Teseo, Hipólito y Fedra, un triángulo de amor y desamor

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Teseo, Hipólito y Fedra, un
triángulo de amor y desamor
Esta historia comienza con un príncipe llamado
Teseo, héroe que venció en el laberinto al famoso monstruo
llamado minotauro, bestia con cabeza de toro y cuerpo de
hombre que comía seres humanos, los cuales eran llevados a la
guarida y prisión de la fiera, con el único fin de ser
sacrificados. Teseo decidió, él mismo, ser parte de la
comitiva que servía de ofrenda a las ansias de semejante
voracidad y enfrentarse así a esa terrible sombra para
derrotarla, librando al reino de tal maléfica presencia.
Con este propósito se presentó ante el rey Minos
para manifestar su valiente iniciativa. En la corte, la
princesa Ariadna, hija del rey, al ver al valiente tan
dispuesto, quedó prendada de él y de su osadía. La princesa le
rogó entonces que se abstuviera de luchar con el Minotauro,
pues eso lo llevaría a una muerte segura, el príncipe Teseo,
no obstante, siguió firme en su propósito. Ella entonces se
dispuso a ayudarlo como fuere. Le dio, secretamente, un ovillo
de hilo, muy largo, para que pudiera entrar y salir del
laberinto en caso de que derrotara a la bestia, guiándose -por
el camino- con el extenso hilo. La princesa Ariadna le había
pedido a Dédalo, el arquitecto y hábil artesano que diseñó la
prisión del laberinto, el secreto de la salida y éste le
indicó la estrategia de desenrollar un ovillo de hilo,
colocado en la entrada del lugar, acompañando con él la
trayectoria interna del camino, luego -al querer volver- se
debía enrollar el ovillo, siendo así guiado hacia la salida.
Desenrollando y enrollando el hilo, el camino iba y venía por
las internas sinuosidades convirtiendo la entrada en salida.
La ayuda de la princesa no fue del todo
desinteresada. Para el príncipe tuvo un precio. La joven le
pidió que, una vez derrotado el monstruo, la convirtiera en su
esposa, llevándola consigo. Teseo aceptó. El monstruo era -
nada menos- que el hermanastro de la princesa. Su madre
–Pasifae- se había enamorado de un toro blanco que estaba
destinado al sacrificio del dios Poseidón, señor de los mares.
De esa extraña unión había nacido aquél monstruo. El rey
Minos, al sentirse ofendido por la infidelidad de su esposa,
había encerrado a la deforme creatura haciendo construir una
prisión que fuera un interminable y oscuro laberinto. El
monstruo estaba perdido en su propia celda y todos los que
ingresaban allí también se extraviaban. Se convertían en
sangrientos bocados de sacrificios humanos.
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El príncipe Teseo entró y salió ileso de los
recovecos interminables del complejo laberinto. Mató al
Minotauro gracias a una masa que había forjado el dios del
fuego, Hefesto, el herrero de los dioses. Salió del laberinto
con éxito, desenrollando y enrollando el ovillo de hilo. Su
vida dependía de ese delgado y delicado hilo de esperanza.
A menudo la existencia, el amor y el tiempo se vuelven
intricados laberintos en los que nos perdemos, sin escapatoria
posible. El hilo de la princesa Ariadna era lo suficientemente
débil y fuerte, a la vez, como para rescatarlo. Lo hizo salir
de esa trampa, otorgándole un sentido a su camino y búsqueda,
a su lucha y victoria.
Se convirtió así en un héroe. Libró a la ciudad,
para siempre, de la temible presencia del monstruo encerrado.
Luego retornó a su patria, navegando y llevando consigo a la
princesa Ariadna. Debido a una tormenta, desembarcó en una
isla con toda la tripulación que navegaba junto a él. También
lo hizo la princesa. Al otro día a la hora de zarpar, el
príncipe Teseo volvió a partir con todos, menos con la
princesa. La dejó voluntariamente, mientras ella dormía. El
motivo de ese abandono es, aún hoy, controvertido: algunos
señalan que el príncipe Teseo la abandonó por su propia
voluntad y otros dicen que fue por orden de los dioses para
que la princesa luego pudiera casarse con el dios Dioniso, el
señor del vino, los placeres y los excesos. Tal como
efectivamente ocurrió.
La princesa al despertar y comprobar la traición
del príncipe se sintió defraudada y usada. Por lo cual maldijo
al hombre que la había abandonado. Cuando alguien maldice,
siempre algún dios escucha y -teniendo en cuenta tales
palabras- las lleva a cabo. El dos Poseidón, señor del mar y
las tormentas, la escuchó e hizo que una gran tempestad
destrozara el navío del príncipe, sin dejarle casi ninguna
vela. La diosa del amor, Afrodita, por su parte, se compadeció
de la desdichada princesa Ariadna enamorada y le prometió que
la desposaría con algún dios.
Dioniso, por causalidad, estaba por allí, no tardó mucho en
cortejarla, seducirla y casarse con ella. La princesa se
sintió favorecida, casarse con un dios era mucho más
provechoso que hacerlo con un simple mortal. En verdad, el
casamiento con un dios, con una diosa o entre divinidades no
necesariamente es garantía de felicidad. El amor nunca tiene
demasiadas garantías, ni seguridades, igual que el corazón
humano.
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Mientras tanto, en tierra, el padre del príncipe
Teseo, el rey Egeo, le había dicho a su hijo que si volvía
victorioso, después de matar al monstruo, navegara con velas
blancas y si volvía derrotado, pusiera velas negras, así
sabría anticipadamente cuál había sido el desenlace de tal
aventura. El angustiado padre, en verdad, quería saber -antes
que la nave llegara a puerto- si su hijo había sobrevivido a
esa extrema hazaña.
La maldición de la princesa Ariadna hizo que sólo
le quedaran al barco las velas negras, por lo cual, el rey
Egeo, al ver -desde las altas torres de su palacio- tan mal
augurio, creyó que su hijo había muerto y -colmado de un
inmenso dolor- se suicidó, arrojándose al mar y ahogándose,
desde los acantilados en los cuales estaba edificado su
palacio. El príncipe Teseo, al llegar, supo de la infausta
noticia y, a partir de entonces, heredó el trono de su padre.
En cierta ocasión, el rey Teseo, con el espíritu
aventurero que lo caracterizaba, participó de una expedición y
tomó como compañera a una amazona llamada Hipólita. Las
amazonas eran una tribu de mujeres guerreras. El rey tuvo con
Hipólita un hijo que llamó Hipólito. Algunos cuentan que
Hipólita luego del nacimiento de su hijo, lo abandonó, ya que
-en verdad- el rey la había raptado. Ella, intentando
vengarse, convocando a las amazonas más valientes, cuando el
rey Teseo estaba por casarse con otra mujer, provocó una
batalla. Las amazonas fueron al rescate de Hipólita, atacando
al rey y resarcir así el derecho de Hipólita. Ante semejante
situación, el rey se sintió humillado por esa banda de mujeres
agresivas y repudió definitivamente a Hipólita.
Para destrabar la tensión política que había
quedado entre el rey Teseo y el rey Minos después del abandono
de la princesa Ariadna y con el fin de remediar tal acción, la
princesa Fedra, hermana de la princesa Ariadna, fue ofrecida
al rey Teseo. Este no pudo rechazar la proposición porque le
interesaba restablecer la alianza política con el reino
extranjero. Fue precisamente en la boda del rey Teseo y la
princesa Fedra cuando ocurrió el ataque de las forajidas
amazonas. En esa lucha, Hipólita murió, herida por los
custodios reales.
