Juan Valera Pepita Jiménez http://www.stockcero.com/book.php?ID=168998821 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña 2 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña Stockcero.com - Pepita Jiménez Don Juan Valera y Alcalá-Galiano nació en Cabra, el 18 de octubre de 1824. Fueron sus padres Don José Valera y Viaña, oficial de la Armada, maestrante de Ronda, y Doña Dolores Alcalá-Galiano y Pareja, marquesa de la Paniega. Del mismo lecho nacieron dos hijas, Sofía y Ramona. De un primer matrimonio con don Santiago Freuller, general suizo al servicio de España, la marquesa de la Paniega había tenido un hijo, don José Freuller y Alcalá-Galiano, que sucedió en el título. Los Valera, oriundos de la montaña de León, son una familia antigua, arraigada en Andalucía desde los tiempos de la Reconquista. Poseían tierras libres en términos de Baena, Cabra y Doña Mencía, un mayorazgo y una capellanía. Los Viaña, la otra rama del abolengo paterno de Don Juan Valera, oriundos de Torrelavega, son andaluces de más reciente data. El linaje materno de Don Juan, procede de la unión del apellido Alcalá, radicado en Doña Mencía, con el de Galiano, originario de Murcia. Hubo entre los Alcalá-Galiano hombres distinguidos en las carreras civiles del Estado, y no pocos militares y marinos, algunos ilustres, como don Dionisio, el famoso orador de La Fontana de oro, corifeo en su juventud del partido exaltado y de la revolución romántica. Para Don Juan Alcalá-Galiano y Flores, ascendiente de los ya nombrados, se creó en 1765 el título de marqués de la Paniega, que recayó en su biznieta Doña Dolores, madre de Don Juan Valera. Hay noticia de que a fines del siglo XV los linajes de Valera y Galiano ya se habían enlazado. En los siglos XVII y XVIII hubo otros cruces entre ambas familias, y entre los mismos del apellido Valera. Consanguíneos en cuarto grado eran los marqueses de la Paniega, Doña Dolores y Don José, casados en Sevilla el 31 de octubre de 1823. El marqués consorte, Don José Valera, había en la juventud padecido cárcel por sus opiniones republicanas. Durante el terror fernan- 3 4 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña dino vivió retirado del servicio de Cabra o en Doña Mencía. A la muerte del rey reingresó en la Armada, pero lo más del tiempo estuvo en sus tierras, afanándose en administrarlas. Prefería la independencia personal, aunque fuese la independencia pobre del labrador sin caudales. La marquesa permanecía con sus hijas en Granada, mientras Don Juan cursaba estudios en Málaga, en Granada mismo o en Madrid. Subvenir a los gastos de todos con las rentas no muy famosas del marquesado y las de su caudal propio, fue un problema que Don José Valera no pudo resolver sin empeñarse, a veces y sin aceptar de continuo privaciones rigurosas. Si el espíritu de Valera no quedó baldío ni se perdió en la ingrata soledad de un lugarcejo, a la abnegada pertinacia de su padre se debe. El marqués duró bastante para ver encumbrados a sus hijos. Falleció en Madrid en 1859, a los sesenta y seis años. De la marquesa solamente poseemos noticias posteriores a su segundo matrimonio, cuando los apuros de dinero, la incertidumbre en la colocación de los hijos, las decepciones granjeadas con la edad, la vida fastidiosa de una provincia y el carácter un tanto huraño, aunque afectuoso y leal, del marido, habían asolado su ingenuidad e inculcándole una moral harto desengañada y amarga. La marquesa parecía creer que el mundo, en su época, estaba enfermo de “positivismo”. Dama algo imperiosa, pagada de su estirpe, creyente en las preeminencias morales de la sangre noble, apenas halla, mirando en torno, otra cosa sino bajeza, falsía, y, como diríamos hoy, arribismo. Su corazón de “madre pobre” se acongoja por la suerte de sus hijos en una sociedad falaz e implacable. Juan era su orgullo. Procuraba guiarle para que la generosidad, el entusiasmo, la altivez, la pasión cívica, en suma, el “idealismo”, no le extraviasen, haciéndole caer en las asechanzas del mundo. El Marqués, no menos escéptico, desengañado de España y los españoles, había visto perecer la ilusión liberal de su juventud, y temiendo que su hijo comprometira el porvenir ligeramente, le inculcaba la más rigurosa cautela en puntos de opinión. En Granada la marquesa adquirió o renovó amistades valiosas. Serrano, capitán general de la región en 1848, trabó relaciones con los Paniega. En Granada mismo, y después en Madrid, apadrinó las pretensiones de Don Juan e influyó en sus primeros destinos de la carrera diplomática, como, mucho más tarde, en su posición política, La Mar- Stockcero.com - Pepita Jiménez quesa de la Paniega reanudó por entonces con la condesa del Montijo una amistad que pesó en el porvenir de Sofía. La marquesa trasladó sus penates a Madrid cuando empezó Don Juan a disfrutar sueldo y el marqués pudo subvenir con más holgura a los gastos de la casa. Sofía pasaba por sobrina de la Montijo, que la hospedó a veces, ya en Madrid, ya en la Quinta de Carabanchel. Coronada Eugenia emperatriz de los franceses, concertó la boda de su amiga, que solía visitarla en París, con Aimable-Jean-Jacques Pelissier, duque de Malakof, mariscal de Francia. Dasarraigada de España, Sofía vivió hasta 1890. Ramona, la hija menor de los Paniega, casó en Granada, a los dieciséis años, con Don Alonso Mesía, primogénito de los marqueses de Caicedo. Murió en Madrid en 1867. La marquesa de la Paniega, ya viuda, residía por temporadas en Doña Mencía, cuidando de sus bienes. Fiaba mucho en su energía, y se jactó de restaurar la prosperidad de la casa. A su muerte (1872), las fincas, mal traídas, rendían menos que nunca. Respecto de Don Juan, esta familia tuvo el mérito de conocer su talento y de alentarle, cuando el gran escritor en ciernes era un adolescente que emborronaba los cuadernos de clase con versitos de colegial. El amor, la admiración henchida de esperanzas, aunaron los esfuerzos de todos para allanar la carrera de Don Juanito. El caso de Valera no es el de otros ingenios y el desconocimiento de la familia. Su vocación, no sometida a la prueba temprana de la necesidad, donde hubiera aprendido a conocerse y cobrado vigor, creció irresoluta. Una decisión de su padre le puso en vías de educarse literariamente. Había cursado en Cabra las primeras letras y humanidades, y se trató de darle carrera. Tenía derecho a una plaza en el Colegio de Artillería. El marqués , desengañado de la carrera de las armas, dejó caducar el privilegio de su hijo, y resolvió que estudiase leyes. En el Seminario de Málaga cursó “filosofía” desde 1837 a 1840. “La filosofía –dice una carta (1)- de que anduve después muy enamorado, me era entonces odiosa. Sin embargo, ya me gustaba entonces argumentar en materia (la forma silogística yo la tenía por una barbaridad)” En 1841, admitido en el colegio-seminario de San Dionisio del Sacro-Monte de Granada, se matriculó al primer año de Facultad. Cursó en la Universidad el año segundo, en la de Madrid el tercero, y vuelto a Granada, fue Bachiller en Jurisprudencia en 1844 y Licenciado en 1846. Las con(1) A Serafín Estébanez Calderón: Río de Janeiro, 12 de agosto de 1852 (inédita) 5 6 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña clusiones del discurso (“¿Qué se entiende por legislación universal?”) compuesto para graduarse, del más genuino corte estudiantil, son ortodoxas, y no falta algún rasgo personal que anuncie vagamente el Valera de mañana. El discurso en la Universidad de Granada no es el más antiguo escrito de Valera que conocemos. Desde los trece o catorce años componía versos y tanteaba la narración en prosa. Temas heroicos y amatorios le inspiran: versos a sus novias, a la mujer soñada, a un pajarillo; versos inocentes los más, salvo alguna explosión de crudo erotismo; y versos también a personales y eventos memorables: a lord Byron, a Grecia, a la caída del imperio romano, al general Narváez, pacificador de Andalucía… Don Alberto Lista desaprobó los primeros frutos de la inspiración de Valera. Otros ingenios: Espronceda, Ros de Olano y Miguel de los Santos Alvarez, a quien conoció en los baños de Carratraca, corriendo el verano de 1839, alabaron los ensayos de joven principiante. Su devoción a Espronceda creció desde aquel día con el prestigio que irradiaba la persona del gran poeta, cuya muerte cantó. En los borradores de Valera hay huellas, entre paráfrasis y acotaciones de Byron, de la influencia directa de Espronceda, imitando con poca maña en sus metros y temas. Valera mismo da a entender que siguió al cantor de Jarifa en los motivos de su inspiración (2). Del estado de su espíritu en tales años , Valera retuvo una imagen poco fiel. Purgada en breve la desazón romántica se imaginó o quiso creer que no la había padecido. “En aquellos tiempos –escribe (3)- ni aun para imitar a lord Byron andaba desesperado y mal avenido con el mundo, la vida, la mujer, etc.” Sus propios tanteos le contradicen. A los dieciséis años comienza unas memorias: Horas perdidas, de inspiración melancólica, y registra en sus cuadernos, con versos broncos, la amargura precoz, el desengaño. “Mezclado entre los brindis y gritos del festín”. Valera abjuró pronto la religión romántica. No siguió esa vena, que le guiaba mal, y la cegó en cuanto supo desechar los sentimientos postizos y formarse una retórica. Valera publicó primeramente el El Guadalhorce, de Málaga (4). En (2) AUTOBIOGRAFIA. Bol. De la R.A.E., 1924. (3) Notas a sus poesías. (OBRAS COMPLETAS, XVII). Escribió las Notas en 1885 para la edición de sus Poemas, romances y canciones, publicada por Catalina en 1886. (4) El Guadalhorce, revista semanal de literatura y artes. 1839-1840. Stockcero.com - Pepita Jiménez 1844 su padre le costeó la impresión de un tomito de versos (5). Releyéndolos impresos, no le parecieron muy buenos. Pasó por la tienda del librero y supo que no se había despachado ni un ejemplar. Pesaroso de haber impuesto a su padre un sacrificio más, herido en la vanidad, y como quien toma represalias de la indiferencia del vulgo, recogió la edición y la escondió en el desván de su casa de Doña Mencia. La marquesa de la Paniega procuró alentarle. ¿Pensabas-viene a decir (6)-que los españoles son gente para gastarse diez o doce reales en un libro? “Esto no marchita tu gloria ni tu talento”. Valera se trasladó a Madrid corriendo los últimos meses de 1846. Muchos proyectos le agitaban. El capítulo “¿Para qué sirve?”, de su novela Las ilusiones del doctor Faustino, contiene un traslado casi literal de sus perplejidades. Quería brillar, mover ruido en el mundo, ganar dinero. Prometió a su familia consagrarse al foro. Sus relaciones y sus gustos le indujeron a empeñarse en otro camino. Fue recibido cariñosamente en casa de la Montijo. Se agolpaban en el salón de la condesa los rancios y los advenedizos, “pollos” aristócratas, literatos, políticos, abogados que empezaban a ganar millones con los pleitos surgidos de la desvinculación. Era el foco más brillante de la sociedad de Madrid, el mejor campo de maniobras para un joven ambicioso. Valera ganó amistades excelentes en la nobleza, en las letras, en la política, mundos aparte en nuestro tiempo que empezaban entonces a desgajarse. Por un lado, la nobleza terrateniente conservaba mucho del poder político que pertenece al dinero. Los inmensos patrimonios, ya desvinculados, aun no se habían deshecho. La riqueza mobiliaria, y la industria, en mantillas, representaban poco, socialmente, junto al valor de la tierra acumulada en las grandes casas. Se abría, por otra parte, la era de los empresarios y de las profesiones libres. El segundo cebo opíparo (el primero, las tierras desamortizadas), ofrecido en la arena del parlamento a la gula de las clases nuevas, fue la concesión de los ferrocarriles. La gente de “buen tono” solía mofarse del burgués enriquecido, ávido de mando, de lujo, de comodidades ostentosas. Lo más ilustre de la generación que iba a cubrir, aupada por la nueva: oradores, estadistas, literatos, afilaba las armas. Como Valera, Cánovas y Castelar eran jóvenes desconocidos que devanaban los ensueños de su ambición. Deshecha la estructura antigua, y mientras un orden nuevo se instauraba, (5) Ensayos poéticos de Juan de Valera. Granada. Librería de Benavides, calle Nueva del Milagro, núms. 5 y 7. Abril de 1844. XI-118 páginas. Prólogo de Jiménez Serrano. (6) La marquesa de la Paniega a su hijo Don Juan, 15 de mayo. 1844 (Carta inédita). 