SIERRA RESTREPO

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rebeldía, ella fue parte de esa generación comprometida y
preocupada por la inequidad social del país. Y a la par con
el estudio, encontró en el teatro una forma de expresar esa
inconformidad.
Zayda
SIERRA RESTREPO
Desde pequeña fue libre. Ella dice que tuvo una mamá
inteligente, maravillosa, que la dejaba jugar, que tenía una
casa para el disfrute de sus hijos, no para mostrárselas a los
vecinos. Y ese cuerpo, ese espíritu lúdico que pudo ser, crecer,
sin censuras desde que era niña, no ha dejado de acompañar
a Zayda Sierra, ni siquiera ahora que se la pasa ocupada de
reunión en reunión en la sede del grupo de investigación
Diverser de la Facultad de Educación de la Universidad de
Antioquia.
La vida de Zayda, sus ciclos de transformación van por
décadas. En la de los setentas fue la etapa del pregrado,
cuando llegó a la universidad como una estudiante más
de la Licenciatura en Historia y Filosofía. Eran tiempos de
La lucha de clases era el tema recurrente. No le gustaba
que no se reconocieran los derechos de las mujeres y los
indígenas, ni esa mirada adulto-centrista en la que ser
maestro de primaria era subvalorado. Por eso decidió fundar
Bambalinas, un grupo de teatro pionero en Colombia en el
tema de crear obras originales para “niñas, niños y jóvenes, y
actuadas por ellas y ellos mismos”.
A lo largo de cualquier conversación se le escucha decir
fluidamente “hombres y mujeres, chicas y chicos, maestros y
maestras”. Le sale con naturalidad, como si siempre hubiera
hablado así. Es en los ochenta, en la época dorada del grupo
Bambalinas, con su obra El país pequeñito de los sueños
perdidos, cuando ella comienza a trabajar más fuerte en el
tema de la diversidad cultural. Esta inquietud, comenzó por la
pregunta por la niñez.
En los noventas ganó la Beca FES-AID y se fue a Estados
Unidos a hacer una maestría en Educación Infantil. Luego,
cuando obtuvo la Beca Fulbright para hacer el doctorado
en Psicología Educativa con énfasis en estudios de la
excepcionalidad y la creatividad, se dio cuenta que había
muchos programas en ese país para estimular las mentes
brillantes, pero los beneficiados eran niños blancos y ricos,
y muy pocas niñas. Decidida a trabajar para cambiar en algo
esa mentalidad clasista y sexista, volvió a Colombia y fundó
Diverser.
“Diversidad cultural es también pensar en los niños y niñas, en
las mujeres, en los grupos que históricamente hemos tenido
una voz que ha sido negada”. Y eso es Diverser, un grupo de
investigación en temas de pedagogía y diversidad cultural,
en procesos de reconocimiento a la diversidad cultural de los
pueblos indígenas, los afrodescendientes, las mujeres, la niñez y
las personas que tienen una orientación sexual diferente. Creado
en 1999, a los cinco años obtuvo la categoría A de Colciencias,
y a sus diez ha logrado lo impensable: contribuir en la creación
del programa en Educación Indígena, la maestría Pedagogía
y Diversidad Cultural, el doctorado en Educación de Estudios
Interculturales y la Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra
en convenio con la Organización Indígena de Antioquia.
Diverser es un referente para otras universidades de América.
En Canadá, Costa Rica, Bolivia, Brasil y Estados Unidos, se están
aplicando modelos que nacen de las propuestas de este grupo.
Zayda es un nombre que viene del árabe y significa “la que
crece”. Y sí que ha crecido, pero sin dejar de pensar en los
niños; por algo fue ella una de las fundadoras de la Licenciatura
en Pedagogía Infantil de la Universidad de Antioquia, y se ganó
un premio a mejor tesis doctoral con una investigación sobre
la comprensión del aprender jugando en los estudiantes de
secundaria. Renovar el currículo, dejar de repetir esquemas
pedagógicos traídos de otros países, y desde la educación y la
vida, reconocernos en los rostros de la diversidad es su apuesta.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Ramón Pineda
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Roberto
GIRALDO MOLINA
Roberto no disimula en mirar el reloj, pero como conversa con
cierto gusto, parece no tener apuro. Piensa en la maleta que
aún está abierta y en todo lo que falta por poner en su sitio
antes de abordar el avión que cinco horas después lo llevará
a Brasil.
