Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Capítulo III: La Europa liberal y romántica. Por Octavio Ruiz Manjón. Introducción La Europa en la que se inicia el reinado de Isabel II es la que se conoce en la historiografía, especialmente en la francesa, como la Europa de la Restauración, palabra que en España se reserva al período de la vuelta de la dinastía Borbón, a partir de finales de 1874 y después de las agitaciones del Sexenio democrático que se había iniciado con la revolución de 1868. En el caso europeo, el término «Restauración» alude a la vuelta al poder de las dinastías legítimas que habían gobernado en algunos estados antes de que la Revolución francesa y, sobre todo, antes de que Napoleón pusieran patas arriba el mapa de Europa. En todo caso, los monarcas restaurados tras la derrota napoleónica en Waterloo1 casi nunca trataron de volver completamente al estado de cosas que existía antes de 1792, sino que buscaron fórmulas de compromiso para ejercer la plenitud de la soberanía a la vez que trataban de respetar algunos elementos del liberalismo revolucionario, como podían ser ciertos derechos individuales y el reconocimiento de alguna forma de representación de los sectores más favorecidos de la sociedad. Al buscar ese compromiso, las autoridades mantenían un ojo avizor frente a la posibilidad de resurrección del espectro revolucionario y, a comienzos de los años treinta, seguían decididos a intervenir en cualquier país que estuviera a punto de precipitarse por la vía revolucionaria. El alma de esa política sería el canciller austríaco Metternich, que se ha convertido también en la figura epónima del período que se extiende entre 1814 y 1848. Fueron también aquellos años de notables transformaciones en el plano económico y social. El proceso de maquinización de las actividades industriales —lo que conocemos como primera Revolución Industrial— aceleró su ritmo y se benefició considerablemente de los avances que se produjeron en el mundo de los transportes. La aplicación de la máquina de vapor (Watt, 1774) a la técnica de deslizamiento sobre raíles hizo posible que, el 15 de septiembre de 1830, unas locomotoras (Stephenson, 1814) realizaran el primer trayecto ferroviario entre Manchester y Liverpool, que fue acompañado, lamentablemente, del primer atropello mortal de la historia del 1 No se pierda de vista que, como ha subrayado Jacques Barzun (Del amanecer a la decadencia. 500 años de vida cultural en Occidente [De 1500 a nuestros días], Taurus, Madrid, 2001 (1.a ed. 2000), p. 718), Waterloo fue una batalla curiosa en la que todos saben quién perdió, pero no son muchos los que saben cómo se llamaban los generales vencedores. Es un indicio claro de la robustez del modelo napoleónico. www.almendron.com Página 1 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II ferrocarril. El ser humano tendría que aprender, a partir de ese momento, a tomar precauciones frente a objetos que se desplazaban a una velocidad hasta entonces nunca vista: 55 kilómetros por hora. Pocos meses después del destronamiento de Isabel II, en un lugar de Utah (EE.UU.) que se llamaba Promontory Summit, se unieron los raíles que permitirían la comunicación directa entra las costas americanas del Atlántico y del Pacífico (10 de mayo de 1869). El ferrocarril estaba ya en condiciones de unificar los continentes. Y no sólo aumentó la velocidad del transporte de mercancías y seres vivos. La invención del telégrafo por Samuel F. B. Morse, a mediados de 1844, permitió la transmisión de noticias —sobre todo las cotizaciones de productos valiosos— a gran velocidad, y el cable submarino que permitía la comunicación entre Europa y América empezó a funcionar en agosto de 1858, entre la reina Victoria y el presidente norteamericano James Buchanan. El servicio telegráfico a través del continente americano estaba ya disponible en octubre de 1861. Los jinetes de Pony Express y de Wells & Fargo podrían sentarse debajo de un árbol y dejar descansar a los sufridos caballos en cuanto se hizo manifiesta la competencia combinada del ferrocarril y el telégrafo. A mediados del siglo XIX, que era también la época de la mitad del reinado de Isabel II, Europa había experimentado asimismo un fuerte incremento de su población, especialmente acusado en el Reino Unido, que parecía adelantarse al continente europeo en el tránsito hacia una demografía moderna caracterizada por unos índices de crecimiento estables y superiores al uno por ciento anual. Francia, con más de treinta y cinco millones de habitantes, seguía siendo la gran potencia demográfica europea, pero llamaba mucho la atención que Inglaterra, Gales y Escocia hubieran doblado su población durante esa primera mitad el siglo, hasta superar ampliamente los veinte millones de habitantes2. España, con unos índices de crecimiento anual muy bajos, había pasado en ese mismo período de once a quince millones de habitantes, a pesar de que había estado expuesta a todos los factores tradicionales (epidemias, carestías...) que afectaban el crecimiento demográfico. En las ciudades se vive mejor Uno de los aspectos más característicos de este proceso de transformación demográfica fue el acusado incremento de la población de las ciudades, que estaba relacionado con una tendencia, ya claramente perceptible en el Reino Unido y que sólo apuntaba en el continente, de disminución de la población activa dedicada a la agricultura, a la vez que empezaba a crecer la que trabajaba en la industria y en el 2 Gildea, R., Barricades and Borders. Europe, 1800-1914, Oxford University Press, 1991 (1.a ed. 1987), p. 4, posiblemente, aunque no se indica, a partir de los cálculos estadísticos de B. R. Mitchell. www.almendron.com Página 2 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II sector de los servicios. A mediados del siglo, uno de cada cinco británicos vivía en ciudades de más de cien mil habitantes, aunque esa relación era sólo de uno a veinte en Francia, por más que esto supusiera casi doblar la proporción de los franceses que vivían en ciudades a comienzos de siglo. Hasta finales del XIX, los índices de crecimiento de la población urbana francesa fueron seis veces superiores a los del crecimiento total de su población. También en España creció significativamente la población de las mayores ciudades aunque, de acuerdo con los cálculos de David Reher, los españoles que vivían en poblaciones de más de diez mil habitantes sólo supusieran algo menos del quince por ciento del total de la población española durante la primera mitad de siglo. París se acercaba a los ochocientos mil habitantes en 1830, lo que significaba que su población se había acrecentado en un cincuenta por ciento desde comienzos de siglo. A mediados del mismo se