Los ciclos económicos mundiales y la crisis de la economía norteamericana Mario Rapoport1 Los sucesivos temblores en la economía mundial, que parecen repetirse con llamativa periodicidad desde la última década del siglo pasado, tienen dos tipos de lectura. Una primera es la de los que piensan que se trata de una situación coyuntural que puede superarse, como ocurrió otras veces, mediante alguna iniciativa de la Reserva Federal norteamericana. O sino con la novedad de emplear recursos estatales, que abandonan crudamente los postulados del credo neoliberal, a través de una intervención por parte del gobierno norteamericano para salvar entidades financieras de todo tipo en bancarrota, aplicando en este caso un keynesianismo sui generis y conservador. Su lógica responde a que la principal divisa internacional es el dólar. Esto permitiría financiar los desajustes de la economía de la potencia del norte; en especial sus gigantescos déficit, fiscal y comercial o sus compañías financieras o bancos en quiebra. En otras palabras, a diferencia de lo que ocurrió con el más reciente endeudamiento externo argentino, el principal deudor mundial puede atraer capitales, con la “seguridad” que le brindan (o brindaban) sus bonos estatales, para conseguir así los fondos que le hacen falta. O, en circunstancias extremas, como ocurre actualmente, endeudar a sus contribuyentes, ya altamente comprometidos, emitiendo dólares para salvar el capital en desgracia producto de una especulación desenfrenada. En el primer caso la ayuda no viene del Fondo Monetario Internacional (institución para los países pobres o en desarrollo), sino de potencias económicas emergentes que lo superan en competitividad y crecimiento pero no tienen un arma monetaria poderosa y deben todavía acumular divisas fuertes o que, al menos, así lo parecen. En el segundo, los recursos fiscales no vendrán tampoco en la proporción debida de los ciudadanos más pudientes, ha quienes se les han rebajado los impuestos para que puedan invertir mejor, es decir alimentar la especulación y el desastre financiero. Una segunda lectura es la de aquellos que ven la cuestión únicamente con anteojos locales y procuran descifrar que consecuencias tendrán estas movidas sobre la economía argentina: recordemos la conmoción provocada por la suba de las tasas de interés en los años 80. 1 Director del Instituto de Estudios Históricos, Económicos, Sociales e Internacionales (IDEHESI), Unidad Ejecutora en Red, Conicet-UBA. Investigador Superior del Conicet. 1 Sin embargo, aunque ambas lecturas puedan ser pertinentes, la marcha de la economía mundial, y en especial de la norteamericana, no deja de preocuparnos. El curso de la evolución del capitalismo va más allá de un sube y baja por burbujas especulativas: responde a tendencias mucho más profundas. El problema es que las subidas parecen cada vez más erráticas e inconsistentes y las declinaciones más vertiginosas e impactantes. El viejo maestro Joseph Schumpeter no escribió sus Business Cycles para divertirse sino para enseñar sobre estos mecanismos cíclicos. En este sentido, la actual crisis de la economía norteamericana ha llevado a compararla con la de 1929, que representó el inicio de una larga depresión de la cual pudo salir en alguna medida gracias a las políticas del New Deal pero, sobre todo, debido al esfuerzo productivo que significó la Segunda Guerra Mundial. No se trata de una comparación casual, aunque los elementos que aproximan ambas crisis parecen menores que los que las diferencian. En los años ’20, previos al crac de la bolsa de Nueva York, se asistía a una sobrevaluación de títulos y acciones palanqueados por holdings creados artificialmente. También se advertía el movimiento incontrolado de flujos de capital, la quiebra del patrón cambio oro y una oferta de bienes en los Estados Unidos superior a su demanda, sin poder ser colocada. Por su parte, en algunos aspectos la situación era más disímil. Los precios de las materias primas estaban cayendo ya desde mediados de la década del ‘20 (ahora suben), las políticas proteccionistas arancelarias empujaban a represalias de otros países (ahora el proteccionismo tiene la forma de subsidios y existen la OMC y los bloques comerciales), no había organismos financieros internacionales que pudieran servir (bien o mal) como prestamistas de última instancia y tampoco nadie advertía la consecuencias que podía traer una crisis bursátil tan profunda. Por supuesto, la geopolítica del mundo así como su base tecnológica