daniel sada Reunión de LETRAS MEXICANAS cuentos LETRAS MEXICANAS Reunión de cuentos DANIEL SADA Reunión de cuentos Prólogo de PHILIPPE OLLÉ-LAPRUNE Primera edición, 2012 Sada, Daniel Reunión de cuentos / Daniel Sada ; pról. de Philippe Ollé-Laprune. — México : FCE, 2012. 247 p. ; 23 × 17 cm — (Colec. Letras Mexicanas) ISBN 978-607-16-1072-0 1. Cuentos 2. Literatura Mexicana — Siglo XX I. Ollé-Laprune, Philippe, pról. II. Ser. III. t. LC PQ7297 Distribución mundial Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com www.fondodeculturaeconomica.com Tel. (55) 5227-4672; fax (55) 5227-4640 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos. ISBN 978-607-16-1072-0 Impreso en México • Printed in Mexico Dewey M863 S715r ÍNDICE La pequeña música de Daniel Sada por PHILIPPE OLLÉ-LAPRUNE • 9 Eumelia • 17 La voz del río • 27 Quién es quién o quién no es alguien • 28 El aprovechado • 48 Pase lo que pase • 54 Cualquier altibajo • 55 De Esmeralda a Escalón • 58 El arma de la inmovilidad • 60 Redor • 63 Todo y la recompensa • 71 Antes: el aviso • 89 El arte de la briba • 96 El basilisco • 104 Desencuentros • 110 Juguete de nadie • 117 Después • 132 Cuando nada pasa hay un milagro que no estamos viendo • El fenómeno ominoso • 155 Filo de equilibrio • 169 Milagros morales o comedia de engaños • 174 Obra de roedores • 190 La apariencia: una casualidad • 206 La cárcel posma • 208 Bahorrina • 215 La averiguata • 231 151 • La pequeña música de Daniel Sada El sonido define al escritor. El sonido de una lengua que le sirve para instaurar un universo particular; es lo que Céline llamaba la “pequeña música”: una manera de someter el lenguaje, apropiárselo, transformarlo y restituirlo con una entonación particular que deja su propia huella. Esto puede llamarse el estilo, o simplemente la forma, y es indisociable de la escritura. Paradójicamente, entre más particular es, mejor resiste el paso del tiempo: al no admitir comparaciones queda protegido del desgaste de los años y sus tonalidades se convierten en una suerte de rúbrica. Así se reconoce a los grandes autores: las frases de Dostoievski, Faulkner o Proust resuenan como ninguna otra frase. La obra de Daniel Sada —ahora un obra cerrada— es ejemplar en este sentido, pues su autor encontró una voz propia desde sus primeros libros y la fue profundizando, cavando sin cesar dentro de la misma veta, a través de la escritura. El sentido de la lengua caracteriza toda su producción, tanto la novelística, como la poesía o el cuento, pues incursionó felizmente en todos estos géneros literarios. En este uso de las palabras dos aspectos son especialmente notables. Por un lado, Sada se sirve de la lengua oral del norte de México, de donde es originario; logra recuperarla para convertirla en una herramienta de creación literaria y mezclarla con uno de los vocabularios más anclados en la tradición; por el otro, otorga una dimensión particular al ritmo de sus textos y consigue emplear versos complejos (endecasílabos u octosílabos, por ejemplo) en su prosa, de esta forma conmina al lector a elevar el nivel de su lectura y a disfrutar una forma de belleza verbal incomparable, hasta entonces reservada a la poesía. Sus frases se leen como quien mide versos de un poema; pero este refinamiento es aún más impactante cuando el autor escoge palabras que emanan lo mismo de textos antiguos y clásicos que de la lengua popular que escuchó durante su juventud y que disfruta particularmente. En este cruce de vocabularios, Sada inventa su propia lengua; la deforma y la conduce, con arrojo, hacia lugares 9 que no le pertenecen más que a él. Cada uno de los dos registros adquiere mayor valor en función del otro: uno sin el otro constituye una experiencia digna de interés, pero la fusión de los dos produce una aventura única, algo apasionante para quien visita sus páginas. Esto podría parecer un espectáculo de virtuosismo destinado a sorprender al público, una suerte de relación lúdica que estaría allí como un elemento extra, como para entretener a quien se acerque; pero no es así. Daniel Sada fabricó sus libros con intenciones verbales y resonancias únicas que su proyecto literario y su visión de las letras, ambiciosa y sin concesiones, volvieron necesarias. Sus sistemas de imposiciones, como los de Georges Pérec, no tienen de lúdico más que el aspecto exterior del desarrollo de la obra: a través de esta forma rígida debe buscar sus palabras con mucho más cuidado, violentar el vocabulario, asfixiarlo o dejarlo respirar, esconder con discreto pudor la crudeza de los sentimientos o, al contrario, exponer de manera espléndida una situación o un personaje excepcionales. Daniel Sada creía en la literatura; para él no era un sutil divertimento conformado por un juego de formas, ni una manera de ocupar terreno en busca de una situación envidiable. Él había comprometido su vida con su proyecto de escritura: vivir y producir textos eran un mismo asunto. Escribía para dar vida a un mundo incomparable, con una voz que no se parecía en nada a ninguna otra. La exigencia hacia su propia producción lo llevó a crear textos que trabajaba con paciencia y obstinación. Como el escultor que golpea la piedra para dar forma a su obra, él trabajaba sin cesar para dar a sus textos el aspecto más logrado posible. Así visitó todos los géneros literarios con gran maestría, como si no hubiera querido perderse nada del reto que constituye el acto de escribir, hasta saturar su existencia con el ejercicio de su pluma. La poesía es, quizá, la faceta menos conocida de su trabajo pero lleva la misma marca de rigor y exigencia que el resto de su producción. Como lo reclama nuestra época, son las novelas las que le valieron el reconocimiento tanto de sus iguales como de los lectores y de la crítica. Su novela, de justa fama, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, marcó profundamente las letras del mundo hispánico; los elogios y el éxito llamaron la atención sobre Daniel Sada, y su “pequeña música” salió del restringido círculo de lectores atentos para encontrar un público mucho más amplio. Así, los premios literarios y los reconocimientos acompañaron su camino. También fue suyo el gusto y el sentido literario del cuento, como este libro nos invita a descubrir: en la brevedad dispone del talento y las palabras para impresionarnos con un impacto singular. Aquí, quizás más que en otros géneros, la precisión de la forma, la atención 10 Philippe Ollé-Laprune que concede a cada palabra, adquiere un valor excepcional: el cuento no permite las divagaciones o los ejercicios de virtuosismo innecesarios ni las largas digresiones o las extensas descripciones inútiles. Sada destaca en este género, donde todo es necesario, donde lo superfluo se vuelve el enemigo y donde se pone en juego el lado más agudo de la escritura; la maestría que caracteriza todos sus textos encuentra aquí su más bella exposición. Así pues, la pluma de Daniel Sada estaba al servicio de un proyecto literario coherente fincado en un universo al que dio un estatus casi mítico: tomó una parte de sus palabras de la realidad del Norte para transponerla a una ficción que a menudo utiliza este espacio como escenario. Actuó como lo han hecho muchos escritores: subvirtió lo que conocía mejor, su ambiente, lo rebautizó, después implantó la atmósfera y los personajes que corresponden a una intención acorde con sus designios. Gracias a la fuerza de evocación de su pluma, estos lugares perdidos se vuelven universales, logran conmover a cada lector porque es posible sentir cómo nacen, detrás de este mundo particular, los sentimientos, las impresiones y los discursos que nos conmueven. Daniel Sada es lo opuesto a un autor regionalista que se encierra en la realidad para exaltar la belleza de un lugar; no celebra un sitio sino para mostrar mejor su carácter común y por consiguiente íntimo. En esta indigencia expuesta con fuerza y pudor, el lector se reconoce en toda su esencia y en toda su soledad. Como muchos especialistas del género (de Hemingway a Ribeyro), se ocupa de conferir un valor a la existencia de las personas comunes, de los humildes, de los que carecen de voz, de los olvidados por la existencia, de aquellos que nunca serán héroes. A Daniel Sada lo habitaba una cruel ternura por esos personajes: les otorgaba una oportunidad para que dieran un giro a su previsible existencia y, después, cuando la oportunidad se hacía presente, el destino atacaba y los devolvía a su condición. El humor y la desesperación se cruzan en estas páginas densas y sin adornos; la fatalidad no cesa de regresar estas figuras modestas hacia un futuro que, inevitablemente, se parece a su pasado. Con frecuencia sus tramas giran alrededor de la culpa y de la posibilidad de redimirse, de cómo alejarse de lo previsible y de los dramas que ocasiona, o, más simplemente, se propone la aparición de una distancia entre los personajes y el mundo que los rodea, y de cómo esto provoca cambios en su existencia. Hace que un ciego actúe frente al mar o sitúa una anciana miedosa de provincia llegando a la gran capital; describe una tienda aletargada porque fue visitada por la muerte; presenta a un gigante que el mundo dejó atrás o a un simple ebanista que debió huir de su ciudad natal donde robaron su tienda. Cada uno de sus La pequeña música de Daniel Sada 11 personajes lucha contra las imposiciones de la vida y no puede oponerse al orden de las cosas que siempre gana. El peso del destino es un tema central en sus cuentos, pero la crueldad aparente corresponde a una forma de humor que recuerda la dimensión lúdica de estos textos y, quizá, de la existencia misma. En los cuentos de Daniel Sada resuena este sentido de lo humano, acompañado por la capacidad de hacer que la dulzura y la amargura alternen, entre sí, lo que da un sabor particular a sus historias. Cuando se pedía a Roberto Bolaño que diera su opinión acerca de la literatura hispanoamericana de su tiempo, siempre mencionaba a Daniel Sada sin olvidar resaltar lo riesgoso de su aventura. Esta observación es justa y legítima: lo mismo por su postura personal hacia la literatura que por su trabajo con la lengua o la exposición de la tierra de su infancia. Sin lugar a dudas Daniel Sada es uno de los pocos autores mexicanos contemporáneos que concibieron el acto de crear como un desafío a la existencia y que se atrevieron a construir un universo propio, con un impulso donde las palabras resuenan sin ninguna restricción. Los siguientes cuentos son prueba e ilustración de ello. PHILIPPE OLLÉ-LAPRUNE [Traducción de María José Rocha.] 