En Sao Pablo la gente le resulta amable, encuentra más
oportunidad para bailar y lo esperan sus pacientes y amigos
de la Sociedad Internacional de Trilogía Analítica, donde
trabaja hace tres años. Roberto sabe que el sol de Brasil es
el mismo que vemos en Colombia, pero le gustaría estar en
casa y ver cómo muere otro día en su patria.
Su éxodo comenzó en los ochenta cuando dijo que el sida no
era una enfermedad infecciosa ni era trasmitida sexualmente.
Tanto insistió en su conjetura que los de bata blanca lo
tomaron por demente.
Y luego, en la Universidad de Londres obtuvo el Magíster de
Ciencia en Medicina Clínica Tropical.
El rumor de su locura circuló rápido entre médicos y científicos.
Hasta Jaime Restrepo Cuartas, su amigo de entrañas, llamó
para persuadirlo de que se realizara exámenes psiquiátricos.
Roberto, en vez de acudir al psiquiátra, emigró al Norte con
ayuda de su familia, porque el propósito de muchos fue
resguardarlo en un manicomio.
Si algo loco en su vida hizo Roberto, fue ir a Magangué en
1979, cuando perteneció al Moir y quiso estar con indígenas y
campesinos. Ocho años como revolucionario en los que quería
cambiar el mundo, lo que no pudo lograr, entre otras cosas
porque grupos armados lo amenazaron con la muerte.
En Estados Unidos, Roberto se alojó en la desdicha, tuvo poco
dinero en los bolsillos y se extasió en incertidumbre. Tanto
pesó la desazón en su corazón que dudó de su cordura. “Tal
vez sí estoy loco”, dijo.
Pero sí lo de Roberto fue chifladura, entonces fue congénita, y
los culpables: Lucía, una barranquillera, y Sergio, un pueblerino
de Antioquia. Ella, su madre, le estimuló el sentido crítico y él,
su padre, lo instó a ser líder. Y ya más grande, decidió estudiar
medicina.
En 1965 comenzó su fervor por la microbiología; consideró
que las bacterias eran inofensivas y no guardó ocasión para
confesar su amor por los microbios y defenderlos de los
colegas que siempre procuraron su exterminio.
De manera intuitiva y poco planeada, Roberto se dedicó por
más de cuarenta años al estudio del sistema inmunológico y
de las enfermedades infecciosas. Primero fue su intercambio
en la Universidad de Kansas donde fue pupilo de Jacob Frenkel
y Donald Creer. Después, en la Universidad de Antioquia, de
donde también se graduó como médico, se especializó en
Medicina Interna con énfasis en enfermedades infecciosas.
Entonces recorrió medio mundo, y se detuvo por
a estudiar poblaciones como las mujeres africanas
hombres gays de Norteamérica. Poco después, en
apareció el sida y fue cuando no hubo freno para las
locas que lo llevaron al exilio.
años
y los
1981
ideas
En los seis meses que duró su tribulación, Roberto se preguntó
por la existencia de otros que pensaran igual a él. Pero quien
encontró la respuesta fue un amigo. El portador de buenas
noticias halló en una revista científica un artículo sobre Peter
Duesberg en California y Elena Papadopulos en Australia,
quienes, junto a Roberto, fueron los primeros académicos que
refutaron lo que el mundo conoce como sida.
Entonces recobró la esperanza, supo que no era el único
loco y eligió quedarse para encontrar suficientes indicios que
comprobaran su premisa. Escribió dos libros sobre el sida y
se convirtió en asesor científico para varios países en asuntos
relacionados con esta enfermedad.
En el 2007 llegó al Brasil, detrás de la propuesta de trabajo de
los doctores Nolberto Keppe y Claudia Pacheco, y hoy hace
parte de los cerca de tres mil científicos disidentes del sida
que existen en 75 países del mundo.
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Juan Camilo Rengifo
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Jorge
RESTREPO PANIAGUA
Jorge Restrepo es preciso con el lenguaje: de entrada
corrige que el nombre de su profesión no es farmaceuta
sino farmacéutico. También se permite un poco de jerga.
Dice que desde sus épocas de estudiante universitario era
“gomoso” con el inglés: reseñaba libros que leía en inglés
y ayudaba a sus compañeros a preparar los exámenes. Tal
habilidad con el lenguaje extranjero, sumada a la ambición
de emigrar y ser más próspero, lo empujaron a Estados
Unidos en 1969.