y productiva resultaban muy diferentes. Un aspecto resulta, sin embargo relevante. El cuestionamiento del pensamiento económico clásico, comenzando por el de sus mismos fundadores. La idea de la existencia de un “orden natural” desempeñó un papel fundamental en el nacimiento de la economía política: en ella tomó cuerpo la convicción de que las relaciones económicas entre los individuos están reguladas por leyes objetivas, con respecto a las cuales las leyes del Derecho Positivo, elaboradas por los propios hombres, no deberían entrar en contradicción. Así, Adam Smith vio a la sociedad como un todo orgánico, compuesto por átomos que se articulan, interactúan y tienden a un equilibrio. El hombre, al perseguir su propio interés individual buscando el máximo beneficio, 2 “trabaja necesariamente para hacer que el ingreso anual de una sociedad sea el máximo posible”. Es llevado –según Smith– por “una mano invisible” que “lo conduce a promover un fin que no estaba en sus intenciones”. Con esta idea se articula la Ley de Say, que comenzó a ser puesta en duda a luz de los hechos planteados por la Gran Depresión y que tiene un postulado principal: el reconocimiento de una fuerza natural propia del mercado que asegura que toda oferta crea su propia demanda para cualquier nivel de producción y de empleo, dejando sentado la inexistencia de desequilibrios económicos permanentes en el sistema. O, en palabras del mismo Say, “se ve pues, que el solo hecho de la producción de un bien crea, en ese instante, un mercado para otros bienes”. De allí se desprende un segundo supuesto. Según los economistas neoclásicos, la parte del ingreso ahorrado (no gastado en bienes de consumo) se destina a la inversión, en tanto que la demanda futura se satisface mediante la inversión presente. Hasta la década de 1920, estos postulados eran los pilares de la corriente principal de la economía. Con la crisis y posterior depresión de los años ’30 los argumentos empíricos y teóricos contrapuestos a la idea de un orden natural tomaron fuerza. Los empíricos penetraron naturalmente en el conjunto de la sociedad a través del desempleo, el derrumbe de muchas fortunas y la caída en la miseria de vastos sectores de la población. Pero las críticas provenientes de la teoría económica fueron igualmente decisivas. Partían del principio de que había, en verdad, una contradicción entre el interés de cada individuo y el interés de todos; que ambos no coincidían en la práctica. La objeción más directa a la Ley de Say consistió en reconocer el hecho de que la oferta no crea su propia demanda y de que las crisis son una consecuencia del funcionamiento mismo del sistema. Keynes, años más tarde, expresaría su crítica de este postulado en su Teoría General: resultaba una falacia suponer la existencia de “un eslabón que liga las decisiones de abstenerse del consumo presente con las que proveen al consumo futuro siendo que los motivos que determinan las segundas no se relacionan en forma simple con los que determinan las primeras”. De todos modos, en los hechos, desde 1929 a 1933, el PBI de EE.UU. cayó en cerca de la mitad, el consumo de bienes durables en un 70 por ciento, la inversión se redujo a su quinta parte y los precios al consumidor disminuyeron un 24 por ciento. Por su parte, lo que es más grave desde el punto de vista social, el número de desocupados pasó del 3,2 al 24,8 por ciento. En un discurso pronunciado en 1937, el presidente Roosevelt analizaba retrospectivamente el colapso de 1929 y la depresión que lo siguió: “La sobreespeculación y sobreproducción de prácticamente todos los artículos o 3 instrumentos usados por el hombre... millones de personas desocupadas, porque lo producido (anteriormente) por sus manos había excedido el poder de compra de sus bolsillos... Bajo la inexorable ley de la oferta y la demanda, los bienes ofrecidos llegaron a sobrepasar de tal manera la demanda que podía pagarlos, que la producción debió frenarse bruscamente. Como resultado de ello: desempleo y fábricas cerradas. Esos fueron los trágicos años de 1929 a 1933”. Ello hace pertinente el tratar de vincular fenómenos actuales con coyunturas pasadas, hacer un breve recordatorio de las sucesivas crisis económicas y financieras que se produjeron en los últimos cincuenta años y ver si es posible explicar estos fenómenos a partir de ciertos marcos teóricos conocidos. Lo que nos interesa es comprender el largo plazo y analizar sus tendencias. Si se parte de la teoría de los “ciclos largos”, acuñada por