Puro don es la dote de la tierra

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Puro don es la dote de la tierra
Las parteras de Egipto/14 - La "ley del manto del pobre",
fundamento de una economía distinta.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 09/11/2014
“Si un hombre contrae una deuda y da en pago a su mujer y a
sus hijos e hijas, o si los entrega en servidumbre, éstos
trabajarán durante tres años en casa del comprador o de
aquel que los tenga a su servicio; pero al cuarto año
recobrarán su libertad” (Código de Hammurabi).
Para entender el gran mensaje de las ‘diez palabras’, don de
Elohim-YHWH, y volverlo a vivir aquí y ahora, nos haría falta
una cultura de la alianza, una civilización de las promesas
fieles, capaz de establecer pactos y de reconocer el valor del
‘para siempre’. En cambio, nuestro tiempo se caracteriza por la transformación de
todos los pactos en contratos. Una característica que ha ido creciendo en intensidad,
hasta cubrir los restantes sonidos del concierto de la vida en común. Lo vemos con
enorme claridad en las relaciones familiares, pero también en el mundo de trabajo,
donde las relaciones laborales, que en Siglo XX se concebían y se describían
recurriendo al registro relacional del pacto, hoy tienden a ceñirse exclusivamente al
contrato.
Es como si la moneda pudiera compensar los sueños, los proyectos, las esperanzas y
el desarrollo personal, sobre todo de los jóvenes. Estamos perdiendo el principio
básico de toda civilización capaz de futuro: dar crédito a los jóvenes, darles
confianza cuando todavía no la merecen porque no han tenido oportunidad de
merecerla. El crédito y la confianza entregados hoy, mañana serán devueltos a otra
generación de jóvenes. El trabajo crece y vive en esta amistad y solidaridad a través
del tiempo, se alimenta de esta reciprocidad inter-temporal. Sin este generoso
relevo generacional no se crea trabajo, o se crea mal, porque falta el humus de la
gratuidad y de los pactos. Pero esto ya no lo entendemos. Nos estamos perdiendo y
tal vez necesitemos volver a ver la nube y el fuego, y a oír el trueno del Horeb.
Necesitamos profetas, necesitamos sus ojos y su voz.
Mientras Moisés escucha las diez palabras dentro de la nube del Sinaí, el pueblo ‘ve’
los signos de la presencia de Dios, y siente miedo: “Dijeron a Moisés: ‘Habla tú con
nosotros, que podamos entenderte, pero que no hable Dios con nosotros, no sea que
muramos’.” (Ex 20,19). Moisés responde: “No temáis” (20,20). Aquí, en las faldas del
monte, repite las mismas palabras – “no temáis” - que había pronunciado al lado del
mar, cuando el pueblo se sentía acorralado entre los egipcios y el muro de las aguas
(14,13). Los profetas son siempre necesarios, pero cuando el miedo es colectivo son
indispensables.
Fuera de Egipto, el pueblo se va haciendo poco a poco a la idea de un Elohim
distinto, que le ha liberado de la esclavitud, que le ama y es misericordioso con él.
Pero el proceso es largo y difícil, porque la experiencia religiosa del hombre antiguo,
incluida la de los pueblos que rodean a Israel, está hecha primordialmente de miedo,
temor y culpa. Hay que sacrificar a los dioses los mejores animales y ofrecerles las
primicias para que aplaquen su ira y sean benignos. YHWH ofrece a su pueblo otra
experiencia religiosa, otro ‘temor de Dios’ (20,20) que no es miedo a la divinidad sino
‘temor a salir de la alianza con YHWH’. Esta revelación de un rostro distinto de Dios
es un proceso lento y accidentado, que se desarrolla en un espacio y un tiempo
concretos.
Esta dimensión histórica y geográfica de la Torah se ve con enorme fuerza y claridad
en el llamado ‘Código de la Alianza’, una larga y admirable colección de normas,
recomendaciones y leyes, una especie de comentario, aplicación y concreción del
decálogo. En estos capítulos del Éxodo se advierte el eco (muy nítido a veces) de las
leyes de los pueblos semitas, del código de Hammurabi, y de la gran sabiduría
popular madurada en el dolor y el amor de la gente durante siglos y milenios. El
pueblo, que tiene un Dios distinto, un Elohim que habla pero a quien no se ve, quiere
poner esas palabras de sabiduría, dolor y amor, como contorno de las diez palabras
de YWHW, dándoles una dignidad altísima. Con esas palabras terrenas quiere
responder al don de las palabras celestes. Es la dote de la tierra, el regalo por las
bodas de la Alianza, la respuesta al don de la Ley. La Alianza es reciprocidad porque,
entre otras cosas, es un diálogo entre el cielo y la tierra, donde las palabras inéditas
y nuevas que desgarran la nube se encuentran con las palabras terrenas florecidas en
las heridas amadas de la historia del Adam, creado a imagen de la voz que pronuncia
las diez palabras. Así, el Éxodo nos dice que el asno reventado por el peso, el buey
que cocea y mata, el feto de la mujer esclava y la fiesta de la cosecha pueden estar
al lado del ‘No matarás’ y ‘No te harás ídolos’. Todo es palabra que salva y libera.
Aquí, en esta amalgama de palabras del cielo y palabras de la tierra, está el corazón
del humanismo bíblico.