Restrepo está pegado de los colombianos en Nueva York,
en el multicultural vecindario de Elmhurst, adyacente a
Jackson Heights, condado de Queens. Allí escasea el
boticario de siglos pasados a quien primero acuden los
dolientes o los hipocondríacos antes de ir al médico. La
persona de confianza que aún se ve en los pueblos, y cada
vez menos en las ciudades, en este mundo globalizado,
encadenado, y con menos interacción entre las personas.
Allí se encuentra Restrepo para ayudar a inmigrantes chinos,
polacos, hindúes, y sobre todo a los hispanohablantes, entre
los que se cuentan muchos colombianos. Restrepo fue un
pionero en Queens: el señor de la droguería al que muchos
de sus paisanos acudían.
Restrepo a veces evita que las personas vayan al médico.
Nada más conveniente con la debilidad del sistema de salud
en Estados Unidos, los altos costos y la barrera del idioma
para muchos. A él acuden inmigrantes con dudas, con
temores, con dolorcitos o con cosas serias, y si les puede
ayudar, y si las leyes le permiten vender sin receta, pues
todos felices. “Su éxito es que muchas veces acierta en los
síntomas”, dice su esposa, Ana Clara.
Don Jorge, como lo llama la mayoría, si está de buen
humor remeda el acento mexicano cuando llega gente de
tal nacionalidad. Pero otras veces, por la prisa y el gentío,
se irrita con la desconsiderada que llega de última y espera
ser atendida de primera. “Si puedes esperar una hora en un
salón de belleza, ¡por qué no diez minutos para algo que te
puede aliviar!”. Algunos clientes habituales e insufribles le
aguantan la cantaleta porque dicen que sabe mucho. Otros
clientes usuales y quebrados, le pueden pedir fiado porque
confía en ellos. Pasada su edad de retiro, don Jorge rehúsa
quedarse en casa. Trabaja tres turnos largos a la semana y
para calmarse fuma medio cigarrillo y “pego madrazos sin
que me oigan”.
No es de extrañar que sus cuatro hijos también sean
farmacéuticos. Crecieron entre medicinas, ayudaron a su
padre en las labores y fueron siempre retribuidos. Ninguno
buscó un camino distinto, todos terminaron amando las
medicinas y la gratitud del curado. “Nosotros somos
mejores que él sólo en el manejo de la tecnología. Pero
quisiéramos tener su memoria. Además él puede dibujar
células y moléculas, algo que nosotros no sabemos”, dice
su hija Clara María. El clan Restrepo posee nueve farmacias
independientes, en las que al cliente se le llama por su
nombre y el boticario lo atiende.
Con seis nietos correteando en las farmacias, Restrepo no
va a regresar a Colombia a vivir sus años de retiro. Colombia
es un recuerdo bonito, y un lugar que visita de vez en
cuando, pero no se ve ahí en el futuro. Más conmovido se
nota cuando habla de la universidad a la que ha ayudado en
el fondo de becas y ha estado pendiente de sus programas.
“¿Cuántos de los que estudiaron conmigo se acuerdan de la
Universidad de Antioquia?”, se pregunta. Su hija dice que
todavía le salen lágrimas cuando habla de su Alma Máter.
Y los hijos, ciudadanos de una tierra lejana, también se
conmueven.
Fotografía: Jorge Alejandro Quintero / Perfil: Joaquín Botero
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muere un paciente o cuando se despide diciendo: “Doctor,
yo creo que esta es la última consulta”. Porque además de
Chaplin, de su papá y de autores como Alberto Manguel, los
pacientes también influyen en su existencia.
Tiberio
ÁLVAREZ ECHEVERRI
Tiene un consultorio “chaplinesco” con fotografías del actor
y una particular estatua sobre el escritorio: mirando hacia
él es Chaplin y mirando hacia el visitante es José Gregorio
Hernández, el médico venezolano que, según dicen, hace
milagros. De manera que los pacientes tocan a José Gregorio
y se echan la bendición, mientras él, de similar devoción,
hace lo mismo con Chaplin. Su consulta también es peculiar.
