De Chiloé a Magallanes José Muñoz Cerón, Tercer Lugar Un palmetazo en la nuca me sacude la cabeza y veo salpicar las gotas de lluvia que saltan disparadas de mi pelo… un pito ensordecedor resuena en mis oídos y parece en la distancia, que oigo la voz de don Mercedes que me grita que palee más rápido que el agua me gana… ¡Más rápido mierda! – Me vuelve a gritar cuando me volteo a ver quién es el que me ha pegado. Sigo cavando y mordiendo la rabia, pienso en que ya llegará mi hora y entonces seré yo quien castigue a este maldito. Imagino que cada gota de agua es una aguja que se clava en su espinazo, quiero creer que Dios está mirando ahora, justo sobre nuestras cabezas y que Él se da cuenta de lo abusivo que es este viejo y que lo castigará pronto haciendo que las sanguijuelas de sus tobillos sean ponzoñosas… luego vuelvo a la realidad y me digo: ¡qué va a ver Dios! ¡Cómo la mierda Dios que nos dejó aquí en Bajo Pisagua! El agua viene del cielo y llueve a mi espalda salpicando la tierra entera; cada palmo de mi ropa está empapada, hasta mis huesos están mojados… desde el infierno brota también agua sucia que va llenando este hoyo que no acabo nunca de cavar… de mis ojos de mocoso quinceañero también corre agua que va llenando la fosa. Ese último día cavamos doce tumbas, los carpinteros hacían los cajones a la rápida no más porque los finados iban muriendo más ligero de lo que nosotros podíamos avanzar. Todos los días había una fila de muertos blanqueados por el agua, estaban acomodados ordenaditos: uno al ladito del otro, a unos doscientos metros de los galpones donde alojábamos. Mi padre me hablaba poco, andaba triste el viejo… él quería que hiciéramos rezos por los muertos, que los veláramos como corresponde a cristianos; decía que los finaditos se quedarían en el Purgatorio por toda la eternidad y nunca resucitarían en el juicio final si no los encomendábamos a los santos. Mi viejo era fiscal allá en Quinchao, siempre andaba con su biblia y escapularios que repartía con una bendición de la señal de la cruz a quien quisiera la protección de Dios. ¡Son tres días de velorio y nueve noches de rezos! Gritaba… Pero eso sería allá en la casa, en Chile… no acá en la Patagonia, mucho menos en este rincón perdido de la cordillera donde lo más probable es que Dios no haya puesto nunca un pie. 1 Pobre viejo, nada resultó como él había soñado. En marzo de ese año anduvo contento cosechando las papas y dejando todo listo para el invierno… tenía cebando dos chanchos grandísimos y las pipas de chicha estaban en remojo esperando a que llegara abril con sus manzanas llenas. Yo lo acompañaba a todas partes porque era su huemo… había dejado la escuela en segundo básico, pero a mi viejo eso no le importaba, él me abrazaba y me sobaba la cabeza y decía que era yo un buen trabajador… que siempre debía ser cumplido, que eso era lo más importante. “El respeto siempre por delante” me repetía una y otra vez cuando caminábamos por la playa de Quinchao a buscar tacas o navajuelas que después ahumábamos, también para el invierno. Un día de julio nos sentamos todos a la mesa, la mamá sirvió un luchicán acompañado de papas con color; mi padre por primera vez ese día me acercó un vaso de vino para el almuerzo y cuando estuvimos todos dispuestos a comer, llenó la cocina con su voz pausada y contó que le había llegado un telegrama donde lo contrataba La Compañía Explotadora del Baker, para ir a Bajo Pisagua a una temporada de madereo de ciprés… agregó muy contento que la paga era mejor que ir a la esquila a Rio Gallegos… - casi el doble me pagarán- dijo con gran entusiasmo, alzó su copa y me miró para que hiciera un salud con él, como un resorte salté para ponerme de pie y levanté mi vaso mirando a mi padre… era la primera vez que levantaba un vaso con vino y hacía un salud con mi viejo, entendí entonces que la