Cuando dos caballeros son parientes consanguíneos cercanos, no suelen dirigirse el uno al otro ceremoniosamente. En este caso, sin embargo, los caballeros en cuestión eran tío y sobrino; el más joven había aparecido de la nada para heredar un título y una fortuna que el mayor había dado por sentado que serían suyos y su parentesco había sido anunciado oficialmente momentos después de que solo les hubiera faltado el filo de una espada para matarse el uno al otro. De ahí que no fuera de extrañar que las relaciones entre los dos estuvieran un tanto tensas, razón por la cual Reginald Davenport, notorio libertino, jugador y mujeriego, conocido en algunos círculos como la «Vergüenza de los Davenport», saludó a su noble sobrino lacónicamente. —Buenos días, Wargrave. El conde de Wargrave se puso en pie detrás del pesado escritorio de nogal y le tendió la mano. —Buenos días. Me alegro de que haya podido venir. Después de un breve y firme apretón de manos, Reggie tomó asiento en el sillón ofrecido y estiró las largas piernas. —Es una cuestión de principios acudir a la llamada del cabeza de familia —dijo pausadamente— . En especial cuando es él quien me paga mi asignación. El conde tensó ligeramente los labios mientras se sentaba de nuevo, un hecho que alegró a Reggie. Entre las muchas virtudes irritantes del conde figuraba su carácter tranquilo y amable. Igualmente irritante era su cortesía. En lugar de convocarlo en una fecha dada, el conde había dejado el momento y el lugar de la reunión en sus manos, dando a entender que estaba dispuesto a negociar los asuntos familiares en una taberna si así lo prefería el hombre de más edad. Reconociendo el mérito de Wargrave por esa buena disposición, Reggie no había puesto ninguna objeción a acudir a la mansión familiar en la calle Half Moon para ver qué cambios había experimentado. Tuvo que admitir, bastante a regañadientes, que todos los cambios eran para mejor. En tiempos de su tío, el estudio era un cuchitril oscuro destinado a intimidar a los que entraban. Ahora era una estancia luminosa, aireada y discretamente masculina, con sillones de piel y un aire de austera comodidad. Los nuevos propietarios tenían buen gusto. Como no encontraba nada que criticar en lo que lo rodeaba, Reggie volvió su inquisitiva mirada a su anfitrión. Siempre que, por casualidad, se encontraban, lo miraba con la esperanza de encontrar señales de que el nuevo conde estaba engordando, se había vuelto esnob, se engalanaba con chalecos a rayas verdes y relojes de bolsillo de oro o mostraba otros signos de decadencia, arrogancia o vulgaridad. Por desgracia, siempre quedaba decepcionado. Richard Davenport continuaba vistiendo bien, de forma discreta, propia de un caballero; conservaba en buena forma su figura de militar y trataba a todos los que conocía, desde un príncipe a una fregona, con la misma cortesía de buena crianza. Tampoco tenía un genio excesivo. Reggie lo había intentado todo, pero raras veces había conseguido provocar en su sobrino más que unas levísimas señales de irritación. A veces resultaba difícil creer que el condenado fuera realmente un Davenport. El propio Reggie era el arquetipo de la estirpe; muy alto, muy moreno, con fríos ojos azules y una cara alargada que más parecía diseñada para los gestos desdeñosos que para las sonrisas. Por el contrario, su sobrino solo era de estatura mediana, tenía el pelo de color castaño, ojos color avellana y un semblante agradable y abierto. No obstante, el joven conde era el mejor espadachín que Reggie había visto en su vida y nunca le había gustado tanto como en aquella ocasión en que perdió los nervios y demostró sus facultades de tirador. El conde interrumpió las divagaciones de Reggie diciendo: —Su asignación ha sido una de las razones de que quisiera hablar con usted. Así que iba a sacarse de encima al sinvergüenza de su tío con un chelín. Bueno, no era algo inesperado. Reggie se preguntó qué clase de trabajo podía encontrar para mantenerse, si el juego demostraba ser una fuente de