John Reed (1887 - 1920) Digan lo que digan sobre el bolchevismo, es indiscutible que la revolución rusa es uno de los sucesos más grandiosos de la historia de la humanidad y el alzamiento de los bolcheviques es un fenómeno de importancia universal. (Diez días que estremecieron al mundo) Un joven inquieto John Silas Reed nació el 22 de octubre 1887 en Portland, en el estado norteamericano de Oregón, en la costa del Pacífico. Su familia pertenecía a la alta burguesía pero en ella todavía sobrevivía el espíritu emprendedor y democrático de la América del siglo XVIII y mitad del XIX. Su abuelo fue un pionero lleno de personalidad, uno de sus tíos fue un marino aventurero que siempre volvía a casa contando historias que parecían sacadas de las narraciones de Jack London. Su padre fue todo un personaje. Hombre culto e inteligente, se dedicó (cuando John era muy joven) a una lucha sin cuartel contra la corrupción y el caciquismo en el Estado. De su mano Reed supo lo que representaba la minoría dominante, el poder de los monopolios, las maniobras de los aparatos políticos, y el servilismo de la justicia y la prensa. Su madre era, por el contrario, conservadora y durante toda su vida intentó frenar la evolución moral y política de su hijo. Niño tímido y mimado, estudió primeramente en Morristown, un colegio de élite y más tarde en la Universidad de Harvard, donde jamás aprendió las reglas del juego. Era un estudiante que quería serdiferente y lo fue. Desde antes de llegar a Harvard sintió repulsión por los métodos de la enseñanza tradicional, y se rebeló contra las normas de la casa hasta que conoció a Charles Towsend Coppeland, alias Gopey, un profesor nada convencional y con él vivió una rica experiencia de comunicación, debates y aprendizaje. Aunque fue un notable deportista -jugó en el equipo de rugby-, Reed destacó sobre todo como animador de las revistas que se publicaron en la Universidad, causando más de un dolor de cabeza a los rectores con su periódico satírico El Burlón, en el que mostraba un estilo ingenioso y brillante, por lo que recibió numerosas proposiciones para escribir en grandes diarios y revistas ilustradas. En aquella época empezó a escribir un buen número de poemas, y narraciones que rara vez quedaron terminadas. Poseedor de talento, todo hacía creer que estaba destinado a ser gran poeta y cuentista mundial. Su pujante e irrefrenable temperamento, sin embargo, lo llevó a experimentar directamente la vida. Se empapó vehementemente el espíritu radical que atravesó la vida universitaria, conociendo ampliamente los ideales liberales, anarquistas y socialistas que proliferaban entre los estudiantes. Viaje por Europa Una vez licenciado en Harvard, con título universitario, en 1910, emprendió un largo viaje por Europa pasando por Inglaterra, Francia -donde frecuentó los medios artísticos- y España. En España apreció la sencillez y la amabilidad de la gente y se sintió fascinado por el contraste que ofrecían las glorias del pasado con la miseria del presente. Visitó San Sebastián, Burgos (de donde escribió:la poderosa historia de aquel sitio me avasalló como un torrente. Entre la tenue luz, la sombra del castillo, el monte gris a cuyo pie nació el Cid, se recortaba contra el Este. Uno podía imaginarse una espléndida partida de caballeros descendiendo en sus monturas por las calles retorcidas para ir a expulsar al moro de Toledo), Valladolid, Salamanca, (donde recordó a Lope de Vega, Calderón y Cervantes), Toledo y Madrid, que le causó una gran desilusión. Volvió a París, el sitio más maravillosamente hermoso y sensual que puedas imaginarte, escribió a un amigo. En Francia conoció a Madeleine, la imagen exacta de una hermosa gitana con la que se prometió en matrimonio y en la que pensaba fielmente cuando volvió a Norteamérica con el propósito de ganar un millón de dólares y casarse. O sea lo contrario de lo que hizo. En 1912, tras su vuelta de Europa, se trasladó a Nueva York, instalándose en Greenwich Village, donde frecuenta y se convierte en uno de los protagonistas del ambiente bohemio y progresista: En Nueva York, escribió, por vez primera, amé, y escribí de las cosas que veía con un fiero gozo de creación; y me supe al fin capaz de escribir. Allí tuve mis primeras percepciones de la vida de mi tiempo. La ciudad y su gente eran para mí un libro abierto, todo tenía su historia, dramática, llena de tragedia irónica y de humorismo terrible. Allí pude ver por vez primera que la realidad trascendía todas las magníficas invenciones poéticas del melindre y el medievalismo. No me sentía bien ni contento cuando me ausentaba mucho tiempo de Nueva York. Allí se incorpora al personal editor de la revista The Masses, el principal órgano de expresión de los intelectuales progresistas norteamericanos. El propósito confeso de The Masses era social: atacar eternamente viejos sistemas, viejas morales, viejos prejuicios toda la carga de ideas desgastadas que los difuntos nos han impuesto e instaurar muchos nuevos a cambio. Así, desde la acera común, nos proponemos embestir a los espectros, con florete más que con hacha, con franqueza más que con indirectas. Nos proponemos ser arrogantes, impertinentes, de mal gusto, pero no vulgares. En vez de atarnos a cualquier credo o teoría de reforma social, daremos expresión a todos, siempre y cuando sean radicales [...] Los poemas, relatos y dibujos que la prensa capitalista rechaza por su excelencia, hallarán la bienvenida en esta revista [...] Sensible a todo nuevo viento que sople, jamás rígida en una sola [...] fase de la vida: tal es nuestro ideal para The Masses. Y si cambiamos de parecer, bueno, ¿por qué no habríamos de hacerlo?. En este momento único de la contracultura norteamericana, Reed trabaja entro otros, con Max Eastman (el director de la revista), Eloy Delí, Theodore Dreisser -el autor de Una tragedia americana-, Van Wyck Brooks, Walter Lippmann -que acabó siendo una de las más ilustres plumas del sistema, Upton Sinclair y Eugene O'Neill. En el ambiente intelectual progresista de Greenwich Village, Reed conoce y establece una prolongada relación amorosa con