12 Philippe Ollé-Laprune A mi hija Fernanda Sada, a mi esposa Adriana Jiménez, a mis hermanos Roberto, Moraima y María Esther, y a mi madre Moraima Villarreal En aquel mapamundi de ilusión cabalgaba sin brida el estudiante RAMÓN LÓPEZ VELARDE, “Vacaciones” • Eumelia A Víctor Chávez La abuela iba furiosa. Tenía algo de razón. Furiosa habría de ir porque no en balde tantas horas de música monótona, amén de lo demás: la carretera en línea casi siempre, el paisaje colmado de nopales y de principio a fin cerros fenómenos, distantes, en azul; así como el esplín y los equívocos por no saber a qué horas llegarían a… Faltan como seis horas para llegar a México. Tal vez sean muchas más, decía impávido el nieto —quien era el conductor del Ford 83—, en respuesta a la única pregunta que formulaba reiteradamente la anciana que, por cierto, jamás había salido de su pueblo natal. El viaje era a la fuerza (se deduce), a causa de unas reumas empeoradas. El nieto y su señora copiloto ahítos ingerían botana tras botana, sus nervios, sin embargo, continuaban igual, dado que ni las vibras musicales ni las charras que entre ellos se contaban podían sacarlos de su aburrición. Ya apaguen ese radio, por favor, clamó de pronto Eumelia, que recostada en el asiento amplísimo de atrás, ya para estas alturas, habíase puesto encima de los ojos un trapo de franela a fin de no mirar todo ese encuadre de nubes desgraciadas. Y siendo que el revés de la quietud son esas menudencias que no terminan nunca, tal vez sería mejor hacer repasos, recapitulaciones: al vapor: la probidad de hoy contra los sueños de antes, y dormirse y… Ojalá se durmiera durante todo el camino. Y sí. El nieto mientras tanto, de acuerdo con la esposa, lo que hizo fue mover la peonza del volumen: bajarle… Tan sólo unos minutos aguantarse para luego subirle a las canciones, poco a poco, se entiende, una vez que la anciana empezara a roncar. Roncó —fuerte, insidiosa, feliz, a contracurso—, tal como lo había hecho desde que era chamaca y lo seguiría haciendo hasta… ¡La gasolinería! ¿Qué pasa?: se despertó angustiada como si aquello fuera el mismo infierno en perpetuo festín (premonición aparte), adonde habría de irse por ser tan testaruda, según lo comentaban muchísimos parientes, los que la conocieron tiempo ha. 17 Lo demás fue seguir oyendo los ronquidos entremezclados con los chachachás, las salsas, los merengues: hasta México pues —la abuela siguió súpita—. ¡Qué bueno que fue así! Entonces de otra forma gozar la carretera. Claro está que más tarde hubo detenimientos, dos o tres cuando mucho, sólo para llenar de nuevo el tanque, lo que representaba una ruptura o un solaz necesario durante algunos minutos, un estire de piernas —un refresco: el dejarla de oír— bajándose del coche la pareja para luego volver a lo invariable. En lo suyo iba Eumelia, en su sueño viajero. Era curioso verla, presentirla, cual si fuese una efigie recostada en un lecho dijérase final. Verla con disimulo a través del espejo por parte de Matías o verla abiertamente volviendo la cabeza como de cuando en cuando lo hacía Ema: la esposa copiloto, que no dejaba de ingerir botanas… Allí postrada, absurda, la abuela en santa paz: quizá: después de tanto apito, tanto argumento vacuo pero con muchos hilos de por medio… Y lo que había adelante y lo que había también alrededor: la parentela crítica; asimismo hacia atrás: desde la infancia: la educación severa y pues ni modo, ¡cuántas supersticiones hechas ley! La cosa es que… Definitivamente me niego a ir a la Ciudad de México porque, según decía mamá, allí hay sobreabundancia de rateros. Es más, cada cinco segundos hay un robo. Tal cual, aunque en distintas formas, lo mismo repetido hasta el cansancio. Para más referencia y más pretexto paso a paso los miedos de la abuela llegaron hasta el colmo de la exageración: Decía mamá que en la Ciudad de México —desde luego basada en otros juicios— los robos son tan rápidos que sólo en un abrir y cerrar de ojos un cristiano cualquiera puede quedarse completamente en cueros, y esto suele ocurrir en la vía pública y a plena luz del día; a tal grado de que si la persona pide auxilio o corre como loca, no hay quien le dé una mano luego luego. Por ende, antes de que despierte compasión el prójimo se ríe de buena gana. Así de ese tamaño la fantasmagoría. Salta a la vista, pues, lo complicado que resultó para los familiares convencerla de todo lo contrario. No, ¡qué va!, ella terca más bien, hundida en sus sospechas… Figuraciones de esa magnitud abarcaron después a otras ciudades: Monterrey, Culiacán, Guadalajara, etc… Asentamientos donde el caos obliga a la artimaña diaria. Ya hasta en Ramos Arizpe, para no irnos tan lejos, se han dado varios casos de asaltos en la calle casi relampagueantes. Paranoia, mentira o despropósito, lo que nunca debió de ser problema siguió haciéndose grande. Charada inverosímil. No existía por lo mismo una razón de peso para desprejuiciarla, salvo cuando —y esa vez es la única que importa— el médico local le aconsejó que recurriera a un especialista 18 Reunión de cuentos porque lo grave de su enfermedad requería de un estricto tratamiento, además de una gama incalculable de medicinas raras. La explicación, entonces, se reduce a una idea: fue necesario usar cientos de trucos para quitarle a Eumelia de su mente dos o tres telarañas. Pero… Y aquí viene el motivo principal: el nieto y su señora, acá muy a la sorda, le ofrecieron al médico una jugosa dádiva para que éste en seguida convenciera a la abuela de que sólo allá en México podría encontrar al tal especialista. Y es que ellos también acariciaban el anhelo garzón de una luna de miel en ese laberinto, una curiosidad por darle vuelo a la embriaguez y al baile durante toda una noche: cuando menos: querían volverse locos risa y risa para desentenderse finalmente de ese México idílico que sale en las películas, de esos centros nocturnos fabulosos. Este cuco Matías —habida cuenta de que el espaldarazo recibido por parte de su esposa mal que bien era ya una superganancia— en los últimos meses andaba muy pesudo, por lo tanto tenía sed de aventuras, de vivencias que cuestan dinerales. Derroche al por mayor y a ver qué pasa y aquí van por lo pronto. La carretera azul enriquecida por ideas que despuntan, se diluyen, se amoldan a los trámites de un avatar que aún parece irreal… La música acompaña, es mejor si no se oye demasiado… Ellos hacia, o en pos de una quimera; por cosa del destino desde hacía tiempo juntos: nieto, esposa y abuela, como un nudo difícil de zafar. Por eso el viaje de hoy, visto de otra manera, debía ser consecuencia de algo que a lo mejor tarde o temprano tendría que desatarse. Un recuento más bien, un desapego al fin de una vida mecánica. Dolor y actividad caben en una frase que resuma y que a su vez pondere una historia enlutada. Hace bastantes años Eumelia se casó con un hombre valiente, apenas empezaba a ser feliz, ya meciendo a una hija entre sus brazos, cuando, por una tontería, a su esposo le dieron matarili en una cantinucha. Allí quedó tendido en un charco de sangre. Pues a llorar, ¡qué diantres!, sólo por unos meses desde luego, porque la vida jala como quiera que sea hacia otros derroteros. La hija creció débil y timorata se enfrentó de repente a lo que nunca hubo presentido: una pobreza siempre apuradísima, tan llena de preguntas sin respuesta, como para tomar la decisión de casarse al vapor, sin premeditación, alevosía y ventaja, como sucede a veces. Casarse porque sí, toda vez que un fulano irresponsable le dijera al oído cosas bellas y le plantara un beso en plena boca y vámonos. Ella se dejó ir. Un beso-golosina y un frenesí glorioso de caricias. Eso fue suficiente para que ella cayera como una condenada; la carne masculina obró en definitiva, pasión y más pasión hasta empequeñecerla. Soy Eumelia 19 toda tuya, amor, le dijo al vago y éste, sintiéndose maestro, a media luz se la comió gustoso… Pasado cierto tiempo vino la consecuencia irrefrenable: un vástago llorón. En un momento dado el susodicho vago se llevó a su mujer lo más lejos posible. El retoño, no obstante (Matías Cantú Barrón), se quedó con la abuela, quien estuvo dispuesta a cuidarlo día y noche mientras el matrimonio anduviese de compras allá en el otro lado, en Eagle Pass, Mc Allen o en Del Río, ¡sepa Dios! La pareja más bien se desapareció. Se adivina, por tanto, la verdadera historia subsecuente. Ningún tío hasta la fecha ha sabido de ellos. Entonces la unidad entre nieto y abuela se fue fortaleciendo al paso de los años, amén del agravante que no podía faltar: circularon en torno los malos pensamientos: dizque la dependencia corrosiva del uno para la otra habría de terminar en gatería. Y qué decir de su lealtad infame expresada por ambos ante la parentela. Infame parentela que hubo de imaginar, que sigue imaginando, por lo mismo, cosas horripilantes. Ya a mitad del camino las salsas, los merengues, en sí los chachachás, sonaban diferente. Todo revuelto, en síntesis, parecía un son tocado por los ángeles. La abuela despertó precisamente cuando entraban de noche a la Ciudad de México. Vastedad animosa, ingobernable, un infierno más grande que la imaginación, y ¿a dónde?, ¿en qué lugar habrían de detenerse? A modo de relevo, pero muy a destiempo, la esposa copiloto incoaba un ronquido chillador. Alerta Eumelia en cambio, casi paralizada: ante el sorteo de luces que se iba transformando en tanto relucía cada vez más la admonición materna, como un cataplasma: No olvides que si vas a esa ciudad del diablo quedarás maldecida para siempre… Por lo pronto es seguro que te roben, aunque sea una pulsera. Y por instinto ella se tocó una muñeca… No, no había pasado nada… Luego se persignó. A grandes rasgos el plan ya estaba hecho. Este cuco Matías tenía una lista parcial de cabaretes: que el Margo, el California o el Run Run, y al barajeo mental la mayoría, puesto que la memoria es traicionera. (¿El Terraza Casino? ¿El Caracol?) Es que el nieto no tuvo la ocurrencia de usar papel y lápiz. Es que la lista fue proporcionada mediante conferencia telefónica por el distribuidor Pepe Abaroa, quien recibía en bodegas semirrefrigeradas los fletes colosales de frutas y legumbres para su mercadeo. El proveedor Matías le enviaba mes con mes unos siete, ocho trailers, como mínimo seis, siendo ésa la excepción. A conveniencia pues la relación: artificial, benigna si se quiere, tan sólo sostenida por un negocio que —dicho sea de paso— marchaba viento en popa, por lo mismo mayúsculo, impensado, el monto de las ventas y mucho más el agradecimiento por parte de: 20 Reunión de cuentos —¿Por qué no vienes a tu humilde casa con toda tu familia? Yo los atenderé como se debe en la ciudad más grande del planeta. ¿Humilde? ¡Qué cínico era este hombre, por Dios santo! La invitación aún estaba en pie para llegar cualquiera de estos días de sopetón o sin decir “¿se puede?”, cual si llegaran efectivamente a su propio reducto. ¡Vaya amabilidad! Llegaron, eso sí, muy convencidos de que les abrirían. No obstante, con verdadera angustia hubieron de tocar el interfón como unas veinte veces, y mientras tanto el frío, las altas horas: hacia un límite abrupto: la zozobra, la calle inenarrable, las iluminaciones acechantes… Temblando ellos un poco y con razón, la abuela sobre todo, quien para su desdicha pudo observar que andaban por ahí algunos vagos muy antojadizos. ¿Serían? Sí, esos ladrones casi de leyenda de quienes su mamá pelonamente le había hablado hasta el colmo: ¿por qué nomás a ella? Como si desde tiempo inmemorial dichos fulanos aguardaran a que llegara Eumelia para… ¡Ésos eran!, ¡sí, pues! Lo bueno fue que pronto vino la salvación. Por la bocina se oyó una voz modorra. Recibimiento lerdo al fin y al cabo. Pepe Abaroa en piyamas: ¡Qué milagro que vienen!, ¡pásenle, por favor! … Mero trasunto el respirar de tajo la atmósfera casera. Olorcito que jala… Pepe Abaroa en seguida buscando las cobijas, los mejores rincones y: no fue problema acomodar a los tres, ya que su residencia era espaciosa. Espaciosa de sobra para un hombre soltero como él, un mendaz cuarentón que era un costal de mañas, un solitario muy a la moderna: derrochador demente, retacado de muebles a lo tonto. —Buenas noches —les dijo entre