acercaba al millón trescientos mil y, por la época del destronamiento de Isabel II, superaba el millón ochocientos mil habitantes. Sin embargo, a comienzos de los años cincuenta no era todavía la Ciudad Luz, a la que acudirían visitantes desde todos los rincones de Europa en la segunda mitad del siglo XIX, y los grandes programas urbanísticos estaban aún por desarrollar. Londres, con casi un millón de habitantes a comienzos del siglo XIX, era la gran capital del mundo pero nunca sería una gran ciudad ornamental, con grandes proyectos urbanísticos encaminados a deslumbrar a los visitantes, sino la plasmación de un gran centro comercial que debía atender al único gran imperio colonial existente después de las guerras contra Napoleón, y el gran foco distribuidor de los productos de su naciente industria. A mediados de aquel siglo superaba ampliamente el millón y medio de habitantes y, durante toda esa centuria, mantendrá unos índices de crecimiento muy superiores a los del total de su población, especialmente en la llamada área del Gran Londres. El más espectacular de los casos era el de Berlín que, con una población que no llegaba a los doscientos mil habitantes hacia 1800, había superado ya el millón de habitantes cuando, en 1870, se culminó el proceso de la unificación alemana y se constituyó el segundo Imperio alemán3. Era, en buena medida, una ciudad nueva y sus avenidas, museos y conjuntos monumentales constituían un programa de ensalzamiento a la monarquía prusiana que había hecho posible aquellos espectaculares logros políticos y sociales. Nada de eso existía en España, donde Madrid y Barcelona superaban con dificultades los doscientos mil habitantes a mediados de siglo, y ambas ciudades dependían acusadamente de la migración interior para compensar unas débiles tasas 3 Cfr. Bairoch, P., De Jericho a Mexico. Villes et economie dans l'histoire, París, Gallimard, 1985; y Pinol, J.L., Le monde des villes au XIX siècle, París, Hachette, 1991. www.almendron.com Página 3 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II de crecimiento. La acumulación de inmigrantes en estas ciudades generó una estratificación social vertical en la que personas de diversos grupos sociales convivían en un mismo edificio, de manera que vivir en los pisos más altos significaba, inversamente, un descenso en la escala social. Por eso el amigo Manso que nos presenta Galdós en la novela (1882) que dedica al personaje, y que refleja el clima político de los años iniciales de la restauración canovista, vivía en un tercero de la calle del Espíritu Santo, mientras que la viuda rica que lo protegía lo hacía en el principal izquierda, que por eso se denominaba así. Aumentan los estudiantes El que hubiera cada vez más personas que vivían en ciudades coincidió —en un proceso de interacción que sería complejo de pormenorizar— con la transformación de la vida en las ciudades, que se dotaron paulatinamente de servicios dedicados a satisfacer las necesidades tanto materiales como espirituales. Mejoraron, por aludir a necesidades básicas, los servicios de abastecimiento, transporte o saneamiento; de la misma manera que lo hicieron los medios de información, los espacios de diversión y ocio o las instituciones dedicadas a la educación y a la difusión cultural. Las tiradas de los libros se multiplicaron en el mundo alemán y británico, aparte de que se suscitó un nuevo género de lectores a través de los folletines de los periódicos. Una de las más conocidas novelas de Dickens, Los papeles póstumos del club Pickwick, que se publicó como folletín mensual a partir de 1836, atrajo a más de cuarenta mil lectores en cada una de sus entregas. También se popularizó la música, que vio la creación de orfeones y de salas de música especializadas, como la Sociedad de los Amigos de la Música de Viena que se organizó a partir de 1846. Fueron los años de origen de los famosos Proms (Promenade Concerts) londinenses, que seguían un modelo parisino, y del éxito clamoroso del primer Johann Strauss. También era popular el teatro, en donde la persistencia del gusto romántico había sido el instrumento de la denuncia a los regímenes absolutistas de la Restauración. La profunda reforma del modelo educativo, junto con el empuje demográfico antes citado, habrían de resultar decisivos en la maduración de algún nuevo Estado-nación, como fue el caso de la Alemania que vería la luz después de su victoria militar sobre Francia en 1870. Fue un proceso que puede decirse que tuvo su origen con la derrota prusiana ante Napoleón, en 1806, que provocó una profunda conmoción en los ambientes cultos y movió a personajes, como Guillermo Humboldt, a poner en las reformas educativas la esperanza de la recuperación de todo un pueblo. Aunque concebidas inicialmente a favor de los sectores más privilegiados de la sociedad, estas reformas terminarían por llegar cada vez a más personas. Los gymnasien alemanes o www.almendron.com Página 4 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II los lycées creados por Napoleón en Francia son los mejores frutos de esta renovación pedagógica. A mediados del siglo Alemania contaba con un estudiante de enseñanza media por cada doscientos cincuenta habitantes, y un estudiante universitario por cada mil quinientos. Francia se le acercaba algo en la proporción de universitarios, pero la cifra descendía a la mitad en la enseñanza media, un ámbito decisivo para la formación de ciudadanos que integraran los cuadros medios de la sociedad. El Reino Unido, por su parte, tenía la quinta parte de la proporción de alumnos de secundaria que había en Alemania, y la cuarta parte de universitarios, en un claro contraste entre las modificaciones económicas y demográficas que se habían producido en la isla y los niveles de educación de su población4. Tal vez las nuevas oportunidades del mercado de trabajo restaban efectivos a la población estudiantil en todos sus niveles. En España, un país que había comenzado el siglo con el noventa y cinco por ciento de su población analfabeta, las cifras de escolarización en secundaria quedaban muy lejos de las ofrecidas por Alemania pero, en cuanto a la proporción de estudiantes con respecto a la población total, era muy similar a la de Francia: un estudiante de enseñanza media por cada 593 españoles, mientras que en Francia había un estudiante por cada 570 personas5. La situación, sin embargo, era mucho mejor que en Italia, donde había un estudiante de enseñanza secundaria por cada 1.058 habitantes y, como ya se ha dicho, que en Inglaterra, donde esa relación se elevaba hasta 1.300. La relación española entre población total y número de estudiantes universitarios resultaba todavía más sorprendente porque arrojaba una cifra ligeramente menor que la de Alemania (1.300 España; 1.500 Alemania), lo cual habría estado muy bien si los centros universitarios de ambas naciones hubieran tenido la misma calidad científica y académica, que no era el caso. El dominio casi absoluto de los estudiantes de medicina y derecho, junto con la escasa atención a las ciencias que se manifestaban en el caso español, apuntaban hacia una docencia universitaria de carácter rutinario y escasamente comprometida con la modernización del país. El incremento de la alfabetización y el aumento de individuos que alcanzaban los diversos niveles educativos estaban en relación con la creciente urbanización de la sociedad y de la aparición de unas clases medias que iban a protagonizar un proceso de socialización que habría de tener profundas consecuencias. No fue despreciable, en 4 Gildea, R., Barricades and Borders. Europe, 1800-1914, Oxford University Press, 1991 (1.a ed. 1987), pp. 167 y 245. 