Ficcion_y_olvido_corrg - Pontificia Universidad Javeriana (Bogota

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FICCIÓN Y OLVIDO
R ELATOS
Jaime Alejandro Rodríguez Ruíz
2007
FICCIÓN Y OLVIDO
JAIME ALEJANDRO RODRÍGUEZ RUÍZ
PRIMERA EDICIÓN
Editorial Libros de Arena
Con el apoyo del
Centro de Educación Asistida por Nuevas Tecnologías
CEANTIC
Pontificia Universidad Javeriana
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
Claudia Rocío Martínez
DISEÑO CARÁTULA
Sandro González Bustos
IMPRESIÓN
Javegraf
Editorial Libros de Arena
Teléfono: 571-5490069
librosdearena@hotmail.com
Bogotá - Colombia
©
Prohibida la reproducción total o parcial
de esta publicación sin la debida autorización
de la Editorial Libros de Arena
ISBN Obra: 978-958-683-944-0
Índice
PRIMERA PARTE: Ficción y olvido .................................................... 5
Albúm ............................................................................... 6
Pieza inconclusa de verano ............................................ 15
Julia ................................................................................ 24
Obra maestra ................................................................. 33
Nova scherezade ............................................................ 38
Retorno .......................................................................... 44
El atajo ........................................................................... 49
Marasmo ........................................................................ 56
El poeta y la bella........................................................... 61
Jornada del hombre extraño (La chica de los patios) .... 66
Eterna errancia ............................................................... 77
SEGUNDA PARTE: Rizomas ............................................................. 85
Moscas ........................................................................... 86
Entretela # 1: Un instante de su piel .............................. 94
En diferido...................................................................... 96
Entretela # 2: Espejismo .............................................. 106
Sucedió en la oficina del teniente ................................ 108
Entretela # 3: Verano ................................................... 114
Una utopía llamada Luisa ............................................. 115
Entretela # 4: Odisea con Mishima .............................. 121
El sueño de rebeca ...................................................... 124
Entretela # 5: Procedimiento ....................................... 130
En la calle de las rejas ................................................. 131
Entretela # 6: El otro .................................................... 137
Carta hallada en la banca de un parque ...................... 139
Entretela # 7: Aroma .................................................... 145
La fisura ........................................................................ 147
Entretela # 7: Mitsuku .................................................. 152
PRIMERA PARTE
Ficción y olvido
Ficción y olvido
Album
Con tal de escribir soy
Capaz de sacrificar el universo
Diario de Léautaud
Informe a los miembros de la revista
Quise dirigir un anónimo, uno de esos pliegos que nos llegan con tanta frecuencia a la redacción, pero no estoy tan loco y,
además, esa no es mi manera de llamar la atención. Después pensé que sería más eficaz escribir una historia en forma de cuento y
entregarla al consejo como un recomendado para su publicación
en la revista. Analicé muchas otras posibilidades, incluidas la confesión pública y la reunión secreta con cada uno de los implicados,
pero llegué a la siguiente determinación: resulta más conveniente
escribir un informe claro y preciso, jugar limpio y hacer que todos,
si, todos, hacer que tú, Alberto, te detengas un segundo, dejes
de calificar cuartillas y de buscar artículos trascendentes para que
escuches, como he tenido que hacerlo yo; obligarte a ti, Ángela, a
emerger de tu mundo cuadriculado, de las páginas venenosas de
tus libros, de tus lecturas interminables y fastidiosas para que observes con atención lo que ahora tengo que decirte; hacer que tú,
Fernando, abandones tu inquina, y tú, Enrique, y tú, y tú y todos, si,
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Jaime Alejandro Rodríguez
Album
todos conozcan el destino final de Ricardo Soler. Si, leyeron bien:
Ricardo Soler... el pequeño Ricardo, el oscuro y siempre despreciado Ricardo. No lo recuerdan, ¿verdad? Nuestro compañero de
hace unos años, el colaborador-nunca-tenido-en-cuenta, el pobre
Ricardo, ese Ricardo, Ricardo Soler. Pero no los culpo: como la mía,
su memoria ha sido estrecha.
Debo aclarar que no transcribo todo. El diario personal,
como la carta, aunque se le designe un destinatario, ante todo pertenece al que lo escribe, no a quien va dirigido. También quiero
anotar (antes de entrar en materia) que guardo junto a mí el álbum
de fotografías de Ricardo Soler; quien desee consultarlo puede hacerlo en mi casa; por ahora lo necesito cerca para mantener viva la
memoria del amigo, porque pese a todo (a la tardía lectura del diario, el hallazgo de terribles revelaciones y a mi última visita, los tres
hechos centrales de este informe), ella se empeña en desecharlo
de su potestad.
Ahora será mejor empezar por el principio:
Aún no puedo explicarme por qué Ricardo Soler —el tierno
Ricardo, así lo recuerdo—, ese compañero de tantos años, pequeño y desdeñable a pesar de su fidelidad, me escogió para sus designios. Digo que aún no lo sé porque, si bien es cierto —a juzgar
por los documentos— que sentía un especial aprecio hacia mí, yo
siempre pensé que esa actitud era más bien una suerte de resignada impotencia que lo llevaba a comportarse con todo el mundo
igual. Quizás existía una compleja correspondencia de espíritus
—inapreciable para mí— o tal vez no fue más que un capricho; no
lo sé; ustedes podrán estimarlo mejor. El hecho es que hace un
tiempo Ricardo hizo llegar a mi apartamento un paquete con objetos personales, incluidos un álbum de fotografías y un diario suyo
que prometí leer. En realidad, la nota con que respondí entonces a
sus requerimientos fue escrita sin la emoción, sin la atención, que
sólo ahora ha logrado sobrecogerme. Lo reconozco: ni siquiera la
noticia de su muerte, pocas semanas después de la entrega, cargó
de prioridad aquella urgencia comprensible. Al contrario, el hecho postergó las escasas intenciones que pude alojar al comienzo.
Ha sido necesaria la extraordinaria intervención del azar para que
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Ficción y olvido
atendiera sus pedidos. Creo que, de no ser por esa circunstancia, el
paquete ni siquiera habría sido abierto; lo más probable es —como
estuvo a punto de suceder— que hubiera ido a parar al basurero
municipal como tantos otros chécheres del trasteo.
Como en el poema de Paz, Ricardo “Va y viene sin ruido
por mis pensamientos”. Ahora mismo, al intentar describirlo, las
palabras resbalan, caen sin peso. Es como si mi mente se velara
con borrosas e incoherentes imágenes de su recuerdo. De su voz,
por ejemplo, tan solo retengo murmullos y sonidos aislados que
hacen imposible la fiel recomposición de su registro. En cuanto al
olor, hay uno que sí permanece en mi memoria: el de sus chaquetas de cuero (¿has olvidado, Ángela, cuánto te fastidiaba el sonido
producido por sus roces?). ¿Cómo era Ricardo Soler? ¿Cómo, por
otro lado, juzgar su ser, su persona? Resuenan estas tres palabras y
me apresuro a anotarlas: “melancólico, triste, solitario”; ecos que
provienen de una perspectiva estrecha e injusta: la de quien siempre ha subvalorado a una persona. He intentado pensar en Ricardo
con estas otras: “seguro, alegre, sociable”; pero siento que escapa
por completo (“En verdad no somos más que dimensiones angostas/pálidos reflejos de nuestro ser”).
Inclusive las fotografías del álbum parecen complicadas en el
asunto. En la mayoría de ellas, Ricardo exhibe su cara sin decisión.
Hay siempre una mirada baja y generalmente una de sus manos
oculta la barbilla. El bigote y los lentes gruesos le dan aspecto de
máscara a su rostro. Su cuello corto y sus hombros siempre encogidos realzan esa extraña ambigüedad. Así que nada menos eficaz
en el ánimo de documentar el informe.
Me parece más importante la descripción del álbum fotográfico. Se trata de un libro sorprendente. Está dividido en dos partes.
La primera, la más extensa, está compuesta por una sucesión más
o menos convencional de fotografías familiares. Viejos daguerrotipos de comienzos de siglo, ajados y amarillentos, intentan desde
el principio certificar un origen honorable: apuestos militares, bigotudos y cetrinos; mujeres elegantes, apretujadas sobre fondos
artificiosos; postales magníficas que delatan secretas intenciones
de amor; todo un testimonio de alcurnias enmohecidas. Adelante
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Jaime Alejandro Rodríguez
Album
se advierten los primeros indicios de la época que concierne más
directamente a Ricardo. El núcleo familiar se cierra, se depura. Algunos rasgos comunes, y sobretodo su presencia constante, revelan una lenta evolución: Ricardo en brazos de una hermosa madre,
Ricardo colegial con sus hermanos, Ricardo adolescente y solitario,
Ricardo militar al lado de su padre, Ricardo universitario con algunos compañeros. Luego, la asombrosa foto de su matrimonio (un
hecho completamente desconocido para todos). Su rostro adquiere entonces facciones definitivas. Varios retratos de personas allegadas ocupan abundante espacio: páginas que dan la impresión
de una corta pero armoniosa, casi perfecta felicidad. En seguida
hay un par de hojas vacías, con señales de maltrato y restos de
pegante y de papel. Es el final de la primera parte.
En la segunda (extensión 15 páginas), solo se encuentran
fotografías suyas, es decir, fotografías donde Ricardo aparece con
personas que nada tienen que ver con su etapa familiar; amigos comunes a nuestro círculo, como si quisiera probar algún corte radical
en su vida. Fotografías en blanco y negro pese a una toma relativamente reciente. Hay una en la que estamos los dos, sentados en la
banca de un parque ficticio; efecto de estudio que no recuerdo. Es
un retrato grande, que ocupa toda la página. También se encuentra
la foto que me envió desde París (debo tener la copia en alguna parte) con esa sorprendente y exagerada nota de afecto: “Para Pepe,
amigo que aunque en el crepúsculo, ha querido aliviar mi vida”.
Quizás todo esto no interese demasiado, pero creo que les
ayudará a refrescar la memoria. Ahora ya debe estar formada cierta
imagen de Ricardo. Pues bien, eso me sirve para entrar, sin más
rodeo, al objeto central del informe, a mi aporte personal al caso:
relacionar las misteriosas fotografías del final del álbum con las notas del diario que corresponden. De esta manera ustedes podrán
juzgar con claridad la sustancia de mi horror; especialmente ahora que, tras la visita, un elemento insospechado ha complicado la
transparencia de mis primeras justificaciones.
Por la mala calidad de su composición, por el hecho de que
Ricardo siempre aparece solo, porque otros retratos muestran ámbitos inhabilitados y por más detalles de carácter técnico, puede
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Ficción y olvido
inferirse que esta extraña serie de fotografías ha sido trabajada con
el dispositivo automático del obturador; lo cual, a su vez, implica la
soledad, sentimiento evidente en estas, sus primeras notas del 25
de junio: “Por fin he salido y me he dado cuenta de que la soledad
es más fría y más dura en las calles. He decidido refugiarme definitivamente en mi apartamento”.
Las fotografías señaladas con la misma fecha, muestran la
sala de trabajo y las calles adoquinadas del barrio donde vive, tan
vacías y grises que causan verdadero espanto (en una de las fotos,
la nota inscrita resulta extremadamente irónica si se tiene en cuenta que está destinada precisamente a destacar unos de sus orgullos: los estantes repletos de su biblioteca. El letrero dice: “Quel
magnifique tapisserie”).
Las fotos del 30 de junio, en cambio, lo muestran sonriente,
en diferentes posturas junto al escritorio. En ellas, sin embargo,
apenas queda huella de juventud o de belleza en su rostro, y la
mirada de sus ojos luce distorsionada. El diario reza:
“Atarearse siempre, siempre trabajar, hacer del trabajo
una droga, una compulsión. El pensamiento es un
narcótico, el yo es un proyecto, la manera más digna
de adquirir libros es escribirlos... por lo tanto, Yo he
comenzado uno”.
Un mes después, bajo el título “Finales de Julio”, anota en
el diario:
“El trabajo de la memoria, ese leerse a uno mismo, provoca el derrumbe del tiempo. Pero es precisamente en
el culmen del desastre, tras la conciencia de la muerte,
que surge la mejor lectura del mundo. Leer el mundo
(como leer un libro) es ir suprimiéndolo”.
“Leerse a uno mismo, leer al mundo: destruir el mundo,
destruirse a uno mismo”.
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Album
Las fotos de “Finales de Julio” lo captan con una mirada opaca y con la figura totalmente desaliñada. El bigote está más espeso y
descuidado. El pelo ha retrocedido y se notan las primeras manchas
blancas sobre sus sienes. Aunque de pie, frente a la ventana, algunas
muestran su cuerpo ya doblado: ¡está hecho un anciano!
Dos meses de silencio para recomenzar el 5 de octubre:
“La soledad me sorbe y la tristeza me golpea con su
aire más helado. Presiento que hay un vórtice en alguna
esquina del cuarto; un remolino que chupa y me atrapa.
Embates de desidia han impedido que prospere con el
ritmo esperado en mi creación. Ha sido necesaria una
absoluta y radical actitud: sólo la inmersión total podrá
salvarme. Hago lo que humanamente puedo”.
La única fotografía del 5 de octubre contrasta, por su tamaño,
con la dimensión de la hoja donde habita solitaria. Es el acercamiento de un pequeño adorno de su escritorio (una más de las innumerables miniaturas que pueblan la mesa) y que Ricardo ha querido
destacar también —así lo creo— con la ironía: un diminuto burrito
de madera que lleva colgado al cuello la siguiente inscripción: “Yo
también tengo que entenderlo”. Si no estoy mal fue el obsequio que
alguna vez el grupo de la redacción de la revista hizo a sus colaboradores a manera de broma. Tú, Enrique, podrás confirmarlo.
Varias fotografías, marcadas con diferentes fechas de octubre
y de noviembre, quieren ilustrar —seguramente— una de las notas
finales del diario. En todas ellas aparece un Ricardo anciano y remoto, apenas reconocible, sentado en el escritorio —probablemente
redactando las notas de su libro— o consultando los volúmenes de
su biblioteca. El desorden de la sala es aterrador, la suciedad ha invadido cada uno de los rincones y el deterioro es inminente.
En el diario de finales de noviembre, escribe:
“Anclado en el pasado, ansío las premoniciones del
futuro. Por momentos las he percibido, como luces
o como sonidos; en ocasiones, como aromas que
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Ficción y olvido
transmutan en imágenes. Temo, sin embargo, ser detenido prematuramente. Quiero concluir algo. En estos
últimos meses he explorado territorios desconocidos,
he adquirido conciencias diferentes, he descubierto
secretos ininteligibles por otra vía. Pero nada converge.
Floto en un mar inmenso sin alcanzar la orilla. No sé si
sigo el rumbo correcto. Ni siquiera sé si hay un rumbo
correcto. Siento la asfixia del ahogado y el dolor de las
mutilaciones. A veces me agobia el cansancio. Vivo bajo
el signo de la muerte. Pedir más es exigir la divinidad.
Creo que mi tarea ha sido vana. Creo también que este
esfuerzo sobrehumano de nada vale si no encarna en
la palabra. Necesito ser escuchado. Necesito el amor
de mis semejantes”.
Las últimas fotos sólo muestran la desolación de la sala: El
escritorio se confunde en medio de tanto cachivache arrumado. No
hay nada en su sitio. Una inconcebible acumulación de basura anega la habitación. La Tapicería magnífica ha sido arrancada. En una
foto dramática se ven los tomos completamente despedazados: la
destrucción es total. No hay más autorretratos.
En la última página del diario se consigna el original de la
carta que Ricardo Soler hizo llegar a mi apartamento con otros objetos personales, incluidos un álbum de fotografías y un diario suyo
que prometí leer.
Hay en los diarios una especie de verdad material siempre
fresca, intacta, inmune al paso del tiempo. Es lo que puede leerse
en el diario de Ricardo: su verdad, la versad de su conflicto, la evolución y su penoso desenlace. Quizás puedan leerse así mis propias
anotaciones. Tal vez tú, Ángela, encuentres entre líneas algo que
valga la pena, ¿no crees?.
Estoy seguro que cualquiera de ustedes habría menospreciado la solicitud de Ricardo, habría pensado en su postura. Porque así lo hice yo: creí que Ricardo solo posaba con aquel cuento
de su diario. Cuántas veces discutimos la posibilidad de publicar
“Diarios Literarios” por considerarlos el lado humano del escritor.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Album
Cuántas veces exageramos su validez. Y Ricardo allí, el siempre-callado Ricardo, el incapaz-de-tomar-la-palabra, el ausente el invisible. ¿Cómo imaginar la posibilidad de un diario real? ¿Tú lo habrías
hecho, Angela? ¿Le habrías dado la importancia a una carta de
Ricardo Soler? O tú, Alberto, ¿qué habrías resuelto en mi lugar?
Pero, si era inimaginable la escritura de un diario, ¿cómo dar crédito a la creación de un libro? Porque al final, Ricardo terminó,
creándolo o no, su libro.
Mi reciente traslado de apartamento hizo que tropezara con
su paquete aún intacto; el azar quiso que leyera su carta de nuevo
y el destino me condujo hasta su casa.
✸✸✸
Se cierra la noche. Mañana, este legajo estará en la oficina
de la redacción. Yo mismo lo llevaré; irá conmigo el diario y el libro.
Por ahora el álbum de fotografías lo necesito cerca para mantener
viva la memoria del amigo, porque, pese a todo, ella se empeña en
desecharlo de su potestad. Afuera, los últimos transeúntes intentan apresurar su pasos. Quizás Ricardo duerme.
Al salir de la casa para visitarlo, al subir las oscuras escaleras que conducen a su departamento, aun al momento de tocar la
puerta, presentí sin extrañeza ese “Te esperaba” con que alguien
me invitó a seguir. No me sorprendió; como tampoco el hecho de
reconocer, en los ojos del adolescente que abrió la puerta, la joven
mirada de Ricardo. La entrevista fue corta, casi diría muda. Al final,
recibí de aquellas manos vigorosas la obra del amigo: su LIBRO EN
BLANCO.
✸✸✸
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Ficción y olvido
Nota final a la redacción:
Debo agradecer a Alberto carrasco la insinuación del título.
Según él —siempre tan atento a esas curiosidades— resulta muy
sugerente, dado que la etimología de la palabra álbum (del lat.
Álbum, blanco) abre y cierra así el relato. También a él se debe
el epígrafe de Léautaud; escritor francés menos conocido por sus
obras literarias que por su diario, donde consigna valiosas luces
acerca del proceso de la creación.
Finalmente quiero agradecer a Ángela Cadena su empeño
en recomendar este cuento para su publicación en el próximo número de nuestra revista: vencidas ya las resistencias de Fernando
González.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Album
Pieza inconclusa de verano
Miedo De no ser más que un jirón de sueño
De alguien —¿de Dios? —, que sueña en este mundo amargo.
Miedo de que despierte ese alguien —¿Dios? —, el dueño de un
sueño cada vez más profundo y más largo.
Xavier Villaurrutia
I
Un mes antes, Aníbal entró en la taberna con esa expresión
de forastero sin rumbo —a la vez dócil y altanera— tal vez preparado de antemano para encarar cualquier atropello a su condición;
y brilló por un instante, en el umbral, todo el temor y la duda que
podían reflejar sus hermosos ojos claros, a esa hora incierta de la
tarde. Tras un lento recorrido, durante el cual no se atrevió a fijar
su mirada en ningún lugar específico, se instaló en la barra, decidido, a toda vista, a imponer su insolencia, en una actitud defensiva,
pero ingenua, que todos pudieron percibir con claridad. Antes de
sentarse, dejó la maleta en el piso; acomodó, luego, los pies sobre
los travesaños de la silla, dejando al descubierto unos zapatos maltratados y ahogados en polvo, y esperó con impaciencia mal disimulada la atención del tabernero, sin pronunciar todavía la primera
palabra. Bebió lentamente la cerveza fría —servida por Luis con la
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Ficción y olvido
exagerada deferencia que acostumbraba mostrar siempre a la nueva clientela— y no se movió de su sitio hasta cuando abandonó el
bar. Su estancia fue más bien intrascendente: a pesar de las bromas
conciliadoras —que no se dejaron esperar—, de la invitación de
los muchachos para que se integrara a las partidas de ajedrez o de
cartas, disputadas a esa hora, y de otros intentos que procuraban
cordialidad, él continuó incólume. Sus palabras escasas no dijeron
nada y cualquier indicio de su destino permaneció velado por esa
actitud impenetrable.
Pero había algo en aquel rostro joven de facciones agradables, una presencia misteriosa, quizás la carga de un pasado
difícil, algún rezago melancólico que tornaba sus más insignificantes gestos en muecas de amargura. A no ser por su regreso,
el efecto de su aparición intempestiva no habría dejado rastros
y se habría confundido con la memoria del agobio ocasionado
por los calores de aquel día. Volvió a la tarde siguiente, en el
momento en que Luis prendía el televisor para la transmisión, en
directo, del partido de fútbol de la copa. Quizás por eso, nadie
le prestó atención y de nuevo flotó desapercibido en medio de
una algarabía carnavalesca, ajena a su interés. Pese al mugre de
las uñas, sus manos resultaban delicadas; llevaba en la izquierda un plano de la ciudad, como esos que facilitan en cualquier
oficina de turismo, doblado, evidentemente maltrecho, rayado
con marcas y recorridos, flechas, apuntes y otras indicaciones y,
en la otra mano, un papel arrugado y sucio, húmedo de sudor,
un sudor que todos compartían, porque hasta los fuelles de las
ventanas, completamente replegados, parecían unos labios impotentes, desconcertados, ante aquella masa calcinante en que
se habían transformado inesperadamente las tardes de abril; un
sudor que para él, para el caminante, debía ser algo así como la
confirmación de sus designios. Se sentó en una mesa, extendió
el plano, arregló el papel, se concentró en la lectura y entonces
me rechazó con suavidad, pero también con resolución, cuando
quise ofrecerle ayuda. Algo crujió en mi interior al percibir el olor
de su respuesta: comprendí que llevaba demasiado tiempo, quizá
un tiempo inverosímil,, sin hablar a nadie, condenado a la palabra
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Jaime Alejandro Rodríguez
Pieza inconclusa de verano
restringida, como si de su boca hubieran brotado telarañas. Esa,
al menos, es la impresión que, ahora, al evocar el episodio, llega
con mayor vigor desde mi memoria.
II
No recuerdo bien cómo fueron aquellos días en que el caminante, como le decía entonces, o Aníbal, como prefiero llamarlo
ahora, se convirtió en asiduo cliente de la taberna. Si al menos
estuvieras tú, Ángela, para que me contaras qué sucedió en el
exterior mientras tanto; si pudieras hablarme, Luis, y explicarme
cómo fue todo aquello, de qué manera resultamos involucrados,
qué pasó realmente en la ciudad. Porque mi memoria de otras
cosas se queda atascada en el día que retomaron las lluvias —los
dos allí sentados, respirando aquel aire bondadoso— y se empeña
en recordar únicamente las tardes, más bien los momentos, que
compartía con Aníbal, esos instantes milagrosos que, a la manera
de una burbuja, nos aislaban de la realidad, pues ni tú, Luis, me
azuzabas al trabajo, ni tú Ángela, me pedías —con la voz chillona
que solo podía emerger de tus gritos— más ayuda para atender
las mesas cuando estaba con él, como si de verdad no existiera
para vuestros ojos. Todo, al comienzo, me pareció normal; como
siempre, un muchacho más que, atraído por la fama del negocio,
venía a conocer de cerca sus bondades. Pero lo extraño es que
Aníbal nunca se interesó por los juegos o por las apuestas de fútbol, como los demás sino que se dedicaba a observar el recinto
con una curiosidad que, al principio, juzgué provinciana, como si
estuviera deslumbrado por algo; y después pedía su alimento y
una cerveza fría. Me gustaba atenderlo a pesar de su voz de naftalina que lo hacía viejo, porque su comportamiento era diferente.
Así, el rito de su presencia en la taberna penetró en mi vida: su ingreso a la misma hora, su pedido y mi fiel atención y, luego, nuestras charlas; cosas sin importancia que se decían, pero suficientes
para ir creando una atmósfera refractaria que nos inmunizaba contra el mundo circundante (pronto no hubo más anhelo en mi alma
que soñar su visita diaria a la taberna, ni más terrible resignación
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Ficción y olvido
que pensar en mi rutina cuando partía) y entonces bromeaba, evadiendo la respuesta a mis dudas sobre su origen y sus propósitos.
No insistí demasiado porque mis sueños cándidos de cada noche
se encargaban de resolver el enigma, transmutándolo en artista o
en héroe con tal intensidad que algo de aquella esencia fantástica
acabó por impregnarlo ante mis ojos cotidianos. “He venido por
ti, porque te conozco de antes, porque sabía que iba a encontrarte y porque necesito conocer tu vida”, me decía con cierta
seriedad, sólo para burlarse después de sus propias palabras, sin
darme tiempo a recrearlas o para mostrarse molesto, a veces, por
mis acosos: “Prefiero no hablar de eso”, sentenciaba cada vez que
clausuraba el tema y enseguida se marchaba disgustado. Y yo me
preguntaba qué podía tener mi vida para interesarle de esa forma
a él, a un hombre que sabía decir cosas tan bellas y maravillosas;
qué podría apreciar una persona así, tan culta y tan decente, en
una mujer vulgar, como yo, que solo servía para extasiarse con
sus historias increíbles y con sus palabras de amor. Cómo olvidar
aquellas tardes de lluvia cuando solíamos grabar gritos silenciosos
o pájaros mensajeros sobre el vidrio empañado de las ventanas, o
el momento en que sus manos se decidieron, por fin, a tomar las
mías. Cómo pensar en otras cosas, Ángela, cómo hacerlo, si era la
primera vez que podía sentir algo diferente al asco que soportaba
con tus caricias, aquel consuelo que me regalabas cada vez que
mis sollozos te enternecían y tratabas de aliviar el maltrato con
que Luis satisfacía sus deseos, un consuelo que yo no rechazaba
para no herirte, para evitar que supieras el secreto recelo que sentía. Cómo olvidar aquel amor que yo creía real y necesario, hasta
el punto de haber planeado su encarnación —sin éxito, claro— en
el cuarto del fondo que tú y yo compartíamos, aún a riesgo de
enfurecerte, Ángela; cómo olvidar que, al final, resultó ser un amor
ficticio y doloroso, porque Aníbal quiso partir a su lugar y yo me
sentí infeliz y no quise entender sus razones. Tal vez, si lo hubiera
hecho, si hubiera permitido su partida a tiempo, tal vez las cosas
no habrían sucedido en esta forma; pero ya era tarde, pues yo estaba loca, él había perdido la salida y en la ciudad habían crecido,
implacables, potencias misteriosas.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Pieza inconclusa de verano
III
Y ahí estabas, al otro lado de la estación, sin sospechar que
yo te seguía desde temprano —en realidad desde el momento en
que volviste a dejar la taberna y con tus palabras grabaste, sin saberlo, más profunda esa terrible alucinación de tus ausencias. Ahí
estabas caminante: aturdido, nervioso, y yo te espiaba. Ahora conocía muchas cosas de ti; sabía, por ejemplo, donde vivías —y me
figuré tu sufrimiento al verte entrar en aquel hotelucho del centro,
plagado de gitanos—, sabía también tu hora de arribo a la habitación y el momento justo en que salías a iniciar la búsqueda, porque
me había atrevido a seguirte desde la noche anterior y me había
quedado afuera, más por miedo a volver, a tener que soportar las
injurias de Luis —a quien imaginé, equivocadamente, furioso por
mí deserción inadvertida— o los reproches, cargados de envidia
de Ángela —esa mujer a quien yo no consideraba mi amiga—, que
por otra cosa; me había quedado afuera, contando los minutos en
una noche fría que no podías concebir, plena de angustias y de dudas, pero alimentada por la posibilidad de saberte cierto, real, humano. Sí, allí dormiste sin saber que, afuera, yo velaba tu sueño. El
tiempo creció tanto que llegué a creerlo infinito; pero de pronto la
ciudad volvió a despertar con su algarabía insoportable y entonces
te vi a la entrada del hotel, más pálido y débil y quizá más sucio. Esperaste el bus, te sentaste al lado de la ventana y abriste tus ojos,
que se movían como esferas locas, intentando atrapar con la mirada el paso de las calles y las casas en contravía, atento a cualquier
indicio. Luego te bajaste en alguna encrucijada imprevista, movido
tal vez por una intuición súbita que te obligó a brincar del asiento
y a correr hacia la salida, y comenzaste la caminata por esas calles
que incluso a mí me parecieron confusas y desconocidas, como si
alguien las hubiera dispuesto en esa forma, porque de pronto me
sentí extraviada y perdí tu rastro y no tuve a quien preguntar, ni
manera alguna de rehacer mi rumbo; como si hubiera ingresado
a otro lugar perfectamente extraño. Cuánto anhelé tu mapa, ese
papel que yo creía igual a los que ofrecen en las oficinas de turismo y que tú cargabas siempre desde tu aparición en la taberna; y
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Ficción y olvido
recordé que tal vez no habría servido de mucho porque yo nunca había utilizado planos en toda mi vida; jamás lo creí necesario,
siempre me sentí segura trasegando las calles de cualquier barrio
y, sin embargo, ahora me encontraba perdida en mi propia ciudad.
Por un momento sospeché que esa hostilidad que se respiraba en
el entorno debía parecerse a la experiencia de la muerte y caí en
una desolación irremediable. Intenté recordar a mis padres, fallecidos hace tanto tiempo en otras tierras, y sólo conseguí acentuar mi
temor por las consecuencias de este acto irresponsable, y volví a
pensar en Luis y también en Ángela, padres postizos a quienes había querido sin malestar hasta cuando te conocí, Aníbal; y creo que
por eso percibí, en medio de aquella extrañeza, que todo había
terminado por saturarme: sus reproches infundados, su paternalismo hipócrita y ese pretendido acto de afecto que ellos, cada uno
sin conocerlo, me ofrecían y a la vez me reclamaban.
Desemboqué, después de varias horas de angustia, en una
avenida y al poco rato volví a orientarme. Sentí un gozo indescriptible al saberme viva, retornada, un gozo que se transformó en éxtasis porque al frente, en la estación, estabas tú, caminante: aturdido,
nervioso, y había llegado la hora de regresar a la taberna.
IV
Tal vez por eso tuve aquel sueño.
Ya estaba encendido el televisor y Luis me había pedido
mayor colaboración en las mesas para atender un flujo de gente
mayor que el acostumbrado. Ángela limpiaba las vitrinas cuando
comenzaron a llegar los jugadores. Había varios tableros de ajedrez dispuestos con anterioridad, pero los naipes reposaban todavía en la urna de cristal. El caminante bebía, despacio, su cerveza y
afuera llovía. Lo recuerdo muy bien: tuve la impresión de estar en
una escena de teatro. De pronto, Luis miró el reloj y me llamó a la
barra, me pidió que fuera a mi cuarto, así que yo le pregunté para
qué; él, en medio de una turbación incomprensible, intentó alguna respuesta que, al momento, quedó ahogada por un escándalo
que provenía de la entrada. Entonces los vi: muchos, muchísimos
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Pieza inconclusa de verano
hombres uniformados, con el rostro empapado no sé si por la lluvia
o por el sudor, porque recuerdo que su ingreso estuvo acompañado por un repentino cambio en el ambiente: se hizo irrespirable.
Patearon las mesas, destruyeron los tableros, rompieron la urna y
empezaron a disparar sus armas; oí la explosión del televisor y todo
quedó en tinieblas. Los gritos hicieron más confusa la situación, quise correr hacia Aníbal, pero tropecé con una mesa y luego alguien
me tomó bruscamente del brazo y me condujo por el corredor hacia el cuarto del fondo; era Ángela. Seguí escuchando los gritos y
los disparos allí adentro y después el chirriar de llantas numerosas y
las alarmas intermitentes de las patrullas. Creo que comencé a reír,
sin razón, a carcajadas. Un agradable calorcito descendió desde mi
frente después de la cachetada con que Ángela intentó tranquilizarme. Me recosté en el catre y ya no escuché nada. Entró Luis muy
sonriente y cerró la puerta de una patada, tiró la lámpara de noche
al suelo y se acostó con Ángela. Los oí respirar con fuerza, como
siempre, al mismo ritmo con que Luis la penetraba. De nuevo temí
que la cama se derruyera, pero ya no tuve el mismo miedo de otras
noches, sino que aguardé, con paciencia, mi turno: lo deseaba. Oí
el ronroneo de Ángela y la queja del catre cuando Luis se levantó.
En un acto mecánico, destapé mi cama y una inesperada ansiedad
me hizo anhelar la premura de su amor. Vi su sombra al pie de la
cama, Ángela comenzó a roncar, la sombra se agachó hacia mi cara
y luego sentí todo su peso sobre mi pecho y su olor a naftalina. La
luz comenzó a parpadear no sé como, hasta que se quedó encendida. Entonces, sin extrañeza, contemplé el rostro de Aníbal, besé
sus labios y dejé que me poseyera durante toda la noche.
Quizás, Ángela, todo no ha sido más que un sueño.
V
Una pareja de gitanos ha rentado la habitación. Los he visto
subir hacia el cuarto que antes ocupó Aníbal y en sus caras no he
percibido el más mínimo gesto de inquietud. Así son todos: ajenos
a un mundo que se derrumba por sí solo, impasibles y eternos,
ciertos aquí o allá, pero inexistentes y etéreos. La dueña del ho-
Jaime Alejandro Rodríguez
21
Ficción y olvido
tel, una anciana de origen extranjero, muy habladora y curiosa, ha
guardado las cosas del caminante, aunque me confesó que estuvo
tentada a tirarlas desde el comienzo porque sabía cómo era esa
clase de individuos y se imaginó que nadie vendría a recogerlas; al
decírmelo, noté en sus ademanes, guiños que pretendían complicidad, comprensión o recelo, no lo sé.
Son apenas unos pocos objetos: una maleta, rota y sucia, un
par de zapatos viejos, su máquina de escribir, el plano de la ciudad y un fardo de papeles. La máquina está desportillada y tiene
varios moldes mutilados. Me interesó más el paquete y por eso
me he sentado en el sofá de la recepción para hojearlo. Pero he
descubierto datos tan desconcertantes que no he tenido más remedio que releerlos con calma. Son notas o borradores de un libro
a manera de diario; el título: “Apuntes”. La primera sección (que
aparece sin fechas) sugiere el esbozo de una novela.
La taberna está descrita minuciosamente, lo mismo que Luis,
Ángela, los muchachos y los demás clientes, así como las calles circundantes, con su tráfico desordenado y las paradas de buses de la
terminal. La trama es lenta y aburrida hasta que surge mi nombre.
No he podido evitar la emoción al verlo allí impreso, aunque sea
en esas tristes letras; pero a la vez he sentido una gran decepción:
“Olga N.”, es esa N que pretende contemplarlo. ¿N de nadie, de
Núñez o de Nadir? La delineación del personaje es muy imprecisa,
así que no estoy segura que sea en realidad mi retrato. Después de
varios párrafos inconexos hay una nota: “Debo documentarme”.
