AUTORES CIENTÍFICO TÉCNICOS Y ACADÉMICOS Las ideas de René Descartes en la ciencia moderna o reflexiones de una prófuga del matraz Martha Alvarado Zanabria L a filosofía siempre me ha brindado grandes consolaciones y certidumbres más o menos duraderas. A ella recurro en la siguiente y breve reflexión y, desde mi alejamiento de la ciencia (como una especie de prófuga del matraz), expongo algunas ideas acerca de René Descartes y sus implicaciones en la ciencia moderna, contrastándolas con el pensamiento de magos y alquimistas. Cuando estudiaba la licenciatura siempre cuestioné y padecí la gran carencia de conocimientos sobre la historia de la carrera que estaba emprendiendo: ¿cómo había surgido la Química?, ¿desde cuándo se le reconocía como ciencia? Algo similar a la pregunta ¿de dónde vengo?, que nos planteamos todos desde pequeños, y nuestros ancestros desde hace miles de años. Era como si esa materia hubiera surgido por generación espontánea. Ningún maestro fue capaz de, al menos, conducirnos a ese conocimiento. Bien nos fue cuando explicaron algunos modelos atómicos y vimos un grabado de Boyle en un experimento con gases, para después lanzarnos la ristra de ecuaciones diferenciales sin ton ni son y sin explicarnos su aplicación. Pero el desconocimiento (¿o negación?) de los alquimistas y magos, como colegas antecesores, no era todo. También había un aislamiento respecto a otras materias incluso cercanas, como la biología, la bioquímica y la fisiología. Todo se debía ver tras el cristal de un tubo de ensayo, con números fríos, no había cabida para lo subjetivo. Sólo tenía valor lo demostrable. Sin embargo, esas cifras tampoco son tan exactas siempre, lo prueba el rango de variación en estadística, para eso lo inventaron, creo. Las leyes de la ciencia tampoco son inamovibles, porque cada día se descubre información que desplaza a la existente. 53 ACTA Las ideas de René Descartes en la ciencia moderna Quizá la ciencia encegueció mucho tiempo atrás, avanzando sin una dirección propia. Sujeta a intereses, económicos y de otro tipo. En consecuencia, su enseñanza se reducía a crear profesionistas ciegos también a su entorno y a otros campos del conocimiento y sin fomentar en ellos un respeto hacia la naturaleza. Si bien era necesaria una separación de aquella amalgama de ciencias dominadas por los alquimistas, para que cada una evolucionara y se hiciera más fácil su estudio, ¿por qué la ruptura ocurrió de forma tan brusca e inarmónica? Me parece que algunas ideas de René Descartes tienen que ver con esto, al menos en la medicina actual, cuyo modelo se desarrolló a partir de ellas. Basta observar la carencia de sentido social de la institución médica, o su deshumanización, o bien la gran brecha entre psiquiatría y psicología. Lo anterior tendría sus orígenes en la división entre espíritu y cuerpo, hecha por Descartes en la Meditación sexta: ... Advierto al principio de dicho examen que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo, pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible.... Luego atribuye al espíritu (alma), no al cuerpo, las facultades de querer, sentir y concebir. Y trata el proceso saludenfermedad como un fenómeno mecanicista, en el que el cuerpo (res extensa) es visto como una máquina. De hecho, su famosa frase, Pienso, luego existo (la res cogitans, no sometida a las leyes de la mecánica), está dirigida al alma. Descartes desdeñaba los saberes heredados por los alquimistas, pues creía que sólo la razón podía conducir al conocimiento, y las prácticas de éstos y los magos resultaban bastante dudosos, así como discutir sobre sustancias y esencias. Esa misma idea tuvo dos efectos: la creación de su gran aporte al mundo con el método que brindaría claridad y certidumbre científica, a través de la estructuración del procedimiento, cuantificación de las cosas y su reproducción experimental. Infortunadamente, en el transcurso del tiempo su trabajo cayó en el utilitarismo, siendo aprovechado para intereses inimaginables, y aún permanece casi intacto. El positivismo retoma su idea acerca de que no es posible afirmar que algo es verdad, si no estamos