Parte III: ¡Qué bellas son nuestras especulaciones sobre lo extraño!

Anuncio
¡Qué bellas
son nuestras especulaciones
sobre lo extraño!
Dickinson Emily. En mi flor me he escondido.
Versión en español de José Manuel Arango.
Universidad de Antioquia. Medellín. 1994, p. 106.
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Alonso
CORTÉS CORTÉS
Personas del talante del doctor Alonso Cortés Cortés, ni en
la China, como diría uno de sus profesores de mandarín.
Tiene 78 años y sigue tan consagrado al estudio como en
su época de universitario cuando le decían “Diccionario
ambulante”.
Sencillo, cálido, respetado y lozano, después de medio siglo
sigue ejerciendo la dermatología con el mismo espíritu de
solidaridad que en 1950 lo llevó a estudiar Medicina en el
Alma Máter. En su consultorio de la Clínica Soma trabaja
de lunes a viernes por el bienestar ajeno, con entusiasmo,
generosidad y adornado con su característico corbatín.
La vocación se le incubó siendo niño con las fórmulas
médicas que curioseaba en la farmacia de su madre, viuda
de un modesto maquinista del Ferrocarril de Antioquia, y con
un médico chocoano que frecuentaba el lugar. Tomó forma
cuando una epidemia de fiebre tifoidea afectó a su familia y
él sintió un inmenso deseo de ayudar a los enfermos, entre
ellos varios de sus cinco hermanos. Se hizo verdad cuando
se presentó a la carrera de Medicina y ocupó el tercer
puesto entre quinientos aspirantes.
Al doctor Cortés lo que le falta en estatura —avara con él—
le ha sobrado en inteligencia y facilidad para aprender. En
los posgrados en Michigan, Múnich, Viena y París, donde
estudió becado, más de una vez resultó enseñando. Sus
alumnos de la Universidad de Antioquia quedaron marcados
por sus clases magistrales y siguen remitiéndole los casos
difíciles que no son capaces de resolver, pero que el doctor
despacha de manera simple, con medicaciones “no muy
caras” y una buena conversada en la cual ausculta los
orígenes del mal, “porque a veces la enfermedad está más
en la mente de las personas”. Mediante la charla cotidiana
va detectando las causas que explican los síntomas y da
facilito con el remedio que alivia a sus pacientes.
Profesor Emérito por decisión del Consejo Superior del Alma
Máter, “Maestro de Maestros” por la Asociación Colombiana
de Dermatología, socio vitalicio de la Academia Americana
de Dermatología, creador del postgrado en Dermatología…
El listado de pergaminos y realizaciones es extenso, un
legado de sabiduría fruto de la entrega a los libros, ante los
cuales el doctor Cortés vibrará siempre. Todavía, cuando
viaja, lo primero que busca al llegar a una ciudad es la mejor
librería. Por eso los libros ocupan espacio privilegiado en el
amplísimo apartamento donde vive con su hermana y una
sobrina. En la habitación del doctor, libros, folletos y revistas,
mezclados con cajitas y frasquitos de muestras médicas,
invaden el baño, el clóset, el balcón convertido en saloncito,
el suelo, los rincones, la mesa de noche y la de trabajo. En
el resto del apartamento, están llenos los estantes de la
biblioteca propiamente dicha y otros armarios más.
Todos esos libros resumen los intereses del doctor, los
cuales trascienden la lengua materna y los temas médicos.
En su cabeza caben la geografía, la historia, la literatura, la
gramática, las biografías y la sicología, “porque un médico
tiene que saber mucho de todo eso”. A sus habilidades se
suman los idiomas que domina: inglés, francés, alemán,
chino, italiano, portugués y ruso. Y en su rutina diaria
hay espacio para la familia, las amistades e incluso las
telenovelas.
El día que cumplió setenta años regresó a la universidad
como alumno de mandarín. Culminaron los estudios sólo
él y otro de los 48 inscritos. Batió el record con 850 horas
académicas en diez semestres. Es razonable entonces la
afirmación del profesor chino. Mantener así de intacta la
dedicación al conocimiento durante siete décadas, ni en la
China. Hay que ser como el doctor Cortés.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Lucía Victoria Torres
211
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Álvaro
COGOLLO PACHECO
A los 55 años, el profesor Cogollo1 habla pausado. 34
años de viajes por Colombia le han apaciguado el cuerpo
y renovado el espíritu. Las quince peleas oficiales que
ganó y las tres que perdió en su vida boxística son apenas
anécdotas. El trombón de vara que tocaba en la orquesta
de Montería se quedó en el Sinú. La agilidad para trepar
palmeras que sorprendía a sus profesores de botánica es
un dulce recuerdo. Las doscientas especies de plantas que
ha descubierto son su riqueza acumulada, y las 16 especies
que llevan su nombre, sus medallas.