Hasta ese punto llega el primer borrador.
El segundo es un diario que comienza con la fecha de su
arribo a la taberna. Se describen los pormenores de la relación que
nace entre Aníbal y —de nuevo— Olga N. Descubro así que Aníbal, el caminante y el autor son la misma persona, también él registra su sorpresa por la conjunción, pero más adelante, sus palabras
se hacen misteriosas e incomprensibles: comienza a mencionar la
salida (la necesidad de regresar) casi con las mismas expresiones
con que me habló de ella en la taberna. “Lo importante es que los
personajes vivan por sí solos”, aparece como única anotación del
día de nuestro primer disgusto. Después hay un gran silencio (una
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Jaime Alejandro Rodríguez
Pieza inconclusa de verano
semana más o menos) y sólo aparecen las fechas sucesivas de los
días. Después, retoma los episodios del primer borrador sin llegar
a ninguna conclusión. Se da cuenta entonces (y así lo escribe) que
la concordancia no es perfecta: “hay un desfase, ¡no encuentro la
salida!”, apunta, a mano, con rasgos nerviosos. Después de algunas
notas más, finalmente una frase incompleta en una hoja rasgada,
también manuscrita: “No puedo prever todo, no podré terminar la
h”, supongo que debe decir: “No puedo preverlo todo, no podré
terminar la Historia”.
Es el día anterior al asalto a la taberna, hace apenas una semana, el mismo día en que estalló la guerra, imprevista por sus cálculos
y por mis fantasías, justo un mes desde su primera aparición.
La anciana extranjera interroga por mis lágrimas. Supone
que, como ella, como todos, debo encontrarme muy desconcertada por la situación (la taberna destruida, Ángela y Luis muertos, la
ciudad desolada y un caos absoluto). Miento al confirmar sus presunciones, pues lo que realmente me aterroriza es pensar que somos —todos— insospechados personajes de un sueño, voces que
ahora gritan sin ser oídas, fuerzas desatadas por la imaginación de
un hombre que murió antes de culminar su obra.
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
Julia
De los innumerables personajes-imagen que guardo en el
archivador destinado a los borradores de cuento y/o novela, Julia
fue siempre el más volátil. Cada vez que la imaginaba allí sentada en medio de una habitación oscura, llorando, atormentada por
algún conflicto, presa de la confusión y la tristeza; cada vez que
he intentado escribir para ella una personalidad fuerte, heroica,
dramática; su nebulosa imagen se escapa de mi control y entonces salta, brinca, vuelve su cara hacia mí, me hace muecas, se ríe
y comienza a buscar la salida de esa habitación estrecha y oscura
llena de cachivaches que he inventado con tanto esmero para que
surja desde allí su historia. Por esta razón me veo obligado siempre
a postergar las páginas de un relato que, de cuando en cuando,
vuelvo a retomar, porque me fascina lo serio, lo grave, lo profundo
y esas eran las dimensiones que había deseado para la historia de
Julia: una muchacha común y corriente que, de golpe, resulta relacionada con un joven hacedor de su destino, justo, emprendedor
y revolucionario. Poco a poco, y después de un desarrollo más o
menos complicado en el que se mezclan la muerte, las traiciones,
los conflictos, las seducciones y todos los demás ingredientes que
una buena trama exige, Julia, tras la fatal muerte de su amado, se
revela en su verdadera magnitud y de una muchacha tímida, y más
bien apocada, pasa a convertirse en un líder, heredera ideal de la
misión de su amante.
Ahora me entero por el periódico que Julia anda envuelta en
un lío judicial de la Madona, en un escándalo público, y no tengo
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Jaime Alejandro Rodríguez
Julia
más remedio que enviar esta nota a la redacción del diario que me
ha servido de fuente para que, por intermedio suyo, pueda ofrecérsele alguna ayuda a la joven sindicada. Sé que no es fácil, pero
he de insistir en la ficticia realidad de Julia, quien a pesar de su
apariencia corpórea es sólo producto de mi fantasía: una imagen.
Verán, la culpa ha sido mía. No hace mucho, tras una profunda crisis de infertilidad creativa, decidí rebuscar en mis borradores
el germen para alguna historia, acorralado, como estaba, por la
inaplazable necesidad de escribir, cosa que me sucede con cierta
frecuencia, especialmente después de periodos de vivencias muy
intensas como un amor que se derrumba o un compromiso político
que se desploma.
Así que, atrapado por cierto magnetismo, que sólo ahora
comienzo a comprender, extraje el fólder marcado con el nombre
de Julia y después de repasar los apuntes para mi personaje resolví
insistir en la historia, previa reflexión sobre las dimensiones expresivas requeridas por el relato y sobre el mensaje filosófico que debería quedar involucrado.
Emprendí entonces la loca tarea de imponer un pasado para
Julia que explicase esa imagen reiterada de la habitación estrecha,
sucia y desordenada en la que ella permanecía inmóvil deshecha y
triste. Se me ocurrió de pronto que su estado anímico tenía relación con un posible embarazo, recurso que hasta entonces nunca
se me había ocurrido.
Y al imaginar su cuerpo hinchado, el sutil movimiento del
niño que su manos blancas debían conjurar, Julia volvió su cara
hacia mí, como en los juegos de antaño, y aunque al principio creí
reconocer en su rostro por fin la aprobación, después de su salto
acostumbrado, llegó hasta la puerta del cuarto que yo había dejado a propósito entornada y luego de una risa ambigua, que no
supe interpretar, huyó.
Empleé todas las técnicas posibles para recuperarla, desde el
sueño controlado hasta la meditación yoga, pasando por la ingestión (lo confieso) de drogas psicotrópicas, el alcohol, el peyote y muchas otras; métodos todos que fracasaron uno tras otro: ¡su esencia
ya no era imaginaria! Así que abandoné, no sólo la historia de Julia,
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25
Ficción y olvido
sino cualquier intento de componer algún otro relato y me dediqué
completamente a la crítica, oficio que, como ustedes saben —pues
varios ensayos míos han sido publicados en el diario— me ha dado
cierto reconocimiento. Acudo a él para salvar ahora una vida.
Porque una cosa es que la realidad de Julia sea ficticia, y
otra muy distante que carezca de vida. Sé que más allá de una
discusión filosófica aquí se trata de un acto de fe; pero permítanme
exponer algunos puntos de vista que, como creador del personaje,
creo, deben tenerse en cuanta antes de emprender cualquier acción contra Julia Ortega (leo que así se ha hecho llamar ella ante
las autoridades).
He leído la confesión de Julia y yo mismo he quedado sorprendido de su perspicacia, de la manera como ha indagado su
realidad, de la forma como ha descubierto su esencia, del poder de su reflexión y de su análisis; cualidades que, aunque hacían
parte desde el comienzo de la riqueza psicológica del personaje,
jamás pensé que pudieran emplearse de la manera como lo ha
hecho. Creo que ese es ya un rasgo que demuestra su vitalidad:
la capacidad de desarrollar funciones que apenas comenzaban a
visualizarse en el relato.
Se supone, y para probarlo pongo a disposición los manuscritos originales del borrador de la novela, que tras la muerte de
Daniel, su amante, Julia debía primero tener su hijo en la clandestinidad, sola, en medio de aquel cuarto reiterado, y que este suceso
marcaría el comienzo de lo que he llamado arriba la revelación de
su verdadera magnitud. Es decir, que la imagen de Julia —confundida, en medio de una habitación arrasada— es apenas una imagen in media res, centro y pivote de la historia.
Esa ha sido, quizás, siempre mi manera de crear historias: a
partir de una imagen que poco a poco y después de una sincera
compenetración con ella, comienza a revelarme sus potencias: el
cómo llegó a ser lo que es, el cómo vino hasta allí. Lo que sigue entonces es la creación de una o varias posibilidades de continuidad.
De la tensión entre origen y posibilidades de continuación surge la
idea de mi personaje. Generalmente hasta aquí llega el primer borrador, ese que archivo, como lo he dicho, en mi escritorio en una
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Jaime Alejandro Rodríguez
Julia
sección especial. Sólo en casos excepcionales, esa primera imagen se convierte en un relato definitivo sin pasar por la etapa de
maduración del personaje en el escritorio. Pero, también sólo excepcionalmente una imagen se resiste a la continuidad y a la conclusión como la imagen de esa Julia abandonada en medio de una
habitación. Es como si, desde el comienzo, ella hubiese aceptado
dócilmente una historia, un origen, esa carga de corporeidad y de
verosimilitud que explicaría su imagen inicial, pero no la imposición
de un futuro, de su prolongación. Es como si hubiera esperado el
momento justo para que alguien la hubiese atrapado y le hubiese
comunicado las condiciones mínimas de su dinámica, para asumir
con autonomía, por decirlo de alguna forma, su propio destino.
Recuerdo dos argumentos que podrán venir al caso, ahora que
entro en la parte más difícil de mi discurso (como diría Borges):
Uno de ellos proviene de un texto que leí en un libro de divulgación científica dedicado a examinar los enfoques que se han dado
al estudio del sueño. El texto en mención hace parte del epílogo
del libro e intenta recoger, en una síntesis, el aporte del autor de la
selección. Lo primero que concluye el recopilador es que, a pesar
del acercamiento filosófico y científico, el sueño sigue siendo un fenómeno incierto, sin explicación, al menos completa, y que, dada su
cotidianidad, su presencia inevitable, se hace cada vez más, por contraste, misterioso. Así que, en un intento por cambiar la perspectiva
del problema, se pregunta por las imágenes que los sueños generan,
un asunto que no tratan los textos que ha colectado. Propone que
las imágenes oníricas se producen, son algo así como un paquete
energético que se libera y que comienza a transformarse, es decir,
se involucran por esta vía a una dinámica del mundo. Y viene aquí la
especulación más vibrante que hay en todo el libro (un libro, al fin y
al cabo, y pese a sus pretensiones, especulativo): si todos los seres
de la tierra durmieran al mismo tiempo, el mundo aparentemente
en silencio, inhabitado, se iría poblando con las miles de millones
de imágenes que se estarían generando y entonces un observador
(el autor habla de un hipotético extraterrestre) se asombraría de la
levedad de esos habitantes y tal vez escucharía lo que ninguno de
los durmientes: el canto suave de la poesía.
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Ficción y olvido
El segundo argumento que viene en mi ayuda para demostrar la vitalidad de Julia, podrá tildarse de antropológico, aunque
no pretendo pasar por erudito. Consiste en acoger la versión de
algunas culturas sobre la generación de la vida. Apoyadas en la
trasmigración de las almas, estas versiones acuden a la idea de
que los seres vivientes no son más que espíritus vagos que han
encarnado por algún inexplicable, o al menos parcialmente comprendido, mecanismo. En una de estas versiones, tales espíritus
se ordenan por jerarquías que les limitan el espacio potencialmente infinito de su vagancia a sectores que no pueden transgredir y cuyo acceso depende de la calidad de su vida previa. Así,
existen sectores de vagancia espiritual cuya característica es la
de permitir con mayor probabilidad la encarnación a una vida de
alta calidad, sectores que sólo pueden ser ocupados por espíritus
cuya vida previa ha sido calificada de una manera adecuada. La
única posibilidad que tiene un espíritu vago de cambiar de sector, de mejorar su jerarquía, consiste en encarnar en algunos de
los cuerpos que su sector actual le permite, realizar un camino
de superación en la tierra y volver al espacio infinito del espíritu,
ubicado ya en una mejor posición.
En el libro coreano Las vidas de Shenner Gohng, se intenta
mostrar, por la vía documental, que el anciano Gohng ha vivido
otras existencias, cosa que otros libros y otros testimonios también
han intentado. Lo sorprendente de éste es el testimonio de la memoria espiritual de Shenner Gohng que no sólo sirve para confirmar
el modelo de la vagancia como explicación de la vida. En efecto,
todo en el libro tiende finalmente a mostrar cómo el anciano yogui,
mediante un tenaz esfuerzo de disciplina y voluntad, ha logrado
manipular la estructura del modelo y ha logrado así liberarse de
las condiciones de movimiento que allí imperan, hasta el punto de
poder elegir el sector y la encarnación siguiente. Shenner Gohng
se ha convertido en un ser superior y no sólo ha sido capaz de penetrar cualquier sector del espíritu, sino que conoce los secretos de
“La puerta de la carne”, gracias a los cuales puede seleccionar el
tipo de vida que desea en la tierra, incluso desagradándose, como
él mismo lo confiesa.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Julia
Volviendo a Julia, he reflexionado sobre esa levedad de su
imagen y he configurado la siguiente hipótesis: el escritor percibe, por algún mecanismo incomprensible de orden energético,
las imágenes vagabundas de los sueños que los hombres liberan
cuando duermen. Algunas de esas imágenes, como el espíritu de
Shenner Gohng, son especiales, tienen alguna capacidad, esperan
el momento en que una mente se abre para, desde allí, imponer
sus propias posibilidades de vida. Si Julia es alguna de estas imágenes, no sólo su volatilidad, sino incluso su materialidad, quedaría explicada.
Pero aún hay más. Desde el punto de vista puramente físico,
si lo que recibe el escritor en forma de imágenes no es más que
una forma liberada de energía, la cosmología moderna podrá ofrecerme todavía un argumento adicional: imágenes como la de Julia
(en medio de una habitación...), persistentes, nítidas, fuertes y a la
vez indóciles, serían simplemente “seres en contravía”.
Explicaré este último término: el universo pasa por dos fases,
una de expansión y otra de contracción. Actualmente vivimos una
fase de expansión: esa es su flecha o dirección cosmológica actual.
En ella, el comportamiento entrópico implica que, a partir de un
orden elevado de organización de la materia, se tiende al desorden absoluto: vemos que un vaso (forma elevada) se hace pedazos
(forma desordenada), no al contrario; esa es la flecha o dirección
termodinámica del universo (entropía). Concomitante a ella, está la
flecha del tiempo: como sólo es posible, en términos globales, pasar del orden al desorden, entonces nuestra percepción del tiempo
tiene también una dirección: del pasado (vaso entero) al presente
(vaso roto). Para que la percepción del tiempo tuviera una dirección diferente (del futuro al presente, por ejemplo), el comportamiento natural del universo debería tender del desorden al orden y
esto sólo es posible en la fase de contracción del universo. Pero la
percepción del tiempo “al revés” no es posible ya que en esta fase
simplemente no habría vida y por lo tanto nadie que percibiera
nada; y no habría vida porque ella depende de la posibilidad de
“consumo” de energía, es decir, de la destrucción de formas ordenadas de energía, y ese comportamiento sólo es posible en la fase
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Ficción y olvido
de expansión del universo. Pero la pregunta es: ¿no podrían existir
formas vitales capaces de alimentarse de desorden, creadoras por
sí mismas de orden? ¿No podrían existir seres que inviertan el proceso, que siendo formas liberadas de energía (desordenadas como
los espíritus de Shenner Gohng) sean capaces ellas mismas de crear
su propio orden? Quizá somos demasiado pedantes y trágicos al
creer que no existen más que ciertas y limitadas posibilidades. Las
visiones cosmogónicas de la metempsicosis tienen mucho que enseñarnos al respecto. Al fin y al cabo la cosmología moderna no es
otra cosa que una estructura más de la comprensión del universo,
como lo son las culturas primitivas que son capaces de percibir
tanto las flechas del universo como sus contravenciones.
Por otro lado la idea de que la materia es sólo cristalización
de la energía, de que la materia es tan sólo su manifestación —tan
cara a las culturas de oriente— no es del todo extraña para los
occidentales. Sir James Frarcs mantiene en sus exposiciones que
la sustancia del universo es espacio vacío soldado con tiempo vacío, una forma poética de afirmar que la sustancia de este mundo
es una manifestación de la nada (la teoría cuántica afirma que las
partículas pueden ser creadas a partir de la energía en la forma de
pares partícula-antipartícula: ¡el viejo yin y yan o energía bipolar!)
Pero esto conduce a plantear de dónde sale la energía. La respuesta es que la energía total del universo es cero: en el caso de un
universo que es aproximadamente uniforme en el espacio, puede
demostrarse que la energía gravitatoria negativa cancela exactamente a la energía positiva correspondiente a la materia. De este
modo, la energía total del universo es cero. Esta manifestación de
la energía, que es la materia, tiene sus modos de estructurarse, sus
niveles de manifestación; así, si deseamos producir un cambio en la
apariencia o en la manifestación activa de uno o más niveles determinados escogeremos, dentro de los niveles que sean accesibles,
el que posea la influencia controladora más fuerte. La fuerza vital,
que en este caso finalmente habría conducido a que una imagen se
manifieste, no es más que una sutil apariencia de energía. Lo que
yo sostengo es que Julia ha sido capaz de manejar estos niveles
de energía que se manifiestan (como quizás es lo que ha hecho
30
Jaime Alejandro Rodríguez
Julia
también Shenner Gohng) y ha logrado convertir su primera calidad
fantástica en esencia material para vivir su destino: la imagen se ha
impuesto, se ha apoderado de una apariencia real.
Sólo así podrían explicarse también las consecuencias del
llamado Star System de la industria cinematográfica de Hollywood.
Esta estrategia que nace como una maniobra de orden económico
y que consiste en fijar en el público una imagen de los actores,
ha tocado límites insospechados. Se reconocen casos como el de
Bela Lugosi que acabó por creerse los personajes satánicos que
interpretaba o el de Johnny Weismuller quien entró en el hospital
psiquiátrico bajo los rasgos de Tarzán; y qué hablar de Maryleen
Monroe o de Greta Garbo. En todos ellos el personaje toma cuerpo a través de ese otro personaje que es la Star y termina imponiéndose.
¿Qué ha sucedido? Simplemente que imágenes activas,
como la de Julia, han aprovechado esa puerta hacia la materialidad en que se convirtió el Star System y se han apoderado de
las adecuadas apariencias materiales para vivir su propia vida. Son
leyendas que finalmente adquieren una realidad, que pasan de una
realidad ficticia a una realidad, por así decirlo, más real. Versiones
modernas de esa antiquísima historia de El Golem.
Ustedes saben, El Golem, la leyenda de ese hombre espectral que hace tiempo construyera de barro un rabino conocedor
de la Cábala, y al que le dio vida colocando tras sus dientes una
mágica cifra numérica. La leyenda dice que no le salió un hombre
auténtico, ya que su única forma de vida consistía en vegetar de
un modo rudo y semi-inconsciente. También se dice que cuando,
una noche, el rabino se olvidó de quitarle la hoja de la boca, cayó
en un estado de delirio tal, que, corriendo en la oscuridad de las
calles, destrozó todo a su paso, hasta que el rabino se enfrentó
a él y destruyó la hoja, acabando con la vida del homúnculo. No
quedó más que la figura enana de barro que aún hoy se puede ver
en la Sinagoga. Pero lo que deseo recalcar es el hecho de que, en
el Gueto Judío de Praga, durante mucho tiempo se afirmó que el
Golem reaparecía cada treinta y tres años en la figura de un desconocido de barba y ojos oblicuos. La única explicación posible para
Jaime Alejandro Rodríguez
31
Ficción y olvido
este hecho es que el desconocido fuese la figura imaginaria que
el rabino medioeval había pensado antes de poder revestirla de
materia y que vuelve en regulares períodos de tiempo, en la misma
configuración astral bajo la que fue creada, torturada por el deseo
de tener vida material.
Torturada por el deseo de tener vida material, ser en contravía, espíritu superior, Julia es, sin embargo, una creación. Pero
como para el rabino, como para el artista, como para el actor, como
para el científico, esa creación ha dejado de ser el instrumento de
mi expresión para cobrar vida propia. Se ha liberado de mi dominio
(si es que alguna vez lo tuve), se ha apoderado de un cuerpo, de
una apariencia material para cumplir su destino; no el que yo le
había propuesto, sino otro, muy suyo, muy propio y se niega a ser
manipulada. Ese es todo su pecado: necesita defender sus dimensiones, las que, desde su residencia imaginaria, esperaba realizar.
Tiene lo que tiene que hacer y nada la detendrá, ni siquiera una
cárcel o una ejecución; nada de eso es problema para ella (¿o si?).
Nada material la puede detener.
Pero también es posible —y esa es mi principal preocupación— que ella decida vivir su corporeidad asumiendo TODAS las
consecuencias, no lo sé. Sólo quiero, como escribí al comienzo, ofrecer algunos puntos de vista que como creador del personaje (y pese
a este sentimiento de haber sido utilizado), creo que han de tenerse
en cuenta antes de emprender cualquier acción contra Julia Ortega
(leo que así se ha hecho llamar ella ante las autoridades).
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Jaime Alejandro Rodríguez
Julia
Obra maestra
Esto que me repele, ame trae
Temblorosa, la voz de Luisa fluyó a través de la bocina como
un susurro sobrenatural. A pesar del tiempo transcurrido, del final
ya remoto de nuestro tributo de amor adolescente, del difícil y
también persistente recuerdo de su afecto, reconocí en sus palabras la súplica y esa resistencia infantil de sus primeros besos. Deseaba verme con urgencia, recalcó su voz, y colgó.
El asombro retardó mis pasos. Al llegar, la puerta estaba aún
abierta y el interior del apartamento bullía de vecinos curiosos. Entrar fue soportar sus ráfagas verbales, sus preguntas imbéciles y el
estupor de la vergüenza. Muchas de aquellas palabras rebotaron intranquilas todavía un rato más, durante el examen que practiqué a la
habitación, ya solitario, movido por la duda y el desconcierto. Algo
había inducido a Luisa a solicitar mi presencia después de tantos
años; tenía la esperanza de comprobar que no era otro brazo del
terrible monstruo de sus rencores, otra forma de vengarme su virginidad desolada, el eterno retorno de sus culpas. Al comienzo sentí
desprecio y pena, pero este sentimiento se trastocó, poco a poco,
en horror y luego en fascinación. Su mundo no estaba tan alejado
del mío como yo creía; algún canal misterioso e imprevisible los había comunicado secretamente todo este tiempo. La presencia que
percibí en medio de su ámbito me reveló estos y otros misterios.
Jaime Alejandro Rodríguez
33
Ficción y olvido
Ahora, tras el revuelo, intentó montar las piezas
...Puedo imaginarla en su habitación, mundo comprimido:
ventana sin cortinas, ojo visor de un paisaje urbano que se extiende
a lo lejos como un reptil agonizante; paredes tapizadas con libros,
reproducciones de Mannet, ojos surrealistas atrapados en papel y el
retrato gigantesco de un hombre joven, traje entero, años cincuenta; sobre el piso, viejas manchas de pintura, los excrementos secos
de algún pájaro sin jaula, trozos de dibujos y bosquejos, manuales
abiertos a la luz y un par de zapatos de hombre ausente; dos caballetes como fantasmas desnudos y vacíos, y un techo carcomido
por las angustias del humo vicioso que jamás encontró una salida.
Puedo ver el ovillo de cobijas que acorrala su cuerpo, el mechón
de pelo rubio —un fleco más que sobresale—, no en la cabecera
sino a los pies de la cama, sueño invertido; un pequeño, pero blanquísimo, trozo de piel y las cinco almohadillas rosadas de un pie,
huella sin destino. Puedo imaginarla envuelta en mil trapos de lana
como un enfermo, babeando, con la boca entornada, moviéndose
a pequeños, casi imperceptibles, saltitos convulsivos, presa quizás
de las zozobras de su último sueño. Puedo ver el otro bulto, inmóvil
como siempre, paquete sobre el sillón de terciopelo de la esquina,
cubierto con una tela negra y reducido al incómodo espacio del
asiento. Puedo ver la explosión de luz que revienta en el lugar...
“Tal vez ya nadie lo recuerde o quizá no lo sepas; cuando el
río acanalado de nuestra vecindad corría aún desordenado por su
cauce natural, cuando aún no existía el puente porque no habían
construido la avenida, cuando el barrio se hacía famoso en toda la
ciudad; a lo largo de aquellas horas que filtradas por mi memoria de
niña feliz, aparecen hoy como lejanas y perdidas, solíamos ir de paseo los domingos desde Luna Park hasta los potreros de Las Lomas.
Era tal vez la única distracción de la familia. Cuatro niños-escalera
guiados por sus padres, avanzando por la ribera del río que bordeábamos a una cuadra de la casa, como un pequeño ejército de
hormigas. Mi padre, pendiente siempre de su hija, acostumbraba a
cargarme en sus hombros durante casi todo el recorrido y esto molestaba a mis tres hermanos varones que se empeñaban en conformar una hueste agresiva a mis privilegios. La única estación la hacía-
34
Jaime Alejandro Rodríguez
Obra maestra
mos de ida, a la altura del Hospital, antes de cruzar el riachuelo de
aguas sucias que, para nosotros, los niños, era El Amazonas, límite
y frontera de dos países: uno territorio explorado y conocido, el
otro, espacio infinito de las fantasías. Mis hermanos, inducidos por
las crueles bromas de mamá, me llamaban la amazonita y hurgaban
mi impaciencia de vencedor frustrado para provocar el mal genio
causante de mi fama. Jugábamos a la guerra con flechas, arcos y
caballos, hasta que papá llegaba en mi ayuda y me rescataba de la
horda de caníbales que pretendía acorralarme en el barranco. Nos
íbamos los dos caminando por los montes y cordilleras de la segunda orilla y nos instalábamos en la cima de El Himalaya a inventar
historias y relatos; el tiempo se esfumaba al mismo ritmo que las
nubes en el cielo. Tras el almuerzo partíamos de nuevo.
Arribar a Las Lomas era tocar el fin del mundo; más allá, los
abismos, la oscuridad, los misterios. El regreso lo hacíamos rápido,
salpicado con frecuencia por regaños, disgustos y llanto silencioso.
Después llegar a casa, comer, alistar los libros, lavarse la boca y
meterse en la cama; rezar y luego luchar contra una insoportable
sensación de culpa, como si las diversiones de la tarde tuvieran que
terminar siempre en el castigo. Aquella vez, sin embargo, hicimos
un camino sin etapas. Sabíamos que no iba a ser como todos los
domingos; papá y mamá discutían todo el tiempo. De vuelta, al
momento de cruzar, derramé por accidente la olla de las viandas y
ocasioné una ira desconocida en mi madre, violenta e incontrolable. El llanto que siguió a sus golpes contagió de temor a los otros
niños. Papá reaccionó, quiso defenderme, pero perdió el equilibrio
cuando mamá intentaba apartarlo con demasiada fuerza. Lo vimos
caer al lecho del río. Aterrorizados, contemplamos un cuerpo de
brazos impotentes que bajaba lento y tortuoso hacia el barrio. Los
ojos de la casa lo vieron pasar por la esquina de los parques, ya sin
vida. No lo pudieron encontrar jamás.
Nunca se lo perdoné. Quizás no lo sepas porque tal vez nunca lo dije; a la vida le bastaron algunas años más para dejarnos
solas, huérfanas de hombre, viejas miserables”.
... Se levanta, abre la ventana y respira profundo. Regresa.
Unos cuantos ejercicios para desentumecer los músculos. Las notas
Jaime Alejandro Rodríguez
35
Ficción y olvido
del Cantábile de la Novena como aperitivo al desayuno y un bostezo
para evacuar las telarañas malolientes tejidas por las pesadillas del
descanso. Escribe su nombre con acuarela verde sobre el papel recién pegado a uno de los caballetes: LUISA. Entra al baño, sale de la
cocina y conduce hasta la alcoba la bandeja con un pocillo humeante
de chocolate, dos panes de integral y un trozo de queso. Levanta la
cobija negra, arregla el bulto que ahora es un pequeño cuerpo humano; estira sus miembros, lo asienta y le ofrece un pedazo de pan y un
sorbo de chocolate. La mujer recibe el alimento con esfuerzo; se anima. Sus carnes magras, sus arrugas grises y sus ojos sumergidos en el
pozo de un rostro anciano, serán plasmados luego sobre el lienzo, un
cuadro más en su colección de viejos. Termina el desayuno, vuelve a
la cama y reza una oración ante el pequeño altar de la Virgen que tiene instalado en la mesa de noche. Prepara la tela, escoge las pinturas,
dispone los pinceles y comienza a trabajar en su obra maestra....
Son dos mujeres solas. Habitan hace tiempo este pequeño apartamento del séptimo piso, me han dicho que es una vieja
solterona, extravagante, pintora o algo así. Vive con una anciana
enferma. ¿Ustedes han visto a los muchachos que entran y salen
a deshoras? Clases de pintura o selección de modelos, según anuncia en el periódico. Su vida pública es exigua; aunque no tenemos
ninguna queja, son definitivamente unas vecinas extrañas. De poca
colaboración, pero con un comportamiento social aceptable. Mujer de rara belleza, ojos verdes y cabello rubio. Solas, extranjeras
o locas, según dicen. Se les conocieron pocos amigos Las vi juntas
una vez: la más joven es muy seria, viste con chales y casi siempre
lleva la cabeza cubierta; la anciana apenas podía caminar. Por la
diferencia de edades deben ser madre e hija. La joven sostiene el
apartamento dictando clases de pintura y vendiendo cuadros; yo
poseo uno. He visto muchachos que entran y se quedan a veces
por varios días. Cuarenta quizá y la viejita unos setenta o más. Dicen que eran dos solteronas. Viven aquí hace mucho tiempo, por
lo menos veinte años, siempre solas. Únicamente salen de noche.
Nunca conocí a la viejita, me comentaron que era enferma.
“Quizás ahora pueda subir a la terraza y contemplar desde
su cima artificial ese paisaje que tanto me seduce, imagen saturada
36
Jaime Alejandro Rodríguez
Obra maestra
por las tejas corroídas del vecindario. Gozar del miedo a resbalar
por algún descuido. Respirar del aire de las nubes el vapor de lágrimas remotas. Espiar las mujeres del barrio con sus chanclos tristes
y sus carritos de mercado. Tener el valor de evocar algún recuerdo
agradable y sonreír. Bailar con la escoba el cha-cha-cha. Entonar
un viejo tango de Gardel. Reír a carcajadas. Defecar sobre el sifón.
Gustar los excrementos. Patear el viento. Volver a reír con desgano. Lamer la gota de lluvia que acaba de morir sobre el cemento.
Inventar una danza ritual. Masturbarme. O tal vez acompañar con
el silencio esta muerte que me empuja”.
... Sus esfuerzos parecen fracasar. El lienzo es corregido una
y otra vez. Una y otra vez acomoda a la anciana en el sillón. Rectifica la luz, ensaya mezclas de color, mide con lápiz, vuelve sobre el
modelo, se desespera. Escucha el timbre, observa con impaciencia
la figura deformada del efebo que acude a su cuerpo, su colección de adolescentes. Desde el ojo mágico lo despide. Regresa al
estudio. Su ira crece al encontrar a la anciana desgajada sobre el
piso. La levanta, la coloca sobre la silla, golpea sus mejillas, la mujer
reacciona por un instante, estertor feliz, y deja escurrir dos gotas
amarillentas de sus ojos; se sostiene, intenta incorporarse y se desploma de nuevo sobre el piso. Luisa la levanta, la golpea otra vez,
se aleja, intenta nuevos trazos, rasga el lienzo, escupe a la anciana,
la recuesta sobre la cama. Recurre al teléfono, me llama, engulle
otro cigarrillo, escribe algunas notas. Son las tres de la tarde, la anciana no se mueve, cuerpo vaciado gota a gota. Final de la obra.
Puedo imaginarla cuando eleva sus gritos, arroja los objetos
al suelo o carga a la vieja, su madre muerta, de un lado para otro
de la habitación sin dejar de llorar, impotente y humillada. La veo
calmarse, poco a poco, conducir el cuerpo inerte hasta la cama,
cubrirlo con la tela negra, ahora manchada de sangre que puede
ser pintura. Sobre el altar sella una carta con mi nombre, sale del
apartamento y al trotecito, por las escaleras, sube hasta la terraza,
asperjando una carcajada chillona y repulsiva...
...Ahora, en la terraza, contemplando su cuerpo mal acomodado sobre el sillón de terciopelo de la esquina, puedo, solo así,
imaginar, con placer y con horror, su terrible sufrimiento...
Jaime Alejandro Rodríguez
37
Ficción y olvido
Nova scherezade
Es la muerte, o salir volando. Hay que hacerlo, de
alguna manera hay que hacerlo.
Rayuela
En lugar del quejido intermitente de las alarmas modernas
—al que esta ciudad multitudinaria me tenía ya acostumbrado—
escuché el viejo fatigado falsete de las ambulancias de antaño y
pensé en el efecto Doppler, porque aún deseaba salir de este encierro inverosímil. Sentí que las ondas emitidas por la sirena comprimían mi piel y, tal vez, por ese condicionamiento mental que
causan los años de intenso entrenamiento matemático, comencé a
realizar el cálculo de sus posibles cualidades físicas en un acceso de
absurda desesperación que me llevó a confundir las probabilidades de escape y a creer que mi cuerpo podría adquirir la índole de
una onda. Entonces tuve que hacer un esfuerzo terrible para que
mi pensamiento no se desbocara hacia los abismos de la locura.
