SELECCIÓN POEMAS GENERACIÓN DEL 27 PEDRO SALINAS (1892 – 1951) (La voz a ti debida, 1934) Yo no necesito tiempo para saber cómo eres: conocerse es el relámpago. ¿Quién te va a ti a conocer en lo que callas, o en esas palabras con que lo callas? El que te busque en la vida que estás viviendo, no sabe mas que alusiones de ti, pretextos donde te escondes. Ir siguiéndote hacia atrás en lo que tú has hecho, antes, sumar acción con sonrisa, años con nombres, será ir perdiéndote. Yo no. Te conocí en la tormenta. Te conocí, repentina, en ese desgarramiento brutal de tiniebla y luz, donde se revela el fondo que escapa al día y la noche. Te vi, me has visto, y ahora, desnuda ya del equívoco, de la historia, del pasado, tú, amazona en la centella, palpitante de recién llegada sin esperarte, eres tan antigua mía, te conozco tan de tiempo, que en tu amor cierro los ojos, y camino sin errar, a ciegas, sin pedir nada a esa luz lenta y segura con que se conocen letras y formas y se echan cuentas y se cree que se ve quién eres tú, mi invisible. Para vivir no quiero islas, palacios, torres. ¡Qué alegría más alta: vivir en los pronombres! Quítate ya los trajes, las señas, los retratos; yo no te quiero así, disfrazada de otra, hija siempre de algo. Te quiero pura, libre, irreductible: tú. Sé que cuando te llame entre todas las gentes del mundo, sólo tú serás tú. Y cuando me preguntes quién es el que te llama, el que te quiere suya, enterraré los nombres, los rótulos, la historia. Iré rompiendo todo lo que encima me echaron desde antes de nacer. Y vuelto ya al anónimo eterno del desnudo, de la piedra, del mundo, te diré: «Yo te quiero, soy yo». Todo dice que sí. Sí del cielo, lo azul, y sí, lo azul del mar; mares, cielos, azules con espumas y brisas, júbilos monosílabos repiten sin parar. Un sí contesta sí a otro sí. Grandes diálogos repetidos se oyen por encima del mar de mundo a mundo: sí. Se leen por el aire largos síes, relámpagos de plumas de cigüeña, tan de nieve, que caen, copo a copo, cubriendo la tierra de un enorme, blanco sí. Es el gran día. Podemos acercarnos hoy a lo que no habla: a la peña, al amor, al hueso tras la frente: son esclavos del sí. Es la sola palabra que hoy les concede el mundo. Alma, pronto, a pedir, a aprovechar la máxima locura momentánea, a pedir esas cosas imposibles, pedidas, calladas, tantas veces, tanto tiempo, y que hoy pediremos a gritos. Seguros por un día —hoy, nada más que hoy— de que los «no» eran falsos, apariencias, retrasos, cortezas inocentes. Y que estaba detrás, despacio, madurándose, al compás de este ansia que lo pedía en vano, la gran delicia: el sí. Qué alegría, vivir sintiéndose vivido. Rendirse a la gran certidumbre, oscuramente, de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, me está viviendo. Que cuando los espejos, los espías, azogues, almas cortas, aseguran que estoy aquí, yo, inmóvil, con los ojos cerrados y los labios, negándome al amor de la luz, de la flor y de los nombres, la verdad trasvisible es que camino sin mis pasos, con otros, allá lejos, y allí estoy besando flores, luces, hablo. Que hay otro ser por el que miro el mundo porque me está queriendo con sus ojos. Que hay otra voz con la que digo cosas no sospechadas por mi gran silencio; y es que también me quiere con su voz. La vida -¡qué transporte ya!- ignorancia de lo que son mis actos, que ella hace, en que ella vive, doble, suya y mía. y cuando ella me hable de un cielo oscuro, de un paisaje blanco, recordaré estrellas que no vi, que ella miraba, y nieve que nevaba allá en su cielo. Con la extraña delicia de acordarse de haber tocado lo que no toqué sino con esas manos que no alcanzo a coger con las mías, tan distantes. Y todo enajenado podrá el cuerpo descansar, quieto, muerto ya. Morirse en la alta confianza de que este vivir mío no era sólo mi vivir: era el nuestro. Y que me vive otro ser por detrás de la no muerte. Lo que eres me distrae de lo que dices. Lanzas palabras veloces, empavesadas de risas, invitándome a ir adonde ellas me lleven. No te atiendo, no las sigo: estoy mirando los labios donde nacieron. Miras de pronto a los lejos. Clavas la mirada allí, no sé en qué, y se te dispara a buscarlo ya tu alma afilada, de saeta. Yo no miro adonde miras: yo te estoy viendo mirar. Y cuando deseas algo no pienso en lo que tú quieres, ni lo envidio: es lo de menos. Lo quieres hoy, lo deseas; mañana lo olvidarás por una querencia nueva. No. Te espero más allá de los fines y los términos. En lo que no ha de pasar me quedo, en el puro acto de tu deseo, queriéndote. Y no quiero ya otra cosa más que verte a ti querer Ayer te besé en los labios. Te besé en los labios. Densos, rojos. Fue un beso tan corto que duró más que un relámpago, que un milagro, más. El tiempo después de dártelo no lo quise para nada ya, para nada lo había querido antes. Se empezó, se acabó en él. Hoy estoy besando un beso; estoy solo con mis labios. Los pongo no en tu boca, no, ya no —¿adónde se me ha escapado?