Hacerse biólogo fue para Cogollo un asunto espontáneo,
1 Algunos párrafos de este perfil fueron publicados en el libro Inventario vegetal.
Argos. 2009.
obra de la naturaleza: nació para ser nieto de un sabio que
conocía la estrella de agua que alimentaba el río Sinú; la
partera lo dejó a la sombra de un Bongó para que recibiera,
por primera vez, la tibieza del sol; aprendió a contar con
motas de algodón que cosechaban los jornaleros; conoció
la intimidad de las plantas atesorando un cuaderno donde
pegaba raíces, tallos, hojas, flores y frutos; y descubrió los
misterios de nacer, crecer y reproducirse con su primer
sembrado de maíz.
Su vida también siguió un orden natural. Del Inem Lorenzo
María Lleras, de Montería, pasó a la Universidad de
Antioquia de donde lo transportaron, en tren, a Campo
Capote, formado entre los ríos Carare y Opón en Santander.
Allí, el bosque le mostró su potente faz: “los enigmas de
la vida en sus múltiples formas”, dice y quiere llorar. De
aquella salida de campo regresó amando a Enrique Rentería,
su maestro; dispuesto a conseguir medallas de boxeo
para la Universidad de Antioquia a cambio de alimentación
completa; embriagado por la felicidad de sentirse ya
botánico; y seguro de que, en adelante, sus compañeros lo
llamarían solo por el apellido que le tocó en suerte.
Al repasar las fechas de sus hallazgos, Cogollo confirma
que desde hace 17 años el trabajo de campo se hace
en las goteras de la ciudad. Dice que él y sus colegas
son sobrevivientes de una profesión casi extinguida por
los secuestradores y los fusiladores profesionales que
se tomaron hace décadas serranías, lagunas, nevados,
costas y selvas de Colombia. Cogollo, que conoce como
a la palma de su mano la Amazonia, los Llanos Orientales,
las selvas del Chocó, el desierto de La Guajira y todos los
valles interandinos, se lamenta de no poder recorrerlos
una vez más. Entonces, para calmarse, sueña con viajar a
Madagascar y desde ahí recorrer toda la franja tropical de la
Tierra, como lo hizo su amigo Alwyn Gentry.
Por ahora el planeta de Cogollo es el Jardín Botánico de
Medellín, a donde llegó el primero de julio de 1980 como
auxiliar del herbario, convertido con el paso de los años en el
corazón botánico de Colombia. Hoy, como director científico,
Cogollo es reconocido en toda América Latina y de él dicen
sus colegas que es el mejor botánico de Suramérica.
Mientras el profesor escucha los halagos baja la cabeza.
Contempla la hierba y dice que un saber es importante
si contribuye al bienestar del hombre. Levanta la mirada
y se pierde en los paisajes que recompone su memoria.
Entonces elogia los saberes ancestrales, agradece a todas
las comunidades que le han entregado su saber y confiesa
el dolor que le produce despedirse de grupos humanos
desnutridos o hambrientos que desconocen el uso de
plantas alimenticias que tienen en sus bosques.
La tristeza de Cogollo se curará cuando cada colombiano
tenga su Choibá, la leguminosa más completa en nutrientes,
la que él salvaría del diluvio universal. Tal vez, por ahora, lo
haga feliz saber que su hija Oriana ha dicho: “todavía admiro
a mi papá como cuando era niña y creía que era el hombre
más sabio del mundo”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Patricia Nieto Nieto
213
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
joven, estaba alrededor de los 34 años de edad, y empezaba
a tener problemas de insuficiencia coronaria. La única
solución era hacerle un trasplante. El equipo médico le
explicó a Antonio en qué consistía la cirugía y le reveló que
estaban preparados pero no tenían experiencia.
Alberto
VILLEGAS HERNÁNDEZ
Quitarle el corazón al paciente es el primer momento
crucial, el punto de no retorno, porque hay que ponerle
otro y no puede ser el mismo, pues está tan malo que no
sería capaz de arrancar. El otro momento crítico es cuando,
luego de terminada la parte quirúrgica y de sutura del
corazón, se reinicia la circulación sanguínea por el órgano
trasplantado y el nuevo corazón empieza a latir. En aquella
ocasión lo hizo de manera espontánea, lo cual le mereció
un aplauso en la sala de cirugías al doctor Alberto Villegas,
quien acababa de realizar, en 1985, el primer trasplante de
corazón en Colombia, que tuvo como sujeto de prueba a don
Antonio —como lo recuerda Alberto—, un trabajador de la
construcción con una historia familiar de muerte de algunos
hermanos por fallas del corazón. Era un tipo relativamente
Alberto siente regocijo porque la cirugía de don Antonio
fue exitosa. Por esta hazaña recibió medallas y distinciones
honoríficas, pero esto es algo secundario para él, pues el
mejor reconocimiento son sus pacientes, “cuando me
encuentro con ellos me saludan muy formales, me dan
las gracias; eso es lo que más me llena el alma”, explica
mientras continúa moviendo su pierna izquierda debajo de
la mesa y sonríe revelando unos dientes grandes, porque
en su rostro lo único pequeño son los ojos que permanecen
resguardados tras las gafas; entonces confiesa que en
realidad la cirugía de don Antonio no fue el momento
más difícil de su vida, lo verdaderamente complicado fue
consolidar la Clínica Cardiovascular de Medellín, mediante la
cual se iniciaron los trasplantes de corazón.
