal que opera en favor de la aplicación de las reglas. Sólo de ese modo queda justificada la excepción a la aplicación de la regla. Ahora, bien, ¿se trata del peso objetivo de P, P´y PR? Parece claro que no, sino que se trata del pesaje que, a la luz de las circunstancias, ha de hacer el intérprete o aplicador. Pero como la de Alexy no es una teoría jurídica orientada a subrayar el carácter prioritariamente subjetivo de la decisión jurídica o la discrecionalidad del aplicador de las normas, no queda más vía que la de concluir que en su doctrina existe una escala de validez de las normas en general y para el caso concreto, escala de validez determinada por la relevancia material, moral, de las normas. Esa relevancia moral es la que con alcance general o para todo caso convierte algunas reglas en invulnerables, en inderrotables, y la que hace también que (i) las demás reglas se apliquen o no al caso concreto si concurren con un principio, y (ii) que cuando el conflicto acontece entre principios impere en el caso concreto uno u otro. Expresadas las alternativas en otros términos, tenemos que la relación de prioridad entre las normas de un sistema puede depender: o bien de criterios formales o estructurales, como las relaciones de jerarquía formal o las relaciones lógicosemánticas; o bien de la decisión discrecional de quien decide los casos; o bien de propiedades objetivas pero no formales, de propiedades objetivas materiales, especialmente de la re296 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico lación de las normas con valores morales objetivos. Mientras el positivismo jurídico se queda con la combinación de las dos primeras alternativas, una doctrina iusmoralista como la de Alexy se basa en ese tercer punto de vista. De ahí, por ejemplo, y como ya se ha señalado, que en el caso de las reglas inderrotables, “la regla de validez R´ que dice que R precede a P, sin que importe cuán importante sea la satisfacción de P y cuán poco importante sea la satisfacción de R” sólo puede ser una norma moral: la que convierte en bien moral supremo e inatacable el bien protegido por R. Son normas morales, en consecuencia, las que otorgan a cada norma jurídica su grado de validez. Pues vemos que las normas jurídicas no valen o dejan de valer, sino que valen más o menos en función de que cuenten más o menos las razones morales que son su pilar material. Expresado aún de otra manera, a la ponderación jurídica en el caso concreto (sea entre dos principios P1 y P2, sea entre una regla R (ponderándose aquí su principio PR de fondo) y un principio P, antecede siempre una ponderación previa y general: la que señala el peso de R para hacerla derrotable o inderrotable, desplazable por principios o no desplazable por principios. Dicha ponderación previa y general, independiente de las circunstancias concretas de cualquier caso, es una ponderación moral y, en la pretensión de Alexy, es necesariamente dicha ponderación el resultado de una moral objetiva, objetivamente verdadera. Pues afirmar que el “peso” es relativo a los valores de la moral personal del “ponderador” equivale a dejar la doctrina de Alexy en un tinglado tan pretencioso como prescindible; equivale a mantener fundamentalmente que el peso es lo crucial pero que no hay balanza mínimamente fiable para fijarlo. 1.2.2. Más colisiones y mayores misterios Según Alexy, “los principios son mandatos de optimización que se caracterizan porque pueden cumplirse en diferente grado” (TDF, 68), dependiendo el grado de cumplimiento de las posibilidades fácticas y jurídicas. La diferencia entre reglas 297 Juan Antonio García Amado y principios, según Alexy, “se muestra de la manera más clara en las colisiones de principios y en los conflictos de reglas” (TDF, 69). Cuando dos reglas colisionan, sólo se puede resolver el conflicto “mediante la introducción en una de las reglas de una cláusula de excepción que elimine el conflicto o mediante la declaración de que por lo menos una de las reglas es inválida” (TDF, 69). Por contra, cuando dos principios entran en colisión, uno de los principios ha de ceder ante el otro, pero “esto no significa declarar inválido al principio desplazado ni que en el principio desplazado haya que introducir una cláusula de excepción. Más bien lo que sucede es que, bajo ciertas circunstancias, uno de los principios precede al otro” (TDF, 70-71), pudiendo darse la precedencia inversa bajo otras circunstancias. Lo determinante en los conflictos entre principios es el peso, pues vence el de mayor peso a la luz de las circunstancias del caso. En suma “Los conflictos de reglas tienen lugar en la dimensión de la validez, mientras que las colisiones de principios -como quiera que sólo pueden entrar en colisión principios válidos- tienen lugar más allá de la dimensión de validez, en la dimensión del peso” (TDF, 71). Tendremos que someter a análisis crítico si es cierto tanto lo que Alexy dice para las reglas y sus conflictos como para los principios y los suyos. Dice Alexy que el problema del conflicto entre reglas puede solucionarse “por medio de reglas tales como <<lex posterior derogar legi priori>> y <<lex specialis derogat legi generalis>>, pero también es posible proceder de acuerdo con la importancia de las reglas en conflicto” (TDF, 70). Tendremos que suponer que con la importancia se refiere a la jerarquía formal entre las normas enfrentadas, aunque quizá tenga sentido preguntarse por qué no lo menciona Alexy expresamente así y habla de “importancia” en lugar de jerarquía. Sea como sea, insiste en que “[L]o fundamental es que la decisión versa sobre la validez” (TDF, 70). 298 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico ¿Versa realmente sobre la validez esa decisión? Cuando entran en juego el criterio cronológico o el de jerarquía, sí; cuando se trata del criterio de especialidad, no, sino que en este último caso es el alcance regulativo de las normas, su referencia a unos u otros casos, lo que se delimita. Pero, más allá de ese detalle, no se puede perder tampoco de vista que cuando se trata de reglas coetáneas, de idéntico grado de jerarquía y de igual alcance para el universo de casos, lo que el juez hace no es sentar la invalidez de una de ellas, sino decidir discrecionalmente cuál se aplica al caso concreto. La validez de las normas no es una cuestión que se establezca en el momento de su aplicación, sino dependiente de factores previos. Si no, tendríamos que definir regla válida del siguiente modo: es aquélla que el juez aplica a un caso. ¿Puede establecerse en el caso de las reglas una relación de precedencia como la que Alexy describe como característica de las relaciones entre principios? Acabamos de afirmar que, si operamos en términos del juicio de validez, la respuesta ha de ser positiva: tiene preferencia la regla válida sobre la inválida, precisamente por razón de validez y siempre que no exista una regla que disponga en cierto caso la aplicabilidad de la regla que ha perdido su validez. ¿Existe tal precedencia en términos generales entre principios? Ha de existir igualmente, como se muestra cuando comparamos principios de diferente jerarquía. Un ejemplo: preferencia del principio constitucional sobre el principio legal de contenido opuesto. Otro ejemplo: preferencia del principio posterior sobre el principio anterior de contenido opuesto. Entre una norma legal que diga “Los ciudadanos no tienen derecho a la libertad de expresión” y una norma constitucional que diga “Los ciudadanos tienen derecho a la libertad de expresión”, prevalece por razón de jerarquía (y, consiguientemente, de validez), la segunda. Entre una norma constitucional anterior que diga “Los ciudadanos no tienen derecho a la libertad de expresión” y una norma constitucional posterior (por ejemplo, resultante de una reforma de esa Constitución) que disponga que “Los ciudadanos tienen dere299 Juan Antonio García Amado cho a la libertad de expresión”, tiene preferencia, por razón de validez, la segunda. Alexy dice que “sólo pueden entrar en colisión principios válidos”, pero no se ve cómo no pueda afirmarse lo mismo para las reglas. Alexy responde a la objeción de que también puede haber colisiones de principios que se solventen mediante la declaración de invalidez de uno de ellos. Admite que “existen principios que, si aparecieran en un determinado ordenamiento jurídico, tendrían que ser declarados inválidos, al estrellarse con otros principios” (TDF, 85). Menciona como ejemplo el “principio de discriminación racial” y afirma que el mismo queda excluido del derecho constitucional de la República Federal Alemana, pues “[N]o existen casos en los cuales tenga preferencia y otros en los que deba ser desplazado; mientras valgan los principios del actual derecho constitucional, ellos desplazan siempre a este principio; ello significa que no tiene validez” (TDF, 85). Lo primero que choca es que Alexy en este punto desvincula de nuevo los principios de los enunciados normativos. El principio de discriminación racial no tiene validez, en nuestra opinión, porque no se puede sostener con base en ningún enunciado del derecho alemán. Si apareciera en una norma infraconstitucional dicho “principio”, sería inválido por su choque con diversos enunciados constitucionales, comenzando por la prohibición de discriminación3. Pero, puesto que en Alexy los principios pueden tener existencia independiente de los enunciados normativos y puesto que la contradicción que se toma en cuenta no es la contradicción lógico-semántica, sino la incompatibilidad sustancial o material, entre entes de naturaleza axiológica, excluye que pueda ser válido un principio opuesto al contenido axiológico debido. Sólo así parece explicable que mantenga que dentro del ordenamiento jurídico no puede darse contradicción entre principios válidos y principios inválidos, aunque sí puede haber tal contradicción entre reglas, y que 3. Salvo que se tratase de discriminación racial positiva y se diesen las condiciones que habitualmente se predican de la discriminación inversa o acción positiva para que sea constitucionalmente admisible. 300 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico afirme que “[l]as contradicciones de normas en sentido amplio que tienen lugar dentro del ordenamiento jurídico son siempre colisiones de principios y las colisiones de principios se dan siempre dentro del ordenamiento jurídico”, así como que “el concepto de colisión de principios presupone la validez de los principios que entran en colisión” (TDF, 86). Vemos, pues, que colisión de principios no significa contradicción entre principios, que dos principios que colisionan no son dos principios que se contradicen, seguramente porque no cabe contradicción entre dos normas que respectivamente dicen que X debe hacerse en la mayor medida posible y que Z debe hacerse en la mayor medida posible, aun cuando para el caso la norma primera y la segunda propongan soluciones opuestas. Mediante la definición de los principios como mandatos de optimización se ha eliminado la posibilidad de la contradicción lógico-semántica, pero lo esencial es que previamente se tienen que haber pasado los principios por una especie de test de validez no fundado en razones formales, de pertenencia formal del respectivo enunciado normativo al sistema jurídico, sino sustentado en razones de compatibilidad axiológica, razones basadas en que no cabe que forme parte de un ordenamiento jurídico un principio de contenido inmoral o injusto. Admitamos como hipótesis que una constitución pudiera contener dos enunciados normativos catalogables como principios y de contenido contradictorio. P1 se contendría en el enunciado “Nadie puede ser discriminado por razón de raza” y P2 en el enunciado “A los efectos de X, tendrá preferencia y trato de favor la raza R”. ¿Cómo habría que resolver tal contradicción? Parece que en Alexy es claro que, más que resolverse como conflicto entre normas formalmente válidas, se disolvería como pseudoconflicto porque P2 es por definición inválido por razones morales. Así pues, habrá que pensar que todas las normas de contenido racista de una constitución racista serían normas inválidas sin más. Así pues, la colisión de la que hablamos sólo puede ser la colisión entre normas válidas, sean principios o reglas: entre normas de igual jerarquía y coetáneas. ¿Se resuelve esa 301 Juan Antonio García Amado colisión de manera diferente cuando se trata de reglas y de principios, siendo ésa la clave diferenciadora de unas y otros, como Alexy pretende? Vayamos por partes. Parece necesario entender que en la doctrina de Alexy las reglas y los principios no se diferencian cuando se trata de su aplicación sin que surja conflicto con otras normas que para el mismo caso concurran. Si la única diferencia se muestra sólo en los casos de tales conflictos, quiere decirse que cuando no hay conflicto no existe o no es apreciable la diferencia. Porque, si la hubiera, Alexy tendría que dar una definición estructural, mostrar cuál es esa característica que hace distintas a las normas y a los principios y que es la razón de que los conflictos se solventen diferentemente. Pero, como dicha caracterización independiente de la manera de resolver los conflictos no se ve en Alexy, habremos de concluir que no se trata de que reglas y principios resuelvan distintamente sus conflictos porque tengan naturaleza estructural diferente, sino al contrario: tienen naturaleza estructural diferente porque resuelven sus conflictos distintamente. Por tanto, si se demuestra que esa diferencia en la manera de operar en los casos de conflicto no es distinta, estaremos socavando la esencia misma de la distinción alexyana entre reglas y principios. 1.2.3. ¿Reglas o principios? A gusto del aplicador Tomemos las normas del Código Penal español que tipifican y prevén castigo penal para el robo con violencia e intimidación y para un supuesto agravado del mismo. El primero se define en el art. 242.1 del Código Penal español así: “El culpable de robo con violencia o intimidación en las personas será castigado con la pena de prisión de dos a cinco años, sin perjuicio de la que pudiera corresponder a los actos de violencia física que realizase”, mientras que un supuesto agravado se define en el art. 242.2 CP como aquel que el delincuente comete “haciendo uso de armas u otros medios igualmente peligrosos que llevare4”. En el caso resuelto por la Sentencia 4. El enunciado completo es: “La pena se impondrá en su mitad superior cuando el delincuente hiciese uso de las armas u otros medios igualmente peligrosos que llevare, sea al cometer el delito o para proteger la huida y cuando el reo atacare a los que acudiesen en auxilio de la víctima o a los que le persiguieren”. 302 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico del Tribunal Supremo (Sala Segunda) de fecha 21 de febrero de 2001, los hechos eran los siguientes: un delincuente intenta atracar a un viandante y éste se resiste. En ese momento el atracador toma un grueso palo que casualmente se encontraba a los pies de ambos y lo enarbola contra la víctima, consumando de ese modo el atraco. El delito en cuestión encajará bajo el supuesto simple o el agravado, pero no podrá ser ambas cosas. Todo dependerá de cómo se interprete la expresión “que llevare”, como significando portar o transportar. Lo que no tiene mucho sentido es entender que una de esas dos normas excepciona a la otra. Simplemente se refieren a universos de casos separados, si bien la delimitación concreta de algunos de los miembros del respectivo conjunto de casos tendrá que hacerse en el caso concreto y mediante la interpretación de los términos de una u otra norma. Supongamos ahora que de N2 (art. 242.2 CP) hacemos una interpretación teleológica, a tenor de la cual su sentido -el sentido del tipo especial y su pena mayor- es proporcionar una mayor protección a la víctima de robos cuando los medios que para el robo se usan provocan una especial indefensión. Podríamos, pues, entender que el sentido último de N2 es que las víctimas de los robos con medios peligrosos estén lo más protegidas posible. Dado que la indefensión de la víctima es la misma tanto si el palo de nuestro ejemplo lo transportó el delincuente al lugar de los hechos o si lo encontró allí mismo, en ese fin de la norma y en su consiguiente traducción a un mandato de optimización hallaríamos una razón para aplicar la sanción de N2 y no la de N1 (art. 242.1 CP). Pero también podemos echar mano del “principio” de legalidad penal en una de sus manifestaciones, contenida en el artículo 4.1 del Código Penal: “Las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas”. Creo que, en la terminología de Alexy, se trataría en realidad de una regla que nos indica que las normas penales, en lo que perjudiquen al reo, no deben aplicarse más allá del significado estricto de sus términos, descartando la analogía, 303 Juan Antonio García Amado por supuesto, pero restringiendo también muy fuertemente la interpretación extensiva. En otros términos, esa “regla” puede comprenderse así: “la aplicación de los tipos penales debe ser todo lo estricta que sea posible, en el sentido de afectar a la seguridad jurídica del reo lo menos que sea posible”. ¿Qué acabamos de hacer? Convertir a la regla en principio mediante una interpretación basada en su fin, o en el fin que se le imputa. ¿Cómo cabe observar o explicar la resolución de este caso? De dos formas. La primera posibilidad es pensando que mediante la interpretación se acota correlativamente el universo de casos, resolviendo si el hecho de atracar tomando un palo que no se ha transportado al lugar pertenece al universo de casos de N1 o al de N2. Uno de los argumentos a tal efecto importante será el teleológico, alusivo al fin que la norma pretende o que para la norma puede pretenderse. La otra posibilidad es “pesando” en el caso el mandato de optimización contenido en (o subyacente a) N2 y el contenido en (o subyacente a) N1. Pero lo absolutamente fundamental es lo que sigue: sea del modo que sea, va a ser una valoración del aplicador la que determine la solución del caso; o bien la valoración de cuál interpretación es preferible o bien la valoración de cuál fin u objetivo a optimizar ha de cobrar preferencia en el caso. No es la distinta naturaleza o la diferencia cualitativa entre las reglas y los principios, en cuanto normas jurídicas, lo que lleva a interpretar y subsumir o a ponderar, sino que se trata de una elección de método que busca ante todo justificar la decisión valorativa con argumentos de una clase o de otra. 1.2.4. “Ley de colisión” y colisiones sin ley Alexy formula para los principios la que llama “ley de la colisión”, de la que dice que “es uno de los fundamentos de la teoría de los principios” que sostiene (TDF, 76). Esa llamada ley de la colisión viene a decirnos que cuando dos principios se hallen enfrentados para un caso, habrá que ponderarlos a la vista de las circunstancias concretas, para sentar cuál de los dos es para ese caso el prioritario. Se trata de una “relación de 304 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico precedencia condicionada. La determinación de la relación de precedencia condicionada consiste en que, tomando en cuenta el caso, se indican las condiciones en las cuales un principio precede al otro. En otras condiciones, la pregunta acerca de cuál de los principios debe preceder, puede ser solucionada inversamente” (TDF, 73). Puesto que se usa la que Alexy llama “metáfora del peso” (TDF, 74), se debe aclarar en qué consiste exactamente esa preferencia basada en el peso de los principios a tenor de las circunstancias del caso. Según Alexy, “[E]l concepto de relación de precedencia condicionada permite una respuesta simple. El principio P1 tiene, en un caso concreto, un peso mayor que el principio opuesto P2 cuando existen razones suficientes para que P1 tenga precedencia sobre P2 en las condiciones C dadas en el caso concreto” (TDF, 74). Tenemos, pues, que: a) son las circunstancias del caso las que determinan el mayor peso de un principio o el otro; b) un principio tiene más peso cuando hay razones suficientes para atribuirle más peso. Por tanto, no cabe más que concluir que la diferencia de peso es la diferencia de las razones: prevalecerá en el caso el principio en favor de cuya prioridad puedan darse razones suficientes. Que queramos expresarlo diciendo que pesa más ese principio no es más que optar por una hermosa metáfora. Las razones en cuestión han de ser razones que justifiquen la prevalencia. Ahora bien, ¿se trata de una prevalencia o de una preferencia del que decide el conflicto? Si es prevalencia objetiva de unas razones sobre otras, habrá que averiguar cuáles razones en sí y objetivamente valen más, “pesan” más, si las razones en favor de un principio o del otro. En cambio, si las razones lo son de una preferencia subjetiva, esas razones, por un lado, explican, dan cuenta de por qué el que decide prefirió un principio antes que otro y, por otro lado, tratan de justificar convincentemente dicha preferencia. El problema de la metáfora del peso es que, como mínimo, da la apariencia de prevalencia objetiva. Cuando yo digo “este objeto pesa más que este otro”, hay un matiz diferente de cuando digo “prefiero este objeto a este otro”. En el primer caso, si alguien discute 305 Juan Antonio García Amado mi juicio, podemos acudir a un aparato llamado balanza, que demuestra si estoy en lo cierto o yerro; en el segundo caso, cuando se trata de preferencias subjetivas, no hay tal balanza, aunque yo puedo tratar de hacer que el auditorio comparta mis razones, las razones de mi preferencia. También cuando un juez opta por una de las interpretaciones posibles de la expresión “que llevare” en el art. 242.2 CP está estableciendo una “relación de preferencia condicionada”. La condición la ponen, también aquí, las circunstancias del caso: el delincuente encontró el palo a sus pies o a X metros, se agachó, lo tomó, amenazó con él a la víctima, el palo era considerablemente grueso, etc., etc. Y la preferencia se sienta poniendo esas circunstancias en relación con el fin protector de la norma y la correspondiente situación de la víctima ante esas circunstancias. Pero sigue siendo una preferencia subjetiva del juez, basada en la valoración que simultáneamente hace el juez del fin de la norma y de las circunstancias del caso. ¿Hay realmente diferencias entre esa preferencia interpretativa que resuelve la colisión inicial entre dos reglas y la preferencia que resuelve la colisión entre dos principios? No, a no ser que presupongamos que la opción entre interpretaciones expresa una preferencia subjetiva, basada en razones con las que se intenta justificar, mientras que cuando se trata de resolver la colisión entre principios hay una prevalencia objetiva basada en razones demostrativas. La “relación condicionada de precedencia” entre dos principios en un caso es expresada por Alexy formalmente así (TDF, 75): (P1 P P2) C La lectura de esta fórmula sería la siguiente: Bajo las condiciones C, P1 tiene precedencia sobre P2. De este modo, se habría sentado una regla de decisión del caso, regla que rezaría así (TDF, 75): 306 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico “Si la acción a cumple C, entonces pesa sobre a una prohibición de derecho fundamental”. Esa regla significa que “la consecuencia jurídica que se deriva de P1 tiene validez cuando se dan las circunstancias C” (TDF, 75). Expresado de otra forma (TDF, 75): “Las condiciones en las cuales un principio tiene precedencia sobre otro constituyen el supuesto de hecho de una regla que expresa la consecuencia jurídica del principio precedente”. Ésa es la que llama Alexy “ley de la colisión” y de la que dice que es “uno de los fundamentos” de su teoría de los principios (TDF, 76). Ahora juguemos con dos reglas válidas en conflicto para un caso, conflicto que ha de dirimirse mediante la interpretación de los términos de una de ellas, como ocurría con el conflicto entre N1 y N2 en el tema penal antes mencionado. A la vista de las circunstancias de aquel caso resuelto por el Tribunal Supremo, veíamos que éste también trazaba lo que podemos denominar una relación condicionada de precedencia, según la cual N1 prevalecía para el caso sobre N2. No perdamos de vista que, según la clasificación de Alexy, estaríamos hablando de reglas, por lo que las referiremos como R1 y R2. Podemos expresar así el juicio del Tribunal: (R1 P R2) C ¿Por qué esa preferencia del Tribunal? Porque en las circunstancias del caso y a la luz del sentido finalístico de la norma, le pareció mejor entender que era preferible entender “llevar” como portar que como transportar. En otros términos, habría “razones suficientes” o mejores razones para preferir para el caso la regla R1. Podríamos parafrasear a Alexy de esta manera: “Las condiciones en las cuales una regla (válida) tiene precedencia sobre otra (válida) constituyen el supuesto de he307 Juan Antonio García Amado cho de una regla que expresa la consecuencia jurídica de la regla precedente”. Si el anterior razonamiento es pertinente, tendríamos que todo conflicto en un caso entre normas válidas concurrentes como soluciones alternativas de ese caso, sean reglas o principios, puede reconducirse a la fórmula: (N1 P N2) C Pero, si fuera así, habríamos eliminado la que para Alexy es la base de la diferenciación entre reglas y principios, ya que la que llama “ley de colisión” se aplicaría por igual a las unas y los otros. A la tesis anterior se le puede plantear una objeción: la decisión del conflicto entre R1 y R2 recae como decisión sobre la interpretación de la expresión “que llevare” en R2, mientras que las decisiones de los conflictos entre principios no están determinadas por decisiones interpretativas. Replicaremos a esta posible objeción que las decisiones que resuelven conflictos entre principios sí están esencialmente determinadas por decisiones interpretativas. 1.2.5. Un ejemplo de Alexy: la Sentencia del Bundesverfassungsgericht sobre incapacidad procesal Vamos a trabajara seriamente con un ejemplo jurisprudencial5 que usa el mismo Alexy para ilustrar cómo funciona y lo bien que funciona, en su opinión, la “ley de colisión”. Se trata del que Alexy denomina caso de la “Sentencia sobre incapacidad procesal”, por referencia a una Sentencia del Bundesverfassungsgericht de 19 de junio de 1979 (BVerfGE 51, 324). Las cosas dependen también de cómo se cuenten. Así es en la vida ordinaria y así también sucede cuando en la teoría del Derecho se narran casos. Por un lado, depende de cómo se cuenten -qué se cuente, y con qué énfasis, y qué no5. El otro ejemplo que Alexy da “de cómo se solucionan las colisiones de principios” (TDF, 71) es el caso Lebach (vid. TDF, 76ss). 308 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico los hechos del caso. Por otro lado, al explicar una sentencia depende de qué expresiones de la misma se quieran tomar como decisivas del modo de razonar de los jueces y de a qué modelo se quiera reconducir el tipo de razonamiento presente en la sentencia. Como hemos comprobado en otros trabajos, Alexy es un maestro en reformular los términos y esquemas de sentencias para que parezca que sus autores hacen algo diferente de lo que en verdad hacen, que no es más, fundamentalmente, que elegir valorativamente entre interpretaciones posibles de las normas y entre calificaciones posibles de los hechos sometidos a prueba. En este ejemplo que vamos a comentar vuelve a ocurrir igual: Alexy relata el caso haciendo que parezca evidente en los hechos lo que el tribunal ha de concluir, selecciona unos pocos párrafos de la sentencia en los que, descontextualizadamente, da la impresión de que se usan las palabras que le parecen fundamentales para su teoría de la colisión entre principios y, por último, traduce otras expresiones de la sentencia a sus terminología propia, manifestando que aquellos términos vienen a significar lo mismo que sus expresiones. Con ello, deja en el lector la impresión de que el tribunal de turno hizo algo distinto de lo que en verdad hizo, como muestra un análisis pormenorizado de la sentencia: que contrapuso normas que eran principios y que ponderó con gran método y rigor entre ellos. Para no caer en vicios similares a estos que criticamos, deberemos dar aquí una extensión no escasa a la descripción y análisis de la referida sentencia BVerfGE 51, 324. Pero antes debemos oír a Alexy por extenso sobre este particular: “Las numerosas ponderaciones de bienes llevadas a cabo por el Tribunal Constitucional Federal son un ejemplo de cómo se solucionan las colisiones de principios. Aquí, a manera de ejemplo, puede aludirse a dos decisiones: la Sentencia sobre la incapacidad procesal y la Sentencia del caso Lebach” (TDF, 71). “En la Sentencia sobre la incapacidad procesal, se trata de si es admisible llevar a cabo una audiencia oral en contra de un acusado que, debido a la tensión que tales actos traen consigo, corre el peligro de sufrir un infarto. El Tribunal constata que en tales casos existe una <<relación de tensión entre 309 Juan Antonio García Amado el deber del Estado de garantizar una aplicación adecuada del derecho penal y el interés del acusado en la salvaguardia de los derechos constitucionales garantizados, a cuya protección el Estado está igualmente obligado por la Ley Fundamental>>. Esta relación de tensión no podía ser solucionada en el sentido de una prioridad absoluta de uno de estos deberes del Estado, ninguno de ellos poseería <<prioridad sin más>>. Más bien, el <<conflicto>> debería solucionarse <<mediante una ponderación de los intereses contrapuestos>>. En esta ponderación, de lo que se trata es de establecer cuál de los intereses, que tienen el mismo rango en abstracto, posee mayor peso en el caso concreto: <<Si esta ponderación da como resultado que los intereses del acusado que se oponen a la intervención tienen en el caso concreto un peso manifiestamente mayor que el de aquel interés a cuya preservación está dirigida la medida estatal, entonces la intervención viola el principio de proporcionalidad y, con ello, el derecho fundamental del acusado que deriva del artículo 2 párrafo 2 frase 1 LF>>. Esta situación de decisión responde exactamente a la colisión de principios (...) Es perfectamente posible presentar la situación de decisión como una colisión de principios. Ella se da cuando se habla, por una parte, de la obligación de mantener el mayor grado posible de aplicación del derecho penal y, por otra, de la obligación de afectar lo menos posible a la vida y la integridad física del acusado. Estos mandatos tienen una validez relativa en relación con las posibilidades fácticas y jurídicas que existen para el cumplimiento. Si tan sólo existiera el principio de la aplicación efectiva del derecho penal, estaría ordenado, o por lo menos permitido, llevar a cabo la audiencia oral. Si existiera tan sólo el principio de la protección de la vida y de la integridad física, estaría prohibido llevar a cabo la audiencia oral. Tomados en sí mismos, los dos principios conducen a una contradicción. No obstante, esto significa que cada uno de ellos limita la posibilidad jurídica de cumplimiento del otro. Esta situación no se soluciona declarando que uno de ambos principios no es válido y eliminándolo del sistema jurídico. Tampoco se soluciona introduciendo una excepción en uno de los principios de forma tal que en todos los casos futuros este principio 310 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico tenga que ser considerado como una regla satisfecha o no. La solución de la colisión consiste más bien en que, teniendo en cuenta las circunstancias del caso, se establece entre los principios una relación de precedencia condicionada. La determinación de la relación de precedencia condicionada consiste en que, tomando en cuenta el caso, se indican las condiciones en las cuales un principio precede al otro, En otras condiciones, la pregunta acerca de cuál de los principios debe preceder, puede ser solucionada inversamente” (TDF 71-73). Es de justicia la larga cita, porque ahora vamos a comprobar que o bien no es así como el Tribunal operó en el caso, o bien -como mínimo- hay maneras más realistas y fiables de reconstruir el modo de razonar del Tribunal en el caso de referencia. Ahora vamos con la lectura y comentario de la sentencia. Comencemos con los hechos del caso. Llamemos K al ciudadano que recurre al Tribunal Constitucional en demanda de amparo de sus derechos fundamentales. K tenía 71 años en 1979, cuando recae esta sentencia. Durante el nazismo había ocupado importantes cargos en la Gestapo y en las SS. En 1943 había llegado a SS Obersturmbannführer y luego ocupó un alto puesto en el Ministerio de Armamento, concretamente como encargado de la vigilancia de la fabricación de armas. Terminada la Segunda Guerra Mundial, K fue detenido en Marburgo por el servicio secreto soviético, juzgado por un tribunal militar soviético y condenado como criminal de guerra a veinticinco años de trabajos forzados. En 1953, mientas cumplía condena en Siberia, sufrió su primer infarto. En 1955 fue liberado y retornó a la República Federal Alemana, donde en 1957 padeció un segundo infarto. En 1961 la fiscalía de Berlín formula acusación contra K por haber ordenado en Polonia, durante su desempeño de cargos de responsabilidad en el régimen nazi, el fusilamiento de varios polacos y judíos. La acusación, en concreto, es de asesinato. En el marco de esas investigaciones procesales, K permanece en prisión preventiva de mayo de 1965 hasta no311 Juan Antonio García Amado viembre de 1967. Al final, en 1971, un tribunal de Berlín pone fin a la investigación porque no se han conseguido pruebas suficientemente contundentes. Pero en 1961 comenzó otra investigación criminal contra K, a impulso de las fiscalías de Essen y Colonia. Esta vez la acusación era de asesinato de presos de un campo de concentración que eran utilizados en las instalaciones de fabricación de armas que K. supervisaba. En este procedimiento se plantean por primera vez dudas sobre la aptitud de K. para ser sometido a un proceso penal, por causa de su delicado estado de salud. Varios médicos dictaminan que debido a su pasada experiencia en las prisiones rusas, sufre crisis nerviosas, se siente perseguido, reacciona a los estímulos negativos con subidas de la tensión sanguínea y pérdidas de conciencia y, en lo que a su situación coronaria se refiere, es alta la probabilidad de que sufra un nuevo infarto grave si se ve sometido, en esas condiciones físicas y psíquicas, al estrés de un proceso penal. Así fue como dio comienzo toda una larga serie de intentos de procesar a K por sus, al parecer, numerosos crímenes como nazi6, procesos que siempre estuvieron condicionados por ese debate sobre si, dada su quebradiza salud, resultaba conforme a Derecho o no someterlo al juicio oral. Se suceden los dictámenes médicos, siempre coincidentes en que la salud de K está en peligro, aunque discrepantes a veces en el grado de probabilidad con que cabría esperar un infarto si se le pone ante el juez en el juicio. Finalmente, en uno de esos procedimientos un tribunal de Hamburgo ordena la apertura de juicio oral contra K., basándose en algunos dictámenes médicos que afirman que la probabilidad del infarto no es superior al cincuenta por ciento y que, de producirse, no resultaría necesariamente mortal. Justifica tal tribunal la medida alegando que el principio de proporcionalidad impone que el juicio oral no se abra solamente en el caso de que estuviera acreditado que por causa de la mala salud del señor K resultara “muy probable” la reacción con alto riesgo para su vida. En opinión del tribunal, 6. Un ejemplo más: en 1972 un tribunal de Hamburgo le abre sumario porque, como Director de la policía de la ciudad de Posen, K. había ordenado, con alevosía y movido por el odio racial, la ejecución antijurídica de al menos veintiséis presos judíos. 