El rey Teseo, a través de estas experiencias, tuvo
que aprender a no subestimar el poder de las mujeres. Primero
la princesa Ariadna lo maldijo y luego Hipólita y su pueblo de
mujeres, tomaron revancha y ejecutaron la venganza. Parece
paradójico que el hombre que mató a la bestia del Minotauro no
haya podido defenderse del ataque de las mujeres.
El amor y las pasiones son un laberinto más grande
que el diseño del ingenioso Dédalo. Quien entra en los
intrincados vericuetos del amor, siempre queda perdido. El rey
Teseo creyó burlarse de las mujeres –de la princesa Ariadna a
la cual abandona solitariamente en una isla y de la amazona
Hipólita a la cual raptó- y, sin embargo, fueron ellas las que
se burlan, en última instancia, de él: un héroe con los
monstruos y un perdedor con las mujeres. Pudo salir del
laberinto con el hilo de Ariadna pero le fue imposible zafar
de las pasiones de aquellas mujeres que lo amaban y lo
rechazaban por igual.
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El único legado para el rey Teseo, de parte de
Hipólita, la amazona, fue su hijo Hipólito. Cuando éste creció
se distinguió por su pasión a la caza. Veneraba a la diosa
virgen de dicha práctica, Artemisa. Él era un joven sano y
apuesto. Más interesado en el deporte que en los asuntos del
amor. Tenía poca simpatía a la diosa de la pasión y el placer:
Afrodita. De hecho, a todos les llamaba la atención que
Hipólito se mantuviera, a contra corriente de la costumbre de
su tiempo, casto en su trato y en sus relaciones. En medio de
una cultura hedonista, donde la diversión y el placer, la
sensualidad y el erotismo, eran la regla común de los jóvenes,
él había optado vivir lo más sano y puro posible, en su cuerpo
y en su alma.
A la diosa Afrodita no le simpatizaba para nada
esta actitud del muchacho. Además ella sabía que
él la
consideraba la menos importante de todas las diosas. En una
ocasión, hizo una reverencia a una imagen de la diosa sólo
desde lejos debido a un requerimiento de un sirviente. A la
diosa esta conducta le pareció demasiado engreída.
Hay purezas que se llenan de jactancia por sus
propios logros como si la inocencia fuera el duro trabajo de
meros rechazos. El orgullo de quien enaltece su castidad,
mirando a los otros altivamente, provocó el desprecio de la
diosa. Ella prefería a los que se entregan a los meros
placeres, reconociendo su debilidad que a los impolutos que
se engríen de sí mismos, distanciándose del resto de los
mortales, con la petulante presunción de creerse superiores.
Ese orgullo altanero de nada sirve. Hay -a veces- una cierta
petulancia de la pureza que es más grave que la fragilidad de
quien se siente dominado por el placer y no puede rechazar la
pasión.
La diosa Afrodita, por todo esto, ideó un terrible
plan para vengarse de Hipólito. Quería que el muchacho
mordiera el polvo de su tentación y caída, consintiendo los
deseos de la carne. Si Hipólito no estaba dispuesto a cumplir
sus deseos y a ofrendarle su virginidad, la diosa decretó que
el joven muriera irremediablemente. Tenía así que pagar su
orgullo y aprender –de esa manera extrema- que el amor puede
herir e incluso matar. No era posible desobedecer a una diosa,
sobre todo en su requerimiento de placer.
El príncipe
Hipólito sostenía que los placeres más intensos eran
precisamente los del espíritu. La diosa Afrodita, en cambio,
tenía otra opinión.
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El rey Teseo empezó a sentir el avance inexorable
de la edad. La carga de los años hacían declinar sus fuerzas y
sus cabellos comenzaban a blanquear. Su hijo, el príncipe
Hipólito siempre lo acompañaba y asistía. Era fiel y
devoto. Le costaba ver cómo su padre iba lentamente menguando
en sus ímpetus. El joven tenía la misma edad que la reina
Fedra, la esposa de su padre, la cual ya le había dado dos
hijos al rey. Llevaban una vida tranquila hasta que, de
pronto, los caprichos de una diosa insaciable aparecieron
transformándolo todo.
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La diosa Afrodita, ofendida por los continuos desprecios que
el joven hacía a las proposiciones deshonestas que le
presentaba a cada ocasión y debido a que la bella figura del
joven la encendía, hizo
-con sus artilugios de
encantamiento por atracción- que la reina Fedra, después de
algunos años de casada, comenzara a fijarse en su hijastro de
una manera diferente.
La reina, de pronto, no podía explicarse lo que le estaba
sucediendo. Sentía profundamente un fuerte deseo de pasión
hacia el príncipe Hipólito. Se experimentaba víctima de una
tendencia irrefrenable. No era un amor convencional. Ella era
la reina y él el príncipe. Madrasta e hijastro. Sin embargo,
más allá de los condicionamientos y el protocolo real, no
podía escapar de esa fuerza que la ahogaba y la carcomía. Por
momentos, creía casi enloquecer.
En ciertas ocasiones, el amor se manifiesta como
una enfermedad que enceguece y atolondra, agita el pulso y las
pulsiones, la respiración y los latidos. Es punzante y
doloroso. Su necesidad y demanda son continuas. El amor es
placer doloroso y sufrimiento deleitable. Nunca descansa. Por
momentos, es un hechizo y un maleficio. A veces hasta parece
una maldición que tortura el cuerpo y el alma. Descentra. Nos
saca de nosotros mismos. Quita la paz y no da nada a cambio,
excepto perturbación, ansiedad, angustia y soledad. No se
puede resistir. Nos hace sucumbir a la concupiscencia y a los
remordimientos. Nos manipula, haciéndonos realizar cualquier
disparatada acción con tal de que el objeto del deseo se dé
cuenta de nuestra irresistible inclinación. Nos pone en
evidencia y nos avergüenza. Entregamos nuestra libertad,
quedando prisioneros.
En nuestra perplejidad, sabemos y comprendemos lo
que está bien, aunque no lo ponemos en práctica. A veces por
indolencia; otras, por preferir cualquier clase de disfrute.
Muchos confunden amor con pasión y placer. Hay amores que no
son apasionados o que su pasión se ha apaciguado y eso no
significa que se acabó. Tampoco provocan un continuo placer o,
al menos, no un placer físico. Muchas veces no hay demasiado
placer cuando se ama verdaderamente. A menudo implica
sacrificio, olvido de sí y abnegación.
Es cierto que, en ciertas oportunidades, se presenta como un
relámpago o un huracán que todo lo arrasa, no teniendo piedad
con el corazón. Entra sin permiso. No hace diferencia de
roles, edades, sexo, religión, ni nada por el estilo. No sabe
de convenciones sociales. El amor, como la muerte, es muy
democrático. Cuando toca a uno, lo iguala al resto. Nos
sumerge en su ensoñación. Convierte la realidad en una ficción
de nuestra imaginación. Nos vuelve ilusos, algo tontos y
distraídos. Otorga cierta estupidez y torpeza. Nos somete a
una especie de embotamiento, embrutecimiento y necedad. Se
empaña la razón para pensar correctamente. Se acaba el acierto
y la posibilidad de objetividad. Quedamos expuestos y en
ridículo ante todos. No podemos ocultarlo.
El deseo que nace del amor actúa como un chispazo
de divina locura en la que se desvanecen las fronteras y cada
uno es llevado y arrastrado. Anhelamos fundirnos enteramente y
si no se realiza, la insatisfacción queda. El rechazo y el
abandono se sienten como ofensas y desprecios que nos llenan
de angustia.
Estos amores dislocados y trágicos nunca dan
tregua. Nos someten al fracaso. Estamos a merced de un deseo
impulsivo y compulsivo. Una pasión voraz que no deja nada.