—. Los pongo en el beso que te di ayer, en las bocas juntas del beso que se besaron. Y dura este beso más que el silencio, que la luz. Porque ya no es una carne ni una boca lo que beso, que se escapa, que me huye. No. Te estoy besando más lejos. Perdóname por ir así buscándote tan torpemente, dentro de ti. Perdóname el dolor, alguna vez. Es que quiero sacar de ti tu mejor tú. Ése que no te viste y que yo veo, nadador por tu fondo, preciosísimo. Y cogerlo y tenerlo yo en alto como tiene el árbol la luz última que le ha encontrado al sol. Y entonces tú en su busca vendrías, a lo alto. Para llegar a él subida sobre ti, como te quiero, tocando ya tan sólo a tu pasado con las puntas rosadas de tus pies, en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo de ti a ti misma. Y que a mi amor entonces, le conteste la nueva criatura que tú eras. No. Tengo que vivirlo dentro, me lo tengo que soñar. Quitar el color, el número, el aliento todo fuego, con que me quemó al decirmelo. Convertir todo en acaso, en azar puro, soñándolo. Y así, cuando se desdiga de lo que entonces me dijo, no me morderá el dolor de haber perdido una dicha que yo tuve entre mis brazos, igual que se tiene un cuerpo. Creeré que fue soñado. Que aquello tan de verdad, no tuvo cuerpo, ni nombre. Que pierdo una sombra, un sueño más. No quiero que te vayas dolor, última forma de amar. Me estoy sintiendo vivir cuando me dueles no en ti, ni aquí, más lejos: en la tierra, en el año de donde vienes tú, en el amor con ella y todo lo que fue. En esa realidad hundida que se niega a sí misma y se empeña en que nunca ha existido, que sólo fue un pretexto mío para vivir. Si tú no me quedaras, dolor, irrefutable, yo me lo creería; pero me quedas tú. Tu verdad me asegura que nada fue mentira. Y mientras yo te sienta, tú me serás, dolor, la prueba de otra vida en que no me dolías. La gran prueba, a lo lejos, de que existió, que existe, de que me quiso, sí, de que aún la estoy queriendo. JORGE GUILLÉN (1893 – 1984) (Cántico, 1928-50) (Que van a dar en la mar, 1960) Alguna vez me angustia una certeza, Y ante mí se estremece mi futuro. Acechándolo está de pronto un muro Del arrabal final en que tropieza La luz del campo. ¿Mas habrá tristeza Si la desnuda el sol? No, no hay apuro Todavía. Lo urgente es el maduro Fruto. La mano ya lo descorteza. ...Y un día entre los días el más triste Será. Tenderse deberá la mano Sin afán. Y acatando el inminente Poder diré sin lágrimas: embiste, Justa fatalidad. El muro cano Va a imponerme su ley, no su accidente. EL DESCAMINADO . ¡Si pudiese dormir! Aun me extravío por este insomnio que se me rebela. No sé lo que detrás de la cancela me ocurre en mi interior aún más sombrío. Denso, confuso y torpe, me desvío de lo que el alma sobre todo anhela: mantener encendida esa candela propia sin cuya luz yo no soy mío. ¡"Descaminado enfermo"! Peregrina tras mi norma hacia un orden, tras mi polo de virtud va esa voz. El mal me parte. Quiero la luz humilde que ilumina cuerpo y alma en un ser, en uno solo. Mi equilibrio ordinario es mi gran arte. (A la altura de las circunstancias, 1963) ARS VIVENDI Sí, vomité, rechacé, mundo, lo que nos sobraba. Pero te guardé mi fe. Presentes sucesiones de difuntos Quevedo Pasa el tiempo y suspiro porque paso, Aunque yo quede en mí, que sabe y cuenta, Y no con el reloj, su marcha lenta - Nunca es la mía - bajo el cielo raso. Calculo, sé, suspiro - no soy caso De excepción - y a esta altura, los setenta, Mi afán del día no se desalienta, A pesar de ser frágil lo que amaso. Ay, Dios mío, me sé mortal de veras. Pero mortalidad no es el instante Que al fin me privará de mi corriente. Estas horas no son las postrimeras, Y mientras haya vida por delante, Serás mis sucesiones de viviente. GERARDO DIEGO (1896 – 1989) (Amor solo, 1952) (Alondra de verdad, 1941) Ya sólo existe una palabra: tuya. Ángeles por el mar la están salvando cuando ya se iba a hundir, la están alzando, calentando sus alas. ¡Aleluya! Las criaturas cantan: «Aunque huya, aunque se esconda a ciegas sollozando, es tuya, tuya, tuya. Aunque nevando se borre, aunque en el agua se diluya» . «Tuya» , cantan los pájaros, los peces mudos lo escriben con sus colas de oro: Te, u, y griega, a, sí, tuya, tuya. Cantádmela otra vez y tantas veces, a ver si a fuerza de cantar a coro. « ¿Tú? ¿Ya? ¿De veras?» «Sí. Yo, Tuya. Tuya.» SUCESIVA Déjame acariciarte lentamente, déjame lentamente comprobarte, ver que eres de verdad, un continuarte de ti misma a ti misma extensamente. Onda tras onda irradian de tu frente y mansamente, apenas sin rizarte, rompen sus diez espumas al besarte de tus pies en la playa adolescente. Así te quiero, fluida y sucesiva, manantial tú de ti, agua furtiva, música para el tacto perezosa. Así te quiero, en límites pequeños, aquí y allá, fragmentos, lirio, rosa, y tu unidad después, luz de mis sueños. VICENTE ALEIXANDRE (1898 -1984) (La destrucción o el amor, 1935) Cuerpo feliz que fluye entre mis manos, rostro amado donde contemplo el mundo, donde graciosos pájaros se copian fugitivos, volando a la región donde nada se olvida. Tu forma externa, diamante o rubí duro, brillo de un sol que entre mis manos deslumbra, cráter que me convoca con su música íntima, con esa indescifrable llamada de tus dientes. Muero porque me arrojo, porque quiero morir, porque quiero vivir en el fuego, porque este aire de fuera no es mío, sino el caliente aliento que si me acerco quema y dora mis labios desde un fondo. Deja, deja que mire, teñido del amor, enrojecido el rostro por tu purpúrea vida, deja que mire el hondo clamor de tus entrañas donde muero y renuncio a vivir para siempre. Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo, quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente que regando encerrada bellos miembros extremos siente así los hermosos límites de la vida. Este beso en tus labios como una lenta espina, como un mar que voló hecho un espejo, como el brillo de un ala, es todavía unas manos, un repasar de tu crujiente pelo, un crepitar de la luz vengadora, luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza, pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo. DÁMASO ALONSO (1898 – 1990) (Hijos de la ira, 1944) INSOMNIO Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna. Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla. Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid, por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo. Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches? MONSTRUOS Todos los días rezo esta oración al levantarme: Oh Dios, no me atormentes más. Dime qué significan estos espantos que me rodean. Cercado estoy de monstruos que mudamente me preguntan, igual, igual, que yo les interrogo a ellos. Que tal vez te preguntan, lo mismo que yo en vano perturbo el silencio de tu invariable noche con mi desgarradora interrogación. Bajo la penumbra de las estrellas y bajo la terrible tiniebla de la luz solar, me acechan ojos enemigos, formas grotescas que me vigilan, colores hirientes lazos me están tendiendo: ¡son monstruos, estoy cercado de monstruos! No me devoran. Devoran mi reposo anhelado, me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma, me hacen hombre, monstruo entre monstruos. No, ninguno tan horrible como este Dámaso frenético, como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos sus tentáculos enloquecidos, como esta bestia inmediata transfundida en una angustia fluyente; no, ninguno tan monstruoso como esa alimaña que brama hacia ti, como esa desgarrada incógnita que ahora te increpa con gemidos articulados, que ahora te dice: «Oh Dios, no me atormentes más, dime qué significan estos monstruos que me rodean y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche.» LUIS CERNUDA (1902 – 1963) (Los placeres prohibidos, 1931) No decía palabras, acercaba tan sólo un cuerpo interrogante, porque ignoraba que el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe, una hoja cuya rama no existe, un mundo cuyo cielo no existe. La angustia se abre paso entre los huesos, remonta por las venas hasta abrirse en la piel, surtidores de sueño hechos carne en