Francisco Quijano PREPARANDO LA BATALLA —B uenos días mi general —dijo el líder de un grupo de campesinos a don José María Morelos—, somos trabajadores de la hacienda de Buenavista, de aquí de las afueras de Cuautla, y venimos a unirnos a su ejército. Era ya el quinto grupo de hombres que en sólo dos días se había presentado ante Morelos con el objetivo de sumarse a las filas de su ejército y, cómo había sucedido en las ocasiones anteriores, éste les respondió: —Si realmente desean ayudarnos, es mejor que regresen a sus casas con sus familias y continúen labrando el campo y criando a sus animales. ¿De qué sirve tener muchos hombres en un ejército para liberar una nación si no hay cómo alimentarla? —Podemos regresar y seguir con nuestras labores —le respondió el líder—, pero le aseguro mi general, que eso no es suficiente ni para alimentar a nuestras familias, ¿cómo quiere entonces que alimentemos a una nación? A pesar de su respuesta, el hombre hizo caso a lo dicho por Morelos y ordenó a su gente que se retirara. Los campesinos, decepcionados, dieron media vuelta y comenzaron la marcha de regreso a sus hogares, cargando sobre sus hombros los machetes y las otras herramientas que traían consigo. Desde que Miguel Hidalgo le encomendó dirigir la lucha en el sur de la Nueva España, Morelos había preferido reducir el número de personas de sus tropas y formar un regimiento bien organizado para enfrentar a los realistas. Por esta razón, rechazó a grupos de campesinos que buscaban unirse a su causa. Sin embargo, en ese momento Morelos pensó que aquellos hombres podían resultarle útiles para las tareas que estaba preparando. Así pues, antes de que se hubieran alejado demasiado, le gritó al líder de los trabajadores: —¡Eh! ¡Oiga usted, buen hombre! Regrese que, pensándolo bien, hay algo en lo que me pueden ayudar. El campesino, al oír el llamado de Morelos, se detuvo, ordenó a los hombres que venían con él que lo acompañaran y regresó, inmediatamente, hacia donde estaba el general. El campesino no pudo ocultar la emoción que lo embargaba. Una vez que se presentó ante Morelos, éste le preguntó: —¿Cómo se llama usted? —Juan Gutiérrez, mi general —le contestó rápidamente. —¿Dice que son ustedes trabajadores de la Hacienda de Buenavista? 7 —Así es mi general, todos nosotros trabajamos en los cañamelares. —¿Cuántos hombres vienen con usted? —volvió a interrogar Morelos. —Pues no sé contar, mi general, pero por ahí dicen que como cincuenta. El hombre, que no pasaba de los cuarenta años, tenía el semblante típico de los trabajadores de los ingenios azucareros. El rostro moreno estaba curtido por los rayos del sol y surcado por muchas arrugas que lo hacían parecer de mayor edad. Sin embargo, su cuerpo era fuerte y vigoroso, acostumbrado a las labores más pesadas de la vida rural. En su mano derecha, endurecida por los callos, sostenía el machete con el que trabajaba todos los días cortando caña de azúcar. —Mire Juan —le comentó Morelos—, voy a ser sincero con usted. Normalmente yo prefiero que los hombres que vienen a ofrecer sus servicios regresen con sus familias, que son quienes más los necesitan. Pero tenemos noticias de que los ejércitos realistas vienen hacia Cuautla con la intención de acabar de una vez por todas con nosotros. —Usted mande mi general y yo organizo aquí a mi gente. Si es necesario pelear —le dijo al tiempo que levantaba el machete que traía en la mano—, tenemos nosotros nuestras armas. —Precisamente porque parece ser valiente y porque su gente le hace caso es que decidí llamarlo. Pero no los necesito para pelear, los necesito para preparar la batalla. El tiempo apremia y tenemos mucho trabajo por hacer. Morelos le dio instrucciones a Juan Gutiérrez. Le ordenó que enviara a la mitad de sus hombres de regreso a sus tierras para que recolectaran víveres, en especial maíz y pastura para los caballos, y para que los llevaran al centro de Cuautla. En seguida, mandó a Juan con el resto de su gente a presentarse ante el teniente Hermenegildo Galeana para comenzar a levantar las defensas de la ciudad. Si el ejército realista estaba decidido a acabar con los insurgentes, eran muchas las trincheras que se debían construir. Era mediados de febrero de 1812 y, pese a que en otras partes del reino el invierno aún se dejaba sentir, en Cuautla el intenso calor dominaba el ambiente. Esto no molestaba a las tropas de Morelos sino, al contrario, las hacía sentir más cómodas, pues la mayor parte de ellas estaba formada por hombres acostumbrados a las altas temperaturas. En pocos días de haber arribado a Cuautla e iniciado las preparaciones para el enfrentamiento con el ejército realista, los insurgentes avanzaron 8 mucho en las labores de defensa y de organización. Morelos dispuso que sus principales jefes se ubicaran en lugares estratégicos para que, desde ahí, dirigieran los trabajos. En el convento franciscano de San Diego, que se localizaba al norte de la ciudad, se estableció Hermenegildo Galeana. En el centro de la población, Leonardo Bravo dirigía a sus hombres desde el convento de Santo Domingo. Finalmente, al sur de Cuautla, en la Hacienda de Buenavista, se posicionó Mariano Matamoros. Durante aquellos días, Morelos no dejó de recorrer Cuautla de un extremo a otro, supervisando la recolección de víveres, repartiendo artillería y municiones entre sus soldados y organizando la construcción de trincheras y terraplenes. Una mañana de finales de febrero, Morelos se encontraba fabricando cartuchos de pólvora, cuando le avisaron que un mensajero había llegado con noticias sobre el movimiento del ejército realista. Morelos interrumpió inmediatamente su actividad y salió a recibir al portador de aquella información. Tras platicar brevemente con él, se enteró que el enemigo, comandado por el famoso general Félix María Calleja, había pasado ya Pazulco y se encontraba a unas horas de distancia de Cuautla. Calleja era el militar más destacado de los realistas. Apenas unos meses atrás había derrotado y capturado a Miguel Hidalgo y a sus principales colaboradores; antes de salir hacia Cuautla, había logrado vencer a los insurgentes en Zitácuaro. Hasta ese momento Calleja no conocía la derrota y, por lo mismo, el virrey Francisco Xavier Venegas le había encomendado, personalmente, que acabara con Morelos y sus hombres. Al enterarse Morelos de la cercanía de Calleja envió a un grupo de jóvenes a que montara guardia en los alrededores de Cuautla para que le avisaran de cualquier señal del ejército realista. Después, ordenó a sus soldados que formaran filas y que se mantuvieran alertas mientras que, a los pobladores de Cuautla, especialmente a las mujeres, a los niños y a los ancianos, les mandó que permanecieran en sus casas. Estaba Morelos en estas acciones cuando uno de los jóvenes que se encontraba de guardia en el norte de la ciudad llegó a galope y le avisó que un batallón de alrededor de doscientos hombres, comandado aparentemente por Calleja, estaba haciendo una ronda de reconocimiento muy cerca de Cuautla. En ese instante Morelos convocó a Hermenegildo Galeana, a Leonardo Bravo y a Mariano Matamoros a una junta en la casa que funcionaba como cuartel, para decidir las acciones que se debían emprender. 9 UNA EMBOSCADA —Debemos atacar inmediatamente a ese regimiento —dijo Galeana, sin duda el más arrojado de los jefes insurgentes—. Si salimos ahora y los sorprendemos con nuestra caballería, no necesitamos más de quinientos hombres, los podremos derrotar sin problemas. —Esto sería un triunfo casi decisivo —agregó Morelos, quien parecía congeniar con la propuesta de Galeana—, sobre todo si es cierto que Calleja se encuentra en ese grupo. Sin embargo, Leonardo Bravo no parecía estar de acuerdo y dijo: —Debemos considerar que esto puede ser una emboscada, me parece que lo más prudente es esperar a que ellos nos ataquen. Es muy arriesgado salir a pelear a campo abierto sin conocer las intenciones del enemigo. —Además, mi general —intervino Mariano Matamoros—, no olvidemos que todas las preparaciones que hemos estado haciendo en los últimos días son para enfrentar a los realistas aquí, en Cuautla, y será entonces más segura la victoria si aguardamos por ellos. —Son sólo doscientos, mi general —trató de convencer Galeana a Morelos—, vamos a darles una refriega y verá cómo no vuelven a poner un pie ni cerquita de aquí. Durante los siguientes minutos siguieron discutiendo Bravo, Matamoros y Galeana sobre si se debía o no atacar al grupo que habían avistado, mientras Morelos permanecía pensativo, considerando los argumentos a favor y en contra que los principales jefes de su ejército establecían. —He tomado una decisión —dijo finalmente Morelos, y al instante todos guardaron silencio—. Prepárenme un batallón de cuatrocientos hombres. Atacaré yo al regimiento mientras ustedes refuerzan las defensas de la ciudad. 10 U na bala pasó zumbando muy cerca de la oreja del general Morelos. Al darse cuenta de que también lo atacaban por la retaguardia jaló fuertemente las riendas de su caballo que, con un fuerte relincho, se vio obligado a dar la vuelta. El general sacó una de las pistolas que siempre llevaba cargadas en su silla de montar y le propinó un certero balazo a uno de los realistas que más daño estaba haciendo a su tropa. Un instante después se escuchó el tronido de un cañón y varios de los hombres que estaban junto a Morelos cayeron muertos. —¡Nos tienen rodeados! —gritó—. Debemos regresar a Cuautla, ese viejo zorro de Calleja nos ha tendido una trampa. Leonardo Bravo había tenido razón al sospechar que aquella avanzada de reconocimiento no era más que el anzuelo para tender una emboscada a los insurgentes. Calleja había mandado a un buen número de sus soldados a esconderse en los cañamelares de la loma de Cuautlixco con piezas de artillería, para rodear a los insurgentes en caso de que salieran a atacarlos. Morelos, en su afán de tomar por sorpresa a su enemigo, había caído en la trampa y se encontraba ahora en una situación riesgosa. En pocos minutos los realistas causaron graves daños al escuadrón insurgente, muchos hombres fueron capturados y otros tantos perdieron la vida. Morelos utilizó la última arma que tenía cargada para acabar con un soldado que no dejaba de disparar un pequeño cañón. Enseguida desenvainó su sable y, blandiéndolo en el aire, alentó a sus soldados: —¡Debemos resistir! Luchemos cuerpo a cuerpo contra estos gachupines, que no tardan en llegar nuestros refuerzos. En efecto, desde que Galeana se enteró