Sólo escombros.
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La creciente pasión y locura en el corazón de la
reina Fedra ya no podía contenerse. Ella no distinguía si
eran, en verdad, los movimientos internos de su alma o una
fuerza extraña a sí misma. La diosa Afrodita, en tanto,
impulsaba más y más el deseo de la reina en la medida en que
el príncipe Hipólito no se daba cuenta o no quería darse
cuenta de las insinuaciones de la esposa de su padre.
Seguramente se sentía molesto. Además no quería causar daño
alguno a su padre y a su matrimonio. Sin embargo, a la diosa
Afrodita nada de esto le importaba demasiado.
su arma estratégica más poderosa.
Utilizaba como
Los seres humanos cuando se enamoran suelen ser
manipulados debido a su vulnerabilidad. Se los maneja, se los
usa y domina mucho más fácilmente ya que no piensan demasiado
en las consecuencias de sus actos.
La reina Fedra sentía el corazón traspasado,
herido y divido, fuera de lugar, destronado. Ya no lo poseía,
ni lo controlaba. Tenía consciencia que la relación con el
príncipe Hipólito estaba destinada a ser amor imposible. Sabía
que no podía darse, sin embargo, era lo que más anhelaba. Sus
pensamientos le pesaban todo el día. Por las noches, durante
el sueño, la torturaban. Tal situación la hacía sentir
perversa, padeciendo la obsesión de una laceración incurable e
inadmisible, una malicie envenenada y traidora, una
irrefrenable voluptuosidad que la atrapaba, enredándola y
asfixiándola, haciéndola prisionera y víctima, rehén y
esclava. De nada le valía saber que todo lo que sentía,
pensaba y deseaba estaba mal. No le servía conocer que estaba
prohibido. Experimentaba una mezcla de ardiente pasión y
cólera celosa mezclada con odio. Amaba y odiaba a la vez.
Deseaba y detestaba simultáneamente. Todo era un suplicio y un
deleite malsano e insufrible.
Quería desterrar la culpa y, aunque fuese por un
momento, tan intenso como la eternidad, permitirse todo sin
tener la sensación interior de ese gusano que carcome la
lucidez y la sensatez. Pretendía no ser sensata, tan sólo por
un acto, aunque después se abriera el abismo. Hay momentos en
que uno quiere dejarse caer en el precipicio. Deseaba dejar de
reprimir por vergüenza, disimulando con forzada hipocresía.
Era preciso dejar los modales y manifestar, abiertamente, todo
lo que esa pasión desataba en el volcán de su interior.
Ansiaba dejarse vencer, aunque fuera ésa su perdición. Probar
la dulzura de no resistir. Ganar, perdiéndolo todo, en un
instante absoluto. Tirarse en brazos del vértigo. Dejar de
librarse y sentir el estremecimiento. Romper el corazón con un
poco de amor. ¿Quién dijo que el amor trae paz?, ¿acaso no se
siente apasionadamente violento?
Los que sufren la
desesperación de un amor rechazado viven un verdadero infierno
que no se puede compartir con nadie.
En tanto padecen, esperan que el amor se
convierta, para ellos, en el cielo que anhelan porque el
verdadero paraíso se encuentra en el gozo del amor
correspondido.
2. Triangulaciones fatales
Lo que sigue a continuación no está muy claro en
la secuencia de los hechos. Lo cierto es que esta pasión
secreta de la reina Fedra, pujaba por salir y -al hacerlotrajo consecuencias insospechadas y devastadoras.
Algunos afirman que estando el rey Teseo ausente,
la reina Fedra manifestó al príncipe Hipólito sus
sentimientos, ofreciéndose provocadora y tentadoramente. El
príncipe,
debido a su castidad y por respeto a su padre,
rechazó a la reina. Le repugnaba la propuesta de una relación
incestuosa.
Hay quienes afirman que la reina Fedra confió su secreta
pasión a una criada de confianza, Énona, quien -a su vez- se
lo comunicó al príncipe Hipólito, haciéndole prometer que
nunca revelaría tal secreto.
Hay quienes sostienen, en cambio, que la reina
Fedra no le pidió a la criada que le revelara sus sentimientos
al joven, aunque ésta igualmente lo hizo por indiscreta o
simplemente no pensando en las fatales consecuencias.
Están también los que afirman que la reina Fedra instigó a
Énona a comunicarlo para tener así una cómplice. Lo cierto es
que –con o sin mediación de Énona- el príncipe Hipólito supo
de los sentimientos de la reina y la rechazó tanto por ser su
madrastra como por fidelidad a su opción de vivir castamente.
Las reacciones de las mujeres son frecuentemente
impredecibles para los varones, sobre todo, la reacción de una
mujer obnubilada de pasión y amor ciego. El despecho puede
hacer perder los límites. Hay mujeres que perdonan hasta la
violencia de un hombre pero nunca un rechazo. Sentirse
resistida y despreciada es una herida en el orgullo femenino
muy profunda que suele provocar venganza.
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Lo que continúa, el meollo más trágico de la
historia, también tiene varias versiones. Algunos comentan que
la reina Fedra empezó a preocuparse porque el rey Teseo, su
esposo, nunca llegara a enterarse de su secreto amor y
creyendo que el príncipe Hipólito era capaz de contarle y
denunciarla a su padre, para evitarlo y conservar su honra, la
reina le ganó de mano e hizo creer al rey Teseo que su hijo
había tratado de sobrepasarse con ella.
Otros mencionan que el rey Teseo, al ser
notificado por su esposa del atrevido intento del príncipe
Hipólito, decidió comprobar los hechos por sí mismo. La reina,
temerosa de que se descubriera la verdad, provocó un desenlace
inesperado y desesperado.
Cualquiera sea la versión, lo cierto es que todos
perdieron. El rey Teseo perdió a su esposa y también a su
hijo. La reina Fedra se quitó la vida y al príncipe Hipólito
se la arrebataron.
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Cuentan que la reina, despechada, se ahorcó,
dejando una nota inculpatoria en la que decía que el príncipe
Hipólito había tratado de deshonrarla, ultrajando su fidelidad
matrimonial. El rey Teseo creyó en la honestidad de su esposa
y clamó venganza pidiendo la ayuda del dios Poseidón, señor de
las aguas, quien le había prometido al rey, en razón de su
devoción, que cumpliría tres deseos que él pidiera, cualquiera
fueran ellos.
El rey Teseo castigó a su hijo con la pena capital del
destierro, lo cual era la muerte en vida, el olvido y la
desposesión total. Uno se quedaba sin tierra, sin lengua, sin
apellido y sin destino. Todo era borrado en vida. Ninguna
sociedad reconocía los derechos de los desterrados.
Al príncipe Hipólito, no le fue concedido apelar y alegar en
su favor. El rey castigó a su hijo como un ejemplo para todos
los demás. Obedeciendo a su padre, mientras iba de camino en
cumplimiento de su pena, cabalgando en su carro por la costa,
el príncipe tuvo un accidente. El dios Poseidón, cumpliendo su
palabra y el deseo del rey Teseo, envió un monstruo marino,
según algunos, o un toro enfurecido, según otros, que saliendo
de las aguas del mar, desde una gran ola, espantó a los
caballos. El carro del príncipe volcó. El joven fue
arrastrado, aplastado por sus propios caballos y estrangulado
con las riendas. Los caballos siguieron su camino con el
carro, cuando el príncipe logró zafar del enredo de las
riendas de su cuello y de su cuerpo, no podía caminar, ni
respirar. Cayó tirado y, solitariamente, agonizó un largo
rato.