Tiberio es mago y usa ingeniosamente la magia con sus
pacientes. Es un especialista en dolor y en enfermedades
terminales, fue el primero en investigar y escribir sobre el
tema en Colombia y debe ser el único médico que, mientras
hace trucos con la baraja, les transmite a sus pacientes,
enfermos de cáncer, mensajes positivos y alentadores. Él se
convierte en un amigo, en un confidente que sufre cuando se
Su vida fue forjada por una serie de sucesos y personajes
que definieron su esencia, empezando por la infancia en su
pueblo, San Andrés de Cuerquia, donde veía que los heridos
que llevaban al hospital terminaban recuperándose; gracias
a ello soñó con ser médico. También fue trascendental el
ingreso al bachillerato en el Juniorato San Juan Eudes en San
Pedro, donde descubrió el cine, la literatura y la cultura de
Francia; y desde entonces, aparte de la magia que lo atraía
desde la niñez, el cine embelesó su mirada hasta convertirlo
en cineclubista y frustrarlo como cineasta. También cuando
estaba en el colegio, sintió su vena de historiador al ver erigir
un busto de Manuel Uribe Ángel y escuchar su historia de
boca de Emilio Robledo —ambos médicos e historiadores—.
Luego en la Universidad de Antioquia cumplió su sueño de
ser médico y se desempeñó cuatro años en el cargo rural.
Por último, el viaje a Francia enmarcó sus vivencias. Era una
ilusión urdida por el cine, la historia y la medicina. Siendo
especialista en cine mexicano y francés, su sueño era
Francia. “Además, cuando leía la historia, veía que muchos
de los médicos de aquí eran internos en hospitales de París
y para mí eso era como una frase poética”, dice.
Pasatiempos que alternó con su trabajo como interno en el
Hospital Necker, donde luego de varias cartas, a diferentes
médicos, fue recibido por Maurice Morri Cara para estudiar
Cuidados Intensivos y Atención de Desastres, temas sobre los
que empieza a hablar y a escribir cuando regresa a Colombia.
Publicó los primeros folletos de socorrismo, de anestesia y
del uso de respiradores en cuidados intensivos, entre otros.
Además ayudó a mejorar el servicio de anestesia y comenzó
a investigar el dolor, el cual no había sido estudiado en el
país; eso lo remitió a pacientes terminales y, a su vez, la
investigación lo llevó a tratar personas con cáncer y surgieron
publicaciones como Dolor en cáncer, dolor problemático y
tratamiento y Cuando los niños se van.
En el doctor Tiberio convergen varias facetas y no sabe si
sus aficiones son una disciplina o una enfermedad, como
el hábito de coleccionar pines, fotografías médicas de
Antioquia, proyectores, equipos de laboratorio y objetos
sobre Chaplin, pasar veinte años rescatando la historia de
la medicina, o escribir todo lo relacionado con el dolor y el
miedo hacia la muerte en más de sesenta libretas, porque
como médico trata de comprender el sufrimiento de los
pacientes para acompañarlos dignamente hasta el final.
Esa idea romántica tenía una ilusión de fondo, “conocer más
de cine, a los directores franceses, a los artistas de la Nueva
Ola, estar en la cinemateca francesa e ir al museo del cine”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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María Eugenia
LONDOÑO FERNÁNDEZ
Una tarde de julio de 1964, a orillas del Danubio, en la
casa de campo de su profesor de piano Richard Hüber,
María Eugenia enfrentó una pregunta del destino hecha por
el maestro: “Yo sé que en su país hubo indígenas y que
llevaron esclavos africanos. ¿Cómo es la música de esa
gente?”. La respuesta no existía, ella ni siquiera conocía la
música de aquellas razas y, avergonzada, decidió apropiarse
de las herramientas necesarias para estudiar las músicas
populares y tradicionales, para regresar al país a rescatar
del olvido y el desprecio de algunos, músicas como pasillos,
porros y cumbias; tarea, al inicio solitaria, que hoy es la base
del Grupo de Investigación Valores Musicales Regionales de
la Universidad de Antioquia, donde su lucha por investigar y
enseñar estos ritmos ha sido poco melodiosa.
“Mariú”, como le dicen por cariño, comprendió que los
inconvenientes se vuelven fortalezas, e incluso agradece el
haber nacido invidente, en 1943, porque la luz que alumbró
sus ojos, tras siete operaciones el primer año de vida
despertó en su ser una sensibilidad especial y una paciencia
extraordinaria consigo misma y con los demás, reflejada en
su personalidad afable, de voz tierna y acogedora. La misma
voz que le sirvió para ganar un concurso de rancheras en el
Club Campestre de Medellín, en 1970, con dos canciones de
María Dolores Pradera: Las ciudades y Fallaste, corazón.