5 Rueda, G., «Enseñanza y analfabetismo (siglo XIX)», en Suárez Cortina, M. (ed.), La cultura española en la Restauración, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 1999, pp. 15-59, especialmente pp. 28 y 34, que obtiene la cifra de estudiantes en los Anuarios Estadísticos. www.almendron.com Página 5 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II ese sentido, la popularización de los juegos y actividades deportivas, que llevaron a G. M. Trevelyan, un historiador inglés, a afirmar que si la nobleza francesa hubiera buscado tiempo para jugar al cricket con sus campesinos, los chateaux nobiliarios no hubieran ardido jamás6. La democratización de la caza, las luchas de animales y las carreras ce caballo fueron las más comunes manifestaciones de este generalizado gusto por los juegos y los deportes. Victoria: un modelo de reina en un régimen liberal En cualquier caso, esa Europa con elevada proporción de analfabetos era el escenario de los avances del ideario liberal que, pese al fracaso momentáneo del proyecto revolucionario francés de 1789, registraba avances decisivos al comenzar la cuarta década del siglo XIX. En el Reino Unido, el acceso de los liberales (whigs) de lord Grey al poder, a finales de 1830, hizo posible la primera gran reforma electoral y parlamentaria que ayudó a consolidar el sistema político bipartidista británico y abrió un prolongado período de reformas, en el que se demostró que el carácter aristocrático y oligárquico de la vida política de las islas no era impedimento insuperable para reaccionar frente a las demandas populares. En 1833 quedó abolida la esclavitud en las colonias y ese mismo año se intentó, por primera vez, atenuar las condiciones de trabajo en las fábricas. Se fijaba una jornada laboral de quince horas, pero se establecía que los jóvenes (de trece a dieciocho años) no trabajaran más de doce horas> y el límite se rebajaba a nueve horas para los niños de nueve a doce años. En cualquier caso, esta ley no sería cumplida y numerosas leyes sobre el trabajo en las fábricas se sucederían desde la década de los cuarenta hasta finales de siglo. También se regularon las circunstancias de la beneficencia (Nueva ley de pobres, de 1834) y las de la vida municipal (1835), que aumentarían el protagonismo de los ciudadanos frente al predominio tradicional de las oligarquías7. El proceso de las grandes reformas británicas, en todo caso, culminaría durante el gobierno conservador (tory) de Robert Peel, que decidiría, en 1846, la abolición de las leyes proteccionistas de los cereales británicos que se habían adoptado a comienzos de ese mismo siglo. La opción inglesa por el libre-cambismo significaba la apuesta por una economía basada en la industria y en las exportaciones de sus productos, frente a la protección de los tradicionales intereses agrarios. El escenario inicial del despliegue de esa nueva economía sería un imperio colonial que se 6 Gildea, R., Barricades and Borders. Europe, 1800-1914, Oxford University Press, 1991 (1.a ed. 1987), p. 115, que cita a Carr, J.L., Dictinary of extraordinary Cricketers, Londres, 1983. 7 McCord, N., British History, 1815-1906, Oxford, Oxford University Press, 1991, pp. 200-202. www.almendron.com Página 6 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II articulaba sobre las extensas posesiones de Canadá y de la India, y en el control de enclaves estratégicos que aseguraran la buena comunicación con esas colonias. Por otra parte, la vida política británica empezó a experimentar un profundo cambio con el acceso al trono de la reina Victoria en 1837. Once años mayor que Isabel II, empezó a reinar seis años antes que la reina española y demostró, desde los inicios del reinado, un carácter terco que no contribuyó excesivamente a consolidar el prestigio de la monarquía británica, que andaba ya por los suelos con la locura de Jorge III y las extravagancias de sus hijos, Jorge IV y Guillermo IV 8. Victoria, sobrina de ambos, comenzó a reinar con dieciocho años y, en los momentos iniciales de su reinado, estableció unas relaciones difíciles con alguno de sus primeros ministros, como sería el caso del conservador Robert Peel. En febrero de 1840 la joven reina se casaría con el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha 9, un primo suyo tres meses más joven que ella, del que se había prendado locamente en dos visitas que el príncipe alemán le había hecho en 1836 y 1839. El matrimonio tuvo nueve hijos entre 1841 y 1857 y, gracias a los enlaces de esos hijos con otras dinastías extranjeras, la reina se convertiría en abuela de buena parte de los monarcas reinantes en Europa a comienzos del siglo XX. En 1901, junto a su lecho de muerte se congregarían, junto al príncipe de Gales, el emperador Guillermo II de Alemania, nieto de la soberana inglesa, y el zar Nicolás II de Rusia, casado con una nieta. Y, pocos años más tarde, el rey de España, Alfonso XIII, también se casaría con una nieta de la reina Victoria, Ena de Battenberg. Lamentablemente, las princesas descendientes de Victoria que participaron en aquellas uniones matrimoniales trasladaron también la hemofilia a varias casas reales europeas, entre ellas la española. El matrimonio de Victoria y Alberto desplegó algunas iniciativas culturales que afectaron a la fisonomía urbana de Londres, al que dotaron de algunas instituciones emblemáticas de la vida cultural londinense. La más espectacular de todas fue la Gran Exposición de 1851, que abrió sus puertas en el sur de la capital a primeros de mayo. Fue la primera de una larga serie de grandes exposiciones, y se convirtió en un canto a los éxitos de la técnica y al esplendor del Reino Unido, que congregó a medio millón de personas en el día de su inauguración. La naciente red de ferrocarril, que acababa de establecerse, permitió que seis millones de británicos acudieran a Londres para visitar el Crystal Palace, un impresionante diseño de cristal y acero realizado en nueve 8 Cannadine, D., «Contexto, representación y significado del ritual: la Monarquía británica y la invención de la tradición», en Hobsbawm, E., y T. Ranger (eds), La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2002 (1ª ed. 1983), pp. 107-171, especialmente pp. 122-127. 