Renuncié a los cálculos e intenté hallar algo más pragmático; agudicé mi oído (único sentido disponible para tal empresa, pues mis
otras facultades estaban reducidas, bien porque no podía moverme o simplemente porque algún mecanismo psíquico de defensa
las bloqueaba), pero solo percibí el incansable ruido del motor allá
afuera, un diesel, o algo así, a juzgar por el cascabeleo que se re-
38
Jaime Alejandro Rodríguez
Nova Scherezade
gaba por el recinto oscuro de mi extraña soledad. Poco después,
un punto de luz parpadeó al frente y, tras la neblina, reconocí la
chapa Yale de la cerradura del garaje; la miré con firmeza como
queriendo abrirla a fuerza de telequinésis, pero necesitaba algo
más que la conciencia del término adecuado para abrir la puerta,
necesitaba la gracia especial de Carrie, el poder de sus ojos infernales, y ya mi cabeza estaba a punto de explotar con el intento
cuando volví a la serenidad y logré apaciguar la convulsión en mis
sienes. Sentí enseguida una horrible asfixia que retrajo mi terror a
los gatos y a las caras gordas y retorné a la época en que conocí a
Mónica (escojo el nombre al vuelo para no detenerme mucho más
en ese recuerdo), la niña de cara-gordita, hija del director de la
escuela, afectada por un asma quizá menos terrible de lo que mi
memoria quiere imponerme , ocasionada —nunca nadie me sacó
esta idea de la cabeza— por su inaudita costumbre de cargar gatos
a todas horas y quien, por alguna odiosa razón, se enamoró de mí
hasta el punto de perseguirme a todas partes en aquel colegio de
niños de Kínder, donde no había pasillo ni escondite lo suficientemente oculto para evadirla y cuya persistencia tuvo al fin una compensación, porque su figura —adornada, claro, por la frondosa cola
de un gato que sostenía a la altura de su seno— quedó atrapada
para siempre en la foto que me tomaron el día que retrataron a
todos los niños del curso (al fondo, un mapamundi desteñido; sobre el pupitre —el único recién pintado— un letrero, slogan de
varias promociones: “KINDER — Nuestra Señora del Perpétuo Socorro— 19... Por orden de lista, cada uno de los niños pasa al frente, toma el esfero Parker que prestó el director, se acomoda e intenta una cara seria que la mayoría de las veces, al momento del
flash, se define en mueca de espanto, de somnolencia o de inocente sonrisa). La fotografía: el cuerpo de Mónica oculta el mapamundi justo en el sector donde debía figurar Colombia, país de privilegiada posición geográfica, con dos mares y tres cordilleras, y el
gesto de su rostro infantil (que solo muchos años después, tras un
minucioso y sobrio examen, surgió ante mis ojos en su real dimensión) aparece quebrado por una sonrisa ambigua, razón por la cual
siempre me avergoncé de aquel retrato a pesar de su afortunada
Jaime Alejandro Rodríguez
39
Ficción y olvido
calidad.... La puerta permanecía cerrada y por sus hendijas seguía
fluyendo, con pasmosa continuidad, un chorrito de bruma blanca
que terminaba acumulándose cerca de la silla que sostiene mi cuerpo, envolviéndome sin tocarme, sin hacerme daño, porque nunca
sentí malestar; quizás algo de dificultad al respirar (suficiente, sin
embargo, para invocar lo del asma) y sobre todo esta voluntad de
parálisis increíble que todavía no me abandona. Su recuerdo surgió
de pronto como un fantasma blanco: Inesita linda, objeto primordial y obsesivo de mis sueños; provocaste ese furor inexplicable en
mis venas que me llevó al umbral de la locura, porque fui yo el único, linda limeña, flor de la canela, el único que se presentó a tu
puerta justo en el momento más oscuro de tu vida, dispuesto a
hacerse cargo de tus caderas in crescendo que te convertían, día a
día, en verdadera mujer, dispuesto a encargarme de ese niño que
guardabas en tu bodega; Inesita, tú que te arriesgaste a viajar conmigo sin más abrigo que el chal de tu abuela y luego me odiaste
porque no fui capaz de hacerme a un trabajo que garantizara tu
bienestar, a un trabajo yo, mi amor, el chico de los cinco en física y
trigonometría, mi amor, flor de la canela, cómo quieres que consiga trabajo si estas calificaciones no le interesan a nadie, Inesita de
ojos lindos, cómo carajo quieres que lo consiga, angelito mío, mi
vida, no digas eso, no me eches en cara el dinero que tomaste de
los ahorros de tu madre, pobre Enriqueta; qué puedo hacer; si lo
deseas podemos volver a Bogotá, allá solicito el ingreso a un taller
de mecánica o me uno a la banda del tuerto que sé yo, pero dame
una oportunidad. Y yo, como un idiota, porque ni siquiera dejó que
le tocara durante aquellos tres meses de heroísmo absurdo, con el
pretexto de que era malo para el bebé, cuando yo había leído en
las revistas Luz, que mi madre escondía en el maletero del armario,
que era precisamente todo lo contrario, pues nada había mejor
para la salud de la madre y de su hijo que las frecuentes caricias de
la pareja, así, incómodo y todo como debía ser, pero no, no, no y
no, ella se negó siempre, linda limeña del signo Capricornio, mi flor
de la canela, cómo es posible que tú no me des gusto ahora que
nadie nos vigila y tú no, no y no, tú no eres el padre, el padre es
otro, y yo, como si lo fuera, y tú, mentiras, ni más faltaba, que tal, y
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Jaime Alejandro Rodríguez
Nova Scherezade
yo ruegue y ruegue hasta que te cansaste de mis ruegos, flor de la
canela, derrama tu mixtura sobre mis labios, linda limeña; y, claro
cruzamos de regreso el puente de la alameda y nació el hermoso
Leonardo para orgullo de Enriqueta y de todos los antiguos fiscales
de tu libertad y para desdicha y deshonra mías, el hazmerreír del
barrio, obligado a huir como una caricatura de los donjuanes de
pueblo, con la carga de un fiasco inconcebible; y me fugué y juré
cambiar de identidad. Angelita, tú no tenías porque saber nada,
borrón y cuenta nueva; pero había algo en tu mirada, que lo penetraba todo con la mayor insolencia, Angelita, y de alguna manera
te enteraste de mi propensión al fracaso, creo que desde aquella
primera noche en que besé tus labios esponjosos y acaricié tu piel
suavecita y tierna, satisfaction, y dejé de ver la película en aquel
cine de mala muerte al que me habías citado, porque estaba en
otro mundo, el de tus babas calientitas y luego, muy luego, me
diste a conocer tus misterios después de abandonarme en el basurero de tu maldita soledad, nowherman, fool on the hill, estúpido
deep purple, ahora veo con claridad el sueño púrpura de tus maldades, ahora envuelta tu figura en la neblina, reconozco mi maldición... y vi entrar por esta puerta, abierta desde no sé en que momento —porque ahora puedo contemplar la ambulancia que ha
estado escupiendo su gas de asfixia—, abierta por mi deseo, o por
el poder infernal de Carrie o por quien sabe que otra fuerza misteriosa; la vi, oh Dios, entraste al garaje tú, Luisa, enigma de mis
peores días, origen de mi perdición definitiva. Luisa mía que nunca
fuiste, como si la derrota, pese a mis ojos de gato, fuera el signo de
mi designio, como si nada distinto estuviera escrito en el destino,
pues a pesar del Pachulí y de la loca moda de no estar a la moda
sólo para complacerte, y del trabajo a medias para comprar tus
caprichos, caprichito de ojos verdes, tú no te enamoraste de mí,
sino de mis ecos y del fantasma que habitaba dentro de mí. Por
qué desnuda, me pregunté al verla entrar, por qué desnuda, grité
sin poderte oír, mientras Luisa desnuda comenzó a bailar su antigua danza del masturbe, como antes, cuando ella estremecida por
el placer que le provocaban mis dedos marineros, despreciaba mis
terribles apetitos, atormentado, como terminaba, por anhelos y
Jaime Alejandro Rodríguez
41
Ficción y olvido
eyaculaciones contenidas, y ella culminaba en la satisfacción; ahí
estaba Luisa, como en sus mejores días, frente a mí, piel de marfil
para tallar, pozo rubio de mis pesadillas, quién te envía ahora, justo
en el éxtasis de mi impotencia, por qué estás aquí, inmune al gas,
por qué sonríes con cinismo, chiquilla pervertida, por qué sostienes
esa antorcha, por qué cambian tus ojos al amarillo, por qué me
abres todas las compuertas... y desapareció por una ventana como
ola en bajamar y ya no pensé más en ella, porque también me sentí desnudo y un pudor inusitado me envolvió, al tiempo que un
brazo de aire cálido penetró por las hojas del garaje completamente abiertas; las ventanas de par en par, la ambulancia al frente y yo
allí desatado, como ahora, sin poder moverme, sin querer moverme. Recordé a los otros dos hombres que atraparon conmigo en
medio de aquella confusión callejera y a los verdugos con quienes
nos internaron, al tipo de gafas oscuras y al de barba negra; no
estaban, no había nadie y fue como si la ciudad se volcara adentro,
porque las lámparas temblaron y vi desfilar las calles de mis recuerdos, el olor de los puentes de la veintiséis y el gris verdoso del
cinturón de montañas del rededor y luego las ventanas abiertas en
los pisos más elevados de los edificios del centro internacional y
adentro (nadie las ve, tampoco las he visto nunca, las invento ahora) cabecitas calvas de los gerentes, aspirando la fragancia vaginal
de sus secretarias, y más adelante el cementerio alemán y más allá
la treinta y luego el aeropuerto, todo a una velocidad inverosímil
como en un videoclip, mundo del underground, autos y buses repletos de gente, botaderos de materia humana, miseria y mendigos, olor a mierda en los socavones y en las oficinas públicas; ciudad maldita donde vivo, te amo tanto como a mis amores
malgastados, por ti luché todo este tiempo, para liberarte —liberándome— de la inmundicia, por ti quemé buses, por ti lastimé mi
brazo, lanzando piedras, por ti, espacio de mis temores y de mis
triunfos, estoy aquí soportando una tortura, atado a un marasmo
irremediable, sin más sentido que hablar, fuente-borbotón de mis
angustias, eludir la muerte si es que llega, entretenerla, hacerle una
verónica con el capote de mi lengua, porque ya no sé qué es todo
este horror que me detiene y me fascina, y tampoco estoy seguro
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Jaime Alejandro Rodríguez
Nova Scherezade
de estar vivo, pues, de ser así, hace rato habría corrido a pesar de
mis maltratos, aprovechando que no hay nadie que me detenga;
pero una idea llegó a mi cabeza hace un momento, masa encefálica
de materia gris que se derrama, una idea que se gestó con el aullido de la sirena y luego se escurrió en mi cerebro por el laberinto
infinito de mis recuerdos y ahora me hace cosquillas dentro; una
idea absurda como es todo este cuento, porque he decidido que
no voy a darle gusto a ninguno, ni a los verdugos de gafas negras
y barba oscura, ni a los compañeros rendidos que antes estuvieron
aquí y mucho menos a ti, Mónica, Inés-Leonardo, Ángela o Luisa,
amores malgastados, ni a nadie más, sino que esperaré sentado el
arribo de la sombra final de mi conciencia para enfrentar, por fin,
mi última batalla; no pararé de hablar, aunque nadie escuche, aunque nadie sepa que, por un instante, seré Dios, el más feliz de los
mortales...
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
Retorno
A medida que se acercaba —manejando por la ruta 40—. Soler iba reconociendo lugares. Le gustó la idea de estar regresando
a San Rafael como si no hubiera transcurrido el tiempo. (Sin previo
aviso, la empresa había solicitado su presencia en el Complejo. Así
que —exacto— un año después volvía a una ciudad cuyo recuerdo
grato empezaba ya a empañarse de nostalgias).
A través de la ventanilla, los golpes secos del aire empezaron
a hinchar su ánimo. Dejó que se colaran los aromas para entregarse
al juego de los recuerdos con olor. Descubrió, en el espejo que un
auto, atrás, le pedía espacio para pasar. Lo concedió. La ruta estaba prácticamente vacía (el tránsito congestionado no llegaría sino
hasta dentro de dos semanas, cuando el inicio de las vacaciones de
invierno ocasionase el traslado intempestivo y furioso de turistas).
Volvió a fijarse en el retrovisor, esta vez llevado por la curiosidad de examinar su rostro. Pese a la débil luz de la tarde, podía
observar claramente las grietas de su piel. No era ninguna broma.
Lo sabía: era la inevitable evidencia de su vejez. Buscó el encendedor para prender un cigarrillo. No lo encontró en la chaqueta.
Abrió la guantera, tampoco. Por fin lo palpó en uno de los bolsillos
delanteros de su pantalón. El tacto le retrajo con brusquedad su
—ahora— mermada capacidad de amante.
Ingresó al paseo de álamos, abandonó la monótona ruta 40
y tomó la avenida Balloffett. Aminoró la marcha para entretenerse
con el curioso espectáculo —siempre seductor— de unos habitan-
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Jaime Alejandro Rodríguez
Retorno
tes que preferían maniobrar bicicletas, y se dejó abatir por el ajeno
esplendor de las muchachas.
Los recuerdos estrujaban su mente. Apagó la radio. Pasó,
despacio, por los lugares vinculados a su afecto.
Estaba cansado, pero no habría de instalarse en el hotel, sin
antes visitar el barrio. Después iría por el mismo joven ingeniero
que lo habría de acompañar (como en la ocasión anterior) durante
su visita. Llegó hasta la parada del tren metropolitano, cumplió con
el ritual de saludar el monumento a los inmigrantes y se devolvió
por la avenida Balloffett, mientras sentía rodar, desde su pecho,
una sensación indefinida.
Entró al barrio y se detuvo frente a la Casa Grande. La extraña persistencia de la inquietud quebró, por fin, la estabilidad de
sus rodillas.
✸✸✸
Pintorreada, como si hubiera preparado una máscara horrenda para su rostro, vistiendo ropas en desuso, la vieron deambular
por las calles del centro hacia el norte. Por supuesto, nadie la reconoció. Dicen también que la gente se apartaba para darle paso y
que los chicos se burlaban o la agredían, mientras ella continuaba,
inalterable, su recorrido,
Algunos días antes de la noticia, los vecinos de Pami advirtieron su ausencia. Durante las últimas semanas, había vuelto a
demostrar una actitud huraña y cada vez se hacía más arriesgado intentar contacto con ella. El primer síntoma de la regresión
fue el deterioro del jardín. Pensaron que se encontraba enferma y
acudieron a visitarla, pero ella los despidió con frases agresivas y
les exigió intimidad. De modo que no volvieron a insistir. Pasaron
varios días sin que nadie le hablara. Después ni siquiera volvieron a
verla. Se preocuparon. Entonces lamentaron no tener la dirección
o el teléfono de aquel hombre joven, que tiempo atrás, la visitaba.
Aparte de él no tenían la más mínima idea de quién podría dar
razón de ella. Esperaron.
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
Cuando alguien comentó, durante una cena comunitaria, la
nota del periódico donde se discutía el incremento en el número de
enajenados que vagaban libremente por la ciudad, y donde también
se reportaba, como ejemplo, el caso de una anciana extraviada, los
vecinos de Pami comprendieron que algo grave había sucedido.
Pami era la única habitante de los viejos tiempos. La gente
que vivió los primeros años del barrio había muerto ya o se había trasladado a sectores más progresistas. Así la trataron siempre,
como la anciana de la Casa Grande. Nunca conocieron a ciencia
cierta nada acerca de su origen o de su historia. Suponían que era
alguna solterona rica y extravagante. Además, desconcertaban
aquellas visitas misteriosas hechas con incalculable frecuencia por
un muchacho de aspecto físico semejante a ella. Único suceso que
alteraba la rígida clausura de la anciana.
El azar quiso que yo me convirtiera en el exclusivo portador
de sus secretos. En razón a mi trabajo, fui trasladado transitoriamente a la ciudad por un periodo de seis meses. Así que viajé solo
y me instalé en casa de unos parientes de mi mujer, ubicada en el
mismo barrio de la anciana. Al cabo de unas semanas ya había vencido la nostalgia y me sentía como un paisano más. Fue entonces
cuando conocí la historia de Pami.
Todo se inició como un reto: pese a los años, el barrio nunca
adquirió el aspecto decadente de otros, antiguamente esplendorosos. Este conservó el nivel de lo tradicional. Los nuevos habitantes
no tenían la alcurnia de los primeros, pero trataban, a toda costa,
de evitar su degradación. Me comprometí a integrar aquel esquivo
personaje a las actividades de la comunidad. Para la primavera,
organicé la cruzada de las flores y con ese pretexto visité a Pami.
La mujer, para quien había preparado toda una retahíla de
argumentos fue, para mi sorpresa, en extremo amable. Pronto nos
hicimos muy buenos amigos y llegué a sacrificar por ella varios fines
de semana, destinados previamente a mi familia.
Mujer solitaria y de pocas palabras, Pami cargaba la pena de
haber sucumbido ante el amor. Demasiado apegada a su madre
—una inmigrante y viuda de la gran guerra—, en su juventud Pami
fue presa fácil de un romance deshonesto. El nacimiento de su hijo
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Jaime Alejandro Rodríguez
Retorno
coincidió con la muerte de su madre. Se deshizo del niño y decidió
vivir sola y apartada en la vieja casa. Ahora, en medio de su amarga
soledad senil, deseaba recuperar un pasado ya irreversible.
Me bastaron pocos encuentros para ganar su afecto. Incluso,
logré establecer lazos de relación entre ella y sus vecinos. De ese
modo comenzó a ceder en la obsesión de su vejez. Sin embargo, no logré que modificase el ambiente de su casa; vieja, aunque limpia, todo en su interior era oscuro, antiguo y oloroso. Ni un
solo espejo colgaba de las paredes. No había televisor ni tampoco
ninguna otra de las comodidades modernas. Solamente una radio
muy antigua, casi una reliquia, que escuchaba a todas horas, con
una regularidad compulsiva.
Creo que tuve el privilegio de ser el único invitado a la casa
Grande. Creo también que ella sólo a mi me brindó su verdadero
amor, porque, cuando supo que yo debía volver, cayó en un mutismo impenetrable. Le hice, no obstante, prometer que seguiría
cuidando de su jardín y yo me obligué a retornar.
Nunca lo hice... ni siquiera le escribí cartas, y para cuando llegó
la Navidad tampoco la tuve en cuenta en el reparto de tarjetas.
Ya podrá usted imaginarse, ingeniero, cómo me sentí cuando me contaron lo suyo.
Según el periódico, Pami se presentó a una casa del barrio
Norte. Llamó a la puerta y preguntó por un nombre desconocido
para los moradores del lugar. Ella insistió, asegurando que la persona por quien preguntaba, no sólo vivía allí, sino que era el dueño de la casa. Aunque compadecidos, los inquilinos aceptaron de
mala gana su inspección. En realidad los datos de Pami coincidían.
Habló de estar acudiendo a una cita y luego se instaló en la sala.
No se movió de allí hasta cuando llegó la policía. Volvió a repetir la
historia de la cita y mostró una pequeña tarjeta donde, en efecto,
aparecía la información que ella sostenía: dirección, teléfono, nombre y fecha. Alguien entonces reconoció aquel apellido impreso:
el antiguo dueño, muerto un par de años antes. La fecha de la
cita coincidía con la del día excepto por el año. Pami afirmaba, sin
embargo, haber visto al hombre y haber hecho los arreglos del encuentro la semana anterior. No hubo duda de su trastorno.
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
Al leer aquella absurda historia, recordé algunas confidencias. Pami me habló de los encuentros con su hijo (el extraño
hombre que los vecinos veían llegar con frecuencia a la casa) y me
confesó un terrible tormento: jamás se perdonó el haber evadido
nuevas entrevistas con él. Vivió amargada, esperando en vano su
retorno. Pero él había impuesto como condición que Pami lo visitara a su casa. Un intento, a su manera, por reformar el modo
de existir de ella, de estimular sus intereses en la vida. Pami, sin
embargo, insistía en la clausura. Consideraba el deterioro de su
aspecto físico como un justo castigo del destino y se negaba a salir
de su casa más allá de lo necesario. Se sentía infeliz e indigna en
efecto. Por eso, jamás cumplió la cita. Por eso, nunca se enteró de
la muerte de su hijo...
✸✸✸
Soler aclaró la voz. Intentó decir algo más, pero calló. Se
escuchó el chisporreteo de un televisor sin apagar al otro lado,
en la pieza contigua, y en el pasillo, las voces trasnochadas de los
huéspedes tardíos del hotel.
Quise hacer algún comentario a la historia que Soler acababa de referirme, pero la visión de su rostro, sudoroso y congestionado, me detuvo. Me paralizó también el brillo de sus lágrimas.
Luego, se hizo el silencio en aquella habitación compartida.
No pude dormir en toda la noche recordando mi última visita a casa de Soler, tras el funeral de su único hijo. Cómo olvidar
esa apariencia antigua, oscura y olorosa que todo lo impregnaba...
Cómo dejar de recordar la extraña manía de su mujer de escuchar
la radio a toda hora.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Retorno
El atajo
Estamos todos, juntos de nuevo.
No es como en los viejos tiempos. Entonces éramos casi
como unos niños: sonábamos aún con historias de hadas y duendes; historias que parecían menos dignas cada vez, condenadas
a desaparecer para dar paso a los relatos sobre experiencias de
adulto que algunos arriesgaban ya narrar. Empezábamos a reconocer cambios en nuestro cuerpo y la magia del crecer alimentaba
nuestra imaginación o nuestro desengaño. Comenzaron a circular
incluso las Play Boy en los corredores del colegio, camufladas con
cubiertas de las, aún leídas, revistas del Rico MacPato. El mundo
abría sus compuertas y nosotros gozábamos las nuevas verdades
reveladas. Nos excitábamos al violar la disciplina, pues habíamos
descubierto que su trasgresión nos daba un status diferente y presentíamos algo más que la simple vigilancia del orden en la autoridad de los mayores. Experimentábamos las primeras posibilidades
de igualdad. Cursábamos el tercer grado de secundaria.
El grupo había llegado a conformar una especie de hermandad. Guiados quizás por el deseo de materializar reflexiones y fantasías, nos sentíamos llamados a ser los ruptores, seres investidos
de alguna materia privilegiada; como si esa intuitiva percepción de
algo más nos hubiera reunido en algún tipo de cofradía.
Jaime Alejandro Rodríguez
49
Ficción y olvido
Aquella vez, durante las fiestas patronales, los pasillos del
colegio se convirtieron en el escenario de nuestra osadía. Así lo
recuerdo:
Subo al cuarto piso, hasta los salones de primer grado. Me
acompaña el mono Camilo. A medida que ascendemos, el bullicio
de los pisos que hemos dejado se extingue. Arriba prácticamente
no se escucha nada. El estruendo del conjunto de rock ha finalizado, pero el espectáculo continúa: la gente se acomoda para
presenciar el desfile de carrozas del pequeño carnaval programado
para la coronación de la reina de la simpatía. A nadie se le ocurrirá
subir al último piso en este momento. A nadie, excepto, quizás, al
cura prefecto. Cuando llego al rincón donde se encuentra el grupo de compañeros que Camilo me anunciara, mi corazón late con
violencia y bajo mi garganta siento resbalar gotas de sudor como
legiones de insectos invisibles. No es el esfuerzo, ni la rapidez con
que hemos subido, sino el físico miedo. Aunque no me ha dicho el
propósito de su urgencia, Camilo deja entender que se trata de un
secreto. Esa mezcla de emociones que va desde la curiosidad hasta
la incertidumbre se agolpa en mi pecho, dificultándome la respiración con la macabra intermitencia del asma. Cinco muchachos nos
esperan, sentados sobre el piso, formando un semicírculo. Camilo
y yo contemplamos la cuerda faltante. Contemplo sus caras: ríen
nerviosos y fascinados, como si estuvieran a punto de cobrar las
claves de la eternidad.
León, hombre serio, de impecable vestimenta, medio calvo
y gordo, es el resultado que los años han moldeado en el chico a
quien ayudé aquella tarde de locura. A no ser por el par de hoyuelos que aún conserva su cara al sonreír, no le habría reconocido.
Podría decirse que es la perfecta antitesis del niño de mis recuerdos. Sus ojos entonces eran menos estáticos; todo su cuerpo se
movía con la graciosa agilidad de un zancudo, haciendo honor a
su sobrenombre. Contaba historias extraordinarias para nuestra limitada experiencia y esto le daba las prerrogativas de un hermano
mayor. Recuerdo todavía la cara del director de curso, cuando León
presentó la carta con la cual sus padres le autorizaban usar el pelo
largo a pesar de los reglamentos del colegio. Recuerdo también
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Jaime Alejandro Rodríguez
El Atajo
su inconcebible habilidad para aumentar de estatura al antojo de
sus caprichos. El, en cambio, lo ha olvidado. Evade toda rememoración. Quizás olvidó también que esa tarde sucumbió al tremendo
poder de los alucinógenos.
Reparten pepas. Orozco sólo toma media y León reclama la
mitad sobrante para él, asegurando que puede tolerar la sobredosis. Los demás han convenido aceptar la sugerencia de Firpo:
una por cabeza. Camilo vuelve a convidarme, pero no insiste ante
mi rechazo y guarda el exceso en el bolsillo de su chaqueta. Las
toman con una solemnidad casi ritual y esperan silenciosos la percepción de los primeros afectos. Yo los miro expectante; mi tiempo
se disuelve en la fascinación; intento examinar sus actitudes y movimientos convencido de haber cometido el pecado de la cobardía.
Firpo. Callado y analítico, nadie dudaba jamás de sus argumentos. Parecía tener siempre la razón; bastaban unas cuantas palabras suyas para que rectificáramos algún juicio o descubriéramos una
nueva perspectiva, como si incluyera siempre la misma fórmula mágica en sus palabras. Lo respetábamos sin ningún reparo, además, porque sabía encontrar la apropiada justificación para las consecuencias
que ocasionaban nuestros actos de rebeldía. Inteligente y decidido,
sabíamos que habría de lograr el éxito; y lo obtuvo. Sólo hace falta
verlo aquí, sonriente y joven, mucho más joven que cualquiera de
nosotros; lleno de vitalidad y muy seguro aún. Sin embargo, sus ojos
no son los mismos: cuando cruza miradas a mi rostro, noto su desconcierto, como si recordara que yo fui siempre quien conoció los
secretos íntimos de su corazón, aún sin habérmelos revelado.
Rossi, después de ingerir su dosis, se empeña en describir,
paso a paso, todo el proceso de su experiencia. Camilo se sumerge
en el silencio. León, en cambio, comienza a sudar profusamente y
luego, pronto, demasiado pronto, empieza a gritar. Firpo se levanta, camina por el corredor y vuelve a sentarse, alejado del grupo,
soportando su cabeza con las manos. Orozco, vacilante, repite a
todo “yo también”, para confirmar su concordancia con las sensaciones de Rossi. Después inclina la cabeza y hace coro al músico,
quien, como uno de los mimos que hemos visto en los espectáculos de teatro, sostiene una guitarra imaginaria y canta yesterday.
Jaime Alejandro Rodríguez
51
Ficción y olvido
Rossi, expulsado un año antes, aprovechó aquella ocasión
para lucir sin temor un pelo-largo-de-mujer muy bien cuidado y
disuadirnos —para siempre— de su, hasta entonces considerada,
poca independencia: como si solo hubiera esperado salir de la cárcel —así solía llamar al colegio—, para demostrarnos la verdadera
dimensión de su libertad. “Es la muerte, es la muerte”, me dice
cuando le recuerdo las imágenes de aquellos días. Camina despacio, como queriendo ahogar, bajo sus pasos, el recuerdo.
Empieza el desfile. Se oyen los aplausos. Me siento tenso y
asustado. Camino hacia el corredor y miro las bocas de las escaleras del cuarto piso. Nadie. Vuelvo al rincón para ver cómo siguen
los muchachos. Mal. Comienzo a desesperarme. Voy y vuelvo con
mayor frecuencia. Pienso en la disculpa que voy a dar al prefecto,
ahora que me asalta —me aterroriza— la posibilidad de que aparezca, como siempre, de improviso, guiado por ese sobrenatural
olfato para detectar el mal cada vez que se presenta. Me invade la
idea de estar sujeto a sus poderes mágicos. Imagino que nos espía
a través de los ojos invisibles (¿cámaras de televisión armadas en
circuito cerrado y ocultas a nuestros ojos inocentes?), o simplemente que su mente todo-poderosa, descubrirá nuestro misterio. Otra
vez los aplausos. Orozco sale corriendo como accionado por un
resorte y toma el corredor hacia la escalera de emergencia; trato
de alcanzarlo, pero me detiene un horrible grito. Es León. Pierdo
de vista a Orozco.
Orozco. Una gran sonrisa ocupa el espacio de mi memoria
para su recuerdo. Eso, sus dientes demasiado blancos, demasiado
bellos y sus ojos, siempre evasivos; eso y quizás el estigma de haber sido el huérfano. Porque así se comentaba su condición, como
una marca indeleble, en aquel colegio de hijos de familia. Fue uno
de esos casos especiales de admisión que puso en tela de juicio
el estricto criterio de selección de los jesuitas. En realidad su tutor
poseía las condiciones económicas y sociales necesarias para salvar
la rigurosidad de las normas del colegio. Orozco, sin embargo, jamás pudo salvar su condición de marginado. Nunca dejó de actuar
en la forma como solía conducir sus cosas: con pesimismo, siempre
taciturno y sombrío. Poco a poco se disipó la tenue luz de su alegría.
52
Jaime Alejandro Rodríguez
El Atajo
Nos acompaña ahora con la resignación y la amargura de quien todo
lo ha perdido. Su expulsión del colegio y su postración definitiva en
la paranoia le dejaron empotrado el sabor de la amargura.
León grita. Acudo a Firpo, engañado por el aspecto tranquilo de su figura, pero su mente está en blanco; no reacciona ni
siquiera a los golpes con que trato de ganar su atención. El Músico
sigue en trance, solo que ahora interpreta una de los rolling.
El Músico. Ya mostraba claros signos de esa anormalidad corporal que lo ha convertido ahora en un gigante fofo y malhumorado, tal como nos imaginábamos entonces los ogros de los cuentos.
Era el único chico del grupo que no perteneció al colegio. Sin embargo, para las fiestas, llegaba comandando su flamante conjunto
P.meteo de música rock avanzada. Tocaba el bajo y poseía una gran
sensibilidad artística, demostrada no solo en sus dotes musicales,
sino en la composición y el dibujo. Descubrió para nosotros los
verdaderos caminos del sexo: tarea que le facilitaba su aparente y
definitiva —sólo aparente— mayor edad. Ese desfase entre edad y
aspecto físico, lo acompañó siempre, mortificándole la vida. Ahora
parece un-anciano-vecino-de-la-muerte.
Rossi se acerca y me dice, señalando a León: “es un mal viaje,
tranquilo”. Pero no puedo quedarme sin hacer nada. El chico se
agarra la cabeza y tira de sus cabellos con una fuerza extraordinaria.
Quiero tranquilizarlo pero soy arrojado al piso con un puñetazo seco
que logra conectar en mi nariz. Sangro; mal augurio. Rossi llega con
un vaso de agua sacado de no sé donde, Camilo también se acerca.
León continúa gritando; Camilo y Rossi me miran; casi enseguida
comprendemos que no hay otra salida más que avisar, quizás alegar,
que está enfermo. Miro sus caras: se encuentran demacrados y sus
ojos violentos y rojos están a punto de saltar. Fácil delación. León
intenta arrojarse al vacío. Por poco soy yo quien cae —nuevo presagio— al tratar de sujetarlo. No hay más remedio. Los cuatro bajamos
a traspiés. En el fondo se escucha un dúo: Eleonor Rugby.
Camilo. Siempre fue tímido e inseguro con las mujeres, pero
con nosotros era recio y autoritario. Cabecilla en cuestiones de
fuerza, fue Camilo quien impuso la prueba —nunca superada— del
jabón, la cual consistía en marcar la huella del miembro más grande
Jaime Alejandro Rodríguez
53
Ficción y olvido
sobre una pasta húmeda, como condición de liderazgo. Se ufanaba
de conocer a los más audaces comerciantes de La Sesenta y eso
le permitía el lujo de contar con información fresca de lo último en
slogans, música, pintas y manjares. Solo nos alentaban dos cosas
para no estimarlo nuestro líder absoluto: el obsesivo afán por imitar a su hermano (considerado por nosotros como el verdadero hippie) y su terrible cobardía con las muchachas. Ha perdido la virtud
de desaparecer ante mis ojos, como en el pasado, y noto la tristeza
que esto le ocasiona en su, no obstante, hermosa mirada.
León sufre alucinaciones y su cuerpo vibra con violencia. Nos
falta fuerza para calmarlo. Decidimos acudir a la ayuda de la gente;
la imploramos a gritos, pero nadie se mueve de su sitio: continúan
distraídos con el desfile. Es como si no nos vieran. León se suelta y
corre hacia la salida. Antes de atravesar la puerta, imagina y describe un tren gigantesco a punto de arrollarlo.
Todos. Reunidos de nuevo, gracias a una promesa muchas
veces aplazada desde la primera visita al hospital, donde recluyeron
para siempre al compañero. Pasean, se miran, no hablan, diría que
ni siquiera se reconocen; más bien se avergüenzan, nadie quiere entrar en detalles; eluden la exposición de sus recuerdos; piensan en
el pasado como una travesura ya superada por la madurez que han
adquirido con el tiempo, pero descubren en mis ojos paralíticos una
discreta alegría, sin comprender el carácter exacto de su presentimiento. Saben que han vivido largamente para terminar convertidos
en el ser inútil y malogrado que siempre vieron y temieron en mí,
pero se resisten a aceptar que habría sido preferible el atajo que
ellos mismos me obligaron a tomar. Aquí están, ocupando un lugar
preciso de la habitación. Saben que será la última visita al compañero; creen poder desalojar así toda duda de su corazón, como si eso
fuese suficiente. Puedo verlos a todos, juntos por fin, amargados
por la frustración que los años han tejido tras sus pasos: alternando
el uso de las sillas o encendiendo el televisor; pretendiendo atenderme con vasos de agua y llamados a la enfermera, pero incapaces
de sostener el duelo que mis ojos inquisidores les plantea. Fui el
primero en caer al abismo; sin embargo, todo este tiempo no he
hecho nada más que flotar a través de sus historias. He tenido el
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Jaime Alejandro Rodríguez
El Atajo
privilegio de recrear mi vida con retazos de aquellas que vivieron
por mí, mientras ellos han tenido que excavar su propio camino a
las profundidades del olvido. Muchas veces he muerto y vuelto a
renacer; puedo volver atrás, a las desviaciones de un camino para
recorrer, en mi mundo de fantasías, sus alternativas. Esto les molesta: no fui yo quien fracasó aquella tarde. Han sido ellos quienes
equivocaron el sendero al bloquear los extravíos.
Salimos a la calle. En medio de su trastorno, León se lanza hacia la avenida; Camilo y Rossi se quedan sobre la acera, impotentes.
Yo corro tras él, pues calculo —mal— que puedo alcanzarlo. León
cruza, se detiene en la acera opuesta y se acurruca contra la pared
antes que el enjambre de autos —que avanza sin verlo—, lo atropelle, logro divisarlo, doblegado como un mendigo, mientras siento
que una ráfaga de calor asciende desde las rodillas y se detiene en
mi cabeza. Luego, nada. Abro los ojos y veo a mis amigos; comprendo que me hallo en un hospital e intento moverme, sin resultados...
El silencio será desde entonces mi compañero eterno, mi refugio. Me acostumbraré a las visitas esporádicas; aprenderé a vivir
protagonizando relatos ajenos, engañado siempre por una espera
sin sentido, por un final que nunca llega. En cambio, descubro que
el tiempo, poco a poco, a través de años de frustrado anhelo de
libertad, ha capturado en una sola sarta de hombres terribles y
acabados a León-Rossi-Firpo-Camilo-Orozco-y-el-Músico, mis queridos hermanos de infancia.
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
Marasmo
Cada esfuerzo mío es
una condena dictada y el corazón está
—como un muerto—
enterrado.
¿hasta cuando
estará mi ama en este
marasmo?
C.P. Cavafis
CERO. Huellas o el final del juego
Había pasado la mañana en la playa, caminando de un lado
para otro, como un animal enjaulado, ansioso y vacilante, repasando una y otra vez lo sucedido, tratando de hallar las razones
de su turbación. Pero cuando intentó, en la tarde, recoger sus
pasos, quedó absorto: descubrió que sus pies no habían dejado
huellas en la arena. En la mañana, al oír el estruendo de las olas,
sentía estrellar su pecho contra el arrecife. Ahora, sosegado por
el presentimiento del final, miraba la piel áspera del océano con
la seguridad de quien reconoce a lo lejos la tormenta. Se dejó
caer sobre la arena, aplacado, de pronto, por la morbosa sensación de la impotencia.