Ha sido un hombre cumplidor del deber, entregado a su
esposa, orgulloso de su familia, perfeccionista en lo que
hace y sobre todo un médico religioso. Pertenece a la
Congregación Mariana desde que estaba en el Colegio San
Ignacio. Cuando llegó del exterior, luego de especializarse
en Cirugía de Tórax y posteriormente cardiovascular, la
Congregación le encargó un proyecto, a modo de apostolado,
de una institución médica.
Luego de varias reuniones, de medir las dificultades para un
hospital general y pensando en la necesidad de una entidad
especializada en los problemas del corazón, se decidió
construir la Clínica Cardiovascular.
“Cuando empezamos prácticamente no teníamos prestigio.
Contamos sí con el apoyo del doctor Antonio Escobar, él fue
el primer cardiólogo que trajo los pacientes a la institución.
Arrancar cualquier cosa es difícil y personalmente me produjo
inquietudes, incomodidades que se fueron superando y
gracias a Dios tenemos hoy esta institución; me siento muy
orgulloso de haber podido ayudar a su formación”, cuenta
Alberto Villegas, quien se considera un católico practicante y
además tiene como pasatiempo leer sobre teología, aunque
no se atreve a considerarse un estudioso de ella.
En lo que sí es un hombre “versado” es en acompañar a
su esposa. Salen juntos para todas partes, caminan, hacen
ejercicio, escuchan música y cuidan el jardín; porque otra
de sus aficiones son las plantas, especialmente orquídeas,
de las que tiene su propio cultivo y le gustan, por lo mismo
que lo interesó la medicina cardiovascular, por su fisiología;
y tras más de cincuenta años de servicio, se siente
orgulloso de haber establecido, en la institución que fundó,
un equipo de trabajo, de haberle servido a la sociedad y de
haber dejado varios discípulos, porque era muy importante
para él transmitir los conocimientos adquiridos en toda su
vida, motivado por la convicción religiosa, su crecimiento
espiritual y el hecho de servirle a los demás.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
215
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Juan José
ECHEVERRI ESCOBAR
Una eminencia, así se refieren la mayoría de las personas a
don Juan. De quien dicen la cédula no llega al millón, hace
logaritmos en la cabeza, lleva un mapa mental del lugar
donde se sientan sus alumnos y es uno de los profesores
de ingeniería de la Universidad de Antioquia más duros para
calificar. Respetuoso, amable y jovial, este hombre que
se acerca a los ochenta años es recordado por ingenieros
en ejercicio que fueron sus estudiantes y no titubean en
decir: “Es de los profesores que más admiro y respeto de
la universidad”.
Pero a don Juan le gusta más que le digan profe, porque
para él lo importante en el trato es el respeto mutuo y,
al parecer, lo han mitificado. Es verdad que su número
de cédula empieza en quinientos un mil, pero logaritmos
se sabía varios de memoria y por no volver a usarlos se
le fueron olvidando. Y un mapa mental, no; tiene que ser
escrito. “Es para llevar un registro de los que están en el
examen, porque hay toda clase de aves en este paraíso y no
falta el que diga yo presenté el examen y usted lo botó, pero
teniéndolo registrado, hay garantía”. Juan José comenta
sonriente que, además, usa el mapa para identificar a los
alumnos que copian, porque sabe cuáles son los errores
comunes por mirar a los vecinos. También acepta que es
duro para calificar, pero recuerda que en su época era peor.
Se graduó como bachiller del Liceo Antioqueño en 1947
y cuando inició Ingeniería Química en 1948 lo recibieron
con cuatro libros en inglés pero en su época se estudiaba
francés. Casi lo echan mientras aprendía el inglés, porque se
pasaba el día tratando de leer “el maldito libro anglosajón”.
Por fortuna, aunque ingresó al pregrado por ver qué pasaba,
una de las fortalezas de este hombre bajito que camina con
la cabeza inclinada hacia el suelo, es que se apasiona con lo
que hace y por eso se dedicó a su carrera “con alma, vida
y sombrero”. Con ese mismo entusiasmo se entregó a la
docencia en la universidad y su mayor hazaña fue darle pie a
la Facultad de Ingeniería que existe en la actualidad.
Industrial, Eléctrica, Electrónica, Mecánica y Sanitaria. Esto
demuestra la pasión y la dedicación de Juan José en las
cosas que hace, aunque en ocasiones llega a extremos,
como con la mecánica automotriz. “Me gradué en el Sena y
ejercí con mi carro hasta que me ¡jaaarté! de estarle parando
bolas al carro. El problema de ser mecánico automotriz
es que usted se monta en el carro y empieza a sentirle el
ruidito allí y el problema aquí, entonces eso se le vuelve una
obsesión”, dice Juan José, quien terminó por regalarle el
carro a un hijo y siguió montando en bus.
