La trama y la urdimbre. Género y mitología en el arte textil de

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Ganador del Reconocimiento al Mérito Estatal de Investigación 2014 en la Subcategoría de Divulgación y Vinculación
La trama y la urdimbre. Género y mitología en
el arte textil de la Sierra de Zongolica, Veracruz
Mtro. Miguel Angel Sosme
UV / Proyecto Etnografía de las regiones indígenas de México
E
n la zona centro suroeste del estado de Veracruz, región conocida
como las Altas Montañas, se alza imponente la Sierra de Zongolica,
área cultural y geográfica que alberga uno de los principales
núcleos de la cultura náhuatl en el Oriente de México y donde hoy,
pese a la influencia de los centros urbanos de la región, persiste un
fuerte vigor cultural que convive con los acelerados cambios que la
“modernidad” suscita.
En este contexto, el arte de hilar y tejer ha constituido una labor
económica, doméstica y creativa íntimamente asociada a la feminidad
cuyo origen se remonta al periodo precolombino. Sabemos por diversas
fuentes que durante la época prehispánica, las mujeres indígenas de
Mesoamérica eran las responsables de tejer las mantas de algodón que
habrían de tributarse a los señoríos de la Triple Alianza, hecho que revela
el valor simbólico y utilitario de la actividad textil, así como el papel
que las tejedoras desempeñaron en el sostenimiento económico de los
imperios a través de su trabajo manual.
De madres a hijas y de abuelas a nietas, las indígenas de Zongolica han
transmitido los conocimientos heredados de sus ancestros, mujeres
diestras en las artes del tejido quienes recibieran, según las leyendas
locales, los malacates y los telares de las manos de “Tonantzin”, la primera
divinidad que tejió y que compartió con las mujeres macehuales, los
más valiosos secretos del telar de cintura. Asimismo, el tejido con fibras
animales que hoy da fama y renombre a los pueblos de la zona fría, inicia
en el siglo XVI con la llegada de los conquistadores europeos, quienes
introdujeron los primeros rebaños de ovejas trashumantes y delegaron
a las mujeres el aprovechamiento de los respectivos vellones. Desde
entonces, el hilado y el tejido con fibras de lana han desempeñado un
papel determinante en la construcción de la identidad étnica y genérica
de las mujeres macehuales, quienes cinco siglos después, continúan
tejiendo las piezas ancestrales de la vida cotidiana.
La pervivencia del arte textil ha sido posible, entre otras cosas, por el
aislamiento cultural y geográfico en el que los nahuas han subsistido
durante generaciones. De acuerdo con Mejía (2003), estas condiciones
de marginación hicieron de las comunidades macehuales espacios
donde los significados volcados en la actividad textil, se protegieron,
anclados en las distintas áreas de la vida de las comunidades, no sólo en
el universo simbólico, sino también en ámbitos de la realidad económica
a la que se han enfrentado los núcleos domésticos (Mejía, 2003: 109).
En este sentido, han sido las propias mujeres indígenas las principales
responsables de mantener vigente la tradición con sus respectivos
significados. En ellos se advierte, además de la mezcla de culturas, los
valores, principios y representaciones que sustentan el universo mítico
de los nahuas.
A través de los textiles, las tejedoras han plasmado su visión del mundo:
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la flora, la fauna y el cielo aparecen representados en elementos
iconográficos de diverso color que evocan la feminidad y la vida
cotidiana. Asimismo, en cada prenda el espectador puede apreciar la
plástica del entorno así como la interpretación que cada tejedora hace
de su realidad: “pollitos”, perros, guajolotes, estrellas y rosas emergen
en delgados lienzos de algodón que según las informantes, representan
a la víbora que se ciñe al cuerpo, aquella que las culturas precolombinas
asociaran a la gestación y al parto, y que se empleara como símbolo de
la fecundidad y de la feminidad misma.
En el contexto mesoamericano, la serpiente se asociaba a la reproducción;
Cihuacóatl o “mujer serpiente”, era la divinidad mexica protectora de la
gestación y de las mujeres muertas al dar a luz, conocidas entre los nahuas
del Altiplano como cihuateteo. En las culturas del centro de Veracruz,
éstas últimas eran representadas con el torso desnudo, ataviadas de
la cintura a los pies con un refajo de algodón que era sostenido por
un cinto de víboras, mismo que hoy parece materializarse en las fajas
labradas por las mujeres de Zongolica. En este sentido, la faja personifica
el cinto de culebras usado por las diosas de la fecundidad, y todos los
elementos iconográficos que en ella se imprimen, constituyen, según las
informantes, las “manchas” que las serpientes albergan en su piel.