el economista ruso Nicolai Kondratieff y popularizada por Schumpeter, nos hallaríamos así actualmente en una fase B, descendente, de la coyuntura económica mundial, que aún no habría terminado. Si bien la ortodoxia económica puso en duda la existencia misma de estos ciclos, los historiadores económicos verificaron empíricamente esos largos movimientos económicos ondulatorios. De esta forma la actual tendencia no sería una novedad histórica y formaría parte de un proceso característico en el desarrollo del capitalismo. Según esta explicación se podrían identificar ciclos económicos de aproximadamente 50 años, con una fase ascendente (A, de auge) y una descendente (B, depresiva o de disminución del crecimiento) de 25 años cada una. En la segunda posguerra, en particular, se iniciaría una nueva fase A, ascendente, que se cierra con la crisis de la década de 1970. Lo más interesante es que en las fases A se producen cambios tecnológicos de significación impulsados por el auge; mientras que en las fases B se acentúan procesos de globalización financiera buscando oportunidades de inversión ante la caída de los índices de rentabilidad, a lo que se añade la difusión de nuevas tecnologías por la mayor competitividad resultante de las condiciones recesivas. Una situación que advertimos en la etapa abierta en los ’70, cuando se expanden los mercados y flujos financieros estimulados por la consolidación de las nuevas tecnologías de la informática y las comunicaciones. Fenómenos ambos que no impidieron, sin embargo, una sensible reducción en las tasas de crecimiento de la economía mundial. La principal objeción que se plantea si seguimos este esquema es que la fase cíclica actual parece no querer revertirse y supera ya los 30 años. Siguiendo la evolución de los hechos económicos nos encontramos con que el período 4 de expansión de la posguerra, el más virtuoso del capitalismo -los llamados “treinta gloriosos”, de 1945 a 1975- comienza a frenarse hacia principios de los setenta. En 1972, un informe del Club de Roma titulado “Los límites del crecimiento” dejaba presagiar ya el fin de ese proceso. El propio éxito de aquellos años empujó hacia una nueva crisis. El plan Marshall, las inversiones norteamericanas en el mundo, la recuperación de las economías europeas y de Japón, la saturación de la demanda interna, los gastos militares por la guerra de Vietnam y la demanda de productos energéticos -que llevaron a un desmesurado aumento de los precios del petróleo por parte de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo)-, terminaron produciendo en los años ’70 una caída de la tasa de ganancia y un desaceleración del crecimiento. La suba de los precios que acompañó este proceso se llamó estanflación (estancamiento con inflación) un fenómeno totalmente nuevo y diferente al de los años ‘30 caracterizado por otra dupla: estancamiento con deflación. Hasta entonces, la firmeza del dólar cimentada en la hegemonía económica, política y militar estadounidense, había hecho posible la estabilidad del sistema financiero internacional. Sin embargo, a lo largo de los años sesenta, por diferentes vías Estados Unidos vio disminuir su supremacía productiva, monetaria y comercial frente a la acometida europea y japonesa. Como expresión de este hecho y de su política económica interna, la balanza de pagos del país del norte se volvió crecientemente deficitaria y el total de los adeudos en dólares comenzó a ser superior a las reservas de oro del Tesoro norteamericano. Las consecuencias que este fenómeno trajo consigo fueron trascendentales: el debilitamiento de la divisa estadounidense; la progresiva desconfianza del resto de las naciones -especialmente de las industrializadas- en el dólar como moneda de reserva y de pago internacional, y el desarrollo de un mercado libre de eurodólares y eurodinero que fomentó el movimiento internacional de capitales. Finalmente, en agosto de 1971, precedido por el empeoramiento de la balanza de pagos estadounidense y la salida de capitales, el presidente Nixon suspendió la convertibilidad del dólar, cuando anunció que su país dejaría de vender oro a otras economías. Mediante esta decisión unilateral, Estados Unidos no sólo abandonaba la obligación que se había autoimpuesto en la Conferencia de Bretton Woods, en 1944, sino también demolía uno de los soportes fundamentales del sistema monetario internacional de la posguerra: el patrón cambio oro-dólar que fue reemplazado por el patrón dólar. El dólar pasó así, paradójicamente, a