097. Yo no soy nada y del polvo nací... No va de broma, ni es una invención mía, pues relato lo de un testigo presencial. Era en clase de Teología, y un alumno muy aventajado le hace con seriedad al profesor la misma pregunta que aquel del Evangelio a Jesús: -Usted qué cree, ¿son más los que se salvan o los que se condenan?... El profesor, muy serio también: - No lo sé, desde luego; porque Jesús no quiso responder directamente a lo que le preguntaba aquel curioso. Mi opinión es: solamente se condenan los pecadores soberbios. Los pecadores que son humildes, no se condenan, porque llega un momento en que se rinden a la gracia. La resistencia orgullosa a Dios es lo único que a mí me da miedo. Vivir con conciencia de pecado, y decir: ¡Yo me salvaré!, resulta fatal. Porque es igual que decirse: Dios tendrá que ceder... Mientras que el pecador consciente de su pecado, que dice humilde lo del publicano: ¡Señor, ten compasión de mí, que soy un pecador!..., ése no se pierde nunca. Al final, triunfará siempre la gracia. El testigo comentaba: -Nunca habíamos visto tan grave al profesor. En la clase podía oírse el aleteo de una mosca. Y más, cuando el profesor, muy competente y muy piadoso —lo que decimos “todo un hombre de Dios”—, concluyó: “Teman siempre el orgullo, la soberbia. Es lo único que no tolera Dios... Y amen la humildad, que rinde a Dios a nuestros mismos pies”. Acogemos la sugerencia del profesor y miramos cara a cara, como a una criatura encantadora, a la bendita humildad, que arrebata los ojos de Dios y se gana todos los corazones. San Agustín dice muy agudamente: -No busquen la humildad entre los filósofos, que no la van a encontrar. La humildad es solamente de Cristo. Y decía bien. Porque el mismo Jesucristo se propuso a Sí mismo como ejemplo de lo que el mundo no ha entendido nunca: -Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el descanso para vuestras almas. La humildad de Cristo es la oposición más grave que encontró Satanás contra su orgullo. Satanás y todos sus ángeles no pudieron pecar más que de orgullo y envidia: se alzaron contra Dios, y en su pecado permanecen. Después, conforme a lo que él es, Satanás inyectó el orgullo en el hombre con aquel “seréis como dioses” a Adán y Eva, y el hombre caído tiene metido dentro el orgullo como herencia maldita del diablo. ¿Remedio contra esa enfermedad diabólica?... Apareció en el mundo cuando se presentó Jesucristo revestido de humildad. La humildad de Jesucristo es la que destrozó el imperio de Satanás. Es cierto que la lucha sigue, pero la victoria final será del humilde Jesús y la derrota de Satanás el soberbio. Porque esto es lo interesante: Jesús, ensalzado en los cielos y con el mismo poder y majestad que Dios, sigue humilde; y Satanás, hundido en la mayor degradación del infierno, sigue tan soberbio como siempre. Es curiosa la anécdota de los Padres del desierto, transmitida por San Antonio Abad, y que se ha contado tantas veces. Se le aparece el demonio a Macario, y le confiesa furioso: -No puedo nada contra ti. Me vences siempre. Macario, más humilde que nunca, le contesta: -No sé por qué te puedo vencer yo en algo. Tú me dirás. El demonio empieza su lista: -Tú ayunas; pero yo no como nunca, y ni sé lo que es un bocado... Tú velas por las noches, y yo no he dormido jamás un instante... Si eres casto, yo no he conocido mujer... Aquí Macario: -Entonces, ¿en qué te venzo?¿Ya te humillas ante Dios y los demás, como yo?... Y ahora el demonio: -¿Yo humillarme?¡Jamás! Por eso Dios está contra mí, y no puedo yo contra ti nunca. Ante la humildad desapareció el demonio, para no presentarse ya más. Y la historia sigue. Los seguidores del Maligno son el orgullo personificado, mientras que los seguidores de Cristo son la humildad encarnada. Una humildad que se esconde siempre y siempre aparece encantadora cuando se la descubre, como ella misma se describe a la poetisa que un día la encontró: Habito en cáliz de oculta violeta, el mundo me mira con rara piedad. Yo soy de los santos la amiga discreta. ¡Yo soy la Humildad! (Alberta Jiménez) Una mujer extraordinaria ve cómo crecen en virtud sus compañeras, y ella siente gran emulación. No se desanima, y se propone: - No seré yo nunca una gran santa; pero me desquitaré siendo muy humilde. Se equivocaba, porque cuanto más humilde se hacía ella, más santa la hacía Dios. Por algo en la Iglesia la llamamos Santa Magdalena Sofía Barat... Es lo mismo que le pasaba a Francisco de Borja, marqués y virrey, uno de los hombres más señalados en la sociedad de su tiempo. Junto a su patrono Francisco de Asís, no sabemos dónde encontrar alguien más humilde. Muere su esposa, arregla los asuntos de sus hijos, y entra en la naciente Compañía de Jesús. Siete veces le ofrecen los Papas de su tiempo hacerlo Cardenal, y las siete se esconde... Por las calles va apegado a las paredes de las casas para que no le mire la gente, porque se figura ser el deshecho de la Iglesia y del mundo. Y se firma en sus escritos: Francisco el Pecador, hasta que su superior San Ignacio de Loyola le manda quitarse un apellido semejante... Los hombres y mujeres humildes se parecen al Jesús humilde de la Hostia Santa: cuanta más riqueza de Dios encierran, más se esconden a la vista de todos... El profesor temía sólo un pecado, el del orgullo, y quería sobre todo una virtud: la humildad. La que dice siempre a Dios: Yo no soy nada y del polvo nací... Y la que hace a Dios decir: A esta nada yo la convierto en oro; a este polvo yo lo hago todo luz...