ingresos poco fiable. Muchos parientes lejanos o postizos de la nobleza tenían cargos gubernamentales, como guardián del puerto de Rye o jefe de correos de Newcastle, pero nadie en su sano juicio le daría un puesto así a Reggie Davenport. Incluso los funcionarios gubernamentales tenían ciertos principios. A lo mejor podía abrir una barraca de tiro al blanco como la de Manton. También podía empezar a cobrar a las mujeres por sus servicios, pensó sonriendo para sus adentros, en lugar de ofrecérselos gratis. Sin inmutarse, dijo: —¿Y la otra razón? —Caroline y yo esperamos un hijo para noviembre. —Enhorabuena. Reggie puso buen cuidado en mantener la cara inexpresiva. Era típico de Wargrave transmitir la noticia en persona, en lugar de dejar que su heredero se enterara a través de un cotilleo casual. La verdad era que apenas resultaba una sorpresa: engendrar un heredero era humano. Aunque en puridad Reggie fuera el presunto heredero del condado, siempre había sabido que un hombre sano y felizmente casado, ocho años más joven que él, tenía muchas posibilidades de formar una familia. Con educación, añadió: —Espero que lady Wargrave se encuentre bien… A Wargrave se le iluminó el semblante con una sonrisa que Reggie describió, poco caritativamente, de necia. —Se siente de maravilla y toca tanto el piano que lo más probable es que el niño nazca con una partitura en la mano. No obstante —dijo recobrando la compostura—, esa no es la razón principal de que le haya pedido que viniera a verme. —Ah, sí, estaba a punto de anular mi asignación antes de que nos desviáramos al tema de su progenie —dijo Reggie de forma aún más pausada que antes. Que lo colgaran si iba a humillarse por dinero ante el jefe de la familia. —Poner fin a su asignación trimestral es solo parte de lo que tengo en mente. —Wargrave abrió un cajón y sacó un puñado de papeles—. He decidido que es hora de hacer unas previsiones diferentes para usted. Como medida provisional, mantuve la asignación que le había concedido el antiguo conde, pero me parece… —vaciló, buscando la palabra adecuada— …inapropiado que un varón adulto tenga que depender de la buena voluntad de otro. —No es algo tan raro en nuestro mundo —dijo Reggie con una cuidada despreocupación. Le había sorprendido que Wargrave continuara pasándole la asignación después de que los dos hubieran estado a punto de matarse el uno al otro, pero el conde debía de pensar que tenía la responsabilidad de mantener a su heredero. La perspectiva de un hijo atenuaba esa obligación. —No crecí en el estrecho y reducido mundo de la alta sociedad y me atrevería a decir que nunca comprenderé todas sus convenciones. En los círculos poco elevados donde me crié, la mayoría de los hombres prefieren tener algo que sea verdaderamente suyo. —El conde dio un golpecito a los documentos legales—. Y esa es la razón de que vaya a cederle la más próspera de las propiedades no vinculadas de los Wargrave. He liquidado la hipoteca, así que la propiedad debería producir el doble que la asignación que ha estado recibiendo. Reggie se enderezó en el asiento, tan sobresaltado como si el conde lo hubiera golpeado con el candelabro de bronce. Que eliminaran su asignación no habría sido una sorpresa; esto sí que lo era. Wargrave continuó: —La prosperidad de la finca se debe, en gran medida, al administrador, un hombre llamado Weston, que lleva allí varios años. No lo conozco en persona; la única vez que estuve allí, él había tenido que marcharse debido a la repentina enfermedad de alguien de la familia, pero ha hecho un trabajo excelente. Sus informes son impecables y ha aumentado la productividad enormemente. Dado que Weston es honrado y competente, usted puede vivir en Londres de las rentas si no quiere ocuparse personalmente de la gestión. —Su expresión se endureció—. También puede vender la propiedad o jugársela a las cartas. En cualquier caso, esto es todo lo que recibirá del patrimonio Wargrave. Si tiene deudas importantes, lo ayudaré a liquidarlas para que pueda empezar