“¿Un Don Juan con las mujeres? ¡Nooo! Recuerdo los
versos de Antonio Machado: Ni un seductor Mañara,
ni un Bradomín he sido —ya conocéis mi torpe aliño
indumentario—”, rima sonriente. “No, no. Yo soy muy
tímido, nunca me ha dado por conquistar mujeres. ¿Mi
esposa? Ah, yo creo que ella me conquistó a mí, porque
somos primos hermanos y nos conocemos en la familia”,
comenta Juan José, cuyos pasatiempos se mueven entre la
lectura, el trabajo con las manos y el estudio, porque con un
gesto alegre y enseñando sus pequeños dientes, revela que
es un nerd, como dicen los gringos.
En 1963 las ideas de Ignacio Vélez de transformar la
Universidad de Antioquia acogieron un proyecto de Juan
José para crear otros seis programas además de Ingeniería
Química, la única en ese entonces. Fue así como entre 1965
y 1968 nacieron los programas de Ingeniería Metalúrgica,
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
217
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Juan Carlos
ARANGO LASPRILLA
Una mirada enfocada en conocer los entramados pasajes
del cerebro y una sonrisa satisfecha por lo descubierto pero
discreta por lo que falta por comprender. Eso revela el rostro
de Juan Carlos Arango. Psicólogo egresado de la Universidad
de Antioquia, donde se opuso al argumento psicoanalítico
de que el comportamiento humano no se puede explicar a
través del cerebro, sino del proceso inconsciente. Para él es
lo contrario, por eso sus investigaciones en la universidad
analizaron la relación entre la mente y el cerebro. Pero fue
un accidente, sufrido por su hermano, el que desencadenó
su pasión por la neurociencia y su interés por contribuir a la
rehabilitación de personas con trauma cerebral.
Ingresó a la universidad como deportista destacado por
haber sido tres veces campeón nacional de judo como
integrante de la Liga Antioqueña. En el penúltimo semestre
de psicología, su padre, quien tenía un taller de zapatos,
murió de un infarto y la situación económica en su hogar
se complicó. No podía terminar la carrera porque carecía
de recursos para matricularse, entonces sus compañeros
recogieron dinero y le ayudaron a pagar la matrícula. Seis
meses después, su hermano sufrió un trauma de cráneo y
quedó con una serie de problemas físicos y emocionales.
Juan Carlos, entonces, empezó a trabajar dictando clases en
tres universidades y se dedicó el resto del tiempo a ayudar
en la recuperación de su hermano. Le enseñó a comer, a
caminar, a recobrar la memoria, y por ello hoy piensa que
la rehabilitación fue maravillosa, porque en Colombia
la mayoría de personas que sufren este tipo de trauma
queda incapacitada de por vida por falta de programas
de recuperación. La situación de su hermano y los casos
similares que veía como practicante en el Hospital San
Vicente de Paúl, despertaron su interés por la neurociencia, y
aunque había perdido varias posibilidades de especializarse
debido a las dificultades familiares, surgió otra oportunidad
en España. El problema era el mismo: ¿quién iba a sostener
a su familia? Esta vez fueron sus estudiantes quienes
propusieron un congreso y recogieron dinero para que le
dejara a su familia y él pudiera especializarse.
con Daño Cerebral. Trabajó como mesero y publicista
callejero, tratando de aprender inglés. Surgió una plaza en el
área de rehabilitación con uno de los mejores investigadores
de trauma de cráneo y rehabilitación en el mundo, el doctor
Mitch Rosenthal. Se presentó a esa plaza, quedó entre
los tres finalistas y para elegir al ganador cada uno debía
decir un discurso en inglés y pasar a audiencia con siete
expertos. Juan Carlos no hablaba bien inglés, por lo que
su esposa americana lo ayudó a aprenderse el discurso y
preguntas y respuestas de memoria para la entrevista. Al
mes recibió una llamada del doctor Rosenthal, escuchó
atento y respondió “thank you very much”. “Parece que no
fui elegido”, le dijo a su esposa. Ella notó que él no entendió
lo que dijeron por teléfono y llamó para descubrir que había
ganado y trabajaría con Rosenthal, quien supo entonces que
Juan Carlos no hablaba inglés, pero le dio una oportunidad.
Ahora Juan Carlos domina el inglés y dicta conferencias en
Europa, Latinoamérica y Estados Unidos, sobre rehabilitación
de trauma cerebral, problema en el que se centra el 98%
de sus investigaciones. Ha publicado cerca de noventa
artículos en revistas estadounidenses y ha ganado varios de
los premios más importantes en su área; entre ellos el de
la Asociación Americana de Psicología, el Alejandro Ángel
Escobar en Colombia y el de Mejor Investigador en Psicología
de Colombia. Unos treinta premios, tanto en Colombia como
en el exterior completan su legado.
Terminó su doctorado en España y se fue a Estados Unidos
para hacer un posdoctorado en Rehabilitación de Personas
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
219
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
a pacientes con abortos frecuentes. El grupo aprendió
nuevas técnicas de diagnóstico que posteriormente aplicó,
e implementó procedimientos terapéuticos para ofrecerles
alternativas a las parejas que no podían tener hijos. El equipo
se fortaleció y de ese modo Ángela ha hecho posibles más
de 350 nacimientos en madres con problemas abortivos.