Mabel Dodge. También descubre que más que poeta y escritor puede ser el gran cronista de importantes acontecimientos históricos y sociales y entra en relación con las ideas políticas más progresistas, con Eugene Debs, Bill Haywood, Carlos Tresca, Emma Goldman y Alejandro Berkman. Pero las ideas por sí solas escribió para un bosquejo autobiográfico que no pudo concluir- no significaban gran cosa para mí. Yo tenía que ver. En mi vagabundear por la ciudad no podía sino advertir la fealdad de la pobreza y toda su causa de males, la cruel desigualdad entre los ricos que tenían demasiados automóviles y los pobres que no tenían suficiente para comer. No fueron los libros los que me enseñaron que los obreros producían toda la riqueza del mundo, la cual iba a manos de quienes no la ganaban. Su toma de conciencia resulta ciertamente de la experiencia directa, pero su sensibilidad y sus lecturas le predispusieron para ello. La época ayudaba también. Los sindicalistas revolucionarios norteamericanos, los llamados wobblies de la IWW (Industrial Worker of the World), la organización revolucionaria mas implantada de la historia de los Estados Unidos, eran hombres tan fascinantes como Big Bill Haywood -sobre el que Reed intentó escribir un libro y que, curiosamente, también murió en Moscú donde se refugió al ser perseguido en su país- enemigos de la colaboración de clases. Los wobblies habían protagonizado luchas muy duras en todos los centros industriales de los Estados Unidos, y en febrero de 1913 encabezaron la huelga de la región de Patterson, Nueva Jersey. Allí se trasladó Reed junto con algunos de sus amigos para apoyar al proletariado. En la gran huelga textil de Paterson, Nueva Jersey, trabajó con Haywood, Tresca, Elizabeth Gurley Flynn y otros sindicalistas de la IWW. Su testimonio muestra que dominaba ya las mejores cualidades del periodismo revolucionario: simplicidad, belleza, emoción, profundidad. El comienzo de su crónica es ejemplar: Hay una guerra en Patterson, Nueva Jersey. Pero es un curioso tipo de guerra. Toda la violencia es obra de un bando: los dueños de las fábricas. Su servidumbre, la policía, golpea a los hombres y mujeres que no ofrecen resistencia y atropella a multitudes respetuosas de la ley. Sus mercenarios a sueldo, los detectives armados, tirotean y matan apersonas inocentes. Sus periódicos, el Paterson Press y el Paterson Cali, incitan al crimen publicando incendiarios llamados a la violencia masiva contra los líderes de la huelga. Su herramienta, el juez Carrol, impone pesadas sentencias a los pacifistas obreros capturados por la red policiaca. Controlan de modo absoluto la policía, la prensa, los juzgados. Se les enfrentan cerca de veinticinco mil trabajadores de la seda, de los cuales quizá diez mil participan activamente. Su arma es el piquete de huelga. Déjenme contarles lo que vi en Paterson y entonces podrán decir ustedes cuál de los sectores en lucha es ‘anarquista’ y contrario a los ideales norteamericanos. Detenido y condenado sumariamente por desafiar a un policía, sintió la injusticia hasta en el trato que recibió, porque él como intelectual, fue tratado con guante blanco por los mismos que asesinaban a los trabajadores. Entusiasmo con aquella batalla de la lucha de clases, Reed criticó a los reformistas, ajenos a la lucha, una lucha que ganó las simpatías de la bohemia de Greenwich Village lo que permitió una efímera, pero luminosa conexión entre el arte y el proletariado militante. Pensando en aquellos obreros ennoblecidos por algo más grande que ellos mismos, Reed sugirió la posibilidad de montar un gran espectáculo teatral que serviría para hacer propaganda cara a la resistencia, para conseguir fondos económicos. Cuatro meses más tarde la función tuvo lugar gracias al apoyo de diversos sindicatos. El espectáculo que fue un éxito para la propaganda, pero no para conseguir fondos, lo describe así Robert Rosenstone: Los actores representaban vívidamente sucesos en los que habían participado: los piquetes masivos, la llegada de la policía, las brutales peleas entre gendarmes y huelguistas, los tiros a la multitud que habían matado a un obrero, la procesión fúnebre y el entierro [...] del desfile del primero de mayo con banderas al vuelo y estruendo de bandas y la reunión final en la que unánimemente juraban nunca regresar al trabajo mientras no se satisficiera la exigencia de una jornada de ocho horas [...] El público, en gran parte de trabajadores neoyorquinos más unos cuantos bohemios y simpatizantes de clase media, se levantó a unir sus voces al primer canto de ‘La Internacional’ [...] Salvada la sutil distancia entre actor y espectador, la multitud era una con los huelguistas: abucheaba a la policía, rugía al unísono canciones revolucionarias, responda a las palabras de Tresca, Haywood Flynn [...] hasta los solemnes momentos del funeral, presenciado en actitud estática mientras las lágrimas corrían por muchas mejillas. Cabalgando con Pancho Villa Convertido ya en un personaje bastante conocido (Aunque apenas se halla a medio camino entre los veinte y los treinta años, y hace sólo cinco que salió de Harvard -escribió Walter Lippmann- John Reed tiene ya una leyenda), Reed sintió una gran atracción por la revolución mexicana, en cuya vorágine pensaba forjar su personalidad como individuo y artista. Olvidó los miedos, abandonó a Mabel Dodge y consiguió contratos con el diario Metropolitan y más tarde con el World; también tenía que escribir para The Masses y otras revistas progresistas. Cruzó Río Grande, viajó hasta al cuartel del general Urbina en Durango y no tardó en encontrarse en el campo de batalla. A lo largo de un año y medio, consiguió ganarse la confianza de los revolucionarios y terminó involucrándose activamente en la guerra revolucionaria. La primera ciudad mexicana que visitó fue Ojinaga que había sido tomada y recuperada cinco veces. Apenas si algunas casas tenían techo, y todas las paredes mostraban hendiduras de bala de cañón. En aquellas habitaciones vacías, estrechas, vivían los soldados, sus mujeres, sus caballos, gallinas y cerdos robados en la campiña