Frente al mar, inmerso en sus reflexiones, desmoronó las últimas horas del día. Atrás, la gente del campamento se preparaba
56
Jaime Alejandro Rodríguez
Marasmo
para inaugurar otra noche de estrellas intranquilas. Rogelio permaneció ajeno a las actividades del grupo. Resolvió estar solo, alejarse
del bullicio y disfrutar el arrullo del oleaje, tal como lo había planeado desde el principio con sus amigos.
Se sentía ligero allí, sujeto a los espasmos de la marea, lejos
de latas de cerveza y desperdicios y, sobre todo, libre de inquietudes. Intentaba, a última hora, relevar de su espíritu toda su amargura
y olvidar. Olvidar las dos últimas semanas, olvidar los sinsabores de
la excursión y llorar su desengaño. Atrás prendieron la fogata. Habría querido que Oscar y Diana lo vieran así, serio y comprimido,
como un monje chino, derramando sus pensamientos al mar, mudo
y sereno, con la mirada fija y el pelo revuelto por la brisa, pero sabía
que ellos juzgaban mal su apatía y su silencio. Sabía también que nadie más, tampoco, se fijaría en su frívola presencia. Por eso, Rogelio
deseaba quedarse ahí toda la noche si pudiera y sentir así el rítmico
fluir del tiempo en su piel. Se entregó a los encantos del ensueño;
divisó una mujer desde la penumbra; creyó verla recostada sobre
la cresta de una ola, acercándose como una sirena, toda envuelta
por la espuma y ataviada de corales cristalinos; la vio desaparecer,
luego, disuelta por el agua. Alcanzó a oír, atrás, el chasquido de la
leña que moría a trozos consumida por las llamas de la hoguera y
también la algarabía de los campistas, pero no se inmutó.
Volvió a pensar en la mujer de sus sueños. Se preguntó cómo
besarían las sirenas y llevó un sorbo de agua-mar hasta sus labios para
imaginar el placer del mito. Le supo a ron de caña. Atrás, la noche
soltaba susurros y lamentos. Rogelio conocía de memoria la desteñida rutina de las veladas. Podía imaginarse el campamento con sus
carpas como arañas atrapadas, envuelto en la luz de la fogata, como
un vivaque de gitanes. Tal vez, el administrador servía la comida en su
choza y la gente procuraba matar el tiempo, incapaz de sacarle gusto
a las extensas horas de silencio, o se contaban historias mentirosas al
amparo de la brisa, o se hacía el amor bajo las estrellas, o simplemente se dejaba transcurrir la noche con la aflicción de la nostalgia. Podía
pensar en las alegrías compartidas al comienzo, pero ahora se sentía
extraño y avergonzado. Notó que su sombra había perdido también
el poder de su reflejo y no pudo evitar el desencanto.
Jaime Alejandro Rodríguez
57
Ficción y olvido
DESPUES. Presencia o las señales de Telemann
Rogelio se esfumó de nuestra memoria, la primera señal se
presentó durante el concierto de la orquesta filarmónica, poco después de la excursión. Esperaba ver su figura melancólica desde mi
puesto en el auditorio y disfrutar esa manera tan suya de tocar la
viola; con la penetración y el goce que ningún otro músico lograba
expresar como él. En su lugar, una chica delgada y pálida, notablemente nerviosa, blandía el arco sin la delicadeza que exigían
los acordes interpretados de Telemann; detalle que Rogelio jamás
habría pasado por alto. Revisé el programa y allí estaba: “Rogelio
Hincapié”, entre una enorme cantidad de nombres microscópicos,
bajo el título “Becarios”. Se lo hice notar a Diana, pero pareció
no interesarle. “Ya aparecerá, está haciéndose el importante”. De
todas formas me extrañó su ya prolongada ausencia, pues nunca
antes se había comportado de esa manera.
Percibí la segunda señal en las sesiones del taller de títeres
donde colaborábamos los tres. A pesar de su posición, como segundo a bordo, el director no recordaba a Rogelio con la precisión
que merecía. Por entonces, Diana también comenzaba a enredarlo
en las telarañas de su memoria.
La tercera señal me asaltó poco después: durante algún escrutinio de rutina a mi agenda particular, olvidé momentáneamente
su nombre y la razón de la consulta. Pensé que también yo estaba
atrapado por el efecto de la amnesia y relacioné el hecho con lo que
venía sucediendo. Comprendí que en mi afán por recuperar el recuerdo de Rogelio, estaba presente mi propio terror ante el olvido.
Reconocí la esterilidad de la tarea y no volví a mencionarlo.
Simplemente desapareció de nuestras vidas.
La música de Telemann, sin embargo, fijó su sombra a mi
existencia.
POCO ANTES. Deseo o una isla inalcanzable
Echó las últimas conchitas en la bolsa y contempló su contenido. Tendría suficientes para completar su colección. Se dirigió
hasta el campamento, caminando por entre el agua. Miró el horizonte; habría un kilómetro desde allí, mar adentro, hasta la isla.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Marasmo
Pensó en el placer de alcanzarla, pero comprendió que no contaba
con la seguridad de poder llegar a nado hasta su orilla. Desechó la
idea. Apuró el paso por la costa. Deseaba llegar a tiempo para la
fogata. El sol iba cayendo despacio, perezoso, las sombras cubrían
los manglares en cualquier momento. Escrutó el cielo. Calculó que
tenía tiempo suficiente para llegar al campamento sin problemas
de visión. Pensaba en la alegría de ver a Diana, contemplar su sonrisa deslumbrante, hablar con ella y soñar su cuerpo prohibido.
Apuró más el paso. Sintió las caricias de la brisa y el dulce coro
de los grillos, mientras intentaba descubrir el foco desde donde
surgían los últimos cantos invisibles de los pájaros. Las hojas de los
arbustos cortaban, sin sangre, la piel desnuda de sus piernas. Al
arribar, vio a los muchachos del campamento armando la fogata.
Quiso colaborar con ellos, pero decidió dejar antes la bolsa entre
la carpa. Examinó al grupo. No encontró los rostros de sus amigos.
Tal vez comían. Llevaba demasiada emoción encima para detenerse a imaginar las causas de su ausencia. Entró en la tienda. Se tumbó sobre el piso y descansó algunos minutos. Al salir, vio a Oscar
y a Diana tomados de la mano. La tenue luz de la fogata le reveló
con brusca claridad una profunda fascinación en sus miradas. Sintió
temblar su cuerpo. Allí estaba Diana, hermosa y brillante, redimida
por la noche, feliz y avasalladora. La espió consternado. En los ojos
de Oscar, descubrió el ingenuo resplandor de los amantes. Regresó a la carpa y durmió silencioso durante la noche.
CERO. Marasmo o una incursión en las categorías
del olvido
Al principio fue tan solo un deseo. Ahora percibía la sensación
de encontrarse en otro tiempo. No podía afirmar si oía a la gente del campamento, ni siquiera estaba seguro de su posición física:
¿atrás?, ¿adelante?, ¿en medio del mar? No. Era como moverse en
otra dimensión. Intentó gritar y no pudo. Quiso alcanzar la fogata y
la perdió de vista. Poco a poco, la conciencia de sus anhelos fue disipándose en la atmósfera de su nuevo elemento. Se vio, de pronto,
encerrado en el espacio creado por sus propios pasos. Contempló el
nacimiento de una flor. Quiso volverse, pero se lo impidió un obstá-
Jaime Alejandro Rodríguez
59
Ficción y olvido
culo invisible. Comprendió que no podía hacerlo; no había más alternativa que avanzar. Se sumergió. Volvió a salir. Dejó de ver su propio
cuerpo y en su lugar se maravilló con La Transparencia. Un bienestar
infinito invadió sus sentidos. Se halló liviano y frágil. Luego sonrió al
recordar el dócil sonido de la palabra libertad.
60
Jaime Alejandro Rodríguez
El Atajo
El poeta y la bella
Siempre es lo mismo; llega la noche y mi espíritu sucumbe:
me enfrento a un papel blanco, intento escribir mi dolor y fracaso;
sigue ahí derramado y silencioso, como si una extraña enfermedad paralizara mis órganos. Siento que mi carne se rasga, que los
objetos alrededor me incriminan. Desde la mesa de noche, ojos
acusadores (tus ojos, Fabián) me atropellan —ojos adivinos, como
bolas de cristal, capaces de encontrar la verdad allí donde pretende ocultarse una mentira. Los recuerdos terminan instalándose
sobre mi nuca. Las palabras de mi tía empiezan a zumbar en mis
oídos, como si su horror se plegara de nuevo a las paredes del
cuarto (a estas paredes transparentes, a estas paredes que parecen de papel para sus manos inquisidoras). La veo tomar su cara
arrugada entre las manos, a punto de llorar, levantarse con dificultad del sillón y alzar los brazos hacia el techo. La veo apretar
los dientes antes de escupir un grito que suena como chillido en
medio de su congestión: pu-ta-mal-a-gra-de-cida, y caer exhausta en la poltrona, tratando de acomodar los noventa kilos de su
miserable soledad mezquina. La veo temblar convulsa, transpirar
por sus axilas solitarias, intentado ganarle un respiro a la nube
tóxica de su angustia, sin poder desprender de su piel el rencor
enquistado de sus desdichas.
Beber de su sexo desprevenido
El jugo viscoso de su terror
Jaime Alejandro Rodríguez
61
Ficción y olvido
Mientras la miro, a través del ojo mágico de la puerta de mi
apartamento, como un cíclope mimetizado entre las hojas de cemento y ladrillo que conducen irremediablemente a mi gruta, siento
que nace una carcajada en la base de mi garganta. Ahora timbra de
nuevo. “¿No estará?” adivino en sus ojos negros, huidizos. Verifica la
dirección, escrita en un papel arrugado y sucio, y cruza los brazos en
un gesto de falsa impaciencia, Sube alguien, ella mira hacia atrás. Es
el vecino de arriba, pasa de largo. Ahora consulta su reloj y se anima
a timbrar de nuevo. La carcajada se ahoga definitivamente en mis
labios apretados y, en cambio, aborto una sonrisa.
Tal vez nunca podré contarte nada. Quizás mi tía lo ha dicho
todo ya y, entonces, estamos juntos embarcados en el juego de la
mentira; acepté el amor puro y noble (el tuyo, Fabián) que ella me
imponía como condición de su silencio y tú te quedaste con mis
senos temblorosos y con el aroma de mi cuerpo confundido, que a
veces grita de placer y también de dolor como si retomara la noche
de mi desgracia; y no dijiste nada. Tu indiferencia es más lacerante
que cualquier reproche; tu mutismo y esta terrible conspiración tejida para bien de los demás y para desgracia nuestra. Porque ella
ha salvado un nombre y una moral, tú aseguraste un porvenir y yo
lavé mi culpa, pero ninguno de los tres sueña ya tranquilo, tal vez,
hoy tampoco, podré explicarte porque no soy la puta que no soy.
Penetrar victorioso por sus ojos
Acallando su dolor con mis besos asesinos
Me tiende la mano, indecisa. Yo la ignoro, pues quiero hacerme dueño de la situación desde el comienzo. Miro sus ojos, de
frente, y la hago seguir. Noto, entusiasmado, su desconcierto ante
la sala vacía.
—Vine por lo de... —me dice, mientras veo encenderse el
rubor de sus mejillas.
—Si, ya sé— le respondo, secamente, interrumpiéndola—.
Siéntese.
Mira a su alrededor y por fin escoge un lugar cerca de la
chimenea que, por hoy, no vomitará su fuego cotidiano. Espero
que se siente en el suelo y entonces descubro su figura, redimida
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Jaime Alejandro Rodríguez
El poeta y la bella
por la luz cruel de los bombillos de cien vatios con los cuales he
minado el techo para que no quede ninguna duda de mis actos.
Advierto en sus labios un colorete mal untado e imagino mi lengua
desmaquillándolos. Saca de su bolso una carpeta, un lápiz y unas
hojas sueltas.
—¿No quiere un trago antes? — le pregunto, destapando la
botella de aguardiente que llevo en la mano.
—No gracias, no tomo— responde sin mirarme.
—¿Quién diablos es usted? — le grito, y ella levanta sus ojos
de cierva sobresaltada. Para tranquilizarla le menciono un par de versos de Porfirio. Acepta el trago que le tiendo. Observo su gesto de
mal bebedor y le ofrezco otro trago con el argumento de que será la
única forma de concederle la entrevista. Termina accediendo.
Ahora que la veo haciendo sus preguntas tontas, entre asustada y feliz, ahora que veo sus manos inocentes hundidas en el
mar blanco de sus papelitos de colegiala, siento los versos de mi
poema reencontrando su ser y las palabras de Lautreámont me
acosan, me obligan y me empujan a tomar su inocencia. La sombra
del poeta maldito vaga por el salón.
Pronto llegarás, Fabián, con tu olor a calle y tus aires de poeta. Tendré que levantarme al oír que la llave se revuelca en la cerradura y vencer la pasmosa inercia de mi alma; calentarte la comida
mientras dejas las marcas de tu hastío sobre mis senos avergonzados y oír que llamas albóndigas a mis caderas sin poder hacerte
mi confidente. Cuánto deseo que estés cansado, que hayas descubierto un rostro nuevo, capaz de hacerte olvidar el mío, que tu jefe
haya vencido, por fin, la resistencia o que tus amigos, ignorándote,
hayan olvidado devolverte el saludo matutino; qué se yo, cualquier
cosa que me de la oportunidad de reñirte y de aplazar así, por otra
noche, la vigilia de nuestro amor.
Enlazar mi libertad a su cuello vulnerable
Para atrapar en la angustia de su gritos
El extracto de la vida sublimada
Persigo sus movimientos, tratando de hostigarla, mientras
respondo a sus preguntas con apremio. Mis ojos harán el resto. He
Jaime Alejandro Rodríguez
63
Ficción y olvido
logrado arrastrar su mirada hacia mi rostro, seguro de que terminará riéndose. La luz de mi alma —antes de su arribo, aniquilada—,
vibra exaltada por la voluptuosidad de su cuerpo que contagia
ahora mis labios. Sus manos la han traicionado cuando, por un leve
instante, fugaz pero certero, han querido tocar las mías al recibir la
copa. Arrojo mis huellas sobre sus mejillas calurosas. Me retira con
brusquedad, pero le recito unos versos sacados de no sé cuál lugar
de mi memoria. Me pregunta de quién son y le miento: son míos,
aunque son míos. Otro trago hace desembocar su voluntad en la
tubería. Su piel me habla, sé que sucumbe, lo sé. Las preguntas
cesan y mis respuestas flotan en el aire, incapaces de posarse ya
sobre las hojas. Sus manos ceden, me reciben. El deseo la toca y
penetro victorioso por sus ojos, acallando su dolor con mis besos
asesinos. Lucha, grita, pero logro tomar su carne derrotada. Siento
que la rompo, rompiéndome. Algo se quiebra en mis oídos y me
sumerjo en el suave placer de su paisaje.
Y ahora rompo de nuevo el papel, así como alguna vez se
rasgó la inocencia (no escribiré nada, no diré nada, no hay nada
que confesar. Guardaré para mí el secreto esplendor de la palabra.
Al fin y al cabo, he sucumbido ante su poder y aún me apabulla con
su fuerza, aún retumba caprichosa toda su magia y me perturba:
me atrae sin opción). Porque ni tú, Fabián, ni tú tía, podrán comprender jamás la calidad de esta luz, de esta realidad, que quieren
ver mis ojos; porque vuestras vidas están acabadas hace mucho
tiempo, porque vuestra batalla por la apariencia os intimida y enceguece. Por eso, no diré nada, por eso, a vuestros ojos, mi dolor
seguirá siendo simplemente un mal recuerdo.
Y hacer de su cuerpo poseído
El dominio absoluto de mis versos
Se arrastra bajo mi cuerpo y huye. No la detengo, no la miro,
sólo cierro los ojos y la imagino batallando aún bajo mis falanges
destripadoras. Los papeles vuelan intentando salir de la habitación
y terminan callados en la alfombra. Su aroma me detiene y rompe
los bombillos. Se hace la oscuridad sin que yo me mueva. Creo oír
sus pasos, ligeros pero seguros, abismarse en el oleaje de luces
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Jaime Alejandro Rodríguez
El poeta y la bella
de la avenida. Corre, buscará en el bolso algún billete que la aleje,
revisará su falda, su cabello, su pulso, sus muslos dilapidados. Se
arreglará el maquillaje, echará un último vistazo a los ciegos ojos
de mi apartamento e intentará, infructuosamente, desprenderse
de sus lágrimas. Quedo solo, amo de mi propio imperio de tinieblas. La noche duerme y yo callo.
Así que seguirás murmurando palabras de fantasma a las paredes de la pieza. Fabián: regresarás con tu ansiedad del trabajo
a gritar que miento. Tu imaginación, vertiginosa y compulsiva, me
convertirá en la protagonista de tus fantasías; primero como la mujer infiel que te acorrala y luego como la princesa de tus sueños.
Sumido en tu mundo intermitente, me dirás que estoy loca, que mi
tía es una sombra sin peligro, pero seguirás recibiendo sus monedas alcahuetas. Mis lamentos caen siempre al pozo sin salida de tus
oídos inconscientes. Por eso, cuando sepas de esta presencia, que
ahora se mueve lentamente dentro de mí, admitirás sin reparos lo
que tú —ingenuo entre los ingenuos— ya sabes: que siempre he
querido tener el hijo de un poeta.
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
Jornada del hombre extraño
(La chica de los patios)
Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrafonte, Jano.
(Fragmento del poema Limites
de Jorge Luis Borges).
Esperas la salida, intentando tranquilizarte, aunque sabes
que no lo conseguirás del todo antes de llegar a tu apartamento.
Quizás ayer estabas confundido: el trabajo, la tensión, uno de esos
días. Hoy en cambio, admites, las cosas te han salido mejor. El jefe
te permitió trabajar en el segundo piso y así no tuviste que soportar la náusea provocada por ese picante aroma a carne condimentada expelido por pulsos desde la cocina. Tampoco tuviste problemas con la clientela y lograste atender cada uno de sus pedidos
sin equivocaciones. Incluso resultó muy convincente la modulación
porteña de tu voz —practicada por fin sin temores—, pues no escuchaste ni una sola ¿de donde sos, eh?, pregunta odiosa, frecuente
e inevitable si te pillan el acento extranjero. El consejo del paisa dio
sus buenos frutos; al fin y al cabo, reconoces, por algo los paisas alcanzan el éxito en cualquier actividad y en cualquier lugar del mun-
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Jaime Alejandro Rodríguez
Jornada del hombre extraño
do; tienen su visión. Quién podría creer por ejemplo que aquí, en
Buenos Aires, a más de seis mil kilómetros de Medellín, un paisa,
precisamente un paisa, administra nada menos que un Mc.Donald.
Gracias a Dios, te atreves a decir dentro del vestier, donde nadie
te escucha; gracias a Dios, repites afuera, y vuelves a sentir esa
horrible presión en tu pecho que no has logrado aliviar desde hace
semanas, porque no sabes ya qué inventar en tus cartas a Bogotá
para que tu familia no se burle si llega a enterarse que has cedido
en tu orgullo y ahora trabajas como mesero para sobrevivir.
Creíste, con sinceridad, en eso del exilio voluntario como
una manera de alimentar tu espíritu creador, sediento y seco. Otra
realidad, otra perspectiva, dictaminaste, y te largaste dejando maltratadas las mejillas de tu madre y de tu mujer, confiando en regresar colmado de éxito y de experiencias, tal como soñabas cuando
niño, cada vez que te volabas de la casa, herido en tu sensibilidad
por alguna tonta discusión de familia. Será mejor, concluyes, que
sigan creyendo en el ficticio puesto de la Biblioteca Nacional. Tal
vez lo más complicado en la tarea de sostener esa versión sea encontrar tiempo para dar salida al alud de datos bibliográficos solicitados, ahora que, suponen, se te facilita la labor de consulta.
Sales a la calle y recibes una bofetada de viento caluroso.
Piensas en el cuento de Anderson Imbert donde se describen, con
patético realismo, los efectos de viento norte que azota siempre la
mal bautizada ciudad de Buenos Aires en época de verano. Decides caminar por Cabildo, pues el solo hecho de imaginar que debes
tomar un colectivo atestado de gente sudorosa puede causarte un
acceso de ira tan violento como para provocar una tragedia de las
dimensiones abocadas en el relato, y tú no deseas complicaciones.
Cruzas la avenida hasta alcanzar la acera de enfrente, menos congestionada, y caminas entretenido, mirando las vitrinas y las chicas de ropa de temporada, acostumbrado a contemplar a unas y a
otras con la misma emoción simple de espectador improcedente.
Llegas a Caning y percibes el característico olor de los socavones del tren subterráneo proveniente de la estación. Contienes
el impulso de ingresar a ella a pesar de tus deseos. Necesitas llegar
cuanto antes a tu apartamento, pues has resuelto indagar el grado
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
de realidad de tus últimas sensaciones (aunque en verdad sientes
miedo de contemplar de nuevo, a la par con la deliciosa visión de
la chica de los patios, ésa otra, horrible, irreal y trágica, causante de
tus actuales preocupaciones). Te queda sin embargo la esperanza de
una respuesta sicológica a los hechos; es lo que has estado repitiendo todo el día, sin atreverte a mencionar nada a nadie, ni siquiera
al paisa, con quien te liga una sincera relación paternal. Reduces la
velocidad de tu paso para absorber del aire húmedo toda la fuerza
de la tarde ribereña y te hundes en la niebla de tus recuerdos.
Son dos patios viejos, roídos por la sal remota de los
mares, tristes como los tangos de Gardel. Tal vez podría
componerse un paisaje de tarjeta postal con ellos, pues
flotan hinchados de leyenda por el soplo mágico de los
antiguos tiempos: ahí los calefones, deslucidos portadores de fuego, las sillas en su perfecta decadencia, las
imágenes dispersas del daguerrotipo —evidencia de
una alcurnia enmohecida—, los libros inútiles, mutilados
por la desidia; ahí por tanto, la Historia. Vistos desde
arriba, en dirección norte-sur, parecen rectángulos trazados a mano alzada por alguna brocha tediosa, cansada
de pincelar. Solo en uno —el derecho— se descubre
la presencia humana: cerca del sifón, en una quietud
apenas estable, un balón de fútbol reposa del juego de
los niños. Contra el muro izquierdo, casi imperceptible
entre tanto cachivache arrumado, una vieja silla de tijera,
extendida insólitamente sobre la playa de baldosas,
recibe a una muchacha expuesta al sol, último vestigio
de un verano tardío. Son las siete y la luna muestra ya
su rostro cercenado.
Después de tanto tiempo en el exilio, crees tener derecho a
pronunciar una verdad: las circunstancias te han ido acorralando,
poco a poco. Al comienzo, tu alma ingenua y provinciana esperó
—días primero, semanas luego, eternidades al fin— el contacto caluroso y espontáneo de las gentes, habituado como estabas hasta
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Jornada del hombre extraño
entonces al dócil fluir de la vida. En cambio tuviste que aprender
con urgente rapidez otras perspectivas. Aprender bien claro que la
pretensión de habitar una gran metrópoli tiene su costo: la soledad
irremediable. Eres viajero en tránsito; inhabilitado para echar raíces:
tus ojos ya no ven lo mismo; desde tus labios emergen palabras y
sonidos imposibles, tu nariz se reciente, tu estómago se resigna, tus
manos se paralizan y te reduces por fin —cuestión de supervivencia— a la repetición del otro, al tú que no eras pero sigues siendo
hasta el final. Por eso, al comienzo huiste hacia las grutas del metro:
en las calles temías ser olvidado. Empezaste a comprender la inquietante realidad de los seres subterráneos creados por Cortázar en
alguno de sus textos, ya que tu mismo experimentabas una extraña
sensación de seguridad cada vez que atravesabas la registradora en
las estaciones. Comenzaste, sin darte cuenta, a comportarte como
ellos, a permanecer durante horas en la oscuridad del subte y terminaste convertido en un perfecto trashumante de la noche.
Restringiste tu tránsito en la superficie al mínimo tramo posible entre tu departamento o tu lugar de trabajo y la próxima estación. Cuando llegabas a casa y te contemplabas ante el espejo (ese
mismo que mirarás hoy con ansiedad), veías tu rostro pálido y en
las ojeras notabas los estragos de la tristeza (“son tan pálidos y están tan tristes...”). Pero por más empeño, nunca lograste reconocer
a ninguno de ellos —habrías dado cualquier cosa por pertenecer
a su estirpe. Ahora no puedes asegurar si el fracaso de tus pesquisas se debió a la asombrosa facilidad de esos seres para escurrirse —ya prevista— o a que tal vez perseguías tan sólo fantasmas
pues, si llevas la cuenta, hace cuatro décadas fueron detectados
por primera vez y quizás ya todos han muerto. Quizás existe una
nueva generación de subterráneos, especulas, algún híbrido capaz
de sobrevivir tanto afuera como en las profundidades, o se ha producido el desplazamiento y ahora los seres extraños son aquellos,
los que caminan en la superficie. A lo mejor, el ciclo se ha cumplido
y ya nadie los recuerda. De cualquier modo intentaste confrontar
los indicios detallados en el texto, pero no conseguiste nada: no
lograste reconocer al Primero en ninguno de los conductores, pese
a que siempre te ubicabas en el primer vagón, cerca del puesto de
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Ficción y olvido
comando; tampoco descubriste nada sospechoso en las puertas
adyacentes a la administración o en los kioscos, donde se supone
tienen sus contactos. Quizás algunas llamadas telefónicas te parecieron semejantes a las descritas en el cuento (hombres y mujeres
averiguando por la adecuada ración de alpiste para sus canarios),
pero tampoco esto te condujo a nada. Y entonces comenzaste a
jugar con la idea de ser el novel Primero, el fundador de una nueva
generación, y viste en el hecho de ser extranjero un síntoma estimulante de tus fantasías. No era difícil seguir las instrucciones del
libro; en realidad te diste cuenta en poco tiempo que no hay otra
alternativa a ese modus vivendi imaginado por Cortázar, lo cual
encaminó tu ficción hacia los abismos del horror. Así que dejaste
de frecuentar también las estaciones del tren subterráneo y te refugiaste en el apartamento, último bastión de tus temores.
La chica parece inmutable y etérea, como un destello.
Así, recostada, infame y vertiginosa, con su vestido de
baño blanco y sus gafas para-el-sol, parece de pronto
un maniquí de tienda. El aire húmedo la envuelve en
hilos invisibles y la atrapa en una atmósfera brumosa,
fantasmal. Los reflejos de la película de grasa con que
protege su piel, devuelven una imagen maravillosa,
descaradamente intensa y provocadora: piernas voluptuosas, blancas y macizas; senos grandes, a punto de
reventar dentro del corpiño que los sostienen; rostro
equilibrado, serio, fatalmente hermoso, enmarcado por
bucles rubios que descienden hasta sus hombros. Y un
aura mágico, capaz de mantenerla inmóvil —cuerpo
embalsamado— por horas, sin que por eso se agoten
las lecturas de su cuerpo.
Avanzas de memoria: cinco cuadras desde Santafé hasta
Arenales por Caning. Santafé te suena irremediablemente a Bogotá, a chocolate santafereño, a agua-panela con queso, a frío y lluvia,
a fútbol, quizás también a tristeza, pero sobretodo a nostalgia y a
dolor. Unos pasos más y llegas a Güemes, guamas, pepa´e´guama,
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Jaime Alejandro Rodríguez
Jornada del hombre extraño
refranes olvidados, otro código de comunicación que ahora te parece lejano, remoto, como si distancia fuera también tiempo, tiempo
perdido como en Proust. En la esquina, un automóvil abandonado,
testimonio de la decadencia porteña. Te imaginas enseguida un escarabajo viejo y moribundo incapaz de abrir su caparazón para dar
paso a esas dos alas mágicas y misteriosas aptas para transportarlo
a cortas o a largas distancias en caso de peligro. Pateas una llanta
con el deseo de ver desmoronar el automóvil, pero sigue allí: aún le
restan algunos meses. Nadie los retira, los has visto a diario, botados en las esquinas sin saber por qué, muriendo lentamente como
mendigos, en la más triste agonía. Llegas a Charcas, churcas, todas
las chicas son churcas, bellas, rubias, con un cabello ondulado y
largo que te recuerda los retratos de Miguel Angel o de Rafael;
así, virginales y a la vez tentadores; mujeres bellas e inabordables.
Coronel Díaz, ¿héroe?, ¿presidente?, no sabrías informar a quién
conmemora el nombre de esta calle, pero estás seguro que en Bogotá no hay muchas avenidas con nombre militar. Ahora Paraguay
y en la esquina el bar Varelita donde has visto —testigo inadvertido— los jóvenes de Palermo Viejo reunidos en las tardes, desgranando sonrisas sobre la mesa y jugando al amor de colegiales;
los has visto impotente, proscrito por sus reglas. Reduces el paso
aún más, te detienes, sientes un temor crecido; una cuadra más y
estarás en Arenales, darás vuelta a la derecha, buscarás el número
4480, sacarás la llave grande de la portería, abrirás, ingresarás al
ascensor, en el tercer piso te detendrás, caminarás por el corredor
hasta el fondo y estarás por fin en tu habitación.
Ahora se mueve, cambia de posición, gira con lentitud
su cuerpo, como si temiese dejar la piel pegada a la
lona del asiento. A pesar de la gravedad de la maniobra, el movimiento ocasiona la perturbación de su
entorno, logra despedazar la quietud en sus pequeñas
ondas, como sucede cuando se arroja una piedra a
un estanque tranquilo. Así, boca-abajo, entregando
su espalda a los débiles rayos del sol, la chica exhibe
la forma definitiva de su cuerpo. Aunque enseguida
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Ficción y olvido
retorna a la inmovilidad, su imagen parece circular,
transportada por el empuje remanente de las olas.
La silla, sin embargo, permanece bien anclada a las
baldosas; es la sensación de movimiento causada por
el estremecimiento de la tarde.
Recomponer —alguien lo hará después de ti—, un juego
que has aprendido a fuerza de habitar tu ámbito, de convertirlo en
asilo y trinchera de tus peores días. Te haces policía de recuerdos,
te empeñas en rastrear claves de mensajes de otras presencias antecesoras a la tuya. Buscas indicios, pruebas de alguna catástrofe
de amor, recoges los átomos dispersos de algún eco aún flotante.
Así, con la sabia paciencia de un relojero, imaginas, armas, tejes la
urdimbre, creas los personajes de la historia, averiguas, comparas
o viajas atrás, a los orígenes, guiado por la foto amarillenta descubierta en un viejo libro, o el disco dedicado que alguien olvidó en la
biblioteca o los sobres o cartas sin enviar. Quizás la flor seca, atrapada en las hojas de un periódico, te sirve para cerrar el ciclo de
tus especulaciones. En corto tiempo logras reedificar las torres del
pasado, y bajo su amparo te acomodas a convivir con esos brazos
imprevistos del recuerdo.
Un día descubriste el registro de episodios, impreso en el
envés de las puertas del armario y te inquietaste. Ahora sueles leer
con morbosa frecuencia, esas frases cortas, esos nombres indecisos, esas fechas recientes o lejanas que conforman un collage de
tiempo y de ternura en tu memoria. Reconoces en él la prueba irrefutable de una condición humana, demasiado humana, con anhelos
de trascendencia. Puntos dispersos de la misma curva: la del terror
ante la muerte silenciosa. La misma ansiedad que llevó al hombre
de las cavernas a inventar la escritura, deduces, es ésta, ancestral y
primaria, la del hombre moderno por registrar su paso. No importa
el resultado, en realidad jamás se confronta, importa el hecho y
tú lo sabes mejor que nadie. Quizás por eso has sucumbido a la
tentación y también has escrito un graffiti sobre el singular muro:
“colombiano vuelto mierda julio/86”. Seguro que alguien inquieto
los descifrará después.
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Jornada del hombre extraño
La luz comienza a parpadear, el sol agoniza. La imagen
pierde la nitidez del principio. Se aprecian ahora los
rasgos gruesos de un gran agua-tinta. Los cachivaches
se han convertido en sombras sin aliento, el balón es
un punto flojo y la silla parece un saltamontes entristecido. La chica, sin embargo, se ve clara como una
mañana de primavera. Todo en ella se distingue con
extraordinaria precisión. Ahora, derramada sobre un
claro-oscuro digno de cualquier pintor flamenco, parece desbordar el ámbito de sus reflejos. Los cachivaches
se desmoronan, el balón desaparece por el desagüe,
la silla se desploma, las baldosas se hunden y la mujer
flota, sostenida por los artificios de la noche.
Ya casi llegas; piensas en tus vecinos. A veces, de mejor ánimo, has dejado entreabierta la puerta o has corrido alguna ventana
para permitir el ingreso a los ecos del pasillo; entonces escuchas
los pasos del elevador, uno, dos, tres, cuatro, no, ocho, siete, seis,
cinco, no. Adivinas el momento en que se detendrá en el tercero,
de la misma forma como se reconoce a una persona por sus pisadas. Una puerta, la otra, y aguzas el oído. La señora del dieciséis de
vuelta ya de sus correrías con su mascota: una insignificante perra
Pekinés, y entonces recuerdas la noche aquella cuando, a pesar de
tu discreción, el animal te atacó confundiéndote con el remedio
para tu celo. No olvidas el asco, la repulsión, la náusea y ese irrefrenable impulso por patearlo, detectado una fracción de segundo
antes de la ejecución. No irá usted a golpear al animal, señor, entendiste, y tú, no, no, un no evasivo con el que salvaste la situación.
Desde entonces te cuidas y evitas al máximo el contacto con tu vecina más inquieta. Tal vez el hombre del catorce se acerca. Demasiado amigable, opinaste desde el primer día; demasiada confianza
para con un extranjero. Encuentros muy frecuentes, sin horario ni
causa, en apariencia fortuitos, pero sospechosos. Te sentiste perseguido y a la vez comprometido con su gentileza. Saludos, servicios,
anuncios, comunicaciones, cartas, todas relaciones recibidas de su
mano, una mano cada vez más atrevida, llena de insinuaciones y
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Ficción y olvido
toques descuidados, hasta cuando lo encontraste sentado en la
sala con botella de vino y la mesa dispuesta para dos y tuviste que
sacarlo prácticamente a patadas, porque deseaba pasar la noche
contigo; así de simple, quiero pasar la noche con vos y sentiste un
derrumbe en el pecho y lloraste como un niño, un niño tú, hombre
hecho y derecho, con treinta años encima, sollozando como una
jovencita indignada, y cerraste la puerta con llave y te pusiste a
escribir una carta, malograda al fin por la anticipación de una broma: la que harían tus amigos en Bogotá; ellos quizás habrían dicho,
tu eres un pendejo, de lo que te pierdes por dártelas de macho y
asunto concluido. Pero quizás no es tampoco el vecino del catorce,
es el administrador que viene de nuevo recogiendo firmas. Cuántas
habrás impreso en esos formularios de denuncia, cuántos memorandos y protestas, y tú siempre si, si, la manera más fácil de salir
del paso. Tampoco; tal vez el portero. Seguramente para pedirte el
televisor prestado; un partido de fútbol o de baloncesto o alguna
presentación por el canal estatal; ya conoces todos sus pretextos.