bostezos—. Sí, claro… yo sé a lo que han venido, pero mejor mañana platicamos. ¿Mañana? Tan sólo en unas horas —como a eso de la una de la tarde— ya estaban a la mesa departiendo. Tuvo que haber preámbulos, ciertas moderaciones que al obviarse pronto se transformaron en glosa arrebatada, de suyo contrastante con la mudez climática de Eumelia que, con los ojos fijos en el platón de frutas, oía azonzada los atrabancamientos. Cierto que ellos al bies querrían entresacar de todo ese flagrante parloteo uno o varios motivos accesorios que pudiesen caber en un periodo no mayor de seis días. Qué tal una visita a las pirámides, qué tal a Xochimilco. Mientras tanto los tres discutidores comían, bebían café con leche, ni se acabaron una sola pieza de los panes que estaban a su alcance. Unos cuantos, hasta eso, mordisqueados. Júbilo o nerviosismo. Urgencia a fin de cuentas, pero, si a ésas vamos, nada era para tanto, o Eumelia 21 sea: motivo suficiente sería entonces el plan preconcebido por teléfono. Un poco más tranquilos, más con ganas de oír y hablar en orden fueron haciendo cálculos… Tendrían muy buena suerte si el plan les resultaba como lo habían pensado, pero: como lo habían pensado no se iba a poder. Es más: ya de por sí ese día estaba casi muerto. Es que en la capital cada minuto es oro. De modo que debieron levantarse un poco más temprano. Sin embargo, ¡qué le hace! Y lo primero es esto: el consultorio médico se encontraba a una cuadra de distancia (el tal especialista); se dilucida pues la gran ventaja, la gran comodidad prevista antes del viaje. —Por ahí donde están esas antenas de televisión… ¿Las ven?, ¿sí?; por ahí entre las ramas de los árboles… Justo abajo, y también justo el tiempo para ir. Se fueron sin más trámite. Tras el tejemaneje inevitable ya tendrían ocasión de darle rienda suelta a tantas y estentóreas distracciones. Aquellos sueños de cabareteo, hacerlos realidad: era el paso siguiente. Antes de dar un salto en el orden normal de un pormenor, caben aquí los puntos suspensivos o la tipografía que sea más útil para indicar que no hubo contratiempos en lo que toca al rápido traslado, siendo que la fortuna les sonrió: encontraron al tal especialista dispuesto a recibir a la paciente —a la que pidió, luego de media hora de consulta, una prueba de orina y otra de excremento; sorpresivo diagnóstico, ¡caray!, dado que unas reumas por muy mal que se encuentren nada tienen que ver con problemas de estómago—, la receta en seguida, indescifrable siempre, eran más de dos hojas atascadas de tinta; las recomendaciones fueron de viva voz. A cambio el desenfado posterior: en menos de dos horas estuvieron en casa con los medicamentos adquiridos y hablando ahora sí de lo que tanto ansiaban. —Hay un centro nocturno que se ha puesto de moda, se llama Los Infiernos. Si ustedes se deciden podemos ir allí. Aunque el Bar León o el mismo Caracol no son tan despreciables. —Vamos al que tú digas —clamó eufórica Ema. Aunque la abuela enferma… No, no les significaba ni siquiera un dilema, pese al blancor horrendo, trasparente, que apareció en su rostro cuando supo en verdad lo venidero. Resolvieron los tres que ella se quedaría como dueña y señora metida a piedra y lodo en esa casa extraña. No la iban a invitar, sería una ofensa. Lógico es que se armara de valor. Le aconsejaron cómo. Que dejara las luces encendidas y que pusiera música bailable, pero a todo volumen, para que los ladrones no osaran penetrar. Una fiesta fantasma indispensable. 22 Reunión de cuentos Y los rezos y las imploraciones, como apoyo indirecto, para que se sintiera en compañía. También le dejarían sobre un bufete un extenso enlistado de teléfonos en el que figuraban por supuesto los de la Policía, el Cuerpo de bomberos, las Cruces Roja y Verde, sin olvidar los de las amistades principales del vivaz solterón y los de Locatel, sin olvidar tampoco una copia de llaves de la casa, además de una suma de dinero… DE TODO LO QUE EN TÉRMINOS DE APURO SE PUDIERA OFRECER… Tardó el convencimiento porque Eumelia ponía bastantes trabas. De hecho, si nomás por antojo ella hubiese querido frustrarles la salida, ya se imaginarán cuántos achaques saldrían a relucir. No obstante, por enfado, por no seguir oyendo sugerencias, que no son otra cosa más que órdenes, aquí está lo que dijo: —Vayan tranquilos pues. Entiendo que son jóvenes y quieren alocarse. En cuanto a mí, que sea lo que Dios quiera. Y lo que Dios dispuso desde arriba fue que ella se valiera por sí misma como deben valerse las personas que todavía se sienten muy lejos de su tumba. ¿Y luego? Las maniobras. Cada quien por su lado. Emperifollamientos más o menos contra inseguridad alambricada de inocentes palomas que quisieran volar al más allá. Hacia el baile total. Y el “no” de la abuelita paseadora a la fuerza, horrorizándose de su familia. Y hasta quería gritar como una niña. Lo que le entró después de repensar y repensar tonteras no fue siquiera un arrepentimiento sino cierto coraje de mujer, de mujer valerosa y solitaria, pero en una gran casa, desde el atardecer, envuelta ya en aromas que al fin configuraban un aroma intermedio, el cual, para acabar, fue el que impregnó: la casa de dos pisos, con cuatro amplias recámaras, una sala de lujo, un comedor de cedro y tres largos pasillos como para perderse o darse a la tarea de presentir que en cualquier recoveco habría una aparición, muchas apariciones, de toda su familia de una vez, gritándole, injuriándola. ¡No!, no era por ese lado. Mejor, estoica, inexpresiva, quedose como vil espantapájaros luego de que los tres se fueron al demonio. Risas encadenadas hacia el baile. El trío punible, y ella, lerda, a sus anchas, como en cámara lenta fue avanzando… ¿Hacia dónde? A saber… Es que la oscuridad tiene más rumbos, las cosas son de bulto o al tanteo, y sin hacerse una capirotada imaginaria de todo ese sustrato indefinible que es lo negro en lo negro Eumelia de una vez se fue en directo hacia una ventana de las cuatro que había en el segundo piso. La Eumelia 23 luz. El resplandor. Se puso ella, se quiso una romántica cualquiera. Se puso a recordar quién sabe qué diabluras que a lo mejor no eran. SE PUSO. La noche urbana apenas asomando, la insinuación de un fuego de artificio y la fisonomía de un emplastado, ingente, por decir; urbano, por negar. ¡Mundo! ¡Superchería! ¡Necesidad! Rumores atrayentes, formas enamoradas del horror y la entrega, y Eumelia, por lo mismo, queriéndose quitar de la cabeza esas barbaridades que le decía su madre, las cuales desde luego la mamá debió haber aprendido de sus antepasados, y así hasta los inicios españoles. “¡No vayan!, ¡no sean tontos!”, sería el lema perpetuo, más bien es y será. Sin embargo la abuela a sí misma se dijo: —Yo creo que aquí la gente se la pasa rebién. En el anonimato. Esta ciudad es el lugar idóneo para perderse y para recobrarse, sobre todo perderse por las calles, nunca dar con un sitio y dar con todos. Perderse pues, a cuenta y riesgo propios, tal como se perdieron su hija amelcochada y el vago voluptuoso allá en Mc Allen o tal vez en Donna. Entonces la abuelita atisbó en un antojo de amorcito de madre: verla aquí… Ver a su retoñito ya bien establecido y no nomás mirarlo en los retratos, sino, si se pudiera en carne y hueso; en cuanto al vago: no, no tenía caso verlo. Y se durmió la pobre en un sillón, espacio le sobraba. Hacia el amanecer los deseos de la noche se apagaron. La hija entre tinieblas y el vago iluminado eran como una hoja desprendida de un árbol. Hacia el amanecer, como si la empujara algún resorte, Eumelia fue en directo a la cocina. Un frasco, ¿dónde?, y no tardó gran cosa en encontrarlo. Por cierto el excremento, ¡qué deseos!, ¡cuántos pujidos necesitaría para siquiera hacer un mojoncito del tamaño de un chile jalapeño! Pujó y pujó y lo hizo, lo colocó en un frasco vacío de Nescafé. No se puede negar que dicho proceder en un principio debió causarle mucha repugnancia, pero vino la tapa salvadora y la bolsa vistosa: una de Liverpool, y entonces ya ni qué: aquello era un tesoro. Para su mala suerte la orina nunca vino. El tal especialista le había dicho que a eso de las seis de la mañana se presentara con el par de muestras, además de bañada y en ayunas. ¿Bañarse? Eumelia lo pensó. Es que en la madrugada… Agua caliente había, lo comprobó… ¡Vamos! La temblorina. La caricia del agua y el desvío imaginario… Llegar a toda prisa al consultorio para decir de buenas a primeras: Aquí está el excremento que usted me pidió ayer. Ojalá que le sirva sólo eso, porque, por más que quise, no salieron los meados. 24 Reunión de cuentos Ja, ¡qué descaro sería decirlo de ese modo, al estilo ranchero! Por lo mismo vendría la corrección de aquél: Por Dios, señora mía, se dice orina. O-R-I-N-A simplemente, así como lo oye… Y bajo el chorro de agua la reumática reía, reía triunfal. Casi en tres zapatazos estuvo al punto: lista para salir sin avisarles a los que de seguro habían llegado rancios, tambaleantes, adivinando entre la oscuridad blanduras, asideros, lechos para caerse como tablas. En tanto que la abuela vivaracha —y no por ir en contra de toda esa molienda musical— estaba a un tris de abrir puerta tras puerta hasta ganar la calle. Situémosla expedita, con aires de grandeza insuficientes como para avanzar despreocupada. Iba, no obstante, dizque muy retadora de la Ciudad de México. Mal vestida por cierto, a las carreras, a pesar de que no eran ni diez para las seis. Falda y blusa arrugadas, un chal, un par de chanclas, y todavía arreglándose la greña; libre, medio ridícula, pero sin el embargo de saberse no tanto vigilada sino compadecida. A cambio el espectáculo naciente. Gente bicicletera, en motos o de a pie: pimpante o agachada. También muchos camiones. También muchos tamales, humaredas; y modos, jeringonzas, y brotes de agresión. La chistosada en ciernes, contrapuesta, a guisa de paliques pendencieros en medio del apuro general. Y Eumelia, por contagio, por no dejarse ir tras un deslumbramiento, aceleró su paso. Guiada por su intuición y su memoria debía entorilarse nada más: por esa misma acera: sólo con la idea fija en su cabeza de encontrar el dichoso consultorio. En cuanto al excremento, ni quien se percatara de que ella lo llevaba paseando en una bolsa lechuguina, o sea: conforme al movimiento de su andar: sus brazos en vaivén: en una de sus manos el pendiente. Sí, la cosa codiciada, la apariencia de algo muy valioso y cuando más se iba arrepintiendo de haber fraguado en su imaginación vanas y espeluznantes tonterías: ¡bolas!: un hombre encarrerado le arrebató la bolsa y en menos de un segundo se desapareció, a lo mejor ya andaba volando entre las nubes. Metáfora engañosa, porque tan sólo el nombre Liverpool, sea pues lo estilizado del objeto y las mil deducciones sobre la demasía, ah, ¡qué fina desmesura!, ¡qué innoble paradoja! —¡Deténganlo!, ¡detente, miserable ladrón! ¿Qué? Nadie, ¿para qué preocuparse de lo que no preocupa? Entonces la abuelita como pudo se encarreró con fe hacia donde creía era más conveniente, pero a unos siete metros dio el ranazo. ¡Detente! … ¡Detengan al ratero! Nomás por no dejar volteó hacia arriba, y al no ver más que pura nublazón Eumelia 25 mejor trató de incorporarse pronto, no fuera ser que luego le robaran una prenda cualquiera. Tenía que refugiarse, pero ¿dónde? Y se sintió más sola que un tejón… ¡Al diablo el excremento! Imposible alcanzarlo. Ya le faltaba