De este modo, los cintos elaborados por las indígenas de Tequila y de
Atlahuilco se atan a la cintura de cada mujer recordando el carácter
macehual, reproductivo y en general, femenino de su portadora; pues
como antaño, mantienen un valor simbólico por el que se comunica la
identidad, la adscripción y el origen tanto étnico como genérico de quien
lo porta.
Sin embargo, la actividad textil en esta región, envuelve numerosos mitos,
representaciones y códigos que trascienden los espacios meramente
femeninos. De allí que para entenderla, sea necesario remitirnos a la
cosmovisión y a las prácticas religiosas que otorgan al tejido, un carácter
valioso y sobrehumano íntimamente ligado a la vida sociocultural de
los pueblos nahuas. Sólo así podremos comprender por qué hoy como
antaño, el nexo entre las mujeres y el telar de cintura resulta ineludible,
constituyendo incluso, un elemento legitimador y fundante del “ser
mujer”.
De diosas e hilanderas, legitimación de una actividad “femenina”
A partir de las numerosas representaciones plásticas de los pueblos
mesoamericanos, es posible desentrañar su visión del cosmos, su
concepción de la vida y el tiempo, de la salud y la enfermedad, lo masculino
y lo femenino. Investigaciones como las de Alfredo López Austin (1998)
y Noemí Quezada (1996), han demostrado que en las sociedades
prehispánicas prevaleció una visión dual del cosmos que permeaba
las relaciones de género. Lo masculino y lo femenino se presentaban
como opuestos simétricos complementarios con funciones específicas
en espacios determinados. Los dioses y las diosas desempeñaban
actividades en el mundo celeste que en cierto modo, “legitimaban” las
tareas asignadas a los sexos en el mundo terrenal. De este modo, la vida
femenina en la Mesoamérica precortesiana estuvo presidida por diversas
divinidades protectoras de carácter maternal ligadas al hogar, a la tierra,
a la noche, a la sexualidad, a la fertilidad y a la fecundidad, mismas que
rigieron la vida de las mujeres al constituir modelos divinos que éstas
debían seguir, de tal forma que al ser mostradas con utensilios de hilado
y tejido o de molienda y limpieza, se exaltaba la idea de que las mujeres
eran las encargadas de los mantenimientos domésticos, las responsables
de parir y de criar, de tejer y de hilar, de moler y alimentar.
El énfasis que las culturas precolombinas hicieron en la maternidad y que
expresaron en las numerosas narraciones de carácter divino, así como
en las representaciones plásticas, naturalizaron los roles culturalmente
asignados a las mujeres donde el tejido ocupó un papel fundamental.
De este modo, en casi todas las culturas de Mesoamérica, es posible
identificar a una o más deidades asociadas a las labores textiles,
siendo Xochiquétzal, Ixchel, Chicomecóatl y Cicpactónal, las diosas
emblemáticas, creadoras del tejido y protectoras de las mujeres que
desarrollaban dicha actividad.
En diversos documentos precolombinos puede apreciarse a las diosas
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textiles sentadas frente a un árbol, ya sea tejiendo las “hebras” en
un telar o hilando el algodón en un malacate, revelando así tanto el
carácter sagrado del tejido como el origen sobrenatural y mítico de los
instrumentos en él empleados. De este modo, encontramos que para las
tejedoras mesoamericanas, el carácter valioso de su labor radicaba entre
otras cosas, en el origen sobrehumano de sus conocimientos. Según la
mitología, fueron las propias deidades quienes al compadecerse de la
desnudez de los hombres y las mujeres terrenales, transmitieron a éstas,
todos los saberes ligados al tejido así como los instrumentos necesarios
para producir las telas que cubrirían sus cuerpos. Desde entonces, fue
responsabilidad de toda mujer, tejer las prendas que vestirían a sus
consortes y a sus descendientes, pues la voluntad divina así lo sentenció
desde el inicio de los tiempos.
Al analizar los mitos asociados al telar de cintura en el contexto
mesoamericano, es posible advertir un nexo entre las diosas del tejido
y la fecundidad. Resulta curioso que las deidades asociadas a los hilos,
a menudo se ligaran también con la tierra, el amor, el sexo, los placeres
carnales, la prostitución, la concepción, la fertilidad, y en general, con la
reproducción humana. En este sentido, el nexo entre la procreación, la
vida y el tejido se vuelve evidente en el telar de cintura, pues así como
el movimiento de abrir y cerrar el telar remite al latido del corazón,
el movimiento de las caderas al tejer evocan el acto sexual y el parto
(Solanilla, 2009:10). De este modo, tejido y maternidad aparecen como
dos elementos indisolubles de la feminidad mesoamericana, como dos
atributos y “virtudes” deseables que definieron “el ser mujer” en el
contexto precolombino.
