Era un callejón. Sucio. La basura se acumulaba en las salidas traseras de los restaurantes. Los gatos empezaban su cena husmeando entre los restos de comida, ajenos al mundo exterior. Tyñed, abandonado hacia semanas por sus antiguos dueños olisqueaba el contenido de una bolsa negra, repleta de glumps, un marisco local, que se había podrido días atrás. Un brillo apareció en sus ojos cuando encontró un ejemplar lo suficientemente entero como para poder considerarse una delicatessen. Al menos para él. Se enfrascó en su cometido, disfrutando del manjar. Ni se inmutó cuando una figura encapuchada pasó veloz por su lado. Sus colegas gatunos, se acercaron a él para intentar llevarse algún trozo de la jugosa recompensa a sus bocas. Tyñed los fulminó con la mirada y eso fue suficiente. Se dispersaron en busca de sus propios hallazgos. La capa de la figura se agitó violentamente al doblar en la primera esquina. Avanzaba deprisa, mirando a ambos lados de las sucias callejuelas por las que se adentraba, buscando con avidez el cartel que le indicaria el lugar de su encuentro. Evitaba, ágilmente, los charcos de agua combinado con meados de animales, que se habian formado a lo largo del día en el suelo. El vapor de las tuberias salia por las rejillas del suelo, dando mas aspecto de siniestro al lugar. La figura siguió avanzando, a través del vapor, a través de las bolsas de desechos y a través de la fauna animal nocturna que iba cobrando vida. Esquivó botellas de cristal rotas, hojas de periódicos mojadas y antiguos carteles de propaganda en los que aparecían plasmadas caras de gente, que a su parecer, debían haber sido importantes. “¡Vota, la elección es tuya!” consiguió leer en uno. “¡Vota, el pueblo decide!” en otro. “Primitivos”, pensó. . Giró en dos ocasiones más, avanzo cincuenta metros y llegó hasta su destino: “El Intrépido”. Empujó la puerta con su mano larga y delgada y una luz tenue le iluminó el rostro. Se encontró en, lo que a su parecer, debía ser el lugar más sucio del planeta. Una pequeña estancia, con cinco mesas de madera y una barra detrás de la cual había un hombre con una barriga prominente intentando limpiar unas jarras llenas de suciedad. Dos bombillas colgaban del techo, con una luz más que insuficiente como para iluminar el local. En una de las mesas, cuatro hombres y una mujer tomaban largos tragos de cerveza sin mantener conversa alguna. Todos los presentes le miraron. En dos pasos, comprobando, como bien se temía, el estado pegajoso del suelo, se plantó al lado de los parroquianos ahí congregados, tomó una silla de otra mesa sin miramientos y se sentó, sin esperar a que el posadero fuera a recibirle. Se quitó la capucha. No le pasó desapercibido el respingo de la chica. Miró a sus interlocutores. -¡Por favor! –gritó Niome, mientras se ponía en pie y tiraba la silla al suelo-¡no le hagáis daño! -¡Siéntate, estúpida! –le reprendió Armond mientras le ponía su mano en su brazo para dar énfasis a sus palabras. -¡Pero él no tiene culpa alguna! –insistió aún preocupada. -Y estoy seguro de que nuestro amigo aquí presente es consciente de ello mujer – insistió Armond-. Siéntate y calla Niome –finalizó con una sonrisa. Y acto seguido le susurró: -Nos ha costado mucho sabotear los turnos de guardia para que sólo esté él hoy. No lo eches todo a perder muchacha. Niome, aparentemente sin estar segura del tono de voz de su colega levantó la silla del suelo y se dejó caer con un sonoro soplido. -Como iba diciendo –prosiguió el recientemente apodado “su amigo”, cosa que a él le hacía mucha gracia- nuestro objetivo es sólo el contenido del contenedor situado en, si