poco sin embargo para llegar a… El tal especialista la recibió gustoso. (El consultorio por primera vez la hizo sentir que estaba, o que iba entrando a un lugar parecido a su recámara, la de siempre: olorosa, sumida en un alcohol adulterado.) Estaba la mujer para quejarse. Sacó de sopetón lo que traía entre dientes como si el que la oía fuese su salvador, su ángel de la guarda, su cristo o su mamá resucitados: —Me robaron las muestras de excremento —y poco a poco fue la explicación que en tres o cuatro frases no pudo redondear. A lo que por tan simple desventura el tal especialista creyó sobreentender que no era exagerada la noticia. Algo para reírse a carcajadas, aunque también para guardar las formas; por ende se llevó tres dedos de la boca, disimulando acaso un estornudo. De suyo, a lo que le parecía un drama innecesario él podía darle un giro de comedia. Así, queriéndose tal vez condescendiente, le respondió con tono de padre celestial: —Pero, señora mía, eso es muy fácil de solucionar. Venga mañana a esta misma hora con lo que le pedí. Si por algún motivo usted no puede obrar, con la muestra de orina me conformo… Y Ahora sí discúlpeme señora, tengo que despedirla, es que estoy saturado de pacientes. Mi agenda está completa, ¿usted me entiende? La verdad entendible, o al menos inmediata, es que en el consultorio había un silencio tal que casi era imposible suponer que los pacientes y las enfermeras se hubieran escondido en un lugar ficticio mientras ella estuviese en tiempo de consulta. Bah, no fueron ni siquiera diez minutos. La despidió. Se fue. Algo la despidió en definitiva. Luego: balandronadas: hacer la conexión con las sentencias dichas por su mamá; hacer la conexión con el ratero, nomás por puro antojo, pero… ¿Tendría caso saber hasta dónde llegó? Eumelia pudo entonces concebir que en una esquina (de las tantas que hay en este laberinto), o en un mugre resquicio, probablemente el frasco de Nescafé estaría ya no digamos que partido en cuatro, sino hecho un batidillo nauseabundo: añicos y acidez a la intemperie y… La abuela iba furiosa… ¿Qué les iba a decir a los cabareteros?, sea pues ¿a los que amodorrados, o con franco desgano, oirían el suceso como oír un merengue muy mal ejecutado? Lo cierto sería entonces una grandiosa mueca a modo de respuesta, una mueca de enfado, de plano indiferente, no obstante que la abuela tuviera la razón. 26 Reunión de cuentos • La voz del río La soledad es legendaria como los ríos y como los perfumes impregna. JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ ¡Mira!, como aquello de allá… sí… como aquello. El río avanzaba entre la oscuridad, solitario, casi invisiblemente. El río traía en sus pulsos lunas despedazadas y acaso fuera aquello que se batía en la calma. Edimiro dormía, mal, como siempre, boqueando bocabajo luego de antes en que hizo lo último: colar salvado, pulir las herraduras: antes, en la tarde de hoy. Pues nada, que Edimiro no sabía qué, por qué, y de repente un grito vino a él… Grito como de hombre que se ahoga o también como si pareciera un leño que pega contra el agua. Cosas de ideas de azar. Como aquello de allá… sí… como aquello que busca una distancia. Y la voz se diluye. Largamente una o de vapor sobre las aguas, el sonido de un eco. Edimiro que va, pronto llega —el río tranquilo, sereno como siempre— tan luego que se sienta sobre la pura chuqui de la yerbaelmanso y se queda a esperar. Oscurece más hondo. Las corrientes se abisman en una exhalación oscura como la pesadilla. Viene el día y la noche después y la voz ya no se vuelve a oír. Entonces por sobre la maleza de un vientecillo hojeando hizo crecer una iluminación de trece lámparas: unos hombres buscaban las huellas del ahora difunto. Que ayer hubo un ahogado. ¿Ayer? Ayer… dicen las gentes que supieron. Mas nunca lo encontraron. Y, ¡por cierto!, ¿el Edimiro dónde se habría metido? Y así fueron pasando muchos días, y la voz, la voz algunas veces se perdía entre las nubes… sí, algo, como aquello: aquella idea de aire encerrada en algún acabar. Y el río avanzaba lento, el río de allá, detrás de la arboleda. Azul de transparencia que luego quiebra por entre las colinas de San Buena. 27 Quién es quién o quién no es alguien • A Adriana Jiménez Si uno pudiera olvidar sus sueños, el tiempo se abreviaría —¿Qué tan lejos estamos ahora del principio? JAIME MORENO VILLARREAL, “Caudas” Porque la suerte es la suerte, y quien la tiene, la tiene de más. Porque no hay nada como decir mentiras cuando otros procuran verdades al vapor. Porque no hay pretensión ni reconcomio, sino, más bien, pura anarquía mental. Eso —todavía poco— es Luis Carmona: el noble gigantón que aproximadamente hace quince años nadie daba por él un cacahuate. Y lo que son las cosas: hoy vive como rey. Guapísimo el fulano pero tonto, maníaco, desquiciado, según los comentarios de enanos envidiosos, esos que ya quisieran llegarle a la cintura. Lo bueno es que el gigante mentiroso ya está muy lejos del estercolero. Lejos, sí, en una isla de Europa, casi inculta, el héroe de intramuros en completo reposo, con la sonrisa última del sabio, moviendo la cabeza levemente para un lado y para otro… o como sea mejor, pero feliz, asaz despreocupado, sin más ansia que estar en donde está. —La verdad yo lo envidio— dice Adalberto Armijo. —Pues yo no, para mí no es un caso edificante— contesta Pedro Garza. Remembranzas fatales se cocinan entre ellos: los amigos: apenas si se acuerdan de aquel asunto trágico en el que Luis Carmona de chiripa salió vivo y sangriento. Fue una riña bastante desigual provocada por él que, haciendo gala de superioridad, como siempre lo hacía, a lo tarugo impuso su imagen grandulona, y los enanos, a la voz de “ya”, le cayeron en bola y… De más está decir que su cabeza parecía un jitomate reventado. Una rojura horrenda que a la hora de la hora fue gloriosa, porque, a la inversa, en su joven encéfalo algo bueno pasó: un reacomodo exacto, milagroso, capaz de darle un giro a su destino. De momento sus padres lo curaron con húmedos vendajes de agua oxigenada, pero necesitaba cocimientos casi en un dos por tres, antes de que la choya se le cayera a cachos: desflorada: ¡qué magias postrimeras! La sangre, mientras tanto, florecida, manando todavía como venero tétrico. ¡Qué lástima! ¡Qué tra28 bajos urgentes requería el peleonero! Y también qué trabajo llevarlo al hospital sin que dejara rastros en el coche o en las duelas de allá cuando llegaron rápido exigiendo atención. Por lo pronto, ni modo, el goterío paró después de un largo rato, unos veinte minutos. Nomás no pudo el guardia cirujano detener la hemorragia en menos tiempo; nadie, pese a las enfermeras correlonas y al nerviosismo loco de cuatro paramédicos. Listo, al fin; regresar fue costoso. El padre iba llorando y manejando. La madre, en cambio, mejor que se quedara rece y rece, en casa, en paz, no fuera a desmayarse la infeliz en el momento más inoportuno. Decisión en un tris tomada por el padre, quien a la postre en calma, reprimiendo un plañido que no conducía a nada —aún al volante, a gusto, en la avenida sola, más allá de las dos de la mañana—, le soltó al hijo la recomendación: —Esto es para que aprendas a no andarte peleando, sobre todo con gente pandillera. A lo que Luis Carmona, sumido en entresueños, no supo de quién era aquella voz. No sabría discernir más adelante otros tantos consejos, sino sólo un vaguío de palabras dispersas… “Más adelante” quiere decir “al rato”: la llegada a la casa, y todavía el discurso con airecillo lerdo. Palabras que se pierden porque no suenan fuerte. Palabras subconscientes para alguien que ignora por completo cuál es la realidad y cuál es justamente lo contrario. Bájate —dijo el padre—, ya llegamos. Pues no, eso era lo difícil. El juvenil gigante estaba semimuerto, vegetal, sin quejidos, y el padre cómo diablos iba a cargar la mole, ni con la ayuda de la esposa, ¿cómo?, ¿cómo sacarlo?, ¿cómo despertarlo? Decidieron dejarlo ahí en el coche para en seguida encomendarse a Dios. Padre y madre turnándose, media hora cada quien, hasta que amaneciera. Cuidarlo, ¡qué problema! De todos modos respiraba el hijo, nunca dejó de hacerlo. Afortunadamente. Vino la luz. Vinieron los vecinos. Aparecieron Adalberto y Pedro: los amigos de aquel que antes del accidente no quebraba ni un plato, los que hoy cervecean y botanean rememorando partes claroscuras del que fuera, sólo por su presencia, mas no por su donaire, su ángel de la guarda de a de veras. Atleta inconcebible en la barriada; potente ilusión óptica a distancia para los envidiosos montoneros: los sañudos rivales con las manos abajo esperando el momento. ¿Cuál venganza?, ¿por qué? Sólo porque medía más de dos metros daban ganas de hacerle una trastada. Y más porque traía revoloteando, sin que se diera cuenta, a un enjambre de zonzas soñadoras que deseaban estar entre sus brazos, besarlo donde fuera, y más cositas de ésas. Pero aquél en las nubes andaba enQuién es quién o quién no es alguien 29 tretenido, lejos del hervidero terrenal: tan minúsculo emplaste en movimiento, en un nivel oscuro, de subsuelo; mientras que acá, flotando, el pensamiento santo de quien nunca, por ende, miraba de soslayo. Siempre a los ojos, sí, como los inocentes. Pero por paranoias que no viene al caso deslindar, la caterva de jóvenes mambús lo miraban de lejos como a un monstruo salido de un pantano. Monstruo que hacía preguntas demasiado lunáticas como las que se citan: ¿Es posible viajar de Mexicali a San José del Cabo en un patín del diablo sin bajar ningún pie de la tablilla para empujarse un poco? … ¿Por qué los hombres no están capacitados para saltar un cerro sin que les pase nada cuando caen? … ¿Es posible ligarse a una mujer hablándole de amor a base de ecuaciones? … ¿Ocurrirá algún día que en lugar de caballos salgan bebés gateando en los anuncios que hacen de Marlboro? … Y los otros reían enajenados pero siempre por dentro, dado que si lo hacían abiertamente con la lengua de fuera, él nada más mostrábase insumiso endureciendo mucho sus facciones y haciendo relucir su vozarrón de león acorralado: ¿Crees que no debo hacer esas preguntas?, ¿me juzgas deshonesto?, ¿crees que pienso idioteces? Descomunal amago embaucador. Un sí o un no debían comprometer, mas lo que interpretaban los enanos iba por otro lado: podían salir golpeados si porfiaban en dimes y diretes, pero, pues, que se sepa, el gigante jamás le puso un dedo a ningún ser humano; sea lo que sea, no obstante, lo real es que en el barrio la palomilla le sacó la vuelta, excepto… Los que le daban hilo a sus desbarajustes son los mismos que hoy, devotos del alcohol, añaden algo más al caso inevitable. Retazos van y vienen, ciertas glosas pendientes, ríos y montañas de información sabrosa, lagunas hay: enormes, como enormes silencios al respecto. También, ¿y por qué no?, se entresacan paráfrasis agudas que parten de la sorna descarada para llegar a análisis muy serios sobre patologías sin solución. En fin, y ¡qué desgracia!, que ellos ya sean personas sistemáticas. Poco se ven, no hay tiempo como antes, porque tienen horarios hasta el tope. Fingen, de todos modos, al pretextar que están muy ocupados. Pero de vez en cuando, aprovechando ambos sus vacíos laborales, pegados al teléfono se quedan más allá de una hora contándose idioteces del pasado; a veces se dan cita en un bar céntrico, y aunque hablan de lo bien que les ha ido, reviven