Tonantzin nos enseñó a tejer
Para las indígenas de la Sierra de Zongolica, el tejido en telar de
cintura posee una dimensión mágico-religiosa vinculada a Tonantzin,
quien contextualmente se asocia a la virgen de Guadalupe. De acuerdo
con las informantes, Tonantzin fue la primera divinidad que tejió y la
responsable de transmitir el conocimiento textil a las mujeres de la tierra.
Aunque existen distintas versiones de la leyenda, en todas se observa
un sincretismo entre la religión nahua y el catolicismo judeocristiano,
donde se revela el carácter sagrado que el tejido adquiere en la región
de estudio:
“Las más abuelitas nos decían que antes no había ropa como ahora,
que antes todos andaban desnudos por el monte padeciendo frío
y mojándose. Entonces Tonantzin veía que su hijo, el niño Jesús,
sufría mucho pero no sabía qué hacer para quitarle el frío. La
virgencita lloraba porque no podía cubrirlo, pero un día vio que
los borregos tenían lana y pensó que a lo mejor ellos no tenían frío
porque sus vellones los cubrían. Así que les cortó un poquito de su
lanita y se la puso al niño para que ya no sufriera. Y sí, ya estaba
calientito pero como era muy travieso, se iba a correr por el monte
y cuando regresaba ya venía otra vez desnudito.
“Entonces la virgencita se dio cuenta de que toda su lanita se
quedaba colgada entre las ramas del monte y que por eso regresaba
sin nada. Así que al otro día habló con San José y le dijo que como
él era carpintero, que por favor le hiciera unos palitos, que iba a
ver si ella podía tejer. Entonces ella le explicó bien cómo los tenía
que hacer y San José se los talló con la madera de los pinos que
hay por aquí. En eso, Tonantzin fue a ver a los borreguitos para
que le regalaran de su lanita y ellos se la dieron. Y ya cuando
regresó, San José le tenía listos sus palitos, así que ya como en la
nochecita se puso hilar su lana y después tendió su telar. Estuvo
viendo cómo es que iba a tejer porque ella no sabía, pero como es
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muy milagrosa, pudo hacer un lienzo con los hilos de lana. Como
trabajó mucho, ya estaba cansada así que se fue con San José y
dejó allí su telar con todo y el lienzo. Entonces en la noche, el
diablo se apareció y le hizo una maldad: le movió todos los hilos
y todos los palitos hasta que en la tela se formaron unas figuritas
así bien bonitas. Es que dicen que el diablo quería demostrarle a
Tonantzin que él era mejor que ella, que él tejía más mejor pues;
y sí, el lienzo quedó muy bonito pero cuando la virgencita lo vio
se enojó porque le descompuso su tela. Entonces lo compuso,
tejió con un solo xiotl hasta que consiguió un lienzo plano, sin
figuras, todo blanco. Ya con eso fue que vistió al niño Jesús y ya
nunca más tuvo frío, ni sufría por estar desnudito. Y para que nadie
volviera a padecer por la desnudez, la virgencita le enseñó a tejer a
nuestras abuelitas y ellas le enseñaron a sus hijas, y sus hijas a sus
hijas. Desde entonces, aquí en Tlaquilpa todas las mujeres tejemos
la ropa de nuestro marido, de nuestros hijos, de toda la familia.
Pero dicen que el tejido que ahorita le decimos de “ojito”, es el
que tejió el diablo, es un tejido muy bonito, con figuritas. Ese
tejido no se puede usar con los niños porque es del diablo, cuando
presentamos a los niños le ponemos su manga pero con el tejido
sencillo, el de la virgencita. Ya se lo pueden poner cuando crecen
pero mientras no porque es más bonito y a la virgen no le gusta.
Incluso mi mamá decía que ella tejía de todo, menos el de ojito, que
ese no se atrevía ni a aprenderlo porque era del diablo”. (Fernanda
García y María Tentzohua, Tlaquilpa, 2012).
El testimonio anterior resulta sumamente valioso para entender cómo es
que a través de los mitos, se formulan representaciones que legitiman
las tareas asignadas a los sexos, se delimitan los espacios de género, se
distribuyen los recursos y el manejo de las tecnologías existentes. De
este modo, encontramos que la imagen mariana asociada a la enseñanza
del telar de cintura, legitima el trabajo textil como una actividad propia
de las mujeres, mientras que la explotación forestal personificada en
San José, se justifica como exclusiva de los hombres. Así, la imagen
maternal de la “virgencita” (o de Tonantzin) que persiste en el imaginario
nahua, delimita y legitima el espacio doméstico de las mujeres, su papel
reproductivo, de pastoreo, de crianza y de entrega a los demás. Por
su parte, San José remite al espacio no doméstico, a las labores del
campo, a la carpintería, la explotación del bosque y al manejo de ciertas
tecnologías que en este contexto, son propias de los hombres tales como
la sierra y el azadón.
