RELACIONES DE APEGO EN LOS TRASTORNOS DE

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RELACIONES DE APEGO EN LOS TRASTORNOS DE PERSONALIDAD: A PROPÓSITO
DE UN CASO
Vallejo Sánchez, Beatriz; Nieto Acero, Luna; Rodriguez Pereira, Carlamarina; García Blanco,
Cristina; Martínez Arnaiz, Julio
bvs286@hotmail.com
RESUMEN:
Según la teoría del apego de Bowlby, la calidad y el desarrollo de las relaciones tempranas son
determinantes en el desarrollo de la personalidad y de la salud mental de las personas. Numerosos
autores han confirmado esta relación entre apego y psicopatología, que según algunos sería una
relación inespecífica, y según otros, específica. Esto es, han encontrado una mayor prevalencia de
trastornos de ansiedad, depresión o trastornos de personalidad en personas que no desarrollaron un
apego seguro. Algunos autores consideran que esta relación tiene su origen en relaciones
conyugales y parentales disfuncionales dentro de la familia de origen, que dan lugar a estados de
deprivación en los hijos, y a la aparición de trastornos de la vinculación social. Otros, que el apego
se ve influido por el ambiente familiar en general, en el que pueden encontrarse frecuentemente
distorsiones comunicacionales, vivencias de maltrato, etc. En este trabajo se presenta un caso de
una paciente que se encuentra en tratamiento en un servicio de salud mental, con un diagnóstico de
trastorno de personalidad en el contexto de un funcionamiento familiar muy disfuncional,
analizándose las características desde la perspectiva de la teoría del apego, y desde la teoría
sistémica de forma amplia.
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1. Introducción.
Según la teoría del apego de Bowlby, la calidad y el desarrollo de las relaciones tempranas
son determinantes en el desarrollo de la personalidad y de la salud mental de las personas.
Por un lado, se ha encontrado una transmisión intergeneracional de los estilos de apego. Nos
parece fundamental mencionar que Bowlby publica su primer trabajo en 1940, interesándose por
primera vez en la transmisión intergeneracional de las relaciones de apego, y proponiendo ayudar a
los niños ayudando a los padres, dejando entrever por primera vez su ruptura con respecto a las
ideas psicoanalíticas en las que se había formado. En cuanto a la transmisión de generación en
generación del apego, se sabe que se produce porque las relaciones de apego de los niños están
vinculadas con las relaciones de apego que tuvieron durante la infancia los que son ahora sus
cuidadores principales, y este estilo de apego, a la vez influirá directamente en el estilo de cuidado
parental que tendrán estos niños/as si son padres/madres en un futuro. No obstante aún no se han
acabado de comprender los procesos involucrados en esta transmisión (Oates y otros, 2005)
Por otro lado, se ha encontrado una relación fuerte, aunque no específica, entre apego
parental y salud mental de los hijos. Bolwby expuso en su segunda obra, y partiendo de un estudio
empírico, su punto de vista de que las relaciones primarias perturbadas madre-hijo deberían ser
consideradas como un precursor clave de la enfermedad mental (Bowlby, 1944), dedicando
posteriormente dos de los volúmenes de su trilogía a explicar, desde el punto de vista de la teoría
del apego, el impacto y los efectos de las experiencias de separación y de pérdida de figuras de
apego (Bowlby, 1973, 1980).
La relación entre tipo de apego y psicopatología ha sido establecida así mismo por numerosos
autores (Bowlby, 1990; 1988; Girón, 2003; Van Ijzendoorn e Bakermans-Kranneburg, 1996; Soares
y Dias, 2007), algunos incluso con trastornos concretos, como trastornos de ansiedad, depresión o
trastornos de personalidad.
En concreto, Linares (2007) expone que la nutrición relacional en la familia, se ve afectada
por las dimensiones de conyugalidad y parentalidad, de forma que si estás resultan disfuncionales,
darán lugar a otros problemas como funcionamientos caóticos o estados de deprivación, propiciando
la aparición de diferentes trastornos de personalidad, que el autor considera “trastornos de la
vinculación social”
Cancrini y cols. (1997) consideran que la carencia de cuidados parentales, conlleva el
desarrollo frecuente de trastornos caracterizados por la tendencia al paso al acto (siendo prototípico
el Trastorno límite o borderline de la personalidad) y por la insuficiencia de competencias para la
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integración, siendo frecuentes y graves los trastornos de adaptación escolar, los comportamientos
delictivos, la toxicomanía y el alcoholismo.