Solo te mueve el deseo de no perder el apartamento; prefieres la
cesión de alguna de tus prerrogativas, el deterioro de tu intimidad,
con tal de conservar tu bunker. Pero quizás nadie se acerca, escuchas los pasos de la nostalgia y te sientes solo...
Por ahora simplemente esperas entrar a tiempo para ver a la
chica. Cierras las puertas del montacargas y escuchas el ruido del
motor...
Es la detonación de la noche. Aunque la luz se agota,
ella, la chica de los patios, sigue reflejando su espectro
en el espejo, reflector de movimientos incorpóreos. Se
levanta, alza sus brazos, da la espalda y se devuelve.
Afuera, en la real oscuridad, ella no existe, es un fenómeno incierto, incapaz de conmover las percepciones.
Adentro, en la luna del armario, se incrusta, permanece,
otorga por un instante el trozo de su ser arraigado a
los deseos. Solo unos ojos anhelantes pueden apreciar
su pausada inmovilidad, gracias a la explosión de los
axiomas. Ahora se borra, desaparece por momentos
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Jaime Alejandro Rodríguez
Jornada del hombre extraño
y luego vuelve a deslumbrar. Así, intermitentemente y
prodigiosa, se interna con lentitud en los corredores
de la casa, manchando de luz el tapete de ladrillos.
Bajo el flujo de sus pasos luminosos, el armario cruje
y se desgarra.
Ya estás en el piso tercero, tu piso, tienes frente a ti las dos
puertas del ascensor detenido, vacilas: ¿salir?, ¿bajar?, ¿volver? Por
un instante eres otro y sientes miedo...
… Así que llegas de la calle, cansado y sudoroso, caminarás rápidamente por el corredor del tercer piso esquivando tus vecinos, penetrarás a tu apartamento y te encontrarás con un lugar
increíblemente saturado aún por la luz de un sol que se empeña
en alumbrar más allá de los límites de tu lógica, contemplarás tu
espacio agobiante, silencioso, incapaz de amortiguar del todo los
ecos de tu impaciencia, abrirás la ventana y sufrirás los embates de
un verano sofocante, te dirigirás a tu cuarto, enfocarás el espejo del
armario para gozar la única percepción complaciente que te queda,
la imagen de la chica de los patios; imagen devuelta por casualidad, la primera vez, en alguno de tus devaneos vespertinos ante el
espejo, a la que, sin embargo, jamás le indagaste su realidad, una
imagen que no sólo se hizo familiar e inefable en tus oficios solitarios, sino que adquirió una importancia de proporciones gigantescas
hasta replegarte a los dominios de un adicto. Advertirás que ella
está allí, intacta, imperecedera, dócil como un canario al que le han
dado su alpiste, joven escarabajo verde de tiernas alas, y luego, al
mirarte, volverás a descubrir que tu rostro no se refleja en el cristal
(como ayer, cuando tampoco el espejo quiso devolver tu reflejo y
te entregaste a la desolación); entonces, juzgarás por un momento
que ha llegado tu hora y, como en el cuento de Borges, sufrirás la
desesperación de Averroes; creerás, como él, que estás muriendo;
pensarás en salir y arrojarte —¡tras santiguarte, dirán después;— a
las mandíbulas del tren subterráneo para saberte bien muerto, pues
nunca has podido soportar la ambigüedad; pensarás en abandonarlo todo, o quizá te recluirás, triste, en algún rincón de la alcoba,
ajeno a las señas del tiempo circular y envolvente que te persigue y
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Ficción y olvido
a la voz del universo en tu ventana. En cualquier caso, no pasará mucho tiempo antes de que recapacites, vuelvas a mirar y la veas allí,
luminosa y delicada, te eches en la cama, acomodes como siempre
la almohada bajo la nuca para resistir la colisión de los recuerdos e
intentes hallar una solución al rompecabezas. No puedes, recuerdas,
defraudar a los tuyos, tú, hombre del trópico, inocente siervo de la
magia y el despelote, diáfano ser de cuatro estaciones en un día, y
te quedarás dormido al fin murmurando lo que tanto dice el paisa:
mañana será otro día...
De modo que, resignado a tu suerte, decides salir, abres las
dos puertas del ascensor y caminas hacia el apartamento…
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Jaime Alejandro Rodríguez
Eterna errancia
Eterna errancia
Apenas si en su memoria sacudida por golpes espantosos
quedan tres o cuatro imágenes de la totalidad que
alcanzó a ser...
¿Por qué tanta aglomeración en la que no sé distinguir la
verdad del recuerdo, los nombres de las presencias?
Tal vez, si te quedaras un poco más, escucharías sus rezos y sus
lágrimas y también el asma terrible de sus sueños. Pero no lo haces
Ivón, ya no puedes hacerlo, pequeña; estás condenada a recorrer
pasillos, a desandar tus pasos, a revisar infinitamente lo ocurrido.
A veces, sentada allí, bajo la gruta que forma el envés de la
escalera en su quiebre, la ves pasar —Karina, cuerpo, cabello, instante certero— hacía las habitaciones del segundo piso; y, tras ella,
ves a Marcela, resignada, como un Sísifo, a cuidar la abuela enferma.
Las imágenes son quizás menos coloridas ahora, pero ahí están, vivas aún, como si el tiempo las hubiera atrapado en su infinitud y se
complaciera con rociarles gotas de olvido en las mañanas. A veces lo
haces. Ivón, te atormentas recordando el día interrumpido...
En realidad, Karina era una presencia tan familiar para ti que
tal vez por eso aquella tarde, aquella primera tarde, no te sorprendiste al verla en tu cama, dócil e indefensa como un niño, impregnada de una materia que no era simplemente la de tus sueños; así
habías imaginado que debía ser el ingreso de Karina a la realidad,
su nacimiento... Corriste a revelarle el prodigio a Marcela, pero
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Ficción y olvido
resolviste callar por temor a que la abuela —esa presencia ubicua,
maligna, pesada— se enterase y alejara de ti la perfecta oportunidad de tener una amiga (al fin una amiga, dijiste, eso dijiste), o una
compañera en aquella (esta) casa fría y triste donde vivías desde la
muerte de tus padres. Ivón, pequeña, estabas feliz, eso recuerdas,
estabas feliz. Así que entraste al cuarto y te quedaste junto a ella,
decididamente dichosa. Una imagen nítida y fresca que ahora se
estrella, violenta, contra el arrecife de tu pecho: cerraste la puerta
con cuidado, arrimaste la silla del escritorio a la cabecera de la
cama, te sentaste para observarla sin molestias, varias veces acariciaste sus cabellos lacios y besaste su rostro; arreglaste las cobijas
para proteger su cuerpo de los helajes del invierno y velaste su
sueño, absorta, hasta cuando escuchaste el llamado ronco desde
el comedor de la planta baja.
Sabías cuánto molestaban a la abuela los pretextos que tú
inventabas para retrasar la cena; aún así, te quedaste un poco más
en la alcoba —indecisa, vacilante— porque tuviste miedo de que,
al despertar, Karina, asustada por la extraña condición de su nuevo
elemento, huyera de la pieza. Pero no te atreviste tampoco a convocarla. Bajaste por fin las escaleras y desde el rellano escuchaste
ese “apúrese Ivón mija, cuánta demora” de siempre y pudiste imaginar también el involuntario borbotón de espumajo blanco con
que la abuela contenía sus regaños más terribles. No te sorprendió
el gesto de amargura de la anciana, pero advertiste, en cambio,
una especie de temor, alguna preocupación, oculta e incomprensible, atravesando el rostro de Marcela; y te inquietaste, además,
por la inhabitual negativa de tu hermana de responder a tus miradas. Tuviste que cenar —lo recuerdas tan bien— atragantada por
esa sensación de culpa o de daño que te invadía cada vez que ellas,
pero especialmente Marcela, restringía su trato hacia ti y se tornaban taciturnas y sombrías como entonces; misterios de adulto.
Estabas retirando la loza del comedor, dispuesta a cumplir
con tu oficio designado, y Marcela (aún la ves hacer lo mismo sin
pronunciar palabra, consolada en un porvenir sin esperanzas) ya
levantaba a la abuela de su silla de ruedas para llevarla hasta su
pieza, cuando escuchaste un leve chirriar desde la puerta de tu
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Jaime Alejandro Rodríguez
Eterna errancia
alcoba. Alarmada, miraste a Marcela y sentiste, por primera vez
gotas de sudor bajo tus axilas, como la punzada de un cuchillo; casi
sueltas la bandeja, pero te sosegó la marcha indiferente de tu hermana y supiste (como imaginar lo contrario) que no lo había oído,
ni ella ni mucho menos la vieja. Lavaste los platos sin la parcimonia
sedante de otros días y te dirigiste, primero a la habitación, luego
al baño y a los pasillos, pero no pudiste hallar a Karina por ningún
lado. Desconcertada, irrumpiste en el cuarto de Marcela con la intención de descubrirle el secreto, pero ella se demoró atendiendo
sus deberes, así que volviste a tu pieza, tranquilizaste tu ánimo ante
el pequeño altar y esperaste el sueño, cierva acorralada.
No es fácil aceptar que todo aquello estaba cargado ya de
tanta irrealidad. Es cierto que ahora la memoria de los hechos es
confusa y a menudo absurda, pues sólo han quedado impresionados
los momentos especiales y lo demás flota ininteligible, también es
cierto que esas tres o cuatro imágenes claras que aún conserva tu
memoria de lo sucedido en casa, no necesariamente son las más
importantes; hay destellos, voces que de pronto escuchas, como si
quisieran acompañar tu soledad, percepciones que te llenan de emoción dudosa, como relámpagos de luz que se esfuman al instante.
Así que también es difícil juzgar el grado de verdad (si el problema
es ése, la verdad, la demostración de unos hechos que han perdido
su ubicación y absoluto en el tiempo) que hay en tus recuerdos.
En efecto, Karina había encarnado; y fue sorprendente la
manera como se adaptó no sólo a la estrecha realidad de la vieja
casa —donde no habría podido moverse más que la abuela— sino
también a la de una vida normal y corriente. Al comienzo, recién
llegada del sueño (de ese sueño sagrado y reparador al regreso
del colegio), Karina permanecía en la alcoba y conversaba contigo,
ansiosa, brillante, con el apetito de quien desea conocerlo todo
de un solo bocado. Charla que se prolongaba hasta la misma hora
inalterable de la cena. Pero muy pronto (demasiado pronto, pero
¿cómo precisar entonces el tiempo, atrapada como estabas en sus
dimensiones?), Karina empezó a zafarse del control de tus sueños
y ya no era extraño que te acompañase al colegio, o que caminase
contigo el regreso a casa: su presencia reemplazó tus amarguras.
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Ficción y olvido
¿Todo ocurrió tan rápido? ¿No es posible, más bien, que tu
reciente perspectiva haya otorgado esa impresión de celeridad a
tus recuerdos? Quizás tu memoria recorta pedazos insignificantes y
ahora, precisamente ahora, que han tomado tu mente, esas imágenes se desencadenan sin ninguna lógica pero con la nitidez del último chispazo. Todo ocurrió muy rápido; puedes pensar eso si así te
consuelas. Recuerdas la voz de Marcela: “Ivón pequeña, debemos
prepararnos para lo peor, creo que la abuela está muy grave” el día
que preguntaste por su ausencia intempestiva en el comedor. Si
escucharas con la atención del comienzo, con la desesperación de
los primeros días, oirías las plegarias de Marcela y tal vez comprenderías mejor su desdicha. Cierto es que entonces, como ahora, te
invadía una compasión insoportable, no tanto por el destino de
una vida como la suya, ya decidida, sino por la terrible y siempre
latente posibilidad de reconocer en ella el sacrificio resignado que
te favorecía.
No estabas, en todo caso, preparada para semejantes reflexiones: Karina colmaba toda tu atención y poco te importó la
suerte de las dos mujeres. En realidad te aventuraste con ella a las
calles, solo para evadir esa atmósfera funesta que se apoderó de
toda la casa cuando la abuela se enfermó sin ningún preaviso.
Karina aprendió también a tomarse libertades. Ahora iba y
venía de tus sueños en forma caprichosa. Ya no se limitaba a esperarte en la alcoba. A veces la veías deambular por las calles muy
segura de sí. Le gustaba jugar a las escondidas en los cuartos y
recovecos de la casa. Comenzó también a hacerte bromas. Son
cosas que has querido olvidar y por eso no sabes si antes o después, cómo vino una tras otra. El día que se presentó en casa, por
ejemplo, pidiendo hospedaje como cualquier pasajero, creíste que
había llegado al colmo. Pero, más osada aún, se atrevió a visitar la
abuela, sólo para probarte que también la anciana podía apreciarla.
—No lo hagas, por favor, no; — ¿por qué no? No seas tonta, Ivón,
ella no se dará cuenta, ¿no me has dicho acaso que es casi una ciega?; Sí claro, casi una ciega... como tú ahora, Ivón, casi ciega. ¿Es
eso lo que has creído? ¿Son tus ojos o son las imágenes?... Cómo
saberlo en estas dimensiones divergentes que ni siquiera incluyen
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Jaime Alejandro Rodríguez
Eterna errancia
la división del día y de la noche. ¿Recuerdas? Claro que sí, Ivón,
claro que si lo recuerdas. Durante el día Karina se hacía inmanejable; mientras en el colegio tú sufrías por su suerte, ella cometía sus
actos temerarios, cada vez más hambrienta de realidad; pero las
noches seguían teniendo ese mismo sabor ordinario del retorno.
Después de las cenas, Marcela (¿no te molesta pronunciar
su nombre?, ¿no sientes una especie de cosquilleo en tu garganta
cuando piensas en ella?, ¿no crees que su vida ha sido otra forma
de morir?) se quedaba en la primera planta con la abuela. Karina
te acosaba, anhelante por saltar de nuevo al sueño, pues aún necesitaba de esa energía que da para vivir el ser soñado; pero tú
tardabas en dormirte (algunas veces viste a Karina desconcertada,
impotente, rabiosa, porque tú no le dabas gusto, Karina, Karina,
...), pues te complacía esperar el ascenso penoso de Marcela y escuchar sus pasos, su lento desvestirse; te imaginabas su desnudez
madura y su cansancio; oías su voz al rezar las oraciones y, con el
susurro final, a la entrada de tus sueños, te dormías por fin; imagen
de sus ojos bellos pegada a tu inconsciencia.
Sólo que un día Marcela abrió el cuarto todavía disponible
del segundo piso y lo preparó para trasladar allí a la abuela. No
supiste nunca por qué ella aplazó después por tanto tiempo el traslado de las cosas. Tal vez la abuela se mejoraba por épocas o quizá
se resistía (sí, mejor eso: se resistía) al cambio. No era raro que
entonces Karina no apareciera en todo el día; que ni siquiera soñaras con ella durante las noches. Y cuando quisiste (¿arrepentida?,
¿horrorizada?) averiguar por la real condición de la abuela, Marcela
no dejó que lo supieras: “No te preocupes por ella, piensa más
bien en arreglar lo tuyo, yo me encargo”, fueron sus únicas palabras. Caíste en el desconsuelo. También recuerdas que una noche
(es quizá la última memoria cristalina de los hechos) exhausta, te
tendiste en la cama a la llegada del colegio y dormiste profunda y
aliviada hasta la hora de la cena. Te despertó el llamado ronco de
la abuela, como en los viejos tiempos, y bajaste. Desde el descanso
oíste voces, te pareció también escuchar risas (tal vez, si te quedaras un poco más...). Al entrar, el espectáculo te paralizó: hallaste a
Karina sentada en el sitio de la mesa que generalmente tú ocupa-
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Ficción y olvido
bas; avanzaste temblando y escuchaste que ambas (la anciana y tu
hermana) la llamaban por el nombre que tú creías secreto; te sentaste sin ninguna explicación y contemplaste aquella cena extraña
(matizada como nunca por las sonrisas improbables de Marcela). La
abuela conversaba —alegre, fluida— con la advenediza, mientras
ella, con un cinismo que juzgaste confabulado, se congraciaba con
las dos mujeres y despreciaba, al igual que ellas, tu presencia...
Con todas tus fuerzas deseaste por primera vez la muerte.
Dicen que al morir, el mundo que hemos habitado se deshace y entramos en un espacio con dimensiones diferentes, o que
perdemos toda nuestra capacidad de percibir como hasta entonces y ganamos, en cambio, otras cualidades al principio incontrolables. También dicen que todo aquello que hemos conocido como
vida es apenas el segmento infinitesimal de un estado más amplio,
conformado por la suma de vidas parciales y diferentes, o que, tras
desmayos prolongados, podemos, a veces, sin darnos cuenta, retornar a la misma vida. Cualquiera de estas experiencias destruyen
la absoluta —pero solo aparente— seguridad de nuestra existencia. Dicen, por último, que vivir es otra forma de ir muriendo.
La imagen vaga de aquellos días, trota como un caballo desbocado en tu memoria.
Karina se instaló definitivamente en casa, justo en la alcoba
que Marcela había preparado para la abuela, mientras ella —recuperada milagrosamente— siguió viviendo en la planta baja. La
casa se colmó de un humor ajeno y repugnante a tus sentidos; una
especie de alegría violenta, de euforia loca, que las tres mujeres
derrochaban sin piedad.
Aunque siempre estaban listos los cuatro puestos en el comedor, aunque tu cuarto permanecía abierto y arreglado, aunque
la pensión del colegio era pagada puntualmente. a pesar de esa
normalidad aparente —que hacía aún más fastidiosa la situación—
tu papel en la casa se redujo a estar-al-lado-de-ellas.
Soportaste todo y te defendiste, pero la realidad te ganó
poco a poco. Dejaste de ir al colegio: fue el primer paso. Después
comenzaste a dormir a deshoras, cada vez más tiempo. Por último,
renunciaste a comer y no volviste a las cenas. Pasaste varios días
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Eterna errancia
encerrada en una habitación que ya nadie abría, que ya nadie aseaba, enferma, agonizante. Tu cuerpo se agotó y perdiste después
la voz (una voz que de todos modos ya no servía para nada, pues
nadie escuchaba tus gritos). La percepción de los sonidos fue tu último contacto con el mundo. Durante muchos días aún escuchaste
la marcha diaria de las horas: el arreglo de Karina en las mañanas,
sus despedida del colegio, las labores de Marcela, los regaños y
chocheras de la abuela; en las tardes, el tejido resignado de las
dos mujeres, las gotas de lluvia sobre el zinc del tejado, el regreso
de Karina, su siesta, su cambio de ropa, su descenso al comedor,
las charlas y las risas, los avatares de Marcela, los ronquidos de la
abuela (y, tal vez, si te quedaras...).
Pero también esa percepción se fue perdiendo y entonces,
cuando escuchaste el último sonido, descubriste otras sensaciones,
como si el mundo se hubiera quebrado en ese momento. Sensación
de algo que no son los colores pero hiere como la luz, de algo que
pudiendo ser olor es otra cosa, de algo que se abre sin ser tocado,
que se escucha sin ser oído. Algo que se agrupa, ahí, delante de ti,
como lo hacen los recuerdos, pero que no pertenece al tiempo.
Ahora estás en casa sin estar, habitando los intersticios del
olvido. Tal vez por eso, la gruta bajo la escalera —ese lugar oscuro,
indeseado, de clausura permanente— es tu mejor refugio. Ivón,
pequeña, quizás por eso (sí, debe ser eso) ni Karina, ni Marcela se
atreven jamás a abrir esa puerta.
Debe ser por eso, querida que, a veces, cuando nadie la
escucha, mientras las otras rezan o lloran o se asfixian en sus sueños (tal vez, si tú...). La abuela se arrastra desde la alcoba hasta la
gruta... y te acompaña.
Jaime Alejandro Rodríguez
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SEGUNDA PARTE
Rizomas
Ficción y olvido
Moscas
Habría podido salvarse
Tal vez, si Lucas no le hubiera puesto atención a ese sentimiento incómodo que lo acosaba desde hacía varias semanas —y
que había convertido sus noches recientes en un infierno en el que
se alternaban sin compasión el tiempo de las pesadillas con el del
insomnio—, si hubiera soportado un poco más, si no hubiera caído
en la trampa de creer que su vida había perdido sentido, los acontecimientos habrían tomado un rumbo distinto. Pero no fue así...
El primer episodio de la serie fatídica ocurrió sólo unos días
antes de recibir la noticia que lo trastornaría irreparablemente. Esa
tarde, con el espíritu destrozado por una fatigante jornada de trabajo, caminaba hacia su apartamento, resuelto a tenderse sobre la
cama y a no despegar el ojo hasta la mañana siguiente. Pero a unos
cuantos metros de la entrada fue testigo de una extraña escena y
ya no pudo controlar ese ritmo loco de su sangre que siempre lo
llevaba a cometer disparates. Dos hombres vestidos de negro y
armados con metralletas, golpeaban a un indigente. El mendigo
trataba de zafarse del acoso, daba patadas y vociferaba, pero no
conseguía más que aporrearse. Y, de pronto, el hombre empezó a
gritar algo que dejó a Lucas estupefacto: «¡déjenla tranquila, no se
la lleven, déjenla por favor!». Lucas reparó entonces en una niña
que lloraba desconsolada —acurrucada, a un lado de la acera—,
mientras presenciaba con espanto el grotesco episodio. En ese
momento, explotó.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Moscas
Obviamente, sus esfuerzos fueron infructuosos: no sólo recibió varios golpes, uno en la ceja izquierda, de donde brotó en
seguida un hilito de sangre —que primero le cubrió toda la mejilla
y luego se apozó en el hueco de su hombro—, y otro en las ingles que lo hizo rebotar hasta el borde de la acera —desde donde
tuvo que volar al otro lado para evitar el culatazo que se le venía
encima—, sino que al final del zafarrancho, terminó dentro de un
automóvil policial, junto con el mendigo y la niña.
En la inspección, después de la consabida reseña y a pesar
de haber sido ubicados juntos en un mismo calabozo, frío y sucio,
Lucas tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el indigente accediera a hablar con él. Fue así como se enteró, no sólo de que la
niña no era hija suya, sino de que ahora él podía ser el cómplice de
un secuestro.
Aún acongojado por la derrota, Lucas recibió al otro día, muy
temprano, la visita de Raquel, su esposa, y de Sebastián, su hijo de
siete años. Raquel había pagado la fianza, pero estaba furiosa, de
modo que no tardó en venir la cantaleta:
—¿Qué es lo que te pasa Lucas? Tú no aprendes —le reprochaba, mientras, frenética, conducía el auto hacia el apartamento—; la verdad es que nos tienes cansados, ya no soportamos tus
locuras, tenemos siempre que sacarte de los líos más estúpidos.
¡Quién lo iba a creer! De pelea con la policía, con el rabo de paja
que tienes y claro, somos nosotros los que aguantamos toda la
humillación...
—Ya cállate —lanzó al fin Lucas, tras la violenta embestida
de Raquel. Odio cuando hablas en plural porque es como si quisieras meter en esto a Sebastián. Él no tiene nada que ver y tú no
tienes por qué obligarlo a ponerse en mi contra.
—Claro que tiene que ver. Te comprometiste conmigo a que
serías un buen padre y mira lo que haces
—Prefiero que Sebastián sepa cómo soy yo. Por lo menos en
eso soy honesto. Algún día él entenderá por qué lo hago.
—¿Sí?, ¿eso es lo que tú crees? Pues estás equivocado; yo
no quiero que el niño sea testigo de más estupideces.
Jaime Alejandro Rodríguez
87
Ficción y olvido
—¿Y qué quieres que yo haga?
—Creo que está muy claro, ¿o no?
—Ya entiendo. Listo: hoy mismo me largo —anunció Lucas y
se apeó del auto, aprovechando el frenazo que aplicó Raquel para
no pasarse un alto.
—¡Pues ojalá esta vez cumplas! —Alcanzó a gritar Raquel,
antes de cerrar la puerta del auto con violencia.
Desde esa misma noche, Lucas se instaló en un hotel, cercano a su sitio de trabajo. No era un mal lugar, con agua caliente
y baño privado, pero para llegar había que pasar por varias callejuelas de mala muerte, de modo que el abatimiento comenzaba
a acorralarlo aún antes de llegar al cuarto, donde finalmente se
rendía a la más penosa congoja. Abría la ventana y se ponía a
observar la única vista que tenía disponible: los patios inmundos
de los viejos edificios de apartamentos del sector y los arrumes de
basura acumulada en las esquinas. En realidad, el paisaje no podía ser más desolador: allende, las ratas se movían por todas partes y los indigentes se agrupaban alrededor de las inmundicias.
Inclusive fue testigo de varios atracos callejeros y de la proliferación de prostitutas y travestis que hacia las seis de la tarde salían
a asediar a los transeúntes, en manadas que pronto se esparcían
como una nube de langostas por toda la zona. Pero lo peor era
el olor a orines que se colaba desde todos lados e impregnaba
hasta las cobijas.
El miércoles en la noche, Lucas pensó incluso en llamar algunos amigos, pero los imaginó en sus casas, con sus hijos, cenando
en familia o de parranda o trabajando aún, así que desistió de su
idea. Intentó leer un libro, pero no logró concentrase, y casi enseguida lo dejó; prendió el televisor y al poco rato, repugnado por las
estupideces de los noticieros, lo apagó. Acarició entonces la idea
de pegarse un tiro, pero en realidad no había llegado aún a esos
límites macabros. Así que cerró el cajón del velador donde había
guardado el revólver, se recostó de cara al techo, siguió con la mirada los caminos marcados por la humedad y, finalmente, hastiado
de la puerca vida, se durmió.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Moscas
Quién sabe por qué razón, el amanecer de ese otro día le
trajo la esperanza de poder hacer algo para salir de la encrucijada:
se le metió en la cabeza que podía empezar a escribir una especie
de relato alrededor de su propia vida. Así que los dos días siguientes los dedicó a redactar lo que él mismo denominó “La obra de
Lucas”. Empezó por diseñar el recuento cronológico de sus días,
desde una infancia remota hasta sus más recientes actos, convencido de que tal balance poseía un carácter simbólico tan poderoso
que era no sólo una necesidad, sino ahora un deber, exponerlo a
sus lectores potenciales.
Allí, en el desvencijado escritorio de su cuarto, Lucas volvía
una y otra vez sobre los papeles que, estrujados por su mano impulsiva, a veces flotaban asustados como pequeñas motas o caían
lentamente en el piso, resignados a su suerte. Anotaba una idea,
luego la borraba, enseguida sacaba más papel de su portafolios,
abría la ventana, lo quemaba con el encendedor, luego apelotonaba alguna hoja y la echaba al sanitario. Tan embebido estuvo en
aquel par de días que las señoras que atendían su negocio llegaron
a temer lo peor. El viernes en la tarde, sin embargo, pasó por allí,
dio alguna explicación trivial, puso en orden las cosas, dejó claras
instrucciones y advirtió que su presencia en las siguientes semanas
sería más bien intermitente. Luego preguntó por Raquel y Sebastián, dejó un papel con la dirección y el teléfono del hotel y se
volvió para su cuarto.
Esa noche, tuvo una rara pesadilla. Soñó que salía del apartamento con su cámara de vídeo y daba vueltas alrededor de la manzana sin lograr alejarse más de una cuadra. Cuando trataba de cruzar una calle, algo enseguida se interponía para impedirle el paso:
monstruos gigantescos o policías fortachones o automóviles raudos
que no le daban tiempo o mujeres que le hacían terribles señas de
advertencia desde la otra acera, como si las pesadillas infantiles se
hubieran colado desde algún túnel imprevisto hasta su sueño de
adulto. Angustiado, después de varios intentos, no tuvo más remedio que sentarse sobre la verja del edificio a esperar alguna oportunidad. Entonces preparó la cámara y por inercia empezó a enfocar
a los transeúntes. Pero algo extraño empezó a suceder: ¡lo que veía
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
a través de la cámara no se parecía a lo que realmente enfocaba!
Las personas eran las mismas, pero los escenarios cambiaban. Así,
por ejemplo, vio un hombre joven de vestido entero que avanzaba desde la otra acera a paso lento, con la preocupación marcada
en su rostro, pero cuando lo tomó, apareció en la lente un hombre
mucho más viejo, con una barba rala, vestido como un pordiosero,
una botella de licor en una mano y en la otra un pequeño tarro de
monedas. Volvía una y otra vez de la realidad enfocada a la visión de
la cámara y siempre registraba dos historias distintas: vio una joven
mujer que corría para alcanzar un autobús, pero al observarla con
la cámara ya no era la muchacha de antes, sino una mujer gorda,
con el rostro pintorreado que le insinuaba ir a la cama. Vio un niño
de uniforme colegial que a través de la máquina se convertía en un
anciano panzón y calvo. Vio un muchacho de aspecto distraído y tímido que se transformaba poco después en un delincuente despiadado, y a una chica linda que años más tarde moría atropellada por
un automóvil. Se vio finalmente él mismo, convertido por efecto de
su máquina de visión, en un asesino; vio su vida avanzar en algunos
pocos segundos y ya no pudo soportar más.
Despertó ensopado en sudor, aferrado a las cobijas, con un
grito atravesado entre el pecho y la garganta y temblando de físico
miedo. El reloj marcaba apenas las cuatro de la mañana, pero ya
no pudo dormir más. Se levantó y abrió la ventana del cuarto. Una
pareja hacía el amor contra un poste, algunos ladronzuelos repartían
el botín en una esquina y, a lo lejos, la ciudad tiritaba envuelta en el
vaho que descendía de los cerros. De pronto, un silencio profundo
anegó el ambiente. Era el silencio que siempre presagiaba algo terrible. Enseguida se escucharon ráfagas de metralla en la calle y automóviles que invadían las calles, y un alud de luces ofendió con su
furia intermitente la tibia neblina de la madrugada. Por puro instinto,
Lucas se apartó de la ventana y volvió a la cama, donde permaneció
recostado, tapándose los oídos hasta que pasó todo el alboroto.
Cuando al fin se levantó, su padre lo esperaba impaciente
en el vano de la puerta. Debía salir pronto para el colegio —eso
entendió—, de modo que se duchó muy rápido y se vistió con la
máxima celeridad de la que era capaz. Tomó, sin embargo, algo más
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Jaime Alejandro Rodríguez
Moscas
de tiempo para arreglar su cabello de manera que la línea que partía
su peinado quedara perfecta. Para Lucas, ese aderezo era una condición indispensable si quería salir al mundo con el mínimo de seguridad que requería una misión tan tenaz como emocionante. Así que
no tardó en escuchar de nuevo la insistente voz de su padre:
—Luis Carlos: baja ya a desayunar, estamos tarde.
—Voy, voy, papá —contestó Lucas, dejando la peinilla sobre
el lavamanos; se dio un último vistazo en el espejo y corrió escaleras abajo hasta la mesa del comedor, donde ya sus dos hermanos
tomaban el café.
Algo realmente importante sucedería ese día en la vida de
Lucas, pero él apenas le había puesto bolas a ese sentimiento incómodo que lo acosaba desde hacía varias semanas, que lo ponía a
sudar como un demonio en las noches y que no lo dejaba en paz a
ninguna hora; de tal manera que lo que habría podido evitarse con
alguna simple actitud —como saludar a su hermano mayor en la
mesa o hacerle alguna pregunta tonta que lo hiciera sonreír— sucedió de todas maneras, y él nunca se lo perdonó. En realidad tardaría todavía muchos años en reconocer la conexión entre esa extraña
sensación que lo asaltaba sin ningún anuncio (siempre la misma:
un fastidio elemental por todas las rutinas, una asfixia inmanejable
hasta para dormir) y la tragedia que llegaba poco después.
Lucas pasó aquél día en el colegio de la manera más normal.
Además de cierta distracción en clases, que le hizo merecedor de
algunas llamadas de atención, y de un cero en geografía, el día transcurrió sin mayores alteraciones. Sólo dos cosas para reseñar: el altercado que tuvo con un amigo de otro curso, con el que solía jugar a
la hora del recreo —y que aquella vez, para sacarlo de casillas, había
procurado inútilmente desbaratar su peinado. La otra, la más importante, fue que, durante la hora de estudio en la biblioteca, logró,
por fin, después de semanas de haberlo intentado, robar la hermosa
lámina de la catedral de Notre Dame de la enciclopedia de arte.
Fue por eso que ese día entró como una tromba a su casa
cuando llegó del colegio, fue por eso que no saludó a su madre
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
ni a su hermanita: había decidido que su hermano Beto sería el
primero en apreciar el trofeo. Con la lámina de Notre Dame en la
mano, Lucas siguió de largo hacia su cuarto, imaginó la manera
como le daría a conocer la gran noticia, se detuvo un momento
ante la puerta y entonces lo percibió: era el silencio que presagiaba
la tragedia...
El grito aterrador de Lucas se escuchó en toda la casa; un
grito que ya nadie olvidaría. Al entrar, había visto a Beto —su hermano, su mejor amigo, el confidente de sus ilusiones— colgado
del cable de la persiana, con aquella expresión tan horrenda en sus
ojos que tanto lo acosaría después, y esa imposible piel amoratada
que se había tomado su cuerpo, y esa lengua asquerosa que se
burlaba de su sorpresa...
Golpearon con fuerza en la puerta del cuarto y Lucas se levantó asustado. Era el dueño del hotel:
—Llevo bastante tiempo llamando, señor, creí que le había
pasado algo.
—No, no, simplemente dormía —respondió Lucas, todavía
aturdido.
—¿Con semejante escándalo afuera? Pues sí que tiene usted
un sueño pesado —afirmó el hombre que hacía chirriar constantemente su dentadura postiza—. Mire, abajo lo están esperando
unos policías. Si es por algo de lo de esta noche, mejor es que vaya
alistando sus cosas porque yo no quiero problemas ¿okey? —le
advirtió el hombre y cerró la puerta.
Lucas se vistió sin bañarse y bajó enseguida. En la pequeña
recepción del hotel, lo esperaban dos hombres. Uno de ellos, el
más alto, se presentó:
—Buenos días. Soy el Teniente Mauricio González del G-2
—informó el hombre a la vez que mostraba una credencial—. ¿Es
usted Luis Carlos Orozco?
—Sí, ése soy yo —respondió Lucas—. ¿Algún problema, teniente?
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Jaime Alejandro Rodríguez
Moscas
Tras un momento de indecisión, pero sin más preámbulos, el
hombre entonces le anunció:
—Lamento informarle que su esposa y su hijo perecieron
anoche en un accidente de tránsito, al norte de la ciudad.
—¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! ¡¿Qué dice usted?! —preguntó alarmado Lucas.
—Lo siento mucho... —respondió el oficial, tratando de contener con sus dos manos los gestos de horror de Lucas.
—¡No puede ser cierto! ¡Está usted equivocado! —insistía
Lucas, cada vez más congestionado.
—Eso quisiéramos, se lo aseguro —atinó a contestar el teniente—, pero encontramos su dirección en los documentos de la
víctima y las indagaciones preliminares nos lo confirman: se trata de su esposa y de su hijo. Sin embargo, necesitamos que nos
acompañe a la morgue para el reconocimiento de los cadáveres.
Entonces, ante el desconcierto de todos, Lucas se tomó la
garganta con las manos y trató de hablar, pero sus palabras se ahogaron en gritos incoherentes que acompañaba con gestos de grandilocuencia.
De pronto, empezó a correr por toda la sala y a manotear,
como tratando de espantar alguna nube de moscas imaginarias
que hubiera explotado sobre su cuerpo. Aterrado, intentaba alejar
de sí el recuerdo del rostro angustiado de la pequeña en la acera,
la sonrisa sardónica de su hermano muerto, los ojos lastimeros de
Sebastián y las imágenes de la rara pesadilla de la noche anterior
que ahora lo cercaban de nuevo...
Habría podido salvarse, estoy seguro
Pero ya no se pudo recuperar, y ahora anda como un loco
más, por las calles, preguntando en su desvarío por su esposa y su
pequeño hijo. Y la gente se impresiona tanto con ese movimiento
brusco y compulsivo de sus brazos (con el que Lucas parece espantar unos insectos que nadie ve), que se aleja aterrorizada, desperdiciando así la oportunidad de escuchar su singular historia.
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
Entretela # 1:
Un instante de su piel
Su piel demasiado blanca, al comienzo cegó mis ojos. A través de aquella transparencia, cruzada por cordones azules, vi correr su sangre y vi fluir también, el pequeño río acanalado que contemplábamos desde el puente. «Quisiera quedarme en esta paz,
en esta paz...», dijo, y enmudeció enseguida. Pensé: «la vida no
es otra cosa que el deseo de estos instantes, ¿por qué, entonces,
no somos capaces de agarrarnos a uno de ellos hasta el final?» El
arroyuelo trajo en sus aguas un cuerpo extraño (¿un trapo, un perro
muerto?) y su piel emitió un sobresalto.
Me alejé unos pasos para dejarla sola. Su cabello rubio, esponjoso, lastimaba el gris de una tarde que moría de ganas por
llover. A unos metros, el infierno de las calles atentaba contra nuestra tierna tranquilidad y en la base del puente alcancé a detectar
la oscura presencia de una rata. Volví mis ojos hacia su cabeza y la
encontré coronada de mosquitos de invierno: miles de ellos la sobrevolaban. Un auto cruzó la calle y se internó en el garaje de uno
de los edificios del sector. Sus ojos lloraron silenciosos. Oí un gruñir
de llantas y luego un insulto. Su cabello dejó de ondular. Una gota
grande manchó el pavimento, sonó alguna alarma y, al tiempo, la
piel de sus mejillas se contrajo con violencia. Cuando los pitos de
los carros chillaron con más fuerza, vi varias ratas alrededor, royen-
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Jaime Alejandro Rodríguez
Entretela # 1: Un instante de su piel
do sus zapatos. El río nos mostró otra de sus víctimas (¿un trapo,
un perro muerto?), el cielo se desplomó y no se escuchó nada más
que el ruido de los truenos celestiales. Corrí a refugiarme y desde
la portería del edificio contemplé el deterioro final de su figura.
Pensé: «vendrá a escampar junto a mí», pero no lo hizo. De sus
pies brotó la sangre. En una sola masa se fundió el rojo, el café y el
negro y luego el dorado de sus cabellos. Grité: «corre, corre», pero
se quedó enganchada a su momento.
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
En diferido
Urgido por la necesidad de comprobar una vez más la artimaña, Oscar enciende la televisión. En realidad, nunca ha sido un
buen televidente. El aparato —que no hace mucho tiene en casa—
lo usa más para pasar los videos de estreno que alquila o los que
presta de la sección de artes de la biblioteca. Noticieros, casi nunca, y programación corriente jamás. Él prefiere las salidas al cine,
con todo su ritual, y quizás por eso agradece tanto que la vida haya
puesto en su camino a un hombre como Francisco, el guía perfecto, un sabio, tan buen conocedor como insuperable amante. Pero
no es a Francisco a quien espera Oscar. Es más, a él ha tenido que
mentirle para poder estar sólo esta tarde en el apartamento. Una
mentira piadosa —claro— que, después, cuando pueda contarle
toda la verdad, él sabrá perdonar. Oscar no recurre al engaño con
frecuencia —ni más faltaba, él, que siempre se ha sentido orgulloso
de su honestidad—, pero esta vez no ha tenido otra salida.
Sobre la mesa del comedor está el sobre. Oscar saca la carta
que contiene para volver a leerla. Pronto ha de entregarla a ése otro
hombre que en diez minutos —no sabe muy bien por qué— debe
llegar. Se ha prometido recibirlo con cordialidad, pero también sin
afecto. Espera escuchar lo que tiene que decir, espera entregarle el
sobre y, sobre todo, espera luego olvidarlo para siempre.
✸✸✸
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Jaime Alejandro Rodríguez
En diferido
Las imágenes están un poco borrosas y tal vez por eso la
escena no se distingue muy bien. Además, la persiana está apenas
entreabierta y el lente, afuera, sólo puede tomar el ámbito de la
sala a medias, cortado por las láminas de la celosía y opacado por
la escasa luz del interior. Pero se puede apreciar de bulto al hombre
que se encuentra adentro, custodiado por varios oficiales, sentado
en una silla y encadenado de pies y manos. Parece tranquilo. Se le
ve, eso sí, mucho más delgado que en las fotografías que los periódicos divulgaron en los últimos días casi hasta el desespero. Luce
también una barba a lo Trosky y unas pequeñas gafas de montura
metálica. Lleva puesta una camiseta blanca de mangas cortas y en
sus brazos, a lo lejos, se observan algunas manchas que podrían ser
huellas de su encadenamiento o simples tatuajes, no es muy claro.
El locutor advierte con orgullo que se han instalado nueve
cámaras en sitios estratégicos, las mismas que —asegura— se instalan para las transmisiones de los partidos de fútbol o de los festivales de la canción. Ahora lo levantan y empieza a caminar hacia
la salida. Otra cámara enfoca la puerta y un momento después se
puede ver por fin cuando el hombre sale, precedido por un policía
muy grande y calvo. El oficial anuncia algo que no logra escucharse
porque el griterío de los periodistas se superpone. Por un momento también las imágenes quedan sepultadas bajo el efecto de los
flashes numerosos. Si bien los periodistas no pueden acercarse al
cortejo, porque el cordón de seguridad se los impide, se estrujan
entre ellos y hasta intentan obtener a gritos declaraciones del hombre. Una toma entonces detalla el sistema de cadenas que enlaza
los pies a las manos. Todo muy técnico. El hombre va descalzo.
Mientras una cámara toma los pies en detalle, otra enfoca al hombre desde arriba y así se puede ver cuando cae de rodillas. Es difícil
saber si todo ha sido preparado de antemano o si la intuición de los
camarógrafos ha permitido captar ese efecto tan cinematográfico.
El locutor, por si las dudas, insiste en que se trata de una emisión
en vivo y en directo. De pronto se hace silencio y se escucha claramente la voz del hombre. Una cámara focaliza de cerca su rostro,
que se ve ahora un poco congestionado:
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
—Hoy gozan ustedes de la función, señores —anuncia sereno y, tras un breve corte, continúa—: pero mañana se horrorizarán
de lo que le viene a este país y ya no habrá tiempo para golpes de
pecho, se los aseguro.
El hombre se levanta, y con una naturalidad digna del mejor
actor, gira a su izquierda y enseña agresivamente sus esposas. La
cámara a la que se dirige entra en acción. Entonces vuelve a hablar:
—Han sido demasiados años de espera y el gobierno está
ansioso por hacer cumplir otras condenas. Quién sabe cuántos de
ustedes, que hoy miran inmunes el espectáculo, serán mañana las
víctimas inocentes, los chivos expiatorios que necesita la reacción
para concluir su programa de terror.
Gracias al efecto de la cámara, que ahora realiza un blow
up sobre el rostro del condenado, se logra apreciar con claridad
—se diría que con alivio— una piel arrugada y unos ojos más bien
amarillentos y secos que le dan a la cara del hombre el aspecto de
una triste fruta pasa.
Tal vez, lo hayas olvidado: el día aquél, ahora tan lejano,
en que descubriste lo que solías llamar mis inclinaciones... Tendría unos ocho años y todo era terriblemente
más difícil, como si yo viviera en otra dimensión, ajena
a las certezas de los otros. Llegué incluso a convencerme de que era en verdad un bicho raro, condenado a
soportar las extravagancias de los demás y a contradecir
los más íntimos dictámenes que mi corazón señalaba.
Hasta que descubrí que en realidad no era el único. Sí,
sé que no podrías soportar estas afirmaciones, pero es
verdad: había otros seres que sufrían lo mismo y andaban tan asustados como yo... Lo recuerdo, sí... Sucedió
una tarde en que los acompañé a ustedes, papá y
mamá siempre tan formales, donde una familia recién
llegada al barrio, a quien ustedes visitaban siguiendo
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Jaime Alejandro Rodríguez
En diferido
la costumbre de dar la bienvenida a los nuevos vecinos.
Mientras las señoras charlaban en la sala y los señores
encendían su pipa de la paz, fui enviado, como siempre, a jugar con el niño de la casa. Pese al recelo con
que había aprendido a comportarme en estos casos,
pronto advertí que ese niño era distinto: no sólo no me
acosó con sus impertinencias y sus vulgaridades, sino
que me acogió con una dulzura y con una naturalidad
que me resultaron sorprendentes. En la habitación, los
juguetes, el decorado y todo el ambiente invitaban a
desenvolverse de un modo espontáneo y en las palabras
y maneras del niño encontré ese modelo de ser que yo
soñaba tener para mi propia vida. Esa tarde maravillosa
—en la que por fin pude ser yo mismo, sin restricciones
o desconfianzas— culminó, sin embargo, convertida en
una pesadilla. Cuando terminó la visita —¿lo recuerdas?,
claro que lo recuerdas—, quisiste ir tú mismo por mí
hasta el cuarto; entonces nos encontraste jugando con
las muñecas, abrazados y hablando de ese modo que no
tolerabas. No pudiste resistir el choque, ¿te acuerdas?
Comenzaste a gritar cosas, me tomaste bruscamente
del brazo y me sacaste a golpes del cuarto, mientras
le reprochabas a los vecinos la alcahuetería con que
trataban a su hijo, su inmoralidad y su desfachatez;
incluso les aseguraste que los denunciarías para evitar
la amenaza que, para el barrio, constituía su presencia.
Y después vino lo peor: tus desafíos y mis prevenciones,
tus cantaletas y mis máscaras...
Su rostro parece temblar. Cierra los ojos. Avanza despacio, y
ahora la cámara que lo sigue desde atrás permite ver una puerta de
cristal de doble hoja y adentro el movimiento de algunas personas
que esperan el cortejo. Un policía abre la puerta, el hombre ingresa
a la sala. Las cámaras enfocan entonces el recinto exterior, donde
se encuentran las personas que presencian la ejecución. Se pueden
reconocer los rostros del Presidente y algunos de sus Ministros,
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
así como al Jefe de Policía y otros militares. Pero también están
los semblantes congestionados y llorosos de los familiares y amigos del hombre. El locutor anuncia con una inevitable emoción la
proximidad del momento. Las cámaras muestran el instante en que
colocan al condenado sobre un retablo y le ajustan unas correas.
Queda por completo amarrado y lo recuestan.
Pero casi al mismo tiempo descubrí que existía también la otra cara de la moneda: la depravación. A casa,
constantemente —óyelo bien, papá, óyelo bien—,
llegaban visitas, no tanto para saludar a los dueños,
sino para conocer al bicho raro. Bastaba que tuviesen
la oportunidad de estar unos instantes a solas conmigo
para que empezara a sufrir un acoso humillante, pues
todos se creían con derecho a tocarme o manosearme
sin preguntar si lo deseaba. Cuántos amigos tuyos,
óyelo bien, cuantos chicos, aparentemente íntegros, me
deseaban; cuántos hombres que conocían mi debilidad
se aprovechaban para satisfacer su propia abyección,
su propio vacío. Y qué me ibas a creer después que el
sutanito éste o aquél era en realidad un corrompido;
simples fantasías mías, simples delirios de marica. Así
aprendí que, paralelamente al camino recto que todo el
tiempo me inculcabas como única opción de conducta,
había otro —tortuoso, intermitente— que corría oculto
por entre los apetitos indecibles. Aprendí que podía
llegar a ser considerado como el más ansiado de todos
los manjares, pero también que esa condición indecente
con que tú pregonabas mi “rareza” me ponía en una
situación desfavorable. Aprendí que ante todo había que
afinar al máximo la percepción de las intenciones con
que la gente se me acercaba, aprendí a desenmascarar
a los otros. Siempre resultaba muy peligroso aceptar el
guiño o las palabras tiernas o las caricias amables como
mensajes de amor, de ese amor que yo tanto necesitaba
—de ese amor completamente ausente en el sendero
100
Jaime Alejandro Rodríguez
En diferido
de los rectos—. Resultaba muy fácil, pues, caer en el
engaño. Pero qué ibas tú a ser capaz de comprender
esas sutilezas que yo, en cambio, sufría cotidianamente.
Para ti, yo era simplemente un chico malogrado, un chico
con inclinaciones, un problema en tu vida, una injusticia,
un dolor no merecido...
Ahora las cámaras concentran su interés en la sala de la ejecución a donde han llevado al condenado. Un hombre gordo y
pequeño, que por su indumentaria parece ser el médico —y que
apenas levanta la mirada—, conversa con otro vestido de cura, alto
y muy flaco que no deja de frotar sus manos, tal vez por efecto del
frío que debe haber del otro lado o por cierto regodeo inconsciente. Lo demás está dispuesto. La sala está colmada de aparatos
sofisticados y el hombre está ahora a punto de ser conectado, una
pieza más, al circuito de la muerte. El reloj marca las dos cincuenta y
cinco. Todo está listo: el condenado ha cedido a toda resistencia, el
verdugo y su alcahuete están impacientes y los testigos sólo esperan la orden del juez, un hombre tenebroso, cuyo rostro permanece
oculto tras unas gafas inmensas. Sin embargo, habrá que esperar
los cinco minutos que restan para que todo ocurra oficialmente.
Qué orgulloso estabas de Armando y de Laura. Ellos
sí eran tus verdaderos hijos, los que respondían a tus
expectativas, los que crecieron admirando tu sabiduría
y tu valor, los que estudiaron eso que tú quisiste que
estudiaran, los que habían aprendido a caminar sin
tropiezos por el sendero que tú les habías predeterminado. Y sin embargo, pese a todo, Armando y Laura me
temían. En el fondo de sus almas temían mi presencia,
mis actitudes, mis expresiones, porque no sabían cómo
manejar mi franqueza. Sabían que yo podía decir toda la
verdad, que podía desenmascarar sin temor las farsas,
incluida la que ellos habían aceptado como parte de
sus vidas temerosas. Y me envidiaban, claro, no tanto
por mi condición, sino por la libertad que había logrado
Jaime Alejandro Rodríguez
101
Ficción y olvido
ganar, una libertad que me daba el derecho de odiarte,
de reprocharte en la cara tu injusto desprecio. Estabas
orgulloso de tus hijos y por eso fuiste tan feliz cuando
supiste que Armando había ingresado al Frente Nacionalista y lo animaste a continuar y le enseñaste cómo
usar las armas y lo empujaste para que se decidiera a ir
a los campamentos y luego casi te mueres de la pena
cuando te enteraste de su fallecimiento, una muerte que
no ocurrió en la acción —y por la que te habrías sentido
aún más orgulloso—, sino que fue decretada por el Comandante como castigo a su cobardía. Esa fue la pena
que sufriste, no otra, admítelo. Y entonces te fuiste y nos
dejaste solos. Lo que para mí no era ninguna novedad,
pero sí para Laura, quien terminó como tú sabes que
terminó la pobre. Y entonces empezaste a salir en la
televisión: el Comandante más osado, el que organizaba
los golpes más cinematográficos, más espectaculares, el
hombre que llegó a manejar toda la subversión urbana
en el país. Cómo no voy a recordar ahora el día que
apareciste en la tele, dando un reportaje en algún lugar
de la ciudad, anunciando tu intención de paz, tus deseos
de proclamar un partido político y los programas que
salvarían a este país, el mismo día que ordenabas poner
una bomba en un edificio público donde morirían tantas
personas, incluyendo niños e inocentes. Cómo no voy
a recordarlo, eras audaz y perverso y por eso no podías
soportar que alguien supiera de tu hijo marica y quisiste
mandarme lejos y llegaste a planear mi asesinato, no lo
niegues ahora, no lo hagas, por favor...
Unas manos enguantadas anudan un caucho en el brazo del
hombre y le limpian la piel que cubre la vena donde colocan una
gran aguja. Se aprecia con increíble nitidez cuando se introduce
en la carne y la vena se inflama. Luego una gasa ayuda a mantener
el émbolo, del que sale una pequeña manguera. La cámara hace
el recorrido hacia atrás por el conducto y de esa manera se puede
102
Jaime Alejandro Rodríguez
En diferido
reconocer todo el circuito. Otra cámara simultáneamente toma el
rostro del hombre, quien sigue ese mismo trayecto con sus ojos. El
reloj muestra tres minutos para las tres. Vuelven a parar el retablo y
desde el recinto exterior una cámara exhibe al hombre de frente y
de cuerpo entero. El cura se acerca al oído y enseguida el hombre
hace una afirmación con la cabeza. Entonces se le escucha, pero el
sonido de su voz suena distinto, tan distinto... tal vez el cristal de la
sala lo distorsiona... o tal vez ya no es el suyo:
—Ahora comprendo que no está bien matar —se oye ya sin
claridad—. No importa quien lo haga: ustedes, yo o su gobierno.
El rostro del hombre se desencaja. Los policías vuelven a colocar el retablo sobre la mesa y el condenado cierra los ojos, como
atormentado por la luz de la lámpara que desde el techo intensifica
su haz, dejando en el centro de la escena el cuerpo sobre la mesa.
Inexplicablemente, desapareciste por meses. Se habló
entonces de tu muerte. El perfil de tu presencia bajó a
los límites del olvido. Todo se hizo confuso para mí. No
supe nada en aquellos días, y aunque había deseado
tanto que murieras, no soportaba la incertidumbre.
Realicé con mamá algunas indagaciones (Laura, ya
lo sabes, se había malogrado. Aún hoy permanece
recluida en el sanatorio), pero tuvimos que resignarnos
con tu desaparición. Nadie habló más de ti en los noticieros o en los periódicos, hasta el día aquél en que
se anunció que el Parlamento había aprobado por fin
la pena de muerte para los terroristas y la policía habló
de tu captura y del proceso que se había montado para
que tú pagaras con la vida los múltiples asesinatos que
habías cometido. Entonces nos permitieron visitarte y
siempre te encontré allí, en tu celda, o en el locutorio al
que nos conducían a veces, más fuerte y más orgulloso
que nunca, más prepotente y más diabólico. Deseé
con mayor fuerza tu muerte, la deseé, hasta el punto
Jaime Alejandro Rodríguez
103
Ficción y olvido
de rogar que te condenaran. No sabes la alegría que
sentí cuando por fin los periódicos anunciaron el resultado del proceso: te ejecutarían. En las calles hubo
manifestaciones de alborozo y el gobierno se ganó los
puntos que buscaba para ascender en la popularidad
que había perdido. Por fin justicia, decían, y yo adhería
a la dicha colectiva, aún conociendo el complot que se
había armado frente a tu caso. Y esperé con ansia el
día en que por fin presenciara tu muerte. Pero no pude
hacerlo. Sabes lo mal espectador de la tele que soy...
Se ve un medidor del pulso cardiaco y también un panel de
control que ahora, cuando el reloj marca las tres en punto, se enciende. Tiene varias hileras. En la primera aparece la palabra Preparar, en
la segunda Comenzar y en la tercera Finalizar. Se alista el dispositivo.
El hombre sigue ahí, mirando ahora hacia el recinto exterior. Su cuerpo tiembla. Se enciende entonces la hilera Comenzar y el panel de
control acciona el kit de las jeringas para que un líquido descienda
por varios conductos que convergen al que llega al brazo del hombre. Se observa su recorrido lento por las mangueras. Las cámaras
enfocan el cuerpo. En las manos se aprecian los primeros efectos de
la droga. Hay un silencio absoluto en la sala. Los émbolos empiezan
a detenerse. El rostro del hombre se ve tranquilo, ya no tiembla. Los
efectos del liquido se extienden. El cuerpo está quieto. El aparato
que mide los pulsos cardiacos muestra todavía movimientos hasta
que al fin se detiene y empieza a chillar el pitito característico que
indica que el corazón se ha detenido. En la hilera de los émbolos se
enciende el botón de Finalizar. El médico se acerca e indica con un
gesto al juez, quien confirma la muerte y ordena cerrar las cortinas.
La ejecución se ha cumplido. Las cámaras enfocan los rostros de los
testigos. Unos se ven llorosos y descompuestos, otros están serios. La
gente empieza a abandonar las graderías y la transmisión en directo,
tal como lo anuncia el locutor, termina...
✸✸✸
104
Jaime Alejandro Rodríguez
En diferido
En el televisor suena el chisporroteo que confirma que la
cinta ha dejado de rodar y, casi al tiempo, se escucha el sonido del
timbre. Oscar se levanta. Apaga el aparato y luego abre la puerta.
En su rostro no se puede apreciar ninguna expresión que indique
su estado de ánimo.
El hombre que ha llegado a su apartamento luce limpio, elegante y bien afeitado. Es más bien maduro, aunque no se puede
afirmar que sea viejo, y lleva unas gafas de montura metálica. Por
indicación de Oscar, sigue directo a la sala y se sienta en el sofá.
Oscar se dirige entonces al pequeño bar que hay cerca al
comedor y prepara un trago. A poco, se acerca al recién llegado,
le ofrece el vaso con licor y le entrega el sobre. Entonces, sin mirar
al hombre, le dice:
—Acabo de ver el vídeo otra vez, papá: es un asco. Definitivamente es un buen montaje y creo que hasta ha sido tu mejor
actuación, pero es lo más cochino que has hecho en tu vida. Espero
no volver a verte jamás, ni siquiera en diferido. Acepté que vinieras
porque en realidad eres un hombre muerto
—No te preocupes, hijo —responde cabizbajo el hombre,
mientras recibe el trago y el sobre—, sólo vengo a despedirme y
a pedirte que me perdones, aunque al fin no lo hagas. En media
hora debo estar en el aeropuerto. Los del gobierno, tanto como tú,
desean verme muy lejos.
El hombre bebe el contenido del vaso de un solo trago y
enseguida se levanta, se dirige a la puerta y antes de pasar el umbral se da la vuelta. No se distingue bien, tal vez porque la escasa
luz del interior no deja ver la escena, pero se pueden apreciar con
claridad los surcos del rostro ajado del hombre y, por un momento,
Oscar siente que ese aspecto de triste fruta pasa ya no lo abandonará jamás.
Jaime Alejandro Rodríguez
105
Ficción y olvido
Entretela # 2:
Espejismo
Ha sido el límite más próximo al umbral de la alteridad al que
he podido llegar:
Por costumbre y también por necesidad, levanté los ojos
hacia el espejo retrovisor del autobús donde viajaba de regreso
a la ciudad. Entonces la vi: la imagen de su rostro joven y fresco
destrozó las intenciones de dormir con que había planeado aliviar
un poco el largo itinerario que me esperaba. La percepción de su
frente confirmó la belleza presentida en su primer perfil. Pero hubo
algo extraordinario: sus ojos descubrieron mi reflejo con una familiaridad que yo al comienzo me figuré equivocada. Intenté revolver
en mi mente para encontrar el indicio de algún recuerdo, pero no
conseguí otra cosa que el desconcierto.
Se inició una comunicación muda, pero feliz, basada apenas
en el sutil dominio del gesto. Lo dijimos todo en aquel corto idilio
luminoso. De alguna manera, el paisaje de la carretera, el aroma a
tierra caliente succionado por las ventanillas, el color del trópico
adormilado y las oleadas de perfume-sal con que aún el mar penetraba mi nostalgia y mi tristeza; todo eso, fertilizó la posibilidad de
nuestro amor; un amor intenso, pero ficticio, porque, cuando —al
fin— el sol ocultó sin piedad su mirada, el bus quedó en penumbras
106
Jaime Alejandro Rodríguez
Entretela # 2: Espejismo
y el espejo se transformó en un ojo ciego, ocioso y cruel. Pese a
todo, ninguno de los dos arriesgó la certeza del otro y la oscuridad
y el silencio de la noche acabaron por enterrar el espejismo.
Cuando desperté, decidido a buscarla, la niña ya no estaba
en su sitio: algún pueblito perdido de la ruta, durante la noche,
había reclamado su posesión.
Las horas que escoltaron después mi soledad provocaron la
amargura insoportable en un viaje que demoró mucho más que
lo esperado. Pero no era la tardanza lo que laceraba mi alma; en
realidad habría preferido no llegar.
Jaime Alejandro Rodríguez
107
Ficción y olvido
Sucedió en la oficina
del teniente
Cuando el teniente levantó la mirada de los documentos y las
fotografías que ella misma le había llevado desde temprano a la oficina —y que el oficial, en presencia suya, había estado examinando
con atención y en el más absoluto silencio desde hacía más de media hora—, Graciela sintió una punzada en la base del oído izquierdo
y escuchó enseguida ese singular sonido (como quien quiebra un
escarbadientes) que siempre le anunciaba tiempos aciagos.
—¿Y que tal estuvo la noche, sargento? —preguntó al fin el
teniente con toda su mordacidad, y agregó en seguida:— por lo
que veo bastante bien. Quién lo iba a creer del cabroncito: parece
un as en la cama, ¿o no?
—Pura envidia suya, mi teniente. Lo dice porque sabe que
jamás me acostaré con usted —respondió con furia Graciela y en
seguida se arrepintió de haberse dejado llevar por ese impulso incontrolable de su sangre que le hacía decir estupideces. Pero el
lúgubre y vulgar ambiente de la sala y la excitación de los últimos
acontecimientos habían destrozado sus nervios, así que no podía
esperarse cordura de ella; algo que el teniente sabía reconocer
muy bien y ahora aprovechaba con eficiencia.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Sucedió en la oficina del teniente
—No sea ilusa, monita —dijo, haciendo una mueca de desprecio con su boca, a sabiendas de haber ganado una jugada—,
lo que me preocupa es que usted se apegue demasiado a estos
tipejos pervertidos y ponga en peligro los planes.
—Si es por eso teniente —respondió Graciela—, despreocúpese, puede estar seguro de mi profesionalismo.
—De eso no cabe ninguna duda —afirmó con ironía el teniente, levantando una de las fotografías, ésa en la que Graciela
aparecía practicando sexo oral con su amante de turno—... ninguna duda...
—¿Puedo retirarme? —preguntó Graciela, con el ánimo de
cortar la pesada y absurda entrevista.
—Claro, retírese —respondió el oficial—, debe estar usted
muy cansada; retírese, vaya a su casa y dese una buena ducha, seguro la necesita. Ah —exclamó el teniente, antes de que Graciela
llegara a la puerta —; muchas gracias, lo digo sinceramente —y
tarareó alguna canción que ella no pudo reconocer.
Graciela cerró la puerta con demasiada fuerza, como queriendo clausurar la escena, pero aún así no pudo evitar escuchar la
repugnante risotada del teniente. Sintió de todos modos un alivio
al salir de esa sala que odiaba tanto, a la que tenía que acudir cada
vez que culminaba una misión, en la que siempre se sentía aturdida, acorralada, repetida y que se había convertido en algo así
como en la antecámara del infierno.
¿Tendría razón el teniente?
Subió al primer autobús que se detuvo en el paradero, se
sentó en una de las bancas desocupadas y dejó caer la cabeza contra la ventanilla. Era algo que solía hacer para mitigar las lesiones
que le dejaban las cadenas de la obligación y el sacrificio: jugar al
azar; dejarse llevar por lo imprevisible después del cálculo; caminar por arenas movedizas después de haber construido terraplenes
seguros. Alcanzó a sentir el alud de las lágrimas que ya la desbordaba, pero logró bloquearlo con un espasmo de su garganta; sólo
le quedó la sensación de un dolor atravesado. Sus manos cayeron
Jaime Alejandro Rodríguez
109
Ficción y olvido
sin fuerza sobre el bolso y en su rostro se dibujó involuntariamente
una mueca como de Pierrot que le marcó un aspecto sombrío... Y
cerró los ojos... Se vio a sí misma, calcada primero en las fotografías
de la misión; luego su recuerdo la llevó hasta la habitación de motel donde había estado tantas veces con su amante de turno, y ya
no pudo evitar el escalofrío. ¿Tendría esta vez razón el teniente o
simplemente estaba perdiendo su competencia? ¿Debía empezar
a aceptar lo que todos, incluso ella misma, sabían que algún día
pasaría? ¿Qué era lo que sucedía realmente con ella? A lo mejor
nada, una abundante ducha, un buen descanso y todo volvería a la
normalidad. Según lo convenido en su contrato, tendría veinte días
de asueto, tiempo suficiente para sanar heridas, tomar un nuevo
impulso y volver a esa reciedumbre que tanto admiraban sus compañeros de trabajo. Bueno, al menos eso era lo que ella creía que
los otros pensaban, a juzgar por sus palabras. Pero, ¿ella misma no
mentía a las otras para que no decayeran? ¿No inventaba fórmulas
de felicitación y apoyo, aunque nunca hubiera estado muy convencida del éxito de sus misiones o de su sentido o de su valor?...
...En el centro de la cama, siempre una sábana adicional,
como si el conserje supiera de antemano que la primera terminaría
sobre el suelo, húmeda, estrujada e inútil. En el techo y a los lados,
grandes espejos que multiplicaban el morboso placer de observar
sus propios cuerpos en acción. Lo demás igual: un pequeño baño,
eso sí con una tina de adecuado tamaño, una radio, cortinas pesadas, dos cómodas sillas y una pequeña mesa, y, al frente de la
cama, un televisor, que casi nunca utilizaron, pese a las claras instrucciones que Graciela tenía de mantenerlo encendido. Entraban a
la habitación tomados de la mano, como amantes adolescentes. Se
sentaban en la cama y sin mediar ningún protocolo se acariciaban
con violencia, sin palabras, intentando romper el miedo. Un par de
horas después salían de allí, un poco asustados, pero marcada en
sus rostros la apariencia de una felicidad conquistada. Cualquiera
los habría confundido con unos amantes dichosos...
De pronto, sintió vértigo: alguien se sentó a su lado, pero
ella no apartó la vista de la ventanilla. Era algo que le sucedía casi
siempre después de culminada la misión: se sentía perseguida,
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Jaime Alejandro Rodríguez
Sucedió en la oficina del teniente
sentía que sus más mínimos movimientos eran observados, que el
teniente montaba ahora la tramoya contra ella. Un día, quizás dos,
porque después la sensación desaparecía —o tal vez dejaban de
espiarla, quién sabe...
...Con esta última, Graciela había completado ya once misiones exitosas: todo un récord, si se tiene en cuenta que nunca fue
descubierta por sus amantes. Era la mejor, no cabía duda. Y no era
una tarea fácil: la conquista exigía todo el cálculo posible y luego
una impecable estrategia de acercamiento. Había que estudiar la
víctima al detalle, jugar con los más mínimos antecedentes de su
vida, minar sus resistencias. A veces, como en esta última ocasión,
había que asestar un golpe fuerte, aturdir al hombre y luego sí presentarse como si nada, como una tabla de salvación, pero siempre
luciendo el más transparente desinterés. Una mínima falla en el
programa, podría costarle la vida, así que no podía dejar nunca un
cabo suelto. Luego se requería exponer toda su capacidad histriónica, convertirse en la perfecta amante sin amor: no exigir nada,
pero entregar todo, no forzar los encuentros, pero precipitarlos, no
amar nunca, pero absorber al amante. Se requería tener a disposición muchas personalidades, muchos conocimientos, muchos pasados; reinventar cada vez una vida, contar con todas las coartadas
posibles. Para ello, la Agencia suministraba actores y escenarios
que en cuestión de días podían rodearla de una familia, de una
historia o de una fortuna, si era necesario. El resultado: la víctima
caía en la red sin ninguna conciencia del ardid. De otro lado, había
que estar dispuesta a conquistar desde un adolescente hasta un
octogenario; ella no era quien seleccionaba la víctima, sólo podía
jugar a tender las trampas, a minar el campo de batalla y luego entregar al hombre, completamente destrozado, fuera quien fuera. Y
lo hacía sin preguntar nada. Graciela era la mejor, sin duda.
Pero había una condición necesaria, inviolable: nunca enamorarse, nunca ceder a las trampas del corazón, actuar con toda
la cabeza fría posible y aparentar el amor más ardiente. Ella era
una experta, podía adaptarse a los ambientes más hostiles, había
logrado conquistar las víctimas más difíciles y las había entregado
sin ningún remordimiento. Eso era cierto. ¿Por qué entonces ahora
Jaime Alejandro Rodríguez
111
Ficción y olvido
se había sentido tan débil ante la inquisición del teniente? También
a eso debería haberse acostumbrado, hacía parte del juego. Pero
esta vez, su misión once había sufrido un desperfecto. En lo más
íntimo de su corazón, sentía que algo se había colado por un flanco
débil. No había sido el amor, sino, tal vez, una sutil manifestación
suya: la culpa. Sí, se había sentido culpable, eso era, y sobre todo
había sentido la inaplazable necesidad de pedir perdón...
Decidió bajarse del autobús. No conocía el barrio a dónde
había arribado. Ya llegaría el momento de orientarse. Por ahora
sólo necesitaba caminar despacio, como desmoronando sus tensiones. Paseó por algunas calles polvorientas, contempló las viejas
casas, el parque infantil y los pequeños almacenes; se dejó emocionar con el aroma del pasto recién cortado y luego se dispuso a
tomar un taxi hasta su casa.