situación lo ameritaba: estaba dando una gran noticia para la familia. - Serán unos cuatro meses de faena- continuó diciendo… - la pega es dura pero eso no le hace mella a un chilote de trabajo- Estaba muy entusiasmado, jamás había hablado tanto, mi madre atenta a sus palabras nos miraba a uno por uno, mis hermanos chicos todos muy calladitos intuyendo que era muy importante lo que estaba ocurriendo. - Y eso no es todo…- dijo tratando de poner suspenso para una noticia todavía mayor. - Esta vuelta la haré con mi hijo, que es mi brazo derecho y juntos ganaremos el doble de plata más encima. La noticia me sorprendió tanto como me entusiasmó, nos llevamos los vasos a la boca y luego de eso, el almuerzo continuó con una alegría poco usual... sólo a mi madre se le escaparon un par de lágrimas, pero al preguntarle si estaba todo bien, asintió con la cabeza y limpiando sus manos en el delantal... dijo que se le había olvidado darle trigo a los pollos, y salió al patio un buen rato. Después todo pasó rápido, nos embarcamos en el Vapor Dalcahue junto a unos doscientos obreros más y cruzamos el golfo inmenso, dejamos a nuestra espalda las lomas de Chiloé y nos adentramos en un paisaje de canales y cordilleras que crecían ante mis ojos... jamás había visto yo semejantes murallones, las alturas cordilleranas eran ajenas para mí. ¡Canales tan estrechos! A ratos creía que podría haber agarrado, sólo estirando los brazos, 2 alguno de los ganchos de los coihues que pendían de las costas... ¡Seguro el barco tendría que pasar raspando sus costillas! Lobos de mar por miles saltaban sorprendidos a nuestro paso, los patos quetros corriendo sobre el mar... todos los bichos asustados con el ruido del Vapor... las únicas que no se asustaban eran las toninas que nos siguieron todo el viaje; recuerdo claramente que el cahuel huaique que siempre habíamos visto de muy lejos, ahora se nos cruzó con su parsimonia acostumbrada, a no más de cincuenta metros en un canal frente a Isla Magdalena. Después de una semana de viaje, pasado el Cabo Tres Montes, nos adentramos por la costa del Golfo de Penas siguiendo curso sureste; llegamos a destino caída ya la tarde. Desembarcamos en botes, luego bajamos las herramientas y finalmente los víveres... Nada había en Bajo Pisagua... trabajamos duro acomodando la carga, casi a media noche hicimos unas diez fogatas y nos tiramos en el suelo a dormir arrebozados en unas pocas pilchas y a esperar el día siguiente para comenzar la faena de desembarcar la carga inmensa que traíamos. El encargado era un gringo de Inglaterra, un viejo alto y de bigotes gruesos... terco el hombre, cuando se le ponía una idea no tesaba y todos teníamos que agachar el moño y con buena cara no más. Muchos trabajadores tenían la pega de abrir una senda en medio del monte... dicen que saldría para el lado de Argentina esa huella. Otros estaban de carpinteros construyendo unos galpones y barracas... nosotros con mi viejo vinimos de madereros; Cortábamos unos cipreses hermosos y hacíamos postes, tablones y tablas... después también tejueliábamos... Durísima la pega en esas cordilleras, llovía toditos los días de Dios; barro había y trabajar en el monte era penoso... a puro hombro sacábamos lo palos de diez metros. Pero mi padre me afirmaba el ánimo y me decía que así no más era la cosa, que los hombres de trabajo eran sacrificados... Trágicamente todo cambió unos meses después. El barco que debería venir a los seis meses a traernos bastimentos no llegó; comíamos carne salada y tortillas enterradas en las cenizas... pero la harina estaba toda agusanada; al principio nos daba asco, pero después el hambre picaneó más fuerte y terminamos comiendo lo que hubiera. El bacalao salado era lo que más había, pero igual se agusanó con la humedad... hedionda y babosa nuestra comida de todos los días. El inglés nada podía hacer, el hombre estaba en las mismas que nosotros y más encima debía contener a los viejos que andaban enojadísimos... empezaron a haber peleas y el trabajo ya casi nadie lo hacía; si no había comida menos nos podían pedir trabajo. No sé cómo se salvó el gringo que no lo carnearon. 