El príncipe nunca se defendió de las falsas
acusaciones. Tampoco acusó a la reina, desmintiéndola. Vivió
coherente su fidelidad. Fue fiel a sí mismo y a su castidad
hasta el final. Fiel a su padre, el rey, ya que como hijo lo
honró y fiel a la reina Fedra ya que como esposa de su padre y
madrasta suya, no la acusó.
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Se cuenta que en su agonía el príncipe Hipólito
tuvo el consuelo de la presencia de su amada diosa Artemisa.
Ella fue a asistirlo y a prepararlo para que caminase
valerosamente hacia las puertas del Hades, el reino del más
allá al que se conduce todo mortal, bueno o malo.
Ese gesto de la diosa reveló, ciertamente, una notable
predilección por su devoto. En general, los dioses no se
acercan a los agonizantes. Ella lo hizo. Arrodillada junto al
muchacho, le sonrió. El príncipe Hipólito la reconoció y su
semblante se iluminó. Le agradeció su compañía y su consuelo
fortalecedor. Él quiso tocarla pero la diosa le advirtió que
ella no podía tener contacto alguno con mortales. Además no
podía permanecer, por mucho tiempo, junto a él, ya que no les
está permitido a los dioses quedarse, en el momento final de
un mortal. En ese instante supremo, ni siquiera los dioses,
pueden estar. Cada mortal está enteramente sólo en ese trance.
Además, una vez que un mortal expira, los dioses inmortales
nunca entran en contacto con los muertos.
Ante estas advertencias, el príncipe Hipólito le agradeció
nuevamente a la diosa y comprendió la enorme gratitud de su
delicado y excepcional gesto. La diosa le dijo al oído que era
muy heroico, de parte de los seres humanos, quedarse solos en
el momento de la muerte y que él estaba preparado para ese
sagrado instante. La diosa entonces se despidió del joven, lo
bendijo y le prometió que su padre conocería la verdad, ya que
ella se encargaría de difundirla.
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Cuando se encontró el cuerpo, tirado en la playa,
casi sin vida, del príncipe Hipólito, le llevaron la noticia a
su padre, el cual -mientras estaba rezando a solas, quizás al
dios Poseidón, agradeciendo los favores concedidos- se le
apareció visiblemente la diosa Artemisa. Ella le reveló la
verdad y le comunicó que toda la situación estuvo provocada
por la diosa Afrodita y sus desvaríos de amor resentido que
tomaron como blanco el corazón vulnerable de la joven reina
Fedra. Además le manifestó la integridad de su hijo en todo
momento, instándolo a sentirse orgulloso del muchacho. La
diosa Artemisa le explicó que la diosa Afrodita les había
tendido una trampa y que ésta era la única y última ocasión
para que padre e hijo se reconciliaron, antes de que fuera
demasiado tarde. Le indicó donde estaba el príncipe Hipólito
agonizando y lo alentó a que por su honor de rey y de padre
fuera a disculparse, a bendecir y a despedir a su hijo.
El rey Teseo, al saber la verdad, fue rápidamente
al encuentro de su hijo moribundo, en una carrera contra el
tiempo. No sabía cómo remediar la situación. El príncipe
estaba herido de muerte. Al encontrarlo, antes de fallecer, el
joven le dijo a su padre que no se sintiera culpable por nada
ya que había obrado de acuerdo a la información que tenía y a
la confianza que cada uno merecía. Por su parte, él
gustosamente -como hijo- lo perdonaba ya que todos somos
deudores del destino y estamos en las manos de los dioses y
sus intenciones.
El muchacho agradeció a la diosa Artemisa la presencia de su
padre. Gestos así son extraños, incluso entre los dioses.
Bendijo la ocasión que tenían de encontrarse por última vez y
de celebrar juntos el perdón. No hay nada mejor que terminar
la vida, estando en paz y perdonando todo y a todos. No vale
la pena morir resentidos, culpando a los demás. Es preciso
perdonar muchas veces en la vida y en la muerte, aún más. Hay
que liberarse de toda carga y peso mientras haya tiempo. Es
preciso purificarse y limpiarse. El perdón reconstituye y sana
con la limpieza de la verdad.
El rey Teseo, con sus ojos y su corazón cuajados
en lágrimas, abrazó a su hijo fuertemente, le pidió repetidas
veces perdón y allí, en las orillas del mar, donde el príncipe
había sufrido el accidente, siendo su padre la causa indirecta
del mismo, tendido en la arena, le sonrió por última vez. Esa
sonrisa de paz y de reconciliación fue el mayor regalo y el
más exquisito premio que le concedieron al rey Teseo, el cual
lloró sin consuelo, mezclando sus lágrimas amargas con las
gotas saladas del mar. Se sentía inevitablemente culpable,
aunque él había obrado de la manera más consecuente que pudo.
Allí, abrazado a su hijo que yacía en la playa, lo tomó en sus
brazos y caminando hacia adentro del mar, lo depositó sobre
las aguas, las cuales parecían una inmensa tela turquesa
mecida por el viento y besándolo por última vez, lo dejó ir
para siempre, como una ofrenda al dios Poseidón, el señor de
los mares que lo tomó entre sus olas haciéndolo desaparecer
para siempre.
Es irónico el designio de los dioses. El dios Poseidón
prometió y cumplió. El rey Teseo pidió y obtuvo. La diosa
Artemisa fue gentil y delicada mostrando las consecuencias
fatales que puede tener incluso la buena intención de los
seres humanos y de los dioses cuando, entre medio, existe la
perturbación de la pasión desmedida. La diosa Afrodita,
enamorada de un mortal, hizo que la reina Fedra se enamorase
perdidamente del príncipe Hipólito para que así, el honesto y
casto príncipe encontrara la muerte.
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La reina Fedra, al saber el desenlace infausto de
los hechos y la suerte del infortunado príncipe, casi sin
pensarlo, ahogada en un torbellino de confusiones, se suicidó,
no pudiendo soportar el mal que había causado a dos inocentes:
el rey y el príncipe, padre e hijo..
Los hechos no logran cronológicamente ser claros.
Algunos dicen que la reina se suicidó antes del accidente del
príncipe. Sintiéndose despechada y desesperada, se ahorcó,
dejando una tablilla escrita en la que inculpaba al muchacho
por haberla seducido. Otros sostienen que la reina se suicidó
después de conocer la noticia de la muerte del príncipe y
sabiendo que rey ya conocía toda la verdad de los
acontecimientos por la revelación de la diosa Artemisa. No
pudiendo enfrentarse al rey Teseo -esposo al cual le había
mentido y padre al que, de alguna manera, contribuyó con la
muerte de su hijo- estaba desesperada. Pensó que lo mejor
sería estar muerta. La muerte no es el arreglo definitivo de
las cosas que no se pueden o no se saben resolver. Lo que no
se arregla en vida, es difícil arreglarlo con la muerte.
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Ya sea antes o después de la muerte del príncipe
Hipólito, conociendo o desconociendo el rey Teseo la verdad de
las intenciones deshonestas de la reina Fedra, como asimismo
la rectitud de su hijo, lo cierto es que ambos estaban muertos
y el rey sumido en su propia soledad, había elegido entre dos
amores distintos, el de su esposa y el de su hijo.
Hay quienes afirman que el rey al regresar al
palacio se encontró con el cadáver de su esposa y su
mensaje. El monarca se desesperó ante la situación y, llevado
por la rabia, invocó al dios Poseidón. El príncipe Hipólito
fue acusado por su padre. El joven, alegó su virtud e incluso
defendió a la reina Fedra. Se comportó heroicamente al no
revelar la vergonzosa confesión de su madrastra. Lo hizo por
amor y respeto filial a su padre.