312 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico ese riesgo en torno al cincuenta por ciento no equivalía a hacer “muy probable” el desenlace contra la vida o la salud de K. Comunicada la apertura de juicio a K., éste padece un deterioro de su estado y es ingresado en un hospital y los médicos certifican un inminente riesgo de infarto. K. interpone Verfassungsbeschwerde (equivalente al recurso español de amparo) ante el Tribunal Constitucional, a fin de que el juicio contra él no continúe debido al grave peligro en que pone su vida y su salud, derechos protegidos por el artículo 2 párrafo 2 frase 1 de la Ley Fundamental de Bonn, entre otros. Dicho precepto tiene el siguiente tenor: “Toda persona tienen derecho a la vida y a la integridad física” (Jeder hat das Recht auf Leben und körperliche Unversehrtheit). El Tribunal dará la razón al recurrente. Ahora nos toca examinar el fundamento de su resolución paso a paso, preguntándonos si en verdad trató las normas concurrentes como principios y los ponderó..., o si hizo lo de siempre: interpretar normas, valorar pruebas y calificar hechos, todo ello en ejercicio de su discrecionalidad y mejor o peor argumentado. Veamos. Esta parte de la sentencia comienza resumiendo las alegaciones del recurrente, señor K, y del tribunal de Hamburgo que justificaba la apertura del juicio oral contra K. K aducía que aquel tribunal había vulnerado “el ámbito de protección” del art. 2 apartado 2 párrafo 1 LF, sin tener en cuenta que “el principio de proporcionalidad prohíbe abrir juicio oral contra el acusado cuando conlleva peligro para la vida y la salud de éste y son escasas las posibilidades de condena”. Según el recurrente, los dictámenes médicos muestran que en esa situación es alto el peligro de infarto. Por su parte, el tribunal de Hamburgo entendía que, en efecto, había de tomarse en cuenta el principio de proporcionalidad en el caso en relación con el posible daño para el derecho a la salud de K. Se plantea el conflicto entre la obligación estatal de persecución penal y el derecho a la salud de K., pero, según el tribunal hamburgués, el límite para aquella obligación del Estado se alcanza 313 Juan Antonio García Amado sólo cuando hay certeza de que K sufrirá un infarto si hay juicio, y esa certeza plena no existe en el caso. Vemos, pues, a las dos partes manejando el principio de proporcionalidad y proponiendo distintas escalas o umbrales de peso para su aplicación. Seguidamente se pasa a motivar el fallo favorable al recurso de K. Acompañemos paso a paso al Tribunal Constitucional en su motivación. “La decisión recurrida vulnera el derecho fundamental del recurrente en amparo a la vida y la integridad corporal”. Es la primera afirmación en esta parte. A continuación se explica que “el aseguramiento de la paz jurídica por medio de administración de justicia penal es de siempre una importante tarea de los poderes públicos”. Existe un interés general en la garantía y adecuado funcionamiento de la administración de justicia penal, “sin la que la justicia no puede hacerse valer”. “El Estado de Derecho sólo puede realizarse si está asegurado que el autor de un delito es juzgado en el marco de la legalidad establecida y sometido a una pena justa”. Todo ello justifica que el procesamiento de un acusado no pueda depender de la voluntad de éste o de su disposición a someterse y colaborar con la justicia. Es más, ha de velarse porque el acusado no condiciones el desarrollo del proceso mediante, por ejemplo, el fingimiento o agravamiento deliberado de enfermedades. La propia normativa procesal (parágrafos 230 y 231 de la Ley Procesal penal -StPO-) permite que en ciertos casos el juicio oral se celebre en ausencia del acusado, incluso en supuestos en los que al acusado no se le ha podido aún notificar su procesamiento. Pero “la obligación constitucional de una adecuada administración de la justicia penal no justifica la práctica del proceso penal en cualquier caso de sospecha de crimen”. Tal ocurre cuando están en riesgo derechos fundamentales que también forman parte de la base del Estado de Derecho. En particular, así sucede cuando por el estado de salud de un acusado, “es de temer que en caso de prosecución del proceso penal pierda 314 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico la vida o padezca graves daños de su salud. En tales casos surge una tensión (Spannungsverhältnis) entre la obligación del Estado de velar por el adecuado funcionamiento de la administración de justicia penal y el interés del acusado por mantener incólumes los derechos fundamentales que la Constitución le atribuye y a cuya protección está también el Estado obligado. Ninguno de esos dos bienes disfruta sin más de la prioridad sobre el otro. Ni puede la pretensión penal del Estado imponerse sin tomar en consideración los derechos fundamentales del acusado, ni justifica cualquier riesgo para dichos derechos la subordinación de aquella pretensión”. Lo que aquí existe, según la sentencia, es un “conflicto” que, conforme al “principio de proporcionalidad”, debe ser resuelto mediante la “ponderación (Abwägung) de los intereses contrapuestos”. Si de esa ponderación resulta que pesan “esencialmente más” en el caso los intereses del acusado, prevalecerá su derecho a la vida y a integridad física. “Para el enjuiciamiento de esta cuestión debe atenderse ante todo al modo, alcance y duración previsible del proceso penal, al modo e intensidad del daño que se teme y a las posibilidades de evitar dicho daño”. “Si existe un peligro cierto y concreto de que la realización del juicio oral acabe con la vida del acusado o le cause graves daños a su salud, resultará que la prosecución del proceso vulnera su derecho fundamental del artículo 2 apartado 2 párrafo 1 de la Ley Fundamental”. No se trata de que un mero peligro para el derecho fundamental impida la culminación del proceso, sino de atender a si existe efectivamente vulneración del mismo. “Tal vulneración en sentido amplio existe siempre que quepa seriamente temer que la continuación del proceso acabe con la vida del acusado o provoque graves daños a su salud”. En tal circunstancia predomina el derecho del acusado a la protección de su derecho a la vida y la salud. Sentados así los supuestos normativos, pasa el Tribunal a valorar los hechos. ¿Se da tal grado requerido de peligro para la vida del acusado? Depende de la probabilidad del daño 315 Juan Antonio García Amado que se constate. La resolución judicial recurrida fijó dejar sin efecto el proceso si hay una probabilidad “fuera de toda duda” de tales daños para el acusado y, como no es tal el grado de certeza en el caso, determinó que se abriera el juicio oral. Tal planteamiento ha rebasado el límite admisible y supone vulneración del derecho a la vida del acusado. No se ha aplicado, por tanto, el criterio adecuado para la protección del ese derecho fundamental. La sentencia acaba con un párrafo que merece traducción y cita por entero: “Cuando el juez penal, como aquí, ha de juzgar la aptitud del acusado para ser sometido al juicio oral, para que su decisión se atenga a los parámetros constitucionales no basta que tome en cuenta de modo inobjetable el patrón resultante de las normas y principios de la Ley Fundamental. Más bien debe el juez en tales casos, al aplicar tal patrón, ponderar unos contra otros los puntos de vista determinantes para su decisión, con lo que el diferente peso de los elementos ponderables adquiere para el resultado final importancia decisiva (...). Ahí entra en juego la consideración de todas las circunstancias personales y fácticas del caso, especialmente la valoración conjunta de los dictámenes sobre los hechos de los que el tribunal disponga y que puedan ser relevantes para la decisión. Pero no es necesario decidir aquí si la resolución recurrida es constitucionalmente admisible bajo tal punto de vista, pues el mero empleo de un criterio decisorio contrario a la Constitución es razón bastante para dejarla sin efecto”. ¿Qué nos está diciendo este párrafo final? Que no es necesaria en realidad la ponderación, pues lo que invalida la resolución cuestionada es el hecho de que el tribunal ha aplicado un canon normativo inadecuado. ¿Cuál sería dicho canon o patrón decisorio? Sin duda, en mi opinión, un mal entendimiento, una mala interpretación de la norma contenida en el artículo 2 de la Ley Fundamental. Lo que se está manteniendo en la sentencia es que el derecho a la vida y a la integridad física del ciudadano abarca una serie de supuestos que conforman lo que se puede llamar 316 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico el ámbito de protección de tal derecho. Uno de esos supuestos es el consistente en el sometimiento a un proceso judicial que ponga en serio peligro la vida del acusado. Se está, pues, delimitando con carácter general el alcance del artículo 2 apartado dos párrafo 1, aunque ciertamente a partir del caso concreto que en la sentencia se analiza. En la terminología tradicional, se está optando por una interpretación extensiva de tal precepto. A partir de ahí, lo que el Tribunal hace es razonar sobre los hechos, para ver si son subsumibles bajo esa norma así interpretada, en cuyo caso no se puede procesar al acusado, porque lo protege tal derecho del art. 2, o si, por el contrario, no son los hechos subsumibles bajo tal precepto, de manera que no opera éste como impedimento para el proceso. Así pues, no se ponderan las circunstancias del caso para ver si pesa más un derecho y otro, sino que se analizan a fin de establecer si aquella subsunción cabe o no. No se pesan ni los derechos ni los concretos hechos, sino que el razonamiento del Tribunal sigue los pasos siguientes: a) Existe una norma constitucional, el art. 2 apartado dos párrafo 1 de la Ley Fundamental, que ampara, como derecho fundamental, el derecho a la vida y a la integridad física de los ciudadanos. b) La ley procesal establece los mecanismos y garantías para que un ciudadano pueda ser acusado y procesado por delitos. Tal actuar del Estado está justificado por la función que a las instituciones públicas les compete para la protección de los ciudadanos y la salvaguarda de su seguridad. c) El conflicto normativo se plantea cuando, debido al estado de salud de un acusado, el desarrollo del correspondiente proceso penal contra él hace peligrar su vida con un elevado grado de probabilidad. d) Según el alcance que se confiera a la esfera de protección de dicha norma que garantiza el derecho a la vida y a la integridad física, se podrá entender la misma vulnerada o no 317 Juan Antonio García Amado por la celebración del proceso judicial que hace peligrar la vida del acusado con un alto grado de probabilidad. e) El tribunal anterior razonó que la mera probabilidad, que no certeza, de que la salud del acusado sufriera grave quebranto, con posible muerte, por la celebración del juicio contra él no suponía vulneración del referido artículo protector del derecho a la vida. Por tanto, viene ese tribunal a decir que la puesta seria en peligro de la vida del acusado por causa del proceso no encaja bajo el ámbito protector del derecho a la vida y, por consiguiente, no es vulneración de aquel precepto. f) El Tribunal Constitucional realiza del articulo 2 una interpretación distinta, extensiva y no restrictiva, de manera que dicha puesta en grave riesgo de la vida del acusado se considera vulneración del derecho a la vida. g) Afirmada la interpretación anterior del “derecho a la vida y a la integridad física” del artículo 2, toca ver si en el caso existe el nivel de riesgo para la vida que suponga una tal vulneración del “derecho a la vida”, así entendido. h) Para esa valoración de los hechos a la luz de la norma así interpretada, el Tribunal Constitucional afirma que han de tomarse en consideración las siguientes circunstancias: tipo, alcance y duración previsible del proceso penal, tipo e intensidad del daño temible y posibilidades de evitación o aminoración de dicho daño (por ejemplo, mediante aplicación de medicación). i) Vistos los hechos del caso, y en particular los correspondientes dictámenes médicos, el Tribunal Constitucional concluye que la probabilidad del daño es alta y difícilmente evitable si el juicio sigue su curso. j) En consecuencia, y puesto que (i) la grave puesta en peligro de la vida de un acusado en un proceso penal se considera atentado contra el derecho a la vida reconocido en el artículo 2, apartado 1 párrafo 1, y que (ii) en el caso de autos 318 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico se da una grave puesta en peligro de la vida de este acusado si el juicio oral se realiza, se llega a la conclusión: (iii) el someter a este acusado al proceso atenta contra su derecho a la vida y, por consiguiente, está constitucionalmente vedado, vedado por el citado artículo de la Constitución. Ilustremos el razonamiento mediante un esquema aún más claro. 1. (Norma de referencia: art. 2...LF) Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física. 2. (Enunciado interpretativo): Del derecho a la vida forma parte el derecho a que la vida de un sujeto no sea gravemente puesta en peligro con alta probabilidad al someterlo a un juicio penal. 3. (Enunciado fáctico) En virtud de las circunstancias a, b, c..., atinentes al estado de salud del sujeto K, someterlo a un juicio penal pone en grave peligro su vida 4. (Conclusión) El sometimiento de K al juicio penal supone vulneración de su derecho a la vida. ¿Hemos asistido a la resolución mediante ponderación de un conflicto entre principios perfectamente distinto de un conflicto entre reglas que haya que solventar excluyendo la validez o aplicabilidad al caso de una de ellas? En modo alguno. Lo que hemos visto es un caso perfectamente normal y corriente, el mismo que puede existir, por ejemplo, entre un sujeto A respaldado por su derecho de propiedad sobre una finca y el sujeto B que afirme que tiene derecho a pasar por esa finca porque sobre ella está constituida en su favor una servidumbre de paso. A invoca la norma N1 del Código Civil, que atribuye a su derecho de propiedad sobre la finca el poder usarla y disfrutarla sin interferencia ajena no consentida. B apela a la norma N2, que reconoce la servidumbre de paso como supuesto de limitación del uso y disfrute no interferidos de la propiedad. Cualquier tribunal decidirá sobre la base de los siguientes pasos: a) aclaración de las dudas interpretativas 319 Juan Antonio García Amado de N1 y N2 relevantes para la resolución del caso; b) determinación de la realidad y significado de los hechos relevantes para el caso; c) subsunción de los hechos probados y valorados bajo las normas interpretadas, de manera que o bien no tiene base normativa o fáctica la reclamación del derecho de servidumbre, en cuyo caso prevalece el derecho de propiedad de A, o bien sí hay base normativa y fáctica para la reclamación de la servidumbre de paso, en cuyo caso prevalece el derecho de paso de B. Por supuesto que si quisiéramos nosotros o quisiera un tribunal reconducir la disputa a un enfrentamiento entre principios, resultaría sumamente fácil. Bastaría afirmar que en favor de A cuenta el derecho/principio de protección de la propiedad y en favor de B el derecho/principio de libre circulación o de libertad de movimientos (o cualquier otro que la imaginación nos permita: el derecho a la salud de B, que se ve dañado si para llegar a su casa tiene que dar cada día un largo rodeo por no poder atravesar el fundo de A, etc., etc., etc.). Pero, de ese modo, lo que haríamos sería dejar sin sentido todos y cada uno de los preceptos del Código Civil o del sistema legal entero. Repito, en el caso del Bundesverfassungsgericht que acabamos de resumir el Tribunal no pondera principios basándose en las circunstancias fácticas, sino que, movido por la necesidad de subsumir los hechos del caso bajo una norma u otra, realiza una interpretación del enunciado general del art. 2 apartado 1 párrafo 1 de la Ley Fundamental y, en función de la misma, subsume tales hechos para extraer de esa norma la solución. Que para elegir de entre las interpretaciones posibles tenga el Tribunal que realizar valoraciones, que establecer preferencias valorativas y fundamentarlas, y que lo haga así teniendo como referencia los hechos del caso, no cambia absolutamente nada del proceder usual en cualquier caso ordinario y de aplicación de cualesquiera tipos de normas; no cambia nada respecto a o por comparación con lo que haría un tribunal en el litigio entre propiedad y servidumbre de paso que hace un momento mencionábamos. 320 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico 1.2.6. El vaivén de las reglas adscritas Al resolver un conflicto entre principios, el tribunal construye una regla adscrita. Cuando el tribunal dice que P1 tiene precedencia sobre P2 en las circunstancias del caso, que son, por ejemplo C1, C2 y C3, está sentando “una regla bajo la cual el estado de cosas sometido a decisión puede ser subsumido”. Si P1 es el principio prevalente en el caso y esa prevalencia resulta de que en el caso concurren las circunstancias C1, C2, C3, y si llamamos F a la consecuencia jurídica de P1, tendríamos la siguiente regla adscrita que habría sido sentada como base de la decisión: C1 y C2 y C3 → OF Esto tiene una importante consecuencia: se trata de “una regla bajo la cual el estado de cosas sometido a decisión puede ser subsumido al igual que si fuera una norma legislada” (TDF, 79). Así pues, “como resultado de toda ponderación iusfundamental correcta, puede formularse una norma adscrita de derecho fundamental con carácter de regla bajo la cual puede subsumirse el caso. Por tanto, aun cuando todas las normas de derecho fundamental directamente estatuidas tuvieran exclusivamente carácter de principios (...) existirían entre las normas de derecho fundamental tanto algunas que son principios como otras que son reglas” (TDF, 79). Dos comentarios revisten interés en este punto. El primero, que resulta muy discutible que la regla adscrita C1 y C2 y C3 → OF rija con carácter general, pues sería sólo la expresión de la regla decisoria de ese caso en el que se da el conflicto entre P1 y P2. Si el conflicto es, por ejemplo, entre P1 y P3, aunque se den íntegramente C1, C2 y C3, puede haber otras circunstancias que determinen un resultado diferente de la ponderación. Además, aunque en un nuevo caso el conflicto siga siendo entre P1 y P2, la concurrencia de una nueva circunstancia C4 puede hacer variar también el resultado de la ponderación, con lo que no se mantendría la implicación de que siempre que se den las circunstancias C1 y C2 y C3 se siga la consecuencia R, pues tendríamos que 321 Juan Antonio García Amado C1 y C2 y C3 y C4 → ⌐OF Pero lo que, en segundo lugar y sobre todo, importa destacar es que la situación descrita por Alexy sería exactamente la misma cuando un tribunal interpreta una norma, pues la regla que aplica para la decisión final del caso no es el enunciado originario, sino que sería una norma adscrita con idéntica estructura: dadas las circunstancias C1...Cn, debe aplicarse la consecuencia F. 1.3. ¿Cómo mandan las reglas y los principios? Nuestro autor atribuye distinto carácter prima facie a las reglas y a los principios. Al respecto, de los principios dice que “ordenan que algo debe ser realizado en la mayor medida posible, teniendo en cuenta las posibilidades jurídicas y fácticas. Por lo tanto, no contienen mandatos definitivos sino sólo prima facie (...) Los principios presentan razones que pueden ser desplazadas por otras razones opuestas” (TDF, 80). En el caso de las reglas, su carácter prima facie se deriva de que casi siempre “es posible, con motivo de la decisión de un caso, introducir en las reglas una excepción” (TDF, 80). La introducción de una cláusula de excepción para una regla “puede llevarse a cabo en razón de un principio” (TDF, 80). Si acertamos a reconstruir bien el planteamiento alexyano, las reglas y los principios rigen prima facie7, pero de distinta manera. Las reglas contienen mandatos que o se cumplen o no se cumplen, en términos de todo o nada, pero pueden no cumplirse porque se introduce para ellas una excepción en un caso, ya sea esa excepción proveniente de otra regla o de un principio. En cambio, cuando un principio no se aplica, aunque ante unos hechos venga al caso, no es porque se excepcione desde otra norma, sino porque cede ante el mayor peso de otro principio. Las reglas vendrían a decir, por ejemplo, “En la situación S, obligatorio hacer X”, pero cuando se da la situación S, y X no se hace, no es porque la regla no gobierne, sino porque rige para el caso una excepción a la regla. En otros 7. Salvo las reglas que no admitan excepción, que no puedan en ningún caso ser desplazadas ni restringidas. 322 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico términos, en nuestra opinión e interpretando a Alexy, la regla no se incumple propiamente, porque en realidad la situación no sería S, sino S´, y S´ constituye el supuesto de otra regla, la que rige para el caso excepcionando la regla primera. Esto se debería al carácter terminante de las reglas. En cambio, con los principios las cosas no funcionan así, una vez que han sido definidos como mandatos de hacer algo “en la mayor medida posible”. El principio vendría a decir: “En la situación S, hágase X en la mayor medida posible”. Por tanto, si rige el principio y se da la situación S, la inaplicación del principio no se explica como introducción de una excepción al mismo, sino como imposibilidad, se explica porque esa mayor medida posible no ha tenido cabida. Por razones estructurales las reglas son derrotables, y son derrotadas cada vez que “pierden” porque se les hace una excepción desde otra norma, mientras que los principios también “pierden” ante otras normas8, pero no son derrotables, ya que la posibilidad de su inaplicación les es inmanente en razón de su cláusula “en la mayor medida posible”. Sean el principio P1, según el cual “Todos tienen derecho a la libertad de expresión”, y el principio P2, a tenor del que “Todos tienen derecho al honor”. Sean los hechos de un caso que Juan dijo en público de José que es un idiota malnacido. Asumamos que en principio o prima facie, P1 y P2 colisionan en el caso. El tribunal establece que a) la expresión pública de Juan al decir que José es un idiota malnacido es un insulto; b) que el insulto atenta contra el derecho al honor y c) que , en consecuencia, la expresión de Juan no está amparada por P1 y vulnera P2. Esto puede explicarse de dos maneras: o como que con base en P2 se ha introducido una excepción a P1, o como que en el caso las razones de P1 han sido desplazadas por las razones opuestas de P2. Esta segunda es la versión de Alexy. Ahora volvamos a nuestro anterior ejemplo del robo. Teníamos una regla (art. 242.1) CP según la cual “El culpable 8 Ante otros principios o ante reglas inderrotables. 323 Juan Antonio García Amado de robo con violencia o intimidación en las personas será castigado con la pena de prisión de dos a cinco años”, y otra (art. 242. 2) conforme a la que “La pena se impondrá en su mitad superior cuando el delincuente hiciere uso de las armas u otros medios igualmente peligrosos que llevare...”. Recordemos que en el caso tomado como muestra el delincuente había empleado un grueso palo que halló en el lugar del delito y en el momento mismo de perpetrarlo. Prima facie son aplicables las dos reglas, con su diferente medida posible en cuanto a la consecuencia. Al interpretar que “llevar” significa meramente portar al consumar el robo, la segunda regla se impone sobre la primera, lo cual puede ser explicado de dos formas: o que con base en la segunda regla se introduce una excepción a la primera o que en el caso las razones de la regla primera han sido desplazadas por las razones opuestas de la segunda. ¿Hay realmente diferencia en este punto entre reglas y principios? ¿Convertimos esas dos reglas en principios por el hecho de optar por la segunda interpretación? ¿Transformamos en reglas los dos principios del ejemplo del párrafo anterior si elegimos la explicación primera? De nuevo se podría repetir la objeción ya conocida: en el caso del ejemplo de las reglas, la decisión no depende de la ponderación de las razones subyacentes a esas normas, sino de la interpretación de “llevar”, a fin de ver si el palo fue “llevado”. Pero no parece difícil responder que en el caso del conflicto entre los supuestos principios también es del mismo modo dirimente la interpretación de “honor”, a fin de ver si el insulto en cuestión atentaba o no contra el honor de José. Ya sabemos que, según Alexy, “[U]n principio es desplazado cuando en el caso que hay que decidir, el principio opuesto tiene un peso mayor. En cambio, una regla todavía no es desplazada cuando en el caso concreto el principio opuesto tiene un mayor peso que el principio que apoya la regla. En este caso, además tienen que ser desplazados los principios que establecen que deben cumplirse las reglas que son impuestas por una autoridad legitimada para ello y que no es posible apartarse sin fundamento de una práctica que proviene de 324 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico la tradición. Estos principios deben ser llamados <<principios formales>>. Cuanto más peso se confiera en un ordenamiento jurídico a los principios formales, tanto más fuerte será el carácter prima facie de sus reglas” (TDF, 81). El anterior fragmento merece algún comentario incidental y otros comentarios de fondo. El comentario incidental se refiere a la superpoblación normativa de los sistemas jurídicos, pues vemos que como principios con plena juridicidad los hay que mandan cosas tales como que “no es posible apartarse sin fundamento de una práctica que proviene de la tradición”. ¿Es un principio positivo, contenido en algún enunciado normativo, o se trata de un principio jurídico suprapositivo? ¿Cuántos más de esos principios de incierta naturaleza existen en el cosmos jurídico de Alexy? Pero vayamos con los aspectos más sustanciales. Vemos en ese párrafo de Alexy reflejados tres datos importantes. Uno, que a las reglas las pueden desplazar los principios. Dos, que cuando un principio desplaza a una regla, en el fondo lo que está desplazando antes que nada es el principio que subyace a tal regla. Y tres, que cuando un principio desplaza a una regla es por razón de una ponderación más compleja que cuando un principio desplaza a otro principio. Revisemos todo esto. El desplazamiento de una regla sólo superficialmente es tal, pues en el fondo se tratará siempre de un conflicto entre principios. Por tanto, en última instancia, todo conflicto entre reglas y principios será un conflicto entre principios, si bien en el nivel más inmediato el conflicto puede presentarse en dos variantes: a) Como conflicto entre reglas. Pero si bajo toda regla late un principio que es su razón de ser y que le da su sentido, ¿no cabría entender que cualquier conflicto entre reglas no es más que un conflicto entre principios y como tal debe ser resuelto, mediante la ponderación de esos principios? b) Como conflicto entre reglas y principios. Pero acabamos de ver que, para Alexy, la regla puede ser desplazada por 325 Juan Antonio García Amado un principio cuando éste pesa más que el principio subyacente a la regla, sumado a los principios “formales”. Como todo son principios, tanto el sustantivo subyacente a la regla, como los “formales”, lo que se dirime en el enfrentamiento entre reglas y principios es una pugna entre principios. Tomemos una regla, que dice “Obligatorio X”. Por debajo de esa regla, como su razón de ser y de sentido, estaría un principio que establecería que “Y debe ser realizado en la mayor medida posible”9. Y la relación entre X e Y es necesariamente una relación de inclusión: X es un supuesto o elemento de Y. Por tanto, si X es obligatorio, según la regla, porque Y debe ser realizado en la mayor medida posible -según el principio subyacente-, deberíamos concluir que X debe ser realizado en la mayor medida posible. O sea, toda regla es en realidad un principio en lo que más importa. Lo que parece que, según Alexy, diferenciaría el caso en que compiten reglas y principios es la mayor complejidad de la ponderación, pues no se pondera uno contra uno, un principio contra otro, sino uno contra varios: un principio opuesto a la regla contra el principio subyacente a la regla más el principio o los principios “que establecen que deben cumplirse las reglas que son impuestas por una autoridad legitimada para ello”10. Pero la especificidad de este conflicto entre reglas y principios desaparece en cuanto se tiene presente que también caben casos en los que directamente, y sin mediación de reglas, compita un principio que propone una solución contra varios que avalan conjuntamente otra solución; o varios contra varios. Ya se ha indicado anteriormente que, para Alexy, es distinto el carácter prima facie de los principios y de las reglas. El carácter prima facie de éstas se desprende, repetimos, de que casi siempre “es posible, con motivo de la decisión de un caso, introducir en las reglas una excepción”. Esa cláusula 9 ¿O acaso no debe ser entendido todo principio así, como mandato de optimización? 10 Habrá que pensar que se refiere a principios como el principio de legalidad, el de seguridad jurídica, el democrático y el de soberanía popular, por lo menos, a todos los cuales -si es que son ésos- Alexy los está tildando de principios “formales”. 326 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico de excepción para el caso “puede llevarse a cabo en razón de un principio” (TDF, 80). Pero luego, a la hora de tratar de las reglas y los principios “como razones”, nos dice Alexy que “Los principios son siempre razones prima facie; las reglas, a menos que se haya establecido una excepción, son razones definitivas” (TDF, 82). Resulta muy curioso todo este razonamiento. Desde luego, razones definitivas serían en todo caso las reglas de validez estricta, pero Alexy no menciona tal cosa en este punto11. ¿Qué otras reglas pueden ser razones definitivas? Solamente aquellas para las que otra regla o un principio no introduzca una excepción para el caso. Ya sabemos que, puesto que por detrás de cada regla hay, según Alexy, un principio, el principio de cada regla podría introducir en cualquier caso una excepción a otra regla (aunque no una excepción a su principio, pues los principios sabemos que, para Alexy, no tienen excepciones). Pero, además, una regla puede en el caso ser excepcionada directamente con base en un principio. Si eso es así, y en Alexy lo es, cabe alguna pregunta: ¿cuándo es definitiva una regla? ¿Cuando se ha establecido que los posibles principios concurrentes no pesan tanto como para excepcionarla o en sí y antes de que se mida con ningún principio concurrente? Si se trata de lo segundo, serían sólo las reglas de validez estricta las que constituyen razones definitivas; si es lo primero, las reglas sólo son razones definitivas cuando mediante una ponderación se ha establecido que son definitivas, no antes y en cuanto reglas en sí. Da la impresión de que las reglas son razones definitivas prima facie, lo cual es perfectamente incongruente. Por otro lado, si las reglas son razones definitivas cuando resulta que para el caso se ha afirmado previamente que no son objeto de excepción, ¿qué ocurre si en un caso concurre 11 Aunque poco después, tras señalar que tanto reglas como principios son “razones para normas” (TDF, 82), nuestro autor explica que “Cuando una regla es una razón para un juicio concreto de deber ser que hay que pronunciar, como ocurre cuando ella es válida, es aplicable y no admite ninguna excepción, entonces es una razón definitiva. Si ese juicio concreto de deber ser tiene como contenido el de que a alguien le corresponde un derecho, entonces ese derecho es un derecho definitivo” (TDF, 83). Al referirse a las reglas que son válidas, aplicables y que no admiten excepciones, ¿está aludiendo solamente a las reglas de validez estricta? Si es así, ¿por qué no dice que se refiere sólo a las reglas de validez estricta, en lugar de insistir en la afirmación general de que las reglas son razones definitivas? 327 Juan Antonio García Amado como única norma aplicable un principio? Habría que concluir que, entonces, un principio puede ser razón tan definitiva como una regla, aunque Alexy insiste en que “Los principios no son nunca razones definitivas” (TDF, 83-84). ¿Por qué no lo son cuando sólo uno resulta aplicable a un caso? ¿Está Alexy insinuando que para cada caso siempre van a comparecer varios principios, como consecuencia de que entre los principios iusfundamentales hay contradicciones esenciales y constantes? Lo que parece claro en Alexy es que la regla adscrita que resulta de la ponderación de dos principios concurrentes para el caso es una regla definitiva12. Como esas reglas son las que deciden el caso concreto, la regla que decide el caso concreto es razón definitiva de la resolución del caso concreto. Pero, entonces, ¿qué diferencia existe entre regla a secas y reglas adscritas -resultantes de la ponderación para el caso- que deciden el caso concreto? A ambas las está caracterizando Alexy como razones definitivas. ¿Son igual de definitivas, o cuando dice que las reglas son razones definitivas está cayendo en la tautología de que son razones definitivas las reglas que son razones definitivas? Porque, al tiempo, afirma que “[t]ambién las reglas puede ser razones para reglas” (TDF, 83). ¿Una regla que es razón para una regla, sigue siendo una razón definitiva? ¿Cuál es la razón definitiva, la regla primera, que es razón para la otra, o esta otra? ¿Tal vez las dos? Y, sobre todo, ¿cómo se produce el paso de la regla que es definitiva y razón para la otra regla, a ésta que también es razón definitiva? Veamos cómo lo ilustra con un ejemplo: “Quien acepta como inconmovible la norma según la cual no se puede lesionar la autoestima de cada cual, ha aceptado una regla. Esta regla puede ser la razón para otra regla según la cual a nadie debe hablársele de sus fracasos” (TDF, 83). Ahora examinemos con algo de detenimiento dicho ejemplo. 12. “El camino que conduce desde el principio, es decir, desde el derecho prima facie, hasta el derecho definitivo, transcurre por la determinación de una relación de preferencia. Sin embargo, la determinación de una relación de preferencia es, de acuerdo con la ley de colisión, el establecimiento de una regla. Por ello, puede decirse que siempre que un principio es, en última instancia, una razón básica para un juicio concreto de deber ser, este principio es una razón para una regla que representa una razón definitiva para este juicio concreto de deber ser” (TDF, 83). 328 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico En primer lugar, otra vez da la impresión de que el estatuto que como regla o principio tenga una norma no depende de propiedades estructurales de la misma, sino de lo que en ella quiera ver o aceptar el intérprete de turno. Si Alexy dijera que estamos ante una regla cuando según la misma algo es inconmovible, sería distinta tal impresión, pero resulta que sostiene que para que una norma sea una regla alguien ha de aceptar como inconmovible lo que ella establece; es decir, la condición de regla queda constituida por el tipo de acto de aceptación que de su contenido se hace. En segundo lugar, y yendo a lo que ahora estábamos tratando, la pregunta decisiva es ésta: ¿qué tipo de relación existe entre la regla primera o antecedente, que dice que no se puede lesionar la autoestima de cada cual, y la regla de la que la anterior es razón y que establece que a nadie debe hablársele de sus fracasos? ¿Existe una implicación lógica entre esos dos contenidos? En modo alguno, salvo que presupongamos una premisa no enunciada que diría así: “hablarle a alguien de sus fracasos es lesionarle la autoestima”. Aunque parece más que obvio lo que decimos, detengámonos a aclararlo aún más. ¿Sería una inferencia correcta la contenida en el siguiente razonamiento? 1. No se puede lesionar la autoestima de X 2. A habló a X de sus fracasos --------------------------------------3. A lesionó la autoestima de X Es evidente que este razonamiento sólo puede entenderse como entimemático y que sólo es correcto explicitando la premisa oculta: 1. No se puede lesionar la autoestima de X 2. Hablar a X de sus fracasos es lesionar la autoestima de X 329 Juan Antonio García Amado 3. A habló a X de sus fracasos --------------------------------------4. A lesionó la autoestima de X ¿Por qué Alexy no lo explica así? Quizá por la escasísima importancia que da a la interpretación propiamente dicha, consecuencia probablemente de que en su visión del Derecho, éste no se compone de enunciados con determinada carga semántica más o menos precisa, sino de algún género de entidades axiológicas entre las que las relaciones de implicación no son lógico-formales, sino materiales, de algún tipo de extraña y muy curiosa “lógica material”. 1.4. ¿Existen las reglas? La extrema dificultad de dar entre las normas -o aunque sólo sea en las normas iusfundamentales- con un criterio de identificación de reglas y principios se vuelve a manifestar cuando Alexy insiste en que no es el grado alto de generalidad de la norma lo que determina la condición de principio, pues existen “normas de alto grado de generalidad que no son principios” (TDF, 84), y pone como ejemplo de esto la norma del art. 103, párrafo 2, de la Ley Fundamental de Bonn, que sería una regla: “Un hecho puede ser penado sólo si la punibilidad del acto estaba establecida por ley antes de la comisión del acto”. Sostiene que dicho “enunciado normativo” “formula una regla” al margen de que pueda presentar “una serie de problemas de interpretación y detrás de él se encuentra un principio al que puede recurrirse para su interpretación” (TDF, 84). ¿Por qué se trata de una regla, aunque suela denominarse principio? Respuesta de Alexy: porque “lo que exige es algo que siempre puede sólo ser o no ser cumplido” (TDF, 84). No nos libramos de los enigmas. Veamos unas pocas dudas. Primera. Si esa norma es una regla porque su mandato “puede sólo ser o no ser cumplido”, qué sucedería por ejemplo 330 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico con la norma que dijera “El domicilio es inviolable”? ¿Y con la que dijera “Todos tienen derecho a la intimidad”? ¿También serían reglas? Y, si no lo son, dónde se encuentra la diferencia entre estas normas y la del 103,2 LF? Segunda. ¿Qué categorías intermedias existen entre “ser o no ser cumplido”? ¿Tal vez ser cumplido a medias? ¿Lo que diferencia la norma del 103, 2, regla, de la de la inviolabilidad del domicilio, que seguramente sería un principio en Alexy, es que la inviolabilidad del domicilio puede ser cumplida a medias o en dos quintos? ¿Alexy o alguien ha visto alguna vez una sentencia en la que se diga que el domicilio es inviolable sólo a medias o en dos quintos y que por eso es un principio? Tercera. ¿Qué tipo de regla es ésa del 103, 2 LF, una regla de validez estricta o una regla de validez no estricta? Si es lo primero, conviene aclararlo expresamente, para no correr ciertos riesgos. Pues, si se trata de una regla de validez no estricta, puede ser derrotada por un principio, como ya sabemos. Y si puede ser derrotada por un principio, llegamos a dos conclusiones nuevamente sorprendentes. En primer lugar, que el llamado principio de legalidad penal, en este aspecto de “principio” de tipicidad, sólo protege relativamente, pues cuando un principio pese más, podría ser excepcionado por él. Y, en segundo lugar, que, si toda regla lo es porque “exige algo que siempre puede sólo ser o no ser cumplido”, toda regla, como ésta misma del ejemplo, tiene detrás de sí un principio, y toda regla -de validez no estricta- puede ser derrotada por un principio opuesto en el caso -es decir, puede ser derrotado su principio de fondo, sumado al principio de que las reglas conviene que se cumplan-, entonces tendríamos que, según Alexy, toda regla lo es porque “lo que exige es algo que siempre puede sólo ser o no ser cumplido”, pero ese cumplimiento dependerá de lo mismo que el de los principios: de que venza en la ponderación cuando hay un principio enfrente. Además, y para colmo, si ya sabemos que toda regla se puede inaplicar en el caso en que un principio gane en la ponderación y justifique la introducción de una excepción a dicha 331 Juan Antonio García Amado regla, nos topamos con la conclusión preocupante de que la regla de este ejemplo de Alexy, que es nada menos que la regla que establece una de las manifestaciones del principio de legalidad penal, no se impone taxativamente y sin vuelta de hoja, sino sólo cuando no haya buenas razones en algún otro principio para dejarla sin efecto. Aviados estamos en nuestra seguridad ante el Derecho penal. Pero reparemos en otro detalle del juego conceptual de Alexy. Una regla, nos dice, lo es porque sólo puede cumplirse o no cumplirse. Pero cuando a una regla como esta se le introduce con base en un principio una excepción, Alexy no va a decir que la regla se incumplió, sino que a la hora de la verdad no regía para el caso. Por tanto, el incumplimiento de las reglas es imposible, pues no se incumplen, sino que se inaplican cuando no deben aplicarse y esa inaplicación no es incumplimiento de tal regla, sino aplicación de otra regla que viene al caso y que se fundamenta en un principio. Y una secuela más de todo este galimatías desconcertante. Alexy nos había dicho que el conflicto entre reglas sólo puede resolverse en el terreno de la validez, es decir, entendiendo que una de ellas es inválida. Veamos como queda aquí el asunto. Llamemos R a esa regla del art. 103.2 de la Ley Fundamental que dispone que nadie puede ser castigado sin ley previa que tipifique expresamente el comportamiento en cuestión como delictivo y prevea para él una pena (nullum crimen sine lege). Con R (y sus principios de apoyo) puede enfrentarse para el caso un principio P y en tal caso habrá que ponderar. Supongamos que de tal ponderación resulta el mayor peso en el caso de P que de R (que los principios de apoyo de R). Entonces, el caso se decidiría, como ya sabemos, a partir de la regla resultante de esa ponderación en esas circunstancias, R´. ¿No estaríamos ante un conflicto entre reglas, R y R´ que habría que entender resuelto en clave de validez y afirmando, conforme a lo antes expuesto por Alexy para tales enfrentamientos de reglas, que R es inválida? ¿Puede ser inválida aquella regla del art. 103.2 de la Constitución alemana? 