de que los realistas habían tendido una emboscada a Morelos y a sus hombres, preparó a un grupo de caballería y salió a toda velocidad al auxilio de sus compañeros. Mientras tanto, Morelos y sus soldados se batían mano a mano contra los realistas, que los tenían rodeados. En uno de los ataques, Morelos estuvo a punto de ser capturado pero lo auxilió un mulato que, con su machete, logró derribar a tres enemigos y liberar a su general del peligro inmediato. Sin embargo, los realistas fueron ganando terreno y el cerco que rodeaba al grupo encabezado por Morelos se hacía cada vez más estrecho. Cuando parecía que la causa ya estaba perdida, se oyeron, hacia el sur, varios disparos acompañados con gritos de “¡Viva Morelos! ¡Viva la Vir- 11 gen de Guadalupe!” La llegada de Galeana y sus hombres levantó la moral de los insurgentes que se mantenían dentro del cerco y, aprovechando la confusión de los soldados realistas, emprendieron con todas sus fuerzas hacia el frente, donde se escuchaban los disparos. Los realistas no pudieron contener el ataque y se vieron en la necesidad de reorganizar sus filas. Morelos logró salir del cerco con sus hombres y reunirse con la brigada comandada por Galeana. Una vez que los insurgentes se encontraron reunidos Morelos ordenó la retirada: —Regresemos a Cuautla sin perder la formación. Galeana, ya que tus hombres tienen todavía parque, dirige la retaguardia y no duden en llevarse a cuantos gachupines encuentren en el camino. Pese a que los realistas venían persiguiéndolos, los insurgentes regresaron a Cuautla sin perder el orden. Antes de entrar en la ciudad, Calleja ordenó a su ejército que se replegara y regresó de nuevo a la loma de Cuautlixco. Si bien era cierto que esa tarde había logrado hacerles mucho daño a los rebeldes, también lo era que sus hombres estaban cansados y que no era lo mismo pelear a campo abierto que entrar a una ciudad donde el enemigo estaba bien acuartelado. Así pues, Calleja decidió esperar y atacar la mañana siguiente. Esa noche tanto realistas como insurgentes se mantuvieron despiertos y ocupados en diversas actividades: atendiendo heridos, repartiendo armas y municiones, organizando las tropas y planeando las acciones del día siguiente. Como a las siete de la mañana se escuchó un fuerte cañonazo en el norte de Cuautla, cerca del convento de San Diego. Calleja había comenzado el ataque y se abalanzaba con su ejército dispuesto a derrotar las defensas insurgentes. Galeana y su tropa, quienes se encontraban en esa parte de la ciudad, fueron los primeros en enfrentar al enemigo. Los soldados que contaban con fusiles disparaban desde las trincheras y las ventanas de las casas contra los realistas, mientras que el resto de los hombres, ubicados en las azoteas de los edificios, lanzaban piedras al enemigo que caían sobre ellos como lluvia tupida. Esta primera ofensiva logró causar bajas importantes al grupo comandado por Calleja, sin embargo, si por algo era famoso ese ejército era por su orden y valentía, así que, pese a los muertos y a los heridos que en pocos minutos causaron las balas rebeldes, continuaron su avance y lograron alcanzar y derrotar a la primera línea de la defensa insurgente. 12 En poco tiempo ambos ejércitos tuvieron que romper filas y la lucha se convirtió en una pelea cuerpo a cuerpo. Ante la fuerza mostrada por los realistas, Galena tuvo que replegar a sus hombres. Por un momento el desorden reinó entre los insurgentes y esto fue aprovechado por Calleja para ganar terreno dentro de la ciudad. Cuando el ejército realista estaba a punto de tomar el convento de San Diego, se escuchó un fuerte tronido y al momento cayeron varios de sus miembros. El disparo, que había salido de un pequeño cañón al que apodaban El Niño, anunció la llegada de los refuerzos. Las tropas de Morelos y de Leonardo Bravo se incorporaron a la batalla y lograron replegar a los soldados de Calleja. La lucha continuó durante varias horas, por momentos los realistas parecían tomar ventaja pero enseguida eran replegados. De la misma forma, cuando los insurgentes creían haber vencido a las tropas de Calleja, éstas se recuperaban e iniciaban de nuevo el avance. Hacia las tres de la tarde el número de heridos y de muertos de ambos bandos era ya muy elevado y, al no ver claro el panorama, Calleja decidió emprender la retirada. Ordenó a sus hombres que se dirigieran a la Hacienda de Santa Inés, ubicada al poniente de Cuautla, para recuperarse y planear con mayor cautela las acciones que se debían llevar a cabo. Al ver que el enemigo se retiraba, los soldados de Morelos comenzaron a gritar: —¡Huyan cobardes, aquí los esperamos cuando quieran! —¡Vayan a llorarle a su madre —se escuchó—, y si encuentran en el camino algunos hombres, pídanles que los acompañen! Pese a los gritos de burla y la valentía demostrada por sus tropas, Morelos, para sus adentros, agradeció la decisión de retirarse que había tomado Calleja, pues, “dadas las circunstancias —pensó— hubiera sido imposible resistir una hora más el ataque”. Esa tarde, Calleja, estando ya en la Hacienda de Santa Inés, decidió que la única forma de acabar con Morelos y con su ejército era sitiando Cuautla. Si la lucha con las armas no había sido suficiente para derrotar al enemigo, quizá el hambre y la desesperación pudieran ser la solución. Así pues, antes de irse a dormir, escribió una carta al virrey Venegas para informarle aquella medida y pedirle refuerzos para llevarla a cabo. 13 LOS RECUERDOS DE MORELOS M orelos despertó justo antes del amanecer y salió de la casa que había adaptado como su cuartel general. Era una mañana calurosa. Habían pasado ya diez días desde la batalla que marcó el inicio del sitio. Si bien durante las primeras jornadas los realistas no habían podido contener por completo a los insurgentes, quienes aprovecharon esta situación para recoger comida y otros bienes de los alrededores, desde la llegada de los refuerzos comandados por el brigadier Ciriaco del Llano, Calleja y sus hombres habían podido, finalmente, controlar por completo el perímetro de la ciudad y aislar a los habitantes de Cuautla del exterior. Los principales campamentos realistas eran el de Del Llano, ubicado al sur de la ciudad, y el de Calleja, al oeste de la misma. En el norte de Cuautla, en una loma a la que llamaban El Calvario, los realistas habían levantado un fortín; éste era el punto más cercano a los insurgentes. Finalmente, en el oriente se establecieron varios escuadrones realistas que patrullaban constantemente por esa zona. Los últimos diez días habían sido, pues, de mucho movimiento. En varias ocasiones se presentaron batallas aisladas y tanto realistas como insurgentes no habían parado de trabajar, los primeros, preparando el sitio, y los segundos, organizando la defensa. Sin embargo, esa mañana, por primera vez en varios días, se dejó sentir cierta tranquilidad sobre los campos de Cuautla. Incluso la migraña que padecía Morelos, a la cual se debe que siempre llevara un paliacate en la cabeza, no parecía tener la más mínima intención de hacerse notar ese día. Se sentó Morelos en una mesa improvisada, formada por una rueda de carreta y unas cuantas tablas, ubicada a la entrada de su cuartel; pidió que le llevaran su desayuno. En seguida una linda muchacha se acercó con un tarro de café de olla, endulzado con bastante piloncillo, y con un pedazo de pan recién horneado. Mientras disfrutaba su bebida, Morelos se frotó la cara y sintió en su nariz la cicatriz de la herida que le hizo un toro cuando trabajaba en una hacienda cercana a Apatzingán. La tranquilidad de esa mañana permitió que el general pudiera perderse en sus recuerdos. Qué lejos se veían entonces aquellos días en los que, todavía siendo un muchacho, trabajaba de arriero con su tío en Michoacán, llevando de aquí para allá una recua de mulas cargada de mercancías. Pese a que el trabajo en aquellos tiempos había sido difícil, los recuerdos hicieron que Morelos esbozara una pequeña son- 14 risa. Recordó entonces a su madre y a su abuelo, quienes, desde niño, le habían inculcado el gusto por las letras, y pensó que había sido su madre la principal responsable de que hubiera ingresado a estudiar en el Colegio de San Nicolás, en Valladolid, y posteriormente al seminario. Resultaba difícil para Morelos imaginar qué hubiera sido de su vida de no haberse ordenado sacerdote. “Quizá —se dijo a sí mismo— me hubiera convertido en un hombre de campo”. Pese a que realmente no había entrado a la Iglesia por vocación, en poco tiempo había aprendido a disfrutar el trabajo como párroco. Lo que más le gustaba de ser sacerdote era poder estar en contacto con la gente, ayudarla y, también, que lo vieran como líder dentro de la comunidad. Recordó entonces los años que pasó en las parroquias de Tierra Caliente y no pudo evitar sentir un poco de nostalgia. Sin embargo, había algo en el sacerdocio que a Morelos siempre le causó conflicto. Desde muchacho fue enamoradizo y lo que más le costó al entrar a la Iglesia fue renunciar a las mujeres, lo cual, en realidad, nunca había logrado hacer por completo. Mientras fue cura del pueblo de Carácuaro, en tierras michoacanas, tuvo una relación amorosa con una muchacha llamada Brígida Almonte, con ella tuvo dos hijos, un niño y una niña. Morelos se encariñó especialmente con su hijo, a quien llamaron Juan Nepomuceno, e incluso cuando decidió unirse a la insurgencia, llevó consigo al muchacho. El general comenzó a pensar en Brígida y se preguntó qué estaría haciendo en esos momentos. Había pasado más de un año desde que la había visto por última vez y la extrañaba. Recordó sus grandes ojos, tan negros como su cabello, y la sonrisa que rara vez abandonaba su rostro. Para evitar sentir tristeza, Morelos decidió dirigir sus pensamientos hacia otro lugar y así se acordó de la forma en que se había incorporado al ejército que buscaba la independencia de Nueva España. Parecía que había pasado mucho tiempo desde que, a principios de octubre de 1810, apenas un año y cinco meses atrás, habían llegado a Carácuaro las noticias del levantamiento del cura de Dolores. Morelos conocía a Miguel Hidalgo desde hacía ya bastante tiempo, pues había sido rector del Colegio de San Nicolás cuando él estudiaba ahí. La admiración que sentía por Hidalgo era grande, por eso, en cuanto supo que había llamado al levantamiento contra el gobierno, no dudó en salir a su encuentro y ofrecerle su ayuda. Morelos se acordaba perfectamente 15 del día en que alcanzó a su