9 Davies, N., Europe. A History, Oxford, Oxford University Press, 1996, pp. 808-810. www.almendron.com Página 7 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II meses por Joseph Paxton, y compartir esos sentimientos patrióticos10. Pese a los anuncios agoreros de quienes se habían opuesto al proyecto del príncipe, la exposición generó beneficios que permitieron dotar un museo de artes decorativas en Kensington, que más tarde recibiría el nombre de Victoria and Albert Museum, así como el Museo de la Ciencia y el Museo de Historia Natural. El príncipe Alberto, sin embargo, no fue excesivamente popular y durante la guerra de Crimea, de 1854, se le criticó por sus supuestas simpatías hacia los rusos. En todo caso, su muerte en diciembre de 1861, como consecuencia de unas fiebres tifoideas, sumió a la reina en una profunda depresión, alejándola aún más de sus obligaciones políticas, de la que sólo le alivió la relación con John Brown, un sirviente escocés del palacio de Balmoral, que dio pie a que la prensa antimonárquica dirigiera ataques a la reina llamándola «señora Brown» y que se haya llegado incluso a especular con un matrimonio secreto entre ambos. La imagen de abuelita viuda vestida de negro, venerada por sus súbditos, no comenzaría a abrirse paso hasta mediados de los años setenta, cuando el primer ministro, Disraeli, la convenció de la necesidad de asumir sin reticencias sus deberes reales. Su proclamación como emperatriz de la India (1877), así como la conmemoración jubilar de las bodas de oro de Victoria como monarca (1887) y las inmediatas bodas de diamante (1897), añadirían más prestigio a la Monarquía británica y terminarían por consolidar la imagen entrañable de Victoria11. Los franceses cambian de Dinastía También la década de los treinta significó un marcado giro político en la vida francesa. Las jornadas revolucionarias de julio de 1830 provocarían una reforma de la Carta constitucional —en el sentido de desposeerla de su carácter de carta otorgada y colocar en las instituciones parlamentarias el centro de la vida política— y condujeron a una ruptura de la legitimidad dinástica con el acceso al trono de Luis Felipe de Orleans, quien, dado el carácter revolucionario de su acceso a la magistratura monárquica, renunció al título de rey de Francia y se limitó a denominarse «rey de los franceses». La casa de Orleans era una rama menor de la casa de Borbón —eran descendientes directos de Luis XIII— que había mantenido una constante presencia en la vida política francesa pues el segundo duque de Orleans, Felipe, había sido regente de Francia durante la minoridad de Luis XV. El quinto duque, Luis Felipe José, 10 Morgan, K. O. (ed), The Oxford Illustrated History of Britain, Oxford, Oxford University Press, 1989, p. 463. 11 Cannon, J., y R. A. Griffiths, The Oxford Illustrated History of the British Monarchy, Oxford, Oxford University Press, 1988, p. 577. www.almendron.com Página 8 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II simpatizaba con las ideas ilustradas y hubo muchos franceses que situaron en el Palais Royal —la residencia parisina de los Orleans— el corazón de los acontecimientos revolucionarios de la primavera y el verano de 1789. El duque adoptó el nombre revolucionario de Felipe Igualdad y, alineado con los jacobinos, votó con ellos la ejecución de Luis XVI (1793), lo que no le libró de ser conducido a la guillotina en noviembre de ese mismo año. Su hijo mayor, Luis Felipe, había desertado meses antes del ejército francés y había tomado el camino de un exilio muy duro de veinte años, de los que pasó cuatro en los Estados Unidos. Tras la derrota de Napoleón se reconcilió con los Borbones restaurados y recuperó sus posesiones en Francia, a la vez que se labraba el reconocimiento de los sectores liberales del país, de los que surgió su candidatura al trono cuando los acontecimientos revolucionarios de julio hicieron aparecer la amenaza de una República que asustaba a los sectores más conservadores. Como ha sugerido Furet, la instauración de Luis Felipe en el trono francés significaba la vuelta a la situación de mayo de 1789 y el ensayo de la monarquía constitucional que Luis XVI se había negado a aceptar entonces12. También se evocó en aquella ocasión el modelo británico de la revolución de 1688, en la que el enfrentamiento del Parlamento con el rey se resolvió con un cambio dinástico dentro de la misma familia real. La nueva monarquía francesa se deshizo de los círculos aristocráticos que habían impuesto su sello durante los reinados de los anteriores Borbones y apostó por buscar su apoyo en clases burguesas que se convirtieron en las grandes beneficiadas del cambio de régimen. Francia entró, pues, en los años treinta de aquel siglo con una monarquía liberal que había recibido su legitimidad de los representantes de la nación, lo que, a largo plazo, se convertiría en un elemento de fragilidad del nuevo monarca. Este se mantuvo durante muchos años marginado del resto de sus colegas europeos, que le expresaban así su censura por el origen ilegítimo de su reinado, y la situación no se alteró hasta que la reina Victoria de Inglaterra le visitó en septiembre de 1843. Se consolidó entonces una entente cordiale entre las dos naciones liberales que se prolongaría, con breves paréntesis, durante todo el siglo XIX y que se formalizaría en los acuerdos de 1904. También significó un reconocimiento para la dinastía francesa su participación en los proyectos matrimoniales que afectaban a la reina de España, Isabel II, que derivaron en el enlace del quinto hijo de Luis Felipe, el duque de Montpensier, con la infanta Luisa Fernanda, lo que sirvió para situarlo en la línea sucesoria al trono de España, aparte de que nunca dejara de ser la opción de salida en una situación revolucionaria como la que se produciría tras el derrocamiento de Isabel II en 1868. 