332 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico De tamaño laberinto únicamente se puede salir mediante prestidigitación conceptual. En realidad, lo que está suponiendo Alexy es que no hay tal conflicto entre R y R´, pues si en la ponderación P ganó a R, quiere decirse que R no es aplicable al caso y, por tanto, no hay para el caso pugna entre R y R´. Como el conflicto entre normas sólo es prima facie, no tiene por qué sufrir la validez de ninguna de ellas. Pero, entonces, ¿por qué nos había dicho Alexy que el conflicto entre reglas se solventa en el terreno de la validez? En todo caso, tranquilos todos: la “regla” del nullum crimen sine lege puede inaplicarse, pero cuando se inaplica por razones “de principio”, no se incumple, simplemente no tocaba aplicarla. ¿Será ése consuelo bastante? 1.5. ¿De dónde vienen los principios? La siguiente razón para nuestra desorientación en el proceloso mundo de las reglas y los principios nos la da Alexy cuando nos indica otras dos llamativas características que pueden adornar los principios: que puedan “surgir naturalmente” y que no necesiten ser “establecidos explícitamente”: “el hecho de que como normas <<surgidas naturalmente>> puedan ser contrapuestas a las normas <<creadas>> se debe al hecho de que los principios no necesitan ser establecidos explícitamente sino que también pueden ser derivados de una tradición de expedición detallada de normas y, de decisiones judiciales que, por lo general, son expresión de concepciones difundidas acerca de cómo debe ser el derecho” (TDF, 84-85). Busquemos una norma iusfundamental de las que, por lo que dice Alexy y los ejemplos que suele dar, sería sin duda un principio, la libertad de expresión. ¿Quiere decirse que esa norma no es una norma que sea tal porque haya sido creada por el constituyente, sino que éste propiamente no la creó, dado que ya existía antes y en sí, como norma iusfundamental, y el constituyente se limitó a reconocerla y transcribirla? ¿O es que hay unos principios que son creados y otros que surgen naturalmente, aunque no sean explícitamente establecidos? ¿Cómo se reconocerían esos últimos? Puesto que, al parecer, 333 Juan Antonio García Amado esos principios que son Derecho, normas jurídicas, aun cuando no estén explicitados, tienen tal condición en razón de “concepciones difundidas acerca de cómo debe ser el derecho”, ¿cuánto de difundidas y entre quiénes han de estar dichas concepciones engendradoras por sí de principios que son Derecho aunque no se hallen mencionados en ningún enunciado jurídico? Esto no será iusnaturalismo del de toda la vida, pero a ratos se le parece, reconozcámoslo. 1.6. ¿Hay principios absolutos e imponderables? Se enfrenta Alexy con la cuestión de si pueden existir principios absolutos, es decir, “principios que, en ningún caso, pueden ser desplazados por otros” (TDF, 86), de modo tal que para esos principios no funcione la llamada ley de colisión, pues no serían mandatos de optimización, sino mandatos absolutos. El candidato que menciona es la norma del art. 1 párrafo 1 frase 1 de la Ley Fundamental de Bonn, a tenor de la cual “La dignidad humana es intangible”. Y aquí vemos a Alexy realizar un extraño quiebro. Ahí no habría una norma, regla o principio, sino dos: una regla y un principio. En lo referido a los componentes esenciales de la dignidad humana, se trataría de una regla. En lo referente a los casos que caigan en la zona de penumbra o ámbito de vaguedad de la expresión, estaríamos ante un principio. Habrá que suponer, en lo referente a la parte en que se trata de una regla, que es una regla de validez estricta, pues en caso contrario se admitiría que también puede perder frente a un principio que le introduzca una excepción, aunque esto no lo menciona así Alexy. Viene a decirnos que el contenido de la regla queda plasmado por la preferencia que se disponga al ponderar el principio de dignidad humana con otros principios, de forma que en lo que el principio de dignidad humana gane siempre, estaríamos ante la regla de la dignidad humana. ¿Se trata entonces de reglas adscritas que configuran la regla de la dignidad humana? No lo explica nuestro autor de esta manera, curiosamente. Más bien da la impresión de que en esos casos en que la dignidad humana vence siempre sobre otros principios, es porque se trata de la parte 334 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico de regla de esa norma, mientras que cuando puede ganar o no, nos hallamos ante la parte del principio. Por tanto, lo que la norma de la dignidad humana tenga de regla no resulta de la ponderación, sino que condiciona la ponderación y hace que le regla gane siempre. Pero, entonces, ¿cómo podemos saber cuál es el contenido de la regla de dignidad humana como distinto del contenido del principio de dignidad humana? Una explicación alternativa a la de Alexy podría consistir en sostener que toda norma de derecho fundamental tiene un núcleo esencial o que todo enunciado de derechos fundamentales tiene un núcleo de significado en el que la protección del respectivo derecho prima siempre, mientras que el alcance del derecho en lo que sea zona de penumbra queda al resultado de la interpretación. Esto sería común para cualquier norma de derecho fundamental, y el mismo Alexy reconoce que la tesis relativa a “la posición nuclear” de la dignidad humana “vale también para otras normas de derecho fundamental”. Pensemos nosotros en otro posible ejemplo. La norma que prescribe la inviolabilidad del domicilio tendría un núcleo de significado en lo referido a lo que indiscutiblemente es el domicilio de una persona, mientras que habría que delimitar a través de la interpretación si bajo la noción de domicilio también caen a esos efectos cosas tales como las habitaciones de hotel. En el Derecho constitucional español queda fuera de duda que el domicilio en sentido estricto no puede ser violado fuera de los casos que la Constitución expresamente prevé (mandamiento judicial, autorización del titular y flagrante delito), lo que significa que ninguna ponderación con otro derecho fundamental puede legitimar la violación del domicilio fuera de esos supuestos. En cambio, en la Sentencia 10/2002, de 17 de enero, tuvo el Tribunal Constitucional que decidir si las habitaciones de hotel también era, a efectos de ese derecho, domicilio, y lo hizo extendiéndoles la protección mediante una interpretación extensiva de la noción de domicilio. Una vez recaída esa interpretación, y en razón de los efectos vinculantes de las interpretaciones del Tribunal Constitucional, queda desterrado que pueda haber ningún tipo de justificación constitucional para 335 Juan Antonio García Amado que se considere constitucionalmente legítima la violación de las habitaciones de hotel fuera de los casos constitucionalmente previstos como excepciones a la inviolabilidad del domicilio. Además, en dicha Sentencia del Tribunal Constitucional se aprecia perfectamente que el Tribunal no ponderó ese derecho contra otros posibles principios que pudieran justificar la opción contraria, sino que simplemente realizó un razonamiento interpretativo. Creemos que así ocurre siempre en realidad. Pero Alexy no puede admitir que las cosas sean de tal manera, sino que tiene que retorcer la naturaleza de las normas y explicar en términos mucho más oscuros el razonar de los tribunales, pues, de no hacerlo así, tendríamos que desaparece la diferencia entre reglas y principios y que todas las normas de derechos fundamentales (y todas las del ordenamiento jurídico) tienen idéntica estructura básica: son enunciados normativos con un núcleo de significado y una zona de penumbra, y rigen sin excepción en lo referente al núcleo de significado y son interpretadas en su zona de penumbra; y dicha interpretación delimita con carácter general el alcance de la norma, sin espacio para más ponderación que la simple valoración de las razones en pro de una u otra de las interpretaciones posibles. 2. Algunas dudas esenciales sobre el constructivismo de Thomas Bustamante. Al cabo de tantas vueltas, lo que comprobamos es que la teoría de las normas de Alexy es un sofisticado artilugio para fundamentar la penetración de la moral en el sistema jurídico y el condicionamiento de la validez o aplicabilidad de las normas jurídicas por su compatibilidad con las normas morales, o con ciertas de ellas. Quizá para ese viaje no hacía falta tanta alforja, pero si lo decimos así, obviamos lo más sutil de la teoría iusmoralista de Alexy. En efecto, el iusmoralismo tradicional arranca de la afirmación abrupta de que la moral verdadera es más importante y de más alto valor que el Derecho. A partir de esa afirmación inicial, al iusmoralismo poco le importa cuáles sean los tipos de normas jurídicas, pues todas ellas están so336 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico metidas a ese condicionamiento común. En cambio, la estrategia de Alexy sigue un camino inverso. Alexy parte de que en el sistema jurídico comparecen siempre dos tipos de normas, las reglas y los principios, y se dedica a glosar tal distinción con un método analítico, al menos en apariencia, si bien hemos visto que no consigue mostrar una diferencia estructural o propiamente analítica entre esas dos variantes de normas. Reglas y principios lo son por el modo como se aplican, y no al revés, no se aplican de una forma u otra por razón de su modo de ser. Es la decisión de someter la aplicación de una norma a ponderación lo que la vuelve principio, y no es que un principio, por ser tal estructuralmente, se tenga que aplicar mediante ponderación. Pero, más allá de esa carencia crucial de la teoría alexyana de las normas, lo decisivo aquí es que los principios tendrían una naturaleza esencialmente moral, puramente axiológica, por lo cual la presencia de la moral como condicionante de la aplicación de las normas jurídicas, o al menos de la de los principios, no se presenta como postulado de partida, sino como consecuencia inevitable del modo de ser de las normas, al menos de esas normas que son principios. El Derecho no estaría impregnado de moral porque se afirme que así ha de ser, como hace el iusmoralismo tradicional, sino que no puede ser de otra manera, para Alexy, porque así está configurada buena parte de sus normas jurídicas, las que son principios. Mas al hacer de la decisión aplicativa de los principios jurídicos una decisión esencialmente moral, llegamos a la cuestión decisiva en la discusión que Thomas Bustamante hace de las tesis que mantengo en el trabajo sobre derrotabilidad que figura en este volumen y en otros anteriores. Yo sostengo que no tiene sentido someter la validez o aplicabilidad de las normas jurídicas a un condicionamiento por la moral que no sea un condicionamiento por la moral (tenida por) verdadera. Parece absurdo postular, en los rotundos términos de Alexy, el sometimiento de la vigencia de una norma jurídica en cada caso a su compatibilidad con una moral perfectamente subjetiva, personal, relativa a las meras preferencias del sujeto que 337 Juan Antonio García Amado decide. La teoría positivista afirma la existencia de amplios espacios para la discrecionalidad decisoria del juez, consecuencia de la indeterminación semántica inevitable de los enunciados legales, de la existencia de antinomias no resolubles con pautas normativas objetivas y externas (como el criterio temporal o el jerárquico) y de la existencia de lagunas. Y el positivismo, por lo común, afirma que esos espacios de discrecionalidad insoslayable los colma el juez mediante sus personales valoraciones o, si se quiere hablar de moral o razón práctica, desde el sistema moral y la idea de razón práctica a la que cada juez se acoge. Mas no puede ser ésa la visión de Alexy pues, entre otras cosas, nos haría pensar que lo que llama ponderación no es más que sinónimo de valoración personal del juez al optar entre alternativas. Entonces sí que no tendríamos más que un cambio puramente terminológico, cosmético, y que vendría a cuento lo de que para ese viaje no hacían falta alforjas. No, Alexy concede muy escaso espacio a la discrecionalidad judicial y está dando por sentado que aun en los casos en que la dicción de las normas deja la solución abierta, cabe que el juez halle la solución correcta para el caso. El método de ponderación sería, precisamente, un camino para encontrar esa solución correcta para el caso. No puede ser la ponderación de Alexy una simple manera de explicar que el juez pesa como mejor le parece, en razón de su ideología y sus personales preferencias, ni siquiera un simple esquema que se ofrece al juez para que, a la hora de argumentar la preferencia que ha puesto, lo haga de modo más completo y preciso. No, Alexy está presuponiendo, lo quieran sus exégetas admitir o no, que desde la razón práctica se proporciona al juez la solución correcta para todos o la mayor parte de los casos dudosos, y por eso el de la ponderación no es un mero método simplemente argumentativo o de mera explicitación de las premisas decisorias, sino un método de razón práctica para el hallazgo y la fundamentación de la decisión objetivamente correcta. De ahí que las ponderaciones realizadas por un tribunal sean calificadas por Alexy y los alexyanos de correctas o incorrectas en sí, y que no se limiten Alexy y los alexyanos a 338 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico decir algo como esto: “está bien ponderado y, en consecuencia, bien decidido, pero yo habría ponderado de otra manera y llegado a un resultado diferente del pesaje”. Eso lo dirá de esa forma el positivista, pero no puede afirmarlo así el iusmoralista congruente. El iusmoralista congruente nunca duda de que sus ponderaciones son las verdaderas y desde ellas juzga el acierto o yerro de las ponderaciones ajenas, incluidas las de los jueces. Por eso suelen los iusmoralistas ser previsibles: conozca usted cómo piensan y cuál es su ideología, y sabrá lo que les va a salir de la balanza cada vez que sopesen normas o derechos en conflicto. Ellos podrán replicar que otro tanto pasa cuando conocemos la ideología de ese positivista que va a decidir discrecionalmente; muy cierto, pero con una sutil diferencia: el positivista no niega que la decisión es suya, no la atribuye a una misteriosa balanza constructivista ni presume de haber dado con un método para trasmutar lo subjetivo en objetivo y lo discutible en demostrado por merecedor del consenso de todos. Lo que el profesor Bustamente me critica es esa atribución a los iusmoralistas en la órbita de Alexy de la fe en la existencia y operatividad de la moral verdadera, de una moral con contenidos objetivos preordenados. Según Bustamante, no es necesario acogerse a ese objetivismo moral, sino que basta confiar en las virtualidades de una ética de corte constructivista. ¿Qué es ese constructivismo ético y qué nos aporta aquí? Una ética o una concepción de la razón práctica de índole constructivista, del tipo de la que subyace a Rawls o a Habermas, y, en opinión de Bustamante, también a Alexy, se podría caracterizar de la siguiente manera. Para los problemas morales o de razón práctica en general, para aquellos asuntos en los que se ha de optar entre cursos de acción alternativos, se puede confiar en la existencia de soluciones objetivamente correctas aun cuando éstas no estén preestablecidas en un sistema moral que contenga por adelantado, en sus normas, las soluciones verdaderas para cada caso. No hace falta suponer una ética material predeterminada en sus contenidos o cabe 339 Juan Antonio García Amado desconfiar de que tal ética material exista o sea cognoscible en sus normas. Lo que sí existiría es un procedimiento racional para la correcta decisión de cada caso de razón práctica. Decisión correcta de cada caso será la que se atenga a dicho procedimiento. ¿Por qué? Porque la decisión que se alcance con pleno respeto a tales requisitos procedimentales podría y debería disfrutar del acuerdo de todo sujeto racional, ya que esos procedimientos garantizan la imparcialidad del resultado y lo hacen fruto de la razón común a todos y no de los intereses personales, las ideologías o las preferencias subjetivas de sujetos o grupos particulares. En un contexto ideal de decisión práctica, todos los interesados deberían poder argumentar sus puntos de vista y el acuerdo de todos sería viable desde el momento en que los intereses egoístas o los prejuicios de cada uno quedan contrapesados por la fuerza de las razones que todos habrán de atender si se avienen a conducirse argumentativamente como sujetos racionales y no como individuos puramente egoístas o con su visión de las cosas deformada por la subjetividad y el prejuicio. Las éticas de corte constructivista proponen modelos ideales para medir el grado mayor o menor de racionalidad de las decisiones colectivas: una tal decisión será tanto más racional, cuanto más se acerque el procedimiento discursivo en que ha sido tomada a ese patrón ideal de debate colectivo no contaminado. Por eso estos modelos constructivistas tienen utilidad para el análisis crítico, por ejemplo, de las decisiones que en una comunidad política se tomen sobre los contenidos de la ley. Una norma legal será tanto más racional y legítima, cuanto más depurado sea el procedimiento democrático que ha llevado a su adopción, y la democracia se interpreta, desde tales parámetros, como democracia deliberativa, como democracia de libre argumentación. Ahora bien, ¿sirve este modelo como canon de racionalidad de la decisión judicial? Supongamos un caso. En un país está reconocido el derecho de la embarazada a abortar libremente dentro de un determinado plazo, pero sólo dentro de 340 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico ese plazo. Al día siguiente de cumplirse tal plazo, se descubre que la señora X, encinta, tiene una enfermedad que hará que, en caso de que continuar con la gestación, muera al dar a luz con altísima probabilidad. El conflicto entre el derecho a la vida del feto y el derecho a la vida de la madre es claro. Ahora pongamos que un tribunal ha de decidir cuál de esos derechos enfrentados tiene que prevalecer en esta oportunidad. Valorará o ponderará, como queramos decirlo, y tomará una decisión, la que sea. ¿Qué nos aportaría la teoría ética constructivista, como la que goza del favor del profesor Bustamante? En mi opinión, nada más que esto: se le pide a los jueces que razonen del modo más objetivo e imparcial posible; es decir, que adopten aquella decisión que consideren que tomaría cualquier ser humano racional que se hallara en su posición, la de juez, y que argumenten su fallo como si con él hubieran de convencer honestamente a todo observador imparcial que examine críticamente su sentencia. Eso, por cierto, es lo mismo que a esos jueces les solicitaría un positivista no perfectamente cínico y no absolutamente escéptico respecto de la posibilidad de limitar en algo la arbitrariedad judicial. No en vano para los positivistas no son sinónimas discrecionalidad y arbitrariedad. Pero una cosa son las actitudes y los propósitos y otra, bien distinta, los resultados. Ese juez decidió lo que de buena fe le parece que cualquier ser humano racional y razonable decidiría si estuviera en su lugar, decidió convencido de que sus razones eran las mejores y más merecedoras de general acuerdo. Pero no por eso su decisión será objetivamente correcta, pues igual de correcta y acorde con esos postulados formales y argumentativos puede resultar la resolución contraria alcanzada por un juez que mantenga las convicciones opuestas con la misma buena fe. En el ejemplo anterior, un juez de ideología abortista y uno de ideología opuesta al derecho al aborto van a decidir de modo opuesto, y probablemente ambos lo harán con el convencimiento de que su punto de vista es el objetivamente acertado, de que cualquiera en sus cabales o no contaminado de malos prejuicios decidiría igual, 341 Juan Antonio García Amado y de que, por tanto, un auditorio universal comme il faut les daría la razón sin dudarlo, pues, entre personas racionales, la verdad no tiene más que un camino. El constructivismo viene a decirnos que en nuestras decisiones prácticas debemos inclinarnos por aquellas alternativas que nos sintamos capaces de defender ante el auditorio universal y que nos parezca que serían aprobadas por todos en la situación ideal de diálogo. Así que tal parece que para echarse confiadamente en brazos del constructivismo ético hace falta ser o algo crédulo o bastante soberbio13, pero, desde luego, nada modesto. Así pues, el constructivismo, aplicado a la decisión judicial, o es poco menos que trivial o es engañoso. Es trivial si se reduce a solicitar que el juez decida y argumente como si tuviera que convencer al auditorio universal. En ese caso, se limita a solicitar del juez una actitud subjetiva de profunda honestidad, pero nada avanzamos sobre la posible corrección objetiva de la decisión. El juez ponderó desde las circunstancias del caso y decidió que pesaba más el derecho a la vida del feto o el de la madre, pero su decisión seguirá siendo su decisión discrecional y movida por sus convicciones personales, por mucho que él las entienda como perfectamente universalizables. Yo estoy convencido de que algunas de mis convicciones son las justas, verdaderas y universalizables, pero no por ello puedo pretender que todos acepten que las decisiones que yo tomo en aplicación de esas convicciones mías son las objetivamente correctas y verdaderas. Salvo que yo sea un descarado y piense que mi método es perfectamente “constructivista” y que si los demás no prestan su consenso a mi decisión no es porque el constructivismo no sirva para nada, sino porque los demás se empecinan en el error y no son, ellos, tan constructuvistas como deberían. El constructivismo, por otra parte, es engañoso si lo que hace es camuflar un objetivismo moral no confeso. Estamos ante un objetivismo moral disfrazado de constructivismo cuan13 Calificativos que, desde luego, no son aplicables a mi buen amigo Thomas Bustamante, y por eso vale la pena seguir debatiendo. 342 Principios, reglas y otros misteriosos pobladores del mundo jurídico do vemos a un sujeto razonar siguiendo estos dos pasos: a) para el caso C la solución opbjetivamente justa es la solución S, no la S´; b) la prueba de que la solución justa de C es S es que si todos fuéramos racionales y abiertos a los argumentos debidos y a su adecuada ponderación, todos estaríamos de acuerdo (todos estarían de acuerdo conmigo) en que S y no S´es la solución justa de C. El constructivista así tiene la fea costumbre de considerar que los que no coinciden con sus preferencias morales yerran por no saber argumentar y atender argumentos como es debido o porque no se colocan adecuadamente el velo de ignorancia. 343 La génesis de un juez de las leyes: La Corte Costituzionale1 Roger Campione Universidad Pública de Navarra 1. El debate teórico sobre el juicio de constitucionalidad Enrico de Nicola, quien fuera primer Presidente de la República italiana y también de la Corte costituzionale, explicaba en 1956 ante la prensa que la famosa tripartición de poderes de Montesquieu ya no era suficiente para caracterizar los ordenamientos estatales de la época; y al referirse a la actividad del incipiente –en Italia– Tribunal Constitucional, lo definía como un órgano que no pertenece a ninguno de los tres poderes pero colabora con todos. Conectado con esta función estaría el sistema de elección de sus miembros: cinco nombrados por el Presidente de la República, cinco por las Cámaras reunidas y cinco por las magistraturas supremas, ordinaria y administrativa; de este modo, los constituyentes italianos pretendían “crear un órgano de síntesis respecto a los tres poderes 1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 345 Roger Campione de Montesquieu”, aunque en la realidad no será así pues los miembros nombrados por el Jefe del Estado no son designados por el Gobierno (poder ejecutivo) (Rodotà 1999: 28, 12). Aún así puede decirse que la Corte costituzionale encarna un “poder” que en cierta medida participa de los demás y que por su papel y colocación institucional engrasa los mecanismos de conexión entre los tres poderes clásicos; una especie de válvula que permite, la alimentación recíproca de todo el entramado constitucional. Y a cualquier estudiante de primero de derecho se le explica que, efectivamente, la introducción del “juez de las leyes” en los ordenamientos constitucionales cierra aquel “circuito democrático” conforme al cual ningún poder del Estado tiene un alcance ilimitado. Esta sencilla noción de derecho constitucional puede evocarnos el póquer de cinco cartas donde, en teoría, la escalera mínima de picas es la única puntuación del juego que gana a la escalera real máxima de corazones. ¿Por qué un punto como la escalera mínima de picas, vencida por cualquier otra escalera de color de cualquier tamaño, derrota a la jugada más alta del póquer? Muy simple, para evitar que un jugador tenga la seguridad de ganar al cien por cien y pueda apostar sin límite sabiendo de antemano que esa apuesta no conlleva en realidad ningún riesgo. Disfrutaría, por así decirlo, de un poder absoluto en cuanto imbatible. Algo así ocurre con el circuito democrático y la función de la justicia constitucional. Como es conocido, cuando, en 1885, Jellinek proponía la institución de un verdadero Tribunal Constitucional para Austria –que fuera más allá del Tribunal del Imperio (Reichsgericht) instituido con la Ley fundamental de 1867 (cfr. Cruz Villalón 1987: 240-241)2 – estaba planteando una cuestión lógicamente parecida. Jellinek sugería que se atribuyera a tal instancia la competencia para enjuiciar la constitucionalidad de las leyes federales y las leyes de los Länder porque destacaba que el Parlamento era el único poder no sometido a un control de tipo externo. 2. Hay quien ha considerado el Tribunal del Imperio como el primer intento de institucionalización de un Tribunal Constitucional (Battaglini 1957: 159). 346 La génesis de un juez de las leyes Podría parecer normal que ciertas exigencias se manifestaran de forma tan clara durante el siglo XIX: el siglo liberal y constitucionalista, pero a la vez aún marcado en Europa por los principios absolutistas, con su fe en la ley y en la necesidad de independizar al juez del soberano pero, al mismo tiempo, anclándolo firmemente a la letra de la ley. También por ello el XIX sería el siglo positivista en el que, cabría suponer, no podía hallar buena acogida el retrógrado principio de control de las normas jurídicas que Tomás de Aquino implantó definitivamente en la Edad Media: una ley injusta no es una verdadera ley y, por tanto, carece de vigor normativo. Sin embargo, incluso la invocación del derecho natural en la formulación tomista ha sido considerada como un intento de “construir un parámetro de orden superior al que vincular la vigencia de la producción normativa ordinaria” (Grossi 2002: 416). En efecto, la idea de la existencia de principios superiores a los que la ley debe uniformarse forma parte de la tradición iusnaturalista, sobre todo si nos referimos al control “difuso” del modelo americano de judicial review (Pizzorusso 1981: 5). Si nos colocamos en esta tesitura es cierto que las instituciones y las prácticas dirigidas a enjuiciar la “constitucionalidad” de las leyes se remontan al derecho romano e incluso a la antigua Grecia: aquí la Graphe Paranomon (γραφή παρανόμων) permitía denunciar los decretos (psefismata) para verificar si contradecían las leyes (nomoi). En el momento de la impugnación se suspendía la eficacia del decreto y, si el tribunal popular lo consideraba dañino para el bien de la polis o aprobado en beneficio de quien lo había propuesto, se anulaba definitivamente. Por no hablar de otros antecedentes más recientes, ya que se mencionaba el modelo anglosajón, como el caso del doctor Bonham que, en 1606, fue encarcelado, tras ser requerido por el “Royal College of Physicians”, por haber ejercido la medicina sin la oportuna licencia y haber hecho caso omiso de la prohibición. En la sentencia, de 1610, que resolvió el recurso del doctor Bonham, sir Coke, presidente de la Corte, fundamentó su estimación entendiendo que el Royal College no tenía jurisdicción sobre ese caso y que, si existía una ley que le otorgaba tal competencia, esa ley tenía que ser considerada nula, pues “cuando 347 Roger Campione un acto del Parlamento va contra el sentido común y la razón, o es repugnante, o imposible de llevar a cabo, la Common Law tendrá que examinarlo y declararlo sin efectos”3. Que esta afirmación haya sido o no un obiter dictum en el Bonham’s Case no resta valor a su alcance político: junto a su carácter novedoso y atrevido, despunta un mensaje desafiante respecto a las prerrogativas del monarca –así, en 1616, Coke contestará a Jacobo I que la función judicial es cosa de magistrados y no ejercicio personal del Rey– y a la autoridad del Parlamento –reafirmando la primacía tradicional del common law sobre los actos legislativos–. En todo caso, los propios acontecimientos políticos posteriores provocaron el abandono de este planteamiento, cuando la “Gloriosa Revolución” selló la superioridad definitiva del Parlamento (Grossi 2002: 421-422; Fernández Sesgado 1997: 51-52). Así pues, se comprende cómo la génesis del control de constitucionalidad en los ordenamientos modernos es política antes que jurídica. Político es el presupuesto contenido en las constituciones revolucionarias que sellan el pacto social, adquiriendo el significado de normas constitutivas. Política es su necesidad teórica de controlar, por parte de un órgano independiente de las fuerzas partidistas, que los poderes ejercidos por las asambleas parlamentarias sean conformes a la Constitución, como queda reflejado en las propuestas que Sieyés formuló en 1795 al régimen de Termidor en favor de la institución de un jury constitutionnaire, destacando que la Constitución no es nada si no se la convierte en un cuerpo de leyes obligatorias (Celotto 2004: 10). Y políticas son las circunstancias que acompañaron los acontecimientos que dieron lugar al “nacimiento” del juicio de constitucionalidad, el famoso caso Marbury VS Madison en 18034. La previsible victoria 3. “And it appeareth in our Books, that in many Cases, the Common Law doth controll Acts of Parliament, and somtimes shall adjudge them to be void: for when an Act of Parliament is against Common right and reason, or repugnant, or impossible to be performed, the Common Law will controll it, and adjudge such Act to be void” (Sheperd 2003). 4. Sin embargo, no faltan análisis dirigidas a demostrar que, en contra del extendido lugar común, la sentencia Marbury no se caracterizó por la absoluta novedad de los conceptos que introdujo sino más bien por el modo en que expresó la reflexión acerca del judicial review. En resumidas cuentas, el principio expuesto por el Chief Justice Marshall en la sentencia (tertium non datur: o la Constitución es una norma superior respecto a cualquier otra y por tanto el legislador no puede modificarla, o se coloca en el mismo nivel y, por consiguiente, el poder 348 La génesis de un juez de las leyes del partido republicano en las elecciones de 1800, después de tres mandatos presidenciales federalistas con Washington y Adams, llevó al Congreso a aprobar algunas leyes, como el Alien Act y el Sedition Act, consideradas por la oposición contrarias a la Constitución. En este clima, acompañado por la vigente tensión entre federalismo y confederalismo, el Presidente saliente Adams, tras haber perdido las elecciones pero antes de ceder el testigo a Jefferson, nombró a los famosos “jueces de medianoche” –los nombramientos judiciales que el presidente efectuaba justo antes de que finalizara su mandato– y entre ellos al juez de condado Marbury, además de su secretario de Estado Marshall a la presidencia de la Corte Suprema. Algunos de los decretos de nombramiento no llegaron a tiempo y el nuevo secretario de Estado, Madison, atendiendo a la orden del nuevo presidente no los envió. Al cabo de unos meses, algunos de estos jueces recurrieron ante la Corte Suprema pidiéndole que obligara a Madison a notificar los nombramientos, en virtud del Judiciary Act. Las circunstancias políticas marcan toda la dinámica del caso Marbury: considérese, por ejemplo, que Marshall participó en el juicio como Chief Justice de la Corte Suprema aún habiéndose ocupado de la cuestión como anterior Secretario de Estado o que Batterson, uno de los componentes de la Corte, había sido el ponente de la ley (el Judiciary Act ) declarada inconstitucional y, sin embargo, se abstuvo de presentar una dissenting opinión. En efecto, en estos acontecimientos se vislumbra la intención de contener los primeros síntomas de evolución del sistema constitucional en sentido presidencialista, agudizados por la fuerte personalidad y el consistente apoyo electoral de Jefferson. Para justificar que el Jefe del Estado y las asambleas representativas no debían mantener un control y un dominio absolutos sobre el Estado era necesario que los legislativo puede cambiarla cuando le plazca) no es en absoluto revolucionario en cuanto ya presente en la jurisprudencia anterior. Así pues, la innovación aportada por la celebérrima sentencia habría sido “de método y no de ideas” y posteriormente habría satisfecho la “exigencia de «inventar una tradición» desde que la Corte Suprema advirtió la necesidad de justificar su jurisprudencia”. En todo caso, esto no excluye, si acaso el contrario, el carácter político de las circunstancias de cristalización del control de constitucionalidad: “como federalista moderado, para Marshall era importante no enfrentarse con los Republicanos; sin embargo, deseba asestarles un golpe y así intentó hacerlo sin poner en riesgo la autoridad de la Corte” (Barbisan 2008: 182, 238 y 242). 349 Roger Campione ciudadanos aceptaran la idea –y con habilidad buscó tal consenso Marshall en la sentencia– de que si no se contemplaba la sumisión de las leyes ordinarias al control judicial de legitimidad, éstas podrían derogar la Constitución (Grossi 2002: 434-442). Y, por supuesto, está impregnado ideológica y políticamente el debate teórico que acompaña el surgimiento de la justicia constitucional en Europa y que tiene como protagonistas a Hans Kelsen, el “padre” del Tribunal Constitucional austriaco y más en general del control de constitucionalidad concentrado, y Carl Schmitt5. Las discrepancias arrancan de la distinción entre función “política” y función “judicial”: para Schmitt los tribunales que ejercen la jurisdicción civil, penal o administrativa no pueden ser “guardianes” de la Constitución en sentido estricto, pues el control de constitucionalidad es un acto político y el centro de gravedad de la decisión política ha de quedar reservado a la legislación (Schmitt 1981: 27, 40)6. Para Kelsen, en cambio, no hay tal incompatibilidad entre las dos funciones porque la jurisdicción tiene una condición política, tanto más marcada cuanto más amplio sea el poder discrecional que la legislación le deja. Ahora bien, desde este punto de vista un tribunal constitucional tiene un carácter político mucho más perceptible que los demás tribunales pero, de todos modos, las diferencias entre la actividad legislativa y la jurisdiccional son, en términos de dimensión política, puramente cuantitativas. De ahí que, según Kelsen, se acabe desmoronando la argumentación conforme a la cual el control de constitucionalidad no sería un acto de jurisdicción debido a su carácter político. Para el autor de la Teoría pura la doctrina schmittiana proviene del sistema ideológico de la monarquía constitucional, para el que la decisión judicial es subsumida mediante una operación lógico-deductiva: aquí, el juez no debe ser consciente del poder que la ley le otorga y debe considerarse a sí mismo como un simple autómata que 5. Se acaba de editar en España la polémica entre Schmitt y Kelsen (Schmitt, C/Kelsen, H. 2009). 6. Según el editor de la obra, “no se le escapaba a la inteligencia política de Schmitt el hecho de que otorgar a la magistratura alemana la función de guardián de la Constitución habría conllevado en la situación concreta de la república de Weimar un continuo y contradictorio condicionamiento por parte de los partidos políticos, que de hecho desgarraban el Estado y el tejido social” (Caracciolo 1981: XIX). 