esa época muchacha, que resulta incompleta, desde luego, sin las maquinaciones del gigante. —¿Te acuerdas qué trabajo nos costó llevarlo hasta su cama? —dijo Adalberto al tiempo que levantó las cejas lo más alto posible. En total fueron seis los que ayudaron. Puros hombres chiquitos, quehacerosos. Fue la madre afligida la que pidió socorro en las casas contiguas. ¡Claro 30 Reunión de cuentos que sí!, en seguida. Era un favor muy leve. Ya una vez en su lecho el bulto fofo, bien a bien no se sabe qué día se despertó. La información correcta hay que inventarla. Con que fuera siquiera una semana… Venga la discusión de los amigos, las inexactitudes… Aunque en la perspectiva del recuerdo hasta parece lógico y sensato que haya permanecido un poco más. En estado de coma no es tan fácil volver a lo normal si no es por obra y gracia del Todopoderoso. De suyo, si el milagro sucede, ¡qué bien! Felicidades. Pero ni para cuándo los padres del grandote querrían entretenerse con suspiros como ése. Al contrario, temían que su retoño ya no hablara jamás, ¿y cuál? El día menos pensado, para sorpresa de ellos, se soltó palabreando cual rorro de ventrílocuo, a pecho abierto, lírico, semiconsciente, cáustico, porque se imaginaba en plena lucha contra el montón de enanos que en oleadas continuas se le dejaba ir. ¡Hijos de la chingada!, van a ver… Y de ahí en adelante la impune extraversión a rienda suelta, donde majaderías comunes y corrientes, tales como “¡cabrones!”, “¡putos!”, “¡pinches!” se repitieron más de veinte veces. ¡Locura exuberante contra la inmaculada decencia de la casa! Pues, ¡qué barbaridad! Por lo pronto la madre se persignaba en friega, pero como eran tantas las corrientadas dichas, terminó por huir a la cocina, lejos, la pobrecita, o sea… Lo que hizo fue prender la licuadora nada más porque sí… Después vino la calma, la corrección total. Cierto es que Luis Carmona hablaba a solas. Cierto es que mascullaba groserías, aunque en tono menor, que ya es bastante, y: la mesmedad se impone de una vez: hubo reconstrucción en su cabeza; reconstrucción onírica, parcial, porque… Veamos ahora. Transcurridos tres meses más o menos una vez en la calle Pedro Garza lo vio: sentado en la banqueta de enfrente de su casa, jugaba con un hilo, y decía algo que Pedro alcanzó a oír: …Ya me las pagarán uno por uno… Tan concentrado en lo que hacían sus manos no se dio cuenta de que el otro se acercaba hasta que vio la punta de un tenis colorado; entonces por instinto sacudiose, poniéndose las manos en el cráneo. El hilo se quedó entre los cabellos. —Oye, ¿no te acuerdas de mí?, ¿adivina quién soy? —No… ¿por qué…? ¡Vete! —Soy Pedro Garza, tu cuate de la prepa, tu vecino. —¿Pedro? —las conexiones y los silogismos. Las preguntas abstractas, desmedidas, a cuán más imposibles de una respuesta justa. Ah, y la iluminación reveladora: el nombre legendario—. Pedro… Hay un Pedro en el barrio… tiene que haber un Pedro… Quién es quién o quién no es alguien 31 —El mismo, el único, quién más que yo, ¿te acuerdas? —Creo que ya me acordé… Tú eres Pedro, el chaparro, ¡claro que sí!… ¡Qué bueno que llegaste! —Tenía ganas de verte, pero cuéntame algo… ¿Cómo te la has pasado? —Pues he andado de arriba para abajo, viajando sin parar. —Ah, sí, ¿de veras?, ¿y me puedes decir a dónde fuiste? —A San José del Cabo. —¿Y para qué tan lejos? Luis Carmona, que había dejado el hilo revuelto en su cabeza, se llevó cuatro dedos a la frente, los mismos que subieron por el pelo, como suaves tentáculos, para en seco frenarlos, cerca del molinillo. Enredo, hilo, ¿qué hacer?, ¿contarle el recorrido? Y sus miradas fijas ahora sí: la una hacia la otra; y el asomo de duda por un rato. Aunque también las muecas complacientes. Sutil la idea inicial para lanzarse. El desparpajo a punto y: —Pues me fui a San José en un patín del diablo. Allá estuve tres horas nada más, aunque tres horas muy bien aprovechadas, o sea… Hice una transacción con un señor. Cambié el patín del diablo por una bicicleta de carreras, que fue en la que me vine a Mexicali. Con decirte que el viaje de ida y vuelta no duró ni dos días, no me cansé siquiera. —¿Y me podrías mostrar la bicicleta? —No, porque deja explicarte. Al llegar a mi casa estaba un tío comiendo, lo invitaron mis padres. Nos dimos gran abrazo. Platicamos bastante. Luego del postre y eso, salimos al portal, y entre que no y que sí le echó un ojo al vehículo. Como a ese pariente yo siempre lo he estimado, le dije así nomás: “¿Te gusta? Te la doy”. No lo pensó dos veces, y que la carga y que la deposita en la enorme cajuela de su carro. —Luis, la verdad, ¿cómo puedes decirme a mí esas cosas?, ¿por quién me tomas?, ¿eh? Sabes que no te creo. —¿Entonces piensas que soy un mentiroso?, ¿me crees capaz de verte la cara de tarugo? Yo no me porto así con los amigos… —Es que es irreal, es demasiado ilógico… Y de una vez te digo que no quiero meterme en discusiones. No me expliques detalles… De lo que sí me doy cuenta es que quedaste mal de la cabeza. No te has recuperado del golpe que te dieron. Yo que tus padres te llevaba ahora mismo a un hospital psiquiátrico. —Pero es que soy muy rápido, de veras. Hasta se me hizo largo el viaje de regreso. Con el patín del diablo… —¡Basta! No te creo ni de chiste. Y ya me voy. No soporto que quieras 32 Reunión de cuentos explicarme lo que no me interesa. Te dejaron los sesos al revés. Te jodieron y ¡punto! —Pero te juro que… —Adiós. Pies en la realidad para huir del embrujo. Pies de prisa. Esfumino. Pedro Garza quizá: mente ingeniera, estricta, ¿cuándo regresaría? No daba chance nunca. Al demonio los déficit. Horrores de la vida cortados por lo sano. La amistad para él era una superficie casi aterciopelada. Roce y satisfacción y magnetismo espurio. Personas-personajes-muñequitos parlantes, y todos instalados en lo mismo, al fin de cuentas poco: trágicas miniaturas en un teatro al que acuden crédulos mentecatos. En reducción el nudo, la verdad circunscrita a una sola palabra. Pobredumbre ¿tal vez? O agua que siempre corre, inabarcable, ajena, que no importa, no sirve, no se puede beber. Historia revertida para Adalberto Armijo, quien al oír lo grueso y lo superfluo del caso referido le dio un trago muy grande a su café con leche. En ese tiempo nada de cervezas. Pura buenaventura relamida. Sabores que no llegan ni se van. —De modo que se fue por toda la península en un patín del diablo y regresó feliz en bicicleta. Maravilla tenaz, poética sonrisa, porque ya despuntaban los morbos deliciosos. Adalberto no quiso por lo pronto reprocharle a su amigo archicuadrado su actitud radical. No era tema de intrigas el desajuste aquel. No en esas circunstancias donde los menoscabos son patentes. Llamar a la cordura a un exagerado era tanto más loco que no seguirle el ritmo nada más para ver hasta dónde entraría en dubitaciones. Pero Adalberto no sacó la idea, sino que hipócrita y alucinado fue a buscar al gigante un sábado en la tarde. Quería desenredar el hilo mágico. En la casa de Luis tardaron en decirle que por ahora no. Tocó más de diez veces y lo dicho. En realidad los padres no querían que su hijo anduviera en la calle. En resguardo seguro durante un largo periodo evitarían que fuera nuevamente atacado por esos pandilleros sin futuro —sobrecogidos todos, al acecho—, quienes por intuición debían temer una venganza en grande, ya no de parte de la familia en sí, pues sería lo de menos medir fuerzas, sino de las patrullas policiacas en continuo rodeo, preparando en secreto una emboscada para meter de bulto tras las rejas al montón indeseable. Pero el plan no era ése: por lo visto: de nadie contra nadie. Sólo que los terrores siempre dan de qué hablar. De otro modo, la paz es consejera, trae buenos resultados, y la huida también. Porque, inclusive, desde el momento mismo del percance, el padre Quién es quién o quién no es alguien 33 contrariado atisbó en un deseo que venía alimentando de un tiempo para acá: un día de estos cambiar de domicilio. Sí, aunque… Resultaba carísimo y latoso emigrar a otro barrio, a otra colonia un poco más tranquila, donde no merodeara la negrura y salir a la calle a cualquier hora significara una emancipación. Por mientras, sin embargo, vaya que era molesto resignarse a lo tétrico, teniendo a su retoño de dos metros metido a piedra y lodo en su recámara, como infame gorila encadenado repitiendo la frase subconsciente: Ya me las pagarán uno por uno, hasta eso que en voz baja; mas cuando el arrebato allá de vez en vez, luego de varios días de no ver más que imágenes sagradas de Beatles por doquier y cristos parecidos a jipis de Los Ángeles, entonces sí la voz era un estruendo casi casi apoteótico ¡Pinches güeyes cobardes!, ya verán… ¡Enmierdados culeros, hijos de Blanca Nieves!… La sandez impetuosa, incontrolable, tanto así que la madre, al oír espetar las palabrotas, se metía de inmediato al tocador y con el ruido de la secadora ahuyentaba la racha endemoniada. Endemoniados fueron esos días de encierro y pesadez. El padre, por su parte, con lápiz en la mano, a veces con el cuerno telefónico pegado a una oreja para pedir informes, calculando apurado lo que le iba a costar tener a su hijo en terapia intensiva: por cuánto tiempo, dónde, cómo saber si en Mexicali había un hospital confiable, cuándo llevarlo o si era necesario armarse de paciencia; y haciendo presupuestos se dio cuenta de que no tenía dinero para eso, a menos que vendiera los muebles de su casa podría traer cuanto antes a su orate adorado a la normalidad. Entonces los suspiros solitarios: Ah, si la Cruz Roja hiciera esas labores… Así también: Si el Seguro Social aceptara a la gente independiente… Y mientras tanto la normalidad se reducía a un reguero de chasquidos domésticos, pasos por todas partes, soliloquios, rechines, tan sólo trabucados por timbrazos que a diario y hacia el atardecer asestaba Adalberto: en vano, siempre: hasta que un día le abrieron: el padre, harto de estrépitos, con pistola empuñada salió a ver. Reconoció al enano compañero. Pero como a partir del accidente creía que en la manzana proliferaban moros con tranchete, pues le hizo unas preguntas al molón. —¿Qué se te ofrece?, ¿por qué tocas el timbre de esa forma? —Quiero ver a mi amigo. Desde hace tres semanas quiero verlo. —Está bien, pero júrame aquí que tú no tienes ligas con los de la pandilla. —Lo juro por Dios Santo. No me gustan los pleitos. —Bueno, pásale pues. Nomás quiero decirte que si le haces algo cuando estés en su cuarto, te disparo seis balas en la panza. 