circunvecina, los fusiles, hacinados en los rincones, las monturas, apiladas entre el polvo, los soldados, harapientos, escasamente algunos poseían un uniforme completo. Desde allí envió una nota al general Mercado que resultó interceptada por el general Orozco, rival del anterior que le escribe: Estimado y honorable señor. Si usted pone un pie en Ojinaga, lo colocaré ante el paredón y con mi propia mano tendré el gran placer de hacerle algunos agujeros por la espalda. Fue la primera vez pero no la ultima que corrió graves peligros. Poco tiempo después se encontró con Pancho Villa que apareció a la cabeza de sus tropas en un amanecer del desierto. Los federales resistieron durante un tiempo razonable -justamente dos horas- o, para ser minucioso, hasta que Villa con su batería y galopando junto a las bocas de los cañones, persiguió al enemigo hasta hacerlo cruzar el río en una huida. Con los apuntes tomados sobre el terreno escribió Reed otro de sus libros memorables: México insurgente, obra en la que combina un estilo literario preciso, objetivo, fiel a la verdad, como es propio del periodismo, con una extraordinaria calidad formal y gran cuidado por los detalles y las descripciones, tanto del paisaje como de los grandes personajes revolucionarios mexicanos. Esta es la descripción que pone en boca de Pancho Villa del papel imperialista desempeñado por los españoles en México en contra de la revolución: Nosotros los mexicanos hemos tenido trescientos años de experiencia con los españoles. No han cambiado en carácter desde los conquistadores. No les pedimos que mezclaran su sangre con la nuestra. Los hemos arrojado dos veces de México y permitido volver con los mismos derechos que los mexicanos; y han usado esos derechos para robarnos nuestra tierra, para hacer esclavo al pueblo y para tomar las armas contra la libertad. Apoyaron a Porfirio Díaz. Fueron perniciosamente activos en política. Fueron los españoles los que fraguaron el complot para llevar a Huerta al Palacio Nacional. Cuando Madero fue asesinado, los españoles celebraron banquetes jubilosos en todos los Estados de la República. Considero que somos muy generosos [con los españoles]. Reed no contempla la guerra y la revolución solamente a través de las batallas y la política, la reconstruye a través de un extenso campo de detalles que nos permiten ver más allá de lo que habitualmente nos enseñan los libros de historia o las películas. Describe, entre otras cosas, el país del general Urbina del que oye contar cosas como ésta: Es bueno para los asuntos del campo, que es tanto como decir que es un bandido y asaltante con mucho éxito [...] Hace pocos años era un peón igual que nosotros; ahora es un general y un hombre rico. En otra ocasión escucha las lamentaciones de un viejo campesino que ha perdido sus reses con las requisiciones de que no se haya enriquecido a pesar de ser un alto mando, pero al mismo tiempo, se siente orgulloso con su rectitud. De otro campesino explica:No olvidaré muy pronto el cuerpo famélico y los pies descalzos de un viejo con cara de santo que habló pausadamente así: ‘La revolución es buena. Cuando concluya no tendremos hambre, nunca, nunca si Dios es servido. Pero es larga y no tenemos alimentos que comer y ropas que ponernos. Porque el amo se ha ido lejos de la hacienda; no tenemos herramientas ni animales para trabajar y los soldados se llevan todo nuestro maíz y nuestro ganado’. La esclavitud que el pofirismo y después el huertismo impone a los peones o pelados queda perfectamente manifiesta en sus trabajos. Pasa por una zona pacífica en la que sus habitantes no participan en el esfuerzo revolucionario. A su pregunta, ¿por qué no pelean los pacíficos? la respuesta es: Ellos no lo necesitan ahora. No tienen ni rifles ni caballos como nosotros. Están ganando, ¿y quién alimentará a las tropas si nosotros no sembramos? No señor. Pero si la revolución pierde, entonces no habrá más pacíficos. Nos levantaremos con nuestros cuchillos y nuestros látigos. Un médico, dedicado de pleno a sus menesteres le explica: Esta revolución, recuérdelo, es una lucha del pobre contra el rico -reflexionó un momento y comenzó a desvestirse. Mirando su mugrienta camiseta, el doctor me hizo el honor de expresar la única frase que sabía en inglés: ‘Tengo muchos piojos’. La revolución mexicana fue, al mismo tiempo, una revolución democrática constitucional que encarna el liberal Francisco Madero, y una revolución social agraria contra los latifundistas que representan, cada uno a su manera, Pancho Villa y Emiliano Zapata. Es también una revolución anticlerical A pesar de las consabidas excepciones, los curas toman partido por los señores. Reed asiste a una comida donde las palabras reaccionarias de un clérigo hace decir a uno de los viandantes: ¡La revolución tendrá que ajustar cuenta con los curas! Villa y Zapata los odian, confiscan sus bienes, propugnan la separación de la Iglesia y el Estado. En 1916, la prensa norteamericana acusó a Villa de una serie de crímenes detrás de los cuales Reed y sus amigos vieron la mano del gran capital norteamericano que poseía grandes intereses en México. Reed ya famoso por su libro México insurgente volvió a defender de nuevo la revolución mexicana y confió a sus amigos que estaba dispuesto a reunirse con sus viejos camaradas en contra del ejército estadounidense. En 1970 Paul Leduc rodó México insurgente en 16 mm. ampliada a 35 mm. que está considerada como una de las 25 mejores películas del cine mexicano. Corresponsal en la guerra imperialista Al iniciarse en 1914 la guerra imperialista en Europa fue enviado allá y visitó el frente en compañía del dibujante Boardman Robinson. Los dos estuvieron en los Balcanes y en Rusia, donde escribió La guerra en la Europa oriental (1916), ilustrada por Robinson. Durante la guerra Reed volvió a demostrar la unión entre sus ideas revolucionarias y su capacidad de cronista. Su definición de lo que significa esta guerra es bastante contundente: [Este] es un período de profunda desilusión, de amargo despecho, para quienes creímos que las naciones estaban llegando a la edad