vuestros informes son correctos, el nivel 3 del subsuelo de la instalación. ¿Me equivoco? –preguntó clavando en los cuatros humanos su penetrante mirada. -Es correcta, es correcta –dijo Armond, que parecía haberse erguido como el líder de la cuadrilla-. Lo que la chica quería decir no es sino que no es necesario derramar sangre alguna, sobre todo cuando hemos llevado a cabo nuestro cometido a la perfección y sólo habrá uno de nosotros vigilando. -Entiendo vuestro punto de vista –prosiguió la figura- pero nadie resultará herido… Niome suspiró de alivio. -…a menos que se interponga en nuestro camino –finalizo con un tono calmado. Los ojos de la chica pelirroja se abrieron como platos. Miró a sus compatriotas humanos en busca de ayuda, pero en sus ojos sólo vio avaricia. La avaricia del dinero que les habían pagado. -Entonces estamos de acuerdo –retomó la conversa Armond, tras unos segundos de silencio. -Estamos –dijo su interlocutor con un breve y rápido asentimiento de cabeza, apenas imperceptible para el ojo humano. Se metió la mano entre los pliegues de su negra capa y extrajo cuatro pequeñas bolsas que tiró encima de la mesa-. Aquí tenéis el resto de vuestra parte. Los tres hombres agarraron con fuerza su parte del dinero, como si se temieran que “su amigo” cambiara de opinión en cuestión de segundos. Niome no se movió. Seguía mirando atónita como sus compañeros no hacían nada ante la idea de que uno de los suyos pudiera perder la vida. “Porqué estoy hasta el cuello de deudas”, pensó, “sino otro duned cantaría”. Resentida alargó la mano, agarró la bolsa y se la colgó del cinturón. Yanned se levantó, apurando el culo de cerveza de su jarra. La dejó suavemente en la mesa y añadió: -Ahora lo mejor es que desaparezcáis una larga temporada. Y se giró para irse. Sin embargo una mano fuerte lo retuvo. El humano de su derecha, un ser corpulento, con unos brazos muy gruesos y peludos y con un rostro nada amigable lo sujetaba de su delgada muñeca. -¿Dónde crees que vas? –dijo socarronamente Armond-¿De verdad crees que después de haber visto cuan generosos podéis ser los de tu raza, sólo por el mero hecho de tener que pasaros información y sabotear un par de horarios, te íbamos a dejar que te fueras ni sin tan siquiera intentar cobrar una recompensa por tu vida? –se rió-. Quizá seáis de los más antiguos que habitáis en esta galaxia, pero desde luego, que no de los más inteligentes. Sus camaradas estallaron en carcajadas. Incluso el posadero se acercó a ellos sujetando una gruesa barra de metal. -Como puedes ver, Emhir no está dispuesto a perder tan jugosa recompensa –dijo señalando con la cabeza al hombretón que le sujetaba- Y desde luego, que ni a mi ni a Brunzi tampoco. Sobre todo cuando sabemos que de dónde viene esto –dijo meneando la bolsa de dinero- puede venir más. Yanned analizó con aparente calma la situación. Un fuego de ira iba creciendo en su interior. Esperó. -Ahora –dijo Emhir dando un pequeño tirón- te sentarás aquí otra vez, pediremos otra ronda, que obviamente vas a pagar tu y discutiremos los pormenores de cómo llevaremos esto de la mejor manera posible –se rió de su propia frase que le había parecido de los más ingeniosa. Yanned miró a Niome. La muchacha estaba con la cabeza gacha, mirando sus pies y jugueteando nerviosa con un botón de su uniforme. -Yo tengo otra idea –empezó diciendo-. ¿Qué tal si me soltáis, me dejáis ir y os dejo seguir conservando vuestras cortas vidas? –en su tono no había broma alguna. Los humanos estallaron en carcajadas. -¿Habéis visto lo que tiene cojones de decir? –dijo entre risas Armond. Yanned miró a Emhir. -Suéltame –le