34 Reunión de cuentos —No, señor, yo vengo a platicar. No se preocupe. El enano avanzó paso a pasito por el jardín frontal —jardín clasemediero, cualquier cosa de flores y zacate—, detrás de él la pistola apuntadora, como presentimiento. En potencia el terror que iba acompañando. ¡Si volteara de pronto el visitante! Si, de hecho, supiera que la madre sacaba a su retoño un rato nada más a la banqueta (las oportunidades se prestaban en ausencia del padre. Media hora cuando mucho, al aire libre, solo. Siempre que no se fuera más allá, ni a la esquina: porque allí empieza —entre Escila y Caribdis— el trance climatérico, y el loco obedecía como perrito, le convenía ser dócil con tal de estar en Babia, despejado, hablantín, imaginando viajes rapidísimos. La doble vigilancia de la madre, entretanto: ojos para el reloj y ojos para el hijo, a sabiendas de que al filo de las cuatro de la tarde volvería de la chamba su marido. Por lo mismo: Ya es hora de que te metas a tu cuarto. No te vayan a ver los pandilleros)… Como no sabía nada de esas cosas —Pedro no se lo dijo, sea por desidia o por mera ignorancia— Adalberto no pudo evitar la amenaza del padre chacharero, quien ahora, de nuevo, cuando ya el visitante estaba a punto de subir los peldaños, lo detuvo diciéndole: —¡Espérate, no subas! Sólo quiero saber si a ti no te han golpeado ésos de la pandilla. —No, señor. Todavía no me pegan. —¿Y por qué crees que no? —Bueno, tal vez porque yo soy de su misma estatura. No me tienen envidia. Una respuesta perfectamente lógica para subir al cuarto quitado de terrores y encontrarse al gigante de hinojos, abstraído, jugando a los carritos… Ruuunnn-ruuunnn: los arrancones, y un “hola” secundario que no distrajo a Luis. Luego de unos minutos al fin se saludaron. No hubo sorpresa, no, sino sonrisas cómplices: cierta adivinación porque el gigante, sin pensarlo dos veces, sacó esto: —Quiero contarte algo, por eso te llamé hace veinte minutos y es que ya estoy usando mi poder telepático —Adalberto en principio se arrogó la postura del ídolo de barro al que muchos le cuentan y le rezan: ningún gesto siquiera, absoluta reserva y atención invariable, previsor de los yerros por venir, dispuesto a darle aire al notición—. Hace unas tres semanas estuve en San Quintín. Me fui en mi Barracuda convertible, arreglado con máquina de Thunderbird. Hice como una hora de aquí a allá. ¡Vieras qué impresionante! El carro, la verdad, más que correr volaba. Todo iba a todo dar cuando de pronto Quién es quién o quién no es alguien 35 algo se descompuso. ¿Sabes lo que pasó? Ah, al poderoso carro, de buenas a primeras, se le trabaron las velocidades. Después de batallar con la palanca por más de media hora sólo entró en reversa. Si le hubiera seguido a la mejor lo arreglo, pero yo tenía urgencia de regresar a casa y, pues, ¡ni modo!, me tuve que venir tal como estaba. Ya te imaginarás. No creas que es placentero manejar de reversa, con el cuello torcido. ¿Tú en mi caso qué harías? Lo que has de ver es que hice el mismo tiempo que en el viaje de ida. Adalberto no supo si reír, alarmarse o salir disparado. Alegrarle sería como entrar indefenso a un remolino absurdo donde las volteretas no llegaban a nada. Por eso es que de plano prefirió ser hipócrita —no como Pedro Garza, el claridoso, quien por lo visto no tenía corazón—. De ahí en adelante (¡asco!) ya ni qué: tuvo que soportar el vendaval de charras desmedidas, limitándose así, por no dejar, a las exclamaciones y modales de los buenos compadres: “¿de veras?”, “¡no me digas!”, “¡qué extraordinaria hazaña!”, para que de este modo su amigo se animara a seguir ensartado en la exageración: una espiral que ampliaba cada vez más sus círculos. Toda la tarde, y luego: Ya me tengo que ir. Pero mañana vengo. La cosa es que Adalberto acudía como autómata de lunes a domingo a escuchar el rejuego chapucero. La atareada locura iluminada de un creador de epopeyas, donde el héroe —arbitrario— deseaba ser más grande que el mismo Superman. Lo era, por supuesto, en estatura al menos, y no se diga en cosas volanderas ni en atarantamiento. Un atarantamiento que viéndolo de frente, a las claras, tal cual, se asemejaba a un pozo de luz inagotable. Las mil transformaciones de un interior feliz. Más durante aquellas tardes: los dos se anochecían. El inmóvil escucha (monigote) y el otro, en pleno vuelo, hasta que el padre interrumpía el monólogo: Por hoy es suficiente. Mañana, Dios mediante, pueden verse si quieren. Visitas religiosas. Encuentros trapisondos. Así la fantasía. Las horas en aumento. Asuntos varios, pues, y aquí se cita uno como ejemplo: que en San Francisco andaba Jesucristo autografiando biblias; hasta allá fue el gigante por la dedicatoria. ¿En su patín del diablo? Sí, en efecto. —De regreso me dio por festejar lo que había conseguido. En principio, nomás de puro gusto, lo que hice fue arrojar mi patín a la Bahía y desde el Golden Gate. Ya te has de imaginar que anduve como bestia caminando con mi biblia en la mano. Al llegar a Los Ángeles me acordé que allí estaba Disneylandia. Tenía tantos deseos de subirme a los juegos, de comer chilidogs, etcétera y etcétera. Pues me fui para allá. Y ahí me ves como niño disfrutando paseos de fantasía. No vayas a creer que me dejaron subirme al carrusel de 36 Reunión de cuentos caballitos; bah, que al cabo ni quería. Además, para serte sincero, a mí todo lo hípico me enferma. Me parece ridículo subirse a un caballo cuando en la actualidad ya existen otros medios de transporte. Ya te imaginarás cómo me vería yo dando vueltas y vueltas creyéndome vaquero. Adonde me subí, y esto sí te lo cuento, fue al cohete de la NASA, el que llega a la luna en casi diez minutos. Pura ilusión, ¿me entiendes? Pero la gente cree, en un momento dado, que el viaje es de a de veras. Yo nunca lo creí, a mí no me hacen guaje los que inventaron eso. Al contrario, no le veo mucho caso ir a un lugar tan raro donde no hay ni siquiera un restaurante, ni personas ni nada, ¡ni aire! para acabarla. Te confieso que cuando me bajé del cohete aquel me sentí deprimido. Huí de Disneylandia luego luego como huir de un ensueño que aparte, la verdad, es demasiado caro. Y todo ¿para qué?, ¿para hacerse ilusiones nada más? Yo tengo una palabra que en sí misma define a Disneylandia, pero no se me antoja repetirla porque me da coraje. Mejor quiero contarte lo siguiente, esto es, una vez que ya estuve lo bastante alejado de aquel país fantástico, se me ocurrió otra cosa: caminar por las calles de Los Ángeles, perderme porque sí; lo que me resultó bastante divertido fue llegar a un freeway. Me subí a un barandal de puente para hacer equilibrio con brazos extendidos y mi biblia agarrada tan sólo con la punta de los dedos, o sea, los dedos de la mano que estaba hacia el lado del abismo, era bastante feo notar que mero abajo pasaban muchos carros y camiones a gran velocidad. Pero no me dio miedo hacerla de cirquero y ahí voy a tientas más o menos bien. Bueno, ¿pues qué crees que pasó? Perdí la vertical, caí, pero, ¡atención! Justo en ese momento pasó un camión repleto de colchones. Reboté a todo dar, aunque… se me zafó mi biblia autografiada, eso sí me dolió, porque ni modo de recuperarla y, sobre todo, estando yo en el aire echándome maromas sin querer. En cambio fue muy padre lo demás, es que al precipitarme de nuevo hacia el abismo, caí sentado en el asiento blando delantero de un carro convertible, manejado por una gringa de ésas de película, dueña de un cuerpazo que mejor ni te digo, ¡unas piernas!, ¡un busto!, ¡un rostro mitológico! Y lo más increíble es que portaba tanga, y por si fuera poco traía anteojos ahumados y blonda cabellera flotándole hacia atrás. ¡Bellísima la tipa!, ¡viejononón sin par! Ella, al instante, se puso muy contenta que un hombre de mi traza le cayera del cielo. Entonces fascinada me dijo “hi, professor” y yo le dije “hi, pues cómo no”. Las escenas siguientes fueron una delicia. ¡Qué grandes pasteleos sobrevinieron! Sin pensarlo dos veces me invitó emocionada a su casa playera. Hicimos el amor como debe de hacerse: ensayando incontables posiciones, a la manera egipcia por lo pronto: parada de Quién es quién o quién no es alguien 37 cabeza la mujer, pero yo no, ni madres. Después, ¡cuánto relajo! Que a la manera sueca, neoyorquina, peruana, china, hindú, vietnamita y quién sabe qué más. Fue tanto empinadero que ella pidió clemencia: ¡Ya no puedo seguirle!, gritó casi deshecha, y me corrió la ingrata de su casa. ¡Lárgate ahora mismo, infame semental!, me lo dijo furiosa entre español e inglés, pero yo le entendí. ¿Qué le podía decir si estaba toda fofa acostada en la alfombra de la sala, semimuerta la ingrata? Yo me sentí muy mal, me sentí más perverso o más potente que un narcotraficante, empero mordisqueado y arañado como un perro después de una batalla contra un gato siamés. Así, autosuficiente, a pie me regresé hasta Mexicali. Y lo hice a propósito, porque iba tan feliz de ir recordando mi hazaña estrepitosa. Tal vez lo negativo de todo esto es que perdí mi biblia en el freeway. En ráfaga los hechos, y Adalberto, semisonriente, apenas, enseñando sus dientes de conejo, atónito, estatuario (el mismo gesto de siempre), sin osar, ni de chiste, poner en duda algo, hacía esfuerzos magnánimos por no decir: “¡Espérate, no friegues!, ¿por quién me estás tomando?” También, y por lo mismo, le costaba trabajo despedirse de Luis, cortar su vuelo en seco. Consentidor perplejo al fin y al cabo, deseoso que el papá viniera cuanto antes a interrumpir la plática-monólogo, a despedirlo pues, porque ya anochecía, soportó sin embargo otras tantas descargas mitoteras como si se tratara de un cilicio fatal. Por ende tal largueza no podía estar expuesta a los tijereteos. Tarde con tarde, así, sobreentendidas, las visitas autómatas, cada vez más puntuales, así como entredichas el candor y la clama que para estas alturas ya iban de reversa. Esto es, la pureza del morbo representada apenas en alzadas de cejas o en leves movimientos de cabeza. El escucha impasible, con miles de preguntas en la boca. Severa boca burda, en trompa, contenida, de vez en vez, acaso cuando algo se extrapolaba tanto como para advertir hasta qué grado su amigo andaba mal de la cabeza. Y es que a Adalberto se le movían los dedos cual si quisiera asir las fantasías. Aquí puede incrustarse un pensamiento vago: ¡nada de sufrideras! Ninguno de los dos —cabe decirlo— estaba a punto de echarse para atrás, o dicho de otro modo: ni para cuándo aquéllos se aburrieran. Llevadera y recreada es la locura de las mentes activas, dislocadas, amorfas si se quiere. Si todo es desprendible, las ideas, por ejemplo, ¡qué diantres queda fijo o fuera del deseo! De ahí que el pensamiento del lerdo monigote semejara a una lancha en continuo vaivén, sin hundirse, eso no. De ahí que se dejara conducir por esas hilazones cual si se refrescara enteramente con brisas que no cesan, que despeinan in38 Reunión de cuentos cluso, que adrede hacen reír durante horas y horas sin que haya más motivo que la risa. Pero hay un tope, es cierto, el misterio aparece, tiene que aparecer cuando nadie lo espera, mas nunca luego luego. Mientras tanto, ¡qué va!, ¡que prosperen las ráfagas quiméricas! Verbigracia cabal, tan necesaria. ¡Que penetre en el alma la mentira más dulce y más superflua! Pues siendo así, de suyo, ¿quién le podría creer a aquel gigante que hubiera alguna vez cruzado a nado el Mar de California, de cabo a rabo, o sea de norte a sur, deteniéndose a veces en las pequeñas islas, llegando sin problemas al mero Mazatlán? ¿Quién le podría creer que en Houston, Texas, un grupo de muchachas lo confundiera con un actor de cine (James Dean o Marlon Brando) a tal grado que se hizo necesaria la intervención directa del cuerpo policiaco para que al pobre no se lo comieran sus fans alebrestadas? Nadie más que Adalberto, soñador como aquél y a la deriva un poco; poco o más que el mitómano, o quizá, si a ésas vamos, más o menos igual. Centrada la visión, las partes secundarias cobran fuerza. Entonces sí: lo real tiene cabida y un resumen al margen sería éste: no hay duda de que la esencia positiva de aquellos batideros fue vista por la madre luego de muchos días, puesto que las visitas de Adalberto aplacaron el ímpetu rabioso de su engendro encerrado, esto es, ya