350 La génesis de un juez de las leyes no crea sino halla el derecho ya plasmado en la norma. En resumidas cuentas, la de Schmitt sería una tesis que refleja “la típica mezcla entre teoría del derecho y política del derecho” (Kelsen 1981: 249-256). En el fondo de la diatriba, sin embargo, reposa una divergencia que para ninguno de los dos está exenta de inclinaciones ideológicas, pues tampoco la postura de Kelsen es descriptiva en el sentido por él pretendido en el ámbito de la ciencia del derecho, empezando por la tesis de la necesidad de que exista un control de constitucionalidad (Troper 1995: 309). Para Kelsen la “función política de la Constitución es la de poner límites jurídicos al ejercicio del poder y garantía de la constitución significa que estos límites no serán sobrepasados”. Por esta razón, la tarea de anular los actos inconstitucionales debe ser confiada a un órgano distinto e independiente de cualquier otra autoridad estatal. Y si se quiere circunscribir el poder de los tribunales y, por tanto, su carácter político, hay que limitar lo más posible su ámbito de discrecionalidad. En este sentido, la diferencia entre un tribunal constitucional y un tribunal ordinario es que el segundo produce tan sólo normas individuales mientras que el primero no produce sino anula una norma general; actúa, según la expresión kelseniana, como un “legilador negativo” (Kelsen 1981: 232)7. En cambio, basándose en la distinción entre Constitución (Verfassung) y ley constitucional (Verfassungesetz), Schmitt entiende la Constitución como expresión de la unidad homogénea del pueblo, un acto político consciente que trasciende los intereses particulares y decide sobre el modo y la forma de la unidad política (Schmitt 1989: 7. Se mueve en esta línea el propio Tribunal Constitucional italiano en la sentencia n. 13/1960: “en los casos en que la cuestión de inconstitucionalidad se plantea en relación con una controversia concerniente a sujetos particulares, el órgano jurisdiccional competente para resolverla conserva el poder de decidir sobre todas las demás cuestiones y también el de valorar la relevancia de la cuestión de inconstitucionalidad respecto de tal controversia; en cambio, el Tribunal [Constitucional] está llamado a resolver la cuestión de legitimidad prescindiendo de sus relaciones con la controversia principal e incluso de sus posteriores efectos procesales (extinción del juicio por renuncia aceptada, fallecimiento del imputado, etc.). Su decisión, al afectar a la norma en sí, atañe no tanto a la interpretación y a la aplicación sino a la verificación de la validez de las normas del ordenamiento y, cuando declara su inconstitucionalidad, tiene –como es sabido– eficacia erga omnes”. Zagrebelsky destaca que la justicia constitucional es una función de la república, entendiendo por república una forma de organización de la vida colectiva, y la legislación es una función de la democracia, entendiendo por democracia una concepción del gobierno. Fijado este principio, deduce que la legislación es función de algo sobre lo cual “se vota” mientras que la justicia constitucional es función de algo sobre lo cual “no se vota” (Zagrebelsky 2006). 351 Roger Campione 21): la “constitución vigente del Reich –escribe Schmitt– se ciñe a la idea democrática de la unidad homogénea, indivisible de todo el pueblo alemán, que se ha dado por sí mismo esta constitución, en virtud de su poder constituyente, a través de una decisión política positiva, es decir, mediante un acto unilateral” (Schmitt 1981: 98). Sin embargo, para el jurista alemán, existe un factor de degeneración en la constitución de Weimar representado por el carácter pluralista del Estado. Más allá de la estructura federal, se trata del desarrollo de una variedad de grupos sociales estructurados, partidos políticos y otras organizaciones, que representan intereses contrastantes y, con sus métodos de negociación, transforman el Estado en una formación pluralista donde “el Parlamento se reduce a un escenario de luchas y repartición que ya no garantiza la unidad de la voluntad del pueblo” (Herrera 1994: 211). De forma directa, Schmitt se refiere a Kelsen cuando afirma que en “la literatura teorética ya se ha proclamado con mucha superficialidad teórico-constitucional la tesis de que el Estado parlamentar es fundamentalmente, en su esencia, un compromiso” (Schmitt 1981: 99). Precisamente este concepto unitario de la voluntad de un pueblo, este traspaso al “Estado total” schmittiano del siglo XX, en el que desaparece la contraposición entre Estado y sociedad en virtud de esa homogeneidad, se manifiesta incompatible con el relativismo liberal-democrático kelseniano. En este sentido, para Kelsen, hablar de un poder unitario de todo el pueblo serviría para ocultar el pluralismo político y los conflictos de clase que atraviesan las sociedades (Ferrajoli 2003: 237). Si para Schmitt el formalismo de Kelsen no distingue entre normas jurídicas y existencia política del Estado, entre Constitución y ley constitucional, creando una ficción monista típica del horizonte metafísico del liberalismo, para Kelsen es el “Estado total” de Schmitt, contrapuesto al “sistema pluralista”, el que está basado en la ficción de un interés común del pueblo que enmascara la real contraposición de intereses 352 La génesis de un juez de las leyes presente en la sociedad. De hecho, incluso la decisión de un tribunal, y en particular de un “guardián de la constitución”, sirve positivamente para sacar a la luz la “situación efectiva de los intereses” (Kelsen 1981: 260). Para Kelsen, la que califica el actual como “Estado total” no sería sino una ideología burguesa que afirma una unidad entre Estado y sociedad que no existe y que esconde la situación de oposición violenta que enfrenta gran parte del proletariado con el Estado legislativo de la democracia parlamentaria. Y no es casual que Kelsen acuda a argumentos marxistas para ahondar en la crítica recordando que un Estado cuyo ordenamiento jurídico garantiza la propiedad privada de los medios de producción no puede ser “total” porque deja la que quizá sea su función más importante a un sector distinto del Estado (Kelsen 1981: 264-265). La disparidad de visión acerca de la configuración del Estado repercute en el papel del control de constitucionalidad: lo que para Schmitt representa el problema en las controversias constitucionales –el carácter pluralista del Estado, que impide la defensa unitaria de la Constitución– para Kelsen encarna una dimensión esencial de la democracia, es decir, el constante compromiso entre los grupos representados en el Parlamento, y la garantía de la fuerza normativa de la propia Constitución8. Si se siguiera la línea kelseniana, en opinión de Schmitt, la Constitución dejaría de ser considerada como decisión política del pueblo unido; los llamados órganos del Estado podrían considerar sus atribuciones como si se tratara de derechos subjetivos y, por ende, la formación de la voluntad estatal se convertiría sustancialmente en el resultado de una transacción. La “homogénea, indivisible unidad de todo el pueblo alemán”, proclamada en el Preámbulo de la Constitución de Weimar, es el argumento principal que sustenta la tesis schmittiana del presidente del Reich como “guardián de la constitución”9. La 8 Escribía Kelsen en 1928 que una “Constitución que carece de la garantía de la anulabilidad de los actos inconstitucionales no es plenamente obligatoria” (Kelsen 1928: 197). 9. “Si se asume que la constitución de Weimar significa una decisión política del pueblo alemán unido como titular del poder constituyente y que en virtud de esta decisión el Reich alemán es una democracia constitucional, entonces a la cuestión del guardián de la constitución se puede contestar de modo distinto que con formas jurisdiccionales ficticias” (Schmitt 1981: 109); Kelsen 1981: 274. 353 Roger Campione teoría del presidente como defensor de la Constitución es justificada, desde el punto de vista legal, con una interpretación extensiva de las atribuciones del Jefe del Estado contempladas en el segundo apartado del art. 48 de la Constitución10; desde el punto de vista histórico, se apoya en la inestabilidad del Parlamento de Weimar que, paralizado por las luchas partidistas, se muestra incapaz de garantizar la unidad del pueblo alemán; y, desde el punto de vista teórico, acude a la doctrina del povoir neutre, intermédiaire et régulateur, desarrollada en el siglo XIX por Benjamin Constant, para ilustrar un poder que no está por encima sino al lado de los demás poderes constitucionales y cuya tarea es la de garantizar el funcionamiento de los distintos poderes y defender la constitución (Herrera 1994: 213). Para Schmitt es el Jefe del Estado quien “representa la continuidad y la permanencia de la unidad estatal y de su funcionamiento unitario” (Schmitt 1981: 209). Y de nuevo Kelsen arroja el hachazo ideológico atacando la adaptación de la doctrina del “poder neutro” que, en la argumentación de Schmitt, sirve para encubrir el conflicto de clase que hay detrás de los intereses sociales y políticos contrapuestos. Además, anota Kelsen, no se precisa en qué consiste esa “unidad” que el presidente del Reich ha de preservar; por tanto, puede tratarse tan sólo de una aspiración política: de “concepto constitucional positivo, esta «unidad» se convierte en un ideal iusnaturalista” (Kelsen 1981: 288)11. El de las concepciones políticas es sin duda el terreno en el que se libra la batalla dialéctica entre Kelsen y Schmitt sobre el “guardián de la Constitución”, abonada por el contexto weimariano de los años veinte y la aparición de la alternativa bolchevique12. 10. En 1932 Schmitt tuvo ocasión de defender su tesis asistiendo como letrado al Presidente del Reich Hindenburg y al canciller von Papen, demandados por el destituido gobierno en funciones del Länder de Prusia, en un juicio ante el Tribunal constitucional alemán. Para los detalles, vid. Lombardi 2009: LXII-LXV. 11. Por otro lado, alega que los órganos jurisdiccionales son más neutrales e independientes que el jefe del Estado, manifestando cierta contradicción con su propia tesis inicial acerca del carácter político de la función judicial (Troper 2003: 327; Kelsen 1981: 278.) 12. Está en lo cierto Herrera cuando destaca que “no estamos tanto frente a una polémica de derecho constitucional como ante una discusión de teorías políticas” (Herrera 1994: 223). 354 La génesis de un juez de las leyes 2. El tránsito de la Corte Costituzionale por el proceso constituyente Sin embargo, en el seno de la Asamblea Constituyente italiana, el interés hacia el debate entre Kelsen y Schmitt e incluso hacia el modelo teórico kelseniano reflejado en las Constituciones de Austria y Checoslovaquia, es más bien escaso; tal vez, la propia institución de la Corte costituzionale no suscita un gran interés porque en el fondo no se comprende cabalmente su potencial innovador (Bonini 1996: 16; Rodotà 1999: 12; Pizzorusso 1981: 72)13. Aún así, el debate político y doctrinal se enciende durante las distintas fases del proceso constituyente y gira alrededor de tres cuestiones fundamentales (referidas básicamente al problema del control de constitucionalidad de las leyes), en realidad no escindibles, cuya separación artificial y analítica, sin embargo, puede favorecer una comprensión cabal de los términos del debate político14: a) la elección relativa a la existencia de la Corte, es decir, si debe ser instituido un órgano básicamente dotado de un poder de control de las leyes; b) en caso de respuesta afirmativa, el problema de si este órgano debe presentar un carácter técnico-jurisdiccional o políticolegislativo, es decir, la decisión relativa a su composición; c) el nudo concerniente a sus poderes y a la eficacia de sus decisiones, esto es, la configuración específica de sus mecanismos de funcionamiento y sus competencias. 2.a. ¿Corte sí o Corte no? La afirmación del modelo kelseniano en Europa en la época de entreguerras no impedirá el desmoronamiento del Estado liberal. Si ya después de la Primera Guerra Mundial la crisis del Estado parlamentario, con la utilización repetida por parte del ejecutivo del instrumento del decreto ley, llevaba a jueces 13. Por otra parte Calamandrei, en una obra de 1950, definirá “fundamental” el artículo de Kelsen sobre el guardián de la Constitución (Calamandrei 1950: XIX). 14. De hecho, Pizzorusso apunta que muchos elementos de confusión en el debate se debieron a que “la discusión acerca del an se desarrollaba al mismo tiempo que la discusión sobre el quomodo, así que los que se oponían al control replegaban con frecuencia hacia soluciones favorables a ello que, sin embargo, alteraban de manera profunda las concepciones de sus promotores originarios” (Pizzorusso 1981: 65). 355 Roger Campione (como el Fiscal General de la Corte di Cassazione Appiani) y a destacados políticos de la época (como el líder socialista Turati y el liberal Amendola) a advertir públicamente la exigencia de introducir en el ordenamiento un órgano de justicia constitucional15, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del régimen fascista, la discusión sobre la necesidad de una institución de garantía volverá a plantearse durante el intento de construcción del Estado democrático. Se va abriendo paso la exigencia de crear un dique estructural que haga más resistentes las instituciones frente a nuevos, eventuales, impulsos antidemocráticos. En 1945 el Ministerio para la Constituyente encarga a la Comisión Forti el estudio de la reorganización del Estado. Al principio, en su seno, se manifiestan dos actitudes hacia el tema del control de constitucionalidad; una dirigida a la tutela de los derechos de los ciudadanos y otra orientada a poner límites al poder legislativo. Se elige la segunda. Dentro de la Comisión Forti, se ocupa de forma específica del “Control constitucional de las leyes y las garantías de la Constitución” el II Comité de la I Subcomisión “Problemas constitucionales”, desde el 8 de enero al 2 de febrero de 1946, sobre la base de una Ponencia presentada por el jurista liberal Vincenzo Gueli, con la colaboración del Presidente de la Corte di Cassazione, Gaetano Azzariti y el Abogado Giovanni Selvaggi. En la Ponencia, tras un somero análisis comparativo entre los ordenamientos que incluyen formas de control de constitucionalidad (como Austria y Estados Unidos) y los contrarios a tal instrumento (como Francia), se manifiesta la preferencia por el modelo difuso americano. Esta tesis es sostenida, en particular, por Azzariti; sin embargo, ya desde la primera sesión de la Subcomisión Calamandrei plantea serias dudas hacia esta opción: los problemas principales se deben a la imposibilidad de confiar en la sensibilidad constitucional de una magistratura, sobre todo la superior, que encarnaba la continuidad con el 15. En realidad, estas tomas de posición no parecen representar un autentico precedente doctrinal en la tradición publicista italiana sobre el control de constitucionalidad. Se trataría, más bien, de utópicas ilusiones: solicitaban en 1925 la introducción de un control de legitimidad sobre los actos del poder ejecutivo y del Parlamento al mismo tiempo en que, con el giro fascistissimo, se aniquilaba la función del control legislativo (Bonini 1996: 29). 356 La génesis de un juez de las leyes ordenamiento anterior más que un elemento de ruptura con el régimen. Por tanto, la única vía, en opinión del jurista florentino, que finalmente recibió un apoyo transversal en la Subcomisión –en la segunda sesión se afirma de forma unánime la necesidad del juicio de constitucionalidad–, era la institución de una jurisdicción nueva y especial (Volpe 2006: 6). La Asamblea Constituyente, elegida el 2 de junio de 1946, será la encargada de escribir la nueva Constitución. La tarea de redactar el proyecto recae en la Comisión de los 75, representativa de todas las fuerzas políticas, y el debate específico sobre la Corte costituzionale inicia en la II Sección de la II Subcomisión el 13 de enero de 1947, a partir de tres ponencias presentadas por los diputados Piero Calamandrei, Giovanni Leone y Gennaro Patricolo16. Ninguna de ellas ponía en duda la institución de un Tribunal Constitucional pero los representantes de los distintos partidos –e incluso dentro de los mismos grupos– manifiestan discrepancias al respecto, hasta que el presidente de la Sección Conti se ve obligado, el día siguiente, a plantear la cuestión prejudicial acerca de la oportunidad de la propia institución. Del examen de la Subcomisión sale un proyecto de compromiso que representa el intento de compaginar los distintos equilibrios políticos. Al comienzo de los trabajos de la Comisión de los 75, se muestran favorables a la institución de la Corte como garantía suprema del régimen democrático parlamentario sobre todo los pequeños partidos laicos, como el Partido de acción y el Partido republicano. También la Democracia cristiana lo ve con buenos ojos, para defender la Constitución de los abusos de los poderes públicos y los partidos (sin un Tribunal Constitucional la Constitución sería como una casa sin tejado, dirá Giorgio La Pira) y porque los democristianos localizan en el Tribunal Constitucional la “barrera extrema” contra la violencia revolucionaria del movimiento obrero. Aunque no faltan voces discordantes dentro 16. Cfr. Atti della Commissione per la Costituzione, II, pp. 200 y siguientes. Comparada con las otras dos, no considera relevante ni significativa la ponencia de Patricolo, por ser muy genérica y sintética, Volpe 2006: 10. Señala el papel predominante representado por las intervenciones de Calamandrei en la Subcomisión Pizzorusso 1981: 70. 357 Roger Campione del partido, como la de Gaspare Ambrosini, futuro presidente de la Corte, quien recuerda como en el caso de la Constitución de Weimar las garantías constitucionales no han dado buenos resultados de cara a la defensa de las instituciones democráticas. Por su parte, tanto en la Comisión como en la discusión en el seno de la Asamblea Constituyente, los grandes partidos de izquierdas, el Partido comunista y el Partido socialista, declaran abiertamente su desconfianza y escepticismo ante el nuevo órgano sobre el que se debate. La suspicacia deriva del temor de minar el principio de legitimación popular del poder y, por tanto, la supremacía del Parlamento; además, Palmiro Togliatti, que define la planeada Corte una “extravagancia”, declara que semejante instrumento podría constituir un freno para el empuje innovador de la clase trabajadora que busca la emancipación a través de una profunda transformación de las estructuras económicas, políticas y sociales17. En definitiva, la introducción de la Corte representaría un atentado a la soberanía democrática del sistema parlamentario y constituiría un peligro para la convivencia social. También se muestran contrarios al control de constitucionalidad los representantes más destacados del liberalismo pre-fascista, como Francescdo Saverio Nitti o Vittorio Emanuele Orlando, por considerar incompatible con en el Estado de derecho la extraña mezcolanza de jueces y políticos, mientras que Luigi Einaudi, posteriormente elegido Presidente de la República (el primero elegido bajo la vigencia de la Constitución de 1948), desde el principio expresa su conformidad con el modelo estadounidense “difuso” del judicial review confiado a los jueces ordinarios (un aspecto que remite a este modelo confluirá en el proyecto de la Comisión a través de la conexión del juicio de constitucionalidad con el juicio y el juez a quibus). 17. Togliatti, que ya se había declarado radicalmente contrario a la institución de un Tribunal Constitucional ante el quinto Congreso Nacional del Partido Comunista Italiano el 29 de diciembre de 1945, se pregunta de dónde sacarían estos jueces la legitimidad para juzgar el sistema parlamentario si no habían sido elegidos por el pueblo y también Nenni, líder del Partido socialista, subraya como por muy ilustres que sean estos hombres, el hecho de no ser elegidos por parte del pueblo impide que tengan el derecho de enjuiciar los actos del Parlamento (Palmiro Togliatti en la sesión de la Asamblea Constituyente del 11 de marzo de 1947 y Pietro Nenni en la sesión del 10 de marzo de 1947, en La Costituzione della Repubblica nei lavori preparatori dell’Assemblea Costituente, vol. VIII, Roma, Cámara de los Diputados, 1971, pp. 330 y 305; cfr. Rodotà 1999: 9; Ferioli 2007: 272). 358 La génesis de un juez de las leyes En cualquier caso, como se recordaba antes, en el curso de las discusiones sobre el proyecto de Constitución no se vive con particular pasión la temática relativa a la Corte. Finalmente los comunistas y los socialistas no se oponen a condición de mantener la designación parlamentaria de todos los jueces de la Corte. El punto en que se registra una amplia convergencia es el de no confiar la vigilancia sobre las normas y los principios constitucionales a los jueces ordinarios y administrativos, formados en su mayoría durante el fascismo y, por tanto, sospechosos de escasa sensibilidad hacia los nuevos valores constitucionales, con el riesgo consiguiente de que se mantuvieran vigentes las normas fascistas y pre-fascistas. Prueba del fundamento de la sospecha lo encontramos en varios ejemplos judiciales que se dieron entre la entrada en vigor del nuevo ordenamiento constitucional y el comienzo efectivo de la actividad de la Corte costituzionale, es decir, entre 1948 y 1956, así como en el argumento jurídico de la distinción entre normas constitucionales “programáticas” y “preceptivas” (rechazado con decisión por la Corte costituzionale en su primera sentencia, la n.1 de 1956), utilizado para no aplicar la nueva Constitución18. En esta fase, la demora en la puesta en marcha de un tribunal constitucional se debió a que el desacuerdo político y la poca disposición de algunas partes a la activación de la Corte provocaron la introducción de enmiendas y propuestas dilatorias que remitían a leyes de actuación para su puesta en funcionamiento y que implantaron un régimen transitorio de control difuso. El aplazamiento de la Corte estuvo ligado a la situación de “democracia bloqueada” producida por el estallido de la Guerra Fría en 1947 (Pizzorusso 2007: 141-142). A la ruptura de la coalición entre democristianos, comunistas y socialistas le sigue la quiebra de la unidad sindical y, en 1949, la entrada de Italia en la OTAN, agudizando el proceso de polarización política. La perspectivas, entonces, varían: el Gobierno empieza a considerar útil el mantenimiento de las leyes 18. Sólo para poner un par de ejemplos, en 1953 la Corte di Cassazione estimó compatible con el principio de igualdad establecido en el art. 3 de la Constitución y con el de igualdad entre sexos en el acceso a los cargos públicos contenida en el art. 51 de la Constitución la normativa que limitaba el desempeño de la profesión de juez a los ciudadanos varones; y el Consejo de Estado consideró legítimas en varias ocasiones las normas que permitían el despido automático de las trabajadoras que se casaban (Celotto 2004: 44-45). 359 Roger Campione que refuerzan sus poderes, aunque provengan del período fascista. Activar un tribunal constitucional significaría arriesgarse a anularlas. Por el otro lado, también la izquierda cambia de actitud y comienza a ver con buenos ojos la instauración de un juez constitucional capaz de imponer al Gobierno y al Parlamento el respeto de las normas constitucionales. Este conflicto político es lo que provoca la “hibernación” de la Corte costituzionale hasta la primavera de 1956, y el intento inmediato del Gobierno, en la primera sentencia, de limitar su poder a las leyes sucesivas a la Constitución (Rodotà 1999: 19-20). 2.b. ¿Órgano técnico o político? Durante el proceso constituyente se nota la profunda preocupación por compaginar los aspectos indudablemente políticos del nuevo órgano con su función jurisdiccional; el complejo debate vivido en las diversas fases del proceso muestra la laboriosa afirmación de este “tercer incómodo” entre el poder legislativo y el judicial (Bonini 1996: 10). De ahí la relevancia del tema relativo a su composición, un tema que terminará absorbiendo todos los demás y se convertirá en la cuestión dominante del debate. Una vez resuelta la duda sobre la oportunidad de instituir una jurisdicción constitucional, el mecanismo de designación de sus miembros configurará el carácter técnico o político del órgano. Y el debate alrededor de la composición de la Corte es donde se manifiesta con mayor evidencia la contraposición entre quienes pretenden un órgano legislativo y quienes desean uno jurisdiccional. En la Comisión Forti se aprueba por una escasa mayoría una fórmula según la cual este tribunal será constituido tan sólo por miembros elegidos por la Corte di Cassazione entre sus propios magistrados y, en una proporción gradualmente menor, por el Consejo de Estado, el Tribunal de cuentas, las Facultades de Derecho y los Colegios de abogados. En la ponencia presentada ante la Subcomisión, Calamandrei proponía que la Corte estuviera compuesta por una mitad 360 La génesis de un juez de las leyes de magistrados de la Cassazione elegidos por los jueces y, por la otra, de profesores de derecho o abogados elegidos por la Cámara de los Diputados, y por un presidente primero más tres presidentes de sección nombrados por el Presidente de la República. Leone, por su parte, en su ponencia planteaba un Tribunal de justicia constitucional compuesto por un presidente, ocho miembros titulares y cuatro suplentes, elegidos por el Parlamento reunido e integrado con delegados regionales, de modo tal que al menos tres miembros fueran seleccionados entre jueces de la Corte di Cassazione y dos entre profesores de universidad; más un fiscal elegido por el Parlamento. Insistía también en el carácter jurisdiccional de la Corte pero sin incluirla en el poder judicial, subrayando que era preferible una institución colocada fuera de los tres poderes tradicionales. Finalmente, Patricolo preveía un Tribunal constitucional supremo compuesto por quince miembros (un presidente, dos vicepresidentes y doce consejeros) de los cuales cinco magistrados –tres de Casación, dos del Consejo de Estado y uno del Tribunal de cuentas–, cinco profesores de materias jurídicas y cinco abogados, más un fiscal. Las tres ponencias daban por descontada la naturaleza jurisdiccional del nuevo órgano especial, pero los representantes de los distintos partidos no eran todos de la misma opinión. Aún así, desde el principio aparece una perspectiva distinta de la vista en la Comisión Forti, más orientada hacia la vertiente político-constitucional que jurisdiccional19. Como cabía esperar, en la Comisión de los 75 la reacción de quien es contrario a la institución de la Corte afecta también a este punto. Einaudi, por ejemplo, argumenta su rechazo al órgano propuesto alegando que un tribunal nombrado por el Parlamento no podría garantizar la tecnicidad jurídica del juicio de constitucionalidad, que sólo los jueces ordinarios pueden asegurar. Pero la mayoría de las fuerzas políticas, incluso de orientación opuesta, desestima la propuesta y co19. Según el democristiano Cappi, futuro presidente de la Corte, la institución del nuevo órgano es una directa consecuencia de la adopción de una Constitución rígida; por ello, debería tratarse de un órgano político además de técnico (vid. Bonini 1996: 36). Calamandrei también subraya que el control de constitucionalidad está ligado a la rigidez de la Constitución. 361 Roger Campione incide, en las palabras del comunista Laconi, en otorgar a la Corte un “alto valor político” (Volpe 2006: 15). El proyecto que sale de la Subcomisión es una señal de los mutados equilibrios políticos a juzgar por la composición mixta de la Corte que tal vez sea la novedad más relevante con respecto a la Comisión Forti. Así, la propuesta de la Comisión de los 75 a la Asamblea Constituyente otorga al Parlamento la competencia para elegir todos los jueces de la Corte (mitad magistrados, un cuarto entre docentes y abogados, y un cuarto entre ciudadanos elegibles para cargos públicos). En este proyecto se ven reforzadas, respecto a la Comisión Forti, las prerrogativas del poder legislativo. (después, la exacta identificación de los componentes institucionales llamados a elegir los jueces será debatida y revisada por la Asamblea). En realidad, tanto en la Comisión como en la Asamblea Constituyente, el mayor contraste es el papel que este nuevo organismo cumple respecto a los demás órganos del Estado. Y la batalla sobre la composición y el nombramiento de los jueces terminará siendo la más áspera, hasta el punto de que acabará marginando cualquier otro tema. De hecho, ya desde los trabajos de la Comisión de los 75, ante el caótico y abigarrado escenario político, se hace amplio uso de la remisión a leyes posteriores para la composición y el funcionamiento de la Corte. Una vez rechazado el modelo del judicial review por el recelo hacia la magistratura de la época, entre los Constituyentes tampoco encontraron éxito las tendencias a dibujar la Corte como una especie de tercera Cámara política contrapuesta a los partidos y a las mayorías parlamentarias. La postura de los exponentes democristianos y liberales, que manifestaban explícitamente la exigencia de que la Corte fuera un órgano técnico y no político, se decanta por su naturaleza jurisdiccional. Los conservadores apostaban por la presencia de técnicos –magistrados elegidos por magistrados– de cara a una mayor estabilidad del sistema. En cambio, las fuerzas de izquierdas querían que todos los jueces, entre los cuales debían estar incluidos no-técnicos, fueran nombrados por el Parlamento. 362 La génesis de un juez de las leyes En la Asamblea Constituyente, en la sesión del 28 de noviembre de 1947, La Pira afirma que, en aplicación del principio de la división de poderes, la Corte no puede ser generada por el poder legislativo pues su cometido es controlarlo y, por tanto, el nuevo órgano debería mantenerse lo más posible en el ámbito jurisdiccional. También es rechazada una cuestión prejudicial planteada por los socialistas y dirigida a otorgar al Parlamento la elección de los jueces; de este modo se daba un vuelco al principio aceptado en la Comisión de los 75, que la izquierda consideraba esencial, y que había representado la bóveda del compromiso político. Cuando se llega a debatir el art. 127 del proyecto de Constitución, que disciplina la composición de la Corte, es patente el endurecimiento de la contraposición política. En los tensos debates de la Constituyente sobre la composición y la naturaleza del Tribunal Constitucional se mide la alta temperatura del conflicto ideológico en proximidad de las elecciones generales. En la sesión siguiente, el 2 de diciembre, se perfila la solución que la Asamblea aprobará –un Tribunal Constitucional compuesto por quince jueces de los cuales cinco elegidos por el Parlamento reunido, cinco por las supremas magistraturas ordinarias y administrativas y cinco por el Presidente de la República– pese a los intentos de las fuerzas de izquierdas que pretendían potenciar el papel de las Asambleas20. Finalmente, la solución adoptada por los constituyentes representa un compromiso entre el modelo político y el jurisdiccional, aunque formalmente parece prevalecer el segundo (si bien ya se ha visto que muy pronto, en la Sentencia n. 13 de 1960, la misma Corte lo negará). A las evidentes características propias de un órgano técnico se acompañan aspectos políticos expresados en la construcción de un órgano concentrado de derivación parcialmente parlamentaria. En la misma sesión del 2 de diciembre se aprueba la remisión a la ley ordinaria en lo referente a la composición de la Corte. 20 El ambiente políticamente conflictivo en el que se gesta la cuestión provoca que entre las fechas de las dos sesiones hubo que suspender la discusión porque, a raíz del rechazo de la propuesta socialista, vino a faltar el número legal en repetidas ocasiones (cfr. Volpe 2006: 20-21). 363 Roger Campione Tras la entrada en vigor de la Constitución, la primera cuestión política debatida en el Parlamento es la forma de elegir a los cinco jueces de su competencia. El Senado había optado por la representación proporcional de los grupos parlamentarios pero en la Cámara de los diputados, durante la sesión plenaria, se presentan dos enmiendas (una del democristiano Riccio, otra del liberal Martino y el social-democrático Rossi) dirigidas a reservar todos los jueces a la mayoría parlamentaria. Las razones técnicas aducidas, sosteniendo que si la Corte es un órgano jurisdiccional no tiene sentido distinguir mayoría y minoría, son muy endebles; es el anciano líder democristiano Luigi Sturzo quien aclara explícitamente los verdaderos motivos de tales propuestas, explicando la necesidad absoluta de evitar acuerdos con el partido comunista que, dadas sus relaciones internacionales, no tiene derecho a participar en la administración del Estado. Los partidos laicos menores no comparten la postura de la Democracia cristiana y finalmente prevalece la previsión de mayorías cualificadas para la elección de los jueces constitucionales: tres quintas partes de los componentes del Parlamento reunido en el primer escrutinio y los tres quintos de los votantes a partir del segundo. Pasan más años antes de que las fuerzas políticas alcanzaran un acuerdo para la elección parlamentaria de los jueces constitucionales. Ya casi dos, desde marzo de 1951 hasta febrero de 1953, dura la discusión relativa a las relaciones entre el Gobierno y el Presidente de la República acerca del nombramiento de los jueces que éste ha de designar. La Democracia cristiana propone que el poder efectivo de elección de tales jueces recaiga en el Primer Ministro o el Ministro de Justicia. Con tan sólo el apoyo del Partido social-democrático consigue que la propuesta se apruebe en la Cámara pero el debate en el Senado y la nueva discusión en la Cámara conducen a la eliminación de la propuesta ministerial. Una vez superados estos obstáculos formales, en octubre de 1953 arranca la querelle sobre la composición de la Corte. La Democracia cristiana veta al candidato designado por el 364 La génesis de un juez de las leyes Partido comunista, Vezio Crisafulli y las votaciones se repiten durante dos años, hasta noviembre de 1955. Finalmente, tras muchas negociaciones, se llega a una solución de compromiso en la que el Partido comunista renuncia a Crisafulli e indica a Nicola Jaeger que, durante su mandato, se alineará frecuentemente con los conservadores pese a ser considerado de izquierdas (Rodotà 1999: 20-25)21. Crisafulli será nombrado magistrado constitucional por el Presidente de la República, Giuseppe Saragat, muchos años después, en 1968, cuando cambió su postura política (Pizzorusso 2007: 136). 2.c. Las competencias Los constituyentes dedicaron mucho tiempo a discutir la alternativa entre la Corte como órgano legislativo o como órgano jurisdiccional sin tener del todo claro que el carácter jurisdiccional o legislativo de la Corte derivaba principalmente de la decisión acerca del modo en qué se le iban a someter las cuestiones, es decir, de la elección entre el modelo del judicial review y la Verfassungsgerichtsbarkeit (Pizzorusso 1981: 75). Cuando, al comienzo de los trabajos constituyentes, se opta desde un principio por un control de legitimidad que marque los límites del poder legislativo frente a la tutela de los derechos de los ciudadanos, a continuación se propone un mecanismo de activación del control impulsado por la iniciativa popular en un plazo sucesivo a la aprobación de la ley de la que se pide la anulación por contradecir la Constitución. Además, la nueva Constitución introduce una importante novedad en el ordenamiento desde el punto de vista de la configuración territorial, pues otorga una parte de las competencias a las Regiones. Obviamente, esta novedosa articulación precisa de algún dispositivo capacitado para regular los eventuales 21. Conforme a los plazos establecidos en la Ley 87/1953 a este respecto la Corte debería haberse reunido por primera vez en mayo de 1953: los nombramientos a cargo de las magistraturas suprema tenía que realizarse en el plazo de un mes desde la publicación y los de competencia del Parlamento en el plazo de cuarenta y cinco días. Mientras que los primeros fueron llevados a cabo con mucha celeridad, los segundos no corrieron la misma suerte. En la primera sesión de las Cámaras reunidas, el clima político impedía el logro de las mayorías cualificadas requeridas (Ferioli 2007: 274-275). 365 Roger Campione conflictos que pueden surgir entre el Estado y las Regiones. Ya desde la Comisión Forti se va delineando un modelo orgánico de control concentrado y de tipo “político” en el sentido de otorgar a la institución no sólo una facultad de control legislativo sino también la condición de sujeto regulador de los conflictos entre poderes y de sus abusos. Una cuestión que se plantea desde el principio es la eficacia de las decisiones del juez de las leyes, es decir, si han de tener una eficacia limitada a la controversia de la que surgen de manera incidental o si, en cambio, deberían tener efectos erga omnes y ex tunc. Aunque en un primer momento se vota el principio del efecto limitado al caso, conforme al modelo americano, las deliberaciones siguientes van hacia la segunda hipótesis22. En la última sesión se aprueba una Resolución que ilustra el camino emprendido, cercano al modelo austriaco y muy distante del americano: las leyes pueden ser impugnadas por inconstitucionalidad. Un órgano ad hoc se encargará de los jucios. Cualquier ciudadano puede plantear el recurso, dentro de un plazo desde la publicación de la ley. La ley anulada es como si no hubiera existido nunca23. En las ponencias presentadas ante la Subcomisión, Calamandrei, además de prever un doble control de constitucionalidad de las leyes –incidental, ejercido de modo “difuso” por los jueces ordinarios (con posibilidad, en última instancia, de recurrir a la Corte costituzionale), con eficacia limitada al caso concreto, y principal, ejercido por el nuevo Tribunal Constitucional en sesión plenaria, con eficacia general y abstracta– y la competencia de la Corte para juzgar los conflictos entre Estado y Regiones y entre los poderes del Estado, proponía que este órgano también tuviera poderes de vigilancia sobre los partidos políticos y la prensa, además de la competencia para juzgar los delitos presidenciales y de los ministros. Las decisio22 Se establece que si la cuestión no es planteada por la vía incidental, sino como objeto autónomo, la decisión tiene eficacia general. Se trataría del primer e incoherente compromiso entre dos modelos, que anticipa el fluctuante camino seguido en todo el proceso constituyente (Bonini 1996: 19). 