UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice rebeldía, ella fue parte de esa generación comprometida y preocupada por la inequidad social del país. Y a la par con el estudio, encontró en el teatro una forma de expresar esa inconformidad. Zayda SIERRA RESTREPO Desde pequeña fue libre. Ella dice que tuvo una mamá inteligente, maravillosa, que la dejaba jugar, que tenía una casa para el disfrute de sus hijos, no para mostrárselas a los vecinos. Y ese cuerpo, ese espíritu lúdico que pudo ser, crecer, sin censuras desde que era niña, no ha dejado de acompañar a Zayda Sierra, ni siquiera ahora que se la pasa ocupada de reunión en reunión en la sede del grupo de investigación Diverser de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia. La vida de Zayda, sus ciclos de transformación van por décadas. En la de los setentas fue la etapa del pregrado, cuando llegó a la universidad como una estudiante más de la Licenciatura en Historia y Filosofía. Eran tiempos de La lucha de clases era el tema recurrente. No le gustaba que no se reconocieran los derechos de las mujeres y los indígenas, ni esa mirada adulto-centrista en la que ser maestro de primaria era subvalorado. Por eso decidió fundar Bambalinas, un grupo de teatro pionero en Colombia en el tema de crear obras originales para “niñas, niños y jóvenes, y actuadas por ellas y ellos mismos”. A lo largo de cualquier conversación se le escucha decir fluidamente “hombres y mujeres, chicas y chicos, maestros y maestras”. Le sale con naturalidad, como si siempre hubiera hablado así. Es en los ochenta, en la época dorada del grupo Bambalinas, con su obra El país pequeñito de los sueños perdidos, cuando ella comienza a trabajar más fuerte en el tema de la diversidad cultural. Esta inquietud, comenzó por la pregunta por la niñez. En los noventas ganó la Beca FES-AID y se fue a Estados Unidos a hacer una maestría en Educación Infantil. Luego, cuando obtuvo la Beca Fulbright para hacer el doctorado en Psicología Educativa con énfasis en estudios de la excepcionalidad y la creatividad, se dio cuenta que había muchos programas en ese país para estimular las mentes brillantes, pero los beneficiados eran niños blancos y ricos, y muy pocas niñas. Decidida a trabajar para cambiar en algo esa mentalidad clasista y sexista, volvió a Colombia y fundó Diverser. “Diversidad cultural es también pensar en los niños y niñas, en las mujeres, en los grupos que históricamente hemos tenido una voz que ha sido negada”. Y eso es Diverser, un grupo de investigación en temas de pedagogía y diversidad cultural, en procesos de reconocimiento a la diversidad cultural de los pueblos indígenas, los afrodescendientes, las mujeres, la niñez y las personas que tienen una orientación sexual diferente. Creado en 1999, a los cinco años obtuvo la categoría A de Colciencias, y a sus diez ha logrado lo impensable: contribuir en la creación del programa en Educación Indígena, la maestría Pedagogía y Diversidad Cultural, el doctorado en Educación de Estudios Interculturales y la Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra en convenio con la Organización Indígena de Antioquia. Diverser es un referente para otras universidades de América. En Canadá, Costa Rica, Bolivia, Brasil y Estados Unidos, se están aplicando modelos que nacen de las propuestas de este grupo. Zayda es un nombre que viene del árabe y significa “la que crece”. Y sí que ha crecido, pero sin dejar de pensar en los niños; por algo fue ella una de las fundadoras de la Licenciatura en Pedagogía Infantil de la Universidad de Antioquia, y se ganó un premio a mejor tesis doctoral con una investigación sobre la comprensión del aprender jugando en los estudiantes de secundaria. Renovar el currículo, dejar de repetir esquemas pedagógicos traídos de otros países, y desde la educación y la vida, reconocernos en los rostros de la diversidad es su apuesta. Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Ramón Pineda 249 UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice Roberto GIRALDO MOLINA Roberto no disimula en mirar el reloj, pero como conversa con cierto gusto, parece no tener apuro. Piensa en la maleta que aún está abierta y en todo lo que falta por poner en su sitio antes de abordar el avión que cinco horas después lo llevará a Brasil. En Sao Pablo la gente le resulta amable, encuentra más oportunidad para bailar y lo esperan sus pacientes y amigos de la Sociedad Internacional de Trilogía Analítica, donde trabaja hace tres años. Roberto sabe que el sol de Brasil es el mismo que vemos en Colombia, pero le gustaría estar en casa y ver cómo muere otro día en su patria. Su éxodo comenzó en los ochenta cuando dijo que el sida no era una enfermedad infecciosa ni era trasmitida sexualmente. Tanto insistió en su conjetura que los de bata blanca lo tomaron por demente. Y luego, en la Universidad de Londres obtuvo el Magíster de Ciencia en Medicina Clínica Tropical. El rumor de su locura circuló rápido entre médicos y científicos. Hasta Jaime Restrepo Cuartas, su amigo de entrañas, llamó para persuadirlo de que se realizara exámenes psiquiátricos. Roberto, en vez de acudir al psiquiátra, emigró al Norte con ayuda de su familia, porque el propósito de muchos fue resguardarlo en un manicomio. Si algo loco en su vida hizo Roberto, fue ir a Magangué en 1979, cuando perteneció al Moir y quiso estar con indígenas y campesinos. Ocho años como revolucionario en los que quería cambiar el mundo, lo que no pudo lograr, entre otras cosas porque grupos armados lo amenazaron con la muerte. En Estados Unidos, Roberto se alojó en la desdicha, tuvo poco dinero en los bolsillos y se extasió en incertidumbre. Tanto pesó la desazón en su corazón que dudó de su cordura. “Tal vez sí estoy loco”, dijo. Pero sí lo de Roberto fue chifladura, entonces fue congénita, y los culpables: Lucía, una barranquillera, y Sergio, un pueblerino de Antioquia. Ella, su madre, le estimuló el sentido crítico y él, su padre, lo instó a ser líder. Y ya más grande, decidió estudiar medicina. En 1965 comenzó su fervor por la microbiología; consideró que las bacterias eran inofensivas y no guardó ocasión para confesar su amor por los microbios y defenderlos de los colegas que siempre procuraron su exterminio. De manera intuitiva y poco planeada, Roberto se dedicó por más de cuarenta años al estudio del sistema inmunológico y de las enfermedades infecciosas. Primero fue su intercambio en la Universidad de Kansas donde fue pupilo de Jacob Frenkel y Donald Creer. Después, en la Universidad de Antioquia, de donde también se graduó como médico, se especializó en Medicina Interna con énfasis en enfermedades infecciosas. Entonces recorrió medio mundo, y se detuvo por a estudiar poblaciones como las mujeres africanas hombres gays de Norteamérica. Poco después, en apareció el sida y fue cuando no hubo freno para las locas que lo llevaron al exilio. años y los 1981 ideas En los seis meses que duró su tribulación, Roberto se preguntó por la existencia de otros que pensaran igual a él. Pero quien encontró la respuesta fue un amigo. El portador de buenas noticias halló en una revista científica un artículo sobre Peter Duesberg en California y Elena Papadopulos en Australia, quienes, junto a Roberto, fueron los primeros académicos que refutaron lo que el mundo conoce como sida. Entonces recobró la esperanza, supo que no era el único loco y eligió quedarse para encontrar suficientes indicios que comprobaran su premisa. Escribió dos libros sobre el sida y se convirtió en asesor científico para varios países en asuntos relacionados con esta enfermedad. En el 2007 llegó al Brasil, detrás de la propuesta de trabajo de los doctores Nolberto Keppe y Claudia Pacheco, y hoy hace parte de los cerca de tres mil científicos disidentes del sida que existen en 75 países del mundo. Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Juan Camilo Rengifo 251 UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice Jorge RESTREPO PANIAGUA Jorge Restrepo es preciso con el lenguaje: de entrada corrige que el nombre de su profesión no es farmaceuta sino farmacéutico. También se permite un poco de jerga. Dice que desde sus épocas de estudiante universitario era “gomoso” con el inglés: reseñaba libros que leía en inglés y ayudaba a sus compañeros a preparar los exámenes. Tal habilidad con el lenguaje extranjero, sumada a la ambición de emigrar y ser más próspero, lo empujaron a Estados Unidos en 1969. Restrepo está pegado de los colombianos en Nueva York, en el multicultural vecindario de Elmhurst, adyacente a Jackson Heights, condado de Queens. Allí escasea el boticario