Ángela Patricia
CADAVID JARAMILLO
El tiempo le queda corto por estos días. Suele pasar
la jornada entre llamadas de pacientes, asesorías con
estudiantes, resultados de experimentos y el papeleo
incesante que debe tramitar la coordinadora de un grupo
investigativo de la SIU. En el correo electrónico no faltan dos
o tres “chicharrones”, como ella dice, que ocupan buena
parte de la mañana y definitivamente prefiere no meterse
a internet, porque se le va el día comprendiendo todas las
formas de aplicar medicamentos a la reproducción; pues
desde que hizo su maestría en la Universidad de Antioquia,
trabaja en Inmunología de la Gestación, atraída por la forma
en que la madre tolera al feto. Enfocó sus investigaciones
en esa área. Con la ayuda del doctor Jorge Ossa y de
ginecólogos como Fabio Sánchez, empezó a asesorar
En su escritorio guarda una bolsa con fotos que le envían los
padres de niños que ayudó a nacer. Cada foto contiene una
historia, una esperanza que Ángela hizo realidad. Muchos de
esos niños, ahora muchachos, quieren conocer a la doctora
que les permitió vivir. Ella, por su parte, repasa las fotos y
revive recuerdos. Se siente muy alegre, aunque no se le
note porque su actitud es la de una mujer dura. Aunque deja
escapar una sonrisa cuando dice: “Tengo fama de malgeniada
pero en realidad no lo soy tanto”, aclara con su rostro serio,
y a veces inexpresivo, apoyando las manos juntas y firmes
sobre la mesa. Lo que más la ofusca son las mentiras y
esperar. Esa es su imagen externa, pero en el fondo es una
mujer comprensiva. Entiende muy bien la connotación que
debe tener el médico frente al paciente y asume las actitudes
correspondientes. Siempre enseña eso a sus estudiantes,
porque es consciente de estar trabajando con el dolor ajeno
y aclara que “a uno lo consulta una persona porque necesita
algo, ya sea que lo escuche, lo ayude a superar un conflicto
personal o una enfermedad. Por eso es importante, en el área
de la salud, que los doctores sean sensibles al dolor de la
persona que los está consultando. Que no sea simplemente
algo mecánico, que dediquen tiempo a escuchar a la gente, a
comprender en qué forma pueden ayudarla”, dice.
Ángela siempre trata de permanecer serena, de brindar
la mejor asesoría y definitivamente no se impresiona
fácilmente. De alguna manera todo se vuelve corriente para
ella. Intenta ser calmada para tomar las mejores decisiones,
pero acepta que errores se cometen a diario y aunque
hay días estresantes, otras veces está feliz, cantando,
celebrando con sus estudiantes los buenos resultados.
Como lo hizo el año pasado cuando fue galardonada con la
Medalla al Mérito Femenino que le entregó la Alcaldía de
Medellín por su labor en el campo de la reproducción.
Lo más importante para ella es la superación. Fue la primera
mujer en empezar una carrera profesional en su casa, tal
vez porque se trataba de Medicina, su madre, aunque sentía
temor de ver a sus hijas en la universidad, aceptó. Desde
ese entonces, Ángela, Doctora en Ciencias y Magister en
Inmunología, es una mujer a la que le gusta que todo salga
bien, especialmente en materia de investigación, porque
empezó haciendo consulta médica hasta que desató su influjo
por la investigación y por buscar nuevos conocimientos.
Por eso, aparte de dedicar el poco tiempo libre a sus dos
hijas, encuentra espacios para continuar estudiando y para
explorar nuevas técnicas medicinales como la sintergética,
su último interés, pretendiendo la manera de aplicarlas a las
madres con problemas abortivos, porque considera que falta
mucho por aprender.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
221
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Alberto
ECHEVERRI SÁNCHEZ
El sombrero era de su abuela. Era el sombrero de pensar y,
mientras lo explicaba, las sorprendidas miradas se posaban
sobre su cabeza. Luego, empezó a volar por el salón, batiendo
las manos como si fueran alas, revoloteando por los pupitres
y pasando cerca a los estudiantes, que no sabían si reír o sólo
mirar, porque estaba como loco y decía que, para comenzar,
debía aterrizar. Así recuerda Camila Betancur, estudiante de
maestría, una de las clases de Alberto Echeverri, quien, para
movilizar a los alumnos, puede llegar en pijama, disfrazado
o usando el sombrero de pensar. Sus clases suelen iniciar
con historias de vida de otros profesores, investigadas por
él, porque “no es tanto lo que yo les enseñe a los maestros,
sino lo que ellos me han enseñado en todo este tiempo. El
penetrar en sus vidas, sus relatos, sus palabras, fue algo que
me cambió la existencia”, dice.