3 Fue cosa de tiempo, un día murió un obrero: lleno su cuerpo de azulones y con la boca brotando sangre negra... Los carpinteros armaron un cajón de ciprés y una cruz con palos labrados a hacha, mi padre hizo un rezo y lo velamos en la barraca. Estábamos tristes y enojados… asustados. Pero la cosa no cambió, el día siguiente fueron siete hombres los fallecidos y otros diez estaban con los moretones por el cuerpo... más cajones y rezos para los finados. Una enfermedad contagiosa pensamos en ese momento que era lo que nos estaba matando, eso hizo que después de los primeros veinte difuntos, ya no hubieran más rezos y vayamos enterrando a los muertos en cajones que hacíamos todos los días y con cruces sin nombre que fueron quedando en un mallín cerca de la desembocadura del Baker. Tiempo oscuro ese de días recogiendo muertos y cavando hoyos, yo con mis quince años no tenía mucha conciencia de lo que ocurría, sólo estaba al alero de mi viejo. En fila los muertos afuera del campamento, mi trabajo ya no era sacar palos del monte y llevarlos a la sierra, ahora debía cavar fosas para los muertos… hoyos de uno por tres y un metro y medio de hondo. Habíamos cuatro muchachos destinados para esta pega; terminábamos reventados haciendo tantísimas tumbas, el agua nos ganaba y los hoyos se empezaban a llenar por las vertientes que había en todo el terreno… puro fachinal esos lugares cordilleranos. Un poco de tiempo después yo ya no quería seguir cavando, no después de haber cavado la tumba de mi viejo que se quedó allá en Bajo Pisagua en una tumba sin nombre, allá en el fondo de un canal entre miles de canales… allá en la desembocadura del Baker. Así fue, en la medianía de agosto, mi padre sintió unos dolores intensos y yo vi como estaba todo moretones en sus brazos, se quedó tirado en el camastro todo el día, escupía sangre y se agravaba a cada hora que pasaba, en la tarde estaba ciego y para cuando amaneció ya había fallecido… nada más que agüita podía yo darle, para ayudarlo en su agonía. Ahora me conformo pensando que fue él uno de los pocos muertitos que tuvo un familiar que lo cuidó en sus últimas horas, casi todos eran hombres que andaban solos en estos lugares dejados de Dios y solos murieron, nadie dijo plegaria alguna por ellos. Yo en cambio, recé toda esa noche y le encomendé a San Antonio a mi viejito, le prometí al Santo que volviendo a mi casa le iba a hacer un rezo de nueve noches y el remate sería con la vaquilla gorda… le recé para que reciba a mi padre y para que interceda por él y para que lo saque pronto del Purgatorio… le dije que mi viejo era bueno y que casi no tenía pecados que purgar. Lloré todos los días que siguieron, pero a pesar de mis lágrimas igual debía cavar 4 fosas y más fosas, los muertos no cesaban y según el capataz era mucho peor si no los enterrábamos. Don Mercedes parecía no tener alma. En el campamento había desconfianza con la Compañía, incluso algunos decían que era veneno lo que nos daban y por eso tantos morían… un día don Mercedes escuchó a un trabajador decir esto del veneno y lo castigó a varillazos como si fuera un chico, ahí mismo delante de todos nosotros: - ¡Toma, pa’ que no andes hablando demás! - ¡aquí no caben los mujercitas, mierda! Dos patadas más y se volvió hacia nosotros y nos dijo que los que no mueran de enfermos iban a morir a patadas si nos escuchaba de nuevo hablando mentiras… Corrió después el rumor de que nunca nos rescatarían, porque alguien dijo que el bote en que habían salido a buscar ayuda hacía más de veinte días, había naufragado y no