depender sólo de si mismo, o mejor dicho de la buena voluntad de la Reserva Federal. La sustitución del sistema de tasas 5 de cambio fijas -el otro gran eje del arreglo monetario de 1944-, por tasas de cambio flexibles, no tardó mucho en seguir el mismo camino. Por otra parte, con el aumento de los precios del petróleo, en 1973, aparecen los petrodólares, agregándose a los eurodólares que inundan ya Europa y creando entre ambos una formidable liquidez internacional. De allí a salir a reciclar esos dólares baratos, con el apoyo del FMI que aconsejaba a los países emergentes su pronta toma a través del endeudamiento externo hubo un breve paso. Las ganancias que no podían lograrse en el centro era fácil hacerlas en la periferia. La crisis iba a trasladarse a los países en desarrollo a través de un flujo de capitales en gran parte especulativos que, por la apertura indiscriminada de mercados y políticas locales que los favorecían, obtenían altas rentabilidades. Esto permitió no sólo colocar excedentes financieros sino también comerciales y coincidió en América latina con las dictaduras de Pinochet y Videla, que tuvieron el financiamiento necesario para poder practicar políticas neoliberales que pocos años después se consolidaron en el mundo. La trampa estaba tendida. Cuando a fines de la década, para paliar la recesión que se venía en EEUU la Reserva Federal elevó sus tasas de interés, volvió a atraer los capitales hacia el norte y dejó en el sur una crisis formidable y una deuda aparentemente eterna. Sin embargo, la situación no se recompuso fácilmente: “La inestabilidad es la característica principal de la evolución de la economía mundial desde 1974”, señalaba un número especial de Le Monde publicado en 1996. Es verdad que las tendencias no fueron lineales ni iguales para todos los países y que hubo períodos de crecimiento para algunos de ellos, aunque también de un largo estancamiento para otros, como le ocurrió a Japón. De todos modos, los momentos de cierto auge resultaron por lo general cortos y terminaron en recesiones o crisis cada vez más frecuentes. Como rasgos comunes aparecían, entre otros, el fin del Estado benefactor y del pleno empleo, el predominio ideológico del neoliberalismo, la desregulación de los mercados, la hipertrofia de la esfera financiera, la utilización de productos derivados que generaban una economía altamente especulativa, la trasnacionalización de los economías y el desplazamiento de empresas en busca de menores costos laborales. Mientras tanto, el mundo era escenario de sucesivas crisis, que al igual que los huracanes o ciclones fueron rotando y afectando a distintas regiones y países. La crisis de la deuda de los años ’80 involucra sobre todo a América latina mientras la economía norteamericana se recuperaba, pero en 1987 se produjo una caída brutal en 6 la bolsa de Wall Street que tuvo pérdidas casi tan significativas como las de fines de los años ’20. Los altos gastos militares y otras políticas neokeynesianas dirigidas, sobre todo, a superar definitivamente en términos económicos y estratégicos a la agonizante Unión Soviética parecieron suficientes para relanzar la economía. La caída de la superpotencia rival y el fin de la guerra fría significaron entonces para muchos los inicios de un nuevo siglo de prosperidad marcados por el “Consenso de Washington”. Por otra parte, Plan Brady mediante, los bancos norteamericanos comprometidos con la deuda del tercer mundo se libraron de ella transformándolas en bonos que colocaron a ahorristas del primer mundo. Y esto permitió, además, adquirir o respaldar la compra de activos públicos y privados a bajo precio en países de la periferia, como la Argentina, enormemente endeudados. Sin embargo, los comienzos de los años ’90 fueron traumáticos, con una economía nuevamente en dificultades y una inesperada guerra del Golfo. Hubo que aguardar la llegada de Clinton al gobierno para que se inicie un período de cierta recuperación. “¡Es la economía estúpido!” había sido el lema de su campaña electoral contra Bush padre para señalar los principales problemas que padecía EEUU. La globalización económica, de la mano tecnológica de la informática y las comunicaciones y de la mano operativa de nuevos productos financieros en los mercados, favorecieron a la economía norteamericana que pudo retomar la senda de crecimiento. Los que se cayeron ahora fueron países periféricos y no sólo, como podría suponerse, los fuertemente endeudados. Junto a México, Turquía, Rusia, Brasil y