ordenó. Más risas. -¡Que le suelte dice! –dijo el posadero, aparentemente ajeno a lo que estaba ocurriendo pero animado por el hecho de una pelea que parecía inevitable. -¡Siéntate joder! –gritó Emhir dando un fuerte tirón. Yanned se enfundó su casco y activó el cierre hermético. Se activaron las lentes digitales y comprobó la comunicación con el resto de sus guerreros. Tras las pruebas protocolarias del equipo, agarró con sus manos el pesado guantelete que descansaba sobre el suelo de mármol y se lo enfundó en la mano izquierda. Con solo un pensamiento este se activó y la energía lo recorrió con unos pequeños rayos azulados como dejando ver que estaba listo para llevar a cabo la voluntad de su portador. Yanned abrió y cerró la pinza y tras comprobar que todo funcionaba correctamente le indicó a uno de los suyos que le pasara la espada mordedora. La agarró por la empuñadura y llevó a cabo la rutinaria comprobación de diferencia de peso entre las dos armas. Con un pensamiento la pinza dejó de pesarle y su peso se convirtió en el mismo que en de la ligera pero letal espada. Miró a sus hermanos. Sus dos escoltas estaban listos. Sus verdes armaduras de combate, decoradas para aquella ocasión con rayas negras a modo de camuflaje resultaban realmente impresionantes. -Ye’log, hermanos –susurró por el canal interno. Y se prepararon para la teleportación. Jean de Bradisburg, se dio un momento de reposo al apoyarse contra una de las paredes del recinto sobre el que montaba guardia. Activó su muñequera de infrarrojos y hizo una lectura del perímetro que rodeaba el complejo: para variar no había señal alguna de ningún signo de vida. Y lo que le extrañó más, sólo estaba la suya. Estiró los brazos, desperezándose a la vez que abría la boca con un feo bostezo. Cuando abrió los ojos se encontró a tres figuras muy esbeltas y enfundadas con lo que parecía ser una armadura de combate enfrente suyo. Su ojo captó las espadas que llevaban colgadas de la cintura. -¿Pero como…? –fue lo único que pudo articular. Reaccionando tarde intentó apuntar con su carabina láser a esos seres que no podían ser para nada, humanos. La figura central, a una velocidad que le pareció sobrenatural, lo agarró por el cuello con una especie de mano de hierro en forma de pinza, aumentada de tamaño, y lo empotró con fuerza contra la pared. El mon-keigh tosió y le salió un poco de saliva mezclada con sangre. De la mano gigantesca que lo sujetaba pudo sentir sobre sus carnes como el calor iba aumentado y de repente le llegó el olor a carne quemada. Su propia carne. La pinza se abrió y el humano cayó al suelo de rodillas. Se llevó la mano a la zona de piel quemada de su cuello. -Hijos de puta…-susurró por lo bajo. -Ahora, humano –le ordenó más que le pidió Yanned-, llévanos hasta el nivel 3 del subsuelo. -Y si no quiero…¿Qué? –se rebeló con una mirada de odio en sus ojos. -Entonces morirás –sentenció el eldar-. Si no has muerto ya es por una promesa que hice –Jean no podía ver el rostro de su interlocutor, pero estaba seguro de que se estaba riendo de él. -¡Pero esto es un viejo almacén militar! –gritó, viendo su vida en peligro-. ¡Aquí no hay nada útil! ¡Aquí es dónde acaba todo lo que nadie quiere o usa! -¿Y no es aquí dónde envian los hallazgos arqueológicos que se están llevando a cabo en el otro hemisferio de este planeta? -¡Sí! ¡También! –cilló-. Reliquias y objetos del pasado, ¿a quién le interesa? –finalizó levantándose así como pudo. -A mi –sentenció Yanned-. Ahora en marcha. Media hora después las puertas del ascensor se abrian y de él salian un tembloroso humano acompañado por tres poderosas figuras. -Luz –ordenó uno. Jean se acercó al cuadro de luces de la pared y subió algunos interruptores. Docenas de fluorescentes que colgaban del techo se encendieron tras un par de rápidos y succesivos parpadeos iluminando el lugar: una basta habitación, de unos cien metros cuadrados repleta hasta arriba de cajas de todos los tipos y materiales, con etiquetas en sus laterales (o en todos ellos) que indicaban el contenido de las mismas. Estaban dispuestas en grandes áreas cuadradas, dejando entre y entre pequeños pasillos por los que circular. -Aquí lo tenéis –dijo burlonamente-. El material más inútil del mundo. -Encontradlo –ordenó Yanned a sus dos hombres ignorando al mon-keigh-. En cuanto a ti, humano, cualquier intento de escapar o de dar la alarma y en el tiempo que tardas en parpadear te prometo que tu sangre cubrirá la hoja de mi espada. Y se marchó para ayudar a sus hermanos. -¡Lo tengo! –gritó triunfal Liëd al cabo de diez minutos. Yanned corrió a su encuentro. El Escorpión Asesino estaba señalando un contenedor de plastiacero blanco enterrado bajo otros semejantes con una etiqueta en su dorsal en la cual se leía:P304-Area 42Sector 2. Entre los tres guerreros retiraron los cajones que les separaban de su objetivo. Después tiraron con fuerza del gran receptáculo hasta que quedó a la vista de todos por entero. El silencio se extendió entre ellos. Yanned, con un ademán de cabeza, indicó a Liëd que lo abriera. Este, con manos temblorosas, se agachó y con unos rápidos golpes con la empuñadura de su espada, rompió los dos candados que la mantenían cerrada. Después lo abrió. Una caja pequeña, de color negro diamante, con una serpiente grabada en bajorelieve en la tapa estaba colocada en un agujero que coincidia con su forma, rodeada de espesas capas de espuma anti-golpes. Yanned alargó la mano y sacó la caja de su protección con unos movimientos delicados, como si tuviera que romperse al primer contacto. -La tenemos –dijo satisfecho-. Vámonos. Risas. Alguien se estaba riendo. Los tres eldars giraron en la esquina de cajas hasta quedar a tres metros enfrente del ascensor. Y de Jean. Que se estaba riendo. -¿En serio creiáis que todo esto os resultaría tan fácil? –dijo con su mirada fija en los ojos de Yanned-. ¿De verdad creiáis que nadie sabia de la existencia de este artefacto? Ninguno de los tres eldars respondió. -Ya me lo dijo mi maestro –prosiguió-. Tuvisteis la galaxia en vuestras manos y la arrogancia fue vuestra perdición –sentenció. -¿Cómo te atreves humano? –dijo entre dientes Heol dando un paso hacia Jean de Bradenburg, o quién quiera que fuera ese hombre. Yanned le detuvo levantando el brazo de la pinza. -¿Quién eres? –le dijo desafiante. -¿Qué quién soy? –preguntó socarronamente- Soy el guardián del artefacto que llevas en tus manos eldar y este lugar será vuestra tumba. Lo siento xenos, pero os habéis expuesto a su corrupción. No podemos dejaros vivir. Inclinó la cabeza hacia delante y cerró los ojos. -Iniciad purificación –dijo-. -¿Podemos? –preguntó Liëd. No tardó en obtener su respuesta. El lugar se llenó de estática y un fogonazo de luz, surgido de la nada, obligó a los tres eldars a cubrirse los rostros. Cuando pudieron ver de nuevo, cuatro gigantes plateados con tintes dorados en sus hombreras se habían materializado delante de ellos. En posición de firmes aguantaban una alabarda con sus brazos derechos mientras en sus brazos izquierdos, montados en sus antebrazos Yanned reconoció el diseño de unos bólters de asalto. -Doine’th –maldijo para sus adentros-. Nos estaban esperando. Y sabiendo que eso sellaría el destino de ese planeta, abrió la caja. Lord Vidar