Sin embargo, otros autores consideran que la relación, como ya se ha comentado,
no es
específica (Girón, 2003; Fonagy, 2004; Van Ijzendoorn e Bakermans-Kranneburg, 1996)
Además de lo anterior, se ha encontrado una influencia mutua entre las relaciones de apego
y los conflictos familiares. Esto es, por un lado, el estilo de apego puede verse modificado por
factores como la naturaleza del ambiente familiar o determinados eventos negativos del ciclo vital,
como pueden ser situaciones de abuso o maltrato o enfermedades (Waters y cols., 2000), de forma
que el apego no sería estable, sino que se iría construyendo a lo largo de la vida (Hazan y Shaver,
1994). Y a su vez, un apego inexistente o negativo podría dar lugar a un funcionamiento familiar
disfuncional. Así, Wynne (1984), que integra las ideas de la teoría del apego y de la sistémica,
propone las relaciones de apego como un estrato epigenético primario en el ciclo evolutivo de la
familia, de modo que los miembros de la familia deben estar primero emocionalmente apegados
unos a otros antes de poder aprender habilidades de comunicación, resolución de problemas y
mutualidad.
En cuanto a la influencia de las vivencias de maltrato en las relaciones de apego resulta muy
esclarecedora la aportación de Main y Solomon (1986), que en su obra añadieron un nuevo patrón
de apego a la tipología propuesta por Ainsworth (1978), que diferenciaba entre apego seguro,
evitativo
y
resistente-ambivalente.
Lo
denominaron
“apego
desorganizado/desorientado”,
caracterizado por conducta desorganizada, contradictoria y estereotipada, por ejemplo buscar
intensamente la proximidad y luego rechazarla activamente, y lo encontraron frecuentemente en
niños maltratados o cuyos cuidadores inspiran miedo, por lo que se encuentran frente a la paradoja
de necesitar protección de las figuras que a su vez les provocan circunstancias atemorizantes (Main
y Hesse, 1990; Aizpuru , 1994; Lyons-Ruth y col., 1999). Estos niños, parecían no tener capacidad
de manejar la angustia de la separación, no buscando el consuelo, y tenían una alta probabilidad de
desarrollar trastornos de conducta y agresividad.
2. Desarrollo y discusión del caso
El caso que nos ocupa es el de Araceli, una mujer de 31 años, soltera, que vive con sus tres
hijos, Ana de 14 años, Andrea de 6
tercera
de
4
hermanos.
Tiene
y Jorge de 4.
estudios
básicos
Procede de una familia numerosa, siendo ella la
y
ha
trabajado
en
la
limpieza
hasta
hace
aproximadamente un año y medio, habiendo sido incapacitada después de un proceso que se inició tras
un acontecimiento trágico sucedido en su familia.
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En cuanto a su biografía, destaca un embarazo precoz, cuando contaba con 17 años, “para irme
de casa”. Con su primera pareja estable, el padre de su primera hija, y ocho años mayor que ella,
convivió menos de tres años, no llegando a contraer matrimonio.
Tiempo después, con 25 años, inició su segunda relación importante, con un hombre casado
veinte años mayor que ella y con el que tuvo a sus dos hijos menores. Éste, nunca reconoció la relación,
ni a sus hijos, aunque ella fue su pareja hasta hace un año.
El primer contacto con Salud Mental se produce hace un año y medio, habiendo sido derivada por
su Médico de Cabecera, a petición de ella y “porque se lo dice su familia”, por presentar “sintomatología
depresiva y psicótica posterior al suicidio de su hermano menor”, meses antes. En los años previos, y
según informaba ella, había sido atendida en varias ocasiones en el servicio de urgencias por ansiedad y
agresividad, y en otra ocasión, por intoxicación medicamentosa.
En principio, se consideró que se podría tratar de una reacción de duelo patológico, esperable en
función de las circunstancias trágicas, pero posteriormente fue relatando otros problemas que tenía
desde hacía tiempo, aunque ella minimizaba. Tenía conflictos en su entorno debido a su elevada
irritabilidad, problemas para el control de la ira e impulsividad. Nos habló de conductas agresivas por su
parte y enfrentamientos frecuentes con vecinos, con los profesores de sus hijos, con el personal de los
servicios sociales con los que se relacionaba, etc. Se encontraba bastante aislada socialmente, no
teniendo amigos íntimos ni relación con su familia de origen, y destacaba por su desconfianza hacia los
demás.