nos querían decir no más… por eso tomé la decisión de irme. Me daba lo mismo quedarme y morir escupiendo sangre o morir en el monte tratando de salvarme. En ese momento no había ya esperanza y la lista de muertos crecía ampollando cada vez más mis manos que cavaban y cavaban tumbas. Treinta y siete fosas cavaron estas manos en Bajo Pisagua el año 1906, incluida la de mi propio padre. El día 30 de agosto, día de Santa Rosa, me levanté de amanecida… cargué mi morral con unas tortillas que había ratoneado y un atadito de porotos envuelto en mi pañuelo. Até mis pilchas y me las tercié al hombro… ese fue todo mi equipaje y me escapé siguiendo la misma huella que estaban abriendo mis compañeros en el monte patagónico. Mientras corría pensaba que mi madre, como todos los años, a esa misma hora estaría navegando a Caguach, sabía que ella rezaría por nosotros… que le estaría pidiendo al Nazareno que nos cuide y nos proteja, seguro le pediría al Santo que volvamos pronto a casa y eso es lo que yo haría. Con miedo iba, pensaba que en cualquier momento don Mercedes descubriría que me había ido y entonces saldría a buscarme… pensé que me castigaría duramente por haber dejado una tumba a medio cavar, por eso cuando llegué al río, me tiré sin dudar a cruzarlo a nado, la corriente me arrastro unos doscientos metros abajo, pero igual alcancé la otra orilla… ya con más calma seguí caminando en medio de fachinales y monte. Sin conocer la geografía del territorio que cruzaba no pensé nunca en que apenas había cruzado uno de los muchos brazos de agua que tiene el delta del Baker… cuando enfrenté el segundo y tercer brazo los crucé cada vez con mayor dificultad, jadeante estaba, mis fuerzas ya no me acompañaban y mal alimentado pa’ más remate, no podría llegar muy lejos. No sé bien que mano sería la que me obligó a 5 lanzarme a la correntada de otro curso de agua con la esperanza de alcanzar por fin tierra firme y encontrar la huella a Argentina. ¡Ingenua pretensión mía! Me digo ahora viendo el mapa… pero para entonces yo nada sabía de distancias cordilleranas. El caso fue que el Baker me arrastró con impiedad, como si fuera un gancho seco me tiró unas tres millas adentro del canal, llegué a varar a la costa de Isla Teresa. Aporreado y casi congelado estuve tirado en la playa no sé cuánto. Es duro un cristiano para morir, yo debía estar muerto: tenía un corte de unas seis pulgadas en una pierna, una oreja descolgada, flaco como perro y entumido más encima. Debía estar muerto, pero seguía atado a este mundo por alguna razón… Quizá, por los rezos de mi madre. No sé si ese mismo día o al siguiente fue que sentí que me tapaban con un gran cuero, un buen rato después de eso escuché voces… pero no entendía una sola palabra de las que decían, más bien eran como ruidos que chasqueaban en el aire. Cuando tomé calorcito dormí profundamente… tan profundamente, que nunca supe cuando me embarcaron, porque ahora estaba navegando por el canal Messier con rumbo sur. Iba envuelto en el cuero y vi las nubes del cielo correr rápido, a ratos aparecían follajes frondosos de coigües colgando sobre el mar y nosotros pasábamos por debajo haciendo un juego de luces y sombras sobre mis ojos apenas abiertos. Estaba débil, pero pude ver a un hombre viejo que me sonreía y remaba. Yanoecks, se llamaba el anciano kawésqar que me rescató de una muerte segura y me llevó a su choza donde recibí los cuidados de sus familiares. Fueron buenos tiempos esos de andar por los canales patagónicos, anocheciendo en caletas mágicas y entregado al aprendizaje de una cultura que a ratos se parecía mucho a mi forma de vivir en Chiloé. Aprendí de ellos la igualdad y la fuerza de la familia, como valoran el aporte de cada uno al grupo, ellos se necesitan mutuamente para vivir en lugares tan agrestes. Los Kawésqar usaban los canales más estrechos para