adulta, y que algún día los Estados Unidos del Mundo permitirían el florecimiento de algunas ideas maravillosas para la reconstrucción de la sociedad humana, en que la tierra sería prolífica como un campo de primavera. Y he aquí a las naciones lanzadas una a la garganta de la otra. Como perros y con tan poca razón. Estos caballeros militares nos presentan el sublime espectáculo de cada nación de Europa armada para defenderse contra todas las demás, de pánicos mutuos, malentendidos, espionaje y amenazas; y el arte, la industria, el comercio, la libertad individual, la vida misma, pagando impuestos para mantener monstruosas máquinas de muerte [...] En verdad, este militarismo es algo mucho más fuerte de lo que nunca imaginábamos. Ya no es una expresión del impulso humano primario de combate; es una ciencia, y los ejércitos de conscriptos europeos han impregnado de ella cada hogar. Es lo único que el hombre de la calle no pone en tela de juicio. La tácita aceptación de la necesidad de tremendos armamentos por parte de la burguesía europea, evasora de impuestos, hace del militarismo el hecho culminante de nuestro tiempo. Esta guerra parece ser la expresión suprema de la civilización europea. De nuevo se lanzó al teatro de los acontecimientos para contar unos hechos sobre los cuales ya había tomado partido. Su desprecio contra ese fiero sentimiento irracional llamado patriotismo, no le impidió comprender que este sentimiento había impregnado, al menos en un primer estadio, el corazón de las masas y había emborrachado hasta a la socialdemocracia. En nombre de la patria y de la democracia, muchos de los escritores y artistas de su tiempo, muchos de sus amigos se enfangaron en esa vasta ciénaga de sentimiento bélico, de venganza, despecho, patriotismo en que se había convertido la civilización occidental. Salvo una minoría que representaron hombres como el internacionalista alemán Carlos Liebknecht -que Reed entrevistó en la clandestinidad- y el pacifista inglés Bertrand Rusell al que apoyó con estusiasmo-, el resto se había dejado llevar por un deseo que mataba todo lo bueno del hombre, su intelecto, sus sueños de amor y libertad, el arte y la literatura, y habían dejado paso a la barbarie. Como periodista viajó por Europa y conoció directamente los horrores de la guerra. En Europa Oriental estuvo bastante tiempo y tuvo ocasión de relacionarse estrechamente con los rumanos, los servios y los rusos. Vio en ellos ciertos rasgos de sencillez y humanidad que había encontrado en los mexicanos, pero mientras estos últimos estaban imbuidos por sentimientos revolucionarios, los pueblos europeos se mostraban atraídos por los ideales reaccionarios que alimentaban la guerra. En Rusia estuvo de detenido durante dos semanas y fue seguido benévolamente por la Ojrana, la policía zarista. Se sintió fascinado por este gran país donde intuyó un fuego poderoso y destructor que opera en sus entrañas y se apercibió de que los revolucionarios rusos no eran diletantes sino auténticos profesionales. Cuando el 2 de abril de 1917, el congreso votó a petición del pacifista Wilson a favor de la entrada de Estados Unidos en la guerra, acabó toda una época, lo mismo que había acabado en Europa. En nombre de los valores americanos se persiguió con saña a los progresistas. Los que habían apoyado aires renovadores como el de Rooselvelt -que por cierto, expresó personalmente su deseo de fusilar a Reed-, se convirtieron al patrioterismo. Los internacionalistas, los sindicalistas de la IWW, los intelectuales progresistas de The Masses fueron calumniados, perseguidos, multados, sus oficinas asaltadas, sus periódicos prohibidos y no pocos de ellos asesinados, linchados a la vieja usanza. Muy joven John Reed había alcanzado la cumbre del del periodismo en los Estados Unidos. Se le reconocía como el mejor corresponsal de guerra, en el momento en que principiaba la lucha en Europa. Todos se lo disputaban, lo querían atraer por su nombre, por la calidad de sus relatos. Pero no era ese su camino. De vuelta de Europa, se convirtió en uno de los dirigentes internacionalistas y escribió una y otra vez contra la guerra donde le dejaron publicar. Dijo con ironía que una regla segura de seguir es que hoy en día, cuando oigas a la gente hablar de ‘patriotismo’, no quites la mano de tu reloj. Pero más seriamente apuntó sobre los beneficiarios de la guerra, contra los grandes capitalistas y las grandes compañías, señalando nombres y apellidos de los manipuladores camuflados detrás de las asociaciones patrioteras. Explicó a los obreros que harían bien en darse cuenta de que su enemigo no es Alemania, ni Japón; su enemigo es ese 2 por ciento de Estados Unidos que posee el 60 por ciento de la riqueza nacional, esa banda de ‘patriotas’ sin escrúpulos que ya le han robado cuanto tenía y ahora planean hacerlo soldado para que les defienda el botín. Nosotros abogamos por que el trabajador prepare su defensa contra dicho enemigo. Esta es nuestra preparación. Conoció entonces a Louise Bryant. El impacto que le causó se refleja en esta emocionada nota escrita pocos días después de su primer contacto: La presente va para decir, en lo principal, que me he enamorado de nuevo, y que creo haber hallado por fin a la mujer de mi vida. Ninguna certeza al respecto, desde luego. Ella no quiere. Es dos años menor que yo, indómita y recta, valiente, bella y graciosa a la vista. Amante de toda aventura del espíritu y la mente, realista con un precioso desdén del estatismo y la fijeza. Rehúsa atarse y atar [...] trabajó en publicidad, tuvo éxito, lo dejó en la cresta de la ola; estuvo cinco años en un diario, tuvo gran éxito, lo dejó al madurar y querer algo mejor. Y en este vacío espiritual, este suelo no fertilizado, ha crecido (no me imagino cómo) para ser una artista, una individualista rampante y gozosa, una poeta y una revolucionaria. Esta mujer excepcional fue primordial en los años siguientes para Reed, que no exageraba en su descripción, aunque había nacido cuatro años antes de lo que le dijo. Amante del arte y de la revolución, difícilmente podría encontrar Reed alguien más