de siglos pasados a quien primero acuden los dolientes o los hipocondríacos antes de ir al médico. La persona de confianza que aún se ve en los pueblos, y cada vez menos en las ciudades, en este mundo globalizado, encadenado, y con menos interacción entre las personas. Allí se encuentra Restrepo para ayudar a inmigrantes chinos, polacos, hindúes, y sobre todo a los hispanohablantes, entre los que se cuentan muchos colombianos. Restrepo fue un pionero en Queens: el señor de la droguería al que muchos de sus paisanos acudían. Restrepo a veces evita que las personas vayan al médico. Nada más conveniente con la debilidad del sistema de salud en Estados Unidos, los altos costos y la barrera del idioma para muchos. A él acuden inmigrantes con dudas, con temores, con dolorcitos o con cosas serias, y si les puede ayudar, y si las leyes le permiten vender sin receta, pues todos felices. “Su éxito es que muchas veces acierta en los síntomas”, dice su esposa, Ana Clara. Don Jorge, como lo llama la mayoría, si está de buen humor remeda el acento mexicano cuando llega gente de tal nacionalidad. Pero otras veces, por la prisa y el gentío, se irrita con la desconsiderada que llega de última y espera ser atendida de primera. “Si puedes esperar una hora en un salón de belleza, ¡por qué no diez minutos para algo que te puede aliviar!”. Algunos clientes habituales e insufribles le aguantan la cantaleta porque dicen que sabe mucho. Otros clientes usuales y quebrados, le pueden pedir fiado porque confía en ellos. Pasada su edad de retiro, don Jorge rehúsa quedarse en casa. Trabaja tres turnos largos a la semana y para calmarse fuma medio cigarrillo y “pego madrazos sin que me oigan”. No es de extrañar que sus cuatro hijos también sean farmacéuticos. Crecieron entre medicinas, ayudaron a su padre en las labores y fueron siempre retribuidos. Ninguno buscó un camino distinto, todos terminaron amando las medicinas y la gratitud del curado. “Nosotros somos mejores que él sólo en el manejo de la tecnología. Pero quisiéramos tener su memoria. Además él puede dibujar células y moléculas, algo que nosotros no sabemos”, dice su hija Clara María. El clan Restrepo posee nueve farmacias independientes, en las que al cliente se le llama por su nombre y el boticario lo atiende. Con seis nietos correteando en las farmacias, Restrepo no va a regresar a Colombia a vivir sus años de retiro. Colombia es un recuerdo bonito, y un lugar que visita de vez en cuando, pero no se ve ahí en el futuro. Más conmovido se nota cuando habla de la universidad a la que ha ayudado en el fondo de becas y ha estado pendiente de sus programas. “¿Cuántos de los que estudiaron conmigo se acuerdan de la Universidad de Antioquia?”, se pregunta. Su hija dice que todavía le salen lágrimas cuando habla de su Alma Máter. Y los hijos, ciudadanos de una tierra lejana, también se conmueven. Fotografía: Jorge Alejandro Quintero / Perfil: Joaquín Botero 253 UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice muere un paciente o cuando se despide diciendo: “Doctor, yo creo que esta es la última consulta”. Porque además de Chaplin, de su papá y de autores como Alberto Manguel, los pacientes también influyen en su existencia. Tiberio ÁLVAREZ ECHEVERRI Tiene un consultorio “chaplinesco” con fotografías del actor y una particular estatua sobre el escritorio: mirando hacia él es Chaplin y mirando hacia el visitante es José Gregorio Hernández, el médico venezolano que, según dicen, hace milagros. De manera que los pacientes tocan a José Gregorio y se echan la bendición, mientras él, de similar devoción, hace lo mismo con Chaplin. Su consulta también es peculiar. Tiberio es mago y usa ingeniosamente la magia con sus pacientes. Es un especialista en dolor y en enfermedades terminales, fue el primero en investigar y escribir sobre el tema en Colombia y debe ser el único médico que, mientras hace trucos con la baraja, les transmite a sus pacientes, enfermos de cáncer, mensajes positivos y alentadores. Él se convierte en un amigo, en un confidente que sufre cuando se Su vida fue forjada por una serie de sucesos y personajes que definieron su esencia, empezando por la infancia en su pueblo, San Andrés de Cuerquia, donde veía que los heridos que llevaban al hospital terminaban recuperándose; gracias a ello soñó