“Mariú”, quien no se casó porque la música, la investigación
y la docencia le robaron espacio al amor, es de estatura baja,
contextura gruesa, tez trigueña y crespos claros que le caen
sobre sus lentes bifocales, prueba de una limitación visual
que le sirvió para comprender “que ningún ser humano se
hace solo. Lo que uno recibe se lo dan otras personas, uno
pone es el deseo, el entusiasmo y el trabajo”.
Sus familiares le ayudaron a sortear el bachillerato hasta
séptimo grado, leyéndole lecciones para memorizarlas, pues
sus ojos no resistían el ritmo de la educación convencional
y tuvo que volverse autodidacta, razón por la cual no pudo
estudiar Medicina. Su destino era la música, que cautivó su
sensitivo oído desde niña en casa de la tía Emma, donde la
radio eclipsaba con sus melodías a “Mariú”. Ya en la adultez,
en medio de una crisis existencial, ella redimensionaría su
afecto por la música al escuchar un recital con Dietrich
Fischer Dieskau, El viaje de invierno, y un concierto de
Herbert von Karajan dirigiendo la Filarmónica de Viena.
El encanto de “Mariú” por la música fue estimulado por
Germán, su tío jesuita que compartió con ella autores como
Mozart, Verdi y Wagner, y por sus padres, Jorge Londoño
y Eugenia Fernández, quienes la matricularon en clases de
piano desde los seis años.
Las músicas populares y tradicionales, que escuchaba de
niña junto a Rosario Ordoñez, empleada doméstica, ocuparon
sus primeras investigaciones en 1975, tras especializarse en
Etnomusicología y folclor en Venezuela, con las que buscaba
recuperar el patrimonio musical de indígenas paeces y
guambianos. Ese mismo año, en un contexto donde las
músicas nacionales eran consideradas de segunda categoría,
creó en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia
la cátedra de Etnomúsica y, también a contracorriente,
fundó en 1991, junto a Jorge Franco, Alejandro Tobón y
Jesús Zapata, el grupo de investigación, con el segundo
centro más importante de memoria musical del país, donde
hoy recoge las expresiones musicales de Colombia, y donde
“Mariú”, con su constante vocación de servicio, considera
que formar recurso humano es el principal legado para la
sociedad.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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Ricardo
RESTREPO GÓMEZ
Ricardo es andino. Se crió en las montañas del Suroeste
antioqueño y a los 17 años, cuando en su mente inquieta se
prendió la idea de un mundo enorme más allá de su pueblo
natal, llegó a la ciudad de Medellín. Primero, la música;
luego, la química; después, la física, la programación de
computadores, la visita a Italia, el viaje sudaca, y ahora la
universidad y la NASA. Su amor, el universo. Es máster en
Ingeniería Aeroespacial y aspira a un doctorado en la misma
rama y la misma institución: Universidad de Texas. En esas
tierras de Austin, temperatura bajo cero, a pocos días de
regresar de Colombia, Ricardo extraña la calidez de Medellín
y su familia. Su vida de hoy, sin embargo, no la cambia por
otra.
De mañana a noche, el físico se la pasa en la universidad;
asiste a sus cursos, dicta otros, califica exámenes, juega
con las matemáticas y, más que todo, investiga cómo
mandar naves al espacio o, dirá lentamente más tarde,
mecánica orbital. Es amable y tranquilo. “No es solo mandar
la nave en línea recta como uno creería. Hay que buscar
los caminos realistas y económicos”, cuenta el hombre que
cursó el pregrado en Física del 2002 al 2008, pasando por
los más reconocidos grupos de investigación y todas las
actividades extra clase que pudo. Divulgación de la ciencia
era su especialidad.
En esas conoció al profesor Jorge Zuluaga, hoy director del
programa de Astronomía en la Universidad de Antioquia, su
mentor, amigo y quien le presentó a su maestro en Estados
Unidos, César Ocampo. Al describirlos, Ricardo habla con
la gratitud del alumno que sacia su curiosidad. Ocampo
diseñó el software Copernicus que hoy la NASA utiliza
para optimizar sus viajes al espacio. Algo parecido, Arcos,
fue el trabajo de grado de Ricardo León en la Universidad
de Antioquia, donde también fue profesor de cátedra. Por
eso, desde la Universidad de Texas, ahora investiga mejoras
al software de la NASA, gracias a lo aprendido en años
de salón de clase, lecturas y experimentación científica,
pero también en horas y horas de aventura. Como esas
de su adolescencia, cuando con una mochila al hombro
y vendiendo artesanías, el muchacho oriundo de Andes
recorrió los países suramericanos en busca de sí mismo y
de nuevos cielos estrellados.