12 Furet, F., Terminer la Révolution. De Louis XVIII à Jules Ferry (1814-1880), París, Hachette, 1990, p. 113. www.almendron.com Página 9 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Experiencias similares de los vecinos portugueses La instauración de un régimen liberal en España, que se acomete desde el acceso al trono de Isabel II, tiene un curioso paralelismo en la vida política portuguesa, donde también una sucesión femenina se convierte en la ocasión para la lucha entre liberales y absolutistas. La invasión napoleónica obligó en 1808 al regente Juan VI a refugiarse en Brasil, que experimentó el profundo impacto de dejar de ser una colonia para convertirse en sede de la monarquía lusa. A la muerte de la reina María I, en 1816, Juan VI se encontró en una difícil situación a ambos lados del océano. En 1821 se vio obligado a regresar a Portugal para afrontar una revolución liberal que se había producido en Oporto, en estrecho paralelismo con la del general Riego en las Cabezas de San Juan, y que llevaría al establecimiento de la Constitución de 1822. El príncipe Pedro, que quedó como regente en Brasil, proclamó la independencia del reino brasileño en septiembre de 1822, del que pasó a ser emperador constitucional. La reacción absolutista sobrevendría, al igual que en España, en 1823 y fue dirigida también por el otro hijo del rey, el príncipe don Miguel, que sería derrotado y obligado a marchar al exilio, aunque la Constitución sería también derogada y Juan VI siguió gobernando como un rey absoluto de inclinaciones moderadas. La muerte de Juan VI, en 1826, suscitó un problema hereditario ya que su sucesor, el emperador Pedro I de Brasil, no parecía especialmente interesado en dejar las tierras americanas, aparte de que ni brasileños ni portugueses parecían favorecer la unificación de ambas coronas. Esta situación llevó a la inmediata abdicación de don Pedro a favor de su hija María da Gloria, que entonces tenía siete años, a la vez que otorgaba una carta constitucional de carácter acusadamente conservador y establecía que el príncipe don Miguel se hiciera cargo de la regencia del reino y, más adelante, contrajera matrimonio con la nueva reina. Era la misma solución matrimonial que, posteriormente, se intentaría también en España para resolver el pleito dinástico entre isabelinos y carlistas y que, al igual que en España, tampoco funcionaría en Portugal. La regencia del príncipe Miguel se transformó en guerra abierta después de que éste llegase a Portugal y se proclamase rey en julio de 1928, con las simpatías de Fernando VII de España. Reaccionaron los liberales que, desde 1831, estuvieron bajo el mando de Pedro I, que había abdicado el trono de Brasil en su hijo Pedro II, y se dedicó a defender la causa de su hija. Sus tropas ocuparon Oporto y, después de una sorprendente expedición marítima que desembarcó en el Algarve, pudieron ocupar Lisboa a finales de julio de 1833 y los absolutistas terminarían por rendir sus armas en Evora-Monte en mayo de 1834 y María da Gloria pudo comenzar efectivamente su www.almendron.com Página 10 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II reinado tras la muerte de su padre, unos meses después de aquel acuerdo13. El conflicto entre liberales y absolutistas podía considerarse resuelto mientras que en España aún habrían de pasar cinco largos años hasta que se llegase al abrazo de Vergara. La vida política portuguesa se articuló en torno a la tensión entre radicales y moderados que recuerda mucho a la que en España también se dio entre progresistas y moderados, y la reina María II recordaba un poco a su colega española, por su falta de tacto y sus intromisiones en los asuntos políticos14. La cuestión es que cuando se decretó la mayoría de edad de Isabel II de España, y su acceso a las tareas directas de gobierno, tres de las monarquías occidentales europeas que formaban la «Cuádruple alianza» estaban regidas por mujeres, aunque la reina española fuera once años menor que la británica y la portuguesa. En cualquier caso, la coetaneidad de estas tres mujeres no tuvo ningún resultado concreto. Isabel II nunca coincidió personalmente con la reina Victoria, que siempre fue para ella un ejemplo tan lejano como imposible, aunque sabemos que, en 1861, encargó al fotógrafo inglés Clifford que le trajera de Londres una foto de la soberana inglesa15. En cuanto a sus relaciones con doña María da Gloria fueron de estricta buena vecindad, quizás por el dicho inglés de que las verjas hacen buenos vecinos. Los políticos españoles, con todo, nunca dejaron de estar pendientes de los asuntos portugueses y cuando el gobierno portugués (Saldanha) pidió ayuda contra los radicales, en la breve guerra civil de 1847, el gobierno español no dudó en el envío de tropas16. El triunfo de las actitudes románticas Estos cambios dinásticos serían, por lo demás, de escasa relevancia si no hubieran coincidido con esa profunda alteración del estado de ánimo de muchos europeos a la que solemos llamar romanticismo. Los historiadores intelectuales suelen subrayar la extraordinaria complejidad del fenómeno y aun la escasa consistencia de algunos principios básicos que se tienen por indiscutibles al hablar del movimiento, como podría ser la contraposición entre el realismo y el romanticismo17. 13 Mattoso, J. (dir), Historia de Portugal, vol. V: O liberalismo (1807-1890), Lisboa, Estampa, 1993, p. 93. 14 Marques, A. H. de Oliveira, History of Portugal, Nueva York, Columbia U.P., 1976 (1ª ed. 1972), vol. II, p. 69. 15 Rueda, G. Los Borbones. Isabel II, Madrid, Arlanza, 2001, p. 96 16 Marques, A. H. de Oliveira, History of Portugal, Nueva York, Columbia U.P., 1976 (1ª ed. 1972), vol. II, p. 67. 17 Barzun, J., Del amanecer a la decadencia. 500 años de vida cultural en Occidente (De 1500 a nuestros días), Taurus, Madrid, 2001 (1.a ed. 2000), p. 709. www.almendron.com Página 11 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Quienes dan el tono en la vida cultural de los años treinta son los llamados románticos de la tercera generación, distantes del sereno mundo que sugiriera el grupo de Jena, en torno a Schiller, y distintos del radicalismo rupturista de quienes, como Shelley y Byron, abominaban del mundo de la restauración europea y buscaban en la Antigüedad pagana la inspiración frente a quienes, antes de ellos, se habían volcado hacia la cristiandad medieval. Los nuevos románticos tienden a un más inmediato compromiso político y, por los días en que triunfaba en París la revolución que expulsaría del trono francés a los Borbones, se representaba, entre encendidas polémicas, el Hernani de Victor Hugo, que era una apenas encubierta denuncia contra el absolutismo aristocratizante de Carlos X. Hugo, hijo de un general napoleónico que había intervenido en España, estaba desencantado con las monarquías de la Restauración, y volvía su mirada sobre la época de Bonaparte, añorando al genio que pudiera sacar a su patria del tedioso ambiente de conservadurismo que se había propagado después de Waterloo, y que la Monarquía orleanista no haría sino teñir de tono burgués. Eran sentimientos muy parecidos a los de Alfredo de Musset, un hijo del siglo concebido entre dos batallas, criado