En cuanto a sus hijos, también estaban mostrando dificultades de adaptación (bajo rendimiento
escolar y trastornos de conducta), especialmente el menor de los tres, motivo por el que les cambió en
varias ocasiones de centro, e incluso estuvieron un curso escolar en un colegio interno. Habían
intervenido con la familia tanto un educador de Servicios Sociales, como los profesionales de una unidad
de salud mental infanto-juvenil, intentando ayudarla en las dificultades que refería para asumir su rol
parental, con poco éxito.
Desde una perspectiva interdisciplinaria, individual, nos acercamos al caso como el de una
paciente con el diagnóstico asignado de “Trastorno mixto de personalidad y Episodio depresivo”, lo cual
no nos permite una mayor comprensión, sino que lo simplifica sobremanera. Cuando echamos un vistazo
a la historia de su familia de origen, podemos empezar a comprender y pasar de una hipótesis
intrapsíquica a una relacional
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Su historia, y la de toda su familia, está marcada por la vivencia del maltrato reiterado por parte
de su padre hacia su madre y todos los hijos, que después pasaron a reproducir ellos, principalmente con
su madre, y de diferentes formas.
El padre, un hombre violento, autoritario, y muy rígido, no trabajaba de forma estable,
procediendo los ingresos familiares del trabajo de la madre. Ni ella ni ninguno de sus hermanos mantenía
relación con el padre, ella desde los 15 años.
Su madre falleció hace dos años y medio, con 50 años, por un proceso tumoral de rapidísima
progresión.
Todos los hermanos, cuya relación actual mutua es escasa y conflictiva, han tenido problemas de
diferente gravedad de tipo personal y/o social, y han recibido tratamiento por problemas de salud
mental. Incluso uno de los sobrinos de la paciente, de 17 años, por trastornos de conducta y un intento
autolítico por ahorcamiento, llegando a referir el hermano menor de éste que “está visto que en esta
familia hay que ahorcarse para conseguir lo que quieres”, lo cual puede entenderse a la luz del resto de
los problemas familiares.
Las dos hermanas mayores de la paciente se encuentran en tratamiento desde hace años. La
segunda, diagnosticada de un Trastorno depresivo, un trastorno alimentario y Trastorno de personalidad
con rasgos límites, inició el tratamiento con 19 años, en la misma unidad de salud mental, refiriendo:
“Empecé para que mi madre también me cuidase como a mi hermano pequeño”. La mayor, también
inició tratamiento con 14 años, en la unidad de salud mental infanto juvenil, también por un trastorno
alimentario, conociéndose igualmente
un intento autolítico, según refirió, “porque mi marido pasaba
poco tiempo conmigo”. También tuvo problemas de drogadicción y estuvo en tratamiento de
desintoxicación.
Todas las hermanas se fueron de casa pronto, casándose muy jóvenes y teniendo también muy
pronto a sus hijos, y teniendo dificultades económicas, de relación, u otros problemas de salud.
El menor, y el único varón, pasó parte de su infancia en diferentes centros de menores, después
de que le fuese retirada la custodia a los padres debido a la situación de maltrato, más grave con este
hijo. Estuvo desde los 12 años en tratamiento psicológico y psiquiátrico por presentar un trastorno muy
grave de la personalidad, siendo los gestos y amenazas autolíticas frecuentes, así como los ingresos
hospitalarios por este motivo, con relaciones inestables y muy intensas, incluso con vivencias de
maltrato. Vivía de diferentes ayudas sociales por todos sus problemas. Al fallecer su madre se agravaron
los síntomas, llegando a presentar síntomas psicóticos (decía oir a su madre, entre otras cosas), y
suicidándose un año después, no habiendo cumplido aún los 25 años.
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Todos los datos de que disponemos de la familia de origen se obtuvieron de las historias clínicas
de otros familiares de Araceli que también estuvieron o están en tratamiento, pues ella nunca mostró una
actitud abierta para hablar de su historia familiar
A nivel individual, nos encontramos con una persona que en las entrevistas se mostraba
desconfiada y negativista, no cumpliendo con el tratamiento farmacológico pautado, extremadamente
hostil y amenazante, descalificadora, así como muy querulante, con petición constante de informes, y de
cambio de terapeuta, e intentando en todo momento marcar las condiciones de la relación.