7 8 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña los militares de buena estrella, que rápidamente se enriquecían y titulaban, erigidos en duques, en príncipes, unían tiempos con tiempos, brindando a los españoles, además de una parodia del genio personal y de una ilusión de gobierno, el ejemplo de la audacia galardonada, la prueba de que el predominio no sería ya de la sangre sino del mérito, graduado por el éxito. En el Madrid de esta crisis isabelina, la Corte lo era casi todo: para la villa (comercio “de tiendas”, sin fuerza espansiva; burócratas pendientes del albur ministerial, pequeños propietarios y rentistas, chapados a la antigua, menestrales que secundaban las algaradas callejeras) apenas quedaba sitio. En los palazotes de las Vistillas, de las calles del Sacramento y de Segovia era el emporio de la vida social. Intrigas del Real Palacio, fausto de la grandeza, proveían de cebo a los maldicientes y a la admiración de la villa, envanecida de albergar dentro de sus tapias a tanto prócer: todos los ojos se volvían a ese mundo relativamente deslumbrador, de límites dudosos, donde eran los finos modales y las costumbres más libres. Quien brillaba quería hacerse presentar en sociedad, y nadie brillaba bastante mientras no era presentado. Los certámenes de las sociedades literarias no merecían la asistencia de la gente de “buen tono”. En las tertulias de literatos reinaban –afirma Valera-“la grosería y la ordinariez netamente españolas”. En aquel mundo, dispensador del renombre, del poder, Valera, que los ansiaba sin límites, se arrojó por conveniencia y por gusto. Frecuentaba en casa de Montijo, de Frías, de Rivas. No perdía baile en estas casas, en las de Heredia y Cabarrus, en el Liceo. Estaba muy satisfecho de sus andanzas por Madrid. Primeramente, en razón de sus triunfos con las señoras. Sus padres recibían las confidencias de Don Juan, que no se había asimilado noción alguna capaz de hacerle sentir en el comercio amatorio falsa vergüenza ni el rubor de lo pecaminoso. Entre sus amigos íntimos estaba en opinión de amador violento, que hablaba mal de las mujeres y las conquistaba “a la cosaca”. Satisfecho, además, de su naciente nombre de poeta. Consagraba a la literatura el tiempo que no perdía en su vida mundana. Leía sin orden. Estudiaba el alemán. Socio “facultativo” del Liceo, iba también al café del Príncipe donde se reunía “el Parnasuelo completo, desde lo más alto a lo más bajo, es decir, desde Ferrer del Rio hasta don Eusebio Asquerino”(7). Publi- Stockcero.com - Pepita Jiménez có dos composiciones en El Siglo Pintoresco (8). Santos Alvarez, Jiménez Serrano y Romea preparaban la publicación de un periódico, El Artista, segundo de este título. Colaboraría en El Artista, y sus versos le valdrían algún dinero. El teatro le tentaba: pero un buen poeta lírico estropea su reputación escribiendo paparruchas para el teatro. En tal ambiente, con tales relaciones, el propósito de abrazar la carrera diplomática debió de surgir naturalmente en su espíritu. Muchos literatos de la época servían en la diplomacia.El duque de Rivas, embajador de España en Nápoles, se ofreció a llevarle consigo, si Valera alcanzaba del gobierno una credencial de agregado sin sueldo. Fácilmente la obtuvo. El 24 de enero de 1847, Isturiz firmó el nombramiento. Valera arribó a Nápoles del 16 de marzo siguiente. Dos años y medio estuvo en Italia. Los recuerdos históricos y poéticos suscitados por las tierras que iba visitando, le cautivaron. Las humanidades del colegio revividas en los lugares virgilianos, cobraban una plasticidad emocionante. En el espíritu de Valera se anudó la ilación necesaria entre las letras clásicas meramente aprendidas y una realidad no menos patética porque se manifieste en vestigios. Introdujo en sus sentimientos estéticos el gusto por las normas clásicas, no como receta de composición, sino como principio animador que felizmente educaba su inclinación natural. Vivía en Nápoles como un “viejo solterón”. Leyó novelas, tratados de estética y de historia, viajó, escribió cartas; se familiarizo con la lengua italiana y los maestros de su literatura; adelantó en el estudio del griego. En la breve corte del duque (señoritos alegres, de familias madrileñas conocidas; damas de la aristocracia española establecidas en Nápoles), más agitada por los lances amorosos que por los negocios de Estado y los ejercicios poéticos, Valera desempeñó un papel brillante. Dejo ahora de contar sus diversiones que sólo tienen valor anecdótico. Dos amistades de importancia en su vida adquirió Valera en Nápoles. Con el ejército del general Córdova, enviado a restaurar el poder temporal del Papa, desembarcó en Gaeta Don Serafín Estébanez Calderón. La diferencia de edad no estorbó que Valera y Estébanez sellasen buena amistad, de la que son fruto algunas de las cartas más regocijadas y brillantes de Don Juan. En ellas no se cansa de llamarle maestro. Sometía a su dictámen los versos que iba componiendo; y aun(7) Carta a su padre. 30 de enero de 1847. OBRAS COMPLETAS: Correspondencia. T.I. (8) El Siglo Pintoresco: Tomo I, pág. 138: “El fuego divino”. Tomo II, págs. 90 y 113: “La belleza ideal” (Cide Yahye). 9 10 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña que no siguió el descaminado purismo de El Solitario, se dejó inculcar, favorecido de cierta “semejanza” que Estébanez menciona, el fervor literario españolista. Estébanez le contagió la afición a los libros viejos y le mostró regiones de nuestra literatura poco esplotadas. Valera, oponiéndose a la imitación de lo extranjero, ya fuese el clasicismo de Luzán o Moratín, ya el romanticismo importado, militó en la reacción favorable a lo peculiar de España, subsiguiente a la fiebre romántica. Despegado de otras cosas españolas, magnifica los valores estéticos de la literatura nacional. Su españolismo literario es de un orden superior, mas no deja de ser también pasión, puesto que a veces le ciega, llevándole a proponer equivalencias y tasas no siempre aceptables. Influencia segunda de Estébanez sobre Valera fue el iberismo. La restauración de España debía fundarse en la unión peninsular, idea recibida por muchos españoles y portugueses de aquel tiempo. El iberismo reclutaba adeptos entre los conservadores, como Estébanez, y entre los demócratas alentados por el “espíritu del siglo”. Estébanez practicó con ardor la religión iberista, e inducía a su amigo a fundar escuela sobre esos principios. Valera dedicó algunos trabajos en las letras y en la diplomacia a procurar la unión de los pueblos peninsulares. La otra amistad notable adquirida por Valera en Nápoles, provino de un amor sin recompensa. Lucía Paladi (“la dama griega”), del linaje rumano de Cantacuzeno, se había casado con un prócer español, el marqués de Bedmar. La marquesa solía residir en París, en Italia, o en sus estados de Moldavia; el marqués en Madrid, donde sus galanas prendas merecieron ser recompensadas por quien más podía distinguirle y hacerle descollar entre los lindos del reino. Valera encontró en Nápoles a la marquesa y no tardó en prendarse de ella. Muy instruída, sensible, inteligente, macerada por el pesar y las dolencias físicas, la marquesa, cuando Valera la enamoró, había dejado de ser joven y no parece que hubiese sido nunca bonita. La lividez de su rostro y la fantasía amatoria de Valera, que adoraba a un objeto fingido, inexistente, más bien a un “cadáver”, valieron a la marquesa de Bedmar el sobrenombre de La Muerta. Ella aceptaba el remoquete, impuesto acaso por el duque de Rivas, y bajo ese apodo la designa Valera en sus cartas. Se enamoró de la conversación de la marquesa, de su brillante espíritu, de su saber peregrino, de su experta y doliente ternura. Su afición a La Muerta no que- Stockcero.com - Pepita Jiménez ría ser quitaesenciada y a lo divino, o, como dicen, platónica. El platonismo en el amor se le antojaba a Don Juan, estando cabales la mujer y el hombre, una sofistería. Su pasión, de origen intelectual, no fue menos arrebatada e imperiosa. Amaba con todas sus potencias a la marquesa y probó a conquistar todos los premios. La Muerta le hizo ver que estando ella en la declinación de la vida y él en su orto, cualquiera flaqueza sería ridícula; le persuadió que no podía amarle con la novedad y la frescura pertinentes a la juventud, y que esperaba se aviniese con su amistad entrañable. Valera concibió dolor muy recio. Se enfurruñó, lloró; tuvo celos sin causa; quiso tornar a España. Mal su grado se atuvo a la virtud de La Muerta, y un comercio amistoso se siguió, férvido, como hermano mellizo del amor, dulce de todos modos, que, embellecía en el corazón de Don Juan las memorias de Italia y se las representaba con saudades dolientes. Compuso versos a La Muerta (9). Ella, que dominaba el griego, le hizo aprovechar en su estudio. Le exhortaba a no ser perezoso, a confiar en su talento. La Muerta le conocía a fondo. Sus elogios, sus buenos augurios le embriagan de júbilo. La amaba por modo tan juvenil y tan ingenuo que no se privó de estimularse al trabajo poniendo su norte en ese amor. Cinco años más tarde Valera decía: “la persona que yo más quiero en el mundo” (10), refiriéndose a La Muerta. Al volver de Rusia, en 1857, la visitó en París. Los últimos jirones de la quimera de Don Juan se disiparon: la pobre Muerta estaba al borde de serlo de veras, para siempre. En noviembre de 1849, Don Juan, ansioso de mejorar su carrera, regresó a Madrid. Llegar, y pesarle de haber vuelto, fue todo uno. Le fastidiaba “la aridez y el tristísimo aspecto de estos campos , que no dan sino desconsuelo al corazón”, le enojaban “las cosas primitivas” de su patria, y “la presunción estúpida de sus raquíticos hombres de Estado, filósofos y sabios” (11); y la sociedad madrileña, demasiado impolítica por causa de la mala educación y vulgaridad de las mujeres. Pasó por muchas alternativas del humor: tan pronto desalentado y triste, se creía incapaz, le entraban ganas de morirse; tan pronto esperanzado, veía cercana la celebridad, más que en la profesión literaria en la contienda política. Su afán más urgente era salir diputado: en siéndolo “se haría el amo”. Tenía principios políticos, dimanantes de sus ideas filosóficas: “Yo he logrado formarme ya cierto sistema, muy parecido al de (9) En las Poesías (1858) llevan por título “Canciones”. En la ed. De 1886 (Poemas, romances y canciones) se titulan “A Lucía”. (10) A Estébanez: Doña Mencía. Abril, 1854 (inéd.). (11) Cartas de 31 de enero y 22 de abril de 1850. OBRAS COMPLETAS: Correspondencia. T. I. 11 12 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña Kant, el que me sirve de base en los estudios que hago” (12). El marqués de la Paniega le forzó a tener secretas sus opiniones personales, le prohibió alistarse en el progresismo, y le hizo esperar una ocasión para recibir del gobierno moderado una credencial y un escaño en las Cortes. Esperándolos, Valera partía el tiempo entre sus tanteos literarios y el amor. Publicó en La Patria unos versos a Colón; compuso una oda a la resurrección de Jesucristo; comenzó una novela autobiográfica: Cartas de un pretendiente. La prosa se le resistía. Con harto sudor pergeñó un artículo sobre “la cuestión de los frailes”. Su amigo García Tassara, director de El País, admirando la mucha doctrina del autor, rechazó el artículo. Le aconsejó, no obstante, que se dejara de pretender empleos y viviese de la pluma. En sus lauros de galán se cuenta por más lúcido (y enteramente honesto)en aquella temporada, un amorío con La divina Culebrosa (13), que le tuvo embelesado. La ocasión política y la credencial del gobierno llegaron juntas. Le nombraron agregado a la Legación de España en Lisboa, con sueldo. Bien dispuesto, por los trabajos de su medio hermano Freuller, el coto electoral malagueño, Valera aceptó el patrocinio del gobierno en las elecciones de diputados a Cortes convocadas por Narváez, muñidas por Sartorius, de las que salió el Congreso de familia (1850). Le repugnaba ser “ministerial y sartoriesco” y recibir “una mancha que será difícil que se lave cuando quiera lanzarme en el partido progresista” (14). Fingía ministerialismo por necesidad; estéril fingimiento: el oro de Don José Salamanca y la coalición de los progresistas derribaron la candidatura de Valera. En Lisboa se aficionó a las letras e historia de Portugal. Los descubrimientos y conquistas de los portugueses en ultramar robaron su admiración, de que hay un destello vespertino en los temas de Monsamor. No soñaba entonces una vida de literato profesional. Rigurosamente, nunca lo fue, y la discordia entre su espléndida aptitud, su vocación más cierta, y su puesto en el mundo, tal vez se dejó sentir dolorosamente en un espíritu que a ningún incentivo renunció. La discordia es patente desde su juventud; mas, con dilatar para otro día la abnegación y la renuncia necesarias., el descontento, que vendrá, se esconde entre nubes de esperanza. En su fastidioso destino de Lisboa, el deseo de emplearse en tareas nobles le finge un porvenir, no de escri(12) Carta a su padre: 3 de mayo de 1850. Correspondencia, I. (13) Malvina Saavedra, hija del duque de Rivas. (14) Valera a su padre: 8 de mayo de 1850. Correspondencia. Tomo I. Stockcero.com - Pepita Jiménez tor recoleto y asiduo, sino de sabio docente. Vivirá seis o siete años de la carrera diplomática, en tanto que su casa se desempeña: después se irá con sus libros a Granada, y enseñará en la Universidad la lengua griega o la Economía política. No faltó quien leyese en el porvenir: “usted llegará a ser –le decía Estébanez (15)- un buen hablista castellano…, usted ha de descollar en el condimento sazonado de nuestra sabrosísima lengua”. El afán de dinero le aguijaba