U I C I D I O Este azote m oderno, el ruido, ¿logrará al fin exterm inar la hum anidad o m odificará ésta su aparato auditivo hasta el punto d e que sea insensible a to d a m anifestación ru idosa? H e ahí el dilem a que el tiem po se encargará d e dilucidar. P ero entretanto, el m undo p ad ece y yo poseo en secreto el testim onio verídico de un suicidio ocurrido re cientem ente en esta com arca. En circunstancias extrañas, claro está, para los que aun creen en la posibitidad de descu b rir una nueva m odalidad en las m últiples formas del suicidio, p ero d e una lógica aplastante a nada que se estudien los an tec edentes del suceso. Y o no he q uerido dar hasta ahora cuenta a las au to ridad es judiciales, por lo que al final explicaré. Lo singular del caso es que el suicida era vecino de R entería y nadie se p ercató de su desaparición. A quel caballerito de la triste figura era un hom b re culto, sim pático, am able, irónico y ocurrente en sus narraciones. Enjuto de carnes, casi frágil y venerab le por su ancianidad, am aba con singular pasión la música, la arm onía, y sin duda por eso sentía un odio concentrado hacia el bom bo y las chindatas. T ransitaba p or las calles con paso leve. H abía pensado llegar hasta la supresión de los tacones para p o d e r deslizarse más sigilosam ente, p ero le era im posible su straerse a aquel estrép ito de esta p equeña urbe. El h ub iera qu erid o vivir en un am biente de paz y sosiego, que nada ni nadie tu rbara la tranquilidad de su espíritu, p ero el p ro greso, irreconciliable enem igo de to d a placidez, se em peñaba más y más en to rtu rarle, en atorm entarle con sus mil horrísonos ruidos. El fragoroso carraspeo de los innúm eros altavoces y el rechinar de los ro d ám en es de tranvías, le hacían apretu jar la quijada en una crispación de nervios. Sin dar tiem po al más ligero alivio, venían inm ediatam ente los au to cares de servicio con las detonaciones del escap e libre, o bligándole a d e sear a sí mismo la m uerte fulm inante. O tras veces, ese hum or estrep ito so y de mal gusto que p resid e las fiestas callejeras con sus im prescindibles co h etes, bom bas, risas... pum, y el obligado num erito am enizador de la charanga del perínclito C am acho, le exasperaban más aún, p ero cuando llegaba al colm o su indignación, era en aquel trágico m om ento en que los serenos, para anunciar el cierre de los establecim ientos y d em ostrar la m ajestad de su autoridad, usaban d e sus sendas porras b atiendo las puertas y ventanas con un pum -pum pum, que más sem ejaba el com ienzo de la guerra eu ro p ea que el prevenir el cum plim iento de una obligación. Eso no había quien pu diera resistir y m enos en el solem ne instante en que se ventilaba la su erte de un ordago a la g rande. Asi, d esesp erad o , febril, enferm o, y rem em orando aquello de Fray Luis d e León : Oh campo, oh monte, oh río, Oh secreto seguro deleitoso, Roto casi el navio A vuestro almo reposo, Huyo de aqueste mar tempetuoso, resolvió ausentarse definitivam ente d e este pueblo tan alb o ro tad or. Un m ontón d e libros selecto s y una sola b araja fueron to d o su bagaje. A quéllos para am enizar los m om entos de la soled ad cam pestre. Esta para hacer más solitarios. Ya pensaba que había resuelto todo, p ero ¡oh T IR A IN O d ecep ció n ! La recó n d ita aldea elegida para su liberación, no era lo que su im aginación le había hecho figurar. No tard ó veinticuatro horas en convencerse de que su mal era fatalm ente irrem ediable. A quel entusiasm o que había puesto en los p re parativos de su desplazam iento y el cuidado que tuvo en elegir un caserío, sito en Jaizquibel, en la v ertiente que da al mar, de nada le sirvieron. El había soñado con estrenar su nueva mansión un día riente, esplendo roso, p ero la pura casualidad, o m ejor la mala costum bre clim atérica de este país, quiso que le cupiera en turno un día cargado de nubes pardas, tristón, presagiando aguaceros. C ansino y reso p lan d o llegó al caserío a la hora en que tod o estaba recogido. Ni el más leve rum or. A sí da gusto — em pezó a m usitar — y se acostó. P ero... ¿qué era aquéllo? ¿Q u é música extraña e infernal era la p roducida por aquel quejum broso colchón? H abrá que habituarse — se dijo— o p ro curaré una inm obilidad absoluta. C onsolado con este m ágico descubrim iento, intentó conciliar el sueño. Im posible. H abía em pezado a llover y en el interior d e su habitación surgió una g o tera p e rtinaz, rítm ica. La ech ecoand re, que conocía p erfectam ente la trayecto ria de aquel truncado hilillo acuático, había puesto un barreño con cabida suficiente para co n ten er to d a aquella am argura de nuestro protagonista. Tan, tan, tan, tam... ¿S e hab rá vuelto loco el reloj o querrá devorar d e una vez todas las horas que lleva en el buch e? En vano p reten d ió inyectar ánim o a su cada vez más d e p rim ido espíritu porque, im portuno, un gallo fanfarrón, estrem eció el aire con un quiquiriquí de inflexiones estrid en tes y poco después, una clueca, con sus chitos, bailaban un rigodón a lre d ed o r de la casa y las vacas m ugían, com o vaciándose y fu eran a anunciar el juicio final. N ada, d e hoy no pasa, exclam ó enérgico. C om p raré un rev ó lv er y haré dos agujeritos en la tapa d e mis sesos. P ero bruscam ente se contuvo frenado por la siguiente reflexión : Y o que he sido ya roto, aniquilado p o r este ruido que me envuelve, consentiré m orir sintiendo de antem ano la d e to nación del pistoletazo? N o ; y en un impulso irre sistible abandonó tem prano aquella fatídica estancia en la que tantas esperanzas d e redención había cifrado, y alejándose no m ucho, buscó y halló lugar y postura para p o n er fin a .sus m uchas trib ulaciones. El tre p a r p o r un árbol y colgarse, no le se dujo. Eso era una vulgaridad. M iles y miles habían hecho lo mismo antes que él. El quería d ejar a la p o sterid ad un hito nuevo en los anales del suicidio y lo consiguió, p o rq u e al poco tiem po apareció en los p eriódicos esta b re v e reseña : «En las inmediaciones del caserío Errotabe ha sido hallado el cadáver de un hombre, muerto al parecer por asfixia, porque aparecía con los oídos taponados, con los pies atados y la cabeza envuelta en un amasijo de ropas, teniendo en una mano una baraja completa y en la otra un tomo de «Sin novedad en el frente». Al que m e diga que este relato no es verídico re sp o n d eré q u e yo adm ito todas las objeciones, m enos la d e afirm ar que no p u ed e existir la p o sibilidad de q u e haya ocurrido. Y si he dem orado la publicidad d e este suceso, ha sido por no v e rme traído y llevado p o r la prensa y p or d edicar este S IL E N C IO com o hom enaje al infortunado amigo, víctim a del R U ID O . , é