parecida a él mismo. También trabajó en The Masses así como en la revista anarquista Blast, de Alexander Berkman. Situado en contra de la corriente patriotera, Reed tuvo que enfrentarse con un contexto hostil. Hasta su madre le recriminó su actitud, pero él reafirmó una y otra vez que aquella no era su guerra, que de ser enrolado -no lo fue por su enfermedad del riñón- no pelearía, porque para él esta guerra significa una fea locura de chusma que crucifica a quienes dicen verdades, asfixia a los artistas, relega a la reforma, las revoluciones y el funcionamiento de las fuerzas sociales. En Estados Unidos, los ciudadanos que se oponen a la entrada de su país en la rebatiña europea son ya motejados de ‘traidores’, y a los que protestan contra la restricción de nuestros magros derechos de libre expresión se les llama ‘lunáticos peligrosos’ [...] Durante muchos años, este país va a ser la peor morada para los hombres libres. En la primavera de 1917 comienza a escribir una autobiografía, que quedará inconclusa, titulada Casi treinta años, y establece el siguiente balance de su vida: Tengo veintinueve años y sé que éste es el fin de una parte de mi vida, el fin de la juventud. A veces me parece que con él termina también la juventud del mundo; ciertamente la gran guerra nos ha hecho algo a todos. Pero es asimismo el principio de una nueva fase de la vida y el mundo en que vivimos está tan lleno de raudo cambio, color y sentido que apenas puedo evitar imaginarme las espléndidas y terribles posibilidades del tiempo por venir. Durante los últimos diez años he recorrido la tierra de un lado a otro empapándome de experiencia, lucha y amor, viendo y oyendo, probando cosas. He viajado por toda Europa, y a las fronteras de Oriente, a México, empeñado en aventuras; viendo hombres inmolados y quebrantados, victoriosos y risueños, hombres con visiones y hombres con sentido del humor. He mirado a la civilización cambiar y ensañarse, endulzarse a lo largo de mi vida, y he tratado de ayudar; y la he visto marchitarse y desmoronarse en el rojo estallido de la guerra [...] Aún no estoy del todo harto de mirar, pero llegaré a estarlo; eso lo sé. Mi vida futura no será lo que ha sido. Y por ello quiero detenerme un minuto, y ver hacia atrás, orientarme. En la revolución de octubre Las noticias de la revolución rusa llegan en este preciso momento de la vida de Reed. Superó con dificultades los problemas administrativos y confirmó los medios económicos necesarios. Estuvo en Rusia entre setiembre de 1917 y febrero de 1918 viviendo, en el sentido pleno de la palabra, en el corazón de los acontecimientos. Sin perderse ningún acto importante, hablando con todos, Reed fue anotando sus impresiones en un cuaderno y más tarde pudo escribir su obra cumbre, Diez días que estremecieron al mundo, una auténtica obra maestra de periodismo revolucionario que durante algún tiempo fue manual escolar en Rusia. El pensamiento de Reed evolucionó con la revolución. Deslumbrado por el extraordinario espectáculo de masas, distingue entre los primeros tiempos del régimen democrático, donde tanto la situación interior del país como la capacidad combativa de su ejército mejoró indudablemente, pese a la confusión propia de una gran revolución, que había dado inesperadamente la libertad a los ciento sesenta millones que formaban el pueblo más oprimido del mundo. No obstante, la ‘luna de miel’ duró poco. Las clases poseedoras querían una revolución política, que se limitase a despojar del poder al zar y entregárselo a ellas. Querían que Rusia fuese una república constitucional como Francia o Estados Unidos, o una monarquía constitucional, como Inglaterra. En cambio, las masas populares deseaban una auténtica democracia obrera y campesina. Para los socialistas, que se atenían al esquema de la revolución en dos etapas, una primera que tenía que ser burguesa y dirigida por la burguesía liberal y otra, que tendría lugar en otra época histórica y que sería de carácter socialista, y en su intervención se preocupaban más de respetar la dirección burguesa del proceso revolucionario abierto que de las tareas democráticas. Así pronto llegaron a decir que la revolución consta de dos actos: la destrucción del viejo régimen de vida y la construcción del nuevo. El primer acto se ha prolongado bastante. Hora es de pasar al segundo y hay que efectuarlo lo más rápido posible, pues un gran revolucionario decía: ‘Apresurémonos, amigos míos, a terminar la revolución. Quien hace la revolución demasiado larga no saborea sus frutos’. Desde el primer momento, Reed se identifica con el pueblo revolucionario y con los bolcheviques. La burguesía sobre todo la extranjera- [no puede] comprender las ideas que mueven a las masas rusas. Resulta muy difícil decir que no tienen sentido del patriotismo, el deber, el honor; que no se someten a la disciplina ni aprecian los privilegios de la democracia; que en suma son incapaces de gobernarse. Pero en Rusia todos estos atributos del Estado demócratico burgués han sido reemplazados por una nueva ideología. Hay patriotismo, pero es la fidelidad a la hermandad internacional de la clase trabajadora; hay deber, y por él se muere alegremente, pero es el deber hacia la causa revolucionaria; hay honor, pero es una nueva especie de honor, basada en la dignidad de la vida humana y la felicidad y no en lo que una imaginaria aristocracia de sangre y riqueza ha decretado apto para sus ‘caballeros’; hay disciplina: disciplina revolucionaria [...] y las masas rusas se muestran capaces no sólo de gobernarse, sino de inventar toda una nueva forma de civilización. Comprobó cómo la burguesía liberal temía más a la revolución y al pueblo que a ninguna otra cosa y cómo apoyó a Kornilov, y cómo las posiciones de los socialistas moderados se basaba en el apoyo a una clase social que se oponía a las libertades democráticas. Reed contempla el proceso revolucionario como algo natural: Si me preguntaran qué considero lo más característico de la revolución rusa, diría: la vasta sencillez de sus procesos. Como la vida rusa que describen Tolstoi y Chejov, como el curso mismo de