tanto como el afán de saber. No quería pasar la juventud oscurecido, sin amores, sin fiestas, sin las comodidades de que no se acercaba a dispensarse. Formó proyectos de boda con una señorita acaudalada, que no llegaron a colmo. Por ascender en la carrera solicitó, y obtuvo, la secretaría de la Legislación de España en el Brasil. Finando el año 1851, desembarcó en Río de Janeiro. Mil desabrimientos le aguardaban: el clima, las dolencias, una sociedad abigarrada y sin finura, cierta barbarie colonial. El esplendor de Río fue momentáneo consuelo. La ciudad, mal empedrada; las distancias, enormes; los coches, detestables; la comida, nauseabunda, servida por esclavos malolientes; las habitaciones pobladas de arañas, curianas, lagartijas, mosquitos, salamanquesas, alacranes “y otros monstruos horribles y asquerosas”. Ni edificios buenos, ni estatuas, ni cuadros. Las mujeres, bozales; los hombres, absortos en la política y en el comercio. Males asquerosos le amenazan. El calor le destruye. Un dolor de estómago casi continuo le quita el gusto para todo. “Me fastidio ferozmente –dice-. Paso días enteros solo, encerrado en mi cuarto; leo, fumo y me entristezco” (16). Vivía con su jefe, Don José Delavat y Rincón, ministro de S.M.C. cerca del emperador Don Pedro. Al señor Delavat, treinta y cinco años de residencia en el Brasil le habían deteriorado la estampa y el caletre. Su mujer, una dama brasileña, vivía con la imaginación en el siglo de Luis XIV. Dos hijos embellecían su hogar: un varón, de once años, y una niña, Dolores, de ocho o nueve. ¡Quién pudo prever que, andando los años, vendrían a enlazarse los destinos de Dolores y don Juan! En las cartas a Estébanez, Valera traza una caricatura enorme de los usos, figuras y modales de esta familia; del alboroto y liviandad de la servidumbre; de las manías y dolencias del buen señor Delavat. Su ingenio burlón (la “propensión satírica” que corregía La Paniega), se esparce sin miramiento, y teje, por vez primera en su luengo epistolario, (15) Estébanez a Valera: Madrid, 16 de abril de 1851 (inéd.). (16) Valera a Estébanez: Río Janeiro, 13 febrero y 10 marzo de 1852 (inéditas). 13 14 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña una prosa ya formada. Escribiendo cartas se reveló prosista y a fuerza de escribirlas arribó a la maestría. Fue su ejercicio literario principal, casi único, en los dos años de confinamiento brasileño. La producción epistolar de Valera es copiosísima. Desde su mocedad hasta pocos días antes de morirse escribió o dictó cartas continuamente, desperdigando en ellas unas confesiones o memorias que, por aversión a las confidencias públicas, nunca hubiera redactado para su cuerpo de libro. Se conservan algunos millares de cartas. Reunidas formarían, si los expurgos y otros deterioros a que papeles de esta índole se hallan muy expuestos, no fueran menoscabándolas (17), un documento biográfico y literario de gran interés. Las cartas son literarias, por los puntos que tocan, o por el adobo y pulimento de la prosa, aunque narre y comente sucesos privados; y familiares, donde entrega sus sentimientos del instante con una ingenuidad insospechable si conociéramos sólo sus escritos públicos. Las cartas literarias son ejercicio de estilo, o la primera versión de artículos por venir; aprovechadas después realmente, a trozos, en los ensayos de crítica o en alguna novela. Confrontando las cartas y los escritos que destinó a ver la luz, seguimos paso a paso la formación del autor en el arte de escribir, con acepción omnímoda de este verbo, desde el estilo a la ortografía y el carácter de letra, y conocemos al hombre completo, que en su perfecta urbanidad rehusó el mostrarse a los lectores doliente o compungido, y apenas dejó trasparecer su facies personal por la máscara elegante del donaire (18). Hay publicadas muestras de ambos géneros de cartas, con algunos cortes y alteraciones, en los dos tomos de Correspondencia de las OBRAS COMPLETAS. Las más chistosas y libres de sus cartas íntimas; las más substanciales de las literarias, parecen, por lo que hasta hoy sabemos, las que escribió en Río Janeiro. Combatía el fastidio abandonándose a la irresistible comezón de menear la pluma, y despachaba a sus amigos copiosos relatos de sus hábitos, lecturas y amores, sin celar cosa alguna, por escondida que acostumbre estar. Descubre además un pensamiento literario ya maduro. Parte de la epístola a Heriberto García de Quevedo, disuadiéndole de escribir “un vasto poema humanitario”, entró en uno de los primeros grandes artículos firma(17) Las cartas, libérrimas, de Valera a Miguel de los Santos Alvarez –“las mejores que he escrito”, decía el autor- fueron abrasadas por la familia de Alvarez. (18) Este bosquejo biográfico, y el estudio de la vida y la obra de Valera, que tengo inédito aún, se fundan, principalmente, en los papeles y cartas de Don Juan, que su hija, la Sra. D.a Carmen Valera, me ha franqueado con notable generosidad. Es ocasión de agradecérselo públicamente. Stockcero.com - Pepita Jiménez dos por Valera (19). Junto con las adquisiciones literarias comunicaba a Estébanez sus lozanías de enamorado. Tomándolas en el modo descriptivo, refiere, con nimia crudeza, las gracias y desgracias más ocultas de la señora a quien servía. Halló también en Río Janeiro un ejemplar de esa dama sapiente y amorosa con quien le gusta departir en las novelas. Armida (Mariquiña en el siglo), se encumbraba “a lo científico y sublime”. Siete u ocho cartas (“eran cosa de gusto”, dice el autor) le escribió Valera proponiendo, entre requiebros sacados del repertorio teresiano, un más estrecho conocimiento. Inspiran estos amores dos composiciones: Amor del cielo e Impaciencia (20). Se hallará una transposición del personaje en Genio y figura… Rafaela la generosa es Armida-Mariquiña, chapurrada con cierta ninfa gaditana que Valera conoció en Lisboa. Mas, Rafaela lo daba todo: dinero, y amor, por consolar a los tristes; Mariquiña no daba su amor y pedía dinero. Valera, falto de metales, se consoló disparando epigramas al marido y burlándose dulcemente del emperador Don Pedro, que, pobre y todo, trasquilaba gratis el jardin de Armidas. Fuera de las cartas y poesías mentadas, nada más produjo. Buscaba y adquiría para sí o para Estébanez libros raros, fuesen europeos o americanos, y libros referentes a América: tratados de historia, de geografía, gramáticas y diccionarios de las lenguas indígenas, colecciones de periódicos y antologías. Regresó en otoño de 1853. Desembarcó en Lisboa. Acusiado por la marquesa de la Paniega y por Estébanez, rompió el compromiso matrimonial. Planeó con Latino Cohelo una revista bilingüe, que no llegó a nacer, la Revista Ibérica, destinada a secundar el iberismo. Anduvo por su tierra, y en Madrid, devanando proyectos vagos, y asistió como curioso a las jornadas de julio de 1854. Quiso venir diputado a las Cortes constituyentes, protegido por el general Serrano. Lanzó un manifiesto “patriota”. Le derrotaron. “No teniendo usted antecedentes de sansculotismo –le escribía Estébanez (21),- por más antífonas y seguidillas que entonara a lo último de patriotería, siempre lo considerarían a usted como lo han considerado, como un hombre de salón y atildado, más propio para aristócrata que para hombre de tribuna ardiente… Por lo demás no se duela mucho de ese azar. ¿Qué iba a ser en el pulpitillo?” Una vez más Estébanez leía el horóscopo de Valera. Inauguró por aquellos meses su carrera de crítico. Desde noviem(19) Del romanticismo en España y de Espronceda. (20) Incluídas ya en las Poesías (1858). (21) El Escorial, 17 de octubre de 1854 (carta inédita). 15 16 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña bre de 1853, salía en Madrid la Revista española de ambos mundos, que vivió hasta muy entrado el año 1855 (22). Trasladado a la Legación de Dresde, visitó París, viajó por Alemania, donde su adquisición más notable fue el descubrimiento de la música de Handel, de Mozart y de Beethoven: “En el conjunto sinfónico (páseme usted la palabrilla)de la música alemana, se cree oir la voz misma del espíritu del mundo” (23). Suprimida la Legación de Dresde, se incorporó, de mala gana, al ministerio. Divertido en las fiestas con que en el invierno de 1855 a 56 la buena sociedad de Madrid se desquitaba del espanto y asolamientos causados por cólera, Valera se quejaba de no hallar sosiego para escribir. Trabajó un poco más de lo que denotan sus pesares. Se le había cumplido el deseo que dos años antes comunicaba con Latino Cohelo: en Lisboa salió la Revista Penínsular, con la forma, el programa y la colaboración proyectados para la Ibérica. Los escritores de la revista se inspiraban en el iberismo noble que se funda en la unidad de cultura. Valera contribuyó con versos, artículos de crítica y revistas de Madrid (24), en las que se excusaba de hablar de política, alegando fingido aturdimiento e ignorancia. En rigor, escribiendo desde Madrid en tal sazón, apenas había otra cosa de que hablar. Era petente que el ministerio progresista se desmoronaba. El golpe de Estado de julio de 1856 tomó a Valera en su actitud de expectante curioso, como le había tomado la revolución del 54. La víspera de la batalla, Don Juan se solazaba en la suntuosa fiesta nocturna de los jardines de Montijo, en Carabanchel. Esa madrugada, los huéspedes de la condesa rezagados en la Quinta, pudieron, al volver a Madrid, tropezar con las fuerzas de O’Donnell y Serrano que se aprestaban a desarmar a los milicianos. (22) ”En religión, católica; en política, liberal; en filosofía, espiritualista; en economía política, inclinada a la escuela inglesa presidida por Peel” (Rev. Esp. De A.M., T.I, pág. VII). Colaboraban Sanz del Río, Cueto, Gayangos, Castelar, Ferrer del Río, Cánovas. Valera dio en la Revista tres artículos: Del romanticismo en España y de Espronceda, número de septiembre de 1855, Sobre los cantos de Leopardi, número de agosto. (23) Carta a Estébanez; 2 abril, 18555. (inéd.) (24) Del lado portugués colaboraban: Herculano, Lopes de Mendoca, Latino Cohelo, Ferrer de Couto; del lado español: Amador de los Ríos, A. Alcalá Galiano, Maldonado Macanaz, Carlos Rubio, Campoamor, la Avellaneda y Romea. Valera publicó, firmadas de su nombre, dos poesías: Plegaria (n.o 6, tomo I, pág. 264), y el poema a Cristóbal Colón (n.o 4); tres traducciones del alemán, de Geibel, y una del romáico, de Ipsilanti (n.o 12 del vol. II). Firmado con el pseudónimo Silvio Silvis de la Selva: Espronceda e a poesia romnntica em Hispanha (n.o 2.o, tomo I, pag. 49); Las escenas andaluzas del Solitario (n.o 10, t.I, p. 433); Obras poéticas de Campoamor (n.o 2, del vol. II, Página 80); carta remitiendo una falsa leyenda de A. Fernández Guerra, y revistas de mayo, junio y agosto de 1856. Stockcero.com - Pepita Jiménez El día de la batalla, el ministerio de Estado, en los bajos del Palacio Real, se convirtió en hospital de sangre, donde yacía herido el poeta García de Quevedo, militante por la causa del orden. Allí debió verle su gran amigo Valera, presente en su despacho del ministerio. Corriendo agosto, proseguían las veladas en la Quinta de Carabanchel. Representaban comedias de Musset y de Cruz, cantaban coros de Rossini; la flor de la sociedad de Madrid cenaba y bailaba en aquellos jardines. Valera describe estos jolgorios y confiesa su desánimo personal: “estoy triste, muy triste, completamente desilusionado, y nada bien de salud. Acaso pida una licencia” (25). No fue menester. Cueto, subsecretario de Estado, obtuvo para Valera la secretaría de la misión extraordinaria que llevó a la corte de Rusia el duque de Osuna. Este viaje, que he relatado prolijamente en otro lugar (26), es un lance muy ameno en la vida de Valera. Sus cartas de San Petersburgo, por las que el duque se enojó, movieron en Madrid un mediano escándalo, le hicieron sospechoso a Narváez y las pagó con un nuevo fracaso electoral. De sus amores con la actriz francesa Magdalena Brohan, contratada en el Teatro imperial de San Petersburgo, quedan, además de la narración epistolar a Cueto, otras huellas, no advertidas hasta ahora en su obra literaria (27). A fines de 1857 Valera comenzó a ser periodista enzarzándose en una polémica con Castelar (28). Los rasgos duraderos de su fisonomía literaria están, desde ese tiempo, cuajados: concurren a formar un Va(25) Carta a Estébanez; 29 de agosto de 1856, (inéd.) (26) Valera en Rusia: Revista “Nosotros”. Buenos Aires, número de enero-febrero de 1926. (27) ”No tengo más remedio que hacer de todo esto, una novela”, decía a Cueto. Es Mariquita y Antonio, de la que salieron 19 capítulos en El Contemporáneo; y Saudades de Elisena, en Poesías (1858). (28) Dos años después fundó con Alarcón, Santos Alvarez y Maldonado Macanaz, La Malva. “periódico suave, aunque impolítico”. Con Antonio Segovia fundó El Cócara (1860). Maldonado le llevó a la Crónica de Ambos Mundos. Colaboró en El Mundo Pintoresco. En 1859 empezó a explicar en el Ateneo un curso de Filosofía de los bello (OBRAS COMPLETAS: Miscelánea, III), y más tarde una Historia crítica de nuestra