Maestro de maestros, como muchos lo consideran, concibe
el oficio del educador como un drama pasional; drama en un
sentido de teatralidad, y pasional, en cuanto está movido
entre el miedo y el amor, entre amenazar al alumno para que
aprenda o entre la forma como el docente puede conocer
la vida del estudiante, como hace Alberto, quien revela que
también tuvo su época de pésimo maestro. Por fortuna, este
profesor trigueño, de nariz puntiaguda, chivera incipiente,
que recoge en una cola su cabellera crespa y grisácea, dejó
atrás sus días de rajador y autoritario para retomar la senda
de maestro amoroso, investigador de historias y docente en
las escuelas normales.
Fue gracias a Alberto que las escuelas normales
sobrevivieron al cierre mediante una reforma planteada por
él, la cual se extendió a las facultades de educación y se
convirtió en Ley de la República, orientando por diez años
la formación de educadores en el país. Durante ese tiempo
y con la misma dedicación que tiene para practicar yoga
a las dos de la mañana o para ayudarle a Sara, su hija de
once años, con las tareas, Alberto se dedicó a reformar
inicialmente las escuelas normales de Antioquia y luego las
de otros departamentos de Colombia.
Este espíritu transformador, que participó en el Movimiento
Pedagógico en los años ochenta, fue un rebelde en su
juventud, y por eso lo expulsaron de varios colegios.
En esa época descubrió personajes que impactaron su
pensamiento, como Estanislao Zuleta y Mario Arrubla.
Asimismo, encontró profesores que fueron grandes amigos,
como Orlando Rodríguez Villa, con quien conoció el yoga,
y Pedro Juan Uribe, “gran erudito, lector de Lenin, Marx y
Sartre”.
De la primaria en el Colegio El Sufragio, recuerda con
afecto a su profesor de cuarto, don Ernesto Muñoz, quien lo
introdujo con cariño en el mundo académico, porque el amor
y la excelencia de sus maestros fueron sus alicientes para
ser educador. Y también en la universidad, habla de Alberto
Restrepo, con la filosofía francesa, y Olga Lucía Zuluaga, que
lo formó como investigador en historia de la pedagogía.
Con Olga Lucía y con Vladimir Zapata fundó el Archivo
Pedagógico de Colombia; además, él creó y dirigió por 17
años la Revista Educación y Pedagogía de la Facultad de
Educación de la Universidad de Antioquia, donde aún es
docente y donde ha ayudado a enfrentar diferentes crisis
educativas. También creó el grupo Historia de las Prácticas
Pedagógicas, en el que ha sido investigador durante
treinta años y donde está formando a doce estudiantes,
desde que eran alumnos normalistas, para convertirlos en
maestros e investigadores, con cualidades para la escritura
y seguramente para la narración.
Alberto, el que trata de romper el tiempo, continuando su labor
pese a estar jubilado, es ante todo un contador de historias,
y explica, con su suave voz, que el poder de la narración “nos
iguala en un nivel, mientras la conceptualización hace creer
que el profesor tiene un saber especial”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
223
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Silvia
BLAIR TRUJILLO
Las investigaciones están compuestas de puntos –ella los
dibuja con el lapicero sobre su cuaderno–, son muchos,
son los resultados, los investigadores, los diagnósticos, las
comunidades, los proyectos, los parásitos, las medicinas,
muchos otros. Ella trata de consolidar, con todos esos
puntos, un resultado trascendental para la humanidad, como
si fueran pixeles conformando una imagen; tal vez la de ella
misma, sentada en su escritorio, con la cabeza agachada
y la mirada fija en un cuaderno que va rayando mientras
habla, porque esta mujer que ha realizado actividades
sociales y ha desarrollado alrededor de ochenta proyectos
de investigación en malaria, es tímida y muy modesta. Ha
recibido más de veinte reconocimientos, pero no suele
hablar de esto. Para ella esos premios deberían ser grupales
y asume que les pertenecen a todos los investigadores
del equipo. Tampoco se aplaude a ella misma, aplaude el
recuerdo del trabajo de personas que respeta y admira
porque han influido en su formación como investigadora.
Entre ellos están Ángela García, Ángela Restrepo, Saúl
Sánchez y Héctor Abad Gómez, quien fue su mejor maestro
en el aspecto social. Esto fue importante para Silvia porque
desde niña, además de sentir atracción por la Medicina en
los libros, se sintió seducida por servirle a la sociedad.
el juego de esa interrelación y eso lo miramos desde los
aspectos sociales, económicos, biológicos y médicos. Así
podemos tener un panorama general de la malaria”. Esta
forma de analizar la enfermedad desde el componente social
y la relevancia de los resultados obtenidos por el grupo, los
ha elevado a la primera categoría de Colciencias, algo de lo
que Silvia vive orgullosa, aunque no lo demuestra. Lo cierto
es que el fortalecimiento surge del trabajo riguroso de sus
integrantes y del liderazgo de su directora.