la historia rusa, la revolución parecía dotada de la paciente inevitabilidad de la savia que asciende en primavera, de las mareas oceánicas. La revolución francesa, en sus causas y su arquitectura, siempre me ha parecido esencialmente un asunto humano, criatura del intelecto, teatral; la revolución rusa, en cambio, es como una fuerza de la naturaleza. Refiriéndose al carácter hablador de las masas durante 1789, afirmó que aquello no era nada comprado con 1917 donde las masas hablaban por los codos. En todas partes, entre la tropa, en la calle, en los teatros, en los actos, Reed encontraba el detalle, el comentario, que reflejaban la actitud de las distintas clases sociales, de las opuestas posiciones políticas. También describió con gran vigor a los principales actores, y a los hombres y mujeres anónimos que empujaron la rueda de la historia. Magistral en su retrato de Lenin: Eran exactamente las 8'40 cuando una atronadora ola de aclamaciones y aplausos anunció la entrada de la presidencia y de Lenin -el gran Lenín- con ella. Era un hombre bajito y fornido, de gran calva y cabeza abombada sobre robusto cuello. Ojos pequeños, nariz grande, boca ancha y noble, mentón saliente, afeitado, pero ya asomaba la barbita tan conocida en el pasado y en el futuro. Traje bastante usado, pantalones un poco largos para su talla. Nada que recordase a un ídolo de las multitudes, sencillo, amado y respetado como tal vez lo hayan sido muy pocos dirigentes en la historia. Líder que gozaba de suma popularidad -y líder merced exclusivamente a su intelecto- ajeno a toda afectación, no se dejaba llevar por la corriente, firme, inflexible, sin apasionamientos efectistas, pero con una poderosa capacidad para explicar las ideas más complicadas con las palabras más sencillas y hacer un profundo análisis de la situación concreta en el que se conjugaba la sagaz flexibilidad y la mayor audacia intelectual. Reed tuvo ocasión de comprobar personalmente la extrema modestia de Lenin, su aversión a toda mistificación, cuando con ocasión de uno de los Congresos de la Internacional Comunista, intentó, junto con otros congresistas, levantarlo y vitorearlo; Lenin se enfadó y los obligó a declinar el empeño. En su obra, estructurada como una obra dramática, no oculta su toma de posición. Este gesto fue entendido hasta por sus críticos y adversarios, porque comprendieron que en una obra histórica como en una obra de arte -y los Diez días son ambas cosas-, la sinceridad es más importante que la falsa objetividad. No oculta tampoco su admiración por los soviets en los que distingue una forma de democracia muy superior a la que conocía en su propio país. Tampoco esconde su admiración por los bolcheviques: Los bolcheviques -dice en el prólogo de su libro- a mi modo de ver, no son una fuerza destructora, sino el único partido en Rusia que posee un programa constructivo y con suficiente poder para llevarlo a la práctica. Si en aquel momento -en Octubre-, para mí no cabe la menor duda de que ya en diciembre los ejércitos de la Alemania imperial habrían entrado en Petrogrado y Moscú, Rusia habría caído de nuevo bajo el yugo de cualquier zar. En contra de los que los tachan deaventureros, afirma que la insurrección sí, fue una aventura y por cierto una de las aventuras más sorprendentes a que se ha arriesgado la más la humanidad, una aventura que irrumpió como una tempestad en la historia al frente de las masas trabajadoras y lo puso todo a una cara en aras de la satisfacción de sus inmediatas y grandes aspiraciones. Para la edición norteamericana de la obra, Lenin escribió en 1919 el siguiente prólogo: Después de leer con vivísimo interés y profunda atención el libro de John Reed Diez días que estremecieron al mundo, recomiendo esta obra con toda el alma a los obreros de todos los países. Yo quisiera ver este libro difundido en millones de ejemplares y traducido a todos los idiomas, pues ofrece una exposición veraz y escrita con extraordinaria viveza de acontecimientos de gran importancia para comprender lo que es la revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado. Estas cuestiones son ampliamente discutidas en la actualidad, pero antes de aceptar o rechazar estas ideas es preciso comprender toda la trascendencia de la decisión que se toma. El libro de John Reed ayudará sin duda a esclarecer esta cuestión, que es el problema fundamental del movimiento obrero mundial. Tras la muerte de Reed, Nadia Krupskaia, la mujer de Lenin, escribió el siguiente prólogo para la edición rusa: ‘Diez días que estremecieron al mundo’, así tituló John Reed su magnífico libro. En él se describen con extraordinaria brillantez y vigor los primeros días de la Revolución de Octubre. No es una simple relación de hechos ni una recopilación de documentos: es una serie de escenas vivas, tan típicas que cada uno de los participantes de la revolución recordará escenas análogas de las cuales fue testigo. Todos estos cuadros, tomados de la vida, transmiten mejor que nada el estado de ánimo de las masas, estado de ánimo sobre el fondo del cual se comprende mejor cada acto de la Gran Revolución. Parece raro a primera vista cómo pudo escribir este libro un extranjero un norteamericano que no conocía la lengua del pueblo ni sus costumbres [...] Aparentemente debería incurrir a cada paso en cómicos errores. deberían pasársele muchas cosas esenciales. Los extranjeros escriben de otra manera acerca de la Rusia Soviética. O no comprenden en absoluto los acontecimientos consumados o toman hechos aislados, no siempre típicos, y los generalizan. Cierto, fueron poquísimos los testigos de la revolución. John Reed no fue un observador indiferente, era un apasionado revolucionario, un comunista que comprendía el sentido de los acontecimientos, el sentido de la gran lucha. Esta comprensión le dio la perspicacia sin la cual no se habría podido escribir un libro así. Los rusos también escriben de otro modo acerca de la Revolución de Octubre: la enjuician o describen los episodios en que han tomado parte. El libro de Reed ofrece un cuadro general de una auténtica revolución de las masas