“El universo me descresta. Es un pedazo de magia. Al
conocerlo he sentido cosas grandes, fascinantes; toda esa
gran energía que tiene formas, vos, yo, la música, sin meterle
Dios, ahí está toda la magia”, dice despacio, extraviando la
mirada. Por sus inspiraciones, sus arranques, su inteligencia
y su humildad, Ricardo parece un tipo extraño. Que el
trompetista de una reconocida banda ahora se dedique a
desarrollar algoritmos y niegue a Dios, suena raro en una
provincia que hoy le luce rara a Ricardo León.
En unos años, con un Ph.D., experiencia docente, quizá una
vinculación laboral directa con la NASA, un viaje al espacio
(quién quita) y otras miles de historias a cuestas, Ricardo
piensa volver a Medellín. “Me gustaría investigar y ser
profesor”, afirma con la modestia que le sobró al insistir
en no ser incluido en esta publicación. “Yo apenas estoy
cultivando”, se explicó en una breve nota que copió a sus
familiares, todos formados en el Alma Máter. Padre abogado,
hermana ingeniera agropecuaria y madre trabajadora
social que no duda en que el destino de su hijo está en las
estrellas, las artes, el amor o el techo de su casa en Andes.
Ese mismo hogar donde, contemplando el infinito, Ricardo
escribió sus preguntas más profundas sobre el universo y
añadió que no cambiará nada en esa inmensidad cuando se
agote su propia y diminuta existencia para tantos grandiosa.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán
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Sabinee
Sinigüí Ramírez
Simpatía y propiedad son las impresiones que inspira esta
embera cuando se le escucha hablar. Su rico historial de
experiencia universitaria la ha llevado a ser parte, desde hace
más de nueve años, del grupo de investigación Diverser,
perteneciente a la Facultad de Educación, que busca el
reconocimiento de la diversidad cultural, en especial de los
pueblos indígenas.
Sabinee Yuliet Sinigüí es procedente de Frontino, Occidente de
Antioquia, de donde es originaria su etnia Embera Eyabida, una
población que tiene un contacto entrañable con la naturaleza,
dedicada a la caza, a la pesca, a los tejidos, a la pintura
corporal, a los rituales y a las ceremonias. Esta etnia tiene su
propia lengua y solo algunos pobladores saben español.
“Pertenezco a los Embera por parte de mi papá, mi mamá no
es indígena, y esto me ha dado la posibilidad de entender dos
mundos completamente distintos. En la universidad siempre
me he inclinado a participar en procesos de formalización
de conocimientos para pensar la sociedad, en especial la
de nuestros pueblos indígenas y la experiencia que significa
para nosotros llegar y adaptarnos al ambiente de una ciudad”,
comenta Sabinee, quien se graduó de Comunicación Social Periodismo en el 2005.
Hoy, siendo magíster en Pedagogía y Diversidad Cultural,
recuerda que uno de sus primeros trabajos con Diverser,
categoría A de Colciencias, fue apoyar un proyecto con niños
y niñas indígenas que vivían en la ciudad, esto con el propósito
de motivar en grupo a reflexionar sobre lo que significaba vivir
en un lugar que en ocasiones se mostraba hostil y racista.
Este proceso, que se llevó a cabo entre el 2003 y el 2007,
llevó a Sabinee, tras un arduo trabajo de campo con su propia
comunidad, a escribir su tesis de maestría.
“Una de las cosas que más recuerdo es que los niños se
sentían confundidos y algunos hasta negaban su identidad
indígena, simplemente porque se habían separado mucho de
ella. Por supuesto, esto se debía a que sus familias tenían su
vida productiva en Medellín. Hacerles entender quiénes eran
fue uno de los lineamientos que me propuse en este proyecto.
Muchos de estos niños, que ya son jóvenes, conviven y sirven
a sus comunidades incondicionalmente”, afirma Sabinee
Sinigüí.
Este mismo ejercicio de integración lo experimentó ella
cuando hizo parte del cabildo indígena Chibcariwak del Valle
de Aburrá, un grupo que reúne indígenas universitarios de
todo el país: zenúes, nasas, ingas, paeces, sionas, cubeos,
kamentsa, emberas, entre otros. “Con ellos no sólo compartí
experiencias y conocimientos culturales, también hice deporte
y presentaciones, actividades que ayudaron a unirnos”, dice.