Al respecto, habría que señalar que las actividades económicas de la zona
orientadas a la carpintería y la ebanistería, otorgan a este santo, patrono de
los carpinteros, un papel importante en la vida religiosa de la comunidad.
Su mayordomía es una de las más importantes y siempre se le encuentra
ataviado con el traje tradicional de los hombres macehuales, tejido en
telar de cintura con hilos de lana o estambre (lo anterior aplica también
para la Virgen de Guadalupe, quien en la parroquia suele estar vestida
con finos tejidos, invariablemente tejidos con hilos de lana y teñidos con
añil). San José constituye en gran medida, el modelo masculino y de
trabajo con el que los hombres se identifican, porque como carpintero
fue afanoso y honrado, como hombre, responsable y proveedor de lo
necesario. Y aunque pobre, como los indígenas nahuas, fue honesto
y recto hasta el último día de su vida, de allí la fuerte devoción que
los hombres y las mujeres le tienen, tanto como protector del trabajo
forestal como ejemplo de la vida que se debe seguir.
Asimismo, en el mito anteriormente presentado podemos observar
la distribución de los recursos y las tecnologías. Éstos son repartidos
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según el rol que cada género asume: los árboles y el ganado mayor son
legitimados como propiedad de los hombres; los animales domésticos
como las aves de corral y los borregos como propiedad de las mujeres;
la sierra, el azadón, la yunta y el hacha como tecnologías masculinas; y
el telar, el fogón y el metate como herramientas propias de las mujeres
indígenas.
La historia de Tonantzin y San José, además de referir a la actividad
textil, evidencia perfectamente las dos actividades que definen a uno
de los municipios de la sierra, llamado Tlaquilpa: el tejido en telar de
cintura y la carpintería, labores que en este contexto se asociaban de
forma ineludible con el hecho de ser hombre o mujer. De este modo,
las tareas masculinas en la zona fría, están mayoritariamente orientadas
al trabajo forestal y agrícola, la producción de carbón, la producción de
muebles y la talla en madera de objetos rituales o religiosos, así como el
cultivo de maíz, frijol y chícharo. En todas estas labores se integra a los
niños varones desde los cinco o seis años para que se familiaricen con
el trabajo que en el futuro, habrá de proveerlos de alimento y sustento.
Por su parte, el trabajo de las mujeres se halla ligado a la casa y al
mantenimiento doméstico: parir, criar, educar, dar de comer,
cocinar, lavar la ropa y los trastes, cuidar a los borregos, trasquilarlos,
alimentarlos, pastorearlos, limpiar su lana, teñirla y tejerla, servir a “su
señor”, obedecerlo, atenderlo “como se debe”, etcétera, constituyen sus
principales labores, todas circunscritas al espacio privado.
Cabe señalar que en la actualidad, las representaciones asociadas
al trabajo textil de la Sierra de Zongolica, experimentan cambios
importantes motivados en gran medida, por las políticas integracionistas
y la mercantilización creciente de los textiles. Sin embargo queda claro
que el tejido en telar de cintura así como su legitimación a través de la
cosmovisión de los nahuas, mantienen un origen inmemorial que pese a
los efectos de la modernidad, permanecen en el imaginario colectivo de
un sector importante de la población indígena.
Para leer más:
Mejía Lozada, Diana Isabel, Tejiendo la vida. Significado de la actividad
textil de la sierra de Zongolica: los casos de Tlaquilpa y Atlahuilco, tesis
de doctorado, Colegio de Michoacán, Zamora, 2003.
Solanilla Demetre, Victoria, “El rol de las tejedoras precolombinas a
través de las fuentes e imágenes” en Destiempos.com, México D.F,
Enero-Febrero 2009.Año 3, Número 18.
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Zona Arqueológica y Museo de Sitio de
Xochicalco
Ubicada en Miacatlán, Morelos
Horario de visita:
De lunes a domingo
de 9:00 a 18:00 horas
Costo de admisión general:
$64.00 pesos
01 737 374 30 90
xochicalco.mor@inah.gob.mx
Órgano de difusión de la comunidad de la Delegación INAH Morelos
Consejo Editorial
Eduardo Corona Martínez Israel Lazcarro Salgado
Luis Miguel Morayta Mendoza
Raúl Francisco González Quezada
Giselle Canto Aguilar
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Coordinación editorial de este número: Israel Lazcarro Salgado
Formación: Joanna Morayta Konieczna
El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de sus autores
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