poesía. Al fundarse, en 1860, El Contemporáneo, Valera, ya diputado, entró en el periódico de redactor principal. En el orden de las letras puras, dio aquellos años una nueva colección de versos (Poesías de Don Juan Valera. Madrid, Rivadeneyra, 1858. Prólogo de A. Alcalá Galiano), y escribió dos cuentos: El pájaro verde, impreso en la única entrega de una serie de Cuentos vulgares (1860) que editó con Segovía, y Parsondes, reimpresos con la segunda edición de Pepita Jiménez (1875). Posteriormente a su ingreso en la Academia española (1861), se resolvió a coleccionar algunos de sus escritos en prosa: Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros días, por Don Juan Valera, de la Academia española. Madrid, 1864; 2 vols. 17 18 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña lera al que sólo falta su tardía fase de novelista. El gusto, el estilo, la doctrina: el giro de su pensamiento: las preferencias y repulsiones íntimas: los resabios de su manera: cuando le ensalza sobre su época, cuanto le constituye peregrino dentro de ella, todo lo declaran y proponen los ensayos, discursos y lecciones, las polémicas, los pálidos versos y las narraciones alegóricas que compuso en los principios de su vida pública. Cursó en secreto el eprendizaje. Aparece formado en letras modernas y clásicas, formación robusta dondequiera, excepcional entre los españoles de su tiempo. En su obra de escritor no se advierte la desmaña del talento indeciso ni el ímprobo trabajo del estudiantón aprovechado que transforma en artículos sus lecturas cotidianas. Se repitió no poco, añadió matices y distingos. En los puntos de vista capitales se comprueba una perseverancia típica, una personalidad que al nacer para el público era ya adulta. Eso permite caracterizarlo desde sus comienzos. El Análisis de las novelas concluye su figura: en ellas dio cauce al lirismo, repartiendo por trozos su personal sentir a criaturas imaginarias, que recitan un soliloquio perenne. Valera inaugura su obra de crítico intentando el proceso del romanticismo (29). La afición romántica de Valera duró menos que su juventud. Se libera del romanticismo a medida que su educación literaria progresa, y en cuanto aprende a modular su canto personal, el estro parece tan poco romántico como su actitud en la vida. La razón predomina en su espíritu. Contempla ideas generales y le emociona más el discurso que la observación. Al meditar se eleva; observar le divierte, acaso; lo que observa sólo le rinde anécdotas. El Tránsito del hombre a la naturaleza está, para Valera, casi siempre obstruído: rara vez se comunica con ella. En su sensualidad imprime el mundo exterior una imagen sin prestigio, conservada en notaciones generales, de las que adrede excluye lo peculiartad poderosa en Valera es la memoria, apoyo de su fantasía. Su imaginación nunca fue libre: se pone a guiarla, fantaseando, y más que inventar, recuerda. Es discursivo, razonador, ingenioso. Aborrece la expansión personalista y confidencial. Está en contra de los ardientes, de los que rompen el decoro: la aversión a Juan Jacobo, cuya misantropía, cuyo cinismo le repugnan, es típica. El erotismo, la malicia, la discreción, el giro de su filosofía moral, le graduaban para las tertulias “libertinas” de un siglo diez y ocho francés, entre damas licurgas que (29) Del Romanticismo en España y de Espronceda. Stockcero.com - Pepita Jiménez le rindiesen su admiración y su amor. En los juicios de Valera sobre el romanticismo apunta el propósito de reducir la sensibilidad romántica a una lozanía silvestre del gusto, a un defecto de educación, disculpable y hasta amable en la mocedad: que fue su caso. Carga la mano en los defectos y errores de los poetas románticos: ignorancia, verbosidad, desaliño, amaneramiento, hipocrecía, porque afectaban tener fe; falta de “majestad tranquila” y de “mirar sereno”. Cumplida la revolución romántica, quedaban sus efectos estables: en uno los resume Valera: libertad. El arte se ha emancipado de todo propósito moral, docente u otro, que trascienda a esfera distinta de lo bello. En sí mismo ha puesto su fin. Valera adopta el canon encerrado en la fórmula de “el arte por el arte”. No obstante su casticismo, condena el extremo vicioso a que llagaba la inclinación romántica a lo nacional, lo espontáneo y lo típico (30). Poseía Valera inclinación natural a contradecir, si no es que estaba poseído de ella, y encontraba en su fértil espíritu cantidad de recursos para satisfacerla. Ágil, fluido peregrino lector, emparedado entre la duda y la mesura, apestándolo cualquier dogmatismo, propenso a la sátira, su opinión se precipitaba al oponerse a otras, más por argumento que por razón, más para decir: no es eso, que para probar: esto es. Tan fuerte contradictor, a veces se cargaba si alguien venía a demostrarle lo que él mismo, por moción espontánea y sin hostigo, solía profesar. Preso en este espíritu, dejábase arrastrar por la fuerza de sus argumentos al paso que los tejía: Valera lo confiesa. Oponiéndose, varía la faz según a quien se opone: nunca es más racionalista que frente a Donoso Cortés, ni más conservador que frente a Pí y Margall, ni más despegado de la tradición que ante Menéndez y Pelayo, ni atenúa tanto el influjo del Santo Oficio como al “hundir” a Núñez de Arce; ni fue más patriota que al rebatir los juicios de un extranjero despectivos para España, ni menos iberista que viviendo en Portugal, ni más acérrimo madrileño que a quinientas leguas de la Carrera de San Jerónimo, aunque la encontrase mal en viéndola de nuevo. La oposición a lo contiguo, a lo presente, se halla en su carácter y en su intelecto. En el carácter se descubre por el descontento. En orden al juicio, por la varia(30) No es cosa de preferir, dice Valera (La libertad en el arte) “los aullos de los caribes a las odas de Horacio, y el vito de los jitanos, la timorodea de las mozas de Otaiti y el tango de los negros, a la danza magistral, graciosa y mesurada, que compuso Dédalo para solaz recreo de la rubia Ariadna”. Desde el origen, Valera se aparta de la senda conducente al gusto de nuestros días, que prefiere el tango de los negros y otras danzas con aullos de caribes, aun más desatinadas y selváticas. 19 20 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña ción de matiz a que le cohibe cada adversario. Fue polemista menos activo de lo que tal inclinación prometía. Muchas causas le detuvieron, ya provengan de su natural benigno, con más “ternura que odio”, ya de cuanto había de diletante en su espíritu, gustador de lo bello en la vida: no siempre en la suya fueron las letras la ocupación continua y virtuosa. Le detuvo también el respeto mundano: los enojos que acarrea la contradicción personal no eran de su gusto (31). Valera quedó escarmentado en su polémica con Castelar. Los reparos que puso a las lecciones sobre los Cinco primeros siglos del cristianismo parecieron “una salida de tono”. Mostró que Castelar, en sus veinticinco años, no sabía bastante para decir sobre el tema algo más que divagaciones acaloradas. ¿Se contentará el señor Castelar –viene a decir Valera (32)- con ser “el Zorrilla de la elocuencia” y con que se diga de su oratoria lo que del poema Granada: que es “música celestial”? Los parciales de Castelar se escandalizaron. Valera se disculpó irónicamente de haber atacado las opiniones del ídolo de los demócratas. Castelar y Valera son antípodas. Se oponían por los defectos y por las cualidades de cada uno, incomprensibles (sobre todo las de Castelar para Valera), para el otro. El recato, la mesura, el resguardo cuidadoso de la intimidad personal; la pureza de líneas, la claridad, el orden perenne al buen sentido; la sencillez y la gracia, mas la aversión consiguiente a lo estentóreo y lo desaforado, que de todo eso hay en Valera, debían de formar en su espíritu una imagen del tribuno semejante a la de un energúmeno; peor: la imagen de un hombre “inconveniente”, sin noción de buen gusto, sentimental y cursi. El rapto lírico, la facundia caudalosa, la composición sintética e interpretativa, cuanto en Castelar provenía de la exuberante imaginacón y denotaba falta de análisis, era insoportablle para Valera. Veía en Castelar la suma de los defectos románticos. La mención de Zorrilla declara más su antipatía. No dejó de estimar personalmente a Castelar, de quien fue ami(31) Decía en La Malva (20 noviembre 1859): “¡Crítica literaria!… ¿Sabes tú lo que me pides? ¿Es posible en España la crítica? ¿Quieres que me pierda por mares nunca de antes navegados? En literatura impera aquí, como en política, el interés de los partidos. ¿Cómo atacar de frente las eminencias y los nombres famosos, que es lo que conviene, divierte e instruye? ¿Qué dirían de mí las personas graves, si yo zahiriese a sus ídolos, o me riese de ellos con suavidad? ¿Qué dirían de mí los absolutistas, si yo les pusiese en el secreto de que no me admiro de Balmes, y de que su libro “El Criterio” (más la seriedad y menos el chiste), me parece una colección de fabulillas desatinadas como las de Alvarez y las de Selgas, sólo que en vez de tener al fin una moraleja, tienen metafisiqueja? (32) De la doctrina del progreso. OBRAS COMPLETAS, tomo 34. La polémica retoñó entre Castelar y Campoamor. En ella terció Valera Stockcero.com - Pepita Jiménez go; no así de sus escritos y discursos. A la radical oposición de los espíritus se juntaba, para excitar el ánimo crítico de Valera, el democratismo cristiano de Castelar. El Dios sanguinario de Donoso Cortés le repugnaba; pero el Cristo demócrata no le repelía menos. Valera se aplicó en esta polémica a disminuir el papel del cristianismo en el progreso humano, y a reducirlo a casi nada en el conjunto de la civilización moderna. Pero, ¡con cuántos rodeos, reticencias y veladuras! Esa actitud, valiosa en la biografía intelectual y moral de Valera, no menos que en la historia española, de ciertos problemas, podrá, a fuerza de reservas mentales, impacientar a un lector de nuestro siglo. La posición de Valera, observada en las contiendas pertinentes al interés social, o que al menos rozaban de algún modo las prevenciones de su clase, . Se avenía a esgrimir en el terreno preparado por el uso de todos; esgrimía con armas tradicionalmente lícitas: a veces no podía menos de parecerle y de hecho le parecía, aunque no lo dijese, el terreno falso, botas las armas. No le hace. Su triunfo estriba en dejar al adversario convicto de error, revocándole con sus propias doctrinas. Acepta una convención que, más intrépido, habría empezado por rasgar, poniendo en tela de juicio las bases mismas en que la convención se funda. Tal vez le llevó ese juego a prestar servicios humillantes para el buen seso. Tuvo que defender, contra Cañete, que se podía encontrar malos muchos dramas a lo divino de nuestro teatro del siglo XVII, y seguir siendo buen católico. A la sazón el ámbito de España hervía en monstruos que, en el orden intelectual, se corresponden con el “anfibio de Liérganes”, alanceado por Feijóo. De buena gana Valera habríales ayudado a morir pronto. Mas no podía esperarse de su mano la primera lanzada. Se satisface con tenerlos a raya y estorbar en lo posible que propaguen sus monstruosidades. Racionalista por principios, delante de las circunstancias históricas es comedido, tomándose la licencia de verter en la raíz de lo que enfáticamente respeta, una gota de ironía insidiosa. Si no supiéramos de él cuanto sabemos, la compostura, el decoro podrían despistarnos: de tal suerte la ironía se enrarece, se pierde acaso en el disimulo. Del Ensayo de Donoso escribió: “Si no fuese el catolicismo divino vendría a tierra y se hundiría para siempre con pocos defensores que tuviese como el marqués de Valdegamas” (33). Ni antes ni después de escribir ese artí(33) Ensayo sobre el catolicismo… por D. Juan Donoso Cortés. OBRAS COMPLETAS de Valera, tomo XXXIV. 