Mientras lo esperaba, descubrió al frente una iglesia y resolvió entrar. Era una pequeña y modesta capilla, con unas pocas
bancadas, paredes blancas en las que colgaban algunas figuras de
santos y un suave aroma a incienso. Estaba vacía y silenciosa. Recorrió lentamente uno de los corredores laterales y fue a arrodillarse
frente al atrio. Era la oportunidad para pedir perdón, para sacar
ese sentimiento que la había avasallado después de las confusas
y extrañas relaciones con el amante de turno. Cruzó sus manos
en actitud de oración, metió la cabeza detrás de los brazos y lloró
como nunca lo había hecho. Esta vez, las lágrimas fluyeron sin ningún pudor y su rostro adquirió una luz singular.
Pero, ¿sería suficiente éste acto de contrición? Acaso, ¿el
amante de turno aliviaría su propio dolor con sólo enterase de su
arrepentimiento? ¿No tendría ella que pedirle perdón personalmente o soportar el mismo mal para que se hiciera justicia? ¿Por
qué acudir entonces a la abstracción impersonificada e inhumana
de esta figura de madera que tenía al frente y que nada podía hacer en realidad? ¿No era este un acto trivial e incluso cobarde?
Salió decidida de la iglesia. Era necesario evitar el dolor y el
mal que ahora causarían al amante de turno sus documentos y sus
fotografías y todas sus trampas. Aún más, había que evitar otros
posibles engaños y dolores, había que cortar el circuito, eliminar al
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Jaime Alejandro Rodríguez
Sucedió en la oficina del teniente
tramoyista, eso, romper la espiral diabólica en la que se encontraba, salvar algunas vidas del complot, eso era lo que debía hacer.
Tomó el taxi, se dirigió hacia las oficinas de la Agencia y en
veinte minutos estuvo allí. Al notar que el ascensor se demoraba, subió a pie los cinco pisos que la separaban de la oficina del teniente;
pasó sin anunciarse a la secretaria (quien apenas se extrañó de su
presencia) y estuvo parada frente a la puerta de la sala unos segundos antes de atreverse a entrar. Abrió el bolso y palpó el arma.
Entonces irrumpió en la sala, donde el teniente, desde hacía más de media hora, y en el más absoluto silencio, examinaba
las fotografías y los documentos que ella misma le había llevado
desde temprano a la oficina. Como siempre, Graciela soportó con
estoicismo las acostumbradas impertinencias del oficial, controlando ese impulso desbocado de su sangre que por lo general se
apoderaba de su ánimo siempre que culminaba una misión. Apretó
con fuerza el pequeño revólver de su bolso, se llevó una mano a su
oído izquierdo para aliviar ese dolor que ahora volvía a molestarla,
cerró los ojos y, por un momento, recordó el placer y la pasión
con que había hecho el amor al último amante, se imaginó con
asco al fotógrafo haciendo las tomas detrás de los grandes espejos
que tapizaban el cuarto del motel, sintió escurrir un escalofrío por
su cuerpo y levantó el arma. Mientras el teniente mostraba una
foto —ésa donde se veía a Graciela practicando sexo oral con su
amante de turno— y lanzaba su repugnante risotada, por su mente
flotaron, a una velocidad incalculable, las imágenes de los últimos
acontecimientos.
Afuera, todos escucharon con irremediable claridad la risa
del teniente y, enseguida, los cinco disparos que, uno tras otro, le
encajó Graciela en su cabeza.
La encontraron de rodillas, volcada sobre un reguero de
fotografías, chorreando sangre por su oído izquierdo y pidiendo
perdón a gritos a un hombre imaginario al que invocaba con insistencia...
Jaime Alejandro Rodríguez
113
Ficción y olvido
Entretela # 3:
Verano
Aunque extenuada por el calor y por una agotadora jornada
de trabajo, Gloria no violó la costumbre de redactar los sucesos del
día y se encaminó hacia el cuarto de estudio antes de acostarse.
Las frases insulsas fluyeron como las gotas de sudor sobre su frente. Tras concluir, quiso repasar la página, pero sintió de nuevo los
rigores del cansancio. Cerró el diario, dejó el escritorio y se dirigió
a la alcoba. Adentro, comprobó que la ventilación artificial no funcionaba. Optó por la apatía. Mecánicamente, colocó su peluca sobre el tocador; se desvistió con dificultad, padeciendo el despojamiento de cada prenda; se quitó las pestañas postizas y las guardó
en el estuche, lo mismo hizo con las uñas; echó las cajas de dientes
en el vaso con agua colocado sobre la mesa de noche, arrancó la
máscara que cubría su rostro, colgó la piel de su cuerpo en el gancho dispuesto en el envés de la puerta y luego decidió arroparse
apenas con la sábana, pues el ahogo era ya insoportable.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Sucedió en la oficina del teniente
Una utopía llamada Luisa
1.
Cómo olvidarlo. Semana santa del 70: viernes soleado, diez
de la mañana. Luisa había salido a esperarme a la plazoleta del
pueblo, según lo convenido, mientras yo viajaba en bus —ya con
retraso— desde la ciudad hacia el lugar de la cita, después de haberme peleado con todo el mundo en casa; armado apenas con un
morral de milico que había conseguido en el mercado de los hippies, vestido con un blue jean desteñido y estrecho, una camiseta
china muy delgada, sandalias suela-de-llanta, sin medias (claro) y
luciendo un cabello libre y suelto que —por fin aquel día— había franqueado la terrible barrera que le imponían mis orejas-dedumbo; y envuelto por la misma aura vital que dos horas antes, al
momento de comunicar a la familia, reunida en pleno, la tremenda
decisión de abandonar la casa, se había apoderado de mi cuerpo
en forma irremediable.
No cabía de la dicha en el bus-destino-usme: los ojos que
me miraban (o extrañados o rabiosos o asustados o cómplices) alimentaban mi confianza. Para mi suerte, la música que difundía la
radio a esa hora no podía ser más apropiada: el rocanrol sabrosito
que me transportaba tan fácilmente al paraíso, a esa especie de
edén entrevisto en las películas de Elvis o de James Dean donde
sólo hay muchachitas monas, flacas y medio putonas encargadas
de la dicha eterna.
Así habría de ser mi vida de ahora en adelante, así debía ser.
Lo único que me preocupaba era de qué manera habría de integrar-
Jaime Alejandro Rodríguez
115
Ficción y olvido
me a la banda si no tenía ni la más remota idea de hacer música.
Claro que para bailarla y gozarla no había quien me ganara, pero
hacerla era otra cosa. En todo caso, me habría sentido más tranquilo
si, según lo convenido, Luisa hubiera hablado ya con Lucas sobre la
posibilidad de colaborar en la composición de las letras, quizás con
algún poema mío de esos tan bonitos, tan románticos…
Ahora: no es que Luisa me haya plantado, según se supo
después, sino que se cansó de esperarme y se volvió para la casa,
justo unos minutos antes de que el bus destino-usme llegara a su
destino. De cualquier manera, no pasó mucho tiempo antes de que
me entrara el culillo y entonces ya no supe si quedarme allí (Like a
fool on the hill) esperando a alguien que tal vez ya no vendría, o regresar (Lucy vuelve a casa), pedir perdón y asunto concluido. Lerdo
como estaba, tardé bastante en tomar alguna decisión y, como en
toda historia de amor, cuando Luisa volvió al lugar de la cita ya no
me encontró, aunque no porque me hubiera devuelto o no hubiera
llegado, como pensó ella decepcionada al comienzo, sino porque
a esa hora estaba en la Alcaldía explicándole a un par de policías
corrompidos mi extraña presencia en la plazoleta.
Bueno, el asunto es que por fin nos reunimos en la noche,
allá mismo en el caserón de Usme, donde Lucas, Gustavo, Blanca,
Clara y Leo y una muchachita de pelo largo, liso y negro, de rostro
divino —y cuyo nombre sólo conocería después— esperaban impacientes el hervor de la aguapanela que habría de librarlos del frío
glacial que había invadido el lugar. Mientras tanto, bebieron ron y
gozaron con mis estornudos de primíparo: unos alaridos terribles
que lanzaba cada vez que intentaba tomarme un trago con esa
naturalidad con la que los otros parecían hacerlo.
2.
Llegó un momento, entre la media noche de aquel viernes y
el amanecer del sábado, en que me quedé inexplicablemente sólo
y comencé a errar por la casa como un zombi. Aunque no era mi
primera visita, sentí de pronto la necesidad de reconocer el lugar;
al fin y al cabo ése habría de ser mi habitat de ahí en adelante.
Quería encontrarme con Leo o con Lucas, ahora que me sentía tan
116
Jaime Alejandro Rodríguez
Una utopía llamada Luisa
bien, para conversar de música. Porque a mí, que quede claro, no
me gustaban esas baladitas de Enrique Guzmán o César Costa y
detestaba la sensiblería lloricona de Ádamo. Yo, que quede claro,
en cuestión de música, lo que amaba de veras era el rock duro, el
de Sargent Peper o el de los Rolling, el rock duro, el que ellos, la
banda de Lucas, se atrevían a tocar. Hasta conocía varias canciones
bien berracas, ya se sabe, letra fuerte y ritmo violento. Incluso había pasado el último fin de semana traduciendo las letras de Woodstock: Jimy Hendrix, Santana, Cream, Trafik y, por supuesto, los
rocanroleros de siempre: el viejoelvis, Chuck Berry, Bill Halley, música de verdad. Nada de Rafael o del club del clan, nada de eso.
Pero al parecer no había nadie. Arriba encontré los cuartos
vacíos. Siempre me habían llamado la atención esas habitaciones
desordenadas, llenas de cachivaches y artesanías, colchón en el
piso en lugar de cama, móviles figuras pendiendo del techo, cobijas regadas. Nada que ver con el cuartito ordenado que todas las
mañanas me arreglaba mamá. Pero lo que me fascinaba realmente
eran los afiches. Era como si los personajes que re-presentaban
estuvieran allí de verdad: el Che, Mao, Marilyn, Nicol, Cristo, Lumumba; como si en serio estuviese allí toda esa gente chévere.
Bajé las escaleras y salí al patio. De nuevo me entró el culillo. ¿En
realidad no había nadie? ¿Estarían metiendo droga dura? ¿Sería
mejor, abandonar todo esto? No. Estaba decidido: cualquier cosa
que ahora hiciese tenía que incluir a Luisa. No. Fin de las dudas. Y
un par de manos se posó sobre mis ojos y sin saber cómo ingresé
de nuevo a la casa llevado esta vez por ese ángel de pelo negro
que ahora ya tenía nombre: se llamaba Inés.
Sobre las baldosas heladas del garaje, al lado de Luisa y de
Blanca, sentí que un chorro de lava perforaba mi garganta: acababa de tragarme un vaso de ron de un solo sorbo pensando que era
aguapanela. Pero bien, todo estaba bien, sobre todo esa “escalera al cielo” que Lucas había tocado en su guitarra acústica y ese
“stream”, anuncio de rumba, que se había fajado Gustavo en la
batería. Todo estaba bien: las otras canciones que ya empezaban a
sonar, la voz de Clara y hasta el triángulo inaudible que tañía Inés
con inocencia suma. Todo estaba Bien. Blanca, Luisa y yo, con las
palmas, colaborábamos en la percusión.
Jaime Alejandro Rodríguez
117
Ficción y olvido
3.
Ese sábado, tras la rumba, todavía confundido, presencié un
amanecer saturado por la luz ondulante y tibia de mi propia desazón; y (mientras retornaba el rito diabólico de los pocillos de ron
que podían estar llenos de aguapanela o al contrario, y la pared
tapizada de afiches —que la noche anterior pareció cobrar vida
en medio del convite— volvía a lucir inmóvil, fantasmagórica) sentí
que la música suicida de Jim Morrison se deslizaba desde la grabadora hasta mi cerebro con el ritmo de la desolación.
Al medio día, una lluvia fina comenzó a manchar de gris todas las ventanas y el sueño se apoderó de la casa. Después de una
siesta más bien corta, desperté de pronto en mitad de una escena
dantesca: me rodeaban numerosos cuerpos regados sobre la fría
baldosa del garaje que soltaban espasmos como de agonía; una
pierna, cuyo origen nunca pude precisar, me impedía moverme y
el grito que quise expulsar, y que se me quedó atrapado entre el
pecho y la garganta, fue emitido por alguno de esos cadáveres con
la resonancia del terror. Pero todo estaba bien.
Todo había estado muy bien. Mis fibras se habían conmovido
sinceramente con ese chorro de música que había saltado desde
las guitarras: Jimi Hendrix, Janis, the Rolling, la Banda... Todo bien.
Había sentido la música por primera vez, incluso con dolor. Había
entendido que música es también golpe o color que rasguña la
piel; había comprendido el sentido cósmico de la voz de Jagger.
4.
La plaza de los vientos está situada en el cruce de las tres
calles principales del suburbio, cerca de la Alcaldía menor y frente
a la iglesia. A las diez de la mañana del domingo, podía sentirse
ya con toda su fuerza la razón del sobrenombre. A esa hora, cada
puesto de venta se encontraba firmemente enclavado, no sólo en
la glorieta, que era el sitio de más congestión, sino también en
la boca de las tres calles que llegaban hasta la plaza. Se iniciaba,
así, la actividad dominical en Usme; una mezcla de fiesta popular
y venta de baratillo. Tal vez las cosas ahora sean distintas, pero
entonces, la plaza de los vientos era una especie de ágora donde
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Jaime Alejandro Rodríguez
Una utopía llamada Luisa
tenía lugar toda clase de manifestaciones populares. Allí era dónde
la banda de Lucas hacía sus presentaciones de rock.
Una de las cosas que más me desconcertó, durante aquellos
días en el caserón, fue la manera como el comportamiento del grupo
variaba sin seguir ningún modelo. Por eso, tras aquella primera noche
medio loca del viernes y la pasividad casi total del día siguiente, en la
que nadie salió a la calle —ni siquiera para reponer el ron que tanta
falta hizo para curar el helaje de la segunda noche, violentamente
fría— me sorprendí tanto con la inusitada actividad del grupo. Muy
temprano, Inés se levantó, preparó la aguapanela, despertó a los demás como una madre bondadosa despierta a sus chiquillos. Luego,
con Clara, se dedicó a limpiar y afinar los instrumentos, mientras los
otros se vestían y ensayaban coros o hacían bromas muy animados.
A media mañana, por fin apareció Luisa en compañía de
Blanca y me explicó que el grupo daría un concierto en la plaza de
los vientos en la tarde. Para fortuna de todos, el Alcalde menor había sido compañero de estudios de Lucas y por eso había accedido
con gusto a contratar el grupo para una presentación semanal en
la plaza a manera de recreación. Por fortuna, no sólo tenían muy
buena acogida, sino que incluso actuaban en las fiestas particulares
de la gente del pueblo que así se había acostumbrado a ellos. Era
su manera de sobrevivir.
Aquel primer domingo, mientras escuchaba el nights in white
satin con que se abrió el concierto, mientras observaba a los muchachos del pueblo, emocionados y felices, mientras las manos de
Luisa aprisionaban mi pecho con ternura y mantenían el ritmo de mi
corazón dichosamente acorralado, mientras la música comenzaba a
fundirse con el viento y con el sol, yo no podía pensar en otra cosa
sino en la suerte de ser partícipe de la maravilla. Estaba allí, integrado a un grupo de aprendices del rock, en un suburbio perdido,
intentando vivir de una manera distinta, sin preguntarme mucho por
qué lo hacía, sin cuestionamientos ni temores, sencillamente feliz.
5.
Cómo olvidarlo, si ya me estaba acostumbrando al toquecito
diario, místico, pendejo, a esquivar el amor baboso de Gustavo,
Jaime Alejandro Rodríguez
119
Ficción y olvido
a soportar los berrinches de Dieguito (el misterioso hijo de Inés).
Pero llegó la catástrofe: fui esposado, pateado y encarcelado, tras
la trifulca con la que culminó el concierto del domingo siguiente.
Todo acabó a la media noche de ese día. ¡Qué desengaño! Para
entonces, ya había agarrado el ritmo del grupo, ya mis crisis estaban superadas. Incluso, a esa altura me había resignado a compartir con Blanca su amor por Luisa (que entre ellas no sólo era ese
amor entre primas, tan natural, sino un amor más atrevido, más,
por decirlo así, carnal) y, aunque algunas cosas todavía me incomodaban, había logrado amoldar mi espíritu a esa manera libre de
amar que el grupo practicaba.
Toda esa experiencia lanzada al carajo, toda la filosofía de la
paz y el amor, toda esa posibilidad de vivir diferente, el gran horizonte de la libertad sin límites, la tranquilidad interior del hippie que ya
estaba adquiriendo, la serenidad del yogui, la beatitud del budista
que estaba alcanzando, todo para la mierda: la música rock, el bajo
eléctrico —que ya empezaba a sonar tan bien bajo el influjo de mis
dedos—, mis composiciones y mis poemas para la mierda.
Es cierto: bastaron esos diez días para ganarme la fama de
drogadicto, autista y esquizofrénico, y si no es por mamá, me llevan
directo a un nosocomio, a curarme de la locura. Para evitarlo, tuve
que inscribirme en la Universidad y pedir perdón ante la familia,
reunida en pleno, que al final respiró tranquila porque su hijo pródigo había vuelto a casa, pero, sobre todo, porque habían logrado
desterrar a ese demonio que se hacía llamar Luisa y que por poco
arrastra a Federico a los infiernos.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Entretela # 4: Odisea con Mishima
Entretela # 4:
Odisea con Mishima
Sucedió así:
Acababa de pasar por una crisis emocional muy fuerte cuando, por asuntos de trabajo, tuve que viajar por aire. Ya acomodado
en el interior del avión, ajusté mi cinturón de seguridad, saqué el
libro que había comprado hacía unos días y me hundí en su lectura.
Nada más coincidente con mi estado de ánimo de entonces que
esa novela: El pabellón de oro de Mishima que, en un tono depresivo, narra la historia personal de Mizogguchi, un muchacho torpe y
tartamudo —a causa de un traumatismo psicológico—, afligido por
un complejo de inferioridad tan parecido al que yo sufría que en mi
alma empezó a resonar esa imagen del joven japonés arrodillado
en el monasterio de Rokuonji como si hubiese sido extraída de mi
propia memoria.
Tal vez por eso, ni siquiera me percaté del momento en que,
ya completo el cupo, el avión decoló y mucho menos del tipo de
personas que lo habían abordado. Afuera, la noche parecía haberse adelantado, el tiempo estaba terrible, los avisos de advertencia
no se apagaban y el avión se vio sacudido varias veces por los embates de un viento tormentoso que amenazaba constantemente la
estabilidad de la aeronave. En el salón, sin embargo, no se escuchaba ni un suspiro. Inmerso en la lectura, yo ni siquiera me inmutaba y los demás pasajeros, adiestrados en el arte de la inamovilidad,
Jaime Alejandro Rodríguez
121
Ficción y olvido
no emitieron ni un sonido, ni una señal de pánico por lo que, en
cualquier otra circunstancia, se habría asumido como una situación
de real emergencia.
Cuando los truenos se hicieron más frecuentes y la lluvia
empezó a rasguñar con furia el fuselaje del avión, yo estaba en
medio del Monasterio, acompañando a Tsurukawa y a Mizogguchi
en alguna sesión de enseñanza. A esa altura me encontraba absolutamente identificado con el terrible dolor del muchacho, quien
ya no podía amar y se sentía molesto por la perversa ironía de su
amigo Kashiwagi. Había comenzado ya a manifestar esa paranoia
enfermiza que lo llevaría a destruir su ídolo, en una desesperada
tentativa por zafarse de su paralizadora influencia, que le impedía
ser libre de verdad.
Así, en ese estado, imposible atender el llamado del piloto
a permanecer alerta (que tampoco los demás pasajeros parecían
considerar). Cualquiera que observase la escena habría creído que
en el avión no había pasajeros, sino muñecos, quizás maniquíes,
dispuestos para algún simulacro. Cuando el primer motor se incendió, yo estaba en realidad abismado en medio del templo que
ahora había empezado a arder por obra de Mizogguchi, de modo
que confundí las llamas que lamían la ventanilla con las danzantes
lenguas de fuego que empezaban a consumir el santuario, y el calor y el estremecimiento que empezaron a apoderarse de la nave
con el que sintió Mizogguchi tratando de huir, y hasta tosí como el
muchacho que ahora se lanzaba en una desatinada carrera...
Sólo entonces, alcé la vista, y vi a mi lado, casi sin sorpresa,
a Tsurukawa; miré hacia atrás y reconocí a Kashiwagi y más allá a
Mariko y a Yokobutu y al Prior: ¡todos estaban allí! En ese momento me asusté de veras, alcancé a pensar que la lectura me había
transportado hasta el lugar de los hechos, y entonces intenté pararme, pero el cinturón me haló de nuevo al asiento. Recobré así
la conciencia, aunque sólo por un instante, porque enseguida me
desmayé y no pude por eso ser testigo del forzoso aterrizaje que,
gracias a la pericia del piloto, se llevó a cabo, allí, en medio de una
trocha, cerca de la montaña, a pocos kilómetros del aeropuerto; ni
del rescate que se efectuó a los pocos minutos, con el cual pudo
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Jaime Alejandro Rodríguez
Entretela # 4: Odisea con Mishima
ponerse a salvo la misión japonesa que visitaba la zona, y que había
abordado, por pura coincidencia, el mismo avión que yo.
Desperté en el hospital, acompañado por mis hijos y por mi
mujer, quienes me contaron lo sucedido y también que el único enser que pudieron recuperar de mi equipaje fue el libro de Mishima,
del que, aún en mi inconsciencia, no quise desprenderme.
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
El sueño de rebeca
Las 3 de la tarde. Agoniza
Para Rebeca siempre había sido la hora más plácida: finalizaba entonces la programación de las telenovelas y en el ambiente de
la casa se instalaba un aliento especial que la convidaba al descanso. Antes de la siesta, sin embargo, tomaba su tejido y empezaba a
trabajar en él. Un rato después, con esa tranquilidad que le daba la
conciencia de la labor cumplida, sucumbía por fin al letargo.
Por la época en que Darío, su esposo, por razones de trabajo, tuvo que encargarse de una serie de labores que lo obligaban a
ausentarse de la ciudad —a veces por largas temporadas— empezó a soñar a la misma hora, con un hombre que, justo antes del reposo, se asomaba desde la calle a la ventana de la sala y la miraba
con unos ojos extraños que sin embargo proyectaban un hechizo
irresistible. Pese a la incomodidad que —incluso en el sueño— le
causaba una presencia tan inoportuna, ella abría la puerta, lo invitaba a seguir, dejaba que se acomodara en el sofá, lo atendía con un
café (o, a veces, con una copa) y, tras conversar sobre asuntos que
jamás su memoria lograba registrar, pasaban a la habitación y empezaban a acariciarse sobre la cama, pulcramente tendida desde la
mañana. Había más ternura que sensualidad en la sensaciones que
ella experimentaba en medio del sueño y, a decir verdad, éste nunca cruzó los limites del erotismo. De pronto nacía de su garganta
una especie de asfixia y entonces Rebeca se despertaba presurosa,
sobresaltada: había llegado la hora del regreso de los niños.
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Jaime Alejandro Rodríguez
El sueño de Rebeca
El asunto del sueño se fue convirtiendo, poco a poco, en un
especie de dicha onanista que le servía a la vez para capotear la
aburrida soledad de las tardes y para soportar las ausencias de su
marido. Pero, sucedió algo sorprendente.
Como de costumbre, iba una mañana de camino a la tienda,
cuando creyó ver al hombre de sus sueños. No lo vio de cerca, es
cierto, pero habría reconocido su presencia a cualquier distancia; era
él, seguro que era él, no había duda: su forma de caminar, su vestido,
su cabello. Claro, Rebeca no supo qué hacer, pues, para colmo, el
hombre entró al mismo sitio a donde ella se dirigía. Por un momento
pensó que el muchacho había averiguado dónde hacía ella las compras, pero después cayó en la cuenta de que en realidad era una tontería pensar en algo así, de modo que decidió tomar las cosas con
calma y entrar como si nada... Aunque al fin no fue capaz: asaltada
por un estremecimiento sobrenatural, siguió de largo. Estaba segura
de que el hombre la esperaba adentro, pero ya no supo qué creer,
pensó que estaba volviéndose loca y le echó la culpa a la ausencia
de Darío. Al fin y al cabo, era su intermitencia, sus benditos viajes,
su discontinuidad, lo que había causado el ansia ésa de los sueños.
Algunas amigas se lo habían advertido; ellas mismas habían sufrido
experiencias similares, una necesidad incontrolable de remplazar la
presencia del hombre que las abandona; una conducta que simplemente respondía a esa naturaleza femenina que no tenía sentido evitar. Sólo que Rebeca no creyó que fuera posible en ella: mientras no
pasó de simples alucinaciones estuvo bien, pero ahora, que podía
ser una aparición real... Aunque el muchacho ése a lo mejor no tenía
nada que ver con el hombre del sueño, lo cierto es que ahora sentía
que había ingresado, involuntariamente, a ese grupo de mujeres del
que ella se creía ajena: las adúlteras. Hizo entonces el propósito de
no dar signos de su confusión; ni más faltaba, todo sería, menos una
puta, eso debía estar claro, no sólo en su consciencia, sino para todo
el mundo; así que esa tarde se entretuvo en alguna cosa para evitar
el sueño, confiada en que a lo mejor era pura falta de oficio, como le
decía Darío cuando ella le contaba lo de las otras...
✸✸✸
Jaime Alejandro Rodríguez
125
Ficción y olvido
Jamás lo volvió a ver; tampoco volvió a soñar con el hombre de la ventana; y aunque debió sentirse más tranquila, lo cierto
es que las horas de la tarde se hicieron insoportables, sobre todo
porque ahora —sin la ayuda del espejismo— el ansia se iba depositando en su mente de una manera que cada vez se hacía menos
llevadera. Al menos antes podía desahogar sus anhelos —aunque
fuera de esa forma solapada y pueril de sus fantasías—, pero ahora,
clausuradas las ventanas, el miedo había edificado un muro infranqueable, sólido, tras el cual ella presentía la presencia real de la libertad. Lo más difícil era aparentar sobriedad en la casa. Ni siquiera frente a los niños podía estar calmada. Descuidaba sus tareas,
rompía platos, olvidaba los oficios. Las cosas empezaron a tomar
un rumbo inesperado. Ya nada la sosegaba: ni la conversación con
sus amigas (a quienes no podía dirigirse con sinceridad, pues pesaba más la obligación de mantener su imagen de mujer digna que
la urgencia de sus vacilaciones), ni las salidas a la calle, ni mucho
menos los consejos de Darío. Se sentía atrapada, tensionada por
los deseos. Así que, a solas, fue construyendo entonces la fuga...
Lo primero fue inventar una excusa para salir del barrio. Se
inscribió en un gimnasio, y de ese modo pudo destinar las horas
de la tarde, que antes dedicaba a la siesta, al cuidado de su cuerpo, con el beneplácito de Darío, el apoyo de sus hijos y la envidia de sus amigas. Allí descubrió su belleza, una belleza que antes
simplemente no contemplaba por pudor, pero que ahora surgía
en su conciencia como un atributo del que podía enorgullecerse.
Allí descubrió también la posibilidad de hablar de su situación sin
compromisos, sin ataduras que le impidieran expresar sus ideas
y sus sueños. Era como haber encontrado una isla en medio del
naufragio, a la que podía recurrir sin miedo a quedarse sola o ser
malentendida. Allí conoció también su primer amante...
Resultaba increíble: un chico, mucho más joven, se había
enamorado casi desde el primer día y no sólo parecía estar loco
por ella, sino que la supo cortejar, hasta el punto que muy pronto
(quizás demasiado) logró llevarla a la cama.
Sucedió en una forma tan natural que ella misma se sorprendió de su espontaneidad y de su iniciativa. Julio —ese era su nom-
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Jaime Alejandro Rodríguez
El sueño de Rebeca
bre— había tenido el tacto y la destreza de hacerla por primera
vez dichosa, no tanto por sus caricias, sino sobre todo con sus palabras. Rebeca estaba convencida de que había conocido por fin el
amor en su dimensión sublime; pero comprendió también que esa
experiencia no dependía de su acompañante, sino de ella misma.
Lo extraño es que la reputación que pronto adquirió entre
los asiduos al gimnasio no sólo no la molestaba, sino que la complacía y se ufanó de ser codiciada por otros hombres.
Entretanto, su hogar volvió a recuperar la calma. Estuvo más
atenta con Darío y, sinceramente, amó mejor a sus dos hijos. Se le
vio más activa en la cuadra, mucho más sociable y alegre; conducta que enseguida fue percibida con malicia por los habitantes del
barrio, especialmente por sus antiguas amigas, quienes no podían
soportar tanta armonía y buscaban constantemente el gusano en la
manzana saludable de su nueva vida.
Las murmuraciones no se hicieron esperar, tampoco las intrigas impertinentes y muy pronto se sintió acorralada por una especie de engendro de múltiples ojos que la espiaba en espera de
cualquier error. Rebeca comprendió muy pronto que no tenía caso
resistir. Ella misma habló con Darío antes de que se enterara por
terceros. En realidad ya tenía muy claro que su vida había cambiado por completo.
✸✸✸
Rebeca está hecha hoy una vieja. Pronto va a morir. Sus dos
hijos —ahora unos adolescentes— la visitan a escondidas, le llevan
algo de dinero y cuando se enferma hacen lo imposible para que
sea atendida; aunque no es nada fácil para ellos, no sólo porque
aún no tienen manera de reunir el dinero por sí mismos (y entonces
tienen que recurrir a engaños para que su padre les dé algunos
billetes extras), sino sobre todo por el riesgo que siempre corren
de que él se entere de sus peripecias. Además, es bien complicado
seguir la errancia de Rebeca, pues ella siempre está cambiando de
lugar de residencia sin dar aviso.
Jaime Alejandro Rodríguez
127
Ficción y olvido
Si bien al comienzo pareció que las cosas no podían ir mejor para Rebeca, sus últimos años han sido un verdadero infierno,
hasta el punto de que, a los cuarenta, es una mujer enfermiza y
amargada que nada quiere de la vida, como si hubiese caído en un
agujero negro del que le resulta cada vez más extenuante salir.
Se casó en segundas nupcias con un hombre guapo y rico
que la hizo feliz por un par de años. Todo anduvo muy bien, mientras su vida no cayó en las ansiedades insoportables de la rutina hogareña, mientras su hombre no se convirtió en otro Darío, imbécil
y aburrido. Entonces volvió a sus andanzas y pronto se dejó seducir
por otro hombre, esta vez menos guapo y mucho menos rico. Se
trasladó con él de ciudad y allí vivió unas angustias terribles, hasta
que se voló con otro hombre. Imposible hacer la cuenta de cuántos
amantes tuvo en este ir y venir, o cuantos itinerarios imprevistos
tuvo que emprender. Lo único cierto en su vida era la insatisfacción
continua: nada podía aplacar sus deseos de libertad.
Diez años después de la fuga de su primer hogar, volvió a la
ciudad, intentó el contacto con su familia, pero ya no pudo rehacer su
vida. Cayó tan hondo que terminó vendiendo su alma a uno de esos
traficantes del sexo que se encargan de juntar cuerpos desechos.
✸✸✸
Así que eso era
Siendo las tres de la tarde, hora que para Rebeca había sido
siempre la más plácida —hora en que finalizaba la programación
de las telenovelas y en el ambiente de la casa se instalaba un aliento especial que la convidaba al descanso—, agoniza. Sus hijos han
perdido definitivamente su pista. Pero ella le agradece a la vida
que, después de tantos años, haya podido por fin reencontrar al
hombre de sus sueños. Está allí, en el vano de la ventana, con su
ojos hechizantes y sus finos modales, invitándola a salir; es él, seguro que es él, no hay duda: su forma de caminar, su vestido, su
cabello. Como puede, Rebeca se levanta de la cama, la arregla pul-
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Jaime Alejandro Rodríguez
El sueño de Rebeca
cramente, avanza hacia la ventana, conversa un rato con el hombre
y luego —tras comprender al fin su mensaje— toma su mano, se
deja conducir mansa y se eleva sobre el muro ahora franqueable
de sus miedos...
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
Entretela # 5:
Procedimiento
Evita el mediodía. Si encuentras el pozo apropiado ya hecho, deslízate por él. Una vez abajo y en la oscuridad, permanece
un tiempo (el que sea necesario, el que tú quieras) contemplando
el fenómeno. El momento del ascenso será tu prerrogativa. Si, en
cambio, no has descubierto alguno que sea apropiado, dispónte
a construirlo y recuerda que no hay nada más emocionante, para
nuestra conciencia urbana, que horadar la tierra. La herramienta es
lo de menos. Ojalá puedas hacerlo a campo abierto: la presencia
de edificios puede estropear el experimento. Erige la excavación
de tal manera que su diámetro sea al menos el triple de tu propia
circunferencia (esto facilitará el descenso y también la observación)
y su profundidad alcance lo necesario para que la luz del sol ya no
ilumine el interior. Luego, asegúrate de inundarlo hasta que se forme un embalse estable que puedas gobernar. Entonces deslízate
por el espacio y contempla la maravilla.
Este procedimiento, si has comprendido, o cualquier otro
esencialmente equivalente, te servirá para mirar estrellas en el día.
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Jaime Alejandro Rodríguez
El sueño de Rebeca
En la calle de las rejas
El hombre disolvió tres cubos de azúcar en la taza de café y
luego mantuvo la cuchara entre los labios, mientras su mirada se dirigía al frente y atravesaba los cristales de la ventana para posarse
al otro lado de la calle, sobre una de las casas enrejadas. Era fácil
presagiar que hoy volvería a llover recio, pues se habían formado
ya los mismos nubarrones de aspecto amenazante que en los últimos días habían cubierto el cielo de la ciudad. El hombre soltó la
cuchara en el plato sin dejar de mirar hacia afuera y llevó la taza a
sus labios. Bebió el café a pequeños sorbos y sólo hasta que terminó, se dispuso a hablar. Aunque no debía tener más de cuarenta
años, las contorsiones de su rostro marcaban sus arrugas de un
modo tan duro que envejecían dramáticamente su expresión; de
manera que, por momentos, me parecía estar frente a un anciano.
Sí, compañero, como le digo: aunque ahora se extienden a
lado y lado —dejando apenas espacio para algún cafetín de mala
muerte—, hace un tiempo sólo había una que otra casa con puertas
enrejadas en uno de los costados de la cuadra. La calle se ha ido
llenando, ¿sabe?, sobre todo desde que la rentabilidad del negocio ha crecido por efecto de la demanda, pero ése es otro cuento
que después le puedo relatar si quiere.
No se preocupe amigo, yo sé que no es nada fácil acostumbrarse a ver todas esas mujeres detrás de los barrotes, riendo y
empujándose entre ellas, intentando ganar la atención de los transeúntes, exhibidas como mercancía, sobre todo si se tiene en cuenta que a unos pocos metros se halla el centro de comercio y de
Jaime Alejandro Rodríguez
131
Ficción y olvido
negocios más prestigioso de la ciudad, con toda su pulcritud y su
asepsia. La Calle de las Rejas, más que una isla aquí, en medio del
mar de asfalto, parece un pasaje infernal, la galería inesperada de
un laberinto, un mundo divergente cuyo tránsito resulta siempre
espantoso o incluso fatal para quien no lo conoce. Pero no se me
asuste, compañero, no se me asuste.