en el fragor de los tambores y que repartía sus añoranzas entre las nieves de Moscú y las cálidas arenas de los desiertos de Egipto18. La imagen romántica de la Revolución la proporciona Eugéne Delacroix que, durante los mismos días de las manifestaciones antimonárquicas de julio, pinta La Libertad guiando al pueblo y se coloca él mismo, junto a la figura femenina de la Libertad, tocado de un sombrero de copa y empuñando un arma. En la mente de estos románticos está la búsqueda del genio, del héroe, que proponía Thomas Carlyle: «No hay prueba más triste de la pequeñez del hombre que su falta de fe en los grandes hombres» (On Heroes and Hero Worship, 1841). El héroe por antonomasia había sido Napoleón Bonaparte, y Luis Felipe buscaba halagar esos sentimientos cuando, en 1840, autorizó el retorno de las cenizas del emperador a Francia y su inhumación en los Inválidos de París. Había también un ambiente de retorno a la tradición política de 1789 —no a la de 1792— que ya había operado en el acceso de la dinastía de Orleans al trono, y que explica la proliferación de historiadores-políticos que sacan a la luz por aquellos años sus reflexiones sobre la Revolución francesa. Alexis de Tocqueville había publicado, en 1835, la primera parte de La democracia en América (inglés :: español), que era una reflexión sobre el horizonte democrático del liberalismo político, y, desde mediados de los años 18 Gildea, R., Barricades and Borders. Europe, 1800-1914, Oxford University Press, 1991 (1.a ed. 1987), p. 137. Remite a La confesión d'un enfant du siècle, de Musset, publicada en 1836, con una crónica de sus amores con George Sand. www.almendron.com Página 12 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II cuarenta, se suceden los testimonios historiográficos de Adolphe Thiers, Edgar Quinet, Jules Michelet, Louis Blanc o Alphonse de Lamartine. En España, las evocaciones revolucionarias resultaban excesivas para los estrechos límites en los que se desarrollaba la vida política, pero Mariano José de Larra trató de combatir con sus artículos ese mismo filisteísmo imperante, antes de optar por el suicidio en febrero de 1837. La expresión musical de este mundo romántico que también acomete proyectos prometeicos, plasmación de la rebeldía contra los valores imperantes, la encontramos, para esta generación romántica de los años treinta, en Berlioz o en Wagner. El primero estrena, megalomaníaca de a finales su de voluntad 1830, de su Sinfonía transformar la fantástica, expresión manifestación musical y su impresionante fecundidad melódica a través de unos recursos orquestales que no se habían utilizado nunca antes; mientras que Richard Wagner, diez años más joven que Berlioz, acometió con Rienzi (1842) su peculiar forma de dar vida musical a un tema romántico proporcionado por E. Bulwer-Lytton, en el que se hacía una ardorosa defensa de la libertad en el escenario de la Roma de los papas, de acuerdo con principios que desarrollaría en los años siguientes con El holandés errante (1843) y Tannhäuser (1845). Las revoluciones de 1848 En esas condiciones, el estallido revolucionario del año 1848 vino a significar la eclosión, un tanto ingenua, de muchos de esos sentimientos de protesta que se habían ido fraguando durante los años anteriores. Desde luego no faltaron quienes pensaron que resucitaba el fantasma de la Revolución de 1789, aunque algunos de los momentos de la protesta popular tuvieran un indudable aire de farsa. «Tenía la sensación —escribió Tocqueville19— de que habíamos escenificado una obra de teatro sobre la revolución francesa en vez de estar continuándola.» Por lo demás, era evidente que la representación teatral de 1848 se diferenciaba con claridad de los acontecimientos que habían acabado con la monarquía absoluta en Francia casi sesenta años antes. El discurso liberal no se había alterado en sus principios fundamentales —aunque las reformas democráticas fueran ahora más patentes— pero existía el elemento innovador de las reivindicaciones socialistas que marcaron los acontecimientos revolucionarios en alguno de sus escenarios, como fue el caso de los hechos que tuvieron lugar en Francia en la primavera de 1848 y que, llegado el momento de la crisis, transformaron la farsa en tragedia y tiñeron de sangre las calles de París. 19 Souvenirs. Citado por Burrow, J. W., La crisis de la razón. El pensamiento europeo, 1848-1914, Barcelona, Crítica, 2001 (1ª ed. 2000), p. 33. www.almendron.com Página 13 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Lewis B. Namier calificó en 1946 estos acontecimientos como la «revolución de los intelectuales», porque fue un movimiento en el que trataron de hacerse realidad algunas de las propuestas de reforma social que la tradición ilustrada trataba de aplicar a los cambios sociales que empezaban a apuntarse con la naciente Revolución Industrial y que, a pesar de sus muchas variantes, aparecieron englobadas bajo la común denominación de socialismo. Era un socialismo de estirpe racionalista que descansaba más sobre la teorización en torno a las condiciones de vida de las clases trabajadoras que sobre una efectiva transformación de esas condiciones, ya que el impacto de la Revolución Industrial era todavía apenas perceptible en Francia. Dado este carácter teórico, Karl Marx no dudaría en motejar a estos primeros teóricos del socialismo como «socialistas utópicos». En el desarrollo de los acontecimientos tal vez podríamos poner un punto de partida en Roma. La elección de Pío IX, en junio de 1846, se vio seguida de gestos liberales que fueron malentendidos por muchos italianos pero que obligaron a hacer concesiones de tipo liberal al rey Carlos Alberto de Piamonte y al duque Leopoldo de Toscana, pero la revolución abierta no estalló hasta enero de 1848 en el reino de las Dos Sicilias, gobernado por una rama menor de los Borbones, emparentados con la casa real española. El rey Fernando II se vio obligado a conceder una Constitución. El escenario revolucionario se trasladaría pocos días después a París, en donde se luchaba por una ampliación del derecho de voto que rescatase la vida política de las manos de los profesionales liberales y propietarios que la monopolizaban. El resultado de los tres días de luchas que se sucedieron a partir del 22 de febrero fue la deposición de Luis Felipe de Orleans, el establecimiento del sufragio universal — masculino, claro está— y la proclamación de la República bajo la dirección de un gobierno provisional en el que convivían ex monárquicos, bonapartistas, republicanos y lo que se conocía como socialistas. Estos últimos impusieron la constitución de una comisión en el palacio del Luxemburgo para implantar una legislación protectora de las clases trabajadoras. La alianza entre éstos y los burgueses era muy precaria y no tardaría en hacer aguas. Como señalara Karl Marx, «mientras en el Luxemburgo se dedicaban a buscar la piedra filosofal, en el Ayuntamiento [gobierno provisional] acuñaban la moneda de curso legal»20. La oleada revolucionaria pareció desplazarse entonces al mundo alemán, donde se registraba un cierto movimiento a favor de regímenes constitucionales y de repuesta a los movimientos nacionalistas que se habían intensificado desde los años de la lucha contra Napoleón. También había un considerable componente de desasosiego en el mundo rural. 