Por este motivo, en los diferentes contactos predominó en todo momento un énfasis en la
construcción del vínculo, resultando complicado adoptar una postura de influencia o cambio. No nos
planteamos nunca una intervención familiar, con ella y sus hijos, no solo por lo anterior, sino porque
consideramos que esa intervención ya la hacían desde la Unidad de salud mental infanto-juvenil en que
estaban siendo tratados los hijos. Tiempo después, nos enteramos que Araceli dejó de acudir a las citas
familiares debido a una intervención poco afortunada de los Servicios Sociales tras ser informados de la
situación de los menores y debida probablemente, según uno de los profesionales que atendía a los
niños, a una mala coordinación. Por otro lado, todos nuestros esfuerzos para conseguir los objetivos
terapéuticos que nos pudimos plantear (por ejemplo, aumentar la capacidad reflexiva o favorecer el
desarrollo de recursos y competencias) resultaron infructuosos. Araceli nunca “colaboró” con el
tratamiento, nunca aceptó el contexto que pretendíamos marcar, lo que fue aumentando la desconfianza
en los profesionales que la atendían, calificándola de “poco colaboradora” e incluso de “simuladora”,
pensando que los síntomas podían tener una intención, un beneficio secundario, y sin caer en la cuenta
del perjuicio primario, esto es, preguntándonos que conseguía haciendo algo en vez de qué le ocurre
para tener que hacer esos síntomas.
Si entendemos lo anterior como una pauta repetitiva en las relaciones íntimas, y adoptamos una
perspectiva más sistémica, van surgiendo otras hipótesis
En primer lugar, puede ser entendido como distorsión comunicacional, a veces relacionada con un
estilo de apego inseguro, en el cual no se puede expresar abierta o claramente cómo nos sentimos y qué
necesitamos, predominando en el caso de modelos familiares negligentes la negación de sentimientos, la
evitación o el rechazo, y en el caso de estilos preocupados, una exagerada reactividad emocional y falta
de reflexión, con acusaciones y culpabilizaciones en una escalada simétrica de sentimientos (Kreuzl y Gil,
2008).
Aunque también puede ocurrir, y esto no excluye lo anterior, que debido a una pobre definición de
las reglas de la relación (como antes explicamos), se haya permitido a la paciente un deslizamiento de un
contexto de intervención a otro, oscilando entre la negación (por haber venido “porque se lo dijo
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la familia”) y la dramatización, intentando generar en nosotros con su relato una sensación de
“urgencia”, que probablemente en parte fuese un juego de poder para amplificar la disfunción (por la
gravedad de los síntomas que relataba sin una resonancia emocional acorde) y marcar el contexto. De
hecho, en una ocasión, cuando se intentó metacomunicar sobre la relación establecida entre el
profesional que la atendía y ella, desde la que una intervención terapéutica no era posible, llegó a afirmar
que el profesional estaba obligado a verla. Entramos aquí en el ámbito de los metacontextos, entendidos
como construcción social sobre las instituciones (Lamas, 1997). Se supone que el profesional que trabaja
en un metacontexto asistencial debe prestar atención a sus clientes de forma casi obligada, por tratarse
de una institución pública, y en éstos será difícil trabajar en un contexto de terapia.
Desde la perspectiva individualista e interdisciplinar habitual en los contextos clínicos, se
prestaría atención a la psicopatología presentada, siendo en este caso lo más destacado la
agresividad, impulsividad y en general, a las conductas desadaptativas en la relación con los demás.
El objetivo desde esa perspectiva sería la eliminación de los síntomas, a través de un abordaje
conjunto tanto
psicoterapéutico como farmacológico, aunque sabemos que éstos podrían ser
reemplazados por otros sin una comprensión e intervención más sistémicas. Para ello, pueden
resultar útiles algunas ideas que nos ofrece la teoría del apego. La función del apego es asegurar el
desarrollo de relaciones que protejan del peligro, si esto no se da, el sujeto es más vulnerable a
trastornos mentales, a la disregulación afectiva y a ser violento como respuesta a sentimientos de
vulnerabilidad y temor al abandono (George y West, 1999). En este caso, nos encontramos con un
padre maltratador, y una madre muy central en la vida de esta familia. Sabemos que las carencias
nutricias en la relación con un progenitor pueden ser compensadas por el otro (no solo el otro
progenitor, sino el otro en general), pero no siempre se producen o son suficientes tales
compensaciones. En este caso, efectivamente, nos encontramos con que Araceli está
aislada
socialmente, y sus relaciones significativas han sido siempre conflictivas, entendemos que por
el
tipo de apego desarrollado con sus progenitores y a que las carencias que arrastra nunca han sido
cubiertas.
Resultaría destacable la función del terapeuta como figura de apego que puede favorecer el
desarrollo de nuevos vínculos en las personas a los que atiende, pues como se ha comentado, el
apego puede modificarse. Un trabajo adecuado del terapeuta implica un conocimiento de sus propios
estilos de apego y un trabajo personal para desarrollar y optimizar las capacidades propias de una
buena figura de apego.