finalmente la Argentina, los exitosos “tigres asiáticos”, que habían experimentado un formidable avance tecnológico e industrial y hecho bien los deberes del desarrollo en años anteriores, padecieron una fuerte crisis por el desplazamiento en la economía mundial de la esfera productiva a la financiera. No obstante, en los comienzos del nuevo siglo la potencia del norte volvió a tener problemas económicos. Aún antes del atentado a las torres gemelas comenzaron a quebrar varios hedge fund y empresas puntocom y de servicios con acciones sobrevaloradas en la bolsa o directamente vaciadas por sus dueños, como Enron, en un clima especulativo que permitía todo tipo de fraudes, comprometiendo a bancos e instituciones financieras de relevancia como el Citigroup. Con la amenaza del nuevo terrorismo internacional el gobierno de Bush (h) optó por una fuga hacia delante, a través de poner en práctica la intervención militar en Irak, acompañada por políticas internas que combinaron rebajas de impuestos para los más pudientes con un notorio 7 incremento de los gastos gubernamentales en rubros de seguridad y defensa: por ejemplo, los gastos militares llegaron a representar un 40% de los recursos fiscales. Esto dio por resultado un enorme déficit gemelo, tanto en el orden fiscal como en el de la cuenta corriente de la balanza de pagos. La salud económica de EEUU pasó a depender, en gran medida, del empuje de la economía china y de otras naciones, que colocan sus ganancias en el comercio mundial en bonos de ese país, considerados más seguros que otros títulos o acciones. La ilusión brindada por los recursos petroleros de Irak y un endeudamiento externo sostenido por la tenencia de la divisa clave hizo creer que la economía estadounidense volvía a quedar a salvo. Pero, por un lado, Irak resultó un terreno pantanoso con más costos políticos, militares y económicos que beneficios, mientras que, por otro, estalló una nueva burbuja especulativa. Esta vez, en el mercado inmobiliario de hipotecas de alto riesgo (subprime), poniendo al desnudo una falsa economía bastante parecida a la de la Argentina de antes de la crisis. Se promovía el endeudamiento hipotecario de numerosas familias que carecían del poder adquisitivo necesario para cumplir con sus obligaciones. Lo peor es que grandes bancos del corazón de Wall Street respaldaban con esas hipotecas títulos que integraban sus fondos de inversión. Es interesante constatar que uno de los motores de esa crisis fue el Estado de La Florida. Las ventas de gran cantidad de condominios que se estaban construyendo cayeron en un 50% y el exceso de oferta hizo bajar los precios hasta un 30%, su peor declinación desde los años 1970. Este escenario recuerda al de 1925 cuando, como señala John Kenneth Galbraith en su libro El Crac del 29, todas las semanas se procedía en La Florida a nuevas parcelaciones de terrenos, que se vendían mediante un módico pago inicial del 10% y se revendían inmediatamente con buenas ganancias y precios en continua alza. Lugares situados a cinco, diez y hasta quince millas del mar se convertían “de la noche a la mañana en rigurosas zonas de playa”. Un famoso especulador, Charles Ponzi, llegó a vender terrenos a “sólo tres cuartos de milla de la próspera y pujante ciudad de Nettie”, que en verdad sólo existía en su fértil imaginación. El auge inmobiliario duró tres años y se derrumbó con la crisis, de la cual fue también uno de sus responsables. La situación actual no es, sin duda, la misma que en aquella época. Por un lado, el problema no se reduce a un solo Estado sino a todo un sector de la economía norteamericana y, por otro, lo que se halla hoy en juego no es la acción de 8 especuladores aventureros sino la credibilidad de respetables instituciones bancarias, basadas en créditos inmobiliarios que los problemas económicos crecientes de sectores medios y algunas prácticas viciosas transforman en impagables, volviendo altamente riesgosos los fondos de inversión colocados en ellos. Al menos, Standard & Poors califica la crisis inmobiliaria como la peor de este tipo que sufre Estados Unidos desde aquel crac de 1929. Esas hipotecas, que tienen que ver con la práctica de hacer préstamos a individuos que no califican para los tipos de interés del mercado debido a problemas con su historia crediticia, muestran que la especulación financiera no reconoce límites. Salvando las distancias y los mecanismos de la época, también nos hace recordar una vieja práctica argentina: la de las cédulas hipotecarias