no hubo groserías ni nada tan prosaico que mereciera persignarse al vuelo o prender licuadoras a lo loco. El padre, por su parte, tan dado a las sospechas, dudaba todavía con respecto al propósito legítimo del manso visitante. Pero la voltereta de ciento ochenta grados vino al siguiente día: no apareció el fulano, y la sospecha —que debiera de ser algún día de éstos el octavo pecado capital— se apoderó de los progenitores. Un día, se entiende; dos, probablemente: pero ya cualquier otra cantidad… ¿Una semana?, ¿un mes? Así pasó. Ningún largo timbrazo, ningún grito allá afuera. El visitante: no. Definitivamente. Pero ¿por qué ya no? Ah… Muchos sobreentendidos se asemejan a una tela raída: cúmulo de mentiras al fin arrinconado en tanto no volviera el que venía seguido… Hacia lo mismo, entonces, hacia el empeoramiento: las groserías de nuevo: Ya me las pagarán uno por uno, ¡hijos de la…! No tiene caso repetir insultos; la palabra chingada es muy bonita cuando es abstracta, o sea, no como allí, donde, encerrado el mitómano mañana, tarde noche, como un perro de presa en su cárcel-recámara, desesperado, inerme, y todo porque el padre, con sus miedos de siempre a flor de piel, prefería no enfrentar al corajudo. Echarle llave a eso, a esa inmundicia, le parecía eficaz. La madre, en tanto, sumisa bienamada, ni en ausencia del padre era capaz Quién es quién o quién no es alguien 39 de abrirle, traer a un cerrajero, jugársela de plano. Por eso es que rezaba esperando un milagro, sabedora a las claras que tardaría bastante. Vienen a cuento pues las razones del otro, el distanciado, que por salud mental, o porque el morbo de oír zonzera y media no podía crecer más, optó por el desligue. No más visitas, nunca. Y una noche en la cama, fume y fume, tomó la decisión de no volver a ver a su querido amigo hasta que éste quedara curado por completo. Le parecía inhumana la actitud del papá, eso de no llevarlo a un hospital psiquiátrico, ¡carajo, qué desidia!; si no había en Mexicali, en donde hubiera pues; si no tenía dinero, que pidiera prestado. La cosa era buscarle compostura a la masa encefálica de aquel único hijo que Dios le había obsequiado. Un ser especialísimo, de gran musculatura, que podría convertirse de buenas a primeras en un galán del cine nacional, un galán madreador y besador y aparte inteligente como pocos, un divo taquillero y arrogante de los que necesitan las grandes multitudes, pero para alcanzar un objetivo de tal envergadura era preciso curarlo en serio y pronto, y no esperar a que la Providencia remediara el problema de pe a pa. Sí, adrede, repetido hasta el punto del horror aquel estéril círculo vicioso, donde miedo y milagro se perturban o se hacen amasijo desabrido. Entonces, de una vez, olvidemos lo feo para dar con lo obvio. Veamos ahora sí al bueno de Adalberto en un gran restaurante, uno de chinos, lúgubre, carísimo. En un rincón está tomando té: aburrido. Tiene más de media hora que no sabe qué hacer o hacia dónde mirar. La cita era a las cinco y Pedro Garza, quien trabaja hasta el tope desde hace tres semanas, no es de los que acostumbran dejar plantado a nadie. Mientras tanto Adalberto, a fin de entretenerse, quiere situarse, al menos en idea, otra vez en el centro de aquellas parrafadas. Vuelta hacia atrás un poco para reconocer que allá muy en el fondo le parecía admirable la habilidad candonga del gigante. Admiraba la chispa, la intentona por engolosinarse con los brillos que quizás no tenía: Luis Carmona a capricho y en unas cuantas horas confeccionaba hazañas de héroe peripatético; héroe de sueños plásticos y tórridos… y en el anonimato: ¿qué mejor apariencia? Admiración chistosa y retorcida acorde con los tonos de la decoración. Superficial la forma de inventar un pretexto para no hartarse en un momento dado. Ni un chispazo en la entrada que calme su ansiedad y Adalberto está a punto de… No querrá retirarse de la escena. Unos minutos más valen la pena. Y Pedro, el que como se dijo “no tenía corazón”, llega como de rayo, tiene que ser así: vistoso y muy erguido, perlado de sudor, con sus disculpas bobas: una 40 Reunión de cuentos tras otra y ésta es la que importa: No te podía fallar, tú bien lo sabes, pero de todos modos te agradezco que me hayas esperado. Formal el tono, seco finalmente. Seca fue la entrevista: vista en perspectiva. Vistazo de media hora cuando mucho: periodo suficiente para hablar cualquier cosa del asunto en cuestión. En cambio a punto y raya sentencias a granel. Verdades, según esto, indiscutibles hoy, mañana y siempre, cual si se redujeran los engorros a una frase oportuna, dicha al vuelo y, también, dicha a modo de excusa, y fue entonces que actuaron los silenciosos, los gestos como ayuda o en contraposición, dada la concordancia inteligible para tocar asuntos no comprometedores. Respecto a la comida cantonesa… pues qué tal estaría que ellos se atragantaron como dos pordioseros. Pasaron varios meses. Más volteretas hubo, más entrevistas secas en diversos lugares. En un café, en un bar, en la fuente de sodas de algún supermercado… —¿Te acuerdas del gigante? —No quisiera acordarme de ese enfermo —contesta como siempre Pedro Garza haciéndose el maduro, el catrín dineroso que lucha a toda costa por no perder la brújula y que por tanto anhela ser modelo de pragmatismo huero. —Pues aunque pienses mal a mí me asombra la gran capacidad que posee Luis Carmona para hacer lógicas sus fantasías. Yo no sé qué le pase si se vuelve normal, como nosotros somos, desde luego. —Me imagino que todavía se inventa viajes que tú y su madre solamente le creen. —No es que le crea, de veras… —gran pausa de Adalberto que, sintiendo en la cara el chicotazo, quiso recomponer—. Sí, porque… Lo que está claro es esto: yo no creo que a su madre le cuente lo que a mí, que la manera de… —Pues aunque pienses mal, yo no quiero acordarme del asunto. He aquí la esencia del contrasentido. Ya se veía venir la cuadratura de quien se perfilaba desde niño como un duro camándulas, postizo sin embargo, deseoso más que nada por sacarle la vuelta casi siempre a lo sentimental. Y el “casi siempre” revela bamboleos, cierta fragilidad circunstancial que aprovechaba el bueno de Adalberto para seguir hablando del gigante: en varias entrevistas: la insistencia, la premisa emotiva de quien ama y admira sobre todas las cosas, y persuade también, tanto que “a veces” el catrín dineroso —aunque con refunfuños— recordaba momentos agradables: anécdotas de “prepa”, de aquellas chavalillas de falda y de calceta que andaban tras los huesos del gigante, y éste se daba el lujo de ignorarlas, ¡qué bueno!, porque estaba entregado a los estudios ¡como debe de ser! Quién es quién o quién no es alguien 41 —Puros dieces en todo… —Excepto en el amor… —Nunca tuvo una novia… —Nunca fue con las putas, de eso estoy seguro… —Sí, es verdad, una vez lo invité, pero no… Esas pláticas no, ni para cuándo. Preferible meter escalmos muchachiles a manera de postre: una probada: una: arrepentida: casi: para no empalagarse, siendo la comidilla principal lo común y corriente que se suscita siempre entre quienes pretenden volverse ejecutivos. El uno induce al otro y el otro se apantalla, ni siquiera respinga, ni siquiera hace muecas, un dengue retador, uno para romper el ducho esquema. No. Sino que: Adalberto influenciable se deja, se abandona, sabe que está aplastado por dos moles absurdas, amén de las ponzoñas narcisistas: —contra él: todo, adrede, un alud que enceguece, una plasta rodera y membranosa para que él se acostumbre a no tener salida. ¡Molienda de verdades y mentiras! Entonces, ¿qué más queda? Lo inmediato ¿qué es? Preferible olvidar lo inolvidable y escabullirse a tientas, dándose en cuerpo y alma al porvenir sabiendo de antemano que lo de atrás es puro desdibujo. Y al aire libre ¿qué?: llegan de todas partes como flechas ambiguos silogismos. El trabajo es la norma, el estudio es el medio, y el dinero al final, porque no puede ser principio y modo en gentes de pujanza como ellos, que se repiten una y otra vez frases tan aprendidas como las que se citan: “Nomás a los pendejos les va mal.” “Quien se ocupa del pasado no hace nada en el futuro.” Cambio de atmósfera para sentir que ambos van caminando por la senda correcta, la de la luz, seguros paso a paso. ¡Ellos!, clasemedieros ejemplares, luchones incansables que desean conquistar su independencia. ¡Viva la friega!, ¡a darle! En resumidas cuentas. Han pasado los años. Justo los necesarios para que ambos excluyan de sus conversaciones todo aquello estorboso, lo que se recalienta tatemado, inservible, eso que hacen los tontos en las cafeterías. No hay tiempo, pues; no hay ocio. La gente de provecho no tiene tiempo nunca porque nomás no puede, ni siquiera el domingo a las doce del día, a la hora del futbol, que es parte de la chamba, porque es tema obligado en cualquier oficina. Hay que saber un poco de lo que es conveniente, en aras de mejoras para el próximo año. A la fecha los dos, pagados de sí mismos, se reclaman vigor y más vigor. 42 Reunión de cuentos Son tipos resumidos en una sola idea, una clave tal vez indiscernible, útil para avanzar sin tropezarse, y lo que han conseguido hasta el momento merece por lo menos un caluroso aplauso de nuestra sociedad. Desde hace unos cinco años salieron de sus casas para no regresar, como hacen a menudo los rebeldes sin causa: arrepentidos, memos pidiendo mil perdones. Emprendieron el vuelo a corta edad, o sea, a su debido tiempo: estudian y trabajan. Cada uno arrenda su departamento, cuotas elevadísimas mensuales para vivir apenas del lado del respeto. Empero, no merecen las flores ni las loas de coctel de nuestra sociedad porque aún deben mucho, porque están enganchados a créditos que asfixian. Pocos muebles lujosos, pocos satisfactores de a de veras. Apenas van en pos de un carro que sea bueno, de una computadora, de una cobija eléctrica. Apenas les darán sus grandes vacaciones, un mes de cabo a rabo. Se irán a Mazatlán, ¿los dos?, eso es lo que planean. Pero de todas formas no hay tranquilidad. Allí estarán tendidos, quemándose en la playa, con sus piñas coladas o sus cocos con gin, y para el día siguiente queriendo regresarse a las carreras y ponerse a las órdenes de un jefe al que le gusta andar tronando los dedos… Llegaron, no aguantaron, puesto que la flojera, según ellos, raras veces resulta apasionante. La novedad, respecto a los recuerdos, es que en el barrio aquel ya no hay pandillas ni sangre en las banquetas. Los viejos habitantes vendieron sus inmuebles a los más bajos precios, se fueron a volar. La familia de Pedro se desplazó a Ensenada, la de Adalberto a Puebla, contraste radical, y otras muchas igual. Siempre a lugares fríos. En tanto que los hijos, como quesos fundidos, se han resignado a estar sudando a mares. En el barrio se vieron, hace como dos años, cantidad de mudanzas estacionadas horas, casi un día, mientras los acarreos de cargadores… Situación repetida semana con semana. Asimismo: descargas. Llegarán más camiones. Y los sangoloteos por tantas carreteras, como escenas de cine. Y la reconstrucción: cambio de modo. Allí en el mismo barrio el aire nuevo. Pero falta saber qué habrá pasado con la familia Carmona, por no tener recursos para la operación, o sea el cambio de casa, tan deseado, bueno, qué ganas de obtener el dato necesario y: cierta vez Adalberto oyendo en su salita una canción melosa: la apagó de