seguros de que lo es, y la reformula en el sentido de que sólo tiene significado y produce conocimiento aquello que se puede verificar mediante un método, para saber si es verdadero o falso. René Descartes nació en el momento histórico adecuado para crear el Discurso del método (La Haya, Turena, 1596). Empezaban a desarrollarse los instrumentos de medición, algunos rudimentarios aún, otros ya con cierto grado de sofisticación (el telescopio, el barómetro, el microscopio y otros), que 54 permitieron nuevos hallazgos, así como el surgimiento de nuevas teorías en la filosofía natural (física) y en anatomía, por si fuera poco, también el nacimiento del Estado-nación (con la paz de Westfalia, al culminar la guerra de Treinta años, en la que participó Descartes). De hecho, algunos autores opinan que la ciencia moderna empezó en 1543, con la publicación de dos libros: uno de anatomía, De humani corporis fabrica, de Vesalio; y otro de astronomía, De Revolutionibus orbium caelestium, de Copérnico. El padre del cartesianismo pensaba además que desacralizando la naturaleza, sería más fácil estudiarla, mediante su matematización, ya bosquejada previamente por Bacon. Tal objetivación preparaba el terreno para su dominio. Idea contraria a la armonía y el respeto que practicaban hacia ella los alquimistas y magos del Renacimiento, a quienes por cierto, Descartes persiguió incluso como soldado de las huestes católicas que apoyaban a Fernando I, en la guerra de los Treinta años. Y es que el pensamiento alquimista no era lineal, como tampoco su lenguaje, sino caleidoscópico. El conocimiento hermético se transmitía mejor y de modo más libre mediante imágenes con emblemas herméticos esplendorosos, o ideogramas, con los que se intentaba llegar al intelecto por medio de los sentidos, recurriendo a la intuición. De hecho, Paracelso, refiere al respecto: Lo que vive según la razón, vive contra el espíritu (idea contraria a lo propuesto por Descartes). Una centuria antes, Joaquín de Fiore había profetizado el Tertius status, en el cual la letra se sustituiría por una comprensión visionaria, retornando así a la lengua original del Paraíso y llamando a todas las cosas por su verdadero nombre, de ese modo todos los misterios se manifestarían como un libro abierto. Los propios alquimistas retomaron la noción de arte (como arte filosófica) de Aristóteles, que da nombre, de manera general, a toda destreza de cosas, tanto teóricas como prácticas. Otro concepto aristotélico asociado con el Arte de Hermes es la entelequia, como Quintaesencia, el cual se ha usado para designar la fuerza que actúa en cada ser de la naturaleza para llegar a su completa realización −que contiene en sí mismo su desarrollo y su fin−. Ya que los trabajos de la Gran Obra, para llegar a la Piedra filosofal, encerraban en sí el principio y el fin; el conocimiento interno de las cosas que se va adquiriendo por etapas. Esa entelequia también actualiza en los seres el devenir, lo que lo conduce a su fin y lo realiza. Sin embargo, del siglo XVII en adelante, tales conceptos fueron interpretados por muchos como alegorías sobre un proceso de ascenso espiritual o desarrollo individual, o bien como la etapa inicial de la Química. Las ideas de René Descartes en la ciencia moderna El punto culminante de la Gran obra es la conjunción de lo masculino y lo femenino, la hierogamia (Sol-Luna), espíritu ígneo-materia acuosa. El principio femenino simboliza en la alquimia la parte proteomorfa de los procesos naturales y su evolución continua. Los dos aspectos fueron reconsiderados por William Blake, quien asoció el principio masculino con el tiempo, y el femenino con el espacio. La interacción de ambos elementos propicia una resonancia de acontecimientos individuales y simultáneos, que en la obra del propio Blake se refleja en una red intrincada de relaciones que caracteriza su poesía ya madura, donde los acontecimientos se ubican fuera de un tiempo lineal y absoluto. Con lo que el poeta hace, de paso, una aguda crítica al mecanicismo de Newton, pues el científico había partido del tiempo lineal y absoluto para crear sus leyes. Vale la pena