con ser médico. También fue trascendental el ingreso al bachillerato en el Juniorato San Juan Eudes en San Pedro, donde descubrió el cine, la literatura y la cultura de Francia; y desde entonces, aparte de la magia que lo atraía desde la niñez, el cine embelesó su mirada hasta convertirlo en cineclubista y frustrarlo como cineasta. También cuando estaba en el colegio, sintió su vena de historiador al ver erigir un busto de Manuel Uribe Ángel y escuchar su historia de boca de Emilio Robledo —ambos médicos e historiadores—. Luego en la Universidad de Antioquia cumplió su sueño de ser médico y se desempeñó cuatro años en el cargo rural. Por último, el viaje a Francia enmarcó sus vivencias. Era una ilusión urdida por el cine, la historia y la medicina. Siendo especialista en cine mexicano y francés, su sueño era Francia. “Además, cuando leía la historia, veía que muchos de los médicos de aquí eran internos en hospitales de París y para mí eso era como una frase poética”, dice. Pasatiempos que alternó con su trabajo como interno en el Hospital Necker, donde luego de varias cartas, a diferentes médicos, fue recibido por Maurice Morri Cara para estudiar Cuidados Intensivos y Atención de Desastres, temas sobre los que empieza a hablar y a escribir cuando regresa a Colombia. Publicó los primeros folletos de socorrismo, de anestesia y del uso de respiradores en cuidados intensivos, entre otros. Además ayudó a mejorar el servicio de anestesia y comenzó a investigar el dolor, el cual no había sido estudiado en el país; eso lo remitió a pacientes terminales y, a su vez, la investigación lo llevó a tratar personas con cáncer y surgieron publicaciones como Dolor en cáncer, dolor problemático y tratamiento y Cuando los niños se van. En el doctor Tiberio convergen varias facetas y no sabe si sus aficiones son una disciplina o una enfermedad, como el hábito de coleccionar pines, fotografías médicas de Antioquia, proyectores, equipos de laboratorio y objetos sobre Chaplin, pasar veinte años rescatando la historia de la medicina, o escribir todo lo relacionado con el dolor y el miedo hacia la muerte en más de sesenta libretas, porque como médico trata de comprender el sufrimiento de los pacientes para acompañarlos dignamente hasta el final. Esa idea romántica tenía una ilusión de fondo, “conocer más de cine, a los directores franceses, a los artistas de la Nueva Ola, estar en la cinemateca francesa e ir al museo del cine”. Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández 255 UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice María Eugenia LONDOÑO FERNÁNDEZ Una tarde de julio de 1964, a orillas del Danubio, en la casa de campo de su profesor de piano Richard Hüber, María Eugenia enfrentó una pregunta del destino hecha por el maestro: “Yo sé que en su país hubo indígenas y que llevaron esclavos africanos. ¿Cómo es la música de esa gente?”. La respuesta no existía, ella ni siquiera conocía la música de aquellas razas y, avergonzada, decidió apropiarse de las herramientas necesarias para estudiar las músicas populares y tradicionales, para regresar al país a rescatar del olvido y el desprecio de algunos, músicas como pasillos, porros y cumbias; tarea, al inicio solitaria, que hoy es la base del Grupo de Investigación Valores Musicales Regionales de la Universidad de Antioquia, donde su lucha por investigar y enseñar estos ritmos ha sido poco melodiosa. “Mariú”, como le dicen por cariño, comprendió que los inconvenientes se vuelven fortalezas, e incluso agradece el haber nacido invidente, en 1943, porque la luz que alumbró sus ojos, tras siete operaciones el primer año de vida despertó en su ser una sensibilidad especial y una paciencia extraordinaria consigo misma y con los demás, reflejada en su personalidad afable, de voz tierna y acogedora. La misma voz que le sirvió para ganar un concurso de rancheras en el Club Campestre de Medellín, en 1970, con dos canciones de María Dolores Pradera: Las ciudades y Fallaste, corazón. “Mariú”, quien no se casó porque la música, la investigación y la docencia le robaron espacio al amor, es de estatura baja, contextura gruesa, tez trigueña y crespos claros que le caen sobre sus lentes bifocales, prueba de una limitación visual que le sirvió para comprender “que ningún ser humano se hace solo. Lo que uno recibe