23 Como afirmó Sorrentino, “una ley inconstitucional, en realidad, no es una ley y por tanto no se puede hablar en ningún caso de su derogación” (D’Alessio 1980: 190). 366 La génesis de un juez de las leyes nes de inconstitucionalidad adoptadas por la Corte debían ser remitidas al Parlamento que optaría bien por la modificación de la ley inconstitucional, bien por la revisión constitucional de la ley impugnada al fin de recobrar la legitimidad. Leone, por su parte, proponía que la acción de inconstitucionalidad pudiera ser planteada en vía incidental por algunos órganos constitucionales (el Presidente de la República, el Presidente del Gobierno, los ministros, el Gobierno, el Presidente de una Junta regional, un Consejo regional, el fiscal de la Corte, un órgano del poder judicial) y por los ciudadanos o las entidades que tuvieran un interés legítimo para recurrir, para satisfacer una exigencia del principio democrático y para desvincular la tutela de los derechos de la valoración de un órgano que podría sacrificarlos si no ejerciera el poder de iniciativa (Bonini 1996: 23). Va más allá de Calamandrei al afirmar la entrada en vigor inmediata de la declaración de nulidad de la ley. Finalmente, para Patricolo, el control podía ser activado de oficio o a petición de un miembro Gobierno, de un diputado, del poder judicial, de una Región o de quinientos ciudadanos, y las decisiones tendrían eficacia erga omnes24. En todo caso, ya antes de la presentación de las tres ponencias, la Subcomisión había sentado ciertos principios relativos a la función de la Corte como sujeto encargado de dirimir los conflictos entre el Estado y las Regiones, según el modelo austriaco, atribuyendo la facultad de recurrir también al Gobierno, por motivos de inconstitucionalidad o incompetencia regional. Además de su naturaleza de compromiso entre el carácter legislativo y el jurisdiccional, los trabajos, en esta fase del proceso constituyente, parecen haber logrado cierto grado de resolución en lo referente a las competencias: control de las leyes, conflictos de poderes entre determinados sujetos y órganos, juicios sobre la responsabilidad penal del Presidente de la República y de los ministros25. La declaración de inconstitu24. El modelo de Patricolo es tildado como “extravagante” por Ferioli (Ferioli 2007: 271). Según la propuesta el Tribunal Constitucional, además, habría enjuiciado la responsabilidad política y penal del Jefe del Estado y de no especificados “altos cargos del Estado”, los conflictos entre poderes y entre el Estado y las Regiones, y también debería haberse encargado de la tutela del “orden interno del Estado en caso de carencia del poder ejecutivo”. 25. En concreto, el control en vía incidental se aprobó en la Comisión sin problemas; sin embargo, la acción en vía principal fue muy debatida ya que una parte (básicamente de centro-derecha) abogaba por conceder la 367 Roger Campione cionalidad adquiere el efecto de suspender la eficacia de la ley hasta la derogación o revisión parlamentaria. Cuando, el 28 de noviembre de 1947, se aprueba en la Asamblea Constituyente –tras la presentación de una nueva enmienda dirigida a suprimir toda la sección relativa a la Corte costituzionale– el art. 126 del proyecto de Constitución, que luego se transfundirá en el definitivo art. 134, las funciones de la Corte están definidas en el sentido descrito. No tan definitivas, sin embargo, resultan las propuestas relativas a las modalidades y los términos del acceso a la Corte. El paso de la Subcomisión a la Comisión de los 75 provoca ciertas modificaciones significativas en relación con el acceso a la Corte que producen una mayor amplitud del juicio incidental y un margen menor para el recurso en vía principal: el primero, por un lado, pierde la previsión del plazo de dos años desde la entrada en vigor de la ley para ser impugnada y la valoración, también prevista en el proyecto de la Subcomisión, por parte del juez a quo de la “correlación” (pertinenza) del caso concreto con el vicio de inconstitucionalidad; por otro lado, desaparece del segundo la impugnación directa por parte del ciudadano. Varía también el efecto de la declaración de inconstitucionalidad que ya no conlleva sólo la suspensión vista antes sino la cesación de eficacia de la ley. En el clima de creciente tensión debida a la actualidad política, más que a los temas constitucionales, y atestiguada también por la dificultad de alcanzar en varias ocasiones el número legal en la Asamblea Constituyente, el 2 de diciembre de 1947 se aprueba la famosa enmienda del social-democrático Arata que remite a la ley ordinaria (el Comité de redacción reformulará la previsión introduciendo la naturaleza constitucional de tal normativa) la disciplina del acceso (y también se aprobará en la misma sesión la remisión a la ley ordinaria de posibilidad de impugnar las leyes a la minoría parlamentaria o al pueblo; otro sector (sobre todo en el Partido comunista) se manifestaba claramente en contra de este tipo de control en vía principal, para no fraccionar y deslegitimar el Parlamento en el primer caso y para no provocar una excesiva carga de trabajo en el segundo; y otros sostenían que la impugnación en vía principal se redujera al ciudadano lesionado en un derecho fundamental (Volpe 2006: 13). 368 La génesis de un juez de las leyes la normativa sobre los conflictos, la composición y el funcionamiento de la Corte). El objetivo de este enmienda, favorecida por la actitud obstruccionista de los sectores hostiles a la Corte después de que el Parlamento ha sido despojado de la designación en exclusiva de los jueces constitucionales, se dirige especialmente contra el recurso en vía principal, considerado como el más invasivo respecto al poder legislativo (Volpe 2006: 22-23). De hecho, antes de la aprobación de la enmienda Arata había sido rechazada una enmienda presentada por el comunista Gullo que solicitaba la supresión del recurso incidental. El significado político de la remisión a la ley producida por la enmienda Arata se concreta en un obstáculo decisivo a la entrada en función del nuevo órgano. Especialmente después de haber sustraído al Parlamento el poder de designación exclusiva, se había agudizado la idea de la Corte como freno a las iniciativas parlamentarias (Bonini 1996: 5657). Como consecuencia, la titubeante puesta en marcha del Tribunal Constitucional iba a ser suplida por un régimen transitorio de control “difuso” (respecto a los conflictos de poderes, seguiría siendo competente la Cassazione conforme a la Ley 3761/1877), con todas las dudas y los problemas que se han visto ya en este punto, desembocando en la VII disposición transitoria de la Constitución, propuesta por el repubblicano Perassi y el democristiano Mortati para evitar la suspensión de algunas garantías previstas en la nueva Constitución hasta el efectivo funcionamiento de la Corte26. Un paso en esta dirección, para llenar la laguna abierta por la enmienda Arata, será la Ley Constitucional 1/1948 (“Normas sobre los juicios de inconstitucionalidad y sobre las garantías de independencia de la Corte costituzionale”) en la que se nota una tendencia a la valorización del control incidental: el único filtro que introduce es que el juez a quo no consi26. El segundo apartado de la VII disposición transitoria establece lo siguiente: “hasta que entre en función la Corte costituzionale, la resolución de las controversias indicadas en el art. 134 se realizará en las formas y los límites de las normas preexistentes a la entrada en vigor de la Constitución”. Había otro sujeto habilitado al control de constitucionalidad, aunque limitado a las leyes regionales sicilianas: la Alta Corte per la Sicilia, una aplicación de modelo concentrado austriaco que ejerció sus funciones hasta que la Corte costituzionale, con la Sentencia 38/1957, absorbió definitivamente sus competencias. 369 Roger Campione dere la cuestión “manifiestamente no fundada”; por tanto se recupera bajo otra formulación el requisito de la pertinenza previsto por la Subcomisión. Esta elección por parte del legislador introduce un elemento de aproximación al modelo del judicial review estadounidense27. La aprobación de la ley es la última votación de la Asamblea Constituyente que esa misma noche del 31 de enero de 1948 termina sus trabajos. Para la puesta en marcha de la nueva institución habrá que esperar cinco años más con la aprobación de la Ley Constitucional 1/1953 (“Normas integrativas de la Constitución concernientes a la Corte costituzionale”) y la Ley 87/1953 (“Normas sobre la constitución y el funcionamiento de la Corte costituzionale”). Tras los recordados avatares políticos que retrasaron el nombramiento de los miembros de la Corte, los jueces juraron el cargo en diciembre de 1955 y la primera sesión se celebró el 23 de enero de 1956 (273-275). Tal retraso se debió a que, tras las elecciones de 1948, en el clima de contraposición ideológica de la recién estrenada “guerra fría”, la aplicación concreta de la Constitución se reveló políticamente difícil. Ahora cambian las tornas y el nuevo Gobierno filoamericano no quiere arriesgarse a que la nueva institución de la Corte costituzionale pueda invalidar leyes de la época fascista que refuerzan sus poderes. Al mismo tiempo, también varía la actitud de la izquierda filosoviética, antes contraria a la jurisdicción constitucional, que frente a los nuevos escenarios políticos, empieza a ver en la Corte un recurso imprescindible para limitar los excesos de poder del Gobierno. Así pues, en un sentido o en otro, se mantiene una dura contraposición. E incluso de un examen tan resumido y esquemático del debate constituyente, como el que se acaba de esbozar en sus líneas esenciales, resulta patente, como ha anotado con razón Pizzorusso, la confusa sucesión de los acontecimientos que cristalizaron en una solución que, lejos de ser el resultado acabado de una proyecto homogéneo, repre27. Como ha señalado Pizzorusso, en el sistema italiano de control de constitucionalidad funciona según un sistema de reglas que mezcla elementos típicos del judicial review estadounidense con otros característicos de la Verfassungsgerichtsbarkeit austriaca (Pizzorusso 1981: 3). 370 La génesis de un juez de las leyes senta “el fruto de la combinación de fragmentos separados de propuestas inspiradas por planteamientos fundamentalmente distintos” (Pizzorusso 1981: 75). 371 Roger Campione Bibliografía Barbisan, Benedetta. 2008. /Nascita di un mito. Washington, 24 febbraio 1803: Marbury v. Madison e le origini della giustizia costituzionale negli Stati Uniti/, Bolonia: il Mulino. Battaglini, Mario. 1957. /Contributi alla storia del controllo di costituzionalità delle leggi/, Milán: Giuffrè. Bonini, Francesco. 1996. /Storia della Corte costituzionale/, Roma: La Nuova Italia Scientifica. Calamandrei, Piero. 1950. /L’illegittimità costituzionale delle leggi nel processo civile/, Padova: Cedam. 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INTRODUCCIÓN a) La necesidad de “supuestos de atipicidad jurisprudenciales”, consecuencia de una regulación legal inadecuada La opinión más extendida y autorizada en la actualidad es que las pequeñas transmisiones gratuitas de drogas que tienen lugar en el ámbito del consumo —invitaciones, donaciones compasivas a adictos, actos de “compra compartida” o “consumo comparti-do”, etc.—, no han de ser consideradas delictivas. A diferencia de las que tienen lugar en el ámbito de la oferta criminalizada, carecen de capacidad difusora del consumo de drogas y de trascendencia social. Sería hoy un absurdo insostenible pretender aplicar el régimen punitivo previsto para los distribuidores ilegales de droga, a los consu1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 375 Jacobo Dopico Gómez-Aller midores que se organizan para la adquisición y el uso colectivo de drogas tóxicas, o a los allegados que las adquieren por ellos (DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 393). Como se ha dicho tantas veces, la redacción del tipo básico de tráfico de drogas es un paradigma de técnica legislativa inadecuada. Su evolución nos muestra un Legislador que no está tan preocupado por la definición adecuada del comportamiento típico como por lograr que no quede fuera de su alcance ninguna conducta de algún modo relacionada con el consumo ilegal de drogas, aunque sea a costa de abarcar también multitud de comportamientos irrelevantes (DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 400; EL MISMO 1989: 58 y ss.; VALLE MUÑIZ/ MORALES GARCÍA 2007: 1395). Así, conductas no sólo de escasa o nula lesividad social, sino incluso en ocasiones compasivas o humanitarias, se encuentran formalmente incluidas en el tenor literal de un tipo penal de perfiles borrosos y extensión tendencialmente ilimitada2 . Ante tipos penales tan indeterminados como el del art. 368 CP, un Tribunal debe optar entre una lectura literal y formalista, que conduzca a la punición de conductas inocuas o hasta benéficas; o una lectura restrictiva de su ámbito típico3 . La Jurisprudencia ha seguido esta segunda vía4 , y ha ensayado una pequeña tipología de supuestos de atipicidad, una casuística de los supuestos que, pese a ser incardinables formalmente en las lecturas más extensivas del tipo del art. 368 (o incluso, en ocasiones, en las modalidades agravadas del art. 2. Es el propio Tribunal Supremo el primero en denunciar “la excesiva amplitud con que se describe la conducta típica”, que exige de los jueces una importante labor de interpretación para limitarla (recogen esta expresión las SSTS 33/1997, de 22 de enero, y 772/1996, de 28 de octubre). 3. Se suele hablar de una reducción teleológica o interpretación teleológica restringida (DEL RÍO FERNÁNDEZ 1996: 153; FEIJOO SÁNCHEZ 1997: 1015; MAQUEDA ABREU 1998: 1 y ss.). La STS 1236/1993, de 29 de mayo, sostenía: “esa finalidad de la prohibición impuesta por la norma debe ser un elemento interpretativo de la misma”. 4. Abonada, además, por la doctrina del Tribunal Constitucional. La controvertida STC 136/1999, de 20 de julio, establece la necesidad de tomar en cuenta la sanción típica a la hora de perfilar el ámbito de conductas que realizan el tipo. Sobre esta Sentencia, ver por todos ÁLVAREZ GARCÍA 1999: 1 y ss.; RODRÍGUEZ MOURULLO 2002: 71 y ss.; MIR PUIG: 2002: 358 y ss. Aunque cabe un cuestionamiento de la constitucionalidad de normas como ésta, de dudosa compatibilidad con el mandato de taxatividad, los tribunales constitucionales de nuestro entorno jurídico rara vez llegan a una declaración de inconstitucionalidad de la norma indeterminada sino, a lo sumo, a sentencias interpretativas (ver GARCÍA RIVAS 1992: 80) que restrinjan su ámbito típico en el concreto caso y proporcionen criterios para su restricción en ulteriores aplicaciones. 376 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas 369), sin embargo deben entenderse atípicas (REY HUIDOBRO 1994: 633 y ss.). El Tribunal Supremo en ocasiones efectúa breves sumarios de esta tipología, que suelen contener los siguientes grupos de casos: a) Los supuestos de compra compartida o con bolsa común. b) Las invitaciones en el momento del consumo y otros supuestos de invitación socialmente adecuada. c) Los de consumo en pareja u otros casos de convivencia estrecha. d) Las llamadas donaciones compasivas o altruistas, en las que se dona droga a alguien para librarle del síndrome de abstinencia u otros males relacionados con su adicción. En todo caso la indeterminación de este tipo deja la definición de no pocos de sus rasgos básicos en manos de los aplicadores. Por supuesto que es saludable (e inevitable) una razonable colaboración entre Legislador y aplicador. Pero esta colaboración no puede llegar hasta la delegación en el aplicador de un margen de decisión tan amplísimo, máxime en una materia como ésta, que genera un número tan alto de condenas5 . Por esta inconcreción legal la delimitación judicial entre conductas típicas y atípicas ha dado lugar a una Jurisprudencia no ya heterogénea sino incluso frecuentemente contradictoria.6 Por ello se hace imprescindible un análisis casuístico de los requisitos que exige la Jurisprudencia más reciente, para la declaración de atipicidad de estas conductas; una labor que exige una constante actualización, pues se da aquí una persistente dialéctica entre las líneas más represivas y las menos intervencionistas. Las páginas que siguen, pues, no deben interpretarse como una toma de posición personal, sino como 5. Los condenados por delitos contra la salud pública suponen más de un 25% de la población penitenciaria (fuente: Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, Ministerio del Interior: http://www.mir.es/INSTPEN/ INSTPENI/Gestion/Estadisticas_mensuales/). 6. “[Es] una jurisprudencia abundantísima [y] bastante contradictoria” (MUÑOZ CONDE 2007: 651). 377 Jacobo Dopico Gómez-Aller un modesto intento de leer del modo más racional posible esta tópica de la atipicidad en materia de drogas tóxicas. b) Fundamento de la atipicidad: ausencia de riesgo típico y de intención de difusión del consumo ilegal Existe amplio consenso jurisprudencial en entender que estos supuestos (compra y consumo compartido, invitación socialmente adecuada, donación compasiva) son atípi-cos porque no suponen un riesgo para el bien jurídico protegido “salud pública”, al ser contactos que tienen lugar entre consumidores —o entre éstos y su entorno inmediato— y carecer de trascendencia ante la colectividad de los consumidores. Así, la Jurisprudencia ha dicho que no suponen un peligro de consumo general o indiscriminado, no promueven la difusión del producto ni lo facilitan a personas indeterminadas, implican un peligro meramente individual, etc.7 . Para distanciarse del tenor literal tan expansivo de los tipos que nos ocupan, el Tribunal Supremo ha afirmado siempre la necesidad de una restricción teleológica: “esa finalidad de la prohibición impuesta por la norma debe ser un elemento interpretativo de la misma” (STS 1236/1993, de 29 de mayo; en sentido similar, las SSTS 14/1996, de 16 de enero y 72/1996, de 29 de enero; también las SSTS 715/1993, de 25 de marzo, 2015/1993, de 16 de septiembre, y 2079/1993, de 27 de septiembre; en un sentido más subjetivo puede verse la STS 25-5-1993). Con claridad lo ha expuesto el Tribunal Supremo en el siguiente texto (recogido en resoluciones como las SSTS 1441/2000, de 22 de septiembre, y 1439/2001, de 18 de julio, y el ATS 390/2005, de 3 de marzo) 8: 7. Recoge estas expresiones de la Jurisprudencia DEL RÍO FERNÁNDEZ 1996: 156. Ver también, entre otras muchas, las SSTS 1072/2005, de 19 de septiembre, 775/2004, de 14 de junio, y 789/1999, de 14 de mayo; así como las recogidas infra, al analizar los distintos grupos de supuestos. 8. Este texto es citado profusamente en la Jurisprudencia de las Audiencias Provinciales. Por todas, ver las siguientes resoluciones: SSAP Santa Cruz de Tenerife, 2ª, 222/2007, de 23 de marzo; Girona, 3ª, 173/2007, de 19 de febrero; Badajoz 44/2006, 1ª, de 21 de noviembre; Barcelona, 9ª, 29/2006, de 12 de enero; Islas Baleares, 1ª, 122/2005, de 26 de octubre; Madrid, 17ª, 404/2005, de 19 de abril; Cádiz, 8ª, 437/2004, de 2 de diciembre, y Valencia, 2ª, 263/2003, de 16 de mayo. 378 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas “Pese a la amplitud de los términos utilizados por el art. 368 CP… la jurisprudencia de esta Sala, de modo muy reiterado a partir del año 1993, viene considerando la inexistencia de delito en determinados supuestos en que concurren particulares circunstancias relacionadas con la mínima cuantía de la droga, con la adicción de todos los implicados y con las relaciones personales entre quien la suministra y quien la recibe, por razones que se vienen expresando con argumentos diferentes que podríamos reducir a dos: 1ª. La insignificancia del hecho que se traduce en la irrelevancia de la conducta en cuanto al bien jurídico protegido, la salud pública. El Derecho Penal actual ya no admite la existencia de delitos meramente formales o de simple desobediencia a la norma. Ha de existir necesariamente una lesión o un peligro respecto del bien jurídico protegido. Esta infracción del art. 368 CP es un caso más de delito de peligro y de consumación anticipada en que el Legislador… Pero esta configuración legal del delito no excusa la necesidad de tener en cuenta el mencionado bien jurídico como límite de la actuación del Derecho Penal: aunque parezca una obviedad, hay que decir que los delitos de peligro no existen cuando la conducta perseguida no es peligrosa para ese bien jurídico protegido o cuando sólo lo es en grado ínfimo. Tal ocurre en estos delitos relativos al tráfico de drogas cuando el comportamiento concreto no pone en riesgo la salud pública (o sólo lo hace de modo irrelevante). 2ª. Entendiendo, desde una perspectiva subjetiva, que el delito del art. 368 CP, aunque ello no aparezca en su texto, exige, además del dolo necesario en toda infracción dolosa, un especial elemento subjetivo del injusto consistente en la intención del autor relativa al favorecimiento o expansión del consumo ilícito de la sustancia tóxica, intención que queda excluida en estos supuestos en que el círculo cerrado en que se desenvuelve la conducta, o la mínima cuantía de la droga, así lo justifica. 379 Jacobo Dopico Gómez-Aller Aunque es difícil decir en síntesis cuáles son estos casos, podemos hacer los siguientes grupos de supuestos en que la doctrina de esta Sala viene pronunciando sentencias absolutorias: 1º. El suministro de droga a una persona allegada para aliviar de inmediato un síndrome de abstinencia, o para evitar los riesgos de un consumo clandestino en malas condiciones de salubridad, o para procurar su gradual deshabituación, o en supuestos similares. 2º. La adquisición para un grupo de personas ya adictas en cantidades menores y para una ocasión determinada, o el hecho mismo de este consumo compartido en tales circunstancias: son modalidades de autoconsumo impune. 3º. Los casos de convivencia entre varias personas ya drogadictas (cónyuges, amigos, padres o hijos) en que alguno de ellos proporciona droga a otro, produciéndose también un consumo compartido. 4º. Aquellos otros supuestos en que por la mínima cantidad o por la ínfima pureza en dosis pequeñas, siempre a título gratuito y entre adictos, es de todo punto evidente que no ha existido riesgo alguno de expansión en el consumo ilícito de esta clase de sustancias9 ”. Nótese cómo el Tribunal Supremo da dos fundamentos de atipicidad (ausencia de riesgo típico y ausencia de un ánimo de difundir el consumo ilícito) y, a continuación, se ocupa él mismo de concretar en qué casos concurren dichos fundamentos, que cabe denominar “objetivo” y “subjetivo”. 1º Vertiente objetiva: hablar de “ausencia de riesgo típico” no es lo mismo en relación con delitos contra la salud pública o con delitos contra bienes jurídicos más tangibles como la vida o la integridad física. La salud pública es una construc9. Las consideraciones aquí vertidas se refieren a los supuestos de atipicidad en sentido estricto (invitaciones socialmente adecuadas, compra y consumo compartido, donaciones compasivas, etc.), y no a los de cantidad insignificante que, en puridad, tienen que ver con el umbral de relevancia de la conducta típica (dicho en otros términos: se trata de una cuestión cuantitativa y no cualitativa). 380 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas ción ideal, cuya única referencia legal está precisamente en los tipos que pretendemos interpretar. Por ello, las diferentes concepciones que cabe sostener sobre cuándo concurre riesgo para la salud pública pueden variar enormemente. Sin embargo, parece pacífica la consideración de que el factor esencial de peligro para la salud pública es la posibilidad de difusión del consumo de drogas tóxicas. 2º Vertiente subjetiva: parecería que la formulación técnicamente más razonable del elemento subjetivo “intención de difusión del consumo ilegal” sería la conciencia de riesgo típico de difusión (algo que, en puridad, está abarcado por el dolo en un delito de peligro). Así reformulado, lo que afirmaría el Tribunal Supremo sería que en estos supuestos de atipicidad no ha de concurrir el riesgo típico en sus vertientes objetiva y subjetiva. c) Una sencilla regla de prudencia: ¿oferta criminalizada o consumo organizado? Una regla de prudencia sencilla nos lleva a considerar que en este ámbito sólo las conductas que tienen lugar en el lado de la oferta y distribución criminalizada pueden ser típicas, mientras que las que tienen lugar en el lado de los consumidores no. Quien adquiere droga con un “fondo común” para luego consumirla con los que aportaron el dinero, no participa en la distribución criminalizada de drogas, sino que toma parte en un acto colectivo que se organiza del lado de los consumidores. Lo mismo ha de decirse de invitaciones atípicas, donaciones altruistas o compasivas por parte de allegados, etc. Este punto de vista es el que mejor se compadece con la línea político-criminal básica de nuestro sistema, que criminaliza la oferta y no la demanda de drogas tóxicas. Y es, además, la perspectiva que permite un análisis menos forzado de uno de los elementos más perturbadores del debate sobre la atipicidad: el de la relevancia típica del precio. En los casos de transmisión compasiva, consumo compartido, etc., la Jurisprudencia considera que la ausencia de contraprestación es un 381 Jacobo Dopico Gómez-Aller requisito imprescindible para la atipicidad. Sin embargo, esto no se compadece con la inalterable posición jurisprudencial que considera que la salud pública resulta dañada tanto por la transmisión onerosa como por la transmisión gratuita de droga10 . Desde el criterio aquí apuntado, el precio sería un indicador claro de que la conducta no tiene lugar entre consumidores sino en una relación entre distribuidor y consumidor y que, por ello, de darse los demás requisitos típicos, comporta riesgo para la salud pública. d) Contexto: la “Jurisprudencia de la excepcionalidad” Es ya un lugar común en la Jurisprudencia española que la impunidad de los supuestos de consumo compartido, donación compasiva, etc., es excepcional: “Sin embargo, hay que advertir sobre la excepcionalidad de estos supuestos de impunidad, sólo aplicables cuando no aparezcan como modo de encubrir conductas que realmente constituyan una verdadera y propia expansión del tráfico ilegal de estas sustancias” (SSTS 1441/2000, de 22 de septiembre, y 1439/2001, de 18 de julio; también AATS 390/2005, de 3 de marzo, y 18 de julio y 13 de junio de 2002). La consideración del carácter excepcional de la impunidad está extendidísima en la Jurisprudencia del Tribunal Supremo. Por todas, hablan recientemente de excepcionalidad las SSTS 718/2006, de 30 de junio; 873/2005, de 1 de julio; 1222/2004, de 27 de octubre; 857/2004, de 28 junio; 638/2003, de 30 de abril; 436/2003, de 20 de marzo; 919/2001, de 12 septiembre; 1468/2000, de 26 septiembre, y 846/1999, de 25 de mayo; de “rigurosa excepción” las SSTS 632/2006, de 8 de junio; 234/2006, de 2 de marzo, y 1429/2002, de 24 de julio; según la STS 1981/2002, de 20 enero, se trata de una “doctrina excepcional” (?), y la aplicación de la atipicidad debe hacerse de manera “excepcional y restrictiva”; esta última afirmación la sostiene también la STS 887/2003, de 13 junio, y, con otros términos, las SSTS 1704/2002, de 21 octubre, y 401/2002, de 15 abril. 10. Fundamental a este respecto, MANJÓN-CABEZA OLMEDA 2003: 7. 382 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas “La misma Jurisprudencia ha alertado insistentemente advirtiendo que la citada impunidad sólo puede ser reconocida con suma cautela para que en ningún caso quede indefenso el bien jurídico que se quiere proteger” (SSTS 632/2006, de 8 de junio; 234/2006, de 2 de marzo; 1991/2002, de 25 de noviembre; 1429/2002, de 24 de julio; y AATS 817/2004, de 27 de mayo, y 1866/2003, de 13 de noviembre, entre otras resoluciones; con mínimas variaciones en la redacción, las SSTS 1429/2005, de 12 de diciembre; 401/2005, de 21 de marzo, y 1306/1999, de 21 de septiembre). Temeroso de que las alegaciones de atipicidad abran una grieta por donde puedan eludir la punición los verdaderos casos de tráfico de drogas, el Tribunal Supremo ha reaccionado en los últimos años sosteniendo que debe afirmarse la atipicidad de esas conductas con suma cautela y de modo excepcional, frente a la regla que sería la tipicidad, cautela que alcanza un grado paroxístico en los últimos años. Con llamativa explicitud lo expone la STS 559/2005, de 27 de abril: “[L]o excepcional en esos casos ha de ser la atipicidad, requiriéndose para la misma una exclusión radical de todo peligro para el bien jurídico protegido”. Esta posición del Tribunal Supremo, plasmada en las citas recogidas, refleja una llamativa inversión valorativa acerca de las relaciones entre criminalización y atipicidad (es decir: acerca de qué es más grave, si emitir absoluciones erróneas o condenas erróneas11 ). Es esta inversión valorativa la que ha llevado al Alto Tribunal a generar una Jurisprudencia de la excepcionalidad, con la que se argumenta de modo sencillo y rápido el rechazo de la mayoría de las alegaciones de atipicidad 12. 11. Es fundamental en nuestra cultura jurídica la afirmación de que es “menos gravoso a las estructuras sociales de una país la libertad de cargo de un culpable que la condena de un inocente” (SSTS 168/2008, de 29 abril; 919/2007, de 20 noviembre, y 673/2007, de 19 julio; estrictamente relacionada con delitos contra la salud pública, vid. STS 1317/2005, de 11 noviembre). 12. Esto debe relacionarse con la sensación de inundación que el Tribunal Supremo muestra ante el aluvión de recursos en materia de salud pública, hasta el punto que el Acuerdo del pleno no jurisdiccional de la Sala 2ª de 25 de mayo de 2005 decide formular una propuesta sobre la “penalidad máxima que determine que estos casos 383 Jacobo Dopico Gómez-Aller Como se analizará más adelante, los dos rasgos esenciales de esta Jurisprudencia de la excepcionalidad son: • un manejo cuestionable de la carga de la prueba (pues cuando ha de decidir entre una hipótesis de cargo y una absolutoria, opta por la de cargo si no se demuestra con plena certeza la hipótesis de descargo —el destino de la droga a consumo compartido o a uso compasivo; o, con otras palabras, la citada prueba de “exclusión radical de todo peligro para el bien jurídico protegido”); y • la tasación de la prueba de descargo, de modo que esa “exclusión radical de todo peligro” debe probarse mediante determinados requisitos objetivos fijados juris-prudencialmente y no otros13 ; requisitos objetivos que, además, en ocasiones son difícilmente dables. Esta rechazable línea jurisprudencial no es, sin duda, la única. Ciertamente, desde el propio Tribunal Supremo y ciertas Audiencias Provinciales ha habido una sólida y razonada oposición a ella. Sin embargo, se puede decir que ha desplegado un influjo notabilísimo en los últimos años, que debe ser analizado y criticado. 2. CONSUMO COMPARTIDO a) Concepto y fundamento de la atipicidad Bajo la denominación “consumo compartido” (o “autoconsumo compartido”) se agrupan diversas conductas que suelen considerarse atípicas. Básicamente se trata de los siguientes grupos de supuestos: –La compra compartida o “con fondo común”. sean susceptibles de casación ante el Tribunal Supremo”. 13. Esto es similar a lo que ocurre con frecuencia en relación con las cantidades indiciarias de la finalidad de la posesión (“si se posee más de la cantidad X, es que existe ánimo de traficar”). Se trata del eterno peligro de la Jurisprudencia en materia de drogas: el “uso excesivamente mecánico de datos objetivos de cara a la conclusión por los tribunales de que la posesión era con ánimo de traficar” (DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 384). 384 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas –La permuta e invitación mutua. –Ciertas invitaciones socialmente aceptadas; y –Otros supuestos en los que las adquisiciones y consumos de la droga en un pequeño círculo de personas se realizan en un cierto régimen de comunidad (por ejemplo: parejas de consumidores, compañeros de piso, etc.). En la Jurisprudencia española, el más importante de estos supuestos de atipicidad es el de la “compra compartida” (ORTS BERENGUER 2004: 801-802). Se trata de los supuestos en los que varias personas aportan dinero a una bolsa común a fin de adquirir droga para consumo común, y una de ellas se encarga de adquirirla para todos y hacérsela llegar 14. Como se ha apuntado, se suele fundamentar la atipicidad de estos supuestos en la ausencia de peligro para el bien jurídico: como la droga no se va a destinar a su difusión sino a su consumo por parte de los que la aportan, no se atenta contra la salud pública15 . Esto se ejemplifica mediante la comparación con el caso claro de atipicidad del consumo propio (y posesión a tal fin): así, en muchas ocasiones el Tribunal Supremo habla de “consumo compartido como modalidad del autoconsumo no punible” 16. En efecto, desde la perspectiva de la salud pública no hay diferencia entre un caso de “compra y autoconsumo compartido” por el hecho de que el dinero común lo lleve al vendedor uno de lo han aportado o todos ellos, y que la droga la traiga de vuelta uno de los sujetos o cada uno la suya. Por ello, parecería infundado establecer entre ambos supuestos una diferencia a efectos penales. 14. Llama la atención cómo se ha extendido el uso del término “autoconsumo compartido” para referirse a estos supuestos: tanto por lo forzado del calco lingüístico (partículas como “self-” en inglés o “Selbst-” en alemán deben traducirse más correctamente en este contexto como “propio/a” o “individual”), como porque lo que caracteriza a estos casos no es que se “consuma” droga [¡el “(auto)consumo”, compartido o no, es siempre atípico!], sino que alguien adquiera droga para varias personas con dinero común y se la traslade. 15. Por todas, ver SSTS 1072/2005, de 19 de septiembre, y 775/2004, de 14 de junio. Ver también JOSHI JUBERT 1999: 3. 16. Por todas, ver SSTS 165/2006, de 22 de febrero; 1312/2005, de 13 de noviembre; 1194/2003, de 18 de septiembre; 1585/2002, de 30 de septiembre, y 1468/2000, de 26 de septiembre. 385 Jacobo Dopico Gómez-Aller SSTS 281/2003, de 1 octubre; 424/2003, de 1 septiembre, y 216/2002, de 11 mayo: “La valoración social de esos actos de consumo compartido entre adictos, siempre con carácter gratuito, es la misma que la que pueden tener los actos en que esas personas pudieran consumir aisladamente. (…). Nada valorable como antijurídico tienen los supuestos aquí examinados que no tengan los casos paralelos de consumos aislados, y si éstos son impunes también habrán de serlo aquéllos”. Conforme a lo expuesto supra, se trata claramente de una conducta que no tiene lugar del lado de la oferta criminalizada, sino del de la demanda: estamos ante una conducta colectiva de consumidores que se distribuyen las funciones de adquisición y transporte, y no ante una especie de distribución minorista17 . b) La tesis inicial: la “posesión de droga en nombre de los demás” (el “servidor de la posesión”) Desde una interpretación literal del tipo penal, hoy insostenible, se interpretaba hace tiempo que estos supuestos de compra compartida eran casos típicos de promoción, favorecimiento o facilitación del consumo, ya que el encargado de la bolsa común adquiría con ella una droga que luego daba a otros. Pero desde principios de los años 80 del pasado siglo se fue abriendo paso una visión más razonable18 . La STS de 25 de mayo de 1981 conoció de un caso en que 16 personas pusieron dinero en una bolsa común para comprar hachís para una fiesta; el encargado de la compra fue detenido portando unas 16 barritas y media de hachís. “La tenencia de la droga por el acusado en el momento de su detención por la policía no era ostentada sólo en propio nombre sino en nombre y al servicio de los demás —en la par17. “Figura que la doctrina y la Jurisprudencia denominan «consumo colectivo o compartido» o «cooperativa para el consumo»” (STS 1244/1993, de 29 de mayo). 18. Una breve referencia de la evolución desde los inicios hasta este primer estadio la expone CALDERÓN SUSÍN 2000: 40 y ss. 386 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas te que había sufragado—, los cuales venían a ser poseedores aunque no tuvieran una relación de contacto material, y como todos eran futuros consumidores puesto que la adquisición se hacía para «fumar la droga ellos mismos» (…) es llano que estos hechos (…) perfilan o conforman la posesión de droga para el propio consumo que queda excluida del área penal por no concurrir el factor tendencial o finalístico de favorecimiento o difusión”. Esta tesis de la “posesión en nombre y al servicio de los demás” tiene el efecto de considerar que esa cantidad de droga es poseída por todos los cotizantes al fondo común en proporción a su aportación, de modo que la cantidad poseída por el portador en su propio nombre ya no supera la destinada al propio consumo; y no se afirma que esté facilitando el consumo ilegal de otros. Esta línea fructifica una década después, en sentencias como las SSTS 2750/1992, de 18 de diciembre, 216/1993, de 4 de febrero y 323/1995, de 3 de marzo (que habla expresamente del “servidor de la posesión”) 19; así como en las SSTS 1345/1993, de 7 de junio y 2265/1993, de 18 de octubre, que afirman con rotundidad que “el tenedor temporal es un mero mandatario o instrumento del ejercicio de la posesión de los otros”)20 . Los requisitos que estas sentencias exigen para la atipicidad son: • Que la droga se destine sólo al círculo cerrado de los que aportaron al fondo (pues se posee sólo en su nombre). Esto se acompaña en ocasiones de referencias a que el consumo tenga lugar en un espacio físico cerrado. • Que la cantidad sea escasa, tomando como referencia la dosis medias de consumo habitual. 19. Esta STS 323/1995, de 3 de marzo, apunta a una apertura de los supuestos de atipicidad conforme a un criterio de irrelevancia material basado en las cantidades de droga transmitidas. 