Engarzadas en este gran ‘Código de la Alianza’, se encuentran auténticas perlas
eternas de civilización, que deben llegar hasta nuestros días, para cambiarlos o al
menos darles una sacudida, para poner en crisis nuestras certezas. “Cuando compres
un esclavo hebreo, servirá seis años, y el séptimo quedará libre sin pagar rescate”
(21,2). También en Israel había esclavos (aunque de forma relevante sólo después de
la monarquía). También en el pueblo de un Dios que se presenta en el Sinaí como
libertador de la esclavitud, había esclavos. Es una de las paradojas de la encarnación
de la palabra en la historia, que, sin embargo, nos dice muchas cosas. Estos esclavos
eran personas ‘compradas’ (qnh es el verbo que se usa para comprar con moneda),
deudores insolventes que perdían la libertad porque no conseguían devolver los
préstamos recibidos. Y junto con ellos muchas veces acababan en la esclavitud sus
mujeres, sus hijos y, sobre todo, sus hijas (21,3-5).
Esta forma de esclavitud por las deudas sigue bien presente en nuestro capitalismo,
donde muchos empresarios y ciudadanos, casi siempre pobres, caen en la esclavitud
sólo porque no consiguen pagar sus deudas. Y así pierden, también hoy, su libertad,
su casa, sus bienes, su dignidad y no pocas veces incluso su vida. Entre los esclavos
por deudas también hay, hoy como ayer, incautos, especuladores inexpertos y
pardillos; pero también hay empresarios, trabajadores y ciudadanos honrados que
simplemente han caído en desgracia. La Biblia nos recuerda (como en el caso de Job)
que también el justo puede caer en desgracia, sin ninguna culpa. No todos los
deudores insolventes son culpables. Algunos son personas que han quedado reducidas
a una situación de esclavitud no sólo por los mafiosos y usureros, sino también por las
sociedades financieras y los bancos protegidos por nuestras ‘leyes’, que con
demasiada frecuencia son escritas por los poderosos contra los débiles. Pero
nosotros, a diferencia del pueblo del Sinaí, no logramos llamar por su nombre
(‘esclavos’) a estos desventurados y no hay ninguna ley que los ponga en libertad al
terminar el séptimo año. Sin embargo esa antigua Ley lleva milenios repitiéndonos
que ninguna esclavitud debe ser para siempre, porque antes que deudores somos
habitantes de la misma tierra e hijos del mismo cielo, y por ello verdaderos
hermanos y hermanas. Porque la riqueza que poseemos y que prestamos a otros,
antes que propiedad privada nuestra, es don recibido, providencia, porque ‘mía es
toda la tierra’ (19,5). El reconocimiento de que la riqueza y la tierra que poseemos
no son un dominio absoluto, puesto que antes son don, inspira toda la legislación
bíblica sobre el dinero y sobre los bienes. Por el contrario, cuando nosotros hoy
pensamos que nuestra riqueza es una conquista individual y un mérito, las deudas
nunca se perdonan, los esclavos nunca se liberan, y la justicia se convierte en
filantropía. El dominio absoluto del individuo sobre las cosas es un invento típico de
nuestra civilización, pero no es la lógica del Sinaí, no es la verdadera ley de la vida.
Dentro de este gran marco hay que leer también las palabras del Código de la Alianza
acerca de los deberes para con el enemigo, la prohibición de pedir interés por el
dinero prestado al indigente, la ley del manto: “Si ves caído bajo la carga el asno del
que te aborrece, no rehúses tu ayuda. Acude a ayudarle” (23,5). No basta con
levantar al asno desfallecido por piedad hacia el animal, sino que ese incidente debe
convertirse en ocasión de reconciliación con el hermano-enemigo que te aborrece.
Ningún enemigo deja por eso de ser hermano, y el dolor del humilde asno debe
convertirse en camino para recomponer la fraternidad rota.
“Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al pobre que habita contigo, no serás con él
un usurero; no le exigirás interés” (22,24). Al indigente no se le presta con ánimo de
lucro, no se especula con la pobreza. En cambio, en el sistema económico que hemos
construido fuera de la Alianza, los que son reducidos a esclavitud por unos intereses
abusivos e insostenibles son sobre todo los pobres y no los ricos ni los poderos. Y los
pobres siguen gritando. “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo
devolverás al ponerse el sol, porque con él se abriga; es el vestido de su cuerpo.
¿Sobre qué va a dormir, si no? Clamará a mí, y yo le oiré, porque soy compasivo”
(22,26).
Deberíamos intentar escribir una nueva economía a partir de la ‘ley del manto del
pobre’. O, al menos, imaginarla, soñarla y desearla, si queremos ser dignos de la voz
del Sinaí. Deberíamos imprimir estas palabras del Éxodo y pegarlas en las jambas de
nuestros bancos, en las puertas de las agencias tributarias, en las salas de los
tribunales, en los atrios de nuestras iglesias. Demasiados pobres son abandonados en
la noche ‘desnudos y sin manto’ y mueren de frío en nuestras opulentas ciudades.
Pero no faltan personas, animadas por carismas, que oyen su grito y cada noche
cubren con sus mantos a muchos pobres en las estaciones del mundo. No son
suficientes para cubrir todas las pieles desnudas de día y de noche, que son
demasiadas. Pero su presencia da vida y verdad a las antiguas palabras de vida, que
así pueden hablarnos con más fuerza, sacudirnos y no dejarnos dormir tan tranquilos
al calor de nuestros muchos mantos.
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