se lo dan otras personas, uno pone es el deseo, el entusiasmo y el trabajo”. Sus familiares le ayudaron a sortear el bachillerato hasta séptimo grado, leyéndole lecciones para memorizarlas, pues sus ojos no resistían el ritmo de la educación convencional y tuvo que volverse autodidacta, razón por la cual no pudo estudiar Medicina. Su destino era la música, que cautivó su sensitivo oído desde niña en casa de la tía Emma, donde la radio eclipsaba con sus melodías a “Mariú”. Ya en la adultez, en medio de una crisis existencial, ella redimensionaría su afecto por la música al escuchar un recital con Dietrich Fischer Dieskau, El viaje de invierno, y un concierto de Herbert von Karajan dirigiendo la Filarmónica de Viena. El encanto de “Mariú” por la música fue estimulado por Germán, su tío jesuita que compartió con ella autores como Mozart, Verdi y Wagner, y por sus padres, Jorge Londoño y Eugenia Fernández, quienes la matricularon en clases de piano desde los seis años. Las músicas populares y tradicionales, que escuchaba de niña junto a Rosario Ordoñez, empleada doméstica, ocuparon sus primeras investigaciones en 1975, tras especializarse en Etnomusicología y folclor en Venezuela, con las que buscaba recuperar el patrimonio musical de indígenas paeces y guambianos. Ese mismo año, en un contexto donde las músicas nacionales eran consideradas de segunda categoría, creó en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia la cátedra de Etnomúsica y, también a contracorriente, fundó en 1991, junto a Jorge Franco, Alejandro Tobón y Jesús Zapata, el grupo de investigación, con el segundo centro más importante de memoria musical del país, donde hoy recoge las expresiones musicales de Colombia, y donde “Mariú”, con su constante vocación de servicio, considera que formar recurso humano es el principal legado para la sociedad. Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández 257 UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice Ricardo RESTREPO GÓMEZ Ricardo es andino. Se crió en las montañas del Suroeste antioqueño y a los 17 años, cuando en su mente inquieta se prendió la idea de un mundo enorme más allá de su pueblo natal, llegó a la ciudad de Medellín. Primero, la música; luego, la química; después, la física, la programación de computadores, la visita a Italia, el viaje sudaca, y ahora la universidad y la NASA. Su amor, el universo. Es máster en Ingeniería Aeroespacial y aspira a un doctorado en la misma rama y la misma institución: Universidad de Texas. En esas tierras de Austin, temperatura bajo cero, a pocos días de regresar de Colombia, Ricardo extraña la calidez de Medellín y su familia. Su vida de hoy, sin embargo, no la cambia por otra. De mañana a noche, el físico se la pasa en la universidad; asiste a sus cursos, dicta otros, califica exámenes, juega con las matemáticas y, más que todo, investiga cómo mandar naves al espacio o, dirá lentamente más tarde, mecánica orbital. Es amable y tranquilo. “No es solo mandar la nave en línea recta como uno creería. Hay que buscar los caminos realistas y económicos”, cuenta el hombre que cursó el pregrado en Física del 2002 al 2008, pasando por los más reconocidos grupos de investigación y todas las actividades extra clase que pudo. Divulgación de la ciencia era su especialidad. En esas conoció al profesor Jorge Zuluaga, hoy director del programa de Astronomía en la Universidad de Antioquia, su mentor, amigo y quien le presentó a su maestro en Estados Unidos, César Ocampo. Al describirlos, Ricardo habla con la gratitud del alumno que sacia su curiosidad. Ocampo diseñó el software Copernicus que hoy la NASA utiliza para optimizar sus viajes al espacio. Algo parecido, Arcos, fue el trabajo de grado de Ricardo León en la Universidad de Antioquia, donde también fue profesor de cátedra. Por eso, desde la Universidad de Texas, ahora investiga mejoras al software de la NASA, gracias a lo aprendido en años de salón de clase, lecturas y experimentación científica, pero también en horas y horas de aventura. Como esas de su adolescencia, cuando con una mochila al hombro y vendiendo artesanías, el muchacho oriundo de Andes recorrió los países suramericanos en busca de sí mismo y de nuevos cielos estrellados. “El universo me descresta. Es un pedazo de magia. Al conocerlo he sentido cosas