antiguo rector en el pueblo de Charo, un 19 de octubre, y de la conversación que sostuvo con él al día siguiente. En aquella ocasión, Hidalgo le había hablado sobre la justicia de la guerra y sobre la obligación que tenían los hombres, incluyendo ente ellos a los sacerdotes, de tomar las armas cuando algún grave daño se cometía contra el pueblo, contra la república, le había dicho. En realidad no necesitaba las palabras del cura de Dolores para convencerse de entrar a la insurgencia, pues nunca había dudado de la justicia de su causa. Al final de aquel encuentro, recordaba Morelos, Hidalgo lo había nombrado general y le había encomendado dirigirse al sur para emprender allá la lucha. En los primeros meses de campaña por las tierras del sur, Morelos conoció a los hombres que lo acompañaban fielmente; primero, a los criollos hacendados Hermenegildo Galeana y Leonardo Bravo, posteriormente, al cura Mariano Matamoros. Las diferencias en el carácter y la personalidad de estos hombres, que se convirtieron pronto en los principales jefes del ejército de Morelos, hacían de su equipo un grupo muy equilibrado. Galeana era el más valiente de todos y la mano derecha de Morelos en el campo de batalla; sin embargo, era también el qué menos formación había tenido, no sabía leer ni escribir, y esto le impedía comunicarse por escrito con los otros líderes insurgentes. Por su parte, Leonardo Bravo, quien se había unido a la insurgencia con su hermano Víctor y con su hijo Nicolás, era el hombre de más experiencia, lo que lo convertía en el elemento más audaz y prudente del grupo. Finalmente, Mariano Matamoros, un cura culto e inteligente, destacaba por su genio militar y sus habilidades como estratega. Con la ayuda de estos líderes, Morelos logró conformar un ejército organizado con el que ganó importantes batallas. Sin embargo, había algo que le dolía y que, en ese momento, venía a su mente entre sentimientos de enojo y de frustración: el fracaso en la toma de Acapulco. Recordaba cómo Hidalgo le había encargado en especial que se apoderara del principal puerto del pacífico novohispano y cómo había estado tan cerca de lograrlo de no haber sido por una traición dentro de su ejército. “Desde entonces —pensó el general— soy más cuidadoso en la elección de mis hombres y en la disciplina de mis tropas...” 16 Morelos estaba sumido en aquellos pensamientos cuando un fuerte ruido lo trajo de vuelta a la realidad. Alzó la mirada y vio cómo, no muy lejos de donde se encontraba, se levantó una polvareda al tiempo que se escucharon gritos de mujeres pidiendo auxilio. —¡Nos están atacando, mi general! —dijo un hombre que llegaba corriendo del lugar de donde provenía el alboroto, mientras se cubría la cabeza con las manos—, nos están tirando bombas. En seguida, Morelos se puso de pie, tomó sus armas y montó su caballo. “No es momento para estar cavilando —pensó— estos tiempos demandan acción”. —Sígueme —le grito al hombre que estaba a su lado—, parece que los ataques vienen del poniente. 17 LOS CANONES DE CALLEJA L os realistas tenían, sin duda, una enorme ventaja sobre los insurgentes: el hecho de poder abastecerse de alimentos y de armas cuando así lo necesitaran, además de que podían recibir refuerzos para fortalecer su posición. Sin embargo, había algo que los insurgentes tenían de su lado: el clima. Las tropas de Calleja, a diferencia de las de Morelos, estaban formadas, en su mayoría, por gente del Altiplano y por hombres recién llegados de España, todos ellos acostumbrados a los climas templados, no al alto calor y a la humedad del valle de Cuautla que los hacía sentir mal. Pronto comenzó a extenderse una peste que afectó al mismo Calleja. Eran mediados de marzo y la cercanía de la primavera hacía que el calor se volviera cada vez más insoportable. Morelos no se había equivocado. Si bien los realistas controlaban todo el perímetro de Cuautla, los ataques venían normalmente de los principales campamentos ubicados al sur y al poniente de la ciudad. El bombardeo provenía, en aquella ocasión, del campamento de Calleja. Pese al malestar que le provocaba el calor y la enfermedad, Calleja no mostraba signos de debilidad frente a su tropa, nunca lo hacía y ese día no fue la excepción. Se limpió el sudor que corría por su frente y comenzó a organizar a un grupo de soldados que recién llegaba de la ciudad de México. Los hombres traían consigo varias piezas de artillería y balas de cañón en cuyo interior se podía introducir pólvora para hacer volar el objetivo al que se disparara. —Traigan esos cañones a la línea de batalla —ordenó enérgicamente a los soldados mientras montaba su caballo—, y colóquenlos de tal modo que causen daño en distintos puntos de la ciudad, especialmente en aquellos donde se encuentran atrincherados los malditos rebeldes. —Sí, mi general —contestó uno de sus principales. En seguida, Calleja picó con sus espuelas las costillas del caballo y se dirigió a todo galope hacia la línea de fuego. Ya para entonces había dispuesto en aquel punto dos cañones que no habían cesado de disparar hacia los sitiados en los últimos tres días. Una de esas bombas había sido la que interrumpió a Morelos de sus recuerdos. “Con los nuevos cañones —pensó Calleja— pronto no quedará en Cuautla ni piedra sobre piedra y estos insurgentes no tendrán más remedio que rendirse y suplicar nuestra misericordia”. Ver explotar las bombas sobre las casas y trincheras de la ciudad provocaba en el general realista cierta alegría, que hacía olvidar por unos momentos las molestias del calor y la enfermedad. 18 Calleja permaneció durante un par de horas dirigiendo los disparos de su artillería desde el frente de batalla y después regresó a su campamento. Aunque la Hacienda de Santa Inés, el lugar que habían elegido los realistas para establecer su cuartel general, no era un edificio con muchos lujos, sí contaba con todo lo necesario para vivir cómodamente. Calleja había adaptado una de las recámaras principales para tomarla como oficina y dormitorio. Había mandado traer una cama, un escritorio y varios libros de estrategia militar, a cuya lectura era aficionado. Al entrar en su recámara, Calleja tomó un cigarrillo y lo encendió, dio una profunda bocanada y mientras exhalaba el humo comenzó a reflexionar sobre la situación. Si bien las circunstancias hasta el momento parecían favorecerle, el sitio se estaba extendiendo más de la cuenta y, pese al aislamiento y a sufrir los continuos embates, los insurgentes parecían estar fuertes y dispuestos a resistir durante varios días más, incluso semanas. Todavía no era el momento de pedir su rendición. Calleja estaba sumido en tales pensamientos cuando llamaron a su puerta. Era un mensajero que traía noticias del campamento realista situado al otro extremo de la ciudad. —Mi general, vengo de parte del sargento mayor José Enríquez a traerle buenas nuevas. Enríquez era uno de los jefes del ejército de Calleja que comandaba un batallón ubicado al oriente de Cuautla. —¿Qué noticias me trae? —le preguntó Calleja. —El sargento ha logrado contener y derrotar a un grupo de rebeldes que, bajo el mando de Miguel Bravo, se disponían a entrar a la ciudad con provisiones para los sitiados. No sólo los hemos derrotado sino que nos hemos apoderado de los cañones, de las municiones y de los víveres que traían consigo. Al escuchar el mensaje, Calleja golpeó con fuerza la mesa y dio un grito de alegría: —¡Bien hecho!, ésas sí son buenas noticias. Por fin los rebeldes comienzan a necesitar auxilio y no sólo hemos evitado que les llegue ayuda sino que nos hemos hecho de sus víveres y de su artillería en un solo golpe. Calleja mandó al mensajero que recogiera un becerro de los corrales y que lo llevara consigo al campamento de Enríquez. Sus hombres debían celebrar la victoria con una buena cena. Esa noche pudo dormir tranquilo, pensando que el final del sitio y la derrota de Morelos no tardarían en llegar. De haber sabido qué lejos estaba de atinar en sus predicciones, no habría podido pegar un ojo. 19 ENTRE FIESTAS Y BOMBAS M ariano Matamoros dejó a un lado el libro de oraciones que siempre cargaba consigo. El constante sonido de las explosiones le impedía concentrarse en su lectura. Desde que cayó la primera bomba sobre Cuautla, hacían ya dos semanas, no habían cesado los cañonazos dirigidos desde los campamentos realistas. La mayor parte de los sitiados ya se había acostumbrado al constante bombardeo, pero a Matamoros le resultaba imposible no sobresaltarse con el estruendo que producían los proyectiles al impactarse sobre la ciudad. Salió de su cuartel, ubicado en la Hacienda de Buenavista, y contempló el panorama. Muchas de las casas de los alrededores habían sufrido graves daños. La última de las bombas había caído sobre un corral de puercos y había derribado la cerca. Los animales ahora corrían libremente, perseguidos por un par de campesinos que trataban de capturarlos. Matamoros acudió a ayudarlos y logró derribar a un cerdo aventándose sobre él; pidió una cuerda y lo ató una de las patas. En seguida se levantó y fue tras otro puerco. En pocos minutos lograron capturarlos a todos. —Construyan un nuevo corral —ordenó Matamoros a los campesinos—, pero ahora háganlo un poco más para allá, a donde no lo alcancen los cañonazos. — Sí, mi coronel —le contestó Juan Gutiérrez, el hombre que, semanas atrás, había ofrecido sus servicios a Morelos. Los campesinos recogieron los restos del corral que había sido destruido y los llevaron consigo para levantar uno nuevo. Mientras tanto, Matamoros montó en su caballo y se dirigió hacia el centro de la ciudad, al cuartel donde se encontraba José María Morelos. En el camino pudo apreciar los estragos del bombardeo. Algo que asombraba al coronel era que, pese a lo crítico de la situación, los habitantes de Cuautla no habían perdido el optimismo ni la confianza en sus ideales. Tan pronto caía una bomba, las personas que se encontraban cerca acudían al lugar de la explosión y reparaban, en la medida de sus posibilidades, los daños causados. El entusiasmo de los sitiados era tal que incluso Matamoros llegó a pensar que aquello parecía más una fiesta que una guerra y que las bombas que caían sobre Cuautla no eran sino cohetes que se lanzaban para celebrar un gran evento. En realidad algo había de eso. Morelos, para evitar que los sitiados cayeran en la desesperación, y también para mandar un mensaje a los realistas, había organizado algunas fiestas en distintos puntos de la 20 ciudad durante los días