interrogación vuelta a las nubes. Unos cuerpos son como flores, otros como puñales, otros como cintas de agua; pero todos, temprano o tarde, serán quemaduras que en otro cuerpo se agranden, convirtiendo por virtud del fuego a una piedra en un hombre. Pero el hombre se agita en todas direcciones, sueña con libertades, compite con el viento, hasta que un día la quemadura se borra, volviendo a ser piedra en el camino de nadie. Un roce al paso, una mirada fugaz entre las sombras, bastan para que el cuerpo se abra en dos, ávido de recibir en sí mismo otro cuerpo que sueñe; mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne, iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo. Auque sólo sea una esperanza porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe. Yo, que no soy piedra, sino camino que cruzan al pasar los pies desnudos, muero de amor por todos ellos; les doy mi cuerpo para que lo pisen, aunque les lleve a una ambición o a una nube, sin que ninguno comprenda que ambiciones o nubes no valen un amor que se entrega. Te quiero. Si el hombre pudiera decir lo que ama, si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo como una nube en la luz; si como muros que se derrumban, para saludar la verdad erguida en medio, pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor, la verdad de sí mismo, que no se llama gloria, fortuna o ambición, sino amor o deseo, yo sería aquel que imaginaba; aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos proclama ante los hombres la verdad ignorada, la verdad de su amor verdadero. Te lo he dicho con el viento, jugueteando como animalillo en la arena o iracundo como órgano impetuoso; Te lo he dicho con el sol, que dora desnudos cuerpos juveniles y sonríe en todas las cosas inocentes; Te lo he dicho con las nubes, frentes melancólicas que sostienen el cielo, tristezas fugitivas; Te lo he dicho con las plantas, leves criaturas transparentes que se cubren de rubor repentino; Te lo he dicho con el agua, vida luminosa que vela un fondo de sombra; te lo he dicho con el miedo, te lo he dicho con la alegría, con el hastío, con las terribles palabras. Pero así no me basta: más allá de la vida, quiero decírtelo con la muerte; más allá del amor, quiero decírtelo con el olvido. Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina por quien el día y la noche son para mí lo que quiera, y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu como leños perdidos que el mar anega o levanta libremente, con la libertad del amor, la única libertad que me exalta, la única libertad por que muero. Tú justificas mi existencia: si no te conozco, no he vivido; si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido. (Donde habite el olvido, 1934) Donde habite el olvido, En los vastos jardines sin aurora; Donde yo sólo sea Memoria de una piedra sepultada entre ortigas Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. Donde mi nombre deje Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, Donde el deseo no exista. En esa gran región donde el amor, ángel terrible, No esconda como acero En mi pecho su ala, Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento. Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya, Sometiendo a otra vida su vida, Sin más horizonte que otros ojos frente a frente. Donde penas y dichas no sean más que nombres, Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo; Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo, Disuelto en niebla, ausencia, Ausencia leve como carne de niño. Allá, allá lejos; Donde habite el olvido. (Desolación de la quimera, 1956 – 62) PEREGRINO ¿Volver? Vuelva el que tenga, Tras largos años, tras un largo viaje, Cansancio del camino y la codicia De su tierra, su casa, sus amigos, Del amor que al regreso fiel le espere. Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas, Sino seguir libre adelante, Disponible por siempre, mozo o viejo, Sin hijo que te busque, como a Ulises, Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope. Sigue, sigue adelante y no regreses, Fiel hasta el fin del camino y tu vida, No eches de menos un destino más fácil, Tus pies sobre la tierra antes no hollada, Tus ojos frente a lo antes nunca visto. No es el amor quien muere, somos nosotros mismos. Inocencia primera abolida en deseo, 5-olvido de sí mismo en otro olvido, ramas entrelazadas, ¿por qué vivir si desaparecéis un día? Sólo vive quien mira siempre ante sí los ojos de su aurora, 10-sólo vive quien besa aquel cuerpo de ángel que el amor levantara. Fantasmas de la pena, a lo lejos, los otros, los que ese amor perdieron, 15-omo un recuerdo en sueños, recorriendo las tumbas otro vacío estrechan. Por allá van y gimen, muertos en pie, vidas tras de la piedra, 20-golpeando impotencia, arañando la sombra con inútil ternura. No, no es el amor quien muere. RAFAEL ALBERTI (1902 – 1999) (Marinero en tierra, 1925) El mar. La mar. El mar. ¡Sólo la mar! ¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad? ¿Por qué me desenterraste del mar? En sueños la marejada me tira del corazón; se lo quisiera llevar. Padre, ¿por qué me trajiste acá? Gimiendo por ver el mar, un marinerito en tierra iza al aire este lamento: ¡Ay mi blusa marinera; siempre me la inflaba el viento al divisar la escollera! (Baladas y canciones del Paraná, 1953) CANCIÓN Hoy las nubes me trajeron, volando, el mapa de España. ¡Qué pequeño sobre el río, y qué grande sobre el pasto la sombra que proyectaba! Se le llenó de caballos la sombra que proyectaba. Yo, a caballo, por su sombra busqué mi pueblo y mi casa. Entré en el patio que un día fuera una fuente con agua. Aunque no estaba la fuente, la fuente siempre sonaba. Y el agua que no corría volvió para darme agua. Si mi voz muriera en tierra llevadla al nivel del mar y dejadla en la ribera. Llevadla al nivel del mar y nombardla capitana de un blanco bajel de guerra. ¡Oh mi voz condecorada con la insignia marinera: sobre el corazón un ancla y sobre el ancla una estrella y sobre la estrella el viento y sobre el viento la vela! FEDERICO GARCÍA LORCA (1898 – 1936) (Canciones, 1927) SORPRESA Muerto se quedó en la calle con un puñal en el pecho. No lo conocía nadie. ¡Cómo temblaba el farol! Madre. ¡Cómo temblaba el farolito de la calle! Era madrugada. Nadie pudo asomarse a sus ojos abierto al duro aire. Que muerto se quedó en la calle que con un puñal en el pecho y que no lo conocía nadie. (Romancero gitano, 1918) ROMANCE SONÁMBULO A Gloria Giner y a Fernando de los Ríos Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas. El barco sobre la mar y el caballo en la montaña. Con la sombra en la cintura ella sueña en su baranda, verde carne, pelo verde, con ojos de fría plata. Verde que te quiero verde. Bajo la luna gitana, las cosas le están mirando y ella no puede mirarlas. * Verde que te quiero verde. Grandes estrellas de escarcha, vienen con el pez de sombra que abre el camino del alba. La higuera frota su viento con la lija de sus ramas, y el monte, gato garduño, eriza sus pitas agrias. ¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...? Ella sigue en su baranda, verde carne, pelo verde, soñando en la mar amarga. * Compadre, quiero cambiar mi caballo por su casa, mi montura por su espejo, mi cuchillo por su manta. Compadre, vengo sangrando, desde los montes de Cabra. Si yo pudiera, mocito, ese trato se cerraba. Pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa. Compadre, quiero morir decentemente en mi cama. De acero, si puede ser, con las sábanas de holanda. ¿No ves la herida que tengo desde el pecho a la garganta? Trescientas rosas morenas lleva tu pechera blanca. Tu sangre rezuma y huele alrededor de tu faja. Pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa. Dejadme subir al menos hasta las altas barandas, dejadme subir, dejadme, hasta las verdes barandas. Barandales de la luna por donde retumba el agua. * Ya suben los dos compadres hacia las altas barandas. Dejando un rastro de sangre. Dejando un rastro de lágrimas. Temblaban en los tejados farolillos de hojalata. Mil panderos de cristal, herían la madrugada. * Verde que te quiero verde, verde viento, verdes ramas. Los dos compadres subieron. El largo viento, dejaba en la boca un raro gusto de hiel, de menta y de albahaca. ¡Compadre! ¿Dónde está, dime? ¿Dónde está mi niña amarga? ¡Cuántas veces te esperó! ¡Cuántas veces te esperara, cara fresca, negro pelo, en esta verde baranda! * Sobre el rostro del aljibe se mecía la gitana. Verde carne, pelo verde, con ojos de fría plata. Un carámbano de luna la sostiene sobre el agua. La noche su puso íntima como una pequeña plaza. Guardias civiles borrachos, en la puerta golpeaban. Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas. El barco sobre la mar. Y el caballo en la montaña.