20. La tesis del “servidor de la posesión” sigue viva en la Jurisprudencia de las Audiencias Provinciales: baste citar las SSAP Islas Baleares, 1ª, 41/2006, de 30 de mayo, y 28/2003, de 5 de marzo; Tarragona, 2ª, de 27 de mayo de 2004; Castellón, 1ª, 105-A/2002, de 18 de abril; Valencia, 4ª, 145/2000, de 30 de mayo, y Barcelona, 9ª, de 7 de febrero de 2000. 387 Jacobo Dopico Gómez-Aller • Que sea consumida de modo conjunto e “inmediato” o “en tiempo próximo” (término este último que, por su indefinición, ofrece algunas dificultades, como veremos más adelante). • Que no exista contraprestación. Si bien la comprensión de estos requisitos no era la misma en todas las resoluciones, sí cabe apreciar una tendencia a interpretarlos en un sentido flexible, como indicios que, ponderados conjuntamente, abonan la idea de que la droga no va destinada a su difusión sino al consumo de quienes han aportado dinero al fondo. Si a la hora de analizar la posesión de drogas tóxicas es fundamental probar cuál es el destino que se va a dar a las drogas, los indicios de que se destinaba a (auto) consumo colectivo fundamentan una hipótesis de descargo. c) Una evolución problemática: la “objetivación” de los indicios (de indicios a “requisitos para la atipicidad”) 1º. La formalización de los requisitos: “droga destinada al consumo inmediato de un número determinado de adictos en lugar cerrado”. Desde este punto de partida inicial se ha ido consolidando una visión mucho más restrictiva de lo que en principio pudiera parecer, puesto que el TS ha adoptado una posi-ción de extrema cautela a la hora de admitir estos casos, tasando una serie de requisitos formales que suelen exponerse como sigue: “a) Los consumidores que se agrupan han de ser adictos, ya que si así no fuera, el grave riesgo de impulsarles al consumo o habituación no podría soslayar la aplicación del artículo 368 del Código Penal ante un acto tan patente de promoción o favorecimiento. b) El proyectado consumo compartido ha de realizarse en lugar cerrado, y ello en evitación de que terceros desconocidos puedan inmiscuirse y ser partícipes en la distribución o consumo; aparte de evitar que el nada ejemplarizante espectáculo 388 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas pueda ser contemplado por otras personas con el negativo efecto consiguiente. La referencia a lugar cerrado es frecuente en la Jurisprudencia. c) La cantidad de droga programada para la consumición ha de ser insignificante. d) La coparticipación consumista ha de venir referida a un pequeño núcleo de drogodependientes, como acto esporádico e íntimo, sin trascendencia social. e) Los consumidores deben ser personas ciertas y determinadas, único medio de poder calibrar su número y sus condiciones personales. f) Ha de tratarse de un consumo inmediato de las sustancias adquiridas”21. Esta fijación jurisprudencial de los requisitos, pese a dar cierta seguridad jurídica, ha generado un problema interpretativo de no poca importancia. • En puridad, la doctrina de la “posesión en nombre de los demás” trata de dilucidar, únicamente, si el sujeto poseía la droga para destinarla a los fines ilícitos del art. 368 (hipótesis de cargo) o, por el contrario, si la poseía para un fin distinto como el autoconsumo colectivo (hipótesis de descargo, que podría probarse por cualquier medio válido). La impunidad del consumo colectivo derivaría simplemente de la impunidad del consumo individual: el “servidor de la posesión” no era considerado verdadero poseedor de toda la droga, sino que sólo poseía “en su propio nombre” una pequeña porción (la que iba a consumir). El resto era poseída por los futuros consumidores a través de él. Por ello, los requisitos fundamentales eran que la droga hubiese sido adquirida con el dinero de los cotizantes y que se destinase al consumo de éstos. 21. Reproducen este texto, entre muchas otras, las SSTS 765/2007, de 21 de septiembre; 1052/2006, de 23 de octubre (con una importante matización relativa al concepto de “adicto” que se verá infra); 1038/2006, de 19 de octubre; 718/2006, de 30 de junio, y 378/2006, de 31 de marzo. Algo más restrictiva es la STS 1074/2005, de 27 de septiembre. Exponen los criterios más escuetamente las SSTS 680/2006, de 23 de junio, y 326/2005, de 14 de marzo. 389 Jacobo Dopico Gómez-Aller • Sin embargo, bajo el prisma de la rigorista “Jurisprudencia de la excepcionalidad” no basta con probar que se ha comprado droga con un fondo común, sino que además es necesario dar adicionales garantías que demuestren más allá de la duda razonable la inocencia del poseedor. Garantías acerca de las condiciones del futuro consumo, como son: –lugar (en local cerrado), –características de los destinatarios (adictos, y en número determinado), y –modo (de manera íntima, inmediata y sin trascendencia social; llegándose, en el colmo, a hablar de cuándo ese consumo puede ser poco ejemplarizante, como si ello pudiese conceptuarse como un elemento del daño típico a la salud pública 22). Ello, como veremos a continuación, plantea no pocos problemas. 2º. ¿Una causa de atipicidad “excepcional”? Los requisitos objetivos y la inversión de la carga de la prueba. Así, pues, la línea jurisprudencial más restrictiva ha ido administrando la atipicidad de estos supuestos “con cuentagotas”, con declarado temor a “abrir demasiado la mano” y partiendo de una inaceptable inversión valorativa conforme a la cual es necesario dar absolutas garantías de inocencia para evitar la condena por posesión preordenada al tráfico. Pues bien, debe rechazarse esta interpretación restrictiva de los requisitos expuestos como auténticas condiciones de la atipicidad. No corresponde a los órganos jurisdiccionales determinar las condiciones bajo las cuales el consumo compartido de drogas —o la posesión a tal fin— son jurídicamente admisibles, al modo de los requisitos para un permiso administrativo. Su tarea a este respecto consiste en constatar si, con probabilidad más allá de la duda razonable, el sujeto ha 22. Con razón se muestra crítica ACALE SÁNCHEZ 2002: 54. 390 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas creado el riesgo típico para la salud pública o no23. Si no lo ha creado, no existe posibilidad alguna de añadir requisitos adicionales relativos al carácter ejemplarizante o a las condiciones en que cada uno debería consumir su propia droga. Por ello, si los casos de “fondo común” son casos de atipicidad, ello significa que son casos no delictivos por no estar abarcados por un tipo penal. Desde un punto de vista probatorio, ello implica que si unos hechos pueden ser considerados posesión para el tráfico o posesión para (auto) consumo colectivo, sólo cabrá condenar si se prueba más allá de la duda razonable la primera de las hipótesis, quedando la segunda como una posibilidad improbable24 . Esto, que no es sino el catón del juego probatorio en el proceso penal, sin embargo resulta contradicho por la Jurisprudencia del Tribunal Supremo con base en la supuesta excepcionalidad de esta causa de atipicidad. Así, en ocasiones la Jurisprudencia afirma que para declarar la atipicidad debe haber quedado plenamente asegurado que no hubo riesgo de difusión de la droga a personas que no hayan hecho aportación al fondo: “El relato histórico no contiene datos que permitan admitir que estaba plenamente asegurada la exclusión de personas ajenas al grupo en el consumo de las drogas” (STS 632/2006, de 8 de junio). “Lo excepcional en esos casos ha de ser la atipicidad, requiriéndose para la misma una exclusión radical de todo peligro para el bien jurídico protegido” (STS 559/2005, de 27 de abril). 23. Ni siquiera se trata de decidir cuál de las dos hipótesis es más plausible, sino de dilucidar si la de cargo es tan plausible que la de descargo no llegue a aparecer siquiera como una posibilidad razonable. En la literatura anglosajona se denomina al primer baremo de prueba “preponderance of evidence”, y es el que rige habitualmente en el proceso civil; y se emplea la expresión “beyond a reasonable doubt” (más allá de la duda razonable) para referirse al segundo, que es el necesario para una condena penal, como acoge la doctrina del Tribunal Constitucional. Sobre ambos baremos (y con una concepción muy rigurosa del segundo), ver en español FLETCHER 1997: 36-37. 24. Todo lo cual, por cierto, restaría no poca tarea al Tribunal Supremo en esta materia (como viene solicitando desde el Acuerdo del Pleno No Jurisdiccional de 25-5-2005), ya que si hablamos de valoración de la prueba, la inmediación del juez de instancia sería decisiva. 391 Jacobo Dopico Gómez-Aller En resumidas cuentas, resoluciones como éstas fundamentan la condena en que fue posible que la droga llegase a terceros ajenos al grupo de cotizantes. No porque el acusado dolosamente hubiese destinado la droga a esos terceros, sino sólo porque cupo esa posibilidad (rectius: porque la defensa no ha demostrado que no cupo). No es fácil encontrar en otros ámbitos una deformación jurisprudencial tan flagrante de una figura delictiva, que pasa de ser un delito doloso de peligro a un tipo de peligro remoto (o peligro de peligro) sin elemento subjetivo. Es inadmisible interpretar que el riesgo típico del art. 368 CP (sancionado con penas altísimas) se da cuando se realiza compra común de droga para varias personas, en cantidades que hablan de un consumo inmediato e individual, pero no se vigila que el adquirente la consuma en el acto ni se excluye toda posibilidad imaginable de que la transmita a un tercero. Esto sería tanto como transformar el riesgo típico para la salud pública en una “(remota) posibilidad de riesgo típico” para la salud pública, incurriendo en una interpretación extensiva que desfigura el tipo penal y atenta contra los principios de legalidad y el de proporcionalidad. Si el consumo ostentoso individual es atípico, también lo será el consumo ostentoso colectivo. Esta argumentación debe ser rechazada, además, porque desplaza indebidamente la carga de la prueba. No es la defensa la que ha de probar si está o no plenamente excluida la posibilidad de que la droga pudiese llegar a personas ajenas al grupo; por el contrario, es la acusación la que ha de probar la hipótesis de cargo con una certeza tal que no quepa margen de duda razonable para la hipótesis de descargo. Por el contrario, cuando los hechos probados sean razonablemente compatibles con la hipótesis de descargo debe absolverse sin más: no cabe exigir a la defensa que pruebe la certeza de dicha hipótesis. Basta con que tenga la consistencia de una duda razonable para que proceda desde luego la absolución pues, como ha manifestado el Tribunal Constitucional, el derecho a 392 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas la presunción de inocencia supone el “derecho a no ser condenado por hechos que no queden constatados más allá de toda duda razonable” (STC 70/2007, de 16 de abril; con pequeñas variaciones, también la STC 157/1998, de 13 de julio). Así es como, con razón, entiende la cuestión la STS 281/2003, de 1 de octubre, que expone: “Partiendo de los datos fácticos expuestos, el Tribunal enjuiciador entiende que existe un solo dato —el de la posesión de la droga— indiciario de la finalidad de traficar, por lo que se crea un margen de duda sobre tal finalidad, que debe determinar la impunidad de la conducta del Sr. Jesús María. Entiende la Audiencia que la cantidad de droga ocupada era tan pequeña que había de admitirse como adecuada para el consumo propio, y que si estaba destinada a una despedida de amigos, no afectaría a la salud y a la dependencia a las drogas de los partícipes”. En este caso, el Ministerio Fiscal recurrió la sentencia absolutoria por inaplicación del art. 368 CP. El Tribunal Supremo afirma que se trata de dilucidar, mediante prueba indiciaria, el destino que el acusado pretendía dar a la droga; y tras analizar la cuestión, concluye: “[D]ebe desestimarse el recurso del Ministerio Fiscal, por no repugnar a la razón ni a la lógica los argumentos de la Audiencia por lo que, con apoyo en los datos indiciarios apreciados, entiende que surgen dudas acerca de que Jesús María detentase la droga que se le ocupó con finalidad de tráfico”. 3.º Otras manifestaciones de este problema: “consumo en lugar cerrado” y “consumo inmediato”. Esta inversión de la carga de la prueba adopta una forma más indirecta en la interpretación de los citados requisitos de “consumo en lugar cerrado” y “consumo inmediato”, entendidos como requisitos objetivos para la impunidad de los casos de compra compartida. Efectivamente, el requisito de que la droga deba “consumirse en un lugar cerrado”, puede ser objeto de diversas interpretaciones. 393 Jacobo Dopico Gómez-Aller A) La postura más razonable ha de partir de que el consumo propio (individual o colectivo) es igualmente atípico si se realiza en público o en privado25 . Si, como hemos di-cho, el fundamento de la atipicidad de la compra compartida reside en la atipicidad de la compra individual, entonces requisitos como el de que su consumo ha de ser “inmediato” y “en lugar cerrado” no deberían entenderse sino como indicios de que la droga, en efecto, no va a llegar a personas distintas de los que aportaron el dinero (y de que el poseedor así lo sabe). Así es como lo interpreta la línea jurisprudencial más razonable, como se verá más adelante (por todas, ver la STS 718/2006, de 30 de junio). Así, en casos en que alguien posee droga para dársela a unas personas que no lo van a consumir conjunta ni inmediatamente, será menos creíble la hipótesis de que se trate de un “servidor de la posesión”, y ser más verosímil la de que sea un minorista. B) Sin embargo, la línea más represiva supedita la atipicidad a que el consumo tenga lugar en lugar cerrado por los siguientes motivos26 : –para “evitar que el nada ejemplarizante espectáculo pueda ser contemplado por otras personas con el negativo efecto consiguiente”. –y “en evitación de que terceros desconocidos puedan inmiscuirse y ser partícipes en la distribución o consumo”; El primer requisito debe ser rotundamente criticado. De modo general, el consumo individual en un lugar público no puede ser considerado una conducta típica de “promoción del consumo por el mal ejemplo”. Por ello, no puede convertirse la compra compartida en “promoción del consumo ilegal” por el mero hecho de que su consumo tenga lugar en un lugar públi25. Sí puede haber, empero, diferencias en el plano del Derecho Administrativo Sancionador, que no afectan a lo aquí expuesto. 26. Recogidos en su literalidad en multitud de sentencias; por todas, ver las recientes SSTS 765/2007, de 21 de septiembre; 1052/2006, de 23 de octubre; 1038/2006, de 19 de octubre; 718/2006, de 30 de ju-nio, y 378/2006, de 31 de marzo. 394 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas co y sea “no ejemplarizante”. Hoy no existe hipótesis razonable bajo la cual el rasgo “dar mal ejemplo” sea lo que distinga la conducta atípica de la conducta castigada con una pena que puede alcanzar los nueve años de prisión. Si “dar mal ejemplo” no es un elemento de la conducta típica 27, no puede tomarse como elemento objetivo para distinguir la conducta atípica de la típica. Respecto del segundo de los motivos debe reiterarse lo siguiente: si la cuestión es determinar si el sujeto posee la droga para el tráfico o simplemente se hace cargo de una “bolsa común”, ha de ser posible demostrarlo con cualquier medio de prueba. El “lugar cerrado” puede ser un indicio importante, pero no imprescindible: también es posible probar que los únicos destinatarios de la droga eran los que aportaron el dinero, incluso cuando la fuesen a consumir en un lugar abierto o público. Sin embargo, y como hemos visto, la doctrina de la excepcionalidad ha estandarizado la prueba de inocencia: sólo cabe probar que se trata de consumo colectivo atípico si va a tener lugar en un lugar cerrado: • STS 776/2004, de 16 de junio: “En efecto, entre otros elementos no concurría el lugar cerrado o reservado pues la droga debía consumirse según el acusado en una discoteca, que no iba a cerrarse para ellos, siendo éste lugar propicio de reunión de jóvenes, en el que es frecuente suministrarse o informarse sobre posibilidades de suministro del ilícito producto. El consumo no era inmediato, ya que (…) la droga la adquirió el miércoles para consumirla el sábado siguiente. (…) El decurso de un tiempo valorable, intermedio entre la adquisición de las sustancias y su puesta a disposición de los copartícipes, resta garantías en orden a que aquélla no llegue en algún momento a manos de terceros”. • STS 1105/2003, de 24 de julio: “Uno de los requisitos, cual es el de que el consumo tenga lugar en lugar cerrado, tampoco concurre indiscutiblemente, en tanto la fiesta donde 27. Así lo consideraba, no obstante, la ya obsoleta STS de 6 de abril de 1989 (“la promoción y difusión del consumo puede hacerse provocando la imitación”). Si en la actualidad se ha abandonado la idea de que el consumo individual público sea un modo típico de promoción del consumo ilegal, debe abandonarse también esta exigencia para la atipicidad del consumo compartido. 395 Jacobo Dopico Gómez-Aller se iba a compartir el consumo se celebraba en una carpa del Ayuntamiento, abierta al público, fiesta que es calificada por la Sala sentenciadora como de «multitudinaria», lo que produce, como también se expone, que «nada garantizaba, en absoluto, que terceros ajenos a quienes proyectaron el consumo pudieran ser finalmente copartícipes en el mismo»”. El argumento puede resumirse, pues, del siguiente modo: en lugares abiertos como fiestas o discotecas se trafica; por ello, si el acusado aduce que iba a uno de estos lugares abiertos a consumir y no a traficar, no es creíble. Sin embargo, esto dista muchísimo de acreditar más allá de la duda razonable la hipótesis de cargo (pues en lugares abiertos no sólo se trafica: ¡también se consume!). Por más que estemos interpretando delitos de peligro, nunca puede ser prueba de cargo suficiente el que haya existido la mera posibilidad de que haya tenido lugar el hecho típico (“peligro de peligro”). Sin embargo, y como se expondrá con detalle, la Jurisprudencia más razonable interpreta estos requisitos como meros indicios del destino que se le va a dar a las drogas; y en presencia de otros indicios que apoyen la hipótesis de descargo, considera que también cabe apreciar la atipicidad en supuestos de consumo colectivo en lugares abiertos (“poco frecuentados”: SAP Alicante, 3ª, 697/2007, de 5 de diciembre), en discotecas (SAP Girona, 3ª, 506/2004, de 10 de junio) y bares (STS 718/2006, de 30 de junio), fiestas multitudinarias en carpas (SAP Zaragoza, 3ª, 76/2007, de 26 de noviembre), etc. También en relación con el requisito del consumo inmediato28 nos encontramos con dos líneas jurisprudenciales: –La más punitiva, que niega la atipicidad si la defensa no logra probar la inmediatez del consumo colectivo; 28. La Jurisprudencia ha sido aquí confusa: en algunas resoluciones se afirma que la inmediatez tiene que tener lugar entre la adquisición y el consumo, y otras entre la entrega a los copartícipes y el consumo. En este punto, si la idea es “garantizar” que la droga va a ser consumida por los cotizantes y que no la van a vender a terceras personas (o dar indicios acerca ello), lógicamente la inmediatez temporal debe-ría tener lugar entre la entrega a los copartícipes y el consumo. 396 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas –La flexible, que concibe dicha inmediatez como un indicio más del destino que se le va a dar a la droga, pero no la exige como requisito objetivo; así, se acepta la atipicidad en casos en que el consumo iba a tener lugar días después (STS 718/2006, de 30 de junio, y SAP Alicante, 3ª, 697/2007, de 5 de diciembre) o incluso dos semanas después (SAP Madrid, 16ª, 23/2007, de 6 de marzo). Y también aquí la línea jurisprudencial más restrictiva ha elevado irrazonablemente al rango de requisitos objetivos lo que, a lo sumo, sólo podían ser indicios de si la droga se posee para la distribución o procede de un fondo común. Pero el consumo propio, individual o colectivo, privado o público, inmediato o diferido, es impune. Que se haga antes o después, con ostentación o discretamente carece de relevancia jurídicopenal, y no puede convertir lo típico en atípico ni viceversa. Por ello, la Jurisprudencia no puede establecer diferencias con esta base, como si administrase una excepcional gracia judicial. El propio Tribunal Supremo ha reconocido que “podría reputarse excesiva tanta cautela” en la declaración de la atipicidad (STS 98/2005, de 3 de febrero). No cabe sino darle la razón. Por ello, resulta más correcta la posición jurisprudencial que relativiza estos requisitos y les da la dimensión adecuada: la de indicadores de la atipicidad de la conducta. d) Una línea más razonable: comprensión flexible de estos requisitos como indicios En efecto, resulta más razonable la línea jurisprudencial que considera que nos hallamos sólo ante una cuestión probatoria: la determinación de cuál era la intención con la que se poseía la droga: si el (auto) consumo colectivo o el tráfico. En esta tarea habrán de regir las reglas generales de valoración de la prueba, sin excepcionalidades que no tienen el más mínimo sustento legal. Á esta línea apuntan resoluciones como la STS 775/2004, de 14 de junio: 397 Jacobo Dopico Gómez-Aller “[L]os indicadores citados deben de valorarse desde el concreto análisis de cada caso, ya que no debe olvidarse que todo enjuiciamiento es un concepto esencialmente individualizado y que lo relevante es si del análisis del supuesto se objetiva o no una vocación de tráfico y por tanto un riesgo para la salud de terceros. Se expresa, asimismo, en Sentencias de esta Sala, que no se puede exigir, para la atipicidad, que el consumo sea exclusivamente en domicilios particulares ya que lo relevante en este aspecto es evitar la ostentación del consumo. En relación a la inmediatez se dice que ésta no desaparece porque no se consumiera toda la droga comprada; lo relevante es determinar si por la cantidad de la restante pue-de establecerse un razonado juicio de inferencia de estar destinada al tráfico; y, finalmente sobre la condición de consumidores, es la figura del consumidor esporádico de fin de semana la más típica y usual de los casos de consumo compartido”. El método es radicalmente diverso. No se trata de probar sin fisuras que nos hallemos ante un caso de atipicidad; por el contrario, lo que se ha de probar suficientemente es que la droga está destinada al tráfico (las hipótesis de descargo operan como versiones alternativas posibles). Si esa prueba de cargo más allá de la duda razonable no tiene lugar, no podrá considerarse desvirtuada la presunción de inocencia. Esa es la línea que señalan con rotundidad resoluciones como las siguientes: • STS 857/2004, de 28 de junio (en relación con otro de los supuestos de atipicidad, la “donación compasiva”): “[N] o puede descartarse que estemos ante uno de los supuestos excepcionales de entrega altruista y compasiva de sustancias estupefacientes sin contraprestación económica, por lo que procede estimar el recurso y dictar una sentencia absolutoria”. • SAP Madrid, 2ª, 521/2007, de 22 de noviembre: “No hay datos que permitan contradecir la versión del acusado” 398 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas [scil. la de que la droga estaba destinada a consumo de los aportantes a una bolsa común]. • SAP Sevilla, 3ª, 230/2007, de 11 de mayo: “no se han acreditado con la certeza que toda condena penal exige, los hechos que sirvieron de base a la acusación del Ministerio Fiscal, hasta el extremo de crear dudas racionales en el ánimo del Tribunal, dudas que, por imperativo del principio in dubio pro reo, determinan que deba dictarse sentencia absolutoria”. • SAP Madrid, 16ª, 57/2007, de 8 de mayo: “el acusado se había comprometido a adquirir la sustancia, que habitualmente consumen todos ellos, y simplemente el intercambio obedecía al pago de la parte que correspondía a sus amigos por Jesús Manuel. Dicha versión de los hechos goza (…) de presunción de inocencia, correspondiendo a la parte acusadora la prueba de que la finalidad del intercambio era otra (…) Sencillamente este Tribunal tiene dudas sobre el alcance y finalidad del intercambio realmente producido, pasando a exponer tales dudas y su fundamento para mayor claridad. A favor de la versión mantenida por el acusado tenemos: (...) [sigue una enumeración de 9 razones que abonan la hipótesis de descargo]. Frente a tales elementos probatorios que inclinan la balanza a dar por acreditada la existencia de un consumo compartido, contamos con otros elementos, que hacen sembrar cierta sombra de duda [sigue una enumeración de motivos que abonan la hipótesis de cargo]. En todo caso este Tribunal, aún con las dudas que se expresan en los párrafos inmediatamente anteriores, se inclina por no considerar acreditado (…) que estemos ante un acto de favorecimiento del tráfico ilícito de sustancia prohibida (cocaína), por el mayor número y coherencia de los elementos probatorios que refuerzan la versión del “consumo compartido” (…). En definitiva existe una duda razonable (…) sobre el extremo concreto de si la droga incautada, era para consumo compartido de varios o para venta a terceros y ante la exis399 Jacobo Dopico Gómez-Aller tencia de una duda razonable y razonada no pueden darse por acreditados hechos con trascendencia penal”. • SAP Barcelona, 5ª, 240/2007, de 27 de marzo: “la controversia probatoria se centra en determinar si las sustancias psicotrópicas intervenidas al acusado se hallaban preordenadas al tráfico ilícito (…) o si, por el contrario, se trataba de sustancias destinadas al consumo compartido (…). Este Tribunal, tras haber podido valorar la concreta prueba practicada en el Plenario con una privilegiada inmediación procesal, se inclina por considerar probada la tesis fáctica sustentada por la parte acusada, y ello por los motivos que siguen (…). No se le escapa a esta Sala el valor incriminatorio que posee la cantidad de sustancia psicotrópica intervenida (…); no obstante (…) no puede dejar de ponderar tanto los sólidos contra indicios obtenidos a través de la prueba practicada que refuerzan la versión exculpatoria del acusado”. • SAP Madrid, 16ª, 23/2007, de 6 marzo: a pesar de que la cantidad poseída era importante, las drogas eran variadas, el número de participantes no era claro y la fiesta en la que se iba a consumir iba a tener lugar 15 días después, considera en virtud del resto de los indicios que es más plausible la hipótesis de descargo. • SAP Madrid, 16ª, 5/2007, de 26 enero: “Se trata por tanto de determinar si concurre en el actuar de Arturo el elemento subjetivo del delito que nos ocupa, esto es, la intención de destinar al tráfico la sustancia incautada (…). El acusado ha negado que la droga fuera destinada a terceras personas, ofreciendo una versión aceptable o creíble (…) para justificar el destino personal que pensaba darle, esto es su autoconsumo junto con un grupo de amigos. … [Los indicios de cargo] son manifiestamente insuficientes para basar en ellos el hecho consecuencia de la intervención del acusado; insuficiencia que resulta incompatible con el exigible grado de certeza que debe presidir toda sentencia con400 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas denatoria, al permitir tales datos alcanzar otras valoraciones alternativas igualmente racionales pero de signo contrario”. • SAP Barcelona, 2ª, 988/2006, de 20 de diciembre: “Los hechos objeto de enjuiciamiento no son constitutivos de un delito de tráfico de drogas, ni de ningún otro delito. El fundamento en el que se apoya esta conclusión es sencillo. En el acto del Juicio Oral, el acusado (…) sostuvo una versión de los hechos exculpatoria [scil. que poseía la droga para autoconsumo colectivo]. No habiendo sido desvirtuada dicha versión de forma suficiente como para entender enervada la presunción de inocencia que alcanza al acusado, la única alternativa posible consiste en acordar la absolución del acusado, con todos los pronunciamientos favorables”. • Ver también en idéntico sentido las SSAP Las Palmas, 6ª, 6/2008, de 21 de enero; Madrid, 3ª, 570/2007, de 30 de noviembre; Santa Cruz de Tenerife, 2ª, 303/2007, de 27 de abril. Esto implica una comprensión más flexible de estos indicadores. Es perfectamente posible afirmar que en un determinado caso la droga iba destinada a consumo colectivo aunque éste no fuese inmediato, o aunque los destinatarios no fuesen consumidores habituales, etc., siempre que el resto del material probatorio sostenga la verosimilitud de la hipótesis de descargo. Es rotunda en este sentido la STS 718/2006, de 30 junio (que ha tenido importante repercusión en la reciente jurisprudencia de las Audiencias Provinciales)29 . El tribunal de instancia había rechazado la alegación de consumo compartido porque no concurrían algunos de los indicadores: los consumidores eran esporádicos y no habituales, el encargo tuvo lugar en un bar, a la vista del público; y el consumo no iba a 29. Ver las SSAP Madrid, 2ª, 521/2007, de 22 de noviembre, y 448/2007, de 22 de octubre, y Barcelona, 2ª, 988/2006, 20 de diciembre. La SAP Barcelona, 10ª, de 12 enero de 2007, cita esta sentencia en términos confusos: primero afirma en su F. D. segundo que “cada uno de los requisitos que se establecen para la declaración de concurrencia no pueden ser examinados en su estricto contenido formal, a manera de test de concurrencia”, pero a inmediata continuación, en su F. D. tercero, añade: “Estos indicadores son, realmente requisitos jurisprudenciales sobre el denominado consumo compartido, por el que esta Sala ha declarado la atipicidad del consumo compartido, destacando su excepcionalidad, y enmarcando esta figura en los siguientes requisitos…”. 401 Jacobo Dopico Gómez-Aller ser inmediato, sino que iba a tener lugar días después. Pese a todo, el Tribunal Supremo admite la atipicidad, pues no nos hallamos ante un “test de concurrencia” cuyos requisitos determinen la licitud del consumo, sino sólo ante un conjunto de indicadores que han de valorarse caso a caso: “La doctrina de esta Sala, partiendo de la concepción de los delitos contra la salud pública como de infracciones de peligro en abstracto, tiene establecido que pueden existir supuestos en los que no objetivándose tal peligro se estaría en una conducta atípica, evitándose con ello una penalización sic et simpliciter (…) y en la que no estuviese comprometido el bien jurídico (…) Abonarían tal atipicidad los [indicadores] acabados de exponer, en los que se trata de verificar si en el presente caso se está en un supuesto de los comprendidos en la doc-trina de la Sala expuesta, debiendo añadirse que en todo caso, los indicadores citados deben de valorarse desde el concreto análisis de cada caso, ya que no debe olvidarse que todo enjuiciamiento es un concepto esencialmente individualizado y que lo relevante es si del análisis del supuesto se objetiva o no una vocación de tráfico y por tanto un riesgo para la salud de terceros. Cada uno de los requisitos que se establecen para la declaración de concurrencia no pueden ser examinados es su estricto contenido formal, a manera de test de concurrencia pues lo relevante es que ese consumo sea realizado sin ostentación, sin promoción del consumo, y entre consumidores que lo encarguen, para determinar si por la cantidad puede establecerse un razonado juicio de inferencia de estar destinada al tráfico o de consumición entre los partícipes en la adquisición. Ha de tenerse en cuenta además, que la condición de consumidores esporádicos es precisamente la figura que se comenta del consumidor esporádico de fin de semana la más típica y usual de los casos de consumo compartido” 30. 30. Esta sentencia llega incluso a prescindir del requisito de que la droga compartida se haya adquirido con una bolsa común (como también las SSAP Madrid, 16ª, 23/2007, de 6 marzo, y Girona, 3ª, 506/2004, de 10 de junio). La SAP Madrid, 16ª, 57/2007, de 8 de mayo, plantea a modo de hipótesis la posibilidad de que el adquirente adelante el pago de toda la droga y posteriormente los demás consumidores se la reintegren. 402 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas e) Otras cuestiones: “adictos” o “consumidores ocasionales o de fin de semana” Pese a que algunas sentencias han limitado la atipicidad a los casos en que los que aportan al fondo común fuesen adictos, en la línea actualmente dominante se admite la atipicidad también cuando sean meros consumidores ocasionales o de fin de semana (STS 775/2004, de 14 de junio). Si el “autoconsumo colectivo” es impune por ser una versión colectiva del consumo individual, debe destacarse que el consumo individual es impune tanto para consumidores adictos como para consumidores ocasionales. La explicación que da el TS (sería típico por el riesgo de colaborar en la adicción de alguien todavía no adicto) supone ignorar que nos hallamos ante un caso de posesión en nombre del resto destinada al autoconsumo colectivo impune31 . Limitar la atipicidad a los casos de cotizantes “adictos” supondría criminalizar los casos de bolsa común en los muy abundantes supuestos de drogas de consumo recreativo semanal, por ejemplo 32. Precisamente para evitarlo, la Jurisprudencia ha ido incluyendo el consumidor ocasional o “de fin de semana”. Algunas sentencias distinguen al consumidor “de fin de semana” del “ocasional”, considerando que esta “causa de atipicidad” no es aplicable a los casos de consumidores “ocasionales o esporádicos”: • STS 286/2004, de 8 de marzo: “Excluidos los consumidores ocasionales o esporádicos, en esta Sala se va abriendo paso una tendencia jurisprudencial en la que, a efectos de consumo compartido, reputa adictos o drogodependientes a los habituales de fin de semana”. • STS 776/2004, de 16 de junio, aduce para fundamentar la condena que los integrantes del círculo de consumidores 31. Crítica de modo general, ACALE SÁNCHEZ 2002: 53. 32. Así como en drogas blandas donde las pautas de consumo son radicalmente distintas (QUERALT JIMÉNEZ 2008: 722). Interpreta este autor el concepto de consumidor en relación con la clase de droga, interpretándolo del modo más extenso cuando se trata de drogas blandas. 403 Jacobo Dopico Gómez-Aller “sólo consumían esporádicamente, como por ejemplo una vez cada 15 días, o una vez al mes, o incluso más tiempo”33 . Probablemente debido a las pautas de consumo de las drogas sintéticas, en las que el consumo esporádico o no periódico es muy abundante, la evolución jurisprudencial más reciente tiende a admitir la atipicidad aunque los hayan aportado dinero sean meros consumidores esporádicos. • STS 1052/2006, de 23 de octubre: “Debiéndose matizar —como hacen las SSTS 983/2000, de 30 de mayo; 237/2003, de 17 de febrero; 286/2004, de 8 de marzo, ó 225/2006, de 2 de marzo—, que dentro de la condición de «drogodependientes», debe incluirse a aquellas personas que puedan responder al patrón de «consumidor de fin de semana», es decir, consumidores no diarios, aunque sí puedan ser habituales de fin de semana, días festivos o acontecimientos semejantes”.34 • STS 718/2006, de 30 de junio: “Ha de tenerse en cuenta además, que la condición de consumidores esporádicos es precisamente la figura que se comenta del consumidor esporádico de fin de semana la más típica y usual de los casos de consumo compartido”. • SAP Zaragoza, 3ª, 76/2007, de 26 de noviembre: “consumidores esporádicos en grandes fiestas 2 ó 3 veces al año”. • También en la misma línea, las SSAP Alicante, 3ª, 697/2007, de 5 de diciembre; Madrid, 16ª, 23/2007, de 6 marzo, y Sevilla, 1ª, 36/2007, de 23 de enero, etc. La progresiva equiparación en efectos jurídicos del consumo individual y estas conductas de colaboración organizada 33. El argumento es insostenible. ¿La atipicidad sólo regiría para consumidores de ritmo semanal pero no de ritmo quincenal o mensual? 34. A este respecto llama la atención que una Sentencia del Tribunal Supremo del mismo ponente que la citada STS 1052/2006, de 23 de octubre (que admitía consumo en “festivos o acontecimientos semejantes), dictada cuatro días antes, rechace la aplicación de la tesis del “consumo compartido” porque los que aportaron al fondo no consumían los fines de semana sino en cumpleaños o fiestas sin periodicidad (STS 1038/2006, de 19 de octubre). Si se admite la atipicidad cuando los que aportan son adictos o consumidores esporádicos de fin de semana, es irrazonable supeditar la atipicidad al requisito de que ese ritmo esporádico fuese rítmica e invariablemente semanal. 404 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas para el consumo colectivo, debería razonablemente concluir en negar cualquier exigencia en relación con el grupo de consumidores (siempre que sean mayores de edad y capaces de comprender las implicaciones del consumo). No tiene sentido declarar la impunidad cuando todos los destinatarios ya son iniciados en el consumo de MDMA, por ejemplo, pero imponer una pena de 3 a 9 años de prisión si alguno de ellos nunca lo había probado y el sujeto activo lo sabía. 3. LA INVITACIÓN O DONACIÓN A SUJETO DETERMINADO Pese a la insistencia de la Jurisprudencia en señalar que la donación de droga también es una conducta típica del delito del art. 368 CP (de modo especialmente empecinado, incluso cuando consiste en una invitación ocasional a una sola dosis), el Tribunal Supremo ha aceptado en algunas ocasiones la idea de que la simple donación o invitación entre consumidores, “por solidaridad o cortesía”, es atípica. Se trata de conductas socialmente adecuadas por su evidente falta de lesividad a la salud pública (MANJÓN-CABEZA OLMEDA 2003: 77). El sujeto activo no difunde el consumo de drogas ni las distribuye en el sentido expuesto supra, sino que sólo las consume conjuntamente con otra concreta persona. • SSTS 14/1996, de 16 de enero, 72/1996, de 29 de enero y 715/1993, de 25 de marzo: “una cosa es que la donación como acto de difusión de la droga, con el ánimo de promocionar, favorecer o facilitar su consumo, constituya una acción subsumible en el tipo del art. 344 y otro que el drogadicto que posee o adquiere una pequeña cantidad de droga para su propio uso haga partícipe de ella o la comparta de un modo ocasional y en el momento de su consumo, ya por solidaridad ya por cortesía, con otros consumidores como él, pertenecientes a un reducido círculo íntimo o marginal. No hay en tal comportamiento un verdadero ánimo de promocionar o favorecer el consumo y sólo en una estricta interpretación literal, desconectada del «telos» de la Ley, puede hablarse de «facilitación»”. 