Observe: una mujer se dispone a salir de una de las casas.
Esa, la bajita, la que es más bien gorda, la de pelo y ojos negros y
cara linda, ésa. El hombre moreno, aquél que tiene un gracioso uniforme rojo y que hace a la vez de conserje y carcelero en la cuadra,
se acercará y abrirá la puerta. No es muy corriente que alguien se
presente a esta hora, ¿sabe?, por eso el hombre de las llaves tardará un tiempo en atender el llamado, pero no se impaciente amigo,
no se impaciente, acabe de tomarse su café con calma...
...Bajo esta odiosa llovizna que ha hecho que la mañana se
ponga tan gris y melancólica, ella, resignada, se dirigirá hacia el
norte, mientras las otras se quedarán adentro, vociferando como
pajarracos alborotados. Un muchacho —ése que está parado en la
otra esquina, esperando la señal; así funciona esto, ¿sabe?— se le
aproximará entonces; hablarán y luego partirán juntos al hotelucho
que queda en la siguiente cuadra. Un par de horas después, la
pareja saldrá y retornará al mismo punto del encuentro. La lluvia
habrá arreciado. El muchacho sacará unos billetes y enseguida se
separarán. Ella se dirigirá de nuevo a la casa. El negro volverá a
abrir la puerta y la muchacha entrará, mientras las otras, todavía
pegadas a la reja, como ahora, aprovecharán el breve respiro para
hacer muecas obscenas y acosar a algún paisano que pase por el
frente. Ella seguirá al fondo del zaguán. A pesar del chubasco, la
luz del patio dejará ver la silueta de un hombre alto que extenderá
su mano y recibirá los billetes. Obsérvelo con cuidado en ese momento, puede ser una buena imagen para su crónica. Meterá su
mano al bolsillo y con un ademán le ordenará a la joven prostituta
que vuelva al corredor. Pero no se impaciente amigo, ya tendrá
tiempo para apreciar todo esto en detalle. Se lo digo yo...
✸✸✸
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Jaime Alejandro Rodríguez
En la calle de las rejas
Si sabré historias... Conozco la de un muchacho muy parecido a éste, un primíparo también. Antonio, se llamaba... La primera
vez que Antonio pasó por la Calle de las Rejas —siendo aún niño,
de la mano de su padre— sintió una especie de conmoción. Nunca
había visto algo igual. Por mucho tiempo tuvo adherida en su mente la imagen de esas mujeres que, con sus manos aferradas como
garras a los barrotes, reían y gritaban, tratando de ganar espacio
para poder exhibir su cuerpo. Constantemente soñaba con esos
racimos de brazos y pies que brotaban de las rejas de las casas.
Llegada la adolescencia, el deseo de poseer una mujer se
volvió para Antonio una obsesión que, por momentos, alcanzaba matices de esquizofrenia. La mirada de la vecina, por ejemplo,
cuando él la saludaba con timidez, podía estar cargada de sugerencias que tal vez él no sabía aprovechar; quizás el cumplido de
las amigas de mamá, en sus visitas a casa, era un mensaje cifrado
que él no podía discernir; las bromas que hacían las amigas de su
hermano mayor tal vez ocultaban el deseo de estar con él. Pero,
¿cómo estar seguro? ¿Cómo saber con quién dar el paso? Además, había escuchado tantas cosas inciertas, relatos sobre peligros
y enfermedades, sobre embarazos indeseados y tragedias, ¿cómo
acceder al secreto entonces? Sólo estaba seguro de una cosa: no
estaba dispuesto a esperar mucho tiempo. Sus noches eran insoportables; a menudo lo atacaban sueños de los que salía incómodamente mojado, pero de los cuales no lograba retener nada: ni
una imagen, ni una palabra que le diera la oportunidad de saber
cómo era eso de hacer el amor realmente; simples acercamientos,
simples contactos que culminaban en esa mortificante eyaculación
involuntaria que ya no sabía cómo disimular.
Nunca, sin embargo, se le había ocurrido venir a la Calle de
las Rejas en busca del objeto de su deseo; quizás porque esa primera impresión de su infancia mantenía todavía vivos sus temores;
pero sobre todo porque su experiencia —en un asunto tan delicado como ése— se reducía a la lectura de algunas referencias literarias sobre burdeles y amores escandalosos; de modo que, con sólo
imaginar la visita a un prostíbulo como solución a sus dificultades
sexuales, empezaba a sentirse acosado por un estado de cobardía
Jaime Alejandro Rodríguez
133
Ficción y olvido
lo suficientemente fuerte como para bloquear todos sus deseos.
Pero un día que —por razón de alguna diligencia— Antonio tuvo
que pasar muy temprano por estos rumbos, conoció a Julieta.
Tropezó con la muchacha cuando ella salía de un cafetín que
a esa hora prematura olía aún al aguardiente de la noche y albergaba todavía los borrachines que no habían podido salir, quizás
porque su propia embriaguez los había enterrado en un sueño profundo y estúpido. Esa al menos fue la impresión que le causó el rostro del hombre que salió a la puerta tras la muchacha, gritándole
obscenidades y reprochándole no se qué falta de honor.
Antonio la siguió. Su cara de niña y sus falditas floreadas —que
le daban un aspecto pueril y desolado a la vez— lo conmovieron. La
acechó varias cuadras, luego la abordó, se ofreció a acompañarla y,
pese a que la advertencia de ella fue tajante: «No se me acerque, ¿no
ve que soy una puta?», él insistió. Y no pudo desprenderse desde entonces de la idea de hacer el amor con ella. Cuando consiguió el dinero, como cualquier extraño arregló el encuentro y una tarde pudo
por fin meterse por un par de horas al hotelucho de la esquina.
Antonio no logró quitarse de la cabeza la sonrisa de Julieta
y por eso regresó al día siguiente. En realidad, no había podido
dormir. La complacencia de Julieta, la delicadeza con la que ella
actuó después de que lo vio rendido allí en la cama, temblando del
físico miedo por ser su primera vez, le devolvió la confianza en la
vida. Finalmente accedió al misterio y ahora andaba feliz. Le había
prometido volver al otro día y ella no se había negado... ¿Qué más
podía esperar de la vida?
Sin haberlo acordado, se acostumbraron a verse todos los
días a la misma hora. A veces, cuando el muchacho reunía dinero,
se iban juntos al hotelucho, pero casi siempre él se paraba al frente
y desde allí vigilaba por horas la puerta de la casa, presintiéndose
observado. Incluso cuando ella salía con otro hombre, él se emocionaba y esperaba a que la pareja regresara para enviarle algún
signo, algún gesto que pudiera interpretarse como la señal inequívoca de su constancia. Las mujeres (las de la casa primero, luego
todas las de la cuadra) no tardaron en reconocer aquel extraño
ritual y en convertirlo en objeto de burla.
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Jaime Alejandro Rodríguez
En la calle de las rejas
Pero cuando podían estar juntos, ella se comportaba de un
modo muy raro: no le hablaba, como si no le importara, como si él
fuera uno más. Hacían un amor rápido, insípido, que cada vez lo
deprimía, y permanecían luego sentados sobre la cama, espalda
contra espalda, sin pronunciar palabra. La explicación que Julieta
solía darle para justificar su comportamiento resultaba tan inverosímil que él se negó siempre a aceptarla.
Al principio, con el frágil argumento de que podía hacerse
cargo de ella, Antonio le había pedido que dejara el oficio, pero
pronto comprendió que ése no era el camino para lograr el amor
de Julieta. Intentó de todo, desde llevarle flores, hasta componerle
poemas. Convirtió su vida en un auténtico sacerdocio, lleno de votos y sacrificios, al parecer completamente incomprendidos. Hasta
que un día Julieta no volvió más.
Entonces Antonio casi se vuelve loco. Nunca supo si ella se
había aburrido de sus visitas o si el patrón se enteró de aquel rito
improductivo y la despidió. Lo cierto es que el muchacho, por un
tiempo, abandonó todo nexo, se volvió vagabundo, cayó en lo más
hondo y erró como un desgraciado por el laberinto...
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...Tal vez este muchacho de ahora —ése, el que aún espera
impaciente en la esquina, el pobre—, tal vez, digo, regrese mañana
—nunca se sabe— y permanezca entonces por horas frente a la
casa y no se mueva en todo el día, ni siquiera cuando la chica de
cara linda salga para atender algún otro cliente. Apenas agitará
sus brazos cuando la vuelva a ver, pero ella quizás ni siquiera se
de cuenta... como ahora, porque es una ingrata, tan ingrata como
bonita, la miserable... Pero no se impaciente amigo, no se impaciente... Ya comienza a llover más recio, ¿ve?...
El rostro del hombre se había congestionado y ahora el sudor le escurría desde la frente. Entonces bajó la mirada, aflojó el
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Ficción y olvido
nudo de su corbata y, como queriendo sofocar sus recuerdos, pasó
varias veces con brusquedad una servilleta por toda su cara; luego
pidió otro café y se quedó en silencio, revolviendo el azúcar en
la taza. Las primeras gotas de lluvia empezaron a resbalar por las
ventanas del cafetín y yo me alarmé porque ya no podría reparar
nada de lo que sucediera allá afuera; en ese mundo divergente y
misterioso que, de nuevo, iba a quedar vedado para mí.
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Jaime Alejandro Rodríguez
En la calle de las rejas
Entretela # 6:
El otro
Lejos de su pensamiento la idea de retornar. Al principio había asumido su nueva condición (no tan nueva cuando me relató su
historia) con tal entusiasmo, que, por un tiempo, los primeros años,
logró olvidarlo todo y habituarse a los inconvenientes obvios generados de su osadía. Pero, después, ecos de su pasado intentaron
romper la resistencia por el flanco más débil de su personalidad: la
nostalgia. La imagen de sus padres y de sus hermanos —sobre todo
del mayor, en quien se fiaba con una creencia ciega—; los rostros de
antiguos amores —algunos de los cuales reposan aún, papel chiteado, en bolsillos interiores de su billetera—; el recuerdo de los amigos de infancia y de adolescencia y luego de trabajo; el barrio, las
fiestas, el estudio, el periódico donde componía la página de avisos
de defunción. Toda una vida interrumpida, de pronto, sin atenuantes
ni pesadumbre, se empeñaba en desfilar por su memoria, disfrazada
de sueño o de cara conocida en la calle o de llamado insólito. Luchó
contra todo eso y, aunque no pudo evitar la presencia de aquellos
embates imprevisibles, se hizo más fuerte en su propia convicción.
Aquella tarde de tragos me confió su gran secreto: del archivador de su cuarto de estudio sacó un obituario. El nombre no me
dijo nada y el texto no podía ser más convencional. «Ese era yo»,
me aseguró y comenzó a llorar. No me explicó nada más, tampoco
volvió a mencionar el tema y evadió siempre mi curiosidad.
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Ficción y olvido
De vez en cuando lo veo allí, sentado en su silla, frente a la
máquina de escribir, y su piel se templa, su voz se ahoga. Entonces
puedo imaginar su desarraigo. Él lo sabe: conozco su historia, la he
indagado, pero también sabe que además de estas líneas inéditas,
ninguna otra cosa se ha dicho... ni se dirá... Sabe también que ya
no puede renunciar a su otredad.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Carta hallada en la banca de un parque
Carta hallada en la
banca de un parque
Hijo: son las diez de la mañana.
No obstante lo extraño de la situación, es posible que sólo
hasta ahora empiece a notarse la ausencia de Aníbal. Si se tiene
en cuenta que nunca en sus veintidós años de labores ha faltado
o se ha retardado, el hecho de no haber ido al trabajo por segundo día consecutivo debe ser ya un acontecimiento digno de atención. Quizás alguien ha hecho ya una observación falaz, tal vez se
han tejido algunas bromas, y la pregunta del jefe ha resultado casi
forzada; pero ya vendrá la preocupación general, luego algunas
llamadas telefónicas convencionales, la comunicación al gerente,
el cuchicheo en los pasillos, la maliciosa especulación de los compañeros, la indagación en hospitales y comisarías, en la morgue; la
noticia, el desconcierto, la rabia, el silencio.
Imposible imaginar lo que ha sucedido, hijo.
En realidad, el único indicio de lo que habría de venir se produjo ayer, muy temprano, cuando el propio Aníbal, al descubrir tardíamente que había olvidado programar el reloj despertador, dejó
de sentir ese enojo —tan previsible en él— que, en cualquier otra
ocasión, le habría malogrado su estado de ánimo por todo el día.
Pero del hecho —claro— nadie más se enteró, de modo que no se
podía vaticinar lo que vino después:
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Ficción y olvido
Aníbal partió hacia su oficina —tras despedirse de su familia—, como siempre, sin ninguna alteración del ritual, pero con un
arrojo especial, imbuido de una intuición, de un júbilo, de una especie de osadía que le facultaba ver caras ocultas en las cosas,
manifestaciones diferentes, sentidos desapercibidos. Quizás por
eso no se extrañó cuando el bus se desvió de su ruta; lo tomó como
algo natural, algo que debía suceder aquel día. Esperó tranquilo en
su asiento, observando el magnífico paisaje de una ciudad que se
diluía fugaz por la ventanilla.
A poco más de una hora de su partida de casa, decidió bajarse. Deambuló durante horas por las calles aledañas, siguiendo un
recorrido caprichoso, como si anduviese de turismo. Se detenía en
las iglesias, exploraba callejones, se sentaba en las verjas de las casas, saludaba cordialmente a las personas, sin apresuramientos ni
alteraciones; entraba a las tiendas, pedía cualquier cosa, preguntaba por los sucesos del día en el barrio, como un vecino más, y luego continuaba su itinerario errático; hasta que lo alcanzó la noche.
Entonces se acomodó en una banqueta del parque a esperar quién
sabe qué, sin pensar más en la tarjeta del horario, en sus veintidós
años de trabajo, en su familia o en lo que dijeran en la oficina.
✸✸✸
Verás hijo: Aníbal fue un hombre absolutamente normal toda
la vida. Nació en un hogar humilde, desde donde se le inculcó de
una manera muy firme la moral católica que habían heredado a su
vez, y de la misma forma, los padres de sus abuelos. Estudió hasta
la secundaria en su pueblo natal, un municipio alejado que no había podido salir del letargo desde la época de la independencia,
porque simplemente allí el tiempo se había detenido y la resignación se había convertido en idiosincrasia.
Cuando se sintió preparado, Aníbal decidió probar suerte en
la capital. Por recomendación de un pariente suyo, logró un empleo en una pequeña sucursal de Banco. Allí conoció a quien sería
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Carta hallada en la banca de un parque
su mujer. Un amor tranquilo, convencional, sin mayores sobresaltos, mas bien sumiso, que concluyó en una propuesta de matrimonio nada romántica y, tres semanas más tarde, en una boda sencilla
a la que asistieron de mala gana: dos compañeros de oficina (que
hicieron de padrinos), una amiga de su mujer, los padres y hermanos de ella y un hermano de Aníbal que de casualidad se hallaba
por esos días en la ciudad.
Al año, nació el primero de tres hijos y la mujer de Aníbal
abandonó el empleo del banco, con lo que la situación económica
se hizo un poco más complicada para ellos—claro que no tanto
como para que Aníbal se quejara. Aunque muy raras veces alguien
lo vio sonreír, nunca se le escuchó un reclamo o una maldición por
las circunstancias de su vida.
Con el tiempo, los niños comenzaron a parecerse a sus padres (que a la vez tenían un semblante tan similar que a veces los
confundían por hermanos): tímidos y enfermizos, no les preocupaba sobresalir o imponer alguna condición y, más bien, atendían las
reglas con una disposición inverosímil.
En el trabajo, Aníbal resistió más de quince gerencias distintas, nunca participó de intrigas o de estratagemas políticas, jamás
intervino en las juergas de sus compañeros o en las fiestas que se
organizaban para celebrar cumpleaños o cualquier otro motivo. Así
que muy pronto logró esa sabia indiferencia tan particular que no
molestaba a nadie, y terminó dueño de un espacio, un escritorio y
una rutina que nadie le discutía y que no pocos envidiaban.
✸✸✸
Al principio, hijo, allí en el parque, Aníbal será una presencia
extraña, algo así como un tumor inesperado que los vecinos rechazarán (no tardarán las llamadas a la policía, los insultos, las pesquisas, el escándalo de las señoras que, de paso hacia las tiendas, se
sentirán ofendidas, las citaciones a asamblea o a junta comunal);
pero la persistencia de Aníbal hará que, poco a poco, la gente se
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Ficción y olvido
acostumbre. Y así lo verán acercarse a las panaderías, todos los días
a la misma hora, suplicando su ración de pan y de gaseosa y pronto
(quizás más pronto de lo que cualquiera pueda imaginar) ya nadie
indagará por su origen, será aceptado con esa apatía más bien cómoda que les permitirá a todos desentenderse (a excepción, quizá,
del niño que, como tú cuando aún eras pequeño, acosado por una
inexplicable curiosidad, preguntará todos lo días a su padre, quién
es ese hombre, por qué está sucio, qué hace, dónde vive).
Es posible incluso que lleguen a extrañarlo, cuando desaparezca por algunos días, tras una redada de la policía —que se lo
llevará con el argumento de que le proporcionarán su porción de
baño y ropa limpia— o cuando algún empresario de la miseria lo
reclute para su negocio y ya no vuelva más que para recoger la basura o cuando se ausente definitivamente después de una de esas
operaciones de limpieza, en las que caen tantos indigentes.
Seguramente tendrá que soportar la competencia de algún
otro mendigo que, atraído por la tranquilidad y el buen acomodo
que habrá conseguido Aníbal, intente arrebatarle el espacio que ha
ganado. A lo mejor se enamore de nuevo, esta vez de la anciana
que viene a recoger las botellas y el papel, o quizás logre llamar la
atención de la muchacha que cada lunes viene a recoger la ropa
vieja que la gente regala. Pero lo más probable es que construya
todo un ritmo de vida apacible y hasta seguro, sin conflictos o peligros demasiado considerables, como antes en su oficina.
Entretanto se apostará en la banca del parque, conseguirá una
manta y un pedazo de espuma de los que no se desprenderá en ningún momento, dormirá hasta las nueve o diez de la mañana —aun si
llueve— y caminará el resto del día por los alrededores, recogiendo
papeles y desechos que guardará en los bolsillos de su abrigo o,
recostado en algún poste, pedirá limosna a los transeúntes.
Morirá de inanición y frío algún día de recia lluvia, cerca a la
alcantarilla del puente, completamente abandonado y su cuerpo
irá a parar a uno de esos congeladores de la morgue, donde reposará hasta que se cumpla un periodo de espera inútil, porque nadie
lo reclamará (verás: en la oficina ya nadie lo recordará, se habrán
acostumbrado a su ausencia, a otorgarle una ración cada vez más
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Jaime Alejandro Rodríguez
Carta hallada en la banca de un parque
pequeña de memoria y, en la casa, la resignación se encargará de
hospedarlo definitivamente en el olvido).
O quizás se unirá a uno de esos grupos de nómadas que
habitan los parques durante las noches y se toman las calles durante los días, deambulará sin fronteras a lo largo de toda la ciudad,
recolectará lo necesario para sobrevivir y se acogerá a la hoguera
que el grupo comparta cada noche; a lo mejor llegue a constituir su
propia banda, organizada para explotar una zona determinada; o
tal vez termine confinado en la Calle del Cartucho, completamente
embrutecido por la droga, sirviendo a uno de esos regentes de la
inmundicia, al que tendrá que pagar tributo por el derecho a recoger la basura, quién sabe.
En realidad, hijo, él no hace muchos cálculos. Siente una especie de sosiego, de bendición, de alborozo que lo hace inmune
a cualquier mortificación, y por eso hoy seguirá —como ayer— caminando por las calles del barrio, convencido de que su vida ha
tomado otro rumbo...
✸✸✸
Ya casi llega la hora, hijo. Si estuvieras aquí, podrías verlo desperezarse. Todavía no tiene el aspecto miserable que muy pronto
adquirirá —y tras del cual ocultará su propia fortaleza—, pero en su
ánimo ya anida la decisión de abandonarlo todo. Ese arrojo especial
que se tomó su espíritu desde ayer ya no lo dejará jamás.
Seguramente en la oficina el jefe prepara un comunicado
que oficializará su abandono del cargo; en su casa a lo mejor lo
lloran; pero nada puede ya enturbiar el destino de Aníbal: su determinación es irreversible...
✸✸✸
P.D. Son las once y media, hijo. El reloj de la iglesia está
dañado, pero un hombre que ha pasado por el parque hace un
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
momento me ha informado la hora. Sólo la anoto para que tengas
una referencia, aunque sé que esta carta nunca te llegará, es una
especie de gimnasia inevitable, ocasionada quizás como reflejo de
mi oficio de tantos años: la redacción diaria de memorandos y resoluciones. Sólo espero que alguna vez, cuando veas un indigente
como yo y seas capaz de descubrir su verdadero rostro detrás de
la costra de mugre endurecido, puedas intuir su historia. Sé que
tú, hijo —aún sin la ayuda que pueda proporcionarte esta carta—,
tienes la sensibilidad necesaria para hacerlo...
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Jaime Alejandro Rodríguez
Carta hallada en la banca de un parque
Entretela # 7:
Aroma
Mientras dormía, un aroma enrareció el espacio de mi cuarto. Los efluvios de un sueño, me dije, pues comenzaron a desfilar
imágenes juguetonas parecidas a los recuerdos. Una de ellas mostró a Claudia desnuda, sobre una playa extraña, pero infinitamente
hermosa. Fresca y bella como en sus mejores años; me tendió los
brazos, invitándome a sus misterios, como sólo ella sabía hacerlo.
Sonrió y desapareció sin darme tiempo para indagar por la tristeza
que había en sus ojos.
Más tarde, desde un rincón de la alcoba, surgió Francisco.
Al comienzo, sólo escuché sus carcajadas, pero después lo vi cerca
de la cama y pude apreciar su rostro, joven y enérgico todavía. Me
contó chistes y anécdotas de su nuevo repertorio y se despidió
con un nos vemos chico que rebotó en las paredes como un eco
enloquecido.
Enseguida entró Marta y me atendió con un vaso de agua.
Se sentó al borde de la cama y musitó sus eternas palabras cariñosas. Luego me besó con ternura, con esa ternura que siempre
brotó de su mirada.
Cuando ella se levantó y se dirigió a la puerta, quise correr
para alcanzarla, pero entonces aparecieron Miguel y Clara tomados
de la mano. Habían regresado, hacía poco, según dijeron, de modo
que hablamos largo rato de su vida de tantos años en Europa. Tras
Jaime Alejandro Rodríguez
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Ficción y olvido
su despedida, el cuarto quedó sumido en un silencio absoluto y
sólo podía percibirse el aroma empotrado en alguna parte.
Abrí los ojos de nuevo y vi cinco ancianos alrededor de mi
cama, sonrientes e inquietos. Entonces comprendí: sólo yo faltaba.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Carta hallada en la banca de un parque
La fisura
Ha llegado la hora en que comienza la jornada de la tarde
y Fabio no está en su escritorio. Lo usual sería que algo realmente inesperado, involuntario y absolutamente justificable se hubiera
atravesado en su camino hacia la oficina. Pero Fabio se encuentra
a varios kilómetros, en un motel de las afueras, y no tiene ninguna
intención de volver al trabajo. Además, en contra de lo que tan
sólo hace unos meses se hubiera esperado de él, no hay rastro de
vergüenza o de culpa; al contrario, se siente muy bien así, recostado sobre la cama, satisfecho, descarado.
Ha prendido el televisor, se ha cubierto con la sábana y —
mientras su amante se ducha— tararea una vieja canción. Al frente,
tras el estrepitoso acto de amor que —otra vez con éxito— han
ejecutado, la luna del espejo se ha cubierto con el vapor de sus
sudores. Se le ocurre que podría escribir sobre el cristal cuanto
quisiera. Nada podría, en todo caso, vulnerar la dicha de la que se
cree dueño hoy. Así que cuando Carolina sale del baño, la invita a
recostarse, le da un beso en la mejilla, le acaricia los senos y observa con ternura su cuerpo desnudo. Luego se dirige al baño y de
paso, se decide por rasguñar un simple TE AMO en el espejo...
✸✸✸
Fabio no recuerda con exactitud en qué circunstancias esta
jovencita encantadora se atravesó en su camino; pero está seguro
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Ficción y olvido
de una cosa: no está dispuesto a perder la oportunidad de reencontrar esa pasión que se le refundió en medio de tanta pendejada: los hijos, el auto, la cuota de la casa, las deudas, los recibos, el
trabajo, las intrigas. Máxime ahora, que algunos signos de lo que
en poco tiempo se convertirá en una irremediable etapa de impotencia sexual, ya se han manifestado (tímidamente, claro: cierta
dificultad para atinar con el tesoro, cierto dolorcito que le impide retomar el camino seguidamente, cierta necesidad de colmar
con retórica lo que su cuerpo ya es incapaz de ofrecer). De modo
que, así lo echen del puesto (cosa más bien improbable, porque si
algo ha aprendido bien en todos estos años es a cubrirse sin dejar
huella), esta tarde, tal como acaba de prometérselo, la pasará con
Carolina, aprovechando el sol y las caricias de esta muchachita; con
lo que seguro —al menos por hoy— el fantasma de la decrepitud
se ausentará por completo de su mente
En la oficina —no hace mucho— Fabio era quien, con franqueza, abanderaba la posición pacata de la fidelidad. Según su
teoría, los infieles eran hombres que no habían vivido lo que él
llamaba la etapa de la poligamia natural. Él, en cambio, se preciaba
de haber tenido una adolescencia exuberante, colmada de todo
tipo de experiencias sexuales, perfectamente alocada; época de
tres y cuatro mujeres a la vez, de sexo diario, de investigación y
práctica del Kama-sutra; época en la que podía permitirse el desprecio y hasta la sorna (no había llanto que lo conmoviese, por
ejemplo, ni historia que lo persuadiese del compromiso); de modo
que, por eso, era muy probable que su familia no tuviera por qué
sufrir las tribulaciones de la infidelidad. Además, se había dedicado
a construir, poco a poco, durante los veinte años de matrimonio, la
armonía en su hogar. No había, pues, mayor peligro de que algo
pudiese enturbiar aquella prudente marcha.
Sin embargo, en los últimos tiempos, ha visto minada la firmeza de sus disposiciones. Todo ha comenzado por algo nimio,
insignificante, que sin embargo se ha ido llenando de resonancias
y desarrollos inesperados: la misteriosa llamada de alguien —una
mujer— que asegura conocer un retoño suyo. En realidad nunca
se había preguntado si el recurso ése —tan empleado por algu-
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Jaime Alejandro Rodríguez
La fisura
nas amantes de su juventud que no soportaban la idea del abandono— de afirmar que estaban embarazadas, tuvo alguna vez un
soporte real. Ahora, la duda se ha convertido en una obsesión: la
sola remota probabilidad de tener un hijo desconocido que quizás
lo estuviese buscando, la posibilidad de que una línea tan insospechada como ésa cortase de pronto el segmento invulnerable de su
destino, haría de la vida sosegada que lleva (y que además ha promulgado con tanta entereza) un auténtico infierno. Así de frágil ha
resultado, pues, su posición y su vida. Quizás por eso ya no soporta
lo que hasta ayer, y se han suscitado estos deseos renovados; tal
vez por eso supone que su impotencia sólo puede ser conjurada
“fuera”, con las nuevas amantes, con esta Carolina que, a buen
tiempo, ha aparecido en su vida y que no puede siquiera imaginar
que, en la cama de su casa, él es un genuino fiasco.
En consecuencia, el discurso que ahora expone a sus amigos
nada tiene que ver con el de la fidelidad pacata: se ha llenado de
argumentos y de estrategias ingeniosas para demostrar que su nueva posición es la acertada. No hay, pues, manera de convencerlo
de que Carolina se presta a un juego egoísta del que solamente
él saldrá perjudicado. Está empeñado en reconstruir las maniobras
eróticas de su pasado, en desempolvar los manuales y apostar a ese
amor baboso e indecente. Es también una manera de alejar su atención de esa otra línea (a lo mejor irreal, eso es) que se acerca desde
su pasado y amenaza con atravesar la solidez de su vida presente.
En este nuevo sendero que —resuelto— ahora recorre, la velocidad de los movimientos es casi inmanejable. Tal vez por eso, en
su intento por seguirla, por no quedarse atrás, Fabio ha perdido todo
control y ahora, ante los caprichos de Carolina, no interpone resistencias. Ella quiere verlo a horas cada vez más complicadas, le exige
condiciones cada vez más inverosímiles (no tiene nada que ver con
dinero, aunque a él eso ya no le importaría tampoco). El otro día, por
ejemplo, le dio porque la llevara en su camioneta a hacer algunas
diligencias en la mañana. De pronto, le pidió que estacionara en cualquier esquina y en seguida, literalmente, se abalanzó sobre él y por
poco lo asfixia con sus besos. Esos incómodos arrebatos de Carolina
comprometen hasta su estado físico, pero a la vez son la prueba de
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Ficción y olvido
que él aún está vivo, de que debe y puede mantener un ritmo de
vida casi tan intenso como el que llevaba en su adolescencia.
Así que ya no se preocupa demasiado por ocultarse. Mantiene cierto nivel de precaución, es cierto, pero cada vez se ha ido
aventurando más. En la oficina, algunos de sus compañeros no se
cansan de advertirle de los peligros que acarrea una relación tormentosa como en la que está empeñado ahora, pero él contraataca, afirmando que lo de ellos es simple cobardía, que a lo mejor se
reprochan en secreto ese coraje que él en cambio ha demostrado;
así que muchos ya han renunciado a seguir previniendo a Fabio del
posible desenlace de sus niñadas.
✸✸✸
En el lecho de su madre moribunda, la muchacha juró vengarse. Al principio, no hizo muchos cálculos; simplemente —con los escasos datos que ella le suministró— se encargó de localizarlo. Pero
una vez lo ubicó, empezó a urdir el desagravio: lo llamó varias veces
a la oficina y a la casa para anunciarle que conocía un secreto que
deseaba compartir; lo siguió varios días, conoció sus más mínimos
movimientos, observó sus hábitos y llegó a penetrar en su vida hasta
el punto que incluso estuvo a punto de abandonar su proyecto, pues
tuvo lástima al verlo tan frágil, tan ordenado, tan pequeño. Sin embargo, se decidió por fin: la serie se había tornado irreversible.
No había duda de que el acto infame algún día iba a volverse
contra él; a lo mejor lo iba a pagar con la enfermedad de alguno de
sus hijos o cargando un karma terrible en su próxima vida; pero no
había por qué esperar a que al universo se le ocurriese atender la
situación. Había, más bien (esa fue su convicción, su propia fuerza),
que favorecer el proceso, acelerarlo: cobrar venganza, pero no en
una forma directa, no con una afrenta personal o un vulgar chantaje
o con tontas peticiones jurídicas, sino proporcionado cierto empuje a sus devenires potenciales de modo que su vida, ordenada y
tranquila, pudiera volverse un auténtico infierno.
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Jaime Alejandro Rodríguez
La fisura
No fue difícil fingir algunos encuentros casuales, hacerse
sutilmente presente en sus rutinas, esperar con paciencia alguna
debilidad de su parte, ofrecerse como confidente o como amiga,
minar su falsa fortaleza con pequeños detalles, meterse en su vida
finalmente.
Ha establecido cada jugada como lo habría hecho un ajedrecista; lo ha acorralado sin que él pudiera percatarse de nada y ahora lo tiene en sus manos, como a un niño mimado que no puede
vivir sin su madre un sólo momento.
✸✸✸
..Mientras espera que Fabio salga del baño, Carolina piensa
en lo que vendrá después. El derrumbe está a punto de consumarse: le pedirá que deje mujer e hijos, que renuncie al trabajo, que se
marche de la ciudad, que construya una nueva vida, que se atreva a
demostrar su verdadero amor por ella y luego lo abandonará...
Afuera, el sol se ha hecho intenso. Carolina abre las ventanas
y observa emocionada cómo el pequeño jardín del motel se ha llenado de colores magníficos. El te amo que ha escrito Fabio un momento antes en el espejo del tocador se deshace a medida que el
soplo del aire exterior desaloja los vapores del cuarto. En su alma
ya no quedan vestigios de ningún sentimiento, como si hubiera
logrado la asepsia total. No hay asco ni, mucho menos, culpa; sólo
una liviana placidez, tan parecida a la que sintió cuando vio morir a
su madre en el lecho miserable de su casa. Hoy, Carolina sabe que
puede ser capaz de cualquier cosa, sin tener por qué arrepentirse
de nada, pues ha aprendido a mirar la muerte a los ojos.
Ahora escucha cuando él cierra las llaves de la ducha. Pronto
lo verá en el vano de la puerta, rechoncho y rojo, con esa estúpida
sonrisa en su cara, mostrando su desnudez, convencido de que
ofrece un trofeo, el majadero...
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Ficción y olvido
Entretela # 7:
Mitsuku
El recuerdo de tu cuerpo me atormenta, sobre todo porque lo
presiento irreal, inalcanzable y misterioso. No creas que soy ingenuo
o tonto, no: cuando me senté en la silla del teatro sabía con toda
claridad qué deseaba, pero, al abandonar la sala no tuve ya ninguna
certeza. Me sentí burlado y ya no supe quién de los dos había desempeñado un papel, si yo el de espectador de cine, o tú el de ángel
oriental, o si había asistido al relato de una mentira o a la ficción de
una ficción. Entonces tuve una esperanza (esta esperanza): si menos
por menos da más, es posible que tú existas. En realidad tampoco
estoy seguro de semejante probabilidad, pero es la única que tengo
y a ella me aferro con la ilusión de romper el círculo y de poseer así tu
cuerpo, de saborear el color de tus tatuajes, de beber, algún día, del
manantial de tu sexo misterioso. No vayas a creer que estoy loco, no.
Sé medir muy bien cada paso de la realidad, sobre todo si ella penetra con el absurdo furor de la guerra. Sé también que el tiempo ya no
cuenta, que tu ser no se altera, pues tu edad no juega a la lógica lineal
de las mentiras, que todo ha cambiado para mí, desde aquel affaire
maravilloso: cobraste vida y te enraizaste en mi mundo subterráneo
con la fuerza de un río desbocado. No tengo otro medio, ni otra manera de llegar hasta ti, más que esta botella lanzada al océano de las
ilusiones, este golpe de dados, este artificio, este impulso irracional
de hacerte real a pesar de la realidad, con la esperanza de un naufragio cerca de tu isla.
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Jaime Alejandro Rodríguez
Esta publicación se terminó
de imprimir en febrero de 2007,
en la Fundación Cultural Javeriana
de Artes Gráficas –JAVEGRAF–
Bogotá, D.C.
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