que llevaba el bombardeo. En estas celebraciones se tocaba música y se bailaba y, dado que Cuautla era uno de los principales productores de aguardiente del virreinato, la bebida no había faltado. Llegó entonces Matamoros al cuartel de Morelos. Bajó de su caballo y tocó la puerta de la casa en donde se encontraba el general. —Adelante —dijo Morelos y, al ver que era Matamoros quien entraba en la habitación, le preguntó—. Coronel, ¿cómo van las cosas por el sur de la ciudad? —Pues no puedo decir que de maravilla —le contestó Matamoros—, al igual que por aquí, los realistas han causado severos daños con sus cañonazos. Sin embargo —continuó—, al parecer las fiestas y el optimismo que muestra usted ante la situación han tenido un efecto positivo sobre la gente. La veo muy animada. Morelos se ajustó fuertemente el paliacate que tenía ceñido a la cabeza. Ese día la migraña era especialmente intensa. Sin embargo, hizo caso omiso al fuerte dolor y dijo: —Me da gusto que cuando menos no hayamos perdido la moral. No obstante la cosa se está poniendo cada vez más grave. Todavía tenemos algo de víveres pero si no logramos romper el sitio o, cuando menos, recibir ayuda del exterior, pronto comenzaremos a sentir hambre. ¿Cómo van de provisiones en Buenavista? —le preguntó en seguida a Matamoros. —Pues no muy bien mi general —le contestó—. Tenemos aún media troje de maíz, dos docenas de puercos y diez cabezas de ganado, pero somos muchos y cada día disminuyen considerablemente nuestras reservas. —Tenemos que comenzar a racionar más nuestros víveres —dijo Morelos—. Te encomiendo que, personalmente, te encargues de esta tarea. —Sí mi general —respondió—, haré todo lo posible para hacer rendir al máximo los alimentos que aún tenemos. —Muy bien Mariano, te lo agradezco. Hoy será la última fiesta que organizaremos —y le preguntó enseguida—, ¿Sabes qué día es hoy? —25 de marzo, mi general. —Así es capitán, 25 de marzo, día de la Anunciación —dijo Morelos, ahora más bien pensando en voz alta—. Con esta fiesta le anunciaremos al canalla de Calleja que si piensa que pronto nos vencerá, está completamente equivocado. 21 Esa noche, los insurgentes organizaron la fiesta al norte de la ciudad, lo suficientemente cerca del Calvario para que los realistas la pudieran observar y lo suficientemente lejos para que no los alcanzaran con sus cañones. La celebración se extendió hasta entrada la madrugada. Al igual que los otros días, un grupo de músicos de Cuautla amenizó la reunión. Una de las piezas que más gustaba a los insurgentes, compuesta por un músico llamado José Osorno, tenía un estribillo que iba más o menos así: Rema, nanita, rema, rema y vámonos remando, que los gachupines vienen y nos vienen avanzando. Por un cabo doy dos reales, por un sargento, un doblón, por mi general Morelos, doy todo mi corazón. Durante la fiesta, los principales jefes de la insurgencia, Morelos, Galeana, Matamoros y Bravo, se turnaron la responsabilidad de montar guardia, sin embargo, ningún ataque del enemigo se presentó aquella noche. En los siguientes días el panorama no mejoró. Tal y como había estado sucediendo desde hacía ya casi un mes, los ataques desde las líneas realistas no paraban, mientras que las reservas de los insurgentes, sobre todo las de alimento, descendían rápidamente, incluso con la política de racionalización de alimentos que había aplicado Matamoros. Una mañana de aquellos días, Morelos se encontraba, junto con otros hombres, levantando el techo de un almacén que se había venido abajo por el impacto de una bala de cañón, cuando llegó un mensajero con una carta de Calleja. Rápidamente, el general tomó el documento y se dirigió a su cuartel. Una vez sentado en el escritorio que había mandado llevar a su recámara, rompió el sello que cerraba la carta y comenzó a leerla. En el mensaje, Calleja acusaba a Morelos de haber traicionado al rey y a la religión, lo amenazaba advirtiéndole que su fin se encontraba cerca pues estaban llegando más soldados como refuerzos y, junto con ellos, el 22 triunfo decisivo sobre los sitiados. Finalmente, le aconsejaba que se rindiera para evitar la muerte de muchos habitantes inocentes encerrados en la ciudad. Tras concluir la lectura del documento, Morelos se talló los ojos, se echó sobre el respaldo de su silla y se quedó pensando durante algunos minutos. Después tomó un papel y una pluma y comenzó a escribir la respuesta a su enemigo: Señor español: El que muere por defender a su patria no puede ser llamado traidor. Usted señala que el fin de nuestro ejército está cerca, pero el único que puede decidir eso es Dios y si algo ha quedado claro es que Dios quiere el castigo de los españoles y que los americanos recobren sus derechos. Por eso le digo a usted que mejor tome su camino de regreso a sus tierras, pues la victoria está de nuestro lado. Y si usted llegara a terminar conmigo y con mis hombres, queda aún toda la América que conoce ahora sus derechos y está decidida a terminar con los pocos gachupines que han quedado. Cuando me dice que están llegando refuerzos que terminarán con nuestra tropa, supongo, señor Calleja, que éstos traerán pantalones y no enaguas como los que están con usted. Dígales a esos hombres que si así lo han planeado, que vengan cuando quieran, que al cabo yo de aquí no pienso moverme. Me despido de usted no sin antes pedirle que me tiren unas bombitas porque estoy triste sin ellas. Su siervo, el fiel americano Morelos 23 LA OBSTRUCCION DEL ACUEDUCTO A l terminar de leer la carta de Morelos, Calleja se enojó tanto que tuvo que sentarse y respirar profundamente. No podía creer lo que estaba escrito en el papel que tenía en sus manos. El general español había imaginado que Morelos estaba desesperado y, si bien dudaba que fuera a rendirse, por lo menos creía que los insurgentes buscarían negociar. En cambio, lo que había recibido era un mensaje en el que Morelos se burlaba de él y de sus hombres. Una vez que logró calmarse un poco, comenzó a reflexionar. La situación debía ser crítica dentro de Cuautla. Los rebeldes llevaban más de un mes sitiados y era un hecho que los alimentos debían estar comenzando a escasear. Por otro lado, su ejército había estado bombardeando la ciudad desde hacía ya varias semanas. “Dadas las circunstancias —se dijo a sí mismo— tengo que admitir que estos hombres son más valientes de lo que creí en un principio. Tarde o temprano terminarán cediendo, pero si quiero acabar con ellos pronto, tendré que tomar medidas más severas. Sobre todo porque el calor está afectando cada vez más a mi tropa”. Calleja decidió convocar a sus principales oficiales para discutir las acciones que se debían llevar a cabo. Mandó a uno de sus criados a que le avisara a Llano y a Enríquez que los quería ver esa misma tarde en su cuartel. Mientras tanto, sacó un plano que había mandado hacer de Cuautla y de sus alrededores, y comenzó a analizarlo. Tomó un cigarro de la caja que tenía sobre su escritorio, lo prendió y le dio una bocanada. Después de unos minutos de estudiar el documento una sonrisa apareció dibujada en su rostro. Algo se le había ocurrido. Llano y Enríquez llegaron puntuales a su cita. Calleja ya los esperaba en su oficina con una jarra de chocolate caliente. Pidió a un muchacho que se encontraba en la habitación que sirviera tres tazas con la bebida y que luego se retirara. —Tomen asiento, caballeros —les dijo a sus oficiales una vez que estaban dentro de su despacho. —¿Quería vernos, mi general? —preguntó el brigadier Llano. —Así es, Ciriaco, quiero discutir con ustedes un plan que tengo en mente. Si lo logramos concretar, obtendremos pronto la victoria. Pero antes —les dijo—, quisiera que me pusieran al tanto de la situación en sus posiciones. 24 —Por el oriente ha habido algunos ataques dispersos, pero nada de qué preocuparse —señaló el sargento José Enríquez—, el entusiasmo que mostraban los sitiados viene cada vez más a la baja, sin embargo, tampoco creo que estén desesperados, parece más bien que están ahorrando sus fuerzas. —Por el sur la cosa no es muy distinta —continuó enseguida Llano—. Ayer en la noche hubo una avanzada que intentó romper las filas pero la logramos contener. Por otro lado —agregó—, como usted sabe, la Hacienda de Buenavista es el principal almacén de los rebeldes. Hemos visto que cada día es menos la comida que sale de sus trojes y aunque todavía tienen algunos animales, al paso que vamos no creo que duren más de una semana. Pero al igual que como dice el sargento Enríquez, no veo desesperación entre la gente de Cuautla. —Es lo que me temo —les dijo Calleja—, estos hombres pueden resistir más con el estómago vacío porque están acostumbrados a ello. Quizá, como dices, puede que los sitiados no duren más de una semana, pero para ser sincero, eso fue lo que creí que duraría todo este circo y ya hemos pasado el mes y no veo para cuándo. —¿Qué es lo que debemos hacer, mi general? —le preguntó Enríquez. Calleja se dirigió a su escritorio y tomó el plano que había estado analizando. Lo abrió frente a sus oficiales y dijo: —El hombre puede pasar varios días sin comer, pero sin agua la cosa es diferente. Entonces Calleja apuntó con su dedo un pequeño canal que estaba dibujado en el plano, hacia el oriente de la ciudad. —Este acueducto, que viene por allá por Juchitengo, lleva la mayor parte del agua con la que se abastece Cuautla. En estos momentos el agua fluye constantemente hacia los rebeldes, pero si logramos cortar la corriente, los obligaremos a rendirse o a morir de sed. Los dos oficiales intercambiaron miradas y asintieron, al mismo tiempo que se preguntaron cómo no se les había ocurrido esto antes. Tomó Calleja la jarra con chocolate y volvió a llenar las tazas de sus oficiales. Los miró fijamente a los ojos y recalcó: 25 —Debemos hacerlo esta misma noche. Sobra insistir en la importancia que tiene el que se realice con éxito. —Entiendo, mi general —asintió Llano—. ¿Quién dirigirá la acción? —Quiero que lo hagas tú, Ciriaco —le ordenó—. Pide refuerzos del batallón de Lovera y resuelve el asunto lo más pronto posible. Actúen con sorpresa y rapidez para evitar que el enemigo oponga resistencia. Una vez que logres desviar la corriente, deja un regimiento para proteger la obra. —Así será, mi general —concluyó Llano y pidió permiso para retirarse. En cuanto regresó a su campamento, Llano comenzó a organizar a los hombres que utilizaría esa noche para ejecutar lo mandado por Calleja. Escogió un regimiento pequeño, pero de los mejores soldados del batallón de Lovera para defenderse en caso de cualquier ataque, y mandó a un grupo numeroso de peones y de soldados que cogieran palas, picos y cubetas para construir el dique que desviaría el cauce del agua. Cerca de las tres de la mañana salió Llano con sus hombres hacia el acueducto y, en un par de horas, sin que el enemigo siquiera lo notara, lograron levantar un terraplén que desvió por completo el curso del precioso líquido. La empresa había sido un éxito. A la mañana siguiente, los insurgentes se dieron cuenta de que el acueducto había sido bloqueado. Al enterarse de la situación, Morelos se sobresaltó y regañó duramente a sus hombres por no haberse percatado de la maniobra realista. Si bien en Cuautla tenían unos cuantos pozos, de ahí sólo alcanzaría para dos o tres días. Era evidente, pues, que debían recuperar el acueducto. Morelos se dirigió al convento de San Diego, en donde se encontraba Hermenegildo Galeana. Antes de que llegara al lugar, Galeana ya estaba esperándolo en la entrada. —Buenos días, mi general —lo saludó. —Buenos días, teniente —respondió—, supongo que ya te habrás enterado de la situación. —Sí, mi general, me acaban de avisar que nos cortaron el agua de Juchitengo. Debemos de recuperarla de inmediato. —Así es. Es de lo más urgente —agregó Morelos—, pero tenemos que planear bien la acción. No basta ir allá y abrir paso a la barrera que pusieron los realistas, pues si no mantenemos ahí la posición, pronto nos lo volverán a cortar. 