con las manos limpias, pero a partir de entonces, estará usted completamente solo. ¿Queda claro? —Perfectamente claro. Tiene usted el don de la expresión, Wargrave. —La insolencia de Reggie no era más que un intento por disimular su confusión—. Da la casualidad de que la diosa Fortuna me ha estado sonriendo últimamente, así que su ayuda no será necesaria. —Hizo un esfuerzo por reponerse de la sorpresa y dijo—: ¿Qué propiedad me entrega? —Strickland, en Dorset. ¡Strickland, por todos los diablos! Dado que Wargrave solo poseía dos o tres propiedades no vinculadas, la noticia no era una completa sorpresa, pero Reggie seguía sintiéndose como si le hubieran pegado una patada en el estómago. —¿Por qué esa propiedad en particular? —Por varias razones. En primer lugar, porque lo mantendrá con la máxima comodidad. En segundo lugar, entiendo que vivió allí cuando niño y pensé que quizá sintiera apego por ese lugar. —Wargrave combó una pluma entre los dedos, con cara pensativa—. A juzgar por su expresión, quizá me haya equivocado. La cara de Reggie se tensó. Una de las muchas particularidades por las que no encajaba en el ideal de un caballero era la de hacer visibles sus emociones, demasiado evidentes. Un auténtico caballero nunca habría mostrado disgusto ni enfado ni siquiera diversión, como Reggie era demasiado propenso a hacer cuando no se concentraba. Por supuesto era incapaz de mantener una cara adecuadamente impasible, pero con demasiada frecuencia su rostro reflejaba todos sus sentimientos. Como en esos momentos, cuando habría preferido ocultar las complejas emociones que Strickland despertaba en él. —Hay otra razón, mucho más poderosa, de que haya elegido Strickland —continuó Wargrave—. Para empezar, tendría que haber sido suya. Reggie respiró hondo. Empezaban a caerle encima demasiadas sorpresas y no le gustaba lo más mínimo. —¿Por qué dice que tendría que haber sido mía? —La casa y la mayoría de las tierras eran propiedad de la familia de su madre, no de los Davenport. En tanto que único heredero de su madre, legalmente ya es propietario de la mayor parte de Strickland. —¡Qué demonios…! —Según el abogado de la familia, sus padres se conocieron cuando su abuelo materno hizo una oferta para comprar una pequeña propiedad adyacente a Strickland —explicó Wargrave—. Su padre fue a Dorset para hablar del asunto en nombre de su hermano, conoció a su madre y acabó quedándose. Las tierras de Davenport se unieron a Strickland y sus padres vivieron allí y lo administraron todo como una única propiedad. De acuerdo con los acuerdos matrimoniales, Strickland tenía que pasar a los herederos de su madre. Reggie soltó entre dientes un juramento rabioso. Así que el viejo conde había retenido deliberada e ilegalmente Strickland: una táctica más en la larga guerra sostenida por ambos. —No tenía ni idea; de lo contrario, puede estar seguro de que no habría dejado que ese viejo diablo se saliera con la suya —dijo Reggie con una ira apenas controlada. Durante todos los años que su tío había condescendido a darle una asignación, ese dinero y más tendría que haber sido suyo por derecho. Si el viejo conde hubiera estado vivo y presente, Reggie habría cometido un asesinato. Lástima que su maldito tío estaba ya fuera del alcance de la justicia. —Tal vez el viejo conde no separó nunca Strickland del resto de las propiedades porque dio por sentado que, finalmente, el título y todo el patrimonio irían a parar a usted —dijo Wargrave con voz neutra—. Después de todo, fue su heredero durante muchos años. Reggie repuso con tono helado: —Su generosa interpretación se deriva del hecho de que usted no lo conocía. Le aseguro que si retuvo Strickland fue por los motivos más mezquinos. Esas rentas habrían hecho que yo fuera independiente, algo que él detestaba. Puede que esa fuera también la razón de que el viejo conde sintiera resentimiento hacia su hermano pequeño, que se había casado con una modesta heredera y había encontrado la felicidad viviendo con ella en Dorset. Eso explicaría