populares y por eso tendrá gran importancia, particularmente para la juventud, para las futuras generaciones, para aquellos que considerarán la Revolución de Octubre va como historia. El libro de Reed es, en cierto modo, una epopeya. Algunos de los momentos culminantes de la revolución quedaron inmortalizados en su obra, como la votación a favor de la paz que consiguió, tras un tenso debate, la unanimidad. Reed escribe: Un impulso inesperado y espontáneo nos levantó a todos de pie y nuestra unanimidad se tradujo en los acordes armoniosos y emocionantes de La Internacional. Un soldado viejo y canoso lloraba como un niño. Alejandra Kolontai se limpió a hurtadillas una lágrima. El potente himno inundó la sala, atravesó ventanas y puertas y voló al cielo sereno. ¡Es el fin de la guerra! ¡Es el fin de la guerra! decía sonriendo alegremente mi vecino, un joven obrero. Cuando terminamos de cantar La Internacional y guardábamos un embarazoso silencio, una voz gritó desde las filas traseras: ‘¡Compañeros! ¡Recordemos a los que cayeron por la libertad!’ Y entonamos la Marcha Fúnebre, lenta y melancólica que es también un canto triunfal, profundamente ruso y conmovedor. Porque La Internacional, al fin y al cabo, es un himno creado en otro país. La Marcha Fúnebre ponía al desnudo todo el alma de las masas oprimidas, cuyos delegados estaban reunidos en aquella sala, construyendo con sus vagas visiones la nueva Rusia y tal vez algo más grande. El internacionalismo era algo que formaba parte inseparable de la revolución rusa. Había que construir el socialismo en un país atrasado, de mayoría campesina y destrozado por la guerra, cercado internacionalmente. De ahí que, cuando todavía no había concluido totalmente la guerra civil, los bolcheviques pusieron en marcha su idea la III Internacional, idea que habían alimentado junto con otros internacionalistas desde 1914. Uno de los primeros delegados naturales de esta idea fue John Reed. Como la embajada norteamericana le ponía toda clase de inconvenientes para volver a su país, fue nombrado cónsul de la República Rusa en Nueva York, pero no fue necesario. Pudo llegar -tras ser detenido en Cristiana- a Manhattan el 28 de abril de 1918. Desde entonces puso todo su empeño en contrarrestar la campaña antibolchevique. La gran prensa y los grandes intereses, hablaban de todo lo que suele hablar la reacción cuando se trata de acontecimientos revolucionarios: les atribuye falsamente todos los crímenes que el terror blanco suele cometer, asesinatos en masa, violaciones, destrucción de ciudades... Fundador del Partido Comunista de Estados Unidos Reed volvió a multiplicar sus actividades, escribiendo artículos y hablando en conferencias. En octubre de 1918 escribe varios de sus mejores artículos en El Libertador, una revista nortemericana de carácter revolucionario, fundó y dirigió La voz del trabajo, y participó también en las redacciones de La edad revolucionaria y El comunista. Por aquel entonces visitó a Gene Debs, el noble dirigente del movimiento obrero norteamericano. Éste se encontraba ya bastante viejo, pero le expresó a Reed todo su apoyo a la revolución. La antorcha había cambiado de manos. Reed había pasado a ser un dirigente revolucionario, y se convirtió en uno de los objetivos de la policía. La represión que se abatió contra los progresistas y los wobblies fueron otra vez severamente juzgados, y hasta el viejo Debs volvió a ser condenado a diez años de prisión por sus declaraciones internacionalistas. La burguesía comenzó a temer una tentativa revolucionaría, sobre todo cuando tras la guerra, Europa conoció grandes jornadas revolucionarias; en Estados Unidos tuvo lugar la primera huelga general de su historia y llegaron a aparecer tentativas soviéticas en Portland. Al igual que ocurrió en otros sitios, en Estados Unidos el comunismo nació dividido en dos partidos porque, aunque hasta aquel momento Reed había sido hostil hacia el partido socialista, al que consideraba reformista, se volvió hacia él, tratando de cambiarlo desde dentro. El partido había ganado un fuerte apoyo electoral como consecuencia del agitado período y por las esperanzas suscitadas por la revolución rusa. Sin embargo, Reed criticó a la fracción procomunista que prescindió de dar la batalla en el interior de la socialdemocracia, por lo que pronto se convirtió en la principal figura del ala izquierda de ésta, donde trabajó por convertir al Partido Soscialista en la vanguardia de la clase trabajadora. Abogó por una nueva formación política ligada a la Internacional Comunista, producto de la unión entre los mejores socialistas y los wobblies. Explicó cómo los bolcheviques, que eran una secta a principios de 1917 habían logrado protagonizar y culminar un proceso revolucionario. Sin embargo, Reed no pudo triunfar porque era imposible cambiar al viejo partido desde dentro. Dos factores de gran importancia lo impidieron: el primero fue la descomunal represión que destrozó federaciones enteras de un partido que no estaba acostumbrado a soportar tamañas embestidas, y el segundo fue el propio aparato del partido, la fracción reaccionaria que no titubeó en desmontar federaciones enteras, en expulsar a dirigentes significativos para conseguir una mayoría que de otra manera no hubiera conseguido. En desacuerdo con los primeros fundadores, Reed proclamó el Partido Comunista Obrero, que se desarrolló en solitario y que trató de aplicar las líneas maestras del bolchevismo a la psicología de la clase obrera norteamericana. Más tarde, gracias a la Internacional Comunista, los dos partidos se unificaron en uno solo. Caza de brujas contra Reed Cuando una comisión del Senado se dedicó a hacer un informe contra el bolchevismo basándose en las más absurdas patrañas, Reed y Louise Bryant, que había estado con él en Rusia y que escribió otro libro sobre el tema, Seis meses en la Rusia roja, se aprestaron voluntariamente a declarar. El clima creado por los senadores era tal que Louise explotó y les dijo: Parece que me están juzgando por brujería. Reed compareció la tarde siguiente, en medio de una tempestad periodística de