26 —¿Qué sugiere entonces, mi general? —le preguntó Galeana. —Debemos construir un fortín en el lugar —contestó Morelos—. Es la única opción que tenemos para asegurar el abastecimiento de agua. Como sabes, los pozos de Cuautla nos dan para sobrellevar un par de días. Hay que aprovechar esto y organizar bien la ofensiva. —¿Quiere que yo me encargue de ello, mi general? —Sí Hermenegildo, tú eres el indicado para realizar la operación. Como sabes, no será una hazaña fácil, tendrán que pelear a campo abierto y construir el fortín al mismo tiempo. Subamos a la torre de la iglesia para ver dónde es el mejor lugar para levantar la defensa. En seguida Morelos y Galeana subieron a la torre del convento. A pesar de que no era muy alta permitía ver los alrededores de Cuautla. Morelos apreció entonces los daños que habían causado los enemigos a la ciudad. Se distinguía claramente un tramo que separaba la zona que quedaba fuera del alcance de los cañones realistas de aquellas que habían sufrido el bombardeo. La región menos afectada era el oriente de la ciudad, la parte menos fortificada por el ejército realista y, precisamente, el lugar en el que habían cortado el agua. Después de observar por unos minutos el panorama, Morelos apuntó con su dedo hacia un conjunto de árboles y dijo: —Podemos aprovechar esa arboleda para defendernos de las balas enemigas. Está lo suficientemente cerca del acueducto como para montar ahí el fortín y defender la toma de agua. —Estoy de acuerdo, mi general —declaró Galeana—, ésa es la mejor opción para salir triunfantes. —Pues que así sea, sargento —le respondió Morelos mientras daba unas palmadas en la espalda de su amigo—. Debes comenzar ahora mismo a preparar la ofensiva. Tienes que organizar a los soldados que lucharán contra los realistas y reunir a los hombres que levantarán el fuerte. Además, deberán tener listos todos los materiales que usarán para construirlo, esto les permitirá ahorrar tiempo valioso. Pueden aprovechar la madera que ha quedado de las casas bombardeadas. —Así lo haremos, mi general —dijo finalmente Galena—, y, si me permite, me retiro para comenzar de inmediato a organizar el asunto. Al día siguiente, por la tarde, Galeana había terminado con los preparativos y estaba listo para salir a recuperar el acueducto. Antes de emprender 27 la avanzada, Morelos se acercó y le deseó suerte. Mientras le daba un abrazo le dijo: —Que Dios te acompañe Hermenegildo. Estoy seguro de que lograrás la victoria. Salió entonces Galeana acompañado por un batallón de jinetes y se dirigió a todo galope a la arboleda que se localizaba a medio kilómetro de las afueras de Cuautla. Al llegar ahí, resguardados entre los árboles, comenzaron a disparar contra el grupo de realistas que se encontraban cuidando el dique que desviaba el acueducto. Galeana había imaginado que el número de enemigos iba a ser mayor, pero no pasaba de cuarenta soldados. No obstante, el enfrentamiento duró casi una hora y varios de los hombres de Galeana cayeron muertos. Una vez que los insurgentes lograron derrotar al pequeño escuadrón, Galeana dio la orden para que el grupo de peones y soldados que levantarían el fortín, salieran de inmediato de Cuautla. Galeana sabía que era poco el tiempo del que disponía, pues pronto llegarían los refuerzos realistas y la situación se tornaría grave. Se ubicó junto con un grupo de soldados fuera del conjunto de árboles mientras que el resto de sus hombres comenzó a levantar el torreón. En poco menos de una hora llegaron los refuerzos realistas. Para ese momento los insurgentes habían logrado importantes avances: cavaron las zanjas que servirían como cimientos y lograron levantar un paredón de madera. Mientras tanto, otro grupo de trabajadores construían una trinchera que conducía hasta Cuautla, para poder comunicar el fortín con el resto de la población. Ante la llegada de un gran número de enemigos, Galeana tuvo que replegarse y dirigirse de nuevo a la arboleda. Mientras retrocedían, los insurgentes no dejaron de disparar contra el batallón realista que se aproximaba. Cuando estaban a punto de resguardarse tras la barrera que habían levantado sus camaradas, una bala rozó el brazo derecho de Galeana y le causó una dolorosa herida. Una vez detrás de las defensas, Galena desmontó de su caballo y pidió a uno de sus soldados que lo curara. Al mismo tiempo, su batallón luchaba contra el enemigo. Galeana ordenó a los peones que no pararan de trabajar pese a los disparos del enemigo. Los sonidos de las pistolas y los fusiles eran constantes; las ráfagas realistas hirieron y mataron a muchos de los trabajadores. Era doloroso ver cómo caían los hombres que intentaban restablecer el agua a la ciudad. Sin embargo, Galeana sabía que recuperar el acueducto 30 era vital para la causa. En el momento en que terminaron de curar su herida, tomó uno de los fusiles y comenzó a disparar contra los enemigos. Entre la artillería que traían los insurgentes estaba el famoso cañón móvil apodado El Niño. Uno de los soldados de Galeana, encargado de manejar dicho artefacto, disparaba tan rápido como le era posible contra las filas enemigas, su objetivo era destruir el pequeño cañón que traían consigo los realistas. El joven soldado, después de varios intentos, gracias a su destreza y a un poco de suerte, consiguió atinar un certero balazo a la pieza de artillería enemiga. Con el cañón de los realistas fuera de combate, los insurgentes pudieron apresurar las labores de construcción. Una vez que terminaron de levantar el fortín, Galeana ordenó a sus trabajadores que comenzaran a abrir el dique que cerraba el paso al acueducto. La defensa que habían levantado resultó de gran utilidad, pues permitió a los hombres trabajar sin ser alcanzados por las balas realistas. Mientras tanto, Galeana y sus soldados continuaban luchando contra el enemigo. Después de varias horas los insurgentes pudieron restablecer el acueducto y el agua llegó nuevamente a la ciudad. Pese al ruido que producían los fusiles, Galeana logró escuchar a lo lejos aplausos y gritos de júbilo. Eran la gente de Cuautla que les agradecía por devolverles la esperanza. 31 HAMBRE Y DESESPERACION E ra finales de abril, habían pasado tres semanas desde la victoria parcial que obtuvieron los insurgentes al restablecer el flujo del acueducto y, pese a que el agua no había faltado desde entonces, la situación en Cuautla era desoladora. Las trojes de la Hacienda de Buenavista llevaban ya varios días completamente vacías, tampoco quedaban más animales y, prácticamente, todas las reservas de los insurgentes y de los habitantes de Cuautla, incluyendo las tiendas y las alacenas de las casas, estaban agotadas. En las últimas semanas habían ocurrido importantes eventos. Los insurgentes intentaron varias acciones para romper el sitio o cuando menos para hacerse de provisiones; sin embargo, todas terminaron en el fracaso. Pocos días después de recuperar el acueducto, Morelos y Galeana, acompañados por un escuadrón de soldados, vencieron a los realistas ubicados en el fortín del Calvario y se apoderaron de la posición. La ofensiva había sido una excelente maniobra que tomó por sorpresa a los hombres de Calleja. Por la noche, los insurgentes atacaron el reducto con granadas de mano y bayonetas, y aunque el lugar estaba bien defendido lograron acabar con los realistas. Entre los enemigos que murieron esa noche, se encontraba un capitán de nombre Gil Riaño, hijo de aquél intendente de Guanajuato que fue derrotado por las tropas de Hidalgo. La toma del Calvario hubiera sido una acción decisiva para los insurgentes si hubieran sido capaces de retener la posición, pues el fortín no sólo era el campamento realista más cercano a la ciudad sino que también era el punto de encuentro entre los soldados que sitiaban el este y los que estaban en el oeste. Precisamente por su importancia, cuando Calleja se enteró de que el Calvario había sido tomado por Morelos, envió gran cantidad de soldados a recuperar el fortín. Morelos y Galeana, debido a la enorme desventaja en el número de sus hombres, no tuvieron más opción que regresar a Cuautla y entregar la conquista recién obtenida al enemigo. Unos días después, ante la urgencia de obtener víveres, Morelos ordenó a Matamoros que rompiera el cerco y se reuniera con Miguel Bravo y sus hombres, quienes se encontraban cerca de Cuautla, para organizar un convoy que introdujera alimentos y armas a la ciudad. La noche del 21 de abril, Mariano Matamoros salió de Cuautla junto con otros cien soldados, entre ellos un coronel amigo suyo llamado Manuel Perdiz, y se abalanzaron hacia las líneas enemigas. La idea era realizar una 32 avanzada sorpresa y lograr atravesar el cerco sin la necesidad de derramar mucha sangre. Sin embargo, justo esa noche los realistas fortalecieron la defensa de esa zona y opusieron resistencia a los insurgentes que planeaban fugarse. Aunque Matamoros pudo salir de la ciudad, muchos de sus hombres, incluyendo al capitán Perdiz, murieron en la