21 22 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña culo aceptó Valera el origen divino de la religión. No era católico creyente, ni siquiera cristiano; pero se atuvo públicamente a un catolicismo liberaL, con criterio de burgués ilustrado que sobrelleva la preocupación dominante en su país, tal como la historia lo fragua. El discurso de ingreso en la Academia española (34) y el conato de polémica con Francisco de Paula Canalejas, valen, entre otras cosas, para fijar la opinión de Valera respecto del lenguaje como instrumento del arte y establecer las bases de su doctrina crítica. Valera desecha la crítica fundada en la mera experiencia y en la inducción: otra crítica, deducida de principios filosóficos, permite juzgar los casos particulares, porque los comprende todos. Con el uxilio de la filosofía del arte se alcanza más que con los preceptos fundados en el sentido común o en la observación juiciosa, desprovistos de otro fundamento sólido. Compete a la ciencia desconocer y negar la autoridad en nombre de la razón; mas no se ha de otorgar, porque sería contrario a la razón misma, esa prerrogativa al arbitrio de cada uno, apoyado en verdades mal entendidas. Tocante a la lengua y a la literatura, dos corrientes –rebeldes a la autoridad fundada en principios filosóficos- prevalecen: unos quieren ensanchar el idioma nacional porque en su estrechez no cabe el pensamiento moderno; otros, entendiendo torcidamente lo popular, sólo diputan por bueno lo que place al vulgo. Ambas direcciones convienen en que la inspiración no es compatible con la reflexión y la crítica, “poniendo entre el pensamiento y la forma de que va revestido una diferencia y hasta un divorcio que jamás existieron”. Corrompen el gusto y el idioma, de una parte, “los nuevos filósofos y políticos que abusan de un tecnicismo innecesario”; de otra, los poetas enemigos del estudio que practican un casticismo desatinado. A los que introducen en el habla novedades tremendas, Valera opone la intangibilidad del espíritu nacional, significado en el lenguaje; a quienes se acogen al ámbito de lo que estiman castizo, opone la universalidad del espíritu del mundo, con el cual todas las inteligencias “han de estar en comunión y consorcio, si no quieren perecer”. El espíritu de la humanidad (“la entidad viva del conjunto de nuestra raza”), lleva un movimiento ascensional perenne, y se manifiesta en la historia mediante el espíritu de cada pueblo. Yerra, pues, gravemente quien se empeña en ser “muy español y muy castizo en el pensamiento”. El pensa(34) La poesía popular como ejemplo del punto en que deberían coincidir la idea vulgar y la idea académica sobre la lengua castellana. (Año 1861). Canalejas le contestó en la Revista Ibérica (no. De Abril). Valera escribió en defensa propia dos cartas publicadas en la misma revista. Discurso y cartas coleccionados en las OBRAS COMPLETAS, tomos I y XXII. Stockcero.com - Pepita Jiménez miento es humano, y no de casta. Valera descubre ese yerro en los poetas que idolatran lo popular. El impulso renovador de las tradiciones nacionales produjo en las letras el mal efecto de poner antagonismo entre los cantos populares y la poesía erudita, despreciando a ésta para ensalzar a aquéllos. El prestigio de la poesía popular y el tenerla por superior a todas, engendra entre otros males: el negar importancia a la forma, la vulgaridad, el hacer útil la poesía poniéndola al servicio de algo, y el anacronismo de ideas y sentimientos. Mas, proclamada la necesidad de aquel enlace superior con el espíritu de la humanidad, el espíritu nacional obra como fuerza conservadora. Valera rompe en favor de la conservación y la mesura el juego armonioso de las fuerzas que, en teoría, mutuamente se corrigen y completan; lo rompe por arbitrio del gusto, introduciendo en su raciocinio el peso de una obra realizada en la historia por l espíritu nacional, obra que Valera se representa como el fruto ya maduro de una plenitud fecunda. El espíritu nacional –viene a decir- se manifiesta en el lenguaje, que brota del genio de la raza “como brota la flor de su germen”. El lenguaje crece sin alterarse en la esencia ni en la forma y se unimisma con el espíritu que lo engendra; donde el idioma decae, también decae el espíritu. La descendencia del mismo tronco lingüístico establece entre los pueblos lazos fraternales, en tanto que la diversidad los aparta. De ahí el poderío político del idioma. “Una lengua algo diversa de la que hablamos –exclama- y un gran monumento escrtito de esa lengua, Os Lusiadas, son el mayor obstáculo a la fusión de todas las partes de esta Península; Camoens se levanta entre Portugal y España, cual firme muro, más difícil de derribar que todas las plazas fuertes y los castillos todos”. Atenta contra la nacionalidad quien disloca el idioma. Los “nuevos filósofos y políticos” que divulgan con frase bárbara pensamientos extranjeros, cometen una ofensa innecesaria o inútil: innecesaria, si como piensa Valera, las teorías más sutiles “pueden expresarse en el habla en que nuestros grandes místicos se expresaron”; inútil, porque el ser de una nación, revelado en el habla, no se reforma artificialmente. No se opone Valera a la introducción de sistemas extraños: “no se crea que entiendo de un modo mezquino lo castizo y lo nacional, fingiéndome en mi patria una originalidad que no existe ni ha existido nunca, y encastillándome en mi patria 23 24 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña para conservarle esa originalidad fabulosa”. Pero la mente de un país y el idioma sólo adquieren lo que pueden asimilarse conforme a su genio. En todo caso, la mudanza como la creación del lenguaje ha de ser obra instintiva del pueblo. Combatiendo la retórica de los krausistas (“los nuevos filósofos y políticos”), Valera no lidia con un caso extravagante, que no valdría la pena: combate una doctrina general. Su punto de vista le caracteriza. Valera se desliza del terreno puramente lingüístico al literario, y predica de las formas artísticas del habla, como las fijan los escritores de una época trabajando sobre un material dado, lo que conviene sólo al organismo vivo del idioma. Las potencias de conservación del habla son fortísimas. Tales potencias pretende utilizar Valera erigiéndolas defensivamente en torno de ciertas formas, de cierta estructura de la prosa, labradas en un momento de esplendor artístico. Cuando no quepa en esa estructura es declarado corruptor del idioma. Valera se deja engañar por la imagen de la “madurez” del lenguaje. Es singular que representándoselo muy bien como organismo vivo, no reconozca que cuanto más fértil y sensible el espíritu progenitor, más lo dejará parecer en el habla, no obstante la permanencia del fondo primitivo y del artificio gramatical. Mudanza en el pensamiento, un punto nuevo de sensibilidad, ¿no piden formas propias, no las crean necesariamente, y no es la creación de tales formas el signo en que se reconoce el vigor de un pensamiento original o el tránsito a una fase peregrina de lo sensible? Supuesto que en los claros y vigilantes espíritus hiere cualquier invención primero que en los vulgares, parece modesto en demasía el papel discernido por Valera al escritor como artífice del idioma. Los ejemplos que propuso sólo prueban el fracaso de los “filósofos innovadores”. El intento de apropiar el lenguaje a un movimiento filosófico, intento abonado por la experiencia ajena, es irrefutable en principio: sorprende que Valera lo desconociese, sabiendo muy bien, como demostró más tarde, que no existe filosofía original en castellano. Su dilema (o es nulo el espíritu filosófico de los españoles, o cualquiera pensamiento puede expresarse en la lengua de los místicos) es falso. No sé yo que los españoles seamos naturalmente menos filósofos que místicos. Valera gustaba de probar que la mística española es una floración de semillas germánicas . El Carmelo ya no suena con voces españolas Stockcero.com - Pepita Jiménez elocuentes, como en el siglo XVI. ¿Habremos perdido la vía unitiva, sin hallar, en trueco, la racional? Que todo pensamiento, por nuevo que sea, pueda expresarse en la lengua de los místicos, es hipótesis caprichosa, como la “lengua de los místicos” no se tome a metáfora para designar el castellano. Bajo esa figura la proposición es inócua. Abismarse en “la pureza y hermosura” de la lengua literaria de una edad, aunque fuese edad dorada, conduciría a formar un idioma sacerdotal. Valera no lo desconoce, y corrige esa invitación al hieratismo. “Tampoco soy yo –dice en el discurso- de los que, por amor al lenguaje y su pureza, se desvelan y afanan en imitar a un clásico de los siglos XVI y XVII. Prefiero una dicción menos pura, prefiero incurrir en los galicismos que censuro, a hacerme premioso en el estilo, o duro y afectado”. En la carta segunda a Canalejas, añade: “Yo no acudo a leer nuestros antiguos clásicos para aprender lo castizo, sino lo natural del lenguaje”. Los escritores “de buen gusto, los de la difícil facilidad, los de la sobriedad discreta y cortesana” empobrecen el idioma, dice Valera (35). El remedio es consultar a los autores antiguos y al pueblo, que conserva la abundancia del idioma y el espíritu de la nación. Notemos, de paso, que Valera fiaba al tesoro de la inspiración popular el renacimiento de otras artes, como la música: “si ha de venir nueva era de gloria musical para España, al vulgo de Andalucía se la deberemos principalmente, por habernos conservado en el tabernáculo del alma el fuego sano de la inspiración, la forma y manera propias de nuestra música, y hasta algunas tradiciones de escuela”. Valera negó en el discurso de ingreso en la Academia que hubiese existido poesía popular española, digna de tal nombre, anterior al siglo XVI o a la postrimería del XV. La explicación de este error y de lo que en el mismo lugar consignó acerca del origen de los romances y del valer de la poesía de la edad media, nos abre otro aspecto interesante de su formación literaria y de su pensamiento sobre la historia nacional. Valera conocía los estudios de Wolf y de Durán y lo que, en la sazón de escribir aquel discurso, llevaba publicado Don Manuel Milá y Fontanals. No había oído mentar a Milá hasta que de él le habló en Moscú un erudito ruso, el año 1857. Vuelto a España, se puso al tanto de sus escritos y fue el primero en llamar la atención del gran público a los trabajos del profesor catalán. Las apreciaciones de Valera deben (35) Las escenas andaluzas del Solitario. OBRAS COMPLETAS. Tomo XIX. 25 26 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña atribuirse a un arbitrio del gusto. Lo típico es su sordera para la poesía de la edad media. Conocía sus monumentos y los menospreciaba. Había pasado de las letras clásicas al Renacimiento: lo demás es barbarie, que tal vez se esfuerza en tanteos, pero que ni acierta ni sabe. Su antimedievalismo es, en lo poético, total. Tampoco gustó el sabor de la lengua poética vieja; y mostró ser un desarraigado de la historia. En la carrera del tiempo atrás era compatriota de muchos menos españoles que nosotros, o mejor diríamos connacional, porque él reduce la patria a los elementos naturales de la nación. La cual se forma de la naturaleza y de la idea, plasmada por la historia, creación del espíritu humano. Para Valera, los españoles adquirieron la conciencia de su nacionalidad (es decir, injertaron su idea en lo que ponía la naturaleza), solamente a fines del siglo XV. Los españoles del siglo XVI estaban unánimes en su sentimiento, el religioso, que determinó su voluntad y los apretó en haz, imprimiendo su sello en la vida nacional. Entonces nació una gran poesía legítimamente popular, es decir, que expresase en gran estilo, en formas artísticas superiores, sentimientos compartidos por el pueblo y el poeta. Exhausto el pensamiento nacional, aunque existan en España poetas excelentes, no puede haberlos grandes: la consonancia que es menester entre el poeta y el pueblo “no se establece cuando el alma del pueblo no se deja oir, cuando el espíritu popular está muerto o aletargado” (36). Tampoco tenemos filosofía, ni política ni escuela científica “que puedan llamarse nacidas en España”. Valera se preguntó muchas veces la causa de postración tan grande. El punto central de sus ideas sobre el caso se halla en el discurso pronunciado en la Academia Española al recibir a Núñez de Arce (37). “Fue una fiebre de orgullo, un delirio de soberbia… Nos llenamos de desdén y de fanatismo a la judaica… El gran movimiento de que ha nacido la ciencia y la civilización moderna y al cual dio España el,primer impulso, pasó sin que lo notásemos”. Cuando España despertó, estaba muy atrás de la Europa culta. Esta opinión es congruente con lo que más arriba leíamos acerca del espíritu nacional, partícipe en el espíritu del mundo, y engendra el consejo terapéutico que más repitió Valera: poner nuestro espíritu “en medio del raudal de las ideas de nuestro siglo… La grande originalidad no proviene de aislarse, sino de conocer lo que otros dijeron y añadir algo del caudal propio”. (36) Poesías de Don Francisco Zea. OBRAS COMPLETAS. Tomo XX. (37) Del influjo de la Inquisición y del fanatismo religioso en la decadencia de la literatura española. OBRAS COMPLETAS. Tomo I. Stockcero.com - Pepita Jiménez Valera ensanchó más tarde los límites de la consanguinidad nacional. Formuló su concepto nuevo por contradicción al catolicismo esclusivista de Menéndez y Pelayo en la Historia de los heterodoxos. Ya en sus primeros escritos Valera se representaba el catolicismo como absorviendo las energías más sanas del pueblo español. Un giro diferente de su civilización peculiar quedaba, como evento posible, admitido. Mas el recio poder de unión o desunión otorgado al idioma, según que fuese uno o diverso, y el representarse la parte primera de la edad media, sobre todo en esta península invadida de sarracenos, como tal arrasamiento que sólo deja entre dos mundos un desierto, donde algún monje letrado preserva con sus manos la lucecita de la cultura, conducía a pensar que en Valera la génesis del ser espiritual llamado España consiste en el desarrollo de las lenguas romances (o sea, de la civilización que en ellas se expresa), y en la ordenación del caos medieval por el designio de la unidad. No sería España