20 La lucha de clases en Francia, 1848-1850. Citado en Gildea, R., Barricades and Borders. Europe, 1800- 1914, Oxford University Press, 1991 (1.a ed. 1987), p. 86. www.almendron.com Página 14 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II La presencia de radicales demócratas y comunistas fue conjurada con el nombramiento de gobiernos liberales moderados, después de que se hubiesen producido sangrientos enfrentamientos en Berlín (18 de marzo) entre el ejército y los manifestantes. Los radicales se movían en la onda de la tradición jacobina y reclamaban el sufragio universal. «Yo conocía personalmente Robespierres —escribiría el disidente ruso Alexander Herzen 21 a dos o tres —; siempre llevaban camisa limpia, se lavaban las manos y se limpiaban las uñas.» Para entonces ya había prendido la revolución en Viena, provocando la huida de Metternich (14 de marzo) y la promesa de una Constitución, mientras que se prometía a los húngaros, liderados por Lajos Kossuth, un ministerio húngaro responsable ante la Dieta magiar y un ejército nacional, lo que no disminuyó el carácter aristocrático en la dirección de la vida política húngara. También se produjeron levantamientos antiaustríacos en las provincias italianas de Milán y Venecia, con lo que se cerraba el círculo geográfico de las convulsiones iniciadas en Palermo dos meses antes. Tanto en los territorios de la Confederación Germánica como en el Imperio de los Habsburgo la revolución se vio acompañada de un componente nacionalista que proporcionó una fisonomía especial a los acontecimientos de aquellos territorios. En el caso del fragmentado escenario político alemán, el nacionalismo pacifista de los años finales del siglo XVIII (Fichte, Herder) había empezado a vislumbrar un horizonte político con la exaltación del nacionalismo germano que se produjo en los años de lucha contra Napoleón, aunque el legitimismo de la Restauración tratara de aplacar aquellos sentimientos que quedaron confinados en los ambientes académicos y literarios. La progresiva integración económica del norte de Alemania (unión aduanera de 1834), animada por el liderazgo prusiano, mantuvo viva la llama del nacionalismo que, con ocasión de los acontecimientos de 1848, vio llegada la ocasión de alcanzar el objetivo de un único estado que englobase a todos los alemanes. Suponía ese proyecto pensar en una «Gran Alemania» que incorporaría a los súbditos alemanes del emperador de Austria, pero que habría de obligar a éste a buscar una fórmula nueva de articulación del Imperio, ya que las demás nacionalidades habrían de quedar excluidas de ese proyecto. Las dificultades evidentes para llevar a la práctica ese proyecto obligaron a los representantes alemanes, que estaban reunidos en Francfort desde finales de mayo del 1848, a renunciar a ese proyecto gran-alemán para acogerse a la alternativa de un estado «pequeño-alemán» en el que el liderazgo habría de recaer necesariamente en el rey de Prusia. Así se aprobó, pero la oferta nada unánime que recibió Federico Guillermo IV para que se hiciese cargo de un 21 Citado por Burrow, J. W., La crisis de la razón. El pensamiento europeo, 1848-1914, Barcelona, Crítica, 2001 (1ª ed. 2000), p. 33. www.almendron.com Página 15 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II Imperio alemán hereditario, con un sistema político constitucional, fue desestimada por el rey de Prusia en la primavera de 1849. La idea de la unificación no era desechada pero a Federico Guillermo le parecía inaceptable establecerla por medio de unos procedimientos revolucionarios que, inevitablemente, habrían de provocar el enfrentamiento con Austria. Esta, mientras tanto, había experimentado también el impacto nacionalista durante la revolución, pero no con el carácter integrador que había tenido en Alemania sino, por el contrario, con una serie de movimientos desintegradores que amenazaron seriamente el imperio de los Habsburgo. Iniciaron el proceso los húngaros que, a través de Lajos Kossuth, obtuvieron considerables ventajas de autonomía política que, a su vez, dieron pie a que otras naciones del Imperio trataran de afirmar su personalidad política. Ese fue el caso de los checos, que establecieron una constitución liberal, o de los croatas, que pretendieron el establecimiento de una asamblea (Dieta) en oposición a las ventajas obtenidas por los húngaros. Todo este panorama se diluiría, sin embargo, en un plazo relativamente corto porque el fracaso de las revoluciones fue tan rápido como su efímero éxito. En su conjunto, los movimientos revolucionarios demostraron tener una base social demasiado estrecha ya que fueron fenómenos urbanos incapaces de arrastrar a una sociedad abrumadoramente rural, lo que terminó por aislarlos en las grandes capitales. También operó en contra de la consolidación de los procesos revolucionarios las propias divisiones internas de sus dirigentes, entre los que se puso de manifiesto que la burguesía liberal se contentaba con el asentamiento de regímenes constitucionales a la vez que no ocultaba su recelo hacia la reivindicación del sufragio universal o a la pretensión de establecer la democracia social que pretendían los elementos radicales. Todo ello hizo posible que, ya durante el segundo semestre de 1848, los militares recuperaran la iniciativa y los monarcas restablecieran su autoridad con el apoyo del ejército, la policía o sectores conservadores como la aristocracia tradicional y la Iglesia. De todo el proceso revolucionario no había quedado otra huella considerable que el establecimiento de una República en Francia, de acusado carácter conservador y amenazada en su supervivencia por el masivo apoyo popular que había recibido su primer presidente, el príncipe Luis Napoleón Bonaparte. Las repercusiones de todas estas sacudidas en España fueron escasas, como revelaron los estudios de la desaparecida historiadora Sonsoles Cabeza Sánchez-Albornoz. El momento Realista Los años cincuenta se inician, por tanto, en un clima de restablecimiento de la autoridad y el orden que permite hablar del desvanecimiento del impulso romántico — www.almendron.com Página 16 