ofensiva. A la mañana siguiente, cuando Calleja se enteró de lo sucedido, mandó atar el cadáver del capitán Perdiz sobre una mula para enviarlo de regreso a Cuautla y que así los insurgentes vieran como terminaría el siguiente que intentara fugarse. Matamoros logró reunirse con Miguel Bravo en Ocuituco, un pueblo cercano a Cuautla, y desde ahí comenzaron a organizar al grupo que llevaría las provisiones a los sitiados. Les tomó a los insurgentes varios días reunir los víveres y las armas disponibles en la región y cuando los tuvieron listos, Matamoros escribió una carta a Morelos en la que le informaba del plan para introducir el convoy. El documento fue enviado con un mensajero que debía entrar de noche en la ciudad. Desgraciadamente, los soldados de Llano lo capturaron sin que Matamoros o Morelos se percataran de ello. Así, Calleja se enteró de las intenciones de los insurgentes y preparó todo lo necesario para evitar que Matamoros ingresara a Cuautla. Por esta razón, todo resultó un desastre la madrugada en que Matamoros y Manuel Bravo intentaron romper el cerco y llevar las provisiones a los sitiados. Pese a que los insurgentes llevaban un ejército de casi dos mil hombres, Calleja logró derrotarlos con facilidad, pues había planeado cuidadosamente su recibimiento. Cuando Morelos escuchó los ruidos de la batalla salió en auxilio de sus compañeros, pero también fue replegado por las fuerzas realistas. La última esperanza que tenían de abastecerse de armas y de comida acabó en esa desafortunada mañana. Así pues, hacia finales de abril, la situación dentro de Cuautla era catastrófica. A la desesperación producida por el hambre se sumaba la desesperanza incrementada por las derrotas de los insurgentes. Las tropas de Morelos y los habitantes de la ciudad estaban devastados. Una tarde, Morelos salió de su cuartel y decidió dar una vuelta por la ciudad para evaluar la situación. Debido al ayuno y a la preocupación, la migraña había sido especialmente intensa durante los últimos días. Morelos se apretó el paliacate más fuerte que de costumbre y comenzó su marcha a pie por una de las calles que iban hacia el sur. En el camino no 33 encontró más que escenas lamentables, producto del hambre y la desesperación. En las calles y terrenos baldíos los niños buscaban en la tierra y bajo las piedras bichos y lombrices para llevarlos a sus casas. En las azoteas, los hombres que antes habían arrojado piedras a los ejércitos realistas, utilizaban ahora sus ondas para derribar palomas y pichones que pudieran calmar un poco el hambre. Se encontró también con un grupo de jóvenes que intentaban atrapar las últimas lagartijas que se escondían tras las cercas de piedra de la ciudad. A pesar de lo drástico de la situación, la gente no dejaba de saludar y de hacerle reverencias al general cuando éste pasaba frente a ellos. Los habitantes de Cuautla sentían un profundo respeto y admiración por Morelos. Incluso había corrido el rumor de que podía curar a los enfermos y resucitar a los muertos. Esa tarde, como nunca antes, Morelos deseó que aquello hubiera sido cierto. Al dar la vuelta en una esquina encontró a un hombre que tenía una mesa montada en la calle con algunas jaulas sobre ella. En su interior se encontraban un gato, una iguana y varias ratas. Escuchó a un señor que le preguntaba: —¿A cómo da el gato? —A seis pesos. Por la iguana son 20 reales —le contestó el improvisado vendedor. —No tengo más que 10 reales señor —dijo el hombre mientras le enseñaba unas cuantas monedas que traía en la mano. —Pues con esos te alcanza sólo para un par de ratas. Morelos no pudo evitar sentir tristeza al escuchar la conversación y estuvo a punto de intervenir para decirle al vendedor que le diera el animal, pero finalmente pensó que aquél hombre estaba, al igual que todos los demás, tratando de sobrevivir. Volvió a dar la vuelta en una esquina y comenzó su regreso al centro de la ciudad. Tomó camino rumbo al convento de Santo Domingo, en donde se encontraba Leonardo Bravo. Al llegar al edificio entró en busca de su compañero y lo encontró, junto con otros soldados, quitando cuidadosamente los forros de cuero que cubrían los libros de la biblioteca del convento. No tuvo que preguntar para qué estaban haciendo eso. Él mismo, esa mañana había dado a un grupo de soldados hambrientos unas correas y unos pedazos de carnaza para que los hirvieran con un poco de cal y se los comieran. 34 El cuero viejo era quizá la peor comida que había probado en toda su vida pero servía cuando menos para calmar el dolor que provocaba el hambre. —Ya veo que los libros no sólo sirven para alimentar el espíritu —le dijo Morelos a Leonardo Bravo, quien, pese a las circunstancias, no había perdido del todo su sentido del humor. —Mi general —le respondió Bravo, sonriendo por primera vez en varios días—, ayer me comí el forro de un libro de teología y debo decir que me cayó un poco pesado. Todos los presentes, incluyendo a Morelos, soltaron la carcajada. Siguieron bromeando por unos minutos y una vez que pasó el breve momento de alegría, Morelos pidió a su oficial que lo acompañara a un lugar privado, pues quería discutir algunos asuntos con él. Se dirigieron los dos a una de las celdas del convento, que Bravo había adaptado como su recámara. Ya adentro Morelos le comentó: —No podemos resistir este sitio por más tiempo Leonardo, la cosa se pone cada vez peor. —Lo sé, mi general, pero tampoco podemos escapar así nada más, sin planear bien cómo romper el cerco del enemigo —le contestó Bravo—, ya ve cómo le fue a Matamoros y al pobre de Perdiz, y eso que el grupo que intentó salir de Cuautla era pequeño y fuerte, y estaba bien armado. Imagínese cómo sería la cosa si nos enfrentáramos a una situación igual. —Tienes razón, Leonardo, no creas que estoy pensando en aventarme así a la brava, sin plan —le dijo el general—. Sobre todo porque no nos vamos sólo los soldados, con nosotros tiene que salir también la población de Cuautla. No me imagino lo que les depararía si los dejamos aquí cuando los realistas entren a la ciudad. Finalmente han sido nuestros aliados. —¿Qué ha pensado entonces, mi general? ¿Tiene ya algún plan en mente? —Pues no tenemos muchas opciones —le respondió Morelos—. Si hemos de salir tendrá que ser de noche, rápido y por el oriente. Pero debemos esperar el momento indicado. Bravo asintió con la cabeza y antes de que pudiera agregar algo, añadió Morelos con tono irritado: —Si tan sólo Rayón hubiera venido en nuestro auxilio o cuando menos mandado algún regimiento a que nos apoyara. Ya son varias las cartas que le he enviado y no he tenido ninguna respuesta. 35 EL SITIO TERMINA Ignacio López Rayón se había convertido en la cabeza de la insurgencia después de la muerte de Hidalgo, sobre todo tras establecer la Suprema Junta Nacional de la que era el presidente. En un principio, la relación entre Morelos y Rayón había sido buena, pero pronto comenzaron a haber diferencias entre ellos. Los problemas se agudizaron tras el sitio de Cuautla, pues Morelos consideraba que Rayón y el resto de la insurgencia se habían olvidado de ellos. Morelos continuó durante unos minutos lamentándose frente a Leonardo Bravo, hasta que concluyó diciendo: —Parece que toda la nación se ha conjurado contra nosotros y no ha querido escuchar los muchos gritos que hemos dado durante el mes y medio del riguroso sito. Sin embargo, Morelos sabía que no podían depender de la ayuda del exterior y si querían salir con vida del sitio, tendrían que valerse por sí mismos y construir su propia suerte. Así pues, una vez que se calmó, le dijo a Bravo: —Lo que ahora debemos hacer es prepararnos para que cuando se presente la oportunidad podamos aprovecharla y salir de aquí en orden y sin ser vistos. —¿Qué es lo que sugiere, mi general? —preguntó entonces Bravo. —Galeana, Víctor, tu hermano, tú y yo, debemos repartirnos a toda la gente, soldados y pobladores, para que en estos días les digamos cómo y por dónde deben partir cuando les demos la señal. Deben de estar todos alerta pues en cualquier momento saldremos de aquí. No podemos dilatar más de tres o cuatro días. Entonces Morelos le presentó a Leonardo Bravo su plan de escape, la forma y el lugar por el que buscarían salir de Cuautla, y las responsabilidades que cada uno de sus oficiales tendría a la hora de romper el sitio. Inmediatamente después hizo lo mismo con Hermenegildo Galeana y con Víctor Bravo. M ientras tanto, Calleja se encontraba en su campamento. Si bien su situación no se podía comparar en lo más mínimo con la de los que estaban dentro de Cuautla, el calor y las enfermedades seguían afectando a sus tropas. Incluso él mismo se había enfermado de una disentería que lo tenía en cama. A pesar de que el general español sabía que tenía una enorme ventaja sobre su enemigo, el sitio se había extendido mucho y comenzaba a ser demasiado costoso, incluso para ellos. Le resultaba admirable que los insurgentes hubieran resistido por tanto tiempo, sin duda alguna su visión sobre ellos había cambiado. Decidió entonces mandarle una carta al virrey. Se levantó de su cama, se dirigió a su escritorio, pidió una pluma, un papel y tinta; comenzó a escribir: Excelentísimo señor: Si la constancia y valentía de los defensores de Cuautla fuera dirigida hacia una buena causa, merecerían algún día ocupar un lugar distinguido en la historia, pues a pesar de que son atacados continuamente por nuestras tropas y están asfixiados por el hambre y la necesidad, siguen demostrando coraje para mantenerse en pie. Morelos parece confiado en que se salvará de esta situación. Espera constantemente refuerzos del exterior que le ayuden a romper el sitio y confía en que pronto llegará la temporada de aguas y con ella un alivio a sus necesidades. Por nuestra parte, un gran número de mis hombres se encuentra afectado por las enfermedades y mi salud empeora también día con día. Para poder hacer frente a la situación, necesitamos urgentemente que Su Excelencia nos mande refuerzos y provisiones, tanto alimento y armas, como zapatos y ropas. Dios guarde a su excelencia muchos años Excelentísimo señor Félix Calleja 36 37 Cuando terminó de redactar la carta mandó llamar a un mensajero y le pidió que la llevara al virrey Venegas que se encontraba en la ciudad de México. Nuevamente se recostó sobre su cama y comenzó a reflexionar. Desde hacía ya algunos días el virrey Venegas había autorizado a Calleja dar el indulto; es decir, el perdón, a Morelos y a sus hombres en caso de que se