cuanto la idea (plasmada por la historia, injerta en los elementos naturales de la patria), ha ido repeliendo del ser nacional. Dilatar hasta el mundo antiguo la continuidad moral de España, no podía esperarse de Valera mientras no infligiese a su idealismo algún menoscabo. Se lo infligió al rebatir a Menéndez y Pelayo, que veía en el catolicismo la exclusiva fuerza determinante de la civilización española. Poseía Menéndez y Pelayo una sensibilidad bastante aguda para retraer a su imaginación de artista y a su conciencia de esspañol el ser de los siglos esquilmados. Refuerzan su temperamento los estudios históricos. Se desposa con no pocos entes, y repudia otros, en fuerza de prestarles plasticidad y una segunda vida actual, sacándolos del limbo de una España, eterna en sus rasgos genuinos, cuyo fondo en el tiempo de la historia parece insondable. Valera, por arte de polémica, acepta ese españolismo naturalista y prueba a Menéndez y Pelayo que tal posición no se aviene con la supuesta exclusividad del sello católico en la civilización de España. Cede de su rigor la fuerza dialéctica de la idea: entran a ser españoles no pocas gentes que incorporaban otra muy distinta de la nuestra: cobran poderío determinante los elementos naturales que Valera, de primera intención, dejaba cuasi inertes. La honra de hacernos compatricios de Avicebrón, de Maimónides, de Trajano, de Séneca y aun de Viriato y los numantinos, se paga desvirtuando un poco el espíritu nacional en el 27 28 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña modo como se manifiesta dentro de nuestra era mediante el idioma. Valera, en los últimos años de su vida, resumió así lo que había dicho al contradecir el ardoroso proselitismo de Menéndez y Pelayo. “Error es afirmar que un catolicismo intolerante y austero haya sido el gérmen fecundo de la grande y propia civilización española y pueda considerarse consustancial con ella. Tarde se formó la unidad nacional; pero desde hace muchos siglos hay España, y no sólo como mera expresión geográfica, sino como cuna y patria de hombres que consideramos antepasados nuestros, y nos jactamos de que fuesen españoles cuando algo valían. Y si en España, cuando prevalecía el gentilismo, hubo filósofos y poetas como Séneca y Lucano, y los hubo de mayor valer e importancia todavía entre los españoles sectarios del Talmud y del Corán, no me parece lógica la afirmación de que todo gran pensamiento español ha de ser católico y de que todo aquel que no le tiene reniega de su casta” (38). Parece haber surcado Valera, en los años de acividad pública siguientes a su vuelta de Rusia hasta la revolución de 1858, el tramo más apacible y sesgo de su vida. Diputado a Cortes, académico, periodista, y crítico importante; titular de empleos considerables en la administración y la diplomacia, el equilibrio entre su edad, sus deseos de nombradía, de poder, y el puesto y la reputación que alcanza, no se ha roto (39). La ambición, ya no impaciente ni todavía chasqueada, no le atosiga. Soltero aún, puede mantener su rango sin sacrificio de la libertad ni del gusto, en espera de que su posición se consolide. Ya cuadragenario, se advierte en su porte el reposo de un señor bien situado, en posesión tranquila de sus luces; el empaque de hombre de mundo y gran letrado, no mengua la brillantez ni la gracia. Asiduo en la esfera social (38) La poesia lírica y épica en la España del siglo XIX. OB. COMPS. Tomo XXXII. (39) Salió diputado por Archidona en 1858, derrotando alcandidato del gobierno de la Unión liberal. Por “no quedarse solo”, puesto que el ministro de la Gobernación, a quien se había ofrecido después del triunfo, no le quiso en sus huestes, se afilió en la minoría moderada. Hizo una campaña política en El Contemporáneo, que representaba el matiz más liberal del moderantismo. Con este partido fue director general. En las Cortes, sus discursos sobre la libertad religiosa y la cuestión de Italia, le grangearon el anatema de los moderados intransigentes, “que estragaba la peste del neo-catolicismo”. Con el antiguo grupo del Contemporáneo pasó a la Unión liberal. En 1865 y 66 fue ministro de España en Francfort. En octubre de 1868 en general Serrano le nombró subsecretario de Estado. Diputado en las Constituyentes, director general, su carrera política quedó truncada por el fracaso, que predijo, de la monarquía saboyana. Consejero de Estado durante el último gobierno del duque de la Torre, volvió a las Cortes y aceptó la restauración. El ministerio liberal le nombró en 1881 senador vitalicio. Valera no volvió a ser orador ni escritor político. Stockcero.com - Pepita Jiménez más alta, donde estuvieron sus relaciones de familia y algunos de sus íntimos afectos, frecuentaba no menos el Congreso, el Ateneo, los periódicos. En todas partes disentía del tono medio d la sociedad. Políticamente, en unos círculos pasaba por demócrata y amigo de novedades; en el Ateneo le tildaban de reaccionario, y “Pásmese usted –dice a Cabalejas- hasta de neo-católico”. Valera no servía en política como sirven los hombres de partido. Su finura mental le impedía ser fanático; el señorío personal no le dejaba meterse entre la turba y abrirse camino a codazos. Sin don de mando ni elocuencia, no era jefe; instruído, tenía demasiadas opiniones propias para ser buen secuaz. En los partidos no podía pasar de la condición secundaria reservada a los que brillan fuera de la política, temidos, y en el fondo, desagradables por su inteligencia, sospechosos a sus correligionarios. Es seguro que en ninguna parte se hallaba a gusto. En cuanto habló y escribió sobre cuetiones políticas, casi nunca se mostró de frente y al descubierto: se dejó ver de tres cuartos o de perfil, postulando en el lector la agudeza bastante para rasgar el velo de las reticencias y de la ironía. Entre su pensamiento íntimo y su actitud pública, algún estorbo se interpuso siempre para desviarlos e impedir que cuadrasen exactamente. Respetos a su posición mundana, aversión a desentonar, y, no pocas veces, empleaba en rebatir las afirmaciones extremosas que “le cargaban”, pusiéronle muy fuertes grillos, representados en distingos y medias tintas. El fondo de su pensamiento político es un liberalismo individualista. De la Revolución aceptaba el principio crítico de la razón discursiva, principio destructor y a la vez reconstructor, enderezado contra las formas tradicionales. El advenimiento de la burguesía al mando es, para Valera, la forma definitiva, ya que no sea perfecta, de la sociedad: “el reinado de la clase media no tendrá fin sino con la civilización del mundo” (40). Al discurrir sobre los negocios públicos, Valera se cuidó de no soltar la rienda a la razón implacable; prefería infiltrarse a combatir. Entrando contra su voluntad en el partido moderado, con el designio de liberalizarlo, Valera es menos hábil y más espontáneo de lo que a primera vista puede parecer. Se metía en el cotarro, bajo reserva de encontrarlo muy mal. Cuando declara en las Cortes: “pertenezco a la escuela liberal doctrinaria,” con el énfasis y la chistosa pedantería de los burgueses ilustrados de aquella edad, elegantes, adversos al populacho, mo(40) Artículo sobre el Ensayo… de Donoso Cortés. OBRAS COMPLETAS, tomo XXXIV. 29 30 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña dernos a causa de su ilustración, aferrados en verter al español la fracasada experiencia conciliatoria de la monarquía de Luis Felipe, es el diputado de toda una clase, cuyo espíritu representa y asume. Valera luce personalmente en esa representación su despejo intelectual y cierta indulgencia de hombre curado de espantos. La actitud era común a muchos. Escépticos sobre el valer del régimen establecido y de sus gentes, percibían acaso otro mejor y hallábanlo bueno, no para su áspero tiempo ni traído por su esfuerzo, mas para el futuro sin data adonde la prudencia conservadora relega la “política teórica” y los “ideales”. Valera había recibido la lección de su desengañado padre: “el progresismo no tiene porvenir en España, por lo menos en este siglo,” escribió el marqués de la Paniega, movido (apliquémosle palabras de su hijo) de “fatídica inspiración y no desmentido vaticinio”. Anduvo pues, un tanto a remolque de los acontecimientos. No diremos que corrió tras ellos: no era hombre para desbocarse por nada: los siguió pasito a paso. El conservatismo social, el liberalismo político trazan los límites que nunca franqueó; y aun, su posición crítica de racionalista independiente está disimulada bajo las formas del buen tono, que, sin ser filosofía, acaso valga por una ética. Valera rayaba con el medio siglo al escribir (1873) Pepita Jiménez, primera novela a que dió cabo. En cartas coetáneas de la composición de esa obra, don Juan se nos parece inquieto, malhumorado y triste. Sus asuntos personales caminaban torcidamente. La abdicación del Saboya y el advenimiento de la República habían detenido el adelanto de Valera en las posiciones políticas, privándole de mando, de empleos y de honras oficiales. Estaba pobre. Muerta su madre (1872), el “caudalejo” que Valera heredó en Doña Mencía y Cabra no rentaba más de veinte mil reales. Don Juan se había casado en 1867 con la señorita Dolores Delavat, hija de aquel don José Delavat, ministro de España en el Brasil, a cuyas órdenes sirvió Valera como secretario por los años 1851 a 1853. Bella y distinguida, la señorita de Delavat aportó al matrimonio bienes que en tal época constituían una posición desahogada, si no brillante. Ni la mujer ni el marido eran el ave fenix de la creamatística. Exigencias de la posición social, el aumneto de la familia, y el gusto propio de los cónyuges, graduaron las dificultades: se melló la hacienda matrimonial, y con la hacienda el buen acuerdo entre los esposos, que no Stockcero.com - Pepita Jiménez salieron del trance sin ningún amargor. Un momento, Valera pensó librarse de apuros cultivando un género literario más popular que la crítica. Soñó también con recrecer su nombradía, por manera de desquite, brindando un nombre glorioso a su mujer, un tanto incrédula sobre la habilidad del marido para las cosas prácticas de la vida. El fondo de esta historia, que no tiene aquí lugar bastante, es triste. Provoca en el ánimo de Valera una decepción sentimental, y repercute en su obra novelesca como otro de sus afectos personales. Años más tarde, Valera aconsejaba a su fervoroso y joven amigo Menéndez y Pelayo, que no se casase nunca. Sin Cortes, sin periódico, sin empleo en la diplomacia (estaba cesante desde 1866), los estímulos que más contrariaban su vocación le dejaron tranquilo. Retirado momentáneamente a Doña Mencía y Cabra, halla un respiro en su dispersión mundana. Los antiguos lugares, aunque no los ama mucho, suscitan la vena narrativa; los proyectos mil veces aplazados vienen a primer plano. Valera se concentra, trabaja con esmero. Su tardía profesión de novelista representa, coadyuvando otros impulsos, un retorno al jardín interior, un esfuerzo por recobrarse. Del primer conato salió Pepita Jiménez (41). El triunfo re(41) Del origen, composición y tendencia de esta obra y del arte de Valera como novelista trató por extenso en: Una novela española: Pepita Jiménez. CUADERNOS LITERARIOS. Ed. LA LECTURA, actualmente en prensa. Pepita Jiménez se publicó en la Revista de España de marzo a mayo de 1874. La primera edición en volumen es del mismo año (Madrid, Noguera). Se hizo en mejor papel, una tirada especial de 300 ejemplares que se anunció como edición de lujo. Pepita Jiménez se reimprimió un año después en el folletín de El Imparcial. Siguieron estas ediciones: Madrid, A. de Carlos e Hijo, 1875. – Madrid, Perojo, 1877. – Madrid, Perojo (Ed. elzeviriana), 1879. - Madrid, Fe, 1880. - Sevilla, 1883. – Madrid, Rivadeneyra, 1884. – Madrid, Colecc. De escr. Castellanos, 1888. – New York, Appleton y C.a, 1887. - Omito la cuenta de las reimpresiones hechas en España y América desde 1888 hasta la publicación de Pepita Jiménez en la serie de OBRAS COMPLETAS. Las ilusiones del Doctor Faustino: Revista de España, octubre, 1874.- Junio, 1875.- Madrid, 1879; Sevilla, 1883; Madrid, 1890 y 1901. El Comendador Mendoza. Publicada en diciembre de 1876 a mayo de 1877 en El Campo. Primera edición (con La Cordobesa y Un poco de crematística), Madrid, Aribau,1877. Pasarse de listo. Agosto-noviembre de 1877, en El Campo. Primera edición (con El pájaro verde y Parsondes), Madrid, Perojo, 1878. Tentativas dramáticas (La venganza de Atahualpa, Asgenia, Lo mejor del tesoro), Madrid, 1879. Doña Luz. En la Revista Contemporánea, números 71, 73 y siguientes. Primera edición: Madrid, Perojo, 1879; segunda, Sevilla, 1882. Dafnis y Cloe. Madrid, 1880. Colaboraba en la Revista de España desde su fundación (1868), en la Revista Contemporánea, Los Debates, El Campo, La Academia, La Ilustración española y americana, La Ilustración artística popular (Barcelona), la Revista europea. Coleccionó de estos trabajos en: Disertaciones y juicios literarios. Madrid, Perojo, 1878.