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II que no obsta para la persistencia del gusto por temas románticos en ambientes populares— y la aparición de unas nuevas actitudes que, en el plano filosófico y científico, se traducen en el positivismo y, en el plano artístico, llevan a calificar esos años como los de apogeo del realismo. La publicación de los seis volúmenes del Curso de filosofía positiva de Auguste Comte, entre 1830 y 1842, señala el inicio de una actitud de profunda confianza en la ciencia natural, como el único modelo para el verdadero conocimiento22, con el que se espera establecer un nuevo orden social que signifique la superación de la profunda división provocada por el enfrentamiento entre una concepción religiosa de la realidad y una concepción metafísica, de abolengo ilustrado, que arrancaba del individualismo radical y del convencimiento en la perfectibilidad humana. La felicidad de las sociedades derivaría del desentrañamiento de las leyes que regulan su comportamiento y convertían a la sociología en la ciencia distintiva de la nueva época. La versión británica de esta actitud la proporcionaría Herbert Spencer con su Social Statics (PDF), de 1851. Allí se afirmaba que el progreso no era un accidente sino una necesidad, a la vez que se reconocía la posibilidad de desaparición del mal y de la inmoralidad y la consecución última de la perfección humana. En el plano artístico la mejor expresión de esta nueva forma de acercarse a la realidad consistió en el abandono del mundo de la trascendencia y de las pasiones, para centrarse en el mundo ordinario de la vida diaria. Théophile Gautier había puesto en circulación el término «realismo» en 1844, para describir una obra muy alejada del romanticismo imperante, y el crítico Jules Fleury-Husson, «Champfleury», se apropió de él y lo elevó a la condición de categoría. Era el término, desde luego, que mejor cuadraba con dos cuadros que Gustave Courbet presentó en 1849, después de que el propio Champfleury hubiese descubierto su pintura en el Salón de 1848. Uno de los cuadros representaba a dos hombres entregados al duro trabajo de picar piedras y el otro era la descripción de un grupo de personajes rústicos del Franco-Condado que asisten a un entierro en Ornans, la villa natal del pintor. Courbet había dicho que lo bello está en la naturaleza y en las formas más diversas de la realidad y que sólo cuando se encuentra pasa a pertenecer al arte o, mejor, al artista que lo había descubierto. Courbet huía de las ensoñaciones románticas y renunciaba a las idealizaciones todavía presentes en la obra de Millet para hacer una crónica de la sociedad que tenía mucho de subversiva en un mundo francés volcado a la recuperación del pasado prestigio del bonapartismo, con el beneplácito del mundo de los negocios y de la industria que había servido también de sustento del régimen orleanista. La evocación 22 Biddis, M., «Progress, prosperity, and positivism: cultural trends in mid-century», en Waller, B. (ed), Themes in Modern European History, 1830-1890, Londres, Unwin Hyman, 1990, p. 200. www.almendron.com Página 17 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II de la figura de la emperatriz en Las jóvenes a la orilla del Sena de Courbet o los juegos de insinuaciones de Manet con las variantes de la Ejecución de Maximiliano son claro ejemplo de la distancia entre estos artistas y el clima político que imperaba en Francia tras la resurrección de las tradiciones imperiales. También era subversivo el realismo literario y la Madame Bovary de Flaubert fue llevada a los tribunales por la inmoralidad que suponía una adúltera que no se arrepentía de su pecado. El Segundo Imperio Francés Napoleón III, que había transformado la timorata Segunda República francesa en un nuevo régimen imperial, devolvió a Francia y, sobre todo, a París el protagonismo central en la vida europea. En 1855 reunió en París productos de treinta y cuatro naciones en una Exposición Universal que era una réplica a la organizada por la monarquía británica en el Crystal Palace londinense, y en 1856 el Congreso de Paz de París, convocado después de la guerra de Crimea, devolvió a Francia el papel de gran protagonista de la escena internacional que había perdido en el Congreso de Viena. Vivió entonces Francia con un régimen conservador de una fuerte base populista que, al resguardo de una coyuntura económica favorable, aseguró un sistema de orden y progreso en el que, inicialmente, Napoleón contó con una fuerte base de apoyo entre la población campesina, a la que se sumaría el mundo de los negocios y los liberales de carácter templado. Luis Napoleón Bonaparte era consciente de que no contaba con otro patrimonio político que el que le proporcionaba el prestigio del apellido y, a partir de esa escuálida base, intentó construir una nueva legitimidad dinástica y unos apoyos políticos más consistentes que la pura alianza coyuntural que le había llevado al poder. Para asegurar la herencia de la dinastía recurrió a la española Eugenia de Montijo, con la que se casó recién establecido el Imperio. Era hija del conde de Montijo y, con la elección de una noble que no era de sangre real, Napoleón intentó hacer de la necesidad virtud y presentar el enlace como una voluntad de romper con las alianzas dinásticas, que era lo habitual entre los monarcas hasta entonces. Eugenia, que gozó de pocas simpatías entre los franceses de su época, y que ha sido acusada por la historiografía de intrigante y conservadora a ultranza, ejerció un indudable protagonismo en la vida política francesa y, muerto su marido, defendería los derechos del príncipe imperial hasta que éste encontró la muerte luchando contra los zulúes como oficial del ejército británico. Un París con una familia imperial advenediza y unas oligarquías retraídas se convirtió en una ciudad abierta y demimon-daine, de acuerdo con el término que popularizara Dumas hijo, a medida que el barón Haussman, prefecto del Sena, la transformaba en la Cité Lumière que ahora conocemos con unas reformas urbanísticas www.almendron.com Página 18 de 19 Liberalismo y Romanticismo en tiempos de Isabel II que le han dado gran parte de su fisonomía actual. El momento cenital de esos años de esplendor sería la Exposición Universal de París en 1867, que recibiría más de diez millones de visitantes para los más de cincuenta mil expositores de los cuarenta y dos países que allí se reunieron. Pareció un momento apoteósico de una sociedad confiada en las posibilidades de la ciencia, de la técnica y de un mundo de libre comercio, pero los nubarrones estaban poco más allá de la línea del horizonte. NOTA: El texto, en formato HTML, junto a las imágenes que lo acompañan puede verse aquí. www.almendron.com Página 19 de 19