grandes, fascinantes; toda esa gran energía que tiene formas, vos, yo, la música, sin meterle Dios, ahí está toda la magia”, dice despacio, extraviando la mirada. Por sus inspiraciones, sus arranques, su inteligencia y su humildad, Ricardo parece un tipo extraño. Que el trompetista de una reconocida banda ahora se dedique a desarrollar algoritmos y niegue a Dios, suena raro en una provincia que hoy le luce rara a Ricardo León. En unos años, con un Ph.D., experiencia docente, quizá una vinculación laboral directa con la NASA, un viaje al espacio (quién quita) y otras miles de historias a cuestas, Ricardo piensa volver a Medellín. “Me gustaría investigar y ser profesor”, afirma con la modestia que le sobró al insistir en no ser incluido en esta publicación. “Yo apenas estoy cultivando”, se explicó en una breve nota que copió a sus familiares, todos formados en el Alma Máter. Padre abogado, hermana ingeniera agropecuaria y madre trabajadora social que no duda en que el destino de su hijo está en las estrellas, las artes, el amor o el techo de su casa en Andes. Ese mismo hogar donde, contemplando el infinito, Ricardo escribió sus preguntas más profundas sobre el universo y añadió que no cambiará nada en esa inmensidad cuando se agote su propia y diminuta existencia para tantos grandiosa. Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán 259 UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice Sabinee Sinigüí Ramírez Simpatía y propiedad son las impresiones que inspira esta embera cuando se le escucha hablar. Su rico historial de experiencia universitaria la ha llevado a ser parte, desde hace más de nueve años, del grupo de investigación Diverser, perteneciente a la Facultad de Educación, que busca el reconocimiento de la diversidad cultural, en especial de los pueblos indígenas. Sabinee Yuliet Sinigüí es procedente de Frontino, Occidente de Antioquia, de donde es originaria su etnia Embera Eyabida, una población que tiene un contacto entrañable con la naturaleza, dedicada a la caza, a la pesca, a los tejidos, a la pintura corporal, a los rituales y a las ceremonias. Esta etnia tiene su propia lengua y solo algunos pobladores saben español. “Pertenezco a los Embera por parte de mi papá, mi mamá no es indígena, y esto me ha dado la posibilidad de entender dos mundos completamente distintos. En la universidad siempre me he inclinado a participar en procesos de formalización de conocimientos para pensar la sociedad, en especial la de nuestros pueblos indígenas y la experiencia que significa para nosotros llegar y adaptarnos al ambiente de una ciudad”, comenta Sabinee, quien se graduó de Comunicación Social Periodismo en el 2005. Hoy, siendo magíster en Pedagogía y Diversidad Cultural, recuerda que uno de sus primeros trabajos con Diverser, categoría A de Colciencias, fue apoyar un proyecto con niños y niñas indígenas que vivían en la ciudad, esto con el propósito de motivar en grupo a reflexionar sobre lo que significaba vivir en un lugar que en ocasiones se mostraba hostil y racista. Este proceso, que se llevó a cabo entre el 2003 y el 2007, llevó a Sabinee, tras un arduo trabajo de campo con su propia comunidad, a escribir su tesis de maestría. “Una de las cosas que más recuerdo es que los niños se sentían confundidos y algunos hasta negaban su identidad indígena, simplemente porque se habían separado mucho de ella. Por supuesto, esto se debía a que sus familias tenían su vida productiva en Medellín. Hacerles entender quiénes eran fue uno de los lineamientos que me propuse en este proyecto. Muchos de estos niños, que ya son jóvenes, conviven y sirven a sus comunidades incondicionalmente”, afirma Sabinee Sinigüí. Este mismo ejercicio de integración lo experimentó ella cuando hizo parte del cabildo indígena Chibcariwak del Valle de Aburrá, un grupo que reúne indígenas universitarios de todo el país: zenúes, nasas, ingas, paeces, sionas, cubeos, kamentsa, emberas, entre otros. “Con ellos no sólo compartí experiencias y conocimientos culturales, también hice deporte y presentaciones, actividades que ayudaron a unirnos”, dice. La importancia del trabajo de Sabinee y sus compañeros es adelantar iniciativas de investigación y acompañamiento pedagógico a grupos étnicos con el propósito de profundizar sobre diálogos de saberes entre culturas