La importancia del trabajo de Sabinee y sus compañeros es
adelantar iniciativas de investigación y acompañamiento
pedagógico a grupos étnicos con el propósito de profundizar
sobre diálogos de saberes entre culturas que propendan
por el respeto a la diversidad. Según Sabinee, este tipo de
experiencias son importantes para pensar en una universidad
intercultural, que a su vez cree vínculos de amistad y solidaridad.
“Todo este trabajo me ha aportado mucho. La comunicación
me dio el amor por la radio y la escritura de crónicas y
reportajes, mientras Diverser me dio elementos de formación
en investigación desde perspectivas interculturales,
conocimiento que he trasmitido a partir de la formación de 87
indígenas de las etnias Embera, Tule y Zenú, en el programa
académico Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra,
carrera que ha tenido una gran acogida en la Universidad de
Antioquia”, explica Sabinee.
Cuando el arduo trabajo en el Alma Máter le deja tiempo, se
dedica a una de sus grandes pasiones: ver y aprender de cine
y video indígena, artes que quiere estudiar y en los que algún
día quisiera ser diestra.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Pompilio Peña Montoya
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Índice
Gustavo
ZAPATA RESTREPO
Es domingo de cosecha en Andes. El parque Simón Bolívar
parece un cultivo de sombreros. Cientos de campesinos
conversan en corrillos y juegan a pelear. Los bultos ahítos
de víveres yacen en las aceras a la espera del dueño que se
toma unos tragos.
En los bares, danzan los billetes. Los pagadores dominan las
mesas a donde llegan los hombres por su jornal. Voces de
jolgorio ahogan la música y el humo casi opaca esta mañana
luminosa. Al fondo, lejos del dinero y de las manos callosas,
el maestro toma café.
Gustavo Zapata prefiere la mesa al pie de la ventana para ver
pasar a su pueblo. Levanta el pocillo de porcelana y sorbe,
lento, sin perder la vista del paisaje. Conoce los nombres de
las montañas que cortan el horizonte, de los arroyos por los
que se embarcó capitaneando un neumático y de los árboles
al límite de los predios.
difícil e ingobernable”. Lo sabe por las coplas, los discursos,
las canciones, los poemas y los cuentos que ha dado esa
tierra y lo certifica él en sus veinte años como profesor de
literatura en el colegio más viejo de Andes.
Golpea el pocillo con el limbo de la cucharita, y el mesero,
presto al llamado, cambia la taza por otra humeante. El maestro
repara en las personas agitadas porque es día de mercado.
A casi todas les conoce la procedencia geográfica, la rama
familiar. Mientras el pueblo hierve, el maestro, sereno, observa.
Para cuando ya eran dos sus obras, Gustavo no solo dependía
de los relatos para soñar sino de los archivos para vivir. Las
tardes, las noches, los festivos, los pasaba entre papeles
viejos. Coincidía la obsesión por el hallazgo de un dado con
la euforia desmedida. Trabajaba sin parar, dicen sus amigos,
sostenido por una energía anormal y por una efusividad
sorprendente.
Hace años, Gustavo también hizo parte de la ebullición. Cada
cuarenta días, cuando su padre salía de las minas del Alto
Andágueda, él lo acompañaba al mercado: compras de oro,
prenderías, carnicerías, tiendas de abarrotes. En el recorrido
paraban en algún café donde su padre contaba las aventuras de
la vida en esa montaña a tres días de camino a lomo de mula.
Las brujas y los mohanes de su padre se sumaron a Daniel
en el foso de los leones, al Caín en contra de Abel que el
profesor Francisco Torres leía, no como textos sagrados,
sino como literatura. En la cabeza de Gustavo las historias se
trenzaban y la adicción por ellas lo atrapó. Buscaba relatos en
los periódicos, en los libros, en la radio, en las voces de los
más viejos.
Lo primero que Gustavo investigó fue la historia del Colegio
Juan de Dios Uribe donde ha pasado más de la mitad de su
vida. Después se fue detrás de los escritores de su pueblo y
con ellos descubrió que “el ser humano de Andes es rebelde,
En ese estado escribió una biografía del Indio Uribe, se
preguntó por la identidad y la memoria de Andes, estableció
relaciones entre la educación y la sociedad andina, exploró
el devenir de la institucionalidad en su pueblo y reconstruyó
la historia del hospital. Así, sin pensarlo, se convirtió en el
historiador de Andes.