ir de una playa a otra, conocían cada palmo de los roqueríos y se alegraban profundamente cuando llegaban a un lugar que había sido generoso de mariscos y caza. Fueron, casi seis años que viví con mi familia kawésqar. Los llamo familia porque recibí de ellos sólo cariño y confianza. No les preocupó que no sea de su clan, no les importó nada que no habláramos el mismo idioma… tampoco para ellos era importante que nada supiera de cazar patos liles o huillines. Ellos me enseñaban y no necesitamos en realidad tantas palabras para entendernos; aprendí así sus técnicas de caza para atrapar lobos o toninas… patos quetros también. Me sorprendí con sus imitaciones… Al principio yo sólo quería que un día llegáramos a un puerto habitado para 6 regresar a Chiloé y ver a mi familia… para volver a donde la mamá y contarle que mi padre estaba muerto, que ya no lo espere más… para abrazarla y contarle todo lo que había sucedido en Bajo Pisagua; pero seguíamos recorriendo una y otra vez los canales buscando buena caza o alguna ballena varada. Tomando sólo lo que necesitábamos en cada caleta. Pero para entonces Ayayema ya rondaba el territorio y crispaba los canales. Ellos sabían que el espíritu del mal andaba ancho sobre sus territorios ancestrales y había traído sombra a su pueblo, ellos surcaban los mares estrechos sabiendo que Ayayema no los dejaría nunca más. Llevaba meses navegando con Yanoecks y su familia a bordo de cinco canoas, en cinco hallef (su verdadero nombre), en ellas llevábamos todo lo necesario: los cueros para hacer la choza y para abrigarnos, algunas varas escogidas, los arpones y cuerdas, también el fuego en brasas para no tener tanto trabajo de volver a encenderlo. En los hallef estaba toda la vida y no se necesitaba nada más para vivir en los generosos canales e islas de la Patagonia. En una de tantas correrías veníamos saliendo de un fiordo larguísimo y de aguas calmas, al enfrentar el canal cerca de Angostura Inglesa… vimos en el horizonte un barco que ennegrecía el paisaje con su columna de humo. Mis anfitriones juntaron los hallef y decidieron acercarse: cambiarían algunas pieles y mariscos secos por mercadería o ropa o lo que fuera. No era la primera vez que harían un trueque con los afuerinos… había desconfianza pero igual irían. Yo pensé que era mi oportunidad soñada, sólo debía hablar con algún tripulante y explicar que yo era chileno y que necesitaba volver a mi casa… la ilusión de volver a ver a mi gente me entusiasmó grandemente y a pesar de estar bien con mi familia canoera, yo tenía un lugar allá en Chiloé y debía regresar. Casi dos horas después estábamos bajo el casco del Trinidad, un vapor grandísimo que viajaba hacia el sur… a Punta Arenas. Como era costumbre el barco redujo su marcha hasta casi detenerse y entonces vimos que en las alturas de la cubierta se agolparon muchísimas personas curiosas, colgando de las barandillas nos miraban. Comenzó entonces el trueque, bajaron unos canastillos vacíos que mis amigos Kawésqar llenaban con pieles y mariscos secos, los marineros los subían y después de revisar el botín bajaban el mismo canastillo pero ahora con paquetes de fideos, azúcar y algo de ropas viejas… Ese era mi momento, me bastaría ponerme de pie en la canoa y gritar en castellano que bajen a buscarme… sin embargo, algo me retuvo en el suelo de mi hallef, estaba yo cubierto de pieles y mirando lo que ocurría; así vi como el trueque con los marinos se extendió hacia los pasajeros afirmados en las barandillas, pero penosamente se comenzaba a transformar en un circo… Los 7 chilenos sacaban un paquete de fideos y lo arrojaban no a la canoa si no al mar, de tal forma que mis hermanas Kawésqar debían saltar y sumergirse para rescatar la limosna que nos lanzaban… en realidad no era limosna: era el maní que se le tira a los monos para divertirse… su risa rompía