Testimonio de Pablo Reyes

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En la familia de los Santos de los Últimos días
“Como todo joven que ha crecido dentro de una iglesia, vivía tristes y amargos
conflictos entre los sentimientos y lo que me enseñaban que “está bien”…”
Por Pablo Reyes Cantero
Como reza un texto mormón, “Yo (Pablo) nací de buenos padres…” y crecí en
una familia, la de los “Santos de los últimos días”, más conocidos como Mormones. Mis
abuelos, tíos, familia y padres por cierto son mormones.
De pequeño recibí las tiernas enseñanzas de mi madre y de las maestras de la
Primaria (escuela de niños en la iglesia), entre las cuales recuerdo a Jacqueline y a Marisol,
así como a mi abuelita, que organizaba eventos para entregar regalos a los niños de la
comunidad, de esos “a cuerda y de lata”… Entre mis más valiosos tesoros estaba un libro
animado sobre “las enseñanzas del libro de Mormón”, que me regaló mi abuelo.
Sin duda mi niñez fue inmensamente feliz y en ella fui formado como un buen
niño, junto a mis padres, que, pese a las dificultades, me dieron su amor, dedicación,
cultura y ejemplo.
Mi juventud trascurrió entre la escuela, los viajes de la familia, las actividades y
enseñanzas de la iglesia. Los principios, los valores y los testimonios crecieron en mí hasta
hacerse una convicción: sin duda alguna, yo debía servir en una misión y compartir estas
cosas con la gente.
El servicio, el compartir y ayudar a muchas personas, algunas de ellas en
circunstancias muy difíciles, hicieron crecer más mi fe, y me llevaron a dar mayor
testimonio de la felicidad que entregan las enseñanzas del Nazareno para la vida del
hombre y lo importante de seguir los preceptos de los líderes, inspirados por el Señor.
Serví en el sur de Chile, durante dos años, fielmente. En ese tiempo no puedes
visitar a la familia o llamarla por teléfono, pues estaba dedicado cien por ciento a la misión;
fui relevado del servicio en 1998 y enviado a casa “con honor”.
Ya han pasado más de diez años de eso y aún recuerdo con mucho cariño a mis
hermanos del sur, a esa gente tremendamente esforzada y con una fe que mueve montañas,
y desde luego que también a mis entrañables hermanos misioneros.
Pero al volver me reencontré con la gran lucha interna que tenía desde joven: era
gay.
Como todo joven que ha crecido dentro de una iglesia, vivía tristes y amargos
conflictos entre los sentimientos y lo que me enseñaban que “está bien”: una situación que
genera terrible pesar, pues uno siente que no está actuando como el Señor quiere o como tu
familia espera.
El entorno social hace lo propio y genera aun más ansiedad y estrés por cumplir
los cánones y roles.
En sociedades más estrictas, como la de la iglesia mormona en Estados Unidos,
esto ha causado no pocos suicidios, al extremo de que se debió crear una red de apoyo a
jóvenes mormones gays (afirmación.org), independiente y hasta antagónica con la iglesia
oficial.
Uno puede mantener en silencio o guardado su secreto, pero llega un momento en
que hay que hacerse cargo de la vida y asumir las cosas como adulto, como hombre, y
enfrentar lo que venga, lo que eres, lo que finalmente te tocó vivir.
Durante años, pasé tristezas y angustia, pensando y tratando de comprender de
qué modo Mi Dios, Nuestro Dios, el Dios de todos, el mismo de los hermanos católicos o
evangélicos, podía haberme puesto esta “prueba” que yo no era capaz de
sobrellevar. Cómo podía haberme hecho de este modo, cómo podía ser gay si era un
mormón fiel, un joven correcto e integro. ¿Sería acaso que el Padre en los cielos me había
hecho gay y mandado vivir una vida de soledad y sin amor? Porque, como en todas las
iglesias, se acepta que seas gay, con tal que no “practiques”.
Con los años comprendí que no podía ser así, que no era posible que el Dios que
por sobre todo mandaba formar familias y ser feliz, me hubiera hecho gay para vivir una
vida de tristeza y soledad. Sin duda yo era un hijo amado de Dios y seguro que este padre
amoroso no quería eso para mí.
Siempre supe que era gay, desde que tengo recuerdos sé que fue así. Y mi
amorosa familia y formación cristiana-mormona no cambió el hecho de que soy gay y que
tengo el derecho de ser feliz y tener una familia, aunque sea una familia diferente.
Sin duda esto es difícil de comprender para algunos en mi familia y sobre todo
para los líderes eclesiásticos, que, siendo hombres justos y correctos, no son perfectos.
Así, pues, asumí mi homosexualidad lo mejor posible. He tratado de llevar una
vida tranquila y lo más cercana a las enseñanzas y principios que aprendí de niño. Creo
además, que la sexualidad es solo una parte de lo que somos como personas: somos mucho
más que eso, somos hijos, nietos, hermanos, tíos, alumnos, profesionales, amigos, etc., y
creo que debemos conducirnos de acuerdo a lo que creemos, hasta lograr equilibrio, y eso
me ha hecho un hombre muy feliz.
Creo profundamente que todos debemos y tenemos la obligación -por sobre todode ser felices, que todos los hijos de Dios tiene derecho a creer, a tener fe, a tener una
familia y a sobrellevar las vicisitudes de la vida en compañía de quienes queremos.
Creo que el Señor Jesús es el Cristo, el Salvador de todos los hombres, y que Él
conoce nuestro corazón, de héteros y gays, Él sabe qué somos, conoce nuestros hechos y
nos juzgará con misericordia y justicia. Con más justicia y misericordia que sus seguidores
acá abajo.
Nadie eligió ser hétero o gay, pero sí podemos elegir cómo vivir nuestras vidas, si
de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, de Alá, o como quiera que se llame tu Dios y sus
profetas… Se puede lograr, e incluso vivir una vida agnóstica, estando llena de principios
y virtudes.
Doy testimonio del amor de Dios a todos sus hijos y de que se puede ser feliz
siendo gay y manteniendo los principios o la fe. Quizás nos pueden quitar muchas cosas,
incluso la membrecía oficial, podrán alejarse las familias o amigos, pero jamás podrán
alejarnos de lo que creemos o sentimos.
Pienso que daremos cuenta, en esta vida y en la próxima, de qué tan coherentes
somos entre lo que sentimos, profesamos y actuamos.
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