Siempre ha tenido claro que ser médica es su pasión, por
eso dice que ha sido, es, será y volvería a serlo, si tuviera la
oportunidad de volver a nacer. “Aunque es difícil decir que
ejerzo la Medicina, porque quería adquirir un compromiso
de vida con el conocimiento y con un problema del
conocimiento que tocara también una problemática social,
por eso elegí estar en malaria, fundé un laboratorio en la
facultad y a través de muchas preguntas mías, y de otras
personas, construimos un grupo para investigar la malaria,
no desde un punto de vista biológico solamente, ni básico,
sino integral”, aclara Silvia, que desde entonces coordina el
grupo de Malaria de la SIU. La intención es investigar no solo
la enfermedad, o el parásito como tal, sino también el entorno
social donde se desarrolla. Surgen entonces tres líneas de
trabajo. Una es el reconocimiento del saber de los médicos
tradicionales, curanderos, afrodescendientes e indígenas.
Otra consiste en analizar la resistencia del parásito a los
medicamentos. Y la tercera son los hospederos parásitos,
“donde se conjugan los hospederos, que son el hombre y
el vector, con las poblaciones de parásitos, y podemos leer
Silvia se define como “una persona silenciosa, que vive
doce horas diarias en este laboratorio, que ha trabajado y ha
tomado decisiones concretas cuando corresponde”. Más allá
de ser una líder científica, es un ser humano comprometido
con la comunidad. Ha realizado una importante labor
social en el sector de Lovaina. Empezó con un compañero
trabajando con jóvenes prostitutas; crearon un restaurante
comunitario, y ella les leía cuentos a los niños y los llevaba
a museos. Educar e investigar son parte de la esencia
de Silvia, por eso es muy importante el grupo para ella,
porque está formando a los jóvenes para la investigación,
consciente de que el tránsito por este lugar es pasajero y
es necesario, “que muchas personas sigan con el camino
enmarcado, comprometidas con rectitud y honestidad por el
conocimiento, la vida y la sociedad”.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
225
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
encuentran trabajando. Del laboratorio sólo se ausenta para
dictar clases en el Instituto de Química en la Universidad de
Antioquia, y regresa rápidamente para retomar su labor, ya
sea tratando de almacenar hidrógeno en un carbón activo,
intentando generar energía a partir de biomasa, o analizando
los resultados que arroja el clúster de computadoras, las
cuales pasan día y noche resolviendo cálculos.
Fanor
MONDRAGÓN pérez
“Es muy, muy inquieto, no para; es muy curioso y no se
despega de la química, la tiene en los poros”, dice el
profesor Andrés Moreno, mientras Fanor ríe continuamente,
apretando la boca, tratando de contener una carcajada
estruendosa. “¿Como compañero en el equipo de trabajo?
—ríe con más fuerza Fanor—, es casi un militar. No, no, no,
es un militar”, asevera sonriendo, Andrés Moreno.
Fanor es robusto, de facciones redondas, tez clara, nariz
achatada, usa anteojos y al hablar mueve constantemente
sus manos. Su aparente seriedad esconde a un hombre
risueño que lleva buenas relaciones con sus compañeros de
laboratorio, e incluso los estudiantes bromean con el mito
de que tiene un clon, porque llegan a cualquier hora y lo
Es perfeccionista, un enemigo del incumplimiento que
siempre trata de hacer las cosas bien, porque lo más
importante es el compromiso con su labor. Se ve a sí
mismo como un hombre disciplinado, aunque por la
forma de planificar su vida, es todo un estratega militar.
Desarrolló una estrategia con el objetivo de hacerse a una
beca, porque tras buscar infructuosamente una maestría
en Estados Unidos, regresó a Colombia y comprendió que
sólo becado podía hacer un posgrado. Para eso empezó a
recopilar información de becas y universidades en el mundo.
Luego se vinculó al Alma Máter como docente para facilitar
los trámites, y basado en su interés por estudiar el carbón,
seleccionó una universidad en Alemania y otra en Japón.
Eligió la Universidad de Hokkaido, por las facilidades que
ofrecía la maestría para aprender el idioma japonés, e inició
el contacto con el profesor Koji Ouchi, quien luego lo invitó
a quedarse para hacer el doctorado en Ciencias Químicas.
Con esa labor adelantada se aseguró la beca en la Embajada
de Japón, y recibió una licencia remunerada como apoyo de
la universidad.
Su estrategia era llevar una vida en torno al conocimiento,
estudiando y asistiendo a conferencias tanto en Japón como
en otros países, algo gratificante para quien disfruta de
viajar, leer y estudiar. El matrimonio siempre estuvo al final
en su proyecto de vida y esperó hasta terminar el doctorado
para casarse con Lai Yin, una joven de Malasia, en una
ceremonia oriental celebrada frente a un altar en memoria
de los ancestros de ella. Victorioso en su campaña regresó
a Colombia y recibió, del profesor Gustavo Quintero, el grupo
que ahora se llama Química de Recursos Energéticos y Medio
Ambiente, fundado por Gustavo en 1982, como parte de un
pacto donde ambos se especializaban para luego trabajar
en el grupo. La meta inicial fue conseguir la infraestructura
necesaria para ser autosuficientes, lo cual ahora despierta la
vanidad de Fanor, porque este laboratorio es uno de los más
completos del país en su especialidad.