que propendan por el respeto a la diversidad. Según Sabinee, este tipo de experiencias son importantes para pensar en una universidad intercultural, que a su vez cree vínculos de amistad y solidaridad. “Todo este trabajo me ha aportado mucho. La comunicación me dio el amor por la radio y la escritura de crónicas y reportajes, mientras Diverser me dio elementos de formación en investigación desde perspectivas interculturales, conocimiento que he trasmitido a partir de la formación de 87 indígenas de las etnias Embera, Tule y Zenú, en el programa académico Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra, carrera que ha tenido una gran acogida en la Universidad de Antioquia”, explica Sabinee. Cuando el arduo trabajo en el Alma Máter le deja tiempo, se dedica a una de sus grandes pasiones: ver y aprender de cine y video indígena, artes que quiere estudiar y en los que algún día quisiera ser diestra. Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Pompilio Peña Montoya 261 UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice Gustavo ZAPATA RESTREPO Es domingo de cosecha en Andes. El parque Simón Bolívar parece un cultivo de sombreros. Cientos de campesinos conversan en corrillos y juegan a pelear. Los bultos ahítos de víveres yacen en las aceras a la espera del dueño que se toma unos tragos. En los bares, danzan los billetes. Los pagadores dominan las mesas a donde llegan los hombres por su jornal. Voces de jolgorio ahogan la música y el humo casi opaca esta mañana luminosa. Al fondo, lejos del dinero y de las manos callosas, el maestro toma café. Gustavo Zapata prefiere la mesa al pie de la ventana para ver pasar a su pueblo. Levanta el pocillo de porcelana y sorbe, lento, sin perder la vista del paisaje. Conoce los nombres de las montañas que cortan el horizonte, de los arroyos por los que se embarcó capitaneando un neumático y de los árboles al límite de los predios. difícil e ingobernable”. Lo sabe por las coplas, los discursos, las canciones, los poemas y los cuentos que ha dado esa tierra y lo certifica él en sus veinte años como profesor de literatura en el colegio más viejo de Andes. Golpea el pocillo con el limbo de la cucharita, y el mesero, presto al llamado, cambia la taza por otra humeante. El maestro repara en las personas agitadas porque es día de mercado. A casi todas les conoce la procedencia geográfica, la rama familiar. Mientras el pueblo hierve, el maestro, sereno, observa. Para cuando ya eran dos sus obras, Gustavo no solo dependía de los relatos para soñar sino de los archivos para vivir. Las tardes, las noches, los festivos, los pasaba entre papeles viejos. Coincidía la obsesión por el hallazgo de un dado con la euforia desmedida. Trabajaba sin parar, dicen sus amigos, sostenido por una energía anormal y por una efusividad sorprendente. Hace años, Gustavo también hizo parte de la ebullición. Cada cuarenta días, cuando su padre salía de las minas del Alto Andágueda, él lo acompañaba al mercado: compras de oro, prenderías, carnicerías, tiendas de abarrotes. En el recorrido paraban en algún café donde su padre contaba las aventuras de la vida en esa montaña a tres días de camino a lomo de mula. Las brujas y los mohanes de su padre se sumaron a Daniel en el foso de los leones, al Caín en contra de Abel que el profesor Francisco Torres leía, no como textos sagrados, sino como literatura. En la cabeza de Gustavo las historias se trenzaban y la adicción por ellas lo atrapó. Buscaba relatos en los periódicos, en los libros, en la radio, en las voces de los más viejos. Lo primero que Gustavo investigó fue la historia del Colegio Juan de Dios Uribe donde ha pasado más de la mitad de su vida. Después se fue detrás de los escritores de su pueblo y con ellos descubrió que “el ser humano de Andes es rebelde, En ese estado escribió una biografía del Indio Uribe, se preguntó por la identidad y la memoria de Andes, estableció relaciones entre la educación y la sociedad andina, exploró el devenir de la institucionalidad en su pueblo y reconstruyó la historia del hospital. Así, sin pensarlo, se convirtió en el historiador de Andes. Con el punto final de cada obra, llegaba para Gustavo la melancolía. Como una perla en la profundidad de la concha, se adormilaba. Entonces, sus amigos lo mecían, lo esperaban al regreso de sus exilios, de sus inviernos: con él aprendieron que después de cada obra, un creador necesita pasear por el huerto de su propio corazón. Por la ventana del bar, alguien que sale del barullo del mercado le dice maestro. Él suelta el pocillo, estira la mano y sonríe. Agradece que hoy es primavera y no llueve. Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto 263 UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Índice fortaleza y definitivamente son sus hijas y sus estudiantes la inspiración de todo lo que hace. María Teresa RuGELES LÓPEZ Mientras abraza a una de sus alumnas que analiza unas muestras en el laboratorio, sonríe y no duda en decir que ella, Naty, es como una hija. “Todos los alumnos son especiales, pero ella lleva mucho tiempo conmigo. Pertenece al grupo de investigación desde que era alumna del pregrado, ahora está haciendo maestría y ya estamos planeando cuál va a ser su doctorado”, dice. Hay quienes la definen como una profesional exitosa; ella, en una actitud humilde, prefiere considerarse una madre. La pasión de María Teresa Rugeles son sus dos hijas, María Andrea, que está en la universidad, y Danielita, como llama cariñosamente a su hija menor que tiene un problema mental. Afrontar esta situación no ha sido fácil, por el tiempo y el acompañamiento que debe dedicarle a Danielita, pero en cierto modo su profesión le ha dado Naty es parte de esa inspiración y, a la vez, es producto de su forma cuadriculada de hacer todo, de esa manía de tener todo planificado, porque no le gustan las sorpresas, y cuando algo la toma de improviso siente que se descuadra. Esa actitud rígida se desequilibró cuando se presentó a estudiar Medicina en la Universidad Javeriana. Pasó el examen de admisión y en la entrevista el profesor que la evaluaba no la admitió porque apenas tenía 16 años y pensaba que a esa edad nadie estaba seguro de querer ser médico. Estudió, entonces, bacteriología en el Colegio Mayor de Antioquia, y luego hizo una maestría en Ciencias Básicas con énfasis en Inmunología en la Universidad Médica de Carolina del Sur. Regresó a Colombia a trabajar en la Universidad del Valle y se mudó a Medellín para hacer el doctorado en la Universidad de Antioquia, buscando la realización de su mayor sueño: hacer investigación en esta Alma Máter. María Teresa se especializó en Inmunología. Ingresó a la SIU, haciendo parte del grupo de investigación del doctor Jorge Osa; posteriormente él viajó a Estados Unidos, interesado en dedicarse a la investigación en el tema de educación social. María Teresa, entonces, heredó el grupo de investigación, se convirtió en su coordinadora y ha procurado aumentar el número de estudiantes investigadores, preocupada por educar a las futuras generaciones. Aunque la coordinación le deja poco tiempo, sigue siendo profesora en la Facultad de Medicina, porque le encanta enseñar, pues es el mejor espacio para detectar a los buenos estudiantes y formarlos mejor. Se jacta de tener una buena visión, “porque cojo a los alumnos desde que están en pregrado. Mantenemos contacto con ellos y los invitamos a participar en las actividades investigativas”, dice. Este proceso pedagógico es también parte de su ideal de enseñar en una universidad pública, porque para ella era la oportunidad de conocer personas de todas las clases de pensamiento, estratos y formas de expresión. Una experiencia similar a lo público es la que vive en la Fundación Sí Futuro, para niños con VIH, que ella ayudó a fundar en el 2003, junto a un grupo de profesionales preocupado por las dificultades de las familias de niños infectados con el virus. “La idea es promover la mejor calidad de vida de los niños y sus familias, y por eso, parte de lo que hacemos en la fundación es que vamos a dar charlas en los colegios”, comenta María Teresa, que en el 2007 fue ganadora del Premio de la Academia Nacional de Medicina, con una investigación sobre el VIH en niños. De alguna manera, ese espíritu maternal de María Teresa beneficia de diferentes formas a la sociedad. Ella, por su parte, agradece el apoyo incondicional de su mamá y sus nueve hermanas, gracias al cual pudo ser una investigadora al servicio de la comunidad y pudo sentir la satisfacción de compartir los triunfos de sus estudiantes. Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández 265