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HUNT, L., La invención de los derechos humanos. Tusquets, Barcelona 2009, 288 pp.
Poner título a un libro no es una cuestión menor. En él no sólo se ha de informar
del contenido de la obra sino que además ha de hacerse de modo que resulte lo más
atractiva posible para un hipotético lector. Así, en no pocas ocasiones, el título viene a
ser casi lo más importante: un título feliz puede hacer mucho por el libro en cuestión
mientras que uno no tan acertado puede arrinconarlo directamente en el desinterés si es
que no en el desconocimiento.
Poner título a una obra traducida, por el contrario, no suele ser tarea dificultosa
pues se trata simplemente de traducir el que se publicó originariamente. Traducción que
suele ser literal o, al menos, respetando en lo posible el original, sin necesidad de
hacerlo aún más atractivo pues va de suyo, por el hecho mismo de traducirla, que la
obra tiene un interés ya demostrado.
No es éste el caso sin embargo del texto que comentamos: Inventing Human
Rights. A History en el original inglés. Título que ciertamente podría haberse traducido
sin mayores problemas por Inventando los Derechos Humanos. Una Historia. Ahora
bien, esa traducción literal, -y con ella el título original-, parece comportar más de una
paradoja pues, por un lado, se alude a un proceso aún en marcha, inventando, y de otro
no a la historia de ese proceso de invención aún en curso, sino a una historia de ese
proceso, dándose así a entender que caben varias historias de ese proceso aún en
marcha.
Así las cosas, y quizás para evitar tales contradicciones, el traductor castellano
ha optado por la traducción que figura al principio de estas líneas La invención de los
derechos humanos, dejando al margen cualquier consideración sobre ese proceso aún en
marcha, al parecer, y sobre las posibles historias del mismo. Y sin embargo, por mucho
que parezca lo contrario, lo cierto es que ese título castellano cumple con los requisitos
a los que más arriba aludíamos haciendo aún más atractiva si cabe la obra de la
profesora Hunt.
Más atractiva si cabe, decimos, y es que ciertamente la obra resulta de lo más
provocadora pues, aunque parece haber consenso generalizado en que los derechos
humanos no son algo concluso sino que están en continua evolución, -acuerdo del que
sería buena muestra el reconocimiento de varias “generaciones” de tales derechos
humanos-, no todo el mundo estaría de acuerdo en considerarlos una invención Y
mucho menos basada en hechos como sonarse la nariz con un pañuelo y no con los
dedos, encargar un retrato, escuchar música en silencio o leer una novela… tal y como
defiende este libro..
Claro es que ese enfoque tan novedoso tiene un presupuesto metodológico tras
sí: el de que todo análisis de un cambio histórico debe acabar explicando la alteración
de las mentes individuales, tal y como se explicita en la introducción del libro que
significativamente reproduce las primeras palabras de la Declaración de Independencia
de los EEUU “Sostenemos como evidentes estas verdades”.
Significativamente puesto que los derechos humanos no serían, según la autora,
evidentes per se sino que paradójicamente se habrían hecho evidentes en las mentes
individuales a partir de hechos en apariencia tan insignificantes como los aludidos más
arriba y que no serían, en última instancia, sino manifestaciones de la autonomía y la
empatía, conceptos íntimamente relacionados con el de los derechos humanos.
Por supuesto la autora no desconoce que la autonomía y la empatía, -prácticas
culturales y no sólo ideas-, tienen profundas raíces anteriores en la historia occidental
pero defiende convincentemente que fue en la segunda mitad del siglo XVIII cuando se
produjo una aceleración en el avance de esas prácticas. Avance que llevó a que la gente
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normal y corriente tuviera nuevos tipos de sentimientos que dieron lugar a nuevas
formas de comprender y, en último término, a que los derechos humanos se volviesen
evidentes. Literalmente: nuevas formas de leer (y ver y escuchar) crearon nuevas
experiencias individuales (empatía) que a su vez hicieron posibles nuevos conceptos
sociales y políticos (derechos humanos).
Esa defensa se articula en los diferentes capítulos que componen la obra. En el
primero “Torrentes de emoción”. Leer novelas e imaginar la igualdad, se analiza la
influencia que tres novelas epistolares con protagonistas femeninos Julie o la Nueva
Eloísa, de Rousseau y Pamela y Clarissa de Richardson tuvieron en la afirmación de la
autonomía y la empatía y, por ende, en la invención de los derechos humanos.