Fanor, que este año fue nombrado miembro de la Academia
Colombiana de Ciencias, aclara que su labor y los resultados
en la utilización de recursos energéticos, que ya se
aplican en la industria, son logros colectivos del grupo de
investigación formado por seis profesores, doce estudiantes
de doctorado, tres estudiantes de maestría y quince
estudiantes de pregrado en Química. Estos logros también
han sido posibles gracias al apoyo de su esposa y sus hijos
Ian y Karina, que comprenden sus ausencias durante varios
días o los domingos en el laboratorio, porque la esencia de
Fanor es la de un científico consagrado a la investigación y
a la formación de estudiantes con actitud en el laboratorio y
dedicación en la labor científica.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
227
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
Óscar Alejandro
VANEGAS MONTERROSA
De niño, Alejandro era inquieto, muy curioso y siempre trataba
de desarmar todo lo que llegaba a sus manos. Seguramente
era el impulso innovador que lo caracteriza tratando de
entender, en aquel entonces, cómo funcionaban las cosas
para luego reinventarlas; lo que dejó de ser un juego para
convertirse en el mejor de los trabajos, porque vive lleno de
proyectos, deseoso de continuar aprendiendo, orgulloso de
sus logros, y ahora más que nunca sigue, en cierto sentido,
desintegrándolo todo, pues su especialidad como ingeniero
químico de la Universidad Nacional e ingeniero de alimentos
de la Universidad de Antioquia es convertir los alimentos en
polvo, siempre pensando en las necesidades del mercado
y en la expansión empresarial, porque es ante todo un
emprendedor.
Alejandro es un joven alto, de cabello negro, tez clara y
ojos oscuros que siempre miran fijamente a su interlocutor,
cuando expone sus ideas moviendo las manos con seguridad
y finura. Es amable, educado y siempre tuvo el ideal de no
ser empleado, sino un empresario independiente. Junto a un
grupo de compañeros, encontró la determinación necesaria
para sacar adelante una empresa dedicada a la producción
de alimentos secos. “El huevo en polvo fue una locura desde
la parte de mercadeo y publicidad”, comenta Alejandro, quien
habla de la empresa con un entusiasmo casi infantil. Con el
huevo en polvo ALSEC S.A. participó en el Premio Innova
2006, ganando el tercer lugar en la categoría de pequeñas
empresas.
El hecho de que Alejandro sea ingeniero de investigación
y desarrollo de productos secos en ALSEC no es fortuito,
se debe a su amplia experiencia en el laboratorio, porque
desde que empezó a estudiar Ingeniería Química en la
Universidad Nacional, buscó un campo de acción donde
sus conocimientos pudieran tener una doble función. Por
eso se orientó luego hacia la Ingeniería de Alimentos en la
Universidad de Antioquia y profundizó sus estudios en las
áreas de lácteos, agroindustria y microbiología. “Entonces
aproveché el laboratorio y la experiencia de los profesores de
la de Antioquia y me integré a un grupo de trabajo que ha sido
un buen equipo”, comenta Alejandro.
Al premio inicial que ganó la compañía en el 2006 se sumaron
cuatro galardones en diferentes ferias, lo que para Alejandro
es el resultado del trabajo en equipo, una de sus mayores
cualidades que, unida a la creatividad y a la dedicación que
pone en sus proyectos, le ha permitido salir adelante en el
mercado, algo que le recalca con insistencia a sus estudiantes
de la Universidad de Antioquia, a quienes les enseña la
importancia de ser independientes, explicándoles que lo
fundamental es tener entusiasmo y compromiso, porque “ser
emprendedor no es tarea fácil, es todo un reto”.
Las dificultades en la empresa fueron surgiendo a medida
que la idea inicial evolucionaba. La iniciativa de producir y
comercializar alimentos en polvo surgió cuando Alejandro
trabajaba en una empresa que vendía maquinaria de secado
en aerosol, en la cual se formó un laboratorio piloto, del que
Alejandro hacía parte, para ensayar los equipos. Con el grupo
de trabajo inició la primera etapa del proyecto, maquilando
productos en el servicio de secado por atomización. Entonces,
la empresa tuvo que buscar un local que cumpliera las
condiciones higiénicas necesarias, luego debió reorganizar
el personal enfocando las labores en el campo de estudio
específico de cada integrante y al final se definió el desarrollo
de productos particulares para sectores específicos como
aceites esenciales, colorantes, refrescos, miel, yogurt, fríjoles
y vinagre, todo en polvo.
“Los sacrificios empiezan cuando el trabajo se hace excesivo”,
dice Alejandro, que no deja de lado la lectura de artículos
científicos, pero que sí tuvo que abandonar la práctica de
artes marciales, como la Capoeira y el Taekwondo, para
pasar más tiempo en la empresa, porque la visión de su vida
ha empezado a cambiar; de momento piensa en formar un
hogar, tener una casa propia y en invertir toda su energía en
el desarrollo de nuevos productos, porque su creatividad no
para de innovar.
Fotografía: Diana Giraldo Kurk / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
229
Descargar