repente. Música y luz: que esperen. La oscuridad soltera de alguien encarcelado en un departamento reducido, dos pasos Quién es quién o quién no es alguien 43 y tropiezo. Se atravesó la mesa, se atravesó el sillón, e inmóvil y abstraído en un sucucho austero Adalberto pensó por un momento en Luis, en su horrible familia, desde luego, la que, lo más seguro es que hubiese emigrado a una colonia chola, una de Mexicali. Muy a contracorriente el legendario amigo tuvo curiosidad de ir a tocar el timbre aquel, ruidoso, que era como el prefacio exacerbado de todo el despelote posterior. Iría el próximo sábado en la tarde a esperar que el papá saliera agazapado con pistola en la mano a enterarse de quién insistía tanto. Ojalá nada feo sucediera de nuevo, sino: que en lugar del papá apareciese Luis totalmente curado, invitando a su amigo a pasear en su carro convertible. Le gustaría, inclusive, que le dijera esto: Yo trabajo de más, como los japoneses, y gano un dineral, bastante más que tú. La competencia, ¡bravo!, y nuestra sociedad dirá entonces ¡salud! de dientes para afuera. La innoble competencia, ¡la hipocresía en ascenso! ¿Qué sentiría Adalberto, y despuesito Pedro, si el gigante les diera la sorpresa, mediante ostentaciones categóricas, de que en efecto él había triunfado más rápido que ellos? Sediento de instalarse en largas dormideras, zafándose —nomás por unas horas— del bruto formulismo: fue, probó. Aunque tocó oprimiendo hasta dolerle el dedo: nada de nada hubo. El repique estruendoso del timbre se escuchaba, digamos que… hasta salían vecinos a asomarse. Una vieja chismosa vino al fin a decirle que esa casa tiempo ha se había quedado sola. Quesque puros fantasmas la habitaban. Adalberto se rió tapándose la boca, pensando para sí: Ahora resulta que esta desconocida va a contarme una charra de fantasmas, de brujas narizonas y ruidos en la noche. Ella se fue de frente, palabreando, le detalló más cosas y Adalberto no hacía ni una pregunta. Por hastío, por hartazgo, se animó de repente a lanzarle un torito: —Sí, entiendo que hay espíritus bebés y espíritus ancianos en la casa. Pero lo que deseo saber es dónde está la familia Carmona. —Mm… Yo soy nueva en el barrio. —Eso me lo temía. No creo que no haya nadie que me dé información. —Entonces vaya usted de casa en casa a ver si alguien le informa. Sintiéndose hijo pródigo Adalberto siguió el consejo de la desconocida. Ninguna bienvenida recibió, sino que se tardaban en salir los que siendo llamados dudaban del llamado. Y la espera nerviosa de Adalberto tenía por recompensa oír sonidos varios, largos unos, chirriantes, otros como de flauta y otros más de cajita musical. Tras tabarreros toques las respuestas venían, entre bostezo y desesperación, las mismas, y concretas, pues nadie sabía nada 44 Reunión de cuentos de épocas pasadas, y de Adalberto menos. Sea que: de los viejos vecinos no quedaban más que reminiscencias fantasiosas, hitos de salvajismo y conflictos sangrientos. La única información que podía servir de algo era la relativa a que en dos-tres semanas los nuevos propietarios harían de aquel inmueble un salón de belleza con cuartos de masaje. Adalberto, no obstante, no perdía la esperanza de saber lo debido. Al filo de las doce, después de andar con fe tocando timbres, bajo la helada luz del plenilunio, en la última casa, en la esquina lejana: inverosímil toque prolongado, siendo que luego de ése tendría que desistir, ¡vaya!: un viejito en piyamas salió cae que no cae. ¿Quién es? Él dio la información: La familia Carmona vive desde hace tiempo mero enfrente del Seguro Social. ¿Para qué más detalles? En su oficina superrefrigerada mal que bien Adalberto se hacía las ilusiones. Imaginaba a medias lo que haría durante el fin de semana, en puerta: horas de pujo, faltando lo que falta de jueves a domingo, porque le era urgente escuchar a lo largo y lo ancho de una tarde locuras. En tanto la talacha absorbía su ansiedad, dejándola en un hilo, cortada bruscamente por un telefonazo de Pedro Garza que, con su tono de voz asaz templado, de hombre real-responsable, le proponía a su amigo que se vieran el sábado en la noche para echarse unas copas. ¿Te parece? A lo que respondió el bueno de Adalberto que ahora sí estaba lleno de trabajo, que no se daría abasto aun si trabajara noche y día, viernes, sábado y… (Primero es lo primero. Eso sí que ni hablar. Ni modo pues, habrá más ocasiones… La voz por el teléfono diciendo que era más importante, etcétera, se sabe.) El domingo se fue, tomó un camión de ruta: el que mintió ya iba imaginándose las andanzas de Luis en la quinta galaxia. Adalberto pensaba. Lo contrario sería un chasco bienvenido. Bien podía deducir que la locura estaba superada y revertida, cosa de juventud, dado que Luis… ¿Quién sabe?… Pura especulación, en tanto que el camión tardara mucho en llegar a las calles de la Colonia Nueva, al Seguro Social, enfrente, la casa, sí, muy identificable, porque hay que adelantarse de una buena vez. No le fue tan difícil a Adalberto dar con, tocó dos timbres antes de, Aquí no vive nadie que se apellide así como usted dice o ¿La familia Carmona?, me suena, pero… ¿y por qué no pregunta en esa casa? Ojalá que ahí fuera. Entonces viene a cuento la descripción sucinta del terreno arbolado, de unos seiscientos metros. Construcción diminuta comparada con el enorme espacio. Sin muros, una tela de alambre nada más, mordiendo la banqueta. Un impacto de selva en un mar de cemento. Adalberto tocó, ya estaba harto de oprimir botones. No esperaba lo peor, pero vino la escena reciclada: el papá que salió con Quién es quién o quién no es alguien 45 pistola en la mano, más viejo, más pelón, caminaba ladeado. ¿Quién es… o le disparo? Adalberto nervioso gritó con voz de espanto. ¡Adalberto, señor, el amigo de Luis! No falló la memoria del papá, ligera asociación entresacada: una voz de otra época, la de arbitrariedades, y hubo un acercamiento calculado. El saludo fue rápido. Con la tela de alambre de por medio hablaron lo que sigue: —Vengo a ver a su hijo. Me costó buen trabajo dar con la dirección. —¿Mi hijo? —el papá entristecido de repente: hizo una mueca boba, algo sonriente, muy disimulado y, retorció la cabeza, un parpadeo de luz, ocre la tarde para que los dos, entonces, sin rodeos, entraran en materia—. ¿Mi hijo? … Mi hijo… —Quiero verlo, ¿está aquí? El papá con un gesto que no le cambió nunca. Ojos de pato Donald y boca delgadita, jalando un poco de aire respondió: —Por si quieres saber lo verdadero, nomás agárrate y escucha bien: mi hijo ya no vive en esta casa, pero le ha ido de lujo. Hace como dos años se casó con una joven de la corte inglesa. Se casaron dos veces: una aquí cerca, en mero San Ignacio, y otra muy lejos, en el mero Londres. Por la iglesia de mi hijo y la de ella, para evitar problemas de familias. Y no les salió bien, porque, vamos por partes. La misa en San Ignacio fue en secreto. Un brindis y al carajo, nomás entre nosotros y la futura esposa, quien no hablaba una gota del idioma que hablamos. Nada duró el secreto porque en el Reino Unido luego de unas dos horas se enteraron los padres. Alguien les mandó un fax o sepa Dios, y una orden llegó al hotel en el que ellos estaban hospedados. Que se fueran a Londres de inmediato, que estuvieran mañana a las dos de la tarde allá en San Diego, un avión para ellos había salido ya. Que tomaran un taxi desde donde estuvieran. Los padres de la joven son duques o algo así, tienen grandes poderes. Pues qué tal estaría que llegando los novios los casaron de nuevo, en secreto también, con sacerdotes y mónagos y coctel en caliente. Pues también en caliente los mandaron de plano a una isla del norte, y sólo para ellos. Según esto se fueron castigados. Pero hazme favor, mi hijo no trabaja y su esposa tampoco. Tienen ochenta criados para lo que se ofrezca. ¿Cómo te pinta eso? Los mantienen sus padres millonarios y así hasta que se mueran. Y lo mejor: que nadie les prohíbe viajar a donde quieran, excepto, nunca podrán poner los pies en Londres ni serán visitados por gente de la corte. ¡Qué a todo dar!, ¿no crees? Hace apenas un mes vinieron de pasada con todo el muchachero. Tienen ya cuatro hijos y en el camino viene probablemente el quinto. Al papá le falló la aritmética. Si tenían tal familia por lo menos debían 46 Reunión de cuentos llevar seis años de casados. Adalberto pensaba con su mente objetiva, pero no se atrevió a interrumpir aquello. Sino que: —Son chamacos pecosos, casi medio marcianos, pero bien educados. Iban de paso rumbo a Disneylandia y de allí volarían a Disney World —el papá hizo una pausa, sintiendo que había dicho lo esencial, pero, vino la presunción—. Pues así como ves mi hijo ya es de alcurnia. Adalberto (estatuario) de momento no supo qué decir. Por eso, titubeante, recurrió a la obviedad: —¿Y me podría escribir su dirección? Entonces el papá levantó su pistola apuntándole a éste en plena cara. —No me hagas más preguntas… porque te disparo. —Prrr… Por… ¿Qué?… Espé… La palabra en la punta de la lengua y Adalberto esperando el estallido. Quería ver más allá, la casa, la arboleda, a ver si la mamá, a ver si… No. Pero atisbaba apenas un encuadre de pura nube larga. Vespertina renuncia. Coraje e impotencia ante aquella amenaza. Alarma, a fin de cuentas, como para saber que debía retirarse, y sin decir palabra dio los primeros pasos. La grandiosa avenida por delante. Tranquilo, andando pues, sea que: el otrora oidor deseaba más que nunca irse a pies hasta su casa, quería poner en orden lo fácil y lo abstracto, antípodas perversas hacia un mismo camino que al final se divide: la verdad que trabaja, la mentira que triunfa sobre todas las cosas. Idea subdividida lo que se recompone, pues ¿qué se impone a qué? La suerte ¿vale más? Doble sentido siempre, porque sí… Heroicas bagatelas. Se retiró el papá, soplándole al humillo imaginario que salía de la punta pistolera. Metiósela después, a un costado, y bajo el pantalón. ¡Listo!, pues. ¡A cenar!, lo llamaba la esposa. Cenaron enchiladas. Tomaron coca-colas. Se acordaron de algo… Algo que hacía llorar… Acaso los recuerdos, las prefiguraciones, la suerte por correr, las dudas, las mentiras, los dilemas… Amén. Quién es quién o quién no es alguien 47 Daniel Sada creía en la literatura; para él no era un sutil divertimento conformado por un juego de formas, ni una manera de ocupar terreno en busca de una situación envidiable. Él había comprometido su vida con su proyecto de escritura: vivir y producir textos eran un mismo asunto. Escribía para dar vida a un mundo incomparable, con una voz que no se parecía en nada a ninguna otra. La exigencia hacia su propia producción lo llevó a crear textos que trabajaba con paciencia y obstina- www.fondodeculturaeconomica.com ción. Como el escultor que golpea la piedra para dar forma a su obra, él trabajaba sin cesar para dar a sus textos el aspecto más logrado posible. Así visitó todos los géneros literarios con gran maestría, como si no hubiera querido perderse nada del reto que constituye el acto de escribir, hasta saturar su existencia por el ejercicio de su pluma. Sin lugar a dudas, Daniel Sada es uno de los pocos autores mexicanos contemporáneos que concibieron el acto de crear como un desafío a la existencia y que se atrevieron a construir un universo propio, en un impulso donde las palabras tintinean distraídas. Esta Reunión de cuentos es prueba e ilustración de ello.