el viento mientras se solazaban mirando a las mujeres más jóvenes de mi pueblo nadando en las frías aguas de Patagonia. La máxima gracia de los civilizados cristianos que navegaban a Punta Arenas era lanzarnos fósforos que eran tan importantes para ahorrarnos el trabajo de prender fuego como los antiguos… pero los lanzaban al agua para que mis hermanas los rescataran y sea absolutamente inútil su faena, dejando en evidencia así nuestra rotunda ignorancia y precariedad. Me quedé en silencio, dos grandes lágrimas cruzaron mi cara y la vergüenza atravesó mi corazón. Yo no quería subir a ese barco y ser uno más de esos chilenos civilizados. ¡Cuánta más consecuencia había yo encontrado en los Kawésqar! Jamás vi en ellos intención alguna de humillar a alguien… por el contrario, todos los miembros de mi clan eran iguales, sin jefes, sin superioridad de unos sobre otros… sin complejos. Pero ahora Ayayema se hacía carne en los afuerinos y sus miserias. Ahora el pueblo Kawésqar estaba a la intemperie y no habría ya ninguna caleta que los abrigue de la intrusión de una cultura salvaje. Miré una vez más las alturas del Trinidad y sus barandillas rebosantes de personas civilizadas y entre todas ellas pude ver a una niña morena y de pelo ensortijado, tendría ella unos ocho años y nos sonreía amable; Con meridiana certeza pude sentir en su mirada una grande tristeza por el comportamiento de su gente… alzó su pequeña mano para saludarnos y con ese mínimo gesto me devolvió algo de esperanza para hacer planes de volver a mi tierra… pero no en ese momento. Un rato después el Trinidad comenzó a moverse y la columna de humo volvió a ennegrecer nuestro cielo… y esta vez, para siempre. Continué mi vida con el clan de Yanoecks y pasado los cinco años llegamos un buen día a Puerto Edén… supe que ese era el momento de volver a casa y consolar con mi presencia a mi madre chilota. Así llegué de Chiloé a Magallanes y de nuevo a Chiloé… casi siete años después de mi salida a laburar en Bajo Pisagua. Mi nombre nunca apareció en las nóminas de los rescatados por el Capitán Titus, porque yo me rescaté a mí mismo con ayuda de mi familia Kawésqar. Setenta años van de eso y ahora que mi nieto me trae a navegar y recordar por los canales que van de Tortel hasta Puerto Edén, doy gracias a San Antonio que me cuidó cuando atravesaba los ríos… también agradezco a Xolas el espíritu creador de mi pueblo Kawésqar y a Yanoecks que fue mi abuelo 8 querido por estos laberintos de agua. Pasamos con mi nieto un buen rato a Bajo Pisagua… la Isla de los Muertos se llama ahora. -Tómese su tiempo me dijo- Yo me puse a caminar calmo ahora que estoy viejo y encontré en medio del monte enmarañado las cruces sin nombres de los trabajadores que fueron mis compañeros, está también la cruz de mi padre que no reconocí entre tantas que hay en medio de los ampes y nalcas… pero no me amargo… pienso que todas las cruces son la de mi padre y me consuelo sabiendo que la novena que dediqué a la salvación de su alma lo tiene tranquilo andando por estos mallines y el cielo. Sólo siento tristeza por los canoeros que ya no navegan cazando quetros y cosechando cholgas en la baja marea… Mi familia Kawésqar no está y ya nadie imita el canto de los pájaros en el fondo de los fiordos. Ellos no están; sin embargo, el espíritu de Ayayema permanece en estos canales y seguirá crispando las aguas… ocultando bajo su aliento de sombras el envenenamiento de ciento veinte trabajadores en Bajo Pisagua y la extinción de un pueblo entero en los canales del sur. Vocabulario: - Huemo: Hijo mayor - Luchicán: Guiso de carne y luche - Taca: Almeja, molusco - Cahuel huaique: Orca - Ayayema: Espíritu maligno (de la cultura Kawésqar) - Hallef: canoa Kawésqar - Ampes: helecho - Nalca: planta comestible de gran tallo - Xolas: Ser supremo creador (de la cultura Kawésqar)) 9