en buena medida el trato que había dado a su sobrino. Seguramente fue una especie de venganza contra su hermano muerto, que había logrado escaparse de la red Wargrave. Con tacto, Wargrave se ocupó en afilar una pluma y comprobar si había tinta en el tintero. —Cuanto más sé del viejo conde, mejor comprendo que mi padre se negara a vivir en el mismo país que él. —Marcharse de Inglaterra fue lo más inteligente que Julius hizo en su vida —admitió Reggie. Aunque no expresó en voz alta lo que pensaba, más de una vez se había preguntado si él tendría que haber hecho lo mismo. Quizá habría sido más sensato escapar del puño de hierro de su tío en lugar de quedarse y enfrentarse a la vieja tiranía del anciano con unas armas inadecuadas. El conde había ganado la partida al morirse y Reggie no sentía ningún deseo de dejar al descubierto sus sentimientos ante aquel joven que había aparecido en escena solo después de que el telón hubiera caído por última vez. Wargrave levantó la vista de la mesa. —¿Preferiría una propiedad diferente? Strickland es la mejor opción disponible, pero podría tomar en consideración otra. —No es necesario. Strickland me va bien —dijo Reggie con brusquedad. Al parecer, Wargrave no esperaba muestras de cortesía por parte de su tío. Escribió su nombre varias veces, espolvoreó arena encima de la tinta húmeda y luego empujó los documentos a través de la mesa. —No tiene más que firmarlos y Strickland es suya. Aun furioso como estaba, Reggie se tomó tiempo para examinar atentamente los papeles, pero todo se hallaba en orden. Puso su firma en las escrituras. En el momento en que firmaba la última, el rumor de unos pasos ligeros le hizo levantar la vista. Una mujer joven delicadamente rubia y menuda entró en el estudio. Caroline, lady Wargrave, tenía una expresión soñadora y un extraordinario talento para la composición musical. Los dos hombres se levantaron cuando entró, y el conde y la condesa intercambiaron una mirada que provocó en Reggie una punzada de intenso deseo. Envidiaba que su sobrino hubiera heredado la riqueza y el poder de los Wargrave, y más todavía le envidiaba la calidez que latía entre él y su esposa. Ninguna mujer había mirado nunca a la Vergüenza de los Davenport de aquella manera y nunca lo haría. Después de aquel breve y silencioso intercambio con su esposo, lady Wargrave se volvió y tendió la mano a Reggie. La última vez que se habían encontrado, Reggie estaba muy bebido; se comportó muy mal y Wargrave estuvo a punto de matarlo por ello. Pese a su escabrosa reputación, las damiselas sobrecogedoramente tímidas no estaban entre sus objetivos, y se sintió un tanto incómodo al inclinarse para besar la mano de la condesa. Recurriendo a todo su encanto, se enderezó y dijo: —Mi enhorabuena por las felices nuevas, lady Wargrave. —Gracias. Estamos muy contentos —dijo sonriendo con una tranquila confianza. El matrimonio le sentaba muy bien—. Nunca le he agradecido como es debido el regalo de boda que nos envió. ¿Dónde consiguió encontrar una partitura original de Haendel? Cada vez que la miro, me impresiona pensar que fue él realmente quien dibujó esas notas y escribió esas palabras. Reggie sonrió por vez primera en aquella perturbadora visita. La joven condesa le había escrito una nota protocolaria de agradecimiento por el regalo. Por lo tanto, su deseo de saludarlo en persona debía significar que había perdonado su grosero comportamiento. Puede que ese fuera un pecado menos por el que ardería en el infierno. —Encontré la partitura hace años en una librería. Supe que algún día descubriría para quién tenía que ser. —No podía elegir nada que me complaciera más. —Empezó a dar media vuelta—. Siento haberlos interrumpido. Los dejaré con sus asuntos. —Estaba a punto de marcharme —dijo Reggie—, a menos que tenga algo más de lo que quiera hablar, Wargrave. El conde negó con la cabeza. —No, no había nada más. Reggie vaciló, consciente de que tenía que darle las gracias a su sobrino. No todos los hombres en la posición del conde habrían