BOLETÍN La Sociedad de Historia Natural.—Fiesta solemne.—La Memoria de Bárcena.—El señor Jiménez.— La planta de quina. Dados los unos a infructíferas querellas, dados los más a esta mortificante vida pública diaria, que tiene de encarnizada todo lo que de escasa y monótona tiene, apenas si alguna vez hallan cabida en las columnas de los periódicos, las solemnes palabras de la ciencia, madre amorosa que descompone, elabora, estudia, crea en pro de tantos hijos que la desconocen, la desdeñan o la olvidan. Cúmplese ahora en la tierra la época del dominio de la brillantez: la cosa fugitiva y brillante vence ahora a lo modesto y a lo sólido. El paganismo se rejuvenece, y hay perpetuamente algo de epicúreo en el sensual y movible ser humano. Tienen los sentidos ahora el señorío exclusivo del teatro, y es meta y punto feliz de la actual literatura, la descripción voluptuosa y amena de los fenómenos psicológico-sensuales. Los romanos cayeron sobre su manto de riquísima púrpura, comprimiéndose en el pecho los restos de honra que avergonzados de su cárcel se salían, extendiendo el cuerpo vil sobre el hermoso lecho de oro, hendida la crispada mano en el pardo, en el sombrío, en el mortuorio manto de la usura. Cubre así hoy la bella forma el espíritu disgustado y fatigado: y no es que en todas partes el espíritu humano se fatigue: no es que en marcha uniforme todo camine a una pérdida inevitable y general: el libre albedrío está sobre la fatal ley del progreso. En lo material todo marcha y se desenvuelve. En lo moral marcha todo y se desenvuelve como el azar, la libertad de la fuerza, el vigor del elemento esencial independiente, quieren. La voluntad es la ley del hombre: la conciencia es la penalidad que completa esta ley. El ser tiene fuerzas, y con ellas el deber de usarlas. No ha de volver a Dios los ojos: tiene a Dios en sí: hubo de la vida razón con que entenderse, inteligencia con que aplicarse, fuerza activa con que cumplir la honrada voluntad. Todo en la tierra es consecuencia de los seres en la tierra vivos. Nos vamos de nosotros por inexplicable lucha hermosa: pero mientras en nosotros estemos, de nosotros brota la revelación, la enseñanza, el cumplimiento de toda obra y ley. La Providencia para los hombres no es más que el resultado de sus obras mismas: no vivimos a la merced de una fuerza extraña: el hombre inferior inteligente no puede concebir torpeza en una inteligencia superior: el justo de la tierra no comprende la injusticia en quien ha de encaminarlo y dirigirlo. Theos vive, como fuerza impulsiva, pura, magna: bien saben los que estuvieron presos en las cárceles de los hombres, cómo la prisión entre hierros se asemeja a esta manera poderosa con que se sacude y se debate, y se levanta, y se angustia, y cae herida y forcejea esta hermosa humanidad nunca vencida, simpática hasta en sus errores, bella como todo enfermo, siempre en lucha potente con la miseria y el reposo. El libre albedrío está sobre la ley de progreso fatal: la voluntad es la ley del hombre: la conciencia es la penalidad que la completa. ——— Y esta vez, como tantas otras veces, de un pensamiento sencillo se ha ido la inteligencia a lo pleno y a lo amplio. Hablaba el boletinista anoche con un hombre modesto y eminente, tanto por la solidez de su saber como por el saludable temor de saber siempre demasiado poco. Describía con entusiasmo el narrador la sesión que en honor de dos útiles ingenios acababa de celebrar la Sociedad de Historia Natural: departían boletinista y geógrafo sobre esta indiferencia triste con que en la prensa y en lo común se miran los adelantos y trabajos de la ciencia, y era para el que escribe cosa bella el entusiasmo del que le hablaba por las áridas y poco tratadas materias científicas. Y se tiene en verdad con ese estudio placer nuevo y extraño; cada verdad parece un hijo; se la ama con extraordinario y hondo amor. ——— Bella estuvo, al decir del geógrafo, la sesión en honor de Nieto y de Jiménez. Disponían a la solemnidad ciertos preparativos desusados, ciertas formas severas, cierta conciencia de lo solemne que hace a lo solemne más hermoso. Conócese por algunos de los que leen, la belleza del salón en que celebra la Sociedad sus sesiones: la ciencia tiene a mano todo lo que ha sido objeto de su estudio: Goethe contemplaba durante muchas horas una piedra: el presentimiento de los mundos palpitaba debajo de la frente ancha de Goethe. Así la ciencia ha tenido hijos gloriosos y oscuros, como la literatura sus Balzac no descubiertos, porque no supo la codicia dónde podría hallar hadas nuevas vestidas de oro. Cubren las paredes del salón vastos estantes llenos de muestras mineralógicas de no común valor. Los retratos de Nieto y de Jiménez, obras bellas del hábil Cordero, estaban colocados al uno y otro lado del dosel presidencial, y enfrente de ellos en el extremo opuesto del salón, el retrato de Bustamente y el de Ocampo, el alma enérgica y viril que halló en la contemplación de la tierra el secreto de la juventud y la ternura. El amor palpita en cuanto vive: rebosa el ser de amor cuando contempla lo existente. Allí estaban en el salón los que son causa justísima de orgullo para la ciencia mexicana; allí Jiménez, el médico sabio e infalible; allí Barreda, el loable mantenedor del método de educación racionalista. Notábase la ausencia