de finales del siglo XIX, en plena vigencia del modelo agroexportador, historia que bien vale una digresión. En esa época, más precisamente a mediados de los años ‘80, se habían creado a través de dos Bancos Hipotecarios existentes, uno de la Provincia de Buenos Aires y otro Nacional, las llamadas Cédulas Hipotecarias. En este caso estaban dedicadas, sobre todo, al campo. El procedimiento era el siguiente: el propietario de un campo solicitaba al banco un préstamo sobre el valor del terreno, que debía devolver en pagos anuales con un interés en pesos incluyendo la amortización. El banco prestaba no en dinero sino en cédulas, que el propietario colocaba en el exterior a valor oro. El problema principal con estas cédulas, aparte de que sus intereses se pagaban también en pesos y estaban sujetos a la depreciación de la moneda, era que en su origen las tierras se sobrevaluaban para aumentar el monto de los préstamos, mediante prácticas corruptas entre bancos y propietarios. Si bien el mercado inmobiliario en Estados Unidos y el de las subprime, en particular, responden a una operatoria financiera muy diferente, que tiene que ver con las características de los mercados actuales, algunos elementos están presentes, como los precios irreales de las propiedades, maniobras dolosas e, incluso, para los tenedores externos de paquetes financieros que incluyen esas hipotecas, la depreciación del dólar. De cualquier modo, esa fue la gota que rebasó el vaso. El dólar, cada vez más débil, ya no pudo solucionar todo y ha dejado de ser la divisa clave: el euro y otras monedas lo rodean competitivamente. ¿La pregunta ahora es como saldrá EEUU nuevamente de la recesión? ¿Por si solo o descargando sobre otros su crisis como ocurrió muchas 9 veces en el pasado? ¿Sigue teniendo capacidad de hacerlo? Como dice Paul Bairoch, en economía internacional el vencedor es el que no juega el juego de los otros. En este sentido, esta crisis poco se parece, como dijimos, a la de otras épocas. Ahora existe un exceso artificial de demanda, cuyo financiamiento viene en gran parte del exterior, y una estructura productiva menos competitiva. El gato se muerde su propia cola. La crisis norteamericana tiene rasgos comunes con las que se produjeron recientemente en países periféricos. La diferencia es el tamaño de la economía, el enorme poder militar y político y la persistencia del cada vez más declinante patrón dólar. En síntesis, más allá de los avatares de la coyuntura y del estallido de burbujas especulativas, la economía norteamericana da la impresión de tener una salud bien frágil y reanima viejos debates acerca del eclipse de su hegemonía en el orden mundial. La historia nos indica que los imperios no duran para siempre, y que en el largo plazo tienen un ciclo casi inexorable que marca etapas de auge y caída: desde las antiguas Grecia y Roma hasta aquellos que en épocas más recientes lograron imponer por un más de un siglo la Pax Britannica. ¿Le tocará ahora a EEUU vivir una lenta decadencia como la que tuvo Gran Bretaña desde fines del siglo XIX hasta la segunda posguerra? ¿Podrá recuperarse como en el pasado gracias, en buena medida, a circunstancias excepcionales, como las guerras; a la posibilidad de descargar su crisis sobre otros países; o al repentino derrumbe de sus rivales, como pasó con la ex URSS? La conclusión principal que surge de ese panorama geopolítico y económico, no es la definitiva crisis del gigante americano, aunque empieza a revelar múltiples debilidades, sino el mayor margen de maniobra y libertad de iniciativa de las otras potencias mundiales, tanto de las viejas, como las que integran la Unión Europea, como de las nuevas. La UE tendría ciertas ventajas por tener la principal divisa rival, pero no puede detentarlas dada la ausencia de un poder central y su escaso peso estratégico y militar, además de la presencia inquietante de Rusia y de la carga que suponen los recién incorporados países del este. En el continente asiático, la gran incógnita es el futuro de China, que puede verse obligada a acompañar su expansión económica con otra político-militar, aunque debe resolver aún el problema de la propia integración de su mercado nacional. Japón, Corea del Sur, la India, constituyen vértices importantes de la ecuación continental. 