rindieran. Calleja no había querido ofrecérselos pues consideraba que no era necesario, ya que pensaba que los insurgentes pronto se entregarían por sí mismos. Sin embargo, pese a que dentro de Cuautla los hombres se estaban muriendo de hambre, literalmente, no se veía que pronto se fueran a rendir. Por otro lado, en tanto que una parte de sus tropas se encontraba afectada por las enfermedades, si no recibía rápido los refuerzos que había solicitado al virrey, los rebeldes podían tener, aunque fuera mínima, una oportunidad de escapar. Por estas razones, e incluso también por el respeto que se había ganado su enemigo, decidió Calleja ofrecerles el indulto a los sitiados si entregaban Cuautla por la paz. Al día siguiente, era ya primero de mayo, Calleja mandó una carta a Morelos en la que le ofrecía el perdón a cambio de la rendición. Asimismo, ordenó a sus oficiales que transmitieran por la línea de batalla el bando de indulto a los habitantes de Cuautla. El general español dio cuatro horas al enemigo para que contestaran. Habían pasado 72 días desde el inicio del sitio y cuando Morelos recibió la carta, dudó por un momento aceptar el ofrecimiento. No era que el general temiera a la muerte. Desde que había decidido sumarse a la insurgencia asumió que ése era el más probable de sus destinos. Lo que le preocupaba a Morelos era arriesgar la vida de sus tropas y, sobre todo, la de los habitantes de Cuautla. Tras más de dos meses de sitio, la mayor parte de sus hombres estaba débil o enferma, y cualquier intento de huida tenía altas posibilidades de fracasar. Sin embargo, reflexionó bien Morelos, valía la pena arriesgarse. Rendirse ahora significaría echar por la borda los esfuerzos y sufrimientos que habían padecido sus soldados y la población de Cuautla en las últimas semanas, además de que pondría en serio riesgo todo el proyecto de independencia. Por otro lado, pensó Morelos, “Si Calleja nos está ofreciendo el perdón es porque no las tiene todas consigo, quizá sea ahora la oportunidad que estábamos esperando”. Así pues, no dudó más y resolvió rechazar el 38 indulto. Decidió dejar pasar las cuatro horas que les había dado el general español para finalmente hacerle saber su respuesta y, mientras tanto, convocó a Galeana y a los Bravo con el fin de enterarlos de que la fuga se llevaría a cabo esa misma noche. El primero en llegar a la reunión fue Galeana. Morelos lo esperaba sentado en la mesa que funcionaba como escritorio; al ver entrar a su amigo se sorprendió de lo flaco que estaba; antes, no se había detenido a observar cómo el hambre había afectado a sus compañeros; Galeana había perdido muchos kilos en lo que iba del sitio y en su rostro estaban tan marcados los huesos que lo hacían parecer una calavera. Cuando llegaron al cuartel Leonardo Bravo y su hermano Víctor, el general vio en ellos los mismos estragos del hambre. Seguramente él también se encontraría en la misma situación. Una vez que los cuatro estuvieron reunidos, Morelos dijo: —Por la noche abandonaremos Cuautla. Saldremos a las dos de la mañana. —Me da gusto oír la noticia, mi general —festejó Galeana—. Ya no podemos estar ni un día más en este infierno. —Debemos seguir rigurosamente el plan que habíamos establecido —agregó—. ¿Han dado las instrucciones necesarias a la gente que les correspondía? Los tres oficiales asintieron. Morelos continuó: —Bien. El punto de reunión será la plaza frente al Convento de San Diego. Debemos reunirnos ahí hacia media noche. La salida, como habíamos quedado, será por el noreste, entre el Calvario y las lomas de Zacatepec. —Estaremos listos, mi general —afirmó Leonardo Bravo. —Todavía no pasa el mediodía —reflexionó Morelos mientras se levantaba de su escritorio—: tenemos doce horas para organizarnos. Insistan en que todo se debe hacer con la mayor discreción. El enemigo no debe sospechar en lo más mínimo lo que pasará en la noche. —No se preocupe, mi general —apuntó nuevamente Leonardo Bravo—, seguiremos a pie juntillas lo que habíamos acordado. Trabajaremos en tandas para no levantar sospechas. —Muy bien. Pues manos a la obra —concluyó el general. En los días anteriores cada uno de los principales jefes del ejército de Morelos había dado instrucciones a soldados y pobladores para llevar a 39 cabo la salida de forma ordenada. También adelantaron los preparativos; por ejemplo, habían elaborado lanzas con varas de casi dos metros de largo, así como camillas de madera para transportar a los heridos y a los enfermos. Sin embargo, era mucho lo que restaba por hacer y poco el tiempo, considerando que tenían que rotarse para realizar las labores, pues, para que el enemigo no sospechara, no podían trabajar todos al mismo tiempo. En las horas que siguieron a la reunión, Galeana, los Bravo y Morelos volvieron a repasar con su gente el plan de escape. También repartieron las escasas municiones que quedaban, a cada soldado le correspondieron cinco cartuchos de pólvora y, en tanto que las balas no eran suficientes, se repartieron también clavos para usarlos como proyectiles. Los hombres que no tenían fusil recogieron unas cuantas piedras para lanzarlas con sus hondas en caso de ser necesario. Al resultar imposible llevar consigo objetos demasiado pesados, ordenó Morelos que los cañones grandes fueran enterrados, para evitar que cayeran en manos de los realistas. Las piezas de artillería ligera fueron montadas sobre unas mulas. Una cuadrilla de trabajadores fue designada para juntar tablas y vigas, pues en un punto determinado tendrían que cruzar una zanja y era necesario improvisar un puente. Un grupo de mujeres preparó fogones en muchas de las casas de la ciudad; éstos debían prenderse al caer la noche para que los realistas pensaran que los habitantes de Cuautla permanecían en sus hogares. Finalmente, todos pudieron preparar un pequeño bulto para llevar consigo sus pertenencias más preciadas. En cuanto cayó la noche, los fogones se prendieron por toda la ciudad. Poco a poco se fueron reuniendo en la plaza de San Diego los pobladores y los soldados de acuerdo con lo establecido. A la cabeza del grupo se colocó Hermenegildo Galeana junto con un batallón formado con lo mejor de la infantería. En caso de haber algún enfrentamiento, serían ellos los responsables de abrir paso entre las líneas enemigas. Inmediatamente después estaba un escuadrón de lanceros que llevaban las varas que habían elaborado en los días anteriores: medían dos metros y eran la mejor defensa contra la caballería realista. El tercer lugar en la formación lo ocupaban las mulas que llevaban la artillería ligera, el cañón apodado El Niño, las tablas que habían preparado para utilizar en caso de ser necesario y otras cargas. Después venían los enfermos cargados en camillas por 40 los pocos jóvenes de la ciudad que tenían todavía las fuerzas necesarias para hacerlo. Una vez que esta primera parte del grupo estuvo reunida y en formación, comenzaron su marcha hacia las afueras de Cuautla. Eran las dos y cuarto de la mañana cuando Morelos dio la orden para comenzar la retirada Mientras tanto, el resto de los sitiados se organizaba en las calles aledañas y se iba incorporando a la caravana conforme dejaban su lugar en la plaza de San Diego. Así, en cuanto el grupo que llevaba a los enfermos comenzó a avanzar, el siguiente contingente formado por los Bravo y por el resto de la infantería se sumó a la fila ocupando el centro del convoy. Entre este grupo iban mezclados los habitantes de Cuautla. Cerrando esta sección iba José María Morelos con su guardia personal y un grupo selecto de soldados. Finalmente, el último grupo en salir fue la escasa caballería que quedaba, comandada por un capitán de apellido Anzures. Los rebeldes marchaban en absoluto silencio por la orilla de un pequeño río. Los únicos ruidos que se escuchaban eran el flujo del riachuelo, el canto de los grillos y, eventualmente, el resoplido de algún caballo. La noche estaba tranquila y la luna, que brillaba en el firmamento, proporcionaba la luz suficiente para poder ver sin la necesidad de prender velas ni antorchas. La caravana avanzaba lentamente, era un grupo numeroso y debía mantenerse unido. Habían pasado más de dos horas desde que comenzó la retirada y todo seguía tranquilo. Morelos agradeció hacia sus adentros que el enemigo aún no hubiera notado sus movimientos. En ese momento, el grupo que iba a la cabeza se topó con el zanjón que les bloqueaba el paso. Un grupo de hombres se dirigió hacia donde estaban las mulas y regresó con las tablas que traían para salvar la situación. En poco tiempo construyeron un puente improvisado que permitió a los insurgentes continuar con su marcha. Pronto llegaría la columna a las afueras de la hacienda la Guadalupita. Si lograban atravesar esa zona habrían roto el cerco. Sin embargo, Galeana sabía que en ese sitio probablemente se encontrarían con un escuadrón realista. Cerró los ojos y comenzó a rezar un Ave María para que lograran pasar sin ser advertidos. Antes de que terminara la oración se escuchó un grito no muy lejos de ahí: 41 —¿Quién vive? Galeana ordenó a sus hombres que se detuvieran y guardó silencio. Sin embargo, la voz del guardia volvió a escucharse, ahora más cerca: —¿Quién vive?, repórtese o abriré fuego. No había más opciones. Galeana sacó una de las pistolas que llevaba en su cinturón y le disparó al enemigo. Al instante, cayó muerto, pero el ruido alertó al resto del escuadrón realista. —¡Están intentando huir! —gritó uno de ellos—. ¡Suenen la alarma! El escuadrón realista era pequeño, no superaba los sesenta soldados. Bastaron dos ráfagas de fuego de la artillería comandada por Galeana para acabar con ellos. Sin embargo, el ruido de los fusiles y la trompeta que sonó uno de ellos antes de ser alcanzado por una bala alertó a los sitiadores. Los insurgentes habían sido descubiertos y pronto comenzarían a llegar más enemigos. El pánico se apoderó de gran parte de los que componían la caravana, sobre todo de la población civil. Muchos de ellos rompieron la formación y salieron huyendo por todas partes. Morelos espoleó su caballo y comenzó a galopar junto a la columna en dirección a donde estaba Galeana. Mientras lo hacía gritaba a sus soldados: —¡No rompan filas! Debemos mantenernos unidos. No malgasten sus municiones. Los primeros escuadrones realistas comenzaban a llegar al lugar. La caballería comandada por el capitán Anzures formó una barrera en la retaguardia y contuvo por unos momentos el ataque del enemigo. Al mismo tiempo Morelos llegó a donde estaba Galena, al otro extremo de la columna. Una vez que estuvo junto a él le dijo: —Debes continuar. Organiza a todos los que puedas y dirígete con ellos hacia Ocuituco. Yo me quedo con Leonardo para aguantar al enemigo. —Mi general —objetó inmediatamente Galeana—, prefiero quedarme a combatir a su lado. —Haz lo que te digo, Hermenegildo —ordenó Morelos mientras le extendía la mano—: necesito que lo hagas. No tardaremos en alcanzarlos. Se dieron un fuerte apretón de manos. Galena asintió y comenzó a organizar a la gente para continuar la retirada. Entonces Morelos jaló las riendas de su caballo y se dirigió a todo galope hacia donde estaba la batalla. 