de Río de la Loza, y de Mendoza; pero estaban en cambio García Cubas, el geógrafo modesto, Herrera, Alcaraz, Arriaga, sabedor de tantas cosas útiles en las ciencias fisico-matemáticas, y con ellos el señor Tomás Garbida, representante en la sesión de la familia del ilustre Nieto, dedicado con fruto no común al estudio y mejoramiento del cultivo, que ya ha logrado adelantar con la aclimatación de la uva moscatel, de la coca del Perú, del rico y sabrosísimo tabaco. Y departían con estos que recordaba el geógrafo, otros cuyos nombres le negaba la memoria infiel; ingenieros inteligentes, naturalistas jóvenes, entusiastas amantes todos del lustre y adelantamiento de la ciencia. No se hizo esperar el presidente de la República, y comenzó a su llegada la sesión. No habrá en verdad muchas sesiones con comienzo mejor: Mariano Bárcena le dio principio leyendo una reseña de los trabajos realizados por las diferentes secciones de la Sociedad en el espacio de dos años. Valiosa en sustancia y forma fue la memoria del ingeniero paleontólogo: dijo en ella cuanto de bueno han hecho los miembros de la útil asociación: habló especialmente de los estudios geológicos de Castillo: no pudo pasar por encima de los suyos propios, en verdad muy honrosos para quien en tan temprana edad los lleva a cabo: citó los botánicos y médicos del señor Lauro Jiménez: no olvidó el interesante estudio sobre colibríes de México, obra del observador naturalista Villada: encomió con justicia las laboriosas investigaciones de Herrera y el químico Mendoza: nada calló, en fin, de cuanto en pro de la ciencia han hecho los individuos prominentes de la Sociedad de Historia Natural. A la memoria de Mariano Bárcena, oída por los concurrentes con agrado verdadero, siguió un discurso leído por su autor, el señor Cordero, abundante en rasgos biográficos curiosos del señor Apolinario Nieto. Se oyó después una palabra elocuente y simpática: la del joven y casi desconocido ingeniero Peñafiel: bien hizo en honrar la memoria de Jiménez como entendido profesor: hombre es el maestro que da de su ser propio a los demás; el maestro es meritorio y generoso padre de muchos. Hablaron luego los representantes de casi todas las sociedades que residen en la capital mexicana: dijo el doctor Morón un discurso corto y bello en nombre de la Sociedad Pedro Escobedo; Cuatáparo habló en nombre de la Sociedad de Geografía; por la de la Escuela de Medicina, Labastida; por la Sociedad Andrés del Río, un alumno aprovechado, de minería, en quien pudieron estimar los concurrentes dicción galana y entendimiento sólidamente pensador. Y otros más hablaron: ninguno tan conmovido y elocuente como el señor doctor Jiménez: respetable era aquella palabra entrecortada, que honraba doblemente la memoria del deudo muerto: hondamente conmovieron las muy sentidas palabras de Jiménez a la noble concurrencia: un tanto alivia del dolor las simpatías con que se le mira y se le acoge. El presidente Castillo dio gracias por su asistencia a los concurrentes: ¿a qué decir más, aunque hubiera de la memorable sesión mucho más que decir? No era solo que se honrase la memoria de dos hombres ilustres: era que allí vivían sentimientos y afectos generosos: era que allí se congregaban los que oscura y meritoriamente labran la buena fama de la patria, apreciada ya en el extranjero, más que por sus desventuradas convulsiones políticas, por las muestras que allá se reciben de los que apartan los ojos de la vida diaria y enojosa y los convierten adonde les aguarda, como recompensa única, el misterioso placer dulcísimo del sabio. Disculpan los inconstantes su frivolidad con que es este defecto esencial de la raza latina, y, como si fuera glorioso desviarse del obstáculo, esquívanlo en vez de vencerlo, y tienen a mal de raza lo que es solo insuficiencia o pereza suya. Véase cuánto hacen esos hombres apenas conocidos: véase cómo prosperan esas sociedades silenciosas, abrigo de espíritus altos, desconsolados del fútil y veleidoso carácter general: échanse en esos salones casi abandonados los cimientos de nuestra historia primitiva: reconstrúyese la vida antigua con osarios que comienzan a ser piedra; quiere el hombre ver antes de sí y después de sí. Honra es para los que se emplean en este trabajo desusado: época es la de ahora en que cautiva la forma a los sentidos; mas no por eso olvidan los buenos hijos de la patria a aquellos de sus hermanos que con la oscuridad de sí mismos, reconstruyen la tierra, rejuvenecen la memoria, animan el esqueleto, regeneran la patria, y esparcen de su ser oscurecido por el carácter de la época, luz vivísima que a esta y a épocas venideras habrá de alumbrar. ——— Se habían colocado en el salón de entrada, plantas frondosas y bellas. Distinguíase entre todas la vigorosa planta de la quina: sabían los que allí fueron, que aclimatar la quina en Córdoba fue el trabajo más útil y difícil del sabio Apolinario Nieto. Bien se hizo en traer allí la planta aquella: muerto el que la introdujo, ella extenderá perpetuamente sus hojas verdes y pomposas, imagen de que no mueren los que a la ciencia y a la patria hicieron bien. Al fin Nieto hizo algo de lo que el árabe encomienda: «Planta un árbol; escribe un libro; crea un hijo». Y Nieto plantó su árbol en la tierra. ORESTES Revista Universal. México, 31 de julio de 1875.