Por su parte, Énona, la criada, se sintió
igualmente culpable. En su precipitada actuación ella podía
ser juzgada de indiscreta y poco confidente con su señora y
ama, como también ser considerada instigadora y suspicaz para
con el príncipe Hipólito. En el fondo, no se supo si quiso
hacer un favor o perjudicar. Algunos dicen que ella se quiso
divertir siendo cómplice de la situación. Quizás lo hizo sin
pensar demasiado. No cayó en la cuenta que hay indiscreciones
que pueden ser fatales en sus consecuencias. Al hablar -sobre
todo- de situaciones de la vida privada de los demás, uno debe
ser muy prudente. De lo contrario, siempre es preferible el
delicado silencio del respeto.
En los desenlaces de los conflictos, nunca se sabe
cómo actuarán los dioses: qué dios estará a favor y cuál se
pondrá en contra. Los hay benévolos y otros actúan bastante
caprichosamente.
……………………………………………………………………………………………………………….
El rey Teseo se quedó con la sola compañía de su
sombra. Muerta la reina, su esposa, extraviada por un deseo
indigno y muerto su hijo, el príncipe, consumido -en cuerpo y
alma- por una castidad total, le resultaba paradójico cómo dos
personas tan distintas, que sentían lo opuesto, terminaron ambas- igualmente muertas. Es una ironía divina ver cómo la
muerte iguala a todos. Los opuestos se tocan, se unen y se
identifican, corren la misma suerte.
El rey se preguntaba qué era lo que valía más en
la vida: seguir el ardor desaforado de la pasión o conservar
las fuerzas en el resguardo pudoroso de la castidad. En la
muerte, todos somos iguales, tanto los que se han dedicado a
vivir sus pasiones, como los que han conservando su
integridad.
A menudo, el rey pensaba que ambos, esposa e hijo,
habían incurrido en la desmesura. Una, por el deseo y otro,
por la contención. El exceso, de un lado o de otro, es siempre
un extremo que los dioses reprueban y castigan.
La diosa Artemisa no pudo proteger al príncipe
Hipólito de la muerte. Él sufrió martirialmente por su piedad,
sensatez y coherencia. Se permitió la muerte de un justo
inocente. La fidelidad a los dioses no necesariamente asegura
una vida serena o feliz.
La muerte de los seres queridos desangra
internamente y nos rebela. Nos pone en crisis con nuestras
convicciones y creencias. Apela a lo divino y reclama al cielo
la sabiduría de una respuesta capaz de mitigar en algo el
sufrimiento.
El rey Teseo, sumido en silenciosas
cavilaciones y mirando, con ojos perdidos, el mar, los
dominios del dios Poseidón, recordaba a su noble Hipólito que
yacía ahora en aquellos fondos sin fondos.
Entre suspiros las manos del rey apretaban aquella vieja
tablilla que una vez usó la reina Fedra, quizás para
despedirse, quizás para inculpar. Sólo el rey Teseo supo
ciertamente la verdad pero nunca se atrevió a contarla. Tal
vez el perdón del príncipe Hipólito le haya enseñado a
perdonar a la reina Fedra, si es que algo ha tenido que
perdonar. Tal vez él se perdonó a sí mismo. A lo mejor perdonó
al mismo dios Poseidón, al cual le pidió ayuda y, ciertamente,
lo escuchó.
Las olas del mar impetuoso parecían traer la voz de aquella
memorable mujer que él tanto había amado. Al solitario rey le
parecía todavía escuchar su voz diciendo estos versos:
Profunda, intensa, inclinación lasciva,
para el adolescente, nimio juego;
cómo abrasa a mis años este fuego,
nunca como hoy, tan lúbrica y tan viva.
Ignora el joven mi pasión furtiva,
y si audaz la propongo o se la entrego,
no indiferente, hostil queda a mi ruego,
rasgando mi alma su actitud esquiva.
Vástago de mi esposo, no hijo mío:
me has incendiado y permaneces frío,
deshonrada me siento, aún sin rozarte.
Mi cuerpo, por el tuyo, va gimiendo
cuando el camino de la muerte emprendo.
Amor estéril, sin jamás gozarte.[1]
………………………………………………………………………………………………………………..
Hay que tener cuidado con las paradojas de la
historia porque las ironías del destino nos hacen caer en las
mismas trampas de otros. También hay que aprender de la
experiencia ajena. Todo nos enseña, si estamos dispuestos a
aprender. El paso del tiempo, del cual casi siempre nos
quejamos, puede ser, sin embargo, un aliado para mitigar
heridas y nostalgias.
Cuentan que el rey Teseo, después de un tiempo
solitario, raptó -cuando era apenas una niña- nada menos que a
la legendaria Helena, la princesa de Esparta, la misma que
luego, al ser adulta y al estar casada con el rey Menelao, fue
raptada por el príncipe de Troya, Paris. La mujer que ocasionó
la más famosa guerra de la Antigüedad estuvo primero bajo el
poder del rey Teseo. Los hermanos gemelos de Helena, Cástor y
Pólux, la liberaron y tomaron a cambio a la madre del rey
Teseo, llamada Etra, como esclava de Helena.
Así como la reina Fedra se había enamorado de un
joven mucho menor que ella, al rey Teseo, le sucedió lo mismo
con una bella joven. Hay quienes afirman que, en ese entonces,
Helena era apenas una niña, una menor que luego fue devuelta a
su camino para que se cumpliera en ella el designio del amor y
de la guerra.
El rey Teseo, por la diferencia de edad, dejó que
la entonces pequeña Helena se fuera con sus hermanos. Ella,
con el devenir del futuro, sería reina de Esparta y princesa
de Troya. Tal vez si hubiera podido saber esto, el rey Teseo,
quizás, no la hubiera dejado partir tan fácilmente. Quizás
hasta el mismo rey Teseo hubiera tenido un papel activo en la
famosa guerra. Sin embargo, su nombre y su memoria se pierden
antes del comienzo de esos largos diez años de combate.
Sin sospechar el lejano e incierto futuro, el rey
Teseo a orillas del mar, recordaba que el seno acuoso y
profundo del dios Poseidón era la tumba de su propio hijo, el
querido príncipe Hipólito. Sentía en la música del océano la
voz de su hijo que dulcemente le hablaba. A menudo creía oír
algún reproche. Tal vez era la voz de su propio interior. Su
hijo lo había perdonado y eso era su mayor paz.
3.
Las distintas caras de un arquetipo de relaciones
En el triángulo de pasión y rechazo de esta
historia narrada hay tres arquetipos distintos, antagónicos y
complementarios a la vez: Teseo, rey, esposo y padre;
Hipólito, príncipe, hijo y objeto de deseo y Fedra, reina,
esposa, madrastra y víctima de la pasión amorosa. Además, en
otro plano de la narración aparece también el actuar de los
dioses: Artemisa, Afrodita y Poseidón. A todos, seres humanos
y divinidades, los envuelve un destino señalado.
El rey Teseo revela el arquetipo del padre como
principio de autoridad. Es el que tiene que lograr el
equilibro de fuerzas entre la situación de la esposa y el
hijo. Llegado el momento, tiene que optar por uno de ellos,
dando todo el crédito a la confianza de uno sólo. Es allí
donde fatalmente se equivoca. Se lo muestra como un padre que,
en determinada circunstancia, no opta por su hijo. Tal es su
tremendo error y lo paga muy caro.
Respecto a las mujeres que acompañan a Teseo en
este relato está, en primer lugar, Hipólita, la amazona que le
dio un hijo. Ella interviene en la trama sólo para este fin ya
que, de alguna manera, desaparece para dar el lugar a la
princesa Ariadna. La cual ama al héroe que vence al Minotauro.