405 Jacobo Dopico Gómez-Aller • SAP Barcelona, 2ª, 166/2001, de 26 de febrero: “la modalidad de la acción descrita en el tipo del articulo 368 y concretada en la conducta de “facilitar” sustancia tóxica o estupefaciente debe ser rigurosa y estrictamente interpretada, no pudiéndose asimilar sin mas a la misma y sobre la base de un interpretación meramente literal (…) todo acto de ofrecimiento o invitación al consumo de las sustancias prohibidas sino que tal ofrecimiento debe ser evaluado en el contexto y con las circunstancias en que tiene lugar. Y así, el simple hecho de invitar a terceros a consumir sustancia adquirida para el propio consumo y consumirla conjuntamente, de común acuerdo en el marco de un jolgorio o festejo y conociendo la persona invitada la naturaleza de la sustancia, (…) no puede in-tegrar la materia de prohibición del delito contra la salud pública”35 . Las sentencias citadas someten la atipicidad de estos supuestos a los siguientes requisitos: • cantidad mínima: se trata de una invitación a un acto de consumo. • carácter esporádico (si fuese constante en el tiempo, nos hallaríamos ante un caso de suministro estable de droga; a menos que hablemos de posesión conjunta en la pareja o supuestos similares: vid. infra). • que el invitado sea determinado (pues así “ni existe difusión de la droga en estrictos términos penales ni, en consecuencia, riesgo o peligro para la salud”). • que el invitado sea adicto a dicha droga (o consumidor de ella; infra se analizará esta diferencia). • la gratuidad de la transmisión. Con este requisito, la Jurisprudencia busca acreditar que no nos hallamos ante un suministrador integrado en una red de distribución (con otras palabras: el precio sería un indicio de que la conducta no tiene 35. Ver también las SSAP Alicante, 2ª, núm. 40/2006, de 26 enero, y 660/2005, de 18 noviembre; Granada, 2ª, 710/2001, de 22 diciembre; Cádiz, 8ª, 60/2001, de 2 febrero, y Zaragoza, 1ª, 96/2000, de 6 marzo. 406 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas lugar entre consumidores sino en una relación entre distribuidor y consumidor). • se requiere también que se trate de un acto de consumo común; esto significa no sólo que el consumo haya sido a presencia del que realiza la invitación, sino que, siendo el donante “a la vez consumidor” 36, ello dota al acto de un significado socialmente aceptado (“ofrecer” al consumir) que lo distingue con claridad de un acto de tráfico37 . No debería exagerarse la importancia de este último requisito (SEQUEROS SAZATORNIL 2000: 116), que es sólo indiciario de que la conducta se desarrolla en el ámbito de los consumidores y no de la oferta criminalizada (¿acaso sería más dañosa la conducta si el que invita no consumiese? ¿sufriría más daño la salud pública si la droga la consumiese una persona menos?). Sobre ello volveremos más adelante. Existe una cierta volubilidad en la Jurisprudencia señalada a la hora de exigir que nos encontremos entre adictos o entre meros consumidores. A) La versión más restrictiva, cada vez con menor presencia jurisprudencial, suele aducir que si se admitiese la atipicidad en los casos de invitación a meros consumidores no adictos, se declararían impunes conductas que pueden terminar generando una adicción a quien no la sufre38 . B) Una concepción más moderna y flexible atiende a la irrelevancia típica de estas conductas entre meros consumidores (incluso consumidores ocasionales): “no es constitutivo de ese delito la entrega de drogas a una persona concreta ya 36. SSTS 581/1999, de 21 abril, y 1088/1996, de 26 de diciembre. 37. En efecto, nadie diría que quien al fumar ofrece un pitillo a los concurrentes es un distribuidor de tabaco (a diferencia, por ejemplo, de la donación de muestras por parte del estanco o la empresa tabacalera). No toda donación es un acto de distribución típico; a este respecto, ver GARCÍA PABLOS 1986: 366-367; BOIX REIG / MIRA BENAVENT 1986: 39; DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 382, 394; EL MISMO, 1989: 60-61; REY HUIDOBRO 1999: 67; ACALE SÁNCHEZ 2002: 51-52. 38. STS 1657/1998, de 22 de diciembre (que precisamente apoyaba el fallo condenatorio en que una de las personas invitadas era mera consumidora, pero no adicta); STS 1088/1996, de 26 de diciembre. En la misma línea está la SAP Barcelona, 7ª, 139/2002, de 14 de febrero. 407 Jacobo Dopico Gómez-Aller consumidora de las mismas, por no constituir una conducta típica esa entrega cuando no existe el peligro de facilitación o promoción del consumo por personas indeterminadas” 39. Al hablar de los supuestos de invitación en el momento del consumo común, hemos relativizado la importancia de la exigencia de que la invitación sea para consumir conjuntamente con el que realiza la invitación. ¿Cómo enjuiciar los supuestos en los que no concurre ese elemento? Con otras palabras: ¿es atípica la invitación simple cuando el que invita no consume —es decir: cuando no nos hallamos ante un caso de consumo compartido? Se trata de supuestos que no deben considerarse típicos, por carecer de la más mínima trascendencia social (y, por ello, de lesividad para la salud pública), y que además con frecuencia tienen lugar en la intimidad de una relación personal. Los consumidores de drogas —y su entorno— se organizan de muy diversas maneras en la gestión de su consumo propio, y todas ellas han de reputarse atípicas. Este caso no muestra diferencias relevantes con los de servidor de la posesión para un autoconsumo colectivo (ACALE SÁNCHEZ 2002: 63-64). Sin embargo la línea jurisprudencial más represiva, predominante en este punto, reitera empecinadamente que “la invitación gratuita al consumo sigue siendo delictiva”, salvo en los específicos casos de donación compasiva, autoconsumo compartido, etc. (ver MENDOZA BUERGO 1998: 667-668) 40 . Ahora bien: como se ha señalado, lo cierto es que en muchísimos de los casos en que la Jurisprudencia ha conde39. SSTS 1375/1999, de 27 de septiembre, y 543/1994, de 3 de marzo; SAP Barcelona, 2ª, 166/2001, de 26 febrero (“la persona con la que se comparte la sustancia consume, aún esporádicamente, droga”). Esta es la concepción más razonable. Amén de que el riesgo de adicción no puede afirmarse de modo general de un solo consumo, ni es igual en todas las drogas tóxicas, la eventual existencia de un riesgo para la concreta salud de un consumidor (que, además, consiente en ese riesgo) no es lo que determina la antijuridicidad material en los delitos contra la salud pública. 40. Se trata de Jurisprudencia pacífica, y, sin embargo, en no pocas ocasiones los comentaristas citan resoluciones del Tribunal Supremo (¡a veces, incluso abundantes!) en las que supuestamente se ab-suelve a quien realiza una donación o invitación simple. Lamentablemente, se trata de una cierta con-fusión conceptual: las sentencias citadas son, casi invariablemente, casos de invitación en el momento del consumo (¡es decir: una modalidad de consumo compartido!), cuando no de “bolsa común” o de droga compartida en la pareja. Véanse las SSTS 165/2006, de 22 de febrero; 1312/2005, de 7 de no-viembre; 1194/2003, de 18 de septiembre; 2032/2002, de 5 de diciembre; 2010/2002, de 3 de diciem-bre; 1585/2002, de 30 de septiembre; 658/2002, de 12 abril, y 1468/2000, de 26 de septiembre. 408 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas nado las invitaciones, una mirada más atenta al factum de la sentencia nos revela que nos encontramos ante ventas mal probadas, suministro de droga a menores (donde la ratio de la sanción es otra) o supuestos en los que la invitación es un medio para el abuso sexual del receptor de la invitación, más joven que el donante o incluso menor de edad, como se insinúa (y hasta se llega a afirmar expresamente) en resoluciones como en las SSTS 1312/2005, de 7 de noviembre, y 538/2003, de 14 de abril 41. 4. POSESIÓN Y CONSUMO COMPARTIDOS EN LA PAREJA Y CASOS SIMILARES Un patrón similar de atipicidad, aunque con una mayor flexibilidad y con mucha mayor aceptación en la Jurisprudencia, se aplica a otros casos de droga compartida, “invitación recíproca” 42 y pequeñas donaciones o invitaciones en el ámbito de la pareja43 (donde la existencia de esa relación excluye razonablemente la hipótesis de una relación entre distribuidor y consumidor) y supuestos análogos44 . STS 1709/1993, de 2 de julio: “Cuando en el domicilio o ámbito de convivencia de dos personas se encuentra depositada o guardada droga en cuantía que no excede de los niveles de un normal consumo, de la cual hacen uso uno de los convivientes, por ser consumidor habitual, y, esporádicamente, su consorte, ejercen una posesión compartida de la droga, en la que es muy difícil apreciar una conducta de facilitación o menos aún de disposición por parte del introductor de la droga, y estas razones —para excluir los hechos de las tipicidades penales— suben de punto cuando se advierte que no existe en tal comportamiento peligro común y general para el bien 41. Más razonable es, pues, el proceder de resoluciones como la SAP Barcelona, 2ª, 166/2001, de 26 de febrero, que absuelve del delito contra la salud pública por la invitación pero condena por el delito de abusos sexuales a persona inconsciente. La STS 102/1998, de 3 febrero, condena la invitación a menores sin necesidad de referencia a la intención lúbrica del donante. 42. Ya hace dos décadas, con referencia jurisprudencial, DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 382; recientemente, MUÑOZ SÁNCHEZ/ SOTO NAVARRO 2001: 66. 43. Ver las SSTS 1090/1994, de 27 de mayo, y 1709/1993, de 2 de julio; y las SSAP Zaragoza, 3ª, 68/2007, de 30 de octubre, y Madrid, 5ª, 1508/2002, de 11 de junio. 44. Ver JOSHI JUBERT 1999: 215 y ss., con extensa referencia jurisprudencial y con detallado análisis de la compleja cuestión de la atribución de la posesión de la droga incautada en viviendas habitadas por varias personas. 409 Jacobo Dopico Gómez-Aller jurídico colectivo de la salud pública, ya que se realiza por los cónyuges como un acto más de su ordinaria convivencia en el domicilio común”. Esos supuestos son denominados en ocasiones “autoconsumo compartido”, y son casos híbridos, similares a la invitación pero en los que se da un rasgo adicional (la estabilidad, frente al carácter esporádico de la invitación atípica)45 . Muy probablemente un factor relevante es que hablamos de conductas que tienen lugar en un ámbito de intimidad mucho más protegido que el de otras relaciones personales, donde la injerencia estatal es mucho más problemática. 5. LAS “DONACIONES ALTRUISTAS O COMPASIVAS”. ESPECIAL ATENCIÓN A LAS DONACIONES A PERSONAS PRESAS a) Concepto La Jurisprudencia española conoce desde hace décadas supuestos en los cuales alguien, sin colaborar en la oferta criminalizada de drogas, donaba una pequeña cantidad a alguien por puro altruismo, para lograr un beneficio para él o para evitarle un perjuicio. Así, el Tribunal Supremo (Sentencias 1439/2001, de 18 de julio, y 1441/2000, de 22 de septiembre, y Auto 390/2005, de 3 de marzo) ha considerado atípico: “El suministro de droga a una persona allegada – para aliviar de inmediato un síndrome de abstinencia, – o para evitar los riesgos de un consumo clandestino en malas condiciones de salubridad, – o para procurar su gradual deshabituación, – o en supuestos similares ”. 46 45. Ciertamente la estabilidad del consumo en pareja es incompatible con el carácter esporádico que se exige en la invitación simple. Sin embargo, cada uno de esos elementos opera por separado como un indicio de que la transmisión no es un acto de distribución de drogas tóxicas, sino una conducta en el ámbito de los consumidores. 46. El texto originariamente constituye un solo párrafo; aquí se ha estructurado en varios párrafos a efec-tos de énfasis. 410 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas Esta es una formulación razonablemente amplia del ámbito de atipicidad, coexistente con otras mucho más restrictivas emanadas de la misma Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que sólo admiten una única finalidad altruista: la de evitación del síndrome de abstinencia; y únicamente permiten la donación de la llamada dosis terapéutica, mucho más baja que la dosis individual de abuso. La coexistencia de líneas opuestas llega hasta el punto que, como veremos, el Alto Tribunal llega a aplicar, con diferencia de meses, argumentaciones idénticas a casos idénticos para concluir resoluciones diametralmente opuestas (absolución o condena por delito de tráfico de drogas). Por ejemplo: • La SSTS 985/1998, de 20 de julio absuelve, tras 6 párrafos de extensa y ponderada motivación, a quien hace llegar a su hermano encarcelado 10 pastillas de Tranxilium y 20 de Rohipnol, apelando a que se trata de una “situación límite”. • La STS 789/1999, de 14 de mayo, acude a la misma argumentación —reproduce literal-mente los citados seis párrafos de la anterior sentencia—, apela igualmente a que se trata de una “situación límite”, pero condena a 3 años de prisión a quien hace llegar a sus tres hijos heroinómanos encarcelados 1’4 g. de heroína (es decir, menos de 0’5 g. a cada uno). Esta incoherencia hace imposible concretar en muchos casos cuándo estas donaciones compasivas son atípicas y cuándo típicas: se repite aquí, pues, el mismo problema básico de la interpretación de estos delitos. Y también aquí nos encontramos con dos corrientes jurisprudenciales como las señaladas en los grupos de casos anteriores: una, más razonable, que elabora un catálogo de posibles indicadores de si nos encontramos ante una donación altruista o ante un vulgar acto de menudeo de drogas tóxicas, y otra, más rigorista, que toma lo que a lo sumo sólo pueden ser indicios de que el sujeto no actúa como distribuidor ilegal de droga, y los convierte en requisitos objetivos para merecer la declaración de atipicidad (a lo que se añade la ya denunciada inversión de la carga de la prueba que obliga al acusado a demostrar con absoluta 411 Jacobo Dopico Gómez-Aller certeza la hipótesis de descargo). Analizaremos a continuación esas dos líneas jurisprudenciales. b) Una importante consideración fáctica: la represión selectiva de la donación compasiva penitenciaria En principio cabe afirmar que, en la realidad cotidiana, la llamada “donación altruista o compasiva” no es apenas perseguida policialmente ni condenada judicialmente. La donación habitualmente es realizada por otra de las principales víctimas de la toxicomanía del adicto (su madre, su padre, su pareja…), que suele padecerla a través de él y que por ello se compromete en la empresa costosa, poco agradable o incluso arriesgada de lograr para él una dosis de droga. En este sentido, su conducta es, como veremos a continuación, en gran medida la de un servidor de la posesión, como en el llamado “autoconsumo compartido”: compra y traslada droga en nombre e interés del adicto. Hoy está extendida la aceptación social de estas conductas, y la idea de que reprimir penalmente la conducta de estas personas es tan inadmisible como puede serlo reprimir al propio adicto47. En la valoración social este caso es mucho más claro que el de la invitación simple: no resulta admisible penar a quien, para ahorrarle padecimientos a un hijo, le compra droga. Por ello, también la praxis policial tolera razonablemente estos supuestos con muchas menos dudas que en los casos de invitación simple. Sin embargo, existe un ámbito en el que estas donaciones son perseguidas y llevadas ante los tribunales; y esos tribunales que en ocasiones absuelven, pero en no pocas condenan estas conductas. Se trata de los supuestos de donación compasiva penitenciaria 48, que son prácticamente los únicos “verdaderos” casos de donación compasiva que llegan a los 47. O aún más, pues alguien como la madre o el padre del adicto se ve inmerso en una situación enormemente conflictiva y dolorosa sin haber tenido habitualmente nada que ver en ella. 48. Entiéndase en sentido amplio: habitualmente se tratará de donaciones a un interno en un centro penitenciario, pero en otros casos se trata de personas internadas en un depósito de detenidos, o de personas presas en tránsito, etc. 412 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas tribunales. Casi toda la doctrina jurisprudencial se refiere a estos casos 49. No es que la Jurisprudencia dé una respuesta especial a los supuestos de donación compasiva penitenciaria, sino que estos casos, como se verá, no encajan bien en la definición del ámbito de atipicidad que de modo general para las donaciones “compasivas” hace la línea más represiva de la Jurisprudencia española. En esta selección concurren circunstancias variadas: • Por una parte, se trata de casos en que la denuncia es casi ineludible: la donación es aquí detectada por funcionarios penitenciarios que están obligados, sin margen alguno de discrecionalidad, a dar parte, sin margen de discrecionalidad. Por ello, estos casos de donación compasiva son casi los únicos que llegan a los tribunales. • En segundo lugar, son casos que, a diferencia de los anteriores, implican cierta antijuridicidad material o lesividad objetiva: la derivada de la introducción de droga en un centro penitenciario50. Ahora bien: este daño al orden interno penitenciario podría justificar la existencia de una sanción administrativa específica51, pero no como respuesta a un daño a la salud pública, pues no se trata de participar en la distribución o difusión de droga sino de una donación a persona concreta que ya es adicta. Responder a una cuestión de mero orden interno penitenciario, como si se reaccionase a un atentado grave con49. O a casos muy similares, en los que el destinatario en vez de estar encerrado en una prisión, está: -detenido en un juzgado (SAP Valencia, 3ª, 102/2005, de 21 de febrero); -o en un hospital (SAP Sevilla, 4ª, 60/2002, de 15 de octubre); -o en un Centro de Internamiento de Extranjeros (SSAP Madrid, 6ª, 186/2003, de 8 de abril, y 23ª, 245/2003, de 21 de marzo). También se vierten consideraciones en obiter dicta, al fijar la doctrina sobre otros casos de donación atípica (autoconsumo compartido, invitación simple, etc.); y por supuesto también casos en los que el Tribunal deduce de las pruebas presentadas, que la alegación de donación altruista es una mera pantalla argumental de descargo, para evitar ser penado por un acto de tráfico normal y corriente. 50. Esa lesividad es la que explica, por ejemplo, la existencia de la agravante del art. 369.1.8 (sobre este extremo volveremos al final del epígrafe). 51. Fundamentada, en palabras de DÍEZ RIPOLLÉS 1987: 385), en la necesidad del “mero mantenimien-to de la disciplina”. 413 Jacobo Dopico Gómez-Aller tra la salud pública, con una pena de más de tres años (¡o incluso, como veremos, de más de nueve años, de apreciarse la agravante del art. 369.1.8ª!52), no supone una razonable protección de bienes jurídicos sino una respuesta a todas luces desproporcionada. En el ámbito que nos ocupa, lo que es atípico fuera de prisión debe serlo también dentro de ella (o en sus cercanías). En estos casos no concurre peligro para la salud pública por más que suponga introducir una pequeña cantidad de droga en una prisión. c) ¿Atipicidad, justificación, exculpación? Desde hace años que el Tribunal Supremo afirma pacíficamente que estos supuestos son casos de atipicidad por ausencia de lesividad o antijuridicidad material53. También en ocasiones, como hemos visto, apunta a la vertiente subjetiva de la atipicidad por falta de riesgo típico: • STS 1441/2000, de 22 de septiembre: “desde una perspectiva subjetiva,… el delito del art. 368 CP…exige, además del dolo necesario en toda infracción dolosa, un especial elemento subjetivo del injusto consistente en la intención del autor relativa al favorecimiento o expansión del consumo ilícito de la sustancia tóxica”. Así comprendida, la donación compasiva debería ser entendida como una modalidad de la invitación atípica, pero, por así decirlo, “con mejores motivos”54 . Ahora bien: esos “mejores motivos” también podrían contemplarse desde el prisma de las ideas de justificación y exculpación 55. Una eventual alegación de justificación se estructuraría sobre la idea de estado de necesidad, como producción de un 52. La introducción de droga en prisión, incluso de cantidades relativamente pequeñas, lleva aparejada una pena de 9 a 13 años y 6 meses; una pena tan insosteniblemente desproporcionada que con frecuencia la condena penal lleva aparejada una petición de indulto parcial; ver recientemente la STS 608/2007, de 17 de julio. 53. STS 789/1999, de 14 de mayo. 54. Señala MANJÓN-CABEZA OLMEDA (2003: 48) cómo en la motivación de alguna sentencia absolutoria se destaca más el carácter de entrega sin difusión que el contexto compasivo (destinatario adicto, síndrome de abstinencia, etc.). 55. La STS 570/2002, de 27 de marzo, menciona obiter dictum la posibilidad de justificar o exculpar estas conductas (con cierta confusión terminológica). Mucho más confusa es a este respecto la STS 887/2003, de 13 de junio. 414 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas mal menor: se pone en peligro la salud pública para evitar los graves padecimientos de una persona concreta. Sin embargo, hablar de justificación supone admitir la tipicidad de la conducta; es decir, aceptar que invitar a un adic-to abstinente a una dosis mínima pone en peligro la salud pública, algo que, como hemos visto, debe rechazarse (ACALE SÁNCHEZ 2002: 57). Tal como aquí se ha expuesto, se trata de conductas que no tienen lugar del lado de la oferta criminalizada de drogas tóxicas, sino del lado del consumidor y en su interés: entrega de escasas dosis a concreto adicto sin difusión). Lo cierto es que el Tribunal Supremo no acepta aquí nunca la plena justificación por estado de necesidad56. Los motivos para esa negativa seguramente tienen que ver con el carácter situacional del estado de necesidad justificante, que afectaría a todo aquél que suministrase droga al sujeto con síndrome de abstinencia… incluso si fuese por precio57 (lo que llevaría a la indeseada conclusión de la atipicidad del suministro comercial de droga a personas con síndrome de abstinencia58). Algo distinta sería la cuestión en el caso de las llamadas causas de exculpación. La concepción tradicional admite que el estado de necesidad exculpante a favor de tercero sólo exonera al círculo de allegados de ese tercero. Esa restricción es la que parece plasmarse en la exigencia jurisprudencial de que el que suministre la droga sea familiar o allegado del drogadicto donatario. Subsiste, no obstante, la objeción citada supra: se habla de exculpación cuando existe una conducta típica y antijurídica, y no parece razonable calificar así la conducta de estos auténticos “servidores de la posesión”. Pero es que, además, el Alto Tribunal señala con frecuencia un obstáculo que plantea problemas tanto a la argumenta56. Sin embargo, parece que esa es la perspectiva de alguna resolución aislada, como la SAP Alicante, 1ª, 654/2002, de 20 diciembre, que niega el carácter delictivo de la entrega de 428 mg. de heroína a una allegada con síndrome de abstinencia por ser escasa la cantidad y porque “la destinataria se encontraba en una situación de necesidad, determinante, a su vez, del comportamiento de la acusada quién infringió una norma (la del art. 368 párrafo 1° del CP.) con objeto de paliar la causación de un mal mayor (la propia salud de Juana)”. 57. En efecto: el estado de necesidad justifica a quien cometa daños en propiedad ajena para salvar la vida de quien está a punto de perecer en un incendio… aunque lo haga por precio (como, por ejemplo, en el caso de los bomberos, que cobran por su trabajo). 58. Lo cual podría orientar la oferta minorista de droga: sólo se vendería a personas que esperasen a sufrir el síndrome de abstinencia. Con ello se reduciría la represión a costa de aumentar el sufrimiento de los adictos. 415 Jacobo Dopico Gómez-Aller ción de la justificación como a la de la exculpación: que cabría evitar ese mal a través de otra vía menos lesiva para la salud pública. Por ejemplo: cabría remitir al preso con síndrome de abstinencia a los servicios de desintoxicación de la prisión o al médico penitenciario, para un tratamiento deshabituador o sintomático59. Todo ello subraya la necesidad de tratar estos casos como supuestos de atipicidad. Probablemente en la posición del Tribunal Supremo se traslucen elementos tanto de la perspectiva de la atipicidad como del pensamiento de la exculpación. Dicho llana-mente: si cada vez se admite más la atipicidad de la invitación, ¡cómo no admitirla cuando el agente actúa con estos buenos motivos!60 En cualquier caso, la Jurisprudencia que no sanciona estos casos casi siempre afirma (con razón) que nos hallamos ante ca-sos de ausencia de tipicidad, y no estima necesario llegar a hablar de causas de justificación o exculpación. Si para afirmar la impunidad hubiese que acudir a la lógica del estado de necesidad, ésta habría de supeditarse a requisitos como el de ausencia de otro modo menos lesivo de resolución del conflicto (como “participar en un programa de desintoxicación” o “acudir a los servicios sanitarios de la prisión”, por ejemplo), lo que restringiría aún más su ámbito de aplicación. d) Rasgos definitorios del ámbito de atipicidad en la Jurisprudencia reciente En la Jurisprudencia, como venimos diciendo, se alternan dos líneas distintas respecto de estos supuestos: –La línea más punitiva, que limita enormemente —a veces, hasta extremos incomprensibles— la posibilidad de admitir la atipicidad de la conducta. Como se verá, esta visión incurre en la ya señalada inversión de la carga de la prueba que obliga al acusado a demostrar con total certeza que la droga no podía haber llegado a terceros distintos de su familiar o allegado. 59. SSTS 1490/2004, de 22 de diciembre; 1981/2002, de 20 de enero; 1876/2002, de 15 de noviembre, y 1704/2002, de 21 de octubre; véase también ATS 9 de junio 1999; asimismo la exageradamente rigorista STS 14/1996, de 16 de enero. 60. Entiéndase en un sentido objetivo, como el objetivo perseguido, y no como la mera motivación subjetiva; mezcla ambas perspectivas la STS 2015/1993, de 16 de septiembre. 416 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas –Una línea político-criminalmente más flexible, que admite un cauce de atipicidad razonable para estos supuestos, en especial para los de donación penitenciaria y que aborda la cuestión probatoria en términos más admisibles. Para intentar una aproximación comprensible a este grupo de supuestos, a continuación se propone un sencillo esquema con sus rasgos definitorios: los que permanecen más o menos estables en la Jurisprudencia y los que varían de una a otra línea jurisprudencial. 1º. Gratuidad: ausencia de contraprestación. Como hemos visto, se trata de una constante invariable en la Jurisprudencia española61. Con este requisito se busca acreditar que el sujeto no se encuentra en el lado de la oferta ilegal, sino que actúa en interés del toxicómano. Con otras palabras: que no se trata de actos de un minorista ilegal de drogas tóxicas, sino de actuaciones que tienen lugar en el ámbito de los consumidores. Como se ha expuesto supra, lo máximo que debe poder esperarse de este requisito es una función indiciaria (la ausencia de precio como indicador de que no nos hallamos ante un acto de tráfico ilegal), pues el precio no es un elemento objetivo del tipo. 2º. Sujeto activo “familiar” o “allegado”. Nuevamente nos encontramos ante un elemento indiciario de que el contacto no es un acto de distribución, sino un acto en interés del adicto. Una actuación altruista es verosímil en el contexto de una relación familiar o de afecto. Sin embargo, entre sujetos desconocidos las transmisiones de drogas generalmente no son altruistas, sino que se corresponden con actos de tráfico ilícito. Así, aunque aún sin mencionar a los “allegados”, habla el ATS de 9 de junio de 1999 de “una relación estrecha de 61. Es Jurisprudencia unánime. Por todas ver las SSTS 857/2004, de 28 de junio; 887/2003, de 13 de junio; 1981/2002, de 20 de enero; 1704/2002, de 21 de octubre; 1212/2002, de 29 de junio; 401/2002, de 15 de abril; 919/2001, de 12 de septiembre, y 881/2000, de 19 de mayo. 417 Jacobo Dopico Gómez-Aller parentesco o de convivencia entre donante y donatario, que determine que la entrega se haga por móviles altruistas y humanitarios y no por lucro”. Por ello, tampoco este vínculo debe interpretarse como un “requisito objetivo de atipicidad”, sino como mero indicio de que no nos hallamos ante un acto de oferta criminalizada de drogas. Resoluciones como la STS 985/1998, de 20 de julio, con razón prestan menos atención al dato formal de la clase de relación entre los sujetos y más al significado altruista de la transmisión, que revele que el sujeto no se encuentra del lado de la oferta criminalizada de drogas, sino que actúa de parte del adicto y en su interés (independientemente de si su actuación resulta ser terapéuticamente adecuada o no). La Jurisprudencia inicialmente se limitaba a mencionar como posibles sujetos activos de la donación atípica a los familiares62, si bien poco a poco fue ampliando el ámbito a meros convivientes63 hasta incluir, de modo general, el círculo más amplio de los “allegados”64 . 3º. La “concreta” finalidad altruista o compasiva. En especial: el síndrome de abstinencia. 3.1. Las posibles “finalidades altruistas” en la Jurisprudencia. Éste es uno de los elementos que más varían de una a otra sentencia, y que marcan una diferencia mayor entre la línea más punitiva y la aperturista. –En principio, la Jurisprudencia mayoritaria se limita a mencionar la evitación de los padecimientos originados por el síndrome de abstinencia; y aunque, como se verá a continua62. Es una posición que halla escaso reflejo en la Jurisprudencia reciente. Residuos aislados en la Jurisprudencia reciente son las SSTS 1453/2001, de 16 de julio, 881/2000, de 19 de mayo. 63. SSTS 1653/1998, de 22 de diciembre, y 1032/1997, de 14 de julio, y ATS 9-6-1999. 64. SSTS 1490/2004, de 22 de diciembre (que sin embargo parece interpretar el término “allegado” de modo muy estricto, excluyendo a “un mero conocido o amigo”); 857/2004, de 28 de junio; 887/2003, de 13 de junio; 1876/2002, de 15 de noviembre; 1704/2002, de 21 de octubre; 1212/2002, de 29 de junio (con la extensa formulación “conviviente, pariente o persona muy cercana”); 401/2002, de 15 de abril; 570/2002, de 27 de marzo; 186/2000, de 9 de febrero; 789/1999, de 14 de mayo, y 985/1998, de 20 de julio. 418 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas ción, el Tribunal Supremo ha admitido en no pocas sentencias otras posibles finalidades, ha habido y sigue habiendo resoluciones en las que ésta es la única finalidad mencionada a los efectos de estimar la conducta atípica65 . –Otra de las finalidades más mencionadas es la de “propiciar la deshabituación”66. Las posibilidades son tan variadas como las distintas clases de drogas y las diferentes características de las adicciones: suministro controlado de dosis decrecientes para deshabituar al adicto67, ofrecimiento de últimas dosis condicionado a que el adicto ingrese después en un programa de desintoxicación68 , etc. Independientemente de lo correcto o incorrecto de estas conductas desde la perspectiva terapéutica, es claro que no se trata de actuaciones que se realicen en el lado de la distribución ilegal, sino que tienen lugar en el lado de los consumidores (y en interés del adicto). –Las sentencias más flexibles en este punto admiten también la finalidad de “evitar los riesgos de un consumo clandestino en malas condiciones de salubridad” 69 . Aquí nos encontramos con alguien que suministra la droga al adicto (incluso pa-gándola por él) para evitar que éste se la procure por sí mismo, ya que ello supondría exponerle a un consumo en peores condiciones. Esto es una coherente aplicación del ya mencionado pensamiento del “servidor de la posesión”, aunque sin siquiera exigir que la droga sea pagada en último extremo por 65. SSTS 1490/2004, de 22 de diciembre; 857/2004, de 28 de junio; 887/2003, de 13 de junio; 1981/2002, de 20 de enero; 1876/2002, de 15 de noviembre, y 1653/1998, de 22 de diciembre. Véase también ATS de 9 de junio de 1999. 66. SSTS 1439/2001, de 18 de julio; 1468/2000, de 26 de septiembre; 1441/2000, de 22 de septiembre; 186/2000, de 9 de febrero; asimismo ATS 390/2005, de 3 de marzo. 67. STS 1799/1993, de 15 de julio (“lo recogió en su propia casa, le dio trabajo y le vigiló constantemente, dándole pequeñas dosis de heroína cuando la crisis de abstinencia era muy fuerte, las que iba distanciando en el tiempo y disminuyendo paulatinamente. Indudablemente, dicha conducta…no puede integrarse en el tipo contra la salud pública por el que viene condenado por el Tribunal Provincial. Ni la posesión… [estaba] destinada al tráfico, ni la entrega de las pequeñas dosis de la misma a su her-mano iba dirigida a «promover, favorecer o facilitar el consumo ilegal de la «heroína», sino todo lo contrario”). 68. STS 1236/1993, de 29 de mayo (la droga no estaba “destinada al tráfico, sino que se poseía para «suministrársela en pequeñas dosis a su hija … mayor de edad y adicta a la heroína desde dos años antes, siguiendo con ello los consejos que le había dado Antonio C. P., Secretario de la Junta Directiva del Grupo de Autoapoyo a portadores y enfermos del virus de inmunodeficiencia humana quien, sin tener título de médico, cosa sabida por la acusada, le había indicado que hasta que su hija Rocío fuera ingresada en un centro de rehabilitación de drogadictos, lo que él estaba tramitando, convenía le suministrara heroína en dosis cada vez más pequeñas”). 69. ATS 390/2005, de 3 de marzo. Véanse también SSTS 1439/2001, de 18 de julio, y 1441/2000, de 22 de septiembre. 419 Jacobo Dopico Gómez-Aller el consumidor. Claramente se trata de alguien que no actúa del lado de la distribución, sino en interés del consumidor. –Finalmente, señalar que en escasas sentencias hallamos una cláusula abierta referida a otros “supuestos similares”70 , que permite incluir supuestos que no encajen exactamente en ninguno de los casos citados. El requisito central que deben cumplir estos casos es que se trate de evitar al sujeto un mal que padecería en el caso de no suministrarle la droga (de modo similar a los casos de síndrome de abstinencia). Pueden ser daños a la salud, como los citados (por ejemplo, suministrársela a alguien enfermo a quien supondría un quebranto de salud salir a buscarla por sí mismo), pero no necesariamente puesto que también pueden ser de otro tipo (por ejemplo: para evitar que tenga que salir por ella un adicto que está amenazado; para retener al adicto en el entorno más seguro de la casa familiar y que no salga a buscársela por su cuenta, lo que podría suponer delinquir, etc.). Una cuestión adicional que se plantea en estos dos últimos supuestos es si ahí la donación compasiva sigue siendo atípica si es sostenida en el tiempo. Algunas sentencias, como la STS 570/2002, de 27 de marzo, introducen expresamente el requisito de que la donación no sea permanente. “No se acredita que sus hijos fueran drogodependientes (…). Pero aunque diéramos por cierto tal aserto, no se justificaría la conducta de suministrarle permanente e indefinidamente la droga, para que no robasen cuando quisieran obtenerla”. En cualquier caso debe advertirse que en la mayoría de las sentencias de la línea más represiva se admite como única finalidad paliar los rigores del síndrome de abstinencia (o, a lo sumo, acompañada de vagas menciones a favorecer la deshabituación); y que ello le lleva, como veremos, a deducir una serie de cuestionables conclusiones en relación con la cantidad máxima susceptible de donación. 70. Ver las SSTS citadas en la nota anterior, y asimismo la STS 423/2004, de 5 de abril, que se refiere a la evitación de “un malestar sin duda relevante” derivado de la carencia de droga. 420 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas 3.2. En concreto: la prueba del síndrome de abstinencia en la donación compasiva penitenciaria. En relación con la donación penitenciaria, la línea jurisprudencial más punitiva del Tribunal Supremo rechaza en innumerables ocasiones la tipicidad de la conducta afirmando que no se ha probado que el sujeto estuviese sufriendo el síndrome de abstinencia en el momento de la donación (a veces se añade: “o en días anteriores”). Este argumento se emplea incluso en casos en que se ha probado que el destinatario padecía una adición activa a la heroína71 . Independientemente de las cuestiones relativas a la carga de la prueba (que veremos más adelante), esta rigidez es difícilmente aceptable. Cuando hablamos de personas que padecen una adicción activa a drogas como la heroína 72, el síndrome de abstinencia es casi una certeza: lo que puede ser más o menos incierto desde el exterior es precisamente el momento en el que se manifestará (i.e., el momento en que el sujeto deberá entrar en abstinencia). Exigir a los padres de un recluso toxicómano que sepan decir con la antelación necesaria cuándo tendrá lugar la forzosa abstinencia de su hijo (por ejemplo, cuándo dejará de poder conseguir droga en prisión) y cuándo surgirán los síntomas, sólo tiene sentido si lo que se desea es negar siempre la atipicidad de estos casos. Así, pues, debe considerarse más correcta la línea jurisprudencial plasmada en resoluciones como la STS 423/2004, de 5 abril, que admite como indicio razonablemente suficiente —de que a ojos del donante el sujeto estaba en riesgo de padecer síndrome de abstinencia— la mera prueba de que sea toxicómano activo, adicto a una droga cuyo consumo habitual, seguido de abstinencia, genera el citado síndrome y sus gravosos efectos73 . La atipicidad de la donación para evitar el sín71. Por todas, ver las SSTS 1981/2002, de 20 de enero; 1704/2002, de 21 de octubre, y 1653/1998, de 22 de diciembre. Véase asimismo ATS de 9 de junio de 1999. 