- Sevilla, 1882. Cuentos y diálogos. Sevilla, 1882. Algo de todo. Sevilla 1883 31 32 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña sonante y pronto de la obra, le animó a perseverar. En siete años menudeó las novelas, los ensayos, diálogos y cuentos, se probó en el teatro; hasta que , mirando lo reducido del provecho, y con deseo de remediarse, se acogió nuevamente a la diplomacia el año 1881. Desde entonces las letras vuelven a ser un accidente en el trabajo ya que no en las preocupaciones de Valera. Es preciso llegar a los diez últimos años de su vida para encontrarle consagrado exclusivamente a la literatura. Valera había trazado la teoría de la novela mucho antes de aplicarse a escribirlas (42). Escribiéndolas, usó de la libertad y se atuvo a los límites que en la doctrina otorgó e impuso al novelista. La novela es género poético, parto de la imaginación; todo cabe en la novela “con tal que sea historia fingida” y se revista de verosimilitud estética. La novela no debe ser historia, sino poesía: “el único fin y objeto de la poesía es la realización de lo bello, escaso, confuso y figitivo de la naturaleza, en el arte permanente, rico y depurado”. El arte tiene en sí mismo su fin. Queda proscrita la novela tendenciosa, cualquiera que sea la tendencia. Valera reacciona vivamente contra la novela social y contra el bajo realismo de los costumbristas; y, no hay que decirlo, contra la novela cintífica y experimental. Es el autor que menos se paga del “documento humano”, del “trozo de vida”, y de otras recetas acreditadas en su tiempo. Su diatriba del año 1887 contra los naturalistas es una amplificación chistosa del canon adoptado por él un cuarto de siglo antes. Mas, don Juan Valera no es un novelista fantástico, ni soñador. Es, en el fondo, un realista: su realismo es interior más que externo; es un realismo de los efectos del alma. Hay novelas –decía (43)-, en que a los personajes, exteriormente, nada les ocurre digno de contarse; pero en lo íntimo de su alma hay un caudal de poesia que el autor desentraña: es la novela “que podemos llamar psicológica”. Alumbrar los veneros poéticos del alma de personas vulgares en apariencia, fue un propósito declarado. La frecuentación de los místicos le enseñó el valor de la experiencia interna. En la vida psíquica le preocupa sobre todo la experiencia amorosa. Valera borda elegantes arabescos sobre el tema erótico: ya sea el amor encauzado a lo divino, ya se ponga en lo humano; ya concilie benignamente sus miras, como en Pepita Jiménez, ya muestre su furor antagónico como en la Doña Blanca del Comendador Mendoza. El placer erótico se eleva en las novelas de Valera, como en el co(42) De la naturaleza y carácter de la novela. (1860). OBRAS COMPLETAS. Tomo Xxi. (43) De la naturaleza y carácter de la novela. Stockcero.com - Pepita Jiménez razón del autor, al rango de tema primordial en la vida. Es la condición de la felicidad. Sus personajes enamorados se explican, de definen, se ponen (como decían los “filósofos innovadores”) mediante el análisis del sentimiento amoroso. Esta pasión, combinada con el poder arbitral de la voluntad, que Valera deja escrupulosamente a salvo, constituye el resorte que mueve la acción en sus novelas más importantes. El mundo exterior le preocupaba, como elemento de composición, mucho menos. En Pepita Jiménez, el ambiente, de gran valor, no sólo marco de la acción pero estímulo y coadyuvante de la acción misma, está logrado finamente como al descuido, por el gusto magistral de no insistir sobre el detalle pintoresco. Apenas describe. Emplea notaciones generales. Y aún, la materia novelesca aparece desbastada, fundida bajo una prosa translúcida, de ritmo tranquilo, siempre igual, con más número y armonía que brillantez, y tal acento que en los oídos del énfasis y la hinchazón suena muy poco. Lo menos realista en las novelas de Valera es la prosa; su calidad apaga el ya mitigado realismo de la observación y las descripciones. No imita el habla pertinente a la condición de sus personajes. Una vez, por excepción, la Antoñona de Pepita Jiménez se despotrica en caló. No ha de buscarse en Valera un lenguaje típico. Sus criaturas propenden a echar discursos, a escribir cartas, género en que Valera se había amaestrado. Le reprocharon que sus héroes y heroínas hablasen y escribiesen tan bien como el propio autor. No es falta de habilidad. Nada más lejos de su propósito que el copiar la lengua coloquial. En la prosa narrativa se aplicó a parecer sencillo por las ordenación del período, y natural, no rebuscado, escondiendo de los ojos del lector el esfuerzo y el apresto; con esa naturalidad que sólo se alcanza merced al señorío absoluto sobre la materia verbal. Frente a otros gustos: verbosidad redundante de algunos narradores, folletinismo sin estilo, verismo de los costumbristas regionales, el modo de Valera pareció alquitarado y preciosista. No obstante, el novio de Pepita Jiménez, describiendo las sendas floridas de su lugar, dice: “En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas”. Por el sitio en que está y el tiempo en que se escribió, esa humilde frase insonora es un encanto. En las novelas, Valera tiraba a ser ameno, deleitoso. “Feliz el au- 33 34 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña tor de Dafnís y Cloe –había escrito en 1860- que no consagró su obrilla a Minerva, ni a Témis, sino a las ninfas y al amor, y que logró hacerse agradable a todos los hombres”. Quería nacionalizar el género, nutrido principalmente de traducciones e imitaciones de obras extranjeras. Quería que hubiese en castellano “buenos libros de entretenimiento”, de carácter español. La sensiblería, la falsa idealización de la vida y de los caracteres, los delirios románticos, las narraciones con moraleja social le cargaban cuanto no es decible. El carácter español vendría a resultar de la autenticidad de los sentimientos y de la exactitud en la pintura de las costumbres. Es notable que Valera, genuino hombre de mundo, que vivió medio siglo cumplido en lo más denso de la sociedad madrileña, que conocía a fondo la capital y sus gentes, que sabía al dedillo innumerables historias, genealogías, aventuras y enredos secretos, desdeñase una materia tan copiosa. En sus novelas apenas hay nada de Madrid. La menos convincente de cuantas explicaciones se me ocurren para tamaña rareza es la de achacarla a reserva y comedimiento propios de su condición social. Habría podido utilizar su experiencia sin componer novelas de clave, como Pequeñeces, que le escandalizó por lo que tiene de libelo. Y no se privó, en las novelas andaluzas, de poner en solfa a personas muy allegadas a él, que tardaron en perdonarle la broma. Ha de buscarse la explicación por otro camino. Valera pensaba muy mal de los gustos, modales y usos de la sociedad madrileña, mirado su valor típico. No se documentaba. No es el novelista de oficio que atiborra de notas un cartapacio y luego las vuelca metódicamente, con mejor o peor aliño, en un cuadro novelesco. Seguía la vena más libre de su inspiración personal. La sociedad de Madrid no le inspiraba: debía de parecerle fea, como primera materia artística. Una novela “bonita” –dice en uno de los prólogos a Pepita Jiménez- debe embellecer las cosas, “iluminándolas con luz que tenga cierto hechizo”. La luz hechicera no le acudía sino inspirado por los recuerdos de la edad juvenil, adscritos a la tierra nativa, y lo bastante remotos para que las personas y cosas implicadas en ellos se le representasen más lindas, apacibles y graciosas de lo que realmente fueron. No importa el pensamiento o la tesis que se proponga cifrar en cada novela: en todas, apoyado en los recuerdos, esparce un lirismo recatado, que apenas se advierte a través de la ironía. Como no era inventor, se abasteció en su Stockcero.com - Pepita Jiménez propia historia. De ella saltaba a los temas granjeados por la erudición, lecturas y viajes. En Mariquita y Antonio se proponía, como tengo dicho, contar sus amores con Magdalena Brohan. Añadiré que un capítulo de la novela es la transcripción de una carta de Valera a don Leopoldo Augusto de Cueto, contándole su aventura en San Petersburgo; que hasta ahora no se haya notado la transcripción arguye mucho descuido en el modo de leer. La anécdota de Pepita Jiménez es un lance ocurrido en la familia del autor. Don Luis de Vargas incorpora algunos sentimientos personales de Valera. La juvenil ambición de don Luis se expresa en términos que trasladan casi literalmente algunos trozos de las cartas escritas por Valera en la mocedad. La reconciliación de Vargas con el campo de su lugar es la misma a que Valera se aviene en cartas poco anteriores a la redacción de Pepita Jiménez. Vargas, en fin (raro seminarista), luce por su cuenta calidades propias de la inteligencia de su creador. Las ilusiones del doctor Faustino es la historia de Valera, mozo, contada y juzgada por Valera, viejo. Don Faustino es el pretendiente y ambicioso Juanito Valera, a vueltas con su vocación indecisa; como “Don Juan Fresco” es el espíritu de nuestro Don Juan, escarmentado y zumbón, infundido en la apariencia de un ricacho que realmente atendía por ese apodo. Ciertos capítulos de Las ilusiones son, en todo rigor, autobiográficos. Valera se reencarna en el Don Fadrique del Comendador Mendoza, y manipula, para tejer esta novela, sucesos de la familia de sus abuelos los Galiano. El Don Braulio de Pasarse de listo traduce, sin que el lector no advertido pueda sospecharlo, el íntimo sentir que más afligía a Valera en la sazón de componer esa obra. Y la teoría de los “grados de talento”, que en pasando de cierta monta ordinaria inutilizan a un hombre, es una explicación que Valera había inventado para sus cuitas personales. Del origen de Doña Luz nada seguro puedo decir hasta ahora. Si el epistolario estuviese más completo, quizás se hallaría el germen de esta novela en las cartas que Don Juan escribía, por la década del 60, a una mística señora con quien pretendió casarse. Finalmente, en Juanita la larga (que de primeras iba a titularse La joya, y aspiraba a refutar con un ejemplo el determinismo naturalista) concedió a los usos y al color locales más importancia: los personajes secundarios son seudónimos de tipos ya conocidos en novelas anterio- 35 36 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña res: la Juanita es un retrato; el secretario es un personaje que por su debil plasticidad, en contraste con su vigor moral, se me antoja pura invención de Valera, dirigida a embellecer los amores tardíos, tema perteneciente a su historia personal. Genio y figura … se compone –creo haberlo dicho- de recuerdos brasileños. Las descripciones de Río de Janeiro que trae la novela, ya se encuentran nada menos que en cartas dirigidas por Valera a Estébanez medio siglo antes, como en cartas de fecha poco más reciente introdujo la descripción de la Semana Santa en Doña Mencía que reaparece en Juanita la larga. El espacio que me dan tasado para este prólogo, no consiente mayor esclarecimiento de la materia fecunda e instructiva que ofrece el conjunto de la obra novelesca de Valera. Lo dejo para ocasión más holgada, si no más honrosa que la presente. Parando un momento la atención sobre Pepita Jiménez, conviene apuntar siquiera su importancia en la restauración del género novelesco español; su valor, comparativamente al resto de la producción de Valera, y la calidad durable de la obra misma. Por indolencia, que no le dejó concluir Mariquita y Antorio, se retrasó cronológiacamente en el movimiento renovador de la novela; le pertenece de todos modos la primacía en el orden de la novela psicológica, mediante Pepita Jiménez. Y no menos descuella esta obra por su rango literario sobre la producción novelesca de aquel tiempo. Es la más acabada, por la composición y el estilo, de cuantas produjo el autor. Valera solía ser negligente en el arreglo y disposición de una trama novelesca. Publicaba “a pedacitos”, según iba escribiendo; método difícilmente recomendable. En su opinión, los defectos de una obra debían corregirse, no en la msima obra, revisándola, rehaciéndola, sino en la obra siguiente. De tal suerte, si en el curso simultáneo de la redacción y la publicación, la musa no le asistía puntualmente, se quedaba la obra a medio hacer, como sucede en Pasarse de listo. La superioridad de Pepita Jiménez sobre sus hermanas proviene, en gran medida, del mayor esmero con que parece trabajada. El ingenio de Valera pasó entonces por el cenit: “yo la escribé –decía- en la más robusta plenitud de mi vida, cuando más sana y alegre estaba mi alma, con optimismo envidiable, y con un panfilismo simpático a todos, que nunca más se mostrará ya en lo íntimo de mi ser, por desgracia”. En efecto: si el “cuento alegre” (así lo llama Valera), por los caracteres y la acción, Stockcero.com - Pepita Jiménez aparece sin fecha dentro de un amplio jirón del tiempo, se halla, merced al propósito que el autor –no obstante su enemiga a las novelas tendenciosas- quiso cifrar en Pepita Jiménez, profundamente arraigado en la situación crítica de la conciencia española al comenzar el último tercio del