Para ella, Teseo fue la ocasión para salir de su reino y de la
influencia de su padre. No obstante, es engañada y abandonada.
La princesa Ariadna, al darse cuenta de su situación, maldice
al hombre que ama. Por lo cual, todo lo que sigue después en
la vida de Teseo, de algún modo, puede considerarse fruto de
esa nefasta maldición. Luego aparece la hermana de la princesa
Ariadna -Fedra- la cual es usada, sin que ella sepa, por las
argucias de la diosa Afrodita que está despechada por el
desplante de Hipólito a sus sugerencias. Fedra experimenta un
amor prohibido e impuro siendo víctima fatal de su propio
error.
El rey Teseo abandona a la princesa Ariadna y luego deja a la
reina Fedra, en largos períodos de ausencia en su reino, por
lo cual ella comienza a tener un trato distinto con el hijo de
su esposo. Teseo vivió siempre entre triángulos de amor y
desamor. Primero Teseo, Ariadna y Fedra; luego Teseo, Fedra e
Hipólito. En estos triángulos de triángulos estaba dibujada la
trampa de los dioses. La diosa Afrodita en contra de Hipólito
y, de algún modo, también en contra de Fedra e incluso de
Teseo. La diosa Artemisa a favor de Hipólito y de algún modo
también a favor de Teseo, al cual revela la verdad. El dios
Poseidón se manifiesta a favor de Teseo, al que escucha su
plegaria y cumple con su voluntad y se expresa en contra de
Hipólito, al cual –indirectamente- le provoca la muerte.
La existencia humana resulta un entramado cruzado
de fuerzas divinas contrarias de atracción y rechazo que
tienen como centro de gravedad la vida de cada uno de los
protagonistas.
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El príncipe Hipólito, por su parte, es hijo fiel y
honesto, consigo mismo, con la reina Fedra y con el rey Teseo.
No hace daño a ninguno. Incluso protege a la reina, no
revelando sus intenciones. Es el arquetipo de la fidelidad. La
reina Fedra, en cambio, aunque sintiéndose culpable, hubiera
optado por la infidelidad, si la ocasión favorable y el
príncipe Hipólito así lo hubieran permitido. El joven es el
arquetipo de la castidad en medio de un escenario plagado de
tentaciones, tanto divinas -como el amor de Afrodita- y
humanas, el amor de Fedra.
La cultura griega en la Antigüedad no tenía gran
estima de la castidad. Por lo cual el príncipe Hipólito se
constituyó en un héroe debido a la relación con su padre. Su
castidad, en el marco de las costumbres griegas, era
considerada una actitud extrema, lo que los griegos llamaban
un pecado de desmesura, aquello que pasa el límite de lo
convencional, lo prescripto y lo sensato. Resulta curioso que
aquello que la cultura cristiana considera una virtud; la
cultura griega antigua lo ponderaba un pecado.
Lo que es una virtud, muchos lo pueden considerar
un pecado o viceversa. Nadie llega verdaderamente a las más
profundas motivaciones e intenciones de un corazón. Éstas se
pueden interpretar, desde afuera, de una manera muy diversa.
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En el vínculo del rey Teseo y el príncipe Hipólito
queda mostrado la conflictiva relación que suele existir entre
padre e hijo. El final reconciliador reconstituye el vínculo y
los malos entendidos. No obstante, hay -de parte del padre- un
severo castigo para con el hijo: el destierro. El progenitor,
al final, termina siendo el más castigado, tanto por la
revelación de la verdad como por la muerte de su hijo, de
algún modo, provocada por él mismo.
El binomio “Teseo-Hipólito” nos hace considerar el
arquetipo vincular “padre e hijo” que nos rige, de muchas
maneras a lo largo de la vida. La psicología sabe que cuando
somos niños integramos inconscientemente el arquetipo de
nuestros padres y muchas de sus conductas. Es por eso que en
reiteradas ocasiones, aunque conscientemente lo detestemos,
actuamos como nuestros padres, identificándonos con ellos en
nuestra forma de ser y proceder. Incluso asimilamos lo que no
nos agrada de ellos.
Incorporamos lo bueno y lo malo de sus hábitos.
Tal es el “síndrome del amor negativo”: la adopción de
conductas, estados de ánimo, características y mensajes
negativos, abiertos o encubiertos, de nuestros padres.
Ciertamente esta es una conducta programada, compulsiva e
inconsciente.
En la infancia, imitamos conscientemente a
nuestros progenitores. Lo hacemos con la esperanza de que
ellos nos acepten y nos amen. Incluso, también para
castigarlos -inconscientemente- por aquello que no nos gusta
de ellos. Es como una reacción de venganza que tenemos para
que ellos se vean reflejados en nuestro propio espejo.
Expresamos así nuestra disconformidad por sus limitaciones y
errores, los hacemos sentir avergonzados. Este impulso
emocional oculto se manifiesta siempre en alguna forma de
comportamiento destructivo o agresivo.
Una vez adultos podemos, conscientemente,
desembarazamos de esa programación negativa, educándonos en la
capacidad para elegir la conducta adecuada. El síndrome de
amor negativo es una compulsión que debilita la capacidad
madura del amor verdadero. Resulta una identificación malsana
con los padres, donde los comportamientos y rasgos negativos
adoptados, que no son innatos ni genéticos, mediante la toma
de conciencia y la voluntad, se pueden re-educar.
.
Por su parte, el otro binomio, el de “HipólitoFedra” plantea la cuestión de la fidelidad. Hipólito es fiel a
sí mismo y a sus convicciones, incluso cuando todos lo ven
como alguien que vive a contra corriente y hasta las últimas
consecuencias, su coherencia. Su castidad no era una
represión. La vivió integradamente. Además, es caritativo con
Fedra, al no delatarla, lo cual constituyó una manera
implícita de perdonarla.
Con su padre es coherente, expresando su
sentimiento filial hasta el final, perdonándolo a pesar de su
desconfianza y de haberlo desterrado deshonrosamente.
Incluso es fiel, hasta último momento, con su
diosa preferida, la virgen Artemisa, la cual se presenta en la
agonía del joven para alentarlo, consolarlo y asistirlo.
Hipólito es uno de los pocos mortales que tiene la asistencia
de un dios, en su último trance. La escena, aunque muy
distinta, trae a la memoria aquél pasaje cuando Jesús consuela
al buen ladrón, mientras los dos agonizan en el mismo
suplicio, prometiéndole que estarán juntos en el Paraíso (cf.
Lc 23,43). Mientras que Jesús, en su agonía de Getsemaní, no
tuvo consuelo humano alguno, Él –compasivamente- da esperanza
a su compañero de martirio. Hasta el final, Jesús acaricia el
alma de los que sufren, padeciendo también Él. En la Cruz,
abraza universalmente a todos.
……………………………………………………………………………………………………………….
Por su parte Fedra plantea el debate de la
fidelidad matrimonial. Si bien ella no llega a ser infiel, sin
embargo, la actuación de su más ardiente deseo hubiera
provocado infidelidad. El conflicto ético del tabú del incesto
se plantea, aunque no llega a consumarse. La historia de Fedra
presenta la infidelidad desde el lado femenino ya que, en
muchas otras historias de mitos, la infidelidad se ve desde el
lado masculino.
Hoy la infidelidad no es una cuestión de género.
No sólo vivimos en una cultura hedonista que estimula el
placer sino que, además, se promociona una cultura de la
infidelidad como un acto osado de valentía.