42 Para ese momento el número de realistas se incrementó considerablemente. Poco tiempo antes, Calleja se había enterado de lo sucedido y mandó inmediatamente a su caballería para dar alcance a los fugados. El grueso de los realistas se batía contra la caballería de Anzures y las tropas comandadas por los Bravo, mientras un grupo de soldados perseguían a caballo a los hombres que huían asustados en todas direcciones. Cuando llegó Morelos a la línea de fuego ordenó a sus hombres que se replegaran y se dirigieran hacia una cerca de piedras que se encontraba no muy lejos de ahí. Una vez protegidos por la barrera, los insurgentes pudieron atacar con más certeza a sus enemigos. Después de casi media hora de intercambiar disparos los rebeldes comenzaron a quedarse sin municiones, mientras que los realistas, que seguían en constante aumento, estaban a punto de establecer un cerco en torno a ellos. Morelos sabía que si no actuaban con rapidez, pronto serían capturados y asesinados. Se acercó a Leonardo Bravo y, entre el ruido que producían los fusiles, le gritó: —Debes partir ahora. Toma a tu gente y sal de aquí antes de que nos terminen de rodear. Voy a distraer al enemigo y debes de aprovechar el momento. Bravo sabía que no tenía sentido discutir con su general y, aunque hubiera preferido quedarse a su lado, obedeció a Morelos y ordenó a sus tropas que prepararan la retirada. Antes de partir le entregó una pistola cargada y dos granadas de mano, hechas de pólvora y clavos. Morelos guardó las granadas en un morral que traía colgado y escondió la pistola dentro de su camisa. Morelos, acompañado de veinte hombres a caballo, saltó la cerca de piedras y se dirigió a todo galope hacia dónde se encontraba un grupo numeroso de enemigos. Cuando se encontró lo suficientemente cerca arrojó una de las granadas que le había dado Leonardo Bravo, esperó a que el enemigo viera que era él y dio la media vuelta. Cuando los realistas se dieron cuenta de que era el mismo Morelos el que encabezaba esa pequeña escaramuza, no dudaron perseguirlo. Esto fue aprovechado por los Bravo, quienes pudieron finalmente darse a la fuga con el resto de los insurgentes. Morelos y sus hombres cabalgaron unos doscientos metros con el enemigo pisándoles los talones, cuando uno de los realistas logró acertar 43 un disparo al caballo de Morelos provocando que se desplomara. El pesado animal cayó encima de su jinete y le rompió dos costillas. Al ver que su general había sido derribado, los soldados se detuvieron y lo rodearon para protegerlo. Morelos sacó la última granada que traía consigo y la aventó con todas sus fuerzas hacia los realistas. La explosión logró derribar a tres jinetes. Sin embargo, el número de enemigos era mayor. Los soldados de Morelos se batieron cuerpo a cuerpo contra la caballería realista y, pese a que lograron hacerles mucho daño, uno a uno fueron cayendo. Morelos se conmovió al ver que sus hombres entregaban la vida para defenderlo. Miró a su caballo que yacía sobre la hierba y se dio cuenta de que estaba muerto. Escuchó los pasos de alguien que se acercaba por su espalda y dio la vuelta rápidamente. Era un jinete realista. El enemigo se bajó de su caballo y desenfundó su sable. Al ver que Morelos no tenía ninguna arma en su mano, una sonrisa victoriosa se dibujó en su boca. Alzó el sable y cuando estaba a punto de dar un golpe mortal a Morelos, éste saco de su camisa la pistola que le había dado Leonardo Bravo y le disparó en el pecho. El soldado realista cayó muerto al instante. Rápidamente Morelos se dirigió hacia el caballo que su enemigo había dejado y montó sobre él. De los veinte jinetes que acompañaron a Morelos sólo quedaban dos con vida. Al ver que su general se encontraba bien y montado sobre un caballo, dieron la vuelta y se acercaron a él. Los tres jinetes partieron a todo galope y se perdieron en la oscuridad de la noche. Estaba amaneciendo cuando Morelos y sus dos compañeros vieron a lo lejos Ocuituco. A las afueras del pueblo se podía observar un grupo numeroso de hombres que, al parecer, esperaban la llegada de alguien. Conforme se fueron acercando, Morelos pudo distinguir claramente que Hermenegildo Galeana y Mariano Matamoros se encontraban dentro del grupo. A pesar de que el trote del caballo le provocaba un enorme dolor en las costillas, pudieron más las ganas de Morelos de encontrarse con sus amigos y animó al animal a que galopara. Cuando al fin llegó a donde estaba el grupo de hombres, un grito de júbilo se escuchó en todo el pueblo. Galeana se adelantó y ayudó a su general a bajar del caballo. Lo abrazó fuertemente y gritó: —¡Lo logramos! ¡Lo logramos! Salimos con vida. 44 Matamoros se aproximó en seguida y se unió al abrazo. No podía ocultar la felicidad que le daba ver a su amigo. Una vez que se separaron le dijo a Morelos: —Nunca dudé que romperías el sitio. Todavía no ha llegado nuestra hora. Tenemos mucho que darles a esos gachupines. Los tres amigos comenzaron a caminar de regreso al pueblo. La gente marchaba junto a ellos dando gritos, chiflidos y aplausos. Morelos buscó a Leonardo Bravo entre la multitud pero no lo encontró. “Debe estar por llegar” se dijo a sí mismo. Una señora se acercó y le dio a Morelos un tarro con atole caliente y un tamal. Mientras le daba un trago a su bebida se sintió, por primera vez en mucho tiempo, aliviado y lleno de paz. 45 EPILOGO E l sitio de Cuautla terminó el 2 de mayo de 1812. Leonardo Bravo nunca logró alcanzar a sus compañeros, pues en la retirada de aquella madrugada se perdió y terminó en la hacienda de un simpatizante de los realistas, donde fue hecho prisionero. Meses después fue ejecutado en la ciudad de México. Los insurgentes que lograron salvarse, encabezados por Morelos, permanecieron varias semanas en la región para recuperarse de los daños sufridos, Morelos en particular padeció mucho por la caída del caballo. Una vez que recobraron las fuerzas continuaron con la campaña militar. Conforme avanzaban los meses, el ejército de Morelos se hizo más disciplinado y organizado. Galeana y Matamoros siguieron lu­chando junto a Morelos y lo acompañaron en las victorias de Tehuacán, Orizaba, Oaxaca y Acapulco. Pese a que Morelos fue nombrado miembro de la Suprema Junta Nacional, continuaron las fricciones con Ignacio Rayón. Tiempo después, se presentó la ruptura entre estos dos personajes, ante lo cual Morelos tomó la cabeza de la insurgencia. En septiembre de 1813, tras anularse la Suprema Junta Nacional Gubernativa, se instituyó el Congreso de Chilpancingo. Por estas fechas, Morelos escribió sus célebres Sentimientos de la nación y fue nombrado por el Congreso el jefe supremo de las fuerzas militares, dándole el grado de Generalísimo. Entre tanto, Félix María Calleja fue designado la cabeza del gobierno español en Nueva España y, posteriormente, se le dio el cargo de virrey, el cual desempeñaría hasta 1816. Bajo el gobierno de Calleja el ejército realista se fortaleció y comenzó a recuperar varias plazas de manos de los insurgentes. Morelos decidió dirigirse a Valladolid, la ciudad que lo había visto nacer. En diciembre de 1813 intentó tomarla, pero fracasó. En la retirada, Mariano Matamoros fue capturado y, aunque Morelos intentó negociar su liberación a cambio de doscientos prisioneros realistas, fue ejecutado en febrero de 1814. Tras la derrota sufrida en Valladolid, el Congreso insurgente decidió quitar a Morelos el cargo de jefe supremo del ejército. Hermenegildo Galeana, desilusionado, se retiró a Tecpan, en donde fue capturado y ejecutado unos meses después, en junio de 1814. 46 Las derrotas sufridas, la destitución de su cargo y la pérdida de sus amigos debieron haber pesado demasiado en el ánimo de Morelos. Sin embargo, en octubre de 1814, vio realizado uno de sus más grandes anhelos: la firma de una Constitución, la de Apatzingán, que no sólo promulgaba la independencia de estas tierras sino que se le daba forma y legalidad a su gobierno. Un año después, en noviembre de 1815, mientras Morelos custodiaba el Congreso en su traslado de Michoacán a Tehuacán, fue sorprendido y atacado por el ejército realista. Morelos, junto con un grupo de soldados, los enfrentó y permitió que pudiera escapar el resto del grupo insurgente; sin embargo, fue capturado y trasladado a la ciudad de México. Después de un juicio en el que fue declarado culpable de traición al rey, y degradado de su orden sacerdotal, José María Morelos fue fusilado en Ecatepec, el 22 de noviembre de 1815. Faltaba poco más de seis años para que la Nueva España se convirtiera en México independiente. 47 INDICE DE IMAGENES PORTADA Morelos y sus aliados se enfrentan a los soldados realistas PAGINAS 4 Y 5 Un mensajero, que llega a todo galope, le informa a Morelos que el ejercito realista se acerca a Cuautla PAGINAS 28 Y 29 Por un cabo doy dos reales, por un sargento, un doblon, por mi general Morelos doy todo mi corazon PAGINAS 48 Y 49 Morelos llega a Ocuituco tras romper el sitio INDICE PREPARANDO LA BATALLA 7 UNA EMBOSCADA 11 LOS RECUERDOS DE MORELOS 14 LOS CANONES DE CALLEJA 18 ENTRE FIESTAS Y BOMBAS 20 LA OBSTRUCCION DEL ACUEDUCTO 24 HAMBRE Y DESESPERACION 32 EL SITIO TERMINA 37 EPILOGO 46 Se terminó de imprimir en la ciudad de México, en diciembre de 2009, en los talleres de Comercializadora Gráfica, calle 22 de Diciembre de 1860 núm. 1604-A, col. Leyes de Reforma, CP 09310, México, DF. El tiraje consta de 2000 ejemplares. La edición se realizó en la Coordinación Nacional de Difusión del inah: Benito Taibo, coordinador; Rodolfo Palma Rojo, director de Divulgación; Catalina Miranda, subdirectora de Programas de Divulgación; Karla Cano Sámano, jefa del Departamento de Impresos; Karina Rosas Zambrano, diseño; Lola Díaz Barriga, corrección. Se utilizaron los tipos Swis721 en 10 y 11 puntos y Conrad Veidt 13, 18 y 36.