10 En este marco, asoman los países latinoamericanos, que desde comienzos del siglo XXI, después de padecer pasivamente las crisis de los modelos neoliberales muestran una franca recuperación política y económica y un dinamismo sorprendentes, con procesos de integración nacional y regional superadores. Teniendo pendientes todavía graves problemas de pobreza y distribución de los ingresos disponen, sin embargo, de márgenes de autonomía impensables hasta hace pocos años. La restauración “liberalconservadora” está retrocediendo, mientras comienza a prevalecer una visión que recupera el rol de los Estados Nacionales por sobre los mercados autorregulados. Desde la periferia de la economía mundial se está potenciando así un nuevo mapa del mundo, que tiene como adicional protagonista a una insospechada América latina poniendo también en cuestión el poder norteamericano. En todo caso, la consolidación de bloques regionales, la aparición de monedas competitivas del dólar y el abandono de presupuestos del neoliberalismo, constituyen tendencias opuestas que abren un interrogante sobre la evolución futura de la economía mundial. Si no podemos ver el final del túnel, al menos es necesario avizorarlo. Para terminar una digresión no menos importante. En su último libro Paul Krugman dice que hacia principios de los años ’70 la corriente de economistas neoliberales y conservadores en Estados Unidos estaba, en algún sentido, en una posición similar a la que tenía antes de la crisis de 1930 la corriente de economistas heterodoxos o prekeynesianos que forjaron luego el New Deal bajo la presidencia de Roosevelt. Las ideas estaban allí. Las organizaciones existían. Los cuadros intelectuales se hallaban bien ubicados. Para lograr poder necesitaban también una crisis y esta fue la de los años ‘70. La ideología que predomina a partir de esa crisis, representó a su modo una revolución en las ideas. Pero estas ideas han mostrado ya, con el estallido de las últimas crisis, su completo fracaso. Esperemos que esto sirva para crear nuevamente paradigmas teóricos alternativos. Y una segunda digresión. La depresión de los años 30 impulsó el programa económico denominado New Deal (Nuevo Trato), sustentado en un fuerte respaldo a la inversión mediante la intervención estatal; que se hacía facilitando el crédito, realizando obras públicas para estimular la demanda e induciendo al empresariado a tomar trabajadores. Con estos objetivos se crearon numerosos organismos públicos, que en 1934 ya empleaban a cuatro millones de personas, y se emprendieron grandes obras hidroeléctricas. A través de medidas intervencionistas se procuró también salvar el 11 sistema bancario, relanzar el crecimiento industrial e impedir la baja en los ingresos de los agricultores. En el dominio social se estableció el derecho a la negociación colectiva por parte de los sindicatos, se instauró un salario mínimo y se creó un sistema de seguridad social. En el sector externo se devaluó el dólar y se implementaron acuerdos de comercio recíprocos para agilizar el intercambio comercial y ganar mercados. Era un intervencionismo económico y social que buscaba recomponer la economía para el conjunto de la ciudadanía norteamericana. Ahora no se trata del mismo intervencionismo de corte keynesiano para elevar la demanda efectiva. Más simplemente, su objetivo es salvar a empresas y compañías en bancarrota, a grandes financistas e inversores, en resumen al establishment del norte, aun a costa de la salud económica y financiera del conjunto de la población. Se trata de un verdadero keynesianismo al revés o, para decirlo en palabras más exactas, de una socialización de las perdidas de los ricos. El capitalismo liberal norteamericano se ha transformado, vaya paradoja, en un capitalismo de Estado al estilo del de la ex URSS. Gráfico 1 - Ciclos y crisis económicas mundiales de 1970 al 2006 Fuente: Índice de la Bolsa, MSCI The World Index 12 Cuadro 1 - Saldo del Balance de la cuenta corriente de los principales países industrializados, en % de PBI Fuente: OCDE, Factbook 2008 BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA ARRIGHI, GIOVANNI, Adam Smith in Beijing, Verso, Nueva York, 2007. BAIROCH, PAUL, Mythes et paradoxes de l’histoire économique, La Découverte, París, 1995. BLOCK, FRED, L. Los orígenes del desorden económico internacional, La política monetaria internacional de los Estados Unidos, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, FCE, México, 1989. BRENNER, ROBERT, The Economics of Global Turbulence, Verso, Nueva York, 2007. DUVAL, GUILLAUME; CHAVAGNEUX, CHRISTIAN; MOATTI, SANDRA, « Après le Krach » en Alternatives Económiques, n° 266, febrero 2008. 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