siglo. El propósito de Valera es conciliador. Su Cloe andaluza incorpora la fuerza natural de la pasión amorosa: Don Luis, un ideal anacrónico y postizo, adquirido por contagio en lecturas desordenadas. Que el espíritu no pretenda evadirse de la naturaleza, ni la aborrezca; que el instinto se acendre y se levante, poniendo un fin más alto que el puro placer. Trató el mismo tema, por otro estilo, poco después de Pepita Jiménez, en la deleitosa Asclepígenia, un diálogo bizantino cargado de transparentes alusiones madrileñas. El punto se roza con lo íntimo del ser de Valera; porque su mente preclara, ambiciosa de conocer y gustar toda hermosura, y su erotismo natural, sin pizca de morbosidad, le exigían, para colmar la vida que amaba mucho, perseguir todo aliciente, todo premio. Puesto en el caso de optar, habría optado por el amor, mientras pudiese brindarle sacrificios y acatamiento gozoso. En conclusión, la lectura de Pepita Jiménez no nos conduce ante un coloso ingente, sino ante una efigie graciosa, cobijada en el simbólico templete del huerto cordobés, alegrado por el son de la flauta bucólica. La prosa, superior al invento; el deleite, más vivo que la emoción; más elegante la línea que violento el color; menos calurosa la expresión que el sentimiento; visiblemente despojada de ingenuidad. Los años doran y acendran la novela, en vez de ajarla. En mi opinión, el gustador de las letras no ha de ser banderizo, ni rehusar a tal distancia, por divergencia y aun oposición de escuela, la simpatía inteligente a la obra maestra de un espíritu noble. Refugiado en la diplomacia (44) porque no conseguía vivir de la pluma, Valera no escribió más novelas hasta su retorno definitivo a Madrid. Los cargos de ministro y embajador, trayéndole a una posición social brillante, graduaban sus apuros de dinero, en vez de menguarlos. Sentía además la nostalgia del escritor de raza, que trueca su vocación por menesteres prosaicos. Lo más enojoso era el problema de la economía doméstica. “Hay días en que recelo que esta vida de angustia económica es una a modo de castración intelectual, y que yo ni es(44) Ministro de España en Lisboa, 1881-83; en Washington, 1883-86; en Bruselas, 1886-88. Consejero de Estado, 1889-90. Embajador de España en Viena, 1893-95. Desde 1895, Valera no salió de Madrid más que por cortas temporadas de verano. 37 38 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña cribiré nada, ni valdré mientras siga así, y no me vuelva a la Bohemia por completo”(45). Estaba, además, quejoso de la crítica, de su “apasionada estupidez”, de su “falta de undulgencia, desde la vulgar ignorancia y no desde las alturas del saber” (46). Nada le dolía tanto como el ver desdeñada su obra poética. La boga de los versos de Campoamor (“frialdades vulgarísimas”), de Núñez de Arce (“artículos de fondo rimados”), y de Grilo, le maravilla. No entiende la opinión que le relega en la mestría de la prosa. “¿Qué quieren que sea yo, si no soy poeta?” (47). Realmente, Valera no puede aspirar a un puesto notable en la lírica. Se propuso cifrar en verso conceptos filosóficos. Vastas lecturas afluyen por alusiones en los poemas que trató con más esmero. Correcto casi simepre, alcanza a ser armonioso en sus momentos mejores, sin rapto lírico ni fantasía poderosa ni efusión comunicativa. Su lenguaje poético es frío. Acaso lo más estimable sean ciertos pasajes amatorios, templados de ternura. Como los periódicos no anunciaron siquiera la aparición de Canciones, romances y poemas, Valera opinó que “la barbarie, la grosería y la ordinariez, son en España irremediables”. El mal éxito de su libro de versos le indujo a creerse menospreciado. “En España estamos hoy en un período de transición, entre barbarie y cultura, y, en tales períodos, el mal gusto se entroniza con facilidad, y cierta pedantería cursilona prevalece y se enseñorea de todo” (48). Dudaba del público español hasta para la forma: “Mi estilo es natural y no rebuscado, moderno y no arcaico, sencillo y no enrevesado. Si en Cabra y Doña Mencía leyesen, y se interesaran en el asunto, entenderían mis libros: pero la gente cursi de las capitales, que es la que lee en España, se ha fabricado con dicharachos periodísticos y frases hechas parlamentarias, neologismos franceses de salón y modismos de toreros y cantaores, un lenguaje endiablado, que es el que imagina natural, hallando el mío, que es el verdaderamente natural, gringo, extraño y a veces ininteligible” (49). (45) Valera a Menéndez y Pelayo: Lisboa, 9 marzo, 1883. (Inéd.) (46) Al mismo: 25 febrero, 1883: “Donde Sellés es un Shakespeare, bien puede usted ser un píndaro, y yo un Cervantes”. (47) A Menéndez y Pelayo: Bruselas, 21 julio 1886. (Inéd.) (48) A don José Alcalá Galiano, 20 marzo 1887. (Inéd.) (49) Al barón de Greindt, Bruselas, 16 de abril de 1887. (Inéd.) Stockcero.com - Pepita Jiménez El caso fue que en una decena de años escribió muy poco (50). Vencida una crisis moral terrible que padeció en Washington, formaba proyectos de nueva vida, de aplicarse como nunca a las letras. Murió su hijo primogénito. Por vez primera, Valera maldice de lo que había amado siempre: “La vida es muy funesto don. Hasta el estúpido e irracional temor de perderla hace este don más funesto”. Parecen desconcertadas las bases de su religión optimista. “A veces me siento caído: paso malas noches, con insomnios horribles o con pesadillas. Mi humor entonces es harto negro, y hasta pienso cosas impías, muy en contra de mi condición, que es piadosa y optimista, aunque no sea cristiana. Entonces pienso que el mundo es abominable (el nuevo peor que el viejo) y que la vida es un mal… Yo procuro desechar estos malos sentimientos y pensamientos, y a veces lo consigo, porque mi voluntad es sana y me parece que mi entendimiento también” (51). La pasión amorosa que por Don Juan, sexagenario, concibió una señorita americana, inteligente y algo quimérica, se desenlazó por modo trágico. “Soy muy desventurado –escribía Valera (52)- por causas que no me es dable exponer aquí. Dirá como poeta: para mí los amores acabaron. Se declarará viejo, jubilado e inválido. Vivirá para el espíritu. Le consuela el pensamiento de escribir más y mejor, en verso y prosa, que cuanto había escrito “en una vida inquietísima, durante la cual mi menor propósito era escribir”. De hecho,, para el logro de sus planes literarios, Valera no “aquieta” su vida hasta 1895, al dimitir la embajada en Viena. Cesante en los (50) Metafísica a la ligera. Artículos que empezó a publicar en El Día (1883), refutando El Idealismo, de Campoamor. Las “genialidades” filosóficasa de Campoamor sacaban de quicio a Valera. Carta dedicatoria a Menéndez y Pelayo: prólogo a Canciones , romances y poemas, (Colec. De escritores castellanos, Madrid, 1886). Prólogo a la edición de Pepita Jiménez en casa de Appleton. Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas; artículos en la Rev. de España, reunidos en volumen: Madrid, Tello, 1887. El Budhismo esotérico. Revista de España, 1887. Tres artículos sobre la Historia de la civilización Ibérica, de Oliveira Martins. Revista de España, 1887. Cartas Americanas, insertas en El Imparcial, y coleccionadas en dos volúmenes: Madrid, Fe, 1889 y 90. La Metafísica y la poesía (polémica con Campoamor). Madrid, Saenz de Jubera, 1890, y artículos en El Ateneo, La España Moderna y El Centenario. (51) Valera a su mujer: Washington, 13 de octubre de 1884. (Inéd.) (52) A Campillo: Washington, 4 febrero 1886. Las cartas a Campillo han sido publicadas en el Boletín de la Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, Núms. V y sigts. 39 40 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña empleos oficiales, septuagenario, creciendo la enfermedad de los ojos que acabó por cegarlo, apenas le queda otro recurso que poner el oído “a la música divina” que aún suena en su espíritu. Tenía en su casa tertulia literaria semanal. Frecuentaba algunos salones, el teatro y la Academia, Empleaba lo más del tiempo en dictar para el público (53), o en hacerse leer libros: su secretario le leía en español, un clérigo de Estrasburgo en francés o alemán, y en griego un profesor de la Universidad de Madrid. La ceguera, los achaques, le forzaron a más rigurosa reclusión. Declinaba su cuerpo, no su espíritu, todavía risueño y en calma, al contemplar desde las altas nieves de la senectud el largo camino recorrido. “Lo único que conservo hasta ahora tan cabal como en mis mejores días es la cabeza. Hasta en lo exterior la conservo, porque tengo tanto pelo como a los treinta años, salvo que ahora está tan blanco como la nieve. El buen humor y el optimismo no me abandonan” (54). De noche pasaba “largas horas sentado en un sillón, en soledad y silencio, porque hasta los criados se acuestan, y me entrego a interminables soliloquios tristes y hasta fúnebres a menudo” (55). Mas, de soliloquios tales, su pirronismo salía incólume. “¿Dónde estaré yo entonces?” –exclama, Pensando en el porvenir de España.-¿Se conservará algo de mí que recuerde lo que soy ahora, o habrá pasado todo como (53) Antes de salir de Viena escribió La Buena Fama, publicado en La España Moderna (octubre-diciembre, 1894) y en volumen: Madrid 1895. El Hechicero (La España Moderna 1894), adaptación de una obrita alemana, fué compuesta en Madrid. En Madrid, dictó: Juanita la larga, Madrid, Fe, 1895. (Publicada en el folletín de El Imparcial). Genio y figura… Madrid, Fe. 1897. Morsamor, Madrid, Fe, 1899: y la copiosa colaboración en El Imparcial, El Liberal, La Ilustración española y americana, El Correo de España y La Nación de Buenos Aires, La revista ilustrada, de New York, y La Lectura. Coleccionó estos escritos en: A vuela pluma, Madrid, Fe, 1897. De varios colores, Madrid, Fe, 1898. Ecos argentinos, Madrid, Fe, 1901. E l superhombre y otras novedades, Madrid, Fe, 1903. Terapéutica social, Madrid, Tello, 1905. Colaboró con el seudónimo Zutano, en los Cuentos y chascarrillos andaluces, tomados de boca del vulgo…por Fulano, Zutano, Mengano y Perengano. Madrid, 1896. Emprendió y no acabó otra novela: Elisa la malagueña. Dió en La Ilustración la parte biográfica y crítica del Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, Madrid, Fe, 1902-1904. 5 vols. (54) Valera al barón de Greindt, 14 de octubre 1899. (Inéd.) (55) A don José Alcalá Galiano, 7 marzo, 1897. (Inéd,) 41 Stockcero.com - Pepita Jiménez si yo nunca hubiera sido? A veces pienso en estas cosas. Me las pregunto y no me las contesto, si bien no me apura el quedarme sin contestación. Al contrario, la penumbra de mi conocimiento tiene cierto hechizo, y no aspiro a salir de ella, ni envidio a los que resueltamente afirman o niegan, como si algún genio o espíritu familiar les hubiese traído noticia circunstanciada del para mí impenetrable arcano” (56). Aunque su norma fuese guardar para sí la melancolía, en ciertos escritos de última hora trasparece la tristeza del ocaso. “En pocas épocas y en pocos países, como en la España de hoy, el desdén o el olvido sigue tan de cerca de la muerte”. La celebridad se acaba tal vez antes que la vida del poeta. Y asumiendo en un movimiento elegante la rancia y auténtica vacilación de su espíritu entre la vida “inquietísima” del literato mundano y la vida recoleta y morosa del lugareño entendido, acentúa la insinuación personal: “tal vez para mí, para mi familia y para la generalidad de mis conciudadanos hubiera sido mejor que yo hubiese cultivado en mi lugar los campos paternos, ut prisca gens mortalium, trayendo al acerbo común de la riqueza nacional, no unas cuantas obrillas de mero entretenimiento que a pocos divierten y que de seguro no enseñan nada, sino aceite claro, vino generoso, exquisitas frutas y tal vez seda excelente criada en mi propia casa, merced a las frondosas moreras de mi huerto” (57). Podría decirse que don Juan Valera murió escribiendo. La Academia le encargó, al acercarse las fiestas conmemorativas de la publicación del Quijote, un discurso para leerlo en junta solemne. Andaba ya Valera por los ochenta y un años. Dictó el discurso. “Esto huele a apoplejía” –dijo en una carta a Campillo-. Aludía Valera con frecuencia al pasaje del Gil Blas en que el arzobispo de Granada, convaleciente de una apoplejía, vuelve a componer discursos y los compone mal: “Voila un sermon qui sent l’apoplexie”, se dicen los oyentes. Esta vez, la alusión salió terrible. El 9 de abril de 1905, terminando de hacerse leer el discurso de encargo, don Juan cayó fulminado. En las últimas hora del día 18, su mente, dilecta de las gracias, pasó. Manuel Azaña Madrid, 1927 (56) Adon José Alcalá Galiano, 31 de julio de 1900. (Inéd.) (57) Discurso en la Academia española, contestando a don Jacinto O. Picón, 1900. 42 Prólogo a la edición de 1927 por Manuel Azaña Stockcero.com - Pepita Jiménez ALGUNOS ESCRITOS REFERENTES A DON JUAN VALERA O A SUS OBRAS ANÓNIMO: Valera. EL IMPARCIAL, 15 de abril de 1905. ALTAMIRA (R.): Genio y figura… por D.J.V. REVISTA CRITICA DE HISTORIA Y LITERATURA. Mayo y junio 1897. AZAÑA (M.) Valera en Rusia. 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