Con el punto final de cada obra, llegaba para Gustavo la
melancolía. Como una perla en la profundidad de la concha,
se adormilaba. Entonces, sus amigos lo mecían, lo esperaban
al regreso de sus exilios, de sus inviernos: con él aprendieron
que después de cada obra, un creador necesita pasear por el
huerto de su propio corazón.
Por la ventana del bar, alguien que sale del barullo del mercado
le dice maestro. Él suelta el pocillo, estira la mano y sonríe.
Agradece que hoy es primavera y no llueve.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Patricia Nieto Nieto
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
fortaleza y definitivamente son sus hijas y sus estudiantes la
inspiración de todo lo que hace.
María Teresa
RuGELES LÓPEZ
Mientras abraza a una de sus alumnas que analiza unas
muestras en el laboratorio, sonríe y no duda en decir que ella,
Naty, es como una hija. “Todos los alumnos son especiales,
pero ella lleva mucho tiempo conmigo. Pertenece al grupo
de investigación desde que era alumna del pregrado, ahora
está haciendo maestría y ya estamos planeando cuál va a
ser su doctorado”, dice. Hay quienes la definen como una
profesional exitosa; ella, en una actitud humilde, prefiere
considerarse una madre. La pasión de María Teresa Rugeles
son sus dos hijas, María Andrea, que está en la universidad,
y Danielita, como llama cariñosamente a su hija menor que
tiene un problema mental. Afrontar esta situación no ha sido
fácil, por el tiempo y el acompañamiento que debe dedicarle
a Danielita, pero en cierto modo su profesión le ha dado
Naty es parte de esa inspiración y, a la vez, es producto de
su forma cuadriculada de hacer todo, de esa manía de tener
todo planificado, porque no le gustan las sorpresas, y cuando
algo la toma de improviso siente que se descuadra. Esa
actitud rígida se desequilibró cuando se presentó a estudiar
Medicina en la Universidad Javeriana. Pasó el examen de
admisión y en la entrevista el profesor que la evaluaba no la
admitió porque apenas tenía 16 años y pensaba que a esa
edad nadie estaba seguro de querer ser médico. Estudió,
entonces, bacteriología en el Colegio Mayor de Antioquia, y
luego hizo una maestría en Ciencias Básicas con énfasis en
Inmunología en la Universidad Médica de Carolina del Sur.
Regresó a Colombia a trabajar en la Universidad del Valle y se
mudó a Medellín para hacer el doctorado en la Universidad
de Antioquia, buscando la realización de su mayor sueño:
hacer investigación en esta Alma Máter.
María Teresa se especializó en Inmunología. Ingresó a la SIU,
haciendo parte del grupo de investigación del doctor Jorge
Osa; posteriormente él viajó a Estados Unidos, interesado en
dedicarse a la investigación en el tema de educación social.
María Teresa, entonces, heredó el grupo de investigación,
se convirtió en su coordinadora y ha procurado aumentar
el número de estudiantes investigadores, preocupada por
educar a las futuras generaciones. Aunque la coordinación
le deja poco tiempo, sigue siendo profesora en la Facultad
de Medicina, porque le encanta enseñar, pues es el mejor
espacio para detectar a los buenos estudiantes y formarlos
mejor. Se jacta de tener una buena visión, “porque cojo a
los alumnos desde que están en pregrado. Mantenemos
contacto con ellos y los invitamos a participar en las
actividades investigativas”, dice. Este proceso pedagógico
es también parte de su ideal de enseñar en una universidad
pública, porque para ella era la oportunidad de conocer
personas de todas las clases de pensamiento, estratos y
formas de expresión.
Una experiencia similar a lo público es la que vive en la
Fundación Sí Futuro, para niños con VIH, que ella ayudó
a fundar en el 2003, junto a un grupo de profesionales
preocupado por las dificultades de las familias de niños
infectados con el virus. “La idea es promover la mejor calidad
de vida de los niños y sus familias, y por eso, parte de lo que
hacemos en la fundación es que vamos a dar charlas en
los colegios”, comenta María Teresa, que en el 2007 fue
ganadora del Premio de la Academia Nacional de Medicina,
con una investigación sobre el VIH en niños.
De alguna manera, ese espíritu maternal de María Teresa
beneficia de diferentes formas a la sociedad. Ella, por su
parte, agradece el apoyo incondicional de su mamá y sus
nueve hermanas, gracias al cual pudo ser una investigadora
al servicio de la comunidad y pudo sentir la satisfacción de
compartir los triunfos de sus estudiantes.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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