JAPÓN CONVULSIONADO Por Pío García* El terremoto del pasado 11 de marzo estremeció la cuidad de Sendai. El posterior tsunami se llevó varias poblaciones y los daños en de tres reactores de la planta de Fukushima ha ocasionado una fuga nuclear de dimensiones insospechadas. De repente, Japón se halla frente a desafíos formidables que le exigen replantear las apuestas económicas, el modelo social y su papel en el mundo actual. Es la mayor encrucijada, en más de 2000 años de existencia política. La capacidad mostrada por los japoneses en el pasado para superar la destrucción es un arma poderosa para superar la crisis; sin embargo, la complejidad de sus ambigüedades les va a poner ante sí un camino largo y tortuoso. Hasta ahora, Japón ha sido ejemplar en levantarse cual ave fénix por encima de los desastres naturales o humanos, con determinación y con algo de ayuda celeste. En el siglo XIII, después de dominar el mundo conocido, los mongoles extendieron sus dominios desde Hungría hasta Corea y China, donde impusieron su dinastía Yuan. Quedaba por fuera sólo un territorio pequeño pero laborioso y rico. En dos ocasiones, Kublai Khan, en 1274 y 1281, tras recibir negativas a sus demandas de sumisión, organizó las flotas de guerra nunca vistas hasta entonces, con un millar de barcos y alrededor de 100.000 combatientes. Los japoneses no pudieron reunir más de 12.000. Los diestros dueños de las estepas conocían las artes completas de las guerra, pero terrestre. No fueron nunca gentes de mar. Bueno, tampoco los japoneses eran por cierto grandes navegantes. Pero, por increíble que parezca, en ambas ocasiones recibieron el favor de los dioses: los kami, que en forma de huracán o kaze, arrasaron la armada invasora; de ahí los posteriores pilotos suicidas de la segunda guerra mundial: los kamikaze. En 1853, en el clímax de la disputa imperialista del mundo no colonizado, los norteamericanos les pusieron un ultimátum similar: o se abren al comercio con el resto del mundo o destruimos sus puertos. 6 barcos de guerra en la bahía de Yohohama esperaban impacientes la orden de fuego del comodoro Matthew Perry. Ante esta muy usual diplomacia disuasoria los japoneses vacilaron, pidieron tiempo, deliberaron por varias semanas y, al final, decidieron negociar, así entraran en desventaja en el trato. A raíz de ese desafío, hundieron el sistema feudal, llenaron el país de industrias, empezaron a captar el mercado mundial y, también, emprendieron la conquista feroz de los territorios vecinos. En 1923, el reto para esa sociedad en efervescencia lo puso el terremoto de Tokio, de 7.9 en la escala de Richter. Murieron 100.000 personas y la mitad de la ciudad quedó devastada por los incendios. Una prueba mayúscula e inusitada apareció desde el cielo por decisión humana, en agosto de 1945, en forma de explosiones atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Esta vez, el mismo verdugo, en la guerra fría, acudió a ayudar a Japón a levantarse de las cenizas. En 1973, fue el primer país en superar la crisis del petróleo, gracias al ahorro y el uso eficiente de la energía. En Japón, fuera del carbón, la madera y la basura, los recursos energéticos son el agua y las nuevas tecnologías de generación solar, eólica y de hidrógeno. Todo el petróleo usado es importado, y sustenta 2/3 del consumo de energía. La generación nuclear ha sido vital para el bienestar hasta ahora. Los accidentes anteriores en sus plantas atómicas causaron desasosiego pero no pánico. Este margen de maniobra para el gobierno se pierde en estos momentos, pues ya no va a ser posible convencer a los japoneses de aceptar instalar más generadores nucleares. Las nuevas provisiones serán los biocombustibles, las células de hidrógeno y los paneles solares más eficientes que son costosas pero inevitables. El anhelo de la independencia energética de Japón es el primer dilema a resolver, y quizá el menos traumático. Tan solo ha de aceptar que es imposible cortar la dependencia de los combustibles importados y que por varias décadas ha de seguir disponiendo de un presupuesto abultado para comprar gas y petróleo caros. El segundo dilema es el de la orientación política y el alineamiento internacional. La reconstrucción y el auge económico estuvieron dirigidos por el Partido Liberal Democrático, una alianza conservadora de los políticos y empresarios, sin espacio para las propuestas de la oposición. En el conflicto internacional le pusieron un cerrojo a la asociación militar con Estados Unidos, le financiaron 27 bases militares y se nutrieron del traspaso de tecnología avanzada. En contraprestación, Tokio cedió su soberanía en defensa y en asuntos monetarios. Así, en 1985, tuvo que aceptar sin derecho a revirar la apreciación del yen para aumentar las importaciones de bienes (estadounidenses). Los japoneses vivieron una repentina burbuja financiera y un delirio de compras de rascacielos en Nueva York, castillos en Francia y más inmuebles por todos lados. A partir de 1990, la industria entró en crisis por los elevados costos de producción, y desde entonces el país soporta la recesión. Como consecuencia, el partido perdió crédito, y hubo oportunidad para el ascenso de los centristas liberales y socialistas. Junto con ellos, vino la apertura hacia Beijing, país rechazado en forma visceral por los conservadores. De la asociación con el nuevo poder económico mundial depende la sobrevivencia de Japón y es favorable que la coalición en el poder sea ajena a los melindres anteriores, sin embargo, los mitos etnocéntricos de la sociedad japonesa los inhibe para una relación fluida con China y el resto de Asia. Un confuso equilibrio entre los compromisos con Estados Unidos y con China resuelve el segundo dilema. La encrucijada mayor es sobre la naturaleza de la sociedad japonesa, adoctrinada en el ideal de raza única. Tal chovinismo alentó el expansionismo suicida, pero no murió con la derrota en la guerra; por el contrario, los políticos conservadores lo animaron sin cesar. Cuando el país sufre la crisis atómica, en medio de una economía en declive constante, entre cuyos efectos colaterales está el descenso de la población, no tiene otra alternativa que la renovación etaria a través de nueva fuerza laboral y población inmigrante. Por razones culturales, la sociedad no está preparada para ello, y es probable que prefiera continuar su penosa caída a romper con la ficción más arraigada, el de la pureza racial. En estas circunstancias, en los próximos 10 años Japón presentará una infraestructura funcional, usará fuentes más seguras de energía y disfrutará los rasgos culturales ancestrales. En el frente económico, empero, estará esforzándose, sin posibilidades de éxito, por estar entre las 5 potencias, y en los años siguientes por no salir del selecto club de las 10 primeras, esta vez con mejores resultados. Pío García es Docente e investigador de la Universidad Externado