tenido la decencia de compensar los pecados de sus predecesores. Pero Reggie seguía demasiado furioso por la duplicidad de su tío para ser cortés. Hizo un brusco gesto de despedida y se marchó, sin apenas ver al mayordomo, que lo acompañó hasta la puerta. Fuera, Reggie lanzó una moneda al lacayo que se había encargado de los caballos y saltó al calesín; pero, después de acomodarse en el asiento, se limitó a sostener las riendas entre las manos, mientras los caballos agitaban la cabeza, impacientes por ponerse en marcha. Strickland. Por todos los demonios del infierno. Ahora era el dueño del lugar donde más feliz había sido y donde había experimentado el más profundo pesar. Y no tenía ni idea de si sentía placer o consternación. Tensó los labios y, haciendo chasquear las riendas por encima de los caballos, metió el carruaje limpiamente en la calle. Necesitaba un trago. Mejor todavía, necesitaba una docena. Caroline Davenport apartó la cortina y contempló la partida del tío de su marido, observando la tensión de la esbelta y nerviosa figura mientras se alejaba. Dejó caer la cortina y preguntó: —¿Cómo ha reaccionado ante la noticia? —Por suerte, no esperaba su gratitud, porque no he recibido ninguna. El tío Reggie no es un hombre a quien le gusten las sorpresas. Si me hubiera limitado a interrumpir su asignación, le habría resultado más fácil aceptarlo. —Richard fue cojeando hasta la ventana y rodeó la cintura de su esposa con el brazo—. Comprensiblemente, también se puso furioso al enterarse de que mi difunto y no llorado abuelo lo había privado ilegalmente de su propio patrimonio. Apoyándose contra su esposo, Caroline dijo: —¿Crees que convertirse en un propietario acaudalado lo hará cambiar? Richard se encogió de hombros. —Lo dudo. Gran parte de la culpa de que se echara a perder fue de mi abuelo. Reggie me contó una vez que quería ingresar en el ejército, pero el conde no se lo permitió. En cambio, lo sujetaba con rienda corta, pagaba sus deudas, pero le daba una asignación insuficiente para que fuera realmente libre. —Qué hombre tan horrible fue tu abuelo. —Cierto. Pero Reggie también tiene parte de culpa. Es muy inteligente y asombrosamente perceptivo. Convertirse en un libertino y un borracho no eran sus únicas opciones. Caroline notó el pesar en la voz de su esposo. Se tomaba sus responsabilidades muy en serio y la parte que había hecho de él un excepcional oficial del ejército lamentaba que el potencial de Reginald Davenport se hubiera desperdiciado. Más que eso, Reggie era su pariente más cercano por el lado Davenport de la familia y a Richard le habría gustado estar en términos amistosos con él. —¿Crees que es demasiado viejo para cambiar su modo de vivir? —Reggie tiene treinta y siete años y está muy acostumbrado al vicio y el escándalo —dijo Richard, secamente—. A veces, los libertinos se reforman, pero los borrachos casi nunca. Dios sabe que mandé a muchos en el ejército. La mayoría bebían hasta que los mataba una bala o el whisky. Supongo que mi tío hará lo mismo. Caroline apoyó la cabeza en el hombro de su esposo. En una ocasión, Reginald Davenport la había aterrorizado, pero hacía unos momentos lo había visto sobrio y cortés y, justo durante un instante, había revelado un encanto totalmente devastador. Allí había un buen material humano, y entendía el deseo de Richard de ayudar a su difícil pariente. Era un esfuerzo en el que seguramente fracasaría. Con todo… —A veces se produce un milagro. Puede que esta sea una de esas veces. —Si Reggie quiere cambiar de verdad, estoy seguro de que es capaz de hacerlo. Pero dudo que lo intente —dijo Richard con aire pesimista. Apretó el esbelto cuerpo de su esposa más estrechamente contra él y se obligó a apartar todos sus pensamientos sobre el haragán de su tío. Había hecho lo que había podido. La dura experiencia le había enseñado que un hombre puede ayudar a otro solo hasta cierto punto. (c)1989,1998, Mary Jo Putney (c)2006 Isabel Merino, por la traducción (c)2006, Random House Mondadori, S.A.