mencionar que también a principios de ese siglo, ya era evidente un gran antagonismo entre los alquimistas rosacruces (teosóficos), que veían en la transmutación, el oro espiritual de los teólogos; y los operativos, que buscaban un sustento teórico para lo empírico. Medio siglo después ya se empezaban a comercializar los productos fabricados en los laboratorios y se desarrollaba la industria, creando así nuevas condiciones económicas, en manos de la burguesía. Evidentemente, en ese nuevo orden no había cabida para mensajes cifrados u ocultos ni para subjetividades. La nueva clase en ascenso requería claridad, orden, instrumentos más precisos, otra jerarquía de valores que garantizara un control sobre todo y sobre todos. Esto lo ofrecía el racionalismo. Por ello, algunos autores afirman que el cartesianismo, desde sus orígenes, fue un instrumento teórico del capitalismo burgués. Con lo que la naturaleza quedaría, por casi cuatro siglos, reducida no sólo a un objeto explotable sino vejable. Las incipientes industrias trajeron consigo otras jerarquías de valores y necesidades. Ya no era un pecado el deseo por el dinero, considerado antes así por san Agustín. Del mismo modo se aniquiló toda forma de idealización, en cuanto conceptos e iconos (como el derribamiento de los héroes, caballeros, para quienes la grandeza de un hombre estaba sustentada en la búsqueda de honor y gloria; de hecho en el Renacimiento esa búsqueda se convirtió en ideología, conforme disminuía el poder de la Iglesia). Ya en el siglo XVII había una gran desconfianza hacia la filosofía moralizante y los preceptos religiosos como medios para controlar las pasiones. Al desarticularse todo ese imaginario, los lugares vacantes empezaron a ser suplantados por otras construcciones. Uno de esos lugares fue ocupado tiempo después por la ciencia, y otro por su engendro, el cientificismo (positivismo), que consideraba al conocimiento científico, como lo único válido y auténtico, por ser demostrable. Las demás áreas del saber quedaban excluidas, inclusive la filosofía tradicional. Sin embargo, las primeras comunidades científicas positivistas evolucionaron con este prejuicio, sin aceptar otros universos de ideas. Muchos aún piensan igual que en siglo XIX, perdiéndose de lo enriquecedor que puede ser, por ejemplo, escuchar la conversación entre un físico y un filósofo hablando de la observación y el papel del observador. Muchos filósofos han criticado esa cerrazón del cientificismo. Por ejemplo, Nietzche, a pesar de su interés por las ciencias, lo deplora porque éste sustenta como verdad un orden eterno que la ciencia puede descubrir. Orden que se fija en el lenguaje, considerándose infalible y constriñe el pensamiento en conceptos acabados, inamovibles y creadores de trasmundos eternos. Otros filósofos positivistas han propuesto algún tipo de enmienda a esa rigidez, como Karl Popper con su teoría de las falsaciones, en la que no se buscan hechos que confirmen la hipótesis, sino que muestren un comportamiento distinto; es decir, al menos se acepta que existe la excepción de la regla. Como conclusión, sólo quiero decir que el método científico fue invaluable para la ciencia, sin embargo, hace tiempo debió complementársele, o crear otros modelos más amables e interdisciplinarios, en los que se considere el aspecto social y ético de la investigación, y que no sólo se sujete a intereses económicos o políticos. Basta ver el grado de devastación que ha sufrido nuestro ambiente en aras del progreso. Sobre todo, no olvidemos que la Naturaleza sigue siendo superior a nosotros, nos guste o no, y no es una exageración afirmar que está en juego la sobrevivencia de la especie humana. à Bibliografía Descartes, René, Meditaciones metafísicas. "Meditación sexta", col. Sepan cuantos, México, Porrúa, 1997, pp. 81-86. Herder, Diccionario de Filosofía, en CD. Ortíz Quezada, Federico, Descartes y la medicina, México, McGraw-Hill Interamericana, 2000, pp. 1-60. Roger, Bernard, Los enigmas secretos de la alquimia, Girona, Tikal, s/ año ed., pp. 7-26. Roob, Alexander, Alquimia y mística. El museo hermético, Italia, Taschen, 2001, pp. 8-32. 55