Desde luego la autora no pretende que la lectura de novelas fuese la única
manera de adquirir la capacidad de identificarse más allá de las barreras sociales. Pero sí
le parece pertinente considerar la lectura de novelas como una experiencia decisiva si
tenemos en cuenta que el apogeo de ese género particular de novela, – la epistolar-,
coincide cronológicamente con el nacimiento de los derechos humanos y en efecto, la
novela epistolar surgió como género entre las décadas de 1760-1780 y luego
desapareció en la de 1790
En el capítulo segundo “Hueso de sus huesos”. Abolir la tortura, se analiza el
famoso caso de la condena a Jean Calas, en 1762, el mismo año, por cierto, en que
Rousseau introdujo la expresión “derechos del hombre”. Ese análisis sirve a la autora
para mostrar cómo cristalizaron las nuevas actitudes respecto a la tortura y el castigo
humanitario que llevaron a constatar efectivamente que “hasta los criminales poseen
almas y cuerpos que se componen de los mismos materiales que los de nuestros amigos
y parientes. Son hueso de sus huesos”.
Una constatación que se seguía de cambios en la consideración del cuerpo
entendido ahora como algo propio y separado de los demás cuerpos. Y ello tanto en lo
que se refiere a las necesidades fisiológicas más inmediatas, cada vez consideradas más
intimas con la consiguiente necesidad de satisfacerlas en solitario cuanto en la
modificación en la distribución de las viviendas, incluyendo cuartos individuales,
como en la proliferación de retratos, fruto de la consideración de cada persona como un
individuo único y separado, o, finalmente, en la lectura o la audición musical en
silencio “ensimismado”. Desde ahí, hasta la constatación de que el dolor y el propio
cuerpo pertenecen únicamente al individuo y no a la comunidad, de modo que el
individuo ya no podía ser sacrificado por el bien de la comunidad o por un propósito
religioso no había sino un paso que incluía, por supuesto, el rechazo de la tortura .
Tras haber demostrado en los dos primeros capítulos del texto la importancia
que para la evidencia de los derechos humanos tuvieron los cambios en la
consideración del otro como igual y en la del cuerpo como algo propio, la autora estudia
en el capítulo tercero, “Han dado un gran ejemplo” Declarar derechos, cómo la
evidencia así adquirida llevó a la necesidad de “declarar” los derechos humanos. Una
declaración con diferentes matices en EEUU y en Francia pero que a la postre concluía
en ambos casos en algo radicalmente nuevo: la justificación de los gobiernos por su
garantía de los derechos universales.
En el capítulo cuarto “No tendrá fin”. Las consecuencias de declarar” se analiza
la lógica interna, sin fin, de los derechos humanos plasmada en lo que la autora
denomina escala de concebibilidad. En cuanto a un grupo sumamente concebible le
tocase el turno de ser estudiado (los varones con propiedades o los protestantes, por
ejemplo) los de la misma categoría pero situados más abajo en la escala de
concebibilidad (los individuos sin propiedades, los judíos) aparecerían inevitablemente
en el orden del día y así sucesivamente.
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Finalmente en el capítulo quinto “El apagado poder del humanitarismo”. Por
qué fracasaron los derechos humanos pero a la larga acabaron triunfando”, la autora
analiza las causas de por qué transcurrieron casi dos siglos entre las declaraciones de
1776, 1789 y la universal de 1948 lo que le lleva a una exhaustiva indagación histórica
que muestra cómo los derechos no desaparecieron del pensamiento ni de la acción si
bien los debates al respecto se producían casi exclusivamente en marcos nacionales
específicos que se volvían cada vez más cerrados y defensivos. Ello no impidió llegar a
la Declaración Universal de 1948, si bien tras sortear no pocas dificultades que la autora
examina asimismo pormenorizadamente
Este último análisis vuelve por cierto al punto de partida, o, mejor dicho, al otro
lado de ese punto, -al lado oscuro- pues el concepto de los derechos humanos habría
traído consigo toda una serie de contrapartidas nefastas. La llamada a favor de los
derechos humanos universales, iguales y naturales habría estimulado el crecimiento de
nuevas y, en ocasiones, fanáticas ideologías que hacían hincapié en la diferencia, Y así
la autora recuerda que inmediatamente después de Julie, Pamela o Clarissa, vino la
novela gótica,- El Monje en concreto-, en la que las escenas de incesto violación tortura
y asesinato parecían de modo creciente el objeto principal de la obra más que el estudio
de sentimientos interiores o consecuencias morales y tras la novela gótica, el marqués
de Sade quien escribió todas sus obras en la década de 1790: sexo, dominación dolor y
poder, en lugar de amor empatía y benevolencia.
Por supuesto, el reconocimiento de esas dualidades resulta fundamental para el
futuro de los derechos humanos. Un futuro que sigue dependiendo de los sentimientos
pues, -como bien concluye la autora-, la historia de los derechos humanos demuestra
que, al final, la mejor defensa de los derechos son los sentimientos, las convicciones y
las acciones de multitudes de individuos que exigen respuestas acordes con su sentido
interno para la indignación. Palabras que, desde luego, compartimos y que ciertamente
no pueden sonar más actuales en un momento en que el “indignado”, -el Protester, por
traducirlo al inglés-, ha sido el protagonista del año.
Aurelio de Prada
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