72. Las cifras de personas presas con adicción activa son tradicionalmente altísimas; por todos, ver DE LA CUESTA ARZAMENDI 1999: 126. Significativamente altas son las cifras en personas que sufren internamientos largos (ver el estudio de campo de ÁLVAREZ GARCÍA / DÍEZ GONZÁLEZ / ÁLVAREZ DÍAZ 2009). 73. La prueba de la toxicomanía debe manejarse con cuidado. En especial no es en absoluto prueba concluyente de la no-toxicomanía la falta de constancia en el expediente penitenciario. Ello, sobre todo, porque con frecuen- 421 Jacobo Dopico Gómez-Aller drome de abstinencia, no se limita a la donación que se hace para evitar un síndrome que ya ha empezado a manifestarse, sino también la hecha para evitar que siquiera inicie. No es posible fundamentar razonablemente una diferencia entre ambas situaciones; la mención al tan traído, tan llevado y tan poco explicado, “carácter excepcional” de esta atipicidad (¡cuando lo excepcional es la criminalización!) es una mera pantalla argumental que no puede legitimar una solución distinta. 4º. Donatario adicto. Aquí no se suscita como en los casos de autoconsumo compartido o donación simple el debate sobre si el donatario ha de ser adicto o basta con que sea un mero consumidor ocasional (ACALE SÁNCHEZ 2002: 55). La propia estructura del argumento apela a una adicción que requiere el auxilio del donante para superar un síndrome de abstinencia (una secuela de la adicción) u otras consecuencias de la incapacidad del sujeto para dejar de consumir 74. 5º. Cantidad mínima. Entre el (irrazonable) límite de la “dosis terapéutica” y un escaso número de dosis de consumo. El requisito de que se trate de una cantidad escasa de droga es una exigencia básicamente orientada a descartar alegaciones inverosímiles de “donación compasiva” que realmente encubriesen actos de tráfico relevante. La transmisión de una pequeña dosis a un adicto por parte de un familiar, es compatible con la idea de que se hace para evitarle males mayores, pero cuanto más aumente la cantidad aparece con más fuerza, por diversos motivos y como hipótesis razonable, que una parte se pretende destinar al tráfico. Ahora bien: como se ha apuntado anteriormente en relación con otros requisitos, este dato debe entenderse en sentido indiciario. En efecto, transmitir una gran cantidad de droga cia los presos negarán a la Administración Penitenciaria su toxicomanía, ya que la constancia de ser toxicómano (o seguir siéndolo) condiciona en gran medida cuestiones como permisos (expresa previsión en la Tabla de Variables de Riesgo, Instr. de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias 22/1996), progresiones, etc. 74. Es Jurisprudencia unánime, y se recoge en todas las sentencias citadas. 422 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas a otra persona puede ser un indicio, entre otros, que apunte a que nos hallamos ante actos de tráfico, pero ello no necesariamente habrá de ser así. Existen supuestos, como veremos, en los que hablaremos de “donación compasiva” atípica pese a que el sujeto transmite una cantidad equivalente a 10 días de acopio abundante de droga (SAP Madrid, 17ª, 404/2005, de 19 de abril). Así, afirman el ATS de 28 de mayo de 2001 y la STS 789/1999, de 14 de mayo: “en estos topes cuantitativos no quepa establecer reglas rígidas que puedan degenerar en solu-ciones o agravios totalmente injustos” 75. También a este respecto nos encontramos con una Jurisprudencia dividida en dos líneas: una más razonablemente aperturista y otra exacerbadamente punitiva: • La línea más razonable entiende que la donación compasiva-tipo debe medirse en atención al baremo de las dosis medias diarias de consumo (MANJÓN CABEZA OLMEDA 2003: 78) (la cantidad de droga media que consume un adicto en un día), pues lo fundamental es que no haya difusión de droga, es decir: que ésta sea efectivamente consumida por el sujeto. Ello no significa que el límite haya de estar en una dosis de consumo diaria, sino que dicha dosis es el baremo de medición. De hecho, no es infrecuente que el Tribunal Supremo admita la atipicidad de donaciones notablemente superiores a una sola dosis de consumo (incluso a una dosis de consumo diario). Lo fundamental es para esta línea que la dosis, desde el punto de vista de la prueba indiciaria76 , no desmienta la hipótesis de la donación compasiva. Por ejemplo, la STS 423/2004, de 5 de abril, admite que la donación, por parte de su esposa, a un toxicómano con 20 años de dependencia de dos papelinas con un peso de 1’3 y 75 En la Jurisprudencia llamada “menor”, y por todas, ver las siguientes resoluciones: SSAP, Barcelona, 6ª, 268/2008, de 26 de marzo; Cádiz, 8ª, 65/2006, de 9 de marzo; Jaén, 1ª, 46/2006, de 16 febrero, y Córdoba, 2ª, 140/2005, de 13 junio. 76. Así, la STS 985/1998, de 20 de julio, por considerar que la cuestión de la cantidad es materia indiciaria, otorga preferencia a la posición del órgano a quo por “la inmediación que a los jueces sirvió para llegar a la conclusión absolutoria”. 423 Jacobo Dopico Gómez-Aller 1’2 g., más un trozo de heroína solidificada de 3’38 g. y un trozo de hachís de casi 16 g. “sí serían cantidades perfectamente compatibles con la finalidad de mitigar un posible síndrome de abstinencia o, en cualquier caso, un malestar sin duda relevante en el destinatario de las mismas”. La STS 1876/2002, de 15 de noviembre, admite a contrario sensu la posibilidad de que la donación atípica abarque varias dosis77. • En el otro extremo, la Jurisprudencia más represiva limita la donación altruista no ya a una sola dosis de consumo, sino más aun: a lo que llama una “dosis terapéutica”. Muy pocas veces define el Tribunal Supremo la “dosis terapéutica”: se trata de un concepto que se arrastra acríticamente desde sentencias anteriores. La cantidad que la Jurisprudencia ha manejado como “dosis terapéutica” de heroína es de 0,01 gramos, bajísima en comparación con las cantidades de consumo moderado (0,100 gramos) y la de consumo alto (0,400 gramos) que manejaba el Alto Tribunal cuando nació esta línea jurisprudencial 78. Casi nunca cita la Jurisprudencia el origen de esta cifra: se trata de una carencia muy grave, pues se maneja como un concepto científico79. Y es difícil que lo haga, puesto que se 77. En efecto: rechaza la atipicidad porque la cantidad incautada (6 g. de heroína) es “muy superior a la que puede ser consumida en una o varias dosis”. 78. Ver, por ejemplo, las SSTS 1490/2004, de 22 de diciembre; 955/2003, de 26 de junio (obiter dictum); 884/2003, de 13 de junio; 1453/2001, de 16 de julio; 1653/1998, de 22 de diciembre; 1342/1997, de 3 de noviembre; en idéntico sentido, las SSTS 605/1996, de 20 de septiembre, y 2295/1992, de 30 de octubre (las cifras se refieren a la droga con índices de pureza que oscilan entre el 25-28% y el 45-50%). 79. Probablemente su origen se remonte al Anexo de la vieja Circular 1/1984 de la Fiscalía General del Estado (“Interpretación del artículo 344 del Código Penal”); y esa circular parece tomarlo de un estudio de hace más de un cuarto de siglo (AGUAR, Octavio. 1981. Drogas y fármacos de abuso, Madrid: Consejo General de Colegios Oficiales de Farmaceúticos).Véase, por ejemplo, los datos relativos a la heroína contenidos en el Anexo de la citada Circular FGE 1/1984 (disponible en http://www.pnsd.msc.es/Categoria2/legisla/pdf/c13.pdf): Es evidente que esta limitación se inscribe en un contexto conceptual totalmente distinto al manejado por el resto de la Jurisprudencia moderna del Tribunal Supremo (esa limitación no rige en otros supuestos de atipicidad como el autoconsumo compartido, en los de convivencia entre adictos o relación de pareja, etc., donde ni siquiera concurre esa finalidad altruista), y debería ser abandonada definitivamente. 424 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas trata de un grave error conceptual (SEQUEROS SAZATORNIL 2002). La dosis terapéutica es la prescrita por un médico con finalidad paliativa, curativa, etc. Sin embargo, aquí no estamos hablando de un tratamiento terapéutico o paliativo suministrado por un facultativo80 , sino del consumo abusivo de drogas tóxicas por parte de personas adictas, y de su suministro por parte de personas que carecen de conocimientos médicos, pero que se ven empujadas a adquirir drogas y dárselas a su familiar o allegado toxicómano para evitarle sufrimientos. Pero es que, además, limitar en estos casos la cantidad de heroína a una dosis de 0’01 grs., tan baja en comparación con la dosis de abuso, es absolutamente incompatible con otras posiciones del Tribunal Supremo ya expuestas, que admiten como finalidades admisibles de la donación compasiva no ya evitar los padecimientos del síndrome de abstinencia, sino otras como “propiciar la deshabituación” (por ejemplo, la deshabituación mediante suministro de dosis decrecientes y cada vez más espaciadas81 ), “evitar los riesgos de un consumo clandestino en malas condiciones de salubridad” evitación de otras clases de “malestar (…) relevante” o “supuestos similares”: ¿cómo lograrlo con cantidades cincuenta o cien veces más bajas más bajas que las dosis de consumo? Lo cierto es que en la realidad los casos de “donaciones altruistas” de dosis tan absurdamente bajas son inexistentes. Por ello, este umbral parecería diseñado expresamente para impedir las absoluciones en estos supuestos. En resumen: si de lo que se trata es de saber si estamos ante una conducta de difusión o distribución ilegal de drogas tóxicas (oferta criminalizada) con repercusión sobre la salud pública; o ante una conducta que tiene lugar en el lado de la 80. Aunque ya han sido abandonados por la praxis médica, se han dado en el pasado usos terapéuticos de la heroína como, p. ej., antitusígeno para casos severos en enfermos de tuberculosis. 81. ¡Y es que éste es el único “uso terapéutico” relevante que en la actualidad maneja la comunidad médica! Ver tan sólo en España el Ensayo PEPSA (Proyecto experimental de Prescripción de Estupefacientes en Andalucía: http://www.easp.es/pepsa/); en Canadá el Proyecto NAOMI (North American Opiate Medication Initiative: http://www.naomistudy.ca/); en Holanda el Proyecto del CCBH (Central Committee on the Treatment of Heroin Addicts: http://www.ccbh.nl/); etc. Ver también BAMMER 1997; y recientemente HAASEN / VERTHEIN / DEGKWITZ 2007: 55-62; AL-ADWANI ./ NAHATA 2007: 458; con opiniones encontradas, REHM / FISCHER, 2008:70 y MCKEGANEY 2008: 71. 425 Jacobo Dopico Gómez-Aller demanda, realizada de parte del adicto y en su interés, lógicamente el módulo que debe emplearse como indicio es la dosis de consumo abusivo de un adicto (más aún: la dosis abusiva que consume ese adicto), y no una hipotética “dosis terapéutica”. Las “dosis medias” o “estimadas” de consumo han de tomarse con cautela, pues son únicamente indicativas: un heroinómano con un historial de consumo de veinte años tendrá consumos medios más altos que el “adicto medio”, y viceversa. A esta idea apuntan las SSTS 401/2002, de 15 de abril, y 1704/2002, de 21 de octubre, que emplean como módulo la dosis de abuso habitual 82. Estas sentencias fijan dicha dosis para la heroína en 0’150 g.: es una cifra escasa, si se compara con las cifras de consumo abusivo que maneja el Tribunal Supremo 83, pero en cualquier caso es 15 veces más alta que la “dosis terapéutica”. No obstante, aunque estas dos sentencias manejan un concepto mucho más aceptable de la dosisbaremo, debe criticarse que condenen al donante porque la droga transmitida superaba la cantidad de una sola dosis (era suficiente para “tres tomas” —sic— de 0’150 g. en la STS 401/2002, de 15 de abril, y para “cinco tomas” en la STS 1704/2002, de 21 de octubre)84 . En efecto: como se acaba de 82. ¡Pese a que dicen aplicar el baremo de la dosis terapéutica! Se trata de un mero error terminológico: en realidad, la cifra que manejan se corresponde con una cantidad estimada de consumo diario (ambas sentencias se remiten aquí al afamado estudio de SEQUEROS SAZATORNIL, F. El tráfico de drogas ante el ordenamiento jurídico…, ob. cit.; quien, precisamente, se ha manifestado en contra de la idea de dosis terapéutica en este ámbito: “hablar… de dosis terapéutica diaria, resulta inapropiado en el consumo de drogas de abuso”: SEQUEROS SAZATORNIL, Fernando “La notoria importancia”, en El País, 26-1-2002). 83. Así, atendiendo a los datos del Acuerdo del Pleno No Jurisdiccional de la Sala 2ª del Tribunal Supre-mo de fecha 19 de octubre de 2003, una dosis atendiendo “el consumo diario estimado” contiene 0’600 g. (pues 500 dosis son 300 g.; así lo recogen resoluciones como la STS 423/2004, de 5 de abril: “el consumo medio diario estimado de heroína puede llegar a los 600 miligramos de sustancia pura”; pero ya mucho antes, según las cifras que manejaba el Tribunal Supremo en los años 80 y 90, la cifra de consumo abusivo alto era de 0’400 g. (Circular FGE 1/1984). 84. La STS 401/2002, de 15 de abril, condena al donante por transmitir una papelina de heroína de 0,491 g. y la STS 1704/2002, por transmitir 0’877 g. en 2 papelinas (con una pureza del 27’08 % en el primer caso y del 23’82 % en el segundo). Pero si atendemos a las cifras que maneja el propio Tribunal Supremo, una cantidad de consumo alto es de 0’400 g. (y según el Acuerdo del Pleno no Jurisdiccional de la Sala 2ª de 19 de octubre de 2001, la dosis de consumo diario estimado puede alcanzar los 0’600 gr.); por lo que estarían condenando por donar a un adicto aproximadamente una cantidad de consumo diario en el primer caso y dos en el segundo. ¿Cómo argumentar que en estos casos hay un riesgo relevantemente alto de difusión? Nótese qué gran diferencia determina el empleo de uno u otro baremo. 426 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas señalar, hablar de módulo o baremo no significa que a partir de una sola dosis de consumo abusivo debamos presumir que ya no estamos ante una donación altruista. El problema es evidente en el ámbito de las donaciones altruistas penitenciarias, donde el donante cuenta con que no va a poder volver a hacerle llegar droga al preso en un cierto período de tiempo, por lo que sería irrazonable hacerle llegar una sola dosis para retras-ar unas horas el síndrome de abstinencia. Razonablemente, para lograr su objetivo de actuar en interés del preso deberá suministrarle una cantidad algo mayor que en los casos de donación compasiva en libertad, suficiente para un pequeño número de dosis. En estos casos, admitir que existen “donaciones compasivas” atípicas, pero limitar la afirmación a las que transmitan una sola dosis es absolutamente contradictorio, pues supone rechazar de facto casi toda posibilidad de admitir esa atipicidad que afirman en sede de principios. Si además esa dosis fuese entendida como la absurda “dosis terapéutica”, la contradicción alcanzaría extremos inexplicables. Son más correctas, pues, posiciones como la de la SAP Madrid, 17ª, 404/2005, de 19 de abril, que declara la atipicidad de una donación altruista cuantiosa con el siguiente razonamiento: “la suma de 60 ó 100 comprimidos [scil. de Trankimazín] (…) supondría un acopio para unos 6 ó 10 días, y dado el lugar donde se hallaba Sebastián, Centro Penitenciario, donde si bien —es conocido— hay droga, no la hay en abundancia, ni de buena calidad, ni más barata que en el exterior”. Esta es la opción más razonable, y la que sostiene, por ejemplo, la STS 423/2004, de 5 de abril: “Y si —como se sabe— el consumo medio diario estimado de heroína puede llegar a los 600 miligramos de sustancia pura; y en el caso del hachís ese límite se sitúa en torno a 5 gramos, lo que aquí se toma en consideración daría para dos días, en un caso, y para tres en el otro. Por lo que, en contra de lo que concluye el Tribunal en este aspecto, sí serían cantidades perfectamente compatibles con la finalidad de mitigar un posible síndrome de abstinencia o, 427 Jacobo Dopico Gómez-Aller en cualquier caso, un malestar sin duda relevante en el destinatario de las mismas”. 6º. Concreción del destinatario. Los requisitos de creación jurisprudencial para garantizar la ausencia de riesgo de difusión a terceros. La Jurisprudencia exige que la droga vaya destinada al concreto adicto y no para la ulterior difusión a terceros. Se trata, en principio, de la misma exigencia que se ha visto en casos anteriores, y que busca probar que la conducta no es un acto de distribución, sino que se mantiene en el ámbito de la demanda de droga y se realiza en nombre e interés del adicto familiar o allegado del donante. Entendido como mero indicio el requisito es razonable. Si se demuestra que el destinatario es adicto, que el suministrador no actúa como distribuidor de droga sino de parte del adicto y en su interés, y que las circunstancias de cantidad, modo de entrega y presentación sugieren que se destina al consumo del concreto adicto y no al tráfico, etc., la conducta debe considerarse atípica. Sin embargo, nos encontramos aquí de nuevo con las dos líneas jurisprudenciales mencionadas. La línea más punitiva con frecuencia afirma expresamente que debe probarse la ausencia de riesgo de transmisión de la droga a terceros distintos del familiar al que iba destinada85 (SSTS 1653/1998, de 22 de diciembre; 401/2002, de 15 abril; 1704/2002, de 21 de octubre; 1981/2002, de 20 de enero, y 857/2004, de 28 de junio; asimismo AATS de 9 de junio de 1999, 29 de septiembre de 2000, 3142/2000, de 20 de diciembre, y 858/2001, de 3 de mayo). 85. En el extremo más irrazonable de la línea más punitiva, la STS 570/2002, de 27 de marzo, considera que incluso el destinatario adicto es uno de esos “terceros” a los que no se debe difundir la droga: “Cuando la Ley penal habla del consumo o destino al consumo de la droga, no distingue, ni nosotros debemos distinguir, que el consumidor sea o no un hijo. El tipo penal que se aplica, protege la salud de los terceros en abstracto. Pues bien, la acusada ha ido más allá, y ha reconocido y aceptado que sus actos de tráfico, han pasado de la potencia al acto (de lo abstracto a lo concreto), dañando la salud de sus hijos” (negritas añadidas). El razonamiento no es sostenible. La doctrina del Tribunal Supremo distingue entre donante, destinatario y terceros (i.e., distintos del donante y el destinatario). Si en la relación donante-donatario se identifica a los hijos donatarios con “terceros”, con ello se introduce una variación clandestina de la propia línea jurisprudencial. 428 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas En otras ocasiones supedita la atipicidad de la donación altruista a que el consumo sea inmediato y en presencia del donante, pues sólo así puede asegurar que no haya riesgo de difusión 86 . Este último requisito con frecuencia se ha relativizado (exigiéndolo “en la medida de lo posible”87 ). La línea jurisprudencial más flexible prescinde de él, al afirmar directamente que el consumo ha de tener lugar “a presencia o no de quien hizo la entrega”88 , y que ese dato “carece de particular significación”89 . Exigir que el consumo tenga lugar en presencia del donante conduce a la línea más punitiva a la negación de la atipicidad en casi todo supuesto de donación altruista penitenciaria. En efecto, salvo que la droga se transmita y consuma durante un encuentro vis à vis íntimo, lo normal es que sea entregada (o enviada por correo) para que el sujeto la consuma en un momento posterior y, lógicamente, sin la presencia del donante, que no está encerrado en prisión. Esta concepción, muy extendida en la Jurisprudencia reciente —aunque no unánime, ni mucho menos—, debe ser criticada. Como el propio TS ha señalado en otras senten-cias, deducir de la mera posibilidad de difusión que ha habido efectiva difusión (es más: ¡efectiva difusión dolosa!) es un inaceptable salto mortal probatorio90 . Precisamente por eso, con razón la STS 98/2005, de 3 de febrero se distanciaba de esa inaceptable presunción de culpabilidad y exigía que para hablar de difusión típica debía probarse cuál es o iba a ser el destino de la droga91 86. Así, exigen este requisito e incluso condenan al donante porque no concurría las SSTS 1375/1999, de 27 de septiembre, y 789/1999, de 14 de mayo, y los AATS 3142/2000, de 20 de diciembre, y 9 de junio de 1999. En ocasiones, la exigencia de que el consumo sea “a presencia” del que realiza la entrega ha llegado a extremos irrazonables. Así, en el ATS de 9 de junio de 1999 se afirma que si se envía 1g. de heroína por paquete postal al marido heroinómano, no se realiza su consumo inmediatamente y en presencia del donante, sino que se envía “a través del control de entregas del Centro Penitenciario [con lo que] no podría asegurarse por cuántas manos [scil. ¡de funcionarios penitenciarios!] iba a pasar el paquete”, por lo que niega la atipicidad. 87. SSTS 2152/2002, de 4 de julio; 1704/2002, de 21 de octubre, y 401/2002, de 15 de abril. 88. SSTS 789/1999, de 14 de mayo, y 132/1999, de 3 de febrero; asimismo ATS 28 de mayo de 2001. 89. STS 423/2004, de 5 de abril. 90. De este modo, como se ha señalado supra, el elemento típico del riesgo para la salud pública se convierte en la (remota) posibilidad de riesgo para la salud pública; o, con los términos más duros del propio Tribunal Supremo: “no cabe confundir [el] peligro abstracto con un peligro presunto, pues ello vulneraría el esencial derecho constitucional a la presunción de inocencia” (por todas, STS 715/1993, de 25 de marzo). 91. En la STS 98/2005, de 3 de febrero, el hermano del preso adicto le quiere hacer llegar dos papelinas (una de ¼ y otra de ½ g.) a través de la novia de aquél, pero ésta sólo le llega a entregar una. La sentencia de la Audiencia incoherentemente había absuelto a la novia pero condenado al hermano por haber transmitido drogas en condiciones de difusión, refiriéndose a la papelina desaparecida. La Sentencia del Tribunal Supremo afirma que, a falta de prueba de cuál fue el destino de la droga, no cabe entender probado que se haya difundido con riesgo para la salud pública: “No aparece en el factum cuál fuera el destino del «medio» de droga; y no cabe inferir que ese destino supusiera, a diferencia de lo ocurrido con el «cuarto», una afectación relevante del bien jurídico protegido”. 429 Jacobo Dopico Gómez-Aller (y, debe añadirse, si ello está o no abacado por el dolo del donante). Así, pues, es más correcta la línea que no contempla estas circunstancias como requisitos objetivos sino como indicios de que la transmisión de droga no fue un acto de difusión o distribución dañoso para la salud pública, sino una conducta realizada en interés del adicto, irrelevante desde el punto de vista de la salud pública. Y, en este sentido, no se trata de requisitos imprescindibles, puesto que eso mismo puede ser probado por otras vías: STS 423/2004, de 5 de abril: “el consumo de la totalidad de lo aprehendido no podría haber tenido lugar a presencia de la donante. Pero a tenor de lo que acaba de exponerse esta circunstancia carece de particular significación. Pues como explica con claridad la sentencia de esta sala de 22 de septiembre de 2000, lo que realmente importa es el grado de relevancia de la conducta en la perspectiva de la lesión del bien jurídico. Y no cabe duda que el de la salud pública difícilmente podría considerarse afectado por la simple auto administración de aquéllas dosis por un politoxicómano. Por lo demás, es patente que en este caso tampoco habría concurrido en la acusada la intención de favorecer la difusión del consumo ilícito de las referidas sustancias, dado el destino previsto para las mismas”. De un modo más general, y como ya se ha señalado, debe criticarse que esta rígida línea punitiva proceda como si pudiese establecer requisitos para un permiso administrativo: los órganos jurisdiccionales no otorgan permisos ni fijan sus condiciones. Su competencia en este punto se dirige a determinar si, con probabilidad más allá de la duda razonable, el sujeto ha difundido droga —o pretendía hacerlo— con riesgo para la salud pública o no. Si la respuesta es negativa, no hay más requisitos que añadirle. Y la respuesta, en los casos de pequeña donación compasiva —también en la donación penitenciaria—, es negativa. 430 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas Por todo ello, que exista o no exista un margen de riesgo de difusión (permítaseme: un redundante “riesgo de que pudiera haber riesgo para la salud pública”) no puede ser “requisito formal para la legalidad de la donación” sino, a lo sumo, prueba indiciaria del destino de la droga y de la intención de quien la entregó. Esto significa que si de las pruebas se deduce • que el destinatario es adicto; • que la entrega la realiza un sujeto allegado al donatario adicto (y no un distribuidor de droga); • que la cantidad es compatible con la intención de que el destinatario la consuma y no de que a su vez la difunda; • y que esa posibilidad sea una hipótesis razonablemente posible (no una posibilidad remota), … en tal caso no es admisible que el juez exija “garantías concluyentes” ni “certeza” de que no exista riesgo de difusión. El órgano jurisdiccional ha de exigir altos grados de certeza a la acusación: la certeza más allá de la duda razonable de que la hipótesis de cargo acaeció (y, por ello, que la de descargo aparezca como una hipótesis remota, no razonablemente posible). Y, por el contrario, ha de bastar con probar que la hipótesis de descargo aparece como una razonable explicación de los hechos para determinar la absolución. Se trata, como hemos dicho, de los requisitos básicos del juego probatorio en Derecho penal. Las sentencias de la línea punitiva habitualmente se limitan a afirmar que si existió riesgo de difusión, entonces la donación compasiva es típica. Con otras palabras: si la conducta pudo ser una difusión típica de droga, entonces es que lo fue. Así, para la STS 1981/2002, de 20 de enero, entregar al marido heroinómano en prisión 4 papelinas de heroína y 1 de cocaína “posibilitaba la difusión a terceros” y por ello es una conducta de tráfico de drogas (¡sin considerar necesario dete431 Jacobo Dopico Gómez-Aller nerse a probar si ese riesgo era remoto, medio o alto; o si la droga iba dolosamente destinada a esa difusión!). La STS 1490/2004, de 22 de diciembre, niega la atipicidad porque si se entrega droga para su consumo en un momento ulterior, eo ipso “no podía excluirse el riesgo de difusión”. La STS 401/2002, de 15 de abril, la niega porque como la cantidad es suficiente para “tres tomas” (!!!), no cabe excluir el riesgo de difusión; idéntica argumentación, referida a “cinco tomas”, hace la STS 1704/2002, de 21 de octubre92 . El proceder es rechazable. La donación será típica si se realiza dolosamente para que el preso adicto la distribuya en prisión, en vez de consumirla. Pero probar que existe la posibilidad de que el preso la distribuya no es probar que ese riesgo sea penalmente relevante, ni que la droga se le enviase con el propósito de distribuirla. Esto sería tanto como condenar toda donación altruista penitenciaria o considerar que si no se logra evitar incluso el más remoto riesgo de difusión, es que existe dolo de traficar. Ya en el colmo, se ha llegado a considerar que la transmisión de una sola dosis de 240 mgr. no excluye el riesgo de difusión porque podría “cortarse” y obtener de ella más dosis (SAP Cádiz, 8ª, de 5 de abril de 2002) En esa errada línea punitiva, algunas sentencias se aproximan a la exigencia de probatio diabolica de inocencia, rechazando la absolución porque no consta “que no haya difusión de la droga entre algún sector de público” (STS 789/1999, de 14 de mayo). Por ello, técnicamente más correcta que esta línea punitiva es la de las resoluciones del Tribunal Supremo que abordan esta cuestión como lo que debe ser: como una consideración 92. Recuérdese, como se ha señalado, que estas sentencias consideran que cada toma es de 0’150 g. de heroína; pero que el propio Tribunal Supremo ha afirmado con frecuencia que una dosis de consumo alto es de 0’400 g.; y que la dosis de consumo diario medio es de 0’600 g. (Acuerdo del Pleno no Jurisdiccional de la Sala 2ª del Tribunal Supremo de 19 de octubre de 2001). 432 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas de indicios para determinar la plausibilidad de la hipótesis de cargo y la irrazonabilidad de la de descargo —o viceversa93 . Así, con rotundidad declara la STS 857/2004, de 28 de junio: “nos encontramos ante la entrega de una cantidad mínima de heroína, concretamente 0,044 gramos puros de dicha sustancia, que el acusado realiza a su esposa cuando se encuentra detenida en dependencias policiales, habiendo manifestado que lo hizo para aliviar la drogodependencia que padecía, manifestación que no ha sido desvirtuada en las diligencias ya que ni siquiera se recibió declaración a la esposa del acusado en el acto del plenario ni se le sometió a reconocimiento médico. Así las cosas, no puede descartarse que estemos ante uno de los supuestos excepcionales de entrega altruista y compasiva de sustancias estupefacientes sin contraprestación económica, por lo que procede estimar el recurso y dictar una sentencia absolutoria”. De modo similar, la ya citada STS 423/2004, de 5 de abril considera que procede la absolución cuando los hechos son razonablemente compatibles con la hipótesis de des-cargo (“cantidades perfectamente compatibles con la finalidad de mitigar un posible síndrome de abstinencia”). e) Tipos agravados y circunstancias atenuantes: planteamiento Ante lo inaceptable de las consecuencias jurídicas a las que llegan, las sentencias de la línea más punitiva intentan con 93. La inseguridad jurídica en este punto es gravísima: no pocas sentencias del Tribunal Supremo condenan a largas estancias en prisión a quienes realizan lo que otras sentencias de la misma sala consideran atípico: donación compasiva por encima de la “dosis terapéutica”, donación altruista penitenciaria, autoconsumo compartido entre consumidores ocasionales no adictos, etc. Por ello, cuando esté suficientemente probado que nos hallamos ante uno de los casos declarados atípicos por la línea aperturista del Tribunal Supremo, la defensa no debe descartar la opción de aducir, además de la atipicidad, y para el caso de que no sea admitida, la creencia invencible del carácter atípico de la conducta: el sujeto actuó creyendo que su conducta no era una promoción típica del consumo ilegal de drogas. Y la creencia sería invencible, pues (permítaseme) el sujeto estaría en la misma creencia que un importante número de resoluciones judiciales actuales del Tribunal Supremo y las Audiencias Provinciales [no sería un error de prohibición, en primer lugar, porque versa directamente sobre un elemento típico (si se da o no el favorecimiento típico del consumo); y, en segundo lugar, porque en muchos casos el carácter prohibido de la conducta está fuera de duda (la donación altruista penitenciaria es evidentemente contraria a la normativa administrativa, pero bajo ciertas circunstancias es atípica; distingue también en este sentido las cuestiones de la ilicitud y la atipicidad de la donación altruista MANJÓN-CABEZA OLMEDA 2003: 77)]. 433 Jacobo Dopico Gómez-Aller frecuencia matizar sus conclusiones por diversas vías, más naturales o más forzadas94 . La mayoría de estas vías tienen que ver con la aplicación de circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal, aunque también en ocasiones el propio Tribunal propone la aplicación de indultos parciales95 . Esas inaceptables consecuencias jurídicas giran en torno a dos elementos principales: –Que las drogas de las que hablamos son habitualmente de las que causan grave daño a la salud (“drogas duras”), por lo que el marco penal básico es de 3 a 9 años. En efecto, las drogas cuya abstinencia produce un malestar más intenso suelen ser “drogas duras”96 . –Que en los casos de donación penitenciaria (en la práctica, los únicos “verdaderos” casos de donación altruista perseguidos y penados), la ley en principio obligaría a la apreciación de la agravante del art. 369.1.8ª (cuando “las conductas descritas en el artículo anterior tengan lugar en… establecimientos penitenciarios…, o en sus proximidades”), lo que determina una pena de 9 años a 13 años y 6 me-ses. f) Inaplicación de la agravante del art. 369.1.8ª Lo primero que debe señalarse es que la Jurisprudencia que condena estos supuestos no aplica la agravante de realización de la conducta en el establecimiento penitenciario o en sus proximidades (ACALE SÁNCHEZ 2002: 58). En ocasiones, incluso insinuando que así la condena no es tan dura. En cualquier caso, la inaplicación de una circunstancia que no es facultativa requiere una fundamentación. Esta fundamentación probablemente deba venir de la mano de la ratio del tipo agravado97, que en la redacción ac94. De hecho, con frecuencia, mucho más forzadas que lo que sería más sencillo y natural: una interpretación del art. 368 que excluyese de su ámbito estas conductas. 95. SSTS 98/2005, de 3 de febrero, y 1453/2001, de 16 de julio. 96. Sin embargo, esto no es necesariamente así. Para paliar el síndrome de abstinencia a la heroína, por ejemplo, se pueden suministrar drogas de otra clase (derivados del cannabis, ansiolíticos sin receta, etc.), no necesariamente calificables de “duras”. 97. Propone un entendimiento teleológico de estas agravantes MANJÓN-CABEZA OLMEDA 2005: 8-9. Re- 434 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas tual sigue teniendo que ver con la difusión de la droga en la prisión (por más que ya no contemple expresamente esos términos). El consumo ilegal de drogas en prisión no es más grave que en el exterior desde el punto de vista de la salud pública; pero sí concurre un plus de gravedad cuando se trata de la difusión a gran escala dentro de la cárcel, pues plantea serios problemas de orden interno penitenciario. Ese plus de gravedad debe ser interpretado a la luz de la pena que supone, como indica la STC 136/1999, de modo que ha de ser de una entidad importante. Por ello, entregas de unas pocas dosis de droga no pueden considerarse abarcadas por el tipo agravado del art. 369.1.8ª, ya que no son suficientes para alcanzar su umbral de relevancia. En cualquier caso: si por mantener una de las posibles interpretaciones del art. 368 —la más punitiva— el órgano jurisdiccional se ve obligado a bordear el principio de legalidad eludiendo de modo forzado la obligatoria aplicación de una agravante (que conduciría a penas exorbitantes), probablemente la solución menos forzada sea optar por la otra de las posibles interpretaciones del art. 368, la aquí considerada más razonable (la atipicidad de estas conductas). g) Consideración del parentesco entre donante y donatario a efectos atenuatorios Se trata de una cuestión debatida98. Por una parte, una línea jurisprudencial hoy poco influyente ha cuestionado la posibilidad de aplicar la circunstancia mixta del art. 23 CP (que habla del parentesco entre el sujeto activo y el “agraviado” 99). En estos delitos, el agraviado no es el donatario, por lo que en puridad la aplicabilidad de la circunstancia sería forzada y debería venir por la vía de la interpretación extensiva del término “agraviado”. cientemente, la STS 784/2007, de 2 de octubre, ha considerado que para aplicar esta agravante es necesario que exista un riesgo concreto de difusión en el interior de la prisión; pues no se puede agravar un delito de peligro abstracto atendiendo a un segundo peligro abstracto. 98. Sobre esta cuestión, ver DOVAL PAIS 2000: 31 y ss., con extensa referencia jurisprudencial. 99. STS 1627/1992, de 6 de julio, y AATS de 29 de noviembre de 1995 y 9 de junio de 1999. 435 Jacobo Dopico Gómez-Aller Aún conscientes de lo forzado de la aplicación “por no existir agraviado en tal tipo de delitos —que atenta contra un colectivo indeterminado— y no poder apreciarse por tanto relación de parentesco o de otra naturaleza con el agraviado”, sentencias como las STS 401/2002, de 15 de abril, y 1704/2002, de 21 de octubre, afirman que “lo que es indudable es que en el supuesto de autos el acto de tráfico de drogas merece menor reproche social por la relación de afectividad análoga a la de matrimonio entre la donante y el donatario, por mover a la primera una motivación altruista o humanitaria —aunque mal entendida— de satisfacer el deseo de consumo de droga de su allegado, y por haberse arriesgado por ello la donante a ser detenida y sometida a proceso” (y llega a aplicarla como muy cualificada). Para suplir ese problema del tenor literal del art. 23, con frecuencia acude la Jurisprudencia a la circunstancia atenuante de análoga significación (art. 21.6ª) al parentesco. No obstante, esta conclusión halla en su camino un importante obstáculo: que el tenor literal del art. 21.6ª habla de una “circunstancia de análoga significación que las anteriores”; y entre las anteriores no se encuentra el parentesco, que se halla en el art. 23 CP (sobre las distintas posiciones al respecto, ver por todos en la literatura reciente OTERO GONZÁLEZ 2003: 94-98). Esta última cuestión trasciende el ámbito de este estudio jurisprudencial. Baste apuntar los siguientes datos: –La Jurisprudencia aplica con muchísima frecuencia la atenuación con base en el parentesco entre donante y donatario, tanto directamente (SSTS 1981/2002, de 20 de enero; 1704/2002, de 21 de octubre, y 401/2002, de 15 de abril) como a través de la atenuante “analógica” (SSTS 1032/1997, de 14 de julio, y 837/1997, de 11 de junio); en ambos casos, todas las sentencias la apreciaron como muy cualificada. –Pero incluso desde la posición de quien considere inaplicable tanto el art. 23 CP como la circunstancia atenuante de 436 Los ‘supuestos de atipicidad’ en los delitos de tráfico de drogas análoga significación en relación con él, cabe la posibilidad de atender a la real situación en la que se encuentra el donante: tanto en la consideración de la situación anímica en la que se encuentra (STS 527/1998, de 15 de abril, desde la perspectiva de la eximente incompleta por trastorno mental transitorio), como en la apreciación de un estado de necesidad incompleto (directamente o a través de la circunstancia atenuante de análoga significación, como las SSTS 1342/1997, de 3 de noviembre, y 1121/1997, de 18 de septiembre, que la apreciaron como muy cualificada); vía que, por cierto, permite aplicar la atenuación no sólo a los familiares, sino también a los “allegados” no familiares. 437 Jacobo Dopico Gómez-Aller Bibliografía ACALE SÁNCHEZ, María. 2002. 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