La alteración en las relaciones, que es una de las principales dimensiones subyacentes a la
fenomenología límite, puede también relacionarse con una deficiencia en la capacidad de percepción
exacta y de diferenciación de los estados mentales respectivos del propio yo y de los demás (Fonagy
et al., 2000), lo que desde la teoría del apego se ha llamado capacidad de mentalización, y cuyo
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desarrollo se relaciona con la sensibilidad del cuidador al estado mental del niño, y por tanto, con el
apego seguro. Y en este caso, nos encontramos con déficits también en este sentido.
Luigi Cancrini (2007) considera que el funcionamiento borderline no es una característica
estable del individuo, sino un estado propio por ejemplo de estados emocionales intensos en que se
evalúa la realidad de forma polarizada y rígida, en la que hay buenos y malos, y esto impide evaluar
correctamente la realidad. Este estado es una forma de funcionamiento de todos los seres humanos
en determinado periodo de la infancia temprana, y podemos regresar a un nivel de funcionamiento
“borderline” por un tiempo más o menos largo y con una gravedad más o menos importante, siendo
esto más frecuente en personas con un bajo umbral para regresar a este funcionamiento (por
ejemplo, por haber vivido una infancia infeliz o por haber tenido unos padres que también
funcinaron a nivel borderline) y ante situaciones de estrés, como un duelo o pérdida. En el caso que
nos ocupa, se dan ambas situaciones.
Pero para una mejor comprensión del caso, es necesario considerar todo el sistema familiar y el
contexto más amplio.
Con respecto a la familia nuclear (esto es, la compuesta por Araceli y sus hijos), los datos de que
disponemos son limitados, resultado de una perspectiva, como hemos dicho, individual e intrapsíquica.
Nos encontramos con un hogar de progenitor único, con una configuración familiar que se acerca a lo que
Cancrini y cols (1997, p. 63) definieron como “familia petrificada”, típica en FM, en la que una vivencia
traumática e imprevista produce una modificación brusca de los niveles de funcionamiento del sistema,
“que interfiere los comportamientos relacionados con los roles de los distintos miembros, petrificándolos
y poniendo en marcha el círculo vicioso de la incapacidad funcional, la desorganización y la intervención
descoordinada de los servicios”. En el caso de Araceli, a pesar de las dificultades que pudiese tener hasta
el momento, había mantenido un trabajo, cosa que tras los acontecimientos descritos ya no pudo
mantener, y en los hijos se produjo una disminución muy brusca en los niveles de funcionamiento,
empezando a manifestar síntomas (referidos por la madre, principalmente) que requirieron tratamiento
psicológico y psiquiátrico especializado
En esta familia, las dos dimensiones relacionales más importantes, esto es, la conyugalidad y la
parentalidad, estarían dañadas, y cuando esto es así, la situación relacional en que se produce la crianza
de los hijos suele resultar caótica, siendo gravísimas las carencias nutricias (Linares, 2006). En cuanto a
la conyugalidad, las relaciones de Araceli con sus parejas fueron conflictivas e inestables, no
manteniendo actualmente contacto con ninguna de éstas. Y existirían también dificultades en las
funciones parentales, no solo funcionales (con delegación de funciones en ocasiones a su hija y en otras
a servicios externos), también expresivas, con dificultades para el soporte afectivo a los hijos, problemas
que se agravaron ante los sucesos trágicos vitales descritos. Todo lo cual, junto a la indefinición
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de límites e inversión de la jerarquía (el hijo menor pega a la madre, la hija mediana cuida al hermano
menor, etc) ha desencadenado en los hijos diferentes dificultades de adaptación personal y escolar, más
graves en el hijo menor, habiendo sido el motivo principal de intervención de múltiples servicios, lo cual
es frecuente que contribuya a reforzar el sentimiento de desvalorización e incapacidad.
En la familia de origen de Araceli, las vivencias fueron bastante similares, con carencias
importantes en las figuras principales de apego, dificultades múltiples, problemas económicos,
aislamiento social, situaciones de maltrato reiterado, etc
Todo este dibujo del funcionamiento individual y relacional de la paciente comentada, nos
recuerda al “apego desorganizado” propuesto por Main y Solomon (1986), y el que requiere en más
ocasiones intervenciones centradas en éste, de cara a su reparación (Benoit, 2005). No obstante, en
pocas ocasiones los psicoterapeutas tienen formación en el ámbito de la terapia centrada en el apego,
siendo sus aplicaciones en el ámbito de los trastornos de la personalidad muy interesantes.
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