calumnias, falsedades e intoxicaciones, por lo demás característica de la prensa estadounidense desde entonces. La democracia burguesa, declaró ante el Senado, no es más que una democracia superficial donde el verdadero poder está en manos de los grandes intereses que manipulan a su antojo la vida electoral, y llamó a los trabajadores a abandonar sus ilusiones en un sistema que los explotaba. La misión de los comunistas era demostrar que la democracia política es una farsa. Sabiendo lo duro que significaba para sus compatriotas el término dictadura del proletariado, habló de los terribles dolores de parto que traería al mundo la comunidad socialista. En todos sus escritos políticos Reed mostró una especial sensibilidad por el arte y por el papel de los artistas en la revolución. Creía que en la nueva sociedad, los artistas pasarían a ser honrados y apoyadosy los productos de su genio serían propiedad de todo el mundo. Cuando volvió a Rusia, una de las cosas que más le impresionó fue el extraordinario desarrollo de la actividad cultural y artística en un país asolado por los desastres. En el II Congreso de la Internacional Comunista A finales de 1919 volvió de nuevo a Rusia y encontró que las condiciones se habían endurecido extremadamente: entre 1919 y 1920 murieron cerca de nueve millones de personas por la guerra civil y el cerco imperialista. Se entrevistó con Lenin y conoció a Maiakovski. Pero sobre todo viajó por el país con credenciales del Partido bolchevique en las condiciones más arriesgadas y difíciles, entrevistando a campesinos y mineros, compartiendo el frío, el hambre y la miseria de la población, enfundado en su largo abrigo y gorro de piel. Ninguno de los extranjeros que llegaron a Rusia en esos primeros años vió y conoció tanto sobre las condiciones de vida del pueblo durante ese verano y primavera de 1920. Sensible a toda forma de iniquidad e injusticia, regresaban de sus viajes con relatos que partían el alma del oyente. Con los obreros y campesinos hablaba como representante del comunismo de su país y fue nombrado miembro del Comité Ejecutivo de la III Internacional. Cuando intentaba retornar a Estados Unidos fue detenido en Helsinki con un minúsculo cargamento de diamantes con los que la Internacional quería ayudar al incipiente comunismo americano. Detenido y confinado en una lóbrega mazmorra, Reed cayó gravemente enfermo. Sus eternos enemigos, los funcionarios de las embajadas americanas que ya le habían puesto obstáculos en otros viajes suyos, hicieron todo lo posible para evitar que pudiera regresar a su tierra. Tuvo que volver a Rusia donde participó activamente en el II Congreso de la Internacional Comunista como delegado norteamericano. Al Congreso aportó Reed una tesis sobre la opresión racial de los negros, que suponía uno de los primeros textos marxistas sobre la cuestión. Cuando se trató la cuestión sindical y la mayoría argumentó a favor de trabajar en el seno de los sindicatos reformistas en contra de la minoría que era o bien antisindicalista o bien defendían la creación de sindicatos revolucionarios independientes, Reed se sintió afectado exclusivamente en lo que se refería al trabajo en el seno de la AFL. Desde siempre había admirado a la IWW y despreciado el sindicalismo ultrarreformista de la AFL. Su polémica al respecto con Radek y Zinoviev fue agria y desagradable, pero finalmente aceptó el criterio mayoritario. También intervino en el Congreso de los Pueblos Oprimidos en Bakú, donde asistieron un importante grupo de nacionalistas de países colonizados. Disconforme con la posición demagógica de Zinoviev que trató de diluir las diferencias políticas existentes, Reed habló sobre lo que significaba Estados Unidos dentro de la cadena imperialista y del papel que tendrían que jugar los comunistas desde dentro de las entrañas del monstruo. Cuando Louise lo encuentra al regresar de Bakú en el mes de setiembre, era ya un moribundo. Los médicos diagnosticaron una fuerte gripe, pero después no dudaron que se trataba de tifus. El día 17 de setiembre, con sólo 32 años, falleció y el 23 fue enterrado en medio de grandes honores. Dirigentes bolcheviques como Nicolás Bujarin y Alejandra Kolontai pronunciaron sendos discursos en su honor. Fue enterrado en las murallas del Kremlin como un héroe de la revolución de octubre, porque como escribió Nadia Krupskaia en el prólogo a la traducción rusa de Diez días que estremecieron al mundo: John Reed se unió por entero a la revolución rusa. Amaba y quería a la Rusia Soviética. En ella sucumbió del tifus y está sepultado al pie de la Muralla Roja. Quien describió el sepelio de los caldos de la revolución, como lo hizo John Reed, es digno de este honor. La imagen de Reed, un personaje de la cultura y la política norteamericana identificado con la revolución rusa, ha sido una espina clavada en el corazón del imperialismo norteamericano. Fue uno de los grandes comunistas de su tiempo, una de las cumbres del periodismo revolucionario, y como tal, su nombre puede inscribirse entre aquellos que lucharon por el comunismo con toda su gigantesca alma, hasta el final de sus días. Obras de John Reed en castellano: — El libro Diez días que estremecieron al mundo fue reeditado en 2001 por Ediciones Hiru de San Sebastián, pero también se puede obtener en la Editorial Porrúa de México, en la Editorial Akal de Madrid y en la Editorial Txalaparta, 2005 — México insurgente, Sarpe, Madrid, 1985; pero también se puede obtener en la Editorial Ariel, Madrid, 1971, en la Editorial Txalaparta, 2005, y en México en la Editorial Porrúa y en Ediciones de Cultura Popular, 1974 — Relatos de John Reed, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1978 — La guerra en europa oriental, Ediciones Curso, Barcelona, 1998 y Editorial Txalaparta, 2005 — Estampas revolucionarias, Editorial Hacer, Barcelona, 1982 — Hija de la revolución y otras narraciones, Fondo de Cultura Económica, México 1972 y Editorial Txalaparta, 2005 — Hija de la revolución, Ediciones Hoy, 1931 y Editorial Txalaparta, 2005 — Robert A. Rosentone: John Reed. Un revolucionario romántico, Era, México, 1979.