Ciertamente el binomio “Teseo-Hipólito” -arquetipo
vincular de “padre e hijo”- y el binomio “Hipólito- Fedra”
nos presentan la cuestión de la fidelidad e infidelidad, lo
permitido y lo prohibido, lo esponsal y lo incestuoso. Ambos
binomios –“Teseo-Hipólito” e “Hipólito- Fedra”- forman los
distintos lados del triángulo. Sería interesante analizar,
además, las otras posibles combinaciones de binomios, tales
como “Teseo e Hipólita”; “Teseo y Ariadna”, “la diosa Artemisa
y la diosa Afrodita”, “el dios Poseidón y Teseo” etc. Todas
estas combinaciones -y otras posibles- son los diversos lados
que nos presenta el mito para pensar en la estructura compleja
de sus arquetipos.
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Fedra es el arquetipo de la pasión prohibida. Utiliza su
astucia de mujer y la jugada le sale mal. De alguna forma es
víctima del despecho de la diosa Afrodita que, vengativa, no
soporta que nadie la rechace. Hipólito es el arquetipo extremo
y opuesto al de la diosa Afrodita, representa la castidad y la
moderación. La diosa Afrodita encarna la concupiscencia, la
lujuria, la sensualidad, la pasión desenfrenada y el placer
carnal.
Fedra es el arquetipo que nos enfrenta a lo
prohibido, la culpa, la debilidad del espíritu y la astucia.
Ella sufre sus contradicciones interiores. Se mueve entre el
“deber ser” de su rol de madrasta y el deseo de ser amante de
su hijastro. Ella ansía, lamenta, disfruta, desea, ama, odia,
teme, se rinde frente a lo inevitable, culpabiliza al
inocente, se arrepiente y se equivoca al quitarse la vida.
Fedra malinterpreta el amor. Confunde la pasión y
el deseo con el amor, el cual es ciertamente pasión y deseo
pero, también, es mucho más que eso. Además se equivoca con
Hipólito.
Por su parte, Teseo se equivoca con Fedra, al
creer en la versión de los hechos que presenta la reina y se
equivoca con Hipólito al desconfiar de él, desterrarlo y
exponerlo a la muerte.
La narración de este mito pareciera desenvolverse
en una trenza enmarañada de equivocaciones. Hasta los dioses
se equivocan, tanto la diosa Afrodita como el dios Poseidón.
En esta historia, los verdaderos protagonistas son aquellos
que no se mencionan, ni aparecen nunca. Eros y Tánatos, las
dos fuerzas primordiales del corazón humano, el amor y la
muere, unidos finalmente en el destino de Fedra y de Hipólito.
Eros y Tánatos son también personificaciones divinas del amor
sensual y de la muerte. Siempre, sumidos en el devenir del
tiempo, están en permanente conflicto buscando poder alcanzar
la superación uno del otro y la trascendencia de cada uno en
la eternidad. Las equivocaciones son los principales
aprendizajes de esta historia.
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En la actualidad se habla del “complejo de Fedra”
para hacer referencia a esa tendencia cultural que se
manifiesta de relaciones entre mujeres mayores que formalizan
pareja con varones mucho más jóvenes que ellas.
Aquí se
plantean algunos debates culturales, generacionales, de género
y los diversos condicionamientos de edad o de clase social
que, para algunos, actúan de tabú y para otros no lo son
tanto.
El arquetipo de Fedra, por lo visto, nos sumerge
en el abismo psicológico, emotivo y espiritual del conflicto
femenino en su identidad más profunda y del cuestionamiento de
roles que suscita: madre, esposa y amante. La mujer es un
misterio complejo de permanente tensión entre el deseo y el
rol, entre lo que debe, lo que puede y lo que quiere.
La mujer es el primer ámbito que habita cualquier
ser humano que viene a este mundo. Nuestro primer mundo es el
seno, límpido y acuoso en que nos acuna toda mujer. La primera
canción de cuna que escuchamos es la voz de una mujer.
4. Amor y perdón
Fedra es el arquetipo que muestra el lado más
sufrido y apasionado de un amor imposible y paradójico. Sólo
en su fantasía soñó que fuera posible. El deseo, en ella, tuvo
un costado perturbador, complejo y torturante. La fue matando
de a poco, en una confusión que la terminó por desquiciar.
En la Antigüedad, esta clase de amor devorador y
paranoico era considerado malsano, una cierta enfermedad
posesiva, celosa y persecutoria. De alguna forma, aunque no se
llegue a intensidades de insanidad, por el motivo que fuere,
todo enamoramiento -a aquellos que lo disfrutan y lo padecenlos pone en el entrecruce peligroso de los límites. De algún
modo los enajena. los saca más allá de sí mismos. los hace
vivir pendientes de otro.
En la Biblia, en el Libro del Cantar de los
Cantares, la esposa dice estar “enferma de amor” (2,6)
aludiendo al fervor y al furor de esta experiencia que toma
cuerpo, alma, ánimo, pasiones, afectos, emociones,
sentimientos y relaciones. Nada escapa de su influjo. Todo lo
toca y lo cambia.
En la Biblia aparece una situación similar a la
vivida por Fedra en el libro del Génesis, en la historia de
José, hijo de Jacob, patriarca de Israel. José, por ser el
predilecto de su padre y a quien Dios le concedió el don de
interpretar sueños, despertó la envidia de sus hermanos, los
cuales lo vendieron a unos extranjeros que lo llevaron a
Egipto donde Putifar, ministro del Faraón, lo compró para que
sea criado de su casa. José ganó su confianza y, al tiempo,
fue nombrado administrador.
Putifar, a su vez, era un alto funcionario del
Faraón. La mujer de Putifar en ausencia de su marido mientras
éste trabajaba en los asuntos del Faraón, un día intentó
seducir a José (cf. Gn 39, 6b-12). El joven rehusó una y otra
vez. En una ocasión, ella lo tomó y en el forcejo, lo tironeó
de su ropa. Él, dejándole parte de su atuendo en la mano,
salió huyendo. José se sentía un hombre libre y no un siervo
que se doblegaba a los deseos de su dueña. Ella, al sentirse
despreciada y teniendo en su poder parte de la ropa de aquél
que no había consentido a sus deseos, tramó una venganza.
Gritó fuertemente, llamando a todos los siervos de
la casa y acusó públicamente a José de querer sobrepasarse con
ella. La prueba era la túnica que había retenido del atrevido
siervo. Esta versión fue la que contó a su marido, el cual
puso a José en la cárcel, en el sitio donde estaban los
detenidos del rey, un lugar reservado para los grandes
administradores del reino considerado traidores y caídos en
desgracia. Los infortunados podían conseguir el favor del
Faraón si eran perdonados.
Ciertamente la mujer de Putifar era astuta. Logró
convencer, con sus mentiras, a los siervos de la casa y a su
marido. A José no se le concedió la palabra. La venganza de la
mujer que lo acusó por despecho sirvió, no sólo para destacar
la fidelidad de José, sino también para manifestar la
providencia de Dios que lo protegió en la cárcel e hizo que el
mismo Faraón, debido a su capacidad para interpretar sueños,
un don que Dios le había dado, lo consultara en la cárcel.
El Faraón, agradecido por el servicio prestado por
José al interpretar sus sueños, no sólo lo sacó de la prisión
sino que lo hizo administrador de todo Egipto, dándole como
esposa a una mujer con la que tuvo dos hijos que luego fueron
patriarcas y jefes de las tribus más importantes del antiguo
Israel.
……………………………………………………………………………………………………………….
Vemos entre Fedra y la esposa de Putifar, al igual
que entre José e Hipólito, actitudes semejantes. El desenlace
en la historia bíblica es más feliz y menos trágica que la
narración del mito griego. También las motivaciones por la que
Hipólito y José no acceden a la propuesta de infidelidad son
distintas. Además, en el mito griego está siempre presente la
idea del incesto, aunque estrictamente no son madre e hijo;
sin embargo, la condición de madrasta e hijastro, los pone muy
próximo a los límites del tabú. No obstante, a pesar de estas
diferencias, las historias son bastante similares.
La Biblia también se encarga, en otras partes, de
denostar el tabú del incesto (cf. Lv 18, 6-18) aunque hay
algunas historias que narran relaciones incestuosas (cf Gn
20,12; 19,8). En el Nuevo Testamento, el Apóstol San Pablo, le
escribe a la comunidad cristiana de la ciudad griega de
Corinto, en donde se había dado un caso de incesto, con
términos duros. Narra el caso de un hombre que convive con la
mujer de su padre. El Apóstol denuncia vigorosamente este
hecho. El texto dice: “es cosa pública que se cometen entre
ustedes actos deshonestos como no se encuentran ni siquiera
entre los paganos, ¡a tal extremo que uno convive con la mujer
de su padre! ¡Y todavía se enorgullecen, en lugar de estar de
duelo para que se expulse al que cometió esa acción! ¡No es
como para gloriarse! ¿No saben que un poco de levadura hace
fermentar toda la masa?” (1 Co 5, 1-2.6).
También en la misma carta el Apóstol alaba a los
que permanecen vírgenes (cf 7, 32-34) y a los que viven
castamente sus relaciones esponsales (cf. 7,9-16), incluso su
soltería o viudez (cf. 7,8). Está claro que para San Pablo la
castidad es una virtud que debe ser vivida en todas las
relaciones, más allá de la condición o de la vocación de cada
uno.
La virginidad y el celibato es un valor que nace
originalmente del Evangelio de Jesús. La cultura griega e
incluso la judía no la tenían en alta estima. Es un valor
típicamente cristiano. Es un “invento” de Jesús que todavía
hoy es bastante discutido y no por todos aceptado (cf. Mt
19,12).
……………………………………………………………………………………………………………….
Estas reflexiones no sólo nos hacen considerar
temáticas tan complejas en lo psicológico y en lo ético como
el incesto y la infidelidad, por un lado y la virginidad y la
castidad, por otro, sino que -en última instancia- nos
proponen meditar sobre el valor de un amor maduro y sano,
tanto en las relaciones de pareja como en los vínculos
parentales y filiales.
El príncipe Hipólito aparece como un hijo fiel y
obediente a su padre hasta el sacrificio del destierro y la
muerte. Él no era culpable de la situación sino víctima. No
delata a la acosadora madrasta. Perdona a su padre cuando
éste, arrepentido, conoce toda la verdad, aunque ya era muy
tarde y la muerte imponía la escasez y brevedad del tiempo
disponible para ambos.
En la Biblia existe el mandato de honrar al padre
y a la madre. El cuarto Mandamiento es el amor filial (cf. Ex
20,12; Dt 5,6; Pr 17,6; 30,11; Ef 6,2-3). Esta honra que
debemos a nuestros padres es una virtud de devoción, respeto,
honor y dignidad. Jesús, durante su infancia y adolescencia,
vivía sujeto a sus padres (cf. Lc 2,51). Además, el Nuevo
Testamento muestra a Jesús como el Hijo preferido, el
predilecto (cf. Mc 2,16), el amado (cf. 1,11), el único, el
primogénito y el unigénito (cf. Jn 1,14; 3,16; 1 Jn 4,9): el
Hijo por antonomasia (cf. Mc 13,32), el que revela a Dios, el
Padre (cf. Jn 1,18).
Ser hijo es la identidad más profunda de Jesús.
Eso es lo que lo constituye en Persona divina. En el misterio
de Dios, la filiación manifiesta la condición divino-humana de
Jesús.
Él es también el Hijo que, por obediencia, se
sacrifica amando a Dios, su Padre, convirtiéndose en verdadero
justo e inocente sufriente. Al igual que el príncipe Hipólito
e infinitamente más que él, los dos se muestran hijos
coherentes con sus padres, hasta el final, incluso en el
martirio. De la muerte nace el perdón. La reconciliación -con
los otros- es fruto del amor entre ellos, padre e hijo.
En el príncipe Hipólito, la reconciliación con el
rey Teseo produce el perdón para la reina Fedra. En Jesús, el
perdón llega a todos. No sólo el príncipe Hipólito es modelo
de fidelidad consigo mismo y con los demás sino que Jesús ha
sido también absolutamente coherente hasta el final. La Biblia
lo llama el “Amén” de Dios (cf. 1 Co 1,19), el que cumplió
todo a la perfección, hasta lo último (cf. Ap 3,14). Él es el
Dios del Amén (cf. Is 65,16).
Jesús, a su vez, exige de sus discípulos que todas
las otras relaciones, incluso los vínculos parentales y
filiales, queden supeditados a su exclusividad, tal como
afirma en el Evangelio cuando dice: “quien ama a su padre o a
su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su
hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,37).
Esta exigencia habla de la radicalidad que implica el
seguimiento a Jesús. No significa que no deba amarse a los
padres o a los hijos, al contrario, sino que el vínculo
exclusivo con el Señor otorga una nueva dimensión y sentido a
esos amores entrañables. En aquél que es el Hijo por
excelencia, el vínculo padre e hijo queda dimensionado de una
manera nueva y distinta, desde una perspectiva trascendente ya
que es el Hijo único de Dios y -como tal- exige un seguimiento
absoluto en el que todos los otros vínculos y amores queden
centrados inclusivamente en él. No es que se desplacen sino
que son redireccionados desde un nuevo centro de gravedad
relacional.
Tanto los mitos griegos, al igual que la Biblia,
nos sumergen en el complejo y fascinante mundo de los vínculos
humanos en sus distintos roles: padre, madre, hijo, esposos.
Frases para pensar.
1.
“A menudo la existencia, el amor y el tiempo se
vuelven intricados laberintos en los que nos perdemos, sin
escapatoria posible”.
2.
“El amor y las pasiones son un laberinto. Quien entra
en los intrincados vericuetos del amor, siempre queda
perdido”.
3.
“Hay purezas que se llenan de jactancia por sus
propios logros como si la inocencia fuera el duro trabajo de
meros rechazos. El orgullo de los que enaltecen su castidad,
mirando a los otros altivamente, provoca el desprecio”.
4.
“Hay a veces una cierta petulancia de la pureza que es
más grave que la fragilidad de quien se siente dominado por el
placer y no puede rechazar la pasión”.
5.
“En ciertas ocasiones, el amor se manifiesta como una
enfermedad que enceguece y atolondra, agita el pulso y las
pulsiones, la respiración y los latidos. Es punzante y
doloroso. Su necesidad y demanda son continuas. El amor es
placer doloroso y sufrimiento deleitable”.
6.
“Muchos confunden amor con pasión y placer. Hay amores
que no son apasionados o que su pasión se ha apaciguado y eso
no significa que se acabó. Tampoco provocan un continuo
placer. Muchas veces no hay demasiado placer cuando se ama
verdaderamente”.
7.
“No hay nada mejor que terminar la vida, estando en
paz y perdonando todo y a todos. Es preciso perdonar muchas
veces en la vida y en la muerte, aún más. Hay que liberarse de
toda carga y peso mientras haya tiempo”.
8.
“Es preciso purificarse y limpiarse. El perdón
reconstituye y sana con la limpieza de la verdad”.
[1] Francisco Álvarez Hidalgo,
de 1999.
Fedra, Winnipeg, 21 de octubre
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